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En el año 2179 no habrá aviones niautomóviles y las personas sequerrán un poco más. No existiránlas grandes ciudades y secelebrarán muchos días de fiesta.Pero también habrá una sombrasobre tanta felicidad: los bárbaroslucharán para implantar de nuevo sumundo mecanizado. Robert yJennifer han averiguado cómo seráel siglo XXII. Para ello solo hantenido que traspasar el Círculo delTiempo.

Margaret Jean Anderson

En el círculo deltiempo

ePub r1.0Ascheriit 03.05.14

Título original: In the circle of timeMargaret Jean Anderson, 1979Traducción: Ana MoretIlustraciones: Violeta Monreal

Editor digital: AscheriitePub base r1.1

1

—ME parece una locura —dijo laseñora Guthrie con voz preocupada—.Terminarás llegando tarde a la escuela operdiéndote.

—No llegaré tarde y, por supuesto,tampoco me perderé —prometió Robert.Luego, cogió el macuto y salió de casaapresuradamente antes de que su madrepudiera añadir nada más.

La señora Guthrie lo siguió con lavista y lo vio alejarse corriendo por lairregular vereda que descendía hasta elcamino principal. Alta, delgada, con el

cabello gris retirado de la cara yrecogido en un apretado moño,permaneció así incluso después de queel muchacho desapareciera de su vistatras el polvoriento seto de espino.

—Levantarse a estas horas de lamañana para hacer un dibujo de esaspiedras —murmuró para sí mismamoviendo dubitativamente la cabeza—.Como si no pudiera dibujarle al abuelola casita o la montaña…

Pero sabía muy bien que un dibujode la casita o de la montaña no hubierasatisfecho al anciano. Eran las piedrasde Arden las que le interesaban; inclusopodría decirse que le obsesionaban.

El anciano era su padre, DougalBallentyne, y había vivido toda su vidaen una pequeña casita al otro lado de lamontaña, entre East Sands y el páramo, aunos pocos kilómetros del antiguocírculo de piedra llamado «las piedrasde Arden». El páramo le habíaproporcionado una vida austera —turbapara el fuego y pasto para el ganado—,pero la arena había sido siempre suprincipal enemigo. El viento del norte latenía en continuo movimiento. Poco apoco, había ido cubriendo la mayoría desus tierras y amenazaba con hacer lomismo con la casa.

El gobierno había intervenido,

proporcionándole una nueva viviendaprotegida en Baldry, cerca de lastiendas, la taberna y la iglesia.Cualquiera podría pensar que estaríaencantado de vivir en una casita nueva,rodeada por un pequeño jardín en vez depor un desierto de arena. Y, sin embargo,no estaba contento. No se cansaba dedecir que ya no podía ver las piedrasiluminadas por los primeros rayos delsol.

Por eso Robert le había prometidoque le haría un dibujo de las piedrasbrillando la salida del sol. Y podíahacerlo. Robert dibujaba muy bien.

La señora Guthrie suspiró

profundamente y volvió a entrar en lacocina. Echó un poco de carbón alfuego, abrió el tiro para que se calentarael agua y se dispuso a recoger las cosasdel desayuno. Mientras lo hacía, se diocuenta de que seguía pensando en laspiedras. ¿Quién las había puesto allí porprimera vez? ¿Por qué habían tenidotanta influencia en la gente? Intentórecordar las historias que su padrecontaba sobre ellas. Solo eran cuentosde hadas, por supuesto. Y a pesar detodo… Una vez, cuando ella era todavíamuy pequeña, tan pequeña que apenassabía andar, se había perdido en elpáramo y la niebla la había envuelto.

Varias horas después, cuando laencontraron, estaba arrebujada en unacapa gris, de un tejido suave y extraño,que no era suya…

Pero tenía muchas cosas que hacer.El señor Guthrie, su marido, había ido almercado de ganado. ¡Ni siquiera habíaordeñado las vacas! La señora Guthriedejó de pensar en las piedras y sedirigió resueltamente hacia el establo.

Robert había subido la ladera deBen Arden, la elevada montaña queseparaba el valle de North Sea. Una vezque hubo salido de la nube que envolvíaen una húmeda neblina las tierras altas,se detuvo a contemplar el páramo, que

se extendía a sus pies desierto y remoto,el camino que llevaba a las arenas y elmar distante y lejano. Más tarde, con lallegada del verano, el páramo se vestiríade rosa y púrpura, floreciendo con elcalor; pero ahora era una alfombra decastaños apagados y suaves verdes,salpicada de vez en cuando por lasmanchas negras de las turberas. Ligerosjirones de niebla se agarraban a lashondonadas y Robert pudo ver el círculode piedra, diminuto e insignificante,empequeñecido por la inmensidad delpáramo. Estaba muy lejos. Tendría quedarse prisa.

Descendió corriendo, atravesando

los helechos. Al llegar al nivel delsuelo, disminuyó el paso y eligiócuidadosamente el camino. En algunaszonas el terreno era peligroso. Aquellasesponjosas bandas de esfagnos[1] decolor verde brillante y aspecto sólidopodrían ceder bajo su peso, y se lotragaría el pantano. Aunque se arañaralas piernas, era mejor continuar por lasmatas de brezo.

De vez en cuando se detenía a mirarlas florecillas —rocíos de sol,gamonitas y orquídeas—, tanextrañamente delicadas en medio delbrezo y los toscos helechos. Pero nopodía entretenerse demasiado porque el

sol no esperaría; además, tenía quellegar a tiempo a la escuela, aunque laverdad es que no era eso lo que más lepreocupaba.

Subió un pequeño repecho,arrastrando la pierna derecha comosiempre que estaba cansado. Desde allí,en una hondonada con forma de platoque tenía delante, pudo ver las piedras.Eran diez enormes bloquesrectangulares.

Por su disposición, parecía quealguna vez habían sido trece, ya quehabía tres huecos: dos casi juntos,separados por una de las piedras, y eltercero enfrente, al otro lado del círculo.

Las piedras eran de granito, como todaslas que salpicaban el descarnado terrenoque cubría la inclinada ladera de BenArden, y yacían diseminadas en formade grandes cantos por todo el páramo.Aunque toscas y angulosas, daban laimpresión de haber sido cuidadosamenteseleccionadas y colocadas en el círculo,con alguna finalidad desconocida, porpersonas ya desaparecidas. Era como siel espíritu y la memoria de aquella gentepermanecieran todavía adheridos a laspiedras, distinguiéndolas de las otrasque había en el páramo.

Robert miró las piedras condisgusto, comparándolas después con

las de su dibujo. Las suyas no parecíansuficientemente sólidas nisuficientemente antiguas. «¿Cómo puedeconseguirse que una piedra parezcaantigua?», se preguntó desilusionado. Sedivertía mucho dibujando cuando notenía que preocuparse demasiado decómo salían las cosas, pero últimamenteveía mentalmente todo con una claridadque luego era incapaz de plasmar en susdibujos. Si pudiera ayudarle alguien…—dándole clases, por ejemplo—, perono tenía ninguna esperanza. Por lomenos mientras su padre no cambiara deactitud. Dibujar estaba muy bien cuandoera más pequeño —y de hecho le había

ayudado a entretenerse durante su largaenfermedad—, pero, ahora que ya teníaonce años, su padre pensaba que debíadedicar todo su tiempo a trabajar en lagranja. Solo porque él estaba fuera,había conseguido que su madre lepermitiera llevar a la escuela los lápicesde dibujo. No se le volverían apresentar muchas oportunidades así.Tenía que hacer un buen dibujo.

Con un suspiro de irritación, Robertvolvió a mirar las piedras una vez más,pero inmediatamente se olvidó deldibujo. Junto a una de las piedras habíauna niña alta, delgada, con el pelo rojizobrillando al sol. Por un breve instante,

Robert pensó que era uno de los shape-shifters[2] o incluso una bean-night[3] de los cuentos de suabuelo. Parecía haber salido del suelo.Pero la visión se desvaneciórápidamente cuando se dio cuenta de queera Jennifer Crandall, que iba a sumismo colegio y estaba en un cursosuperior al suyo.

Aparentemente, había tenido algunadificultad para llegar hasta el círculo.Llevaba los pantalones y las zapatillasllenos de barro —quizá por eso Roberthabía llegado a pensar que había salidodirectamente del suelo— y la cara llenade manchas, que sin duda se había hecho

ella misma al intentar recogerse elcabello con las manos sucias. Aunque lamañana todavía era fresca, estabaacalorada y sudorosa, y jadeaba como sihubiera corrido la mayor parte delcamino.

Jennifer acababa de llegar aLocharden, pero ya era muy conocida.Por un lado, su cabello rojo hacía queno pasara desapercibida con facilidad, ypor otro, era americana. Su padretrabajaba en la North Sea OilCompany[4]. Su familia no habíaencontrado casa ni en Aberdeen ni enDundee y se había tenido que confirmarcon alquilar la antigua granja Taylor, un

poco más abajo que la de los Guthrie.—¿Qué haces aquí? —preguntó

Jennifer una vez que se hubo recobradode la sorpresa de ver a alguien en aquelsolitario lugar—. Te había confundidocon una oveja.

Robert notó que se ponía colorado.Nunca se le ocurría nada que decirle ala gente, especialmente si eran chicas.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella.—Robert Guthrie.—Yo soy Jennifer Crandall.—Ya lo sé —dijo Robert.—¿Cómo lo sabes? ¿Vas a la escuela

de Locharden?—Vamos en el mismo autobús.

Algunas veces lo cojo en el valle quehay cerca de tu casa.

—¿Cómo es que no nos hemos vistonunca?

Robert se encogió de hombrosimperceptiblemente. Podía haberledicho que si nunca se había fijado en élera porque siempre estaba muy ocupadaintentando causarle una buena impresióna Danny Lowrie.

Pero también podía haber sido porla facilidad con que Robert pasabadesapercibido. Cuando sus compañeroshacían equipos para jugar al fútbol,nadie se fijaba en él hasta que era elúnico que quedaba.

—¿Qué estás dibujando? —preguntóJennifer cruzando el círculo para ver elcuaderno. Robert hubiera preferido noenseñárselo, pero, antes de que pudieradarse cuenta, Jennifer se lo quitó de lasmanos y lo examinó minuciosamente.

—¡Oye, está muy bien! ¡Ojaládibujara yo así!

Robert recogió el dibujo y, sin decirni una palabra, lo guardóapresuradamente en el macuto.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

—Quería estar aquí a la salida delsol —contestó Jennifer—. Pero aquí elsol sale muy pronto. La única forma de

poder verlo sería quedarse toda lanoche, pero supongo que mi madre nome dejaría. Si supiera lo temprano queme he levantado esta mañana, seenfadaría; pero estoy segura de que nome ha visto.

—¿Para qué quieres estar aquí a lasalida del sol?

—¿No sabes qué día es hoy?

—Jueves —contestó Robert despuésde pensarlo durante un momento—. Ayerfue miércoles, el día del mercado deganado.

—Quiero decir qué fecha —dijoJennifer con impaciencia—. Esveintiuno de junio, el día del solsticiode verano.

—¿Y eso qué tiene de especial? —preguntó Robert, confuso.

—¿No sabes que la gente se reúneen Stonehenge la mañana del solsticiode verano para ver la salida del solsobre Heel Stone?

—¿Y creías que aquí pasaría lomismo?

—No, claro que no. Pero ladisposición de las piedras podría estarrelacionada con el solsticio de verano.Las personas que construían este tipo decírculos adoraban el sol y la luna, y aveces colocaban así las piedras paramarcar las estaciones, predecir loseclipses y cosas por el estilo.

—¿Cómo lo sabes?—Estuvimos en Stonehenge la

primera vez que vinimos aquí. Ademástengo un libro que trata de eso. Voy a serarqueóloga.

—Bueno, pero esto no esStonehenge.

—Precisamente por eso he decidido

venir. La gente siempre ha sentidocuriosidad por Stonehenge, y se hanhecho excavaciones en aquella zonadesde hace mucho tiempo. Voy adescifrar el misterio de las piedras deArden.

—No hay nada que descifrar. Soloson diez piedras.

—¡Trece! —dijo Jennifer con voztriunfante—. ¿Ves aquellos huecos?Originalmente, el círculo tenía máspiedras, y eso es muy importante. Unapor cada mes lunar del año.Probablemente su calendario empezarael día más largo. Por eso quería estaraquí a la salida del sol, para observar.

Tú que vives aquí, ¿qué sabes de laspiedras?

—Bueno —empezó lentamenteRobert—, al que habría quepreguntárselo sería a mi abuelo. Ahoravive en Baldry, pero antes vivía en unacasita cerca del mar. Sabe muchashistorias de otras épocas. Dice que, unavez cada cien años, las piedras setrasladan a un acantilado que hay sobreel mar, y que a las personas que las venmoverse les pasan cosas terribles.

—Eso solo son supersticiones —dijo Jennifer con desprecio—. Enlugares como este siempre las hay. Peroeso no es arqueología. Lo que tenemos

que hacer es excavar para buscarobjetos y hacerles la prueba delcarbono-14[5].

Robert se sentía molesto. Además,no sabía muy bien qué quería decirJennifer con eso del carbono-14.

—No encontrarás nada excavandoen un pantano —afirmó tajantemente.

—Para empezar, a lo mejorencontramos las piedras que faltan —dijo Jennifer y se dirigió hacia uno delos huecos y empezó a arrancar puñadosde tierra negruzca.

—No vas a encontrar nada aquí —afirmó Robert, mirándola—. Lo másseguro es que se las hayan llevado hace

mucho tiempo.—¡No seas tonto! ¿Para qué iba a

venir alguien hasta aquí a llevarse laspiedras? —preguntó Jennifer—. Esbastante más probable que se hayancaído y la tierra y la vegetación lashayan ido cubriendo poco a poco.

Robert la miró con el ceño fruncido,pero Jennifer continuó tirando con fuerzade las resistentes raíces y excavando enla tierra negruzca. No podía soportarque estuviera tan segura de sí misma.

—No creo que los verdaderosarqueólogos excaven así —dijo Robert—. Una vez vimos en el colegio unapelícula y utilizaban cucharillas y

limpiaban todo con un cepillo de pelode camello para no dañar nada.

—Depende de lo que busquen —puntualizó Jennifer—. Estamosintentando encontrar bloques de piedrade unos tres metros y medio cada uno.¡No querrás hacerlo con una cucharilla!¿Por qué no pruebas a excavar en elhueco que hay al lado de aquella piedra?

Robert se arrodilló de mala gana yempezó a arrancar puñados de brezo,tierra negruzca y raíces. Era una pérdidade tiempo; pero, con Jennifer rondandopor allí, no pensaba seguir dibujando.

Agachado sobre el suelo, Robertsintió un repentino escalofrío, como si

una nube hubiera cubierto el sol. Seestremeció y vio una espesa niebla quese arremolinaba alrededor de laspiedras. Robert estaba acostumbrado aque la niebla cubriera rápidamenteaquella zona del páramo, pero nuncahabía visto nada igual. Generalmente,avanzaba desde el noroeste, formandoun sólido bloque, como una nube baja,pero esta niebla parecía rezumar delsuelo, salir de las propias piedras. Sevolvió para comentar con Jennifer suextrañeza y, aunque estaba solo a unosdos metros y medio de ella, lo único quepudo ver fue una figura insólita,fantasmal, arrodillada entre dos piedras

verticales. Estaba tan absortaescarbando en la tierra, que parecía nodarse cuenta del repentino cambio deltiempo.

—¡Robert! He encontrado algo —lavoz de Jennifer se perdió entre la niebla.

En ese mismo instante, los nudillosde Robert rozaron algo duro. La nieblaera ya tan densa que le impedía ver aJennifer. El frío, el silencio y la soledadle asustaron. Casi sin pensarlo, tapó contierra el trozo de piedra que acababa dedescubrir, apretándola después confuerza.

La niebla se disipaba, haciendoremolinos, alejándose; no parecía haber

viento. Solo una tensa espera flotaba enel ambiente.

Y fue entonces cuando Robert volvióa ver a Jennifer con claridad. Tenía lacara muy pálida y en sus ojos oscuroshabía una mirada extraña, extraviada.Cuando se dirigió a él, su voz sonóronca y tensa.

—¿Qué ha pasado? —murmuró—.¿A dónde se han ido? ¿Quiénes eran?

Moviendo lentamente la cabeza,Robert dijo:

—No he visto a nadie. Solo niebla.No había nadie más.

—¡Sí! —insistió Jennifer—. Habíavarias personas excavando allí, en el

hueco que hay entre aquellas piedras.Estaban arrodillados en el suelo,cavando. Habían hecho un agujeroenorme. Pude verlas a través de aniebla.

Para entonces, había desaparecidohasta el último jirón de niebla y el cielovolvía a ser azul. Robert se incorporó y,cruzando el círculo, se dirigió hacia elhueco. Miró al suelo. Estabacompletamente liso, como si nadie lohubiera removido. Jennifer permaneciódetrás de él, temblando ostensiblemente.

—Aquí no ha excavado nadie —dijoRobert—. Tú misma puedes verlo.

—¡Pero había varias personas!

Tienes que haberlas visto tú también.Estaban excavando en el suelo con lasmanos y con palas.

—¿Te vieron a ti? —preguntóRobert.

—Creo que no —contestó Jenniferlentamente—. Estaban demasiadoatareadas cavando el agujero.Parecía…, bueno…, parecía una tumba—al decir estas palabras, Jenniferestalló en lágrimas—. Estoy asustada —sollozó—. No me gusta este sitio.

Robert permaneció inmóvil, sinsaber qué decir ni qué hacer. Por lomenos, el ruidoso llanto de Jennifersirvió para disipar la tensión y la

sensación de irrealidad que flotaban enel ambiente. Robert recogió el macuto,se lo echó a la espalda y dijo:

—Creo que deberíamos irnos; si no,vamos a llegar tarde a la escuela.

Estas triviales palabras parecieronliberarlos de una especie deencantamiento. Llegar tarde a la escuelaera una preocupación habitual,cotidiana, a la que ambos podíanenfrentarse sin dificultad.

—¿Qué hora es? —preguntóJennifer.

—Las siete y cuarto —contestóRobert—. Pero tardremos más de unahora en atravesar el páramo, bajar la

ladera de Ben Arden y llegar hasta laparada de autobús de Baldry Road.

—Antes tendré que ir a casa acambiarme —comentó Jennifermirándose con tristeza los pantalones ylos zapatos—. Además, si no aparezco ala hora del desayuno, mi madre querrásaber qué ha pasado. Ni siquiera le dijeque iba a salir.

—No te va a dar tiempo a cambiarte,desayunar y coger el autobús a tiempo.

—Si lo pierdo, mi madre me llevaráen el coche. Ya lo ha hecho otras veces.Si quieres, te llevará a ti también.Podrías venir a casa a desayunar connosotras.

—Tengo un bocadillo de jamón en elmacuto —dijo Robert—. Me lo comerémientras espero el autobús.

—¿Haces esto con frecuencia? ¿Vasa algún sitio antes de ir a la escuela? —preguntó Jennifer.

Robert negó con la cabeza.—Es la primera vez. Mi padre está

fuera de casa. Ha ido al mercado deganado. Era una buena oportunidad. Porla mañana temprano es la única hora deldía en que hay una luz apropiada paradibujar las piedras.

—¿No puedes venir cuando está tupadre en casa?

Robert se abrió camino con cuidado

por el terreno pantanoso.—El piensa que dibujar es una

pérdida de tiempo. Para él, todo lo queno tenga que ver con el trabajo de lagranja es una pérdida de tiempo.

Penetraron en una selva de helechos,casi tan altos como ellos, y durante unbuen rato ascendieron en silencio.Robert iba arrastrando el pie y casi nopodía respirar, pero, como no queríaadmitir ante Jennifer que necesitabadescansar, se esforzaba para continuar.

Finalmente, cuando salieron de loshelechos y llegaron a la cima de lacolina, Jennifer se dejó caer sobre lahierba. Robert se derrumbó a su lado.

—¿Cómo sabías que las piedrasestaban allí? —preguntó Robert una vezrecuperado el aliento.

—Un fin de semana, cuando papáestaba en casa, fuimos dando un paseodesde el páramo hasta la costa ypasamos junto a ellas. Muchos fines desemana nos dedicamos a andar. Meencantan tus montanas escocesas.

—No pensarías lo mismo si tuvierasque correr detrás de las ovejas haga eltiempo que haga —dijo Robert condureza—. Intenta pasear por estasmontañas en febrero o marzo, buscandocorderitos en medio de la ventisca.

—O la niebla, supongo —dijo

Jennifer levantándose y estirándose.—¿Qué fue exactamente lo que viste

entre la niebla? —preguntó Robert,incapaz de contener por más tiempo lapregunta.

—Nada —dijo Jennifer mirándolecon tranquilidad—. He estadopensándolo. Lo más probable es que melo haya imaginado. Después de todo, túno viste nada.

—Allí pasan cosas muy raras. Miabuelo…

—¡Tú y tu abuelo! —exclamóJennifer, irritada—. Me interesa lo real,no un montón de cuentos de hadas.

—Pero tú viste algo —insistió

Robert—. Se te notaba en la cara.—Cállate —dijo Jennifer a punto de

echarse a llorar—. ¿No te das cuenta deque no quiero hablar de ello? Y no creasque eso significa que hay algo de quéhablar. Fue solo un… un espejismo.Como agua brillando en la carretera losdías de calor.

Jennifer se dio la vuelta y echó acorrer ladera abajo, manteniéndose losuficientemente alejada de Robert comopara que este no pudiera seguirhaciéndole más preguntas.

Siguieron bajando por el camino quellevaba en una dirección a casa de losGuthrie, y en otra, a la granja Taylor y la

carretera principal. Robert salió a ellapara esperar el autobús, y Jennifervolvió a la casa de labranza. No repitiósu invitación a desayunar. Si lo hubierahecho, Robert habría aceptado. Queríaque fueran amigos.

2

CUANDO Jennifer entró en la oscuracocina, su madre estaba intentandoencender un quemador de la anticuadacocina de gas que había en una esquina.Bruscamente, retiró la mano de latemblorosa llamita azulada y pusoencima una pesada tetera negra.

—¿Dónde te has metido? —preguntóvolviendo la cabeza. Sin dar tiempo aque Jennifer contestara, continuó—: Vasa llegar tarde a la escuela. Si tienes quesalir antes de desayunar, me gustaríaque, por lo menos, no se te pasara la

hora. ¿Dónde te has ensuciado así?—Supongo que tendré que bañarme

antes de ir a la escuela —dijo Jennifermirándose las manos sucias. Debajo delas uñas tenía incrustada tierra negruzcadel páramo. De repente, Jennifer sintióla necesidad de contarle a su madreaquello tan extraño que había pasado enlas piedras, aunque estaba segura de queiba a decir que todo eran imaginacionessuyas. Pero los pensamientos de sumadre estaban en otra parte.

—¿Bañarte? ¡Oh, Jennifer! Estamañana no he encendido ese antipáticofuego, y no tenemos agua caliente. Hoyle toca venir a la señora Dean y lo he

dejado para que lo haga ella.La única forma de calentar el agua

en aquella vieja granja era encenderfuego en la estufa de la cocina, abrir eltiro y esperar a que circulara a través detodo un complejo laberinto de tuberías.A la señora Crandall le parecía unsistema muy primitivo. Además, el fuegoera muy caprichoso y, cuando loencendía ella, se ponía mohíno y, aunqueno llegara a apagarse, nunca dabasuficiente calor como para que el aguaadquiriese una temperatura adecuada.

—Tendrás que esperar a que vengala señora Dean. Supongo que vendrápronto. Luego, te llevaré en coche a la

escuela. Mientras tanto, puedesdesayunar.

La señora Crandall alargó el brazopara coger de la alacena una caja decereales y sacó la leche de una pequeñanevera. Antes de que la tetera empezaraa hervir, la señora Dean entróresoplando en la cocina. Iba a todaspartes en una anticuada bicicleta, pero, apesar del ejercicio, seguía estandobastante gorda. Se quitó el pañuelo de lacabeza, se arregló el pelo gris y rizado ycolgó el abrigo detrás de la puerta.Luego, sacando del bolso un voluminosodelantal, se lo ató alrededor de laamplia cintura.

—Bueno, ¿qué hay que hacer estamañana? —preguntó alegremente.

—Creo que podría empezar por elfuego —contestó la señora Crandall—.¡Ojalá hubiera otra forma de calentar elagua!

—Seguro que está pensando en unode esos inmensos calentadores —dijo laseñora Dean moviendo la cabeza—.Esnobismos. Con el precio de laelectricidad es mejor apañárselas con unbuen fuego de carbón. Después de todo,mantiene la casa acogedora y, además,se puede utilizar para guisar, ahorrandogas.

Acogedora era la última palabra que

la señora Crandall hubiera utilizadopara describir la granja Taylor. En unsantiamén, la señora Dean consiguió queel fuego ardiera con vivacidad. Luego,limpiándose el hollín de las manos conel delantal, aceptó la taza de té que leofrecía la señora Crandall y se sentó conellas en la mesa.

—¿No tendrías que estar ya en laescuela? —le preguntó a Jennifer.

—Estuvo en el páramo antes dedesayunar y se ha puesto perdida —dijola señora Crandall—. Primero necesitaun buen baño.

—Un día te perderás en el páramo—dijo la señora Dean mostrando su

desaprobación—. No conoces bien esazona.

—No estaba sola —dijo Jennifer—.Estaba conmigo Robert Guthrie.

—¿Robert Guthrie? Debe de ser elhijo de Meg Guthrie. El que tuvo poliocuando era un chiquillo. Dicen quenunca se repondrá, pero su padre estádecidido a hacer de él un buen granjero.

—Me parece que no conozco a laseñora Guthrie —dijo la señoraCrandall pensativamente—. No va a lasreuniones del instituto, ¿verdad? ¿Y alas partidas de whist[6] de los viernes?

La señora Crandall había irrumpidocon gran entusiasmo en la vida social

del pueblo.—Siempre se queda en casa, eso es

lo que hace Meg Guthrie —dijo laseñora Dean—. Desde que se marchóDuncan.

—¿Quién es Duncan? —preguntóJennifer, intrigada.

La señora Dean echó doscucharaditas de azúcar en el té, loremovió, y luego se lanzó encantada acontar la historia de Duncan Guthrie. Nohabía nada que le gustara más quecotillear un poco, y la señora Crandallera una buena oyente. Según dijo,Duncan era seis años mayor que Robert.Así que ya tendría casi diecisiete, pero

hacía dos años que se había escapado decasa. Un buen día desapareció y no sehabía vuelto a saber nada de él desdeentonces. Para los Guthrie, que teníanmuchas esperanzas puestas en elmuchacho, había sido un golpe muyduro.

—Iba a quedarse con la granjacuando fuera mayor. Pero quizá ahíhabía empezado todo el problema.Duncan nunca tuvo demasiado interéspor ella. Le gustaban más los motores ylos coches. Fue precisamente unamotocicleta la causante de todo. Un buendía, él y otro chico de Lochardenrobaron una. Dijeron que solo la querían

para dar una vuelta y que pensabandevolverla después. ¡Quién sabe! Locierto es que la destrozaron bajando porla colina hacia Baldry. La policía laencontró y se armó un buen lío. ¡Ya locreo que sí!

La señora Dean hizo una pausa parabeber un poco de té y luego continuó:

—Pero los chicos son chicos, es loque yo digo. Sus padres hubieran hechomejor no siendo tan duros con él.Después de aquello, no volvieron adejarle ir con los demás chicos delpueblo. El único sitio al que lepermitían ir era a la escuela y, por loque parece, no iba tan a menudo como

debiera. Un día se marchó. Encontraríatrabajo en algún sitio, supongo.

—¿Y dice que no han vuelto a sabernada de él? —preguntó la señoraCrandall—. ¡Qué disgusto para suspobres padres!

—Ya lo creo, se lo tomaron muy apecho. Meg Guthrie ya no sale de casapara nada. Y he oído decir que sontremendamente estrictos con Robert,sobre todo su padre. Le obligan atrabajar a todas horas, y no es nadafuerte. Pero no estoy muy segura de queconsigan hacer de él un buen granjero.Los chicos de hoy en día no quierenquedarse en las granjas; lo que quieren

es ganar dinero rápidamente en lasciudades o en la North Sea Oil.

Al decir esto, miró acusadoramentea la señora Crandall como si, en ciertomodo, el hecho de que su maridotrabajara en la North Sea Oil Companyhiciera que todo fuera culpa suya.

La señora Crandall se removióincómoda en su asiento bajo la atentamirada de la señora Dean.

—El agua ya debe de estarsuficientemente caliente para el baño,Jennifer —dijo rápidamente.

Jennifer, después de beber de untrago la leche que le quedaba, salió acomprobarlo.

Robert había llegado a tiempo paracoger el autobús que le llevaba a laescuela; pero, por más atención queintentaba poner en clase, era como si noestuviera allí. El señor MacPhersonhabló con voz monótona del clima de laIndia y luego leyó un largo poema deWalter Scott. Robert tenía la vista fija enla tapa del pupitre y pensaba en laspiedras. ¿Por qué no había visto él, envez de Jennifer, a aquellas extrañaspersonas de pelo largo y oscuro? Estabacompletamente seguro de que no eranimaginaciones de la muchacha.

Durante el recreo de la mañana laestuvo buscando, pero no la encontró.

Después de comer, la vio jugando alfútbol con los chicos en el patio.Despreocupándose del juego, se dirigióhacia ella y le dijo:

—¿Qué vamos a hacer con lo quepasó en las piedras?

—¿Qué quieres decir? ¿Qué hay quehacer? —preguntó ella sin perder devista el balón, que estaba en campocontrario.

—Quizá debiéramos contárselo aalguien —comentó Robert.

—¿Qué hay que contar? —preguntóJennifer, y luego añadió—: ¡Cuidado! Elbalón.

Danny Lowrie venía corriendo del

campo contrario, regateando a variosjugadores. Luego, pasó el balón a uncompañero y siguió corriendo en línearecta hasta que chocó violentamente conRobert y lo derribó aparatosamentesobre la hierba.

—Creí que jugabas de defensa —ledijo a Jennifer—. ¡Pero a lo mejorprefieres ser la niñera de Guthrie!

Jennifer miró a Robert, sin saber sireír o disculparse. Luego, sacudiéndoseel pelo largo y rojizo, salió disparadadetrás del balón con Danny. Robert selevantó y, enfadado y frustrado, sedirigió cojeando hacia la escuela.

Aunque todavía no había sonado la

campana, Robert entró en la clase. Juntoa la pizarra había dos chicos que reían.

Robert no les prestó atención hastaque uno de ellos dijo:

—Que lo dibuje Guthrie. Él sabehacerlo mucho mejor.

—¡Eh, Robert! —dijo un chico rubioy bajito—. Háznos un dibujo del señorMacPherson. ¡El que ha hecho Jimmyparece un espantapájaros con gafas!

En otras circunstancias, Robert sehubiera negado, pero había quedadocomo un tonto por culpa de DannyLowrie y Jennifer le había desairado. Ydibujar era algo que sabía hacer muybien. Cogió la tiza que le ofreció Jimmy

y empezó a dibujar al maestro, mientraslos demás chicos le miraban encantados.No era un dibujo demasiado elogioso:los ojos eran más saltones, la nariz másganchuda, el pelo parecía una cresta y laboca tenía las comisuras caídas haciaabajo. Pero se reconocía muy bien alviejo MacPherson.

