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El carácter híbrido de la identidad Por Héctor J. García La globalización contemporánea y la creciente movilidad transnacional está fomentando el surgimiento de escritores y obras de ficción, que ya no son identificables con un único paisaje cultural. Sin lugar a dudas, en esta era, la influencia de otras culturas parece ser un elemento importante en la construcción de la identidad, y por lo tanto de las expresiones creativas e interpretativas. Mientras que las culturas se entremezclan, una nueva generación de escritores en movimiento, a través de fronteras culturales y nacionales, ha empezado a canalizar y expresar creativamente una sensibilidad transcultural, impulsada por un proceso de distanciamiento y crítica de la propia identidad y los supuestos culturales. Estos autores, que en muchos casos (pero no siempre y no necesariamente) utilizan una lengua distinta a la materna, están más conectados a los patrones y modos literarios de una sociedad nómada, a la condición de sociedad migrante y a las distintas expresiones artísticas postcoloniales. La idea de localizar a la cultura y a la literatura exclusivamente en el contexto de las etnias y las naciones está perdiendo rápidamente su credibilidad.

Ensayo Introductorio

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El carácter híbrido de la identidad

Por Héctor J. García

La globalización contemporánea y la creciente movilidad transnacional está fomentando

el surgimiento de escritores y obras de ficción, que ya no son identificables con un único

paisaje cultural. Sin lugar a dudas, en esta era, la influencia de otras culturas parece ser un

elemento importante en la construcción de la identidad, y por lo tanto de las expresiones

creativas e interpretativas.

Mientras que las culturas se entremezclan, una nueva generación de escritores en

movimiento, a través de fronteras culturales y nacionales, ha empezado a canalizar y

expresar creativamente una sensibilidad transcultural, impulsada por un proceso de

distanciamiento y crítica de la propia identidad y los supuestos culturales.

Estos autores, que en muchos casos (pero no siempre y no necesariamente) utilizan una

lengua distinta a la materna, están más conectados a los patrones y modos literarios de una

sociedad nómada, a la condición de sociedad migrante y a las distintas expresiones

artísticas postcoloniales. La idea de localizar a la cultura y a la literatura exclusivamente en

el contexto de las etnias y las naciones está perdiendo rápidamente su credibilidad.

Asistimos al surgimiento de autores que no pertenecen en un lugar o a una cultura estática

y por lo general, ni siquiera a una lengua, que cruzan las fronteras y se ocupan de un

dialogo entre culturas. Esto permite que toda visión cismática del mundo, en decir,

encerrada en sí misma, autosuficiente, sea superada por las condiciones culturales de la

contemporaneidad, caracterizada por mezclas y mutaciones. Esto, aunque pueda parecer

todo lo contrario, es sobre todo, un modo de construcción de la identidad, de una dimensión

que se superpone al sentido estacionario del localismo. No quiero negar con esto que al

interior del sentido tradicional de la cultura, como perteneciente a un lugar, no existan giros

y transformaciones. Más allá de esto, un modelo de arte transcultural supone la integración

de la identidad, en la encrucijada de las culturas, en la diáspora de las sociedades. En este

sentido, la liberación de una cultura propia, de la prisión del lenguaje, de predisposiciones

inconscientes y de culturas nativas naturalizadas −de la misma manera como la cultura nos

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libera de las retracciones de la naturaleza y sus aspectos biológicos−, superar estas fronteras

nos libra principalmente, a través del contacto con otros círculos, de los efectos del

condicionamiento social, hábitos, temas, expresiones, costumbres, etc. Se es un río y no una

represa, como dice Ángel Rama. Se está dispuesto a aceptar una identidad en el comienzo

del viaje, pero no se está de acuerdo en que se debe permanecer con ella hasta el final, a ser

un animal que representa la etiqueta en su jaula.

La cultura tiene sentido sólo en la medida en que nos edifica como disidentes y fugitivos

de nuestra naturaleza, nuestro sexo, raza o edad. Para la mayoría de nosotros, el

conocimiento es determinante en términos de nuestra formación. En ese mismo entorno

está ya una línea de desarrollo híbrido.

Esta sensibilidad permite la creación de una espacio novedoso que da cuenta de algo. Ese

algo es la hegemonía de los síntomas del realismo social, el edificio teórico que asume lo

típico, la representación del héroe o el antihéroe típico, en situaciones típicas como reflejo

de una tendencia histórica subyacente: el progreso o el descalabro. Una noción

predeterminada por, y que a su vez predetermina, nuestra noción de la realidad. La ausencia

de esta teoría dominante, de este canon, se constituye como un horizonte de escritura. Es

una forma de ser y percibirse a uno mismo, compleja y fluida, donde las ambigüedades

aparentes y la transitoriedad no son rechazadas, sino abrazada a favor del dinamismo, la

mediación y la transformación en curso. Es la construcción de un tercer espacio entre el

hombre y el mundo, es, en suma, el cambio de un canon individualizado por una

comprensión holística del individuo.

