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1 ESPIRITUALIDAD DE LA VIDA CONSAGRADA HOY A p u n t e s Camilo Maccise, OCD INTRODUCCIÓN: Un concepto unitario de espiritualidad Al hablar de la dimensión espiritual y mística de la vida cristiana, se corre el peligro de entender la espiritualidad en forma dicotómica, como si se tratara de algo previo a la acción y separado de la misma. Eso convertiría la espiritualidad en un espiritualismo desencarnado que, vivido desde esa perspectiva, no dice nada al hombre y a la mujer de hoy. Es importante, por eso, partir del concepto de espiritualidad como un estilo o forma de vivir la vida cristiana, que es vida “en Cristo’ y “en el Espíritu’, que se acoge por la fe, se expresa en el amor y se vive en la esperanza dentro de la comunidad eclesial. Hablar de espiritualidad no es, por tanto, hablar de una parte de la vida, sino de toda la vida. Es referirse a una cualidad que el Espíritu imprime en nosotros. Es tratar también de la acción bajo el impulso del Espíritu Santo. La referencia primordial de la espiritualidad cristiana es Jesús; la conversión a él y su seguimiento. Este modo de enfocar la espiritualidad responde mejor a la revelación bíblica. En ella se tiene una visión unitaria del ser humano, que vive bajo la acción constante de un Dios presente y cercano y lo cuestiona e interpela en todas las circunstancias. Podemos también afirmar que, de este modo, se comprende mejor la unidad de la vida cristiana en todas las épocas, culturas y situaciones existenciales. Al mismo tiempo, la necesidad de una apertura a la diversidad, fruto de circunstancias diferentes que piden acentos y encarnaciones particulares. La espiritualidad no se vive al margen de la historia, sino dentro de ella. I UNA ESPIRITUALIDAD NUEVA EN LA IGLESIA La espiritualidad cristiana es una espiritualidad insertada en la Iglesia y en el mundo, por tanto, participa de sus transformaciones. Está condicionada por las diversas culturas que se van abriendo paso en la historia. Se halla sujeta a las modificaciones que se operan dentro del Pueblo de Dios que peregrina en el tiempo como sacramento del Reino. El cristiano debe vivir su espiritualidad hoy consciente de la necesidad de aceptar las mediaciones culturales; teniendo presentes, los cambios que se han realizado en la sociedad y en la Iglesia; a la luz de las grandes rupturas socio-culturales y eclesiales que exigen una nueva identidad cristiana. l. Mediaciones culturales y espiritualidad. La vida cristiana se encarna en la historia y en personas concretas con su cultura propia. No se puede disociar la fe y la historia, el ser creyente y el ser hombre. Por eso el estilo o la forma de vivir la vida cristiana, es decir, la espiritualidad, está influenciada por las diferentes culturas. Siguiendo al Concilio Vaticano II entendemos como cultura "en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales;

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ESPIRITUALIDAD DE LA VIDA CONSAGRADA HOY

A p u n t e s

Camilo Maccise, OCD

INTRODUCCIÓN: Un concepto unitario de espiritualidad Al hablar de la dimensión espiritual y mística de la vida cristiana, se corre el peligro de entender la espiritualidad en forma dicotómica, como si se tratara de algo previo a la acción y separado de la misma. Eso convertiría la espiritualidad en un espiritualismo desencarnado que, vivido desde esa perspectiva, no dice nada al hombre y a la mujer de hoy. Es importante, por eso, partir del concepto de espiritualidad como un estilo o forma de vivir la vida cristiana, que es vida “en Cristo’ y “en el Espíritu’, que se acoge por la fe, se expresa en el amor y se vive en la esperanza dentro de la comunidad eclesial. Hablar de espiritualidad no es, por tanto, hablar de una parte de la vida, sino de toda la vida. Es referirse a una cualidad que el Espíritu imprime en nosotros. Es tratar también de la acción bajo el impulso del Espíritu Santo. La referencia primordial de la espiritualidad cristiana es Jesús; la conversión a él y su seguimiento. Este modo de enfocar la espiritualidad responde mejor a la revelación bíblica. En ella se tiene una visión unitaria del ser humano, que vive bajo la acción constante de un Dios presente y cercano y lo cuestiona e interpela en todas las circunstancias. Podemos también afirmar que, de este modo, se comprende mejor la unidad de la vida cristiana en todas las épocas, culturas y situaciones existenciales. Al mismo tiempo, la necesidad de una apertura a la diversidad, fruto de circunstancias diferentes que piden acentos y encarnaciones particulares. La espiritualidad no se vive al margen de la historia, sino dentro de ella.

I

UNA ESPIRITUALIDAD NUEVA EN LA IGLESIA

La espiritualidad cristiana es una espiritualidad insertada en la Iglesia y en el mundo, por tanto, participa de sus transformaciones. Está condicionada por las diversas culturas que se van abriendo paso en la historia. Se halla sujeta a las modificaciones que se operan dentro del Pueblo de Dios que peregrina en el tiempo como sacramento del Reino.

El cristiano debe vivir su espiritualidad hoy consciente de la necesidad de aceptar las mediaciones culturales; teniendo presentes, los cambios que se han realizado en la sociedad y en la Iglesia; a la luz de las grandes rupturas socio-culturales y eclesiales que exigen una nueva identidad cristiana. l. Mediaciones culturales y espiritualidad. La vida cristiana se encarna en la historia y en personas concretas con su cultura propia. No se puede disociar la fe y la historia, el ser creyente y el ser hombre. Por eso el estilo o la forma de vivir la vida cristiana, es decir, la espiritualidad, está influenciada por las diferentes culturas. Siguiendo al Concilio Vaticano II entendemos como cultura "en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales;

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procura someter el mismo orbe terrestre a su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo, expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano. De aquí se sigue que la cultura humana necesariamente presenta un aspecto histórico y social y que la palabra cultura asume con frecuencia un sentido sociológico y etnológico. En este sentido se habla de la pluralidad de culturas. Estilos de vida común diversos y escalas de valor diferentes encuentran su origen en la distinta manera de servirse de las cosas, de trabajar, de expresarse, de practicar la religión, de comportarse, de establecer leyes e instituciones jurídicas, de desarrollar las ciencias, las artes y de cultivar la belleza. Así, las costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para promover la civilización humana". (Gaudium et Spes, 53) En la necesaria aceptación de las mediaciones culturales, el cristiano se deja interpelar por ellas para descubrir y vivir de una forma nueva los valores del evangelio. La espiritualidad cristiana en el diálogo con los "signos de los tiempos" a la luz de la Palabra de Dios podrá ir superando condicionamientos culturales pasados para responder a las nuevas necesidades y desafíos de cada época y de cada ambiente. De este modo la espiritualidad cristiana puede encarnarse en las sucesivas generaciones y en todos los lugares. Cada generación escribe así como un "quinto evangelio" en la vida, creando un nuevo estilo de vivir los valores esenciales de la existencia cristiana. 2. Condicionantes y características de la antigua y de la nueva espiritualidad.

Una de las cosas que más impresiona en la actualidad es la rapidez de los cambios y el dinamismo de la evolución en todos los órdenes.

No podemos dejar de admitir que mucho de lo que antes teníamos y vivíamos ya no lo tenemos ni lo vivimos. Pero, también no hemos logrado conseguir lo que aún nos espera en el futuro. Estamos en un momento de transición, que es, a la luz de la fe, un momento de pascua (-paso). Con estas consideraciones previas podremos entender mejor el cambio realizado en el campo de la espiritualidad cristiana. Las propongo advirtiendo que hay que evitar en este análisis el peligro de simplificar las cosas al grado de considerar lo antiguo como defectuoso y lo nuevo como bueno siempre. Hay que admitir muchos aspectos buenos en la visión y experiencia del pasado, como también puntos negativos que hay que corregir en lo nuevo. Nuestro intento es sólo de hacer comprender los condicionantes y las características de la espiritualidad antigua y de la nueva espiritualidad, ambas con sus luces y sombras, con sus logros y fracasos. A. Espiritualidad en la historia La única espiritualidad cristiana que como decíamos en la introducción, consiste fundamentalmente en el desarrollo de la vida “en Cristo” y “en el Espíritu”, que se acoge por la fe, se expresa en la caridad y se vive en la esperanza, se encarna en el hombre concreto. Por eso va tomando las modalidades de su cosmovisión, de la cultura de su época, de la situación particular de la Iglesia en que le toca vivir y de la propia vocación.

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Principalmente de aquí nacen las llamadas corrientes de espiritualidad que van dominando en el cristianismo e imponiendo sus características durante más o menos largos períodos de la historia. Estas corrientes expresan, a su manera, la esencia de la espiritualidad cristiana. En cada época de la historia se habla de corrientes de espiritualidad. Y eso es legítimo.

B. Espiritualidad antigua a. Una espiritualidad de muchos siglos Podemos caracterizar como espiritualidad antigua en la Iglesia la que con variantes se vivió desde el fin de la época patrística hasta mediados del siglo XX. En todo ese larguísimo espacio de tiempo se sucedieron muchas culturas y la situación de la Iglesia se modificó según los vaivenes de la historia. Con todo, predominó en línea general una misma cosmovisión, una civilización semejante y una situación al interno de la Iglesia y en la idea que ella tenía de sí misma sustancialmente invariable. Es a partir de mediados del siglo pasado cuando en forma determinante se da un cambio radical en todos estos aspectos. b. Los condicionantes de la espiritualidad antigua. La idea que se tiene del mundo, la cultura y el concepto de Iglesia y su situación son los elementos que condicionan la espiritualidad. Esta, en la antigüedad, parte de una concepción estática del universo. Junto a esta cosmovisión estática tenemos una cultura que hasta principios del s. XX, es predominantemente agrícola y artesanal y que, hasta antes de la revolución francesa, puede llamarse con más o menos amplitud y precisión, sacra. También en lo que hemos llamado época antigua prevalece la distinción entre lo sagrado -separado, diverso de lo del mundo- y lo profano, lo propio de esta tierra. Más importante para las características de la espiritualidad cristiana antigua es la situación de la Iglesia y el concepto que ella tiene de sí misma. La Iglesia estuvo hasta principios del s. XX en Occidente en un ambiente de cristiandad. De aquí nace insensiblemente un concepto de Iglesia puramente clerical. Como en el sistema feudal, el pueblo tenía en ella una función meramente pasiva. Los fieles son simplemente los que deben escuchar y obedecer a la autoridad que constituye el organismo fundado por Cristo. Lo sagrado, la santidad, el apostolado y en cierto modo, la certeza misma de la salvación, son patrimonio exclusivo de clérigos y monjes. Nada nos pinta más clara y elocuentemente este estado de cosas que un texto de Graciano en su Concordia discordantium canonum: “Hay dos clases de cristianos. Una dedicada al servicio divino y entregado a la contemplación y a la oración. A él le conviene estar lejos del ruido de las cosas temporales. Son los clérigos y los consagrados a Dios, es decir, los conversos... La otra clase de cristianos son los laicos. Laós, en efecto, significa pueblo. A ellos les está permitido poseer cosas temporales, pero solamente para uso. No hay, en efecto, nada más miserable que, despreciar a Dios por el dinero. A ellos les está permitido tomar esposa, cultivar la tierra, juzgar y promover causas, poner ofrendas sobre el altar, pagar los diezmos, y así podrán salvarse, si evitaren los vicios haciendo el bien”. (Decretum Gratiani C. 7 C XII, p. 1).

