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Los Cuadernos de Literatura
Luis Cernuda.
ESPAÑA Y LUIS CERNUDA
José l. Gracia Noriega
Alos veinticinco años de su muerte (ocurrida en la Ciudad de México el 5 de noviembre de 1963), Luis Cernuda, poco considerado en vida, de lo que él se
quejó con amargura en más de una ocasión, es ahora el poeta más vivo de la Generación de 1927. Los motivos son de varia índole, y no hace el caso referirlos aquí; pero como escribe Carlos Bousoño: «En el momento presente, Cernuda influye como ningún otro y es incesantemente citado por las bocas juveniles. Si Aleixandre tuvo gran influencia en la primera y la tercera generación de posguerra, y aún fue muy respetado en las otras, Cernuda se configuró como adalid de la segunda y ahora también de la cuarta. Y ello porque hizo antes que nadie en el ámbito de nuestra lengua (por influjo de la poesía inglesa: Browning, Eliot...) un tipo de poesía que ha tenido enorme éxito posterior: una poesía lírica cuyo lirismo se produce a través de la narración que un personaje, a veces histórico, pero siempre expresador del personaje poemático, realiza». Pero añade Bousoño, poeta y crítico, al
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igual que Cernuda: «Mas el gran éxito actual de Luis Cernuda no viene, claro está, sólo de esto o de la indudable valía de su magna producción. Viene también de que éste ha llevado al límite un biografismo absolutamente transparente que antes de Cernuda no existía, ni siquiera en el Romanticismo, y que hoy se ha puesto de moda».
De modo que se ha puesto de moda no sólo el poeta sino también el personaje; ese personaje complicado, a quien Miguel Sánchez-Ostiz adjetivó como «distante, ajeno, rebelde, exigente, desarraigado, solitario, descontento, insatisfecho, refinado, desdeñoso incluso ... ». El desarraigo de Cernuda, que tiene sus orígenes tanto en su fracaso como español, que se manifiesta históricamente en la pérdida de la guerra civil de 1936-39 y en un forzado cosmopolitismo, plenamente aceptado, por lo demás, es adecuado al poeta del siglo XX, como observa Octavio Paz en «Cuadrivio»: «Un ser distinto, aunque sea su descendiente, del poeta maldito. Se han cerrado las puertas del infierno y al poeta ni siquiera le queda el recurso de Adén o de Etiopía; errante en los cinco continentes, vive siempre en el mismo cuarto, habla con las mismas gentes y su exilio es el de todos. Esto no lo supo Cernuda -estaba inclinado sobre sí mismo, demasiado abstraído en su propia singularidad- pero su obra es uno de los testimonios más impresionantes de esta situación, verdaderamente única, del hombre moderno: estamos condenados a una soledad promiscua y nuestra prisión es tan grande como el planeta. No hay salida ni entrada. Vamos de lo mismo a lo mismo. Sevilla, Madrid, Toulouse, Glasgow, Londres, Nueva York, México, San Francisco: lCernuda estuvo de veras en esas ciudades?, len dónde están realmente esos sitios?».
Y muy concretamente, ldónde está España, en ese planeta que es a la vez prisión del poeta errante? Con claridad se determina el lugar que ocupa en el mapa: en el recuerdo. Un recuerdo amargo, otras veces atroz, casi siempre obsesivo; aunque el poeta no se proponga desgajarse de tal recuerdo:
Raíz del tronco verde, lquién la arranca? Aquel amor primero, lquién lo vence? Tu sueño y tu recuerdo, lquién lo olvida, tierra nativa, más mía cuanto más lejana?
El desarraigo le dicta una actitud antipatrióti-ca asumida, que en algunas ocasiones pertenece a un rango inferior, ya que es la confusión entre patriotismo español (a partir de 1939) y el franquismo. Pero no debe entenderse que en ello exista una beligerante militancia, que, pese a su filiación comunista en los años treinta (y su toma de partido en defensa de la República, según recuerda Octavio Paz, quien, en el reciente homenaje que le tributó en Sevilla asegura que se fue al frente de la sierra del Guadarrama, con un fusil y un tomo de Holderlin en el bolsillo de la chaqueta, aunque no tardaría en pasar tal fervor
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guerrero para ocupar el puesto más sosegado de Secretario de Embajada en París de julio a setiembre de 1936, y abandonar España definitivamente en 1938), la política es absolutamente ajena a su poesía, de tono introspectivo y moral. El poeta, en su madurez, desdeñaba las utopías políticas, y en un célebre poema de su etapa última, presenta a Goethe, a su admirado Goethe (por quien llegó, incluso, a criticar severamente a uno de sus maestros reconocidos, a T. S. Eliot), a punto de sucumbir ante los soldados franceses que habían invadido su casa: y a Cernuda le resultaba inconcebible que el autor de «Fausto» hubiera haber podido sentir la admiración que tuvo hacia Napoleón. Por esta razón yerra el autor de un anónimo artículo titulado «Introducción a Luis Cernuda», publicado en la revista clandestina «Argumentos», en los años sesenta, y que aquí se cita como curiosidad, al considerar a este poeta poco menos que en la línea de Pablo Neruda o de Rafael Alberti, diametralmente opuesta la de ambos a la suya.
