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Espíritu festivo

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ROBERTSON DAVIES

Robertson Davies (1913–1995) fue uno de los escri-tores canadienses más importantes del siglo XX y esautor de celebradas novelas como El quinto en dis-cordia, El mundo de los prodigios, Lo que arraiga enel hueso o Levadura de malicia. Durante sus añoscomo profesor en el Massey College de la Universi-dad de Toronto, Davies escribía cada año un cuentode fantasmas que luego leía en público durante las ce-lebraciones navideñas. Estos cuentos se recogieron en1982 en el volumen Espíritu festivo. Cuentos de fan-tasmas (Libros del Asteroide, 2013), donde apareciópublicado por primera vez el relato «La asimilaciónde Dickens».

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Robertson DaviesLa asimilación de DickensTraducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera

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Título original: «Dickens Digested»Cuento extraído del libro Espíritu festivo. Cuentos

de fantasmas (Libros del Asteroide, 2013)

© Robertson Davies, 1982© de la traducción, Concha Cardeñoso Sáenz de Miera,2013© de esta edición: Libros del Asteroide S.L.U.

Edición no venal.Reservados todos los derechos.

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La asimilación de Dickens

Me gustaría hablar bien de Charles Dickens conocasión del centenario de su muerte; el mundoliterario se une para rendirle honores por for-mar parte de la media docena de genios más famosos de nuestro gran legado poético, dra-matúrgico y novelístico. Tener que dirigirme austedes esta noche para acusar a tan inmortalfigura de… la palabra se me atraganta, pero esnecesario pronunciarla… de vampirismo me re-sulta repulsivo y desagradable, pero no mequeda otro remedio, puesto que Dickens ha

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proyectado esta aborrecible sombra sobre eljardín de Massey College.

Esto fue lo que sucedió:Era la mejor de las épocas, era la peor de las

épocas, era la edad de la sabiduría, era la edadde la locura, eran tiempos de credulidad, erantiempos de incredulidad…* En pocas palabras,era principios del trimestre de otoño del año1969. Recibí al grupo de nuevos profesoresayudantes de cátedra y, entre los aproximada-mente treinta y cinco que eran, algunos me lla-maron la atención inmediatamente… pero loque voy a relatar no se refiere a ninguno deellos. No, porque Tubfast Weatherwax III** no

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* Así comienza A Tale of Two Cities (Historia de dosciudades), de Charles Dickens.

** Tubfast Weatherwax: la palabra Tubfast no existecomo nombre propio. Podría traducirse por «lavable amáquina». En cuanto a Weatherwax, se utiliza en jergacon el significado de «bocazas».

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poseía ninguna cualidad que despertara interéso lo mereciera. Era un joven anodino que nodestacaba físicamente por nada en particu-lar, yo conocía su historial, pues el Consejo deSelección de la Facultad lo había examinado a fondo. Venía de Harvard, era un joven es-tadounidense de alta cuna, como lo indicabaclaramente el ordinal unido a su nombre. Sabía-mos que su madre era una Winesap de Boston.Sin embargo, el joven Weatherwax llevaba consencillez e incluso con modestia lo que por cor-tesía suponíamos que era (en sentido republi-cano) un linaje noble.

Estudiaba Literatura Inglesa y deseaba doc-torarse. Cuando, con toda naturalidad, le pre-gunté si ya había elegido tema, me contestóque tal vez hiciera algo sobre Dickens, si es que encontraba algo nuevo. Su actitud me pareció un tanto falta de energía, pero les ase-guro que es bastante común entre los licencia-dos en Lengua y Literatura Inglesa; con la

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intención de insuflarle ánimo, le dije que es-taba convencido de que si Dickens llegaba aapoderarse de él, él se entregaría al tema porcompleto.

¡Ay, profecía fatídica! ¡Así me hubiera mor-dido la lengua! Pero no: yo, igual que el pobreTubfast Weatherwax, no era más que un peónde uno de esos juegos… no de azar, sino del des-tino, en los que la fatalidad juega con nosotrospara que no nos crezcamos creyendo que tene-mos libre albedrío.