Una carta del Papa León XIII al obispo de Tours, en 1888, todavía sigue con esa distinción neta dentro de la Iglesia: “Es claro que hay dos órdenes de hombres en la iglesia, diversos uno de otro por su naturaleza, los pastores y la grey, es decir, los rectores y la multitud. Al primero le corresponde el oficio de enseñar, gobernar y regir la

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disciplina de la vida, dar mandatos, obligación del otro es someterse, obedecer, cumplir los mandatos, prestar honores” [ASS 21 (1888) p 322]. C. Espiritualidad desencarnada De esta situación de la Iglesia y de la cultura y cosmovisión que hemos explicado, brotan las características principales de lo que calificamos como espiritualidad antigua. Es una espiritualidad que disminuye el valor de las realidades terrestres, consideradas en su dimensión de profanidad, distinta de lo sagrado e incluso opuesta a ello. Por este motivo y por ser una espiritualidad monacal, que se impuso como tipo exclusivo de espiritualidad cristiana, está caracterizada por la huida del mundo. Únicamente el hombre consagrado se hallaba en camino de santificación. Todo el que deseaba convertirse a una vida mejor abrazaba el estado religioso. Cuando por estar casado o por otra causa, esto resultaba imposible, la solución era el tratar de vivir “en el mundo" a la manera de los monjes y frailes.

D. Espiritualidad moderna a. Nuevas corrientes de espiritualidad Es un hecho que vivimos en una nueva era de la humanidad. Y también lo es la existencia de nuevas corrientes de pensamiento en todos los campos de la vida del hombre, no excluido el religioso. Nuevas corrientes bíblicas, teológicas y pastorales dentro de la Iglesia la están configurando. Su rostro va siendo diferente. - No podían faltar dentro de la Iglesia nuevas corrientes de espiritualidad. Los cambios exteriores y los de mentalidad dentro del Pueblo de Dios condicionan la visión que cada uno tiene de la vida cristiana. Eso modifica las formas de expresarla existencialmente: la espiritualidad. b. Condicionantes de la nueva espiritualidad La cosmovisión antigua, como señalamos era estática. La actual es, por el contrario, dinámica. Además de tener esta nueva visión del mundo pertenecemos a otra cultura, que podríamos calificar como técnica, urbana y secular Si de cultura pasamos a examinar la situación de la Iglesia en la actualidad nos encontramos ante todo, con que se ha pasado de un ambiente de cristiandad a uno de pura presencia en el mundo dentro de una sociedad pluralista. Esto presenta grandes ventajas, aunque algunos piensen que es un peligro para la supervivencia de un cristianismo de masa, que necesitaría del ambiente de cristiandad. El concepto que la Iglesia tiene de sí misma ha cambiado profundamente a partir del Vaticano II. Y esto ha sido una de las causas principales de las nuevas corrientes de espiritualidad. La Iglesia ya no es patrimonio exclusivo de los clérigos y de los monjes. La forman todos los cristianos. Cada uno con misión y responsabilidad propias según el don de Dios- pero todos necesarios, como lo son los miembros de un cuerpo (cf. 1 Cor. 12, 4-29).

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c. Espiritualidad encarnada, vital y fraterna La espiritualidad de nuestros días se distingue de la espiritualidad desencarnada de la antigüedad. Hoy se parte de la vida diaria con sus problemas, con las cosas que se repiten y con las circunstancias cambiantes. Se trata de dar a todo una dimensión interior, un valor intrínseco no únicamente una elevación que le pudiera venir desde fuera, de motivos al margen de su misma esencia. No se hace una ruptura entre el plan de la creación y el plan de la salvación. El tiempo, el trabajo, el cuerpo, el amor, el sufrimiento, el descanso, todo se convierte en un punto de encuentro con Dios. Esos valores, otrora profanos, se incluyen ahora en el camino de 1a santidad cristiana. El encarnacionismo ha tomado el lugar del escatologismo. Ve todo asumido por Cristo: las realidades terrestres, el cosmos, el progreso, la técnica, las miserias mismas del hombre. Es más bien optimista. La nueva visión del universo ha hecho que se supere de golpe toda una tradición espiritual de huída del mundo. Se ha caído en extremismos. El equilibrio se va encontrando en la unión de un encarnacionismo con la esperanza activa. Esta lleva a luchar por la transformación del universo y de la sociedad pero aguardando al mismo tiempo una consumación y plenitud que vendrán únicamente de Dios. La experimentación es la tónica del mundo científico-técnico. Se desea ver, palpar y comprobar todo. No es de extrañar, pues, que la espiritualidad cristiana busque hoy el experimentar de alguna manera las realidades que la constituyen. Es una reacción contra el intelectualismo exagerado en materia de fe y religión.

Este anhelo de experiencia-vivencia, aunque entraña ciertamente peligros de subjetivismo y de un cierto infantilismo espiritual, no puede ser rechazado y condenado sin más. Las experiencias espirituales son una fuente de conocimiento y profundización de la revelación de Dios. Este deseo de experiencias y vivencias espirituales es legítimo en un mundo de problemas y dificultades para la fe. No se debe hacer depender de é1, con todo, una adhesión a Dios, que significará siempre un salto en el vacío. Junto con la reflexión teológica, la realidad de un mundo cada vez más solidario, e interdependiente ha dado al cristiano el sentido de la realidad de la Iglesia, pueblo y familia de Dios. La tendencia fraterna de la espiritualidad actual pone de relieve la comunión de todos en Cristo y en el Espíritu. E. Diversas etapas y ejes centrales de la Espiritualidad actual: El P. Augusto Guerra, ocd, distingue con razón cuatro etapas. (A. GUERRA, Principales etapas y grandes ejes de la espiritualidad posconciliar, en USG, La Espiritualidad, elemento unificador de la vida consagrada. (Roma, 1997) p.10-21). Primera etapa: La dignidad humana “El hombre todo entero, y concretamente su dignidad (recuérdese el título del primer capítulo de GS), se convirtió en el centro de la vida cristiana. Se desterraba con ello cualquier asomo de dualismo neoplatónico. El hombre todo entero era cuerpo y espíritu, inteligencia, conciencia, libertad, actividad, dimensión comunitaria, apertura a la trascendencia o “vocación a la unión con Dios”. Todo ello fue tratado desde la categoría de la dignidad humana.

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Segunda etapa: La era de la inmersión

1. “La dimensión política del amor. Concilium. Esta revista apostó desde el primer momento por un sentido de la espiritualidad-ciencia y vida-que más que encarnada comenzó ya a llamarse de inmersión. A la revista se presentó una ocasión excelente en su número 29, tercero dedicado a la espiritualidad (noviembre de 1967). Su director, Ch.Ducquoc, de forma abierta y sin disimulos, tomó partido por esta forma de entender y vivir, la espiritualidad.

2. “Experiencia de Dios y espiritualidad mundana. Un hombre del equipo fundador y dirigente de Concilium, el P.K. Rahner, daba en esos mismos años (concretamente 1966), su pincelada personal a la espiritualidad del futuro, centrada, para él, en tres grandes ejes: experiencia del Dios incomprensible, espiritualidad mundana y transformación estructural de la ascética. (Espiritualidad antigua y actual, en Escritos de Teología, VII, Madrid, 1969, pp.13-35) tres referencias esenciales en la dignidad humana: Dios mundo y persona”.

“En aquellas páginas germinó y nació uno de los pensamientos más repetidos -quizá no siempre adecuadamente- desde entonces y que sigue repitiéndose: “El cristiano del futuro o será un “místico", es decir, una persona que ha “experimentado” algo, o no será cristiano”. Dios no estorba a la dignidad humana. GS había dicho que la vocación a la unión con Dios es “la raíz más alta de la dignidad humana” (GS 19). Hablar, pues, de la experiencia de Dios no es un jarro de agua fría a la lectura humana de la vida cristiana. Por lo menos a nosotros no se nos pasa por la cabeza. Es su raíz y su cima”.

3. “Espiritualidad de la liberación. “La espiritualidad de la liberación quedaba indicada, desde el principio, en estas palabras de G. Gutiérrez: “Se trata de una espiritualidad que osa echar sus raíces en el suelo constituido por la situación de opresión-liberación”.

Tercera etapa: Postmodernidad y creciente inhumanidad “Los años sesenta-mediados los setenta - ven nacer una palabra novedosa, que daba nombre a una sensación obscuramente presente en la cultura humana-no sólo religiosa -ya desde la primera guerra mundial. Esa palabra mítica era la palabra posmodernidad. Han sido numerosas las exposiciones culturales–también espirituales-que se han hecho y se siguen haciendo desde las categorías de modernidad y posmodernidad. No obstante, parece necesario decir que posmodernidad es una palabra del primer mundo. A pesar de que la haya asumido también el tercer mundo, éste no conoce la posmodernidad, porque no ha pasado aún por la modernidad. Son muchas las diferencias entre el primero y tercer mundo. Los problemas son distintos y se ponen de distinta manera”

“Creciente inhumanidad en el tercer mundo. En el tercer mundo traía por esos años otras preocupaciones. Como indicábamos antes, no se preguntaba cómo creer en Dios después de Auschwitz, sino en Auschwitz, porque Auschwitz, como símbolo de la muerte más injusta y cruel, continuaba siendo, y de manera creciente, la geografía persistente y permanente del tercer mundo. Y el problema se ahondaba cuando alguien-que prácticamente eran todos-decía a esas gentes que eran los predilectos de Dios. ¿Qué Dios era, ése?” Cuarta etapa: La ampliación de lo humano “Vamos a comenzar esta cuarta etapa en septiembre de 1989. En esa fecha, en un coloquio significativamente titulado: “Más allá de la ecología: Hombre-Dios-Cosmos, hacia un nuevo equilibrio” El hombre, a pesar de innegables ampliaciones de sentido, continuaba siendo en gran

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medida el varón occidental (es evidente que Occidente es el punto negro), olvidadizo de Dios, ignorante o señor (a veces tirano) de otros muchos hombres, de la mujer y del cosmos. En ese sentido se podía hablar de “maldad antropocéntrica”. Concilium, n. 246 (abril 1993, 187), invitando a superarla. En la línea de la dignidad humana se podía decir: el hombre no es digno si olvida a Dios, maltrata al cosmos, no escucha a los demás (concretamente a quienes durante tanto tiempo han sido ignorados, marginados, despreciados, condenados) e ignora a la mujer”. Completando estos aspectos se habla hoy también de la complementariedad entre la espiritualidad oriental y occidental. La primera subraya sobre todo lo místico, el silencio reverente y la visión de totalidad. La segunda la palabra, el diálogo, el profetismo. “Necesitamos de uno y otro. El abrazo de Oriente y Occidente permite la aparición de una espiritualidad que engloba todo y hace converger las diferencias. Una de las señales de nuestro tiempo es el encuentro entre Oriente y Occidente, entre la búsqueda interior y el viaje al exterior, Ahora se hace posible una experiencia más global de lo humano y también de lo divino de todas las cosas” (L.Boff, La voz del arco iris, Madrid, 2003. p. 181).