Cernuda no era patriota en ningún sentido, porque aquella patria perdida para siempre («lástima que fuera tu tierra») nada podía ya decirle. Y el poeta, en lugar de adoptar la actitud elegíaca de un Manuel Altolaguirre («La ciudad que más quería/la he perdido en una guerra»), increpa y recrimina: pocos poetas en nuestra lengua han hecho uso con tan sombría belleza de la recriminación. Pero la distancia física impuesta por el exilio, influye, qué duda cabe, en el distanciamiento espiritual; así escribió en «Historial de un libro», refiriéndose a unos poemas escritos al dejar España: «La mayor parte de unos y otros estaba dictada por una conciencia española, por una preocupación patriótica que nunca ha vuelto a sentir».
A la «conciencia española» opone Cernuda un europeísmo elegido y proclamado. Perdida España, descreído de las utopías, como se ha dicho, el poeta se refugia en Europa. «Porque Cernuda es un poeta europeo en el sentido en que no son europeos Lorca o Machado, N eructa o Borges -escribe Octavio Paz-. Por supuesto, los españoles son europeos pero el genio de España es polémico: pelea consigo mismo, y cada vez arremete contra una parte de sí, arremete contra una parte de Europa. Tal vez el único poeta español que se siente europeo con naturalidad es Jorge Guillén; por eso, también con naturalidad, se siente bien plantado en España. En cambio, Cernuda escogió ser europeo con la misma furia con que otros de sus contemporáneos decidieron ser andaluces, madrileños o catalanes.
Su europeísmo es polémico y está teñido de antiespañolismo. El asco por la tierra nativa no es exclusivo de los españoles; es algo constante de la poesía de Europa y América (pienso en Pound y en Michaux, en Joyce y en Breton, en Cummings... la lista sería interminable). Así Cernuda es antiespañol por dos motivos: por españolismo polémico y por modernidad. Por lo
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primero pertenece a la familia de los heterodoxos españoles; por lo segundo, su obra es una lenta reconquista de la herencia europea, una búsqueda de esa corriente central de la que España se ha apartado desde hace mucho. No se trata de influencias -aunque, como todo poeta, haya sufrido varias, casi todas benéficas- sino de una exploración de sí mismo, no ya en sentido psicológico, sino de su historia».
En este sentido, puede ser provechoso o interesante describir la actitud de Luis Cernuda hacia España basándonos en testimonios otorgados por su propia poesía. Los tópicos españolistas de la Generación de 1898, y, en poesía, muy especialmente perceptibles en Antonio Machado (a quien Cernuda aborrecía; María Zambrano recuerda que «era imposible hablarle siquiera de él»; aunque en su duro ataque hacia los miembros de la generación finisecular con que abre el ensayo dedicado a Valle-Inclán, le salva, junto con el autor de «Divinas palabras»), era inevitable que, pasado el tiempo, produjeran cansancio y cayeran en un cierto descrédito. La guerra civil hace que algunos poetas (por ejemplo, Alberti) regresen sobre ese tema que había sido superado en 1927. La derrota y el exilio conducen al propio Cernuda a volver la vista sobre su país y sobre una tradición que cada vez tiene por más ajena, aunque en ello corra un riesgo, como lo
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corrió la mujer de Lot al encararse con las ciudades arrasadas de Sodoma y Gomarra. El desarraigo también tiene su precio, que Cernuda reconoce:
Las cosas tienen precio ...
... y ser de esta tierra lo pagas con no serlo de ninguna ...
