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EL PARLAMENTO ENTRE CREONTE Y ANTÍGONA. EL ORDEN SIMBÓLICO ESTATAL Y LA IDEOLOGÍA DE LOS DERECHOS HUMANOS ( 1 ) Por César Delgado-Guembes ( 2 ) Sumario: I Los límites al legislador según la doctrina del Estado Constitucional de Derecho. II La pena de muerte en el ordenamiento jurídico aplicable en el Perú. III El rol de la agencia entre la seguridad nacional y la exigibilidad de derechos. IV La imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad. V Las prerrogativas parlamentarias en las democracias igualitarias y el debido proceso. VI El control político de la actividad jurisdiccional. VII Para concluir Cuenta Sófocles que, en el siglo V antes de Cristo, Creonte dispuso que el cadáver de uno de los hermanos de Antígona recibiera la sepultura propia de los ciudadanos tebanos. Dispuso a la vez que el cadáver de Polinice, el hermano rebelde, quedara a la intemperie, fuera de la ciudad, para que se pudriera públicamente y sea devorado por los buitres. Antígona desacata la orden de Creonte y sepulta al hermano subversivo. Por su conducta es procesada, y ella invoca un orden superior al de la voluntad del máximo gobernante, de orígenes remotos, perdidos en la tradición griega. Su sustento se fijó en el orden divino o natural. El de Creonte en la capacidad de ordenar que tiene quien cuenta con autoridad legítima para mandar. Dos lógicas. 1 Este trabajo es una versión revisada, corregida y aumentada de la exposición que el autor presentó en la Conferencia que dictó con ocasión del V Encuentro Internacional de Derecho Humanitario y Derecho Militar, realizado del 26 al 28 de Abril del 2011, en el Hotel Los Delfines, en Lima, Perú. El texto original fue publicado electrónicamente en http://es.scribd.com/doc/54061067/CDG-Ciudadania-Parlamento-y-Derechos-Humanos- Ponencia-Lima-Peru-2011 2 El autor tiene estudios en filosofía, es abogado y ha concluido el magister en sociología en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En su condición de investigador de la institución parlamentaria ha publicado libros y artículos especializados sobre el estatuto, la organización, gestión, procesos y normatividad parlamentaria entre los que se cuenta Para la Representación de la República (Diciembre de 2011, Fondo Editorial del Congreso); Prerrogativas Parlamentarias (2007); Los viajes del Presidente (1998); Congreso: Procedimientos Internos (1995); y Qué Parlamento Queremos (1992). Es profesor de derecho, gestión y procesos parlamentarios en varias universidades peruanas. Está vinculado laboralmente al Congreso de la República desde 1980, donde se ha desempeñado en posiciones asesoriales y funcionariales. Fue Director General Parlamentario (2003 y 2010), Sub Oficial Mayor de la Cámara de Diputados (1991-1992), y Oficial Mayor del Congreso (2003). Para acceder a sus publicaciones puede revisarse el enlace en http://www.scribd.com/people/view/5117586-delgadoguembes

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EL PARLAMENTO ENTRE CREONTE Y ANTÍGONA.

EL ORDEN SIMBÓLICO ESTATAL Y LA IDEOLOGÍA DE LOS DERECHOS HUMANOS (1)

Por César Delgado-Guembes (2)

Sumario: I Los límites al legislador según la doctrina del Estado Constitucional de Derecho. II La pena de muerte en el ordenamiento jurídico aplicable en el Perú. III El rol de la agencia entre la seguridad nacional y la exigibilidad de derechos. IV La imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad. V Las prerrogativas parlamentarias en las democracias igualitarias y el debido proceso. VI El control político de la actividad jurisdiccional. VII Para concluir

Cuenta Sófocles que, en el siglo V antes de Cristo, Creonte dispuso que el cadáver de uno de los hermanos de Antígona recibiera la sepultura propia de los ciudadanos tebanos. Dispuso a la vez que el cadáver de Polinice, el hermano rebelde, quedara a la intemperie, fuera de la ciudad, para que se pudriera públicamente y sea devorado por los buitres.

Antígona desacata la orden de Creonte y sepulta al hermano subversivo. Por su conducta es procesada, y ella invoca un orden superior al de la voluntad del máximo gobernante, de orígenes remotos, perdidos en la tradición griega. Su sustento se fijó en el orden divino o natural. El de Creonte en la capacidad de ordenar que tiene quien cuenta con autoridad legítima para mandar. Dos lógicas.

1 Este trabajo es una versión revisada, corregida y aumentada de la exposición que el autor presentó en la Conferencia que dictó con ocasión del V Encuentro Internacional de Derecho Humanitario y Derecho Militar, realizado del 26 al 28 de Abril del 2011, en el Hotel Los Delfines, en Lima, Perú. El texto original fue publicado electrónicamente en http://es.scribd.com/doc/54061067/CDG-Ciudadania-Parlamento-y-Derechos-Humanos-Ponencia-Lima-Peru-2011

2 El autor tiene estudios en filosofía, es abogado y ha concluido el magister en sociología en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En su condición de investigador de la institución parlamentaria ha publicado libros y artículos especializados sobre el estatuto, la organización, gestión, procesos y normatividad parlamentaria entre los que se cuenta Para la Representación de la República (Diciembre de 2011, Fondo Editorial del Congreso); Prerrogativas Parlamentarias (2007); Los viajes del Presidente (1998); Congreso: Procedimientos Internos (1995); y Qué Parlamento Queremos (1992). Es profesor de derecho, gestión y procesos parlamentarios en varias universidades peruanas. Está vinculado laboralmente al Congreso de la República desde 1980, donde se ha desempeñado en posiciones asesoriales y funcionariales. Fue Director General Parlamentario (2003 y 2010), Sub Oficial Mayor de la Cámara de Diputados (1991-1992), y Oficial Mayor del Congreso (2003). Para acceder a sus publicaciones puede revisarse el enlace en http://www.scribd.com/people/view/5117586-delgadoguembes

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Dos premisas. Y dos posiciones en conflicto. Difícil la conciliación y la concordia entre la esfera trascendente de la tradición y la cultura constitutiva de un pueblo, y la esfera terrenal del orden vertical e inmanente de quien posee y a quien se le reconoce el poder.

¿Cuál es la finalidad del Parlamento en el capitalismo tardío de la globalización económica y de la ideología universal de los derechos humanos? ¿Existen efectivamente de modo universal y ahistórico los derechos subjetivos de las personas, más allá del reconocimiento que hace el Estado de los derechos cívicos o políticos de aquéllas como ciudadanos? ¿Son universales los derechos humanos cuando los Estados distinguen entre los derechos fundamentales de los ciudadanos y los derechos de los extranjeros en el territorio? ¿Existe en el Perú un orden político basado en valores supraestatales, o sólo se reconocen los derechos cívicos y políticos de quienes nacen y residen en territorio peruano?

Estas son algunas de las delicadas cuestiones que deben encarar los parlamentos, en el nuevo espacio de su existencia política. Nuevamente el dilema entre el orden basado en una unidad de dirección, y la libertad de cada uno de los individuos que coexisten bajo una misma autoridad. ¿Cuánto orden es posible si el vínculo de la asociación política no es atendido ni cuidado por los ciudadanos, y cuánta libertad es posible sin que ésta constituya una amenaza contra el proyecto de convivencia bajo un mismo Estado?

Pero además de la paradoja del orden y la libertad, el parlamento también se encuentra en otra encrucijada, ¿cuánto Estado es posible que se afirme y por el que se apueste, ante el afianzamiento de comunidades supraestatales en dirección al Estado mundial, sin que ello le signifique mella en su propio rol y autoridad al aprobar convenios internacionales a cuya sujeción somete al Estado? ¿Sobre qué base reposa el carácter normativo de un derecho supraestatal sin Estado con capacidad para exigir y vincular su aplicación y vigencia?

Si los parlamentos son el lugar privilegiado de la pluralidad de la colectividad social, no es menos cierto que los parlamentos también se integran como un orden unitario en el Estado. Entre la multiplicidad diversa de sujetos, ninguno de ellos igual a otro, y la unidad ordenada de destino común de esa misma diversidad, se constituye la paradoja del Estado moderno: los parlamentos definen qué es la ley universal, basándose para ello en el consenso mayoritario, pero lo que de universal afirman no puede lógicamente incluir a la totalidad efectiva y pura de la multiplicidad de individuos en una misma sociedad. Menos aún le será posible incluir a quienes son extranjeros en el territorio nacional. El Estado debe dirigir la multiplicidad hacia un orden unitario y homogéneo irremediablemente parcial, limitado y excluyente de diferencias, pluralidades y multiplicidades

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concretas que no alcanzan a calificar en la regla de pertenencia al orden homogéneo que debe establecer el Estado.

Lo que pareciera tener las características de una cuestión entre literaria y teórica está muy lejos de una y otra dimensiones. La Antígona de hoy personifica la opción por la libertad, el disenso, la desobediencia, e incluso la subversión, basados en un orden natural y eterno. Y Creonte personifica el rol simbólico del Estado que debe afirmar verticalmente la universalidad del orden bajo su imperio y su capacidad de mando.

¿Cómo actuar sin excesos y dentro del equilibrio que mantenga un orden con no más restricción de la libertad que la necesaria para preservar la unidad de destino, y tanta libertad como la que no conduzca a los caprichos de la desintegración y de la anomia?. ¿Cuáles serán los límites a cualquier fundamentalismo rígido, sea estatal o individual?

En el espacio de estas reflexiones me referiré a cinco distintos temas, en cada uno de los cuales existe una demanda o capacidad de intervención del parlamento. En cada uno de estos mismos temas también converge y se intersecta alguna dimensión relativa al reconocimiento de la universalidad de los derechos humanos en el contexto de la doctrina y modelo del Estado Constitucional de Derecho.

Los temas que abordaré son, primero, el sentido de los límites que establece el Estado Constitucional de Derecho para el legislador; segundo, la espinosa cuestión de la pena de muerte para delitos de terrorismo, y los límites que el derecho supranacional puede ocasionar en el constituyente y en el Estado; tercero, la dificultad que se impone en la responsabilidad de las fuerzas armadas de garantizar la seguridad, mediante el discurso fundamentalista de la ideología de los derechos humanos, especialmente en el supuesto de los regímenes de excepción; cuarto, la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad; quinto, el tratamiento de las prerrogativas de altos funcionarios en una democracia que se dice igualitaria, con pleno respeto de los alcances del debido proceso, sustantivo y procesal; y el sexto, el control constitucional que realiza el Congreso sobre la actividad jurisdiccional de los más altos magistrados.

Todos son casos fronterizos en los que es posible advertir los límites entre lo que es estatalmente posible, y lo que es políticamente correcto, y son casos también en los que cabe advertir la presencia de paradigmas globalmente hegemónicos y el conflicto que generan el fundamentalismo o axiomatismo de su afirmación.

I

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LOS LÍMITES AL LEGISLADOR SEGÚN LA DOCTRINA DEL

ESTADO CONSTITUCIONAL DE DERECHO

Para quienes sostienen la doctrina del Estado Constitucional de Derecho una de las características centrales de ese tipo de Estado son las limitaciones que el respeto, la defensa y la vigencia de los derechos humanos imponen en la actividad del legislador. Para que dicho tipo de Estado exista se añade como características adicionales la concepción de la Constitución como un cuerpo rígido de normas cuya modificación exige un proceso con mayorías agravadas de aprobación, el carácter jerárquicamente supremo de las normas recogidas en el documento constitucional, y también el control que sobre los actos del legislador se encomienda al sistema jurisdiccional, sea o no con control concentrado, a través de un único órgano jurisdiccional.

Si los derechos humanos son un límite para el legislador y si la actividad de éste queda sujeta al control de los órganos jurisdiccionales, la pregunta es ¿cómo se comprende la naturaleza de este modelo de democracia en el que la jerarquía y el poder no se sustentan en la voluntad popular sino en el juicio de un grupo reducido de juristas a cuyo cargo se encomienda no solamente la interpretación de las normas que dicta el legislador, sino además la propia interpretación de la Constitución conforme al canon hegemónico, importado y elaborado por el pensamiento y la doctrina extranjeros?.

Hoy, en medio de los graves riesgos que aparecen en un territorio al que el Estado no llega, y que lleva a insinuar la presencia de síntomas de lo que se llama el síndrome del «Estado fallido», ¿qué asegura la identidad de un mismo proyecto colectivo, en medio de las ya graves dificultades de asegurar la afirmación del Estado a lo ancho de todo el territorio? ¿Está al alcance de la valoración jurisdiccional la comprensión del difícil papel del parlamento como órgano del equilibrio entre el Estado y los derechos humanos, entre el orden y la libertad, y también entre la tiranía y la anomia?

Si es cierta la tesis doctrinaria del Estado Constitucional de Derecho, la responsabilidad y limitaciones del parlamento estarían mediatizadas por la versión que sobre esta misma cuestión sostuviera el Tribunal Constitucional, no menos que la que apadrinaran los tribunales supranacionales. Sin embargo, así como los tribunales supranacionales no son competentes para inaplicar las Constituciones de los Estados, tampoco los tribunales constitucionales tienen competencia para expulsar del texto constitucional los preceptos de uno de sus artículos que a su juicio son menos constitucionales que los demás.