II

LA ESPIRITUALIDAD DE LA VIDA CONSAGRADA 1. Espiritualidad de la vida consagrada, una forma de vivir la vida cristiana La espiritualidad de la vida consagrada está condicionada como toda espiritualidad por una cristología, una eclesiología, una cosmovisión y una cultura. Por ello es necesario decir una palabra general sobre el concepto de espiritualidad para comprender después lo que caracteriza la que se vive en la vida consagrada. A. La espiritualidad cristiana

Al hablar de la dimensión espiritual y mística de la vida cristiana y de la vida consagrada, se corre el peligro de entender la espiritualidad en forma dicotómica, como si se tratara de algo previo a la acción y separado de la misma. Eso convertiría la espiritualidad en un espiritualismo desencarnado que, vivido desde esa perspectiva, no dice nada al hombre y a la mujer de hoy. Es importante, por eso, partir del concepto de espiritualidad como un estilo o forma de vivir la vida cristiana, que es vida “en Cristo’ y “en el Espíritu’, que se acoge por la fe, se expresa en el amor y se vive en la esperanza dentro de la comunidad eclesial. Hablar de espiritualidad no es, por tanto, hablar de una parte de la vida, sino de toda la vida. Es referirse a una cualidad que el Espíritu imprime en nosotros. Es tratar también de la acción bajo el impulso del Espíritu Santo. La referencia primordial de la espiritualidad cristiana es Jesús; la conversión a él y su seguimiento.

Este modo de enfocar la espiritualidad responde mejor a la revelación bíblica. En ella se tiene una visión unitaria del ser humano, que vive bajo la acción constante de un Dios presente y cercano y lo cuestiona e interpela en todas las circunstancias. Podemos también afirmar que, de este modo, se comprende mejor la unidad de la vida cristiana en todas las épocas, culturas y situaciones existenciales. Al mismo tiempo, la necesidad de una apertura a la diversidad, fruto de circunstancias diferentes que piden acentos y encarnaciones particulares. La espiritualidad no se vive al margen de la historia, sino dentro de ella. La espiritualidad de la vida consagrada es una espiritualidad insertada en la Iglesia y en el mundo, por tanto, participa de sus transformaciones. Está condicionada por las diversas culturas que se van abriendo paso en la historia. Se halla sujeta a las modificaciones que se operan dentro del Pueblo de Dios que peregrina en el tiempo

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como sacramento del Reino. La persona consagrada debe vivir su espiritualidad hoy consciente de la necesidad de aceptar las mediaciones culturales; teniendo presentes, los cambios que se han realizado en la sociedad y en la Iglesia; a la luz de las grandes rupturas socio-culturales y eclesiales que exigen una nueva identidad cristiana. Hoy hemos pasado de una cosmovisión estática a una dinámica; de una cultura agrícola y artesanal a una cultura urbana y técnico-científica; de la orientación sacral a la orientación secular. B. Espiritualidad de la vida consagrada, una forma de seguir a Jesús La vida cristiana es esencialmente un seguimiento de Jesús. El Concilio Vaticano II, al hablar de la vida consagrada, insistió en varios lugares en el aspecto fundamental de su compromiso de seguir a Jesús. Calificó este seguimiento de Cristo como la “norma última” del consagrado (PC 2). Es importante siempre tratar de profundizar sobre algunos aspectos del seguimiento de Jesús que si bien caracterizan toda vida cristiana toman ciertos matices en la vida consagrada. El primer aspecto de la espiritualidad del seguimiento de Jesús es la experiencia de la gratuidad de Dios. La reflexión sobre el sentido del seguimiento de Cristo en los evangelios nos lleva a constatar que es fruto de un llamado gratuito de Dios. El tema de la elección es la expresión de esa gratuidad y va acompañado de la garantía de su fidelidad y misericordia. Vivir la espiritualidad del seguimiento como experiencia de la gratuidad de Dios hace posible evitar la autosuficiencia y el desaliento. Se tiene la certeza de la presencia y ayuda de Dios para que se pueda asumir con humildad y responsabilidad la misión que Él encomienda. En la vida consagrada se percibe con mayor intensidad la gratuidad de una llamada a dedicarse totalmente al servicio del reino de Dios. La espiritualidad del seguimiento de Jesús es, en segundo lugar, una experiencia de ruptura con las seguridades humanas. La única seguridad debe ser Dios, en una apertura a sus caminos incomprensibles (Is 55, 8-9; Rom 11,32-35) y en un compromiso en el trabajo del Reino. Las seguridades humanas se apoyan en el poder, en el saber, en el tener. Mediante la profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada coloca esas realidades en dimensión relativa y pasajera. Al llamar a su seguimiento, Jesús explicitó que elegía para establecer una relación de amistad con Él. Por eso la espiritualidad del seguimiento está orientada a la experiencia de una creciente comunión con Cristo. Todos los trabajos y esfuerzos del seguidor de Jesús se van realizando “en Él”. En una palabra, desde el principio hasta el final, la existencia cristiana se desarrolla “en Cristo” (1 Cor 15,18.22), al grado de poder afirmar “vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). La vida consagrada ha visto siempre como ideal la comunidad de los doce apóstoles llamados por Cristo para estar con Él, para compartir su vida antes de ser enviados a predicar (Mc 3,13-14). La espiritualidad del seguimiento es también una experiencia de ser discípulos de Jesús. El discipulado del Nuevo Testamento se entiende mejor en la perspectiva de las relaciones maestro-discípulo en el mundo rabínico. En él se insistía en la importancia de atender a las más pequeñas enseñanzas del maestro y a estar dispuesto a transmitirlas. Estas enseñanzas se referían especialmente a la conducta de vida, a lo que se conocía con el nombre de “sabiduría”. Cristo es para sus seguidores la verdadera Sabiduría de Dios. Siguiéndolo se conoce la verdad y la verdad nos hace libres (Jn 8,32). La vida consagrada en su seguimiento de Jesús mediante el compromiso de la castidad, pobreza y obediencia, “es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos (VC 22). El seguimiento de Jesús es también una experiencia de formar parte de una comunidad de seguidores. El seguimiento tiene un sello fuertemente comunitario. Es en la comunidad eclesial donde se recibe, a lo largo de la historia, el llamamiento a seguir a Jesús. Él, presente en medio de los creyentes repite este gesto de convocar y comunica a sus seguidores diversos carismas para servicio de la comunidad. La vida fraterna en comunidad subraya este aspecto del

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seguimiento de Jesús. La llamada de Jesús a seguirlo es, al mismo tiempo, una llamada a la misión de testimoniar y anunciar la Buena Noticia y a interpelar, desde ella y desde sus exigencias, la vida personal y social. Por eso, es la experiencia de un compromiso profético evangelizador fuertemente acentuado en la vida consagrada (cf VC 84). 2. La espiritualidad de los votos Como hemos dicho, un estilo o modo de vivir la vida cristiana es el de la vida consagrada. Ella tiene como punto de partida un carisma comunicado por el Espíritu para seguir a Jesús en una consagración mediante los votos, vivida en comunión para la misión. La fe, la esperanza y el amor se expresan y se viven en conexión con esa entrega peculiar al servicio de Dios y de los hermanos y hermanas. Las relaciones con la sociedad, con la mujer o el varón respectivamente, y con los bienes de este mundo adquieren una cualificación diferente a causa de la dedicación total a Dios por medio del compromiso de la obediencia, castidad y pobreza consagradas. Estas características se hacen presentes, de uno o de otro modo, en la gran diversidad de Institutos. El Espíritu es quien concede a todas estas formas la capacidad de insertarse dentro del camino del pueblo de Dios con este rostro y estilo peculiares. La consagración mediante los votos, radicada en la consagración bautismal, es fruto de un don particular del Espíritu que toma posesión de la persona, la configura con Cristo y la habilita para vivir según los consejos evangélicos en el propio carisma y es también una respuesta de donación, aceptada y reconocida mediante el ministerio de la Iglesia. Esta respuesta de entrega al servicio del Reino de Dios introduce matices particulares en la forma de vivir las tres actitudes fundamentales de la vida cristiana: la fe, la esperanza y el amor. Los tres votos son expresión de ellas, si bien cada uno subraya y ejercita especialmente una

A. El enfoque tradicional Aún antes de la formulación explícita de los tres votos, los monjes eran conscientes de que por su consagración a Dios modificaban automáticamente sus relaciones con el mundo, con las personas y con las cosas. Debían vivirlas de un modo nuevo. Esto constituía una parte muy importante de su espiritualidad. Era el punto de partida de ella. Se ponía el acento en su aspecto de reserva para Dios. También ellos expresaban la dimensión escatológica de la vida cristiana de la cual el consagrado era signo y testimonio y por medio de ellos se practicaban las virtudes teologales. Los votos eran considerados como holocausto: renuncia al mundo y a sí mismo para pertenecer íntegramente al Señor, vivir sólo para Él y buscar en cada momento su voluntad y su gloria. Los votos creaban una espiritualidad del holocausto. Por ellos la persona consagrada ofrecía a Dios todo lo que tenía: bienes materiales, bienes del cuerpo y bienes del alma. Por la pobreza renuncia a los bienes materiales; por la castidad a los del cuerpo y por la obediencia a los racionales. Desde este ángulo el voto de pobreza manifestaba la caducidad de las cosas terrenas y su escaso valor con relación a las que nos están prometidas. Expresaba la actitud que la Iglesia debe tener en su peregrinación hacia lo definitivo. Era un ejercicio de esperanza. El voto de castidad era considerado como consagración del cuerpo y del corazón a Dios; señal de los bienes celestiales y anticipación del estado perfecto del ser humano en la plenitud del reino de Dios. Era expresión de amor total a Dios y camino de renuncia y sacrificio profundo que hacía disponible a la persona consagrada para el servicio a los hermanos. La obediencia era el sacrificio más completo: el de la libertad. Ese voto recordaba a la Iglesia la disponibilidad total que debía tener, a imitación de Cristo, hacia la voluntad del Padre en un ejercicio de fe.

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2. El enfoque actual La consagración mediante los votos, radicada en la consagración bautismal, es fruto de un don particular del Espíritu que toma posesión de la persona, la configura con Cristo y la habilita para vivir según los consejos evangélicos en el propio carisma y es también una respuesta de donación, aceptada y reconocida mediante el ministerio de la Iglesia. Esta respuesta de entrega al servicio del Reino de Dios introduce matices particulares en la forma de vivir las tres actitudes fundamentales de la vida cristiana: la fe, la esperanza y el amor. Los tres votos son expresión de ellas, si bien cada uno subraya y ejercita especialmente una. La obediencia es, de manera especial, una vivencia de fe en la apertura a los caminos de Dios buscados y descubiertos con la mediación del superior y de la comunidad. Limitando la voluntad propia y renunciando a los proyectos personales, la persona consagrada busca cumplir con responsabilidad e iniciativa su misión al servicio del Reino. Es un modo de ser libre en la adhe-sión, por amor, a la voluntad del Padre, como lo hizo Cristo. La obediencia manifiesta e instaura un tipo nuevo de relaciones en la sociedad: el de una autoridad como servicio y el de una libertad que tiene en cuenta el bien de los demás. Cuestiona, de este modo, el ejercicio totalitario y opresor de la autoridad y el egoísmo individualista en el uso de la libertad. La pobreza se relaciona muy especialmente con la esperanza, que guía al cristiano en la utilización de los bienes de este mundo. Estos han sido puestos por Dios para el bien de todos y deben ser compartidos en la justicia y en la fraternidad. Punto de partida de este compromiso con la pobreza evangélica, hecha de apertura a Dios y solidaridad con el prójimo necesitado, es la experiencia de Dios como único absoluto. Ella relativiza todo lo demás y le da su verdadera dimensión. Es fuente de desapego y, al mismo tiempo, de entrega y desgaste generoso para que el Reino de libertad, justicia, amor y paz establecido por Cristo, se vaya haciendo presente en la historia. La miseria y la marginación que se dan en la sociedad constituyen un cuestionamiento a la vida cristiana. Los consagrados, por medio del voto de pobreza, se sienten comprometidos, desde una experiencia espiritual, a vivir una vida sencilla y sobria hecha de trabajo, desprendimiento y disponibilidad personal y comunitaria, y a poner todo lo que son y lo que tienen al servicio de los más necesitados, en una comunión evangélica de los bienes espirituales y materiales. La castidad consagrada, junto con la vida fraterna en comunidad, son expresión particular de amor cristiano. Ellas generan una fraternidad universal. Ayudan a comprender mejor las riquezas y las exigencias del amor, fruto del Espíritu. Dan a su ejercicio unas connotaciones especiales: universalidad, gratuidad, disponibilidad. “Es sobre todo la virginidad la que hace particularmente capaces de tener entrañas de misericordia y corazón acogedor hacia todos los hijos de Dios, considerados como hermanos y hermanas, miembros del mismo cuerpo, más allá de cualquier tipo de distinción de sexo o de condición social. La castidad consagrada permite, por otra parte, el poder formar comunidades como familias reunidas no por los vínculos de la carne y de la sangre, sino por la común vocación recibida de Dios. En ellas se expresa y manifiesta la fuerza de la resurrección de Jesús que convoca a la comunión fraterna. En la dimensión de comunidad, la vocación se convierte en conciencia de convocación por parte de Dios, la consagración en una experiencia de comunión y de convergencia en el amor de Cristo, la misión en una llamada a compartir el ideal apostólico. Esta espiritualidad de los votos impulsa también a superar el deseo de los bienes con la pobreza; el ansia de poder con la obediencia, y a vivir libres para el servicio de Dios en el celibato. Castidad, pobreza y obediencia se convierten así en indicadores de un estilo alternativo de vida.