Tardé unas semanas en volver a verlo, hasta eldía en que vino a consultarme sobre la facetadramatúrgica de Dickens. Soy uno de los pocosde esta universidad que se ha tomado la moles-tia de leer las obras teatrales de Charles Dickensy relacionarlas con el resto de su obra literaria;por tanto, era normal que acudiera a mí. Wea-therwax no sabía nada del teatro del XIX y ledije que no era probable que el teatro de Dic-kens fuera materia apropiada para una tesis sa-

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tisfactoria, a menos que se tratara de un espe-cialista entusiasta.

—Y usted, señor Weatherwax —añadí—, nome pareció muy entusiasmado con Dickens laúltima vez que hablamos.

La expresión le cambió, indudablemente ilu-minada por el entusiasmo.

—¡Ah, pero eso ya es historia! —dijo—. Hasucedido lo que predijo usted: ¡tengo la sensa-ción de que Dickens se ha apoderado de mí ver-daderamente!

Lo miré con más atención. Había cambiadorespecto al día en que lo conocí. Su estilo en elvestir, que antes consistía en el típico desaliñoelegante de los hombres de Harvard (pantalo-nes de pana convenientemente gastados, ca-misa arrugada pero impoluta, corbata, en vezde cinturón, muy baja y apretada a las cade-ras) consistía ahora en pantalones a rayas ajus-tadísimos, chaqueta muy ceñida a la cintura,con faldones amplios, y, alrededor del cuello,

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lo que hace ciento cincuenta años se denomi-naba «pañuelo belcher». Y… ¿me equivocabay la sombra que se le apreciaba en las mejillasno era más que falta de afeitado, que tan demoda se ha puesto, o sería el tímido despuntarde un buen par de patillas? No le dije nada y, en cuanto se fue, no volví a pensar en elasunto.

Es decir, no volví a pensar en ello hasta elBaile de Navidad.

Son muchos los aquí presentes que recuerdanel Baile de Navidad de 1969. Fue algo encan-tador y, como de costumbre, los trajes de loshombres de la residencia, así como los de susinvitados, eran una representación completade la elegancia universitaria moderna. Yo, porejemplo, siempre me visto de etiqueta en esasocasiones; es lo que se espera de mí; ¿de quésirve una figura institucional si no se visteacorde a su rango? En cierto modo, fue unoprobio para mí ver que alguien me superaba

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en formalidad, y que ese alguien fuera nadamenos que Tubfast Weatherwax III. Sin em-bargo, ¿era el último grito en moda, o se tra-taba de algo semejante a un disfraz? El frac decolor verde botella, muy ajustado a la cinturay con la cola muy puntiaguda, con las solapasde terciopelo muy altas y bajando pronuncia-damente hasta los hombros; el chaleco granatede terciopelo, cargado de cadenas de reloj y le-ontinas con sellos colgando; la camisa con volantes increíbles y la altísima pechera almi-donada que casi le llegaba hasta la boca; lospantalones que parecían una segunda piel y…¿era posible? ¡Sí, lo era! ¡Unos zapatos de gala lustrosos, impolutos! Era la moda de 1836 llevada a la perfección. De pronto mevino a la cabeza: 1836, la fecha de la primeraedición de Los papeles póstumos del club Pickwick. Y el pelo: ¡unos rizos magníficosamontonados en la cabeza! Y las patillas, en-cerrando exquisitamente, como un paréntesis,

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la frase subordinada que era su rostro inocen-te. Sí, no cabía la menor duda: Tubfast Wea-therwax III había logrado parecerse al famosoretrato del joven Dickens que había hecho Da-niel Maclise.

¡Pero su acompañante! No, ella no era neo-victoriana. Al principio me pareció que llevabael torso completamente desnudo, pero no eraeso exactamente. Sujetador no llevaba, eso sí, yse movía como las olas del mar. En cuanto a suminifalda, era una minissima, no, una parvula.¡Una muchacha verdaderamente despampa-nante!

