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Infidelidad Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Infidelidad

Emilia Pardo Bazán

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Con gran sorpresa oyó Isabel de boca de suamiga Claudia, mujer formal entre todas, y enquien la belleza sirve de realce a la virtud, co-mo al azul esmalte el rico marco de oro, la con-fesión siguiente: -Aquí, donde me ves, he cometido una infide-lidad crudelísima, y si hoy soy tan firme y per-severante en mis afectos, es precisamente por-que me aleccionaron las tristes consecuenciasde aquel capricho. -¡Capricho tú! -repitió Isabel atónita. -Yo, hija mía... Perfecto, sólo Dios. Y graciascuando los errores nos enseñan y nos depuranel alma. Con levadura de malignidad, pensó Isabelpara su bata de encaje: "Te veo, pajarita... ¡Fíese usted de las moscasmuertas! Buenas cosas habrás hecho a cence-rros tapados... Si cuentas esta, es a fin de quecreamos en tu conversión." Y, despierta una empecatada curiosidad y unacomplacencia diabólica, volvióse la amiga todo

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oídos... Las primeras frases de Claudia fueronalarmantes. -Cuando sucedió estaba yo soltera todavía...La inocencia no siempre nos escuda contra loserrores sentimentales. Una chiquilla de dieci-séis años ignora el alcance de sus acciones; jue-ga con fuego sobre barriles atestados de pólvo-ra, y no es capaz de compasión, por lo mismoque no ha sufrido... La fisonomía de Claudia expresó, al decir así,tanta tristeza, que Isabel vio escrita en la her-mosa cara la historia de las continuas y desver-gonzadas traiciones que al esposo de su amigaachacaban con sobrado fundamento la voz pú-blica. Y sin apiadarse, Isabel murmuró inte-riormente: "Prepara, sí, prepara la rebaja... Ya conocemosestas semiconfesiones con reservas mentales yexcusas confitadas... El maridito se aprovecha;pero por lo visto has madrugado tú... Pues pormí, absolución sin penitencia, hija... ¡Y cómosabe revestirse de contrición!"

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En efecto, Claudia, cabizbaja, entornaba losbrillantes ojos, velados por una humareda os-cura, profundamente melancólica.

-Dieciséis años. Era mi edad..., y había un ser aquien entonces quería acaso más que a ningu-no. Todos los momentos de que podía disponerlos dedicaba a acariciarle, a hacerle demostra-ciones de ternura, que él pagaba con otras milvoces más apasionadas y alegres...

-¡Claudia! -exclamó Isabel con pudibundomohín.

-Isabel... -repuso ésta-, tranquilízate, y que note parezca cómica la revelación... ¡Si vieses quélejos de mí está el tomar a broma este episodio!¡Ojalá pudiese! El ser querido era un perro...

-¡Ah! -gritó Isabel, que no pecaba de necia-.Debí figurármelo... Sólo un perro justifica ellirismo con que te expresabas... Sólo el corazóndel perro encierra lealtad, sinceridad y noblezabastante para satisfacer a una soñadora comotú...

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-Y ahí está la razón de mis remordimientos... -afirmó seriamente Claudia-. Si yo hubiese ven-dido a un ser capaz de venderme..., mi concien-cia estaría casi tranquila. Habría arriesgadoalgo, me habría expuesto a represalias..., mien-tras que así... -Comprendo, comprendo -balbuceó Isabel,conmovida a pesar suyo. -A pesar del tiempo transcurrido, aún me per-siguen los recuerdos de mi maldad... Los añosnos hacen más blandos de corazón. La juventudve delante de sí tantas esperanzas, que no quie-re mirar al dolor ni apiadarse del daño queaturdidamente ocasiona... Mi error no tuvodisculpa, ni siquiera la del buen gusto. Ivanhoe,mi primer favorito, era un perrazo magnífico,un terranova de pelo ensortijado y negrísimo,como denso tapiz de astracán. De cabeza noblee inteligente, el mirar de sus grandes ojos deventurina destellaba una bondad ideal. ¡Decíaun mundo de cosas! Cuando venía a descansarla cabezota en mi regazo y fijaba en mis pupilas

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las suyas magnéticas, yo leía en ellas la resolu-ción de morir por mí, si fuera preciso. La sombra de un peligro, la entrada de unapersona desconocida, contraían con repentinaferocidad el hocico de Ivanhoe, que enseñabasus blancos dientes amenazándolos, gruñendosordamente. De día me seguía paso a paso; denoche dormía travesado en el umbral de mipuerta. Mi pureza no necesitaba otro guardián,y mis padres acostumbraban a decir que conIvanhoe iba yo más defendida que con trescriados. En esto sucedió que vino de París mi tía la deBellver, y me trajo un regalo carísimo. Empeza-ban a ponerse de moda los grifones, y dentrodel manguito me presentó uno, diminuto hastala ridiculez y feo hasta la sublimidad: "una de-licia", voz unánime de cuantos lo admiraron enla tertulia. Un matorral de pelo gris sucio secruzaba y confundía en la cara del animalejo,escondiendo sus ojos desproporcionados, pare-cidos a enormes cuentas de azabache y descu-

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briendo sólo la nariz, trufita húmeda relucientey donosa hasta la caricatura. Clown -así se lla-maba el bichejo- fue nuestro juguete, frágil,original y envidiado porque no se conocía otroen Madrid; y la miseria de mi vanidad me inci-tó a consagrar a Clown exclusivamente todosmis halagos, a no separarlo de mí, a adoptarlepor favorito, olvidando enteramente a Ivanhoe.Es más: llegué a expulsar a Ivanhoe de mi pre-sencia y de mi cuarto, porque asustaba al gri-fón, el cual, muy tembleque, como todos losperros chiquitines, se

convertía en azogado al ver al colosal terrano-va. Me entregué sin reparo al nuevo cariño, y sino le encargué a Clown un trousseau lujosísimode sedas, encajes y plumas (ya sabes que esto sehace hoy, como que existen modistas especialesy hasta figurines para perros), al menos medediqué a lavarlo, peinarlo, perfumarlo y atu-sarlo, y le construí un collarín precioso de perli-tas, sacrificando mi mejor brazalete para lospasadores de diamantes. Mis amigas rabiaban

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por no tener otro Clown. Yo lo sacaba en ca-rruaje, en el manguito o en el rincón de mi cha-queta, entre el brazo y el seno; y al lucir tangracioso dije viviente, al ostentarlo como unaniña ostenta una muñeca más cara que todas,me pavoneaba y me hinchaba de orgullo, sinpensar ni un instante en el olvidado... El olvidado había procedido con la mayordignidad, con la delicadeza más absoluta. Bas-taríale mover una pataza para aplastar al rivalintruso; pero se desdeñó hasta de ladrarle: tanmezquino enemigo no merecía los honores delataque y de la protesta. Si se hubiese tratado deun perrazo..., ya Ivanhoe disputaría mi ternuraa dentelladas. Ante aquel ser exiguo, Ivanhoecomprendió que no le tocaba descender a nin-gún extremo celoso. Se abatió, encogió la cola,agachó la cabeza y, resignadamente, descendióa la cuadra, donde los cocheros se encargaronde cuidarlo. -Ese perro era "un caballero" -interrumpióIsabel.

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-Y yo..., "¡una infame!" -declaró amargamenteClaudia-. Ivanhoe, solo, enfermo, abandonadoentre gente grosera y estúpida... No me enterésino cuando no había remedio... "Tiene la rabiamansa -me dijeron-, y aunque no hace daño nimuerde, habrá que pegarle un tiro". Sentí ungolpe repentino en el corazón. Me escapé, meescurrí furtivamente hasta la cuadra, y me acer-qué al montón de paja maloliente en que yacíatendido Ivanhoe. A mi voz entreabrió las pupi-las y meneó débilmente la cola, como diciendo:"Gracias, soy tu amigo, soy aquel mismo, a pe-sar de todo...". Habían notado mi escapatoria yme arrancaron de allí deshecha en llanto, aho-gada por los sollozos, convulsa; me encerraronen mi habitación, y a la media hora oí en el pa-tio dos detonaciones de arma de fuego... Claudia calló y apretó en silencio, enérgica-mente, la mano de Isabel. Después de una pau-sa dijo sonriendo: -Ivanhoe me perdonó, porque en él no cabíaotra cosa. ¡Quien no me ha perdonado ha sido

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el Destino..., el gran vengador! No me ha traídosuerte la infidelidad... El que a hierro mata... "El Liberal", 6 marzo 1898.

De vieja raza

A cada salto de la carreta en los baches de lascalles enlodadas y sucias, las sentencias a muer-te se estremecían y cruzaban largas miradas deinfinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infe-lices mujeres no querían que las degollasen.Aunque por entonces se ejercitaba una especiede gimnasia estoica y se aprendía a sonreír yhasta lucir el ingenio soltando agudezas frentea la guillotina, en esto, como en todo, las pro-vincias se quedaban atrasadas de moda, y losque presentaban su cabeza al verdugo en aque-lla ciudad de Poitou no solían hacerlo con elelegante desdén de los de la "hornada" pari-siense. Además, las víctimas hacinadas en lacarreta no se contaban en el número de las viri-

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les amazonas del ejército de Lescure, ni habíangalopado trabuco en bandolera con las partidasdel Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficassorprendidas en sus castillos hereditarios por larevolución y la guerra, briznas de paja arreba-tadas por el torrente, no se daban cuenta exactade porqué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas¿qué habían hecho? Nacer en una clase socialdeterminada. Ser aristócratas, como se decíaentonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de suescudo las empujaban al cadalso. No lo encon-traban justo. No comprendían. Eran "sospecho-sas", al decir del tribunal; "malas patriotas".¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clasede bienes: jamás habían conspirado. No enten-dían de política. ¡Y dentro de un cuarto dehora...! Cinco mujeres iban en la carreta: dos herma-nas solteronas, viejísimas, las que mayor resig-nación demostraban en el trance; una damacomo de treinta años, esposa de un guerrillero,

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separada de él desde el mismo día de sus bo-das, que no le había visto nunca más porque nopodía sufrirle, y pagaba ahora el delito de lle-var tal nombre; una viuda, la condesa deL'Hermine, y su hija Ivona, criatura de diecio-cho años, de primaveral frescura y perfectabelleza. Bajo el gorrillo o cofia de blancos vue-los, el pelo suelto y rubio de la niña se escapabaformando aureola a la cara cubierta de mortalpalidez, y en que las pupilas color de violeta ylos cárdenos labios parecían toques de sombrasepulcral. Las manos, atadas atrás, temblaban,los dientes castañeteaban; doblábase desmaya-do el cuerpo.

Sin embargo, desde la mitad del camino, queera largo por encontrarse la prisión en las afue-ras de la ciudad y en el centro de la plaza, Ivo-na de L'Hermine, enderezándose, demostróinquietud nerviosa, delatora de una esperanza.Dos veces el oficial que mandaba la escolta de"azules" a caballo se había acercado a la carretay murmurando al oído de Ivona algunas pala-

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bras, un cuchicheo. Tiñó el carmín las mejillasdescoloridas de la doncella: no era el rubor dela modestia, ni el dulce sofoco de la pasión: noeran los sentimientos que en un alma jovendespiertan las expresiones del amoroso rendi-miento. Por más que el oficial fuese mozo ygallardo, Ivona no reparaba en su apuesta figu-ra. Otra cosa encendía su rostro: la vida, la má-gica vida, la vida que no había saboreado y queiba a perder. Al casi paralizado corazón acudí-an de nuevo la sangre, y los ojos de violeta re-cobraban su luz. ¡No morir!

Instintivamente, desde que Ivona oyó la pri-mera frase balbuceada por el oficial, trató dedesviar el rostro, evitando el de su madre. Esta,en cambio, clavaba en Ivona los ojos, fijos, ar-dientes, interrogadores. Ya a la salida de la cár-cel pudo notar la impresión producida en eloficial por la hermosura de Ivona. La condesano tenía ideas políticas; no le importaba LuisXVII martirizado en el Temple; mal de su gradose veía envuelta por los sucesos; deber la vida a

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un republicano no le parecía humillante. Se ladebería gustosísima, aceptaría la de su hija;pero... ¿y la honra? Por espacio de largos años, recluida en suhacienda, lejos del mundo, sólo había atendidola condesa a educar a Ivona con máximas dehonestidad y de recato, cultivándola entreblancuras de azucena, fortificándola por elejemplo de la más casta viudez. La corrupciónde la corte espantaba a la condesa, y hastahabía momentos en que recordaba a Luis XV,justificaba la revolución y la consideraba casti-go divino, merecido y necesario. La fe y el cultosupersticioso de aquella mujer no eran la mo-narquía ni el antiguo régimen, sino la pureza, lareligión del armiño que llevaba en su títulonobiliario y en la empresa de su blasón. Y alobservar cómo el oficial devoraba con la miradaa Ivona, al ver que deslizaba en su oído pala-bras que la reanimaban instantáneamente, pen-só para sí: "Quiere salvarla. ¿A ella sola? ¿A quéprecio?".

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Increíble parece que una idea triunfe delhorror que nos domina, al ver abierta la negraboca del no ser, las fauces de la eternidad. Lacondesa, en tan decisivos momentos, olvidandoel miedo, sólo pensaba en Ivona ultrajada,mancillada, llevada por el oficial a su pabellóncomo una mujerzuela, después de que la hubie-se arrebatado al patíbulo. Y no cabía duda: laniña aceptaba el trato: quizá su inocencia igno-rase las condiciones; pero lo admitía: era vivir,era evitar el amargo trance. Mientras la indig-nación hervía en el alma de la madre, la hijavolvía la cabeza para buscar con sus ojos, antesamortiguados, resplandecientes ahora, supli-cantes, agradecidos, al jefe de la escolta, que ledirigía una sonrisa tranquilizadora, de inteli-gencia... Y ya llegaban; todo iba a consumarse;la carreta empezaba a abrirse paso difícilmentepor entre las oleadas de la multitud que llenabala plaza, en cuyo centro, siniestra, y rígida si-lueta, se alzaba la guillotina, recogiendo unrayo

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de sol en su cuchilla de acero...

Al detenerse la carreta, los soldados, atentos auna orden del oficial, hicieron bajar a la conde-sa y a Ivona. Quedaron las demás sentenciadasdentro, aguardando su turno: rezando las vie-jas, la esposa del guerrillero renegando de susuerte y pidiendo compasión. La condesa ad-virtió que la llevaban a ella primero y que suhija quedaba como rezagada al pie de la escale-ra, medio perdida ya entre el gentío. El hielodel espanto, el estremecimiento que la vista delpatíbulo había derramado en sus venas, provo-cando un sudor frío instantáneo, se convirtie-ron en una especie de furor silencioso, de des-esperada vergüenza. Ya veía los dedos del ofi-cial desordenando los rizos rubios de Ivona, yla imagen sensible, la representación de laafrenta era más cruel y más amarga que la delsuplicio. "No lo conseguirán", decidió con reso-lución terrible. Acordóse de que por descuido otransigencia le habían dejado desatadas las ma-

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nos. Como si quisiese confortarse el corazón,deslizó la mano porla abertura de su corpiño. Algo sacó oculto enel hueco de la mano. Y cuando el verdugo seacercó a sostenerla para que subiese los pelda-ños de la escalerilla, en rápida confidencia ledijo no se sabe qué, deslizándole en la diestraun puñado de oro. Se ignorará lo que dijo...,pero, por los resultados, se adivina. Sucedió una cosa que al pronto no acertaron aexplicarse los que presenciaban la escena tristí-sima, y en aquellos tiempos ya casi indiferentea fuerza de ser habitual. Y fue que el verdugo,retrocediendo, cogió brutalmente a la señoritade L'Hermine por el talle, por donde pudo, y enun segundo la empujó a la escalera, y a empe-llones la subió a la plataforma. La condesa laayudaba, se hacía atrás, impulsaba también asu hija y la arrojaba a los brazos del ejecutor dela ley. Hízose tan rápidamente la maniobra, yera tal el oleaje del pueblo, que rugía e insulta-ba, la confusión en que la escolta se había ape-

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lotonado, que cuando el oficial, atónito, se pre-cipitó, quiso intervenir, Ivona caía en la báscu-la, y la media luna se deslizaba mordiendo lagarganta torneada, contraída por el espasmodel terror supremo, que ni gritar permite... El verdugo agarró por los mechones largos yrubios la lívida cabeza de la niña, que destilabasangre, y la presentó a los espectadores. Y lacondesa de L'Hermine, al acercarse sin resisten-cia para recibir la misma muerte, pensaba consatisfacción heroica: "¡Gracias que pude esconder en el pecho lasmonedas!" "Blanco y Negro", núm. 509, 1901.

Benito de Palermo

Preguntáronle sus amigos al marqués de Ba-hama -riquísimo criollo conocido por su fausto,sus derroches y su aristocrática manía de de-fender la esclavitud- porqué singular capricho

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llevaba a su lado en el coche y sentaba a su me-sa a cierto negrazo horrible, de lanuda testa ymorros bestiales, y por contera siempre ebrio,siempre exhalando tufaradas de aguardiente,que no lograban encubrir el característico olor-cillo de la Raza de Cam. -Hay -le decían- negros graciosos, bien confi-gurados, de dientes bonitos, de piel de ébano,de formas esculturales. Pero éste da grima. Másque negro es verde violeta; es una pesadilla. Y el marqués, sonriendo, defendía a su negra-zo con algunas frases de conmiseración indo-lente: -¡Pobrecillo! ¡Qué diantre!... Yo soy así. Al cabo en una alegre cena donde se calenta-ron las cabezas, merced a que se bebió máschampaña y más manzanilla y más licores de loordinario, y lo ordinario no era poco; viendo yoal marqués animado, decidor -en plata, algochispo-, aproveché la ocasión de repetir la pre-gunta. ¿Por qué Benito de Palermo -así se lla-maba el negrazo- gozaba de tan extraordinarias

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franquicias? Y el marqués, a quien le relucíanlos hermosos ojos negros, de pupila ancha, con-testó sonriendo y señalando a Benito, que yacíabajo la mesa, completamente beodo: -Por borracho, cabal; por borracho. No logré que entonces se explicase más, Pare-cióme tan rara la causa de privanza de Benitocomo la privanza misma. De allí a dos días,paseando juntos, recordé al marqués su extrañacontestación y él, arrojando el magnífico "recor-te" que chupaba distraídamente, murmuró conentonación perezosa: -Bueno; pues ya que solté esa prenda, diré loque falta... Ahora se sabrá cómo si no es por laborrachera de Benito estoy yo muerto haceaños, y de la muerte más horrorosa y cruel. No ignora usted que me he educado en losEstados Unidos, y me aficioné a los viajes desdela niñez, porque allí el viajar se considera com-plemento de toda escogida educación. Antes decumplir los veinticinco años había recorrido lasprincipales ciudades de Francia, Inglaterra y

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Alemania; sabía cómo se vive en cada naciónculta. En París, sobre todo, me había pasadoinviernos enteros. Sin embargo, la monotoníade la civilización empezaba a causarme tedio, yme hurgaba el caprichillo de ver países menoscultos a la moderna. Dediqué unos meses aregistrar la hermosa Italia, parando mucho enRoma y consagrando temporaditas a Florencia,Nápoles, Sicilia, Malta y Córcega. Y engolosi-nado ya -Italia siempre será un paraíso-, propú-seme realizar al año siguiente otro deliciosoviaje, el de Oriente: Grecia, Turquía y Palestina.Para venir a lo que importa de este cuento, lle-guemos ya a Atenas, donde, por recomenda-ciones que llevaba, encontré excelente acogidaen el cuerpo diplomático yen la corte, lo cual, y otra, cosa que añadiré con-tribuyó a que se prolongase mi estancia en lacapital de Grecia bastante más de lo que pensa-ba. Es el caso que en una fonda magnífica de Flo-rencia había yo visto, por espacio de pocas

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horas, a una hermosísima inglesa, la cual grabóen mi espíritu una impresión que no habíanconseguido borrar el tiempo ni la distancia. Erade esas mujeres que no se olvidan porque a labelleza plástica incomparable, reunía una gra-cia, una viveza y una originalidad excéntrica ypicante, que empeñaban en perseguirla y ado-rarla. El vulgo cree que todas las inglesas sonsosas; pero yo le aseguro a usted que la que saledonosa vale por diez. Eva... (suponga usted quese llamaba así) era viuda, y viajaba con unadama de compañía, sin rumbo fijo a donde lellevaba su imaginación artística y fogosa. En loscortos momentos que conseguí hablarle, vol-vióme loco. No me atrevía a galantearla abier-tamente, y sólo con los ojos le revelé el efectoque en mí causaba. Debo advertir que no me hizo maldito caso,que me toreó, y en una vuelta que di me encon-tré con que había desaparecido, sin que mefuese posible acertar con ella, por más que labusqué desolado al través de toda Italia.

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Calcule usted mi sorpresa y mi emoción,cuando en el primer sarao a que asisto en laembajada inglesa en Atenas, me encuentro aEva radiante de hermosura, divinamente pren-dida y dispuesta a valsar. Excuso decir queinmediatamente me dediqué a cortejarla y afuerza de atenciones logré algunas ligeras seña-les de complacencia, pequeños indicios de queno le era desagradable mi persona. Sin embar-go, en los saraos sucesivos, y en todos los luga-res donde yo procuraba encontrarme con Eva yacompañarla, noté cuán difícil era ganar terre-no en aquel corazón caprichoso y rebelde. Evame desesperaba con sus coqueterías y sus arre-chuchos; nunca estaba yo seguro de llegar avencerla; si me veía alegre me quería triste; y siyo decía negro, ella respondía blanco. Creo queeste sistema me trastornaba más, y ya me en-contraba a punto de darme a todos los demo-nios, cuando...

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-Pero -interrumpí- lo que no sale a relucir esBenito de Palermo; y confieso que Benito meimporta más que la hermosa Eva. -Cachaza, ya llegaremos a Benito -respondió,sonriendo, el marqués-. Iba a decir que por en-tonces fue cuando parte de la colonia inglesaque se encontraba en Atenas dispuso organizaruna excursión a caballo y en coche, con objetode visitar la célebre llanura de Maratón. -¡Ah! -exclamé estremeciéndome involunta-riamente-. ¡Ya sé, ya sé! ¡Con que le tocó a ustedese chinazo! ¡Qué cosa tan horrible! -Veo que recuerda usted el episodio. ¿No espara olvidarlo, no! Toda la Prensa europeahabló de eso detenidamente, publicando gra-bados, retratos y por menores, día por día. Puessepa usted que la expedición se combinó en laembajada entre un rigodón y un vals deStrauss. La colonia acogió la idea con fruición yentusiasmo; las mujeres, sobre todo, estabanalborotadísimas. Pero yo, que había conversadolargamente con palikaros, intérpretes y comer-

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ciantes judíos, recordé las noticias que me habí-an dado sobre una gavilla de bandoleros queinfestaba las inmediaciones de Atenas, y cuyonúmero, arrojo y sanguinarias costumbres eranmotivo suficiente para alarmarse y reflexionar.Emití un dictamen de prudencia, indicando queconvendría, o llevar numerosa y bien armadaescolta, o renunciar al proyecto. Y entoncesadquirí la persuasión de que todos los inglesestienen vena. Lord*** y los demás, que formaronparte de la fatal expedición, sonrieron desdeño-samente cuando les hablé de

peligros; y a aquella sonrisa, que ya me encen-dió la sangre, correspondió Eva con algunasfrases tan secas y burlonas, que me restallaroncomo latigazos sobre las mejillas. Vino a decirque el que no se sintiese con ánimos para arros-trar el riesgo haría mucho mejor en quedarse,pues las inglesas no quieren compañía sino degente resuelta, capaz de no achicarse ante losbandidos, caso de haberlos, que eso estaba porver. El que recuerde los veintiséis años que yo

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tenía y lo enamorado que andaba de Eva com-prenderá que me propuse formar parte de laexpedición, aunque supusiese que nos acecha-ban todos los salteadores del mundo. ¡Ir conEva de viaje! ¡Galopar a su lado! ¡Qué felicidad!Y ella, al conocer mi propósito, giró como unaveletita me sonrió, y estuvo conmigo insinuan-te, coqueta, hasta mimosa. La excursión quedófijada para la mañana siguiente; al despuntar eldía nos reuniríamos en un punto dado, fuera delas murallas de Atenas llevando cada cual ocoche o caballo,provisiones y armas. De los guías se encargabaLord***. Aquí aparece Benito de Palermo; no se impa-ciente usted, que ya sale el figurón. Nacido encasa de mis padres, yo le llevaba conmigo comoquien lleva un perro de lanas, porque la verdades que no me servía para maldita la cosa, puessiempre ha sido torpón y desidioso. Escon-diéndole la bebida, aún se lograba hacer carrerade él, pero en cuanto lo cataba, un cepo, una

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piedra. En Atenas a fuerza de prohibir yo en elhotel que le diesen a probar ni vino ni alcohóli-cos, íbamos saliendo del paso. Al regresar de laembajada, la víspera de la excursión, llamo albueno de Benito, y le doy órdenes y las llaves, yle encargo repetidamente que al rayar el díatenga mi caballo ensillado y preparadas misarmas, y me despierte aunque sea a trompico-nes; hecho lo cual me adormezco pensando enEva.