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3. La dimensión comunitaria de la espiritualidad en las comunidades religiosas La dimensión comunitaria de la espiritualidad en la vida consagrada lleva a vivir en fraternidad la koinonía y la libertad cristiana desde las dimensiones de la fe y del amor que descubren a Dios presente sosteniendo la esperanza activa.

A. La espiritualidad de la” koinonía”

La primera dimensión de la vida cristiana suscitada por el Espíritu es la de la koinonía de los creyentes (Hch 2,42-47; 4,32-35). Estos se convierten en una comunidad de hermanos reunidos en el nombre del Señor. El Espíritu, amor personal en Dios, une a los creyentes con el Padre y entre ellos. Es Él quien infunde en nosotros el amor de Dios (Rom 5,5) y nos capacita para amar y nos une en la diversidad de los dones y servicios. La dimensión de la comunión manifiesta la presencia del Espíritu y se concretiza en cuatro realidades íntimamente ligadas entre sí: la enseñanza de los Apóstoles, la koinonía, la fracción del pan y las oraciones (Hch 2,42).

Ante todo, la comunidad persevera en la Palabra, es decir en la profundización del mensaje de salvación para permanecer en la fe, ya que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios (Hch 14,22). Fiel a la Palabra, la comunidad persevera en la comunión fraterna a partir de la fe en Cristo Jesús. Eso lleva también, entre otras cosas, a compartir los bienes (Hch 2,44-45; 4,32-35). Asociada a la Palabra, a la enseñanza de los Apóstoles y a la comunión fraterna está la fracción del pan, la eucaristía que une a los fieles en Cristo y los compromete a vivir en la existencia concreta de cada día las exigencias de la caridad, expresadas en el anuncio del evangelio y celebradas comunitariamente. Por último, el Espíritu que ora en nosotros (Rom 8,26-27) impulsa a la comunidad a perseverar en la oración como momento privilegiado en el que se revela y manifiesta la presencia y la acción de Dios para realizar la salvación en la historia. La característica fundamental de la oración de la comunidad de Jerusalén es la concordia, la unidad. Junto con ella está la búsqueda de la voluntad de Dios. La perseverancia en la oración capacita para estar con fe y libertad frente a Dios para acoger la fuerza del Espíritu que acompaña proféticamente las decisiones de los que ha unido en comunión.

La dimensión de comunión se vive en medio de conflictos porque el evangelio revela y anuncia la voluntad de Dios y, por tanto, desaprueba y denuncia las decisiones y las opiniones humanas contrarias (Hch 5,28-30) y porque al interior de las comunidades mismas hay siempre debilidades e incoherencias. Esta primera dimensión del Espíritu es la central. En ella el Espíritu abre el Dios trinitario al mundo de los seres humanos y en Cristo unifica lo que estaba dividido. El Espíritu es don que libera y amor que une; actualiza el pasado recordando lo que Jesús ha enseñado (Jn 14,26) y une el presente al futuro impulsando hacia la comunión plena de la cual es primicia y arras. Une a los creyentes como principio profundo de la unidad de la Iglesia. Esta, si se deja guiar por el Espíritu, será siempre una Iglesia de comunión, que se organiza en comunidades. Una comunión imperfecta que se vive en las tensiones que se asumen en síntesis que van abriendo a los caminos imprevisibles del Espíritu. La vida consagrada trata de transformar todos estos aspectos en experiencia vital para poder testimoniar una espiritualidad de comunión en una Iglesia de comunión. Precisamente la Iglesia “encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión” (VC 51), ante todo en su interior, pero también en la comunidad eclesial y en la sociedad, especialmente donde hay odios y divisiones étnicas.

B. La espiritualidad de la libertad-amor

La segunda dimensión del Espíritu, experimentada desde los principios del cristianismo es la de la libertad . La comunidad debe permanecer firme en la libertad con la cual Cristo nos ha liberado

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(Gal 5,1). Es una comunidad de personas libres. Esta libertad está íntimamente ligada al amor, primer fruto del Espíritu. Por eso Pablo llama la atención para que se tenga cuidado de no tomar la libertad como pretexto para servir al egoísmo, sino como ocasión para servirse unos a otros en el amor (cf. Gal 5,13-14). El Espíritu crea, a través del amor, un marco de libertad en el que se desarrolla la vida cristiana. Libera de la esclavitud del pecado, de la muerte y de la ley. Respecto a ésta última, el Espíritu ayuda a que se superen las estrecheces del legalismo judío: "ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros más cargas que las necesarias" (Hch 15,28).

La liberación constituye el ideal hacia el cual debe tender la comunidad de los creyentes. Ellos han sido radicalmente liberados de la esclavitud que los separa de los demás y se hacen capaces de un nuevo tipo de relaciones interpersonales. En ellas no hay lugar para la discriminación y opresión del poder, del saber y del tener, de la raza, del sexo: "ya no hay judío o griego; esclavo o libre; hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Gal 3,28). En el seno de la comunidad cristiana, si es fiel a la dimensión "libertad", no pueden favorecerse vínculos basados en la injusticia o en privilegios de predominio. Mas bien deberán desaparecer realidades sociales, históricas y naturales del pasado fundadas en el poder que domina.

El amor cristiano que libera debe ser como el de Cristo: un amor universal, generoso, gratuito y efectivo que se enriquece y se manifiesta en las obras: "no amemos con palabras y con la lengua sino con obras y de verdad" (1 Jn 3,18). La presencia de Jesús en el hermano nos conduce a vivir en el amor, como Cristo que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros (Ef 5,2). La libertad conduce a la construcción de la comunión y participación que se plasma en realidades definitivas "sobre tres planos inseparables: la relación del hombre con el mundo, como señor; con las personas como hermano y con Dios como hijo ... Por la libertad proyectada sobre el mundo material de la naturaleza y de la técnica ... siempre en comunidad de esfuerzos múltiples, logra la inicial realización de su dignidad" sometiendo el mundo y humanizándolo de acuerdo con el plan de Dios (cf DP 322-323).

La libertad-amor posee una dimensión histórica que debe concretarse en la acción exigida por las circunstancias cambiantes. Lo que en tiempos pasados se orientó en la línea de ayuda y promoción de individuos hoy necesita vivirse a través de nuevas mediaciones de perspectiva social. El Espíritu impulsa a la creación de marcos referenciales que hagan visible y comprensible la libertad-amor que Él comunica como medio y expresión de la presencia del Reino. En esta dimensión entran como frutos del Espíritu, además del amor, los otros enumerados en la carta a los Gálatas: alegría, paz, tolerancia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí (Gal 5,22).

En el aspecto comunitario de la espiritualidad de la vida consagrada exige una entrega generosa de cada uno para ir logrando al mismo tiempo la libertad-amor y la construcción de la comunidad. “Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites. Nada como la cruz de Cristo puede dar de un modo pleno y definitivo estas certezas y la libertad que deriva de ellas. Gracias a ellas, la persona consagrada se libera progresivamente de la necesidad de colocarse en el centro de todo y de poseer al otro, y del miedo a darse a los hermanos; aprende más bien a amar como Cristo la ha amado, con aquel mismo amor que ahora se ha derramado en su corazón y la hace capaz de olvidarse de sí misma y de darse como ha hecho el Señor. En virtud de este amor, nace la comunidad como un conjunto de personas libres y liberadas por la cruz de Cristo.

4. El acento escatológico de la espiritualidad de la vida consagrada

El estilo alternativo de la vocación a la vida consagrada dentro de la Iglesia está llamado a acentuar el carácter peregrino de la Iglesia. Trata de vivir en el "aún no", lo definitivo de la plenitud del "ya". El Concilio Vaticano II ponía de relieve este acento escatológico, fruto de la profesión de los consejos evangélicos mediante los votos: "al no tener el pueblo de Dios una ciudadanía permanente

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en este mundo, sino que busca la futura, el estado religioso, que deja más libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenos, manifiesta mejor a todos los creyentes los bienes celestiales - presentes incluso en esta vida - y, sobre todo, da un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la gloria del reino celestial" (LG 44).

A. El sentido escatológico de la vida consagrada

La historia del mundo está orientada a la segunda venida de Cristo. Su reino ya está presente, de modo misterioso, pero real en el tiempo. Sin embargo, se abre paso en la tensión de la esperanza activa hacia la plenitud de lo definitivo. Es en esta perspectiva en la que se inserta el acento escatológico de la vida consagrada. Mediante el voto de pobreza vive la tensión escatológica de un uso de los bienes en el desapego del compartir y del ponerlos al servicio de los demás como medio necesario pero pasajero. La castidad consagrada habla de lo provisional de la condición terrestre de un mundo que pasa. Finalmente, la obediencia coloca a la vida consagrada en la proyección dinámica del cumplimiento pleno de la voluntad del Señor. En una palabra, la adopción de una forma de vida, nacida de un carisma del Espíritu, que rompe los moldes de lo que es ordinario, es en sí una llamada de atención a considerar lo que no pasa y a vivir conscientemente el hecho de no tener aquí morada permanente. Esta perspectiva escatológica de la anticipación de lo definitivo y de la proclamación de lo provisorio hay que completarla a la luz del nuevo sentido y alcances de la esperanza cristiana que ayuda a no separar escatología de encarnación.

Los estudios exegéticos sobre el reino de Dios y la esperanza cristiana unidos a nuevas experiencias en la Iglesia y en la vida consagrada cada vez más comprometidas con la transformación de la sociedad conducen a percibir la íntima unión entre escatología e historia. En cuanto al reino de Dios, el Vaticano II puso de relieve que aunque hay que distinguir claramente entre progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero interesa también al segundo, “pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal... El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (GS 39).

