Entre Imperio y Naciones. Iberoamerica y El Caribe en Torno a 1810 - Pilar Cagiao Jose Maria Portillo Coords.-libre

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    Serie Actas

    Nm. 3

    Baixo a direccin de J B

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    Entre imperio y nacionesIberoamrica y el Caribe en torno a 1810

    2012UNIVERSIDADE DE SANTIAGO DE COMPOSTELA

    COORDINADORES

    PILARCAGIAOVILA

    JOSMARAPORTILLOVALDS

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    Universidade de Santiagode Compostela, 2012

    DESEO DA CUBERTASignum Deseo

    EDITAServizo de Publicacins

    e Intercambio CientficoCampus Vida15782 Santiago de Compostela

    www.usc.es/publicacions

    MAQUETAAntn GarcaImprenta Universitaria

    ISBN 978-84-9887-937-7 (edicin dixital PDF)

    Entre imperio y naciones : Iberoamrica y el Caribe en torno a 1810 / coordinadores, Pilar Cagiao Vila, JosMara Portillo Valds. Santiago de Compostela : Universidade de Santiago de Compostela, Servizo dePublicacins e Intercambio Cientfico, 2012518 p. ; 24 cm. (Publicacins da Ctedra Juana de Vega (Universidade de Santiago de Compostela). Actas ; 3) ISBN: 978-84-9887-937-7 (edicin dixital PDF)1. Amrica Latina -- Historia -- 19 sculo 2. Caribe (Rexin) -- Historia -- 19 sculo I. Cagiao Vila, Pilar,1959- , coord. II. Portillo Valds, Jos Mara, coord. III. Universidade de Santiago de Compostela. Servizo dePublicacins e Intercambio Cientfico, ed.970/980

    http://www.usc.es/publicacionshttp://www.usc.es/publicacions
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    NDICE

    7 Presentacin

    13 El momento de 1810T H D

    55 La quiebra del gobierno metropolitano y la crisis del rgimen imperial,

    1805-1810B H

    81 Incmoda vecindad: el Brasil y sus fronteras en el contextorevolucionario hispanoamericanoJ P G. P

    99 Autonoma o independencia? Construcciones historiogrficasA

    119 El gobierno de los pueblos frente a la constitucin de 1812B R

    151 Identidad poltica y territorio entre monarqua, imperio y nacin:foralidad tlaxcalteca y crisis de la monarquaJ M P V

    171 El debate de la independencia. Opinin pblica y guerra civil en Mxico(1808-1830)R R

    187 Juntismo, fidelidad y autonomismo (Caracas y Maracaibo: 1808-1814)I Q M

    215 1825- 1832, Crisis y disolucin de la unin colombianaM T C

    245 El insomnio de Bolvar. Definicin y tipologa de las independenciaslatinoamericanas, 1780-1903H P B

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    269 Fiscalidad y estado en el espacio atlntico (1787-1860):tres casos de anlisisP P H

    295 Participacin popular en el levantamiento de 1810 en la Nueva EspaaJ M

    317 La participacin popular en las juntas de gobierno peruanas de Hunuco(1812) y Cuzco (1814)V P

    341 Hait en las revoluciones americanasF W. K

    365 El Caribe hispano durante la independencia de Amrica Latina(1790-1830): el caso cubanoS G V

    383 Influencias constitucionales en las luchas por la independencia deSanto DomingoF M P

    397 Gnero y raza en la experiencia de la crisis en el Caribe

    D C F417 Acerca de lo imperial en perspectiva comparada

    A A

    435 El bicentenario del inicio de los procesos de independencia en AmricaLatinaJ P M

    459 Miradas espaolas a las celebraciones de los centenarios de laindependencia: as lo cont la prensaP C V

    485 La colonia gallega en la revolucin argentina (1810)X R B F

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    PRESENTACIN

    E de 2010, organizado por la Ctedra Juana de Vega de la Univer-sidad de Santiago de Compostela, tuvo lugar en A Corua un congreso internacionalque bajo el epgrafeEntre Imperio y Naciones. Iberoamrica y el Caribe en torno a 1910tena como objetivo analizar el sentido de aquel momento tan singular desde unaperspectiva global y atlntica. Un grupo de destacados especialistas, procedentes dediversas universidades espaolas y americanas, ofrecieron entonces un anlisis con-junto (ms que comparativo) acerca de las diversas experiencias de aquella crisis,las diferentes frmulas de disolucin imperial, las propuestas autonmicas, la idea yalcance de la independencia, las especiales circunstancias del gnero, la raza y la clasesocial, as como el balance historiogrfico de la produccin ms reciente. Por la cali-dad de sus participantes y el enfoque de los temas que se abordaron, creemos estar encondiciones de afirmar que aquella reunin fue, sin duda, una de las ms relevantesy sobre todo ms fructferas por los ricos debates que suscit, de cuantas en 2010se celebraron a ambas orillas del Atlntico sobre esta cuestin. La Ctedra Juanade Vega de la USC, as como los coordinadores de aquel congreso, han consideradoabsolutamente indispensable la publicacin de aquellas contribuciones, algunas ellas

    reproducidas con fidelidad respecto de su versin oral y otras modificadas con losaportes nacidos del intercambio y la discusin suscitada entonces.La celebracin de los Bicentenarios de lo que muchos pases de Amrica con-

    sideran el inicio de sus independencias proporciona una extraordinaria oportunidadpara la reflexin. Aunque stas de manera efectiva se produciran entre ese aoemblemtico de 1810 y 1824 para la Amrica continental lo cierto es que esemomento inicial fue de una muy especial significacin en todo el inmenso espacioocupado hasta entonces por la monarqua espaola en Europa, Amrica y Asia. Fueen ese ao que se reunieron por vez primera congresos que superando a las juntas

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    previas comenzaron a revisar en profundidad la viabilidad de la monarqua y, en sucaso, a transitar hacia formas diversas de independencia. El 24 de septiembre de1810 se reuna por vez primera en la historia del mundo occidental un parlamentoque reuna diputados de todo el imperio y se adjudicaba ese mismo da la capacidadde proceder a hacer una constitucin tambin para todo ese mundo. El resultado,sancionado el 19 de marzo de 1812, arrancaba con este inusitado y trascendentalartculo: La Nacin espaola es la reunin de todos los espaoles de ambos he-misferios. Esto significa que la primera idea de nacin que aparece en la historiade Espaa no hace referencia a lo que hoy conocemos como la nuestra, sino a unespacio mucho ms amplio que abarcaba toda la monarqua imperial. Todava en1821 los diputados americanos trataban de salvar aquel espacio como una suerte

    de commonwealthhispana con cabeza en la persona de Fernando VII. Pero no fuesolo en Cdiz que se trat de imaginar de nuevo el Atlntico hispano. En Bogot,Quito y Santiago de Chile surgieron entre 1811 y 1812 similares proyectos. EnCaracas y en el Congreso de Chilpancingo en Mxico se ensay la independenciacomo va de solucin de la crisis espaola. En Buenos Aires, sin que hubiese unadeclaracin formal de independencia no la hubo hasta 1816, se actu de hecho demanera independiente. La experiencia de Cdiz se revel trascendental para probarla viabilidad de la autonoma en un imperio transformado en nacin hasta ms alldel Trienio Liberal, pues sigui vigente en el Mxico independiente y en gran partevertida en su constitucin de 1824.

    Todo ello nos dibuja un panorama, con arranque en 1810, de una riquezapoltica y constitucional que no tiene parangn en otras experiencias revolucio-narias atlnticas. En el mundo britnico, el Parlamento expresamente rechaz laposibilidad de una experiencia similar al negar representacin a los colonos de Nor-teamrica espoleando con ello su revolucin. En Francia, aunque se contempl laposibilidad de una participacin de las colonias en la revolucin, finalmente se optpor excluirlas en la primera constitucin de 1791, con lo que se abri la posibilidad

    de una revolucin propia en las colonias, como sucedi en Hait.Estas cuestiones son las que precisamente se acometen en esta obra que, comofruto de las ponencias y debates surgidos en el congreso promovido por la CtedraJuana de Vega de la USC, se inicia con uno de los mejores especialistas que hayanpodido abordar, en su larga trayectoria profesional, ste y otros muchos asuntosrelacionados con la historia contempornea de Amrica Latina. Maestro, directa oindirectamente, de varias generaciones de historiadores, el profesor de la BerkeleyUniversity, Tulio Halperin Donghi (Don Tulio en los das de A Corua), abre elvolumen con una contribucin tituladaEl momento de 1810, en la que con la brillantez

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    que caracteriza sus escritos, explora las razones por las cuales los acontecimientosde ese ao lograron marcar un antes y un despus como inicio de un proceso re-volucionario que involucrara a todo el conjunto continental. Seguidamente, BrianHamnett (University of Essex) en su texto La quiebra del gobierno metropolitano y lacrisis del rgimen imperial, 1805-1810demuestra que la Monarqua Hispana estaba yaen proceso de desmoronamiento antes de la crisis dinstica de 1808 y del estallido delas revoluciones hispanoamericanas de 1810 y cmo la independencia fue la conse-cuencia de su disolucin en lugar de la causa. Pero el anlisis de la crisis de los imperiosatlnticos sera incompleto si no contsemos con el caso portugus. En este sentido,Joo Paulo G. Pimenta (Universidad de So Paulo) plantea la insercin del Brasilen la coyuntura revolucionaria ibrica y americana de las dcadas de 1810 y 1820 a

    travs de una perspectiva original tradicionalmente poco abordada: las influencias delos movimientos polticos de la Amrica espaola en los territorios luso-americanos.As, en esaIncmoda vecindad: el Brasil y sus fronteras en el contexto revolucionario his-

    panoamericanoanaliza los efectos de las relaciones establecidas entre portugueses yespaoles americanos en regiones de frontera.