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Los tres actores con papel protagónico comparten su estelaridad en medio de una relación semántica confusa. Se supone y asume que en un Estado Constitucional de Derecho las normas preceden sobre la conducta de los sujetos. Se supone y asume con igual lógica que para la emisión de los actos estatalmente válidos éstos deben ajustarse al derecho. Pero derecho es lo que los operadores con competencia para interpretarlo afirman como imperativo. No hay derecho fuera de la actitud, valores, intereses o principios en los que cree el operador que interpreta el derecho. Y esta dimensión no es en sentido estricto una dimensión jurídica. Lo jurídicamente puro tiene existencia similar a la que corresponde a las quimeras o a las sirenas. Es la existencia espectral en la que se reproducen los fantasmas entre los que los sacerdotes del oráculo buscan significados. Como las búsquedas de los curanderos entre las hojas de coca.

El derecho que se afirma dentro del Estado Constitucional toma como pretexto el documento en que consta el pacto escrito para resignificarlo de acuerdo a las creencias y las convicciones de los sujetos que le prestan su voz para que la Constitución exprese su deseo. Pero es el sujeto el que goza en el acto de imponer los significados que interpreta que se deducen el documento constitucional. Tomar consciencia de este delicado proceso de afirmar qué es la Constitución puede fácilmente derivar en actos inconscientes de tiranía. Es la tiranía de la ignorancia naif de quien permanece en el velo de su propia ceguera y endosa rupestremente su voluntad en el texto exánime de un documento escrito.

El carácter profano de la Constitución se mitifica con la doctrina del Estado Constitucional de Derecho. De ahí la grave responsabilidad del legislador cuando apela al lenguaje para atribuirle al texto una voz objetiva que no es más que la voz y la actitud subjetiva del legislador sobre cualquiera que fuese el tema en el que pretende sustentar su propia posición y poder.

Una voz de alerta es pues críticamente necesaria antes de asumir como un hecho la doctrina hegemónica y políticamente correcta de la voz propia y objetiva del derecho. El derecho no es una realidad ajena a la humanidad, ni le es posible forma de existencia alguna como parámetro, si no es como parte de las creencias, convicciones o compromisos de un sujeto que los sostiene con su existencia.

El derecho no existe fuera de la experiencia humana. Es parte y prolongación de ella. Por ello mismo el derecho es a la vez un fenómeno en el que se advierte la disputa de intereses contrapuestos, o la confluencia de intereses semejantes. No es correcta por tanto la actitud que invoca la autoridad externa u objetiva del derecho, más allá de la inescindible realidad fusional en que conviven y coexisten el observador y el fenómeno observado.

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No hay derecho fuera de la decisión política del actor, ni fuera, tampoco, de la actitud ética de quien tiene la potestad de dirigir en un sentido u otro. Son tres los planos que se superponen desde el Estado, el jurídico, el político y el moral. Y quien gobierna debe tener claro que el derecho no lo excusa por la responsabilidad de mando que ejercita cuando legisla o cuando dice cómo debe actuarse o en qué sentido debe operarse.

Filón de Alejandría explicó en su tiempo que sólo el hombre bueno es libre. Contra la concepción sustantiva de moralidad de los antiguos, en la modernidad se sostiene que sólo el acto libre puede ser un acto bueno o moral, independientemente del contenido del mismo. Son dos formas antitéticas de concebir la vida moral. Y ambas tienen verdad en su pretensión. Ambas son complementarias en el sujeto que las valora y que las incorpora en su acción cotidiana.

Sólo si el deseo está enderezado al uso virtuoso o valioso, no sólo del individuo, sino de todos quienes conviven en una misma comunidad, cabe un acto moral. Pero a la vez sólo si el deseo del individuo reconoce fines colectivos concretos como superiores y mejores al nudo ejercicio de su sola voluntad permite la instalación de la ley en su vida y en la de la comunidad a la que sirve.

Cuando el individuo se alza como sujeto autónomo del orden colectivo en el que coexiste, la convivencia comunitaria padece los déficits que caracterizan la ley del más fuerte. Si el individuo reconoce la cadena relacional en la que está acoplada su vida personal no puede dejar de sujetarse para dejar la anomia y adquirir una subjetividad humana y colectivamente valiosa.

De ahí que el derecho no sea en sí mismo barrera alguna a menos que el contenido de ese derecho contribuya a la construcción de una comunidad integrada, fraterna y solidaria. Ahí radica el carácter subjetivo y cultural de la Constitución. El Estado Constitucional es una actitud. No son los textos sino los significados desde los que la Constitución adquiere sentido efectivo en las relaciones políticas. Ahí está el límite del legislador.

La Constitución no es límite externo en la actividad del representante. El representante, en su calidad de legislador, es quien puede significar, afirmar o dirigir los sentidos de la Constitución conforme a una vivencia colectiva. No en función del tabú constitucional, ni de un documento totemizado. Por el contrario, la Constitución no es más que lo que de ella efectiva y fácticamente es constatable en la experiencia subjetiva de los sujetos que la expresan y operativizan. En eso consiste la fortaleza y la debilidad de la Constitución política. El texto no salva ni dirime nada que los hombres no convengan que ese mismo texto significa y doten de sentido en su experiencia y en su vivencia cotidiana.

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De ahí que los límites que la Constitución establezca en la actividad del legislador no sean otros que los límites constitucionales que el propio legislador construya como significados constitucionales. La legislación guarda fidelidad al pacto constitucional cuando la convicción honesta del representante vive esa misma constitucionalidad como necesaria. De ahí la importancia de contar con representantes en los que se haya instalado firmemente la ciudadanía constitucional en su vida pública y privada.

El legislador mismo es agente de la ley y cuando habla en ejercicio de la función legislativa su voz y su voto hacen la ley desde su experiencia de la Constitución. Por eso es que el derecho sólo limita en la medida en que el legislador no decida la ley desde la posición del Amo, del gamonal, o del capataz, sino en la medida que su propio deseo legislativo se sostenga no en el deseo en sí mismo sino en el deseo de ley, esto es desde el deseo de dar una ley para otros que antes haya contado con la experiencia primaria de la Constitución.

El derecho es pauta de convivencia y el legislador lo hace, lo establece, lo afirma y lo significa antes como una construcción que cuenta con la experiencia constitucional. Sin deseo la ley no existe. Pero la ley del deseo exige contenidos beneficiosos, no sólo para el individuo, sino para los sujetos singulares que se constituyen como ciudadanos en razón del cuidado que tienen en el vínculo con la comunidad en la que adquieren su identidad política y personal.

El deseo del legislador yerra si su voluntad expresa su solo goce por el poder de mando que obtiene con el mandato que recibe del pueblo. La ley de su deseo se opone al deseo de ley desde el que la Constitución permite la existencia de una comunidad. El legislador carece de libertad para hacer lo que su deseo le imponga. Sólo si su libertad es usada para afirmar la Constitución de la comunidad se cumple con el mandato y el Estado cura y remedia la condición política presente. Si el Estado se pone en manos de quienes lo toman con mano propia para gozar del poder popular el legislador delinque contra los más altos intereses de la república.

II

LA PENA DE MUERTE EN EL ORDENAMIENTO JURÍDICO APLICABLE EN EL PERÚ

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Existe un vacío normativo. El parlamento peruano no ha legislado luego que la Constitución de 1993 extendiera los supuestos de aplicación de la pena de muerte, más allá de los extremos que reconociera desde que entró en vigencia la Constitución de 1979. El Pacto de San José, vigente en el Perú, establece que los Estados signatarios se comprometen a no ampliar las causales de aplicación de la pena de muerte más allá de lo establecido al momento de entrar en vigencia el Pacto de San José.

Sin embargo, en ejercicio de la facultad legítima del constituyente, en el Artículo 140 del documento constitucional de 1993 se dispone que la pena de muerte puede aplicarse, además de los casos de traición a la patria, por el delito de terrorismo. Este plus sería una adición excedente contraria al compromiso internacional del Perú. ¿Qué debe hacer el parlamento peruano? ¿Excluir la prótesis normativa? ¿Proceder en desconocimiento del límite reconocido desde el depósito del instrumento de ratificación en la sede del Pacto de San José?

Una interpretación maximalista del ordenamiento supraestatal sería lapidaria contra un parlamento que desconociera las obligaciones y compromisos asumidos en materia de derechos humanos. Una interpretación contraria al texto constitucional sería, sin embargo, de dudosa factura legal para un parlamento que tiene el mandato de defender y respetar la Constitución nacional.

¿Cómo debe mirar el parlamento los roles de quienes pudieran limitar su condición estatal imponiéndole un régimen de protección de los derechos humanos? El parlamento peruano tendría la opción, o de denunciar el Pacto de San José, o de reformar la Constitución para regresar al texto aprobado en la Constitución de 1979. Los costos no son escasos en ninguno de los dos casos. Denunciar el tratado mella la calificación del Estado peruano ante la comunidad globalizada. Reformar la Constitución importa el retroceso frente al siniestro designio de las organizaciones que se basan en la violencia y en el terror.

¿Cómo debe decidir el parlamento para no perder el carácter privilegiado que le corresponde como intérprete supremo de la Constitución y de la voluntad popular? ¿Puede situarse en la posición de árbitro estatal sin que ello importe desconocimiento de la otra voluntad estatal de dejarse regir por reglas ajenas a las de su propio sistema nacional? Está en la médula de la acción del parlamento actuar desde la vocación unitaria de su carácter representativo en todo cuanto afirmar el orden y sentido de unidad nacional no impida el desarrollo de la libertad de quienes no niegan el Estado con la disidencia unilateral de su comportamiento.

El ordenamiento supranacional está íntimamente comprometido con los contenidos constitucionales. Por ello no pueden desconocerse los límites que el Estado, por disposición expresa de la Constitución, ha aceptado. La Constitución

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incorpora los preceptos supranacionales, y en mérito a tal límite se negó a ampliar las causales de aplicación de la pena de muerte.

No obstante, debido a la significativa variación del escenario político entre 1979 y 1993, en particular debido a la grave amenaza que el terrorismo representó a partir de 1980, el constituyente tomó la drástica decisión de apartarse y de desconocer el compromiso adoptado con la comunidad supranacional, extendiendo la posibilidad de ejecutar a quienes se sancionara por la comisión del delito de terrorismo. De este modo una norma de la máxima jerarquía normativa realizó una modificación en la estructura y bloque de compromisos constitucionales, contradiciendo explícitamente el contenido del pacto mediante el cual el Perú se obligaba a no crear otra causal para la aplicación de la pena de muerte.

¿Qué respuesta cabe, en el contexto de una teoría como la del Estado Constitucional de Derecho, respecto de estos dos tipos de mandatos? La pregunta no puede desconocer la situación presente, en la cual se constata la presencia marginal de amenazas contra la convivencia segura, como lo es actualmente la presencia de la alianza entre el narcotráfico y fuerzas beligerantes opositoras al sistema estatal. Esta alianza no tiene las características de naturaleza ni de magnitud que ensangrentó al Perú durante más de una década, pero no puede por ello dejar de reconocérsela. El dato que tiene mayor relevancia, sin embargo, es que el fenómeno y las actuales manifestaciones del terrorismo carecen de tal modo de las características generales del tipo legal, que pudiera ya no merecer tal denominación, puesto que guarda mayor proximidad con experiencias subversivas antes que con las terroristas.

Pero la situación que advertimos en la realidad no elimina el hecho antinómico generado con la inclusión de extremos adicionales a los que el Perú reconocía antes de la adopción del Pacto de San José como parte de nuestro bloque constitucional. Por eso mantiene relevancia, más allá de la eventual improbabilidad de que hubiera que resolverla en sede jurisdiccional. ¿Puede resultar un artículo constitucional contrario a una norma que forma parte del bloque constitucional?. De otro lado, si es así que la Constitución es considerada la norma fundante de todo el sistema jurídico, ¿cabe que una norma supranacional tuviera mayor jerarquía valorativa que otra de carácter constitucional?. Igualmente, ¿cómo así es que alguna Constitución puede tener efectos que trasciendan a los de su derogación con otra que, además, tiene como valor agregado que fue aprobada mediante el proceso de referéndum?. ¿Es jurídicamente factible que el constituyente y el propio pueblo estén limitados y no cuenten con capacidad para negar compromisos estatales generados con una Constitución que precede su actuación?

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La teoría del poder constituyente reconoce la capacidad virtualmente ilimitada del soberano cuando el Estado anterior decae y es destruido por un Estado nuevo. Ese caso ocurre cuando, a resultas de una revolución se inicia una etapa históricamente nueva, tal como ocurrió en el tránsito entre el Estado inca y el virreinato, o cuando la independencia concluye con el virreinato para pasar a la república. Sucesos de esta naturaleza se producen en la esfera internacional cuando la modernidad política deja el Estado feudal para sustituirlo con el Estado representativo (como a fines del siglo XVIII en Francia), cuando el período colonial concluye a inicios de la independencia americana (fines del siglo XVIII en los Estados Unidos de América), cuando las monarquías europeas son sucedidas por los regímenes republicanos (siglos XIX y XX), o cuando el régimen soviético reemplaza al zarista (inicios del siglo XX). En la historia constitucional peruana que se inicia con la república el tipo y forma de Estado sigue siendo el mismo y mantiene su continuidad, a pesar de los sucesivos intentos constitucionales de los siglos XIX y XX.