Esto quiere decir que el yo se convierte en una narración cuyo arco de transformación no

pasa por su individualidad hegemonizada y hegemonizante sino por la legibilidad a la hora

de entender la experiencia cotidiana, es decir la búsqueda que permite a ese individuo,

traducir de manera eficaz sus propias experiencias de vida en un discurso coherente,

atravesado siempre, por otras lenguas y otros ámbitos. El escritor, es sólo responsable ante

el lenguaje. Podrá innovar, podrá jugar, pero siempre deberá respetar la norma intrínseca, si

quiere hacer arte. En mi caso particular, no me opongo a la adopción de nuevas palabras o

conceptos, e incluso nuevas formas sintácticas procedentes de los idiomas orientales,

siempre y cuando estos elementos puedan integrarse a la estructura del castellano. No hay

un sólo idioma que se baste a sí mismo para expresar las sensaciones humanas.

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No refiero con esto una postura política, sino más bien, un modo de construcción de

identidad, una herramienta fundamental para la creación artística. Este distanciamiento se

convierte en un estímulo para la creatividad: quien cruza fronteras es aquel para quien la

diáspora, con sus conceptos binarios de centro y margen, ya no se aplica. Quien cruza

fronteras se encuentra siempre ante un nuevo aprendizaje, en una constante

desnaturalización.

Así que, ¿dónde se sitúa esta literatura? Podríamos decir que hasta cierto punto la ficción

transcultural fluye hacia fuera de los dominios. En otras palabras, indica la anulación de la

dicotomía entre los centros y periferias. Potencialmente, cada periferia ahora puede

convertirse en el centro y viceversa, en un juego constante de construcción y

deconstrucción, donde es imposible identificar un único centro, permanente y hegemónico.

Lo que importa sobre todo es la necesidad de encontrar nuevas claves interpretativas y

marcos teóricos, junto con una nueva terminología, que pueden resultar más adecuada para

el análisis de una literatura emergente.

En otras palabras, ¿existe la premisa para una perspectiva crítica más en sintonía con las

sensibilidades no sólo de una nueva generación desnacionalizada, sino también de un

creciente número de lectores culturalmente dislocado? No es sólo una cuestión de géneros,

tropos , parcelas , soluciones y dispositivos técnicos literarios; es también, o más bien, una

cuestión de la evolución de las sensibilidades, las mentalidades emergentes, enfoques y,

posteriormente, de los diferentes imaginarios y expresiones literarias, más a tono con las

perspectivas contemporáneas cosmopolitas y pluralistas, que se están creando en el

proceso, a través de la interacción activa entre las experiencias vividas por los escritores y

sus lectores. El paradigma no consiste ahora en si la vida personal de un autor encuentra en

la escritura la posibilidad de una nueva vida. No es autobiográfico en el sentido que da

cuenta de algo, si un escritor es sincero ya no es el dilema, porque no hay ideas dominantes,

hay es contradicciones ideológicas. Sin embargo, sí debe remitir a la experiencia. Debe

dominarla y transformarla. El autor no debe limitarse a un diario de viaje en el que explore

y de a conocer su experiencia sensible y tangible, porque, como lo señala Zizek, la forma

ideológica ideal del capitalismo global es el multiculturalismo; esa actitud que, desde una

nueva posición global, trata a todas y cada una de las culturas locales de la manera que el

colonizador suele tratar a sus colonizados: autóctonos, cuyas costumbres hay que conocer y

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respetar. No debe respetar nada. Ni la cultura propia, que para entonces ya no existe, ni las

que se instalan delante de sí.

Al privilegiar una perspectiva transcultural, es decir, una praxis móvil, un enfoque en

constante cambio, se reconoce también su capacidad para promover, y destacar

investigaciones flexibles, prácticas comunicativas que interactúan a través de diferentes

códigos lingüísticos y comunicativos, la mezcla de idiomas en los nuevos modos de

expresión , es decir, y sobre todo, el sentido experimental del arte.

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Bibliografía

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Zizek, S. (2010). En defensa de la intolerancia. México: Ediciones Sequitur.