Esta actitud y esta lucidez no aparece en los otros poetas de su generación, para quienes, incluidos los más politizados, y no citemos ya a Federico García Lorca, España es caudal inagotable de costumbrismo colorista: forma de ver las cosas que siempre Cernuda rechazó abiertamente. Para él, en el exilio (por razones obvias, no podemos considerar en esta circunstancia a otros poetas en cuya compañía se le pone, bien porque perecieron en la guerra, como Lorca, o porque no tuvieron necesidad de exiliarse, como Dámaso Alonso o Gerardo Diego, o lo hicieron interiormente, como Vicente Aleixandre), se habían agudizado las distancias, de las que, anteriormente, podía ser muestra su pasajera militancia radical. Aquel descontento juvenil hacia España manifestado al comienzo de los años treinta iría cobrando, con el tiempo, proporciones mayores, aunque por otros caminos. El país perdido, para Cernuda, es el país abolido. Así
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como en Alberti no parece que haya habido exilio, y aún durante él siguen sonando en sus versos ecos españoles, Cernuda se acoge a otra tradición: como si en la poesía inglesa de los metafísicos y de los románticos (o en Horderlin, o en Goethe: y aunque el nombre del Goethe era capaz de enfurecer a Horderlin en sus años de confinamiento y locura, ambos poetas alemanes fueron benéficos para el poeta sevillano) hubiera como cadenas a las puertas de las iglesias que marcaban el derecho de asilo, entró en esos vastos dominios.
Sin tradición, o con una tradición nueva, más suya que la propia, el poeta nada había perdido; o era como si nada hubiera perdido. Había perdido, eso sí, la infancia, pero ésta es una pérdidairrecuperable, como la del paraíso. «La infancia-escribió- es un jardín que abandonamos sinsaberlo». Sin saberlo y sin quererlo, al haberloperdido ya nada quedaba por hacer. Al contrarioque otros que soñaban con el regreso que seproduciría tarde o temprano, o incluso despuésde la muerte, como fue el caso de tantos, Cernuda se acomodó con coraje y sin nostalgias a lanueva situación, que para él, por decisión propiahabía de ser la definitiva:
... prefiero no volver a una tierra cuya fe, si una tiene,
[dejó de ser la mía, cuyas maneras rara vez me fueron propias, cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron.
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El poeta, como en el poema «Los dioses abandonan a Antonio», de Kavafis (al que por cierto, consideraba como «una de las cosas más definitivamente hermosas de que tenga noticia en la poesía de este tiempo»), sabe que «quedan las súplicas y las lamentaciones para los cobardes», y capta el consejo que se le da con estoicismo: «No te engañes, no digas/que era un sueño, que tus oídos te confunden».
Cernuda reconoce, por lo tanto, que se ha desgajado de una historia común que a él le resulta perfectamente antipática: ante un hecho colectivo como es la historia de su pueblo, reacciona con una toma de postura individualista. Mas si reprocha su Historia, condena y niega a la totalidad de su tierra:
La historia de mi tierra fue actuada por enemigos enconados de la vida. El daño no es de ayer ni tampoco de ahora, sino de siempre. Por eso hoy la existencia española, llegada al paroxismo, estúpida y cruel como su fiesta de los toros.
La sin-razón de la vida española le produce re-pugnancia; en este punto coincide con Antonio Machado que se refiere a «esa España inferior que ora y embiste/ cuando se digna usar de la cabeza». Mas para él no hay España superior salvo en los libros, en las obras de Cervantes y de Galdós, como se verá luego. La España real es que el pueblo que gritó: «iVivan las caenas!», y a quien, aunque sin exageraciones, hay que reconocer que a lo largo de su andadura se mostró siempre demasiado acomodaticio:
Un pueblo sin razón, adoctrinado desde antiguo en creer que la razón de soberbia adolece y ante el cual se grita impune. Muera la inteligencia, predestinado estaba a acabar adorando las cadenas y que este culto absurdo le trajese a donde hoy le vemos: en cadenas, sin alegría, libertad y pensamiento.
Estos versos coinciden con los de otros poetas en igual situación que la suya, como León Felipe, que lamentaba en los suyos, demasiado estentóreos a mi gusto, y seguramente al del propio Cernuda, que España, que por trayectoria debiera haber acabado en una llama, hubiera acabado en una charca, en la charca del franquismo, que se quedó con la casa, la hacienda y la pistola, y expulsó a los poetas, que se fueron con el canto. Pero el canto de Cernuda no es, ni de lejos, el de León Felipe. A Cernuda no se le hubiera ocurrido que «su» España pudiera con� cluir en una charca, porque estaba encharcada desde el comienzo; y el ánimo coral que alienta en la poesía del autor de «Versos y oraciones del caminante», está ausente de las pretensiones de Cernuda, quien, al negar a sus compatriotas, los niega asimismo como auditorio:
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No hablo para quienes una burla del destino compatriotas míos hiciera.