    La contribucin de Alfredo vila (Universidad Nacional Autnoma de M-xico) inaugura un conjunto de textos dedicados a las diversas formas de autonomae independencia. En el suyo, titulado Autonoma o independencia? Construccioneshistoriogrficas, vila analiza los diversos trminos empleados por la historiografapara explicar el proceso de disolucin de la monarqua espaola de comienzos delsiglo XIX y el posterior surgimiento de estados en Amrica destacando cmo seelaboraron esas construcciones y cules fueron sus alcances y sus lmites. Centrn-dose en un caso concreto, Beatriz Rojas (Instituto Mora. Mxico) en su texto sobre

    El gobierno de los pueblos frente a la Constitucin de 1812, aborda las circunstanciasparticulares de los pueblos que constituan la Nueva Espaa y la repercusin quesobre ellos tuvieron la ausencia del rey y los nuevos preceptos relacionados con elgobierno de los pueblos contenidos en la constitucin de la monarqua espaola

    redactada en Cdiz y en las leyes reglamentarias. Por su parte, Jos Mara PortilloValds (Universidad del Pas Vasco) enIdentidad poltica y territorio entre monarqua,imperio y nacin: foralidad tlaxcalteca y crisis de la monarquaanaliza una forma deterritorialidad tan propia de la monarqua hispana como la foral. Una aportacin sinduda novedosa que permite comprobar que esta forma de constituir territorios y deincorporarlos a la monarqua a travs de su vinculacin directa con la corona tuvo suparticular versin americana plasmada en el caso de la provincia india de Tlaxcalaen el trnsito entre monarqua y nacin. El panorama mexicano se completa con laaportacin de Rafael Rojas, que en su texto El debate de la independencia. Opinin

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    pblica y guerra civil en Mxico (1808-1830), recorre ese perodo cronolgico a travsde la utilizacin de fuentes periodsticas en un planteamiento nuevo y original.

    Otro caso monogrfico diferente es el analizado por Ins Quintero Mon-tiel (Universidad Central de Venezuela) quien, bajo el epgrafe Juntismo, fidelidad

    y autonomismo (Caracas y Maracaibo: 1808-1814), expone el sentido, contenido ypermanencia de las demandas autonomistas, con todas sus variables, tanto en lasprovincias venezolanas que se declararon independientes de Espaa como en aque-llas que se mantuvieron leales a la monarqua con el fin de conocer los alcancesy contradicciones que suscitaron dichas aspiraciones autonomistas en el procesoinicial de construccin de la nacin. Por otro lado, Mara Teresa Caldern (Univer-sidad Externado de Colombia) en su texto titulado 1825- 1832, Crisis y disolucin

    de la unin colombiana seala algunas de las tensiones que se vivieron en el territoriocolombiano donde, tras el fin de las guerras, se inici una etapa de enorme inesta-bilidad que plante importantes desafos en la bsqueda de un orden por diferentesvas que, sin embargo, cristalizaron en la desmembracin territorial.

    EnEl insomnio de Bolvar. Definicin y tipologa de las Independencias latinoame-ricanas, 1780-1903, Hctor Prez Brignoli (Universidad de Costa Rica) propone unatipologa comparativa para esclarecer el significado histrico de las independenciaslatinoamericanas y las dificultades de definicin y de interpretacin inherentes a estosprocesos. As, desde una perspectiva global, adems de las independencias tpicas delperodo 1810-1825, caracterizadas por el liderazgo criollo, el propsito anticolonial yla guerra heroica, Prez Brignoli considera casos atpicos como los de Centroamricao Paraguay y los ms tardos de Cuba y Panam.

    Desde otro punto de vista diferente a los anteriores, Pedro Prez Herrero(Universidad de Alcal de Henares) reflexiona acerca de la interrelacin de lasarquitecturas fiscales diseadas en los nuevos estados nacin con sus respectivas es-tructuras de poder existentes en el espacio atlntico. En su texto Fiscalidad y Estadoen el espacio atlntico (1787-1830): Tres casos de anlisisdisecciona, de forma compa-

    rada, las constituciones aprobadas en los distintos pases en el periodo indicado laadopcin de los principios tericos liberales en cada uno de ellos.El asunto de la participacin popular en sus diferentes formulaciones es

    acometido por Jean Meyer (CIDE, Mxico) para el caso mexicano y por VctorPeralta (Instituto de Historia CCHS-CSIC) para el Per. As, el texto del primero,Participacin popular en el levantamiento de 1810 en la Nueva Espaa, vuelve sobreel controvertido levantamiento del cura Miguel Hidalgo destacando su doble basesocial, popular y elitista, su naturaleza multiclasista, multitnica y multiculturalque ha permitido diferentes abordajes historiogrficos que no son necesariamente

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    contradictorios. Peralta, por su parte, analiza la intervencin de la poblacin ind-gena en las dos rebeliones polticas ms importantes que estallaron en el Per quegobernaba el virrey Abascal durante la poca de las Cortes de Cdiz. Bajo el ttuloLa participacin popular en las juntas de gobierno peruanas de Hunuco (1812) y Cuzco(1814)expone las causas de la precariedad y ruptura de la alianza entablada entre lossectores criollos e indgenas para enfrentar a las autoridades peninsulares incidiendoen los objetivos localistas de las demandas de los primeros y su vinculacin con losplanes maximalistas de los segundos.

    Otro bloque temtico lo constituyen cinco contribuciones que desde diferentespticas abordan el mbito caribeo, tanto el afectado por el proceso revolucionariocomo aquel que no se involucr en el mismo pero que no por ello permaneci al

    margen. As, el texto de Franklin W. Knight (Johns Hopkins University), Hait enlas revoluciones americanas, examina la experiencia pionera de Hait desde sus inicioshasta la definitiva declaracin de independencia en1804, subrayando su carcterdistintivo y sus impactos posteriores. El Caribe hispano durante la independencia de

    Amrica Latina (1790-1830): el caso cubanoda ttulo a la aportacin de Sergio GuerraVilaboy (Universidad de La Habana) quien explica como la Mayor de las Antillasno fue ajena al proceso de liberacin continental tal como lo prueban los planes yconspiraciones fraguados en esos aos, aun cuando no llegase a estallar una contiendaarmada independentista. Por su parte, Frank Moya Pons (Academia Dominicana dela Historia) plantea lasInfluencias constitucionales en las luchas por la independencia deSanto Domingoa travs del anlisis comparado de los primeros textos constitucio-nales, estadounidense, haitiano y dominicano, al tiempo que examina el contextopoltico de las luchas que desembocaron en la anexin de Santo Domingo a Espaay su conversin en provincia espaola, como lo eran entonces Cuba y Puerto Rico.Como cierre a este apartado caribeo, Digna Castaeda Fuertes (Universidad deLa Habana) penetra en un aspecto poco investigado como es el del Gnero y razaen la experiencia de la crisis en el Caribea travs de ejemplos de diversas actividades

    realizadas por los sectores sociales subalternos, de origen africano, que otorgaronun carcter peculiar a la crisis del sistema colonial en el rea. La triloga: color, razay subyugacin, que afectaba tanto esclavos como libertos de ambos sexos explica,que de la solucin que se diese a este problema en todas las colonias dependera laduracin de la crisis en el rea caribea.

    A los anteriores se unen una serie de textos que por su especificidad temticasituamos al final de esta obra. El de Antonio Annino (Universit degli Studi di Fi-renze), tituladoAcerca de lo imperial en perspectiva comparada,discute el concepto deimperio y sus posteriores reinterpretaciones, estableciendo comparaciones analticas

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    sumamente sugerentes, con especial referencia al imperio hispnico y su quiebre.Sus reflexiones van seguidas de las de Juan Paz y Mio (Universidad Catlica deQuito), en 2010 Secretario de la Comisin Bicentenario de Ecuador, quien en sucontribucinEl bicentenario del inicio de los procesos de independencia en Amrica Lati-na enfoca los principales aspectos que han conducido a la decisin de los gobiernoslatinoamericanos actuales a celebrar los Bicentenarios. Y de celebraciones trata tam-bin la aportacin de Pilar Cagiao Vila (Universidade de Santiago de Compostela)quien enMiradas espaolas a las celebraciones de los centenarios de la independencia: aslo cont la prensavuelve sobre las primeras conmemoraciones centenarias de los aos1910 y 1911 y lo que de ellas transmitieron los medios peninsulares, tanto los detirada general, como los de las instituciones americanistas existentes por entonces.

    Finalmente, la contribucin de Xos Ramn Barreiro Fernndez (Universidade deSantiago de Compostela) cierra la presente obra, tal y como en su da clausur lassesiones del congreso con una brillante intervencin. Como no poda ser de otromodo, el entonces Director de la Ctedra Juana de Vega y Presidente de la RealAcademia Galega, pone en valor el aporte de Galicia al proceso histrico americanocon especial referencia a La colonia gallega en la revolucin argentina (1810).

    Resta solo, por nuestra parte, como coordinadores, agradecer a todos y cada unode los autores sus textos repletos de conocimiento y excelente nivel acadmico. A laCtedra Juana de Vega, particularmente a Xos Ramn Barreiro y Mara Jess Baz,entonces sus responsables, a Justo Beramendi, su director actual, y a la Fundacin denombre homnimo, la confianza depositada en nosotros. Tampoco olvidamos quetambin somos deudores del buen hacer de Araceli Freire Daz, Alba Daz Geada,Alfonso Iglesias Amorn, Patricia Calvo Gonzlez y Lisandro Can Voirin tantopara la buena marcha del CongresoEntre Imperio y Naciones: Iberoamrica y el Caribeen torno a 1810, como para la edicin de este libro.

    Los coordinadores

    P C VJ M P V

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    EL MOMENTO DE 1810

    T H DUniversidad de California, Berkeley

    Q cumpliendo con el muy grato deber de agradecer a quienes handecidido honrarme con la invitacin a ofrecer la conferencia inaugural del Congreso

    Entre Imperio y naciones: Hispanoamrica y el Caribe en torno a 1810, tras habermeinvitado a hacerlo en el ao de 2008 en el consagrado a La guerra de Independencia

    y el primer liberalismo en Espaa y Amrica, que me dio oportunidad de presentarmis puntos de vista sobre el curso seguido por la crisis a la que no iba a sobreviviresa monarqua catlica sobre cuyos dominios no se pona el sol, desde un punto departida que me atrev a ubicar en 1796 hasta uno de llegada que en las tierras con-tinentales de Hispanoamrica todos ubicamos, como es sabido, en 1825. Lo que mepropongo esta vez es intentar explorar las razones por las cuales los acontecimientosde 1810 lograron marcar un antes y un despus en el tortuoso avance de esa crisis detreinta aos, como no lo haban logrado los an ms dramticos de dos aos antes.