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Monologo de los cerdos

“Entonces Jehovah dijo: Esconderé de ellos mi rostro, y veré

cuál será su final; porque son una generación perversa, hijos

en quienes no hay fidelidad”

Deuteronomio 32:20

Eran más de las cuatro y el pueblo parecía un lugar desolado. Aún no se adivinaba en las

calles el aroma a cerdo frito y nadie parecía querer comprar esos pasteles de carne que

preparaba Amanda. Los de Francisca, decían, tienen mejor sabor. Pero la anciana había

muerto esa semana en Bogotá por un problema en los huesos, producto de una estrepitosa

caída, una noche en que las piedras de la rampla, a la entrada de su finca, estaban húmedas

de lluvia. El pueblo pasó la semana comiendo los pasteles desabridos de Amanda,

esperando, impaciente, la llegada del viernes para devorar los cerdos que fritaban en el

kiosco de una esquina, diagonal a la iglesia. Allá era donde acostumbraban pasar las tardes

los cogedores de café y también los capataces con las señoras y sus hijos y los vendedores

de negocio, que cerraban al medio día para probar los sudados de hueso. Se ubicaban todos

en un salón grande, rodeado de un patio detrás del cual bajaba una quebrada. Al fondo se

hacían las familias de dinero. Sentados en sillas de madera y mesas con manteles blancos

de encaje y bordados de flores. Los otros, los peones, se sentaban más cerca a la calle, al

otro extremo del salón, en butacas. Los hombres de buena familia comían las frituras en

vajillas de porcelana. El resto, en platos desechables. Una que otra vez algún peón

levantaba la mano para saludar a su patrón pero, por lo general, no había respuesta.

Esa tarde todos sabían que no fritarían cerdo. Por eso nadie salió a la calle y Amanda tuvo

que tirar los pasteles de carne a los tres perros gordos que aguardaban en su casa, como lo

había hecho con los sobrantes, cada día de la semana.

La finca de Francisca era un terreno de más de cincuenta hectáreas. Mas o menos veinte

de parte montañosa y treinta de valle. En total podría ser más tierra− las sesenta hectáreas

originales−, pero los vecinos, poco a poco, habían movido la cerca, adueñándose de unos

arboles frutales y unas matas de café que se usaban como límite, desde hacía mucho

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tiempo. Eso a Francisca nunca le importó. La tierra la había heredado de su amante, un

conservador al que habían matado en Bogotá, meses después del asesinato de Gaitán. Dicen

que al hombre lo llamaron por la espalda, una noche a la salida del Teatro Colón. Según

pude saber, esa noche una compañía inglesa presentaba Hamlet y el difunto asistió solo. A

la salida, mientras descendía por las escalinatas, un joven grito: “¡Muerte a los chulavitas!”

Luego llamó al difunto por su nombre. No le dio tiempo de girar y ahí, en medio de la

multitud, le descargó cuatro tiros en la espalda.

Desde entonces Francisca vivía sola en esa tierra, esperando el momento en que los

herederos legítimos llegaran a reclamar lo que les pertenecía. Por eso, decía la gente del

pueblo, es que nunca quiso sembrar nada y dejó enmontar todo el valle y la montaña,

porque ella sabía que esa tierra no le pertenecía. La finca era una selva de maleza tupida,

con una casa deteriorada casi en el centro del terreno. Desde la entrada una rampla en

piedra laja subía hasta la casa. Allá era posible ver una parte del pueblo y atrás de él, la

falda de la cordillera central. Por la ubicación, más de una vez le habían ofrecido cifras de

dinero que a Francisca le resultaba difícil imaginar. La verdad es que la anciana nunca dejó

de lado ese pensamiento servil y no supo sacar partido de la herencia –si es que así se le

puede llamar a eso−. Los pudientes del pueblo fantaseaban con dividir el terreno, hacer

lotes, construir un condominio para sacar su buen dinero. Pero Francisca nunca quiso

vender, se mantuvo siempre con la idea de que la finca no le pertenecía, de que ella sólo era

quien cuidaba del lugar y, la verdad, es que siempre prefirió vivir de los pasteles, que eran

ya una tradición en su familia, porque la anciana tenía conocimiento de que su abuela los

preparaba con la misma receta que ella los hacía.

