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Es que si te digo la verdad, no me crees Tengo un vago recuerdo de la infancia. Corría despavorida delante de un perrito de dimensiones reducidas, que me perseguía con el ánimo de aquel que busca un cómplice de juegos en una tarde de verano. Lo que no sabía el can es que ese cómplice no era yo. Mis infantiles miedos caninos me hicieron correr como si me hostigara una serpiente voladora gigante, o el mismísimo demonio. Y el pobre perro, quizás oliendo mis temores, no paró de seguirme durante varios minutos, ni yo de correr como un Carl Lewis cualquiera, solo que un poco más blanca y un tanto más lenta. Para colofón de la escena, recuerdo las risas de los domingueros sentados en sus mesitas de campo, en la sobremesa, jugando a las cartas, señalando la cómica imagen de una pequeña niña de cinco años corriendo como el viento, y asustada por un perrito que apenas levantaba unos palmos del suelo. En mi orgullo infantil, -que ya debía tenerlo a temprana edad, como después deduje- me dolieron más las risas del público que perder la batalla con mis miedos y con el animal. Sobre todo, porque allí estaba mi tía Manoli jugando a la brisca con sus amigas, -a las cuáles detestaba, al cuadro completo- riéndose de mí a más no poder. Recuerdo ese rencor primero, esa furia todopoderosa al mirarlas, saliendo fuego de mis ojos como lanzas afiladas que querían herirlas; no físicamente, nunca fui tan violenta como para eso, sino en el mismo punto en el que ellas me habían herido a mí: en su orgullo. Aquel fue el primer recuerdo de mi encuentro con él. Cinco, tal vez cuatro años, en aquel campo de las afueras de mi pueblo al que llaman el Soto, y que no he dejado de detestar desde aquel incidente.

Es que si te digo la verdad, no me crees

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Avance de la novela del mismo título. www.unkido.com

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Es que si te digo la verdad, no me crees

Tengo un vago recuerdo de la infancia. Corría despavorida delante de un perrito de dimensiones reducidas, que me perseguía con el ánimo de aquel que busca un cómplice de juegos en una tarde de verano. Lo que no sabía el can es que ese cómplice no era yo. Mis infantiles miedos caninos me hicieron correr como si me hostigara una serpiente voladora gigante, o el mismísimo demonio. Y el pobre perro, quizás oliendo mis temores, no paró de seguirme durante varios minutos, ni yo de correr como un Carl Lewis cualquiera, solo que un poco más blanca y un tanto más lenta. Para colofón de la escena, recuerdo las risas de los domingueros sentados en sus mesitas de campo, en la sobremesa, jugando a las cartas, señalando la cómica imagen de una pequeña niña de cinco años corriendo como el viento, y asustada por un perrito que apenas levantaba unos palmos del suelo. En mi orgullo infantil, -que ya debía tenerlo a temprana edad, como después deduje- me dolieron más las risas del público que perder la batalla con mis miedos y con el animal. Sobre todo, porque allí estaba mi tía Manoli jugando a la brisca con sus amigas, -a las cuáles detestaba, al cuadro completo- riéndose de mí a más no poder. Recuerdo ese rencor primero, esa furia todopoderosa al mirarlas, saliendo fuego de mis ojos como lanzas afiladas que querían herirlas; no físicamente, nunca fui tan violenta como para eso, sino en el mismo punto en el que ellas me habían herido a mí: en su orgullo. Aquel fue el primer recuerdo de mi encuentro con él. Cinco, tal vez cuatro años, en aquel campo de las afueras de mi pueblo al que llaman el Soto, y que no he dejado de detestar desde aquel incidente.

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A partir de aquel día el orgullo fue parte de mi vida, como un traje de domingo que uno trata de utilizar a diario y casi acaba convirtiéndose en la piel de uno. Y a medida que crecía, lo hacía éste al mismo tiempo, hasta convertirme en lo que soy hoy: una mujer más grande y aún más orgullosa.