Estaba Robert añadiendo losdetalles finales cuando, de repente,sintió que en el aula se hacía el silencio.Ya no se oían risas ni comentariosdivertidos. Se le erizó el pelo de la nucay, muy despacio y de mala gana, se diola vuelta hasta encontrarse con la miradaacusadora del profesor.

Durante un segundo —antes de queel señor MacPherson le dijera que, porculpa de su atrevimiento, tendría quequedarse a la salida de clase—, Robertvio el dolor reflejado en los ojos delanciano y se arrepintió de haber hechoel dibujo. Incluso después de borrarlo,quedó en la pizarra una débil huella, quele siguió mirando con reproche duranteel resto de la tarde.

Todavía se arrepintió más cuandotodos sus compañeros se marcharon acasa y el señor MacPherson le pidió quesacara el libro de matemáticas yempezara a hacer los problemas de lapágina 83. Sumas y restas de fracciones

sin sentido.Cuando el profesor por fin le

permitió salir, el autobús ya se habíaido, y con él la oportunidad de hablarcon Jennifer. Echó a correr con laesperanza de que le hubiera esperado,pero no se veía a nadie, ni siquiera a loshabituales rezagados en el campo defútbol.

Mientras avanzaba penosamente porla carretera principal, la furgoneta dereparto de la frutería de Baldry sedetuvo para recogerle. El conductor lollevó hasta el final de la carretera. Alpasar por la granja Taylor, Robert vioque el coche había salido. Tímidamente,

se dirigió hacia la puerta y llamó con losnudillos. No contestó nadie. «Jenniferdebe de haber ido con su madre a algúnsitio», pensó.

Disgustado por no poder verla,recorrió lentamente la estrecha vereda.A un lado había un muro de sillería, y alotro un seto bastante alto. Una vez,cuando era más pequeño, un perro habíasaltado desde detrás de aquel seto, ydurante mucho tiempo no se atrevió apasar por allí sin Duncan. Todavía seacordaba de él y de cómo le cuidaba.Llevaba sus libros y no permitía que losdemás muchachos se rieran de él cuandotenía que ponerse aquel horrible aparato

en la pierna. ¿Cómo podía habersemarchado Duncan dejándole allí, sinmandar ni una sola nota en dos largosaños?

Robert recordaba que, cuando habíahablado con su abuelo de ladesaparición de Duncan, el anciano lehabía dicho que buscara la respuesta enlas colinas y en el páramo. También lehabía dicho que la respuesta a muchascosas estaba en el círculo de piedras.Todo ello hizo que sus pensamientosvolvieran a la gente de pelo oscuro queJennifer había visto. Cogió una piedra yla tiró contra el seto. Un mirlo salióvolando, asustado. ¿Por qué no había

visto él a aquella gente? Para entonces,Robert había llegado al páramo y podíaver su casa, una sólida granja de piedracon una serie de pequeñas dependenciasadosadas. No había ningún jardín quesuavizara las severas líneas del edificio,y la pintura de la puerta y las ventanashabía adquirido, con el paso del tiempo,un tono grisáceo que hacía juego con laspiedras de los muros. Dos solitariospinos se sumaban al desolado aspectode la casa.

Robert se dirigió hacia la puerta deatrás a través de un patio lleno dehierbas y salpicado por los excrementosde las gallinas. Antes de llegar a la

puerta, esta se abrió bruscamente y sumadre arrojó una lluvia de cáscaras depatatas. Las gallinas se acercaroncacareando.

Cuando su madre lo vio, gritó:—Ya era hora, Robert. ¿Dónde has

estado?La preocupación daba a su voz un

tono severo. Durante todo el día sehabía estado lamentando de haberledejado salir tan temprano para dibujarlas piedras, pero especialmente cuandovio que no volvía de la escuela a la horahabitual.

—Habrá venido jugando yperdiendo el tiempo con los demás

niños, como siempre —dijo una voz másprofunda desde la cocina.

Robert entró, colgó la chaquetadetrás de la puerta y arrojó el macutosobre el aparador.

—Te estaba esperando para quesubieras a Ben Arden a echar un vistazoa las ovejas.

—Ay, papá, estoy cansado —protestó Robert.

—No estás cansado cuando tequedas por ahí jugando con tus amigos,en vez de venir a casa para ver si hayalgo que hacer —dijo su padre.

—Deja que el chico coma primero—dijo la señora Guthrie con voz

extraña. Y ya nadie volvió a decir nadahasta que se sentaron a la mesa.

El señor Guthrie era un hombrepequeño, robusto, con el pelo negro y lacara curtida por el aire libre. Se sirvióla carne y las patatas en el plato yempezó a comer con voracidad.

—¿Cómo ha ido el mercado, papá?—preguntó Robert después de un rato desilencio.

—No demasiado mal. Los precioshan subido un poco este año, y heganado algo con los corderos —dijo elseñor Guthrie casi con afabilidad.

—Entonces, ¿ha merecido la pena?—Sí. Y he comprado un cochinillo

para engordarlo. ¿Has arreglado lapuerta de la pocilga mientras yo estabafuera?

Robert le dirigió una mirada deculpabilidad y dijo:

—Se me ha olvidado.El buen humor de su padre se

evaporó y dio un puñetazo en la mesaque hizo temblar los platos y loscubiertos.

—¿No puedes hacer nada de lo quese te manda? ¡Sal y házlo ahora mismo!

—Deja que el chico termine la sopa—dijo la señora Guthrie.

—Lo único que haces es fomentar suholgazanería —gritó su marido.

Robert se levantó de la mesa, sinimportarle no haber terminado la sopa.En cuanto empezaban los gritos, se lequitaban las ganas de comer.

Cruzó el patio y se dirigió hacia lapocilga, que era un pequeño recinto,construido en piedra, con un tejadillo dehierro ondulado sujeto en una esquina.El gozne de la puerta de madera estabaroto, y Robert pensó que lo mejor erareemplazar el tablero. Echó una miradapor el patio, que estaba lleno de virutasde madera y trozos de alambre.

Había varios tableros en uncobertizo. Eligió uno, le quitó unoscuantos clavos torcidos y lo midió.

Después de serrarlo, hasta dejarlo deltamaño adecuado, empezó a quitar elgozne del tablero antiguo.

—¡Hola!Robert reconoció la voz de Jennifer

sin necesidad de levantar la cabeza.Durante todo el día había deseadohablar con ella, pero no allí. Si su padresalía de casa, le echaría una buenaregañina por perder el tiempo charlandocon los amigos. El simple hecho depensar en esa posibilidad le hacía sufrir.Pero, al mismo tiempo, se alegraba dever a Jennifer, porque estaba seguro deque eso significaba que estaba máspreocupada de lo que parecía por lo que

había pasado.—He estado pensando en el círculo

de piedras —dijo Jennifer subiéndose altejado, donde se sentó balanceando laspiernas—. Dicen que ver es creer, peroyo no creo que aquellas personas que viestuvieran allí realmente. Aunquetampoco fue un sueño. Me habríagustado que tú también las hubierasvisto.

—¿Por qué no iban a ser reales? —preguntó Robert.

—Es evidente —contestó Jennifer—. Vi que excavaban en el suelo con elmartillo, pero cuando tú miraste en esadirección, ya no había agujero. No lo

entiendo.—El que tú no lo entiendas no

quiere decir que no sea real. Hay unmontón de cosas que no entiendes y, sinembargo, son reales —argumentó Robertremachando un clavo.

—¿Como qué?—La televisión, por ejemplo.

¿Puedes explicar cómo, con solo apretarun botón, puedes ver en tu propio cuartode estar unas personas que están akilómetros de allí?

—Pero no es lo mismo —dijoJennifer—. Yo no puedo explicar cómofunciona la televisión, pero hay muchagente que sí puede hacerlo.

—A lo mejor mi abuelo puedeexplicar lo que viste —dijo Robert contranquilidad.

—No creo que pueda explicarlomejor que cualquier otra persona. Estoysegura de que me he imaginado a aquellagente.

—Pero hay gente que hadesaparecido allí —insistió Robert.

—¡Un nombre! ¡Dime un solonombre!

—Mi hermano Duncan.—Tu hermano no desapareció —

dijo Jennifer—. Se escapó de casa. Laseñora Dean dijo que…

—La señora Dean no es más que una

vieja cotilla —gritó Robert con ojosbrillantes.

—Robó una moto y tuvo problemascon la policía.

—No es verdad. Solo la cogióprestada. Él nunca se escaparía. Yo sémuy bien que no lo haría.

Acalorados, Robert y Jennifer semiraron furiosos.

—Tú eres capaz de creerte cualquiercosa, ¿verdad? —preguntó Jennifer.

—Y tú eres lo suficientemente tontacomo para no creerte lo que ves —contestó Robert.

—¡Y tú, un niño pequeño que tecrees los cuentos de hadas que te cuenta

tu abuelo!Mientras discutían, Robert terminó

de cambiar el gozne de la puerta.Jennifer bajó de un salto, dispuesta aayudarle a colgarla, pero él la ignoró.

—¿Para qué has venido hasta aquí?—le preguntó una vez que huboconseguido colocar la puerta.

Por la cara de Jennifer cruzó unaleve sonrisa.

—No te lo creerás —dijo—, pero hevenido a pedirte que vuelvas conmigo alas piedras.

—¿Volver a las piedras? —repitióRobert sin entender nada—. ¿Quieresdecir que quieres volver? Y, sin

embargo, sigues diciendo que todo hansido imaginaciones tuyas.

—Bueno —dijo lentamente Jennifer—, no puedo quitarme de la cabeza aaquellas personas, y creo que si vamosal círculo y no pasa nada, todo habráterminado.

—Quizá debiéramos hablar primerocon mi abuelo —sugirió Robert.

—¡Tú y tu abuelo! —dijo Jennifercon impaciencia—. ¿Vas a venir, o no?

A Robert oyó discutir a sus padresdentro de casa, y estaba seguro de queJennifer también.

—Sí, iré —contestó rápidamente—.¿Cuándo?

—Mañana por la mañana —dijoJennifer—. Quiero salir de dudas cuantoantes. Pero tenemos que ir muytemprano, a las cuatro. A esa hora ya hayluz. Además, mi madre se enfadará sillego tarde a desayunar. Dice que estáharta de llevarme a la escuela cada vezque pierdo el autobús.

—¿Dónde quedamos?—En el camino que hay junto a mi

casa, por donde atravesamos el páramo.—Allí estaré —prometió Robert.

3

DESDE su cama, Robert podía ver untrozo de cielo nocturno pálido ydescolorido. En las noches de solsticiono oscurecía del todo; eran solo unintervalo gris entre el crepúsculo y elamanecer. A la deriva, en su mente,vagaban, recordadas a medias, lasviejas historias que su abuelo solíacontarle. Las historias, la cabaña de suabuelo y el propio anciano permanecíaninseparables en su cabeza. Eran cosasque habían estado unidas durante tantotiempo que ya no podía recordar ninguna

de ellas sin las demás.La casita, de piedra y con el tejado

de paja, se asentaba en el límite delpáramo, frente a las arenas. Hacíamucho tiempo, había un pueblo entre lacasa y el mar, pero el abuelo decía quefue barrido por las arenas, que tambiénhabían barrido sus tierras y que un díaterminarían barriendo su casa. Robertlas había visto moverse cuando el vientosoplaba del este. Montones de fina arenase acumulaban en el descansillo y en elalféizar de las ventanas e, incluso, sedeslizaban, en forma de pequeñasoleadas, por debajo de la puerta.

Sentado en un taburete bajito a los

pies de su abuelo, le había oído contarhistorias de aquellos días en que elpueblo no había sido enterrado todavíapor la arena, y de la época en que laspiedras de Arden se trasladaban hacia elmar. Solo había un pequeño paso entrecreerse lo de las arenas movedizas y lode las piedras andarinas.

En contadas ocasiones, las enormespiedras de Arden se envolvían en laniebla y abandonaban su sitio en elpáramo para dirigirse hacia el norte yquedarse en un acantilado por encimadel nivel del mar. Todo el que pasabajunto a ellas cuando iban hacia allíquedaba atrapado entre la niebla y se

perdía en el tiempo.Era el extraño parecido entre la

experiencia de Jennifer y el recuerdo delos cuentos de su abuelo lo que le hacíapensar que, antes de volver a laspiedras, deberían contárselo a él. Peroel problema era que no estabaabsolutamente seguro de que su abuelopudiera servirles de ayuda. Ahora elanciano vivía en Baldry, en la pequeñacasita que el ayuntamiento le habíaconcedido cuando la suya fue declaradainhabitable. A Robert le parecía que sushistorias se habían quedado atrás, juntocon todas las cosas que el anciano habíadejado en su antiguo hogar.

Tenues nubes rosadas iluminaron elcielo. Robert se preguntó si Jennifersería capaz de levantarse. Él mismoestaba un poco nervioso ante la idea desalir de casa a hurtadillas. Pero sisucedía algo en las piedras, podríacontarle a su abuelo una interesantehistoria. Le daría algo nuevo en quepensar.

Robert saltó de la cama, se vistió yse deslizó escaleras abajo. Arrancó unahoja de un cuaderno de ejercicios de laescuela y garabateó una nota para supadre: «He subido a Ben Arden a echarun vistazo a las ovejas antes de ir alcolegio». ¡Ya estaba! Eso le satisfaría.

¿No había empezado todo el lío de lanoche anterior porque su padre queríaque fuera a ver las ovejas?

El aire, frío y húmedo, le golpeó enla cara al salir al exterior. Se subió elcuello de la chaqueta y se metió lasmanos en los bolsillos; luego se dirigióapresuradamente hacia el camino.Enseguida pudo ver el seto de espinos,descuidado y tenebroso, que marcaba ellímite entre los campos y el páramo.Lentamente surgió una oscura figuraentre la negrura del seto. Cuando estuvolo suficientemente cerca, pudoreconocer a Jennifer.

—¡Ah, estás aquí! —dijo Robert—.

No estaba muy seguro de que estuvierasdispuesta a levantarte tan temprano dosdías seguidos.

—Claro que estoy aquí. Tenía miedode que tú no vinieras —dijo Jennifer—.¡Qué emocionante! Todo parece distinto,como si fuera nuevo, a estas horas.

Atajaron por el páramo, siguiendoun sendero apenas visible, hecho por elganado. Como los animales, tenían queandar una detrás del otro, sin poderhablar; de todas formas, los doscaminaban enfrascados en sus propiospensamientos. Robert no encontróningún rastro de las ovejas en aquellaladera de Ben Arden, pero pensó que

sería más fácil buscarlas a la vuelta,cuando hubiera más luz. Además, eramuy improbable que estuvieran tanlejos, al oeste de la montaña.

Llegaron a la cumbre de Ben Ardeny abajo, a lo lejos, vieron el círculo depiedras. El sol había salido, inundandoel cielo de color y brillando sobre elmar distante.

—¡Vamos! —la voz de Jenniferresonó mientras bajaba dando saltos porla hierba que cubría la ladera. Robert,contagiado por su optimismo, la siguió.Un pájaro salió volando de entre losmismos pies de Jennifer, que se detuvoasustada y dio un grito.

—¡Solo es una chocha! —dijoRobert riéndose de ella—. Hay muchasen el páramo.

—Ya lo sé —dijo Jennifer, ofendida—. Lo que pasa es que me hasorprendido.

Redujeron el paso porque ya habíanllegado al helechal, que en aquel lado dela colina crecía alto y espeso como unaselva. Habían perdido de vista suobjetivo. Cuando llegaron a la llanura,se encontraron sobre un terrenopantanoso, teniendo que retroceder enmás de una ocasión. Cada vez estabanmás cansados.

—¿Falta mucho? —preguntó

Jennifer.—Está detrás de aquella subida —

dijo Robert.Subieron la pendiente y allí, delante

de ellos, estaba el círculo de piedras,solemne y un poco amenazador.

—Ahora que hemos llegado hastaaquí, ¿qué vamos a hacer? —preguntóJennifer, nerviosa, mientras se dirigíanhacia las piedras.

—Excavaremos hasta encontrar laspiedras enterradas, como hicimos ayer—contestó Robert.

Los papeles se habían invertido.Ahora era Jennifer la incrédula, aunquetambién la más asustada. Robert creía,

pero estaba deseando comprobar lodesconocido. Sin demasiado entusiasmo,Jennifer se arrodilló entre las piedras yempezó a excavar con las manos. Latierra se desprendía con facilidad en elmismo lugar en que había sido removidael día anterior. Robert se arrodilló en elotro hueco, dejando una piedra entreellos, y empezó a arrancar puñados deturba y raíces. Una alondra cantó en elcielo por encima de sus cabezas y a suespalda oyeron el dolorido canto de unzarapito.

La niebla se espesaba lentamente.Entonces solo era una débil humedadque rodeaba las piedras y unos frágiles

jirones que, por encima del suelo, seunían para luego desaparecer. Derepente, Robert notó el silencio. Ya nose oía el dulce canto de la alondra, ni elquejumbroso lamento del pájaro delpáramo. Cuando miró hacia arriba, vioque la niebla cubría todo el círculo depiedras. Jennifer era tan solo unasombra grisácea de sí misma, que seguíaexcavando en el suelo para encontrar elbloque de piedra enterrado.

La humedad de la niebla empapaba aRobert, paralizando sus miembros ypenetrando en lo más profundo de su sercon cada respiración. Sus manoschocaron con la piedra. Sintió el

repentino impulso de llenar de tierra elagujero que acababa de hacer, cubriendola piedra que había encontrado, pero elfrío parecía haber llegado a su cerebro yya no era dueño de sus pensamientos.Poco a poco, aquel frío entumecedor ibasiendo reemplazado por la suave calidezdel sol. El opresivo silencio fue roto porun murmullo que al principio no pudoidentificar. Enseguida supo lo que era.Era el rumor de las olas al romper en laorilla.

Jennifer había dejado de excavar yestaba de pie a su lado. Sus ojos teníanla misma mirada extraviada y asustadaque Robert había visto en ellos el día

anterior. Miraron hacia el hueco delcírculo en el que faltaba la tercerapiedra. La niebla se iba disipando,desvaneciéndose bajo el sol. Y fueentonces cuando se dieron cuenta de queya no estaban solos. Arrodillado entrelas piedras, escarbando en el suelo,había un muchacho de pelo negro.

—¿Qué ha pasado? ¿Dóndeestamos? —musitó Jennifer.

Robert echó un vistazo a sualrededor. Nada era igual que antes. Elinterminable páramo que antes losrodeaba había sido sustituido por unaespesa vegetación de árboles,matorrales y arbustos, parecidos a

enormes rododendros —oscuros ytenebrosos— que se apiñaban en tornoal círculo de piedras.

—¿Qué ha pasado? —volvió apreguntar Jennifer.

—Escucha —dijo Robert—. ¿Quéoyes?

—Nada —contestó Jennifer,escudriñando con sus ojos azules losalrededores—. Solo el ruido que lashojas de esos horribles arbustosnegruzcos hacen al agitarse.

—¿No oyes el mar? Desde laspiedras de Arden nunca se oye el mar,sea cual sea la dirección en que sople elviento.

—¿Y qué? —preguntó Jennifer.—¿No sabes lo que eso significa?

Las piedras se han movido, como decíami abuelo. Estamos atrapados en laniebla del tiempo.

—No puede ser —dijo Jennifer.Lo único familiar en todo el paisaje

eran las diez piedras verticales y loshuecos de las tres que faltaban.

Robert anduvo lentamente, cruzó lahierba que alfombraba el centro delcírculo y se dirigió hacia el muchachoque estaba arrodillado en el otro hueco.Más tarde, cuando se detuvo a pensarlo,Robert se quedó sorprendido alcomprobar el escaso temor que había

provocado en él la figura del joven.Una vez que estuvo junto a él,

Robert vio que iba envuelto en unaespecie de manta o capa de lana gris.Jennifer se había unido a Robert. Solocuando sus sombras cayeron sobre elmuchacho, este se dio cuenta de supresencia. Visiblemente asustado, seincorporó de un salto y se volvió haciaellos.

Tenía el cabello largo y negro y elrostro curtido y cenceño. En éldestacaban los pómulos prominentes ylos ojos, muy oscuros, bordeados porlargas pestañas. Rodaban lágrimas porsus mejillas. Ahora que estaba de pie,

pudieron ver que debajo de la capallevaba una túnica de una sola pieza,ricamente bordada, y unos pantalonesholgados.

Los ojos del muchacho parpadearon.Robert se preguntó si le extrañarían suspantalones y sus chaquetas. Luego, envoz alta y con un extraño acento, elmuchacho les preguntó lentamente, comosi midiera las palabras:

—¿Quiénes sois? ¿Habéis venido amatarme a mí también?

—No vamos a hacerte daño —dijoRobert con voz ronca y alterada,dejando a un lado su propio miedo paraque el muchacho pudiera tranquilizarse

—. ¿Por qué piensas eso?—¿No sois de los bárbaros del otro

lado del mar, de los que mataron a miHermano Elegido, Aetherix?

—No tenemos nada que ver conellos —dijo Robert mientras echaba a sualrededor una mirada nerviosa. No legustaba la manera en que el muchachohablaba de matar, ni la voz tan extraña yserena con que lo hacía.

El muchacho se dirigió haciaJennifer, como si quisiera tocarla, peroretrocedió.

—¿Sois de los Perdidos? —preguntó.

En el breve silencio que siguió a

estas palabras, Robert volvió a oír muycerca el rumor de las olas.

—¿Puedes decirme a qué distanciadel mar estamos? —preguntó.

—¿Habéis venido del otro lado delmar? —preguntó el muchacho,repentinamente suspicaz otra vez.

—No —dijo Robert—. No tienesque tener ningún miedo de nosotros. Novamos a hacerte daño. Mira,necesitamos tu ayuda. Nos hemosperdido y creo que todo tiene algo quever con estas piedras. Aunque supongoque a ti te parecerá imposible.

—¿Con el Círculo del Tiempo? —preguntó el muchacho.

—¿Vosotros lo llamáis así? ¿Porqué?

—Es muy antiguo. Ha visto el auge ycaída de muchas civilizaciones, el ir yvenir de mucha gente.

—¿Se mueven alguna vez?—¿Moverse? ¿Las piedras, quieres

decir? ¿Cómo iban a hacerlo?—He oído el rumor de las olas al

romper en la playa, pero las piedrasestán muy lejos del mar.

El muchacho movió la cabeza.—Solo hay una estrecha franja de

arbustos entre nosotros y la cima delacantilado. Pero seguramente es másfácil creer que es el mar el que semueve, y no las piedras.

Jennifer, que hasta ese momento

había estado escuchando asustada ysilenciosa, rompió a llorar.

—No me gusta esto. Quiero irme deaquí.

El muchacho los miró preocupado y,olvidando su propia desdicha, dijo:

—Venid al otro lado del círculo ypodréis compartir conmigo el pan demiel y contarme de dónde venís.

Atravesaron el círculo y se sentarontodos junto a una de las piedras. Elmuchacho buscó en uno de sus bolsillos,sacó un pequeño paquete envuelto enhojas y lo abrió. Dentro había variasláminas planas.

—Antes de empezar, creo que será

mejor que sepamos nuestros nombres.Yo soy Kartan.

—Yo me llamo Robert. Y ella esJennifer.

—Robert, Jennifer —repitió Kartandándole a cada uno un pedazo de pan.

—Quizá sea mejor que no nos locomamos —le dijo Jennifer a Robert envoz baja—. Tiene un aspecto muy raro.

—Me recuerda a las tortas de avena—comentó Robert, avergonzado por lafalta de tacto de Jennifer—. ¿Con quéestá hecho?

—Es nuestro pan de miel. Lohacemos con nueces, miel, harina yfrutos secos. Lo llevamos en todos

nuestros viajes, y quita el hambredurante muchas horas. En estos bosquesno hay demasiadas cosas para comer.

Robert probó un poco y descubrióque su sabor a nueces era bastante másapetitoso que su aspecto.

—Está muy bueno, de verdad —ledijo a Jennifer tranquilizadoramente.Jennifer lo mordisqueó con precaución.

—¿Qué clase de viaje estáshaciendo? —preguntó Jennifer entrebocado y bocado.

—El viaje de verano —contestóKartan—. Todos los veranosexploramos las tierras del norte parabuscar artefactos y ver si encontramos a

los Perdidos.—¿Artefactos? ¿Los Perdidos? —

repitió Robert con extrañeza.—No entiendo de qué estás

hablando —dijo Jennifer—. Es como sillegáramos en mitad de una película. Noparece el principio. ¿Estabas aquí, eneste círculo de piedra, excavando parabuscar restos?

—No —contestó Kartan—. Aquí haypoco que encontrar. La mayoría de losrestos proceden de la ciudad de Norsea,que permanece tal y como era antes delas inundaciones.

—¿Qué inundaciones? —preguntóRobert.

—Las de hace un centenar de años.No es posible que ignoréis los años delas grandes inundaciones —dijo Kartan,sorprendido—. Cuando los bloques dehielo se derritieron y subió el nivel delmar.

—¿Cuando los bloques de hielo sederritieron? —repitió Robert con tonoperplejo.

—Nunca he oído hablar deinundación alguna en el siglo diecinueve—dijo Jennifer.

—En el siglo veintiuno —corrigióKartan. El miedo que vio reflejado ensus ojos le hizo dudar un momento, antesde añadir—: Estamos en el dos mil

ciento setenta y nueve.A Jennifer se le cayó el pan de las

manos y dio un grito ahogado. Robertdijo lentamente:

—Perdidos en la niebla del tiempo.Pero nunca pensé que estuviéramos en elfuturo. Hubiera sido más fácil volver alpasado.

—¿Qué dices? —preguntó Kartantodavía extrañamente sereno—.¿Quieres decir que venís del pasado?

La pregunta quedó en suspensodurante un buen rato. Luego, Robertcontestó:

—De hace doscientos años. ¿Cómopodemos regresar?

Había muchas cosas que Kartanquería saber, pero Jennifer y Robertestaban tan aturdidos por la magnitud delo que había sucedido, que parecíanincapaces de entender la pregunta másdirecta. Finalmente, Kartan se dirigió aellos, diciéndoles:

No debemos permanecer aquí mástiempo, no vaya a ser que vuelvan losbárbaros.

—¿Quiénes son los bárbaros? —preguntó Robert.

—Es un pueblo salvaje del otro ladodel mar que nos atacó cuandoviajábamos por las tierras de más alnorte. Se llevaron prisioneros a muchos

de los nuestros y siguen persiguiendo alos que consiguieron escapar, nodejándoles volver a casa. Yo estaba conlos que escaparon, pero volví a la tumbade Aetherix. Es muy duro ser separadode tu Elegido.

—¿Lo mataron los bárbaros? —preguntó Robert.

—¿Y los tuyos lo enterraron aquí?—quiso saber Jennifer.

Kartan afirmó con la cabeza.—Eso fue lo que vi antes —le dijo

Jennifer a Robert. Estaba más tranquila,como si hubiera encontrado unasecuencia lógica dentro de aquellosextraños acontecimientos—. Te dije que

era una tumba. Es verdad que vi algo.—Pero eso sucedió hace tres días —

dijo Kartan—. ¿Lleváis aquí todo esetiempo?

Jennifer movió la cabeza y luegopreguntó:

—¿Y qué haces aquí si eso pasóhace tres días?

—He vuelto porque quería enterrarun dibujo junto a Aetherix. Es un dibujode las piedras que él tanto amaba.

Kartan señaló las piedras con ungesto y, al hacerlo, Jennifer vio que teníalos nudillos de la mano derechaensangrentados.

—¿Cómo te has hecho eso? —le

preguntó.—Me di un golpe con las piedras

mientras excavaba.Volviéndose hacia Robert, Jennifer

dijo entusiasmada:—¡La tercera piedra! Estaba

excavando allí donde debería estar lapiedra que falta.

Robert echó un vistazo al círculo depiedras. Kartan le había llamado elCírculo del Tiempo. Diez piedrasverticales y tres enterradas bajo la tierray las raíces. Las piedras, la niebla, lasleyendas recordadas a medias… Estabaempezando a reunir todas las piezas,cuando un ligero movimiento entre los

arbustos que rodeaban el círculo, muycerca de donde habían encontrado aKartan arrodillado, atrajo su atención.Por detrás de una de las piedrasapareció una cara con barba.

—¡Alguien nos está vigilando! —dijo.

Kartan miró a su alrededor. Dandoun salto, desapareció por detrás de lapiedra que tenía más cercana y corrióhacia la oscuridad del bosque, gritando:

—Corred, corred. Es uno de ellos.Uno de los bárbaros.

4

ROBERT solo vaciló un segundo, eltiempo preciso para ver surgir de detrásde las piedras un hombre grande,moreno, con el pelo negro. Luego,siguiendo los pasos de Kartan y Jennifer,se escondió entre los árboles.

El bosque de rododendros estabamuy oscuro. Un frondoso entoldado dehojas y ramas impedía el paso del sol, yno había flores ni plantas en el suelo,que, húmedo y negruzco, estaba cubiertode hojas caídas de los árboles —grandes y marrones— que crujían y

crepitaban bajo sus pies. En suprecipitada carrera rompieron ramas yvástagos. El estrépito de la persecuciónpareció propagarse a través delterrorífico silencio, como pisadas suciassobre la nieve recién caída.

El corazón de Robert latía tandeprisa, en parte por el miedo y en partepor el esfuerzo, que empezó a sentirseaturdido. Los músculos de la piernaderecha, muy débiles desde que habíaestado enfermo, parecían haberseconvertido en goma espuma, y supo queno podría seguir corriendo mucho mástiempo. Jennifer y Kartan, que lellevaban mucha ventaja, corrían sin

dificultad, esquivando los árboles yagachándose para poder pasar pordebajo de las ramas. Podía oír muycerca los pasos y el estentóreo jadear desu perseguidor, el bárbaro. Estepensamiento le hizo esforzarse paracorrer más deprisa, pero una piernaparecía interponerse en el camino de laotra. Con un grito de dolor, cayó alsuelo.

El bárbaro ya estaba sobre él,gruñendo y hablando en un extrañolenguaje gutural que Robert no entendía.El muchacho no ofreció resistenciaalguna cuando el hombre lo agarró porlos brazos y le ató las muñecas a la

espalda con un delgado cordel que se leclavaba en la piel. Luego, lo levantó aempujones. Robert permaneció de pie,tambaleándose ligeramente.Sorprendido, vio retroceder a Kartanbajo los árboles. Aparentemente,intentaba entregarse para que el bárbarole hiciera prisionero también a él.

—Será mejor para ti quepermanezcamos juntos.

Antes de que pudiera añadir nadamás, el hombre de la barba se abalanzósobre él y, después de darle un golpe enla cabeza, le ató las manos detrás de laespalda. El hombre se detuvo durante uninstante, escudriñando entre los árboles,

como si esperara que Jennifer tambiénvolviera. Pero no había ni rastro de ella.Solo silencio. La intensidad del silencio—no se oían cantos de pájaros, ni elrumor de las hojas al agitarse, nizumbidos de insectos, ni voces lejanas— hacía que aquel lugar tuviera un aireextraño, casi siniestro. Fue un alivio queel gigantón les indicara, con una señalde la cabeza, que iba a llevárselos conél. El sonido de sus pies al arrastrarseacabó con la tensa espera.

Robert continuaba tropezando conlas raíces y metiéndose en todos loshoyos y huecos cubiertos por las hojas.