En algún momento se rumoró que el asesino había sido alguien del pueblo. Ese rumor

nunca se confirmó, pero no es difícil darlo por cierto. Se decía que había sido un hombre a

quién, durante el gobierno de Ospina Pérez, le hurtaron dos fincas de su propiedad, entre

ellas, la finca que heredó Francisca. El hombre aquel, era un liberal que comerciaba con

café. Tenía dos hijos: Julio y Leonidas y por esposa a una mujer que cosía vestidos, muy

bellos, según dicen. Cuando lo expropiaron nadie volvió a saber de él o su familia. Pero la

gente del pueblo creía que las facciones de un tal Alberto Duque, eran muy similares a las

de uno de los hijos de la desafortunada pareja. Era un hombre de mediana estatura, de barba

y cabello blanco. Nariz gruesa, achatada, que casi tocaba el labio superior de su boca. Por

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todo el rostro tenía unas finas venas rojas, que en días de sol, parecían estar a punto de

reventar. Tenía unos brillantes ojos verdes, iguales a los de su madre, según dijo mi papá.

Para aclarar los hechos empiezo así: Sí, en efecto Alberto era el legítimo heredero. Julio,

ese era su nombre original. Lo cambió por razones que pronto explicaré. Sin embargo, sus

intenciones en ningún momento fueron las que todos suponían. No importa qué tan

afectado estuviera su juicio tras la guerra, él regresó al pueblo porque nunca tuvo otro lugar

a donde ir. Y, quién podría decir que se es menos hombre, cuando se quiere volver al lugar

donde empezamos a vivir.

Tengo un recuerdo de infancia, en el que veo a Julio descender de un Willys rojo

descarpado. Yo lo observo desde el balcón de la casa. Lo miro caminar mientras bebo, con

un pitillo, soda dietética. Lleva la funda de un machete en el cinto y, con marcha

apresurada, entra en un negocio. No habla con nadie. Tiene un sombrero café y una camisa

verde oliva, de estilo militar. La camisa está muy sucia pero la viste correctamente, dentro

de un pantalón negro que sujeta con el grueso cinturón del que cuelga la funda. También

recuerdo que lo vi, siendo yo mayor, entrar en el almacén de mi padre. Recuerdo que,

apenas ponía un pie dentro, gritaba: “¡Quién atiende esta mierda!” y todos, al unísono,

soltaban una carcajada. Mi padre lo llamaba chicote porque siempre andaba con un tabaco

en la boca. En ese momento, él era sólo el sujeto del Willys rojo. Dejó de serlo el día en

que entró al negocio a comprar unas bolsas de arena negra. Mi padre me encargó empacar

el material. Fui con chicote a la bodega, llevando en mente la cuenta de cuántas paladas

debía empacar en cada bolsa.

−¿...y usted, qué edad tiene? – me preguntó, al tiempo que abría una de las bolsas blancas

que llenaría con tierra.

−Quince − le dije, mientras recordaba el número de paladas.

−Buen sol ¿eh?

−¿Sí? ¿No le parece insoportable?

Me detuve un momento para cerrar una bolsa y reacomodar otra.

−¿Sólo siete? –preguntó, con una sonrisa burlona en la cara−. Su papá dijo que eran

nueve por bolsa.

−Ahí van las nueve−. Dije decidido.

−Como diga.

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−Sí, ha hecho buen sol por estos días−. Siguió diciendo.

−Pero ya es insoportable.

−¿Lo dice porque le toca trabajar bajo el rayo del sol?

−No. Lo digo porque es realmente insoportable este clima.

−¿Y su papá le paga por esto?

−Sí. Me da algo.

−¿Y en qué se gasta el dinero? ¿En trago, en la novia... o prefiere las putas?

−No. En libros−. Dije, mirándolo con desprecio.

−¿Y sí lee los libros que compra?

−Por supuesto.

−¿Y qué dice su papá de eso?

−Supongo que le parece bien. Nunca hablo con él del tema.

En ese momento Duque se inclinó para cerrar la segunda bolsa.

−Esta pesa más−. Dijo, repitiendo en el rostro la sonrisa burlona de antes.

−Es porque la arena del fondo está húmeda−. Dije yo.

−Está bien. Y ya casi sale del colegio, ¿no?

−Sí. Este año.

−¿Y... piensa estudiar algo?

En varias ocasiones me había enfrentado a esa pregunta. Las respuestas no satisfacían a

nadie, en especial a mí. Algunas veces dije que estudiaría arquitectura, otras que medicina,

administración, derecho, nada. Que me quedaría al frente del negocio cuando mi padre lo

considerara conveniente. En el fondo, muy en el fondo, siempre había querido responder

con la verdad. Que me gustaba escribir acerca de naufragios y de personas que perdían el

rumbo en lugares ajenos. Que leer a Defoe me había cambiado la vida. Pero también la

lectura de otros había obrado en mí una especie de dignidad y, acto seguido, dar la lista de

esos autores, por el hecho de sentir una deuda en el corazón, pero también como muestra

irrefutable de mi gusto por la lectura, y en consecuencia, por la escritura, para que nadie, en

absoluto, creyera que se trataba de una broma, en fin.