Cuando abro los ojos, el sol entra a torrentesen mi cuarto. Despavorido, me echo de la camay miro el reloj; marcaba las once. Grito como uninsensato llamando a Benito. Benito no contes-ta. Salgo al cuarto del tocador, de allí al pasi-llo... y tropiezo con un bulto negro, una bestiaque ronca...; es Benito, ¡Benito, más borrachoque un pellejo! Comprendo instantáneamente...Dueño de mis llaves, había asaltado un armariodonde yo guardaba, entre mis trastos, una cavea liqueurs, y a aquellas horas la cabalgata se

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encontraría cerca de Maratón, y yo sería paraEva el ser más despreciable y más ridículo. Desde que estaba en el viejo continente, nohabía empleado el bejuco. Cegué, y arreme-tiendo contra el negro, le di tal soba, que volvióen sí llorando y gimiendo que le asesinaban.Cuando me harté de pegarle, pensé en ensillarel caballo y reunirme a la comitiva... Pero erapreciso buscar guía, pues de otro modo, ¿cómoorientarme en la planicie? Y antes de que elguía pareciese, ya se divulgaba por Atenas lanoticia espantosa; los bandoleros habían copa-do la expedición, cogiendo prisioneros a losexpedicionarios, después de una heroica resis-tencia y de herir gravemente a alguno; las mu-jeres habían sufrido peor suerte, escarnecidas ala vista de sus maridos y hermanos, que, atadosde pies y manos, no las podían defender... Yasupone usted cuál me quedaría, no he sufridonunca impresión más atroz. -Recuerdo el caso... Se llevaron a los ingleses,exigiendo un enorme rescate y amenazando

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con atormentarlos mientras el rescate no llega-ra... Si no me equivoco a Lord*** le fueron me-chando y cortando en pedacitos: no hay idea demartirio semejante... -¡Ea!, pues de eso me libré yo por estar Benitoborracho perdido -afirmó el marqués, requi-riendo la petaca-. Desde entonces le dejo beberlo que quiera... y el amo aquí es él. -Según eso, ¿habrá usted comprendido que unhombre de color no es un perro? -Claro que no. Los perros no se emborrachannunca. -¿Y Eva? ¿Sufrió el destino de las otras? Esta-ría muy bien empleado. -¡Pues ahora caigo en que falta lo mejor! -exclamó el marqués-. Eva, por un antojito, por-que no le gustaba su traje de amazona, tambiénse había quedado en Atenas... ¡y si Benito medespierta y acierto a ir con la expedición, nosólo pierdo la vida, sino los deliciosos ratos quedebí a Eva después..., cuando ya se ablandó sucorazón intrépido!

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"El Imparcial", 26 febrero, 1894, Arco Iris.

Ley natural

Voy a escribir una historieta de amores. Apesar de la ciencia, de la economía política, dela política contra la economía, de los problemasmilitares, de las huelgas y las manifestaciones,el amor conserva aún su atractivo pueril, sugracia patética o sonriente. Es el amor todavíaun angélico revoltoso, salado y dulce, y el airede sus rizadas alitas, durante las abrasadas sies-tas del verano, refresca las sienes de muchagente moza. Fáltale al amor actualidad, pero lesobra eternidad. Mi cuento demostrará pormillonésima vez, que el dominio del amor seextiende a todas las criaturas y que, según aporfía repiten poetas y autores dramáticos, nohay para el amor desigualdades sociales. Llamábase mi heroína Muff, que en alemánquiere decir "manguito", y le pusieron tal nom-

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bre porque, en efecto, el fino pelaje que la re-vestía daba a su diminuto corpezuelo ciertasemejanza con un manguito de rica piel gris.Dama hubo que se equivocó y echó mano aMuff- pero la dueña de la lindísima grifonaintervino, exclamando: -Cuidado... que salgo perdiendo yo. No haymanguitos de ese precio. Verdad indiscutible, de las que se demuestrancon cifras. Hasta dos mil francos puede costarun manguito si es de chinchilla de primera, ypor Muff se pagaron al contado tres mil. Hoylas pieles han subido: me refiero a los preciosde entonces. Todavía es preciso agregar al costede Muff el importe de sus joyas; dos collareschien, de perlitas uno, otro de coral rosa conpasadores de diamantes, y un par de cascabelesde oro incrustado de rosas y zafiros, dije útil,pues revelaba con su tilinteo la presencia deMuff y la salvaba de morir aplastada de unpisotón. No omitamos tampoco en el presu-puesto de Muff -nada ha que omitir, tratándose

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de presupuestos- el valor del elegante trous-seau remitido de París, donde existen modistasy talleres especialmente dedicados a este ramo.Poseía Muff y lucía con frecuencia, según laestación, sus mantas acolchadas de terciopelo,raso y gro Pompadour, con bolsillito para elmicroscópico pañuelo perfumado de lilas blanc;sus botas de cauchoo cabritilla, sus collarines de rizada pluma, ycreo ocioso añadir que dormía en lecho deedredón con múltiples cojines bordados y bla-sonados. ¡Ah! Si las riquezas, la ostentación, el lujo, lavanidad, bastasen a los corazones sensibles,¡quién más feliz que Muff!. Era su existencia larealización de un cuento de hadas. Habitaba unpalacio lleno de preciosidades artísticas; tenía asu servicio una doncella, diligente, cuidadosa ymimosa, la Paquita, que, después de bañar aMuff en agua tibia, frotarla con jabón exquisito,enjuagarla con suave lienzo y peinarla, hastaesponjar sus plateadas sedas, le servía en cuen-

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cos de porcelana golosinas selectas y, termina-da la refacción, frotaba los dientecillos de suama con un cepillo empapado en elixir, a fin deque tuviese el aliento balsámico, y fresca la bo-ca. Si Muff salía, iba en coche, por supuesto,enganchado para ella expresamente; llevábanlaal Retiro, y el lacayo, bajándola en el punto mássolitario y de aire más puro la dejaba brincar ycorrer, hacer ejercicio higiénico, solazarse a sulibertad. Tampoco faltaban a Muff satisfaccio-nes de amor propio. Cuantos laveían, extasiábanse con la monada del mangui-to vivo y alababan el pelo argentado, los ojosnegros, inmensos, medio velados por las re-vueltas sedas, el hociquito diminuto, semejantea un trufa, la jeta encantadora. Así y todo, entretantos mimos y esplendores, andaba mustia lagrifona, y a veces sus vastas pupilas expresabannostálgica aspiración. Cuando Dios creó a los seres allá en las fron-das tupidas del Edén, clavóles adentro, muyadentro, en lo íntimo y profundo de la volun-

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tad, un aguijón, un estímulo, especie de alfilerque sin cesar punza y se hinca y no consienteminuto de sosiego. Reclinada en sus fofos al-mohadones de seda, o agasajada en brazos dellacayo, acariciada por Paquita, o correteandopor las sendas enarenadas del Retiro, Muff sen-tía la punta aguzada hincarse más honda. "Noeres feliz, pobre Muff, te falta la sal de la vida,la esencia del licor", sugería el alfiler por mediode tenaces picaduras reiteradas; y Muff, en lán-guida postura, con el hocico ladeado y una pa-tita péndula, suspiraba, y al anhelar de su pe-cho, el cascabel de oro del collar hacía misterio-so "tilín". Un sagaz observador comprendería alpunto lo que le dolía a Muff; pero no supieronentenderlo sus poseedores, o no quisieron, si seda crédito a versiones que parecen autorizadas.En consejo de familia fue sentenciada Muff aignorar

eternamente las alegrías amorosas y las subli-mes, pero arduas, faenas de la maternidad. Ob-jeto de lujo, primoroso bibelot, no debía estro-

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pearse. Y al notarla melancólica, decía la Paqui-ta, presentando tentador plato de dorados biz-cochos: -¡Anda, monina, tontina, no "pienses" en "eso"! Un atardecer, al bajarse Muff de su coche enlas umbrías del Retiro, vio que se acercaba aella, muy brincador y animado, feísimo perru-cho. Era un ruin gozquejo callejero, de esos quepor turno mendigan y muerden, que rebuscanávidamente piltrafas entre la basura y perecenestrangulados a manos de laceros municipales.Al ver al chucho, con su zalea amarillenta ysucia, el primer movimiento de Muff fue unremilguito desdeñoso. Violo el lacayo y atizó algozque soberano puntapié, que le hizo exhalarun alarido doliente. La compasión reemplazó aldesdén, y Muff corrió hacia el lastimado, de-seosa de consolarlo. Ya él volvía, sin miedo ni rencor, a rabisalsearen torno de Muff. Empezó el juego con amisto-sos ladridos, mordisquillos en chanza, hoci-queos y otras manifestaciones expresivas e in-

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discretas de la cordialidad perruna. Los separa-ron, y Muff fue recogida a casa; pero al siguien-te día, apenas descendió del coche, halló denuevo al gozquecillo, alegre, insinuante, por-fiado como él solo. Quiso la maliciosa casuali-dad que también el lacayo guardián de Mufftuviese un encuentro, el de su paisana la niñeraLucía, muchacha rubia de buen palmito. Mien-tras los dos paisanos pegaban la hebra, la aris-tocrática grifona y el can plebeyo se entendíangustosos. Quizá la sentimental perita confesósus aspiraciones románticas y el vacío de sudorada esclavitud; acaso el pobrete apasionadode aquella beldad de alto coturno refirió susluchas por la existencia, sus días de inanición,la vagancia, los palos recibidos, el poema deuna miseria sufrida con estoico desprecio. Locierto es que,

insensiblemente, aprovechando la distracciónde su custodio, Muff se apartó del coche, y,guiada por el perrucho, perdióse entre las ala-medas y macizos de árboles, en dirección a la

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salida del Retiro, hacia Atocha. ¡El seductor ibadelante, enseñando el camino; Muff le seguía,intrépida, sin volver el hocico atrás; y al rápidotrotecillo de sus menudas patitas, tilinteabasuavemente, en ritmo musical, con una especiede emoción, el áureo cascabel, al cual enviabacorrientes de electricidad el corazón venturoso!

Todos los periódicos anuncian la pérdida deMuff. La gratificación ofrecida es cuantiosa.Muff, sin embargo, no aparece. ¿Qué ha sidodel manguito viviente, del rebujo de argentadassedas, entre las cuales lucen las negrísimas pu-pilas enormes? ¿Que hicieron de Muff la vidanómada, el abandono, la necesidad? ¿La robóun aficionado y no quiere restituirla? ¿Yace enla alcantarilla tiesa, helada, despojada de sucollar y su cascabel de oro y piedras? ¿O, acep-tando su humilde destino, ha dejado volunta-riamente las galas de la riqueza, y, tiritando,acompaña a su esposo, ronda con él al amane-cer y hoza en los montones de estiércol paraengañar el hambre, el hambre, enemigo del

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amor, severo juez que, inflexible, lo castiga,verdugo que lo mata? "El Imparcial", 7 agosto 1899.

El comadrón

Era la noche más espantosa de todo el invier-no. Silbaba el viento huracanado, tronchando elseco ramaje; desatábase la lluvia, y el granizobombardeaba los vidrios. Así es que el coma-drón, hundiéndose con delicia en la mullidacama, dijo confidencialmente a su esposa: -Hoy me dejarán en paz. Dormiré sosegadohasta las nueve. ¿A qué loca se le va a ocurrirdar a luz con este tiempo tan fatal? Desmintiendo los augurios del facultativo,hacia las cinco el viento amainó, se interrumpióel eterno "flac" de la lluvia, y un aura serena ydulce pareció entrar al través de los vidrios, conlas primeras azuladas claridades del amanecer.Al mismo tiempo retumbaron en la puerta

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apresurados aldabonazos, los perros ladraroncon frenesí, y el comadrón, refunfuñando seincorporó en el lecho aquel, tan caliente y tanfofo. ¡Vamos, milagro que un día le permitiesenvivir tranquilo! Y de seguro el lance ocurriríaen el campo, lejos; habría que pisar barro ymarcar niebla... A ver, medidas de abrigo, botasfuertes... ¡Condenada especie humana, y quémanía de no acabarse, qué tenacidad en repro-ducirse! La criada, que subía anhelosa, dio las señasdel cliente; un caballero respetable, muy embo-zado en capa oscura, chorreando agua y dandoprisa. ¡Sin duda el padre de la parturienta! Lamujer del comadrón, alma compasiva murmu-ró frases de lástima, y apuró a su marido. Estedespachó el café, frío como hielo, se arrolló eltapabocas, se enfundó en el impermeable, aga-rró la caja de los instrumentos y bajó gruñendoy tiritando. El cliente esperaba ya, montado enblanca yegua. Cabalgó el comadrón su jacuchoy emprendieron la caminata.

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Apenas el sol alumbró claramente, el coma-drón miró al desconocido y quedó subyugadopor su aspecto de majestad. Una frente ancha,unos ojos ardientes e imperiosos, una barbagris que ondeaba sobre el pecho, un aire indefi-nible de dignidad y tristeza, hacían imponentea aquel hombre. Con humildad involuntaria sedecidió el comadrón a preguntar lo de costum-bre: si la casa donde iban estaba próxima y siera primeriza la paciente. En pocas y bien me-didas palabras respondió el desconocido que elcastillo distaba mucho; que la mujer era prime-riza, y el trance tan duro y difícil, que no creíaposible salir de él. "Sólo nos importa la criatu-ra", añadió con energía, como el que da unaorden para que se obedezca sin réplica. Pero elcomadrón, persona compasiva y piadosa, for-mó el propósito de salvar a la madre, y picó alrocín, deseoso de llegar más pronto.

Anduvieron y anduvieron, patrullando lasmonturas en el barro pegajoso, cruzando bos-ques sin hoja, vadeando un río, salvando una

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montañita y no parando hasta un valle, dondelos grisáceos torreones del castillo se destaca-ban con vigoroso y escueto dibujo. El coma-drón, poseído de respeto inexplicable se apeóen el ancho patio de honor, y, guiado, por eldesconocido, entró por una puertecilla lateral,directamente, a una cámara baja de la torre deLevante, donde, sobre una cama antigua, rica,yacía una bellísima mujer, descolorida e inmó-vil. Al acercarse, observó el facultativo queaquella desdichada estaba muerta; y, sin cono-cerla se entristeció. ¡Es que era tan hermosa!Las hebras del pelo, tendido y ondeante, pare-cían marco dorado alrededor de una efigie demarfil; los labios color de violeta, flores marchi-tas; y los ojos entreabiertos y azules, dos pie-dras preciosas engastadas en el cerco de oro delas pestañas densas. La voz del desconocidoresonó, firme y categórica:

-No haga usted caso de ese cadáver. Es precisosalvar a la criatura.

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De mala gana se determinó el comadrón acumplir los deberes de su oficio. Le parecía uncrimen, aunque fuese con buen fin, laceraraquel divino cuerpo. Obedeció, no obstante,porque el desconocido repetía con acento per-suasivo, y terrible, tuteando al médico: -No la respetes por hermosa. Está muerta, ynada muerto es hermoso sino en apariencia ypor breves instantes. La realidad ahí es des-composición y sepulcro. ¡Nunca veneres lo queha muerto! ¡Inclínate ante la vida! Y de pronto, en el instante mismo en que elfacultativo se disponía a emplear el acero, elextraño cliente le cogió la mano, susurrándoleal oído: -¡Cuidado! Conviene que sepas lo que haces.Ese seno que vas a abrir encierra no un serhumano, no una criatura, sino "una verdad".Fíjate bien. Te lo advierto. ¿Sabes lo que es "unaverdad"? Una fiera suelta que puede acabar connosotros, y acaso con el mundo. ¿Te atreves, ¡ohcomadrón heroico!, a sacar a luz "una verdad"?

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-El comadrón vaciló; el frío del instrumentoque empuñaba se comunicaba a sus venas y asus huesos. Castañeteaban sus dientes; tembla-ba de cobardía y de egoísmo. "¡Una verdad!" Nihay tea que así incendie, ni rayo que así parta,ni torrente que así devaste, ni peste tan conta-giosa. ¿Y quién le había de agradecer que co-operase al feliz nacimiento de una verdad?¿Qué mayor delito para su mujer, sus amigos,su pueblo, su nación tal vez? ¿Qué crimen sepaga tan caro? Quería arrojar el bisturí... Porúltimo, la conciencia profesional triunfó. ¡Eldeber, el deber! No se podía dejar morir al en-gendro. Y después de una faena angustiosa,realizada con seguro pulso y mano certera, pre-sentó al desconocido una criatura extraña yrepugnante, una especie de escuerzo, de trazasridículas, negruzco, flaco, informe. -Este monigote no puede ser "una verdad" -exclamó, respirando a gusto, el facultativo. -Porque es "verdad" te parece fea al nacer -declaró el desconocido, que miraba con trans-

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porte a la criatura-. Cuando las verdades nacen,horrorizan a los que las contemplan. Hasta quelas abrigamos en nuestro pecho; hasta que lesdamos el calor de nuestra vida y el jugo denuestra sangre; hasta que afirmamos su bellezacomo si existiese; hasta que nos cuestan mucho,no son hermosas. Esta, ya lo ves, ha acabadocon su madre... ¡No se lleva impunemente enlas entrañas una verdad! Y ahora la verdadqueda huérfana; queda abandonada. Yo no hede ampararla. Obligaciones estrechas me lla-man a otra parte. Soy el que anuncia, no el queprotege y salva. ¿Quieres tú encargarte de larecién nacida? ¿Tienes valor? ¿Eres digno deproteger a la verdad?

Cuando así le interpelan, no hay hombre queno guste de fanfarronear un poco. En el alma sedespierta la viril arrogancia, y responde al lla-mamiento como el corcel de batalla al toquepenetrante del clarín. Hace la vanidad oficio deresolución, y por un instante es sincero el deseode la gloriosa batalla y el ansia del sacrificio. El

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comadrón tendió los brazos, recibió en ellos alraquítico ser, y declaró gallardamente: -Ya tiene padre. El desconocido le echó una ojeada especial,seria, escrutadora, hondísima; ojeada de abismoabierto. ¿Reconvención o alabanza? ¿Duda o fe?Nunca se supo. Lo cierto es que el comadrónenvolvió en paños blancos a la recién nacida;que comió pan y bebió vino, para reconfortarse;que ensilló otra vez su rocín, y con la criaturaen brazos y tapada y agasajada, emprendió lavuelta. Declinaba la tarde; los rayos oblicuos del soleran como miradas de severos ojos, nubladospor el desengaño y enrojecidos por la indigna-ción secreta. Las aves callaban, las pocas avesque se ven en los últimos meses del invierno;pero no tardaría el mochuelo en exhalar su que-ja ronca, porque ya se acercaba la mala conseje-ra: la noche. Y el comadrón, sin dejar de apurar a su mon-tura, pensaba en la llegada. ¡Presentarse así,

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llevando en brazos un crío! ¡Si al menos fueseun angelito, una monada, una manteca conhoyuelos, una peloncita rubia y sedosa, dis-puesta a encresparse en sortijillas! ¡Pero aquelmonstruo! Desvió los paños, contempló a lacriatura... Ya no estaba amoratada. Respirababien. Parecía más fuerte y más grande. Entresus labios lucían, ¡qué asombro!, cuatro blancosdientes. ¡Qué robusta nacía la maldita! Y cual siquisiese demostrar el brio y el ansia vital conque salía al mundo, la recién nacida - buscó eldedo del comadrón y lo mordió. Después rom-pió a llorar, con llanto vehemente, ávido, queaturdía.

El comadrón sintió impaciencia y enojo. ¿Dequé manera acallaría el grito de la verdad, esegrito tan molesto, capaz de atraer a los mal-hechores? Tapar la boca... Primero apoyó lapalma de la mano; después furioso, porqueseguía el escándalo, envolvió la cabeza de lacriatura en la vuelta del impermeable; y, porúltimo, apretó, apretó, hasta que lentamente se

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apagaron los quejidos... Cayó la noche; llegó elmomento de vadear el río; y como la criatura,silenciosa ya, estorbaba en brazos, el comadróndesenvolvió el abrigo, cogió el cuerpo, lo balan-ceó y lo arrojó a la corriente. "El Imparcial", 2 de abril 1900.

El voto de Rosiña

Si hay luchas electorales reñidas y encarniza-das, ninguna como la que presenció en el me-morable año de 18... el distrito de Palizás (no sebusque en ningún mapa). Digo que la presen-ció, y digo mal, porque, en efecto, la representóa lo vivo, y aún, con mayor exactitud, la pade-ció, sangró de ella por todas las venas. Cuandoobtuvo la victoria el candidato ministerial,hecho trizas quedó el distrito. Piérdese la cuen-ta de los atropellos, desafueros, barrabasadas,iniquidades y trapisondas que costó "sacar" aljoven Sixto Dávila, protegido a capa y espada

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por el ministro, pero combatido a degüello porel señor don Francisco Javier Magnabreva,conspicuo personaje de la anterior situación. Sixto Dávila, muchacho simpático y ambiciosi-llo, había aceptado aquel distrito de batalla...,entre varias razones de peso, porque no le da-ban otro; y contando con su actividad y denue-do, impulsado por las brisas favorables quesiempre soplan en la juventud -ya se sabe queno es amiga de viejos la señora Fortuna-, sepropuso trabajar la elección, estar en todo y noperder ripio. A caballo desde las cinco de lamañana hasta las altas horas de la noche; ayu-nando al traspaso o comiendo lo que saltaba;descabezando una siesta cuando podía; afren-tando con su intacto capital de salud y vigor losreumatismos y la apoltronada pachorra de sucontrincante, Sixto incubó su acta hasta sacarladel cascarón vivita y en regular estado de lim-pieza. No fueron únicamente energías físicas las quederrochó el mozo candidato. También hizo

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despilfarros oportunos de frases amables, per-suasivas y discretas. Con un instinto y unahabilidad que presagiaban brillante porvenir,Sixto Dávila supo decir a cada cual lo que máspodía gustarle, y se captó amigos gastando esamoneda que el aire acuña: la palabra. Aunque la gente de Palizás es suspicaz y ladi-na y no se deja engatusar fácilmente, la labia deSixto dio frutos, especialmente al dirigirse auna mitad del género humano que no entiendede política y obedece a las impresiones del co-razón. Sabía el candidato ministerial presentara los electores las doradas perspectivas y loshorizontes risueños del favor y la influencia;pero se excedía a sí mismo al hablar a las muje-res, halagando su amor propio. Hay quien opi-na que Sixto, al desplegar tales recursos, nohacía sino practicar una asignatura que teníamuy cursada, y es posible que así fuese, lo cualen nada amengua el mérito del muchacho. Como suele suceder a los grandes actores, quehasta sin querer están en escena, Sixto, durante

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su tournée electoral, solía gastar pólvora ensalvas, regalando miel sólo por regalar, sin mi-ras interesadas y egoístas. Así, verbigracia, conRosiña la tejedora. Era Rosiña una pobre huér-fana; no pudiendo cultivar la tierra por falta dehombres en su casa, y reducida a sacar a pastaruna vaca por las lindes, se ganaba la vida conun telar primitivo y rudo, tejiendo el lino queella misma tascaba y hasta hilaba pacientemen-te a la luz del candil en invierno. ¿Qué necesi-taba Rosiña para subsistir? Un mendrugo deborona, un pote de coles, una manzana verde,una sardina salada, una taza de leche "presa"...Dios, que viste a los lirios del campo, más hol-gazanes que Rosiña, pues nos consta que nohilan ni tejen, había adornado a la humilde "te-celana" con una primavera en las mejillas y unapretado haz de rayos de sol en la trenza dobleque colgaba hasta sus caderas, y al pasar Sixtopor

delante de la choza y oír el runrún... del telaractivo, y divisar a la laboriosa muchacha -

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aunque sabía perfectamente que no tenía padre,hermano, ni novio que pudiesen votarle-, sedetuvo, se bajó del jaco, pidió agua "de la ferra-da" o leche "de la vaquiña", bebió, alabó, agra-deció y sostuvo con Rosa una plática que sólopodrían narrar las ramas del cerezo que som-brea el arroyo más cercano.