¿Habéis visto alguna vez la película Cyrano de Berguerac? En la versión que interpreta Gerard Depardieu, en la última escena, tras un solemne y magnífico monólogo a la luz de la luna, reconociendo ante su amada Roxana haber sido el autor de todos los actos de galantería del guapísimo Vincent Pérez, con ese hálito de vida que le queda, nos regala la sublimidad de sus palabras. Después de tantas experiencias, de tanto amar, y de todo lo que ha vivido, lo único que se lleva a la tumba es su orgullo. Aquella escena me pareció soberbia, magistral, gloriosa. Me sentí a mí misma como aquel hombre oscurecido por la ocultación de sí mismo durante años, levemente iluminado en la noche, y enarbolando la bandera del orgullo con tal categoría y pasión que nunca hubiera podido ser descrita de mejor forma.

Así es el orgullo: potente, intenso, visceral, camina omnipotente e impetuoso, y se extiende por el cuerpo a través de la sangre. Yo siempre tuve mucho, mucho... demasiado, quizás, para el gusto que ahora profeso. Tanto, que no fui capaz de dar un beso a un chico hasta los veintiún años. Mi orgullo me impedía iniciar cualquier relación porque yo no quería nunca ser abandonada, ni querida en menos magnitud de lo que amaba, ni buscada menos de lo que esperaba. Así que, mi orgullo y yo fuimos víctimas de la virginidad durante muchos años, hasta que conseguí, por fin, deshacerme de ella de la peor de las maneras posibles: en el baño de una discoteca y con el primer individuo que encontré medianamente atractivo. Sucedió en Mallorca, como a tantas

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otras chicas les sucede, por eso de acudir para fin de carrera y desmelenarse, o al menos, deshacerse de unos cuantos miedos.

La cuestión es que hasta los veintiún años no perdí la virginidad, y sí, hice el pack completo: primer beso y primer revolcón. ¿Para qué seguir perdiendo el tiempo? Y sobre todo ¿para qué seguir ganando orgullo mientras mis amigas disfrutaban de lo lindo de sus relaciones sexuales? O al menos eso decían ellas; en el fondo nunca las creí. Sobre todo a Berta, la más experimentada y promiscua de todas. Nunca le ofrecí credibilidad alguna acerca de sus orgasmos múltiples. Me parecía una táctica de esas que utilizan algunas mujeres para parecer más sensuales a los ojos de los hombres. Lo cierto es que, en todos estos temas, yo siempre fui bastante mojigata, y al igual que recibía las risas de mis amigos que me consideraban más monja que a Fräulein María, recibía también los comentarios de todos ellos, relatándome todas y cada una de sus experiencias. Nunca supe si con ánimo de informarme, de joderme, o simplemente de desahogarse. Opté por la última opción, por consejo de mi amiga Gloria, más que nada, para no enfadarme. Ella me dijo un día, tras abrirle mis secretos: “tú pasa, tía”, y con esas sabias palabras consiguió calmar mi desánimo y mi falta momentánea de comprensión.

Así que, aquel fatídico día de junio en Mallorca, en una discoteca de la cual no recuerdo su nombre y que, como Cervantes, (toma comparación) ni siquiera quiero acordarme, encontré en la pista a un joven apuesto, (así me lo pareció tras la tercera copa de bourbon), que me miraba con ojitos ansiosos, de esos que se ponen tras la ingesta de alcohol y a partir de las tres de la mañana, como lobos en celo a los que les falta una mirada iluminada para ser Jack Nicholson en Lobo. Se acercó a mí con

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la verborrea característica del chulo nocturno al que no se le escapa ni una… “te estoy mirando y no paro de decirme lo guapa que eres”... y como, efectivamente, aquella noche me sentía guapísima, aún reconociendo de antemano el juego pseudoamatorio de borracho nocturno, me dejé querer por aquel galán de medianoche entre las luces de neón y el humo que salía de todas partes y que, en aquel momento, incluso me resultaba romántico. Nos besamos, mal que bien, más mal que bien por mi parte, por el susto que me di al encontrarme con su lengua: ese cuerpo húmedo e impertinente que se paseaba por mi boca como si me conociese de toda la vida. Y aún así, hice el ingente esfuerzo de no parecer sorprendida, siguiéndole la corriente a aquella lengua con la presencia de la mía; porque aquello fue, más que otra cosa, una mera presencia, ya que en ningún momento salió el apéndice más allá del límite que me ponían naturalmente mis dientes. Y si mi emoción se vio alterada por este pequeño dato, mucho más fue el momento después en el que su mano se paseó por mi pecho con una gracia que parecía innata, aunque seguramente sería más dada por la experiencia que por la naturaleza. A partir de allí se nubló mi memoria, y ésta volvió en el baño, cuando me desperté de nuevo montada como una noble jinete del siglo pasado, encima de aquel pobre chico que no paraba de gemir con mis movimientos, que parecían, al menos, haber sido ensayados con bastante práctica. Nada más lejos de la realidad y de la verdadera situación vestal de mi sexo. Se puede decir que aquella primera vez fue, no esa gran decepción de la que a todos le gusta alardear por haber sido a muy temprana edad, no; la mía fue placentera y gustosa, quizás por el retraso de la misma. Eso sí, fue la última vez que disfruté, porque más tarde vinieron algunas otras relaciones como aquella, o menos sucias, al menos, y más intensas en