−Quiero ser escritor −. Dije en un tono, hasta entonces, desconocido para mí, una mezcla

de dignidad y vergüenza.

−Oh, tremendo. Es una bella profesión.

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Detuve mi trabajo y lo miré a los ojos, sorprendido.

−Sí. Mi padre escribía poemas−. Dijo él.

−Yo no soy bueno para la poesía−. Dije.

−Dicen que es lo más difícil. Lo mejor son las historias. Conocí a una mujer que fue

amante de un escritor norteamericano. Usted lo debe conocer. Un tal Jack London. Nunca

lo he leído. La vieja me dijo que London escribió una novela acerca de ella. No sé cuál.

¿Ha leído a London? ¿Es bueno?

−Sí. Es bueno.

−En ese caso, tengo una historia para usted. Cuando quiera puede venir a mi casa−. Dijo

cerrando la última de las bolsas. –Tenga, esto es para usted, para sus libros−. Agregó,

sacando del bolsillo izquierdo de su pantalón, un billete.

−No hace falta.

−Tome, tome. Sin remilgos−. Cargó las bolsas en el Willys y se marchó.

Me quedé un momento bajo el sol. Guardé el billete en el bolsillo, observando la forma

en que la luz caía sobre las montañas. Recordé que sólo había leído un par de cuentos de

London: Por un bistec y Amor a la vida. Los dos cuentos los había encontrado en revistas.

El viernes de esa semana, después del almuerzo, sibí a la finca de Duque. Llevé conmigo

un cuaderno nuevo y un lápiz. Cuando llegué a la talanquera de una cerca alta, bordeada de

limoncillos, vi el Willys rojo parqueado a un costado de la casa. “¡Duque!” Grité para saber

si el hombre estaba en la casa. No obtuve respuesta al primer intento y decidí trasponer la

verja. “Duque” grité, de nuevo. En ese momento él salió con un balde negro lleno de

cáscaras de papa y zanahoria.

−¡Válgame Dios! No pudo llegar en mejor momento−. Dijo, limpiándose las manos con

un trapo rojo que llevaba sobre el hombro.

−Vengo por lo de London−. Dije, como disculpándome por interrumpirlo.

−Sí. Lo sé. Pero antes debemos alimentar los cerdos. Tome un balde−. Dijo, señalando

una pila de tiestos a un costado de la casa.

−Sí, señor−. Dije yo, y recogí uno de los baldes del suelo.

−Ya es hora de darles la lavaza. Han chillado toda la mañana.

−Sí señor−. Repetí.

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Duque me condujo a la cochera. Era una construcción baja, de no más de un metro de

altura, de paredes en ladrillo enmohecido, a la sombra de unos arboles de mango. Eran diez

cuadros de, más o menos, metro y medio de ancho cada uno. Dentro de cada sitio había dos

cerdos, grandes y gordos, apostados.

−Los presento−. Dijo sin apartar la mirada de los cerdos. –Este es Trajano y este Bruto−.

Agregó, vaciando el cubo negro en una batea.

−A estos ya los vendí. Se los llevan la próxima semana.

Luego tomó mi cubo y vació el contenido en la segunda cochera.

−Es que yo les doy pero también tomo lo que me pertenece. Esta es mi lolita y ese es

Leñero−. Dijo.

Demoramos casi media hora llenando las bateas con lavaza. El olor era repugnante. Los

cerdos restregaban sus lomos contra la pared. Hozaban la tierra tan pronto como olían la

comida. Luego mordían las barandas de hierro, como locos, perforándose los hocicos con la

varilla. La sangre les chorreaba. Todos gruñían. Se lamian la sangre en las pesuñas y

bañaban el hocico en charcos de orina y barro. Todo parecía poco para ellos.

Una vez dentro de la casa, todo cambió. Era un lugar modesto. No había ninguna

fotografía, nada colgando de las paredes. Una sala pequeña que terminaba en una gran

ventana que daba a un camino bordeado de mangos. Se podía ver al final de ese camino las

cocheras. Pensé que la visión desde la casa, no reflejaba la repugnancia que me habían

causado el olor de los cerdos y sus gruñidos.

−Siéntese, ¿quiere beber algo?−. Preguntó Duque.

−¿Qué hay?

−Agua fría y té.

−Té, por favor.

Duque puso una olla con agua sobre el fuego de la estufa, lo podía ver desde la sala. Sacó

una bolsa de hojas negras y las dejó en el fondo de una tetera de porcelana y luego volvió a

la sala.