    En 1808, en efecto, quienes administraban las Indias en el marco de la mo-narqua catlica respondieron a los episodios de Aranjuez y Bayona con las mismasmanifestaciones de sumisa lealtad que en el siglo anterior haba suscitado en ultra-mar esa otra guerra de sucesin que se extendi desde 1700 hasta 1713, ahora comoentonces sin suscitar protesta ni disidencia alguna entre sus gobernados, pese a queel contexto y las circunstancias en que se haba desencadenado esa nueva crisis di-nstica no hubieran podido estar ms alejados de los de entonces. Al abrirse el sigloXVIII, en una guerra que todava se libraba casi exclusivamente en Europa, disputa-ban la herencia de Carlos II dos pretendientes que alegaban su mejor derecho en un

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    marco jurdico e ideolgico tenido igualmente por vlido por ambos; haba sido porlo tanto suficiente que las autoridades metropolitanas a la que estaban subordinadosquienes administraban las Indias en nombre del rey Catlico lo hicieran en el delcandidato francs a ocupar el trono para que en su nombre se gobernaran las Indias,pero era a la vez valor entendido que quien lo ocupara finalmente lo decidira lapaz que iba a cerrar esa guerra, y que, cualquiera que fuese esa decisin, la vida de lamonarqua retornara al cauce normal abandonado en 1700 (aunque desde luego laspolticas adoptadas desde su cumbre dependeran en aspectos esenciales de quinfuese el candidato ganador en esa puja). En 1809 y ms explcitamente an en1810, en cambio, la autoridad que requera la obediencia de los administradoresimperiales y a travs de ellos la de sus sbditos ultramarinos, a la vez que proclamaba

    su decisin de encabezar y dirigir la lucha de los espaoles por la restauracin de lamonarqua catlica en la persona de su nico titular legtimo, se presentaba como elprimer fruto de una revolucin a la que invitaba a sumarse a todos los sbditos delrey Catlico que poblaban sus posesiones desperdigadas sobre tres continentes, enlos que esa revolucin reconoca por primera vez a otros tantos integrantes de plenoderecho de una nacin que las abarcaba a todas por igual.

    Pero no slo por esta razn el requerimiento de obediencia por parte de un r-gimen que, surgido del acuerdo entre los dirigentes de un abanico de insurreccionespopulares brotadas en distintas regiones de la Pennsula, no hubiera podido invocarcomo suya otra legitimidad que la derivada de una iniciativa revolucionaria tenamuy poco en comn con el de un convencional juramento de lealtad a determinadoaspirante a ocupar el trono de Recaredo. El llamado a introducir cambios radicalesen el ordenamiento institucional de la monarqua catlica vena a reconocer, im-plcita pero inequvocamente, que la usurpacin de ese trono por un integrante dela dinasta de Bonaparte significaba algo ms que la bancarrota final de la polticaadoptada por la monarqua catlica a partir de 1796, cuando la abrumadora derrotaque le infligieron los ejrcitos de la Francia revolucionaria le obligaron a entrar en

    una alianza con sus vencedores, puesto que por primera vez haca aparecer proble-mtica la supervivencia misma de esa monarqua.Contribua a autorizar todas las dudas en este punto que esa usurpacin, lejos

    de ser un inesperado accidente en el camino, significaba el ltimo paso en la plenaincorporacin de la monarqua espaola al nuevo orden que Napolen estaba yacercano a imponer en la Europa continental, y que haba venido avanzando conritmo cada vez ms vertiginoso desde que esa monarqua, tras la breve tregua quesignific la paz de Amiens se vio forzada en 1805 a retornar a la alianza francesa aldescubrir que su neutralidad no disuadira a la Royal Navy de cerrar a sus navos la

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    El momento de 1810TULIOHALPERINDONGHI

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    ruta del Atlntico, por la que desde haca ya tres siglos el tesoro americano la venaproveyendo de una parte esencial de sus recursos, pero en ese mismo ao el desastrede Trafalgar se aproxim a cerrar toda comunicacin entre las tierras espaolas deambas orillas de ese ocano. Ya en 1806 los dilemas que el dominio incontrastado delos mares que acababa de conquistar la Royal Navy, sumado al predominio apenasmenos contrastado que la Francia revolucionaria estaba conquistando en Europacontinental planteaba por igual a los dos imperios ibricos se iban a revelar insolu-bles. En efecto apenas Napolen, renunciando a la proyectada invasin de Inglaterra,imagin reemplazarla con un bloqueo que, al aislarla de sus principales mercados,le impondra costos econmicos que la obligaran a confesarse derrotada, y decidicon ese fin someter al entero continente a su dominio directo, el prncipe regente de

    Portugal, al descubrir que la neutralidad, a la que se haba aferrado para retener a lavez su base metropolitana y su imperio ultramarino, no estaba ya a su alcance, traslargas vacilaciones opt en 1807 por retener el segundo encabezando un gigantescoconvoy que en navos pertenecientes en su mayora a la Royal Navy condujo a laentera cpula administrativa y militar del imperio portugus a su nueva sede de Rode Janeiro. Por un instante pareci posible que la monarqua catlica repitiera esaopcin fijando por su parte su sede en la ciudad de Mxico, y aunque el proyecto nohaba madurado an cuando vino a frustrarlo por anticipado el motn de Aranjuez,la coyuntura que lo haba inspirado conservaba plena vigencia en 1809, cuando laJunta Suprema que en Espaa encabezaba la resistencia contra la invasin francesaconvoc a los dominios ultramarinos de esa monarqua a participar en las Cortesgenerales que deban integrarlos con su metrpoli en un plano de perfecta igualdad.

    Sin duda el recurso al que acudi la Junta era menos prometedor de xito queel que haba estado al alcance del monarca portugus; mientras tal como seal lahistoriadora brasilea Emilia Viotti da Costa su hgira a Ro de Janeiro tuvo comoconsecuencia para el Brasil: la internalizacin de la metrpoli que antes la habagobernado a distancia, los dirigentes de la Espaa resistente se vean obligados a

    enfrentar el compromiso harto ms arduo de seguir gobernando a las Indias desde lamisma distancia de siempre mientras libraban una lucha desesperada por retener elcontrol de una porcin cada vez ms exigua de su territorio, y sin duda esa diferenciaen el punto de partida del proceso que en la Amrica espaola y la portuguesa llevdel marco imperial al republicano pes decisivamente para que en esta ltima eseproceso avanzara a un ritmo ms lento y menos convulsivo hasta culminar ms demedio siglo ms tarde que en la Hispanoamrica continental.

    Mientras la Espaa resistente pudo mantener bajo su control una consisten-te base metropolitana desde la cual continuar la lucha, ahora en alianza an ms

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    desigual con Gran Bretaa, quienes desde esa base demandaban la obediencia de unaparato fiscal, militar y administrativo ultramarino del que hasta la vspera se habanencontrado cada vez ms aislados podan contar en su favor no slo con el quedesde tiempo inmemorial haba sido un reflejo automtico de parte de funcionariosacostumbrados, si no a una meticulosa obediencia, s a evitar desafos abiertos frentea quienes tenan derecho a exigrsela, sino tambin con que en el nuevo marcoexterno en que a esos funcionarios ultramarinos les tocaba ahora desempearse leshubiera sido imposible ignorar los lmites que fijaba a su libertad de decisiones laposicin dominante que en ste haba ganado la Gran Bretaa, que hubiera halladointolerable cualquier reaccin menos positiva al llamado de la faccin que en laPennsula defenda su misma causa.

    Conviene subrayar este rasgo profundamente novedoso del marco en que sedieron las reacciones ultramarinas a la revolucin institucional proclamada desde laPennsula no slo porque ese radical cambio en las circunstancias externas era pu-dorosamente dejado de lado en los debates en torno a los dilemas que esa revolucinplanteaba a los dominios ultramarinos de la monarqua, sino ms an porque enl afloraban por primera vez ntidamente los rasgos de un nuevo orden atlnticosurgido de la ya irreversible victoria de la potencia que por tres siglos haba sido laenemiga inconciliable de la monarqua catlica.

    Pero haba algo an ms importante que diferenciaba el contexto de 1808del de 1700, y era ste que en el ms tardo era una monarqua ya mortalmentedebilitada la que se vea forzada a jugar la apuesta suprema en una lucha por susupervivencia cuando un resultado favorable estaba lejos de estar asegurado paraella, y eso lo saban perfectamente tanto quienes desde el sobreviviente mun dela metrpoli solicitaban la obediencia de los territorios ultramarinos cuanto quienesdesde ultramar se la otorgaban sin limitarla por ninguna reserva explcita. Puestoque lo saban, los interlocutores en ese dilogo mantenido en el lenguaje de siempreajustaban cada vez ms sus perspectivas a una situacin de hecho que era cada vez

    ms la propia de un ya muy avanzado ocaso imperial, en que la lnea de clivaje paralos conflictos que se avecinaban en sus dominios ultramarinos comenzaba a ser laque separaba a quienes slo hubieran podido retener su privilegiado lugar en ellosen el marco del lazo colonial y los que podan en cambio contar con un futuro enesos dominios luego de un cada vez menos improbable derrumbe definitivo de la yamaltrecha maquinaria imperial.

    No fue necesario que la prdida de Andaluca confinara a la Espaa resistenteal mnimo reducto ofrecido por Cdiz y su baha, protegido por los caones de laRoyal Navy de los ejrcitos franceses que lo tenan sometido a un muy estrecho

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    sitio, para que se dieran los primeros escarceos de un conflicto que no cesara yahasta 1825. En ellos los contendientes recurran por igual al ejemplo ofrecido porla resistencia peninsular, ya para recusar la autoridad de la Regencia establecidaen Cdiz ya para proclamar su libre adhesin a la innovadora propuesta surgidade ella, mientras proclamaban tambin por igual su total fidelidad a la monarquacatlica. Pero, puesto que lo que por primera vez estaba en juego era la supervivenciamisma de esa monarqua, y aunque quiz no todos esos contendientes advertanque as estaban las cosas, s lo tenan claro quienes controlaban las magistraturas ycorporaciones a las que haba encomendado el gobierno de las Indias, la eclosin deesos choques precursores de los que seguiran al colapso de la resistencia al invasorfrancs en la Pennsula haba tornado sbitamente obsoleto un inveterado arte de

    gobierno en que administradores y administrados haban preferido por tres siglosmantener encubiertas rivalidades y tensiones, escondiendo unas y otras bajo el man-to de un dilogo en que los interlocutores usaban el lenguaje propio por una parte deun soberano omnipotente y por otra de sbditos de lealtad acrisolada.