Ocurrió este pequeño episodio dos días antesde que cierto formidable cacique, al servicio ydevoción del señor de Magnabreva, se decidie-se, desesperado ya, a jugar el todo por el todo, afin de salvar la elección comprometidísima y ados dedos de perderse irremisiblemente. Loapurado del caso le sugería un supremo recur-so, que el desalmado vacilaba en emplear, por-que hay remedios heroicos que pueden ser fu-nestos, sobre todo cuando no se administrandesde las alturas del Poder... Más que el inmi-nente triunfo de Sixto tentó al cacique la ciegaconfianza del joven candidato "No quiero sercunero antipático, diputado impuesto, sinopopular y querido", decía Sixto, gozándose en

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aparecer donde menos se contaba con él, ensorprender a sus partidarios con iniciativaspropias. Esto decidió al enemigo. El golpe setramó en una tabernucha, cuyo dueño era delos contrarios de Sixto; la taberna se alzaba alborde de la carretera, no lejos de la choza deRosiña. Habíanse reunido allí losmás ternes, los capaces de hacer una hombradadejándose encausar después, seguros de quemano próvida y que alcanzaba muy lejos leshabía de mullir colchón para que no les dolieseel porrazo. Uno de los conspiradores, conocidopor varias siniestras fechorías, era radical: que-ría "dejar seco" a Sixto Dávila; otro proponía unsecuestro; pero el cacique, prudente y cauto,emitió distinto parecer; nada de navajazos, na-da de armas de fuego, que hacen ruido y alar-man; nada de escopetas, ni siquiera de garrotes. -Aquí lo que interesa es que se inutilice..., parala elección, vamos... para estos días; que nopueda menearse, porque... si sigue meneándosey apretando, ¡nos revienta! Tú, Gallo -ordenó al

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primero-, me vas a traer hoy un carreto de are-na fina de la mar... ¡que así como así, te hacefalta para echar a la heredad del trigo! Tú... -mandó al dueño de la taberna- le dices a la mu-jer que amañe unos sacos de lienzo bien hechi-tos y larguitos y fuertes... Él ha de pasar poraquí mañana al anochecer, para ir a Doas, acasa del cura... ¡Y cuidado, muchos golpes en laespalda... pero a modo, a modo, como quien nohace daño...!

La mañana que siguió al conciliábulo, Rosiñafue llamada por la tabernera para que suminis-trase el lienzo, y cortase, y cogiese, y rellenaselos sacos... Nadie desconfiaba de la rapaza, aquien la tabernera, además, encargó el mayorsigilo. "Son para hacerle unos cariños a un ga-lopín, mujer..." Por alusiones e indiscreciones,Rosiña adivinó quién sería el acariciado; y tem-blando lo mismo que una vara verde, empezósu faena. La mano no acertaba a manejar laaguja, los ojos se nublaban. Demasiado sabíaella los "cariños" que con los sacos de arena se

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hacen. El que los recibe no dura mucho, no... Alpronto sólo advierte gran postración, profundodecaimiento; queda molido, rendido, deseosoúnicamente de extenderse en la cama pero sindolor alguno, sin enfermedad; y pasan días, yno recobra el apetito, y palidece, y arroja sangrepor la boca hasta que al fin... Y Rosiña veía alseñorito guapo y llano y de palabreo tierno, quele había pedido agua de la "ferrada", tendidoentrecuatro cirios, menos amarillos que su rostro... Al anochecer, como Sixto, al galope de su ca-ballejo se aproximase a la taberna, el jaco pegóun respingo, y el jinete vio surgir de pronto unamujer que se agarró a la brida con fuerza. Re-conoció a Rosiña, la tejedora..., y sus primerasfrases fueron alegres galanterías. Pero la moza,balbuciente de terror, pidió atención, refirióuna historia... Sixto -después de vacilar un ins-tante- echó pie a tierra y con el caballo del dies-tro, emparejando con Rosiña, guiado por ella,callados los dos, tomó a campo traviesa en bus-

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ca de un sendero oculto por los árboles. Paravolver atrás era tarde, y seguir adelante, unatemeridad insensata. Su vida peligraba, y conhorrible peligro... "No tenga miedo, señorito,que en mi casa no le buscan", advirtió la moza,al disponerse a dar acomodo en el establo de suvaca a la montura del candidato. En efecto, nadie le buscó allí; a la mañana laGuardia Civil, avisada por Rosiña le recogió yescoltó hasta dejarle en salvo. Y Sixto Dávilavenció en toda línea; pero no sospecha nadie enGobernación ni en los pasillos del Congresoque el triunfo se debió al voto de Rosiña, latejedora. "Blanco y Negro", núm. 449, 1899.

Vivo retrato

Los sentimientos más nobles pueden pecarpor exceso; lo malo es que esta verdad a duraspenas la aprende el corazón..., y la razón sirve

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de poco en conflictos de orden sentimental. Oídun caso..., no tan raro como parece. Gonzalo de Acosta era modelo de hijos bue-nos, amantes, fanáticos. Huérfano de padredesde muy niño, se había criado en las faldasde su madre; ella le cuidó, le educó, le sacó almundo; le formó, por decirlo así, a su imagen ysemejanza. Entró en la vida Gonzalo dominadopor una convicción arraigadísima: la de quetodas las mujeres pueden ser débiles y falsas,salvo la que nos llevó en su seno. Lo que ayu-daba a confirmar a Gonzalo en su idolatría filialera la aprobación, la simpatía de la gente. Por elhecho de respetar a su madre, el mundo le res-petaba a él, y las niñas casaderas le ponían azu-carado gesto, y las mamás le sonreían con másbenevolencia. Cuando pasaba por la calle lle-vando a su madre del brazo, una atmósfera deaprobación y de consideración halagadora leacariciaba suavemente. A la edad en que se asimilan los elementos decultura y se forma el criterio propio, Gonzalo, a

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pesar de sus dudas sobre ciertas materias ar-duas, se mantuvo en buen terreno, confesandoque lo hacía principalmente por no desconsolary escandalizar a su santa madre. Con ella oíamisa muchas veces; por ella llevaba al cuello unescapulario de los Dolores; y hasta cuando ellano estaba presente, por ella hacía Gonzalo, sinanalizarlas, mil graciosas y dulces niñerías. Frisaba ya Gonzalo en los veintiocho, y sumadre comenzó a insinuarle que pensase enbodas. La casualidad le hizo conocer entonces auna señorita hermosa, discreta, bien educada,rica; un fénix que ni escogido con la mano. Lamisma madre de Gonzalo fue quien le obligó aobservar las perfecciones de Casilda y le sugiriópretenderla. Casilda aceptó con franca alegría yexpansión los obsequios de Gonzalo, y a losseis meses de conocerse los futuros, bendijo laiglesia su matrimonio. En una de esas largas y trascendentales con-versaciones que se entretejen durante el primercuarto de la luna de miel, y que tanto descu-

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bren los caracteres y los pensamientos. Gonzalohabló largamente de su madre y del puesto queocupaba en sus afectos y en su existencia. Ca-silda escuchaba, primero sonriente, despuésreflexiva y grave. Impulsado por la plenituddel corazón, Gonzalo confesó que había pre-tendido a Casilda atendiendo a las indicacionesmaternales, y que por eso mismo creía segura ladicha, puesto que en su madre no cabía error.Al oír esto relampaguearon los preciosos ojosde Casilda; y apartando el brazo con que ro-deaba el cuello de su esposo, dijo firmementeestas o parecidas razones:

-Has hecho mal en todo eso, Gonzalo; muymal. No he de limitar el cariño que tu madre teinspira; pero creo que no te es lícito quererlamás que a mí, y que en algo tan personal y taníntimo como el lazo de unión entre esposos, lainiciativa no puede ser ajena, sino propia. A lospadres no les escogemos; pero al que hemos deamar toda la vida, el dueño de nuestro albe-drío, es un rey electivo, y somos responsables

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de la elección. Por lo que veo, tú no me elegiste.Para tu modo de entender el matrimonio, de-biste buscar siquiera una niña apática, que secontentase con un amor reflejo de otro amor; yosoy una mujer que sabe amar y exige el pago;que quiere ser honrada y aspira a encontrar ensu esposo toda la felicidad a que tiene derecho.Lo absurdo de tu modo de sentir engendra enmí otro absurdo semejante, y es que de hoy mássentiré celos de tu madre, celos del alma..., y yano viviremos en paz nunca; lo conozco, porqueme conozco. Gonzalo, aunque sorprendido, no dio granimportancia a las expansiones de su mujer. Conhalagos y ternezas probó a calmarla, y se creyóvictorioso así que reconquistó el brazo de Ca-silda, aquel que se había desviado de su cuello.Pero un brazo no es un alma. Desde el instante funesto, la luna de miel tuvovelo de nubes. No tardó en ver Gonzalo queCasilda buscaba las distracciones, la sociedad yel bullicio, como si quisiese aturdirse o explora-

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se horizontes nuevos. Poco a poco, Gonzalo, ensu pesimismo, comenzó a dudar, primero delcariño, y después, de la fidelidad de Casilda.Herido, ulcerado, rebosando humillación, fue arefugiarse en el único sitio donde creía poderdesahogar sus penas: el seno de su madre. Y alabrazarla y al bañarle el rostro de lágrimas ar-dientes, exclamaba el hijo: "No hay más mujerbuena que tú, mamá. Debí no repartir mi amor;debí conservarlo para ti sola. Perdóname y vi-vamos como si nada hubiese sucedido". Enefecto, aquel mismo día se separaron los espo-sos. Casilda se fue a vivir a París. De allí a un año o poco más recibió Gonzalodos golpes terribles. Perdió a su madre... y supoque Casilda tenía una niña, nacida a los seismeses de la separación. Pasado el primer estupor, una claridad repen-tina iluminó su espíritu haciéndole ver todo dedistinta manera que antes. La muerte de sumadre, le enseñaba cómo el amor filial, con sertan puro y tan sagrado, no puede, por su esen-

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cia misma, acompañarnos hasta el sepulcro, desuerte que la "compañera" es únicamente laesposa; y el nacimiento de aquella niña le decíaa las claras que el amor es antorcha que las ge-neraciones se transmiten de mano en mano, y elque nos dieron nuestras madres se lo restitui-mos a nuestros hijos después. Lo tremendo de la situación de Gonzalo con-sistía en que, a pesar de la agitación y la emo-ción profundísima que el nacimiento de la niñale causaba, su desconfianza mortal y las apa-riencias de última hora no le permitían creerque fuese realmente su sangre. Le enloquecía laidea de paternidad representada por aquellaniña; pero faltábale la fe, primera virtud delpadre, base de su felicidad inmensa. El silenciode Casilda, el tiempo que iba transcurriendo sinnuevas de París, ayudaron al convencimientoamargo y vergonzoso de Gonzalo. Solo, dolori-do, misántropo, fue dejando correr su edadviril entre desabridas diversiones y trasnocha-das aventuras.

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Hacía quince años que arrastraba vivir tanintolerable, cuando una noche, en el teatro de laComedia, mirando por casualidad a un palcoentresuelo, se creyó víctima de un error de lossentidos: tal vuelco dio su sangre, viendo a lamuchacha encantadora que acababa de dejarlos gemelos sobre el antepecho y se inclinabapara mirar hacia las butacas, sonriente. La mu-chacha era el retrato vivo, animado, de la ma-dre de Gonzalo, tal cual la representaba precio-so lienzo de Madrazo, con la frescura de laprimera juventud. Si la figura se hubiese bajadodel cuadro, no podía ser más asombrosa la se-mejanza, ayudaba por el parecido de la modaactual con la moda de 1830. Trémulo, espanta-do, al mismo tiempo que frenético de alegría,Gonzalo entrevió, en el asiento de respeto delpalco, otra cabeza de mujer que conoció, a pe-sar del estrago del tiempo transcurrido: su es-posa Casilda. Y la conciencia de que aquellajovencita era su hija del corazón, le inundó co-mo una ola que lo arrebata

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todo: dudas, penas, el pasado entero. Habría que gastar muchas páginas en referirlos pasos que dio Gonzalo, la suma de activi-dad que desplegó, para conseguir que le fuesepermitido vivir cerca de la hija revelada y ado-rada en un minuto, el minuto divino de verla. -¡Inútil esfuerzo, lucha estéril en que consumiósus últimas energías! Una carta decisiva, escritapor Casilda algunas horas antes de regresar aFrancia, decía, sobre poco más o menos, lo si-guiente: "Nuestra hija me quiere a mí como túquisiste a tu madre. Si la separas de mí no loresistirá. Es tarde para todo: resígnate, como yome resigné en otra edad más difícil. Lo únicoque me dejaste es la niña: no la cedo". Y Gonzalo, mordiendo de dolor el pañuelocon que enjugaba sus ojos, murmuró: -Es justo. "El Liberal", 23 octubre 1893.

El décimo

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¿La historia de mi boda? Oiganla ustedes; no deja de ser rara. Una escuálida chiquilla de pelo greñoso, deraído mantón, fue la que me vendió el décimode billete de lotería, a la puerta de un café a lasaltas horas de la noche. Le di de prima unaenorme cantidad, un duro. ¡Con qué humilde ygraciosa sonrisa recompensó mi largueza! -Se lleva usted la suerte, señorito -afirmó conla insinuante y clara pronunciación de las mu-chachas del pueblo de Madrid. -¿Estás segura? -le pregunté, en broma, mien-tras deslizaba el décimo en el bolsillo del gabánentretelado y subía la chalina de seda que meservía de tapabocas, a fin de preservarme de laspulmonías que auguraba el remusguillo barbe-ro de diciembre. -¡Vaya si estoy segura! Como que el décimoese se lo lleva usted por no tener yo cuartos,señorito. El número... ya lo mirará usted cuan-do salga... es el mil cuatrocientos veinte; los

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años que tengo, catorce, y los días del mes quetengo sobre los años, veinte justos. Ya ve sicompraría yo todo el billete. -Pues, hija -respondí echándomelas de genero-so, con la tranquilidad del jugador empederni-do que sabe que no le ha caído jamás ni unaaproximación, ni un mal reintegro-, no te apu-res: si el billete saca premio..., la mitad del dé-cimo, para ti. Jugamos a medias. Una alegría loca se pintó en las demacradasfacciones de la billetera, y con la fe más absolu-ta, agarrándome una manga, exclamó: -¡Señorito! Por su padre y por su madre, démesu nombre y las señas de su casa. Yo sé que deaquí a cuatro días cobramos. Un tanto arrepentido ya, le dije como me lla-mo y donde vivía; y diez minutos después, alsubir a buen paso por la Puerta del Sol a la callede la Montera, ni recordaba el incidente. Pasados cuatro días, estando en la cama, oívocear "la lista grande". Despaché a mi criado aque la comprase, y cuando me la subió, mis

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ojos tropezaron inmediatamente con la cifra delpremio gordo: creía soñar; no soñaba; allí decíarealmente 1.420... mi décimo, la edad de la bi-lletera, ¡la suerte para ella y para mí! Eran mu-chos miles de duros lo que representaban aque-llos benditos guarismos, y un deslumbramientome asaltó al levantarme, mientras mis piernasflaqueaban y un sudor ligero enfriaba mis sie-nes. Hágame justicia el lector: no se me ocurriórenegar de mi ofrecimiento... La chiquilla mehabía traído la suerte, había sido mi "mascota"...Era una asociación en que yo sólo figuraba co-mo socio industrial. Nada más Justo que partirlas ganancias.

Al punto deseé sentir en los dedos el contactodel mágico papelito. Me acordaba bien: lo habíaguardado en el bolsillo exterior del gabán, porno desabrocharme, ¿Dónde estaba el gabán?¡Ah!, allí colgado en la percha... A ver... Tientade aquí, registra de acullá... Ni rastro del déci-mo.

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Llamo al criado con furia, y le pregunto si hasacudido el gabán por la ventana... ¡Ya lo creoque lo ha sacudido y vareado! Pero no ha vistocaer nada de los bolsillos; nada absolutamen-te... Le miró a la cara; su rostro expresa veraci-dad y honradez. En cinco años que hace queestá a mi servicio no le he cogido jamás en nin-gún gatuperio chico ni grande... Me sonrojo loque se me ocurre, las amenazas, las injurias, lasbarbaridades que suben a mis labios. Desesperado ya, enciendo una bujía, escudri-ño los rincones, desbarajo armarios, paso revis-ta al cesto de los papeles viejos, interrogo a lacanasta de la basura... Nada y nada; estoy solocon la fiebre de mis manos, las sequedad de miamarga boca y la rabia de mi corazón. A la tarde, cuando ya me había tendido sobrela cama a fumar, para ver de ir tragando y digi-riendo la decepción horrible, suena un campa-nillazo vivo y fuerte, oigo en la puerta discu-sión, alboroto, protestas de alguien que se em-peña en entrar, y al punto veo ante mí a la bille-

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tera, que se arroja en mis brazos, gritando conmuchas lágrimas: -¡Señorito, señorito! ¿Lo ve usted? Hemos sa-cado el gordo. ¡Infeliz de mí! Creía haber pasado lo peor deldisgusto, y me faltaba este cruel y afrentosotrance: tener que decir, balbuciendo como uncriminal, que se había extraviado el billete, queno lo encontraba en parte alguna y que, porconsecuencia, nada tenía que esperar de mí lapobre muchacha en, cuyos ojos negros, ariscos,temí ver relampaguear la duda y la desconfian-za más infamatoria... Pero la billetera alzándolos todavía húmedosme miró serenamente y dijo encogiéndose dehombros: -¡Vaya por la Virgen! Señorito... no nacimos niusted ni yo pa millonarios. ¿Cómo podía recompensar la confianza deaquella desinteresada criatura? ¿Cómo indemnizarla de lo que le debía, sí, delo que le debía? Mi remordimiento y la convic-

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ción de mi grave responsabilidad pesaba sobremí de tal suerte, que la traje a casa, la amparé,la eduqué y por último me casé con ella. Lo más notable de esta historia es que he sidofeliz. Arco Iris, 1896.

La puñalada

Mucho se hablaba en el barrio de la modistillay el carpintero. Cada domingo se los veía salir juntos, tomar eltranvía, irse de paseo y volver tarde, del brace-te, muy pegados, con ese paso ajustado y ar-monioso que sólo llevan los amantes. Formaban contraste vivo. Ella era una mujerci-ta pequeña, de negros ojazos, de cintura delga-da, de turgente pecho; él, un mocetón sano yfuerte, de aborrascados rizos, de hercúleos pu-ños -un bruto laborioso y apasionado-. De subuen jornal sacaba lo indispensable para las

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atenciones más precisas; el resto lo invertía enfinezas para su Claudia. Aunque tosco y malhablado, sabía discurrir cosas galantes, obse-quios bonitos. Hoy un imperdible, mañana unramo, al otro día un lazo y un pañuelo. Clau-dia, mujer hasta la punta del pelo, coqueta, va-nidosa, se moría por regalos. En el obrador desu maestra los lucía, causando dentera a suscompañeritas, que rabiaban por "un novio" co-mo Onofre.

"Novio"... precisamente novio no se le podíallamar. Era difícil, no ya lo de las bendicionessino hasta reunirse en una casa, una mesa y unlecho porque ¿y las madres? La de Onofre, vie-ja, impedida; además, un hermano chico,aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Ono-fre se hubiese llevado a Claudia en triunfo a suhogar, si no es la madre de la modista, asistentade oficio, más despabilada que un candil.Cuando en momentos de tierna expansión,Onofre insinuaba a Claudia algo de bodas..., o

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cosa para él equivalente, Claudia, respingando,contestaba de enojo y susto: -¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La sueltoen el arroyo como a un perro? Con la triste pe-seta que ella se gana un día no y otro tampoco,¿va a comer pan si yo le falto? Déjate de eso,vamos... ¡Que se te quite de la cabeza! No se le quitaba. Pasar con Claudia ratos deviolenta felicidad, era bueno; pero cuánto mejorsería tenerla siempre consigo, a toda hora, sintapujos..., sin que pudiese la madre cortarles lascomunicaciones, como había hecho ya en mo-mentos de enfado. Además, teniendo a Claudiaa su vera, públicamente suya, tal vez se le cura-sen los celos. Los padecía en accesos de furorque trataba de ocultar. Claudia era una granchica, con su aire de señorita, su talle, que undependiente de comercio había llamado depalmera... y él, él, tan basto, tan encallecido,¡que ni firmar sabía! Verdad que tenía fuerza enlos brazos y calor en el alma..., y coraje paramatarse con cualquiera; eso sí... ¿Bastaba?

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Debía bastar, en ley de Dios; sino que ¡se ventales cosas! Ya dos veces había observado Ono-fre un hecho extraño. Al rondar la casa deClaudia (aquella maldita casa tenía imán), veíaen el portal a la madre, señá Dolores, secre-teando con un caballero muy bien portado degabán de pieles. ¿Era figuración de Onofre? Aldivisarle la vieja daba señales de inquietud y elseñor se despedía atropelladamente. No impor-ta, no se le despintaba; entre mil de su casta leconocería. Algo grueso, nariz de cotorra, pati-llas grises, ojos vivos... ¿Qué embuchado setraían? ¿Se trataba de Claudia? "Muy tonto soy-pensó Onofre-; pero, ¡Cristo!, el dedo en laboca no han de metérmelo".

Esto ocurrió hacia Pascua florida. Después deun invierno riguroso y tristón, la primaveradesentumecía los cuerpos; los árboles echabanhojas y flores a granel, el sol picaba y reía. Elaño anterior, ¡Onofre no lo olvidaba!, Claudia,al principiar el buen tiempo, había querido pa-sear todas las tardes, sin faltar una. Salían tem-

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prano, él del taller y ella del obrador, y se ibanpor ahí hasta las diez dadas. La convidaba amerendar, la hartaba de pájaros fritos y de fre-silla. ¡Un despilfarro! Y este año apenas conse-guía decidirla a vagabundear dos días por se-mana. Reacia andaba la chica. ¡Atención, Ono-fre!

-¿Quién te ha dado ese dije de oro? -preguntóde repente parándose en mitad de la calle, elcarpintero a su compañera.

-¿De oro? Si es de dublé... -murmuró ella, azo-rada.

-A un hombre no se le miente, y si me vuelvesa salir por dublé, te meto en casa de mi compa-dre el platero, y te abochorno la cara. ¡Oro conpiedras! ¡Copones! ¿Se puede saber por qué hasmentido?

-Verás -balbució Claudia-. Es que... por si teenfadabas... Tenía ahorrados unos cuartos... Locompré de lance...

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-¿Enfadarme yo? ¿Cuándo has visto que memezcle en tus gastos hija? ¿Lo compraste?¿Dónde? ¿A quién? -Me lo vendió la corredora, la Chivita... ¿No laconoces tú? Es una con pelos en la barba... Calló Onofre. Un relámpago de lucidez horri-ble acababa de cegarle. ¡Aquello era otro em-buste! ¡Una fila de embustes! ¿Con que la Chi-vita? Él la encontraría aquella misma noche... Pasaban por la plazuela de Santa Ana. Losárboles del jardín convidaban a descansar a susombra, de poblados y de verdes que los teníael abril. Risas de chiquillería, llamadas de niñe-ras se confundían con los trinos de los canariosy jilgueros "maestros" colgados en jaulas, a laspuertas de las tiendas de pájaros y perros.Claudia se paró delante de una de estas tien-das; lo acostumbraba; le gustaban mucho losbichos. Hizo fiestas a un loro, a un gato de An-gora, a un falderín, y se entretuvo más con laspalomas. ¡Qué ricas! Las había moñudas, decuello empavonado, de patas calzadas...

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-¡Ay! -exclamó-. ¡Esa tiene sangre!... Está heri-da.

Era una paloma de la casta conocida por "de lapuñalada". Sobre el buche, curvo y blanquísi-mo, un trozo rojo imitaba perfectamente laherida fresca.

-Le habrá dado un corte su palomo -dijo gra-vemente Onofre-. También los palomos seráncapaces de barbaridades si otros les festejan lahembra.

Claudia apartó los ojos y se coloreó. El dichode Onofre, sin tener nada de particular, le so-naba de un modo muy raro. ¡A saber si era laconciencia! No se tranquilizó, ni mucho menos,cuando Onofre insistió, poniéndose pesado, enregalarle aquella paloma de la cortadura. ¡Si nola podía cuidar; si no la podía mantener! Si ape-nas tenía tiempo de echar cordilla al gato! ¡Sifaltaba jaula!