Si el tipo y forma de Estado son los mismos, ¿queda vinculado el Estado, y por consiguiente está limitado el constituyente, por los compromisos internacionales contraídos por un constituyente anterior? En el contexto de la teoría del Estado Constitucional de Derecho parece que la respuesta debe ser negativa. Uno de los elementos de dicha teoría es la primacía de los derechos humanos como limitante del Estado. Si uno de esos derechos, como lo es el derecho a la vida, queda protegido en límites específicos con la Constitución de 1979, y ello es parte del compromiso estatal ante el Pacto de San José, no parece congruente con la doctrina del Estado Constitucional de Derecho que la limitación introducida en la Constitución de 1993 no riña con la constitucionalidad, no obstante haber sido el propio pueblo quien aprobó en referéndum el texto aprobado por el constituyente en ejercicio de la potestad que el pueblo le otorgó.

Si es así que la doctrina del Estado Constitucional de Derecho limita el poder del constituyente en tales términos, ¿queda el Estado relevado por ese compromiso para asegurar condiciones elementales de existencia colectiva que a juicio de gobernantes representativos sólo admitan su superación mediante la aplicación de la pena de muerte a los terroristas?. ¿Es acaso que la aplicación del Pacto de San José releva al Estado de aplicar el Artículo 140 de la Constitución, no obstante que ni el Tribunal Constitucional tiene facultad para ejercer sus funciones en contra del texto constitucional expreso y vigente, ni juez alguno puede dejar de aplicar la Constitución encima de cualquier otro tipo de norma jurídica?. ¿Tendrían los magistrados del Tribunal Constitucional, o los jueces ordinarios, facultad para interpretar la Constitución y para decidir, o la inaplicación, o la inconstitucionalidad, del extremo del Artículo 140 que colisiona con el Pacto de San José?

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En vista de las interrogantes precedentes, ¿qué corresponde hacer al parlamento para enmendar la situación generada ya sea con la Constitución de 1979, o con la Constitución de 1993? Los caminos pueden ser dos. O se denuncia el Pacto de San José conforme a los términos y plazos que el apartamiento de dicho instrumento establece, o se reforma el Artículo 140 extrayendo de su texto el extremo que contraría el Pacto de San José.

Denunciar el Pacto de San José es la opción que afirma la convicción de que la obligación del Estado para garantizar la seguridad colectiva es prioritaria, y anterior a la cuestión a los derechos de los particulares, y que la sanción del delito de terrorismo con la pena de muerte corresponde eficientemente con el remedio del mal colectivo que dicho delito ocasiona. Reformar la Constitución de 1993 expulsando de ella la ampliación del constituyente, por otro lado, afirma hasta tres cosas: primero, la prioridad del ordenamiento supranacional en materia de derechos humanos; segundo, la probable ineficacia de la pena de muerte para solucionar el mal que configura el terrorismo; y tercero, eventualmente, el reconocimiento de la diferente realidad nacional y el rol comparativamente intrascendente, disminuido o poco gravitante que tiene el terrorismo en la inseguridad colectiva.

La omisión del parlamento frente a la contradicción normativa, obviamente, no lo soluciona y lo mantiene. Por lo tanto cabe inferir que, en cuanto a esta situación concierne, el interés del parlamento en solucionar tal contradicción no se hace aparente ni manifiesto y, por lo mismo, el compromiso con la afirmación del Estado Constitucional de Derecho se deja notar. De ahí que la irresolución y las insuficiencias del desalineamiento explícito del parlamento parece mostrar la inconveniencia de levantar un tema políticamente espinoso. La importancia y valor jurídicos de la cuestión no adquieren relevancia suficiente como para darle la prioridad de una política pública. De habérsele adjudicado semejante relevancia se habría abocado a esta materia.

La posición asumida por el parlamento, en consecuencia, representa una forma pragmática de evadir la toma de posición respecto a un principio central de organización estatal. Pragmática en cuanto a la indiferencia con la que deja el tema de lado, pero además el propio hecho de recoger alcances en el Artículo 140 que contradecía el compromiso estatal asumido por el constituyente de 1979 indica una actitud que resulta de una posición populista. Populista, porque fue consecuencia de la alteración y excitación que resultó de la amenaza terrorista de la década de los 80s e inicios de los 90s.

El constituyente incluyó en el texto constitucional la pena de muerte a los terroristas como un gesto que permitía congregar adherentes para alcanzar el

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número de votos necesarios en el referéndum. Una actitud congruente y sincera con la postulación de la pena de muerte para el terrorismo pudo ser valerse del propio texto constitucional para denunciar el Pacto de San José. La debilidad de la posición asumida permite advertir la insuficiente convicción política con la que el constituyente introdujo este alcance. Se trataría, aparentemente, de una constitucionalización deliberadamente inconsecuente con el mandato declarado en el Artículo 140. Para que dicho mandato fuera efectivo y contara con fuerza suficientemente vinculante se habría requerido una política constitucional bastante más drástica y expresiva que la que se limitó a asumir.

Las dos posiciones y actitudes del legislador en relación con la cuestión de la pena de muerte muestran por tanto que el constituyente primero, y el legislador después no concibieron esta cuestión como una prioridad constitucional. Tanto la falta de consecuencia con el planteamiento contenido en la Constitución de 1993, como la desidia legislativa que mantiene el hiato normativo entre el Pacto de San José y la Constitución de 1993, expresan y son signo de pusilanimidad política.

Quien define los contenidos constitucionales desde una posición representativa tiene la obligación de establecer la interdicción para estructurar el deseo colectivo de orden y de ley. Si se descuida la claridad del mandato se genera un vacío estructural. Ese vacío daña el sentido de comunidad. Se convierte en un espacio permisivo y ambiguo. Sea cualquiera que fuese la posición estatal que se aspirara a sostener el mensaje debe ser inequívoco.

Antes que la cuestión doctrinaria relativa a la naturaleza del Estado Constitucional de Derecho, debe enfrentarse y encararse la cuestión relativa a las condiciones en las que el ciudadano puede ejercitar cualquier derecho. Para que esas condiciones existan es básico y primario que antes que señalar cuáles sean los derechos del individuo o de las corporaciones exista efectivamente la capacidad estatal que asegure que cualquier derecho sea exigible. En tanto no exista ese mensaje inconfundible la viabilidad de una constitucionalidad comunitaria carece de fuerza ordenadora. El impulso para la conducción de la sociedad en un sentido unitario, con derechos y libertades para todos los ciudadanos, depende de la afirmación de una forma de Estado por la autoridad representativa.

La cuestión entonces, en el entorno de globalización y de tendencias hegemónicas en el pensamiento colectivo, está en la arena parlamentaria. ¿Cómo responderá el legislador y cuánto estará dispuesto a conceder al Estado en detrimento del proyecto de construcción de una comunidad supranacional aún abstracta y privada de Estado, o cuánto, contrariamente, alineará efectivamente al Estado nacional con una comunidad supranacional y las amenazas que en ella se ciernen respecto a las pluralidades estatales que demandan identidades nacionales concretas?.

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¿Cuánto de la protección de los derechos ciudadanos debe permanecer bajo el Estado, o cuánto debe cederse a una autoridad no representativa y supraestatal de forma que los derechos ciudadanos reciban amparo sin que, a la vez, tal amparo no debilite la responsabilidad primaria y básica del Estado en la conducción unitaria y universal de la república que él afirma?. El parlamento ha optado por mantener la ambigüedad y la indefinición con su preferencia omisiva. Tema de trascendental importancia que queda engavetado, mientras continúa la obesa coyuntura invadiendo los espacios representativos desde los que procede la dirección y conducción del país en un sentido histórico y efectivo.

III

EL ROL DE LA AGENCIA ENTRE LA SEGURIDAD NACIONAL

Y LA EXIGIBILIDAD DE DERECHOS

Según la doctrina del Estado Constitucional de Derecho el carácter axiomático de los derechos humanos es absoluto y su naturaleza y aplicación serían ilimitadamente exigibles, incluso a favor de quienes se los niegan a la sociedad. Frente a tal postura, sin embargo, no cabe descuidar otro postulado quizá menos axiológico pero igualmente axiomático desde el punto de vista de la operatividad política. Ese otro postulado es el de la necesidad imperativa de que el Estado zanje las discrepancias, confrontación o ambigüedad de modo definitivo entre posiciones en disputa, y para hacerlo cuenta con el recurso a la fuerza. Complementario de este postulado es el del reconocimiento de los límites e incluso exclusión del derecho cuando todo o parte del territorio se encuentra bajo un régimen de excepción. Lo que está en juego en los regímenes de excepción es la existencia y sobrevivencia misma del pacto político. De ahí que en este tipo de supuesto excepcional la fuerza sea el último recurso para defender la Constitución y los más altos valores políticos que constituyen la posibilidad de la comunidad política.

El reconocimiento de estos dos tipos de axiomas supone el balance en sus postulados. Del mismo modo que el uso de la fuerza se rige por la regla de la restauración de la constitucionalidad y de la posibilidad de existencia del pacto político fundacional de la república, la ilimitada exigibilidad de los derechos humanos corre el riesgo de desconocer una condición primaria cuyo incumplimiento niega tal exigibilidad. Los derechos humanos sólo rigen y son exigibles porque existe una fuerza superior capaz de imponer coactivamente tal

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cumplimiento. El derecho no es aplicable sin la fuerza para su afirmación. Esta es la base paradójica sobre la que se asienta la ley. Sin fuerza ejecutora la ley es inexigible.

Esa fuerza es la fuerza del Estado, que a través de las fuerzas armadas o de la policía cuenta con el monopolio indiscutido del uso de la fuerza. Sin la fuerza del Estado, o de una agencia con similar poder, en particular en el supuesto de los regímenes de excepción, los derechos humanos no son más que un ejercicio de retórica impracticable. Esta dinámica contradictoria no puede desconocerse cuando se sustenta el límite que el derecho le fija al uso del poder estatal. El Estado, sin embargo, sólo puede limitarse por el derecho por un acto de voluntad y de discreción de sus operadores. Es una obligación facultativa. Y si la obligación puede cumplirse según la disposición de quien la asume niega la naturaleza de la obligación, porque quien se obliga sólo si tiene la voluntad de obligarse en realidad no se obliga a nada puesto que su voluntad obedece únicamente su propio estatuto.

El carácter paradójico y antitético del rol del Estado en la afirmación de un orden sustentado en sólo el derecho tiene una expresión tangible en el papel que le corresponde a las fuerzas armadas o a la policía nacional como instancias responsables de garantizar la seguridad pública y la seguridad nacional. Sólo si es posible la seguridad, sea pública o nacional, los derechos son efectivamente exigibles. Sin la condición básica de seguridad nacional la vigencia del derecho padece de deficiencias que impiden su viabilidad y exigibilidad.

Sólo en la medida que exista un orden general reconocido, o la posibilidad de asegurar que tal orden sea efectivamente exigible e imponible por el Estado, cabe exigir que los derechos se reconozcan y se cumplan. Sin poder no hay derecho. Los derechos no se reconocen, conceden ni exigen gratis. Los derechos tienen un costo político. Ese costo es la necesaria existencia de una instancia que afirme el derecho mediante la imposición del un orden por la fuerza. Sin esta capacidad excepcional de imponer los contenidos del derecho mediante una agencia dotada de la extraordinaria y también hegemónica capacidad de fijar las condiciones generales de una convivencia segura y sostenible el proyecto colectivo carece de viabilidad.

La exigencia de orden y de seguridad va de la mano con la necesaria existencia de las fuerzas armadas y de la policía nacional. Como con cualquier sector de la sociedad, las fuerzas armadas también tienen un espacio en la afirmación del Estado y de los derechos que el Estado reconoce. La demanda de intervención armada se justifica cuando se agotan los medios regulares y es indispensable el uso excepcional de la violencia precisamente para hacer posible el

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restablecimiento de las condiciones de paz que permiten el libre desenvolvimiento de la sociedad y la exigibilidad de los derechos ciudadanos. Bajo este acápite se examina una cuestión incidental a las condiciones en las que las fuerzas armadas cumplieron su función constitucional durante el proceso de pacificación del país entre 1980 e inicios de los años 90s.

Como ha ocurrido en algunos otros países de la región sudamericana, como Chile, Argentina o Colombia, el Perú tuvo que enfrentarse a la violencia armada y al terrorismo. El enemigo constituyó una amenaza contra las condiciones elementales de seguridad y de sobrevivencia colectiva. Es decir un caso en el que agrupaciones radicales remecían las posibilidades de la unidad nacional y de negación del proyecto colectivo, en base a una estrategia basada estricta y exclusivamente en la fuerza. Las condiciones podían calificarse como peores, en algunos aspectos, a las que ocurren en una guerra exterior, porque ese mismo enemigo estaba constituido por ciudadanos peruanos organizados conforme a una ideología radical, fundamentalista e intolerante, que no reconocía modo distinto de lograr cambios sociales, políticos y económicos sino a través de la erradicación y destrucción del sistema y de la eliminación física de las autoridades representativas de ese mismo sistema.