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cuanto a amor se refiere, pero mucho menos placenteras que la primera.

Aquella fue también la primera vez que dejé mi orgullo en casa. Seguramente se quedó allí encerrado, distraído y disgustado por mi ignorancia; pero calladito, buen chico, muy educado y sobre todo, distinguido, porque él nunca pierde su elegancia. A partir de aquel momento en el que dejé a mi eterna amiga virginal en el baño de aquella discoteca de verano, dejé también de sentirme un bicho raro entre la masa, y esto, años más tarde, me produjo una enorme tristeza. Quizás esperaba una nueva sensación de protección por la sociedad, al sentirme una más entre ellos, que nunca llegó; más que eso, llegó una sensación de encontrarme perdida, (valga el oxímoron), cada día más, por alejarme de aquello que realmente era. Así que, a partir de los veinticinco años se acabaron drásticamente mis relaciones sexuales; aunque no mis relaciones con los hombres, las cuales se producían ajenas a cualquier tipo de contacto carnal. Obviamente, la duración de las mismas era equivalente, en cada caso, al tiempo que conseguían aguantar mis parejas en abstinencia.

Todo este “periodo seco” terminó, paradójicamente, cuando volví a mi pueblo natal, Martínez Míguez. Porque mi pueblo tiene apellidos, sí, es así de digno y así de peculiar. En la adolescencia me pasé varios meses tratando de averiguar de dónde provenía un nombre semejante, pero nadie consiguió darme una respuesta factible, o al menos, coherente. Así que, opté por continuar con mi vida a pesar de no haber resuelto tan importante incógnita.

En mi pueblo la gente es como en todos los pueblos, o seguramente un poco peor. Tiene un maestro y un párroco, -

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como los pueblos de las películas-, un médico y una boticaria, e incluso, un librero por herencia enamorado de mi madre, y su padre de mi abuela, y su abuelo de mi bisabuela... y así sucesivamente, o al menos hasta la cuarta generación, que nosotros sepamos. Y curiosamente, este amor tiene una peculiaridad que se repite como si se tratara de un estigma que se lleva en el ADN: es un amor no correspondido. Ninguna de las mujeres de mi familia amaron jamás a los hombres de la suya, y todos ellos se casaron con mujeres del pueblo, también esposas heredadas generación tras generación, por haberse quedado solteras, como últimas candidatas disponibles, hasta que Teodoro, el último de la saga, rompió con la tradición optando por la soltería. Así que, se puede decir que el odio que estas distinguidas señoras nos profesan a mi madre y a todas las mujeres de mi familia, es un odio con carcoma, corroído y espeso, porque viene incrustándose y aumentando desde años atrás; quizás, desde que estaba vivo el pobre señor Martínez Míguez, si es que alguna vez existió.

La cuestión es que mi vida en el pueblo transcurrió de forma tranquila y sosegada, lenta, como suceden las cosas en los pueblos. Fui al colegio hasta los nueve años, momento en el cual mi madre me sacó de allí, o mejor dicho, “me desapuntó” -en el lenguaje de la edad-, cuando llegó el maestro Benito, hombre conocido por su interés político más zurdo que diestro, sindicalista y, para colmo de males de mi madre, feminista. Le dejó unos meses como prueba, porque mi madre, aunque era una señora terriblemente férrea y militarista, otorgaba siempre el beneficio de la duda por un tiempo; eso sí, una vez que se sentía defraudada no tenía vuelta de hoja.