Esta actitud desdeñosa es impropia del poeta «civil»; Cernuda lo sabe, pero sabe por encima de todo que suya es su poesía, y como el misterioso marinero que se le aparece desde la remota lejanía a bordo de una galera al Conde Arnaldos cuando pasea la mañana de San Juan por la dorada playa, no dice su cantar sino a quien con él va. No ignora, sin embargo, que entre tanta bestialidad nacional cuenta con amigos que pueden configurarse como auditorio, unos imaginarios, como el galdosiano Salvador Monsalud, liberal y aventurero, y otros de carne y hueso, como Víctor Cortezo:
V. C., tu amigo, uno de esos españoles[admirables
compensando que tan poco admirables sean [los otros.
La rabia de Cernuda le lleva a incidir en la machadiana «España miserable», que «envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora», incluso con elementos sobradamente tópicos:
Junto a la iglesia está la casa llana, al lado del palacio está la timba, el alarido ronco junto a la voz serena, el amor junto al odio, y la caricia junto a la puñalada. Allí es extremo todo. La nobleza plebeya, el populacho noble, la pueblan; dando terratenientes y toreros, curas y caballistas, vagos y visionarios, guapos y guerrilleros. Tú compatriota, bien que ello te repugne, de su fama.
Es la «España de charanga y pandereta»: la España, por lo demás, de Dumas, de Merimée, o de Ernest Hemingway en «lPor quién doblan las campanas?», con aquellos guerrilleros hampones y goyescos. Pero también se advierte una dolorosa dualidad: «y la caricia junto/a la puñalada». Pues de un lado, como bien advierte Aurora de Albornoz: «En gran parte de la poesía exiliada de Cernuda hay una búsqueda de distanciamiento. Además de un tono -aparente indiferencia o desdén-, intenta el poeta buscar otros procedimientos distanciadores. Ya en 'Las nubes' y 'Como quien espera el alba'; los más visibles son: empleo de la segunda persona verbal en lugar de la primera -'tú' en lugar de 'yo'-; o proyección de una experiencia o sentimiento muy personal en una figura histórica o legendaria dentro de la cual, en un momento, vive».
José Luis Cano, en el prólogo a su antología «El tema de España en la poesía española contemporánea», señala dos actitudes entre los escritores exiliados, y principalmente en los poetas, que pueden ser los más quejumbrosos: «Esa poesía de nostalgia y dolor de la patria que inspira tantos poemas de la España peregrina -de las dos generaciones que emigraron, la del 27 y la del 36- no es, en absoluto, uniforme. Se expre-
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sa, por el contrario, en muy distintos tonos, desde la añoranza puramente melancólica - que se observa sobre todo en los poetas andaluces, como Alberti, Cernuda, Prados, Garfias y Aparicio- hasta la imprecación violenta -que es otra forma de amor- en León Felipe, o el desdeñoso desprecio en algunos poemas de Cernuda». Por descontado, el segundo Cernuda es más frecuente que el primero, y, desde luego, es el mejor. No sólo se dirige a sus paisanos con recelo, sino también con altanería:
No me queréis, lo sé, y que os molesta cuanto escribo. lOs molesta? Os ofende.
En opinión de Cano, que se muestra muy mo-derado en sus conclusiones, «este sentimiento de amargura, incluso de hostilidad, hacia una patria cruel y oscura, horra de toda libertad, que no es digna siquiera de que el poeta regrese a su ámbito, lo volvemos a encontrar en algunos poemas de Cernuda escritos durante la guerra civil y al terminar ésta, e incluidos en su libro 'Las nubes'». Más atina Cano cuando le encuentra antecedentes a esta actitud donde se entremezclan dolor y desprecio en la de los ilustrados y afrancesados españoles de anteriores siglos: «Esta actitud de Cernuda -escribe- no distante de la de nuestros afrancesados del XVIII -un Meléndez, por ejemplo- es frecuente en sus poemas del destierro». En mi opinión, no se ha reparado demasiado en que la actitud personal de Cernuda hacia España podía ser la propia de un ilustrado dieciochesco, poco entusiasta de populacherías; su europeísmo, destacado por Octavio Paz y ya mencionado aquí, puede situarle entre los pocos sucesores de los «afrancesados» (a fin de cuentas, la resistencia española contra Napoleón fue una guerra civil, germen de las otras que se sucedieron a lo largo del siglo XIX y en el XX, y entre quienes apoyaron a la República en 1936 había, al menos en algunos, unas afinidades europeístas de las que carecía el bando sublevado). Para Cernuda, España, en el poema «A Larra, con unas violetas», escrito en plena guerra civil, en 1937, con motivo del centenario del pistoletazo que llevó a «Fígaro» a la tumba (y a Zorrilla a acompañarle hasta el cementerio con un poema gemebundo y un ramo de violetas) es: «nuestra gran madrastra, mírala hoy deshecha». Dicterio que no hubiera escandalizado a James Joyce, quien, también exiliado, aunque sin necesidad de haber padecido una guerra civil, hace decir a Stephen Dedalus en «Retrato del artista adolescente»: «lSabes lo que es Irlanda? Irlanda es la cerda vieja que devora a su propia lechigada».