−Todos creen que lo del té es una tradición inglesa.

−¿Todos? ¿Quiénes?

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−Es cierto. Nadie por aquí, en realidad. Supongo que hablo por las personas que piensan

en la hora del té. Como en la iguana tomaba café, tomaba café, a la hora del té. La hora del

té es una tradición inglesa. Robada, por supuesto.

Yo sonreí.

−No creo que a alguien le importe de dónde viene el té−. Dije.

−A mí me importa. Aprendí a prepararlo hace mucho.

En ese momento Duque volvió a la cocina y retiró la olla del fuego y vertió el agua en la

tetera y la trajo a la sala. Luego volvió a la cocina y tomó dos pocillos de un gabinete.

−No se debe dejar hervir el agua, sólo debe estar caliente−. Dijo, y sirvió la bebida en los

dos pocillos.

−¿Toma usted té, regularmente?− Me preguntó.

−No. En realidad sólo tomo té cuando estoy enfermo. Uno de hierbabuena y limonaria

que prepara mi mamá.

−¿Sí ve?. Ahí hay otro error. Eso no es té. Eso es un agua de aromas. Muy parecido al té,

sí. Pero no comparable en resultados. El agua se sirve con la hierba viva. El té tiene un

proceso de secado. Un proceso largo. Además suelen aplicar limón y miel a las aromáticas.

No sé. ¿Al menos quita los malestares?

−No lo recuerdo. Nunca me he preguntado si es eso lo que me alivia. Siempre tomo el

agua para pasar pastillas antigripales.

−Pastillas, claro.

Duque dio el primer sorbo a su pocillo y cerró los ojos. Yo hice lo mismo y, ahora puedo

decirlo, quise haber vivido, esa primera vez, la misma sensación que parecía experimentar

él. Pero no. A mí, el té de esa tarde, me pareció inmundo.

−Aprendí la técnica de un chino−. Dijo Duque con los ojos cerrados.

−¿Un chino de la china? Pregunté, incrédulo.

−Sí, sí. Un oriental.

−Nunca he visto uno, dije. Sólo he leído sobre ellos. Verne y Salgari tienen personajes

chinos.

−¿Quienes?

−Verne y Salgari. Los escritores.

−¡Ah! No los conozco.

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−Pero... me decía usted que la técnica la aprendió de un chino. No he visto chinos en el

pueblo.

−Por supuesto. No dije que fuera en el pueblo donde aprendí la técnica del té. El pueblo

es un moridero. Usted a su edad, ya debe sentir eso, ¿me equivoco?

−Sí. Supongo que he sentido algo parecido.

−El chino era un prisionero de guerra.

Cuando escuché esas palabras me incorporé en el sofá. Pri-sio-ne-ro-de-gue-rra, parecía

repetir una voz dentro de mi cabeza. Tuve un poco de miedo. Este hombre está loco, me

dije en algún momento.

−¿A qué guerra se refiere, cómo que un prisionero?− Pregunté.

−Ya le hablaré de eso. Déjeme primero hablar de la técnica del té. Le decía. El agua no se

debe dejar hervir y también la temperatura del agua varía según el tipo de té. Este, por

ejemplo, es un Fukien. Yo lo planto. A los cerdos les encanta. La hoja es larga−. Dijo,

señalando el fondo de la tetera. –Si el agua está muy caliente el té se hace amargo, por eso

debe servirse siempre entre los cuarenta y cincuenta grados. En esa temperatura la hoja

suelta un jugo más suave. Hay otras hojas, más pequeñas, gruesas y duras. El agua debe

estar más caliente, el sabor es más agrio. Bueno para la gripa. Sírvase sin limón y miel

preferiblemente−. Dijo con una sonrisa en el rostro.

−Es todo un conocimiento−. Dije.

−Le interesa más lo de la guerra, supongo. No lo culpo, pero debería hacerse revisar esa

preferencia.

−No es cuestión de gustos, usted puede hablar de lo que quiera−. Dije yo.

−La guerra es desastrosa, sabe, pero muchas veces es la única salida.

−No lo sé. Nunca he estado en una y no creo que vaya estarlo. Mi papá dice que me

pagará la libreta militar, para que no preste el servicio.

−Es lo mejor, pero tenga en cuenta que él aún no sabe que usted quiere ser escritor.

Cuando lo oiga decir eso...¿qué cree usted que va a pensar?

−¿Qué puede decir?

Duque sonrió y guardó silencio por unos segundos.

−Quizá piense que usted es un fumon y considere que el servicio militar es el mejor

correctivo para alguien de su alcurnia. Piénselo.