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Mi madre, más que de derechas, era conservadora por naturaleza, y en función de ésta, -de la naturaleza, digo-, fundamentaba o decía fundamentar su vida. Las ideas progresistas le producían urticaria, sobre todo las feministas, a las que no entendía en absoluto, y enarbolaba una extraña bandera que no se podía denominar de machista, porque tampoco lo era. Se denominaba a sí misma “personista”, porque decía que los géneros tienen que ser lo que son cada uno por naturaleza, -una vez más-, y que la única causa perdida era la del género humano. “Ya tenemos bastante con defender la degeneración del hombre (como individuo, no como género) como para que me ponga yo a defender a las minorías”. Era, a pesar de todo y de todos, ella misma, y eso es lo que más admiré de ella, por muy en desacuerdo que estuviera con sus ideas.

Recuerdo perfectamente el día en que volví al pueblo después de varios años viviendo en Madrid, tras sentir ese rayo aterrador que me envió “la voz” a través de un mensaje claramente audible, a las tres de la mañana de un sábado del mes de mayo. Fue un: “vuelve al pueblo Dafne” que me l levó irremediablemente a retornar a las faldas de mi madre. En aquel momento pensé que, seguramente, esa famosa “llamada” que decían sentir los curas que recibían de Dios antes de introducirse en la Iglesia como miembros de hecho, derecho y participación, era muy parecida a la que yo había sentido para que volviera al pueblo. Así que, con la intensidad de aquellas palabras que resonaron tan fuertemente en mi cabeza que no me dejaban dormir, al día siguiente tomé el primer tren que me llevó a Martínez Míguez como presa de una intensidad sobrenatural.

Allí estaba ella, en la estación, esperándome; hermosa, como siempre; con su pelo rubio recogido en un moño italiano, como

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siempre; con su esbelta figura y su exquisita presencia, acompañada de su inseparable perrita Franca. Cuando la vi de nuevo, después de un año entero sin pisar por el pueblo, algo dentro de mí se emocionó tanto que se me escapó una lágrima peregrina que hacía tiempo que quería salir de su encierro y a la que, habitualmente, mantenía dormida para no tener que ser increpada por mi victimismo. - Hija, ¡qué flaca estás! ¿y ese pelo? Ni un tímido beso, ni menos hubiera exigido un abrazo. Valentina era igual de férrea en sus creencias que en sus emociones, las cuáles mantenía siempre firmes, al toque de diana, para no parecer vulnerable. Sin embargo, yo siempre fui todo lo contrario, para su desgracia, y me abalancé sobre ella derrochando un lago de lágrimas que consiguieron mojar el hombro de su elegante vestido azul de los domingos. - Vamos, vamos, Dafne, ya está bien, hija, ¿qué van a pensar? Por supuesto, como en todos los pueblos, aquello del “qué dirán” se constituía como una de las primeras normas a tener en cuenta para comportarse en público, y mis maneras algo “acapitaladas”, como ella decía, le exasperaban hasta el extremo. - Es que tenía muchas ganas de verte, mamá – decía yo entre lloros infantiles desesperados por un abrazo materno, enfrentados a una torre de metro setenta y siete, quieta, con apenas su mano en mi espalda, ejerciendo pequeños toques en ella, como para resarcir un poco su papel de madre sin tener que caer en el papel de llorona, como yo.

Cogió mi pesada maleta como si fuera una ligera bolsa de la compra, con su brazo fuerte, de constitución alemana, herencia de mi abuelo Klaus, natural de Frankfurt y hombre de gran

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fortaleza física, y me sacó de la estación entre las miradas de los vecinos que se preguntaban, seguramente, qué demonios hacía la de Madrid en el pueblo y llorando abrazada a “la Valentina”. “Estará arrepentida de la vida que lleva”, oí decir a la Jacinta nada más salir por la puerta, y viendo mi madre que me giraba para contestar alguna impertinencia, nuevamente estiró su brazazo alemán y me agarró de mi débil y flacucho brazo español para sacarme del recinto antes de que soltase palabra.