    Ese arte, que haba logrado mantener en las Indias un orden aproximativopero suficiente para obtener de ellas el flujo de metlico que era pieza esencial en lasfinanzas de la monarqua catlica, sin necesitar recurrir para ello al macizo aparatomilitar cuya ausencia en esas tierras ganadas por conquista y an pobladas mayorita-riamente por descendientes de los pueblos conquistados nunca dejaba de sorprender

    a observadores forneos, haba realizado la hazaa de sobrevivir an al gigantescoy finalmente indisimulable desafo que haba significado la gran rebelin andina de1779-83; luego de una lucha en que perecieron ms de cien mil integrantes de laetnia rebelde y ms de diez mil de las dominantes, una vez coronada la victoria destas por la aparatosa ejecucin pblica de los mayores caudillos rebeldes, se vio re-surgir la preocupacin por cerrar con el menor escndalo y dao posible esa solucinde continuidad en el funcionamiento normal de la vasta maquinaria imperial; as, enhomenaje al primer objetivo el criollo obispo del Cuzco, que haba apoyado (y segnalgunos incitado) las protestas del jefe rebelde Jos Gabriel Condorcanqui, cacique

    de Tinta, hasta la vspera misma de que su metamorfosis en Tupac Amaru II lopusiera en guerra abierta con su soberano, conoci un dorado exilio como obispo deGranada, que lo apart tan eficazmente del escenario andino como poda haberlohecho una condena judicial, y en atencin al segundo los combatientes indgenassobrevivientes de esas memorables matanzas, sancionados con penas de destierro, lohaban sido a lugares suficientemente cercanos para que pudieran contribuir eficaz-mente a la rehabilitacin econmica de esa devastada comarca.

    Puesto que era la supervivencia misma de la autoridad de la monarqua cat-lica sobre las Indias lo que estaba a punto de decidirse, quienes las administraban

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    en nombre de su soberano no podan seguir recurriendo al dilogo de recprocosdisimulos que haba sido funcional cuando todos los interlocutores crean saberque su futuro iba a estar tan encuadrado como su presente en el marco de esa mo-narqua. Una vez disipada esa seguridad, los delegados del poder imperial saban yaque hubiera sido vano cualquier intento de seguir controlando desde lo alto, en unconstantemente recomenzado ejercicio de arbitraje, a una sociedad en permanentey catico conflicto consigo misma, que en slo aparente paradoja la haca ms fcil-mente gobernable mientras los rbitros supieran mantener un tolerable equilibrioentre los sectores que en ella se enfrentaban. Ahora si no esa entera sociedad s porlo menos su cumbre se haba polarizado como nunca en el pasado en dos bloquesque se aprestaban a enzarzarse en un conflicto en que la supervivencia misma de ese

    lazo iba a depender de que quienes la gobernaban en nombre del monarca catlicoejercieran sistemticamente ese arbitraje a favor del sector que les era adicto hastareducir a la impotencia al que les era hostil. Consecuencia de ello fue que quienes,invocando el ejemplo de las juntas que en la Pennsula capitaneaban los variadosfocos regionales de la lucha contra la invasin francesa intentaron crear tambinellos juntas de gobierno que en nombre del rey cautivo aspiraban a reemplazar a esosgobernantes, pronto iban a descubrir que en esa aventura haban arriesgado muchoms que el obispo Moscoso; mientras en el reino de Quito los complicados en unainiciativa que el virrey del vecino Per juzg un acto de rebelda fueron primeroencarcelados a la espera del juicio y finalmente masacrados en respuesta a una fra-casada tentativa de rescatarlos, en el Alto Per los jefes del motn que apoy desdeLa Paz la tentativa de instalar una Junta que arrebatara el gobierno y administracinde la entera comarca al virrey del Ro de la Plata terminaron sus vidas en la horca.

    La lucha que as comenzaba, se ha recordado ms arriba, termino en 1825-6con la eliminacin de la presencia militar espaola en la Hispanoamrica conti-nental, pero esa lucha no agota el tema que hoy nos convoca, que es el mucho mscomplejo del surgimiento de un puado de naciones en el espacio dejado vacante

    en Hispanoamrica continental por el derrumbe de la monarqua catlica, en unproceso que estaba tan lejos de haberse completado en 1825 que para algunas deesas futuras naciones podra decirse ms bien que slo comenzaba en esa fecha.Ya lo haba sealado Bolvar, cuando compar con desventaja las consecuencias deese derrumbe para Hispanoamrica con la que tuvo para Europa el del imperioromano, que segn crea saber haba dado paso al resurgimiento de las nacionesque haban sido aplastadas por las conquistas de Roma. En la mayor parte de laHispanoamrica continental llevara dcadas definir tan slo el perfil geogrfico delos estados sucesores que en la segunda mitad del siglo XIX intentaran organizarse

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    sobre el modelo del estado nacional que luego del parntesis abierto en 1814-15por la Restauracin haba retomado su avance tambin en el Viejo Mundo. Fueentonces cuando, definido ya el territorio que cada uno de esos estados controlaba,stos iban a encarar la tarea de hacer de ese territorio la sede de una comunidadnacional (y tambin en este punto el proceso hispanoamericano no se apartabademasiado del europeo; fue cuando culmin la metamorfosis del reino de Cerdeaen un reino de Italia que haba logrado ya reunir en su patrimonio territorial a casitoda la Pennsula cuando la consigna de Massimo DAzeglio Italia est ya hecha;ahora falta hacer a los italianos fij para ese reino recin nacido el objetivo que porentonces estaban tambin haciendo suyo las nuevas repblicas hispanoamericanas).

    Pero los problemas que stas afrontaban al encarar esa tarea eran mucho ms

    arduos que los que se planteaban para esa Italia que si hasta la vspera haba sidoquiz, como quera Metternich, slo una expresin geogrfica, por lo menos lo venasiendo desde haca siglos. En cambio, entre las repblicas surgidas de las ruinas delimperio espaol en la Amrica continental son minora las que vinieron a dar unanueva frmula poltica para una comunidad ya perfilada como tal en el marco de lamonarqua catlica; en rigor slo en Mxico, Chile y Paraguay se dio plenamente esacontinuidad entre pasado imperial y presente republicano. En parte se deba ello a lagravitacin que haba ejercido el mismo marco imperial, claramente reflejada en lostrminos en que vino a plantearse en 1810 el dilema creado cuando el colapso de lametrpoli alcanz un extremo que hizo dudar de que el vnculo entre sta y ultramarpudiera ser ya restablecido: en ese momento definitorio tanto desde el bando que ibapronto a ser conocido como realista como en el que pronto se definira como patriotafue valor entendido que la autoridad que deba llenar el vaco creado por ese colapsodeba ejercer su jurisdiccin sobre la entera Amrica espaola. El camino que debaseguirse para ello lo haba trazado en un memorial dirigido al virrey Cisneros desdeChuquisaca el doctor Jos Vicente Caete, un nativo de Asuncin del Paraguay queserva como asesor de la Audiencia all establecida, en que propona que al asumir

    de consuno esa tarea los cuatro virreyes de Indias complementaran la fantasmagricalegitimidad que a esa altura de los hechos poda ofrecer la invocacin de la autoridaddel rey cautivo con la derivada del voto de las cortes representativas que los reinos deIndias, a diferencia de los metropolitanos, no haban conocido nunca en el pasado,pero que era preciso convocar ahora. El memorial slo llegara a destino el 26 demayo, cuando su destinatario haba sido ya depuesto, pero ya el 18 de ese mes, en unaproclama destinada a informar a los porteos acerca de la prdida de Andaluca, el to-dava virrey del Ro de la Plata anticipaba una solucin coincidente en lo esencial conla de Caete: su punto de partida deba ser un acuerdo de todas las representaciones

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    de esta Capital, a la que posteriormente se renan las de sus provincias dependientes,entretanto que de acuerdo con los dems virreinatos se establece una representacinde la soberana del Sr. D. Fernando VII. Y slo unos meses despus, el doctor Maria-no Moreno, secretario de la Junta revolucionaria que haba reemplazado a Cisnerosen el gobierno del virreinato y cabeza de la faccin ms radical dentro de ese cuerpo,al referirse al Congreso que a su juicio podran convocar las juntas que, como enBuenos Aires, estaban reemplazando a los magistrados de designacin metropolitanapara dictar las nuevas normas que deban guiar al gobierno de las Indias, no tenaduda tampoco de que stas deban regir por igual en todo su territorio.

    Pero apenas en respuesta al colapso de la metrpoli la vieja rivalidad entrequienes convivan en la cumbre de la sociedad hispanoamericana los enfrent en los

    campos de batalla, se abri el camino para un conflicto que si no se hallaba modo decerrar rpida y satisfactoriamente amenazaba arrastrar a los mltiples sujetos colec-tivos que tenan sobrados motivos para sentirse insatisfechos de los lugares menoseminentes que la monarqua catlica les haba reservado en esa sociedad rgidamentejerrquica, hasta desencadenar en las Indias una devastadora guerra de todos contratodos. Quienes a partir de 1808 las administraban como delegados de una metrpoliagonizante advirtieron de inmediato el peligro de esa deriva; si en La Paz prodigaronlas ejecuciones que ahorraron a Chuquisaca no dej de influir en ello que lo que enla capital judicial del Alto Per haba sido el desenlace de una querella circunscriptaa quienes ocupaban las ms altas magistraturas encontr su eco paceo en un movi-miento que convoc un importante squito plebeyo y mestizo, revelando hasta qupunto ese peligro estaba ya presente. Pero apenas en respuesta al derrumbe de la re-sistencia en Andaluca comenzaron a estallar en Hispanoamrica los primeros focosde un conflicto guerrero que estaba destinado a arrastrarse por quince aos, esos mis-mos administradores, al descubrirse sbitamente jefes de una faccin enzarzada endesesperada lucha con su rival fueron los primeros en ver una oportunidad en lo queantes haban reconocido como una amenaza, y se esforzaron antes que los dirigentes

    de la faccin opuesta por movilizar en su favor a los mismos que hasta la vsperahaban buscado tambin desesperadamente mantener al margen de la querella, conlo que hicieron inevitable que la guerra de todos contra todos marcase en efecto elcamino que iba a tomar Hispanoamrica en su trnsito de la unidad en el marco de lamonarqua catlica a la fragmentacin en un puado de estados sucesores decididosa volcar su organizacin poltica en el exigente molde del estado-nacin.