La neutralización significativa de esas tendencias políticas (que trinunfalistamente se denominó la derrota de Sendero Luminoso y del MRTA) despertó y generó, en algunos sectores, la piedad y el humanitarismo, prefiriendo no guardar memoria de la crueldad vesánica e insanía con la que la sociedad fue su víctima. Esos mismos sectores encontraron en la ideología de los derechos humanos al principal aliado de sus propósitos, y amparando en ella su pretensión exigieron trato legalmente igualitario, a la vez que niveles de misericordia, nobleza y altruismo asimétricos respecto del desproporcionado daño que sembraron y cosecharon en el país.

Negando el concepto central del costo humano colectivo del que el terrorismo fue el causante central, al humanitarismo del olvido y del perdón político continuó sucesivamente la persecución de los actos relativamente desproporcionados con los que las fuerzas armadas y la policía hicieron frente a la amenaza colectiva. Minimizando el hecho de que los eventuales excesos generados en la lucha contra el terrorismo son atribuibles en esencia, y en primer término, a quienes causaron y justificaron el uso excepcional de la fuerza estatal para restablecer las condiciones primarias de existencia pacífica en el país, se desconoció el carácter reactivo de la respuesta estatal (incluidos por cierto los excesos que resultan de las ambigüedades y confusión propios de una lucha contra un enemigo que se camufla en la sociedad para así potenciar el daño y eludir la capacidad de defensa y de reacción estatal).

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Sin embargo, la búsqueda de justicia, mediante el enjuiciamiento y sanción de los excesos, llegó progresivamente a invertir la naturaleza de los escenarios y a olvidar las características del peligro en el que el terrorismo puso a la población rural y urbana en la casi totalidad del territorio nacional. El nuevo escenario califica a las fuerzas armadas y a la policía como un sector esencial y por definición abusador y peligroso para la sociedad y para la paz colectiva, y en sus métodos y estrategias medios sistemáticos de sometimiento de la sociedad por la fuerza.

Como se ve, luego que sólo era posible una solución armada frente a un problema generado por y con la violencia y las armas de grupos sediciosos y contrarios a la república, resultó que quienes recuperaron las condiciones elementales de paz, que hizo posible luego la estabilidad política indispensable para el desarrollo normal del ritmo de vida, y también la inversión económica que ahora permite al Perú contar con una posición sana y expectante en medio de las serias dificultades y crisis de la economía mundial, esas mismas personas, que tuvieron que enfrentar las armas del terrorismo exponiendo su propia vida e integridad física, ahora resultan estigmatizadas como sujetos potencialmente peligrosos para la sociedad.

Debe recordarse que el Estado tuvo una posición pasiva que no atinó a concebir las dimensiones del peligro a inicios de los años 80s, y que luego el rol asumido tuvo un carácter más bien reactivo que agresivo. Lejos de ocurrir que el Estado hubiera desarrollado una estrategia agresiva, su papel fue contrariamente paciente y hasta por momentos contemplativo. La decisión de recuperar la normalidad se toma tardíamente cuando el agresor tenía controlados y liberados espacios considerables del territorio nacional.

En ese contexto es que se inician diversidad de procesos que perseguían la exigencia de responsabilidades por los excesos de la guerra contra el terrorismo. El objeto de los procesos fue resarcir a las víctimas de la lucha contra el terrorismo, resarcimiento que supuso la condición de causantes directos e inmediatos de los excesos en los miembros de las fuerzas armadas. La consecuencia de esa determinación fue que los sujetos incriminados en tales fueron citados, procesados o sentenciados sin que el Estado los asista, debiendo enfrentar las imputaciones con recursos que limitadamente se lo permitían sus ingresos y los de sus familias.

El propósito de exigir responsabilidades por el abuso es elemental en una sociedad que se precie de justa y de humana. Lo que no es justo ni humano es que se advierta una inclinación sistemáticamente confrontacional, y desproporcionadamente incomprensiva, respecto de la naturaleza de los riesgos y situaciones propias de cualquier guerra, cuyo inicio es por causa ajena y cuya

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respuesta no siempre puede producirse de modo claro ni proporcional a la inocencia de las víctimas. En una guerra el miedo y las pasiones se exacerban más allá de los límites ordinarios, y es razonable el nublamiento de los horizontes que suelen mantenerse cuando la propia vida e integridad física están regularmente garantizadas en un clima sostenido de orden y de estabilidad.

Las acciones bélicas y las guerras no son precisamente espacios solaces, de relajo o de reflexión y exigen reacciones ante riesgos muy altos no compatibles situaciones de ponderación y parsimonia. Cuando la vida propia y los valores públicos que se defienden con las armas están en extremo peligro los costos sociales son significativamente más altos, y los actos y las decisiones deben evaluarse en función del objetivo de la intervención y las consecuencias respecto de la responsabilidad y oportunidad en la que debe alcanzarse el resultado final esperado.

Las fuerzas armadas y la policía siguen siendo frágil y vulnerablemente humanas cuando enfrentan a quienes, por definición, no son fuerzas beligerantes regulares ni reconocen ni observan el derecho ni las reglas elementales de la guerra. Sin embargo, en nombre de la ideología de los derechos humanos se denunció y se enjuició a los miembros de las fuerzas armadas ante la justicia, no militar sino ordinaria, con los fríos y racionales estándares del derecho, lo que en su momento fue una cuestión de vida o muerte para los militares en particular, y para la sociedad cuya seguridad deben garantizar en general.

La cuestión es capital porque el Estado Constitucional de Derecho no se construye unidimensionalmente sobre la ideología de los derechos humanos si a la vez se descuida que el mismo Estado que garantiza los derechos humanos deja de existir como Estado si se priva a sí mismo del requisito primario que define al Estado y la finalidad esencial que lo caracteriza como garante del orden y de la seguridad de toda la sociedad.

En otras palabras, si el Estado garantiza la defensa de la persona humana y de su dignidad, y esto sólo es factible repeliendo formas violentas que impiden esa obligación capital, ¿no son las interpretaciones maximalistas de la ideología de los derechos humanos un recurso ineficiente y socialmente más costoso cuando se desincentiva o castiga ciegamente a quienes en cumplimiento de ese fin estatal tienen la misión de eliminar el peligro que el terrorismo originó?. De igual modo, como con toda pretensión radical, ¿no puede convertirse la medicina en la causa de males semejantes, si no peores, a los que se pretende combatir cuando, en nombre de los derechos humanos, se elabora un discurso envilecido que termina por usar el garrote, el potro y la guillotina en una lógica y modos tan inquisitoriales

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como los que se dice contradecir mediante la propia doctrina que se instrumentaliza en contra de los valores que ella protege?

La ecuación que describe la necesidad de la existencia de la fuerza como requisito para la afirmación del Estado Constitucional de Derecho puede expresarse conforme al siguiente desarrollo de ideas. La idea principal es que sólo si cabe la afirmación y vigencia del derecho mediante un sistema que permite condiciones de seguridad general en toda la sociedad puede afirmarse que es posible la existencia y exigencia de un tipo tal de Estado Constitucional de Derecho que reconozca y haga cumplir el régimen de derechos. Y el supuesto e hipótesis de un tal sistema es que el derecho y los valores de los que se deriva el derecho no se sostienen en sí mismos si no es porque el sistema mismo cuenta con un régimen de fuerza que permita la sostenida afirmación e imposición, en niveles mínimamente uniformes y regulares, de los contenidos materiales del derecho.

Podemos asumir que si x ≥ 0 define el estado general de una sociedad en la que el derecho es exigible,y x ≤ 0 el estado de esa misma sociedad cuando el derecho es inexigible, la condición para que x ≥ 0 ocurra es que b(f) > 0, donde b representa las condiciones favorables o incentivos que generan beneficios para que f opere a favor de la seguridad general. Será f pues la instancia institucional que tiene el patrimonio del uso de la fuerza, a la que debe reconocerse un incentivo superior a sus costos de modo que con su operación genere el beneficio colectivo general. Contrariamente, si b(f) < 0 la consecuencia previsible será que la fuerza no cumplirá con permitir la exigibilidad de los derechos que el Estado debe garantizar.

La relación d(f) > 0, expresa la capacidad de f de asegurar d con resultados superiores a cero, donde f representa, como ya se indicó, la agencia que cuenta con la atribución de recurrir por excepción a la fuerza, y d es el derecho que es consecuencia de la garantía que asegura en casos excepcionales el monopolio hegemónico y universal de la fuerza por la agencia institucionalmente especializada. Inversamente, d(f)<0 expresa la situación contraria derivada de la incapacidad o ineficiencia de la agencia que con la fuerza asegura la vigencia y exigibilidad del derecho en la sociedad.

En un escenario favorable a la vigencia y exigibilidad del derecho las relaciones se expresarían como

x ≥ 0 .≡. [b(f) > 0] +[ d(f) > 0]

Un escenario desfavorable resulta de la insuficiencia de condiciones que permitan asegurar la vigencia y exigibilidad del derecho, y resulta de las siguientes relaciones

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x ≤ 0 .≡. [b(f) < 0] + [d(f)<0]

Si la sociedad descuida el punto óptimo en el cual se pasa del equilibrio al desequilibrio en la capacidad y disposición de la agencia con hegemonía para el uso de la fuerza, la consecuencia será una condición negativa, ineficiente y desventajosa para el todo social porque se carecerá de posibilidad material efectiva de que el derecho rija y sea exigible de modo sostenible en la sociedad. El intervalo en el que existe un resultado socialmente beneficioso es consecuencia del reconocimiento de la relación entre el rol de las fuerzas armadas y de la policía nacional y la posibilidad de asegurar que el derecho rija y sea exigible.

A su vez la definición del intervalo en el que f puede actuar e intervenir no está privado de restricciones, porque el uso de la fuerza no es ilimitado, en la misma forma que tampoco es ilimitada la posibilidad de exigir derechos por cada uno de los individuos de la sociedad. El rango del intervalo dentro del cual cabe el uso de la fuerza se expresa dentro del nivel mínimo o nulo hasta el máximo uso de la fuerza necesario para restablecer de modo efectivo la condición de seguridad mínima que permita la vigencia y exigibilidad del derecho. Dicho intervalo se expresa como el rango de acción de f entre [0, sm] donde, sm expresa el máximo permisible y necesario del uso de la fuerza de acuerdo a los estándares aceptados en la colectividad.

Según el desarrollo de la lógica que se presenta, cabe expresar la ecuación

x ≥ 0 = f ≥ 0 + f(Sm)

La ecuación siguiente expresa la relación inversa

x ≤ 0 = f ≥ 0 - f(Sm)

en una situación en la cual el uso de la fuerza no reúne el requisito de los estándares máximos aceptados y, por lo tanto, equivale a usos excesivos o desproporcionados de la fuerza que generan una situación de seguridad socialmente negativos a la exigibilidad de los derechos. Esta es la hipótesis desde la cual la ideología de los derechos humanos asume una posición ontológicamente contraria a la intervención, rol o existencia de las fuerzas armadas (y por extensión a la necesidad de comprar armamento) en la sociedad.

Sin embargo, la ontologización de la intervención, rol o existencia de las fuerzas armadas en los Estados y sociedades modernas, descuida una condición básica: la incapacidad del derecho de imponerse por sí mismo en ausencia de una fuerza invencible que lo imponga en caso de conflicto, controversia o discrepancia. Según las premisas conceptuales desde las que se desarrolla esta reflexión, la maximización de dicha ideología al punto de excluir otra que compita con ella, o

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que no resuene en las mismas ondas discursivas, no obstante la capacidad social y universalmente beneficiosa que se le atribuye, incuba el germen de la descomposición de los mínimos sociales que habilitan la dimensión y el carácter unitario de la comunidad política.

El objeto debe ser por lo tanto encontrar el punto de equilibrio que asegure el óptimo colectivo entre la máxima exigibilidad permisible de los derechos humanos, y las condiciones mínimas que aseguren que el uso de la fuerza sean reconocidas, de forma que los agentes de la seguridad sean adecuadamente reconocidos y recompensados. Sin la precaución de ese beneficio óptimo mínimo que le de y reconozca espacio a la participación de las fuerzas armadas y de la policía nacional, éstas no cumplirán eficientemente con la expectativa colectiva de seguridad nacional cuya vigencia efectiva permita la existencia de la colectividad en general y, por consiguiente, y sólo entonces, la exigencia de vigencia y cumplimiento de los derechos humanos.

Llamamos f* al óptimo nivel de precaución del sistema que asegura incentivos o condiciones beneficiosas para que la intervención de la fuerza sea eficiente. No observar tal nivel óptimo de precaución traería como consecuencia el decaimiento, indiferencia, desinterés de intervenir, puesto que el costo de la acción traería como consecuencia tal nivel de exigibilidad y estándares tan estricta o extremadamente altos e intensos de responsabilidades que los agentes de las fuerzas armadas preferirán privar de seguridad a la sociedad en su conjunto.