De camino a casa, montadas en su Renault 8 de toda la vida, con más años que yo misma, fue increpándome por mi comportamiento y aleccionándome, o casi advirtiéndome, que si quería pasar con ella una temporada, tendría entonces que comportarme como se esperaba y dejarme de esas estupideces que aprendía por la capital, vete tú a saber con qué compañías. “Ni quiero saber”. Así que tuve que remontarme a mi infancia para recordar lo que eran las costumbres de la buena educación del pueblo, para no molestar a mi madre con mi presencia. Ni siquiera me preguntó qué extraña razón me había llevado a regresar a Martínez porque, más que por falta de interés, prefería vivir en la ignorancia y seguir recordándome como aquella niña sociable y amorosa que había paralizado en su mente como imagen sobre mí. De modo que tuve que comerme mis apreciaciones sobre ella, que tanto le disgustaban, siquiera pude decirle lo guapa que estaba, -porque lo estaba-, y menos aún todo lo que había pensado en ella durante los últimos días, o la falta que me hacían sus palabras, a pesar de su sequedad. Porque mi madre, a pesar de todo, era una mujer enormemente sincera y amorosa, a su modo, por supuesto, pero su gran carisma y sus maneras nobles hacían que acudiera a ella en cada uno de los momentos importantes de mi vida. Y aquel momento, para mí, era uno de esos; no porque me estuviera sucediendo nada en

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concreto, no; lo que me sucedía era que me sentía totalmente perdida, asustada, confundida. Había comenzado a escuchar aquellas extrañas voces que dirigían mis actos más allá de mi voluntad, como las llamadas religiosas, ésas que os dije antes. Y con el convencimiento interior acerca de mi locura, con mis fracasos amorosos, y con mis medianos éxitos literarios con los cuentos infantiles de “Pío y Bichito”, me enfundé la mochila del cambio de vida y me lancé a la casa de mi madre, al calor de su sinceridad y sus fríos y certeros consejos.

Cuando llegamos a casa me sentí como si estuviera despertando de un letargo de invierno, como deben sentirse esos animales que hibernan bajo tierra, o en cuevas, o como quiera que hagan, y que al llegar la primavera sacan sus cabecitas al sol para ponerse morenos; o bueno, seguramente ellos no tengan la estúpida intención de colorear sus pieles, más que nada porque no tienen esta facultad, o quizás sí... Me pregunto ahora si el pelo de los animales se oscurece por el sol… Bueno, volviendo al relato os diré, como ya anuncié al principio del párrafo, que sentí un extraño despertar cuando estuve ante la casa familiar. Dos plantas erigidas con piedras de granito, tan fuertes y eternas como siempre, rodeadas de aquel pequeño jardín que conservaba aún la papelera de plástico colgada del manzano haciendo de canasta de baloncesto. Allí la colocó mi padre en una de sus visitas a casa, y allí la dejaron, quizás como recuerdo, o más bien para que no fuera origen de discusión. El pequeño huerto de mi madre, impoluto y floreciente como ningún otro pequeño huerto del pueblo, seguía alimentando el orden vegetal de la familia. Y por supuesto, mi abuela Maruca, colocada en su silla de campo a la puerta de casa, tomando el sol, “que es bueno para los huesos”, y haciendo punto, como cada día del año, preparando bufandas para toda la familia.

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Por curioso que parezca, mi abuela Maruca, a pesar de sus ochenta y siete años, conservaba una memoria envidiable, y era una especie de biblioteca de recuerdos del pueblo, viva y activa. Así que, cuando en el colegio les pedía el maestro Benito a los niños hacer una redacción acerca de las costumbres de Martínez, acudían todos en bandada a nuestra casa a escuchar las historias de mi abuela que, además, era una excelente narradora y, muy al contrario que el resto de viejos, solía entretener con sus relatos. A mí, como ya os he dicho antes, como “me desapuntaron” de la escuela, no me pedían redacciones, porque mi madre se encargó de mi educación en casa hasta que pudo, y cuando consideró que mis conocimientos superaban a los suyos, allá por los quince años, me mandó al Instituto del pueblo de al lado, para que no tuviera que juntarme con mis compañeros de Martínez, que habían sido influidos por las ideas anarquistas de don Benito.