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−Creo que es menos dramático. No pasará de una mera desilusión.

−Sería desastroso. Recuérdelo.

−Muchos escritores fueron a la guerra, se hicieron grandes por sus heridas.

−Usted es más inteligente que eso. Ese es un pensamiento simplista. Piénselo mejor.

−Decir que la guerra es desastrosa no es un pensamiento brillante, tampoco. Es algo que

todos sabemos.

−¿Y usted lo sabe?

−No. Ya le dije. Supongo que sólo se puede decir algo así, después de estar en una.

−Yo me embarqué en el Almirante Padilla en el 51. Lo hice porque no tenía a dónde ir.

La guerra era mi única salida.

La mirada de Duque estaba concentrada en el vapor que salía de la tetera.

−¿Iban a China?

−No. El Padilla fue la embarcación que nos llevó a California para unirnos al Aiken

Victory. Nos llevaron a Corea..

−¿Y por qué dice que era la única salida?

−Porque tenía miedo. Por venganza uno puede cometer crímenes de los que no se cree

capaz. El caso es que me embarqué y terminé en Corea. En una guerra que,

geográficamente, no era la mía. Allá conocí a la amante de London. Era una mujer entrada

en años que hacía de enfermera en el campamento. Eso era lo único de lo que hablaba. Que

había sido amante de London cuando él había estado en Corea y que le había escrito un

libro, sólo para ella.

Al principio muchos sentíamos ganas de demostrar quién era el más. Quién podía

aguantar en el mar sin vomitar, quién conquistaría a la primera asiática, quién era el que

podría durar más tiempo despierto, quién era el valiente… Pero eso no sería así para

siempre. Una vez vimos lo sucedido en Perl Harbor, nos dimos cuenta de que no era un

simple juego. Que lo que contaba la radio era mucho peor de lo que nos imaginábamos. 

−¿Qué edad tenía usted Duque?

−18. En el ejercito preguntaron quién estaba dispuesto a unirse al Batallón Colombia. De

doscientos yo fui el único que se unió. Nos reclutaron a todos en un cantón y en mayo nos

despidieron a mí y a otros tres mil soldados en la Plaza de Bolívar.

−¿Y sus padres?

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−A los dos los asesinaron cuando yo tenía quince años, semanas después de la muerte de

Gaitán. Mi hermano tenía nueve años. Se suicidó.

Yo guardé silencio y dejé el pocillo sobre la mesa de centro.

−No se entristezca. Solo quiero que entienda que esa guerra era mi única salida.

−Quería morirse allá.

−Sí. Supongo que antes de irme, muy en el fondo, era eso lo que quería. Pero la vida se

hace menos extraña en los momentos más absurdos. Allá no pude dejar de pensar en una

mujer, como todos mis compañeros. Sólo que yo no creí que tuviera una y para mí, en

especial, fue una sorpresa reconocer que, después de todo, la tenía. Por eso volví a

Colombia.

−Tenía un amor acá, supongo

−No propiamente un amor. Alguien de quién me había enamorado en secreto. Yo la había

visto muchas veces y me parecía una mujer más. Luego me di cuenta que todo lo que había

hecho en venganza de mis padres, había sido, también, una manifestación de celos.

−¿Qué hizo?

−No vale la pena hablar de eso. Lo importante fue Corea. Una experiencia vital.

Debíamos perseguir a los chinos. Capturarlos o darlos de baja.

−Supongo que uno de esos chinos le enseñó lo del té.

−Sí. Supone bien. No tardamos en darnos cuenta que todos, sin importar el bando, éramos

tan sólo un montón de niños. Que un hombre en su individualidad, en su cuerpo, en su

alma, no representa los propósitos de la nación por la que lucha. Que todos tienen a alguien,

una familia, un amor, una imagen y que se lucha, no para mantener el orden en esos gratos

recuerdos, sino para volver a ellos. Cuando se traspone el límite de matar o morir, todos

somos iguales. Pero de eso se dan cuenta pocos soldados. La ideología castrense pesa más

que los sentimientos más sinceros.

−¿Quiere decir que desertó?

−No. No hablo de eso. Quiero decir que los escritores que vuelven de la guerra son

grandes, no por el hecho de presenciar la irracionalidad de la que es capaz el hombre, como

dice usted, sino por reconocer, en sí mismos, que si eso de “ser hombre” implica matar por

un ideal, sería más valioso estar muerto o, de una buena vez, no haber nacido. Volver de la

guerra con vida, no es una deshonra. Es un compromiso vital con el recuerdo. Debió bastar

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una sola guerra para que el hombre no volviera, de nuevo, las armas contra su prójimo.