La posibilidad de la existencia efectiva del Estado Constitucional de Derecho resultará por lo tanto del reconocimiento y cumplimiento de dos condiciones, primero, que se de el óptimo nivel de precaución en el sistema, y segundo que ese nivel consista en un nivel positivo de beneficios para la intervención de la fuerza armada cuando las condiciones de inseguridad general exijan la acción por las que la Constitución y el sistema político esperan su operación efectiva. Cabe expresar esa situación con la relación siguiente:

d(f) > 0 = f* +[b(f) > 0] + f(Sm)

Contrariamente, el derecho no tiene posibilidad de vigencia ni exigibilidad cuando la condición fundamental de la posibilidad de existencia colectiva no se cumple debido a la insuficiente seguridad y orden general. Dicha situación se expresa en la ecuación:

d(f)<0 = -(f*) + [b(f) < 0]

La relación bidimensional entre el derecho y la fuerza se basa en la capacidad efectiva del Estado para permitir que el derecho sea viable, y esa capacidad se

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articula a través del poder de decisión cuando aparecen circunstancias que amenazan, ponen en riesgo o generan peligro en la convivencia bajo una misma visión y conducción ordenadas de la sociedad.

En general suele presumirse que las organizaciones funcionan de modo regular y que la conducta de todos sus integrantes van automáticamente alineadas con decisiones tomadas por quien tiene el mando jerárquico. Cabe sin embargo modular tal presunción en atención a una premisa elemental en el análisis del comportamiento humano, como lo es de que todo individuo evita el dolor o el daño y prefiere lo que le genere satisfacción, placer, bienestar o la realización de un interés personal. Si esta premisa tiene algún grado de veracidad o certeza, de ella cabe deducir que para que la función política y constitucional a cargo de las fuerzas armadas y de la policía nacional pueda hacerse efectiva con el grado de convicción y compromiso.

En el contexto del modelo que presento cabe esperar que el individuo que es miembro de las fuerzas armadas o de la policía nacional asuma una actitud diligente y responsable si existe valoración, reconocimiento o incentivo por el papel que desempeña en ejercicio de sus responsabilidades constitucionales e institucionales. Inversamente, su conducta será negligente, indiferente u omisiva si define el escenario de su participación como un sistema que genera exigencias desmedidas o desproporcionadas respecto de la exposición de su vida e integridad física en el esfuerzo constitucional e institucional que se espera que realice.

Sea entonces an el caso del agente de la fuerza armada o policía nacional que se inhibe y prefiere descuidar su papel actuando con negligencia, e ac el caso del individuo que actúa con resolución, convicción y compromiso para garantizar la seguridad pública o nacional. La situación en la que la fuerza del Estado cumple con la función de asegurar la sostenibilidad del pacto político supone el aporte de agentes comprometidos con su rol.

f ≥ 0 = ac + f(Sm)

La situación a evitar se formula

b(f) < 0 = an - f*

Sin incentivo para la acción y la intervención de la fuerza, los agentes no se identificarán con la posición, rol ni responsabilidad constitucional de reprimir el peligro y las amenazas, ni de someter a quienes niegan las bases mismas del orden en la comunidad. Nuevamente, perder de vista esta precaución elemental

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pone en riesgo la posibilidad de existencia del Estado, de exigibilidad de cualquier derecho, y de convivencia en la sociedad.

De ahí que otra forma de concebir las precauciones óptimas que faciliten el uso de la fuerza sea la acción armada según los estándares máximos socialmente reconocidos como aceptables en cuya acción no está presente el desánimo, desaliento, indiferencia o desinterés de los agentes.

f* = f(Sm) - an

Sin embargo, complementariamente, la precaución respecto a niveles óptimos de uso de la fuerza debe ser compatible con la máxima situación deseable a la que se ha llamado x ≤ 0, situación en la cual el incentivo de acción existente no premie el exceso ni el desborde sino que, por el contrario, exista un régimen efectivo de exigencia de responsabilidad por la transgresión del estándar máximo de uso de la fuerza socialmente aceptado. De ahí que f(Sm) ocurra en función de un tipo de actitud comprometida y positiva del agente (ac) que no esté privada del control razonable de los contenidos exigibles a la intervención armada. La fórmula siguiente define ese tipo de desempeño.

f(Sm) = ac + c(ac)

Siendo el control de la acción armada una condición indispensable para que aquélla no genere efectos inversos a los que sustentan su existencia y desempeño el tipo de control que se lleve a efecto tampoco debe serlo en niveles tan estrictos que inhiban a los agentes responsables de la seguridad integral de la sociedad, sino que contrariamente los incentive para optar a favor de la intervención comprometida (en vez de preferir la inacción, la indiferencia o el desinterés), debe ir acompañada de la posibilidad de demanda de responsabilidad cuando los estándares de seguridad se violan con excesos en el uso de la fuerza.

Para que el derecho consista en un producto colectivamente viable y exigible, el exceso también debe ser parte de un régimen de demanda por los daños sociales que pueda ocasionar con la transgresión de los estándares máximos socialmente aceptables, puesto que la fuerza no es un recurso ilimitado del Estado de la misma forma que tampoco es la exigibilidad ilimitada en la vigencia y reconocimiento de los derechos humanos en detrimento de la seguridad nacional.

Según la idea precedente una situación positiva en la que el Estado Constitucional de Derecho no suponga la aplicación de una doctrina cuya aplicación niegue la viabilidad del pacto político y la existencia misma de la sociedad, se basaría en el cumplimiento de dos extremos: primero, el óptimo de condiciones o precauciones óptimas para que el uso de la fuerza no genere indiferencia en los agentes de

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operaciones necesarias para la seguridad nacional; y segundo, que el uso de la fuerza no carezca de condiciones de exigibilidad por el quebrantamiento de los estándares máximos socialmente reconocidos. Tal situación permite concluir en la siguiente ecuación:

x ≥ 0 = f* + f(Sm) + c(ac)

En suma, la consecuencia de posiciones maximalistas, fundamentalistas o absolutas de los derechos humanos, en niveles tales que desconozcan o eliminen la precaución de un nivel óptimo de intervención de la fuerza, de modo particular durante los regímenes de excepción, lejos de promover, defender o proteger a la persona humana, que es fin supremo de la sociedad y del Estado, establecen situaciones irresponsables que incentivan la indiferencia, el desinterés o la insuficiente motivación de los agentes de las fuerzas armadas y de la policía nacional para cumplir con sus responsabilidades constitucionales en un sistema político democrático. Sin la disposición y actitud de compromiso, quienes deben asegurar la posibilidad del pacto político la sociedad queda en situación de inseguridad, desprotegida y privada de la capacidad efectiva de reclamar sus derechos, en especial los derechos humanos cuya vigencia y exigibilidad sólo son posibles en un contexto de seguridad que no prive de motivación a los agentes de la fuerza para cumplir la misión que la Constitución les encomienda.

El cuidado del equilibrio entre fuerza y derecho le corresponde de modo prioritario al parlamento. El parlamento representa la síntesis entre la pura voluntad popular con la capacidad que le asiste de dirigir políticamente el Estado, por un lado, y por otro lado la dirección política del mismo Estado conforme a una estructura de orden y de ley que reconoce e interdicta el límite del poder, la fuerza y la pura voluntad política.

IV

LA IMPRESCRIPTIBILIDAD DE LOS DELITOS DE LESA HUMANIDAD

Un cuarto aspecto que concierne al concepto y a la vigencia del Estado Constitucional de Derecho está ligado a la cuestión límite de la situación de imprescriptibles de los delitos de lesa humanidad. Es decir los casos de atentados y violaciones crueles, sistemáticos, y generalizados resultantes de una estrategia y política contraria a los derechos humanos por el Estado.

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Este aspecto es relevante en el Perú, entre otras ocurrencias, a raíz de dos acontecimientos. Primero, la aprobación del tratado internacional el año 2003, mediante la Resolución Legislativa 27998. Y segundo la explicitación del inicio del reconocimiento efectivo de la imprescriptibilidad que se incluye en el Decreto Legislativo 1097, en Setiembre del año 2010. Pero esta cuestión exige la delimitación de la atmósfera histórica y del entorno conceptual de forma que pueda comprenderse mejor el significado que se quiere comunicar con estas reflexiones.

Es en este contexto que luego de haberse iniciado diversidad de procesos en contra de los terroristas y también en contra de los militares, se procura equilibrar el tratamiento desproporcionado sufrido por quienes, en vez del reconocimiento de las dificultades en las que debieron operar, son ubicados en la vitrina mediática con la etiqueta que se reserva a los males y pecados públicos. Para alcanzar dicho equilibrio el Congreso peruano otorgó facultades legislativas al gobierno, entre otros fines con el objetivo de dictar medidas procesales y penitenciarias relativas a los militares involucrados en delitos de violación de los derechos humanos.

Al amparo de las facultades otorgadas mediante la Ley 29548, el gobierno dictó el Decreto Legislativo 1097, el mismo respecto del cual se inició una acción de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional. El Tribunal Constitucional emitió el 21 de Marzo del 2011 su sentencia respecto de la demanda de inconstitucionalización del Decreto Legislativo 1097. Este Decreto Legislativo fue publicado el 1 de Setiembre del 2010, último día hábil para el uso de la facultad delegada. Pocos días después, el 15 de Setiembre del mismo año, el Congreso lo derogó con la Ley 29572, como consecuencia del escándalo que exitosamente fue acogido en los medios a raíz de los argumentos planteados por el Instituto de Defensa Legal y la Coordinadora Nacional de los Derechos Humanos.

El Tribunal Constitucional, lejos de sustraerse de la materia no obstante la derogación de dicho Decreto Legislativo, acordó abocarse a ella invocando la distinción en los efectos que producen la derogación y la inconstitucionalización. Para impedir la generación de efectos que pudiera haber acontecido como resultado del corto período de vigencia del Decreto Legislativo 1097, creyó cumplir mejor su rol procediendo a examinar su constitucionalidad.

El Decreto Legislativo 1097 tenía el propósito de establecer beneficios procesales y penitenciarios a favor de los militares procesados, sentenciados y presos como consecuencia de su intervención en el proceso de pacificación del Perú. Para alcanzar tal propósito el gobierno había sido habilitado legislativamente con la atribución expresa consignada en la Ley 29548 (que entró en vigencia el 4 de Julio

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del 2010), y debía usar tal habilitación hasta el vencimiento del plazo delegatorio el mismo que vencía el 1 de Setiembre.

El objetivo del Decreto Legislativo 1097 fue asegurar el reconocimiento del principio del debido proceso para quienes, en ejercicio de funciones constitucionales como miembros de las fuerzas armadas o de la policía nacional, fueran objeto de investigaciones o de procesos penales resultantes de la intervención en el proceso de pacificación. El supuesto de la vulneración del debido proceso resaltaba el hecho de demoras atentatorias contra la presunción de inocencia, y el perjuicio consecuente de detenciones irrazonable y extenuantemente largas sin que los investigados o procesados, privados injustificadamente de libertad, contaran con solución judicial a las denuncias en su contra.

Más allá de la discusión sobre la propiedad técnica de las medidas legislativas principales adoptadas en el Decreto Legislativo 1097, o de la eventual inconveniencia del adelantamiento de la vigencia del Código Procesal Penal para la investigación o procesamiento de denuncias contra militares o policías, el propósito buscado fue revalorar, reconocer y reivindicar, por equidad, el papel que unos y otros tuvieron en la lucha por la pacificación del Perú luego de la barbarie cruenta en que el terrorismo sumió al país y puso en zozobra indiscriminada y general a la integridad de la población en todo el territorio, durante más de una década.

La discusión a nivel parlamentario trató de zanjarse con la derogatoria del Decreto Legislativo, sin que el gobierno ni la mayoría parlamentaria, a excepción de la actitud y posición asumida por el Ministro de Defensa y por el congresista Giampietri, realizaran una defensa, ni convencida ni convincente, asumiendo consiguiente y prematuramente la derrota de los principios invocados, y recíproca y paralelamente concediendo verdad paralelamente a los argumentos de quienes, también por principio, desconocieron la vigencia plena de la presunción de inocencia y el respeto irrestricto del principio del plazo razonable de detención o de procesamiento.

Además de la acción adoptada por el Congreso, diversos congresistas iniciaron una acción de inconstitucionalización del Decreto Legislativo 1097. El Tribunal Constitucional, como se expresó previamente, no se sustrajo de la materia y se pronunció sobre la acción incoada. El proceso de análisis llevó al Tribunal a acordar que el Decreto Legislativo derogado sufría de inconstitucionalidad en diversos de sus artículos. Por ello mandó la expulsión de los extremos inexequibles de esta norma del ordenamiento jurídico nacional.

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La acción emprendida por el Tribunal Constitucional no consigue, sin embargo, eliminar mediante su fallo la generación material de efectos causada durante la vigencia del Decreto Legislativo 1097, puesto que el Tribunal Constitucional no constituye con su sentencia la inconstitucionalidad, sino que la declara, y por lo mismo la expulsión de la norma no tiene efectos ex tunc, sino sólo ex nunc. El Tribunal, por lo tanto, en este extremo no alcanza su cometido debido al error conceptual que tiene en la construcción de su sentencia.