Por otra parte, en el NT aparece la tensión entre lo presente y lo futuro, que será lo definitivo. La redención de Cristo, realizada ya, tiene al mismo tiempo una faceta futura, que es objeto de esperanza: la redención se consumará con la resurrección. Un punto clave en las enseñanzas del NT es el de los elementos que la constituyen: la perseverancia paciente, la fe y la expectación con tendencia activa (Rm 5,3-5). La esperanza cristiana se compromete, por tanto, con las realidades de este mundo y su transformación. Se apoya ciertamente en la bondad y fidelidad de Dios, pero a partir también de una respuesta libre y responsable. Pablo asocia la esperanza del ser humano con la esperanza del universo que espera la plena manifestación de los hijos de Dios (cf Rm 8,19-23). La dimensión activa de la esperanza como motor de una escatología que ya comienza en este mundo debe orientarse, también en la vida consagrada, al progreso del ser humano y a su liberación y sólo a través de ella, al progreso del mundo, de la ciencia y de la técnica.

B. La vida consagrada y la espiritualidad de la esperanza activa

La dimensión escatológica de la espiritualidad de la vida consagrada impulsa a un compromiso con una evangelización que busca la liberación integral del ser humano y el empeño por caminar hacia sociedades justas y humanas para todos. Cristo anuncia el reino ya presente en la historia (Lc 17,21) como un proyecto liberador de Dios que se abre paso en las circunstancias de cada día. El hombre debe convertirse y colaborar en su implantación imperfecta pero real en el mundo. Pablo habla de una esperanza en ese sentido. De hecho cuando menciona la fe y el amor añade generalmente la

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esperanza para indicar que ellas son vividas en su dinamismo comprometedor (Col 1,4-5). El Vaticano II señaló con vigor que se equivocan los cristianos que “sabiendo que nosotros no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que por ello pueden descuidar sus deberes terrenos” (GS 43). Igualmente, después de confesar que no conocemos cómo serán los cielos nuevos y la tierra nueva, ni el tiempo de su consumación, afirmó que al final permanecerán la caridad y sus frutos y toda la creación se verá libre de la esclavitud. Pero, principalmente subrayó que la esperanza de lo definitivo no debe debilitar, sino excitar la solicitud por transformar el mundo y la sociedad porque eso interesa al reino de Dios, ya misteriosamente presente en la tierra (cf GS 39).

La dimensión escatológica de la espiritualidad de la vida consagrada tiene en este nuevo enfoque de la esperanza un desafío y un programa de acción. Al mismo tiempo que pone de relieve lo provisional de todo debe trabajar por las liberaciones intrahistóricas de sus hermanos para ser artífice del reino y testigo de su consumación. En sus esfuerzos deberá conjugar la convicción de lo relativo de todas las mediaciones liberadoras con la necesidad de que se utilicen; la desilusión de los logros imperfectos con la certeza de que ellos preparan y anuncian de algún modo lo perfecto y pleno de la consumación del reino. Será de este modo testigo y artífice de él que comienza ya en la historia. El testimonio escatológico no aparta a la persona consagrada del mundo sino que le pide un tipo de presencia comprometida a partir de una experiencia de Dios en el corazón de la realidad.

La vida consagrada trae a la memoria lo provisional del mundo y su meta de plenitud, pero está llamada también a testimoniar el proyecto de Dios sobre el hombre, un proyecto que ya comienza ahora aunque no alcance aquí su plenitud. Con una visión escatológica y con su estilo de vida hace ver que la realidad en que vivimos no es la definitiva, pero con un talante profético denuncia que lo que vivimos no corresponde al proyecto de Dios. Se trata, pues de una espiritualidad profético-escatológica que anuncia con su forma de vida consagrada y con su misión evangelizadora que la realidad absoluta y definitiva del reino y denuncia todo aquello que se opone al designio de Dios que se debe realizar a partir de la historia.

“Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y para siempre con Él. De aquí la ardiente espera... Fijos los ojos en el Señor, la persona consagrada recuerda que ‘no tenemos aquí ciudad permanente’ (Hb 13,14), porque ‘somos ciudadanos del cielo’ (Flp 3,20). Lo único necesario es buscar el reino de Dios y su justicia (cf Mt 6,33), invocando incesantemente la venida del Señor... [Pero] esta espera es lo más opuesto de la inercia: aunque dirigida al reino futuro, se traduce en trabajo y misión para que el reino se haga presente ya ahora mediante la instauración del espíritu de las bienaventuranzas, capaz de suscitar también en la sociedad humana actitudes eficaces de justicia, paz, solidaridad y perdón” (VC 26-27). La vida consagrada con sus carismas ha llegado a ser un signo del Espíritu para un futuro nuevo, iluminado por la fe y por la esperanza cristiana haciendo que la tensión escatológica se convierta en misión.

5. Una espiritualidad a la escucha de la palabra de Dios

El concilio Vaticano II marcó un regreso a la palabra de Dios e invitó a todos los cristianos y especialmente a los religiosos a la lectura asidua de la Escritura, para adquirir la ciencia suprema de Jesucristo (cf DV 25; PC 6). El contacto frecuente con la palabra de Dios ofrece la luz necesaria para el discernimiento personal y comunitario y para buscar los caminos de Dios en los signos de los tiempos y de los lugares.

La vida consagrada se benefició de modo especial con este don del Espíritu. La Biblia pasó a ocupar un lugar central para sus miembros que habían usurpado otros libros de espiritualidad. En la formación inicial y permanente uno de los objetivos más urgentes ha sido, en los últimos años, el de ayudar a los religiosos a ir logrando un acercamiento existencial - que parte de la vida

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y lleva a la vida - a la Palabra de Dios. Poco a poco se ha ido configurando el papel central que tiene la Escritura en el proceso de formación de la vida religiosa. A. Alimentar la espiritualidad de la vida consagrada con la Escritura Para que la palabra de Dios se convierta en fuente de espiritualidad para las personas consagradas hay que tomar como punto de partida de su lectura la realidad en que vivimos. Hay que aprender a unir la palabra de Dios en la Escritura con la palabra de Dios en la vida. Esto entra dentro de la más genuina tradición de la Iglesia testificada por los Padres y escritores eclesiásticos de los primeros siglos. Ellos educaban a un acercamiento vital a la Palabra de Díos. Además, el origen comunitario de la Escritura, obra de un pueblo guiado por Dios, pide una lectura comunitaria que se nutra de los "gozos y esperanzas, las tristezas y angustias" del pueblo creyente. La lectura y la reflexión bíblicas permiten percibir a Cristo como centro histórico y como centro lógico de toda la revelación. Centro histórico porque la historia de Israel tiende hacia Él y la del nuevo pueblo de Dios parte de Él Centro lógico porque las diferentes enseñanzas bíblicas convergen en cualquier fase histórica hacia la idea central de una salvación divina gratuita, realizada por el Mesías. Muchas son las verdades reveladas, pero al fin y al cabo, una sola: Cristo, Hijo de Dios, que nos manifiesta al Padre y envía el Espíritu; Cristo camino, verdad y vida (Jn 14,6). En el NT la estructura de la experiencia espiritual bíblica está centrada en Cristo. Él es quien revela al Padre y comunica la vida nueva; Él, siendo Dios, recorre un camino humano, porque es verdadero hombre, hecho semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (Heb 4,15). La manifiesta el amor del Padre hacia el hombre (Jn 3,16). Jesús anuncia el reino, la Buena noticia de salvación. El mundo como se encuentra contradice el designio de Dios y Él, en Cristo, quiere intervenir e inaugurar su reinado. El reino ya está presente en Jesús. No es sólo futuro o utopía (Lc 4,16-21). Cristo proclama la liberación y anticipa su realización en liberaciones parciales. Libera de la imagen del Dios de la ley. Presenta al Padre lleno de bondad que ama a todos, incluso a los ingratos y malos (Lc 6,35). Jesús libera de la esclavitud de la ley (Mc 2,27) y de la de las estructuras humanas que iban contra lo central que es el amor a Dios y al prójimo. Para ello acoge a los excluidos y marginados social o religiosamente, se pone de su parte y lucha contra todo los males que afligen al ser humano. Las exigencias de Jesús, resumidas en su seguimiento, trazan las líneas centrales de y para la vida consagrada. Toda la vida cristiana se caracteriza por el seguimiento de Jesús. A través de é1 se experimenta, como Cristo, a Dios como Padre, a las personas como hermanos y hermanas y al mundo como lugar de encuentro con Dios y los hermanos, con la exigencia de trabajar por el reino en una comunión de destino con Jesús. La Biblia, obra de un pueblo, ayuda a crear, la conciencia comunitaria y eclesial. En sí, misma ella es un testimonio del aspecto comunitario de la historia de la salvación, de que "fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (LG 9). Las diversas imágenes bíblicas para indicar la Iglesia, comunidad de los creyentes, permitirán superar la visión meramente institucional y jurídica expresada en el modelo de sociedad perfecta, todavía dominante en muchos cristianos. La Iglesia vista como pueblo de Dios (1 Pe 2,9-10) abrirá al nuevo modelo de Iglesia de comunión. Una Iglesia en la que también los pobres comienzan a ser sujetos activos a través de las comunidades eclesiales de base que la configuran y que, en comunión con sus pastores, favorecen el nacimiento de una Iglesia más corresponsable, más cercana a la realidad, más profética, más solidaria con los pobres, con mayor sentido de los

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provisional, con una vida de mayor comunión y fraternidad y más abierta a la acción del Espíritu. Dentro de este modelo de Iglesia, más evangélico, la vida consagrada aprende a situarse como carisma al servicio del proyecto de Dios, del cual la comunidad eclesial es signo e instrumento. Es así también como, con una eclesiología bien cimentada, se garantiza una acción evangelizadora seria y vigorosa, profundamente eclesial, en comunión con los creyentes y los pastores (14). B. La lectio divina La Escritura es, al mismo tiempo, un texto y un medio de comunicación de la experiencia de Dios en la historia. Al ser un texto, puede y debe ser leído siguiendo las normas de interpretación de un escrito. Esa es una lectura racional o científica de los libros bíblicos. Junto a ella existe otra lectura que parte de la convicción de fe que ve en la Biblia la Palabra de Dios que se dirige al hombre. Desde esa perspectiva la lectura se convierte en una búsqueda y en una comunión: búsqueda de Dios y comunión con su misterio. Este tipo de lectura recibió en la Iglesia un nombre técnico: lectio divina. Primero se dio ese título a la Escritura misma. Más adelante vino a expresar el trabajo de interpretación de la Biblia unido a la ascesis y a la oración. Con S. Benito, la lectio divina se convirtió en un ejercicio de vida monástica diverso de la oración litúrgica y llegó a ser un medio clásico de vida espiritual. La lectio divina de la tradición patrística y monástica se acercaba a la Biblia no como a un libro de historia o de doctrina, sino como libro por el cual el Espíritu Santo revelaba, en la existencia concreta, la voluntad de Dios. La doctrina y la historia se leían para poder encontrar en ellas el sentido de la vida.