-También compro la jaula. No te apures. Her-mosa, yo no te podré ofrecer de lo que vende

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Ansorena... pero vamos, ¡que una pobre palo-ma! ¿Me vas a desairar? ¿No quieres nada mío? Hablaba en irritada voz. Claudia no se atrevióa negarse. Cargó Onofre con la jaula de mim-bres y acompañó hasta su puerta a la mucha-cha. De allí, derecho, en busca de la corredora.La encontró luego; casualmente estaba en casa.Y sin duda el carpintero, en su interrogatorio,se clareó, descubrió lo que traía entre cejas...,porque la Chivita, avezada a tales indagatorias,imperturbable y con el tono más persuasivocontestó que sí, que ella había vendido a Clau-dia el dije. -¿Que día? -insistió Onofre, tozudo. -¡Ay hijo! ¡Pues no es usted poco curioso! Siuna se fuese a acordar con tanto como vende... -¿Qué costó? ¿Tampoco lo sabe? -¡Jesús! Aunque me pidiese declaración el se-ñor juez... Veremos si me acuerdo mañana... Desde la escalera, volviéndose hacia la puertamugrienta de la Chivita y cerrando los puños,el mocetón rugió entre dientes, con ira inmensa:

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-¡Condenada de al...! ¡Todos conchabados paramentirme!... De casa de la Chivita se fue Onofre a la taber-na que encontró más a mano. Era sobrio; no ledivertía achisparse. Sólo que hay casos en queun hombre... Pidió aguardiente: lo que embo-rrachase lo más pronto. Necesitaba convertirseen cepo, no pensar hasta el otro día. Y echócopa tras copa; por fin, se quedó amodorrado,con la cabeza caída sobre la sucia mesa de latasca. A la mañana siguiente, a eso de las ocho, salíaClaudia para ir como siempre, al obrador. Erala última vez; se despediría de la maestra, delas compañeras, de la labor, de los pinchazos enla yema del dedo. "Aquel señor" -el del dije, elde las grises patillas, las quería en su casa, a ellay a su madre, tratadas como reinas. La madre,ama de llaves...; la hija, ama... ¡de todo! Propo-siciones así no se desechan. ¿Y Onofre?... Enprimer lugar, Onofre no sabía las señas del ca-ballero. Hasta que las averiguase... Después...

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pasado tiempo... Onofre se resignaría. Así ytodo, Claudia llevaba el corazón apretado.Miedo, miedo, un miedo invencible. Al entrarcon la jaula de la paloma, señá Dolores habíagritado alarmada: "Fuera con eso, mujer; si pa-rece que tiene una puñalá de veras... ¡Vaya unregalo, la Virgen!" Y en sueños, revolviéndoseen la estrecha cama, la puñalada sangrienta enel pecho blanco perseguía a Claudia. Le parecíaque la herida estaba en su propio seno, y quela sangre, en hilos, manaba y empapaba lenta-mente las sábanas y el colchón. La pesadilladuró hasta el amanecer. Ahora iba aprisa. Recogería el jornal, la almo-hadilla, los avíos, y "¡abur, señora!" ¡Aire! Adescansar, a comer bien, a vestir seda, en vezde coserla para otras mujeres menos guapas.Claudia corría, deseosa de llegar. En la esquina,distraídamente, tropezó, resbaló, quiso incor-porarse. Una mano ruda la sujetó al suelo; unahoja de cuchillo brilló sobre sus ojos, y se lehundió, como en blanda pasta, en el busto, cer-

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ca del corazón. Y el asesino, estúpido, quieto,no segundó el golpe -ni era necesario-. La san-gre se extendía, formando un charco alrededorde la cabeza lívida, inclinada hacia el borde dela acera; y Onofre, cruzado de brazos, aguarda-ba a que le prendiesen, mirando cómo del char-co se extendían arroyillos rojos, coaguladosrápidamente. "El Imparcial", 4 de marzo 1901.

En el Santo

-¡Menudo embeleco! -había exclamado, coléri-ca, la Manuela cuando Lucas ordenó a Sidoroque se pusiese la chaqueta para bajar a la pra-dera de San Isidro. En cambio, Sidoro sintió palpitar de alegría sucorazoncito de seis años, encogido por la cons-tante aspereza del trato feroz que le daba sumadrastra... o lo que fuese: la Manuela, muje-rona con que ahora vivía Lucas. En la infancia,

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decir novedad y cambio es decir esperanza ili-mitada y hermosa. ¡Bajar al Santo! ¿Quién sabelo que el Santo guardaba en sus manos benditaspara los niños sin madre, para los niños apa-leados y hambrientos? Loco de contento se incorporó Sidoro al gru-po, si bien le agrió ya el primer gozo tener quecargar con un cestillo atestado de provisiones.Pesaba mucho, y Sidoro hubiese implorado quele aliviasen la carga, a no temer uno de los pe-llizcos de bruja, retorcidos y rabiosos, con quela Manuela le señalaba cardenal para mediomes. Suspirando, alzó el cestillo como pudo, ysalieron calle de Toledo abajo, por entre olas degentes, con un sol capaz de freír magras, un solmás canicular que primaveral. Tragando el polvo que soliviantaban ómnibus,carricoches y simones, pasaron el puente deToledo y llegaron al cerro, donde hervía máscompacta la alegre multitud. Lucas habló deentrar a rezarle al Santo; pero la Manuela, le-vantando de un puntillón a Sidoro, que había

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caído empujado por el remolino y agobiado porel peso, renegó de la idea y prefirió comprartorrados, avellanas y rosquillas, y buscar dondemerendar. La sed les resecaba el gaznate, y Lu-cas, portador de la colmada bota, notando sugrata turgencia entre el brazo y las costillas,aprobó la determinación.

No fue fácil encontrar sitio conveniente a lasombra y cerca del río. Los rincones agradablesandaban muy solicitados. Por fin, bastante tar-de, descubrieron un ruin arbolillo, y se acomo-daron al pie, forjándose la ilusión de que lasramas les abrigaban la cabeza. Sidoro, derren-gado, soltó la cesta; Manuela fue sacando vitua-llas, y allí empezó el embaular y los besos a ladel tinto. Lucas se acordó de echarle a su hijoun pedazo de tortilla y una hogaza, como quienecha un hueso a un cachorro; después... nopensaron más en la criatura; y como el vinazo yel hartazgo quitan la vergüenza, Lucas le tomóla cara a Manuela, allí mismo, sin pizca de re-paro. Con torpes pies, por llevar tan calientes

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los cascos, la pareja rompió a andar hacia elcerro, donde era mayor el bullicio, y donde lostiovivos y los merenderos y barracones convi-daban al jolgorio; el niño, al tratar de seguirlos,se halló detenido por un corro formado alrede-dor de un ciego coplero y guitarrista; y cuandoquisoreunirse con su gente, incorporarse, encontrósesolo entre la multitud, portador del cesto yavacío y la bota floja y huera... Se echó a llorar. Duros y malos como eran,aquel hombre y aquella mujer le amparaban. Sesintió abandonado, náufrago en un mar muycrespo, muy profundo y tormentoso. El gentíopasaba sin hacer caso del chiquillo: éste le em-pujaba, el otro le desviaba con lástima, y unamano pronta y desconocida le arrebató la boinade la cabeza... Nadie le preguntaba la causa desu llanto; ¡para eso estaban! Entre el infernalbureo de la romería, cualquiera atiende al llan-to de un rapaz. El tecleo de los pianos mecáni-cos, el rasguear de los guitarros, los cantares de

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los beodos, los pregones de las rosquilleras, losmil ruidos que exhalan una muchedumbre api-ñada, harta, jaranera, procaz, en plena juerga alaire libre, exasperada por el olor a aceite ranciode las buñolerías y el vaho tabernario de lasbarracas-bodegones, ahogaban los sollozos delniño, como la viviente oleada de la multitudenvolvía y absorbía y arrastraba mecánicamen-te su cuerpo... Por instinto, Sidoro se dejó llevar. Andando,andando, podría encontrar tal vez a la pareja, o¿quién sabe?, al Santo en persona. Pues si en laromería no se encontraba al Santo, ¿a qué veníatoda aquella gente? Y el Santo sería muy bueno,que para eso era Santo, y por eso le rezaban y leretrataban en figuritas de barro, y por eso losángeles le ayudaban a arar. ¿Dónde estaba elSanto? Sidoro recordaba que Lucas, antes debuscar sitio para la merienda, había hablado deir a la ermita. ¿Qué sería la ermita? De seguro,un sitio en que recogen y consuelan a los niñosabandonados...

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Mientras buscaba al glorioso labrador, Sidoro,a pesar suyo, miraba los puestos, los centenaresde tinglados donde se exhiben y despachan losmaravillosos pitos, que adornan rosetones deplata y florones de papel rojo, las efigies pinto-rreadas de esmeralda, cobalto y bermellón, lasmedallas y escapularios, la grosera loza, lasfiguritas de toreros y picadores, los monigotescon cabeza de ministros, los grupos de ratas, lascaricaturas escatológicas, los jarros atestados declaveles de violento aroma, las hiladas de boti-jos bermejos y blancos, las apetitosas rosquillas,los puestos de avellaneros, con sus balanzasrelucientes y sus sacos entreabiertos, rebosan-do, tentando a la mano del niño... Y aquellaorgía de colorines fuertes y chillones, aquelvaivén incesante de la muchedumbre, aquellossonidos discordantes, el sentirse impulsado,zarandeado, arrebatado como una paja por eltorrente humano; la asfixiante atmósfera querespiraba, la desolación de su abandono, en vezde

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arrancar lágrimas a la criatura, secaron las quecorrían de sus ojos y le produjeron una especiede embriaguez febril. Sin cuidarse de responsa-bilidades, abandonó la bota y el cestillo, y sedejó caer en tierra, a la puerta de un merenderodonde bebían y cantaban canciones picantes,ininteligibles para Sidoro. Una moza, sofocada,sentada en el suelo, daba la teta a una criatura.Sidoro vio esta escena, el grupo siempre con-movedor y sagrado, y confusas reminiscencias,no de la memoria, sino de los sentidos y la sen-sibilidad, más concreta en la niñez, le recorda-ron que también a él le habían arrullado conpalabras de azúcar y de delirio, las palabrasinefables de la maternidad, y un rostro amado,un rostro que no podía olvidarse, surgió deentre la niebla del pasado... ¡pasado tan corto ytan reciente! Y entonces, una de esas penas sinlímites que sufren los niños, cayó sobre el almadel huérfano.

En un instante, con el recuerdo del cariño y laternura de su madre, a quien no había vuelto a

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ver nunca, Sidoro evocó las crueldades y des-amor de la Manuela, y toda su carne tembló,pues no había en ella lugar donde las despia-dadas uñas de la mujerona no hubiesen dejadorastro de tortura... Y la criatura, en su descon-suelo infinito, mientras la tarde caía y las lucesde los puestos comenzaban a abrir su pupila dellama, se revolcó sobre el árido suelo, con mu-chas ganas de dormirse en un sueño largo, lar-go, largo, y despertarse al lado de su madre, ode San Isidro, o de alguien que tuviese entrañaspara los pequeños y los débiles. A fuerza deaturdimiento, de cansancio, de calor, de susto,de tristeza, se quedó, efectivamente, dormido...Despertó porque le aporreaban y le tiraban delpelo a puñados. Era la Manuela, gritando en-ronquecida y furiosa. -A este maldito sí le encontramos...; pero ¿y labota nueva, y mi cestillo, y la servilleta, y elvaso que venían en él? ¡Condenao, verás encuanto lleguemos a casa!

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Santos Bueno

Hacía tiempo -muchos meses- que no le veíayo por ninguna parte: ni en la calle, ni en elCasino de la Amistad, ni en la Pecera, ni siquie-ra en la barriada nueva que se está construyen-do. Porque Santos Bueno es de los que tienenafición a ver edificar y gustan de plantarse de-lante de los andamios con las manos a la espal-da, diciendo sentenciosamente: "Estas sí queson vigas de recibo; no pandarán". Extrañando tan largo eclipse, temiendo queSantos Bueno estuviese enfermo de cuidado,resolví buscarle en su casa, donde le encontréentregado a sus habituales tareas, apacible yafable como de costumbre. -¿Qué es esto? ¿Se ha metido usted cartujo?¿Es voto de clausura? -No, señor...; ¡no, señor! -respondió sonriendoSantos-. Si yo salgo y me paseo. No parece sinoque vivo encerrado.

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-¿Que sale usted? Pues no le veo nunca. -Porque salgo un poco tarde..., a las horas enque no hay gente. -Esconderse se llama esa figura. Volvió Santos a sonreír con aquella su indes-criptible expresión enigmática, y dijo tranqui-lamente: -Pues ha acertado usted. Hay ocasiones enque... se encuentra uno muy a gusto escondido. Adiviné que bajo la teoría de las ventajas delescondite se ocultaba alguna crisis dolorosa dela vida de Santos Bueno. Yo creía conocerle, y además sabía su historiay sus aspiraciones, como se saben en un pueblopequeño las de cada hijo de vecino. SantosBueno era un burgués modesto, sin grandesaspiraciones; ni pobre ni rico, poseía un capita-lito, producto de la afortunada venta de unosbienes patrimoniales, lindantes con el prado deun indianete, que por tal circunstancia los habíapagado a peso de oro.

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Con estos caudales, Santos proyectaba realizarun sueño ya muy antiguo: construirse en lasafueras de la ciudad una casita que tuviese jar-dín y vivir en ella sin emociones, pero sin desa-zones, cultivando legumbres y rosas. Es de ad-vertir que la casita con jardín es la bella ilusiónde los marinedinos. No sé por qué se me vino a la imaginación quecon aquellos dineros podrían relacionarse laactitud y el retraimiento de Santos, y movidode una curiosidad compasiva, le interrogué: -¿Y esa casita, ese chalet, cuándo lo empeza-mos? ¿Me convida usted a café en el jardín parael día de su santo del año que viene? Demudóse el rostro de Santos, y hasta se mefiguró que en sus ojos temblaba el reflejo crista-lino que indica que se humedecen... -Ya no hago la casita -murmuró con abati-miento. -¿Qué no la hace usted? ¿Cómo es eso? ¿Se hajugado usted los capitales? -Bien sabe usted que no me da por ahí...

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-¿Pues qué ocurre? ¿Ha pensado usted en otrainversión? ¿Ha emprendido algún negocio? -Si usted me promete no decir nada a nadie... -Pierda usted cuidado, don Santos. La tumbaes una cotorra comparada conmigo. -Pues es el caso que..., que he... prestado... esasuma. -¿Prestado? ¿Al cien por cien mensual? ¿Congarantía? ¡Ah usurero! -Déjese de bromas, Garantía... Tengo la de lahonradez de mi deudor. -¡Ay pobre don Santos! ¿Quién me lo ha enga-ñado? -No, le advierto a usted que es persona quegoza de excelente fama... Para ser franco: miánimo no era prestar, ni a ese ni a nadie. Mecogió desprevenido: no pude negarme; a él leconstaba que tenía yo fondos. Vi un padre defamilia en aprieto, en compromiso, en vergüen-za..., me prometió amortizar cada mes... ¡En fin,que no tengo el corazón de bronce!

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-¿Conque prestamitos a padres de familia po-bres, pero bribones? ¿Y qué tal? ¿Amortiza?¿Amortiza? -Por ahora..., no. -¿Cuántos meses han pasado? -Seis..., es decir, hoy se cumplen siete... -Y usted, después de haber hecho esa obrabenéfica y desinteresada, ¿por que se esconde?Eso si que quisiera saberlo. -Le diré... Son tonterías de mi carácter... ¡Rare-zas...! Es que, hace algún tiempo, me encontréen la calle a mi deudor y le pedí..., vamos, conmuy buenos modos..., que empezase a amorti-zar... lo que pudiese..., nada más que lo quepudiese... Y me contestó de una manera...; enfin, que me negó lo prometido, y casi, casi, menegó la deuda misma... Y desde entonces nosalgo a la calle..., porque si me lo encuentro, medará vergüenza y tendré que hacer como si nole viese. Sí, vergüenza... Porque es fea su ac-ción, ¿verdad?

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Sustitución

No hay nadie que no se haya visto en el casode tener que dar, con suma precaución y en laforma que menos duela, una mala noticia. A míme encomendaron por primera vez esta des-agradable tarea cuando falleció repentinamentela viuda de Lasmarcas, única hermana de donAmbrosio Corchado. Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, erauno de los tres o cuatro amigos fieles del difun-to Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad asu viuda, recibiendo siempre acogida franca ycariñosa. Las noches de invierno nos servía deasilo la salita de la señora, donde ardía un bra-sero bien pasado, y las dobles cortinas y lasrecias maderas no dejaban penetrar ni corrien-tes de aire ni el ruido de la lluvia. Instaladocada cual en el asiento y en el rincón que prefe-ría, charlábamos animadamente hasta la horade un té modesto y fino, con galletas y bollos

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hechos en casa, tal vez por razones de econo-mía. Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamosla velada satisfechos y en paz, porque la viudade Lasmarcas era una mujer de excelente trato,ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa enextremo, ni neciamente cándida, y en cuantoamiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todoslos hombres. Al saber que había aparecidomuerta en su cama, fulminada por un derrameseroso, sentimos el frío penetrante del "másallá", el estremecimiento que causa una ráfagade aire glacial que nos azota el rostro al entraren un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvane-ce en un soplo nuestra vida, al parecer tan acti-va y tan llena de planes, de esperanzas y detenaces intereses! Precisamente la noche ante-rior habíamos ido de tertulia a casa de la señorade Lasmarcas; aún nos parecía verla ofrecién-donos un trozo de bizcochada, que alababaasegurando ser receta dada por las monjas de laAnunciación...

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Advertidos de la desgracia los amigos íntimos,se decidió que yo me encargaría de avisar alhermano de la difunta. Don Ambrosio Corcha-do no vivía en la misma ciudad que su herma-na, sino a dos leguas, en una posesión de dondeno salía jamás, y donde la viuda residía en latemporada de verano. Rico y poco sociable, donAmbrosio realizaba el tipo de solterón: no que-ría molestar al mundo, y menos toleraba que elmundo le molestase a él. A su manera, lo pasa-ba perfectamente, introduciendo mejoras en sufinca, dirigiendo la labranza y cebando gallinasy cerdos. Es cuanto sabíamos de don Ambrosio.Para cumplir sin tardanza mi cometido, encar-gué un coche, y a los tres cuartos de hora lotenía ante la puerta, con repique de cascabeles ytraqueteo de ruedas chirriantes.

Entré en el desvencijado vehículo y tomamosla dirección de la finca. Era preciosa la mañana,vibrante, alegre, llena de sol y luz, preludiandola primavera, que se acercaba ya. Reclinado enel fondo del birlocho, viendo desaparecer por la

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ventanilla el pintoresco paisaje, me entró, apesar del buen tiempo y del aire puro y vivo,una dolorosa melancolía, una especie de apren-sión y de timidez violenta.

El corazón se me encogió, pensando en lo quedebía participar a don Ambrosio, y en cómoempezaría a hacerle paladear el trago para quesintiese menos su amargor. Me representabacon eficacia lo dramático del momento. DonAmbrosio no tenía otra hermana, ni más familiaen el mundo. La señora de Lasmarcas no dejabahijos que pudiese recoger su hermano y quealegrasen su solitaria vejez. ¡Una hermana! Elser a quien acompañamos desde la cuna; conquien hemos jugado de niños; ser que llevanuestra sangre; que ha compartido nuestrosprimeros inocentes goces, nuestros primerosberrinches; que ha sido nuestro confidente,nuestro encubridor, que vio nuestras travesurasy se emocionó con nuestros amoríos infantiles;la mamá pequeña, la amiga natural, la cómplicedesinteresada, la defensora. El que no conoce

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otro afecto; el que de todos los suyos conservauna hermana, ¡qué sentirá al saber que la haperdido! Sin duda alguna, lo que el árbol cuan-do le hincan el hacha en mitad deltronco, cuando lo hienden y parten. Además,¡era tan súbita la muerte! Tal vez don Ambrosiose había forjado mil veces la ilusión de que suhermana, más joven que él, le cerraría los ojos. Estos pensamientos exaltaron mi imaginación,me causaron tan indefinible angustia, que alpararse el coche ante el portón de la finca lleva-ba yo los ojos humedecidos de lágrimas. Domi-né mi debilidad, salté a tierra, y al preguntarpor don Ambrosio a un hombre que igualaba laarena del patio, soltó él de muy buena gana elescardillo y me guió, pasando por hermososjardines adornados con fuentes y por un huertode frutales, a una pradería, donde varios gaña-nes trabajaban en segar hierba y amontonarlaen carros, bajo la inspección de un vejete deantiparras azules y sombrero de paja. Era donAmbrosio en persona.

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Me saludó con sorpresa, y al decirle que veníapor un asunto de cierta importancia, mostróbastante amabilidad. Explicóme que el praditoaquel rendía todos los años más de treinta ca-rros de hierba seca, que se vendía como panbendito; y cediendo a la propensión de hablarsólo de lo que se roza con preocupaciones delorden práctico, añadió que temía que viniese allover, y activaba la faena a fin de recoger lahierba en buenas condiciones. Después me se-ñaló a una esquina del prado, que cruzaba unlimpio riachuelo, y me preguntó si creía lafuerza del agua suficiente para hacer mover unmolino harinero que pensaba instalar allí. Sucara arrugadilla y su cascada voz adquiríangravedad al enunciar estos propósitos. Yo, en-tre tanto buscaba sitio por donde herirle; perodos o tres insinuaciones acerca de la mala saludde la viuda no arrancaron más que un distraído"vaya, vaya". Entonces resolví apretar y entréen materia: venía precisamente porque la seño-ra, algo enferma desde

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ayer... -Sí, molestias del invierno, catarrillos -respondió maquinalmente. Me sublevó la salida, y solté las dos palabras"enfermedad grave"... Al través de los azulesvidrios noté que parpadeaba el viejo. -¿Grave? Y el médico ¿qué dice? -No hubo tiempo de consultarle... -exclamé-.Ya ve usted, las cosas repentinas... -Pues que se consulte, que se consulte -repitióvolviéndose para ver pasar un carro cargado acolmo-. ¡Eh -gritó dirigiéndose a los gañanes-,brutos, que se os cae la mitad de la hierba! ¡Su-jetad bien la carga, por Cristo! -¿No le digo a usted -interrumpí alzando tam-bién la voz- que no dio lugar a consultar nada?Fue de pronto..., la... Se me atragantaba la palabra terrible; pero alfin la solté: -¡La... la muerte!

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Don Ambrosio hizo un movimiento haciaatrás. Sus vidrios azules centellearon al sol,Titubeando murmuró: -De manera... que... que... -Que ha fallecido su hermana de usted, sí,señor; esta mañana se la encontraron cadáver...en la cama... Un derrame seroso. El viejo guardó silencio, columpiando la cabe-za. Después de una pausa, tosiqueó y dijo tran-quilamente: -¡Válgate Dios! Le llegó su hora a la pobre...Bueno; si hay cualquier dificultad para el entie-rro, que... que cuenten conmigo... Por pocomás... ¿sabe usted?, que se haga todo con de-cencia... En cien duros arriba o abajo no debenustedes reparar. -¿No vendrá usted al funeral? -pregunté devo-rando al viejo con los ojos. -Verá usted... Con el prado a medio segar yeste tiempo tan a propósito..., imposible. ¡Bue-no andaría esto si faltase yo! Mañana justamen-te viene el maestro de obras para tratar lo del

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molino... Hay que rumiar el contrato, porque sino esas gentes le pelan a uno. ¿Y usted quéopina? ¿Tendrá fuerza el agua? Ahora en pri-mavera no hay cuidado; pero ¿en otoño?

Salí de allí en tal estado de exasperación, quebatí la portezuela del coche al cerrarla, contri-buyendo a desbaratar el fementido birlocho.Otra vez me dominaba una tristeza invencible;me sentía ridículo, y la miseria de nuestra con-dición me abrumaba al pensar en aquel vejeteinsensible como una roca, que sólo se ocupabaen el prado y el molino y se olvidaba de laproximidad de la muerte. ¡Valiente necedadmis precauciones y mis recelos para darle lanoticia! De pronto se me ocurrió una idea sin-gular. Mi acceso de sensibilidad compensaba laindiferencia de don Ambrosio. El verdadero"hermano" de la pobre muerta era yo, yo quehabía sentido el dolor fraternal, yo que mehabía sustituido, con la voluntad y el sentido, alhermano según la carne. En el mundo moralcomo en el físico nada se pierde, y todos los

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que tienen derecho a una suma de cariño, lacobran, si no del que se la debe, de otro genero-so pagador. Consolado al discurrir así, saqué lacabeza por la ventana y dijeal cochero (de veras que se lo dije): -Más aprisa, que necesito disponer el funeralde mi hermana. "El Imparcial", 15 febrero 1897.