Mi madre, aunque no fue nunca a la Universidad, era una mujer relativamente culta por enseñanza de mi abuelo Klaus, escritor de mediana fama, el cual, desde muy temprana edad me introdujo el gusto por la literatura. La negativa de mi madre por hacer estudios superiores a pesar de la insistencia de su padre y de mi abuela, se debió a sus pedregosas convicciones sobre la mujer. Ella entendía que las señoras se debían a su familia, a su casa y a sus hijos, y como esperaba convertirse en madre de familia siendo joven, decidió optar por esta alternativa, a la cual encontraba más productiva y más adecuada a sus pensamientos. Os preguntaréis de dónde absorbió mi madre estas ideas tan conservadoras, siendo mis abuelos dos personas que nada tenían que ver con estos principios. E igual que os lo preguntáis vosotros, me lo pregunté yo durante años. Para lo cual, no tengo respuesta. Según ella, como ya os dije, sólo sigue los designios

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de la naturaleza, y si ésta le dio el don de recibir en su vientre la vida, será porque quiere que su dedicación sea la educación de sus hijos, y no el trabajo fuera de casa, que eso, es cosa de hombres…

Pero yo os estaba hablando de mi abuela Maruca y, como veis, la presencia de mi madre siempre es tan omnipresente que oscurece a cualquier otra conversación. Bien, pues allí estaba la señora Maruca, sentada al sol como los caracoles, con su eterno punto y sus eternas bufandas, con las gafas por la mitad de la nariz, subiendo la cabeza y olisqueando por encima de los lentes a ver quién era el intruso que estaba entrando por la puerta del jardín con su hija y esa enorme maleta. Avancé rápidamente a saludarla, ofreciéndole a ella los abrazos que no había querido mi madre, y me quedé allí, de rodillas, embebida otra vez en mis lágrimas, amarrada a su viejo cuerpecillo como si fuera la última vez que la viera. - Vamos, vamos, mi niña, ¿qué le pasa a mi Dafne? ¡No sabía que venías! ¡Valentina, no me has dicho nada, hija! - ¿Para qué? Si la ibas a ver igual cuando llegara. - ¡Pero vamos, cariño, no me llores bonita!... ¿A ver? – y tomó mi cara entre sus manos arrugadas para mirarme- pero si es una niña preciosa…

Y así pasamos vario rato las dos, abrazadas, ya sin la presencia inquisidora de mi madre, que había preferido entrar en casa con la maleta que quedarse allí presenciando aquel momento tan sufriblemente indeseable para ella.

Cuando vacié mis lágrimas y mi necesidad de cariño en mi abuela, entramos las dos en la casa. Todo estaba igual que siempre; el mismo taquillón de madera en la entrada, que

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guardaba aún, supongo, los dulces y el chocolate que tanto le gustaban a Maruca; al otro lado de la pared, el retrato del abuelo Klaus, anticipando la entrada al visitante, con su exquisito porte alemán y su presencia impresionante. Me incliné ligeramente ante su vista para contentar a mi abuela, que yo sabía que le encantaban esas reverencias para con el hombre de su vida. La primera puerta a la izquierda era la cocina, el lugar en el que más tiempo se pasaba de toda la casa; porque para mi madre el salón era una de esas estancias que hay que mantener cerradas y que sólo se utilizan para las visitas. “Así, cuando viene alguien a tomar café, lo tenemos impoluto”. Nunca se planteó lo absurdo de mantener una habitación cerrada al uso de sus habitantes. “Habitación”… “Habitantes”… y ninguno fuimos capaces de llevarle la contraria; bueno, miento, el único era mi padre, pero como nunca estaba en casa, le daba lo mismo que el salón estuviera cerrado. Así que, nos sentamos las tres alrededor de la mesa de la cocina, como siempre, para contarnos nuestras cosas al olor de la comida en cocción. En este caso, mi madre tenía previsto preparar mi plato favorito: rissotto de champiñón, que deduje por la presencia de los ingredientes en la encimera, no por ninguna otra razón paranormal, que de momento las dotes de la adivinación no me han sido concedidas.

Mi abuela me recordó nuevamente, al igual que había hecho mi madre momentos antes, lo delgadísima que estaba y el espanto de pelo que tenía en la cabeza, con “ese corte moderno”, decía ella. “Ya crecerá, abuela”, le contestaba yo con mi sonrisa de buena nieta, convenciéndola de lo trivial del asunto.

Ninguna de las dos me preguntó las razones de mi regreso; mi madre, por lo que ya sabemos; y mi abuela, porque a pesar de estar muy lúcida para su edad y tener la mejor memoria del

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pueblo, tenía ochenta y siete años a sus espaldas, y el único motivo que le interesaba realmente era mantenerse viva y sanos todos los de su alrededor, así que, con