Un acercamiento contemplativo a la Escritura deberá privilegiar sus enseñanzas sobre la oración y procurará apropiarse vitalmente las oraciones bíblicas. El concilio Vaticano II, al recomendar a los cristianos la lectura asidua de la Biblia señala que debe estar acompañada por la oración "para que se entable el diálogo entre Dios y el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras" (DV 25). La Escritura es, sin duda, el libro más rico en experiencias de oración. Fundamentalmente es la historia del encuentro de Dios con los hombres que se abren a Él en la contemplación y el amor. De aquí que la lectio divina tenga tanta importancia en la espiritualidad de la vida consagrada. 6. Espiritualidad litúrgica en la vida consagrada

La renovación litúrgica introducida oficialmente por el Vaticano II, hizo posible el que se comenzara a cambiar el concepto de la oración litúrgica. Su nueva perspectiva abrió cauces a experiencias nuevas y renovadoras. Durante varios siglos la liturgia fue considerada como una serie de ritos que había que cumplir o como una representación religiosa solemne. Colocada al margen de la vida influía poco en ella. Los sacramentos con su predominante enfoque ritualista muy poco favorecían un cristianismo que sintiera la exigencia de la conversión y que llevara al compromiso evangelizador. La doctrina conciliar puso de relieve que la liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Cristo. En ella, la Iglesia continúa hacienda lo que hizo Jesús: anunciar la Palabra, orar, ofrecerse y ofrecer el mundo a Dios. Todo lo hace en Cristo y con Él (cf SC 6-7). Esto lo realiza como comunidad, como familia reunida en el nombre del Señor. La oración litúrgica y los sacramentos se convierten así en fuente y cima de la vida de la Iglesia (cf SC 10). El redescubrimiento de la oración litúrgica en la vida consagrada Dentro de esa renovación litúrgica,“una de las adquisiciones más valiosas de estos decenios [posconciliares], reconocida y estimada por todos, ha sido el redescubrimiento de la oración litúrgica por parte de las familias religiosas. La celebración en común de la Liturgia de las Horas,

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o al menos de alguna de ellas, ha revitalizado la oración de no pocas comunidades, que han alcanzado un contacto más vivo con la palabra de Dios y con la oración de la Iglesia” (VFC 14). La liturgia aparece como la Palabra de Dios celebrada en la esperanza activa, después de haberla acogido por la fe y con el compromiso de vivirla en el amor eficaz. Todo esto supone un dinamismo de continuidad con la existencia. En la nueva evangelización la oración litúrgica debe experimentarse como participación de la fe vivida por los hermanos; como colaboración en la búsqueda y fruición en el encuentro; como responsabilidad en la fe, en la fidelidad del otro; como discernimiento compartido en las opciones concretas. Una oración litúrgica renovada hace percibir la presencia de Cristo y del Espíritu vivas y exigentes para el "después" de la celebración. Así por ejemplo, el año litúrgico hace presentes los misterios de la redención para que poniéndonos en contacto con ellos, desde nuestra situación existencial, en comunión con el Señor, vivamos y trabajemos por la realización de su plan liberador (cf SC 102). La experiencia del misterio de la muerte y resurrección de Cristo ─de la cual el cristiano debe ser testigo (cf LG 38)─ se condensa en el domingo, día del Señor, celebración semanal del misterio pascual, día de libertad, descanso y acción de gracias. Cada tiempo litúrgico ofrece a la vida consagrada en su contextura misma la posibilidad de una experiencia-vivencia de Cristo con características propias y con proyecciones particulares para la vida. La liturgia de las horas, por su parte, hace entrar a las comunidades en comunión con la oración de Jesús y con la de los hermanos: "Jesús ora en nosotros como nuestra cabeza; nosotros oramos a Él como a nuestro Dios... Reconozcamos, pues, nuestras voces en El y su voz en nosotros"(S. Agustín). "Tenemos una oración pública y común; y cuando oramos, no oramos por uno solo, sino por el pueblo entero, porque todo el pueblo no formamos sino uno solo" (S. Cipriano).

La vida consagrada tiene en la oración litúrgica un medio de primer orden para la fraternidad y para su servicio evangelizador. En ella y, a través de ella, se expresa lo que es la fe que actúa por medio del amor (Gal 5,6) y se renueva la esperanza. Sin descuidar la liturgia masiva, en ocasiones única celebración posible, hay que orientar los esfuerzos y trabajos a una liturgia de grupos pequeños, comunidades de base, ambientes de dimensiones familiares donde la conexión con la vida resulte natural y espontánea. Allí podrá buscarse, en diálogo con el pueblo, pistas para una renovación auténtica en un pluralismo de expresiones maduro y respetuoso, en comunión con los Pastores de la Iglesia. Los sacramentos, como signos e instrumentos de la acción liberadora de Dios necesitan ser vividos como un encuentro con Cristo pascual presente en la comunidad eclesial. Así podrán transformarse en fuente y experiencia de la gratuidad de la existencia especialmente en sus momentos más densos y críticos: nacimiento, paso a la juventud, experiencia del pecado y del mal, vivencia del amor, la fidelidad y la solidaridad, angustia de la enfermedad, temor de la muerte. Más todavía, celebrados comunitariamente aparecerán como estructuras de gracia frente a las estructuras de pecado, tanto a nivel personal como social. "Los sacramentos son la expresión visible, eficaz y esperanzadora de que la realidad no es sólo pecado estructural, sino que está también decisivamente impregnada de estructuras de gracia liberadora... En los sacramentos el amor y la fraternidad se nos ofrecen como estructura de gracia permanente puesto que el odio y la división se dan como estructura de pecado permanente" (S. Galilea).

La vida consagrada tiene en la oración litúrgica un alimento privilegiado para ser eficaz en la evangelización, a condición de que esa plegaria y los sacramentos no estén desconectados de los problemas de la vida real y lleven a un compromiso liberador que favorezca la superación del egoísmo, del odio y de la injusticia. Una liturgia auténtica debe también asumir la voz de los que no tienen voz "de los que carecen de paz, de los que sufren, para que el Señor haga justicia y haga presentir la alegría de su liberación". Los sacramentos, como signos e instrumentos de la

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acción liberadora de Dios necesitan ser vividos como un encuentro con Cristo pascual presente en la comunidad eclesial y en las comunidades de vida consagrada. Por todos estos motivos, la espiritualidad de la vida consagrada busca en la liturgia la fuerza para cumplir su misión "a fin de llevar a cabo, mediante el compromiso transformador de la vida, la realización plena del reino, según el plan de Dios" (DP 918). El compromiso evangelizador tiene en la liturgia una celebración de fe como encuentro con Dios y los hermanos, que lleva necesariamente a un compromiso vital con el reino de Dios y sus exigencias. Las reuniones litúrgicas, especialmente la eucaristía, se convierten en promesas y exigencia de los valores cristianos de libertad, igualdad y fraternidad que la nueva evangelización está llamada a anunciar y a promover. La oración litúrgica y el compromiso liberador deben ir de la mano en la proclamación de la Buena Noticia.

Otro elemento importante en la espiritualidad litúrgica dentro de la vida consagrada está constituido por el hecho de que celebrada fraternamente en comunidad manifiesta la vocación a la alabanza y a la intercesión propia de las personas consagradas. La eucaristía “es viático cotidiano y fuente de espiritualidad de cada instituto. En ella cada consagrado está llamado a vivir el misterio pascual de Cristo, uniéndose a él en el ofrecimiento de la propia vida al Padre mediante el Espíritu. La asidua y prolongada adoración de la eucaristía permite revivir la experiencia de Pedro en la Transfiguración: ‘Bueno es estarnos aquí’. En la celebración del misterio del cuerpo y de la sangre del Señor se afianza e incrementa la unidad y la caridad de quienes han consagrado su existencia a Dios” (VC 95).

7. Oración y visión contemplativa de la realidad

Un elemento importante dentro de la espiritualidad cristiana es, sin duda alguna, la oración. Ésta considerada como diálogo de amistad con Dios lleva a descubrir su presencia en uno mismo, en los demás y en la realidad y con una visión de fe, animada por el amor y la esperanza, a comprometerse en la transformación del mundo. Existe la convicción creciente de que lo fundamental es llegar a conseguir que la oración se convierta en actitud de vida. Los consagrados han ido comprendiendo de nuevo la importancia de la oración como tiempo para estar con el Señor y para que él pueda actuar en la vida de ellos y de sus comunidades así como en el cumplimiento de su misión. A. La oración como actitud de vida La espiritualidad de la vida consagrada necesita dar este paso hacia la actitud contemplativa en medio de la acción. La meta será lograr integrar la experiencia de Dios y la experiencia de la vida: ser contemplativos en la oración y en el trabajo de la evangelización. Tener una experiencia de Dios en la historia y en los hermanos que dé sentido a los "tiempos fuertes" de oración: momentos de mayor conciencia de la presencia del Señor, fuente de creatividad evangélica; espacio interior para el encuentro personal e íntimo con el Señor. La oración como actitud de vida lleva a descubrir el rostro de Dios en la realidad en conflicto, en los problemas sociales, en la angustia de los pobres en los que hay que "reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela" (DP 31). Más aún, descubre el sentido verdadero de la contemplación cristiana, que parte de la revelación que Dios hace de sí mismo y de su plan salvífico y que no es otra cosa que una vivencia en profundidad de la fe, la esperanza y el amor. Vivencia entendida no únicamente como una experiencia interior, sino también como un conocimiento que se nutre de la acción y se expresa en ella. La contemplación se tiene en la historia y haciendo la historia de salvación.

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Los consagrados comprometidos con la evangelización necesitan ser contemplativos que captan lo que Dios quiere y se abren con disponibilidad y entrega a su designio de salvación. Así irán logrando la síntesis integradora entre fe y vida, oración y acción, contemplación y lucha. Su contemplación tiene que estar centrada en el proyecto liberador de Dios con el empeño existencial que supone. No hay, bíblicamente hablando, auténtica contemplación que no se exprese en la vida concreta de nuevas criaturas. Contemplar es percibir la acción de Dios en la historia y sus exigencias iguales y cambiantes al mismo tiempo. La contemplación pasa por la incertidumbre de la fe y debe buscar siempre los caminos de Dios en la historia; no separa del mundo sino que impulsa a colaborar en su transformación con una esperanza activa y lleva a un amor concreto a los demás. Una contemplación que no desembocara en esto sería una contemplación falsa o alienante. El compromiso con la evangelización que se va realizando en la historia, abarca las diferentes dimensiones de la existencia: lo social, lo político, lo económico, lo cultural y el conjunto de sus relaciones y exige una entrega generosa y total. La injusticia es una noche de inseguridad que llega a amenazar incluso la propia vida. Se ponen así a prueba la fe, la esperanza y el amor cristianos. La oración aparece en ese horizonte como fuente de un amor gratuito que va hasta la raíz de nosotros mismos y hace brotar desde allí el amor sin interés y sin condiciones, que purifica nuestro egoísmo. "La oración es una experiencia de gratuidad" (G. Gutiérrez). La espiritualidad de la vida consagrada debe tener en cuenta estos nuevos senderos que el Espíritu abre para una oración contemplativa que los vivifique, anime y purifique. De este modo ellos podrán construir su diálogo continuo con Dios con todo lo que implica el trabajo de la lucha por la justicia: anhelos, esperanzas, fatigas, desilusión, errores, conflictos, incoherencias, debilidades, egoísmo, búsqueda de prestigio personal. Eso los conducirá a un discernimiento orante de la voluntad de Dios a la luz de su Palabra y de los signos de los tiempos; a una oración comunitaria en la que se comparte la experiencia de Dios, se busca su voluntad, se confiesan los fallos y se mantiene un dinamismo permanente de conversión. Este redescubrimiento de la contemplación cristiana está en la línea de los grandes místicos que nunca la redujeron al ámbito intelectual sino que la orientaron evangélicamente al servicio concreto y eficaz del prójimo: "obras quiere el Señor” (S. Teresa). B. Vivir y transmitir la experiencia de Dios en la oración La vida consagrada está llamada a educar a los creyentes en el sentido auténtico de la oración, como lo pide Juan Pablo II cuando afirma que las “comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas ‘escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación... Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios” (NMI 33). Una oración entendida y vivida de esta manera evita la fuga frente a los compromisos terrenos y facilita una entrega fecunda al servicio del plan de Dios. El ideal es llegar a hacer de la oración motivo de la vida diaria y del trabajo; ir creciendo en una actitud de alabanza y agradecimiento al Señor, madurar en la fe, perseverar en la esperanza activa, profundizar en un amor cada vez más genuino y eficaz. Juan Pablo II, al dirigirse a las religiosas de vida específicamente contemplativa en América Latina, con motivo de la celebración del V Centenario de la evangelización del continente, les hacía ver que su oración era el "fundamento de la nueva evangelización". Al mismo tiempo las invitaba a permanecer abiertas a las necesidades de la Iglesia y del mundo para asumir en su plegaria contemplativa "el clamor de tantos hermanos y hermanas sumergidos en el sufrimiento, en la pobreza y en la marginación... Las tribulaciones del mundo agobiado por tensiones y conflictos".