La inconstitucionalización surte efectos sólo desde el 22 de Marzo del 2011, manteniendo naturaleza constitucional los artículos inconstitucionalizados (aunque, ciertamente, derogados) entre el 1 de Setiembre del 2010 y el 22 de Marzo del 2011. La capacidad de generar efectos jurídicos plenos, sin embargo, corre desde el 1 hasta el 15 de Setiembre, la fecha de inicio de la vigencia de su derogatoria por la Ley 29572 (e independiente de la maniobra protagonizada por el gobierno mediante la modificación del texto del Decreto Legislativo luego de vencido el plazo para expedir legislación delegada, mediante el altamente cuestionable expediente de publicación de fe de erratas).

Es por mi proximidad personal con el proceso de elaboración de los decretos legislativos, en el que me correspondió colaborar desde el Ministerio de Defensa con la correspondiente al Decreto Legislativo 1095, sobre empleo y uso de la fuerza, que me interesa y que debo honrar el compromiso que asumí, y abordar uno de los extremos que, no obstante tener naturaleza colateral, a mi juicio reviste importancia singular y especial en relación con el Decreto Legislativo 1097. Dicho extremo es la situación jurídica de la imprescriptibilidad de los delitos de crímenes de guerra y de lesa humanidad.

En consecuencia, para los efectos de estas reflexiones, relevo la cuestión respecto del Decreto Legislativo 1097 que tiene que ver con la inconstitucionalización de la Primera Disposición Complementaria Final, en la cual el Decreto Legislativo precisó que la Convención sobre Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada mediante Resolución Legislativa 27998, rige para el Perú sólo desde el 9 de Noviembre de 2003.

Independientemente de la gravedad suprema de ilícitos ominosos como son los crímenes de guerra o los delitos de lesa humanidad, para el Tribunal Constitucional, los eventuales delitos por crímenes de guerra y de lesa humanidad no estarían sujetos a la restricción que incluyó el legislador el año 2003, cuyo tenor fue objeto del depósito del instrumento de ratificación en su oportunidad, sin que hubiera oposición ni observación alguna en el proceso. Esta es la materia que en último término justifica esta reflexión, en razón de la cuestión constitucional que

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tiene que ver con la naturaleza de la prescripción como derecho constitucional, el carácter irretroactivo de la ley penal, y la voluntad expresa del Estado cuando deposita el instrumento de ratificación ante la sede del Tratado sin que las partes observen la declaración con la que se aprobó la ratificación en el Congreso.

Un primer aspecto que llama la atención es que el Código Procesal Constitucional y la ley orgánica del Tribunal Constitucional establecen un límite de seis meses para pronunciarse, mediante la acción de inconstitucionalidad, sobre la regularidad constitucional en los procesos de incorporación de tratados en el derecho interno. Sólo dentro de ese mismo plazo tiene competencia el Tribunal Constitucional para declarar la inaplicación de la Resolución Legislativa que aprueba el Tratado. La inaplicación así declarada tiene efectos erga omnes en el territorio nacional, dejando a salvo la dimensión inter o supranacional de los efectos y responsabilidades estatales consiguientes.

Este es un primer problema, insuficientemente comprendido ni esclarecido, puesto que si el Tribunal Constitucional es la instancia y el símbolo por antonomasia del pensamiento constitucional en el Perú, su acción debe ajustarse a los parámetros más estrictos del discurso y de la argumentación jurídica en materia constitucional. Independientemente de todo el cuerpo del Decreto Legislativo 1097, opinable como resulta ser, es la intervención del Tribunal Constitucional sobre el tema de los extremos normativos internos que fue parte, no del Decreto Legislativo 1097, sino de la Resolución Legislativa 27988.

La intervención del Tribunal Constitucional no sería digna de especial escrutinio, de no ser porque en su STC 18-2009-AI, publicada el 26 de Abril del 2010, el mismo órgano de control constitucional que declara improcedente la Resolución Legislativa 27988 por expiración del plazo de seis meses dentro del cual cabe, según el Artículo 100 del Código Procesal Constitucional, interponerse demanda de inconstitucionalidad contra los tratados, es también el órgano que se aboca sobre los alcances de la aprobación del tratado cuando ya había transcurrido en exceso dicho plazo, y lo hace, además, sin que tal extremo hubiera sido materia de la demanda de inconstitucionalización del Decreto Legislativo 1097 al que éste hacía referencia en su Primera Disposición Complementaria.

La cuestión de la relevancia de este asunto en la doctrina del Estado Constitucional de Derecho puede notarse ahora con mayor claridad, porque esta doctrina le reserva al Tribunal Constitucional el carácter de guardián de sus características y postulados, y porque en ejercicio de su competencia al pronunciarse sobre una materia inherente a la ideología de los derechos humanos no realiza, a juicio de este autor, un manejo pulcro del mismo. Lo turbio y sucio del razonamiento y de la actuación del Tribunal Constitucional, no obstante el aprecio,

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las loas o aplausos que hayan generado los resultados de su resolución en quienes carecen de una visión equilibrada del papel del Estado y de la fuerza en la afirmación del pacto político y de la viabilidad y exigibilidad de cualquier derecho en la sociedad, ese factor ominoso y perturbador es la posición que asume en relación con principios centrales de seguridad jurídica como son la irretroactividad de la ley penal, o el derecho a la prescripción no precisamente por razón imputable al denunciado o procesado sino por negligencia o inacción del órgano administrador de justicia.

Si bien es cierto la globalización se expresa en la aparición de una visión hegemónica del mundo, patrones de conducta, modas, tendencias y corrientes masivas y generalmente indiscutidas en la organización de la vida, de los gustos, de la política o de la economía, el alineamiento acrítico con tal visión, patrones o corrientes puede ser causa de daños irreparables, como son los que hoy lamentamos que hubiera ocurrido en una época histórica similar. La verdad universal que durante el Medioevo prevaleció fue la visión religiosa que se impuso con la universalización de la doctrina católica romana en la casi totalidad de Europa, y al amparo de esa visión y doctrina fue que se condenó como herejes a quienes disintieron de la percepción ideológica dominante. El traslado de ese mismo esquema en la globalización presente debe alertar nuestra razón para cuidarnos de no trasladar los mismos reproches en agentes del Estado que en nombre de la nueva ideología universal aplanen modos distintos de concebir la sociedad, el derecho o la política.

¿Cómo justificar la opción del Tribunal Constitucional en contra del sentido y voluntad del legislador cuando, al afirmar desde qué momento se reconoce la vigencia de la Convención sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y los delitos de lesa humanidad, en nombre de la doctrina del Estado Constitucional de Derecho o de la ideología de los derechos humanos, permite la interpretación en sentido retroactivo de esta Convención incluso en fecha anterior a la que fijó el legislador al momento de aprobarla? ¿Significa que los contenidos del derecho contenido en dicha Convención son exigibles respecto de hechos anteriores a la vigencia que fijó el legislador, a pesar de los principios de irretroactividad de la ley penal, del principio nullum crime, nulla poena, sine lege previa, y a pesar además e incluso del derecho de prescripción que la Constitución reconoce?

Siendo jurídicamente inexcusable, aunque moralmente sustentable, el procedimiento utilizado en el Tribunal de Nüremberg por quienes vencieron en la guerra, ¿son similares las condiciones de entonces a las actuales como para extender con carácter universal esa opción excepcional que resultó de la victoria aliada?. ¿No ha cambiado, evolucionado o pensado mejor la humanidad ni los más altos niveles de juristas sobre los excesos jurídicos de la comunidad

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internacional? ¿Tienen esta vez justificación suficiente los magistrados del Tribunal Constitucional para proceder mecánicamente y replicar lo que se hizo como resultado de una guerra mundial?

Estas son probablemente cuestiones de difícil respuesta que debieran tener peso suficiente para exigir el sustento suficiente de la máxima instancia jurisdiccional en materia constitucional. No parece excusable la mera reproducción de un patrón global en contra de la voluntad expresa del legislador, que ha pensado, sustentado, valorado y decidido optando por el reconocimiento de la irretroactividad de la ley penal, y de la prescriptibilidad de la acción penal. El Tribunal Constitucional tuvo que asumir con rigor y seriedad el papel jurígeno que la Constitución le encomienda. Al parecer existe ligereza y descuido cuando trata esta materia sin el suficiente escrúpulo o meticulosidad técnica.

La impropiedad de la actividad del Tribunal Constitucional se nota desde el momento de su abocamiento a la materia. En efecto, para abocarse a la materia de la Primera Disposición Complementaria del Decreto Legislativo 1097, con la que se fortalece con precisiones a la Resolución Legislativa 27998, el Tribunal, valiéndose de la asunción de atribución extra petita, recurrió a la opción de control difuso, y dispuso la inaplicación general por la judicatura del carácter limitativo aprobada por el legislador el año 2003.

Son dos aspectos si no cuestionables, cuando menos debatibles. Primero, porque recurrir a la facultad extra petita sólo se justifica en un entorno que tiene estrecha relación con la materia sobre la que se presenta la pretensión de inconstitucionalidad. Y segundo porque el control difuso se refiere a una situación concreta en la que se requiere la inaplicación para un caso específico, y el Tribunal Constitucional, contrariamente, dispone la inaplicación genérica por todas las cortes y juzgados nacionales.

Se procesa de este modo oblicuamente lo que no le está permitido por ley expresa tramitar de modo directo. Desde el punto de vista constitucional el uso de la facultad extra petita por el Tribunal se justifica, extraordinariamente, en razón del vínculo esencial entre la materia de la demanda de inconstitucionalidad y la cuestión abordada sin pedido de parte, y cuando el dejar el punto sin abordamiento discursivo pudiera generar un daño mayor e imprevisto por las partes. Si el Tribunal opera como guardián de la constitucionalidad y del Estado Constitucional de Derecho se espera de él el uso inquisitivo de su posición estatal para proteger mejor los valores constitucionales. No se justifica, contrariamente, cuando usa de esa extraordinaria y excepcional atribución respecto a temas no controvertidos y constitucionalmente estables o sostenibles. Menos se justifica la

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asunción de dicha atribución cuando como consecuencia de su uso sus decisiones pueden causar mayor daño que el que su omisión pudiera ocasionar.

¿Qué título ampara al Tribunal Constitucional cuando estando una causa bajo su conocimiento tuvo la oportunidad, y no la usó, para pronunciarse sin desconocer el plazo que el Código Procesal Constitucional le asigna? Si pudo asumir competencia dentro del plazo, ¿cómo explicar que lo haga cuando el plazo ya venció? Además, ¿qué título ampara al Tribunal Constitucional para distorsionar la naturaleza del control difuso y mandar con carácter universal que ningún juez aplique la Convención desde la fecha en que manda la ley que la ratifica, disponiendo además que una eventual aplicación en el sentido que proscribe tendría carácter inconstitucional? ¿Es que el Tribunal Constitucional puede asumir poderes que ni la Constitución ni las leyes le reconocen, y al asumirlos toma decisiones que desde el punto de vista constitucional son formal y materialmente contradecibles?

La situación causada con el abocamiento extraordinario e irregular del Tribunal Constitucional genera pues dudas respecto a la idoneidad técnica del abocamiento asumido, si no, acaso, además, a la ocurrencia de un supuesto de conducta prevaricadora. Con tanta mayor esto último teniendo en consideración que el control difuso no tiene por naturaleza la inconstitucionalización operativamente generalizadora que es propia del control concentrado, que el alcance del tipo de control efectivamente usado viola el artículo que fija el plazo máximo para el uso de la facultad de inconstitucionalizar la ratificación de un tratado, y que el Tribunal procede al amparo injustificado de la atribución extra petita.

En buena cuenta, se trata de una estrategia jurisdiccional poco deferente no sólo con el legislador, sino con la ley y con su rol constitucional. Es una estrategia usada para excluir la voluntad del legislador, no obstante la incapacidad temporal que lo afectaba y la ausencia de petitorio en la pretensión de los demandantes. El Tribunal Constitucional utilizó la vía del control difuso para generar irregular e ilegalmente, por lo menos, una pauta general de conducta jurisdiccional con carácter vinculante erga omnes en la judicatura nacional.

La cuestión está también en el terreno parlamentario, porque está pendiente de revisión parlamentaria la corrección y eventual infracción constitucional de los jueces que proceden según esta línea interpretativa. ¿Procedió correctamente el Tribunal Constitucional a declarar la inaplicación general de la limitación temporal impuesta en la Resolución Legislativa 27998 y precisada con la Primera Disposición Complementaria Final del Decreto Legislativo 1097, no obstante no existir cuestionamiento, reclamo ni protesta algunos en la sede del Tratado? ¿Es

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un acto constitucionalmente válido el ejecutado por el Tribunal Constitucional cuando da alcance general a la inaplicación que manda en la vía de control difuso, la misma cuya naturaleza se refiere exclusivamente a la aplicación a un caso concreto, a diferencia de la vía de control concentrado que tiene en efecto alcances erga omnes? ¿Acaso la consideración de una atmósfera políticamente favorable como pareciera serlo la derogatoria del Decreto Legislativo 1097 por el Congreso, limpia lo incorrecto de la acción del Tribunal Constitucional?