—Permítanme que les presente a la señoritaAngelica Crumhorn —dijo Weatherwax, ha-ciendo una reverencia pomposa a mi señora y amí—, puedo asegurar que es el ornamento másdeslumbrante de los teatros de la localidad.Pero hoy se la he sustraído a las candilejas y alas ovaciones de sus fervorosos admiradorespara enaltecer nuestra festividad académica con

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su belleza y su ingenio. Ven, ángel mío, ¿nosadueñamos de la pista?

—¡Vaya mierda! —exclamó la señorita Crum-horn—. ¿Dónde está la ginebra?

Yo la conocía. La conocía medio mundo.Tenía mucha fama, eso es cierto, pero no comoAngelica Crumhorn, que supongo que sería suverdadero nombre, sino como Puertas Entrea-biertas Dulzura, estrella del teatro Victory Bur-lesque. Era la primera bailarina de un conjuntofemenino llamado Teteros Fuera.

Si hay algo que la revolución estudiantil dehace unos pocos años ha dejado más claro queel agua, es, sin duda, que los estudiantes ya notoleran que las instituciones educativas preten-dan ponerse in loco parentis; por tanto, los bue-nos consejos quedan totalmente descartados.Por eso no llamé al joven Weatherwax a mi des-pacho a la mañana siguiente para decirle queestaba al borde del abismo, aunque sabía que era así. No es que el pobre, en el baile, no

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tuviera ojos más que para Puertas Entreabier-tas Dulzura; en ese aspecto, se comportó senci-llamente como todos los demás, porque, albailar, la señorita Crumhorn hacía una exhibi-ción imponente del abrir y cerrar de sus pechos,al estilo acordeón, movimiento que le había va-lido el sobrenombre profesional de Puertas En-treabiertas. No, lo terrible era que, cuando lamiraba, parecía que viera a otra persona: a unajovencita encantadora de la época de la Regen-cia, toda ella bucles leves, cintas bonitas, con-versación modesta pero ingeniosa y actitud deflirteo pero fundamentalmente casta. Vi com-plicaciones en el futuro de Tubfast Weather-wax, pero me contuve.

Es que, verán, me pareció que quería emulara Charles Dickens; sucede a menudo en la es-cuela de doctorandos; un joven elige a una figura literaria notable como asunto de investi-gación, y su objeto de estudio es mucho másvital que él, infinitamente más cargado de vida,

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de modo que el estudiante empieza a transfor-marse en el tema de su tesis y adopta el papel dela gran figura literaria hasta que saca el docto-rado. Es un caso frecuente que se ve por do-quier. No se puede dar un paso en cualquierseminario de posgrado de Literatura Inglesa sinchocar con un feto de Henry James o con unembrión de James Joyce. Proliferan por todaspartes las compañías ambulantes NorthropFrye y las versiones de Hallowe’en de MarshallMcLuhan. Esto no tiene nada que ver con estaseminencias, sino que tiene que ver con la natu-raleza teopática de los estudios de posgrado. Elaspirante a la perfección académica se sumergede tal forma en la obra de su dios que inevita-blemente se contagia un poco de sus caracterís-ticas, al menos de las exteriores. La culpa no latiene el dios. Ni mucho menos.

«Muy bien —me dije—, con su pan se locoma este Tubfast Weatherwax III; ha descu-bierto la primera locura amorosa de Dickens

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con Maria Beadnell; que se meta ahora en lospantalones de Dickens, a ver qué tal le sientan.»