Con las manos atadas a la espalda,

le resultaba muy difícil mantener elequilibrio y no podía apartar de sucamino las ramas más bajas. Pero,inmerso en el torbellino de sus propiospensamientos, apenas se daba cuenta detodas aquellas dificultades. Si por lomenos pudiera correr más deprisa…¿Por qué había vuelto Kartan aayudarle? ¿Por qué no había opuestoresistencia cuando el bárbaro lo atrapó?¿Qué habría sido de Jennifer? Deberíanhaber permanecido todos juntos.¿Intentaría seguirlos Jennifer? ¿Ovolvería a las piedras para regresardesde allí a su propia época? Despuésde lo que había pasado, ¿se quedaría allí

para siempre?No habían ido muy lejos cuando, de

repente, los árboles se acabaron y seencontraron en un acantilado. Robert sedetuvo, cegado por el resplandor del solsobre las olas, que, a sus pies, iban yvenían.

Robert no podía reconocer aqueltramo de la costa. Dos espolonespenetraban abruptamente en el mar,formando una pequeña bahía. Junto a laplaya había fondeados tres botes, yvarios hombres arrastraban por la arenamadera procedente de los restos de unnaufragio para encender un fuego.

El bárbaro cortó las cuerdas que

ataban sus muñecas y, a empujones, losobligó a bajar por una senda queatravesaba el acantilado. La sendadescendía tan abruptamente que Robert,que ni siquiera la había visto,retrocedió. Pero el hombre volvió aempujarle en medio de un torrente deimprecaciones.

Kartan bajó primero y, al darsecuenta de que Robert tenía miedo, leayudó todo lo que podía desde abajo,mientras el hombre seguía gritándoles. Oquizá gritara a alguien que había en laplaya, Robert no estaba demasiadoseguro, porque tenía puesta toda suatención en la difícil bajada.

—Puedes poner el pie ahí, un pocomás a la derecha —le dijo Kartan,guiando sus pasos—. ¡Cuidado con esapiedra tan grande! Está suelta y puededesprenderse.

Robert bajaba palmo a palmo,poniendo los cinco sentidos yagarrándose con fuerza a cualquierasidero que encontraba, porque sabíaque no podía confiar demasiado en supierna derecha. El ver a Kartan bajardelante de él con tanta facilidad y saltarcon agilidad hasta la arena, volvió adespertar en él una sensación, yafamiliar, de resentimiento ante su propiatorpeza.

Finalmente, cuando Robert sintiótierra firme bajo sus pies, miró haciaatrás y vio en el acantilado, a ciertadistancia, la entrada, grande y oscura, deuna cueva. Apoyados en las piedras dela entrada había dos hombres, uno alto ydelgado, con el pelo claro, y otromoreno y barbudo. Se acercaron a losmuchachos y, sujetándolos conbrusquedad, los arrastraron hacia lacueva, empujándolos para que entraran.

Robert, cuyos ojos ya se habíanacostumbrado a la luminosidad del mar,no pudo ver nada al principio, pero unmurmullo de voces le indicó que habíaalguien más en el interior de la cueva.

Luego, una voz, que resonó como un eco,exclamó:

—¡Es Kartan! ¡Y viene con alguien!—¡Savotar! —dijo Kartan,

penetrando en la oscuridad de la cueva—. ¿De verdad eres tú? ¿Estáis todosbien? ¿Quiénes estáis aquí?

Un grupo de unas doce o quincepersonas, todos morenos y con el pelonegro y liso como Kartan, apareció en laboca de la cueva. Uno de los hombres,más alto que los demás, llevaba unatúnica larga confeccionada con un tejidobrillante, mientras que el resto vestíatúnicas grises y pantalones, cubiertos enalgunos casos por una capa de lana

también gris.—¿Quién viene contigo? —preguntó

el hombre más alto—. ¿Es uno de susniños?

—No, no es uno de ellos, Savotar —contestó Kartan—. Se llama Robert. Nosencontramos en el círculo de piedras.También había una niña. Jennifer.

—¿Dónde está? —la pregunta fuehecha por una mujer de voz suave, quellevaba el cabello trenzado y enrolladosobre las orejas.

—No estamos seguros, Nemourah —contestó Kartan—. Uno de los bárbarosnos persiguió, y Jennifer consiguióescapar.

—Pero ¿de dónde vienen? ¿Puedenser dos de los Perdidos?

—La verdad es que no sé cómo hanllegado hasta aquí. Apenas hemos tenidotiempo para hablar.

—¿Qué sabes del resto de nuestropueblo? —le preguntó Savotar a Kartan—. ¿Siguen persiguiéndolos losbárbaros? Cuéntanos lo que sepas.Llevamos tres días prisioneros y nosabemos qué ha pasado.

La gente se reunió alrededor deKartan y, sentados con las piernascruzadas junto a la entrada de la cueva,esperaron que hablara. A Robert lerecordó su infancia cuando, en la

escuela, les contaban cuentos. Conmuchas dificultades se agachó junto aellos.

—Hace tres días —comenzó Kartan— fui con algunos de los nuestros arecoger maderas arrojadas por el mar ala playa. Al ver botes fondeados en labahía, nos quedamos sorprendidos. Nose veía a nadie por allí, peroencontramos restos de un fuego apagado.Sospechamos que habrían dormido aquíen la cueva, donde nosotros pensábamospasar la noche. Inmediatamente supimosque habían vuelto los bárbaros.

»Después de discutir, decidimos iral Círculo del Tiempo para celebrar un

consejo contigo, Savotar, y conEdomerid. También pensamos avisar alresto de la gente, pero cuando llegamosallí nos dimos cuenta de que ya erademasiado tarde. Encontramos el cuerpode mi hermano, Aetherix.

La voz de Kartan tembló. Durante unbuen rato, no pudo continuar. La genteesperó en medio de un respetuososilencio.

—Cavamos una tumba y loenterramos allí donde lo habíamosencontrado.

Robert afirmó con la cabeza. Era laescena que Jennifer había presenciado.

—Mientras estábamos allí, se

unieron a nosotros algunos de losnuestros. Habían visto el asesinato deAetherix. Nos dijeron que había luchadocontra los bárbaros, y que tú, Nemourah,y los demás habíais sido capturados. Apesar de la muerte de Aetherix noparece que los bárbaros quieranmatarnos. Solo pretenden hacernosprisioneros. Todavía vagan por ahí,buscando a los nuestros ypersiguiéndolos por el bosque. Me damiedo que puedan seguirlos hasta Kelso,donde nos esperan Vianah y los niños.

—Los nuestros no los conduciríanhasta allí sabiéndolo —dijo un anciano.

—¿Y si no se dan cuenta de que los

están siguiendo?—¿Por qué te quedaste en el

círculo? —le preguntó Savotar a Kartan—. ¿Estabas solo?

—Escapé con Alloperla y Panchrosy seguí con ellos hacia Kelso, pero eldolor por la pérdida de Aetherix erademasiado grande. Quise enterrar uno desus dibujos junto a él; así que volví a latumba. Allí fue donde me encontraronRobert y Jennifer.

—¿Quiénes son esos bárbaros, y porqué quieren capturaros? —preguntóRobert cuando, finalmente, su curiosidadpudo más que su timidez.

—Vienen del otro lado del mar. Los

llamamos los bárbaros porque siguenviviendo como lo hacía la gente hacemuchos años. Se sienten atraídos por lariqueza, las máquinas y las fábricas;pero las fuentes de energía y lasmaterias primas para mantener un tipode vida así se han agotadoprácticamente. Ahora están dispuestos aexplotar a la gente para satisfacer susnecesidades.

—¿Qué quieres decir? —preguntóRobert.

Nemourah continuó contando lahistoria. La suavidad de su voz hacíamás terribles las palabras quepronunciaba:

—Piensan llevarnos a su país enesos botes que hay fondeados en labahía, pero quieren más gente. Por esonos mantienen prisioneros en esta cuevahasta que hayan capturado al resto denuestro pueblo. Nos obligarán a realizarel trabajo de algunas de sus máquinas ya sacar el carbón del fondo de las minasmás profundas, para obtener laelectricidad necesaria para que siganfuncionando las fábricas.

—Entonces… ¿seréis esclavos? —preguntó Robert con voz entrecortadapor el terror.

—A pesar de toda su tecnología, sonmuy ignorantes —dijo Savotar—.

Comparan nuestra vida con la suya y,como no tenemos muchas posesiones,creen que no perdemos nada dejandoestas tierras. Pero nuestro pueblo, que seha adaptado a nuevas formas de vida, esmás afortunado que aquellos que seapegan a un pasado desaparecido parasiempre.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntóRobert mientras jugueteaba con una paja—. Ni siquiera hablan nuestra lengua.No podéis saberlo con certeza.

—Hace muchos años capturaron avarios de nuestros hombres, que sequedaron a vivir con ellos durantemucho tiempo —explicó Savotar—.

Pero consiguieron escapar y volver connosotros, trayéndonos información sobresus conocimientos y su lenguaje. Con elpaso del tiempo empezamos a confiar enque los bárbaros nos hubieran olvidadoy nos dejaran vivir en paz, pero ahorahan descubierto que nos necesitan paraque trabajemos para ellos.

—¿No podemos escapar? —preguntó Robert inspeccionando losalrededores.

—La única forma sería subir por lasenda hasta la cima del acantilado —dijo Savotar—. Pero nos verían.

—¿No podríamos enfrentarnos aellos? —sugirió Robert—. Solo he visto

cinco o seis, y nosotros somos bastantesmás.

—No es una cuestión de número —dijo Savotar—. Están armados y nuestropueblo lleva varias generaciones sinluchar. Creemos en la paz. No podemospermitirnos volver a la forma de vida delos pueblos primitivos, que respondencon violencia a la violencia.

—Pero no nos podemos quedar conlos brazos cruzados —dijo Robert.Tampoco era partidario de la lucha, perose resistía a ser capturado y esclavizadosin oponer resistencia.

—Todavía podemos salvarnos —dijo con calma Savotar—. El amor y la

confianza son más poderosos que laviolencia y el odio. No lucharemos.Aetherix, el Hermano Elegido deKartan, luchó encolerizado cuando vio auno de los bárbaros maltratando aNemourah. Mataron a Aetherix y sumuerte le produjo a Nemourah mayordolor que la crueldad del bárbaro.

—Creo que no habría hecho bien sino hubiera intervenido —dijo Roberttercamente.

—Hace falta mucho valor paracontener la cólera. Aetherix no tenía esaclase de valor, solo cólera —contestóSavotar—. ¿De qué nos sirve creer quela confianza, el amor y la colaboración

son las auténticas fuerzas que mueven elmundo si abandonamos esta conviccióncuando más la necesitamos?

Robert no encontraba palabras paraexpresar sus pensamientos. ¿Qué clasede valor era para ellos quedarse allísentados, sin hacer nada, aceptando lapérdida de una forma de vida en la quecreían firmemente?

—¡Vamos! —dijo Savotar consuavidad, comprendiendo su frustración.

Se pasaron pequeñas porciones depan de miel y un jarro de agua. Robertseguía sentado en silencio, mirando alexterior de la cueva. Y esta vez el pande miel le supo soso, como si fuera de

serrín. Se sentía cansado, desbordadopor todo lo que había sucedido en tanbreve espacio de tiempo.

Estaba atrapado dentro de círculosconcéntricos. Tenía que escapar de losbárbaros, escapar del pueblo de Kartan,escapar de aquel momento. ¿Y Jennifer?¿Se habría librado de las garras de losbárbaros para vagar sola por aquelbosque oscuro y silencioso? ¿Cómo ibaa encontrarla?

5

LA tarde era cálida y tranquila. Lasolas lamían la arena de la playa,mientras los botes fondeados en la bahíasubían y bajaban suavemente mecidospor la corriente. En la playa, seishombres estaban sentados junto a unfuego que crepitaba furiosamente.

La idea de que eran prisioneros deaquellos hombres y de que los botesestaban esperando para llevarlos a laesclavitud, le parecía a Robertcompletamente imposible. Cerró losojos con fuerza, seguro de que cuando

los volviera a abrir vería que todoaquello solo había sido un mal sueño.Pero cuando los abrió, todo permanecíaigual. Kartan le miró con curiosidad.

—¿Para qué has venido? —preguntócon voz serena.

—No sé cómo he llegado hasta aquí—contestó Robert—. Yo no he hechonada, de verdad.

—¡Silencio! —dijo Kartan, mirandonerviosamente hacia el interior de lacueva—. Es mejor que los demás nosepan nada de ti por el momento.

—Ya lo saben —comentó Robert.—Te aceptan como a uno de los

Perdidos. Todavía no saben que vienes

del pasado. No saben que eres como losniños de Vianah.

—¿Los niños de Vianah? —repitióRobert.

Una vez más tuvo la sensación deestar atrapado en un callejón sin salida.

—¿No conoces a los niños deVianah? ¿Ollie, Ian y los demás? —estavez fue Kartan el que se quedó perplejo—. Cuando supe que veníais de suépoca, pensé que teníais algo que vercon ellos o con Vianah.

—No entiendo nada de lo que meestás diciendo —dijo Robert con vozcansada—. Es tan incomprensible paramí como si hablaras el lenguaje de los

bárbaros.—Te lo contaré todo desde el

principio —dijo Kartan con la mismavoz ligera y cantarina que habíaempleado para relatar la historia de lacaza de los bárbaros—. El año pasado,cuando continuamos el viaje de verano,dejamos a Vianah en la antigua torre quehay cerca de la ciudad de Kelso. Vianahes la más anciana de nuestro pueblo yestá casi ciega. El viaje era demasiadodifícil para ella. Le dejamos tortas demiel, aceite y agua suficientes, perofuimos más lejos de lo que pensábamosy cuando volvimos ya no le quedabanada. Sin embargo, no murió. La

cuidaron cuatro niños. Tenían nombresextraños para nosotros: Elinor, Andrew,Ian y Ollie. Todavía más extraño que susnombres era el hecho de que vinieran deun mundo en el que la gente viajaba encoche, volaba en avión e inclusocaminaba por la luna. Venían de hacemucho tiempo.

—¿De qué año? —preguntó Robert—No creo que se lo dijeran a

Vianah, o por lo menos ella no me lodijo. Dos de ellos fueron a Kelso yvolvieron con productos de nuestroshuertos. Encendieron un fuego para quepudiera calentarse y prepararon algocaliente para comer. Vianah dice que sin

su ayuda no habría podido sobrevivir.—¿Tú los viste? —preguntó Robert.—Se marcharon antes de que

llegáramos nosotros. Regresaron a suépoca.

—¿Cómo? —preguntó Robert,interesado—. ¿Cómo consiguieronvolver?

Para Robert, esa era la parte másinteresante de toda la historia, peroKartan no le daba ninguna importancia.Vianah no se lo había contado y a él nose le había ocurrido preguntárselo.

—Si tú no llegaste a verlos nunca,¿cómo puedes estar seguro de que nofueron simples imaginaciones de

Vianah? Después de todo, es ciega ytampoco pudo verlos.

—Vi la cesta de melocotones.—¿Melocotones?—Cuando emprendimos el viaje, los

melocotones todavía no estabanmaduros; pero cuando volvimos, habíauna cesta llena junto a Vianah en latorre. Ella no pudo ir sola a Kelso.Alguien se los llevó. Además, Vianahme lo dijo, así que es verdad. Le gustabamucho hablarnos de ellos a mí y a LaraAvara, su Elegida.

—¿Quiénes son esos Elegidos de losque tanto habláis? —preguntó Robert.

Kartan le miró sin comprender y

luego dijo:—¡Claro! En tu época cada familia

vivía sola. Nosotros elegimos la gentecon la que queremos vivir.

—¿Como en una comuna? —preguntó Robert.

Kartan frunció el ceño, incapaz deentender la pregunta de Robert.

—Si conseguimos escapar de aquí,te llevaré a Kelso para que conozcas amis Elegidos.

Las palabras de Kartan supusieronpara Robert un rayo de esperanza. Porfin alguien hablaba de escapar.

—He leído algo de historia de tuépoca —continuó Kartan—. La gente

mataba a sus enemigos con armas ybombas. Quizá tú puedas ahuyentar a losbárbaros.

—¡No digas tonterías! —protestóRobert, irritado ante lo estúpido de laidea—. Los chicos no van por el mundocon los bolsillos llenos de bombas o dearmas. Lo único que tengo es una navajade explorador. Además, si tu pueblo nocree en la violencia, no puede esperarque me enfrente a los bárbaros yo solo,sin ninguna ayuda.

—Tiene que haber alguna razón paraalgo tan importante como tu venida. Losotros niños vinieron para ayudar aVianah cuando lo necesitaba.

Seguramente tú has venido a salvar anuestro pueblo de los bárbaros. —Kartan se volvió y le miró con ojostristes y suplicantes.

Robert se vio invadido por unacreciente oleada de pánico. Salvarse así mismo, y quizá a Jennifer, era más delo que él podía hacer. Y allí estabaKartan, tranquilo y confiado, pidiéndoleque salvara de la esclavitud a su pueblo.Robert hubiera querido saltar y correrpor la playa, para que sus gritosalertaran a los guardianes, quienes,sentados junto al fuego, como siestuvieran de excursión, parecían estarmuy seguros de que la gente de Kartan

no iba a intentar escaparse. ¿Por qué nose escapaban arrastrándose con sigilo?Lo único que necesitaban era que algodistrajera la atención de los guardianesmientras subían por el acantilado.

Robert levantó la vista y miró a lostres botes que se mecían suavemente enla bahía. ¡Los botes! En su cabezaempezaba a tomar forma un plan.Introdujo la mano en el bolsillo y palpóla navaja. Tenía una hoja de aceroresistente y flexible.

—¿Cómo crees tú que estaránanclados los botes? —le preguntó aKartan.

—Con sogas y boyas —contestó

Kartan.—¿Con sogas o con alambre? —

insistió Robert—. ¿Con una soga que sepueda cortar con esta navaja? —dijosacándola del bolsillo.

Al principio Kartan no contestó a lapregunta, deslumbrado por la navaja.Luego dijo:

—Se lo podemos preguntar aSavotar, pero ¿para qué quieres saberlo?

—Si corto la soga de uno de losbotes, la corriente lo arrastrará hacia lasrocas. Cuando los guardianes se dencuenta de lo que sucede, saldrán asalvarlo. Después de todo, necesitan losbotes. Mientras estén allí, podréis salir

arrastrándoos y subir por el acantilado.—¿Pero cómo vas a llegar hasta los

botes sin que te vean? Para hacerlo,tienes que pasar por delante de losguardianes.

—Iré por la parte superior de laplaya, junto al acantilado, y luegoatravesaré la arena por detrás deaquellas rocas.

Robert señaló un espolón que seadentraba en el mar desde la base delacantilado. Tendría que nadar un buentrecho para llegar desde allí hasta losbotes, que se balanceaban justo enfrentede los guardianes.

—¿Podrás llegar nadando hasta allí?

—preguntó Kartan, preocupado.Robert sabía que Kartan estaba

pensando en la facilidad con que elbárbaro lo había atrapado en el bosque yen el miedo que había mostrado a lahora de descender por el acantilado,pero nadar era algo que sabía hacer muybien. Después de tener poliomielitis,había ido a nadar a la piscina municipalde Baldry, como le había aconsejado elmédico. En el agua nunca se sentía torpeni lento. Estaba completamente segurode que podría llegar hasta los botes,siempre que no hubiera corrientesfuertes. Y eso no lo sabría hasta queestuviera dentro del agua.

—Vamos a contarle a los demás tuplan —propuso Kartan.

A Robert no le atraía demasiado laidea de encontrarse con los ojostranquilos y curiosos de toda aquellagente de piel morena, pero Kartan yahabía entrado en la cueva y les estabacontando el plan con voz ligera ycantarina.

—Solo puedo cortar soga, alambreno —dijo Robert cuando Kartan empezóa describir la navaja.

—Estoy seguro de que será soga —dijo Savotar—. El metal es un materialtan escaso que se reserva únicamentepara usarlo cuando no puede sustituirse

por ninguna otra cosa. Me preocupa másel riesgo que vas a correr tú.

—No podemos permitírselo —dijoNemourah con tranquilidad—. Lo únicoque nos traerá será cólera y violencia.

—No, si vosotros os alejáisarrastrándoos con el mayor sigilocuando ellos vayan a salvar el bote —dijo Robert.

—Ha venido a ayudarnos —declaróKartan con la mayor seriedad.

—¿De dónde viene? —preguntó unavoz desde el fondo del grupo.

—Del pasado —contestó Kartan.«Ya está», pensó Robert; «ahora no

volverán a discutir el asunto». Pero, ante

su sorpresa, aceptaron laincomprensible noticia con másnaturalidad que la idea de que Robertiba a soltar el bote cortando la soga.

La conversación continuaba a sualrededor, pero él no podía desentrañarlo que decían aquellas voces hasta que,de repente, se dio cuenta de que Savotarle decía formalmente:

—Irás ahora, protegido por el amorque sientes por nosotros.

Robert se revolvió incómodo al oírsus palabras.

—Quizá sea mejor que espere a queesté completamente oscuro.

—Es mejor que vayas ahora —

contestó Kartan—. Pronto saldrá la lunay, con su reflejo en el agua, puede que tevean más fácilmente.

Robert sentía que parte de su arrojose venía abajo.

—Me parece que no estásuficientemente oscuro —insistió.

—Bajo la sombra del acantilado note verán. Y no esperan que les venganingún peligro del mar —le aseguróKartan.

Una cosa era decirlo y otra hacerlo.Con todo, Robert sintió cierto aliviocuando, después de salir de la cueva,empezó a arrastrarse junto a la base delacantilado. Por lo menos, el tener que

llegar hasta los botes requería acción yera mejor que seguir sentado en lacueva, intentando poner en orden losconflictivos sentimientos y pensamientosque le embargaban.

Respiró profundamente elconcentrado olor a yodo quedesprendían las algas al secarse en laorilla y escuchó el suave murmullo delas olas que rompían en la arena. El olordel mar y el murmullo de las olas lerecordaron la playa que había cerca dela casita de su abuelo. Luego, se deslizósobre la arena, asegurándose de que lasrocas lo ocultaban.

Pero alguien, escondido detrás de

las rocas, observaba a Robert mientrasse dirigía a gatas hacia el mar. La quevigilaba desde la cima del acantilado noera otra que Jennifer, quien, sinembargo, estaba demasiado lejos parapoder afirmar con seguridad que era él.

Cuando el bárbaro había aparecidoen el círculo de piedras, el únicopensamiento de Jennifer había sidoechar a correr, así que se internó en elbosque, muerta de miedo, sin acordarsede que Robert no podía seguir su ritmo.Escapó como un animalillo asustado,preocupándose tan solo de poner lamayor distancia posible entre ella yaquel gigante barbudo que los perseguía.

Cuando por fin estuvo demasiadocansada y falta de aliento para seguircorriendo, se detuvo y echó una miradaa su alrededor. Alarmada, se dio cuentade que estaba completamente sola en elbosque. Este descubrimiento la asustabacasi tanto como el ser perseguida.Después de permanecer en silenciodurante un buen rato, empezó a llamar agritos a Robert. Pero sus gritos fueronabsorbidos por la frondosa quietud.Aunque aguzó el oído, no pudo escucharni una respuesta, ni un rumor de pisadas.«¿Habrían seguido otro camino?», sepreguntó angustiada. «¿O habrían sidoatrapados por aquel hombre horrible?».

De haber sido así, tendría que haberoído sus gritos.

Permaneció inmóvil, sopesandoambas posibilidades, y fue entoncescuando se dio verdadera cuenta delsilencio que reinaba. Era como si ellafuera el único ser viviente en varioskilómetros a la redonda, como si todaslas demás criaturas estuvieran bajoalgún extraño encantamiento. El silenciole daba miedo. Y entonces oyó un leverumor. A su espalda, en alguna parte, labrisa agitó las hojas. Jennifer se volvióasustada, creyendo que se le subían porencima Dios sabe qué extrañas criaturas,invisibles en la penumbra. Solo eran las

primeras ráfagas de la brisa nocturna,pero para Jennifer todo aquel sombríobosque estaba lleno de siniestrosrumores y de ojos brillantes que lamiraban hostiles. Luego, el vientoamainó, volvió el silencio, y Jenniferllegó a pensar que era incluso peor.

Intentó retroceder, pero todos losárboles le parecían iguales. Era unextraño lugar, sin nada que lodistinguiera, sin senderos, sin arroyos,sin tocones, sin espacios abiertos. Soloramas inacabables y polvorientas yhojas oscuras y tupidas. De vez encuando, el chasquido de las hojas secasbajo sus pies le hacían pensar quealguien la seguía. Entonces se detenía ymiraba hacia atrás, entre esperanzada ytemerosa; pero no había nadie, solo unterrible silencio.

A Robert, aunque estaba asustado ydesconcertado, todo lo que les habíapasado no le había cogido tan

desprevenido como a Jennifer. Durantetoda su vida había escuchado lashistorias que contaba su abuelo yllevaba en la sangre algo del misterio ydel espíritu de aquel lugar. ParaJennifer, sin embargo, todo erainesperado y se sentía completamenteabrumada. Su único objetivo eraencontrar el círculo de piedras y volveral lugar al que pertenecía. Ni siquierahabía leído libros que tuvieran un toquede fantasía o irrealidad. No sabía nadade caer en una conejera o atravesar unespejo. Y, sin embargo, allí estaba,atrapada en aquel terrible lugar.

De repente, se sintió enfadada.

Enfadada con Robert, que la habíallevado hasta allí; enfadada con Kartan,que la había abandonado, y enfadadacon la realidad, que la había engañado.

No tenía ni idea de cuánto tiempollevaba vagando por el bosque. Estabacada vez más oscuro; pero como nopodía ver el cielo, no estaba segura desi estaba anocheciendo o es que se habíanublado. A lo mejor lo único que pasabaera que el bosque era más frondoso, lashojas más tupidas.

Además, tenía hambre. No habíaabsolutamente nada para comer, a no serque las hojas fueran comestibles. Nohabía maleza, ni musgo, ni setas. Y,

aunque las hubiera habido, tampoco sehabría atrevido a comerlas. No habíavisto ningún riachuelo y, al pensarlo, sedio cuenta de que también tenía sed, unased insoportable. Necesitaba salir deallí antes de morir de hambre, de sed ode soledad. Creía que la soledad seríala primera en acabar con ella.

Y entonces oyó un sonido distintodel murmullo de las hojas al agitarse.Era el rumor del mar.

El descubrimiento hizo renacer enella la esperanza. Si pudiera llegar almar, saldría de aquel terrible lugar. Elpropio bosque había cambiado. Ahora elsuelo estaba alfombrado de setas y

hierba, los árboles eran diferentes —menos frondosos y lúgubres— y los máscercanos llenaban el aire de un intensoperfume. Luego, de repente, se acabó elbosque, y Jennifer se encontró en unacantilado, por encima del nivel delmar, frente a la amplia curva de unabahía.

Quizá el mayor alivio para Jenniferfuera ver gente en la playa, sentadaalrededor del fuego. Se puso tancontenta al descubrir que no estaba solaen el mundo, que quiso gritarles, pedirque la ayudaran. Pero la precaución seimpuso. ¿Y si eran los bárbaros de losque el muchacho había hablado? Por si

acaso, era mejor no atraer su atención.En la bahía había tres botes, como

tres grandes barcos de remos. Alprincipio, como no podía ver el camino,pensó que los hombres habrían llegado ala playa con ellos; pero después,examinando toda la curva delacantilado, vio que un poco más alláhabía una tortuosa senda. Con todo, noestaba muy decidida a aventurarse porella. En la parte inferior de la sendahabía una cueva, y —era lo másinteresante— sentadas en la entradahabía dos personas. Estaba demasiadooscuro para estar segura, pero muy bienpodían ser Robert y Kartan.

Estaba confusa. ¿Las personas queestaban sentadas junto al fuego eranbárbaros? Y, si lo eran, ¿por qué no seescondían Robert y Kartan? ¿Estabanesperando a que oscureciera del todopara escapar? Se sentó a observar.

El sol se había escondido detrás delos árboles, y era difícil ver a losmuchachos. De repente, cuando yaJennifer estaba perdiendo la esperanzade que pasara algo, uno de losmuchachos empezó a avanzarcuidadosamente junto a la base delacantilado, pero no hacia la senda comoella esperaba, sino en direccióncontraria. Cuando estuvo detrás del

espolón, echó a correr por la arena hastallegar a la orilla.

Jennifer podía verlo perfectamenteen abierto contraste con la arenaluminosa, pero las rocas lo ocultaban dela vista de los hombres de la playa. Sucorrer desacompasado le confirmó queera Robert. Se preguntó qué diablosestaría haciendo. Luego, cuando viocómo se despojaba de la camisa y lospantalones, comprendió su plan.

Iba a nadar hasta los botes paraescapar así de los bárbaros. En vez devolver al bosque a buscarla, lo queintentaba hacer era poner a salvo supropia piel, alejándose en uno de los

botes. Jennifer se mordió el labioinferior y, luchando contra las lágrimas,se retiró de la cara el cabello rojizo, enun gesto de desafío. Robert la habíametido en el lío y ahora, por lo queparecía, estaba sola. No podía contarcon él. Bueno, no pensaba quedarseatrás. Correría por el acantilado hastallegar a la senda, bajaría a la playa,cruzaría la arena y nadaría hasta losbotes. Estaba convencida de que sabíanadar tan bien como él. Pero lo primeroque tenía que hacer era bajar a la playa.

Al llegar a la orilla del agua, Robertsupo que la parte más fácil del planquedaba atrás. El agua brillaba,

reflejando los primeros rayos de la luna.Para llegar hasta los botes tenía quepasar por delante de los hombres. Eracasi imposible que no lo vieran. Suarrojo se tambaleó; por un momentopensó volverse, pero cuando se acordóde Kartan, esperando en la cueva,comprendió que tenía que seguiradelante.

Ató el cuchillo al cinturón y seabrochó este a la cintura. Sintió sucontacto sobre la piel desnuda. Ocultopor las rocas, se introdujo en el agua.Tembló levemente con el roce de laprimera ola, pero en realidad el aguaestaba sorprendentemente caliente.

Avanzó hacia dentro, nadando siempreen línea recta para poder cruzar la bahíalo más lejos posible de la playa.

Nadaba a braza, sin levantarespuma, manteniendo la cabeza debajodel agua. Luego, creyendo oír gritos enla playa, volvió la cabeza conprecaución y miró por encima delhombro. Horrorizado, vio que loshombres ya no estaban sentadosalrededor del fuego, sino de pie en laorilla, mirando hacia él. Todavía podíaretroceder. Luego vio que no estaba soloen el agua. Un numeroso grupo denadadores venía del mar abierto. Esoera lo que miraban los hombres desde la

playa. Cuando el primero de losnadadores estuvo suficientemente cerca,Robert descubrió divertido que teníaenfrente los ojos oscuros y la carabigotuda de una foca. Las focas lerodearon, sin acercarse nunca más de unmetro, y le miraron con los ojos muyabiertos.

Robert no tenía miedo. Muchas delas historias de su abuelo tenían comoprotagonistas a las focas, las amigasfocas, como él las llamaba. Decía que,en realidad, las focas eran sereshumanos desterrados al mar por culpade sus pecados y que, si lo necesitabas,te ayudaban y luego podían volver a

tomar forma humana, dejando sobre laarena de la playa su piel vacía.