Frente a esta violencia, en Cernuda aparecen también algunas frases, bastantes versos, en lo que la patria abandonada aparece vista por su lado bueno; aunque de una parte -y eso es inevitable-, esté la colectividad, el pueblo, la chusma, quienes gritan salvajemente la alabanza del despotismo y del oscurantismo, y de otro haya
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unos pocos espíri.tus selectos, afines al sentir civilizado del Poeta: es decir, a los que va destinado su verso, y a quienes se lo niega rotundamente:
No hablo para aquellos quienes una burla del [destino
compatriotas míos hiciera, sino que hablo a solas ( quien habla a solas espera hablar a Dios un día) o para aquellos pocos que me escuchencon bien dispuesto entendimiento.Aquellos que como yo respetenel albedrío libre humanodisponiendo la vida que hoy es nuestra,diciendo el pensamiento al que alimenta
[nuestra vida.
La cita del verso de Machado entremezclado entre los suyos acaso señale que pese a su declarada aversión hacia él, la sombra del poeta noventayochista aletea sobre Cernuda (consciente o inconscientemente, calculo que conscientemente) cada vez que se propone al tema de España. El caso merecía ser observado con más detenimiento, aunque no aquí.
Dividida España en dos por Cernuda, por una parte la real, execrable, por la otra, la noble y literaria -obras de Cervantes y de Galdós-, no deja de ser curioso que la España que para él tiene reconocimiento es aquella que sólo se encuentra en los libros; pero a la vez, son los libros y no España quienes le acompañaron en el exilio. Cernuda siempre dependió de los libros, de los que decía Montaigne que son amigos discretos. Del mismo modo que recuerda que leía, en Madrid bajo los bombardeos, las nobles páginas del «Stello», de Alfred de Vigny, lee en el exilio los libros de Cervantes y de Galdós para conservar otra imagen de su tierra. En la España real también se dirige, en el amargo poema «A sus paisanos», que cierra «La realidad y el deseo», a aquellos que se distinguen de los más en el trato que le dan al poeta:
Mas no todos igual trato me dais, que amigos tengo aún entre vosotros, doblemente queridos por esa desusada simpatía y atención entre la indiferencia,
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y gracias quiero darles ahora, cuando amargo me vuelvo y os acuso.
No importa que estos amigos, conocidos o desconocidos, sean pocos; porque el poeta, en su altiva soledad, reconoce
Que el hombre es noble. Nada importa que tan pocos lo sean: uno, uno tan solo basta como testigo irrefutable de la nobleza humana.
El concepto no es original, pero situado en el contexto del tema de España en la poesía de Cernuda, se presenta con grandeza. Para Cernuda, después de tanta y tan buscada indiferencia hacia España, España acaba siendo metáfora. Se puede hablar de una relación amor/odio (sólo se odia lo que se ama, o, como recuerda Cano, la imprecación violenta es otra forma de amor); pero uno y otro sentimiento están expuestos en Cernuda sin fisuras, y sin que incurra en contradicción. De no ser así, no hubiera escrito en «Elegía Española»:
Háblame, madre; y al llamarte así digo que ninguna mujer lo fue de nadie como tú lo eres mía.
El tema de España es constante en la literatura española desde los «laúdes Hispaniae» visigóticos. Inmersa en esa corriente, una parte de la obra de Cernuda no hace otra cosa que cumplir una tradición: más dramáticamente, si cabe, a causa del alejamiento impuesto por el exilio. Resignada diatriba, a la formada indiferencia y aborrecimiento (aunque el indiferente no toma la pluma para ponerse a escribir), Cernuda, a pesar de su europeísmo, de su otra cultura aceptada y asumida, todavía está lejos de reconocer aquello que diagnosticó Jaime Gil de Biedma (ése sí, con fría indiferencia): «Del 98 para acá, la evolución del tema de España en nuestra poesía se asemeja más a la de un tópico li- o terario medieval que a la de un tópico literario moderno».