Lo cual significó un gran sacrificio para mí.Cada vez que me lo encontraba, le decía las pa-labras de rigor: «Buen día tenga, señor Weather-wax», y entonces tenía que oírle exclamar: «¡Ah,espléndido, espléndido! ¡El mejor de los días, de-cano! ¡Viva! ¡Hala! ¡Que Dios nos bendiga atodos!». O, si tal vez le decía: «Qué día tan regu-larcillo, ¿verdad, Weatherwax?», él respondía:«¿Y qué importa, siempre y cuando el fuego delespíritu arda en la vela de la sociabilidad y el alade la amistad no mude una sola pluma?».* Apartir de ese momento procuré no encontrarmecon Weatherwax. La única respuesta dickensianaque se me ocurría en esos casos era: «¡Bah! ¡Pam-plinas!».** Pero no me gusta nada dar disgustos.

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* Palabras del señor Swiveller en La tienda de anti-güedades, de Charles Dickens.

** Expresión de Ebenezer Scrooge para referirse a laNavidad en Cuento de Navidad, de Charles Dickens.

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Sin embargo, lo veía. Sí, sí; lo veía cruzando eljardín a paso ligero, como un hada, del brazode esa ramera declarada, Puertas EntreabiertasDulzura. Y él seguía llamándola Angelica,pobre infeliz, pobre cegato. Deseaba hablar conél, pero mi yo más sabio, que, lamento decirlo,es un espíritu cínico y malhablado al que llamo«el fantasma de la experiencia pasada», inter-venía y se burlaba: «De loco parentis nada, mo-nada», y entonces yo me contenía.

Incluso la pasada primavera, cuando vino apedir permiso para casarse con Angelica Crum-horn en la capilla en agosto, me limité a darle elconsentimiento formal.

—Llenaré la capillita de flores —dijo en tonode rapsoda—, flores para aquella cuyos pensa-mientos son puros y fragantes como los máshermosos capullos de la tierra.

Me ahorré el comentario de que un ramo deVenus atrapamoscas sería bonito y original.

Preparé el documento pertinente para el Re-

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gistro de la Facultad, pero agosto llegó y se fuey, como no sucedió nada, puse una nota («Can-celado») en el documento y esperé a ver quéocurría.

El pobre Weatherwax se moría de pena; dejéde esquivarlo y empecé a compadecerme de él.Le pregunté qué tal marchaban los estudios deDickens. Me invitó a sus habitaciones de la re-sidencia y, cuando fui a verlo, me quedé pas-mado al ver que había logrado un ambienteperfectamente victoriano, muy parecido a lossalones de un colegio de abogados del siglo XIX.Tenía hasta una jaula (con un jilguero, como nopodía ser de otro modo). Los ornamentos másdestacables eran un gran busto de Dickens enescayola (muy grande, tanto que lo dominabatodo, sin duda) y una bonita colección completade las obras de Dickens en veinticinco volúme-nes. La reconocí inmediatamente, era la de Nonesuch, una colección muy cara para un estudiante, pero sabía que Weatherwax tenía

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dinero. El pobre languidecía en un sillón ata-viado con un largo batín de terciopelo, el pelotapándole la cara: el vivo retrato de la tristezaromántica. Fuera prudente o no, decidí quehabía llegado la hora de hablar.

—¡Ánimo, señor Weatherwax! —exclamé—.¡Domínese, reúna fuerzas, movilice sus ener-gías, señor!

Empecé a oírme pronunciar esas frases tanpoco comunes, pero con el busto de Dickensmirándome directamente desde un estante altono podía expresarme de otro modo. Así pues, ledije en perfecta prosa victoriana que dejara dehacer el burro, que estaba mejor sin Puertas En-treabiertas Dulzura y que en primer lugar teníaque dejar de intentar ser Charles Dickens.

—¡Uno puede comerse a su dios! —exclamé,levantando la mano en actitud admonitoria—.¡Pero no convertirse en él! ¡Deje de imitar aDickens y estúdielo como un erudito!

Para mi desolación, rompió a llorar.

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—¡Oh, buen anciano! —gimoteó—. Llegatarde, porque no estoy comiéndome a mi dios,pues me temo que es él quien me está comiendoa mí. Pero, ¡bendito sea y benditos sean sus ca-bellos nevados! Ha venido a socorrerme, pero,¡ay! ¡Sé que estoy perdido!