—¡Foquitas! ¡Foquitas! —silbó consuavidad—. Necesito vuestra ayuda.

Las focas parecieron estrecharse asu alrededor.

—Nadaremos todos juntos hasta losbotes —les dijo.

Como si entendieran lo que lesdecía, se adaptaron a su ritmo y nadaronjunto a él, bajo la atenta mirada de loshombres de la playa, quienes, poco apoco, fueron perdiendo interés yvolvieron a sentarse junto al fuego.Solo, de vez en cuando, echaban unaojeada para vigilar el avance de las

focas. Cuando vieron que rodeaban losbotes, no se alarmaron. Todos sabíanque las focas son muy curiosas.

Al llegar a los botes, Robert pensóque todo su esfuerzo no había servidopara nada. Las sogas de los botesparecían estar hechas con hilos de metalretorcidos, demasiado gruesos para quepudiera cortarlos con el cuchillo. Pero,vistas desde cerca, se dio cuenta de queeran sogas y que eran las gotas de agua ylas algas las que, al brillar a la luz de laluna, les daban un aspecto metálico.

Desenganchó con mucho cuidado lanavaja que llevaba atada al cinturón,siempre temiendo que se le resbalara de

las manos, abrió la hoja y empezó acortar la gruesa soga. De vez en cuando,alguna foca curiosa se le asomaba porencima del hombro y miraba sinperderse detalle, pero Robert se dirigíaa ella y le explicaba con voz tranquila loque estaba haciendo. Luego se iba yvenía otra a reemplazarla.

Cortar la cuerda llevaba su tiempo,pero la suerte seguía estando de su lado,y el peso del propio bote y el impulsode la corriente fueron suficientes pararomperla antes de que Robert hubieraterminado de cortarla. El bote dio unbandazo y, empujado por la corriente, seencaminó hacia las rocas.

Ahora tenía que volver andando lomás deprisa posible. Si las cosas ibancomo esperaba, pronto los hombrestendrían que dedicarse a intentar salvarel bote y Kartan y los suyos podríansubir por el sendero del acantilado.Tendría que darse prisa si no queríaquedarse atrás.

Las focas le acompañaban,dejándole marcar el ritmo y saltandoincansablemente a su alrededor. Loshombres, sentados junto al fuego,seguían mirando distraídamente en sudirección, pero Robert confiaba en quese dieran cuenta de que el bote iba aestrellarse contra las rocas.

A medida que se iban acercando a laplaya, las focas empezaban a inquietarseal ser menor la profundidad del agua.Durante unos minutos más siguieronrodeándole, como si quisieran pedirleque se quedara con ellas; pero cuandovieron que continuaba nadando hacia laorilla, se dieron la vuelta y,abandonándole, se adentraron en el mar.

Avanzó hacia la arena y allídescansó, agotado por el enormeesfuerzo realizado. Su ropa formaba unmontoncito a su lado, como si fuera lapiel de una foca que hubiera tomadoforma humana.

De repente, el griterío alejó de su

mente los recuerdos de las historias quesu abuelo le contaba. ¿Le habrían vistosalir del agua? Recogióapresuradamente la ropa y echó a correr,siempre oculto por las rocas. Ya casihabía llegado al acantilado cuando seatrevió a mirar hacia atrás. Aliviado,vio que los hombres se dirigían deprisay corriendo al otro lado de la bahía,para intentar evitar que el bote seestrellara contra las rocas.

6

JENNIFER tardó más de lo que habíaprevisto en llegar al lugar en queempezaba la senda que descendía hastala playa. Intentó seguir el contorno de laparte superior del, acantilado, pero elsuelo se había desmoronado en algunaszonas, y tuvo que atajar atravesando laoscuridad del bosque. Estuvo a punto dedesistir ante la idea de tener quepenetrar de nuevo en aquel inquietantesilencio. Durante el día había sidobastante amenazador, pero ¿qué tipo decriaturas nocturnas acecharían en él?

Cada paso que daba iba acompañadodel crujido de las hojas o del agudochasquido de alguna rama rota,alertando a los seres del silenciosobosque de la presencia de un intruso.

Cautelosamente, volvió a abrirsepaso hasta la cima del acantilado. Unavez allí, se quedó sorprendida al ver queuna docena de nadadores se había unidoa Robert. Ni siquiera podría decir conseguridad cuál de todas aquellascabezas oscuras que sobresalían en elagua era la suya. Mientras tanto, loshombres seguían sentados junto al fuego,sin prestar atención a los nadadores.

Si, como suponía, Robert se

encontraba entre los nadadores, estabamás cerca de los botes de lo que ellaesperaba. No iba a poder alcanzarle. Sesintió atrapada en medio de unapesadilla, en la que todo se sucedía sinninguna ilación lógica. Por más queluchaba por escapar de ella, noconseguía despertar. Ante sus ojos, losárboles se espesaban hasta el borde delacantilado con sus raíces extendidassobre el suelo movedizo e inestablecomo dedos agarrotados. Y fue entoncescuando comprendió que, si queríacontinuar, tendría que volver a penetraren el bosque. Aunque había refrescadocon la caída del sol, el pelo se le pegaba

al sudor de la frente y de la nuca, y laspiernas le temblaban cuando se metióentre los árboles con sigilo.

Guiada por el murmullo del marbajo sus pies, a la derecha, llegófinalmente a un pequeño claro en la cimadel acantilado y comprobó con alivioque allí empezaba la senda. Avanzó conprecaución, preguntándose si tendríavalor para descender por ella en mediode la oscuridad. Sería prácticamenteimposible evitar que se desprendieraalguna piedra e hiciera ruido. Derepente se dio cuenta de que loshombres ya no estaban sentados junto alfuego, sino que se dirigían

apresuradamente, a través de las rocas,hacia uno de los botes, que parecía ir ala deriva. ¿Estaría Robert en él? Si asífuera, volverían a capturarle. ¿Y quéhabría sido de los demás nadadores?

Un nuevo ruido reclamó su atención.A sus pies, oyó rodar piedras ymurmullos de voces bajas. Alguiensubía.

La luna había salido, iluminando unpoco el claro. Jennifer retrocedió y seescondió entre los árboles. Pocodespués, asomó por el borde delacantilado una figura vestida de gris,seguida por otra y luego por varias más.Desaparecieron entre los árboles a

pocos metros de ella y se alejaronsigilosamente. A pesar de la oscuridad,andaban con mucha seguridad.

Jennifer no pudo ver a la gente conclaridad, pero aquellas figuras lerecordaron a Kartan. Quiso hablar conellas, pero le faltó valor. Sin embargo,avanzó poco a poco, pensando que quizápudiera seguirlas y averiguar adóndeiban. Cualquier cosa sería mejor quevolver a quedarse sola otra vez.

Se detuvo junto a un árbol, ya casisin esconderse, esperando queapareciera por el borde del acantiladouna nueva figura. Esta, fuera quien fuera,parecía tener más dificultades que las

demás. Desde arriba, alguien la animabay alentaba, mientras otras dos personasesperaban junto a los árboles.

Poco a poco fue apareciendo unacabeza despeinada. Al ver la carailuminada por la luna, Jenniferreconoció inmediatamente a Robert.

—¡Robert! —gritó surgiendo deentre los arbustos y dando tal susto atodos que Robert estuvo a punto decaerse por el acantilado.

—¿Algo va mal? —preguntó una vozansiosa desde atrás.

—¡No pasa nada! —contestó Robert—. Es Jennifer. Estaba esperándonos.¡Jennifer!

—¡Cuánto me alegro de verte! —dijo Jennifer.

Robert terminó de subir y fuerodeado inmediatamente por un grupo defiguras envueltas en capas que miraban aJennifer con curiosidad.

—¡Creía que estabais en los botes!—dijo Jennifer moviendo la cabeza,como si intentara recobrarse de lasorpresa de volver a verle—. Estabasegura de que eras tú el que corría porla arena y se dirigía nadando hacia losbotes.

—¿Me viste hacerlo? —el gestoadusto de Robert se iluminó con unarepentina sonrisa—. ¿Viste las focas?

¿Dónde estabas?—Vámonos —dijo Kartan, tirando

ansiosamente de la chaqueta de Robert—. Luego tendremos tiempo para hablar,en el círculo de piedras.

—¿Vais allí? —preguntó Jennifer,esperanzada—. Probablemente, desde elcírculo podamos regresar a casa,alejándonos de todo esto.

Tardaron solo unos pocos minutos enllegar al claro del bosque encerradoentre las impresionantes piedras. Unavez más, Robert intentó descifrar elmisterio.

La gente se sentó en grupospequeños, hablando entre sí y

compartiendo el pan de miel. Kartan lesofreció un pedazo a Jennifer y Robert,que lo aceptaron y se lo comieron conbuen apetito.

—Escucha, estas piedras tienen quehaberse movido —le dijo Robert aJennifer—. Tendrían que estar más lejosdel mar.

—Me gustaría que dejases esacantilena y pensaras en la forma devolver a casa —contestó Jennifer conimpaciencia.

—Ya te dije que es el mar el que seha movido —le dijo Kartan a Robertcon calma—. Fue en la época de lasgrandes inundaciones. Es parte de

nuestra historia.—El mar no puede haberse movido

tanto —protestó Robert.—Cuando la sociedad tecnológica

estaba en su mayor esplendor, seprodujeron tantos gases y había tantacontaminación que el clima y laatmósfera de la tierra cambiaron —dijoKartan, como si estuviera recitando algode memoria con la voz ligera y cantarinaque ya antes había empleado—. Paranuestro pueblo es difícil de entender,pero llegó a hacer tanto calor que lascapas de hielo de los polos sedeshicieron. Lo aprendimos en la Casade Aprender: el mar se hizo más grande

y la tierra más pequeña.—Esta conversación no nos va a

llevar de nuevo a casa —interrumpióJennifer, enfadada—. Y eso es en loprimero que tendríamos que pensar.

—Pero no te das cuenta de que todoestá relacionado. Si cambió el litoral,las piedras no se acercaron al mar.

—Todas las ciudades costerasfueron destruidas por la inundación —continuó Kartan—. Hubo hambre yenfermedades. De todas formas, hanquedado escritas muy pocas cosas deaquellos años. Nuestra historia empiezadespués de la inundación.

—¿De dónde procedéis? —preguntó

Robert.—Nuestro pueblo viene de las

tierras del sur, que se hicieroninsoportablemente calurosas cuandocambió el clima. Llegó hasta aquí enbarco, buscando un hogar en las tierrasdel norte, que eran más frías y,finalmente, se asentó en una pequeñallanura junto al río, donde construyó unanueva ciudad a la que llamó Kelso, queera el nombre de una antigua ciudad enla que encontró algunos artefactos. Unode los barcos que navegaban hacia lastierras del norte perdió el rumbo.Nuestros antepasados creían quetambién ellos llegaron a poblar estas

islas. A esa rama de nuestro pueblo lallamamos Los Perdidos y esperamospoder reunirnos con ellos algún año,durante el viaje de verano. Por eso, loprimero que pensé al veros fue que eraisdos de los Perdidos.

Jennifer, mientras tanto, había idohacia el hueco que había entre dos de laspiedras y estaba excavando en el suelo.Levantando la vista, le gritó a Robert:

—¡Eh! Deberías cavar tú también,para que podamos salir de aquí cuantoantes.

—No podemos irnos todavía —dijoRobert—. Ni siquiera he podidoaveriguar si Duncan está aquí.

—Esto no tiene nada que ver conDuncan —contestó Jennifer. Luego seencogió de hombros y añadió—:Pregúntales si quieres. Pero date prisa,porque yo no pienso esperar.

Robert percibió el tono de voz deJennifer y se dio cuenta de que todaaquella gente de piel morena los estabamirando con una expresión levementeconfusa en el rostro tranquilo y apacible.

—¿Se ha colado de rondón por aquíDuncan Guthrie, que viene del pasado?—le preguntó Jennifer a Kartan con algomás que una pizca de sarcasmo.

—De vuestra época solo conozco aAndrew, Elinor, Ollie e Ian —le

contestó Kartan con suavidad.—¿Quieres decir que ya han venido

otros? —preguntó Jennifer, sorprendida,sentándose sobre las piernas yolvidándose de excavar—. ¿Qué lespasó?

—Regresaron.—¿Regresaron? ¿Cómo?—Hay una anciana ciega llamada

Vianah que puede decíroslo —interrumpió Kartan deseando ayudarlos—. Creo que deberíamos ir a verla.

—Yo no me muevo de estas piedras—dijo Jennifer—. He estado pensandoen ello y estoy convencida de quetenemos que seguir excavando para

encontrar las piedras enterradas. ¡Y tútambién vas a excavar!

—Por favor, vamos a esperar —imploró Robert.

—¿Y dejar que nos atrapen losbárbaros? ¡Ni hablar! Venga, ponte aexcavar.

—Pero todavía quedan muchascosas que averiguar —protestó Robert—. ¿No sientes curiosidad por todoesto?

—Por lo único que siento curiosidades por saber cómo vamos a volver acasa —contestó Jennifer arrancando apuñados la hierba.

Sin ningún entusiasmo, Robert se

encaminó hacia el hueco de al lado yempezó a escarbar en el suelo, queestaba duro y no se desprendía con tantafacilidad como la primera vez.

Kartan se sentó junto a él, mirándoleintranquilo.

De repente, la voz de Savotar resonóen medio del círculo:

—Los bárbaros vienen otra vez.Oigo sus voces. No podemos quedarnosaquí. Estaremos más seguros si nosdividimos en pequeños grupos y nosvolvemos a reunir en El Lugar de Paso.Tú, Kartan, llévate a esos niños y siguela ruta del norte.

Savotar siguió dando instrucciones

al resto de su gente, que se perdióinmediatamente en medio de laoscuridad del bosque. Robert fue detrásde Kartan hasta el borde del círculo yvaciló, sin saber si marcharse con él oquedarse con Jennifer, que continuabaarrodillada entre las piedras, tan rígidacomo si también ella estuviera esculpidaen piedra. Después oyó que alguien sedirigía a ellos, apremiándolos.

—Jennifer, tenemos que escondernos—suplicó con desesperación.

Jennifer se levantó con dificultad.—Tú ganas —dijo—. Pero esta vez

vamos juntos. No quiero volver aquedarme sola aquí.

7

PENETRARON en la oscuridad delbosque, siguiendo los pasos de Kartan.A su alrededor solo se oía el crujido delas hojas y el chasquido de las ramas alquebrarse, pero era imposible saber silos ruidos eran producidos por suspropias pisadas o por las de losbárbaros. Después de un rato sedetuvieron. En medio de la calma, solose oían los latidos de sus corazones ysus respiraciones jadeantes.

—Deberíamos salir de aquí ahoraque podemos hacerlo —le dijo Jennifer

a Robert.—¡Silencio! —advirtió Kartan—. El

aire de la noche se lleva las voces y nospueden oír.

Continuaron avanzando en silencio,pero ya con menos apremio. El bosqueera cada vez más frondoso y la malezamás espesa y enmarañada, por lo queRobert se preguntó cómo podían hablarde la ruta norte, cuando ni siquiera habíaun sendero que seguir.

—Descansaremos aquí —dijoKartan deteniéndose inesperadamente enun pequeño claro. Robert y Jenniferestaban tan exhaustos, que se sentaron enel mullido suelo y casi inmediatamente

se quedaron dormidos, sin necesidad demantas ni almohadas.

Los despertó un fuerte aguacero,pero luego volvió a salir el sol, y todoel bosque se llenó de un vapor húmedo ypegajoso.

Mirando la posición del sol, Kartandijo con ansiedad:

—Hemos dormido demasiado.Tenemos que darnos prisa.

Poco después llegaron a un pequeñoarroyo. Kartan siguió su curso,metiéndose en el agua clara sinmolestarse en quitarse las sandalias decuero que llevaba puestas. Jennifer yRobert se metieron también en el agua

sin quitarse los zapatos. Ambos llevabancalcetines y playeras que chapoteaban alandar, pero era un consuelo no tener quepelearse con árboles ni matorrales. Unpoco más allá, el arroyo desembocó enun río.

—Vamos a pararnos aquí a comer —dijo Kartan, y sacó del bolsillo de sucapa un paquete de pan de miel,envuelto en hojas—. Podemos beberagua del arroyo.

Se sentaron con alivio en la hierbamullida, y Robert, intentando no parecerdemasiado ansioso, preguntó:

—¿Nos falta mucho?—Todavía nos queda un buen trecho

—contestó Kartan—. Pero a partir deaquí es más fácil. Solo tenemos queseguir el curso del río. Mi pueblo utilizalos ríos para viajar por el bosque, unasveces a pie y otras en balsa.

El río era ancho y fluía con rapidez,y su superficie se quebraba en milespejos brillantes al saltar sobre laspiedras. La comida y el hecho deliberarse de la oscuridad del bosquehicieron renacer el optimismo en los tresamigos.

—¿Hay animales salvajes en elbosque? —preguntó Jennifer mirandohacia atrás con recelo.

—No, no tengas miedo —contestó

Kartan—. ¿Estás pensando en los tigres,elefantes y dinosaurios de antes? Aquíno hay. Solo tenemos conejos, ardillas,zorros y unos cuantos perros salvajes.Pero en los libros he visto dibujos deaquellos animales de vuestra época y megustaría mucho poder ver alguno vivo.

—¿Quieres decir que ya no quedanen el mundo tigres ni elefantes?

—Murieron en los años de hambre einundaciones. El clima cambió tandeprisa que no pudieron adaptarse.

—No puedes estar seguro de que semurieran todos —dijo Robert—. Quizáhayan sobrevivido algunos en otroslugares. Además, sería muy difícil que

encontráramos alguno aquí, porque enEscocia nunca los ha habido.

—Puede que sea verdad lo que dices—dijo Kartan—. Algún día viajaré aotras tierras y veré elefantes ydinosaurios.

—¡Dinosaurios no! —dijo Jennifer—. Se han extinguido. Pero espero queencuentres elefantes.

—No sé cómo puedes saber tanto denuestra época, si quedan tan pocosrestos —comentó Robert.

—Mañana podré decírtelo —dijoKartan.

Siguieron bajando por el río varioskilómetros más. Tanto Jennifer como

Robert se sintieron enormementealiviados cuando, por fin, Kartan dijoque había llegado la hora de detenersepara dormir. Encontraron una pequeñacueva junto al río, formada por lasraíces de un árbol enorme, en la que, apesar de la lluvia que volvía a caer,pudieron estar a resguardo.

—Esta es nuestra segunda nochelejos de casa —dijo Jennifer—. ¿Creesque nos estarán buscando?

—Yo también lo he pensado —dijoRobert—. Mi madre lo estará pasandomuy mal. Pensará que me he escapado,como Duncan, porque no quiero cuidarlas ovejas.

—Echas de menos a tu hermano,¿verdad? —preguntó Jennifer consuavidad.

—Las cosas iban mejor antes de quese marchara —contestó Robert—. Mipadre no puede hacer solo el trabajo dela granja. Siempre está detrás de mí paraque le ayude, pero yo no lo sé hacer tanbien como Duncan. Cuando se rompió eltractor, lo arregló él mismo. Sabía hacerde todo. Lo único que yo sé hacer bienes dibujar, y eso no es demasiado útilpara un granjero.

Los dos se sentían reconfortados alhablar de sus casas, porque fortalecía lasensación de que su propio mundo

permanecía todavía en su sitio,esperando su vuelta; de que sus padres yamigos eran reales, aunque estuvieranlejos. Era ese mundo nuevo el que noera real.

La fatiga de sus cuerpos los venciópoco después, y cayeron en un profundosueño.

Todavía estaba oscuro cuandoKartan los despertó la mañana siguientey les dijo que tenían que continuar elviaje. Luego les dio a cada uno un trozode pan de miel, que masticaronsilenciosamente, acurrucados al abrigode las raíces del árbol.

Parecía que, mientras más tiempo

pasaba, más real les empezaba a pareceraquel mundo y más irreal su propia viday su época. Incluso Jennifer sentíaaquella mañana menos prisa por volvera casa y manifestaba un mayor interés yentusiasmo por todo lo que prometía elnuevo día.

—¿Tenemos que marcharnos ahoraque todavía es de noche? —preguntóRobert—. Sería mejor que esperáramosa que amaneciera.

—Tenéis que veniros ahora conmigo—insistió Kartan—. Quiero que veáisalgo.

Robert y Jennifer salieron a gatas deentre las raíces del árbol. Robert, que

llevaba un abrigo marrón viejo ygastado, tenía un aspecto menosdesaliñado que Jennifer, que seesforzaba por quitar una mancha debarro que tenía en la chaqueta eintentaba, sin demasiado éxito, alisarsecon los dedos el enmarañado cabellorojizo. Kartan era el menos desaseadode los tres. Envuelto en su capa gris, loscondujo en silencio hasta el río.

El agua estaba fría; pero, una vezque se sacudieron la modorra, sealegraron de haber salido tan temprano.De vez en cuando el canto de los pájarosrompía el silencio, y, poco a poco,Robert y Jennifer se iban contagiando

del entusiasmo de Kartan.El río era ahora mucho más rápido,

casi un torrente, y los arrastraba confuerza. Casi no podían mantener elequilibrio. Delante de ellos se oía elfragor de una cascada.

—Tenemos que volver al bosque —dijo Kartan—. No os separéis de mí.

—¿No podemos esperar hasta quehaya luz? —preguntó Jenniferreviviendo los temores sentidos en elbosque.

—Es solo un pequeño tramo —dijoKartan—. Tenemos que ir deprisa. Nohay nada que retrase la salida del sol.

De pronto se acabaron los árboles y

se encontraron al borde de una elevadaplataforma. Desalentados, miraron elpanorama que tenían delante. A suderecha, el río se precipitaba desde elacantilado formando una inmensacascada, que se remansaba a sus piespara después arrastrarse serpenteandohasta reunirse con el mar. Al principiotodo estaba oscuro, pero luego,súbitamente, se iluminó con la luz rojizadel amanecer.

Sin embargo, no fue la sorprendentevisión de la cascada, ni el mar, lo queatrajo su atención dejándolos sin aliento,sino el esplendor de las obras delhombre. A sus pies, en un banco de

arena que lindaba por un lado con lacurva del río y por el otro con el mar, selevantaban las ruinas de una enormeciudad. Los altos edificios permanecíanintactos, aunque la maleza y la arena sehabían adueñado de algunas partes. Aquíy allá se veían ventanas, todavía concristales, que reflejaban el brillo delsol, haciendo que los edificiosparecieran iluminados por dentro ydando impresión de vida. La luz delamanecer favorecía a la ciudad. Asídebía de haber sido cuando, hacíamucho tiempo, la gente vivía allí. Pero,más tarde, el sol del mediodía revelóque no era más que una concha vacía.

Solo restos agrietados y ruinasdesmoronadas.

—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Jennifer—. No sabía quehubiera una ciudad así en Escocia.

—Nunca he estado en un lugar así.Ni siquiera he oído hablar de él —dijoRobert moviendo la cabeza.

—Es la ciudad de Norsea —les dijoKartan—. Quizá la construyeron despuésde vuestros días. Creo que fue edificadaen el siglo veintiuno, muy poco antes delos años de hambre e inundaciones.

—¿Antes no había aquí ningunaciudad? ¿No había nada en nuestraépoca? —preguntó Robert.

—Creo que no —contestó Kartan—.Cuando se descubrió petróleo en el Mardel Norte, muchas personas seenriquecieron y quisieron construir unaciudad capaz de resistir todas lasguerras y desastres. Alardeaban dehaber construido una ciudad eterna. Y hadurado más que otras. Pero también másque la gente.

—¿Ahora no vive nadie aquí? —preguntó Jennifer.

—Nadie —contestó Kartan—.Cuando la descubrimos, hace muchos

años, algunos de los nuestros pensaronquedarse a vivir aquí, pero somos másfelices en una ciudad edificada pornosotros mismos. A pesar de todo,hemos aprendido mucho de este lugar.Hay una biblioteca llena de libros, másde los que podríamos leer en todanuestra vida, y otros edificios, como unhospital y un centro de computadoras,cuya finalidad no acabamos de entender.

—Imagínate, encontrar un lugar asíen Escocia —dijo Jennifer, maravillada,mirando los altos y uniformes edificios—. En América, bueno. ¡Pero unaciudad así en Escocia!

—No veo por qué no en Escocia —

dijo Robert, aunque sabía muy bien loque Jennifer quería decir. Estabaconstruida toda de una vez. Las ciudadesque él conocía habían crecido con elpaso de los siglos y las callesprincipales no eran suficientementeamplias como para que los cochescircularan por ellas.

—Es un alivio encontrar algo aquíque no sea ese interminable bosque —dijo Jennifer—. ¿Podemos bajar averla?

—Sí —contestó Kartan—. Asípodré explicaros muchas cosas.

En el acantilado había excavadosunos escalones desiguales, por los que

bajaron fácilmente hasta la ciudad.Mientras pasaban junto a los altosedificios, Robert y Jennifer no podíandejar de sentirse invasores y solo seatrevían a hablar en voz baja.

—Podemos entrar —dijo Kartan,conduciéndolos a través de un arco altoy abovedado a un edificio con aspectode oficina. Robert y Jennifer se sintieronun poco desilusionados. Las alfombras yel mobiliario estaban cubiertos de mohoy medio podridos, y los insectos deaquel clima cálido y húmedo se habíanencargado de devorarlos.

Sin embargo, las cabinas metálicas ylas máquinas se conservaban intactas. El

edificio habría sido mucho másinteresante si hubieran funcionado lasescaleras mecánicas y el sistema decomputadoras; pero cuando dejó defuncionar el último generador, muriótodo el edificio, todos sus secretos, trasaquellos grandes paneles de metal,llenos de botones e interruptores. Comoun símbolo, un robot, tan exánime comoel edificio, hacía guardia junto a lapuerta de entrada.

—Me apuesto algo a que, cuandoesto funcionaba, le hacían preguntas y éllas contestaba —dijo Jennifer fascinadaante la idea—. Debía de ser una especiede portero mecánico.

Por primera vez desde que empezóla aventura, había dejado depreocuparse por dónde estaba o porcómo iba a volver a casa. En aquelmomento todo lo que veía le interesabaenormemente.

—¿Puede indicarme dónde está laoficina de la señora Smith? —lepreguntó al robot mientras hacía unaburlona reverencia.

—La primera puerta a la izquierda—contestó una voz lúgubre.

Jennifer abrió la boca sorprendida, yfue entonces cuando Robert, riéndose,salió de detrás del robot.

—¡Qué gracioso! —dijo Jennifer,

rompiendo a reír a su vez.Después, Kartan los llevó a la

biblioteca. Allí les dijo que aquella erala parte de la población que los suyospreferían, y que se habían llevadomuchos libros a Kelso, su ciudad, paraestudiarlos detenidamente.

En Locharden no había biblioteca,pero Robert había visto una en Baldry yse había quedado impresionado ante lavisión de tantos libros; incluso lahabitación olía a ellos. Pero, a pesar detodo, no podía ni compararse con elelevado número de volúmenes que habíaallí. El edificio era alto y estrecho, yRobert se sintió como si estuviera

encerrado en una torre cuyas paredesestuvieran hechas de libros. Por encimade su cabeza todo eran estanteríasmetálicas, y los pasillos y galerías,situados a distintos niveles, estabanunidos por escaleras también metálicas.

Jennifer, quizá porque ya conocíaotras bibliotecas, estaba menosimpresionada que Robert y deambulabade un lado para otro sacando libros yvolviéndolos a colocar en su sitio.Luego abrió el enorme cajón de unacabina metálica situada en el centro dela habitación.

—¡Eh! ¡Mirad esto! He encontradovarios periódicos, y todas las noticias

que traen son cotilleos del futuro.—¿Cuentan lo que le sucederá a

cada uno? —preguntó Robert con voztímida.

—No son noticias de ese tipo —respondió alegremente Jennifer—.¡Escuchad esto! Billy Johnson, dedieciocho meses, ganó la medalla de oroen el campeonato de natación infantil deNorsea. Luego se la tragó y tuvo que seringresado en el hospital. ¡Tanto lamedalla como el niño lograronsobrevivir a la penosa experiencia!

—Tiene que haber algo másimportante que eso —dijo Robertdisgustado.

—¿Los resultados de fútbol, porejemplo? Los Rangers ganaron a losCeltics el sábado —dijo Jennifer coningenio.

Los Rangers y los Celtics formabanparte de la vida de Robert, que seinteresó inmediatamente por la noticia.

—¿De qué fecha es el periódico? —preguntó excitado—. ¡Podemosaveriguar los resultados de fútbol detodas las jornadas del próximo inviernoy ganar una fortuna con las quinielas!

—¡Es del quince de marzo del dosmil diez! ¿Quieres esperar a los cuarentaaños para ganar una fortuna?

—No puedo esperar tanto tiempo —

dijo Robert—. A ver si encuentras algomás cercano a nuestra época.

—Aquí no encuentro nada —dijoJennifer rebuscando entre el montón deperiódicos.

—¿Qué es lo que queréis saber? —preguntó Kartan, que había estadoescuchando toda la conversación conexpresión perpleja—. Hay muchas cosasen estos libros y periódicos que nopodemos comprender.

—Queremos periódicos másantiguos —dijo Jennifer sacando otrocajón.

Contenía mapas y atlas, pero Kartandijo que ya no servían porque

representaban la Tierra tal y como eraantes de las inundaciones.

—Pero podéis enseñarme dóndevivís vosotros —dijo, sacando un atlasdel cajón.

Se arremolinaron a su alrededor,pasando las hojas rápidamente, hastaque encontraron un mapa de Escocia.Pero Locharden era demasiado pequeñoy no venía señalado en él.

—Os enseñaré el sitio de dondeSavotar cree que procedemos —dijoKartan examinando un mapa de la India—. No estamos completamente seguros,porque parte de nuestra historia seperdió en la época de las inundaciones,

pero creemos que nuestro pueblo vienede un valle que hay entre estasmontañas, en el norte de la India.

—¿Por qué hablas inglés y noindostaní o cualquier otra lengua? —preguntó Jennifer.

—Me parece que mi pueblo hablabainglés incluso en nuestro país natal —dijo Kartan con lentitud—. Después,cuando llegamos a las tierras del norte,encontramos a algunos de los nuestrosque, también lo hablaban. Peropregúntaselo a Savotar. Él conoce mejorque yo nuestra historia.

—¿Qué sucedió con la gente que yaestaba aquí? —preguntó Robert.

—Se unieron a nosotros. Siempreestamos dispuestos a que la gente se nosuna. Necesitamos mucha gente para quenuestra sociedad sea posible.

—En nuestros días tenemos elproblema contrario —dijo Robert—.Hay demasiada gente, especialmente enlugares como la India.

Jennifer reanudó la búsqueda entrelos periódicos, pero Robert quería ir aver otro edificio. Tenía la incómodasensación de que estabadesaprovechando la oportunidad deconocer el futuro, pero, al mismotiempo, se daba cuenta de que el saberdemasiado podría llegar a ser una carga.

Kartan quería que vieran el hospital.El tamaño y la complejidad del lugarhabían impresionado enormemente a lossuyos.

—Había muchas enfermedades yepidemias —dijo Kartan moviendo lacabeza, mientras echaba un vistazo a laamplia sala llena de camas oxidadas—.Dicen que aquí recluían a los que caíanenfermos, lejos de los demás.

—Te equivocas en lo de lasepidemias —dijo Jennifer—. Eso fueantes de nuestra época.