Más allá de la corrección política del órgano crítico de la doctrina del Estado Constitucional de Derecho que es el Tribunal Constitucional, o de la validez jurídica de la interpretación que realiza, no es menos cierto que la voluntad del legislador no ha recibido adecuada valoración en el ámbito jurisdiccional. ¿Es este un caso en el que el Tribunal ha procedido conforme a derecho a ejercitar su condición de «intérprete supremo» de la Constitución, o se ha tratado de un error, o quizá de un vicio de construcción técnica por razón del tiempo y de la materia sobre la que se abocó?

El caso pues permite examinar la doctrina del Estado Constitucional de Derecho y la idoneidad del Tribunal Constitucional como agente de su configuración, delimitación y aplicación en el sistema político peruano. Qué motivó al Tribunal a actuar fuera de sus propios límites es una cuestión que queda librada a la especulación. El hecho concreto es que el procedimiento del que se ha valido, cuestionable como es, es una forma torcida de decir qué es lo constitucional en el Perú.

La racionalidad constitucional que construye el Tribunal Constitucional no se ha compadecido del daño que su razonamiento ocasiona en los bienes constitucionales que desdeña y omite ponderar. No es poca cosa constitucional la minimización del principio de irretroactividad de la ley penal, ni el derecho fundamental a la prescripción (en particular cuando la dilación y el uso ineficiente del tiempo no es atribuible al denunciado o inculpado sino a la propia agencia estatal). Como tampoco puede pasarse por alto los artilugios de los que se vale para abocarse de oficio como lo hace, a una materia respecto de la cual caducó el plazo, ni el uso de la vía del control difuso para obtener efectos erga omnes privativos del control concentrado que estaba imposibilitado de alcanzar. ¿O es que es permisible que valiéndose en la autoridad del dudoso título que inconstitucionalmente le atribuye su ley orgánica de intérprete supremo de la Constitución, se refugie para operar con ligereza sobre los contenidos constitucionales y los derechos fundamentales sin asumir las consecuencias de las desviaciones o del exceso con que procede?

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Nuevamente, este es otro asunto sobre el que el parlamento tiene qué decir. Una resolución legislativa suya, que debió entenderse estuvo premunida de firmeza y susceptible de causar estado, ha quedado en situación de minusvalía por la excesiva acción del Tribunal Constitucional. El favor de una opinión pública inadecuadamente formada, y la presión de grupos particulares maximalistas que descuidan los equilibrios constitucionales, no limpia ni convierte en correcta la actitud ni los productos que provee a la sociedad con su STC 18-2009-AI/TC. En tanto el Estado Interamericano o Mundial no tenga otra existencia que en el plano imaginario, el parlamento tiene el papel estatal y la posición constitucional de articulador entre el orden supranacional y el nacional. Por eso la función jurisdiccional no está exenta de responsabilidad cuando amparándose en el primero genera con su gestión riesgos y peligros que el Estado nacional tiene la obligación de controlar, disminuir y evitar. Si el parlamento tiene consciencia del exceso a él solo le toca denunciarlo y corregirlo.

V

LAS PRERROGATIVAS PARLAMENTARIAS EN LAS DEMOCRACIAS IGUALITARIAS

Y EL DEBIDO PROCESO

Los Estados democráticos operan a través de los representantes de las colectividades. Los representantes actúan por cuenta y en interés de sus representados. Va en contra del Estado Constitucional la usurpación del poder por representantes que sólo se representan a sí mismos. Los representantes lo son porque actúan para sus representados, y no para actuar performativamente una representación entre representantes.

Porque tienen un encargo para afirmar el carácter soberano de la voluntad popular los representantes requieren de un estatuto funcional especial necesario para asegurar el desempeño de tareas en nombre de todos. Ese estatuto incluye la inmunidad parlamentaria y la inviolabilidad por los votos y opiniones en el ejercicio del cargo representativo. La finalidad de ese estatuto es facilitar el ejercicio de la representación. No lo es el uso del estatuto para obtener beneficio propio. El estatuto parlamentario no consigna derechos subjetivos de particulares, sino requisitos para que el ejercicio de la función estatal corporativa no encuentre obstáculos que nieguen el carácter representativo del Estado.

De otro lado, la igualdad es una característica elemental en un modelo democrático. ¿Cómo entender que en una sociedad igualitaria exista un grupo de

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sujetos funcional o constitucionalmente menos iguales que los demás? Porque el modelo democrático tiene carácter representativo, porque quienes representan lo hacen desde la supremacía que sólo se le reconoce a la autoridad, y porque los representantes no tienen mandato imperativo de sus representados, el cuerpo representativo de la voluntad popular ocupa una situación excepcional conforme a la cual la soberanía de la república garantiza la conducción del Estado por el pueblo. No por una casta, no por un estamento feudal, y no tampoco por individuos o grupos que antepongan sus intereses particulares sobre sus responsabilidades representativas.

Sin embargo, no escapa a la observación y al sentimiento generalizado de la población que el título representativo no se ejercita con la altura y nobleza que debe adoptar quien cuida el vínculo con quienes confían que cuide la calidad y legitimidad de la representación. La deshonra se apodera del sistema cuando la asociación política se pervierte en el ápice mismo del poder. Todo el sistema político colapsa, la democracia se desmorona y el poder se usurpa en manos de quienes carecen de actitud representativa y se apoderan del bien público como si se tratara de un bien privado a su disposición.

La calidad de la representación enmascara un régimen sórdido y oscuro cuando la sociedad es violentada en su esencia y denegada su virtud política. Ningún régimen se sostiene sobre la opresión de quienes confiaron libremente en el uso responsable del voto por sus representantes. No es objetivo del régimen democrático delegar funciones políticas a quienes traicionen el mandato.

Ese es el riesgo del ejercicio representativo del poder. Y ese riesgo aumenta notablemente cuando los representantes usan indebidamente de las prerrogativas propias de su Estatuto para condonar la ilicitud de sus miembros. La inmunidad parlamentaria es una institución buena cuando impide que quienes son acusados por envidia o venganza política ejerciten el mandato. Pero ese mismo instrumento es un privilegio indigno cuando se lo utiliza para cohonestar la indignidad del cuerpo de representantes.

El mal uso de la función de algunos representantes, sin embargo, no justifica el desconocimiento de los medios necesarios para usarla bien. Por eso es mal consejero el pedido de eliminar la inmunidad parlamentaria ocasionado por lo que durante el período 2006-2011 se conocieron como los casos del «mataperros», del «comepollo», de la «robaluz», del «planchacamisas», o de la «lavapies», y en lo que va del período 2011-2016 los casos del «comeoro», de la «robacable», del «proxeneta» u otros en los que se involucró a los congresistas Ccama, Nayap, Zamudio, Espejo, Apaza, Coa o Chehade. Los excesos muestran el revés inherente a la naturaleza humana cuando los elegidos lo fueron sin contar con el

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mérito moral que también exige un sistema político democrático. La democracia no está reñida con la virtud política ni con los valores morales.

La inmunidad parlamentaria es una garantía necesaria para el funcionamiento del Congreso conforme al mandato electoral. Para levantarla el Congreso realiza un juicio de pertinencia. No conoce el fondo, sustancia o materia penal de la denuncia, salvo en cuanto de ella pueda advertirse algún sesgo que importe la afectación de la composición del Congreso. No hay pronunciamiento sobre el mérito penal de la incriminación. A diferencia de los casos de antejuicio político, en los que el Congreso sí compromete su conocimiento y convicción sobre probables indicios de comisión del delito, en el levantamiento de la inmunidad de proceso o de arresto el Congreso no acusa ni exculpa. Sólo descarta aquellas denuncias que importan desvío del mandato electoral.

Entre las lecciones que dejan los dos últimos regímenes parlamentarios las más importantes pueden ser que la función jurisdiccional del Congreso si se encuentra en estado operativo. Necesita ajustes y afinamientos, es cierto. Sobre todo en la práctica. Pero ha funcionado. Que pudo haber funcionado mejor, y que el desempeño no ha sido óptimo es cierto. La exigencia de responsabilidades que ha sido posible debido a la vergüenza con que se ha procesado a los congresistas es una discreta ventana hacia la esperanza. Así como el que existan malos padres no justifica la eliminación de los derechos de paternidad, del mismo modo no justifica la posición incendiaria de quienes postularon para «fumigar el Congreso» (candidato Jacques Rodrich, de Cambio Radical), o para eliminar la inmunidad parlamentaria en razón al imperfecto e incorrecto uso que de ella hicieron algunos malos representantes (candidatos Omar Chehade, de Gana Perú, Elizabeth Panta, de Cambio Radical, o Guillermo Gonzales Arica, de Perú Posible).

Pero precisamente porque la inmunidad parlamentaria tiene sentido, es conveniente y es buena en una democracia representativa, es necesario que el procesamiento parlamentario de los representantes acusados garantice tanto la ventilación de las denuncias como la apropiada defensa de los denunciados. Ese es el espacio del debido proceso, como uno de los derechos humanos que gestiona el parlamento. La inmunidad parlamentaria exige tanto oportunidades razonables para el ofrecimiento, actuación y valoración de las pruebas, como los plazos de una notificación anticipada y la garantía de una defensa apropiada. Como lo han establecido las jurisdicciones supranacional y la constitucional las reglas del debido proceso se aplican también en sede parlamentaria.

La correcta administración de las prerrogativas parlamentarias va de la mano con el respeto escrupuloso del debido proceso. Las causas que conoce el Congreso contra sus miembros deben estar premunidas de reserva en la instancia instructiva

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que se desarrolla durante la investigación, como de la publicidad y transparencia necesarias en la etapa del enjuiciamiento de aquellos a quienes se encuentra mérito para su procesamiento judicial en el fuero penal ordinario.

Por las mismas razones es que es necesario rescatar el acierto de la sentencia del Tribunal Constitucional que expulsa del ordenamiento jurídico vigente la parte del Artículo 25 del Reglamento del Congreso que disponía que sólo procediera la suspensión del representante cuando existía sentencia por la comisión de delito doloso con pena privativa de la libertad efectiva. No declarar inconstitucional ese extremo habría importado un acto cómplice en la jurisdicción constitucional que habría permitido que en el Congreso convivan delincuentes convictos junto con quienes ejercitan el mandato en un marco razonable de probidad y honor. El parlamento fue salvado de actuar como refugio o cueva del ejercicio deshonroso e irresponsable del mandato popular.

El mandato tiene riesgos, en consecuencia, que justifican el reconocimiento de la diferencia a quienes son diferentes. El Estatuto parlamentario todavía mantiene su sentido, pero para merecerlo sus miembros deben honrar la finalidad en razón de la cual se lo reconoce. Honrarlo habría significado proceder con niveles mínimos de sensibilidad moral y tomar distancia con quienes reciben condena por la comisión de cualquier delito, sea doloso o culposo, con o sin pena privativa de la libertad, y mucho menos ocuparse de la exquisitez técnica sobre si la pérdida de libertad es efectiva o no.

Ha sido externamente como el parlamento recibió el auxilio moral que ha subsanado parcialmente el desatino. Habría sido deseable que el temple moral de los representantes no hubiera aprobado nunca el texto del Artículo 25 del Reglamento del Congreso que permite la convivencia con delincuentes en la médula y el corazón de la democracia. La mancha de la corrupción se mostró de modo patente en el seno mismo del Estado, y gracias a la denuncia y a su procesamiento favorable los restos abyectos de indignidad fueron excluidos.

VI

EL CONTROL POLÍTICO DE LA ACTIVIDAD JURISDICCIONAL

Un último tema permite plantear igualmente el papel que desempeña el parlamento en relación con los derechos humanos. Las democracias son refractarias al ejercicio omnímodo del poder. Por eso van de la mano el principio de la separación de poderes con el del origen popular del poder estatal. La

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separación de poderes prevé la coexistencia de órganos con competencias estatalmente diversas, de manera que ninguno de ellos pueda ejercitar él solo todo el poder en la diversidad de funciones estatales.

Así como el gobierno no debiera actuar como órgano legislativo –pero lo hace, y lo hace hasta límites imperdonables sin que la oposición haya hecho ni mucho ni suficiente para poner mano firme-, el parlamento no actúa como órgano de gobierno. Los órganos jurisdiccionales, a su vez, tampoco son órganos de gobierno, ni deben desarrollar función legislativa.

Este es el punto donde me parece importante realizar una reflexión más detenida. No es materia de este estudio el examen de los excesos legislativos del gobierno. En particular porque el propósito es revisar las tareas más propiamente jurisdiccionales que legislativas en el Estado. Por eso sí resulta más enriquecedor llamar la atención sobre el control que realiza la jurisdicción sobre la actividad del legislador. Control que es propio, precisamente, del reconocimiento del principio de separación de poderes.