    Se entiende entonces por qu sera vano intentar responder a la pregun-ta aqu planteada a saber, de qu modo los acontecimientos que hicieron delmomento de 1810 un decisivo punto de inflexin en el avance de la crisis final

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    de la monarqua catlica lograron marcar con su signo a la muy distinta Hispa-noamrica que, tras emerger de esa crisis, buscaba realizarse en el nuevo marco delestado nacional explorando el curso tortuoso de ese avance en busca de la huellaque en l haban dejado grabada esos acontecimientos; luego de que las de otrosno menos decisivos puntos de inflexin que en 1813, 1815 y 1820 reorientaron elcurso de ese inmenso conflicto se confundieron con ella hasta un punto que haceimposible discernirla con alguna precisin.

    Me pareci por lo tanto preferible volver la atencin sucesivamente a las dosinnovaciones aportadas por los acontecimientos de 1810, que a partir de ese momen-to trasformaron de modo perdurable los rasgos bsicos que haban definido hastaentonces la experiencia histrica hispanoamericana, a las que se ha aludido ya muy

    brevemente ms arriba. Una de ellas fue la que a travs del rpido deslizamiento delconflicto en la cumbre a la guerra de todos contra todos pobl sbitamente a la so-ciedad hispanoamericana de una multiplicidad de sujetos colectivos que no actuabanya tan slo de modo reactivo frente a las decisiones de un soberano tericamenteomnipotente pero del todo consciente de los lmites de su poder, sino que disputabansupremacas en la palestra guerrera como sujetos plenamente autnomos; en otraspalabras, que fue en los campos de batalla de esa guerra de todos contra todos dondeHispanoamrica incorpor a su experiencia de vida en sociedad una dimensin pro-piamente poltica que ya no iba a desaparecer en el futuro; la otra afecta el nexo deHispanoamrica con el mundo externo, y en cuanto a ella la reunin en ese ao delas Cortes que buscaron volcar en un nuevo molde a las instituciones de la monarquacatlica en un Cdiz defendido por los caones de la Royal Navy relegaba irrevoca-blemente el pasado los tres siglos en que esa monarqua haba buscado tenazmentedefender de rivales cada vez ms temibles los nexos martimos entre sus posesionesdiseminadas sobre tres continentes, e ingresaba en una nueva etapa histrica bajo lagida del ms tenaz de sus pasados adversarios, cercano ya a imponer sobre mares ytierras ultramarinas lapax britannica, destinada a gravitar por ms de un siglo sobre

    la experiencia histrica de esa nueva Hispanoamrica de las naciones.Lo que tratar de mostrar aqu, entonces, es que esas innovaciones que ibana dominar el contexto local y el externo en la etapa en que los estados sucesoresde la monarqua catlica buscaron organizarse como estados nacionales ya habancomenzado a hacerlo desde el momento mismo en que, en torno a 1810, habanirrumpido en el escenario hispanoamericano, e intentar mostrarlo a partir de dosejemplos, en uno de los cuales el factor decisivo de las trasformaciones desencadena-das hacia 1810 fue la violenta entrada en escena como actores independientes de lossujetos colectivos que haban convivido hasta la vspera bajo la tutela del monarca

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    catlico, mientras en el otro fueron las peripecias particularmente intrincadas a tra-vs de las cuales se consum en esa seccin hispanoamericana la modificacin en elnexo externo las que gravitaron con peso decisivo.

    En cuando a la primera de esas alternativas se impone por s mismo el ejemploque ofrece el virreinato de la Nueva Espaa, que en 1810 era en poblacin la mitadde las Indias y cuyo aporte al flujo de metlico ultramarino captado por el fisco y elcomercio metropolitanos exceda cmodamente esa mitad, porque las dimensionesdemogrficas y econmicas de esa seccin hispanoamericana haban hecho posibleque madurara en su territorio un perfil de sociedad ms complejo y diferenciado queen las de la Amrica del Sur espaola, y sta estaba por lo tanto mejor preparadapara avanzar por un rumbo propio en la transicin que se abra para ella como para

    el resto de Hispanoamrica.En 1810 su capital el mayor centro urbano en los dominios de la monarqua

    haba ya deslumbrado a Humboldt con la magnificencia de los palacios desde losque magistraturas y corporaciones la gobernaban y administraban, pero sta tenadigna rplica en ms de un centro secundario, reflejo en sta como en aqullas delas riquezas acumuladas en una etapa de febril expansin econmica que haba per-mitido tambin el surgimiento de ingentes fortunas privadas, atestiguado por otraspresencias monumentales no menos impresionantes tanto en la capital como en losgrandes centros mineros. No ha de sorprender que en la Nueva Espaa la crnicatensin que en toda Hispanoamrica divida internamente a quienes ocupaban lacumbre de sus jerarquas adquiriera modalidades propias porque mientras gracias alreemplazo intergeneracional buena parte de las ya no tan nuevas fortunas terminabanen manos de espaoles americanos, el control del gran comercio tanto externo comointerno segua frreamente dominado por espaoles europeos. Las tensiones entreesos rivales ms ntidamente perfilados que en otras secciones hispanoamericanasrepercutan en conflictos entre sus respectivas fortalezas institucionales que lo eranpara aqullos el Consulado de Comercio, y para stos el Cabildo secular de la ciudad

    de Mxico, mayoritariamente controlado por americanos y aunque esos conflictosnunca haban significado una amenaza seria para la autoridad que la monarqua ca-tlica ejerca sobre la Nueva Espaa, haban ya instalado un dispositivo que entr enaccin en el momento mismo en que los sucesos de 1808 en la metrpoli abrieronsu crisis final, adecundose instantneamente a la nueva lgica poltica propia de laetapa en que dos facciones rivales se preparaban a disputar su herencia.

    Eso hizo posible que la Nueva Espaa comenzara a atravesar en 1808 unaexperiencia que en la Amrica del Sur espaola slo iba abrirse en 1810. En junio deaquel ao, cuando las nuevas de Aranjuez y Bayona llegaron a la ciudad de Mxico,

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    el virrey Iturrigaray, que en poco tiempo haba logrado rodearse de una reputacinan menos envidiable que su legendariamente corrupto predecesor Branciforte,buscando ganar el apoyo del sector americano, recurri ante la situacin creada porla vacancia del trono a la autoridad de la nica magistratura que ejerca una autori-dad nocionalmente delegada por sus gobernados y no por su soberano, que era la delcabildo, y con su anuencia se rehus a someterse a la autoridad de la Junta de Sevilla,todava no reconocida como suprema por las restantes de la Pennsula, que as se lohaba solicitado, segn teman los muchos enemigos que haba logrado crearse entrelos europeos con la intencin de organizar bajo su presidencia una independiente delas surgidas en la metrpoli, que pondra fin a la influencia predominante que la altaburocracia imperial y el alto comercio metropolitano haban ejercido hasta entonces

    sobre la administracin virreinal.Por su parte los grandes almaceneros integrantes del Consulado de Comercio

    haban reaccionado ante esas mismas nuevas costeando la creacin de un cuerpo demilicias reclutado entre sus empleados, el de Voluntarios de Fernando VII, que el25 de setiembre se apoder de la sede virreinal sin encontrar resistencia y envi alvirrey de regreso a la metrpoli, para ser all sometido a juicio. La Audiencia, tanamenazada como el Consulado por los proyectos atribuidos al virrey, se apresura ofrecer cobertura legal al resultado de ese acto de fuerza: tras constatar que stese hallaba incapacitado de ejercer sus funciones, por razones que no crea del casoespecificar, design como su reemplazante interino, de acuerdo con las normas vi-gentes para esos casos, al militar de ms alta graduacin en el virreinato. Era ste elcasi octogenario mariscal Garibay, cuya elevacin al trono virreinal vino a cerrar esabrevsima solucin de continuidad en el funcionamiento normal de las institucionesde la monarqua catlica en la Nueva Espaa.

    Pero desde luego esa continuidad formal no intentaba ocultar que a partir deese momento quienes gobernaban la Nueva Espaa lo hacan en alianza con unade las facciones precozmente perfiladas en esa seccin hispanoamericana frente a

    los dilemas que el derrumbe de la metrpoli planteaba en las Indias, y decididos areducir a la adversaria a la impotencia. Mientras la represin abierta de la faccinenemiga se limit al proceso de tres proponentes del proyecto juntista que se sospe-chaba apoyado por el depuesto virrey, hoy slo memorable debido a que la muerteen oscuras circunstancias de uno de ellos el licenciado Primo de Verdad durantesu cautiverio en el palacio arzobispal dot a la causa de la independencia mexicanade su primer mrtir, desde que en 1809 el virrey Venegas, designado por la juntasevillana para reemplazar a Iturrigaray, acudi de modo sistemtico al ms invete-rado de los recursos del arsenal de la monarqua catlica, trasladando a magistrados,

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    funcionarios y cuerpos militares no del todo confiables a posiciones desde las que nopodran ejercer influjo significativo sobre el desenlace del conflicto cuando llegarael momento decisivo, y el celo que despleg en ello logr que, pese al desconten-to generalizado que el predominio exclusivo ganado por los espaoles europeosprovocaba entre los americanos, esas medidas ms discretas, acompaadas de unavigilancia igualmente discreta pero no menos celosa, redujera el squito de la faccincontra la cual las diriga a algunos grupos de elite provinciana que encontraban cadavez ms difcil mantenerse conectados entre s.

    Tal era la situacin cuando llegaron a la Nueva Espaa las nuevas de la prdidade Andaluca, despertando una nueva esperanza en las raleadas filas de la faccinmarginada, que tena su foco principal en ese centro-norte mexicano que estaba de-

    jando atrs medio siglo de vertiginosa expansin apoyada en el auge minero. All unreducido nmero de espaoles americanos integrantes de la elite regional buscaronreconstruir las redes que les permitiran encabezar un alzamiento contra la faccinque dominaba en la cpula de la administracin virreinal, y cuando descubrieronque haban sido descubiertos decidieron jugarse el todo por el todo lanzndose detodos modos a la aventura, ya que no hacerlo los hubiera entregado inermes a laferoz venganza de aqullos a quienes haban osado desafiar.