—¿Qué hacéis cuando os ponéisenfermos? —preguntó Robert.

—Nosotros no nos ponemos

enfermos —contestó Kartan—. Savotardice que había más tensión en vuestrosdías y que la gente no estaba demasiadobien alimentada.

—Te refieres al hambre y lasinundaciones que vinieron después.

—Savotar dice que, después de lasinundaciones, hubo bastantesenfermedades durante mucho tiempo,causadas por la deficiente alimentacióny las preocupaciones. Él habla decáncer, enfermedades del corazónsarampión.

—Yo he tenido el sarampión —dijoJennifer—. No es tan grave, aunque yolo pasé el día de mi cumpleaños y no

pude celebrarlo. Pero la culpa latuvieron los gérmenes o los virus, no laansiedad ni las preocupaciones.

—A lo mejor con la extinción de loselefantes y otros animales parecidos handesaparecido también los gérmenes. Yonunca he oído decir que alguien denuestro pueblo haya tenido el sarampión.

Volvieron a deambular por elexterior, porque en el hospital no habíarealmente nada que ver, y se detuvierondelante de una iglesia. Era un edificioimpresionante, con una torre en unextremo, que hizo pensar a Robert en unenorme barco surcando las olas.Algunas de sus vidrieras permanecían

intactas, por lo que, cuando penetraronen el interior, se vieron envueltos en unaluz dorada y purpúrea. El tejado parecíaflotar sobre los muros, y en la fachadaprincipal destacaba una enormeescultura.

Kartan estaba muy satisfecho de quese hubiera quedado tan impresionado,porque a él también le gustaba mucho laiglesia. La mayoría de los suyos noadmiraba demasiado a la gente de laedad de la tecnogía; pero, la primera vezque vieron aquella iglesia, empezaron apensar que algunas de las cosasproducidas por la tecnología nuncapodrían repetirse.

—Parece un cuadro —comentóRobert mirando detenidamente losmuros y el techo.

—¿Qué quieres decir? —preguntóJennifer.

—Yo lo entiendo —dijo Kartan consuavidad—. A mí también me produceesa impresión.

Robert le miró, y entre ellos seestableció una oleada de simpatía ycomprensión.

—Podemos subir al campanariopara ver desde allí toda la ciudad —propuso Kartan, conduciéndolos hastauna puertecita que había en el extremoopuesto del edificio. La abrió y subieron

por un largo y tortuoso tramo deescaleras de piedra que terminaba enuna pequeña plataforma, justo debajo dela campana.

—Algo brillante, enganchado en unarendija entre dos baldosas, atrajo laatención de Jennifer. Con muchocuidado, consiguió sacar una delgadacadena. Una vez fuera de la grieta, vioque tenía colgada una cruz grande yplana.

—Parece oro —dijo Robertcogiéndola para examinarla—. Podríavaler una fortuna.

—Si quieres, puedes quedarte conella —dijo Kartan despreocupadamente.

—No es tuya, no puedes regalárselaa nadie —puntualizó Robert—. Y si deverdad es de oro, vale un dineral.

—Ya no vale nada —dijo Kartanencogiéndose de hombros—. Cógela sitiene algún valor para ti.

Jennifer se la colgó del cuello ymiró dubitativamente a Robert y Kartan.

—¡No puedes quedarte con ella! —dijo Robert con severidad.

—Bueno, no voy a tirarla otra vez—dijo Jennifer—. No la quiere nadie.Además, ellos se llevan cosas de aquícada vez que quieren. Tú mismo le hasoído decir a Kartan que se llevan loslibros de la biblioteca.

Kartan intentó centrar el interés delos chicos en el paisaje que se veíadesde la torre, pero estaban demasiadopreocupados por la cadena paradedicarle algo más de una miradacasual. De no ser así, hubieran podidover una corpulenta figura cruzando elatrio de la iglesia. Volvieron a bajar porla escalera y, cuando llegaron abajo, sedetuvieron bruscamente con los ojosdilatados por el terror, porque allí,llenando por completo el umbral de lapequeña puerta, estaba uno de losbárbaros. El mismo gigante barbudo quelos había perseguido por el bosque dosdías antes.

Estaban atrapados.El hombre estaba tan sorprendido

como ellos mismos. Dijo algo con suvoz ronca, casi gutural, y luego salió porla puerta y la cerró de un portazo.Jennifer, Robert y Kartan oyeron elsiniestro chirrido del cerrojo aldeslizarse dentro de la cerradura.

8

SE hacinaron en la pequeña habitación,oyendo cómo se desvanecía el eco delas pisadas del hombre a medida que seiba alejando de la iglesia.

—¿Para qué nos ha encerrado aquí?—murmuró Jennifer—. ¿Qué va a hacerluego?

—No lo sé —dijo Kartan. Tenía lacara pálida, y en ella relucían los ojosmuy abiertos—. Quizá nos deje aquíhasta que esté preparado para viajarhacia el norte, aunque lo más probablees que haya ido a avisar a sus

compañeros.Robert golpeó la puerta, aunque

sabía que era inútil.—Deberíamos habernos quedado en

el círculo de piedras —dijo Jennifer,enfadada—. Si nos iba a terminarcapturando, podía haberlo hecho allí.Por lo menos, desde el círculo teníamosalguna posibilidad de volver a casa. Y ati ni siquiera te importa.

—Sí me importa —protestó Robert—. Lo que pasa es que creí quepodíamos ponernos en contacto conVianah.

—¡Vianah! —dijo Jennifer condesdén—. Pones tu esperanza en alguien

a quien no has visto nunca.Como siempre que Jennifer y Robert

discutían, Kartan los miraba perplejo ypreocupado. Su mirada hizo que Jenniferse diera cuenta de lo cortante del tonode su voz. Pero eso, en vez de calmarla,solo sirvió para que se enfadara más.

—Tú nos metiste en este lío aldejarte atrapar el primero —le dijo aRobert con rencor—. Nos podíamoshaber quedado en el bosque cerca delcírculo. Luego, nos hubiéramosmarchado a casa sin vernos envueltos eneste embrollo.

—Pero yo salvé a Savotar y a lossuyos cuando fui nadando hasta los

botes. Los ayudé a salir de la cueva.—¿Y de qué nos sirve ahora, que

nos han vuelto a atrapar?—Ellos están libres —dijo Robert.—Y nosotros terminaremos siendo

mártires de una causa que está adoscientos años de nuestros días —dijoJennifer con sarcasmo.

—Hay una forma de salir de aquí,por el tejado —interrumpió Kartan convoz tranquila—. Aetherix y yo salimospor allí una vez que estuvimos jugandopor aquí con los demás niños.

—Entonces, ¿qué hacemos aquí? —preguntó Jennifer.

—No es fácil —les anunció Kartan

—. Los bárbaros pueden vernos.—Cualquier cosa es mejor que

esperar —dijo Robert.Siguieron a Kartan escaleras abajo,

prestando esta vez mucha más atenciónal panorama. El campanario sobresalíaunos tres metros por encima de laiglesia. Desde allí inspeccionarondetenidamente la ciudad que tenían a suspies, pero no se movía nada.

—¿Lo ves por algún lado? —preguntó Kartan.

Robert negó con la cabeza.—Pero a lo mejor él sí puede vernos

a nosotros.—Nos arriesgaremos —dijo Kartan

—. Vamos a bajar hasta el tejado y luegolo cruzaremos. En el otro lado hay uncamino para bajar que no es demasiadodifícil.

Robert miró el pronunciado desnivelque había hasta el inclinado tejado deledificio principal. Sintió un escalofrío ycerró los ojos. Los demás, que teníandos piernas con las que sostenerse, notendrían ninguna dificultad para bajarhasta allí, pero él sabía que no podríahacerlo.

Jennifer, que había estadoobservándole, le dijo con suavidad:

—Siento mucho lo que te dije antes.Siempre que estoy asustada suelo

ponerme furiosa. Si vieras cómo mepongo en casa cuando estoy preocupadapor un examen o por cualquier otracosa… Mamá dice…

—No puedo —dijo Roberttajantemente—. Sigue tú con Kartan.

—Íbamos a permanecer juntos estavez, ¿te acuerdas?

Kartan había trepado a un estrechoalféizar que había entre los dos pilaresque sostenían el tejado del campanario.Se descolgó por el otro lado y se dejócaer con agilidad sobre el combadotejado.

—Ahora te toca a ti —le dijoJennifer a Robert.

Se quedó inmóvil, mordiéndose loslabios y mirando a Kartan, que les hacíaseñas desde abajo.

—Baja tú —le dijo a Jennifer.—¡No! ¡Si tú no bajas, no!Quizá nunca hubiera saltado en otras

circunstancias, pero los ruidos quevenían del hueco de la escalera leprodujeron un terror todavía mayor. Unapuerta se cerró de golpe. Se oyeronpasos en la escalera. Jennifer le ayudó asubir al muro, al que se quedó pegadodurante un segundo. Luego se dejó caer,raspándose las rodillas al deslizarse.Finalmente, aterrizó como pudo junto aKartan. Jennifer cayó casi encima de él.

—Vámonos —dijo Kartan, y cogió aRobert por una manga. Atravesaron agatas el tejado y se descolgaron hastaotro más bajo, que daba justo encima dela entrada de la iglesia. Desde allísaltaron al suelo. A Robert le dolía todoel cuerpo. Lo único que quería eradescansar. Pero no podía ser. Volvían aestar envueltos en un horrible juego delescondite, esta vez entre los fantasmalesedificios de una ciudad desierta. Desdela torre, un grito les anunció que alguienlos había visto mientras cruzaban elespacio libre que había entre la iglesia yla biblioteca. Cuando entraronagazapados en el edificio, se

encontraron frente a frente con otrohombre barbudo que, sorprendido por susúbita aparición, no reaccionó a tiempopara perseguirlos.

Desde la biblioteca bajaroncorriendo por una amplia calle.Finalmente se refugiaron en una casitaque daba al mar. Era la primera casa deNorsea en la que Jennifer y Robertentraban, y, si no hubieran estado tanasustados, habría despertado su interés.Aun así, Jennifer se dedicó a explorar.El cuarto de estar tenía una zona parareunirse. En el centro de la casa habíaun estanque o una bañera. Nunca supomuy bien qué. La cocina parecía un

laboratorio. Más tarde le comentó aRobert que también podía ser unlaboratorio parecido a una cocina.Robert se apoyó en una pared y miró através de la ventana sin cristales,mientras Kartan se paseaba por toda lacasa, presa de un gran nerviosismo.

—¿Eso es el mar o el río? —lepreguntó Robert a Kartan una vez que sehubo recobrado lo suficiente como paradarse cuenta de lo que le rodeaba—. Alotro lado hay tierra.

—Es el mar. Separa nuestra isla delas tierras de más al norte. En vuestraépoca todo estaba unido, pero cuandosubió el nivel del agua se dividió en

varias islas.—¿Y Kelso está al otro lado?Kartan asintió con la cabeza.—¿Cómo vamos a llegar hasta allí?—¿Ves ese banco de arena que

tenemos debajo? Cuando la marea baja,como ahora, la mayor parte de la arenaqueda al descubierto. Podemos vadearpor allí.

—Entonces, ¿este es El Lugar dePaso del que habló Savotar? —preguntóJennifer volviéndose a reunir con ellos.

—Sí —dijo Kartan—. Me temo queSavotar y los demás pronto estarán aquíy serán hechos prisioneros por esoshombres. Probablemente, eso es lo que

están esperando.—Van a caer en una trampa —dijo

Robert.Kartan miró hacia el agua,

tamborileando con los dedos en elalféizar de la ventana. Luego se volvióhacia Robert con expresión tensa.

—Una vez salvaste a mi pueblonadando hasta los botes. Quizá ahorapueda yo hacer algo, pero tengo quepediros que aceptéis un gran riesgo.

—¿El de ser atrapados por losbárbaros? —preguntó Jennifer connerviosismo.

—El riesgo de ahogaros —contestóKartan mirándolos con ansiedad.

—¡Todo saldrá bien! —le dijoJennifer a Robert, intentando animarle.

—Nunca he cruzado yo solo poraquí —continuó Kartan—. Pero creoque conozco el secreto: el árbol y lapiedra blanca tienen que estar en lamisma línea. Aetherix y yo pensábamoscruzar solos algún día, para ver siestábamos en lo cierto —se detuvo,volviendo a mirar la extensión de agua—. Si estoy equivocado, podemoshundirnos y la marea nos atrapará alsubir.

—No creo que sea peor qúe seratrapados por los bárbaros —dijoJennifer con un estremecimiento.

—¿Y tú, Robert?—Iré.—Entonces, es hora de partir.

Bajaremos directamente de aquí a laplaya, atravesando el pantano salobre enel que florecen los copos de algodón.Cuando lleguemos al agua, tenéis queseguir detrás de mí y pisad solo dondeyo pise. La arena es muy blanda en estaparte y las corrientes son peligrosas eneste punto en que el océano del este seune con el del oeste. ¡Y no miréis nuncahacia atrás!

Kartan saltó por la ventana conagilidad y corrió hacia la playa, sinintentar esconderse. A su espalda, en

algún sitio, se oyeron voces. Losbárbaros los habían visto.

«Podía haberse ocultado tras esemuro que se adentra en el mar», pensóRobert enfadado, «en vez de invitar alos bárbaros a seguirnos».

¿De qué servía escapar de Norsea,para ser atrapados al otro lado del agua,en los bosques? Robert sabía que nopodría resistir mucho más corriendo.

Habían llegado a la orilla del agua.Aunque no conocía aquella zona, Robertse dio cuenta de que la marea estabasubiendo rápidamente, levantandopartículas de arena seca y fragmentos dealgas que flotaban entre la espuma de las

olas.—Tenemos que darnos prisa —dijo

Kartan con voz ronca y angustiada—.Seguid detrás de mí, pisad solo dondeyo pise. Y recordad: ¡no miréis haciaatrás!

Robert se aferró a las palabras deKartan como a un talismán y le siguióconfiadamente. El agua pronto le llegó alas rodillas y luego a los muslos.Intentaba ignorar las voces de loshombres que los perseguían sindesanimarse. Notaba que la arena sehundía bajo sus pies y sentía la fuerza dela corriente al arremolinarse el agua.Ahora el agua era más profunda. Delante

de él, Kartan vacilaba, como siestuviera comprobando con el pie lafirmeza de la arena. Después de unmomento de duda, siguió hacia adelante.

El agua les llegaba casi a la cintura.La corriente era más fuerte, arrastraba laarena que tenían bajo los pies. Jennifer,siempre agarrada a la chaqueta deRobert, sofocó un grito. Pero Robert nose volvió.

Poco a poco, la arena bajo sus piesse fue haciendo más firme. El aguavolvió a ser menos profunda. Kartanempezó a correr chapoteando. Roberttropezó y se arrastró hasta la playa,donde descansó durante unos minutos

para recobrar el aliento. Podía oír losgritos de sus perseguidores cada vezmás cerca, pero apenas tenía fuerzaspara preocuparse. Finalmente se volvióy, al ver a los hombres que estaban en elagua, se levantó con dificultad.

Los hombres seguían gritando, perosus gritos no eran de cólera ni de triunfo,sino de miedo. Se habían metido en elagua persiguiéndolos sin conocer laestrecha línea que, en aquellas aguas,separaba la seguridad del desastre.Estaban atrapados en la arena. Cuantomás luchaban por salvarse, más sehundían sus pies en aquella peligrosazona.

La marea seguía subiendo y cinco delos seis hombres estaban atrapados sinremisión posible. El único hombre quehabía conseguido librarse, eraarrastrado por la corriente, que lollevaba cada vez más hacia el este. ARobert le pareció reconocer al hombrebarbudo que los había capturado dosveces, pero estaba demasiado lejos parapoder estar seguro.

Kartan permanecía de pie en laarena, con la cara contraída por el dolor,viendo cómo los hombres luchaban parano ahogarse. Corrió hacia la orilla y lesgritó:

—¡Alinead el árbol y la piedra

blanca! ¡El árbol y la piedra! ¡Hacia eleste!

Pero los hombres no podíancomprender unas palabras que, de todasformas, llegaban demasiado tarde.

—Ahora sé lo que Savotar quieredecir cuando habla de que no podemosresponder con violencia a la violencia—dijo Kartan con voz angustiada—. Yanunca tendré paz.

—No ha sido culpa tuya —dijoJennifer—. No debían habernos seguido.

Pero sabían que Kartan habíaactuado en contra de las creencias de supueblo por intentar salvarlos.

Robert estaba demasiado fatigado

para pensar en algo que pudiera servirlede consuelo. Kartan, encantado de teneralgo material que hacer, empezó apreparar un refugio bajo las ramas de unsauce.

Una vez que hubo terminado, Robertse hizo un ovillo en la cama de hojas ymusgo y se quedó profundamentedormido. A la mañana siguiente,entumecido y dolorido, aunque bastantemás descansado, pudo continuar el viajecon los demás.

9

POR la mañana siguieron un caminobien trazado en el bosque. Sentían elsuelo empapado bajo sus pies, porquehabía llovido durante la noche. Lashojas de los árboles brillaban al sol,cubiertas por gotitas de agua.

Kartan caminaba en silencio,aparentemente preocupado por lo queles había pasado a los bárbaros en ElLugar de Paso el día anterior.Finalmente, respondiendo a una preguntade Robert, dijo:

—Pronto llegaremos a Kelso.

Espero que Panchros y Alloperla esténya allí, fuera del alcance de losbárbaros.

—¿Son tus padres?—Son mis Elegidos.—¿Qué es eso?—En nuestro noveno año tomamos

parte en la Ceremonia de la Elección.En ese momento decidimos quiénes sonnuestros Elegidos, quiénes van a serdesde entonces no solo un padre y unamadre, sino también unos maestros. Yano vamos a la Casa de Aprender, sinoque aprendemos de ellos.

—¿También elegís hermanos yhermanas? —preguntó Robert—.

Hablaste de Aetherix como tu HermanoElegido.

—Elegí a Panchros y Alloperlaporque son grandes artistas y a mí megusta mucho la pintura. Aetherix, quetenía trece años, ya los había elegidocuatro años antes, así que se convirtióen mi Hermano Elegido.

—Y antes de tener nueve años,¿quién cuidaba de ti?

—Los más pequeños, desde quenacen hasta que tienen tres o cuatroaños, viven todos juntos en la Casa delos Niños.

—¿Sus padres también viven allí?—preguntó Jennifer.

Kartan negó con la cabeza:—La gente que opta por estar con

los niños vive allí, pero otros van solo aayudar. Algunas veces yo voy a la Casade los Niños para jugar con los máspequeños.

—Pero ¿dónde están sus padres?—Los niños nos pertenecen a todos

—dijo Kartan con mirada asombrada.—Pero ¿las madres no quieren tener

a sus hijos con ellas?—Muchas madres, cuando acaban de

tener un hijo, trabajan en la Casa de losNiños, pero un niño no es algo quepertenezca a alguien. Un recién nacidoes un regalo para todos nosotros.

Jennifer no estaba muy segura deestar de acuerdo con aquella filosofía.Después de unos minutos de silenciopreguntó:

—¿Qué pasa cuando salen de laCasa de los Niños?

—Ya son suficientemente mayoresara vivir en la ciudad y van pasando porturno por todas las casas durante variosmeses. Aprenden a leer y escribir, acantar o a sembrar en la Casa deAprender. Trabajan en los jardines, enlos hornos de secado, en la lavandería oen el canal de pesca.

—El canal de pesca, ¿qué es eso?—Abajo, junto al río, hemos hecho

unos canales en los que criamos peces.Es más fácil pescarlos allí, en el aguatranquila y remansada. Los niñospequeños disfrutan pescando con redesdonde hay poca superficie. Era mi tareafavorita.

—¿Ya no pescas? —preguntóJennifer.

—A veces —contestó Kartan—.Pero prefiero dedicar el tiempo aestudiar pintura con mis Elegidos. Tengomucho que aprender.

—Vaya, parece el Movimiento deLiberación del Niño. ¡Elige tus propiospadres! Aunque yo creo que elegiría alos míos. ¿Y tú, Robert?

Robert vaciló, pensando en todas lasveces que él y su padre habían discutidopor el trabajo que tenía que hacer en lagranja, o por su interés por la pintura. Nisiquiera su propia madre entendía quenecesitaba dibujar. Si le hubieranpermitido escoger… Pero le pareciómuy poco leal pensar en ello,especialmente estando allí, sin sabercómo iba a volver a casa.

—¿Escogen los niños alguna vezcomo Elegidos a sus propios padres? —preguntó Robert, sin responder lapregunta de Jennifer.

—Supongo que sí —contestólentamente Kartan, como si nunca se

hubiera parado a pensar en ello. Pero,bien mirado, no había ninguna diferencia—. Mirad, bueno, para nosotros es másimportante compartir que poseer.

—¿Les pagan a los Elegidos porcuidar a los niños? —preguntó Jennifer.

—¿Pagarles?—Sí, pagarles.—¿Con dinero? ¿Como en vuestra

época? En nuestra sociedad no tenemosdinero —dijo Kartan.

—A mí todo esto no me parecepráctico —dijo Jennifer moviendo lacabeza.

—Muy pronto podrás juzgar por timisma —comentó Kartan sonriendo—.

Ya casi hemos llegado.Unos minutos después desembocaron

en un extenso claro junto al río.Aunque Kartan no había dicho nada

que les hiciera pensar que Kelso lesrecordaría a Norsea, y de hecho leshabía comentado muchas veces que laEdad de la Tecnología había acabadopara siempre, ambos esperaban queKelso fuera enorme e impresionante, contorres brillantes y estructuras de piedraque se elevaran sobre el bosque, comoqueriendo demostrar la supremacía delhombre sobre la naturaleza. En vez deeso, Kelso no era más que un conjuntode pequeñas casitas, poco más

elaboradas que la cabaña en que habíavivido el abuelo de Robert, apiñadas enuna estrecha llanura junto al río.Alrededor de ellas había prados yjardines, y detrás, árboles frutales quese confundían con el bosque, que estabasiempre presente, rodeando las casas.

Robert notó enseguida que un aurade paz envolvía aquel lugar. Losbárbaros no habían descubierto laciudad. Hombres, mujeres y niñostrabajaban en los jardines; en las puertasde las casas, la gente tomaba el sol; losniños jugaban con la tierra.

—Lo primero que haremos será ir aver a Panchros y Alloperla para

asegurarnos de que han vuelto sanos ysalvos de su viaje —dijo Kartanconduciendolos hacia allí.

De todas partes salía gente que seacercaba a Kartan, saludándolealegremente con gritos y abrazos, ysonriendo con timidez a los dosextraños.

Robert se dio cuenta del aspecto tandesaliñado que tenían al lado de aquellagente bien peinada y ataviada, lamayoría con túnicas brillantes ybordadas, como la de Kartan. La ropaque llevaban él y Jennifer eracompletamente inadecuada, gruesa,arrugada y llena de manchas. Cuando

vio a Jennifer llevarse las manos a lacabeza en un vano intento de alisarse elalborotado cabello, comprendió que aella le pasaba lo mismo.

—Mis Elegidos viven al otro ladode la ciudad, junto al huerto de losmelocotones —dijo Kartan reanudandoel camino.

Enseguida reunieron a su alrededor atoda la chiquillería, que los siguiófrancamente intrigada e, incluso, un pocoasustada ante la presencia de aquellosdos extraños. Eran las primeraspersonas que no pertenecían a sucomunidad que veían los pequeños.

Una niña, un poco más alta que elresto, se adelantó y se acercó a Jennifer.Cogiéndola de la mano y sonriendo,dijo:

—Me gusta el color de tu pelo.Jennifer le devolvió la sonrisa. Era

la misma observación que habían hecholos niños escoceses cuando, reciénllegada a la escuela de Locharden,quisieron hacerse amigos suyos. EnKelso todavía eran más lógicos loscomentarios sobre el pelo de Jennifer,porque todos los niños lo tenían liso yoscuro.

—Es una lata, porque se me enredamucho —dijo Jennifer—. Me gusta el

bordado de tu falda.—No está muy bien —dijo la niña

poniéndose colorada—. Lo he hecho yomisma.

Mirando de cerca la falda, vio quelas puntadas eran muy desiguales y queen algunas partes estaba descosida, peroera vistosa y alegre.

—Yo no sabría hacer nada tanbonito. Cuando coso se me hacen nudosen el hilo o se me rompe y no puedovolver a enhebrar la aguja.

—¡A mí también me pasa! —sonrióla niña.

—Yo soy Jennifer. ¿Cómo te llamas?—Lara Avara.

—¡Lara Avara! Qué nombre tanbonito. Kartan nos ha hablado de ti.

Para entonces ya se podía ver lacasa de Panchros y Alloperla. Era unacasita de piedra con el techo de hojas, ala que daban sombra las ramas de unmelocotonero, inclinadas bajo el pesode la fruta dorada. La puerta y lasventanas estaban profusamente labradascon enredaderas retorcidas, y la puertaestaba pintada de azul.

—Parece un cuento de hadas —murmuró Jennifer.

—¡Alloperla! ¡Panchros! ¡Ya estoyen casa! —gritó Kartan mientras entrabacorriendo. Jennifer, Robert y Lara Avara

le siguieron, pero los más pequeñostreparon por el melocotonero para darbuena cuenta de la fruta. Las palabras deKartan evocaron en Robert y Jenniferlos gritos de los niños a la vuelta de laescuela, de nuevo en su propia época.

—¡Mamá! ¡Papá! Ya estoy en casa.Alloperla estaba pintando, sentada

delante de un caballete. Tenía la pielmás oscura que el resto, era alta,delgada y angulosa, y llevaba el cabellonegro recogido, dejando al descubiertosu largo y esbelto cuello. Al oír la vozde Kartan dejó los pinceles y corrió aabrazarle.

—¡Kartan! ¡Kartan! ¡Estás bien! —

dijo alegremente, con los ojos llenos delágrimas—. Estaba muy preocupada,pero ya estás aquí fuera de peligro —sedetuvo y, poniéndole las manos encimade los hombros, le sonrió como sitodavía no acabara de creerse que habíavuelto.

Robert echó una ojeada a lahabitación y tuvo la sensación de estaren el centro de un calidoscopio. Todaslas paredes estaban cubiertas decuadros, cuadros que se amontonabantambién en las sillas. Incluso Alloperlaparecía pertenecer a aquel batiburrillode colores porque, aunque llevaba laacostumbrada ropa gris, tenía tantas

manchas de pintura que parecía distinta.—¿Quiénes son estos niños, Kartan?

—preguntó cuando finalmente consiguióapartar sus ojos de él.

—Robert y Jennifer —contestóKartan—. Me los encontré en el Círculodel Tiempo y los he traído para queconozcan a Vianah.

—¿No son hijos de los bárbaros? —preguntó con ansiedad.

—¡Claro que no! —contestó Kartan—. Si lo fueran no los habría traídohasta aquí. Son como Ollie e Ian, losniños de los que tanto habla Vianah.

—¡Niños de otra época! —dijoAlloperla examinándolos con curiosidad

—. ¡Me gustaría mucho pintarlos!—¡No os preocupéis! —dijo Kartan

dirigiéndose a Robert y Jennifer con unasonrisa—. Alloperla se pasa la vidapintando a la gente. Venid y mirad.

El lienzo sobre el que Alloperlapintaba estaba vuelto y no podían verlo.Cuando Kartan les invitó a mirarlo,Alloperla hizo un ligero movimiento,como si quisiera detenerlos. Luego seencogió de hombros y giró el caballete,sin dejar de mirar a Kartan conansiedad.

Era completamente distinto a losdemás cuadros de la habitación.Resultaba duro y cruel y su efecto era de

lo más terrible, dada la serenidad deAlloperla. Representaba a unos hombresde mirada salvaje que, armados conpalos, golpeaban a un muchachopequeño y asustado, que se cubría lacabeza con las manos, blancas comoestrellas de mar, intentando defendersede los golpes.

—¿Es… Aetherix? —preguntóRobert.

Alloperla asintió con la cabeza.—¿Por qué lo has pintado así? —

sollozó Kartan—. Es tan… tan real.—Es real —dijo Alloperla con

dureza—. No podemos huir y ocultarnossiempre de los bárbaros y de lo que

representan. Pase lo que pase, el mal yla crueldad nos cambiarán, aunque nonos enfrentemos a ellos.

—¿Quieres decir que deberíamospelear con ellos, como hizo Aetherix?

—No, Kartan —respondió Alloperlatajantemente—. Lo que Aetherix hizotambién estuvo mal. Has leído bastantehistoria como para saber que a laviolencia no se le puede responder conviolencia. Nunca se ha resuelto asíningún problema.

—Imagínate…, imagínate que ellosestuvieran en dificultades y tú no losayudaras. Eso también es violencia,¿no? —preguntó Kartan casi como si le

estuvieran arrancando a la fuerza laspalabras.

—¿A qué tipo de dificultades terefieres? —preguntó Alloperla, dándosecuenta de que no era una pregunta sinfundamento.

Kartan se dejó caer pesadamente enuna silla cerca del caballete y se quedómirando al lienzo durante un buen rato.Luego, en voz muy baja, le contó aAlloperla cómo los bárbaros los habíanperseguido hasta El Lugar de Paso yhabían sido atrapados por la marea.

—¿Sabías que te perseguirían? —dijo Alloperla acusadoramente—.¿Sabías lo que iba a pasar?

Kartan, apenado, afirmó con lacabeza.

—Quería que Savotar y los demásestuvieran seguros cuando llegaran aNorsea. Y vosotros aquí, en Kelso,también. No había otra forma deconseguirlo.

—Es exactamente lo que yo he dicho—comentó Alloperla con amargura—.Su crueldad nos hace cambiar. Pero nodebemos permitir que suceda eso.Tenemos que demostrar que las fuerzasen que creemos: el amor, la confianza yla colaboración, son más poderosas quesu desconfianza y su codicia. Pero¿quién soy yo para decir esto? Desde

que murió Aetherix mi corazón estáhelado. Es mejor que hables conSavotar.

Tanto Robert como Jennifer sesentían incómodos ante unaconversación que les parecía demasiadopersonal y fingían no escuchar, mirandolos cuadros colgados de las paredes.Pero Lara Avara se acercó a Alloperla yle cogió una mano entre las suyas,intentando consolarla.

El cuadro que Robert tenía delanteera pequeño y representaba el dibujo deunas formas verticales, vistas a travésde un torbellino de niebla. Lo mirófijamente durante algún tiempo, antes de

ver el tenue perfil de dos figurasarrodilladas entre las formas grises.Respirando profundamente, se alejó unpoco del cuadro para poder verlo mejor,y enseguida reconoció el lugar. Eran laspiedras de Arden envueltas en la nieblay el páramo que se extendía hasta lafalda de las montañas.

—¿Quién ha pintado esto? —estalló,olvidando que los demás estabaninmersos en su propia discusión.

—Fue Kartan el año pasado, cuandohicimos el viaje de verano —contestóAlloperla.

—¡Kartan! ¿Pero lo viste así deverdad, con el páramo en vez de

aquellos árboles oscuros?—Solo en mi imaginación —

contestó Kartan—. Si lo quieres, puedesquedarte con él —sin darle importancia,descolgó el cuadro de la pared y se lodio a Robert, que lo miró, recordandosus arduos intentos de dibujar el círculode piedras. Si por lo menos fuera capazde plasmar sobre el papel lo que teníaen la cabeza…

—Tienes que dejarme que te haga unretrato para colgarlo en su lugar —dijoAlloperla sonriéndole—. Ahora queKartan está en casa, quitaré el cuadro deAetherix. ¿Te importaría quedarte aquímientras te pinto?