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Estas indicaciones del Papa responden a una nueva sensibilidad en la vida de los Institutos contemplativos. En ellos ha ido creciendo la convicción de que, desde una fidelidad a su carisma en la Iglesia, deben hacer suyos "los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y los que sufren" El testimonio que en su vida dan del absoluto de Dios no se entiende más como una simple huída del mundo sino como una nueva presencia en él desde su dedicación total y completa al servicio del Señor a través de la oración, el silencio y la contemplación. Los contemplativos "están en cierto modo en el corazón del mundo, y más aún en el corazón de la Iglesia" (DCVR 25). En el compromiso evangelizador, la vida contemplativa tiene una palabra fuerte que decir con el testimonio de su vida: que Dios es el único absoluto, pero lo debe hacer vibrando con las necesidades del mundo de hoy. Quienes han recibido el llamado a esa vida tienen la misión de alimentar la esperanza de los evangelizadores desde una visión de la realidad de la historia guiada y sostenida por el amor fiel y misericordioso de Dios del que nadie nos puede separar (cf. Rom 8,35-39); un Dios cuyos caminos y pensamientos son diversos de los nuestros (cf. Is 55,8-9).

8. Profetismo y espiritualidad

La palabra profeta entró, a partir del Vaticano II, a formar parte del vocabulario cotidiano dentro de la Iglesia y fuera de ella. Se aplica a todos los que denuncian las estructuras de poder y dominio; a quienes promueven la lucha por la justicia y se ponen de parte de los pobres; a aquellos, en fin, que viviendo profundamente la experiencia de Dios anuncian el mensaje liberador de Cristo en múltiples y variadas formas. Cada una de estas aplicaciones responde sólo parcialmente a lo que es un profeta bíblico, porque éste aúna en sí esos diversos aspectos: es alguien que, enraizado en la problemática existencial, descubre a Dios como ser vivo y, a la luz de esta experiencia, sabe contemplar los acontecimientos de la historia, enjuiciarlos y manifestar en voz alta su sentido, las exigencias de Dios, los fallos del hombre. A. El profetismo de la vida consagrada El Vaticano II recordó que todos los cristianos, por el hecho de ser bautizados, participan de la función sacerdotal, real y profética de Cristo (cf LG 31) y que éste, el gran Profeta, "cumple su misión profética ... no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos, a quienes, consiguientemente, constituye en testigos y les dota del sentido de la fe y de la gracia de la palabra..." (LG 35). La dimensión profética de la vida cristiana tiende a expresarse con mayor fuerza en personas y grupos dentro de la Iglesia. Su historia está marcada por la presencia de profetas que con su vida y su palabra anunciaron el proyecto de Dios y denunciaron todo aquello que se oponía a él. La vida consagrada es, hablando en general, uno de esos grupos en los que la dimensión profética del seguidor de Jesús se ha concentrado con fuerza caracterizante. Desde sus orígenes los religiosos subrayaron el absoluto de Dios y del Reino y, con su vida misma, se convirtieron en signos de Él en la historia. El Documento postsinodal Vita consecrata recuerda la dimensión profética de la vida consagrada y subraya cómo durante el Sínodo este aspecto fue puesto de relieve por los Padres sinodales. Se trata de una forma especial de participación en la función profética de Cristo comunicada a todo el Pueblo de Dios. Hunde sus raíces en el radicalismo del seguimiento de Jesús y en la entrega a la misión que la caracteriza. Esta función profética se expresa en el testimonio del absoluto de Dios y de los valores del evangelio; se centra en el amor personal a Cristo y a los pobres en los que Él vive. Se cita a Elías que, en la tradición patrística, es visto como modelo de la vida

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religiosa monástica porque vivía en la presencia de Dios y contemplaba en silencio su paso, intercedía por el pueblo, proclamaba la voluntad del Señor, defendía sus derechos y los de los pobres contra los poderosos del mundo (cf VC 84). El mismo documento señala con acierto que la verdadera profecía nace de Dios y de la amistad con Él, de la escucha de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia. Exige, por otra parte, la búsqueda de la voluntad de Dios, la comunión eclesial, el discernimiento espiritual y el amor por la verdad. Se expresa también en la denuncia de todo aquello que se opone al plan de Dios y en la creatividad para encarnar el evangelio en la historia (cf VC 84). B. Los rasgos espirituales del profetismo de la vida consagrada La persona consagrada cumplirá su misión profética en la medida en que esté radicada en la experiencia del Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Dios de las bienaventuranzas, que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos (Mt 5,45); que ama a los ingratos y malos (Lc 6,35). El Padre cuyos caminos no son nuestros caminos (cf. Is 55,8-9), que nos quiere transformar en hijos suyos, en hermanos de los demás y que hace colaborar todo para nuestro bien (cf. Rom 8,28). Ese Dios que continúa revelándose en la realidad en la que está presente. Cuyo rostro aparece también en las situaciones de conflicto, en los problemas sociales, en los desafíos de un mundo secularizado, en los signos de los tiempos y de los lugares. De manera particular, el religioso debe ser hoy, la persona que experimenta la presencia interpeladora de Cristo en el ser humano, especialmente en los más pobres (cf. Mt 25,31-46). En la línea de los profetas bíblicos, el religioso está llamado a profundizar en la experiencia de Dios, hasta que Él sea una persona viva con la que se relacione íntimamente. Eso le ayudará a descubrir los planes de Dios en la historia y a leer en los acontecimientos su mensaje interpelador. Entonces aparecerá como el Dios de misericordia y de fidelidad que pide del hombre una respuesta de devoción amorosa y fiel hacia Él y de amor y bondad hacia los semejantes, expresados también radicalmente en la práctica de la justicia y del derecho (cf. Jer 9,22-23). Con una experiencia de Dios en contacto con la realidad la persona consagrada podrá ir descubriendo su rostro revelado en Cristo y se irá haciendo cada vez más capaz de testimoniar proféticamente esa experiencia radical. Ser profeta no es transmitir verdades o dogmas sino comunicar y proclamar la experiencia de Dios y sus exigencias. Al vivir la oración como un escuchar a Dios para después comprometerse con los hermanos, los consagrados podrán vivir esta característica del profeta bíblico y encontrarán en la oración como actitud de vida una fuerza que genera disponibilidad para afrontar los caminos imprevisibles del Espíritu. Serán así profetas de un mundo nuevo abierto a Dios como fuente de entrega al servicio de los demás en la transformación de la realidad. Los profetas bíblicos cumplieron su misión en medio de la experiencia de su debilidad y de sus limitaciones. La lógica incomprensible de la cruz sella el trabajo del profeta. No debe, por tanto, extrañar que en él se tenga la experiencia de la limitación y de la impotencia frente a las tareas que desafían a quien desea y busca comprometerse en el trabajo por anunciar el proyecto de Dios y por hacerlo realidad en la historia. En la experiencia de su pobreza, el religioso descubre que su vocación profética se hace realidad en su papel de signo e instrumento pobre y débil para la realización del plan de Dios sobre la humanidad. Como Cristo se abrió a los caminos incomprensibles del Padre y antes de él, en forma imperfecta y limitada, los profetas bíblicos, así el religioso necesita ir aprendiendo por experiencia que en el

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Reino de Dios de lo pequeño surge lo grande y que la fuerza no es del hombre sino que viene de Dios, que manifiesta su poder en la debilidad y en la limitación (cf. 2 Cor 12,7-10). Llevando en vasos de barro el tesoro de la vocación profética, los religiosos se convierten en una manifestación del poder de Dios, entregados a la muerte para que en ellos se manifieste la vida de Jesús (cf. 2 Cor 4,8-11).

9. Vivir y testimoniar la propia espiritualidad

El Papa Juan Pablo II, en el discurso a los participantes en el Congreso Internacional de Vida Consagrada, el 27 de noviembre de 1993, invitaba a imitar la creatividad de los fundadores con una fidelidad madura que tenga en cuenta las interpelaciones de los signos de los tiempos: “Los fundadores han sabido encarnar en su tiempo con coraje y santidad el mensaje evangélico. Es necesario que, fieles al soplo del Espíritu, sus hijos espirituales continúen en el tiempo este testimonio, imitando su creatividad con una madura fidelidad al carisma de los orígenes, en constante escucha de las exigencias del momento presente”. Es la misma invitación que hace el documento Vita consecrata en el n. 37, cuando habla de la fidelidad creativa. Y, en el n. 93 pone de relieve el hecho de que cada forma de vida consagrada genera una espiritualidad peculiar que debe ser vivida con dinamismo y creatividad. En este doble movimiento de regreso a las fuentes y de atención a los desafíos del mundo de hoy se hace urgente y necesaria la formación permanente para releer la espiritualidad del propio Instituto religioso. Este es uno de los retos principales para la renovación de la vida consagrada y de la espiritualidad de cada instituto en el tercer milenio. A. Diversidad de carismas y espiritualidades dentro de la vida consagrada

Lo inagotable del evangelio y la riqueza y variedad de carismas que comunica el Espíritu dan origen a diversas espiritualidades dentro del mismo gran carisma de la vida consagrada. Ninguno puede vivir con igual intensidad todos los aspectos de la espiritualidad cristiana ni, por tanto, abarcar todas las posibilidades de servicio a las que ella conduce. Hay que partir, por tanto, del concepto de espiritualidad para abrirse al pluralismo de espiritualidades. “Todos somos conscientes de la riqueza que para la comunidad eclesial constituye el don de la vida consagrada en la variedad de sus carismas y de sus instituciones... ¿Cómo no recordar con gratitud al Espíritu la multitud de formas históricas de vida consagrada, suscitadas por Él y todavía presentes en el ámbito eclesial? Estas aparecen como una planta llena de ramas que hunde sus raíces en el evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia (VC 2. 5).