La "Compaña"

Invierno. Después de un día corto, lluvioso ytriste, la noche es clara, de luna; la helada pren-de en sus cristales, resbaladizos y brillantescomo espejos, el agua de la charcas y ciénagas,y en la ladera más abrupta de la montaña seoye el oubear del lobo hambriento. Dentro de lacasucha del rueiro humilde, la llama de la ra-malla de pino derrama la dulce tibieza de susefluvios resinosos, y el glu-glu del pote confor-ta el estómago engañando la necesidad, pues el

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pobre caldo de berzas sólo mantiene porqueabriga.

Desviada de la aldea por el soto de altos cas-taños, próxima a la iglesia y al cementerio, laruin casuca de la vieja señora Claudia -aliasCometerra, porque en sus juventudes mascabaa puñados la arcilla del monte Couto-tambiénsiente el bienestar del cariñoso fuego. Todo eldía, calándose hasta las médulas, ha trabajadosu nieto Caridad, y el brazado de ramalla y laleña todavía húmeda y la hierba que rumia labecerrita roja él se las ha agenciado... No pre-guntéis dónde. Quien no tiene bosque ni prade-ría suya, ha de merodear por tierras de otro.¿Qué señor le arrienda un lugar a un mocosode quince años, hijo de un presidiario muertoen Ceuta? El colono ha de ser libre de quintas,casado y de buena casta. ¡Valiente adquisiciónla de aquella bruja que pedía por las puertasuna espiga de maíz o una corteza mohosa, y lade aquel galopín, que no dejaba en los términosde la parroquia cosa a vida! También hay clases

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en la aldea... Y los hijos de dos o tres labradoresde los másacomodados, de pan y puerco, se la tenían ju-rada a Caridad. Porque puede pasar el esquil-mo de la rama y del tojo, y hasta el apañarhierba en linderos que no tienen dueño; peroarrancar la patata ya en sazón o desvalijar unpanel del hórreo... eso son palabras mayores, ycomo le pillasen..., ¡guarda el escarmiento! Caridad, entre tanto, traía a casa bien repletosu "paje" de mimbres. Aquel día formaban elbotín golpe de castañas maduras, bellotas y,¡presa extraordinaria!, tres o cuatro hermososhuevos frescales... Cuando tenía suerte en sucaza de víveres, ¡la abuela le pagaba tan bien!Inagotable repertorio de consejas, tradiciones ypatrañas, Cometerra, acurrucada en el rincóndel lar, mientras con mano temblona pelaba laspatatas o desgranaba las espigas, rubias, habla-ba, narraba, ensartaba sus cuentos de mil men-tiras... Y Caridad no conocía otro goce. Las his-torias de la abuela eran a la vez su única escue-

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la y su único teatro, el pasto de su imaginaciónvirgen, fresca, insaciable, de chiquillo que nosabe leer, y que presiente la novela y la poesía,identificándolas, en su ignorancia, con la vida yla realidad. Tal vez en aquel precoz enfermizo desarrollode la fantasía influyese el mismo aislamiento aque le condenaban sus menudos latrocinios y laazarosa suerte y las fechorías de su padre. Es locierto que Caridad creía a puño cerrado..., ¿quées creer?, "veía". El mundo triste y agorero de lavieja mitología galaica le rodeaba a todas horas.El miedo a lo desconocido encogía su alma yderramaba hielo de mortal pavor en sus venas,atrayéndole, sin embargo, con misterioso atrac-tivo, llamándole. Temía y deseaba la apariciónsobrenatural, y mientras sus manos, mecánica-mente, cogían lo ajeno, su espíritu inculto sen-tía el escalofrío del mundo invisible que nosrodea, y cuyo hálito quejoso se percibe en losmurmullos del bosque y en el fluyente llanto deagua...

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Esta noche de invierno, cercana ya la vigilia delos difuntos, Cometerra explica a su nieto loque es la "Compaña" o "Hueste". Es una legiónde muertos que, dejando sus sepulturas, lle-vando cada cual en la descarnada mano uncirio, cruzan la montaña, allá a lo lejos, visiblessólo por la vaga blancura de los sudarios y porel pálido reflejo del cirio desfalleciente. ¡Ay delque ve la "Compaña"! ¡Ay del que pisa la tierraen que se proyecta su sombra! Si no se muereen el acto la vida se le secará para siempre amodo de hierba que cortó la fouce. Quebran-tando, sin fuerzas, tocado de extraño, mal co-ntra el cual no existen remedios, irá encami-nándose poco a poco a la cueva, porque la"Hueste" recluta así a los que encuentra en elcamino, los alista en sus filas, refuerza su ejérci-to de espectros... ¡Infeliz del que ve la "Compa-ña"!...

En su pobre y frío lecho de hojas de maíz, Ca-ridad se revuelve pensando en la fúnebre pro-cesión. El fuego del lar se ha extinguido; la

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abuela ronca acurrucada a pocos pasos; se es-cucha fuera el gañir del lobo y la queja casihumana del mochuelo... La tentación es dema-siado fuerte. De seguro que a estas horas desfilapor el monte, en doble hilera de luces, la gentedel otro mundo. ¡Verla! Caridad no se acuerdaque verla es morir. Quizá no le importa. Elapego a la vida no nace temprano; el arbolillosin raíces no se agarra a la corteza terrestre. Elmiedo, en Caridad, es como un espasmo: sualma estremecida teme y desea a la vez. Y des-lizándose de la dura cama, a tientas va hacia lapuerta, abre el cancel, se asoma y mira.

Velada la luna, antes esplendente, por nuba-rrones de trágica forma, negrísimos, los objetosaparecen confusos, las manchas de la arboledase pierden entre la turbieza gris de la lejanía.Caridad, tiritando, echa a andar en dirección ala iglesia. Sin darse cuenta del porqué, suponeque la "Hueste" ronda las tapias del cementerio.Lo singular es que, al ir en busca de la proce-sión de las almas, el chiquillo tiembla, sus dien-

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tes castañean, sus pupilas se dilatan, su sangrese cuaja, su corazón por momentos cesa de latir.Y, sin embargo, anda, anda, fascinado; ansioso,pisando la escarcha con descalzos pies, amora-tados y rígidos. Allá donde se alza el muro delcamposanto, una claridad difusa, unos camposde luz verdosa le llaman con palpitaciones demortaja flotante y, con humaradas de cirio quese extingue. Allí está de seguro la "Hueste"... Yacree verla, verla distintamente, y hasta escuchareprimidos sollozos, ahogados gritos que pue-den confundirse con la ironía de la

carcajada brutal... Sin transición, sin espacio adecir Jesús, a llamar a su madre como la llamanlos heridos de muerte. Caridad se desploma. Aun mismo tiempo le ha partido la cabeza ungarrotazo y le ha abierto la garganta el corvofilo de una céltica bisarma, que a la vez quedesagüella sujeta a la víctima. La sangre, calien-te, se coagula sobre la helada superficie delterruño. Los mozos se retiran, dejando tieso allíal ladronzuelo, y murmurando, serios ya, por-

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que no habían pensado ir tan lejos, ni hubiesenido a no mediar el mosto nuevo y la vieja "ca-ña": -Quedas escarmentado. "Blanco y Negro", núm. 505, 1901.

La dentadura

Al recibir la cartita, Águeda pensó desmayar-se. Enfriáronse sus manos, sus oídos zumbaronlevemente, sus arterias latieron y veló sus ojosuna nube. ¡Había deseado tanto, soñado tantocon aquella declaración! Enamorada en secreto de Fausto Arrayán, elapuesto mozo y brillantísimo estudiante, pro-bablemente no supo ocultarlo; la delató su tur-bación cuando él entraba en la tertulia, su en-cendido rubor cuando él la miraba, su silenciopreñado de pensamientos cuando le oía nom-brar; y Fausto, que estaba en la edad glotona, laedad en que se devora amor sin miedo a indi-

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gestarse, quiso recoger aquella florecilla semi-campestre, la más perfumada del vergel feme-nino: un corazón de veinte años, nutrido deilusiones en un pueblo de provincia, medioambiente excitante, si los hay, para la imagina-ción y las pasiones.

Los amoríos entre Fausto y Águeda, al princi-pio, fueron un dúo en que ella cantaba con todasu voz y su entusiasmo, y él, "reservándose"como los grandes tenores, en momentos dadosemitía una nota que arrebataba. Águeda se sen-tía vivir y morir. Su alma, palacio mágico siem-pre iluminado para solemne fiesta nupcial, res-plandecía y se abrasaba, y una plenitud inmen-sa de sentimiento le hacía olvidarse de las rea-lidades y de cuanto no fuese su dicha, sus pláti-cas inocentes con Fausto, su carteo, su venta-neo, su idilio, en fin. Sin embargo, las personasdelicadas, y Águeda lo era mucho, no puedenabsorberse por completo en el egoísmo; no sa-ben ser felices sin pagar generosamente la feli-cidad. Águeda adivinaba en Fausto la oculta

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indiferencia; conocía por momentos cierta se-quedad de mal agüero; no ignoraba que a lasprimeras brisas otoñales el predilecto emigraríaa Madrid, donde sus aptitudes artísticas leprometían fama y triunfos; y en medio de lamayor exaltación advertía en símisma repentino decaimiento, la convicción delo efímero de su ventura. Un día estrechó a Fausto con preguntas apre-miantes: -¿Me quieres de veras, de veras? ¿Te gusto?¿Soy yo la mujer que más te gusta? Háblameclaro, francamente... Prometo no enfadarme niafligirme. Fausto, sonriente, halagador, galante al pron-to, acabó por soltar parte de la verdad en unaaseveración exactísima: -Guedita: eres muy mona..., muy guapa, sinadulación... Tienes una tez de leche y rosas,unas facciones torneadas, unos ojos de terciope-lo negro, un talle que se puede abarcar con unbrazalete... Lo único que te desmerece..., así...,

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un poquito..., es la pícara dentadura. Es que ano ser por la dentadura..., chica, un cuadro deMurillo. Calló Águeda, contrita y avergonzada; peroapenas se hubo despedido Fausto, corrió alespejo. ¡Exactísimo! los dientes de Águeda,aunque sanos y blancos, eran salientes, anchosa guisa de paletas, y su defectuosa colocaciónimponía a la boca un gesto empalagoso y bo-bín. ¿Cómo no había advertido Águeda tannotable falta? Creía ver ahora por primera vezla fea caja de su dentadura, y un pesar intenso,cruel la abrumaba... Lágrimas ardientes fluye-ron por sus mejillas, y aquella noche no pegóojo dando vueltas, entre el ardor de la fiebre ala triste idea... "Fausto ni me quiere ni puedequererme. ¡Con unos dientes así!" Desde el instante en que Águeda se dio cuentade que en realidad tenía una dentadura malencajada y deforme, acabóse su alegría y vinie-ron a tierra los castillos de naipes de sus ensue-ños. Rota la gasa dorada del amor, veía confir-

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mados sus temores relativos a la frialdad deFausto; mas como el espíritu no quiere abando-nar sus quimeras, y un corazón enamorado ynoble no se aviene a creer que su mismo excesode ternura puede engendrar indiferencia, dioen achacar su desgracia a los dientes malditos."Con otros dientes, Fausto sería mío quizá". Ygerminó en su mente un extraño y atrevidopropósito.

Sólo el que conozca la vida estrecha y rutina-ria de los pueblos pequeños, la alarma queproduce en los hogares modestos la perspectivade cualquier gasto que no sea de estricta utili-dad, la costumbre de que las muchachas nadaresuelvan ni emprendan, dejándolo todo a lainiciativa de los mayores, comprenderá lo queempleó Águeda de voluntad, maña y firmeza,hasta conseguir dinero y licencia para realizarsus planes... Fausto había volado ya a Madrid;el pueblo dormitaba en su modorra invernal, yÁgueda, levantándose cada día con la mismaidea fija, suplicaba, rogaba, imploraba a su ma-

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dre, a su padrino, a sus hermanas, sacando aaquélla una pequeña cantidad, a aquél un luci-do pico, a éstas de la alcancía los ahorros...,hasta juntar una suma, con la cual, llegada laprimavera, tomó el camino de la capital de laprovincia... Iba resuelta a arrancarse todos losdientes y ponerse una dentadura ideal, perfec-ta. Águeda era muy mujer, tímida y medrosa. Nose preciaba de heroína y la espantaba el sufri-miento. Un escalofrío recorrió sus venas, cuan-do, discutido y convenido con el dentista elprecio de la cruenta operación, se instaló en lasilla de resortes, y encomendándose a Dios,echó la cabeza atrás... No se conocían por entonces en España losanestésicos que hoy suelen emplearse para ex-tracciones dolorosas, y aunque se tuviese noti-cia de ellos, nadie se atrevía a usarlos, arros-trando el peligro y el descrédito que originaríael menor desliz en tal delicada materia. Tenía,pues, Águeda que afrontar el dolor con los ojos

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abiertos y el espíritu vigilante, y dominar susnervios de niña para que no se sublevasen anteel atroz martirio. Desviados, salientes y grandes eran sus dien-tes todos. Había que desarraigarlos uno poruno. Águeda, cerrando los ojos, fijó el pensa-miento en Fausto. Temblorosa, yerta de pavor,abrió la boca y sufrió la primera tortura, la se-gunda, la tercera... A la cuarta, como se viesecubierta de sangre, cayó con un síncope mortal. -Descanse usted en su casa -opinó el dentista. Volvió, sin embargo, a la faena al día siguien-te, porque los fondos de que disponía estabancontados y le urgía regresar al pueblo... Noresistió más que dos extracciones; pero al otrodía, deseosa de acabar cuanto antes soportóhasta cuatro, bien que padeciendo una congojaal fin. Pero según disminuían sus fuerzas seexaltaba su espíritu, y en tres sesiones másquedó su boca limpia como la de un recién na-cido, rasa, sanguinolenta... Apenas cicatrizadaslas encías, ajustáronle la dentadura nueva, me-

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nuda, fina, igual, divinamente colocada: doshileritas de perlas. Se miró al espejo de la fon-da; se sonrió; estaba realmente transformadacon aquellos dientes, sus labios ahora teníanexpresión, dulzura, morbidez, una voluptuosaturgencia y gracias que se comunicaba a toda lafisonomía... Águeda, en medio de su regocijo,sentía mortal cansancio; apresuróse a volver asu pueblo, y a los dos días de llegar, violentafiebre nerviosa ponía en riesgo su vida.

Salió del trance; convaleció, y su belleza, reflo-reciendo con la salud, sorprendió a los vecinos.Un acaudalado cosechero, que la vio en la feria,la pidió en matrimonio; pero Águeda ni aúnquiso oír hablar de tal proposición, que apoya-ban con ahínco sus padres. Lozana y adornadaesperó la vuelta de Fausto Arrayán, que se apa-reció muy entrado el verano, lleno de cortesa-nas esperanzas y vivos recuerdos de recientesaventuras. No obstante, la hermosura de Á-gueda despertó en él memorias frescas aún, yse renovaron con mayor animación por parte

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del galán los diálogos y los ventaneos y los pa-seos y las ternezas. Águeda le parecía doble-mente linda y atractiva que antes, y un fuegue-cillo impetuoso empezaba a comunicarse a sussentidos. Cierto día que, hablando con uno desus amigos de la niñez, manifestó la impresiónque le causaba la belleza de Águeda, el amigorespondió:

-¡Ya lo creo! Ha ganado un cien por cien desdeque se puso dientes nuevos.

Atónito, quedó Fausto. ¿Cómo? ¿Los dientes?¿Todos, sin faltar uno? ¡Cuánto trastorna lavanidad femenil! Y soltó una carcajada dehumorístico desengaño...

Cuando, años después, le preguntó alguienpor qué había roto tan completamente conaquella Águeda, que aún permanecía soltera yllevaba trazas de seguir así toda la vida, FaustoArrayán, ya célebre, glorioso, dueño del pre-sente y del porvenir, respondió, después dehacer memoria un instante:

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-¿Águeda...? ¡Ah, sí! Ahora recuerdo... ¡Porqueno es posible que entusiasme una muchachasabiendo que lleva todos los dientes postizos!... "Blanco y Negro", núm. 385, 1898.

Inspiración

El taller a aquella hora, las once de la mañana,tenía aspecto alegre y hasta cierta paz domésti-ca: limpio aún, barrido, no manchado por lascolillas y los fósforos, los fragmentos de lápizde color y el barro de las botas, con la alegre luzsolar que entraba por el gran medio punto, aca-riciaba los muebles y arrancaba reflejos a losherrajes del bargueño, a los clavos de asteriscode los fraileros, y a los estofados del manto dela gótica Nuestra Señora. La horrible caretanipona reía de oreja a oreja, benévolamente, yKruger, el enorme y lustroso dogo de Ulm,echado sobre un rebujo de telas de casulla, deli-ciosas por sus tonos nacarados que suavizaba el

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tiempo, dormitaba tranquilo, reservando susarrebatos de cariño, expresados con dentelladasy rabotadas, para la tarde.

Luchaba, desesperadamente Aurelio Rogelinstalado ante el caballete y el lienzo limpio,con una de esas crisis de desaliento que asaltanal artista en nuestra época sobresaturada decrítica y recargada con el peso de tantos idealesy tantas teorías y tantas exigencias de los senti-dos gastados y del cerebro antojadizo. ¿Quépondría en aquella tela rasa y agranitada? ¿Aqué expresión responderían las manchas de loscolores que aguardaban en fila, al margen de labruñida paleta, como soldados dispuestos aentrar en combate? Sentíase cansado Aurelio de"academias y estudios"; del eterno dibujar pordibujar, persiguiendo de cerca a la línea y alcontorno, sin saber para qué, con la falta definalidad del avaro que atesora, pero que nohace circular la riqueza. Aquella ciencia deldibujo, en que Aurelio se preciaba de habervencido y superado a todos sus compatriotas,

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tildados de malos dibujantes; aquel dominio dela forma, en tal momento, le parecería estéril,vano, si no podía

servirle para encarnar una idea. Y la idea laveía surgir como vapor luminoso, flotando antesus ojos soñadores, sin lograr que se concretasey definiese; así es que, descorazonado, no seresolvía a coger el lápiz.

¿Qué iba a haber? Dentro de un cuarto de horaaparecería el modelo, el eterno modelo; uno delos eternos modelos, mejor dicho. O el tagaroteaguardentoso, velludo y bestial; o la moza fla-menca y zafia, que dejaba en el taller olor abravía y a jabón barato; o el mozalbete achula-do, afeminado, el pâle voyou; serie de cuerposplebeyos y viciosos, cuya vista había llegado airritar los nervios de Aurelio hasta el punto deenfurecerle. ¿Dónde estaba la Belleza?

"La crearé sin modelo alguno -pensaba-; lasacaré de mi mente, de mis aspiraciones, de micorazón, de mi sensibilidad artística... "

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Pero a la vez que afirmaba este programa, sedaba cuenta, de que no podía realizarlo; que lesujetaban lazos técnicos, la costumbre idiota demirar hacia un objeto, la fidelidad escrupulosa,la impotencia para trasladar al lienzo lo que losojos no hubiesen visto y estudiado en realidad.

Así es que, cuando sonó la campanilla anun-ciando la llegada del modelo -segura a taleshoras- el pintor sintió un estremecimiento derepugnancia invencible.

"Hoy le despido", resolvió. Y, de mal talante,salió a abrir.

Hizo un movimiento de sorpresa. La personaque llamaba era desconocida, una joven, casiuna niña, representaba quince años a lo sumo.A la interrogación de Aurelio, respondió la mu-chacha dando señales de temor y cortedad:

-Vengo... porque me ha dicho tío Onofre, elCurda..., ¿no sabe usté?, pues que como estámuy malísimo..., y dijo que usté le aguardabapa retratarle..., le traigo el recao que no vendrá.

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-Bien, hija -contestó Aurelio satisfecho y comolibre de una carga-. ¿Y qué tiene tío Onofre? -Eso del trancazo -declaró la muchacha. En lacama está hace tres días, y paece que le hanmolío toos los huesos. Y como a pesar de que en apariencia estabacumplida la misión de la chiquilla, esta no sequitaba del marco de la puerta, el pintor, com-padecido, la apartó diciendo: -Pasa hija. Ven, te daré un poco de vino deMálaga... Entró la niña tímidamente, pero sin remilgosni dificultades, y ya en el taller, miró alrededorcon ojos asombrados, que expresaban el respetopor lo que no se comprende y un vago susto.De pronto sus pupilas tropezaron con un des-nudo de mujer; el de la mocetona flamenca yzafia, representada en una contorsión de mé-nade, sobre el mismo rebujo, de telas antiguasen que Kruger dormitaba ahora. Y Aurelio, queexaminaba a la chiquilla, ya fuera de la penum-bra de la antesala, con esa ojeada del artista que

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sin querer detalla y desmenuza, se echó atrás yse fijó lleno de interés. La palidez clorótica de laniña, al aspecto del "estudio de mujer", se habíatransformado en el color suave de la rosa quelas floristas llaman "carne doncella", pasandopoco a poco, mediante una gradación bien ca-racterizada, a tonos cuya belleza recordaba lade las nubes en las puestas de sol. Como si in-visibles ventosas atrajesen la poca sangre de lasvenas y las arterias a la piel, subieron las ondas,

primero rosadas y luego de carmín, a las meji-llas, a la frente, a las sienes, a toda la faz de lacriatura; y en el pasmo de su inocente mirar, yen la expresión de indecible sorpresa de su bo-ca, se reveló una belleza interior tan grande,que Aurelio estuvo a punto de caer de rodillas.

Nada dijo la niña; nada el pintor tampoco.Sólo cuando la oleada de vergüenza empezó adescender también, gradualmente, preguntóAurelio, tímido a su vez:

-¿Eres tú hija del tío Onofre?

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-No señor... Soy su ahijá. No tengo padre nimadre. -¿Con quién vives? -Con tío Onofre. -¿Le sirves de criada? ¿Trabajas? -Trabajo lo que puedo -fue la respuestahumilde-. Hay mucha necesiá... Si no fuera porlos señoritos que retratan a tío Onofre, no secomo saldríamos del apuro. Y ahora, con laenfermedá... Envalentonada por la dulzura con que Aureliole había hablado, prosiguió la niña: -Nos vamos a ver negros. En casa, señorito, nohay una peseta. Como tío Onofre tiene esa malcostumbre de la bebía... Si no es la bebía, hom-bre más bueno no se encuentra en to Madrí.Pero el maldito amílico..., que le tiene corroíaslas entrañas... Y como tío Onofre sabe que ustéy el otro señorito pintor que vive en el Pasajeson tan caritativos..., pues me dijo, dice: "Te vasallas, Selma, y que en igual de retratarme a mí,te retraten a ti por unos días..., porque al fin

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ellos lo que quieren es retratar a cualquierasinfinidá de veces..., y la guita que te la den poradelantao..., y a ver si nos remediamos." Contempló Aurelio al nuevo modelo que se leofrecía, con la mirada involuntariamente dura ycruel del chalán y del inteligente en el mercado.Al través de la pobre falda de zaraza y del rotocasaquillo, adivinó las líneas. Eran seguramenteadorables, delicadas y firmes a la vez, con lapureza del capullo cerrado y la gracia de lajuventud, que lo convertirá pronto en flor ga-llarda, de incitadora, frescura. La proporcióndel cuerpo, la redondez del talle, la eleganciadel busto, la gracia de la cabeza, todo prometíaun modelo delicioso, de los que no se encuen-tran ni pagados. Aurelio se regocijó. ¡Quizáestaba allí la inspiración de la obra maestra! Pero cuando iba a pronunciar el sacramental:"Desnúdate", el recuerdo de la ola de sangreinundando el rostro, ascendiendo hasta la fren-te y las sienes, borrando con su matiz de carmínlas facciones, le detuvo, apagando en su gar-

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ganta el sonido. Se sintió enrojecer, a su turno;le pareció haber cometido, allá interiormente,alguna acción vergonzosa. Y acercándose a laniña fue esto lo que le dijo: -Te retrataré; pero con la condición de que note retrate nadie más que yo. ¿Entiendes? pagodoble... No vas a casa de ningún otro señorito.Yo te daré dinero... Ahora hija mía..., para quete retrate..., te colocarás así..., así..., mirando aesa figura. ¿Quieres? Y, mientras las mejillas de la niña y a sus sie-nes virginales subía otra vez, ante el impúdicoy vigoroso "estudio" de la Ménade, la ola devergüenza, Aurelio, con nerviosa vehemenciaprimero, con pulso seguro después, manchabael lienzo bocetando su cuadro, "Pudor", que levalió en la Exposición el primer triunfo, unasegunda medalla. "Blanco y Negro", núm. 483, 1900.