—No me importa —dijo Robert,ilusionado. No había nada que desearamás que quedarse allí, rodeado de todasaquellas pinturas extrañas ymaravillosas. Seguramente, alguienpodría enseñarle a pintar como élquería.

—Tengo que volver con Vianah —dijo Lara Avara—. ¿Me llevo aJennifer?

—Es una buena idea —dijoAlloperla—. Y tú, Kartan, tienes quesaludar a Panchros.

—¿Dónde está?—Está en la Casa de la Cocina,

preparando la cena. Estoy segura de que

a estas horas ya le ha llegado la noticiade tu vuelta y estará organizando unafiesta en tu honor y en el de nuestrosinvitados.

—Pero ¿por qué está en la Casa dela Cocina? —preguntó Kartan, confuso—. No sabía que le interesara la cocina.

—No ha vuelto a coger un pinceldesde que regresamos. Quizá ahora quetú has vuelto… Los bárbaros nos estáncambiando. Incluso sin estar presentesse están llevando nuestras energías,nuestro talento —su voz se quebró.

—Pero guisar…—También es un arte. Esta noche te

darás cuenta de que Panchros tiene ese

don.Kartan y Lara Avara cruzaron la

puerta, pero Jennifer vaciló porque noquería ir a ver a Vianah sin Robert.

—¿Por qué no vienes con nosotras?—le preguntó.

—Ahora no puedo —dijo Robertcon impaciencia—. Alloperla me va ahacer un retrato.

—¡Pero vamos a ver a Vianah!Tenemos que preguntarle muchas cosas.¿No querías preguntarle por los otrosniños que estuvieron aquí? A lo mejorella sabe algo de Duncan, o de cómopodemos volver a casa.

—Estoy muy bien aquí —dijo

Robert—. Quiero quedarme.Robert hablaba con tanta convicción,

que Jennifer se quedó un poco asustada.¿Y si luego decidía quedarse parasiempre?

10

—¿TE gustaría ver nuestros huertosmientras vamos hacia allí? —lepreguntó Lara Avara a Jennifer.

—Bueno —contestó sin demasiadoentusiasmo. La verdad es que los huertosno le interesaban lo más mínimo, perono tenía ganas de conocer a Vianah. Porlo menos mientras no estuviera Robert.

Desde que había llegado a Escocia,cada vez que visitaba a alguienterminaba paseando por su huerto,oyéndole contar, con todo lujo dedetalles, la historia de cada uno de los

arbustos. Jennifer, que apenas sabíadistinguir un pensamiento de unapetunia, lo encontraba muy aburrido;pero esta vez no pudo por menos desentirse impresionada. La vegetación eratan frondosa y exuberante que le parecíaque, si se detenía un momento, acabaríapor crecer a su alrededor. Hileras dehermosas y grandes coles se abrían pasoentre las tomateras, cuajadas de frutosrojos y maduros, y los sarmientos de lospepinos y las judías se enredaban portodas partes.

—¡No sabía que en Escocia secultivaran tomates! —dijo Jennifer—.¡Coles, sí! En el colegio nos ponen a

veces para comer unas horribles coleshervidas. Pero creía que hacíademasiado frío para los tomates.

—Aquí siempre hace calor y lasverduras crecen muy deprisa en loslargos días de verano.

Jennifer, que llevaba puesta unachaqueta, ya se había dado cuenta de quehacía calor, pero fue en el huerto cuandode verdad notó lo mucho que el climahabía cambiado.

—Todos estos bosques… —dijopensativamente—. Seguro que cuandoempezó a hacer más calor aparecieronnuevos tipos de plantas y árboles. Esuna de las cosas que me enseñaron en la

escuela, pero nunca me había parado apensarlo.

Pero para Lara Avara el bosquesiempre había sido así y, como estabaimpaciente por enseñarle las cabras ylos corderillos, le pidió que se dieraprisa. Luego fueron a la Casa de losNiños.

Lo primero que llamó la atención deJennifer fue la impresión de colorido. Eledificio, de una sola planta, estabarodeado por una valla de madera.Enredaderas y flores caían en cascadadesde las jardineras, y las puertas yventanas estaban pintadas de un brillantecolor naranja. Luego captó los sonidos.

Alguien cantaba en voz alta, ligeramentedesafinada, mientras los niños reían ydaban palmas. Los pasos de unospiececitos descalzos resonaron en elsuelo de madera, y un pequeño de ojososcuros apareció en una de las ventanas.

—¡Es Lara Avara! —gritó—. ¡Y traea uno de los Perdidos!

Inmediatamente, una bandada dechiquillos de ojos y cabellos oscuros seapiñó en la puerta, empujándose unos aotros en su impaciencia por ver aJennifer.

—¡Creen que eres uno de losPerdidos! —rompió a reír Lara Avara—. Muchos de nuestros cuentos y

leyendas hablan de ellos y dicen que undía volverán. Una de las historiasfavoritas de estos niños es la de la niñaperdida, que tiene el pelo tan rojo comoel sol cuando sale y tan enredado comolas zarzas.

Un niñito mofletudo le echó losbrazos al cuello a Jennifer, quien,dejando a un lado su vergüenza, le dioun abrazo.

—Es Nephi —dijo Lara Avara—. Esel preferido de todos.

Nephi guió a Jennifer hasta unahabitación interior en la que un joventallaba animales de madera para que losniños jugasen con ellos. Después de ver

cómo trabajaba durante un rato, seunieron al grupo, que seguía cantando ydando palmas. Luego Nephi quiso jugara la pelota. En su afán por cogerla, sedio un cabezazo con una niña, y ambosempezaron a llorar. Jennifer se sentó conellos en una mecedora y los consoló.Cuando Lara Avara sugirió que deberíanmarcharse, Nephi se puso a llorar otravez, pero se le pasó la llantina alprometerle Jennifer que volveríanpronto.

La casa de Vianah estaba más alládel canal de pesca y del horno desecado. Estaba rodeada por un jardínlleno de rosas, flores y arbustos

completamente desconocidos paraJennifer.

—¡Qué jardín tan bonito! ¡Qué bienhuele!

—Como Vianah no puede ver,reconoce las flores por su olor —explicó Lara Avara—. Sabe el nombrede todas las que hay en el jardín.Muchas veces, la llevo al bosque abuscar flores nuevas.

—¿Vienes mucho a visitar a Vianah?—preguntó Jennifer.

—Vivo con ella. Es mi Elegida, yNemourah también.

—¡Pero las dos son mujeres! ¿Notienes que escoger un hombre y una

mujer? —preguntó Jennifer sorprendida,porque seguía pensando que losElegidos reemplazaban a los padres.

—No puede haber una regla que tediga a quién tienes que amar o de quiénquieres aprender —contestó consencillez Lara Avara.

—¿Pero qué puedes aprender deVianah? —preguntó Jennifer—. Kartannos dijo que es demasiado mayor parahacer el viaje de verano. Y además esciega.

—En cuanto la veas, locomprenderás. A pesar de ser mayor,sabe más que todos nosotros.

Lara Avara empujó la puerta de la

casita, y Jennifer vio a una mujerpequeña y arrugada, sentada en unamecedora junto a la ventana abierta. Unaligera brisa le despeinaba el cabelloblanco.

La anciana la miró directamente, consus ojos azules y limpios, y preguntó:

—¿A quién me traes?Lo primero que Jennifer pensó fue

que no parecía ciega. Además, era laprimera persona que veía en Kelso queno tuviera los ojos oscuros y el pelonegro.

—Déjala que te toque —le dijo envoz baja Lara Avara. Luego,abalanzándose sobre ella, le dio un beso

en la arrugada mejilla y le dijo—: Te hetraído una gran sorpresa. Es Jennifer.Otra niña como Ian y Ollie.

—¡Acércate más, Jennifer! —le dijola anciana con voz temblorosa.

Tímidamente, Jennifer se arrodillójunto a la mecedora de la anciana.Vianah alargó la mano y sus dedos,resecos y fríos, acariciaron su cara. Alsentir este contacto, Jennifer olvidó susensación de incomodidad, para sentirsolo el amor que la anciana ledemostraba.

—¿Así que eres una niña de otraépoca?

Jennifer afirmó con la cabeza;

después, recordando que Vianah eraciega, dijo en voz baja:

—Nosotros no conocemos a losotros niños que vinieron. Ni siquierasabemos cómo hemos llegado hastaaquí.

—¿No estás sola?—Mi amigo Robert también ha

venido, pero se ha quedado en casa deAlloperla.

—¡Ah, sí! ¡Querrá pintaros a losdos! Tienes que traerlo enseguida. Perocuéntame cómo encontrasteis este lugar.

Jennifer se sentó a los pies deVianah y volvió a contar toda la historiade las piedras del páramo, la niebla, su

huida de los bárbaros y el viaje a Kelso.—Hay muchas cosas que no puedo

explicar —terminó diciendo Jennifer—.Hay muchas cosas que no tienen sentido.

—No te aflijas —dijo Vianah consuavidad—. Una mente activa siempreesta llena de interrogantes, por esotienes tanto en que pensar. ¡La que solotiene respuestas es una mente embotada!

Antes de que Jennifer se atreviera apreguntar lo que en realidad habíavenido a saber, sonó una campana, yLara Avara dijo:

—¡Es la hora de la fiesta! ¿Vienescon nosotros, Vianah, o te traigo aquí lacomida?

—Esta noche iré con vosotros —dijo Vianah.

—¡Vianah! ¡Hace mucho tiempo queno nos acompañas un Día de Fiesta! —dijo Lara Avara, poniéndose de pie deun salto para ir a buscar un bastón y unchal para cubrir los frágiles hombros dela mujer.

—Es un Día de Fiesta especial —dijo Vianah acariciando suavemente lamejilla de Jennifer.

Jennifer ayudó a Lara Avara a llevara Vianah a la Casa de la Cocina, dondeiba a tener lugar la fiesta. Por el caminole preguntó a Lara Avara qué era un Díade Fiesta.

—Los Días de Fiesta comemostodos juntos en la Casa de la Cocina.Cuando no hay nada especial quecelebrar con una fiesta, una persona decada familia va allí y se lleva a casasuficiente comida para los suyos. ¡Tesorprendería saber cuántas cosasencontramos para celebrar, porquecomer todos juntos es estupendo!

Jennifer se había imaginado quehabría enormes platos de pan de miel;pero, cuando llegaron a la Casa de laCocina, se quedó admirada ante lavisión de la mesa. Estaba cubierta defuentes que contenían todo tipo deverduras, tanto crudas como cocidas.

Junto a ellas, había apetitosas salsas,quesos, nueces y pescado ahumado.Todo tenía tan buen aspecto y olía tanbien que le hizo recordar las palabras deAlloperla, cuando decía que también lacocina era un arte.

Los platos eran de porcelana fina,cada uno de un modelo diferente, perosiempre decorados con los mismosdelicados colores. Jennifer vio cómodos niños pequeños se ponían depuntillas para coger dos de aquellosvaliosos platos y los llenaban decomida.

Un hombre bajo, con la caracuadrada y los ojos intensos y oscuros,

volvía a llenar las fuentes a medida quese iban vaciando. Jennifer supuso quedebía de ser Panchros porque Kartan leestaba ayudando.

Luego vio junto a la mesa a Robertque miraba con ojos asombrados la granvariedad de alimentos. Se reunió con ély le dijo:

—Parece una de esas fotografías derecetas que solían venir en las revistasde mamá. Siempre intentaba hacerlas,pero nunca le salían igual.

Robert, cuya madre nunca guisabanada más que estofado y patatas, no dijonada, pero tenía tanta hambre que llenórápidamente el plato. Jennifer le llevó a

ver a Vianah, que estaba sentada a lasombra, esperando a Lara Avara. Pocodespués apareció esta, seguida porKartan y el pequeño Nephi, que se sentójunto a Jennifer sonriéndole.

—Tendrás que darle de comer —dijo Lara Avara—. ¡Hoy eres tú suElegida!

—¿Qué tengo que darle?—Déjale que decida él mismo.Nephi ya había decidido. Él solo se

sirvió un pedazo de queso y unmelocotón del plato de Jennifer.

Una vez que hubo terminado la cena,se sentaron a hablar con Vianah y, porfin, Jennifer tuvo la oportunidad de

hacer la pregunta que no dejaba derondarle por la cabeza.

—Cuando aquellos otros niños,Ollie y los demás, estuvieron aquí,¿cómo consiguieron volver a casa? Túlos ayudaste, ¿verdad? Queremos quenos ayudes a volver también a nosotros.

—¿A volver? —repitió Vianah.—Sí, a nuestra época.—Lo siento, hijos míos —dijo

Vianah, y por primera vez su voz sonóvieja y gastada—. Yo no hice nada.Fueron ellos, yo no los ayudé.

—Pero Kartan dijo…—Creí que tú sabías cómo lo

hicieron —dijo Kartan—. Una vez

comentaste que había una llave. Penséque la tendrías tú.

—Alguien habló de una llave, perono sé nada más. Llegaron cuando yoestaba en la antigua torre, a no muchoskilómetros de aquí.

—Entonces, hemos venido hastaaquí solo para descubrir que no haycamino de vuelta —dijo Jennifer,deshecha en lágrimas, escondiendo lacara entre las manos.

Robert la miró durante unos minutoscon expresión preocupada. Luego volviósu mirada hacia la pequeña casita en quevivía Alloperla.

Jennifer sacudió bruscamente la

cabeza y, mientras las lágrimas corríanpor sus mejillas, gritó:

—Ni siquiera te importa. Estamosencerrados aquí para siempre y a ti nisiquiera te importa.

11

ALLOPERLA entró de puntillas en lapequeña estancia que en la parte de atrásde la casa compartían Robert y Kartan,para asegurarse de que seguían bien.Cuando los vio dormidos en susesterillas, respirando apaciblemente,sonrió y salió de la habitación.

Una vez que se hubo marchado,Robert se agitó desasosegado. Laesterilla era delgada y el suelo duro,pero era el recuerdo de la discusión conJennifer lo que le impedía conciliar elsueño. Le había gritado en medio de la

fiesta en su honor, y todas aquellaspersonas de tez morena los habíanmirado desconcertadas y molestas, comosi antes nunca hubieran visto a nadiepelearse de ese modo. Tal vez fuera así.Algunos de los pequeños habíancomenzado a llorar.

Le había echado en cara que loúnico que le interesaba era la pintura yencontrar a su hermano Duncan,acusándole además de no importarle lodesgraciada que era ni que sus padresestuvieran preocupados. Le interesaba lapintura; pero en cuanto a encontrar aDuncan, había desistido de buscarle.Duncan, con su pasión por la ingeniería,

no se hubiera adaptado a vivir allí, a noser que hubiera sido capturado por losbárbaros.

Lo más injusto era que Jenniferseguía diciendo que él era el culpablede que no se hubieran quedado en laspiedras, desde donde, por lo menos,habrían tenido alguna posibilidad deregresar. Lo cierto es que si se hubieranquedado allí, como ella pretendía, loshabrían capturado los bárbaros.Además, aquellos hombres parecíanmenos amenazadores allí, en Kelso,aunque Robert sabía que Kartancontinuaba preocupado por ellos y porSavotar y los demás, que todavía no

habían vuelto.Finalmente Robert se quedó

dormido, hasta que unas voces en lahabitación contigua le despertaron. Nopodía entender bien lo que decían, pero,por su tono, debía de ser algoimportante.

Incapaz de contener su curiosidad,alargó la mano y sacudió a Kartan paradespertarle.

—Hay alguien hablando en lahabitación de al lado —susurró—.¿Quién es?

—¡Parece Savotar! —dijo Kartan,excitado; se levantó de un salto y sepuso los pantalones y la túnica gris—.

Tenemos que enterarnos de si han vueltotodos sanos y salvos.

Kartan y Robert irrumpieron en lahabitación contigua donde Savotar,Alloperla, Panchros y otras dos o trespersonas discutían seriamente ante unataza de oloroso té.

—Aquí está Kartan —dijo Savotarponiéndose de pie. Al hacerlo, tuvo queinclinarse un poco para no darse con unmóvil que colgaba del techo. Su largatúnica brilló a la luz de las velas—.Podemos decirle ya cuál va a ser sumisión dentro del plan. Me temo quetraigo malas noticias, Kartan. Aunquetodos hemos conseguido llegar a Kelso,

los bárbaros han cruzado desde lastierras del norte en balsas y susexploradores están en estos momentoscerca de nuestra ciudad. Esperábamosque nos ayudara la corriente, pero losbárbaros son más decididos de lo queimaginábamos.

—¿Qué podemos hacer? —preguntóKartan.

—Enviaremos a los más ancianos,como Vianah, y a los niños a la torre quehay en el bosque, en la antigua fortaleza.Hemos almacenado pan de miel y aguasuficientes para que los que vayanpuedan permanecer escondidos hastaque los bárbaros se marchen. Los demás

nos quedaremos aquí y hablaremos conellos. Esperamos que al vernos ennuestra ciudad lleguen a comprender quenuestra forma de vida es importante paranosotros y nos dejen quedarnos. Si no loconseguimos y nos hacen prisioneros,los que queden… Pero eso no importaahora. Tu misión dentro del plan esllevar a Vianah a la torre.

—¿Quieres decir que me vais amandar con los ancianos y los niños? —preguntó Kartan—. Preferiría quedarmecon vosotros a esperar a los bárbaros.

—No puedo permitirlo —dijoSavotar con firmeza—. Alloperla me hacontado lo que ocurrió en El Lugar de

Paso. No es un castigo, tienes queentenderlo; pero si vamos a vencer a losbárbaros con la fuerza del amor y laconfianza, en los que creemossinceramente, solo los más fuertespueden quedarse a recibirlos.

—¿No crees que quizá hayaaprendido después de lo que ocurrió enEl Lugar de Paso? —preguntó Kartancon un deje de amargura en la voz—.Dejadme comprobarlo quedándome convosotros.

Savotar negó con la cabeza.—Vianah y estos niños, Robert y

Jennifer, necesitan de tu valor y tuayuda.

—¿También vais a enviarlos a latorre?

—Sí; los bárbaros serían un gravepeligro para ellos y nos traeríandificultades también a nosotros porqueno comprenden la fuerza del amor.

—¿Cuándo nos vamos? —preguntóKartan con docilidad.

—Ahora mismo, antes de que seacompletamente de día. Lara Avara yalgunos más acompañarán a los niños ala Torre, pero no creo que seaconveniente que hagáis el viaje todosjuntos. Es mejor que vayáis en grupospequeños. Tú ve con Vianah y esosniños.

—Cogeremos pan de miel para elviaje y luego nos iremos —dijo Kartan.

Mientras Kartan envolvía el pan demiel en hojas húmedas, Robert volvió ala habitación y sacó de debajo delcolchón el dibujo de las piedras deArden que le había regalado Kartan.Luego se lo escondió cuidadosamentedebajo de la camisa. Pasara lo quepasara, no quería deshacerse de él.

Antes de abandonar la casa, Savotarlos abrazó uno por uno y le dijo aKartan:

—Quizá si supiera lo que el destinoguarda para ti no te incitaría a ir, pero séque estás creciendo en madurez y

experiencia. Si creces en amor yconfianza, algún día podrás guiar anuestro pueblo.

Jennifer estaba en casa de Vianahcon Lara Avara, y a Robert le dabamiedo tener que decirle que debían huirde los bárbaros otra vez. Pero cuandollegaron se encontró con que Nemourahya les había dicho lo que pasaba yestaban preparadas para ponerseinmediatamente en camino.

—Me gustaría que pudieras venircon nosotros —le dijo Jennifer a LaraAvara—. ¿No hay nadie que pueda ircon los niños?

—Necesitan a todo el que pueda

ayudar. Pero quizá puedas venir túconmigo.

Después de dudar, Jennifer dijo:—No. Me voy con Robert. Hemos

prometido permanecer juntos.De esta forma Robert supo que la

discusión del día anterior ya estabaolvidada.

—Entonces nos veremos en la torre—dijo Lara Avara sonriendo, y sus ojososcuros y sus dientes perfectamenteiguales brillaron en la penumbra.

—Me gusta esto, de verdad, LaraAvara —dijo Jennifer de todo corazón—. Lo de anoche fue…, bueno…, estabapreocupada por cómo iba a volver con

mis padres. Son mis Elegidos, ¿sabes?Tengo que volver con ellos. ¡Mira! Porsi no volvemos a vernos, toma esto queencontré en Norsea —intentó meterlepor la cabeza la cadena de oro con lacruz, pero se le quedó enganchada en elpelo. Dando un tirón, se la colgó delcuello. La cruz brillaba sobre la pielmorena de Lara Avara.

—Es oro de verdad —dijo, Robert,creyendo que a lo mejor Lara Avara noapreciaba la generosidad de Jennifer entodo su valor.

—Es el amor de Jennifer lo que hacevalioso el regalo —dijo Vianah consuavidad—, no el metal del que esté

hecho.—La llevaré siempre —dijo Lara

Avara abrazando a Jennifer—. Megustaría que te quedaras aquí parasiempre, pero comprendo que quierasestar con tus Elegidos. Mientras tanto,cuida de Vianah. Recuerda que es miElegida —Lara Avara se dio la vuelta yechó a correr hacia la Casa de losNiños.

Los tres muchachos guiaron a Vianahpor el estrecho sendero del bosque.Avanzaban lentamente, porque el terrenoera muy desigual. A pesar del cuidadoque ponían, Vianah tropezaba confrecuencia y su ropa se enganchaba en

las ramas.—La torre a la que vamos es la

misma en que encontraste a los niños denuestra época, ¿verdad? —preguntóJennifer cuando llevaban andando unbuen rato.

—Sí. Los míos me dejaron en ellacon pan de miel y aceite mientras hacíanel viaje de verano. Pero no volvierontan pronto como yo esperaba y me quedésin comida. Aparecieron los niños y dosde ellos, Andrew y Elinor, fueron aKelso a buscar algo para comer.

El esfuerzo que suponía andar yhablar fatigó a Vianah, y tuvieron quedescansar un rato antes de que pudiera

continuar.—Pero ¿no sabes cómo salieron de

la torre? —preguntó Jennifer.—No. Los míos volvieron y yo tuve

miedo de que los niños se vieranatrapados en los acontecimientos denuestra época, como os ha pasado avosotros, y fuera más difícil para ellosvolver. Les dije que tenían que regresar.Querían que me fuera con ellos —dijosonriendo.

—¿Y entonces se fueron? —insistióJennifer.

—Salieron de la torre y yo volví alinterior. Se oyó un ruido, como si unallave girara dentro de una cerradura.

Luego, silencio; parecía que el tiempose había detenido… Cuando la puerta seabrió de nuevo, entraron Kartan y LaraAvara llamándome. Les pregunté sihabían visto a los niños fuera de latorre, pero no sabían de qué les estabahablando.

Robert y Jennifer se rezagaron unpoco, dejando que Kartan ayudara aVianah.

—Parece que controlaban las cosasmucho mejor que nosotros —dijo Robert—. Fueron a Kelso a buscar comida,como si conocieran ya el camino.

—Sí —dijo Jennifer—. ¡Los odio!Aparecen de repente, se portan como

héroes y luego se van a casa.—La verdad es que no estamos

seguros de que llegaran a casa —comentó Robert.

Pero tampoco este pensamiento erademasiado consolador.

Un repentino aguacero los obligó acobijarse bajo un frondoso roble. Kartansacó un paquete de pan de miel, del quedieron buena cuenta con gran apetito.

Cuando la lluvia cesó, Kartandecidió cambiar de rumbo. Siguieron elcurso de un arroyo que corríaatravesando la moteada sombra de unhayal. El terreno era más liso y seandaba con más facilidad, pero, al tener

que preocuparse menos de la maleza, sesentían intranquilos, siempre pendientesde los bárbaros. Sin Vianah, podríanhaber hecho el viaje en menos de unahora; pero, al estar ella, tardaron casitoda la mañana. Los numerosos arroyosque atravesaban aquella parte delbosque hacían su marcha aún más lenta,hasta que se les ocurrió improvisar conlas manos una silla para ayudar a Vianaha cruzar los de mayor caudal.

Por fin los árboles empezaron aescasear y salieron del bosque, despuésde cruzar un último riachuelo. Delantede ellos, en una escarpada ladera, selevantaba una antigua torre. Era

cuadrada, de granito, con piedrasangulares de arenisca roja formando undibujo simétrico en sus altos y erguidosmuros. La torre pertenecía a una épocaanterior a la construcción de Norsea,anterior incluso a los edificios deLocharden de la época de Jennifer yRobert. No era tan antigua como elcírculo de piedras, pero tenía el mismoaire de indestructibilidad, el mismoaspecto de haber sido testigo del pasodel tiempo y haber guardado muchossecretos entre sus muros.

—Es un antiguo castillo, ¿verdad?—preguntó Jennifer—. Quiero decirantiguo para nuestra época, de los que

tienes que pagar para entrar.—Creo que es un torreón construido

para guardar las fronteras —dijo Robert—. Se edificaron hace mucho tiempo,cuando Escocia estaba en guerra conInglaterra. Debemos de estar en lafrontera, bastante más al sur deLocharden.

Desde que estuvimos en las piedras,es lo primero que veo que pertenezca ala vez a nuestra época y a esta —dijoJennifer—. Norsea no cuenta, porque fueconstruida después de nuestros días.

Para Vianah, subir por la escarpadaladera hasta la puerta del castillo fue laparte más penosa de todo el viaje. En

algunas partes, incluso tuvieron quesubir gateando por las piedras lisas, yRobert también tuvo dificultades.Jennifer y Kartan ayudaron a Vianah asubir la última pendiente. Luego, Kartandijo que iba a volver a bajar pararecoger leña.

La puerta del castillo estaba abiertadel todo, y se asomaron a la oscuridadde la planta inferior, que debía de habersido un almacén o un lugar para guardarel ganado cuando había ataques. Notenía ventanas y la única luz que habíapenetraba por la puerta abierta. Robertentró y vio una escalera de caracol queterminaba en uno de los gruesos muros.

—Quédate con Vianah. Yo subiré aver qué hay arriba —dijo.

—No eres tú quien tiene que hacerlo—dijo Jennifer—. Por lo menos,deberías esperar a que llegara Kartan.

—Solo quiero ver qué hay arriba —dijo Robert desapareciendo en elinterior de la torre.

Una vez dentro, Robert experimentóla misma sensación que había tenido enlas piedras de Arden. Era casi como sidentro de aquellos muros algo lo ligaraa hechos que habían pasado muchotiempo antes. A medida que ibasubiendo por la escalera, se acrecentabaen su interior aquel sentimiento.

Jennifer, enfadada con Robert porhaberse marchado, le dijo a Vianah:

—Podemos entrar también nosotraspara resguardarnos del sol.

—Gracias —contestó la anciana—.Dentro de la torre se está mejor, peronos sentaremos en la planta baja hastaque esté aquí Kartan para ayudarme asubir las escaleras. Están medioderrumbadas y es muy difícil subir,incluso para los que tenéis buena vista.

Vianah y Jennifer se sentaron en unoscuro rincón de la planta baja. Desdeallí pudieron observar, a través de lapuerta abierta, la escarpada ladera quedescendía hasta el terreno que, cubierto

de árboles, se extendía a sus pies.Robert llegó hasta el final de la

derrumbada escalera y se detuvo ante lapuerta de la sala principal del castillo.Parte del techo se había desplomado. Laluz que entraba por él permitió a Robertver el suelo de tierra y una enormechimenea. Sorprendido, vio que el fuegoestaba encendido. Sentado junto a él,como un caballero de otra época, habíaun hombre barbudo de aspecto rudo. Elcorazón de Robert latió aterrorizadocuando el hombre levantó la cabeza yfijó la vista en él. Era uno de losbárbaros: el mismo que los habíaperseguido dos veces, el que había visto

luchar contra la corriente para salvar suvida en El Lugar de Paso.

Enseguida reconoció a Robert y, conun rugido de ira, se levantó de un salto yechó a correr detrás de él. Robert bajópor las escaleras, rodando más quecorriendo.

Una vez en el exterior, el muchachose abalanzó sobre la pesada puerta demadera de roble para cerrarla. Antes deconseguirlo vio, enmarcada por el pelorojizo alborotado, la cara de Jennifer,que lo miraba fijamente desde laoscuridad de la planta baja. Solo la viodurante una fracción de segundo, pero suimagen se le quedó indeleblemente

grabada.Antes de que tuviera la oportunidad

de volver a empujar la puerta, Kartan,que subía por la empinada pendientearrastrando una enorme rama, se acercóy puso la mano sobre una llave, brillantey reluciente, que estaba puesta en lacerradura.

—¡No hagas eso! —gritó Robert.Pero la llave giró, casi sin que

Robert tuviera que hacer ningúnesfuerzo.

Oyeron como Jennifer empezaba agritar en el interior de la torre, pero susgritos fueron acallados por el silencio,un silencio tan intenso que pareció

detener sus corazones.Y luego el ruido volvió a llenar el

vacío. Se oyó el lejano estruendo de uncamión que circulaba por unadescarnada carrera, un pero que ladrabay una vocecita infantil que preguntabainsistencia:

—¿De dónde venís?Con ojos incrédulos, Robert echó

una ojeada a su alrededor. El bosque sehabía desvanecido y, desde la escarpadaladera sobre la que se levantaba la torre,pudo ver una confusa sucesión de pradosy granjas, una pequeña laguna mediocubierta de juncos, una cabaña junto alcamino y un camión de leche que

circulaba por una carretera bordeada dehelechos.

Y, persistente, la vocecita seguíapreguntando:

—¿Quiénes sois? ¿De dónde venís?Robert miró a Kartan, que, a su lado,

observaba todo con ojos aterrorizados.Robert sintió que también a él le invadíael terror cuando Kartan le preguntó:

—¿Qué le ha pasado a Jennifer?—¡Abre la puerta! Ábrela y

averígualo.

12

IGNORANDO a la chiquilla rubia queestaba sentada en una piedra junto a latorre, Robert puso la mano sobre lallave, que seguía metida en la cerradura.Pero ahora ya no era brillante yreluciente, sino negra, y se resistía agirar.

—No puedes regresar otra vez —dijo la chiquilla.

Pero Robert no la oyó. Giró la llave,empujó la puerta y entró.

—¡Jennifer! ¡Jennifer! ¡Vianah! —llamó a gritos, y el eco de su voz en la

torre vacía se burló de él. Se dirigióhacia la escalera de caracol llamando aJennifer; pero ni Jennifer, ni Vianah, niel bárbaro estaban allí para contestarle.

Lentamente, volvió a bajar lasescaleras y salió al exterior. A juzgarpor la posición del sol y la neblina quecubría la laguna, debía de ser muytemprano.

—¿La has encontrado? —volvió apreguntar interesada la chiquilla.

Robert negó con la cabeza. Luego,totalmente confuso, miró a Kartan y a laniña.

—Pero ¿tú estabas con ella?—¿Con quién? —preguntó Robert

con voz apagada.—¡Con Vianah! Te he oído llamarla.Por fin Robert prestó atención a la

niña rubia y despeinada que, sentadasobre la piedra, se estaba comiendo unbollo y tenía la boca llena de migas.

—¿Conoces a Vianah? Además,¿quién eres tú?