El carisma de la vida consagrada es una forma concreta de lectura, vivencia y realización del proyecto evangélico. Por ello están abiertos a la pluralidad. Estos dones del Espíritu conducen, como es normal, a vivencias acentos, y compromisos pastorales diversos. Por eso los carismas condicionan las espiritualidades. “Espíritu es una gracia especial concedida por Dios a una persona, capaz de dar origen a una nueva forma de vida cristiana. Basta una intuición central, un principio, una adaptación. Se aplica sobre todo a las congregaciones religiosas. Muchas de ellas han adoptado la espiritualidad de otros institutos, con ligeras variantes. Así que tienen una espiritualidad común, pero tienen espíritu propio. Espiritualidad indica una organización más completa de la vida entera. Aspecto preferido de la santidad, medios para conseguirlo y modos de usar los medios, tanto sacramentales como ascéticos; forma de relación con el mundo en el apostolado y en la inserción humana. Es un grado más completo y desarrollado del espíritu. Escuela de espiritualidad designa una espiritualidad concreta y coherente, que ha sido vivida por numerosas personas en continuidad; y que, además, ha sido fundamentada y elaborada a nivel doctrinal por el iniciador y sus discípulos” (F. Ruiz). Esta multiplicidad de carismas y espiritualidades conduce necesariamente a una apertura a la unidad en la diversidad. Cada uno

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aporta su propia originalidad, complementa a los otros y da origen a una comunión entre realidades diferentes, sin por ello crear confusión: “La confusión se opone a la distancia y al orden. Por lo tanto, la multiplicación de las órdenes religiosas sería ocasión de confusión si tuviesen el mismo fin y los mismos medios, sin mayor utilidad ni necesidad”, pero esto no se da cuando la diversidad “se toma de los distintos modos por los que se puede servir a Dios y de las maneras distintas de disponerse a ese servicio” (S. Tomás de Aquino).

B. Releer la propia espiritualidad desde una identidad carismática

Para vivir, transmitir y compartir la propia espiritualidad es indispensable tener una clara identidad carismática. Al mismo tiempo, es urgente sea el carisma sea la espiritualidad que se deriva de él puedan ser releídos con fidelidad creativa para hacerlos comprensibles y para adaptarlos a las nuevas circunstancias. Un elemento fundamental para ello es la referencia constante al propio fundador o a la propia fundadora y a su carisma y espiritualidad tal como han sido vividos y comunicados por él y después profundizados y desarrollados a lo largo de la vida del instituto. La vida consagrada nació como expresión del dinamismo del Espíritu y para responder a sus llamados en la vida. En ellos hay siempre una invitación a colaborar en el plan salvífico de Dios. Esto explica una relectura constante del carisma y de la espiritualidad de la vida religiosa que, como todo carisma, tiene una función de servicio. Cumplirla en forma concreta y eficaz supone capacidad para crear estilos nuevos y cauces diferentes de actuación. En la fundación de los Institutos aparece palmariamente la creatividad. Los institutos de vida consagrada van apareciendo como multiformes intervenciones del Espíritu en consonancia con los problemas sociales y religiosos que caracterizan la historia de la humanidad en los diversos momentos. Del eremitismo se pasa a la vida cenobítica. Junto a la vida monástica aparecen en un momento oportuno, y más da acuerdo con las circunstancias, las órdenes mendicantes, cada una con aspectos propios dentro de una línea común. Cambios en la Iglesia y en el mundo van dando lugar a nuevas formas de vida religiosa y a reformas da los Institutos antiguos. En un mundo secularizado se hacen necesarios estilos diversos de consagración y servicio y aparecen entonces los institutos seculares. Toda esta gama de grupos consagrados a Dios es fruto de un carisma que, aunque se concreta en un momento histórico, va más allá de él. Su función de servicio exige que permanezca abierto a nuevas necesidades si no quiere agotarse al desaparecer las formas concretas en las que se expresó cuando fue suscitado por el Espíritu. Es necesario distinguir entre la vocación religiosa y el estilo de vida en el cual se expresa. El dinamismo de creatividad y renovación solo se podrán mantener vivos si se acepta la relectura del carisma para responder adecuadamente a los "signos de los tiempos” Es fundamental saber distinguir lo que es esencial de lo que es simplemente un condicionamiento cultural. De otro modo se corre el peligro de ser infieles al carisma y a la espiritualidad propios por una anquilosada fidelidad a sus concreciones pasadas. Es curioso ver cómo se saca a los fundadores y a las fundadoras de su contexto histórico. Así se mitifican y se convierten en baluartes de un inmovilismo cuando, en realidad ellos fueron auténticos profetas que, fieles al Espíritu, abrieron caminos nuevos y, por esa creatividad, sufrieron las tensiones de la incomprensión y la persecución. Los condicionamientos culturales y eclesiales de su época explican muchos aspectos de su espiritualidad, de su doctrina, de su apostolado y de la organización primigenia del Instituto. Releer, por tanto, el carisma inicial es la única forma de conservarlo y de mantener la auténtica fidelidad al mismo y de poder vivirlo y transmitirlo hoy.

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10. Características actuales de la espiritualidad de la vida consagrada

La vida consagrada necesita encontrar su camino de espiritualidad dentro del pueblo de Dios en cada época de la historia. Actualmente, con los matices diferentes que están ligados al propio carisma y al contexto socio-cultural, la VC resalta algunos aspectos fundamentales dentro del único camino de espiritualidad del pueblo de Dios. Ellos le dan identidad y la convierten en sig-no estimulante. Características de una espiritualidad de la VC en nuestro mundo de cambios rápidos y profundos deberían ser, entre otras, una identificación con Jesucristo en un estilo alternativo de vida fraterna, la actitud permanente de éxodo y conversión, una escucha personal y comunitaria de la Palabra de Dios, una experiencia renovada del misterio de la encarnación sin dicotomías, la libertad confiada o “parresía”.

A. Identificación con Jesucristo en un estilo alternativo de vida fraterna La vida consagrada es un camino dentro del Pueblo de Dios, todo él seguidor de Jesús. En su seguimiento los consagrados ponen de relieve algunos rasgos de la forma histórica de la vida de Cristo. Intentan seguir a Jesús que nació y vivió pobremente; que dedicó toda su existencia y sus energías al servicio de sus hermanos y hermanas en una vida célibe y obediente a la voluntad del Padre. Esto supone romper con las seguridades del poder, del saber y del tener y superar la tentación del aburguesamiento. En esta forma de vida, deben sentirse llamados también a subrayar la fraternidad cristiana, exigencia de Jesús para todos sus seguidores, en una Iglesia de comunión. Aquí radica uno de los principales testimonios de la vida consagrada: hacer presente el Reino de Jesús que nos transforma de masa en familia. El celibato, el compartir los bienes, el discernimiento comunitario de los caminos de Dios, el compromiso con la misión se viven en y desde una comunidad que incluso, tiene un habitat común y una organización que ayudan a superar el individualismo y llevan a una apertura aún mayor a otras comunidades y a la gran comunidad eclesial.

B. Una actitud permanente de éxodo y conversión La espiritualidad de la vida consagrada, por la función simbólica de la misma, necesita vivir en actitud permanente de éxodo y conversión. Éxodo significa romper ataduras, vivir en actitud de pobreza y sencillez, colocarse en los puestos de vanguardia evangelizadora para manifestar el proyecto de Dios e interpelar la sociedad. La conversión impulsa a un compromiso serio y renovado del seguimiento de Jesús en el amor, la justicia y la verdad. Eso trae consigo muchas veces la reconversión de las instituciones y de las personas que las sirven. Éxodo y conversión llevan a caminar en fidelidad creativa al carisma para abrirse a los signos de los tiempos y a los desafíos que presentan.

C. Vivir a la escucha de la Palabra de Dios La vida cristiana, especialmente la vida consagrada, necesita alimentarse de la escucha de la Palabra de Dios. Seguir a Jesús supone conocer todo su misterio y retraducirlo experiencialmente en nuestro hoy. Para lograr esto hay que permanecer personal y comunitariamente a la escucha de la Palabra de Dios en la Escritura y en la vida, para centrarse en Dios como el único absoluto con una oración-actitud de vida, que lo descubre presente en las personas y en los acontecimientos. La Lectio divina ayuda a descubrir el verdadero rostro de Jesús y las exigencias de su seguimiento, al igual que la dimensión comunitaria de la historia de la salvación y la dignidad de la persona humana. La Lectio divina transforma la Biblia en un libro actual por el cual el Espíritu Santo revela, en la existencia concreta, la voluntad de Dios Padre y de su misterio.

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D. Una experiencia renovada del misterio de la encarnación Otra característica de la espiritualidad de la vida consagrada hoy es la de una experiencia renovada del misterio de la encarnación en la historia, en las diversas realidades culturales, en el servicio preferencial a los pobres, en el trabajo para ir construyendo el reino de Dios, a partir de un amor con dimensión social. Todo esto sin dicotomías ni reduccionismos. Buscando unir lo natural y lo sobrenatural, lo temporal y lo eterno, lo individual y lo social, la inmanencia y la trascendencia. La fuga mundi no separa del mundo al que Dios tanto amó que le entregó a su Hijo. Separa sólo del mundo dominado por el mal. La vida consagrada está llamada a vivir con fuerza la opción evangélica y preferencial por los pobres. Una de las formas de vivirla es la inserción en medio de ellos, como cuestionamiento a la totalidad de la vida consagrada, al sacudir la manera convencional de entenderla y las formas históricas de hacerse presente en la Iglesia y en la sociedad. Esto lleva también a la vida consagrada a recuperar la originalidad de su carisma a partir de la experiencia y del compromiso de sus fundadores. Al mismo tiempo ayuda a descubrir y superar los elementos adicionales que se fueron introduciendo en su estructuración. Este discernimiento de los valores esenciales permite emprender la tarea de la inculturación, necesidad profundamente sentida en la evangelización en el mundo de hoy. Así la vida consagrada se va abriendo a la convicción de que el mismo carisma puede y debe ser releído a partir de las circunstancias particulares.

E. Libertad evangélica o “parresía”

El Espíritu es quien comunica al cristiano la libertad evangélica o “parresía” para anunciar las exigencias del Reino y denunciar todo lo que se opone a él, en un compromiso con la justicia y la paz, asumiendo los aspectos conflictivos y martiriales del testimonio cristiano, vistos en la perspectiva del misterio pascual. Aquí se tiene el ejercicio del profetismo de la vida cristiana. La vida consagrada no hace otra cosa que acentuar esta dimensión profética. Esto exige de él una profunda experiencia de Dios y un enraizamiento en la historia para cuestionarla a la luz del plan divino sobre la humanidad. La función profética de anuncio y de denuncia debe partir de un amor profundo a Dios y a los demás y de una inserción en la historia. Partiendo de una comunión con Cristo, los consagrados deben ser capaces de ayudar a sus hermanos a transformarse en hombres y mujeres nuevos, a imagen de Cristo resucitado, portadores de una nueva esperanza.

F. María modelo de seguimiento de Jesús Maria, que precede con su luz e inspira nuestra vida peregrinante, es modelo para toda vida cristiana. En la vida consagrada aparece como aquella que vivió totalmente para Cristo y para el Reino de Dios, escuchando su palabra, creyendo en ella y viviendo sus exigencias en todas las circunstancias, sin entender muchas cosas; guardando todo en su corazón (cf. Lc 2, 19. 50-5 1) y caminando como peregrina de la fe y de la esperanza. Al mismo tiempo ella enseña a los consagrados a vivir cerca de los demás, interesándose por sus problemas materiales (cf. Lc 1, 39-45; Jn 2, 1-12) y espirituales (cf. Hech 1,14). En el Magnificat los invita también a descubrir a Dios presente en la historia y a reconocer las maravillas que realiza en ella. Por todos estos motivos, ella es modelo de consagración y seguimiento “por su pertenencia plena y entrega total a Dios” y por su acogida de la gracia... modelo también “de consagración al Padre, de unión con el Hijo y de docilidad al Espíritu” (VC 28).

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Cortesia de Vidimus Dominum – El Portal para la Vida Religiosa

Sito: www.vidimusdominum.org