Así como los jueces pueden inaplicar una ley inconstitucional, el Tribunal Constitucional es competente para ejercitar el control concentrado y abstracto respecto de una ley que colisione son un precepto de jerarquía constitucional. Nuevamente retornamos a la doctrina del Estado Constitucional de Derecho, que se asienta sobre la supremacía constitucional y el límite que tiene el legislador en relación con los derechos humanos. El tribunal constitucional vigila la constitucionalidad de la legislación para que el marco normativo asegure el ejercicio del poder sin excesos.

Como de lo que se trata es de discutir el papel de la ideología de los derechos humanos en un orden simbólico basado en el carácter democrático de la sociedad política, es pertinente apuntar precisamente al flanco donde menor claridad democrática existe, y de quien paradójicamente mayor calidad democrática se espera que garantice con su ejercicio en el Estado. El Tribunal Constitucional ha asumido en el Perú la condición de «intérprete supremo» de la Constitución. Ello significa que es la última y definitiva instancia en el control constitucional del poder.

Los Tribunales Constitucionales cuentan con reconocimiento generalizado. En las democracias continentales de Europa su prestigio y papel central es paradigmático. Nuestra preocupación no es cómo funcionan los tribunales europeos, sino el papel que tiene en el Perú, en un régimen de democracia representativa en el que, además, se reconoce el origen popular del poder.

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Bajo la hipótesis doctrinaria del Estado Constitucional de Derecho el Tribunal Constitucional es un operador de la ideología de los derechos humanos, desde la cual evalúa y juzga la actividad legislativa. No está en cuestión en este espacio de reflexión que los derechos humanos formen parte del parámetro de ejercicio constitucional del poder. Lo que sí resulta relevante es examinar la gravitación que tiene en una sociedad democrática el control del poder por una elite de juristas supuestamente elegida a partir de su probada trayectoria democrática y sus elevados méritos en la academia o la judicatura.

Si bien el estado ideal de la humanidad debiera ser uno en el que nadie imponga su voluntad sobre nadie, permitiendo así que cada quien desarrolle libremente su proyecto de vida sin intrusión que lo fuerce a hacer lo que su disposición no se lo mande, tal estado natural no garantiza el respeto elemental del albedrío. Por eso el Estado asume para sí el control de los máximos permisibles de libertad, para que nadie invada la esfera privada ajena.

Así como el Estado se ha convertido en una necesidad en la sociedad moderna, también es una conveniencia aceptada que quienes desarrollan funciones estatales sean personas elegidas libremente por la república. Menos claridad existe sobre el grupo de funcionarios estatales cuyo mérito principal no es el de haber sido elegidos para administrar justicia, sino su supuesto mejor entendimiento de la función jurisdiccional. Las sociedades modernas encomiendan tal función a los abogados o a los juristas.

La función jurisdiccional, en particular esa función jurisdiccional a cargo del Tribunal Constitucional, está a cargo de especialistas. El juez tiene a su cargo una función estatal. Por lo tanto tiene la responsabilidad primaria de ejercitar su labor de modo que prevalezca la unidad en medio de la diversidad. Así como debe asegurar mínimos esenciales de libertad para el desarrollo de niveles de convivencia democráticos, no le es menos exigible la tarea de garantizar la pluralidad de proyectos personales según pautas homogéneas de conducta que permitan el orden.

Nuevamente aparece la exigencia de homeostasis política entre el orden y la libertad, entre Antígona y Creonte, entre la tradición y la cultura histórica de un pueblo y el indispensable ejercicio del mando y de la dirección política. El desempeño excepcional de funciones de Estado por especialistas exige compromisos y convicciones tangibles con los valores políticos del tipo de sociedad en la que se sirve. Ni tantos derechos humanos que hagan la convivencia imposible, ni tanto Estado que oprima, por digitación, el desarrollo libre de los ciudadanos. Los fundamentalismos, sea cual fuese la especie de su

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denominación, son fuente de absolutismos y de dogmatismos. Y entre los fundamentalismos y la autocracia no hay diferencia.

Es en este contexto en el que se sitúan tanto la tarea de control jurisdiccional del poder por los tribunales, como la tarea inalienable del poder político que debe vigilar atentamente los resultados de la labor democrática de las cortes. Si bien el juez constitucional tiene la última palabra jurisdiccional en territorio peruano, no es menos cierto que el poder jurisdiccional también es objeto de control por el titular de la potestad representativa que es el parlamento. Es una garantía de ejercicio democrático de las funciones estatales en sociedades cuyo modelo político es el origen popular del poder. En eso se diferencia de los modelos autocráticos en los que el origen del poder es inherente a la persona que desarrolla la función.

La misión del parlamento en su papel de garante de los derechos humanos no se circunscribe al parámetro que este cuerpo le impone en el ejercicio de su tarea legislativa. Es parte del paradigma o ideología de los derechos humanos que el propio parlamento desarrolle proactivamente su rol como titular de la representación popular ante el Estado. Los eventuales excesos en que incurre la judicatura, en particular la tentación del prevaricato, obligan al parlamento a vigilar, a denunciar y a examinar el mal uso de la excepcional responsabilidad que se le confía al juez constitucional. No hacerlo, obviar el control político, también es una forma de negar mínimos esenciales de libertad cívica, social, económica o política en la sociedad.

Son los retos y las oportunidades que la vida política deja en manos de los ciudadanos en la diversidad de roles que deben cumplir durante su existencia. La cuestión siempre abierta es desde qué posición, desde qué actitud, desde qué valores y principios se trabaja por el vínculo político. Los representantes en el parlamento custodian el vínculo en el pacto de asociación política. Por eso no les es ajena ni la responsabilidad de garantizar la libertad, ni la de controlar el ejercicio del poder por los expertos en la tarea jurisdiccional.

La experticia presunta que se imputa a los magistrados no los exime del yerro, del mismo modo que el supuesto menor saber constitucional de los representantes de la voluntad popular ante el Estado no los hace ignorantes de la vida y de la cultura constitucional. Éstas son verdades tan matemáticamente válidas como la afirmación de Lacan de que los no-incautos yerran (les non-dupes errent). Toca correr el riesgo de errar al parlamento, y de negar la correcta prudencia del orden hegemónico. No debe temerse al juicio histórico enjuiciando al juez de la constitucionalidad. El carácter simbólico de su autoridad, contra toda asunción en contra, no es tabú. Y si lo fuese bien vale la pena que pruebe su eficacia. No ser

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incauto en un mundo que se somete vale más que una misa. Lo que está en juego es un bien colectivo y parte de la historia del espíritu de un pueblo.

Ambos, parlamento y Tribunal Constitucional, comparten el mismo destino de desarrollar sus actividades de forma que prevalezca la unidad en medio del universo heterogéneo y plural de identidades privadas y colectivas que conforman nuestra república; por eso es que en el Perú la interpretación de la Constitución no debe tener al Tribunal Constitucional como el alegado intérprete supremo de la Constitución. Con cuanta menor razón si se repara y recuerda que la Constitución encomienda a los representantes en Congreso la responsabilidad de velar por el respeto de la Constitución y disponer lo conveniente para hacer efectiva la responsabilidad de los infractores (Artículo 102, inciso 2). Lo siniestro de la voluntad y de la consciencia humana también es compartido por la más alta magistratura constitucional, y por eso el parlamento hace bien en escudriñar el lado oculto tras la apariencia racional del discurso del Tribunal Constitucional.

VII

PARA CONCLUIR

Entre Creonte y Antígona, el parlamento tiene la tarea de dirigir y de escudriñar los usos del poder. Su acción tiene de deseo y tiene de gozo. El deseo de afirmar la sustancia política de la república. Y el gozo de quien tiene autorización para mandar en representación legítima de la comunidad.

La responsabilidad no está exenta de cargas y de límites. La acción parlamentaria no supone conductas autistas que, negando el encargo y mandato recibido, lleve a los representantes a representarse sólo a sí mismos. El legislador actúa desde el Estado para afirmar un modelo de sociedad en el que la libertad de cada uno de los ciudadanos no reciba lesión, menoscabo ni imposición innecesaria alguna.

Los derechos ciudadanos sólo tienen garantía de vigencia cuando la representación parlamentaria decide el curso de las políticas legislativas a partir del ejercicio noble y honorable de la responsabilidad política. Porque el régimen político reconoce y se sustenta en valores democráticos son los representantes quienes hablan desde la voluntad popular, que es la fuente y el origen del poder en el Estado. Y por esta misma razón el parlamento no puede abdicar de su función de control, y debe asegurarse que el principio de separación de poderes no se desfigure por la usurpación del poder con que lo amenacen grupos o gremios de influencia. Incluso la judicatura es objeto de control por la

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representación nacional. Negarlo equivale a avalar la transformación de la democracia en un régimen cuya dirección es asumida por especialistas que se presumen tutores y mejores conocedores de la voluntad popular.

Pero la delicada responsabilidad que debe desarrollar el parlamento se convierte en un lastre perverso para el país si la calidad de los ciudadanos decae. El mejor de los representantes no puede ser mejor que el peor de nuestros ciudadanos. De la cadena de valor de la ciudadanía depende la calidad que agregan los representantes en nuestra vida política.

De ahí el carácter ontológico de la existencia política. De la hez no se genera sino hez. Si los niveles y estilo de ejercicio de la ciudadanía son similares a los del acto que produce la excrecencia humana, del sufragio de esa ciudadanía no es posible esperar sino un régimen electoral productor de esa hez y de esa excrecencia. La ecuación es simple: la hez no es más que hez. El ser es sólo igual a sí mismo. De ahí la ontología de la existencia excrescente que atraviesa a todo el sistema político. La ciudadanía no es un compartimento estanco. Ella es la que causa los cuadros de dirigentes en los partidos y también en los parlamentos, que no son sino cuadros hechos de la misma materia prima.

Al Congreso pues no llegan sino quienes fueron electos como resultado simétrico de su similitud especular con el pueblo. Con muy pocas variantes, muchas de las cuales son efecto del azar y otras de la providencia, los parlamentos son el espejo que describe la calidad política de los ciudadanos. Los parlamentos no mejoran sólo e independientemente de la calidad de quienes los eligen. A quien ingiere alimentos putrefactos no cabe exigírsele el hálito del faisán.

En la Grecia antigua el ejercicio de la vida política suponía el reconocimiento de un nivel de madurez moral homólogo al de la madurez física. Sin disociación entre la naturaleza y la cultura. Cuando se concibe la democracia sólo con criterio cuantitativo, y cuando la ley presume que basta constatar cuantitativa y físicamente que alguien es ciudadano por el burdo y nudo hecho de la materialidad de haber cumplido 18 o 21 años, independientemente de la calidad de su preparación cívica y moral, e independientemente de su capacidad demostrada para saber y poder cuidar el vínculo político de la polis, del Estado, de la colectividad, cuando estas cosas ocurren, es momento de temer por la prematura decrepitud y decadencia de la república.

Estar avisados de los signos de los tiempos nos pone en la privilegiada y arriesgada situación de quienes con decisión y con coraje pueden prevenir los apocalipsis. Con cuánta mayor razón en territorios como el peruano, en los que existen condiciones que permiten advertir más bien la insuficiente presencia del Estado, antes que la amenaza de su invasión en la esfera privada. ¿O acaso es

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posible negar cómo en tantas zonas del territorio en costa, sierra y selva el Estado es un ente operativamente invisible, o sólo espasmódicamente presente? La sola presencia de focos de una economía paralela basada en la presencia e influencia masiva del narcotráfico es un indicio innegable de la débil, si no además, fallida presencia del Estado. Cegarse a esta realidad nos conduce precisamente a riesgos perversos como lo sería el progresivo éxito de redes que finalmente se consoliden intrusivamente en el Estado en un esquema que poco difiera con formas a las que con propiedad se llama un narcoestado.

Creonte y Antígona deben acercarse y conciliar sus racionalidades. Debe afirmarse el Estado donde no llega, y fortalecerse donde llega. Pero a la vez es imperativo la construcción de un tipo de ciudadanía aún extrañada de la cultura nacional. El exceso de Estado nos acerca a la tiranía. Pero el exceso de individualismo niega la esencia y la calidad de la ciudadanía.

Sin un régimen parlamentario basado en la fortaleza de los ciudadanos, no hay dignidad ni derecho humano capaz de ser respetado y reconocido. Sólo se respeta y se reconoce lo que uno merece y se lo gana. No lo que se recibe aún sin méritos. La ciudadanía no es gratis. Es consecuencia de una trayectoria probada de cuidado por la colectividad a la que se pertenece y de la que depende la propia historia.

La suerte está echada, y quienes toman conciencia de la gravedad del desafío están en la obligada capacidad de pasar la voz para que con la acción colectiva quepa aún salvar a la república de la anomia. No estamos al fin de los tiempos aún, y no han pasado los tiempos de la virtud, del honor y de la nobleza en la política, y ello a pesar de la demanda de quienes exigen estatus de ciudadano sin haber probado que lo merecen. Y si no a todos corresponde tratar como a ciudadanos, ¿acaso no existen aún las condiciones mínimas para ingresar a la utopía ideológica de la universalidad de los derechos humanos?

La Molina, 8 de Diciembre del 2011