Me levanté para irme y, al hacerlo (se locuento aunque sé que parece increíble), me diola impresión de que el busto de Dickens sonreíaenseñando unos dientes afilados y crueles. Soltéun grito. Fue un grito mental, que es la únicaclase de grito que se le permite a un profesor enla universidad moderna, pero lo solté y huí deallí.

Volví, naturalmente. Sé cuál es mi deber. Sé loque debo a los hombres de Massey College, alespíritu de la educación universitaria, al sentidode la honestidad, que es uno de los bienes mássagrados de este mundo cambiante. Y, a medidaque transcurría el otoño (fue el otoño pasado,pero al pensar en ello me parece que fue hace

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mucho, muchísimo tiempo), cada vez me con-vencía más de que el trastorno de Weatherwaxera mucho más grave de lo que suponía; no esque se creyera Dickens, sino que se creía un personaje de Dickens y, al abandonar su perso-nalidad, había dado el primer paso para aden-trarse en una senda tenebrosa y siniestra. ¿Unpersonaje de Dickens? Sí, pero ¿cuál? Uno delos perdidos, sin duda, pero ¿cuál? ¿Cuál? Elpasado otoño fue para mí una estación de de-beres penosos, porque, además de tener queocuparme de Weatherwax (sí, sí; llegó un mo-mento en que tenía que llevarle las comidas ydarle a la boca con mis propias manos las pocascucharadas que pudiera ingerir), tenía queadaptarme al único lenguaje que él parecía en-tender ahora.

Un día, a primeros de noviembre, le llevé eltazón de gachas de costumbre y me lo encontrétumbado en su camita, dormido.

—Señor Weatherwax —susurré—… no, per-

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mítame que le llame Tubfast; levántese, tieneque comer algo.

—¿Es usted, abuelo? —preguntó al tiempoque abría los ojos, y en sus labios asomó unasonrisa furtiva, tan dulce, tan inocente, tan ab-solutamente femenina que encontré al instantela respuesta a mi pregunta. Tubfast Weather-wax III creía que era la pequeña Nell.

A partir de entonces empeoró rápidamente.Le dedicaba todo el tiempo que podía. A vecesse le iba la cabeza y parecía añorar a PuertasEntreabiertas Dulzura.

—No crié a una dulce gacela que me alegraracon sus tiernos ojos negros para que, cuandollegara a conocerme y a quererme, sin dudarloprefiriera los favores* de un gordo peletero alpor mayor de Spadina Avenue —murmuraba.

Pero hablaba más a menudo de estudios de

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* Palabras de Dick Swiveller en La tienda de anti-güedades, de Charles Dickens.

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doctorado y de la gran convocatoria de autori-dades en la que el canciller del universo confieredoctorados magna cum angélica laude a todoel que se arrodille ante su trono.

Cuando no pude seguir engañándome sobrela inminencia del final, adorné su yacija conbayas invernales y hojas verdes que recogía enun rincón recoleto del aparcamiento. Él adivinóel motivo.

—Cuando muera, enterradme cerca de algoque haya amado la luz y que siempre haya te-nido el cielo sobre su cabeza —murmuró.

Supe que se refería al jardín de la facultad,porque, a pesar de que pronto la nueva Biblio-teca de Doctorado arrojará eternamente el velode su sombra sobre el jardincito, él lo había co-nocido como un lugar soleado, lleno de risas delos indolentes jóvenes que juegan allí al cróquet.

Después, una triste noche de noviembre, exac-tamente al filo de la medianoche, llegó el final.Murió. Nuestro querido, paciente y noble Tub-

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fast Weatherwax III expiró. Su pajarito (un serminúsculo y leve que podía ser aplastado conun dedo) se movía ágilmente en la jaula; y el co-razón fuerte de su dueño niño se había quedadomudo e inmóvil para siempre.