Pero no. El mundo está lleno de valerosos ineptos.

−Entiendo. Habla como si en algún momento hubiera querido escribir sobre todo esto.

−No. Sé que me hace falta talento. Por eso se lo digo a usted.

En ese momento yo guardé silencio con gesto de satisfacción en el rostro. Como

queriendo confesar que la historia desbordaba mis deseos y que si llegaba a escribirla,

pondría, en ella, todo mi empeño.

− ¿Y qué pasó con la mujer aquella? –Pregunté.

−Aún vive. La veo todos los días vender pasteles en el pueblo. Yo le compro dos

diariamente. Hablamos muy poco. Me conformo con verla.

−¿Se refiere a Amanda? ¡Pero si es una niña!

−No, no es ella. Estoy hablando de Francisca.

−Ah. Claro. Por supuesto.

En ese momento la bocina de un auto sonó dos veces fuera de la casa. Vi por la ventana

de la sala que ya empezaba a oscurecer. Duque se puso en pie y abrió la puerta de la casa.

Luego volvió el rostro a mí y dijo que era mi madre. La saludó con un ademán muy cordial

desde la puerta.

−Creo que espera por usted−. Dijo.

−Señor Duque−, dije yo poniéndome en pie, −ha sido usted muy amable, espero poder

venir de nuevo.

−Por supuesto. Si quiere venga este lunes, en la tarde.

−Gracias−. Dije, y estreché su mano.

Pasé el fin de semana, repasando los apuntes que había tomado de la conversación. Todo

lo que registré hablaba de las hojas de té. Sólo un par de datos de la guerra. Me di cuenta

que había estado deslumbrado por el relato de Duque. Intenté unas líneas en las páginas de

un cuaderno viejo. No fue mucho lo que pude escribir. Mi padre me ocupó en oficios más

onerosos cada vez que yo me senté en el sofá con el cuaderno entre las manos. La escritura

se me dificultó porque mis apuntes no eran precisos y unas semanas después de la muerte

de la vieja Francisca, no volvería a verlo. Chicote es un viejo loco, sólo sirve para criar

cerdos, decía mi padre.

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El lunes en la tarde llegué a la verja y vi a Duque sentado sobre un sillón, en el corredor

de su casa. Fumaba tabaco y sobre una mesa pequeña estaba la tetera junto a un pocillo

humeante. Desde el interior de la casa llegaba el sonido de un piano. Duque tenía los ojos

cerrados. Cuando moví la talanquera las bisagras hicieron un sonido chirriante. Vi que

abrió los ojos y sonrió al verme.

−¡Lo estaba esperando! Tenemos que disponer de lolita−. Dijo, con voz de profunda

tristeza.

−¿Cómo que tenemos?

−Sí. Le gustará ver cómo es que muere un cerdo. Es lo más parecido a la guerra y a usted

esos temas le inquietan ¿no?−. Dijo, con algo de resentimiento.

Entramos a la casa y descargué mi morral sobre el sofá. Me sentía rebosante de energía.

Extrañamente entusiasmado. Duque, por otro lado, parecía conmovido. Caminaba despacio

por la casa y de tanto en tanto miraba en dirección de la cochera.

−Póngase estas botas−. Dijo, extendiéndome un par que traía en la mano izquierda.

Cuando entramos a la cochera, lolita estaba tumbada en una esquina. Miró a Duque que la

llamaba: “¡niña, niña! chuk-chuk-chuk” Se levantó y caminó despacio por entre los charcos

de orina. De su vientre colgaban las tetillas, balanceándose de un lado al otro con cada paso

que daba. Arrimó el hocico a la mano de Duque e hizo un gruñido cariñoso. “Vamos niña,

ya es hora” le dijo, mientras la enlazaba del cuello y a cabestro la iba sacando de allá.

−Sosténgame esto−. Dijo, dándome el lazo.

El sonido del piano había cesado y daba paso a un coro angelical. Reconocí la melodía.

Era el Ave María de Schubert. Duque tomó de una tinaja un cuchillo brillante de mango

negro. Se arrodilló ante lolita y le besó la frente. “Has sido una buena niña” dijo. Luego

hundió el cuchillo en el pescuezo del animal. El gruñido se mezcló en el aire con el coro de

la casa. Aus diesem Felsen starr und wild Soll mein Gebet zu dir hin wehen. Lentamente

lolita cerraba sus ojos. “Así es la vida mi niña.” Dijo Duque, con los ojos juagados en

lágrimas. “Así”.