    Cuando lo intentaron saban que quienes haban meditado unirse a ellos desdeotros centros de provincia no lo haran ya, y necesitados de suplir de alguna manera

    ese apoyo, decidieron buscarlo fuera de las divididas elites novohispanas, y pusierona cargo de esa tarea al prroco de Dolores, Miguel Hidalgo, un eclesistico ilustra-do que contaba entre los principales participantes en la conspiracin, y cuya laborpastoral le haba ganado vasta popularidad en la comarca, a quien confiaron el papelde jefe de la insurreccin en reemplazo de Ignacio de Allende, un oficial del ejrcitoregio hijo de un rico comerciante criollo del centro minero de Guanajuato. El 16de setiembre de 1810, desde el altozano de su iglesia parroquial, Hidalgo exhorta la grey catlica de la comarca a lanzarse a un combate en que, bajo la advocacinde Nuestra Seora de Guadalupe, habra de dar testimonio de su inquebrantable

    lealtad a la monarqua catlica encarnada en la persona de su cautivo soberano yde su no menos inquebrantable fidelidad a la Iglesia, ambas en peligro debido alos turbios manejos de los malos gobernantes que haban usurpado el poder en laNueva Espaa. El grito de Dolores encontr de inmediato un eco multitudinarioque contrastaba con las reticencias con que la convocatoria de Hidalgo estaba sien-do recibida en las filas de las elites americanas, nacidas stas no slo del razonabletemor a las consecuencias de un demasiado probable fracaso de la intentona, sinocada vez ms de la alarma que poda inspirarles ese sbito despertar de quienesocupaban los niveles ms bajos de esa sociedad jerrquica y abruptamente desigual.

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    Esa alarma iba a encontrar pronto justificativo el 28 de ese mismo setiembre,cuando las muchedumbres movilizadas y capitaneadas por Hidalgo, tras invadir elrecinto urbano de Guanajuato, y poner exitoso sitio a la Alhndiga ubicada en elcentro mismo de la ciudad, masacraron a los funcionarios regios y conspicuos pe-ninsulares que (acompaados por algunos criollos convencidos ya de que su fortunalos hara tambin a ellos blanco de la furia popular) se haban encerrado en esegranero municipal, seguros de que su nica entrada se revelara inexpugnable alempuje de una multitud totalmente bisoa en el arte de la guerra.

    La masacre de la alhndiga de Granaditas, al revelar que la sbita entrada en es-cena de los menos favorecidos por el orden social vigente en la Nueva Espaa amena-zaba por igual no slo los privilegios sino la supervivencia misma de los peninsulares

    y criollos que compartan su cspide, hizo que los defensores del lazo con la metrpolino se vieran forzados a acudir a una peligrosa movilizacin de los descontentos con elorden social vigente en su comarca, como ocurrira pronto en ms de una de la Amri-ca del Sur espaola, ya que la alianza de todos los que para decirlo con una expresinque pronto iba a ser uno de los ms socorridos lugares comunes del lenguaje de lapoltica en el marco de ese orden contaban con algo que perder no slo se asentabasobre bases ms slidas que las de esas coincidencias puramente oportunistas, sinopona en sus manos abundantes recursos materiales y simblicos que les hara msfcil defender su supremaca frente a esa inesperada rebelin de las masas.

    sta sigui avanzando impetuosamente; en su marcha hacia la capital virreinalHidalgo lleg a capitanear a decenas de miles de seguidores, que tras ser fcilmentevencidos por tropas regulares de nimo escasamente marcial y diez veces inferioresen nmero comenzaron una cada vez menos ordenada retirada hacia el norte, quetermin en Chihuahua con la captura y ejecucin de Hidalgo, con sus fuerzas yadestruidas por las milicias de las tierras norteas, lideradas stas por miembros delas elites criollas locales y trasformadas por iniciativa del peninsular general Callejaen una fuerza militar de temible eficacia. El virrey Venegas, deseoso de proteger de

    nuevas acechanzas el predominio de los peninsulares dentro de las elites de la NuevaEspaa, hubiera preferido limitar los alcances de esa peligrosa deriva, que amena-zaba dejar la defensa de la supremaca metropolitana en manos de americanos, perocuando la rebelin liderada por Hidalgo volvi a brotar con inesperado vigor en elcentro-oeste del pas bajo la jefatura de otro eclesistico, Jos Mara Morelos, tocal propio Calleja, sucesor en 1813 de Venegas en el trono virreinal, recurrir frentea ese renovado desafo a la tctica que se haba revelado exitosa en el Norte. Denuevo con xito; en 1816, cuando debi trasmitir el mando a su sucesor Apodaca,Morelos haba sufrido la suerte de Hidalgo y la rebelin slo sobreviva en algunos

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    centros aislados ms all de los cuales le era probadamente imposible expandirse;y se comprende que entre sus dirigentes se hicieran cada vez ms numerosos losque aceptaban renunciar al combate acogindose al perdn que el nuevo virrey lesofreca en trminos muy generosos.

    Pero apenas se hicieron evidentes las consecuencias que para la Nueva Espaadeba alcanzar la plena restauracin del nexo con la metrpoli la reaccin que ellosuscit vino a justificar retrospectivamente los temores del virrey Venegas. El des-contento que desde antes de la crisis haba suscitado en las posesiones ultramarinasde la monarqua la imposicin del pacto colonial tal como lo haban reformuladolas reformas borbnicas no poda sino resurgir con an mayor intensidad cuandola metrpoli que se dispona a restaurarlo tanto en su dimensin fiscal como en

    la mercantil, en cuanto a la primera desplegaba una voracidad acrecida por la ex-trema penuria bajo la cual emerga de largos aos de devastaciones y en cuanto ala segunda era an menos capaz que antes de esa vasta catstrofe de desempearel papel que corresponde a una metrpoli imperial en el marco de ese pacto. Peroese descontento, aunque compartido por muy amplios sectores de la sociedad no-vohispana, iba a influir menos en el desenlace del conflicto abierto al comenzar ladcada anterior que la reaccin de un actor nuevo en el escenario mexicano, quetena motivos para juzgarse amenazado en su existencia misma por la restauracindel lazo metropolitano.

    En esa Nueva Espaa que haba vivido diez aos sumergida en la guerra, quie-nes se haban perfilado en ella como los caudillos de la faccin que haba ganadola supremaca haban establecido vnculos con las huestes que haban conducido alcombate que excedan en mucho la esfera profesional y contribuan a acrecentar anms su ascendiente sobre las regiones que haban sido teatro de sus hazaas, queen ms de un caso haba redundado en un envidiable crecimiento de su patrimonio,y gracias a todo ello en diez aos haban logrado constituirse en los hechos en elprimer estamento dentro de la sociedad novohispana, y era ya claro que si iban a ser

    las autoridades metropolitanas las que guiaran la transicin hacia la posguerra queestaba a punto de abrirse corran un seguro riesgo de perder todo lo ganado en esadcada: no slo lo auguraba la impaciencia con que stas esperaban la oportunidadde eliminar el abrumador costo de mantener en los dominios de ultramar ejrcitosen pie de guerra, que ms que ningn otro factor haba contribuido a hacer impo-sible que el virreinato siguiera desempeando su papel de principal proveedor delos tesoros metlicos que con ms urgencia que nunca necesitaba el fisco regio, poraadidura hubiera sido excesivamente imprudente de parte de quienes aspiraban agobernar desde Madrid a los dominios ultramarinos mantener en una seccin de

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    ellos un ejrcito reclutado localmente y slidamente enraizado en la remota comar-ca que deba mantener en la obediencia a su soberano sin otra garanta de que enefecto cumplira sin desfallecimientos con ese deber que la firmeza de su lealtadhacia ese mismo soberano, asegurando as que el dominio espaol durara all slotanto cuanto lo decidieran sus jefes.

    As lo entendi el ms importante caudillo militar que tuvo la causa realista,Agustn de Iturbide, un hidalgo criollo que en su nativo Michoacn haba ocupadoen tiempos de paz una posicin algo menos expectable que la de Ignacio de Allen-de en Guanajuato. Encargado por el virrey Apodaca de asestar el golpe final a laresistencia del general Guerrero en el ms importante reducto insurgente que ansubsista, prefiri acordarse con ste para proclamar la independencia del virreinato

    de la Nueva Espaa, rebautizado para la ocasin Imperio Mexicano, bajo el cetrode Fernando VII o, si ste as lo prefera, de un prncipe de la casa de Borbn porl escogido, y el rechazo de esa propuesta por parte del indignado monarca vino aofrecer el anticlimtico punto de llegada para la transicin de la que acababa deemerger un estado soberano e independiente.

    Si el resumen que antecede de lo ocurrido en una dcada que no podra ser mscrucial en la historia de las tierras mexicanas, que deliberadamente ha dejado fuerade l el impacto de los cambios en el contexto externo (entre los que fueron parti-cularmente importantes el de la restauracin absolutista de 1814 y el del retorno alrgimen constitucional en 1820) pudo a pesar de ello ofrecer una narrativa coheren-te del proceso que remat en la emergencia de ese estado independiente es porquelas complejas interacciones entre los mltiples actores colectivos que en esa dcadairrumpieron en el centro mismo de esa escena la trasformaron ya hasta tal puntoque la incidencia de esas innovaciones venidas de fuera se hizo sentir sobre todo atravs de las modificaciones que ellas introdujeron en el modo de interrelacionarsede esos mismos actores. Y fue esa una consecuencia destinada a durar; as, aunquela tormenta desatada por la avasalladora irrupcin en el centro de esa escena de las

    masas convocadas por Hidalgo se prolong slo por algunos meses, el legado delimpacto que ella alcanz en la configuracin de la naciente arena poltica mexicanano se ha agotado hasta hoy.

    Mientras en el virreinato ms septentrional de Indias la conquista del papelcentral en el proceso histrico mexicano por esos mltiples actores colectivos consti-tuy el aporte principal del momento de 1810 a la plasmacin del estado nacional talcomo l se configur en Mxico, en la Amrica del Sur espaola ese aporte y el de loque 1810 signific como cambio radical en la articulacin entre el orbe hispnico y elresto del mundo guardan una relacin ms equilibrada, que hace ms difcil estimar

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    con alguna precisin el que de cada uno de ellos sobreviva cuando lleg para losestados sucesores la hora de encarar su organizacin como estados nacionales.