Tuvo que esperar a que la pequeñase metiera en la boca el resto del bollo yse lo tragara antes de poder contestar:

—La conocimos hace mucho tiempo.Andrew y Elinor ya casi no se lo creen,pero estoy segura de que Ian sí.

—¿Tú eres Ollie? No, no puede ser.Eres demasiado pequeña.

—Tengo seis años, casi siete —contestó Ollie ofendida—. ¿Qué quieresdecir con eso de demasiado pequeña?

—Vianah nunca nos dijo que fuerasuna chiquilla. Siempre nos habló comosi fuerais…

—¿Qué hay de malo en ser unachiquilla? —preguntó Ollie a punto deecharse a llorar.

—Es que me ha sorprendido. No tepongas así. ¿Tú has estado en aquellaotra época? ¿Sabes cómo ir hasta allí yregresar?

Ollie asintió con la cabeza.—Con la llave —dijo.—¿Puedes volver a hacerlo? Tengo

que regresar.—¿Por Vianah?—No, por Jennifer. Estaba conmigo.

Y tengo que devolver a Kartan.Kartan los miraba con ojos

asustados. Ni siquiera parecíacomprender que se trataba de Ollie, dequien tanto le había hablado Vianah.

—Es uno de la gente morena deVianah, ¿verdad? —preguntó Ollie conuna sonrisa—. Estoy encantada de quehayas venido.

—¿Puedes enseñarme cómo funcionala llave?

Ollie negó con la cabeza.—No puedes hacerla funcionar. Lo

único que puedes hacer es esperar a quesuceda.

—Pero tú conseguiste volverutilizando la llave.

—Ya no brilla —dijo Ollie, como sieso lo explicara todo—. Ahora no esmás que una llave corriente.

—Escucha —dijo Robert armándosede paciencia—, ¿Andrew y los demásson mayores que tú?

—Sí —contestó Ollie—. Andrewtiene trece años.

—¿Puedes decirle que venga? Tengoque hablar con él.

—Está en Londres. Todos los demásestán en Londres.

—¿En Londres? ¿Qué demonioshacen allí?

—Nosotros vivimos en Londres.—Entonces ¿qué estás haciendo

aquí?—Tía Grace está enferma. Vive en

Smailholm Cottage y guarda la llave deSmailholm Tower en una caja cerca dela puerta trasera. Cuando se pusoenferma, mi madre tuvo que venir acuidarla. Los demás se quedaron enLondres con papá porque tenían que ir alcolegio, pero mi madre me trajo a mí.Yo puedo faltar. Ya leo muy bien —dijocon aire de suficiencia.

—Pero ¿estuvisteis todos allí

cuando fuisteis a ver a Vianah? —preguntó Robert.

Ollie afirmó con la cabeza.—Eso fue el año pasado. Andrew ya

casi no se lo cree. Fue tan raro… Perome hizo prometer que si la llave volvíaa brillar, eso fue lo que pasó cuandoabrimos la torre y encontramos a Vianah,no la usaría.

—¿Y empezó a brillar?—Sí. Me desperté esta mañana muy

temprano y me acordé de que me habíadejado el hidropedal de mi hermano enla laguna. Me lo prestó, pero me hizoprometer que lo cuidaría, así que melevanté y salí a buscarlo. Cuando pasé

por la caja que hay junto a la puerta deatrás, donde tía Grace guarda la llave dela torre…

—¿Para qué guarda la llave? —interrumpió Robert.

—Para que los turistas puedan ver elcastillo. Su trabajo es guardar la llave.Bueno, pues le eché una mirada, comohago siempre, y brillaba un poco. Habíaprometido no usarla, pero no habíaprometido no meterla en la cerradura.Luego, me senté a esperar a ver si veníaalguien, y entonces, de repente,¡apareciste tú! No esperaba que salieranadie de la torre.

Pensativamente, Robert se apoyó en

el muro de granito de la torre.—¿Qué día es hoy? —preguntó por

fin.—Viernes, me parece. Es muy difícil

acordarse cuando no hay que ir a laescuela.

—Pero ¿qué día?—Veintidós de junio. Mamá me dijo

que ayer había sido el día más largo delaño, y yo creo que sí…, sin tener a nadiecon quien jugar y sin poder hacer ruidoporque tía Grace está enferma.

—Pero eso es imposible…—No haces nada más que hacerme

preguntas y luego no te crees lo que tedigo.

—Pero eso significaría…, esosignificaría que no ha pasado el tiempo—dijo Robert lentamente—. Esimposible. Y ellos no nos habríanechado de menos todavía.

—Pues es verdad —dijo Ollie—.Tía Grace no nos echó de menos.

—Si por lo menos hubiera alguiencon quien pudiera hablar —comentóRobert—. ¡Ojalá estuviera aquí tuhermano!

Ollie frunció el ceño, y Robert sedio cuenta de que estaba actuando conmuy poco tacto. Era un milagro haberlaencontrado, y los demás probablementesabrían tan poco como ella. En cierto

modo, le consolaba saber que tampocoellos habían controlado losacontecimientos. Aparentemente, solohabían actuado por instinto. Quizátambién pudiera hacerlo él.

Fue entonces cuando se le ocurrióvolver a las piedras de Arden.

—¿Dónde estamos exactamente? —le preguntó a Ollie.

—Esto es Smailholm y está cerca deKelso.

—¡Kelso! —repitió Robert como uneco, contento de oír un nombre familiar.

—Pero no es el mismo Kelso.Andrew ha estado en los dos y dice queno son el mismo.

En ese momento vio un coche quecirculaba por la carretera queserpenteaba entre la casita de tía Gracey la parte inferior de la ladera. Kartan,que no había demostrado el menorinterés durante la conversación, seescondió detrás de una roca,observándolo hasta que desapareció,entre excitado y asustado.

—Era un coche, ¿verdad? —preguntó con los ojos muy abiertos—.¡Nunca pensé que fuera a ver uno!

—A lo mejor, incluso puedes montaren uno —le dijo Robert.

—Y viajar más rápido de lo quepueden volar los pájaros —susurró

Kartan.La excitación de Kartan levantó el

ánimo de Robert. Sería muy divertidollevarle al siglo XX. Para Kartan seríatodo todavía más sorprendente de lo quehabía sido el siglo XXII para él.

—Iremos en un coche —le prometióRobert con firmeza—. Volveremos aLocharden haciendo auto-stop.

—¿Con esa ropa tan divertida? —preguntó Ollie, echando una mirada alos pantalones sueltos, la túnica bordaday la capa de Kartan.

Robert se había llegado aacostumbrar de tal manera a la ropa deKartan, que no se le había ocurrido

pararse a pensar en el efecto quecausaría en Kelso, especialmente en unchico haciendo dedo. Solo el hecho dehacer auto-stop ya suponía bastantesproblemas.

—Puedo dejarte unos pantalones deAndrew y una camisa —ofreció Ollie.

—Pero Andrew está en Londres —puntualizó Robert.

—El año pasado se dejó aquí unosque se le habían quedado pequeños, yhay una camisa de Elinor que a lo mejorle sirve. Están en un cajón de mi cuarto.Voy a traerlos.

Cuando Ollie volvió, Kartan se pusolos pantalones y la camisa para tener un

aspecto un poco menos llamativo. Unavez que se hubo recobrado del susto deencontrarse en pleno siglo XX, empezó amostrar interés por todo lo que veía. Derepente, un avión le hizo agacharse,porque, aunque volaba por encima de sucabeza, le asustó con su ruido.

—Gracias a Dios no has aparecidoen el aeropuerto de Londres —comentóOllie.

Aunque los pantalones y la camisa lehacían pasar desapercibido, no podíanconvertirle en un chico del siglo XX.Una persona que se acobardaba por elruido de un avión, o que pensaba queuna cremallera era un milagro, no iba a

poder conseguir pasar por un ciudadanonormal y corriente.

—¿Por qué tienes que irte? —preguntó Ollie, observando cómo Robertenvolvía la ropa de Kartan en la capa—.Ni siquiera te ha dado tiempo acontarme cosas de Vianah.

—Tenemos que intentar regresar a laépoca de Kartan —dijo Robert, y lecontó cómo habían salido de ella,dejándose a Jennifer.

Ollie se asustó mucho al enterarsede la llegada de los bárbaros y delpeligro que corría Vianah. Pero, paraRobert, todo aquello no era nadacomparado con la idea de que había

dejado sola a Jennifer. Habíanprometido seguir juntos…

—Escucha, tengo que dejarte ahora—afirmó—. No puedo quedarme ni unminuto. Pronto saldrán a buscarnos, yantes tengo que encontrar a Jennifer. Eltiempo ya no puede seguir detenido.

—Tengo que volver —dijo por fin—. Ya es casi la hora del desayuno.

Estas palabras le hicieron recordar aRobert que tenía hambre. ¡Ojalá tuvieraun poco de pan de miel para compartirlocon Kartan! Kartan estaba demasiadoocupado haciendo preguntas para pensaren comer. La carretera bajo sus pies, loshilos telefónicos sobre su cabeza, un

muro largo y recto, una señal de tráfico,el escudo de armas de Kelso, tododesencadenaba en él un torrente depreguntas, muchas de las cuales no sabíaresponder Robert. ¿Cómo viajan lasvoces por los hilos telefónicos? ¿Dóndese hacen las señales de tráfico? ¿En unafábrica?

Aunque era muy temprano y nocirculaban demasiados coches, el ruidoy la velocidad seguían asustando aKartan. Una vez que estuvieron cerca dela ciudad se quedó asombrado de lacantidad de gente que había, de la alturade los edificios y del intenso tráfico.

—¡Ya verás cuando lleguemos a

Edimburgo! —le dijo Robert—. Hayautobuses de dos pisos y cientos decoches, camiones y camionetas. En loscruces de las calles hay luces rojas yverdes para que los vehículos sepancuándo pueden pasar.

Pero Kartan estaba demasiadoimpresionado con lo que veía y oía paraintentar imaginarse algo todavía másabrumador.

Cuando llegaron a la plaza delmercado, hasta el propio Robert sequedó sorprendido de la cantidad degente que había. En la zona reservadapara aparcar había tres autobuses, y lascalles estaban abarrotadas de niños.

«Tiene que ser una excursión», pensó.Al pasar junto a un niño con dientes

de conejo que rondaba por allí, lepreguntó:

—¿A dónde vais?—Al castillo y al zoo —le contestó

el niño.—¿En Edimburgo?—Sí.—¿Van todos esos niños? —

preguntó Robert.—Sí.—¿Y los profesores?El niño asintió con la cabeza.—Es para gente de nuestro colegio.—¿Os cuentan?

—Lo más seguro es que lo hagancuando hayamos subido todos alautobús.

—Mi amigo y yo estamos intentandoir a Edimburgo. ¿Crees que podremos ircon vosotros?

—¿Os habéis escapado? —preguntóel muchacho con cierto tono deadmiración.

—Algo así —dijo Robert.—Tendréis que sentaros en el suelo

—propuso el muchacho—. ¡Eh, Dick,aquí hay dos chicos que se hanescapado! ¿Podrán subir al autobús?

—Lo primero que tenemos que haceres procurar que no los vea Cara de Pez

—dijo el otro muchacho—. Si nossentamos en la parte de atrás, podremosesconderlos.

—¿Cara de Pez?—El señor Fisher, el profesor —

contestó Dick, señalando con la cabezaa un hombre alto, con el escaso cabellocuidadosamente distribuido por toda lacabeza pelada, que estaba junto alautobús revisando listas y contandobocadillos.

En ese mismo instante levantó lacabeza de los papeles y gritó:

—Todos los niños de mi clase subidal primer autobús. Os contaré cuandoestéis todos sentados.

Los niños de la clase del señorFisher se abalanzaron sobre el autobús.Robert agarró por una manga a Kartan,arrastrándole entre un enjambre de niñosy niñas que se empujaban sincontemplaciones.

—Con cuidado —dijo el señorFisher sin hacer nada para controlar elímpetu de los niños, con lo que Robert yKartan se encontraron dentro delautobús sin que los hubiera visto elprofesor.

Una vez dentro, fueron empujadoshacia los asientos de atrás, donde Dick,que era una especie de encargado, lesdijo que se sentaran en el suelo. Luego

pidió a otros niños que pusieran losabrigos encima, para que el señor Fisherno pudiera verlos desde el pasillo.Cooperaron todos con tanto entusiasmo,que Robert y Kartan estuvieron a puntode morir asfixiados bajo una enormepila de abrigos y chaquetas.

A Robert le hubiera gustado tenermás tiempo para poder contarle a Kartanlo que pasaba. Hasta ese momento,Kartan había estado tan sobrecogido porel miedo que no se había atrevido adecir ni media palabra, pero Robertsabía que, en cuanto se pusieran enmarcha, haría algún comentario quepondría de manifiesto que nunca había

viajado en autobús. Estaba a punto desugerirle que fingiera ser mudo y ledejara hablar a él, cuando el autobúsarrancó con una brusca sacudida. Dicklevantó los abrigos y le dijo a Robertque cruzaran el pasillo y se sentaran enlos asientos del otro lado.

—Eric y John tienen más sitio.David y yo no sabemos dónde poner lospies si os quedáis aquí.

Eric y John estaban deseando saberde qué escapaban y adónde pensaban ir,y, una vez más, a Robert le hubieragustado tener alguna idea de lo que iba adecirle a la gente.

Toda la atención prestada a Robert

se desvaneció cuando Dick dijo:—¡Eh! Este chico viene del futuro y

se llama Kartan.Para entonces, todos los chicos de la

parte de atrás del autobús sabían quellevaban a bordo dos pasajeros más. Loscomentarios de Kartan se extendíanrápidamente entre ellos.

—¡Es su primer viaje en autobús!—Dice que en el futuro no hay

coches —esta noticia fue recibida enmedio de una considerableconsternación e incredulidad, peroalguien apoyó a Kartan diciendo:

—Mi padre dice que en el año dosmil se habrá agotado el petróleo.

Robert no entendía muy bien cómopodían aceptar con tanta naturalidad queKartan viniera del futuro, pero todosestaban dispuestos a creérselo. Kartantenía un aspecto tan distinto a ellos,incluso sin la túnica bordada, que suextraña afirmación podía serperfectamente posible. Su voz, alta ycantarina, contrastaba con las suyas, deun marcado acento escocés. Los chicosestaban fascinados con él, y no secansaban de escuchar sus historias ni deacosarle a preguntas. Además, estabanencantados de poder enseñarle todos losavances tecnológicos del siglo XX.Rebuscando entre sus bolsillos

encontraron varios chicles, invento quea Kartan le pareció casi tan maravillosocomo un pequeño transistor.

Un niño le dio un silbato de plásticoverde.

—Puedes quedarte con él —le dijomuy serio. Y Kartan lo aceptó como sifuera un gran tesoro, como la cruz de oroque Jennifer le había regalado a LaraAvara.

El señor Fisher se dio cuenta delmurmullo de excitación que corría por laparte de atrás del autobús, pero loatribuyó a la perspectiva de pasar un díalejos de la escuela. Por su parte, losniños tenían buen cuidado de no levantar

demasiado el tono de la voz, para queCara de Pez no se acercara a ver quépasaba.

—¿Vais primero al castillo o al zoo?—preguntó Robert a Eric.

—Al castillo por la mañana y al zoopor la tarde —contestó este.

Robert pensó que hubiera sido mejoral revés. El zoo estaba en el otroextremo de Edimburgo, y tenían quellegar hasta allí. No sabía muy biencómo se las iban a arreglar para cruzartoda la ciudad sin dinero para coger elautobús.

—Podéis veniros con nosotros —propuso uno de los chicos.

—¡Kartan no ha visto nunca unelefante! —dijo otro—. ¡Vamos aenseñarle uno! Casi todos los niñoshabían estado antes en el castillo y en elzoo, y les emocionaba más la idea deque Robert y Kartan se quedaran conellos que la excursión misma, por nomencionar la diversión que suponía paraellos engañar a Cara de Pez durante todoel día.

—En cuanto bajemos del autobús sedará cuenta de que no somos de su clase—dijo Robert—. ¡Nos descubrirá!

—Creerá que sois de otra clase o deotro colegio —dijo Dick—. No hayninguna ley que prohíba que te pasees

por el zoo junto a nosotros. Es un lugarpúblico.

—Pero tenemos que seguir —dijoRobert.

—Kartan dice que tenéis que volveral futuro. No hay ninguna prisa porque,cuando lleguéis, ya no será futuro —dijoDick, muerto de risa ante su propiaocurrencia.

Robert seguía preocupado, pero notenía otra alternativa. Al final, decidióquedarse con los chicos. Cuando elautobús se detuvo en la explanada delcastillo, no tuvieron ningún problemapara bajar sin que los viera el señorFisher, porque estaba hablando con el

conductor, y luego Kartan y Robertfueron en grupos separados. Dickinsistió mucho en ello.

Visitaron la capilla de SantaMargarita, fisgaron en un gran cañónllamado «Mons Meg» y fueron hasta uncementerio para perros de soldados,lleno de diminutas lápidas cubiertas detristes epitafios. Recorrieron un museolleno de uniformes antiguos, espadas ymosquetones. Nunca había tenido elseñor Fisher un grupo de alumnos taninteresados como el de aquel día. Kartanno dejaba de hacer preguntas, muchas delas cuales no sabían contestar los niñosy se las hacían, a su vez, al profesor.

Antes de volver al autobús, losprofesores repartieron bolsas con lacomida, junto con la recomendación deno dejar todo lleno de migas. A Kartan yRobert, por supuesto, no les dieron; perouna niña pequeña y delgada le ofreció lasuya a Kartan, diciéndole que si comíase mareaba y devolvía. También lesdieron bolsas de patatas fritas ychocolatinas, manzanas y chicles.

—Es mejor que el pan de miel —dijo Kartan sonriendo mientras mordíauna chocolatina.

Kartan parecía aceptar con tantanaturalidad los acontecimientos del díaque Robert empezó a sentirse molesto.

Sobre él recaía toda la responsabilidadde encontrar el camino de vuelta aLocharden y las piedras, y Kartan nodaba muestras de pensar en lo quesucedería una vez que estuvieran allí. Loúnico que Robert podía hacer era norecordarle los problemas a los quetodavía tenían que enfrentarse.

A la hora de volver al autobús, elseñor Fisher se quedó un pocosorprendido ante la impaciencia quemostraban los niños por llegar al zoo.Varias veces les oyó decir: «¡Estoydeseando ver los elefantes!», o «¿A quesería estupendo merendar con losmonos?».

Cuando finalmente el autobús sedetuvo, el señor Fisher les recordó, conbreves palabras, que podían moverse asu aire, pero que tenían que estar en elacuario, junto a la puerta principal, a lascuatro en punto. Hasta entonces, podíanhacer lo que quisieran.

—¿Dónde están los elefantes? —lepreguntó Dick Chapman al profesormientras los demás niños bajaban entropel del autobús, llevándoselo casipor delante.

El señor Fisher le indicó ladirección con un débil ademán y miróconsternado cómo los treinta niños —treinta y dos si se hubiera tomado la

molestia de contarlos— salían enestampida a la búsqueda de loselefantes.

—¡Tanta excitación por un elefante!—murmuró, moviendo la cabeza. Luegobuscó un rincón tranquilo junto a lososos polares y se sentó a descansarhasta las cuatro en punto.

13

EL tráfico de la tarde hacía que laautopista estuviera muy concurrida, peronadie reparó en los dos muchachos quecaminaban por el arcén. Después de laexcitación de aquel largo día, Kartanestaba agotado. En su cabeza flotabanconfusas imágenes de elefantes y tigres,coronas con joyas brillantes y armadurasde guerreros. En una cámara del castillohabía visto filas y filas de libros, llenosde nombres de gente que había muertoen lo que llamaban la «segunda guerramundial». Algunos de los niños habían

leído en ellos los nombres de susabuelos y tíos, sin entristecerse ni sentirmiedo. Por el contrario, se habíansentido orgullosos, como si morir en laguerra fuera algo bueno. Kartan pensabaque el siglo XX era un mundo extraño.Mientras, el ruido y la velocidad de loscoches que circulaban, por la enormeautopista le aturdían y entumecían.Pasaban, pasaban, nunca dejaban depasar.

También Robert estaba muy cansado.Ahora lamentaba las horas que habíanperdido en el castillo y el zoo. Aunquetodavía habría luz durante un rato, ledaba miedo que alguien los recogiera en

la carretera a esas horas. De todosmodos, no iba a pararse nadie.

Se preguntaba qué estaría haciendosu madre. Hacía ya mucho tiempo quedebería haber vuelto de la escuela, asíque se estaría preguntando dónde sehabría metido. Seguramente, la madre deJennifer la habría echado de menos porla mañana y llevaría todo el díapreocupada. Jennifer la había llamado«Mi Elegida». Al pensar en Jennifer levolvió a invadir un tremendosentimiento de desesperanza. ¿Cómo ibaa explicar dónde estaba? ¿Qué habríasido de ella desde que la dejó en latorre? Siempre se había sentido

incómoda allí, incluso cuando las cosasiban bien. Ahora, atrapada en la torrecon aquel bárbaro…

Intentó alejar sus pensamientos,concentrándose en los problemas másinmediatos. Volvía a sentir hambre y notenía ni un solo paquete de pan de mielpara ofrecerle a Kartan. Pronto tendríanque cruzar el puente de Forth Road. Erade peaje, pero no sabía si los peatonestenían que pagar. Incluso aunque nofuera así, todo el mundo se preguntaríaqué hacían dos muchachos a pie a esashoras de la noche. Tenían que conseguirun coche.

En la carretera, un poco más abajo,se veían las luces de una gasolinera. Unplan empezó a tomar forma en su cabeza.Quizá pudieran lograr un coche sin tener

que hacer auto-stop. Podían subirse a laparte trasera de algún camión mientrassu conductor echaba gasolina. Habríaque confiar en que llevara la direcciónque a ellos les interesaba. Casi todos loscoches que circulaban por la carreteraiban a cruzar el puente, y ese se habíaconvertido en su objetivo másinmediato.

Un seto de arbustos bastantepolvoriento separaba la estación deservicio de los sembrados. Robert pensóque podían esconderse detrás de él ydesde allí ver qué posibilidades habíade coger un coche.

Arrastrándose, se adentraron en el

sembrado y, parcialmente cubiertos porel follaje, se dispusieron a esperar.

Se detuvo un coche. Un joven deunos veinte años, con el cabello negro ylargo y un mono lleno de manchas degrasa, salió a atenderlo. Algo en elmuchacho llamó la atención de Robert,pero no sabía muy bien qué. Luego viocon pesar cómo el coche se ponía enmarcha, sin darles la oportunidad deacercarse a él.

Durante un buen rato no volvió adetenerse ningún automóvil. Kartan sequedó dormido. También Robert estabaa punto de hacerlo. Arrullado por elmonótono zumbido del tráfico de la

autopista y la música de la radio quesonaba en la gasolinera, luchaba pormantenerse despierto. No podíadesperdiciar la posibilidad de conseguirun coche.

La música se detuvo de repente, yRobert oyó la voz de un locutor que leíaun resumen de las noticias locales.Apenas podía entender lo que decía,pero algo llamó su atención cuando leyólos avisos de socorro. En el área deLocharden habían desaparecido dosniños. A Robert Guthrie, de once años,no se le había vuelto a ver desde que sehabía acostado la noche anterior. Erabajito para su edad, tenía el pelo oscuro

y rizado y los ojos marrones, y cojeabavisiblemente al andar. Robert frunció elceño al oír su propia descripción. Nocojeaba visiblemente, solo un pococuando estaba cansado. JenniferCrandall, de doce años, era pelirroja ytenía el pelo largo. Era americana. Unaexpedición de voluntarios había salidoen su búsqueda por el páramo, al nortede Locharden, y un helicóptero estabapreparado para ayudarlos, pero unadensa niebla cubría la zona y no podíadespegar. Las condicionesmeteorológicas eran poco habituales,aunque la niebla estaba muy localizada.

El joven había subido el volumen de

la radio para oír el aviso y la voz seelevaba sobre el continuo zumbido deltráfico.

¿Cómo iban a pasar desapercibidosa partir de ese momento?, pensó Robert.Después de oír el boletín, todo el mundosospecharía al ver dos niños haciendo auto-stop, aunque la radio hubiera dichoque eran un niño y una niña.

De repente se dio cuenta de que nohabía ninguna dificultad para volver aLocharden. Todo lo que tenían que hacerera ir andando hasta una estación depolicía y, desde allí, los llevaríanrápidamente a casa. Pero ¿cómo iba aexplicar la desaparición de Jennifer? ¿Y

la presencia de Kartan? Si la policía sehacía cargo de ellos, le harían todo tipode preguntas. Y no tendría respuestaspara ellas. No, él y Kartan tendrían quellegar al círculo de piedras y solucionarlas cosas por sí mismos, si es quetodavía tenían solución. Robert seestremeció.

Estaba bastante oscuro; pero alapagar el joven las luces de lagasolinera, oscureció del todo. Iba acerrar. Hasta la mañana siguiente no sedetendrían más coches. Entoncestendrían que enfrentarse al problema decruzar el puente de peaje.

Después, Robert le oyó poner en

marcha el coche y sintió miedo. Leasustaba la idea de pasar la noche detrásde la hilera de hayas, preocupado porlas dificultades a las que tendría quehacer frente al día siguiente. Despertó aKartan y le dijo:

—¡Vamos! Veremos si ese tipo nosdeja al otro lado del puente, siempre ycuando vaya en esa dirección. Cualquiercosa será mejor que pasar aquí toda lanoche.

Kartan, todavía medio dormido, setambaleó sobre sus pies. Robert leayudó a saltar el seto y se dirigieronhacia la zona pavimentada en la queestaban los surtidores de gasolina.

Cuando el coche llegó ya estaban allílos dos niños, perfectamente visiblesbajo la luz de los faros. En el últimomomento Robert perdió los nervios y sevolvió a esconder detrás de losmatorrales, pero Kartan permanecióinmóvil, deslumbrado por las luces delautomóvil como un animalillodemasiado asustado para huir.

—¿Quién eres? —preguntó una vozdesde detrás de las luces—. ¿Qué estástramando?

El joven bajó del coche.—¿Dónde está tu amigo? Lo vi

escapar corriendo.Robert salió de su escondite a

regañadientes. El muchacho silbóadmirado y luego le preguntó:

—¿Cómo diablos has llegado hastaaquí?

Robert se detuvo agachado,dispuesto a salir corriendo, pero elmuchacho alargó un brazo, lo cogió porlos hombros y lo atrajo hacia sí.

—Tú eres Robert, ¿verdad? —preguntó.

Azorado, Robert tragó saliva yafirmó con la cabeza. Evidentemente, elmuchacho había prestado atención alaviso de la radio.

—No has cambiado mucho. Quizáhayas crecido algo. ¿No me conoces?

Robert dejó de pensar por unmomento en su situación y miró condetenimiento al muchacho que le estabahablando. Quitándole el pelo largo, laincipiente barba y la cicatriz que teníasobre la ceja, era…, tenía que ser…

—¿Duncan? —preguntó Robert convoz trémula.

El muchacho rompió a reír.—¡Claro, soy yo! ¡Ni siquiera

conoces a tu propio hermano!El joven sacó un cigarrillo del

bolsillo del grasiento mono y dijo:—Pero ¿qué haces aquí? Eres

demasiado joven para escaparte, Robert.¿Cuántos años tienes? ¿Once? Y

supongo que este será el otro chiquillodel que hablaba la radio.

Duncan encendió el cigarrillo yaspiró lentamente.

—Yo tenía catorce años, y fue muyduro para mí —dijo—. Un chiquillocomo tú no podría soportarlo. Voy allevarte a casa.

—Queremos volver —dijo Roberten voz baja—. Pero no se lo dirás a lapolicía, ¿verdad?

—¡Claro que no! ¿Qué tienen quever ellos con este asunto? Pero antestengo que llamar por teléfono. ¿Puedoconfiar en que no saldréis corriendo? Esmejor que vengáis conmigo para que yo

os pueda vigilar.Robert estaba de acuerdo. Una vez

que había conseguido encontrar aDuncan, no quería que volviera adesvanecerse como un fantasma, yestaba encantado de acompañarle a lagasolinera.

—Tengo que llamar a un compañeropara que recoja las llaves y llene lossurtidores para mañana. Le diré queestaré fuera uno o dos días, o inclusomás, hasta que vea cómo van las cosaspor casa.

Robert subió al coche y, sentándosejunto a Duncan, arrastró consigo aKartan para que se pusiera a su lado. No

quería tener que explicar ningúncomentario extraño que pudiera hacer.Duncan no iba a creerse la historia del«muchacho del futuro», como se lahabían creído los niños del autobús.

Antes de darse cuenta, habíancruzado el puente. Kartan, todavíaaturdido por los acontecimientos deldía, se quedó dormido. Duncan conducíadeprisa y con habilidad, atendiendo soloa la carretera. Ni siquiera disminuyó lavelocidad cuando salió de la autopista yse metió por carreteras secundarias másestrechas.

Por fin, cuando ya estaban cerca delas tierras de la familia, Duncan

preguntó con brusquedad:—¿Cómo están?—¿Papá y mamá? —preguntó Robert

a su vez.Sin quitar la vista de la carretera,

Duncan afirmó con la cabeza.—Bien, supongo —contestó Robert

lentamente—. Desde que te marchaste,Duncan, nada ha vuelto a ser igual. Estánsiempre preocupados. Y yo tengo quehacer tu trabajo, además del mío —en suvoz había un tono de reproche.

Duncan le dirigió una severa mirada.—Me imagino que por eso te has

escapado —dijo, volviendo a atender ala carretera.

—No me he escapado… En ciertomodo, me he perdido.

—¡Ya! —dijo Duncan con sarcasmo—. Fuiste al páramo a buscar las ovejasde papá, te perdiste y apareciste en laautopista, junto al puente.

Robert se mordió los labios, pero nose le ocurrió nada que decir.

—No te lo reprocho. Después detodo, yo me escapé de casa por lomismo.

—Yo creía que te habías ido porquedestrozaste la moto —dijo Robert,arrepintiéndose enseguida de haberlodicho.

—Eso solo fue una parte —dijo

Duncan—. Estaba cansado de estarsiempre trabajando. Por lo menos, paraél… ¿Sigue enfadándose?

—Algunas veces —contestó Robert.—¿Se enfadó mucho cuando me

escapé?—No —dijo Robert, intentando

encontrar las palabras adecuadas paraexpresarlo—. Estaba apesadumbrado yarrepentido.

—Y, sin embargo, tú también te vasde casa.

—No quiero que piense que me heescapado —suplicó Robert—. Es mejorque crea que me he perdido en elpáramo. ¿Me dejarás antes de llegar a la

granja?—¿Y darte así la oportunidad de

volverte a escapar?—¡No! ¡De verdad que no! —dijo

Robert—. Antes tengo algo que hacer.Jennifer sigue todavía en el páramo.Tengo que encontrarla.

—¿La niña americana? Entonces,¿quién es ese chico?

—Me va a ayudar a buscarla. Tieneque estar por allí, en alguna parte.

—Si no vienes conmigo, yo no voy acasa —dijo Duncan con firmeza.

—Puedes decirles que oíste por laradio la noticia y quieres ayudarlos abuscarme. Se pondrán muy contentos si

se lo dices.Robert miraba atentamente el huraño

perfil de Duncan, incapaz de leer suspensamientos. Para entonces ya estabanmuy cerca de Locharden. Las luces delos faros recortaban contra el páramolas sombras de las casas, oscuras ysilenciosas. Luego enfilaron la carreteraque llevaba a Baldry. Duncan viróbruscamente y dejó atrás la granjaTaylor, que tenía las luces encendidas,para dirigirse a casa.