¿Qué había sido del rastro de sus primeraspreocupaciones, de los tormentos de su amorno correspondido, de las tareas universitariasdemasiado pesadas para la debilidad de sumente? Habían desaparecido. Los pesares ha-bían muerto con él, ciertamente, pero almismo tiempo nacieron la paz y la felicidadperfecta, reflejadas en su belleza en calma y ensu reposo profundo. Así es como conoceremosla majestad de los ángeles, en la hora de lamuerte.

Lloré a solas una hora, pero había muchascosas que hacer. Salí presuroso al jardín, le-vanté una losa del pavimento, en el lado nor-oriental, donde el sol calienta más y dura más,al menos hasta que terminen la Biblioteca de

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Doctorado. Para un hombre como yo, cargadode años y de penas, cavar una fosa de dos me-tros fue una tarea pesada que me llevó diez lar-gos minutos. Con el cincelito de mi prácticanavaja de bolsillo, no tardé ni un instante engrabar en la piedra:

Hic jacetSTABILIS WEATHERWAX TERTIUS

y a continuación, como mis conocimientos delatín son limitados, puse:

Se le llenó antes el papo que el ojo

Tenía la intención de tapar la tumba con lainscripción de la losa hacia dentro, para queno pudieran leerla las miradas profanas.Ahora solo faltaba envolver el pobre y frágilcadáver en el batín de terciopelo y acostarlopara siempre o, mejor dicho, ponerlo de pie

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para siempre, porque había tenido que cavarla tumba a lo hondo.

Solo entonces alcé la mirada hacia las venta-nas de la habitación de Weatherwax, que se en-contraba en la pared de enfrente. ¿Qué luz eraaquella, que oscilaba en el marco con un fulgorespectral? ¿Se me había olvidado apagar la elec-tricidad a causa de la pena? No, no, esa luz noera el resplandor mortecino de un flexo. Eraazulada y parecía crecer y disminuir. ¿Erafuego? Corrí escaleras arriba y abrí la puerta depar en par.

¿Y qué vieron allí mis ojos, para su inmensoasombro? Se me pusieron de punta los pelosdel colodrillo, como si me abanicara un soplohelado. El busto de Charles Dickens, que antesera tan blanco, tan de escayola, estaba ilumi-nado ahora burdamente con los colores de lavida. Los Dickens de Nonesuch, que hasta elmomento conservaban su encuadernación ori-ginal de bocací de colores, estaban, ¡horror de

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los horrores!, recién encuadernados en piel, yesa piel, huelga decirlo… ¡era humana! Y elolor, ¿por qué me recordaba tan horriblementea un comedor en el que se acaba de celebraruna bacanal? Lo sabía. Lo supe inmediata-mente. Porque el cadáver… ¡el cadáver habíadesaparecido!

Mientras me desvanecía, los rojos labios delbusto de Dickens sonrieron de una forma es-pantosa y la barba se le movió como si hiparade hartazgo.

Unos días después, concretamente el viernespasado, un colega joven del Departamento deLiteratura, un joyceano muy prometedor, medijo:

—Es increíble cómo proliferan los estudiossobre Dickens; se han inscrito unas cuantas tesisen estos últimos tres meses. —Sabía que des-preciaba a Dickens y a todos los victorianos, asíes que no me sorprendió que añadiera—: ¡Es in-creíble la vida que tiene todavía ese viejo he-

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chicero! ¿Con qué carne se alimentará esteCharlie nuestro para crecer tanto?

Sonrió, satisfecho de su bromita literaria. Peroyo no, porque yo sabía la verdad.

Sí, la sabía.

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Otros títulos de Robertson Davies en Libros del Asteroide:

El quinto en discordiaMantícoraEl mundo de los prodigiosÁngeles rebeldesLo que arraiga en el huesoLa lira de OrfeoA merced de la tempestadLevadura de maliciaUna mezcla de flaquezasEspíritu festivo. Cuentos de fantasmas

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Libros del Asteroide os deseafeliz Navidady un próspero 2014

Aawww.librosdelasteroide.com

ISBN 978-84-15625-70-4

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