Oscuramente

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La casuca, al borde del camino, separada de lacuneta por un jardín no mayor que un pañuelo,era simpática, enyesada, con ventanas pintadasde azul ultramar rabioso, y un saledizo de ma-dera que decoraban pabellones de rubias espi-gas de maíz. En el jardín no dejaban cosa a vidagallinas y el gallo, escarbando ellas con humil-de solicitud y él con arrogante desprecio; peroasí y todo, los rosales "lunarios" se cubrían definas rosas lánguidas, las hortensias erguían suscopos celestes, y un cerezo enorme, amanera-damente puesto por casualidad a la izquierdade la casa, daba fresca sombra. Aquella vistapodía ser asunto de país de abanico, y mejor sila animaba la presencia de la chiquilla alegre yreidora, en quien la vida amanecía con lozanosbrotes y florescencias primaverales. Huérfana era Minga, pero no había notado lasoledad ni el abandono, gracias a su hermanoMartín, que le prodigó mimos de madraza yprotección de padre. La niñez no siente nostal-

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gias de lo pasado cuando es dulce lo presente.Minga no recordaba el regazo maternal. EraMartín -solían repetirlo los demás mozos de laaldea, y no siempre con piadosa intención -como una mujer, El sabía amañar el caldo yarrimar el pote a la lumbre; él lavaba, torcía ytendía la ropa; él vendía en la feria la manteca,la legumbre, los huevos; él vestía y desnudabaa Minga mientras fue muy pequeña, y la toma-ba en brazos y la sonaba y desenredaba la vedi-ja de seda blonda, luminosa y vaporosa comoun nimbo de santidad... También la llevaba dela mano a la iglesia, porque Martín era algosacristancillo. Ayudaba al señor cura, y su vagaaspiración, si no hubiese tenido que dedicarse acuidar de su hermana, sería cantar misa, ador-nar mucho los altares, ponerle a su Virgen flo-res, colgarle arracadas deperlas. La condición de Martín, su índole afeminada ypulcra, se conocía en lo limpio de la casuca en-yesada y reluciente, en la ocurrencia de rodear-

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la de jardín, en el primoroso seto de cañas, en elvestir de Minga, siempre aseada y hasta enga-lanada con pañolitos de seda los días festivos, yen cierta cortesía humilde que Martín mostrabaa todos, a la gente de la aldea y al señorío, mul-tiplicando las fórmulas obsequiosas, los "vayancon salud" y los "Dios los acompañe". No hubosombrerón de fieltro menos pegado a la cabezaque el de Martín, ni rapaz más enemigo de pa-rrandas y tunas, ni que así aborreciese el ciga-rro y la perrita, ni que con tal premura se esca-bullese del atrio o de la robleda al presentir queiba a armarse "una de palos". Rozándole o em-pujándose pasaban las mozas jaraneras y com-prometedoras, que en todas partes las hay, yMartín no apartaba los ojos del suelo. Única-mente sonreía a las muchachas cuando ellascogían por banda a Minga y la hartaban de ros-quillonas,

duras, como guijarros, o de zonchos fríos, o decaramelos pringosos. La cuerda de aquel cariñofraternal, casi paternal por la diferencia de eda-

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des, era lo que vibraba en Martín con vibracio-nes hondas, con latidos de corazón inmenso.

¡Qué rechifla se levantó en la aldea al sabersecómo Martín había caído soldado! ¡Soldadoaquella madamita, aquel miedoso, aquél quesabía coser y planchar y lavar como las hem-bras! ¡Aquél que ni gastaba navaja, ni bisarma,ni una triste vara aguijadora! No hubo quien nose riese: los viejos con bocas desdentadas, lasmozas con bocas frescachonas de duros dientes.Sin embargo, prodújose la reacción. Los pobrestienen prójimo, las comadres de la aldea, lasque han enviado hijos al servicio del rey, sonpiadosas. Y al ver a Martín tan pasmado, tanalicaído, tan encogido de alma, las buenas co-madres probaron a consolarle a su modo conpalabras de resignación, de esperanza quiméri-ca, fantaseando intervenciones de santos y mi-lagros sin pizca de verosimilitud. Martín aga-chaba la cabeza, cruzaba las manos, miraba aMinga y callaba... Él sabía que era forzoso ir, nosólo al cuartel, sino a algo más terrible, que no

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se explicaba, que tenía para él mucho de miste-rio y más de horror,

de eso que se ve en las ansias de la pesadilla...¡La guerra...! ¡La guerra lejos, lejísimos..., másallá de los mares!

Pasábamos una tarde por delante de la casu-cha, y el señor cura, que nos acompañaba, seña-ló hacia la cerrada puerta, el jardín comido porlas ortigas y zarzales, el balcón sin sus ristras deespigas, todo solitario y muerto, con esa muertede los objetos que indica la ausencia del espíri-tu, de la actividad humana, vivificadora, ¡Ay!El señor cura no se consolaba de la falta deMartín. ¿Dónde encontraría otro así para ayu-dar a misa, encender y despabilar velas, doblary guardar las vestiduras, otro madamita igual,mañoso, dócil, bien hablado, bien mandado?...¡Y pensar que se lo habían llevado a pelear conlos negros! ¡Qué cosas! ¡Qué desdichas!

-¿Y la niña, la hermanita? -pregunté recordan-do una cabeza con aureola de rizos alborotados

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de un rubio blanquecino, una risa infantil, unoslabios de cereza, unos ojos celestes.

-¡La niña! -repitió el cura-. ¡Esa..., ya ni seacuerda de tal hermano! La recogió la taberne-ra, ¿no sabe?, la mujer del Xuncras..., y como notiene chiquillos, están con ella que no atinandonde la pongan. Hay criaturas así, que sonhijas de la suerte. Figúrese lo que le esperaba ala chiquilla. O meterse a servir (¿y de qué sirveuna criada de once años?), o ir al Hospicio, odedicarse a pedir limosna... Y por cuánto lavíspera de la marcha de Martín, al pobre rapazle tienta Dios a entrar en el tabernáculo delXuncras para echar unos vasos y quitarse lasmelancolías; y le sacan vino, y caña, y bala rasa,¡yo que sé!, y a los pocos tragos -como él nuncalo cataba- se le sube a la cabeza y rompe a llorary a gritar y a decir que le daba el corazón queno volvería y que Minga se moriría de necesi-dad... Y resulta que la tabernera, un corazón demantequilla de Soria, también suelta el trapo, se

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le agarra al cuello y le ofrece cargar con Minga.El marido se oponía; pero lamujer le convenció de que allí se necesitaba unarapaza para fregar los vasos y barrer... Y quienfriega y barre es la tabernera, y Minga está co-mo la reina, mano sobre mano y bien regalada,y riéndose y cantando... Es alegre como unaspascuas. ¡Buen cascabel se prepara ahí! ¡Si dagrima ver aquella cara tan satisfecha y al mis-mo tiempo la ropa de luto! Y al notar, mi sorpresa, el cura prosiguió: -¿No lo sabía? ¡Claro que sí!, al instante... Sifuese un holgazán, un vicioso, un quimerista,un bocarrota, aquí volvería sano y salvo... Co-mo era tan modosiño y doblaba tan bien lascasullas, ¡duro en él! Fue una de esas cosas depronto, sin chiste... Una emboscada, una tram-pa en que cayó el destacamento. Lo supe porcarta que se recibió en Marineda, de un sargen-to que escapó con vida. Diez o doce murieron yentre ellos Martín. No lo trajeron los periódicos;¡si fuesen a traer las menudencias!... A Martín

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le saltaron a la cara dos negrotes. Lo particulares que aseguran que se defendió como una fie-ra. Estoy por no creerlo. ¡Pobre madamita! Mi-lagro si no se puso de rodillas a que le perdo-nasen. El sargento parece de Sevilla. ¿Pues nodice que Martín envió al otro barrio a uno delos mambises, que era un animal atroz? ¿Y nocuenta que casi podría con el segundo, y si nofuese porque tropezó y resbaló y el otro se leechó sobre el cuerpo y con todo el peso, lo aca-ba? ¡Bah,bah! El asunto es que a Martín... Un gesto expresivo, una mano girando conrapidez alrededor de la garganta, completaronla frase. -Y aún ayer apliqué por él la misa -añadió elseñor cura cuando ya doblábamos el pinar. "Blanco y Negro", núm. 494, 1900.

El ahogado

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Atacado de hipocondria y roído de tedio; can-sado del mundo, de los hombres, de las muje-res y hasta de los caballos; agotados los nerviosy vacía el alma, Tristán decidió morir. ¡Buenofuera quedarse, porque sí, en un mundo tanpatoso y de tan poca lacha; un mundo en quelos goces se resuelven en bostezos, y en desen-cantos las ilusiones! Acabar de una vez; dormirun sueño que no tuviese el contrapeso del des-pertar probable. Y Tristán, resuelto ya a la ac-ción, empezó a pensar en el "modo".

La verdad ha de decirse: el pícaro "modo" eracomo un hueso que se le atragantaba a Tristán.Entre el sincero deseo de dejar la vida y el actode quitársela media un solo movimiento; ¡peroqué movimiento, señores! Comparado con este,parece fácil el de levantar en peso una monta-ña... Las indecisiones de Hamlet, tortas y panpintado en comparación con las de muchosinfelices hijos de este siglo, a un tiempo codi-ciosos y temerosos del no ser. Ni pizca de co-barde tenía Tristán; pero el valor no es cantidad

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fija; hay quien no teme a un león, y se ponepálido al ver a una cucaracha. Nervioso, deimaginación cruel, Tristán se horripilaba delinstante fugacísimo en que la bala del revólverdestrozase la masa de su cerebro, o la cuerdaestrujase brutalmente su garganta. Por extrañacontradicción convencido del aniquilamientofinal, hasta le preocupaba lo que sucedería"después" a su cuerpo, y veía la escena póstu-ma, el grupo formado alrededor de su cadávery oía las frases

triviales, las inevitables reflexiones lastimosasde amigos y sirvientes, todo ello ridículo, semi-grotesco, parodia de algo trágico y grande norealizado. Su buen gusto se sublevaba contrasemejante final, "Morir, si; pero sin dar espectá-culo; irse de la vida como quien se retira de unsalón, discretamente." Maduro el propósito,Tristán discurrió que el lugar más oportuno deponerlo por obra era un viejo castillo que pose-ía a orillas del mar. Recogiéndose allí algúntiempo, la sociedad, si al pronto extrañaba su

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falta ya le habría olvidado cuando sucediese loque debía suceder... El caso era no dejar rastro alguno. "Como ave-rigüen Perico Gonzalo y Manolo Lanzafuertemi paradero, allí se descuelgan a pretexto decazar o pescar...". Y rodeó su último y solitarioviaje del complicado misterio propio de otrasescapatorias más gratas. "Creerán que mi fugatiene cómplice...", se dijo a si propio, con irónicatristeza, el futuro suicida. Al verse en el castillo, antiguo solar de su fa-milia, Tristán comprendió que no cabía mejorfondo para el sombrío cuadro que intentabapintar. Las abruptas montañas, las renegridaspiedras, los paredones que la hiedra asaltaban,la costa erizada de escollos, la playa siempreazotada por el recio oleaje, la torre donde ani-daban lechuzas y búhos, respiraban desolacióny fúnebre melancolía. Acrecentaba el horror delpaisaje la estación, que era la del equinoccio deotoño con sus furiosas tempestades y los fre-cuentes naufragios por la niebla, empujadas

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por el temporal, venían a encallar y a deshacer-se en los traidores bajíos de la Corvera, próxi-mos a la playa que se extendía a los pies de laresidencia de Tristán. El incesante y ronco mu-gido del oleaje; el horizonte cerrado en brumaso surcado por lívidas exhalaciones; la tierraempapada en agua; el arenal sembrado de des-pojos, tablas y barricas, cuando no de cadáve-res, armonizaban tan bien con el estado deánimo y los proyectosde Tristán, que decidió buscar reposo en elfondo de las aguas, haciendo creer que le habíaarrebatado una ola. Y para familiarizarse con laidea, bajaba a la playa diariamente, sintiendoque se apoderaba de su alma el vértigo de lodesmesurado y la atracción del hondo abismo.Su plan de suicidio se concertaba aprisa, y se leagarraba al espíritu de tal manera, que ya so-ñaba con él lo mismo que se sueña con la pri-mera cita de una mujer hermosa y adorada. Una tarde de horrible tempestad, en el que elhuracán sacudía las veletas del castillo y retor-

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cía los árboles, desmelenando locamente el ra-maje, creyó Tristán que era llegado el momentode ejecutar su determinación, y descendió, o,mejor dicho, se despeñó al arenal, luchando abrazo partido con el viento y alumbrado por elrepentino fulgor de los relámpagos. Uno queencendió el horizonte le mostró, sobre la crestade enorme ola, algo que podía ser o profecía oimagen fiel de su destino: era el cuerpo de unhombre, un ahogado que, flotando, venía a serdespedido contra los escollos. "Me pondré unbuen peso a la garganta para no sobrenadar",calculó Tristán al divisar al muerto que se acer-caba; y dos minutos después, la ola gigantesca,rompiéndose en las rocas a flor de tierra ya,depositaba sobre la arena al ahogado.

Tristán se precipitó hacia él por instinto, y,alzando el cadáver, lo arrastró hacia el fondodel arenal, reclinándolo en una peña. A la cla-ridad macilenta del poniente pudo observarque era un hombre joven y robusto. "¡Cuántohabrá luchado éste -pensó- para evitar lo que

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yo busco a todo trance!" Palpó el torso desnu-do, magullado por las piedras, y no creyó ad-vertir en él la rigidez de la muerte. Hasta lepareció percibir un resto de calor vital. Sintióuna sacudida eléctrica. "¡Vive! ¡Este hombrevive aún!" Temblando de emoción, recordandolos primeros socorros que deben prestarse a losahogados, colocó al hombre con la cabeza alta,le inclinó hacia el lado derecho y le sacudióreiteradamente hasta que hubo arrojado unchorro de agua por la boca. Volvió a hincar lapalma sobre la tetilla izquierda, y creyó notarun débil latido del corazón, que le hizo exhalarun grito de alegría. Con sobrehumano vigor,cargando a hombros el cuerpo inerte, se lanzópor la cuesta que trepabaal castillo. El peso era grande; a mitad de lacuesta, notó Tristán que la respiración le falta-ba; detúvose un instante, y con doblados bríossiguió después, sin detenerse hasta soltar alahogado en la cocina del castillo, donde ardíaun buen fuego de leña.

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-¡Pronto! -gritó Tristán a sus servidores-. Ven-gan mantas; a calentar ladrillos y a llenar bote-llas de agua hirviendo; a traer un colchón. ¿Hayaguardiente?

Y mientras corrían para facilitarle lo que re-clamaba, Tristán, inclinado sobre el cuerpo,veía con inquietud la azulada palidez del ros-tro, señal cierta de la asfixia, y creía que la chis-pa de vida, la débil llama, iba a extinguirse."Hay que intentar el gran remedio." Y con másilusión que nunca había probado al acercar suslabios a los de ninguna mujer, pegó su boca a laboca yerta del ahogado, acechando el primersoplo de aire, mientras sus manos fuertes yelásticas oprimían rítmicamente el esternón y elvientre, provocando, por medio de enérgicastracciones, la respiración artificial. Palpitante deesperanza y de caridad, se regocijaba cuando ala boca fría asomaban buches de agua amarga,mezclados con impurezas. ¿Si era que ya pene-traba en los pulmones el aire bienhechor? Desúbito percibió bajo sus labios un estremeci-

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miento ligero; no cabía duda: ¡el hombre respi-raba! Afanoso, redobló la espiración, enviandoaquella onda tibia que era la existencia, la resu-rrección, lasalvación del moribundo... Y así que el rostrode éste se coloreó ligeramente, así que se entre-abrieron sus párpados, Tristán, rendido, sindarse cuenta de lo que hacía, cayó de rodillas,cruzó las manos, y dos lágrimas pequeñas, dul-ces, frescas, se descolgaron de sus lagrimales... A estas horas, Tristán no se ha suicidado, ni esde creer que piense en suicidarse. ¿Consistiríaen que apreció la vida cuando la dio envueltaen su aliento? ¿Será que el tedio se disipa con laprimera buena obra, como el fantasma al cantodel gallo? "Blanco y Negro", núm. 402, 1899.

El molino

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Desde lejos no lo veríais, por que lo tapa den-sa cortina de castaños y grupos de sauces ymimbreras, cuyo fino verdor gris armoniza conla pálida esmeralda del prado. Pero acercaos, yos prende y cautiva la gracia del molino rústico;delante la represa, festoneada de espadañas,poas, lirios morados y amarilla cicuta; la repre-sa, con su agua dormida, su fondo de limo enque se crían anguilas gordas y cuarreadorasranas; luego, las cuatro paredes blancas de lacasuca, su rojo techo, su rueda negruzca quebate el agua con sordo resuello y fragor... Y enla puerta, de pie, con las abiertas palmas apo-yadas en las macizas caderas, iluminado el mo-reno rostro por los garzos ojos y los labios deguinda, empolvado a lo Luis XV el revueltopelo rizoso, divisáis a Mariniña, la molinera,que mira hacia la vereda del soto, esperanzadade que no tardará en asomar por ella ChintoMoure...

Para ir al molino jamás faltan pretextos; siem-pre hay un ferrado de millo, un saco de trigo

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que moler con destino a la hornada de la sema-na. Los de la aldea ya lo saben: Chinto está dis-puesto a desempeñar la comisión, dando lasgracias encima. Provisto de una aguijada conque pica a su caballejo y de un luengo "adival"para amarrarle los sacos al lomo; descalzo enverano, calzado en invierno con gruesos borce-guíes de suela de palo, Chinto emprende sucaminata desde la parroquia de Sentrove hastael molino de Carazás, por ver un rato a Marini-ña y gustar con ella sabroso parrafeo, entre elrevolar de las finas nubes del moyuelo y la mú-sica uniforme del rodicio que tritura el granoincesantemente.

¿Por qué, si tenían sus pensares tan juntos ysus corazones tan allegados como la blancamuela y el rubio maíz, no disponían casarse laMariniña y el Chinto? Nadie lo ignoraba en laparroquia: Chinto no había entrado aún ensuerte; y su terror del cuartel y del uniforme eratal, que si le tocaba un mal número, había re-suelto largarse a la América del Sur en el pri-

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mer barco que del puerto de Marineda saliese...Y aún por eso se burlaban y hacían chacotalarga de Mariniña los mozos de Carazás y losde las circunvecinas parroquias, anunciándoleque con un amante y esposo tan cobarde y apo-cado, mal defendidos andarían el día de maña-na la mujer y el molino, mal cobradas las ma-quilas, mal reprimidos los intentos de retozocon la frescachona y rozagante molinera.

El exterior de Chinto no puede negarse queprestaba fundamento a estas suposiciones yaugurios del porvenir. De estatura mediana,esbelto, con una cabeza ensortijada semejante ala de los santos del retablo de la iglesuela ro-mánica en que oyen misa los de Carazás, Chin-to parecía linda doncella disfrazada con hábitode varón; su voz era suave; su acento, humilde;sus modales, tímidos y corteses. El trabajo delcampo no había sido bastante para curtir supiel, y al entreabrirse su camisa de estopa des-cubría un blanco cutis, raso y terso, una dulceseda que enloquecía a Mariniña... Porque con-

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viene saber que la molinera, aquella moza re-suelta y enérgicamente laboriosa, "una loba",como decían las comadres del rueiro, se enter-necía, se bababa de gusto, se moría, en fin deamor por el mozo delicado y aniñado -hastaafeminado podría decirse- que todas las nochesandaba y desandaba la vereda del molino.

No es que a Mariniña le faltasen otras propo-siciones. Al contrario: mujer más rondada ypretendida no existía en tres leguas a la redon-da, desde la orillamar y los puertecillos de pes-ca que bañan las plateadas ondas de la ría, has-ta los cerros de Britón, donde empiezan a er-guirse los rudos peñascos célticos entre som-bríos pinares. No consistía tanto en las turgen-tes formas y las floridas mejillas de la molineracomo en el maldito señuelo de la molienda, enla complicidad del rodicio, en la familiaridadde la maquila. En la aldea no hay "Casinos" ni"Veloces" no se sabe qué sean un sarao ni unraou; pero no os fiéis; lo que pasa en la corteentre paredes vestidas de seda, ocurre allí en el

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atrio de la iglesia a la salida de la misa mayor,en la "desfolla", en el campo de la romería o enlas noches del molino...

Sobre todo en las noches del molino; en vera-no, a la clara luz de la luna; en invierno, a ladudosa claridad de la candileja de petróleo,conciértanse las voluntades y se teje la guirnal-da de amapolas y manzanilla del rústico amor.La brisa, la aglomeración del trabajo, obligan amoler la noche entera, y esperando su saco sejuntan allí rapaces y rapazas, cruzando coplasde enchoyada, vivo diálogo galante, de finezasy desdenes, de sátira y picardía, que a vecesacompaña la pandereta en argentino repique. Yen la atmósfera caldeada del "salón" campesino,Mariniña reina y atrae las voluntades: ya arisca,ya risueña; pronta a la chanza; instantánea enreprimir a los obsequiadores desmandados ysueltos de manos en demasía; activas y fuerteen el trabajo, animosa y de recios puños paraerguir el saco lleno o ayudar a descargarlo y avaciarlo..., no hay mozo, de los que al molino

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concurren, que no piense en la molinera, y no leprofese ojeriza y tirria a Chinto, murmurandode élcon frases despreciativas e irónicas: "¡Vaya ungusto raro, ir a antojarse de aquel papirrubio,de aquella madamita, a quien le venían las sa-yas antes que el calzón! ¡Uno capaz de desfon-darse de miedo a la idea de servir al rey! ¡Unoque hasta no fumaba, ni gastaba navajilla ni"echaba palabras", ni el día de la fiesta cataba elaguardiente! ¡Un "papulito" que nunca habíaarrimado un palo a nadie, ni sabía romper unacabeza a golpe de bisarma! La rabia de los desairados pretendientes co-ntra el afortunado Chinto les inspiró una ideadiabólica. Entraron en la conjura Santiago deAndrea, Mingos el de Sentrove, Carlos Antelo,Raposín... la "trinca" de calaverones de monteraque solían recorrer las aldeas en son de parran-da y tuna, pegando atruxos retadores y arri-mándose a la cancilla de las raparigas casaderaspara disparar coplas picantes... Sucedía esto

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allá por noviembre, cuando la senda que guíaal molino se empapaba en rocío glacial, y lascaídas hojas de los castaños formaban mullidotapiz, y los cendales de la niebla, envolviendoel paisaje en velo espeso, dejaban entrever lassiluetas descarnadas de los árboles, parecidas aespectros de luengos brazos. Sabedores los conjurados de que Chinto pasa-ría en dirección al molino a eso de la medianoche, envolviéronse en blancas sábanas, en-casquetáronse en la cabeza ollas con un par deagujeros cada una, y dentro, sendos cabos devela de sebo; retorcieron haces de paja, y seapostaron en la linde del castañal, a la hora enque la luna se esconde y el mochuelo saluda alas tinieblas con su queja lúgubre. Tardaba Chinto en llegar; no se oía rumor al-guno en el sendero, sino a lo lejos el sollozo delmolino, y el frío y la impaciencia producíanhonda desazón en los conspiradores. Al princi-pio habían reído y bromeado, celebrando laocurrencia, que era, como ellos decían, "una

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pava" preciosa. Remedar una procesión de fan-tasmas, de almas del otro mundo, la fúnebre"compaña", encender el cabo de sebo y loshaces de paja y desfilar así ante el medrosoChinto..., ¡para reventar de risa! Pero transcu-rría la vigilia; el rocío, lento y helado, impreg-naba los huesos; y a lo lejos fanfarroneaba elcántico del gallo..., y ni señales de Chinto. Em-pezaban a deliberar si convendría retirarse, atiempo que allá, de lo oscuro del bosque, salióun gemido, una queja sobrenatural. Otra quejamás doliente, si cabe, respondió a la primera, ylos cabellos de los conspiradores se erizaron aldivisar dos blancos bultos que surgían de entrelos castaños y avanzaban lentamente con sepul-cral majestad. Los

más, remangando el sabanón, echaron a correr;Mingos, el de Sentrove, cayó accidentado; Car-los Antelo se postró de rodillas y empezó a con-fesarse y pedir perdón de sus culpas; Santiagode Andrea fue el único que quiso arremetercontra los aparecidos; y lo hiciera si una pedra-

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da certísima, dándole en mitad de la frente, nole tumba en el suelo, medio muerto de veras... Sábese todo en las aldeas, y a vueltas de milsupersticiosas invenciones y cuentos de "tras-nos" y brujas, se averiguó la verdad, y se sola-zaron en el molino a expensas de los burladosburladores. Porque era la avisada y traviesaMariniña, y era Chinto, por ella prevenido yaleccionado, quienes, con el disfraz de fantas-mas y con un buen fragmento de cuarzo de lacarretera habían dispersado la hueste y santi-guado al de Andrea, el más terco de los ronda-dores que a la molinera asediaba. La rabia, eldespecho, la vergüenza inspiraron al mozo unansia terrible de vengarse, y de vengarse dondetodos lo viesen, a la faz de la parroquia. Resol-vió, pues, la primera noche que en el molinoestuviese reunida gente bastante para servir detestigos, desafiar a Chinto y sentarle la mano abofetadas y coces, hasta desbaratarle. A tiempo que con tan sañudos propósitos en-traba en el molino Santiago (pocos días después

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de Reyes), hallábanse Mariniña y su mozo ocu-pados en colocar un saco de harina, riendo tier-namente cuando sus dedos se tropezaban o susrostros se aproximaban, en el calor de la tarea.Al punto conoció la molinera que el desdeñadoy apedreado galán venía pendenciero, y condisimulada seña ordenó a Chinto que se apar-tase. La angustia y el temor de que pudiesenllegar los desquites a poner en riesgo la vida deChinto, prestaron a Mariniña en aquel instanteuna rapidez de concepción y una energía deacción mayor aún de la acostumbrada. Enca-rándose con Santiago, y riendo y provocándole,le propuso loitar.