    Hay con todo en el extremo meridional de las Indias otra seccin hispanoame-ricana que ofrece en este aspecto un contraste puntual con la Nueva Espaa: en ellael influjo predominante es el de los problemas planteados por el contexto externo,que por otra parte haba gravitado ya sobre ella hasta tal punto que no es exageradoconcluir que si pudo afrontar el momento de 1810 como tal seccin fue porque me-nos de medio siglo antes, en atencin precisamente al cambiante contexto externo,la corona haba introducido ya un cambio radical en el lugar asignado a la reginroplatense en la configuracin de las Indias. Fue en 1767, cuando decidi estableceren el flanco meridional del frente que sus posesiones americanas tenan abierto

    hacia el Atlntico uno de los mayores ncleos militares, administrativos y judicialesen los que buscaba apoyarse para defender un patrimonio territorial cada vez msamenazado por enemigos externos. Para asegurar a ese nuevo bastin de la defensaimperial una adecuada base de recursos fiscales decidi desgajar del patrimonioterritorial del virreinato peruano no slo el entero espacio comprendido entre eseflanco y los Andes meridionales, sino tambin el del Alto Per, que encerraba losms ricos distritos mineros de la Amrica del Sur espaola, y que pas tambin l aser gobernado desde Buenos Aires, capital del nuevo Virreinato del Ro de la Plata.Esa decisin haba sido tomada en respuesta al alarmante crecimiento demogrficoy econmico del Brasil portugus, desde que a comienzos del siglo XVIII su centrode gravedad se desplaz del norte azucarero al centro, vertiginosamente trasfor-mado por el auge de la minera de oro y diamantes, y el avance de la ocupacin delterritorio brasileo por los sbditos del soberano portugus amenaz desbordar loslmites entre los dominios sudamericanos de ambos imperios ibricos.

    La creacin del nuevo virreinato signific el abandono total y definitivo delesquema fiscal y mercantil que haba hecho de las tierras bajas de la regin del Plataun apndice del centro minero altoperuano que era preciso evitar que se trasformara

    en la puerta de salida del metal precioso que escapaba a los instrumentos legalesque deban asegurar que la mayor parte del metlico all producido fuera canalizadohacia la metrpoli por la va de Lima-Callao, y el istmo de Panam, que aunquemuy deteriorado haba sobrevivido hasta entonces. Aunque desde mediados delsiglo XVIII, pese a esas trabas, esas tierras bajas haban acrecido sus produccionesganaderas y un modesto crecimiento de su poblacin haba dado lugar a uno nomenos modesto de la agricultura del cereal, y ambos procesos iban a avanzar ms ve-lozmente a partir de la creacin del virreinato, todava en 1810, mientras el valor delas exportaciones de ambas ramas de la produccin rural alcanzaba a un promedio

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    anual de un milln de pesos, ao tras ao el fisco regio destinaba un milln y mediode los acuados por la ceca altoperuana a sostener al aparato judicial, administrativo,eclesistico y militar que haba decidido instalar en Buenos Aires, y de la ciudad-fortaleza que erigi en Montevideo, en la orilla opuesta del Plata, donde la marinareal estableci su base para la defensa del Atlntico meridional.

    Los resultados eran fciles de advertir; en 1810 Buenos Aires haba duplicadola poblacin con la que contaba al crearse el virreinato, y ahora la de esa capitaladvenediza era cercana a la de Lima. Se haca entonces difcil imaginar que de esecentro creado y sostenido por la munificencia de la corona habran de surgir desafosms temibles para el orden imperial que los que en 1808 los agentes de la metrpolihaban logrado prevenir en la Nueva Espaa. As iba a ocurrir sin embargo, de

    nuevo debido al impacto de un contexto externo que se haba tornado cada vez msconvulsivo desde que en 1805 Espaa se haba visto forzada a retomar el combatecontra la Gran Bretaa, estrechando an ms la alianza con la Francia republicana,devenida luego imperial, en la que haba entrado no menos forzadamente en 1796.

    Hubiera sido en efecto difcil imaginar que quienes vean en el agotamientodel lazo colonial una oportunidad ms bien que una catstrofe pudiesen ganar enBuenos Aires el predominio dentro del marco institucional creado por las reformasdieciochescas antes de que el influjo de ese contexto externo irrumpiera en el esce-nario porteo en el modo tan inesperado como dramtico como lo hizo ese 27 dejunio de 1806 en que una muy reducida fuerza expedicionaria britnica se apodercasi sin combate de Buenos Aires, a la que encontr desguarnecida de su tropaveterana (por otra parte ya muy raleada por los crecientes claros que haban venidoacumulndose por aos en su personal de planta), poco antes enviada a proteger laplaza de Montevideo, considerada el seguro objetivo de cualquier incursin brit-nica, y defendida tan slo por bisoos milicianos y gendarmes slo expertos en lalucha contra incursiones indgenas.

    Ese sbito golpe de escena comenz por dejar atnitos a cuantos descubrieron

    de un da para otro que haban cambiado de seor, pero de inmediato al dao asinferido al prestigio de la monarqua catlica vino a sumarse el causado por la reac-cin del aparato administrativo, judicial y eclesistico que representaba localmentea esa monarqua apenas el triunfador de la jornada conmin a sus integrantes atrasferir su lealtad al soberano bajo cuyos estandartes haba alcanzado la victoria.El virrey marqus de Sobremonte, al retirarse precipitadamente de su capital paraorganizar desde Crdoba, el principal centro del Interior, una fuerza destinada areconquistarla, haba dejado a la Audiencia y el Cabildo a cargo de organizar ydirigir la resistencia contra el invasor, pero ambas magistraturas prefirieron ahorrar

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    a la ciudad los daos de un combate librado en sus calles sin esperanzas de victoriaofreciendo el juramento de fidelidad a su nuevo soberano que requera de ellas quienen los hechos se haba consagrado ya vencedor.

    Fue ste slo el comienzo de una defeccin en masa del entero aparato erigidopor la monarqua catlica para custodiar su flanco en el Atlntico meridional: elvirrey, que se haba llevado consigo el tesoro metlico acumulado en la Caja deBuenos Aires como consecuencia del aislamiento de guerra, no haba pasado en suretirada de la cercana Lujn cuando recibi un mensaje urgente del Consulado, quele haca saber que el brigadier Beresford (quien se haba decidido a participar en esefeliz golpe de mano confiando en que el cuantioso botn de metlico que esperabacapturar en la capital virreinal ganara para ese gesto de indisciplina el aplauso de

    sus superiores) amenazaba reemplazar el que se le haba escapado de las manosno slo con los fondos del tribunal consular, sino con los del patrimonio privadode los mayores mercaderes porteos; esa amenaza logr conmover al marqus deSobremonte, que dispuso en consecuencia el inmediato retorno a Buenos Aires delos caudales que unos meses despus iban a ser paseados en triunfo por las calles dela City londinense. La reaccin de las dignidades eclesisticas no fue ms gallarda:cuando el conquistador les aconsej inspirar su prdica en el texto paulino que re-cordaba que todo poder viene de Dios, el prior dominico, hablando en nombre delclero porteo, extrem su celo hasta anticipar futuras grandezas para Buenos Airesbajo el cetro del nuevo soberano que la Providencia se haba dignado asignarle.

    Una iniciativa personal del capitn de navo Santiago de Liniers, un segundnde familia noble que desde su temprana adolescencia haba entrado a servir en lamarina espaola, vino a poner fin a tanta atona; arribado clandestinamente a laopuesta orilla del Plata obtuvo del gobernador militar de Montevideo que le con-fiase el medio millar de tropas regulares all enviadas por el virrey, a ms de algunasmilicianas reclutadas localmente, y a su frente logr provocar un segundo cambio defortuna no menos espectacular que el del 27 de junio; el 10 de agosto las tropas que

    comandaba, reforzadas con reclutas locales dos veces ms numerosos, dominaban yalos accesos del norte y el oeste de la ciudad, y luego de un largo da de lucha en lascalles, Beresford, encerrado en un Fuerte en que haba izado ya la bandera espaolaen busca de calmar a la muchedumbre que lo rodeaba dispuesta al parecer a todas lasvenganzas, acept los trminos que Liniers propuso para su capitulacin.

    En esa ciudad que celebraba con unnime entusiasmo una hazaa colectivade la que hasta la vspera no se hubiera imaginado capaz todos los que en la horadecisiva haban acudido al buen combate coincidan en que el nico responsable delas defecciones iniciales haba sido un virrey tan cobarde como incompetente. Ante

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    ese veredicto unnime el marqus de Sobremonte, tras un par de semanas de ftilresistencia, se resign a encomendar a Liniers el comando de las tropas que debandefender a la capital de un nuevo ataque y a delegar en la Audiencia el despachode los asuntos ms urgentes, mientras encontraba justificacin decorosa para seguirprolongando su ausencia al tomar a su cargo la preparacin de la plaza fuerte deMontevideo para afrontar un demasiado previsible contraataque britnico.

    Sobre ese desenlace haban gravitado dos innovaciones que seguiran gravi-tando en Buenos Aires a lo largo de la entera crisis de la monarqua, que en elRo de la Plata haba tenido precoz comienzo el 23 de junio de 1806. La de msbulto de esas novedades era la irrupcin en escena de la muchedumbre, un sujetocolectivo que en una sucesin de jornadas que iran trazando el rumbo de la crisis

    iba a desempear el papel de rbitro de ltima instancia frente a las alternativas quese enfrentaran en ellas; pero haba otra quiz an ms decisiva, porque era la quehizo posible a la multitud ejercer una y otra ese arbitraje; era sta que la concienciade que la monarqua estaba en efecto en crisis llevaba a las mismas magistraturasy corporaciones que en el pasado se haban esforzado por no exceder en sus rec-procas hostilidades el nivel de conflictividad que les era tolerado desplegar en esemarco institucional a resistir cada vez menos a la tentacin de sobrepasarlo. Ya enel episodio que marc el principio del fin de la gestin de Sobremonte no slovemos al Cabildo, ansioso de utilizar la crisis de la monarqua para ganar podere influencia, identificarse sin vacilaciones con la encolerizada muchedumbre, sinotambin lo que era menos esperable a la Audiencia y el captulo catedralicio, quese supondra ms sensibles al golpe que significaba para el orden vigente el maldisimulado derrocamiento de quien era en el virreinato del Plata la imagen viva desu soberano, abstenerse de oponer objecin alguna a la humillacin infligida por esamuchedumbre a un funcionario cuya arrogancia les haba inferido ofensas que esasorgullosas corporaciones no estaban dispuestas a olvidar.