—Muy bien, ¿dónde quieres bajarte?—preguntó Duncan.

—Aquí está bien —dijo Robert.Duncan frenó repentinamente.

—Voy a arriesgarme, pero hay entodo esto algo que no acabo de entender.Será mejor que no me engañes.

Robert sacudió a Kartan paradespertarle. Descendieron del coche yse quedaron parados en la carretera,mirando las luces traseras del coche quesubía por la ladera hacia la granja de losGuthrie.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Kartan.

Sin contestar a su pregunta, Robertechó a andar por la estrecha senda quese abría paso hasta la oscura sombra deBen Arden. Le hubiera gustado estar encasa para ver la gozosa incredulidad de

sus padres al ver de nuevo a Duncan,pero tenía que pensar en Jennifer.Resueltamente, apretó el paso con laesperanza de llegar a las piedras deArden antes de que los encontraran losvoluntarios que habían salido en subúsqueda. A pesar de todo lo que habíasucedido, sentía un hormigueo deexpectación ante la idea de volver a verel círculo de piedras.

14

SENTADAS en la oscuridad de la parteinferior de la torre, Jennifer y Vianahoyeron un rumor agitado de pasos quecorrían escaleras abajo, y luego, antesde que la puerta se cerrara de golpe,Jennifer vio la silueta de Robertrecortada contra la luz del exterior.Después se volvieron a oír más pasos,pesados y enérgicos, y Jennifer lanzó ungrito que murió en su garganta cuandollegó de la puerta el sonido de un débilchirrido. ¿Una llave girando en elinterior de una cerradura? Luego, otra

vez el silencio. Un silencio aterrador,vacío. Y frío…

Jennifer abrazó a Vianah, sintiendoentre los brazos su cuerpo rígido yfrágil. Estaban encerradas dentro de latorre, pero había alguien más con ellas.Podía oír su profunda respiración y elrumor de sus pasos al arrastrarse. Eldesconocido seguía dando golpes en lapuerta. Después soltó un torrente depalabras incomprensibles para ella. Derepente, la puerta se abrió de golpe y laluz inundó la oscuridad de la sala.Aunque antes de que saliera al exteriorsolo había podido verlo de refilón,Jennifer lo reconoció enseguida.

—Es uno de los bárbaros —lesusurró a Vianah—. Es uno de loshombres que creíamos que se habíanahogado en El Lugar de Paso. Saliópersiguiendo a Robert, que huía delantede él.

—No encontrará a Robert —dijoVianah suavemente.

—Le atrapará —aseguró Jennifer—.Robert no puede correr demasiado, escojo. En las rocas, no tendrá ningunaoportunidad.

—Creo que Robert ya ha escapado—dijo Vianah lentamente—. Ha vuelto asu propia época.

Las palabras de Vianah tardaron

varios minutos en penetrar en la mentede Jennifer, quien, cuando comprendiólo que acababa de decir, lo negóenfadada.

—¡No puede haber hecho eso! ¡Nopuede haberse ido sin mí! Además,¿cómo lo sabes? No puedes ver, eresciega.

—Los ciegos utilizamos los demássentidos —dijo Vianah sin perder lacalma—. Hubo un ruido, como si girarauna llave en la cerradura, y lo oí. Y elsilencio, el frío, la espera. Así fue comosupe que Ollie y los demás niños sehabían ido.

—¡Así que tú tuviste algo que ver en

el asunto!—¡No! Fueron ellos solos. Yo no

tomé parte en nada.—¡Pero yo también quiero volver!—Tienes que tener paciencia, hija.

Te llegará el momento. Pero, por ahora,¿qué vamos a hacer? Cuando el bárbarodesista de encontrar a Robert y Kartan,volverá a buscarnos.

—¿Kartan? ¿También él se ha ido?—sollozó Jennifer.

—No lo sé, pero estaban juntosfuera de la torre.

Jennifer miraba como hipnotizada através de la puerta abierta, incapaz deaceptar lo que había sucedido. Estaba

sola, atrapada en otra época,abandonada por Robert e, incluso, porKartan. Su única compañía era unaanciana ciega. El bárbaro volveríapronto. Aunque Vianah le pidió coninsistencia que se escondiera, Jenniferno le hizo caso. Permaneció inmóvil,apoyada en el frío muro de piedra, comouna oscura sombra en la penumbra de lasala, esperando que el hombre de labarba volviera a buscarla.

Jennifer no manifestó ningunasorpresa cuando, en vez del hombre,entró por la puerta un grupo de gente,hablando todos a la vez y muy excitados.Había varios hombres y mujeres,

acompañados por niños. Entre ellosestaba Lara Avara, que llevaba de lamano al pequeño Nephi.

—¡Jennifer! ¡Vianah! ¡Habéisllegado antes que nosotros! —dijo LaraAvara, soltó la mano de Nephi y corrióhacia Vianah para darle un abrazo.Estaba a punto de abrazar también aJennifer cuando se detuvo y dijo:

—Algo va mal. ¿Qué ha pasado?—Robert y Kartan se han marchado

—explicó Vianah con voz cansada—. Yuno de los bárbaros nos ha descubierto,aquí en la torre.

Mientras decía esto, la sombra delgigante barbudo oscureció el umbral de

la puerta.Jennifer observó el encuentro entre

el bárbaro y la gente de Vianah en mediode la más completa indiferencia. Ya nole importaba lo que pudiera suceder y,cuando la invitaron a subir a la planta dearriba para compartir con aquel hombreel pan de miel y el agua, los siguió sinintentar comprender lo que estabasucediendo.

Uno de los hombres más jóvenesconocía el lenguaje, casi gutural, de losbárbaros y habló con él brevemente.Luego mantuvo una larga y seriaconversación con los suyos. Lara Avaratomó parte en la discusión, lanzando de

soslayo miradas ansiosas en dirección aJennifer.

Por fin, Lara Avara le preguntó:—¿Has oído nuestras palabras?Jennifer negó con la cabeza.—El bárbaro quiere que vayas con

él a Kelso.—Pero yo no sé volver hasta allí —

contestó Jennifer con desgana.—No es difícil, solo tienes que

seguir el curso del río.—Entonces, dejadle que lo

encuentre él solo.—Ya se lo hemos dicho —dijo Lara

Avara con voz preocupada—. Peroinsiste en que vayas tú también.

—¿Por qué yo?Lara Avara jugueteaba con el borde

de su túnica. Su cara había perdido laplácida expresión habitual en ella, ymiraba a Jennifer con los ojos cuajadosde lágrimas.

—Quiere llevarte como rehén paragarantizar su seguridad en el caso de quese encuentre con los nuestros. No puedeentender que no necesita ningún rehén.Nuestro pueblo no le hará nada. Le hesuplicado que me deje ir a mí, pero noha querido escucharme.

Jennifer miró la cara de Lara Avarasurcada por las lágrimas y dijo:

—Iré yo. No me importa lo que

pueda pasar. Ya ni siquiera me damiedo.

A la hora de separarse de LaraAvara, Vianah y los demás, Jennifer nosintió nada especial, aunque el pequeñoNephi se abrazó a ella entre lloros y lepidió que se quedara. Afortunadamente,el viaje de vuelta a Kelso con elbarbudo, como le llamaban Lara Avara ylos otros, transcurrió también como enuna nebulosa. Jennifer iba dandotraspiés, ignorando las palabras sinsentido y la crueldad del gigante.Únicamente cuando llegó al claro delbosque, al ver la ciudad, pensó que erainjusto guiar al bárbaro hasta el corazón

de aquel pacífico lugar. De todasformas, él habría encontrado el camino,pensó para sí misma, porque Lara Avaray los demás le habían dicho que lo únicoque tenía que hacer para llegar hasta allíera seguir el curso del río.

Savotar salió a su encuentro y mirócompasivamente a Jennifer. El colorhabía huido de su cara. Las lárimashabían dejado sus huellas en lasmejillas, y en la frente tenía una manchade sangre, ya reseca, de una herida queJennifer no podía recordar cómo sehabía hecho, si con una rama o con algúngolpe del bárbaro.

—Lo siento —dijo Jennifer con voz

ronca—. No debería haberle guiadohasta aquí.

—No tenías otra elección. Además,no importa —dijo Savotar con tristeza—. Los bárbaros nos han encontrado ya.En este momento están cogiendoprisioneros y saqueando nuestra ciudad.No quisieron escuchar las palabras quetan cuidadosamente habíamospreparado. Ni siquiera se han sentado ahablar con nosotros.

Jennifer, todavía confusa, recordabamuy poco de momentos que siguieron asu llegada. Nemourah la lavó, le limpióla frente y le dio una taza de una infusiónde hierbas muy dulce. Luego, la

muchacha se durmió.Llegó la noche. Los bárbaros

dejaron la ciudad, llevándose detrás unalarga fila de prisioneros con las manosatadas a la espalda. Entre ellos estabanSavotar, Nemourah, Panchros, Alloperlay Jennifer, que era la única niña.

Anduvieron, durmieron,compartieron su pan de miel con losbárbaros. Cuando llegaron a El Lugar dePaso, Jennifer estaba segura de queSavotar tendría algún plan para escapar.Incluso habló de ello con él.

—Paciencia, hija —le dijo este—.Tu rabia y tu amargura lo están haciendotodo más difícil para ti.

—Y tú lo único que haces es darlesfacilidades —dijo Jennifer, enfadada—.Ni siquiera te defiendes.

Savotar tenía razón. Jennifer sehacía a sí misma las cosas más difíciles.Los bárbaros veían tan pasivas yamistosas a aquellas personas altas ymorenas, que relajaron su vigilancia. Noles volvieron a atar las manos y, por lastardes, se sentaban todos juntosalrededor del fuego. Solo Jenniferestaba malhumorada y aprovechabacualquier ocasión para irritarlos.

Mientras caminaban a través de losbosques interminables, flanqueados poraquellos hombres, Jennifer empezó a

considerar la compañía de Savotar tanincómoda como la de los propiosbárbaros. Savotar estaba preocupadopor ella. Y Jennifer lo sabía. ¡Pero sepasaba la vida censurándola! Siemprediciéndole que si demostraba más amory paciencia, los bárbaros la trataríanmejor.

Aquella mañana lo había intentado,pero no había dado ningún resultado.Durante más de una hora no hizo nadapara molestar al barbudo; pero, aun así,este la había golpeado dos veces.

Por la tarde —ya hacía tres días quehabían salido de Kelso— llegaron albosque de rododendros. La siniestra

atmósfera del lugar desquició losnervios de Jennifer, que tuvo palabrasmuy duras para Savotar. A partir de esemomento intentó esquivar su mirada,pero sabía muy bien que él no la perdíade vista. Más tarde se tropezó con laraíz de un árbol, y el barbudo, siemprealerta, le dio un pequeño golpe con unavara y le dijo que se diera prisa.

—Estoy cansada —contestó ella—.Ya no puedo más.

Jennifer se levantó y lo miró congesto de desafío. Se sentía tandesgraciada que había vuelto a perder elmiedo. No le importaba lo que pudierapasar.

Dispuesto a golpearla, el bárbarolevantó la vara. Jennifer retrocedió,esperando que descargara el golpe. Peronunca llegó.

Savotar —el mismo Savotar quepredicaba el amor y la paciencia— learrebató al bárbaro el palo de la mano yempezó a golpearle.

—¡Corre, hija! ¡Corre! —gritó—.Busca el camino para regresar con lostuyos. ¡Vuelve a casa!

Jennifer no podría olvidar nunca laexpresión de Savotar mientras pegaba albárbaro. Para él, educado en la paz, eratan difícil levantar encolerizado unarma, como para ella contener su odio.

En medio de la confusión que siguióa la pelea entre Savotar y el bárbaro,Jennifer huyó hacia los árboles y corrióhasta que no pudo más. Después,hundiendo sus rodillas en las hojascastañas, descansó. El bosque estaba encalma. Entre los árboles searremolinaba una ligera niebla, comojirones de humo azulado. Los odiadosbárbaros habían quedado atrás, perotambién toda aquella gente de tezmorena, pacífica y tranquila. Vianah,Lara Avara, Robert, Kartan… Ella,Jennifer Crandall, estaba completamentesola.

El silencio era opresivo. Reinaba laextraña atmósfera de los bosquesinanimados, la monotonía de losárboles, la ausencia de plantas bajo susombra, la falta de pájaros y animales.Y, siempre, un silencio expectante.

Jennifer estaba muy asustada. Searrepentía de haber dejado a Savotar.Quiso volver a buscarle. Cualquier cosaera mejor que estar sola. Empezó acorrer entre los árboles sin rumbo fijogritando su nombre. Todavía se asustómás cuando todo quedó enturbiado poruna niebla espesa y agobiante.

Delante de ella algo surgió de entrela niebla. Extendiendo las manos, rozó

con los nudillos una de las piedras,grande y erguida. Había encontrado elcírculo de piedras. El Círculo delTiempo. Incapaz de seguir, cayó derodillas y empezó a arrancar a puñadostierra y raíces con las escasas fuerzasque le quedaban.

15

KARTAN desató el fardo hecho con lasropas y se envolvió en la capa gris. A sulado, Robert temblaba bajo su chaqueta,entre aterido y excitado. Ya se veían lasenormes piedras. Eran las únicas formassólidas en aquel paisaje sombríocubierto por la niebla. El expectantesilencio fue hecho añicos por elquejumbroso lamento de una gaviota,que a Robert le pareció la voz deJennifer llamándole a través de la niebladel tiempo.

Se dirigió hacia el hueco que había

entre dos piedras y, una vez más, la fríaviscosidad de la niebla penetró en sumente. De repente, añoró la belleza y elcalor de la tierra de la gente de tezmorena. Quiso volver a oír sus vocescantarinas, estudiar sus dibujos, llegar acomprender su fe en la paz, el amor y lasolidaridad…

La gaviota volvió a lamentarse. Otrale contestó débilmente, como un eco enla niebla. Fue entonces cuando Robert seenfrentó a la verdad. No había llegadohasta allí para llevar a Kartan, ni paraintentar encontrar a Jennifer. Lo querealmente quería era volver con aquellagente morena que lo había aceptado

como a uno de los suyos. Ni siquiera elhecho de haber encontrado otra vez a suhermano cambiaba las cosas. En ciertaforma, era mejor. Por lo menos suspadres tendrían a Duncan…

Robert se volvió hacia Kartan, quemiraba fijamente las piedras con ojosaterrorizados. Su cara morena estabalívida. Kartan señaló el tercer hueco ydijo con voz desfallecida:

—Aquí enterramos a mi HermanoElegido, Aetherix.

Luego atravesó el círculo, dandotraspiés en el brezo. Se arrodilló en lahierba y rompió a llorar. Así estaba laprimera vez que Robert lo vio, una

figura envuelta en una capa gris,arrodillada entre las piedras,sollozando.

Robert se agachó a su lado y empezóa excavar muy despacio, casimaquinalmente. Poco a poco, el frío fueparalizando su mente, hasta que ya nosupo lo que hacía. El frío y el silenciose intensificaron. La niebla se hizo másespesa, ocultando las demás piedras delcírculo. El tiempo se detuvo.

Luego Robert volvió a notar el calor,la luz y el rumor de las olas al romperen la playa. Abrió los ojos y vio losrododendros rodeando el círculo depiedras y oyó el murmullo de las hojas

levemente agitadas por la brisa.De repente un dolor profundo y seco,

como si algo le estuviera destrozandopor dentro, se apoderó de él. Las hojasde los árboles bailaban frenéticamenteante sus ojos. Luego empezó a verlasborrosas, como si estuvierandesenfocadas. El estruendo de las hojasatronó sus oídos. Después perdió elconocimiento.

Cuando volvió en sí, creyó seguiroyendo el rumor de las hojas, que, pocoa poco, fue reemplazado por una voz quele llamaba con insistencia:

—¡Robert! ¡Robert! ¿Estás bien?Alguien estaba sacudiéndole. ¿Por

qué no le dejaban solo? ¿Por qué no ledejaban quedarse donde realmentequería estar?

—¡Robert, contéstame!De mala gana, Robert abrió los ojos

y vio a Jennifer inclinada sobre él, conel cabello rojizo cayéndole por la caracomo una vieja cortina. Al retirárselo,Robert vio que tenía una profunda heridaen la frente.

—Tu cabeza… ¿Cómo te has hechoeso? —le preguntó.

Jennifer se tocó la herida y retiró losdedos rápidamente.

—¡Hemos vuelto! Estamos salvados,Robert —dijo.

Cautelosamente, Robert echó unamirada a su alrededor y vio que Kartanya no estaba allí. La niebla se deshacíabajo el sol, quedándose adheridaúnicamente a las zonas más húmedas ybajas del páramo. La enorme mole deBen Arden se elevaba a sus espaldas. Elpáramo parecía extrañamente apaciblebajo la luz del amanecer. Temblando, sepuso de pie. Luego ambos se alejaron delas piedras.

Avanzaron penosamente durantealgún tiempo sin decir nada, hasta queJennifer, casi en un susurro, dijo:

—Todo ha sido un sueño, ¿verdad,Robert? O una ilusión. No ha sido real.

—Sí ha sido real —contestó Robert—. Tal vez incluso más que esto.

—Pero hoy es viernes por lamañana, ¿no? —preguntó Jennifer,angustiada—. No hemos estado fueravarios días, ¿verdad?

—Es sábado por la mañana —contestó Robert—. Ha salido gente abuscarnos.

—¿Sábado por la mañana?Titubeando, Robert le contó la

historia del viaje desde Smailholm aLocharden y el milagro de haberencontrado a Duncan. Jennifer leescuchó; luchaba por creer que todoaquello había sucedido de verdad.

—Tendrás que creértelo cuando veasa Duncan —le dijo Robert—. Incluso élvio a Kartan.

Iban subiendo a través de loshelechos, casi ocultos por sus ásperashojas. Un sonido vibrante llenó el aire,miraron hacia el cielo y vieron unhelicóptero, como un insecto gigante,que volaba en círculo sobre las piedras.Luego se alejó hacia la costa.

—Nos están buscando —murmuróRobert. Pero, a pesar de ello, sequedaron donde estaban, escondidosentre los helechos.

—¿Crees que Kartan conseguirávolver con los suyos? —preguntó

lentamente Jennifer, aceptando por finque aquella experiencia había sido algomás que un sueño—. Espero que hayaencontrado el camino de vuelta.

Luego le llegó a ella el turno decontar a Robert cómo el bárbaro lahabía obligado a volver a Kelso y cómose habían llevado prisionera a lamayoría de la gente morena.

—No sirvió para nada el quenosotros estuviéramos allí —dijoRobert con tristeza—. Al principio,Kartan creía que habíamos ido asalvarlos.

—Solo ha servido para empeorar lascosas —admitió Jennifer—. Tendrías

que haber visto la cara de Savotarcuando pegó al barbudo. Y lo hizo solopor mí.

—Quizá nos hayan cambiado —comentó Robert con serenidad.

—Siempre tuve miedo de quequisieras quedarte allí —dijo Jennifer—. Y al final fui yo la que se quedóatrás. Fue horrible…, aquellos bárbarosy todo lo demás. Sin embargo, megustaría poder estar segura de queKartan ha conseguido volver con supueblo.

Estaban a punto de llegar a la granjaTaylor, cuando los voluntarios quehabían salido en su búsqueda los

encontraron y los condujeronrápidamente a la cálida cocina de losCrandall. La señora Dean estaba allí, elfuego crepitaba y las teteras hervían concaldo y chocolate caliente para losexhaustos voluntarios. Algunos habíanpasado la noche entera en el páramo. Laseñora Crandall abrazó a Jennifer, comosi no quisiera volver a separarse de ellanunca más.

—¡Mira cómo traes el pelo y laropa! —exclamó sacudiendo una hojagrande y marrón que colgaba delpantalón de algodón de Jennifer.

—Mal de la intemperie —diagnosticó el señor MacPherson para

explicar la aturdida mirada de Jennifer ylas respuestas contradictorias que dabanlos dos muchachos.

—Hacía un tiempo muy raro —comentó un viejo granjero—. Nuncahabía visto una niebla así, pegada solo auna zona del páramo. Aquí en la cañadaha estado despejado durante todo el día,pero el círculo de piedra seguía cubiertopor la niebla. Allí fue donde seperdieron.

También estaban allí los Guthrie,acompañados por Duncan, que no perdíade vista a Robert, aunque no le dijo nadahasta que no estuvieron camino de casay lo suficientemente lejos de sus padres

como para que no pudieran oírlos.—Vamos a dejar las cosas como

están, Robert. Estuvisteis en el páramo.El pensar que te escapaste de casa soloconseguiría hacerles daño. Pero todavíano lo veo nada claro. Aquel otro chicoque estaba contigo, ¿dónde está ahora?Y la chica, ¿dónde estaba ayer?

—Algún día te lo diré —le contestóRobert—. Pero, por favor, ahora no.

Al escuchar el tono triste y abatidode su voz, Duncan no volvió a insistir.

Pasó más de una semana antes deque tanto la señora Crandall como losGuthrie pudieran oír hablar de queJennifer o Robert iban a algún otro sitio

que no fuera la escuela. Inclusoentonces, la madre de Jennifer seempeñaba en acompañarlos, aunquetodo iba bien. Los dos niños queríanvisitar al abuelo de Robert, el viejoDougal Ballentyne, que vivía en Baldry.Era más fácil conseguir que los llevarala señora Crandall que aplazar la visitahasta encajarla con el esporádicoservicio de autobuses que uníaLocharden y Baldry.

Robert y Jennifer se veían a diarioen la escuela y hablaban en secreto de suaventura, aunque descubrieron que eraun alivio sumergirse en la aburridamonotonía del colegio y no pensar

demasiado en lo que habían visto. Peroambos sentían la necesidad de compartircon alguien su experiencia, y Robertestaba tan seguro de que su abuelo era lapersona indicada, que, finalmente,Jennifer accedió a acompañarle,dándose por vencida.

Decidieron ir un sábado por la tarde.Cuando la señora Crandall pasó arecoger a Robert, vio a Duncantrabajando en el campo con el tractor.

—Ya veo que tu hermano no havuelto todavía a Edimburgo —lecomentó a Robert, que se sentó en elasiento de atrás.

—No va a volver —dijo Robert—.

Ha encontrado trabajo en un garaje deBaldry, y ahora vive allí. De esta formapuede venir a ayudarnos los fines desemana.

—¡Qué bien! ¡Tus padres estaráncontentos!

—¡Y yo también! —dijo Robert conuna sonrisa.

—Esta mañana, mientras estaban encasa, he oído al señor MacPhersondecirle a tu padre que eres un granartista —dijo Jennifer—. La verdad esque te alaban más de la cuenta.

—Yo también se lo he oído deciralguna vez —dijo Robert—. Es muyamable, sobre todo si tenemos en cuenta

que el último dibujo mío que vio fue unacaricatura suya que hice en la pizarra.Pero se necesitaría algo más que elviejo MacPherson para que mi padrecambiara de opinión.

—Tampoco te perjudica —dijoJennifer.

Sin darse cuenta, llegaron a la hilerade casitas grises, construidas en lasafueras de Baldry, en una de las cualesvivía el viejo Ballentyne. Robert suspiróaliviado cuando la señora Crandall dijoque no entraba porque tenía que comprarunas cosas en Baldry.

—Volveré dentro de unas dos horas—dijo mientras ponía en marcha el

coche.Los chicos entraron en la casa y

encontraron al anciano sentado en unsillón con una manta de tartán sobre lasrodillas. Miraba fijamente la barraincandescente de una pequeña estufaeléctrica.

—No es igual que un fuego decarbón —se lamentó—. No huele a naday nadie se sienta junto a ese estúpidoaparato de metal a hacerte compañía.

—Te he traído una cosa —dijoRobert, sentándose sobre la alfombrajunto a los pies de su abuelo, como solíahacer siempre.

Robert se desabrochó la camisa y

sacó el pequeño cuadro de las piedrasenvueltas en la niebla, que Kartan habíapintado.

Jennifer sofocó un grito de sorpresa.—Todavía lo conservas —dijo, y se

sentó al lado de Robert—. Lo trajistedesde su época. ¿Cómo lo has podidohacer?

—Lo traje metido debajo de lacamisa —dijo Robert.

—Es un cuadro muy bonito —comentó el anciano, mirándolo sindemasiado interés y dejándolo despuésen su regazo.

—¿Sabes lo que es? —preguntóRobert, excitado—. ¿No lo reconoces?

—Ya no veo bien —dijo.Robert encendió una pequeña

lámpara y, acercándosela al anciano,dirigió la luz hacia el cuadro. La niebladel cuadro pareció cobrar vida, girabaentre las piedras del círculo como untorbellino, y las figuras arrodilladasquedaron de repente perfectamenteenfocadas.

—Son las viejas piedras —dijo elabuelo de Robert y sus palabrascobraron una nueva vitalidad—. Laspiedras de Arden.

—Quería dártelo, porque sé quesiempre te ha gustado ese lugar —leexplicó Robert, ilusionado.

—Sí, esas piedras han tenido toda lavida un extraño poder sobre mí. Hay enellas algo más de lo que la gente ve.Este cuadro me trae a la memoria el díaen que tu madre, Meg, se perdió en elpáramo. Era poco más que una cría,apenas capaz de dar sus primeros pasos.Se alejó de la granja, y la niebla locubrió todo.

Mientras Jennifer y Robertescuchaban hechizado en silencio, elanciano les contó la historia del día enque él también se perdió en el Círculodel Tiempo. Al llegar al círculo depiedras, apesadumbrado por la pérdidade su hija, cayó de rodillas y arrancó a

puñados la tierra negruzca. La niebladesapareció y se encontró de repente enmedio de un bosque. ¡Y las piedrasestaban cerca del mar!

»Allí estaba, en un acantilado, frentea una amplia bahía que el mar había idohaciendo con el paso de los años. Nuncahasta entonces había visto aquella partede la costa. Un grupo de gente alta ymorena arrastraba un bote hacia laplaya, chapoteando dentro del aguacálida con los pies descalzos.

»No era yo el único que miraba elbote. Muy cerca de mí, tan cerca quecasi podía tocarme, había un hombrealto, con el pelo negro y muy largo.

Llevaba una túnica gris sobre loshombros, según pude recordar mástarde, y colgada del cuello, una cadenacon un pequeño silbato verde. Era algotan extraño que no dejó de llamarme laatención.

»Un poco más allá había otras dospersonas. Una chica muy guapa, alta ycon la piel morena como el joven, conuna cruz colgada del cuello con unacadena. Junto a ella había un muchacho,más bajo que los otros dos, con el pelorizado y la piel más blanca.

»Ellos no me vieron, porque teníanlos ojos puestos en el bote de la playa.De repente, el joven alto empezó a

gritar: ¡Panchros! ¡Alloperla! Por finhabéis vuelto. Bajó con dificultad hastala playa, por una escarpada senda,arrastrando tras él, en su precipitación,un aluvión de piedras. Cruzó la arenarápidamente, y se arrojó en los brazosabiertos de la gente morena, que llegócorriendo por la playa para reunirse conél.

»Las otras dos personas bajaron másdespacio. El muchacho del pelo rizadotenía dificultades para descender por lasenda; luego, cuando lo vi correr por laarena, me di cuenta de que le fallaba unpoco la pierna.

»La alegría de su reencuentro metrajo a la memoria mi propia pérdida,me di la vuelta y volví al círculo depiedra.

»Debí de quedarme dormido. Ya nome acuerdo bien. Hacía mucho frío ytodo estaba en calma. Cuando recobré elsentido, vi a mi pequeña Meg. Estabadormida junto a una piedra,completamente sana, envuelta en unasuave capa gris, como la que llevaba elhombre alto.

—Eran Kartan y Lara Avara —murmuró Robert.

—La llevé a casa. Hasta ahora no lehabía contado a nadie la historia de la

extraña visión que tuve en las piedras deArden.

—No podían ser ellos —dijoJennifer, rompiendo el silencio que sehabía adueñado de la habitación.

—Eran ellos —insistió Robert—.Pero mayores que cuando losconocimos. Alloperla, Panchros y losdemás debían de haber escapado de losbárbaros y regresaban de las tierras delnorte. ¿No lo entiendes? Fue después deestar allí nosotros.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?—Por el silbato verde. Un niño le

dio uno a Kartan cuando fuimos aEdimburgo en autobús. Hasta ahora no

me había vuelto a acordar. ¿No te dascuenta? Era algo de nuestra época, poreso Kartan lo conservaba y lo llevabapuesto. Y tú le diste la cruz a LaraAvara.

—¿Y quién era el otro joven? —preguntó Jennifer con una nota dedesafío en la voz—. El del pelo rizadoque cojeaba.

Robert recordó el dolor desgarradorque había sentido en las piedras… Peroya tendría tiempo para pensar en ellomás tarde. Era demasiado increíble,demasiado hermoso…

El anciano miró interrogativamentesus caras emocionadas.

—Nosotros también hemos estadoallí —dijo Robert. Después, Jennifer yél, quitándose la palabra de la boca unay otra vez, le contaron todo lo quepodían recordar.

Cuando volvió la señora Crandall,seguían hablando. La madre de Jenniferse detuvo en la puerta para observar lastres caras radiantes —dos muy jóvenes yotra arrugada por el paso de los años—bañadas por la suave luz arrojada por lapequeña lámpara. La habitación estabaausteramente amueblada. No teníachimenea ni cuadros colgados en lasparedes; pero los niños y el ancianoparecían envueltos en una especie de

encantamiento, que iluminaba porcompleto la humilde estancia.

MARGARET J. ANDERSON(Gorebridge, Escocia, 24 de diciembrede 1931). Nacida en un pequeño pueblominero de Escocia, el 24 de diciembrede 1931.

Creció leyendo a Sir Walter Scott, JaneAusten y Charles Dickens, pero no

contempló la posibilidad de serescritora hasta más tarde, después dehaber estudiado biología y genética en laUniversidad de Edinburgo e ido a vivira Oregon, E. U. con su familia. Escribiósobre insectos y plantas antes deredescubrir su habilidad de la infanciapara contar historias; entonces comenzósus trabajos de ficción, la mayoríaimaginados en el contexto de su natalEscocia. Actualmente ha regresado aescribir textos no ficticios.

Notas

[1] Los esfagnos o musgos de la turbacrecen espontáneos en los lugares muyhúmedos y en los pantanos, formandocolonias extensas llamadas turberas.(N. T.). <<

[2] Seres malignos que tienen la facultadde cambiar su propia forma externa oincluso la de los demás. (N. T.). <<

[3] Conocidas también como lasLavanderas, son los espíritus de lasmujeres que mueren al dar a luz. Hastaque llega el día de su muerte, vagan porlos bosques, lavando en los arroyos lasmanchas de sangre de las camisas de losmoribundos. (N. T.). <<

[4] Compañía petrolera del Mar delNorte. (N. T.). <<

[5] El C14 es un isótopo radiactivo que seencuentra en la naturaleza en cantidadesinsignificantes. El profesor W. F. Libbyha desarrollado una técnica, llamadatambién fechado por el radiocarbono,que permite, mediante la medición dedicho isótopo en un objeto, fijar su edadhistórica. (N. T.). <<

[6] Juego de baraja inglés, precursor delbridge. (N. T.). <<