Esta costumbre de la lucha, que ya va desapa-reciendo, subsiste aún en algunas comarcasgalaicas, resto quizá de un estado social belico-so en que la mujer combatía al lado del varón.Luchan todavía las mozas entre sí, y hasta desa-fían al mozo, degenerando entonces la batallaen deleitable juego. Pero desde el instante enque Santiago -cuya sangre ardía en tumultuosa

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ebullición- se arrodilló frente a Mariniña, tam-bién arrodillada, comprendió por instinto queaquella lucha no sería como otras; que iba deveras. Sólo con ver el movimiento de la moza alarremangarse, el brillo de sus ojos orgullosos, larigidez de su talle, la dura barra de su entrece-jo, se adivinaba la loita seria, en que se trata dederrengar al contrario, empleando todo el vigorde los músculos y toda la resolución del alma.

Mientras Chinto, pálido y tembloroso, se aco-gía a un rincón, los adversarios se asían de lasmanos, poniendo en tensión el antebrazo yacercándose hasta mezclar el afanoso aliento.Mozos y mozas, en corro, se empujaban por vermejor, apostaban y discutían. Santiago desple-gaba plenamente su fuerza, al notar que Mari-niña, por momentos, le dominaba el pulso. Rojoel semblante, sudoroso el cutis, pugnaba el ra-paz, en tanto que la amazona, firme y recia,sostenía su empuje ganando terreno. Tenerlaasí, tan cerca turbaba a Santiago, quitándole elsentido; y ella, indiferente, atenta sólo a vencer,

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aprovechaba el trastorno de su adversario, einsensiblemente se le imponía. Al fin giró en elvacío la muñeca derecha del varón; doblóse elbrazo; el izquierdo también cedió al pujanteimpulso de la mujer..., y Santiago, dando el"pinche", fue lanzado hocico contra tierra, suje-tándole la triunfante Mariñina que sin piedad,le hartaba de mojicones, le molía a puñadas enla nuca y en loslomos, le refregaba el rostro en el salvado y laharina que cubrían el piso, y no le permitía le-vantarse hasta que se confesaba rendido, ven-cido, dispuesto a aceptar la paz bajo cualquiercondición que se le ofreciese. Apenas se alzó Santiago, magullado, enhari-nado y con careta, Mariniña le sacó a la represadel molino, donde, mojando su delantal le lavóella misma la cara. Y mimosa y dulce, como essiempre la gallega, por forzuda y briosa que lahaya criado Dios, dijo a su enemigo derrotado: -Por la madre que te ha parido no me has deespantar a Chinto, "pobriño", que el infeliz no

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sirve para hacer "barbaridás" como tú y más yo,y es un santo, sin mala intención, que con susangre se pueden componer medicinas... Y si éles medroso, yo soy valiente, diaño... Y no he decasar más que con él, y si cae soldado, se vendeel molino y se compra hombre... Si me tienesley, Santiaguiño, con Chinto no te metas... ¿Pa-labra? Suspiró el mozo, y acaso no sería porque ledoliesen los arañazos ni los chichones, miró aMariniña, toda roja aún de la lucha; le dio uncachete familiar, de cariño y resignación, y res-pondió lacónicamente, secándose con el picodel mandil que no se había humedecido en larepresa: -Palabra. La Ilustración Artística, núm. 940, 1900

Aventura

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La señora de Anstalt, mujer de un banqueroopulentísimo, nerviosa y antojadiza, agonizabade aburrimiento el domingo de Carnaval, des-pués del almuerzo, a las dos de la tarde. ¡Quéhoras de tedio iba a pasar! ¿En qué las emplea-ría? No tenía nada que hacer, y la idea de man-dar que enganchasen para dar vueltas a la noriadel eterno Recoletos, contestando a las insipi-deces o humoradas de los tres o cuatro mucha-chos de la crema que acostumbraban a destro-zar su landó tumbándose sobre la capota; laperspectiva del bolsón de raso pitado, lleno decaramelos y fondants; lo manido y trivial de ladiversión, le hacía bostezar anticipadamente.¿Se decidiría por la Casa de Campo o la Mon-cloa? ¡Qué melancolía, qué humedad palúdica,qué frío sutil de febrero, de ese que mete en lostuétanos el reuma! No, hasta abril la naturalezaes avinagrada y dura. "¡Lástima no ser muydevota! -pensó Clara Anstalt-, porque me refu-giaría en una iglesia... "

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Mujer que se aburre en toda regla, y no es de-vota, y es neurótica a ratos, está en peligro in-minente de cometer la mayor extravagancia.Clara, de súbito, se incorporó, tocó el timbre, yla doncella se presentó; al oír la orden de suama hizo un mohín de asombro; pero obedecióen el acto, sin preguntas ni objeciones de nin-guna especie; salió y volvió al poco rato, tra-yendo en una cesta mucha ropa doblada. -¿Está usted segura, Rita, de que es la libreanueva, la que no se ha estrenado aún? -¡Señora! Como que ni la ha visto Feliciano: latrajo el sastre ayer noche; la recogí yo de manodel portero, y pensaba entregársela ahora... -Que no sepa que ha venido. Deje usted esacesta en mi tocador, y vaya usted a comprarmeuna cabeza entera de cartón, la más fea y la máscómoda que se encuentre.. Una que no me im-pida respirar... ¿El señor ha salido ya? -Hace un rato. -Pues todo en silencio, chitito..., ¿eh?

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Regresó Rita prontamente, con sobrealiento;Clara se impacientaba, corría de aquí para allí yreía en alto, como los niños cuando se prome-ten una diversión loca, incalculable. Encerrá-ronse en el tocador ama y criada, y ésta recogióa aquélla el sedoso pelo, y le calzó las botas decampaña del lacayito, después de vestirle elcalzón de punto y la levita corta, y ceñirle elcinturón de cuero. Por último, afianzó en sushombros la careta enorme. Desfigurada así, con la vestimenta que seadaptaba perfectamente a sus formas gráciles,esbeltas y sin turgencias, parecía un señoritofino que por ocultarse mejor ha pedido presta-da la librea del mozo de cuadra. Clara brincó de júbilo. La asaltó la idea de sipodrían maltratarla, y pensó llevar un arma;pero recordando una frase favorita de su mari-do: "No hay bala que alcance como un billete demil", sacó de su secrétaire bastante dinero y loechó en el fondo de un saco de brocatel, cu-briendo la boca con una capa de confetis y es-

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carchadas violetas. "Saldré por las habitacionesdel señor al jardín. Traiga usted la llave y miresi anda alguno que me vea". Y ya en la verja,que caía a una calle solitaria, Clara, una vezmás, se volvió hacia Rita aplicando el dedo alos labios de cartón, como si repitiese: "¡Silen-cio!"

Al verse en la calle, primero anduvo muyaprisa; después acortó el paso, saboreando suregocijo. ¡Verse libre, sola, ignorada, perdidaentre la multitud, sin trabas ni convencionessociales; dueña de ir a donde quisiese, de entre-tenerse en un espectáculo nuevo y original, elde la gente pobre, el populacho, en cuyo oleajeempezaba a sumergirse! En efecto; encontrába-se Clara a la entrada de la calle de Génova, pordonde descendían hacia el paseo de coches abi-garrados grupos, una corriente no interrumpi-da de gentuza, que arrastraba pilluelos y mas-carones desharrapados. Envueltas en la raídacolcha y enarbolando la destrozada escoba o elpelado plumero; embutidos en la lustrina ver-

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de, colorada o negruzca de los diablos rabudos;ostentando la blusita del bebé o agitando a cadamovimiento millones de tiras de papel de colo-rines chillones que de arriba abajo los cubrían,los mascarones pasaban alegres y bullangueros,charlando en falsete, requebrando a las chulasde complicadomoño, literalmente oculto bajo una densa capade confetti multicolores, que volaban en derre-dor a cada movimiento de la airosa cabeza.Algunas de aquellas mocitas de rompe y rasga,al pasar cerca de Clara, tomándola, como eranatural, por un lacayito atildado y mono, laprovocaban, la requebraban con pullas pican-tes. Clara se reía; no recordaba haberse diverti-do tanto desde hacía muchísimo tiempo. La animación del Carnaval callejero se le subíaa la cabeza, como se sube el mosto ordinario,pero fresco y vivo, de una fiesta popular. En-contraba el día hermoso, la vida buena, y unaire de primavera, al través de los agujeros dela máscara, acariciaba su boca y sus ojos. "Si lo

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saben y me despellejan" -pensaba-, "peor paraellos. Yo habré pasado una tarde encantadora.Ahora me acerco al paseo y me entretengo eninsultar a todos mis amiguitos y amiguitas...¡Valientes infelices!... Allí estarán aguantandojaquecas y comiendo pato..." Cuando discurríaasí, una vocecilla aguda resonó a sus pies, yunas manos débiles y tenaces se agarraron a susbotas. -Oye, tú..., dame una limosna, por amor deDios, que tengo mucha hambre. Clara bajó la vista. Cien veces había oído elmismo sonsonete, y una moneda de cobre bas-taba para desembarazarla del mendiguillo. Éstese me pega como una garrapata -pensó-. Notiene ganas de soltarme". Sacó del bolsillo dellevitín una peseta y se la presentó al niño. Es-peraba una expresión de júbilo, frases truha-nescas y desenfadadas, de esas que saben decirlos pordioserines del arroyo... Con gran asombro vio que el chico, al tomar lapeseta, cogía aprisa la mano del supuesto laca-

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yo y la besaba humilde. Una especie de ver-güenza y de pena desconocida hasta entoncespenetró en el alma de la opulenta señora deAnstalt. ¡No había pensado nunca que con unapeseta -cantidad para ella sin valor apreciable,como para otros el céntimo- se podía hacer bro-tar un chorro de agradecimiento tan ardoroso ytan espontáneo! Bajó los ojos trabajosamentecon el estorbo de la cabeza de cartón, y, toman-do al chico en brazos, le alzó en vilo. -Pequeño, ¿de quién eres hijo? A ver. -De nadie -contestó el pilluelo. -¿Cómo es eso? ¿De nadie? ¿No tienes padre? -No lo sé..., no lo conozco. -¿Y madre? -Sá muerto hace ocho días de una enfermedadmuy mala. -¿Y tú? -A mí... querían llevarme al asilo; pero meescapé, y ando así por la calle. De noche memeto en el rincón de una puerta... De día pidolimosna.

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Clara reflexionó un momento. Después dejóen el suelo al chico, y le acarició la cabeza con lamano. -Te quieres venir a una casa donde te darán decomer y dormirás en cama buena y caliente? El chiquillo, al pronto, no respondió. Precozinstinto de independencia absoluta se alzabasin duda en su espíritu, y las ventajas materia-les del ofrecimiento no le tentaban; sin duda, suendeble pescuezo advertía la molestia del yugo,y sus manos descarnadas, vivo testimonio de lamiseria fisiológica de un organismo sometido alas privaciones, se rebelaban contra los grillos ylas esposas que pretendían ponerle en nombredel bienestar... Mientras dudaba y se sentíainclinado a escaparse corriendo, a fin de que nole llevasen a ningún lugar que tuviese techo yparedes, la mano de Clara, despojada del rudoguante, suave, femenil, halagaba el pelo enma-rañado y golpeaba amorosa las escuálidas meji-llas del granuja... Y este, magnetizado de pron-to, exclamó:

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-Vamos, vamos a esa casa..., ¡si estás tú en ella! A la efusión el chico respondió inmediatamen-te, como un chispazo eléctrico al contacto de losalambres, el impulso ardoroso, irresistible, ma-ternal, de la señora, que volvió a coger en bra-zos al pequeño, y no pudiendo besarle, le apre-tó contra su corazón. -Sí, hijo mío... Estaré... ¡Verás cómo he de que-rerte!

Para que la resolución de Clara sea más meri-toria, el mundo la ha calumniado, suponiendoque la criatura que recogió y que tan cariñosa-mente cuida y educa es un hijo hurtado, uncontrabando doméstico. ¿Qué le importa a Cla-ra? Ya no bosteza de tedio ninguna tarde delaño. "Blanco y Negro", núm. 406, 1899.

El oficio de difuntos

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-¿Creé usted -me preguntó el catedrático deMedicina- en algún presagio? ¿Cabe en su almasuperstición?

Cuando me lo dijo, nos encontrábamos senta-dos, tomando el fresco, a la puerta de la bode-ga. La frondosa parra que entolda una de lasfachadas del pazo rojeaba ya, encendida por elotoño. Parte de sus festoneadas hojas alfombra-ba el suelo, vistiendo de púrpura la tierra seca,resquebrajada por el calor asfixiante del me-diodía. Los viñadores, llamados "carretones",entraban y salían, soltando al pie del lugar sucarga de uvas, vaciando el hondo cestón delcual salía una cascada de racimos color violeta,de gordos y apretados granos.

¡Famosa cosecha! Yo veía ya el vino que de allíiba a salir, el mejor, el más estimado del Bor-de... Y medio distraída, respondí:

-¿Presagios? No... A no ser que... ¡Ah! Sí; unhecho le contaría...

-¿Algo que le haya "sucedido" a usted?

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-¿A mí?... No. Se me figura (no me pregunteusted la causa de esta figuración) que a mí "nopuede" sucederme nada. Y efectivamente, entoda mi vida... -Entonces, permítame que no haga caso de loscuentos que traen personas impresionables..., oembusteras. -No es cuento -afirmé, olvidándome ya de lainteresante faena de la vendimia que presen-ciaba, y retrocediendo con el pensamiento atiempos juveniles-. Es un caso que presencié.Así que usted lo oiga, comprenderá cómo nohubo farsa ni mentira. La explicación... no laalcanzo. En estas materias, ni soy crédula ymedrosa, ni escéptica a puño cerrado. ¡Quéquiere usted! Vivimos envueltos en el misterio.Misterio es el nacer, misterio el vivir, misterioel morir, y el mundo, ¡un misterio muy grande!Caminamos entre sombras, y el guía que lle-vamos..., es un guía ciego: la fe. Porque la cien-cia es admirable, pero limitada. Y acaso nuncapenetrará en el fondo de las cosas.

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Sacudió el catedrático su cabeza encanecida,sonrió y apoyando la barba en la cayada delbastón, se dispuso a escucharme -y a pulveri-zarme después porque suponía que iba a refe-rirle algún sueño-. Los artistas no somos de fiar:vivimos esclavizados por la imaginación ycumpliendo sus antojos. -¿Ha conocido usted a Ramoniña, Novoa? -principié yo. -¿Que si la he conocido? Me llamaron a con-sulta el año pasado, cuando la operaron enCompostela, de un sarcoma en el pecho iz-quierdo. Por señas que desaprobé la operación,que sirvió para adelantar la muerte algunosdías. Allí solo cabía dejar marchar las cosas a sudesenlace inevitable. -Pues sepa usted que Ramoniña, en sus moce-dades, fue la chica más alegre y bailadora detodo el Borde. Su padre, don Ramón Novoa deVindome, tenía el prurito de divertirla; la vestíamuy maja; no le negaba capricho alguno. Ado-raba en ella, porque era vivo retrato de su di-

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funta mujer, a quien había profesado una espe-cie de devoción y culto. No se concebía función ni feria sin que Ramo-niña Novoa se presentase a lucir su mantón deflores -era la moda-, su traje de seda con volan-tes, su mantilla de casco. Los señoritos del Bor-de la obsequiaban mucho, y ella coqueteabacon unos y con otros, sin decidirse ni acabar deescoger, según deseaba don Ramón, que, alestilo antiguo y patriarcal, rabiaba por un nieto. Creían los antiguos que cuando quiere casti-garnos Dios, realiza nuestros deseos insensatos.De improviso, Ramoniña, dejándose de coque-teos y bromas se enamoró hasta los tuétanos, ¿yde quién? De un pobrete estudiante, hijo de uncirujano romancista y sobrino del cura de Ce-bre, un perdido gracioso, que hacía versos ytocaba la pandereta con las rodillas y los codos.¡Valiente boda para la mayorazga de Novoa deVindome, del solar de Fajardo! El padre, in-quieto al principio, furioso después, hizo laoposición a rajatabla y no perdonó medio de

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quitarle a Ramoniña de la cabeza semejantelocura. La encerró en casa; la llevó a Auriabella;rogó; avisó; amenazó; puso en juego a los frai-les, al confesor, a los parientes, a las amigas, alseñor obispo... En vano. La cosa estaba adelan-tada ya; la libertad del campo y la falta de sos-pecha en los primeros tiempos habían estre-chado el lazo y arraigado la pasión en el almade la señorita..., y una noche se escapó con elestudiantillo,dejando a su padre en la mayor aflicción y ver-güenza. -Hemos concluido. Que se casen -decidió elseñor Novoa-. Le entregaré la dote de su madrea mi hija..., y que no vuelva yo jamás a oírnombrarla ni a verla delante de mí. Ya sabe usted lo que suele suceder. El panalde miel robada, al principio es dulce, pero aca-ba en hieles. El estudiante no varió de condi-ción al casarse; con la dote de la esposa creyópoder darse vida cómoda y alegre, y no miró loque gastaba, creyendo que, al acabarse, el señor

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de Novoa remediaría. Más éste fue inflexible, ycerró la puerta y la bolsa. Los esposos se habían ido a vivir a Auriabella,y Ramoniña, triste y preocupada por más de unmotivo -se decía que el marido tocaba la pande-reta en sus carnes y la zurraba de firme-, escri-bió al padre carta sobre carta, sin obtener res-puesta. Había nacido un chiquitín -aquel here-dero tan deseado-, y cuando la criatura tuvotres años y Ramoniña tres mil desengaños, vinoa verme, para rogarme que la acompañase en laexpedición que pensaba emprender al pazo deVindome, con propósito de echarse a los piesde don Ramón, presentarle la criatura y lograrel abrazo de reconciliación y paz. "Si no veo apapá -decía-, creo que me muero". -No vaya usted -aconsejé a Ramoniña-. No larecibirá don Ramón. Mire usted que le hehablado poco hace, y está firme en que no ha decruzar con usted palabra en este mundo. "Sóloen la hora de la muerte la perdonaría..." son suspalabras. Y la hora de la muerte anda lejos. El

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señor de Novoa parece un mozo: está fuerte,come bien, sale a cazar, no le duele nada; hastaparece que piensa en volver a casarse. Dice quese ha propuesto tener un hijo varón. Sesentaaños mejor llevados, no los hay en todo el Bor-de. Ramoniña me miró con expresión de hondaansiedad, de infinita angustia, e insistió en quedeseaba "probar la suerte". Como la vi tan afli-gida, tan consumida por las penas, no supenegarme, y dispusimos la marcha. Salimos de Auriabella a la una de la tarde, enuno de los días más largos del año; el veinte dejunio. Íbamos a caballo, porque no existe carre-tera entre Auriabella y el pazo de Vindome.Nuestras cabalgaduras, unos jacuchos del país,trotaban duro; delante, un criado llevaba alarzón al niño; detrás, nosotras dos y un espoli-que; Ramoniña encaramada en el albardón, nosin miedo, porque ya se encontraba algo ade-lantado su segundo embarazo. El camino... ¿Us-ted bien conoce el camino de Auriabella a Vin-

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dome? Hasta el alto de las Taboadas, regular;pero en llegando a la iglesia de Martiños, unpuro derrumbadero. Se la va a uno la cabeza simira hacia el valle, allá en el fondo; y se mareasi contempla las revueltas de un sendero estre-chísimo. Es hermoso pero imponente. Por eso, sin duda, según llegábamos a dondese divisa ya el campanario de Martiños, gritóRamoniña que quería bajarse y andar a pie eltrecho que faltaba hasta el pazo. Accedí a susdeseos, natural en su estado y situación deánimo, y dejando a las monturas adelantarsecon el espolique, nos quedamos algo rezagadas,andando despacio. El sol se ponía, y allá, en elvalle, empezaba a condensarse la niebla. Aaquel paso, llegaríamos a Vindome al anoche-cer. Ramoniña me preguntaba afanosa: -¿Cree usted que mi padre no me dejará dor-mir siquiera en casa esta noche? Se me han fijado, como si los estuviese presen-ciando ahora, los detalles de aquel suceso. Lle-gábamos junto a un pinar que se llama de las

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Moiras, y como se había levantado brisa, mepuse el abrigo que llevaba al brazo. En esto sealzó la voz de Ramoniña, exclamando con acen-to de profundo terror: -¡Jesús! ¡Jesús! ¿Oye usted? ¿Oye usted? ¡Jesús,María! -¿Qué he de oír? -Ahí... A la parte de Martiños... En la iglesia... -Pero ¿qué? -repetí alarmada; tal era el espantoque la voz de mi compañera revelaba. -¡El Oficio de difuntos! ¡Lo están cantando! ¡Loestán cantando! Atendí a pesar mío. No se escuchaba sino ellargo y quejoso murmurio de la brisa de la tar-de en las copas de los pinos, y el trote, ya dis-tante de nuestras cabalgaduras. Así se lo dije aRamoniña, riéndome. Pero ella, abrazándose amí, ocultando la cara en mi pecho, temblando,deshecha en sollozos, repetía: -¡Es el Oficio de difuntos! ¡Si se oye perfecta-mente!... Son muchas voces... ¡Lo cantan! ¡Locantan!... ¡Jesús!

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Hice una pausa, y el catedrático me interrum-pió: -Bien, ¿y qué? Una alucinación del oído. Enestado de embarazo es lo más frecuente... -Sí -objeté yo-; pero sepa usted que, cuandollegamos al pazo de Vindome, nos encontramoscon que don Ramón acababa de morir súbita-mente, de apoplejía; que su cuerpo estaba ca-liente aún; que ni aquel día ni los anteriores sehabía cantado el Oficio de difuntos en la iglesiade Martiños; y que Ramoniña lo oyó distinta-mente desde el pinar de las Moiras; ¿ve usted?,hacia allí... "El Imparcial", 11 marzo 1901.