    Y en el desenlace de cada una de esas futuras jornadas volvern a reflejarse

    los efectos sumados de una opinin popular siempre dispuesta a movilizarse y demagistraturas y corporaciones no menos dispuestas a apoyarse en esas movilizacionespara ganar terreno frente a sus rivales de siempre. El apartamiento de Sobremonte hasignificado una victoria conjunta de Liniers y el Cabildo, cuyo alcalde de primer voto,el opulento mercader vascongado Martn de lzaga, era universalmente reconocidocomo el principal organizador de la movilizacin urbana cuya contribucin habasido decisiva para poner fin a la ocupacin britnica, y que una vez eliminada stahaba asumido un papel an ms central en la organizacin de los cuerpos milicianosdestinados a participar en la defensa de la ciudad frente a un futuro ataque britnico.

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    Un acuerdo de ambos decidi la movilizacin inmediata de todos los vecinosadultos de la ciudad en regimientos de infantera que mantenan un cuidadoso equi-librio numrico entre los que agrupaban a los oriundos de distintas regiones de laPennsula y los originarios del Virreinato, y sumaba a ellos los destinados a encuadrara la poblacin libre de color. A fines de 1806, cuando la tropa veterana que habaparticipado en la Reconquista fue de nuevo enviada a la opuesta orilla del ro, dondeuna nueva expedicin britnica haba desembarcado ya ms de cuatro mil hombres,Liniers y el Cabildo decidieron suplir su ausencia disponiendo el acuartelamiento delos regimientos de milicia urbana, que sometidos desde ese momento a disciplinamilitar pasaran a ser remunerados al mismo tenor que las tropas regulares, perolos de oriundos de las costas del Cantbrico y del este mediterrneo predominan-

    temente integrados por empleados de los ms poderosos comerciantes de la plazaportea, oriundos tambin ellos de esas regiones poco deseosos de interrumpir susprometedoras carreras, decidieron continuar limitando su compromiso con la mili-cia a los ejercicios doctrinales que haban venido practicando hasta entonces, y esadecisin iba a tener consecuencias cuya gravedad no iba a tardar mucho en revelarse.

    Haba muy buenos motivos para que los integrantes del mismo sector que enMxico iba a hacer de los Voluntarios de Fernando VII la fuerza que dara el controlde la situacin local a quienes favorecan el mantenimiento del vnculo colonial enBuenos Aires declinaran participar en la trasformacin de las milicias en cuerposmilitares ms capaces de gravitar con peso decisivo en los momentos crticos queno habran de faltar en el futuro. En la capital del Plata todas las magistraturasy corporaciones estaban slidamente controladas por espaoles europeos, que enese momento ocupaban todos los escaos del Cabildo, y ese predominio no debasorprender en una ciudad que haba duplicado su poblacin en el ltimo mediosiglo, gracias a la implantacin en ella no slo del ya demasiadas veces mencionadocentro administrativo, judicial y militar del poder espaol, sino tambin del puertopreciso para el comercio con ultramar de la entera seccin meridional de la Amrica

    del Sur espaola. Hasta tal punto poda parecer segura la posicin dominante delos peninsulares que el Cabildo decidi introducir en su composicin una estrictaparidad numrica entre stos y los oriundos del Nuevo Mundo, menos respon-diendo a presiones de stos que con vistas a favorecer sus esfuerzos por extendersu influencia hacia el interior del Virreinato, en cuyas menos improvisadas cabezasde intendencias las tensiones entre advenedizos de origen metropolitano y elitescriollas all mejor consolidadas pesaban ms que en la capital.

    En febrero de 1807, tras unos das de recios combates, los caones de la nuevaexpedicin britnica lograron abrir una brecha en las murallas de Montevideo, en

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    que ces al da siguiente toda resistencia. En Buenos Aires el Cabildo propusoel reemplazo esta vez definitivo de Sobremonte, una vez ms juzgado responsablede un revs que no se ve cmo hubiera podido evitar, y unos das despus unajunta de guerra convocada por Liniers decidi declararlo impedido de desempeareficazmente su cargo por causa de enfermedad, y reemplazarlo de acuerdo con lasnormas vigentes hasta que las autoridades metropolitanas le designaran sucesor. Talel temperamento finalmente adoptado, y el regente de la Audiencia que de acuerdocon esas normas pas a hacerse cargo de los ramos de gobierno, administracin yhacienda se apresur a poner a Liniers al frente de todas las fuerzas militares delvirreinato, y ya no tan slo de las de la plaza portea.

    El 28 de junio de 1807 son ocho mil invasores los que desembarcan al sur de

    Buenos Aires, y al alcanzar el acceso meridional de la ciudad doblegan la resistenciade las tropas regulares que comanda Liniers, forzndolas a refugiarse en la ciudadmisma, en cuyas calles se librar la sangrienta batalla decisiva, en que la victoria de losdefensores deber casi todo a la accin de los regimientos de milicias, apoyados comoen 1806 por annimos hombres y mujeres que desde las azoteas arrojan agua y aceitehirvientes sobre los acorralados invasores. Martn de lzaga es ms inequvocamenteque el ao anterior el hroe de una jornada en que toca a Liniers, cuyo papel ha sidodecididamente ms opaco que en la pasada Reconquista, recibir la rendicin de lasderrotadas fuerzas britnicas, que unas semanas despus abandonan Montevideo, enuna inmensa flota de 240 navos mercantes y de guerra; para quienes la contemplandesde la costa es una ciudad en medio del mar la que ven alejarse de su horizonte.

    La alianza entre Liniers y lzaga va a resistir mal a las crecientes tensionesintroducidas por el ingreso de la crisis de los imperios ibricos en su etapa resolutiva.En febrero de 1808 el Cabildo porteo ha recibido noticia cierta de que la corteportuguesa se ha instalado ya en Ro de Janeiro y proclama urgente intensificar lospreparativos para la defensa de la frontera que separa a dos monarquas de nue-vo enemigas. Liniers cree por su parte posible eludir ese choque frontal, y enva

    a su concuado como agente confidencial a Ro de Janeiro. Protesta del Cabildo,preocupado por la posible reaccin de la Francia todava aliada, a la que Liniers(quien desde que en junio ha tenido noticia de que la Corona lo ha designado virreyinterino se identifica cada vez ms con las corporaciones y magistraturas que habantenido tan deslucido papel durante la breve ocupacin britnica) responde invitandoa los capitulares a respetar los lmites municipales de su esfera de competencia; elCabildo dobla entonces la apuesta denunciando que el conde de Liniers, que hahecho fortuna en Buenos Aires y es hermano del flamante virrey, est tambin len Ro negociando la liberacin del comercio entre el Ro de la Plata y la Amrica

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    portuguesa, cuyos lucros se propone monopolizar un crculo mercantil formado porfamiliares y aliados del hroe de la Reconquista, pero sus argumentos no impresio-nan a la Audiencia, para entonces tan alarmada como Liniers por las cada vez msdesaforadas ambiciones de los capitulares.

    El 29 de julio llega a Buenos Aires la comunicacin oficial del ascenso al tronode Fernando VII; el Cabildo, adecundose inmediatamente a la reversin de alianzasque ha trasformado en enemigo a Napolen y en aliados a britnicos y portugueses,proclama tener fundadas dudas acerca de la lealtad espaola de un virrey nativo dela nacin ahora enemiga, y afecta encontrar sospechoso que haya fijado la fecha algotarda del 30 de agosto para la solemne jura del nuevo soberano, que en Montevideoel coronel Francisco Javier de Elo, a quien Liniers ha designado gobernador militar

    de la plaza, y es a esa altura de los acontecimientos un estrecho aliado de Martn delzaga, dando prueba de la inquebrantable lealtad a su soberano que es propia deun nativo de Navarra, ha fijado para el 12 de ese mes. En Buenos Aires la jura seanticipar finalmente al 21 del mismo mes, en respuesta a llegada a la ciudad de unenviado de Napolen, a quien Liniers slo se aviene a recibir rodeado por los ma-gistrados entre los cuales se encuentran quienes son ahora sus mortales enemigos,forzados as a ser testigos de la firmeza con que el virrey rechaza recibir mensajealguno del enviado del invasor, que es inmediatamente expulsado, mientras la fechade la jura es demostrativamente anticipada a la ms cercana en que as fuera en una

    versin simplificada sera factible celebrar la aparatosa ceremonia.El 7 de setiembre el Cabildo da un paso decisivo hacia la abierta ruptura con elvirrey cuando solicita de la Audiencia su destitucin, mientras desde la orilla opuestaElo desconoce su autoridad invocando para permanecer en su cargo la autorizacinque ha recabado del dcil cabildo local. Aunque sus relaciones con el virrey no sonlas mejores, la Audiencia desoye la solicitud de los capitulares, y temiendo stosque Liniers utilice las elecciones de renovacin parcial del cuerpo para reemplazara los salientes con otros que le sean adictos, el primero de enero de 1809 recurrena un golpe preventivo de inspiracin anloga al que unos meses antes ha triunfado

    en la capital de la Nueva Espaa: en la Plaza mayor ocupada por milicianos de losregimientos de gallegos, vizcanos y miones (valencianos) una pequea multitudsolicita la instalacin de una Junta de Gobierno y Liniers se muestra ya resignado aabandonar su cargo cuando irrumpen en la Plaza integrantes de los cuerpos acuarte-lados, a cuyo frente se encuentra el comandante del de Patricios, Cornelio Saavedra.Los que haban ganado el dominio de ella la abandonan sin oponer resistencia, y altrmino de la jornada Liniers sigue siendo virrey mientras los jefes del motn capi-tular encuentran refugio en Montevideo, donde Elo, doblando de nuevo la apuesta,preside ahora una junta de gobierno que aspira a regir el entero virreinato.

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    Aunque tanto la Audiencia como Liniers celebran en ese desenlace un triunfode las instituci