"Juan Trigo"

El héroe de mi cuento nació..., no es posiblesaber dónde; lo único que dice Clío, musa de laHistoria, es que cierta tarde del mes de julioapareció recostado sobre las amapolas, desnu-

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dito como un gusano, al margen de un trigal,en el tiempo de la siega. Por poco más le dejanen mitad del sendero, donde le aplastasen alpasar los inmensos carros cargados de rubiamies. Vieron los segadores y segadoras a la criaturadormida en su santa inocencia, y la recogieroncon ternura, bromeando entre sí, poniendo alnene el nombre de "Juan Trigo" y asegurándoleuna suerte loca, como de quien empieza su vidaentre la misma abundancia. Sin dilación pareció cumplirse el vaticinio. Nohabía en la aldea -¡rarísima casualidad!- ningu-na mujer que estuviese criando; pero la esposadel señor marqués, dueño del campo de trigo yde otros muchísimos, y de la más hermosaquinta en seis leguas a la redonda, acababa pre-cisamente de dar a luz una niña muerta, y setemía por la madre si no desahogaba la lecheagolpada en su seno. El médico aconsejó que lanoble dama criase al niño abandonado, y ésteencontró así, desde el primer instante, sustento,

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regalo y amor. Le envolvieron en finos pañales,le trataron a cuerpo de rey y creció hermoso yfuerte, rebosando viveza y alegría. La marquesale cobró tierno afecto, más que de nodriza, demadre, y como no se creía que aquellos señorespudiesen ya tener sucesión, todos presumíanque "Juan Trigo" iba a ser el heredero de sucaudal y nombre. A deshora, corridos más dediez años, la naturaleza sorprendió al marquéscon otra niña y a la marquesa con la muerte,causada por eldifícil y trasnochado lance; y aunque Juan, co-mo muchacho, no comprendió del todo lo queperdía, lo sintió y adivinó, y se le vio muchosmeses extrañamente abatido y triste. No obstante, su situación, al aparecer, nohabía cambiado. O en memoria de su esposa opor verdadero cariño, el marqués seguía tra-tándole como antes: hasta le demostraba prefe-rencia, con tal extremo, que empezó a divulgar-se la conseja de que Juan era verdadero hijo delmarqués, fruto de secretos amoríos, y que le

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correspondería "hoy o mañana" una buena par-te de la herencia. Confirmó tal suposición el verque Juan fue enviado a un aristocrático y famo-so colegio inglés, donde cursó estudios másbrillantes que útiles, y del cual volvió a losveintitrés años hecho un cumplido gentleman.Acogióle la sociedad con halagos y sonrisas,aunque a sus espaldas se comentase lo ambi-guo de su posición; y como era gallardo y sim-pático y tenía hasta el prestigio de la leyenda ydel misterio, las señoras le recibieron con sumoagrado, demostrando claramente que la pre-sencia de Juan no les infundía horror ni cosaque lo valga. En aquella ocasión, si Juan hubie-se tenido afición a las flores,

sin gran esfuerzo reúne un lindo ramillete derosas, pensamientos y "no me olvides", cuyoaroma seguiría aspirando con la memoria en laedad madura; pero Juan estaba enamorado -enamorado callada y tenazmente- de la hija delmarqués, Dolores, en quien reconocía las fac-ciones de la que le había servido de madre: ni-

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ña de sorprendente hermosura, que, según lafrase del Libro Santo, había robado el corazónde Juan con sólo el crujir de sus zapatitos; unoszapatos de fino charol, prolongados y lustrosossobre la transparente media de seda. Crujir queJuan reconocía entre los mil ruidos de la crea-ción, lo mismo que reconocía las cascaditas desu reír juvenil, el roce de su falda corta, el per-fume tenue de su flotante melena y el "¡rissch!"de su abaniquillo al abrirlo la impaciente mano.

Creyó Juan que no se le conocía el loco deseo;pero las chiquillas son, en esto, linces, y Doloresnotó que la querían, y no sólo lo notó, sino quemostró tal inclinación a Juan, que éste, vencido,confesó de plano. La niña, más inexperta, másvehemente, más ignorante de las terribles con-secuencias de un mal paso, arregló entonces laescapatoria, combinando y facilitando las cosasde tal manera que, dado el escándalo, el padreno tuviese más arbitrio que otorgar su consen-timiento.

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Se urdió el complot sin que nadie sospechasepalabra; mas la víspera del día señalado, Juan,descolorido y trémulo, se echó a los pies delmarqués, y le reveló la trama. Como todo elque quiere de veras, prefería su propia desven-tura al daño ajeno; anteponía al egoísmo de supasión el honor y la felicidad de Dolores. Asípagaba el pobre expósito su deuda a la casadonde le acogieron y ampararon; así reconocía,al través de la tumba, los cuidados maternalesrecibidos de la señora a quien no podía olvidar.Al consumar el sacrificio, su alma sangraba; ycuando el marqués, alabando mucho su honra-da sinceridad, le tomó, por primera providen-cia, el billete para Londres, Juan, en vez de salirhacia el tren, cayó en la cama, donde le postróuna fiebre ardentísima.

Hizo el marqués que le cuidasen; puso entretanto a Dolores en un convento de monjas, gra-ves y buenas guardianas; y ya en franca conva-lecencia Juan, para mayor cautela -porque to-das las precauciones son pocas, y quien una vez

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tropieza expuesto está a caer-, solicitó para elmozo un puesto lejos, lejos..., lo más lejos posi-ble. Y se lo concedieron en Ultramar, y tan pin-güe, que a ser Juan de otra condición a la vueltade pocos años tendría hecha la suerte. Hasta elcodo se podía meter la mano en aquella benditaprebenda administrativa, y es de creer que, alotorgársela, se contaba con que la aprovechase;porque el padre de Dolores, que, a pesar de lashablillas, no tenía con Juan más parentesco queel puramente moral de haberle protegido, sen-tía cierto remordimiento al desampararle, yencomendaba a la generosidad de nuestro pre-supuesto el porvenir del mozo, sin darse cuentade que éste, a falta de claro abolengo, poseíaenérgica honradez. Lo único que trajo Juan deultramar,

a la vuelta de cuatro años, fueron unos mez-quinos ahorros, que gastó en intentar la cura-ción de un padecimiento hepático; y como elmarqués había fallecido y estaba casada Dolo-res, se encontró Juan, al empezar a bajar la ári-

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da cuesta de la edad madura, solo y pobre co-mo cuando le recogieron en el trigal.

Entonces, sin explicarse la razón, sintió undeseo inexplicable de volver a ver el sitio y laquinta donde había pasado una niñez relativa-mente tan dichosa. Llegó a aquellos lugares porla tarde, a pie, apoyado en un bastón grueso; loprimero que hizo fue dar la vuelta a la tapia dela quinta, evocando mil recuerdos que surgíanen tropel al aspecto de cada árbol y ante la figu-ra de cada piedra. Su corazón latió de prontocon ímpetu; en el vetusto mirador, enramadode rosales, suspendido sobre el camino, acaba-ba de ver a una señora y dos niños; ella,haciendo labor, los chicos, observando con cu-riosidad al pasajero encorvado y triste, de ama-rillento rostro. La señora, avisada por los chi-cos, levantó la cabeza y fijó en Juan la ojeadainerte que se concede al desconocido. Juanhuyó; los ojos de Dolores, mirándole de aquelmodo, le cortaban el alma. No paró hasta llegara un campo de trigo, a la sazón maduro, salpi-

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cado de amapolas, como cuentas de coral sobreuna trenza rubia.Los segadores, cantando alegremente, habíaniniciado su faena, y los haces se amontonabanya en un ángulo de la heredad; pero acercábasela puesta del sol, y pronto se retirarían a suscasuchas. Juan se aproximó a una mujer y pre-guntó con ansia: -¿Es en este campo donde hace muchos añosrecogieron a un niño? -Allí, señor -respondió la mujer con esa com-placencia solícita de los aldeanos, soltando suhoz y levantándose para preceder a Juan y en-señarle el camino. Como unos diez minutoshabrían andado, cuando la segadora se paró ehirió con el pie la orilla del sendero, pronun-ciando: -Aquí mismo. Estaba en pelota, como le parie-ron. Mire si lo sabré bien, que yo era entoncesmoza y fui la primera que cogió al rapaz enbrazos. Y mi hermano que le vio así, entre laabundancia, le puso "Juan Trigo". Nos daba

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mucha lástima, ¡ángel de Dios!... Las que andá-bamos segando le queríamos mantener conleche de vaca, y yo quería llevarle para dondemí; pero le cayó una suerte muy grande; la se-ñora marquesa le recogió y le criaba ella y letuvo en una hartura muy grandísima. Ahoraserá un caballero. Juan calló. La amargura se desbordaba en sualma. Pensaba que podría haber sido el prohi-jado de aquella aldeana, vivir con ella, ayudarlaa segar la mies, no conocer otros afanes ni otrosdeseos. Dejándose caer al suelo, en el mismositio donde le habían encontrado pegó la faz ala tierra, y sus lágrimas la empaparon lenta-mente. "El Imparcial", 2 agosto 1897.

El camafeo

Mientras corrió su primera juventud, AntónCarranza se creyó nacido y predestinado para

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el arte. El arte le atraía como el acero al imán, yle fascinaba como el espejuelo a la alondra.Donde sus ojos encontraban una línea elegante,una forma bella, un tono de color intenso y ori-ginal, allí se quedaban cautivos en éxtasis deadmiración, mientras luchaba en su alma noblepena de no haber sido el creador de aquellahermosura, y una ilusión arrogante de llegar aproducirla mayor, más original y poderosa pormedio del estudio y el trabajo.

Años y desengaños necesitó para adquirir eltriste convencimiento de que carecía de inspira-ción, de genio artístico. Sus tentativas fueronreiteradas, insistentes, infructuosas. Crispáron-se en vano sus dedos alrededor del pincel, de lagubia, del palillo, del buril, del barro húmedo.Si no podía ser pintor ni escultor, a lo menosquería descollar como adornista, como graba-dor, como tallista; por último, desesperanzadoya, intentó resucitar los primores de orfebreríade Benvenuto Cellini; y si bien por cuenta pro-pia no hizo nada digno de eterno olor, con la

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joyería, su vocación artística desalentada seconvirtió en provechosa especulación indus-trial; se asoció a un joyero de fama, montó eltaller a gran altura y se dedicó a negociar, es-condiendo la incurable herida de su ardienteaspiración y sus mil fracasos. El joyero que recibió de socio a Antón Carran-za tenía una hija, cuyo enlace con el artista fuela base de la nueva razón social. Luisa, la espo-sa de Carranza, no era bonita, ni aun agraciada:la desfiguraba su tez amarillenta, sus faccionesangulosas y una cojera muy visible. Carranza,con todo, aceptó el trato sin repugnancia algu-na; su futura le inspiraba, a falta de sentimien-tos más vehementes, simpatía y cariño. Comosuele suceder a los hombres excesivamenteposeídos de la fiebre artística, desconocía Ca-rranza otras pasiones; la mujer era para él unanecesidad momentánea, y el matrimonio unaprudente garantía de paz y de afecto. Casóse,pues, satisfecho y tranquilo, y se condujo comomarido bueno y leal.

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Rico y en situación de satisfacer sus caprichos,Carranza rebuscó y adquirió preciosidades; yaque no acertaba a modelar estatuas, las hizodesenterrar en Nápoles y Grecia, y pudo colo-car en su despacho-taller un lindo Fauno, unacuriosa Belona policromada, encanto de losarqueólogos, y varios fragmentos de mérito einterés.

Conocida su afición, presentáronle los vende-dores medallas de revelado cuño y piedras gra-badas, y entre varios ejemplares que no rebasa-ban del límite de lo usual y corriente, la lúcidaojeada del artista malogrado descubrió un ca-mafeo griego, que, desde luego, reconoció ydiputó por pieza única tal vez en el mundo. Niel famoso, contemporáneo de Alejandro, querepresenta a Psiquis y el Amor; ni la Venusmarina, de Glicón; ni la celebre sardónica de lagalería Farnesio, podían eclipsar a aquel senci-llo camafeo, que sólo ostentaba una cabeza demujer o, mejor dicho, de diosa. La ignoranciarelativa del traficante cedió la divinidad por un

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precio irrisorio, atendida la importancia delcamafeo, y Antón Carranza, dueño del inesti-mable tesoro, lo guardó con transporte en unacaja de malaquita y pedrería, de donde lo saca-ba mañana, tarde y noche para contemplarlo asu sabor.

¡Qué sobriedad y pureza de líneas, qué miste-riosa vida respiraba aquella cabeza! Cuatrorasgos; unos planos que apenas se indican;unas superpuestas capas de ágata que se mati-zan insensiblemente..., y una obra maestra,digna de conservar un nombre al través de lossiglos; una obra que fija y encarna la idea deuna beldad sublime. ¿Por qué no había acerta-do jamás él, Antón Carranza, a concebir nadaque se asemejase a aquel camafeo prodigioso?Una obra así bastaría para hacerle feliz toda lavida, colmando su anhelo y realizando su des-tino...; ¡y nunca, nunca de sus dedos torpes y suestéril fantasía había de brotar algo que se pa-reciese al camafeo!

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Su entusiasmo por la piedra adquirió carácterextraño y enfermizo. Con fijeza más propia dela perturbación mental que de la cordura, pasá-base Carranza horas enteras mirando el porten-to y tratando de explicarse qué secreta fuerza,qué rayo luminoso llevaba en sí el desconocidoque hacía tantos siglos produjo aquel milagro.Quizá ni él mismo sospechó el valor de la hue-lla genial que imprimió en la dura ágata sudiestra paciente y firme. Quizá alguna joven deMitilene o de Samos lució en el anular o colgó asu garganta el camafeo sin conocer que poseíauna riqueza ideal. Ni los que lo habían desente-rrado y vendido ahora, en el siglo presente,comprendieron lo que tenían entre manos. Elprimer verdadero poseedor de la joya era An-tón Carranza... Y en arrebato nervioso de des-ordenada pasión, Carranza pegaba los labios alcamafeo, lo estrechaba contra su pecho, que-riendo incrustarlo en él, adherirlo a su carne...

Notó por fin Luisa y notaron todos los de lacasa, dependientes y amigos, clientes y respon-

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sables, alarmantes síntomas en Antonio; y losque le veían de cerca se asustaron de su aficióna la soledad, su hábito ya adquirido de ence-rrarse a deshora, su silencio en la mesa, y letuvieron por maniático, opinando que los inter-eses comerciales de la sociedad peligraban ensu poder. Era para Luisa doblemente triste quese hubiese anublado la razón de su esposo,ahora que, cumplidos sus más dulces deseos, sesentía encinta y soñaba en el momento inefablede estrechar a la criatura que esperaba. Consul-tado al médico acerca del estado de Carranza, yhabiéndole observado despacio, con persisten-cia y disimulo, su fallo fue terrible: tratábase deun caso de monomanía tenaz, acompañada degraves desórdenes en las funciones del hígadoy del corazón; y para salvar la razón y acaso lavida del enfermo era preciso encerrarle sin tar-danza en una casa de salud, sujetándole a unmétodo riguroso.

No hubo más remedio que acceder, y Carran-za, una mañanita, fue conducido al triste asilo,

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donde, separado de los que le amaban, iba averse abandonado del mundo... Con peregrinaindiferencia se dejó llevar el maniático; teníaconsigo el camafeo, y nada más necesitaba paraser dichoso en la región de sus delirios. Luisaiba a verle con frecuencia, pero se interrumpie-ron sus visitas cuando llegó el esperado trance;el nacimiento de una niña puso su existencia enpeligro, dejándola semiparalítica y sujeta a ata-ques dolorosos, y transcurrió largo tiempo sinque pudiese ver al pobre recluso. Decía el mé-dico que Carranza mejoraba y pronto saldría desu encierro; pero corrían meses y años y nollegaba el momento feliz.

Luisa, que amaba a su marido tiernamente, notenía otro consuelo sino ver crecer a su hija, yenvanecerse de su sorprendente hermosura. Laniña, en efecto, era una perla. No se parecía asu madre ni a su padre; ni el mínimo rasgo desus facciones recordaba a los que le habían da-do el ser. Las líneas de su rostro, puras y co-rrectísimas, desesperarían a un escultor por su

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incopiable elegancia y delicadeza y los rizosque se agrupaban sobre su frente y caían sobresu cuello torneado tenían una colocación gra-ciosa y noble, como sólo la obtiene el arte.

Un día, Luisa, sintiéndose algo aliviada, semetió en un coche con su hija, se apeó a lapuerta del asilo. Al penetrar en la habitaciónque ocupaba su esposo, al mirarle, exhaló ungrito de terror y pena: pálido, demacrado, conla mirada fija, Carranza contemplaba un objeto,y de esta contemplación nada podía distraerle,era el camafeo..., y siempre el camafeo. Luisacomprendió con espanto que el enfermo no lareconocía, y herida en el alma, guiada por suinstinto de madre, presentó, elevó a la niña enalto. Carranza dejó caer sobre ella una miradaindiferente... De súbito, sus ojos se animaron,brillaron, recobraron la luz de la inteligencia ydel amor; sus brazos se abrieron, sus dedossoltaron el camafeo mágico y fatal; sus lágrimasbrotaron, y, como el que se despierta, corrióhacia su mujer y su hija... ¡Acababa de advertir

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que la faz de la niña era la misma faz de la dio-sa grabada en la piedra dura..., y comprendíaque, sin saberlo, había prestado ser y realidad,carney hueso, a la belleza soberana!

Voz de la sangre

Si hubo matrimonios felices, pocos tanto comoel de Sabino y Leonarda. Conformes en gustos,edad y hacienda; de alegre humor y rebosandosalud, lo único que les faltaba -al decir de lagente, que anda siempre ocupadísima en per-feccionar la dicha ajena, mientras labra la des-dicha propia- era un hijo. Es de advertir que loscónyuges no echaban de menos la sucesiónpensando con buen juicio que, cuando Dios nose la otorgaba, Él sabría por qué. Ni una solavez había tenido Leonarda que enjugar esaslágrimas furtivas de rabia y humillación que

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arrancan a las esposas ciertos reproches de losesposos. Un día alteró la tranquilidad de Leonarda ySabino la llegada intempestiva de la única her-mana de Leonarda, que vivía en ciudad distan-te, al cuidado de una tía ya muy anciana, seño-ra de severos principios religiosos. Venía lajoven pálida, desfigurada, llorosa y triste, yapenas descansó del viaje, se encerró con sushermanos, y la entrevista duró una hora larga. A los tres o cuatro días salieron juntos la seño-rita y el matrimonio a pasar una temporada enla casa de campo de Sabino, posesión solitaria yamenísima. Nadie extrañó esta resolución por-que a fines de abril la tal quinta es un oasis, ymás explicable pareció todavía la excursión derecreo que en septiembre emprendieron losconsortes, los cuales no regresaron de Francia yde Inglaterra hasta el año siguiente. Lo que secomentó bastante fue que al volver trajesenconsigo una niña preciosa, con la cual se volvíaloca Leonarda, que aseguraba haberla dado a

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luz en París. Como nunca faltan maliciosos,alguien encontró a la nena excesivamente des-arrollada para la edad de cuatro meses que leatribuían sus padres; hubo chismes, murmura-ciones, cuentas por los dedos, sonrisitas y hastaindagaciones y "tole tole" furioso. Pero corrió eltiempo, ejerciendo su oficio de aplicar el bálsa-mo de olvido bienhechor; la hermana de Leo-narda se sepultó en un convento de Carmelitas;el retoñocreció; los esposos le manifestaron cada día másamor paternal..., y las hablillas, cansadas de sípropias, se durmieron en brazos de la indife-rencia. La verdad es que cualquiera se enorgulleceríade tener una hija como Aurora; este nombrepusieron Leonarda y Sabino a su vástago. Nun-ca se justificaron mejor las preocupaciones delvulgo respecto a las criaturas cuyo nacimientorodean circunstancias misteriosas, dramas deamor y de honor. Una belleza singular, excesi-vamente delicada, tal vez; una inteligencia, una

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dulzura, una discreción que asombraban; sumahabilidad, exquisito gusto, y sobre todo esto,que es concreto y puede expresarse con pala-bras, algo que no se define: el "ángel", el encan-to, el don de atraer y de embelesar, de llevarconsigo la animación, creando como dijo Byronde Haydea, "una atmósfera de vida"; esto pose-ía Aurora, y no es milagro que Sabino y Leo-narda estuviesen literalmente chochitos conella. Pagábales la criatura en la mejor moneda delmundo. Su amor filial tenía caracteres de pa-sión, y solía decir Aurora que no pensaba ca-sarse nunca, no por no abandonar a sus padres-que sería imposible ni pensar en ello-, sino porno tener que repartir con nadie el ardiente cari-ño que les consagraba. Los que oían de tan ro-sada y linda boca estas paradojas e hipérbolesdel afecto, envidiaban a Leonarda y Sabino lahija hurtada. Habían pasado años sin que Aurora aceptaselos homenajes de ningún pretendiente, cuando

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apareció cierta mañana en casa de Sabino uncaballero que podemos calificar de gallo conespolones, pero apuesto, elegante; con trazas deadinerado, aspecto muy simpático y ese aire dedominio peculiar de los hombres que han ocu-pado altos puestos o conseguido grandes triun-fos de amor propio, viviendo siempre lisonjea-dos y felices. Solicitó el caballero hablar a solascon Sabino y Leonarda; pero como hubiesensalido, rogó se le permitiese ver un instante a laseñorita Aurora. La muchacha le recibió en lasala, sin turbarse, y le dio conversación un rato,ruborizándose cuando el desconocido le dirigióalabanzas en las cuales se revelaba profundo,vivo y secreto interés. La entrevista duró poco;llegaron los padres de Aurora, y con ellos seencerró el galán, cuyas primeras palabras fue-ron para decir, inclinándose hasta el suelo, queallí tenían un gran culpable -al seductor de suhermana y

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padre de Aurora- dispuesto a reparar en lo po-sible sus yerros y delitos, recogiendo a la niña yofreciéndole amparo, fortuna y nombre.

Sabino meditó algunos instantes antes de res-ponder, luego cruzó con Leonarda una miradaexpresiva, y volviéndose al recién llegado, pro-nunció serenamente:

-Queremos a Aurora bastante más que si lahubiésemos engendrado, es nuestro únicohechizo, la alegría de nuestra vejez, que ya seacerca; pero le aseguro a usted que la dejare-mos libre. Si ella quiere, con usted se irá. Si ellano quiere, prométanos que la niña se quedarácon nosotros para toda la vida y usted no pen-sará en reclamarla. Y para que vea usted que noinfluimos en su determinación escóndase de-trás de ese cortinaje y oirá cómo la interroga-mos y lo que responde.

Accedió el caballero y se ocultó. De allí a po-cos instantes entraba Aurora, y Sabino le diri-gió el siguiente interrogatorio:

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-¿Qué te ha parecido ese señor que vino ahablarnos? -¿Digo la verdad, papá, como de costumbre?¿La verdad enterita? -¡Ya se sabe que sí! -¡Pues me ha parecido muy bien! Me ha pare-cido la persona más..., más agradable... que hevisto en mi vida, papá. -¿Tanto como eso? -Sí por cierto. Me ha fascinado... ¿No me man-das que hable con franqueza? -¿Le preferirías a nosotros? Sigue siendo fran-ca. Es distinto lo que siento por vosotros, Él megusta... de otra manera. -¿Vivirías contenta con él? -¡Mira, papá..., puede que sí! -Piénsalo bien, niña. -No hay que pensarlo. Es un sentimiento, y loque de veras se siente no se piensa. Nunca hesentido así. Yo también he de preguntar; ¿qué¿este señor..., os ha pedido mi mano?

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-¡Tu mano! ¡Tu mano! ¡No se trata de eso! -gritó con espanto Leonarda. -¿Pues..., entonces? No entiendo -murmuróAurora afligida. -¡Figúrate... es una suposición..., que ese señorfuese... tu padre! ¡Tu verdadero padre! -¿Mi padre? ¡Eso sí que no puedo figurármelo!¡Como padre, ni le he mirado..., ni podría mi-rarle nunca! Ya os he dicho que es distinto; ¡quea vosotros os quiero de otro modo! -Vete, hija mía -murmuró Sabino confuso yconsternado, creyendo oír detrás de la cortinaun gemido triste. Y así que se retiró Aurora,obediente, cabizbaja y muda, el desconocidosalió, mostrando un rostro color de cera y unosojos alocados. -No les molesto a ustedes más -murmuró enronco acento-. Ya sé cuál es mi castigo. Procuréestudiar el modo de inspirar cierta clase de sen-timientos... y los inspiro con una facilidad queha llegado a infundirme tedio y horror. Midastodo lo convertía en oro... yo todo lo convierto

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en pecado. El cariño puro, el sagrado cariño depadre, veo que no lo mereceré nunca. Borrenustedes mi recuerdo de la imaginación de Au-rora, ¡y que no sepa jamás mi nombre, ni lo querealmente soy para ella!

-Tal vez -indicó la compasiva Leonarda- elatractivo que ejerce usted sobre esa criatura, tanindiferente con los demás, sea la voz de la san-gre.

-Si es voz de la sangre, es voz que maldice -respondió el tenorio saludando respetuosamen-te y saliendo abrumado por el dolor.