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Este libro está dedicado aJason Bourne y a AaronCross (y también a Asya

Muchnick y Meghan Hibbettpor su animada complicidad

en mi obsesión)

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La tarea de aquel día se había vueltorutinaria para la mujer que en esemomento se hacía llamar Chris Taylor.Se había levantado mucho antes de loque habría querido para desmantelar yguardar sus medidas de precauciónnocturnas. Era un auténtico incordio

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colocarlo todo por las noches para luegotener que desmontarlo a primera hora dela mañana, pero no merecía la penaarriesgar la vida por permitirse unmomento de pereza.

Después de cumplir con aquel debercotidiano, Chris se había metido en sudiscreto sedán —ya algo viejo, pero sinningún daño importante que lo hicierafácil de recordar— y había pasadohoras y más horas conduciendo. Habíacruzado tres fronteras importantes y unaingente cantidad de líneas secundariasen el mapa, e incluso después dealcanzar la distancia planeada, rechazóvarios pueblos por los que iba pasando.Uno era demasiado pequeño, otro solo

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tenía una carretera de entrada y otra desalida y el siguiente daba la sensaciónde recibir a tan pocos forasteros quesería imposible no llamar la atención,por mucho empeño que hubiera puestoen camuflarse para no destacar. Tomónota de algunos lugares a los que quizáquisiera regresar otro día, como unatienda de material para soldadura, unade excedentes militares o un mercadoagrícola. Pronto volvería a sertemporada de melocotones y deberíahacer acopio.

Por fin, a última hora de la tarde,llegó a una localidad ajetreada quenunca había visitado. Incluso labiblioteca pública parecía estar bastante

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concurrida.Chris prefería utilizar las bibliotecas

si era posible. Lo gratuito era másdifícil de rastrear.

Aparcó junto a la fachada occidentaldel edificio, fuera del alcance de unacámara colocada encima de la entrada.Los ordenadores del interior estabantodos en uso y había algunos grupitosesperando a que alguno quedara libre,por lo que decidió echar un vistazo a loslibros y recorrió la sección debiografías a la caza de cualquiermaterial relevante. Descubrió que yahabía leído todo lo que pudiera servirlede algo. Después localizó lo último desu escritor de novelas de espías

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favorito, un excombatiente de la fuerzade operaciones especiales de laArmada, y cogió también otros librosdel mismo estante. Mientras buscaba unbuen asiento para esperar, tuvo unapunzada de remordimiento por lodespreciable que era robar en unabiblioteca. Pero hacerse el carné allíquedaba descartado por distintosmotivos, y cabía la posibilidad de quealgo que leyera en aquellos libros lesirviese para permanecer más a salvo.La seguridad siempre estaba por encimadel remordimiento.

No es que no fuese consciente delnoventa y nueve por ciento de sinsentidoque entrañaban sus lecturas, ya que era

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extremadamente improbable quecualquier cosa extraída de la ficcióntuviera algún uso real y concreto paraella, pero hacía mucho tiempo que habíadevorado los ensayos basados eninformación real. A falta de nuevasfuentes de primera clase que investigar,se tenía que conformar con las últimasde la lista. No tener nada que estudiar lavolvía más propensa al pánico de lonormal. Y, de hecho, en su último botínhabía encontrado un consejo que parecíapráctico y que ya había empezado aincorporar a su rutina.

Se acomodó en una desgastada butacaque había en una esquina apartada,desde la que se veían bien los puestos

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de ordenadores, y fingió leer el primerlibro de su pila. Por lo esparcidas en lamesa que algunos usuarios de losordenadores tenían sus pertenencias —uno incluso se había quitado los zapatos—, supo que tardarían en marcharse. Elpuesto más prometedor era el ocupadopor una adolescente con libros dereferencia amontonados y cara deagobio. La chica no parecía estarconsultando sus redes sociales, sinoapuntando los títulos y autores que ibaproporcionándole el motor de búsqueda.Mientras esperaba, Chris mantuvo lacabeza gacha sobre su libro, quesujetaba con el brazo izquierdo doblado.Usando la cuchilla oculta en su mano

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derecha, separó con destreza el sensormagnético adherido al lomo del volumeny lo dejó escondido en el hueco entre elcojín y el brazo de la butaca.Aparentando desinterés, pasó alsiguiente libro de la pila.

Chris ya estaba preparada, con lasnovelas desmagnetizadas y metidas en sumochila, cuando la joven dejó su sitiopara buscar más libros de referencia.Sin levantarse de golpe ni dar señalesde prisa, Chris ya estaba en la silla antesde que ningún otro aspiranteesperanzado se diera cuenta siquiera deque había pasado su oportunidad.

La acción de comprobar su e-mailnormalmente le llevaba unos tres

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minutos.Después de hacerlo, tendría otras

cuatro horas (si no se veía obligada atomar rutas evasivas) para llegar a suhogar provisional. Y luego, porsupuesto, tendría que volver a instalarsus salvaguardas antes de poder dormirpor fin. Los días de e-mail eran siempredías largos.

Aunque no había ninguna conexiónentre su vida actual y aquella cuenta dee-mail —nunca repetía la mismadirección IP ni mencionaba lugares onombres propios—, en el instante en queterminara de leer y, si la ocasión lorequería, responder a su correo, saldríapor la puerta y dejaría el pueblo a toda

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velocidad para poner tanta distanciaentre ella y aquella ubicación comofuera posible. Por si acaso.

«Por si acaso» se había convertido enel mantra de Chris sin ella pretenderlo.Llevaba una vida de preparaciónexcesiva pero, como se recordaba a símisma a menudo, sin tanta preparaciónno podría llevar ninguna vida enabsoluto.

Lo mejor sería no tener que correrriesgos como aquel, pero el dinero noiba a durarle para siempre. En generalbuscaba empleos de poca monta enalguna cafetería familiar, a ser posibleque llevara las cuentas a mano, peroesos trabajos solo le proporcionaban lo

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suficiente para cubrir las necesidadesbásicas: comida y alquiler. No llegabanpara sus adquisiciones más costosas,como identidades falsas, material delaboratorio y los diversos compuestosquímicos que acumulaba. Enconsecuencia, mantenía una presencialigera en internet, encontraba algúncliente adinerado de vez en cuando, yhacía todo lo posible para evitar queesos trabajos llamaran la atención dequienes querían poner fin a suexistencia.

Los últimos dos días de e-mail nohabían ofrecido ningún resultado, por loque al ver un mensaje dirigido a ella sealegró… durante las dos décimas de

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segundo que tardó en procesar ladirección del remitente.

[email protected]í estaba, la auténtica dirección de

correo de Carston, una dirección cuyorastro se podría seguir fácilmente hastallegar a los antiguos patronos de Chris.Mientras se le erizaban los pelillos de lanuca y la adrenalina inundaba su cuerpo—«Corre, corre, corre», parecía gritardesde sus venas—, una parte de ella fuetodavía capaz de reaccionar conboquiabierta incredulidad a tantaarrogancia. Siempre subestimaba loincreíblemente descuidados que podíanllegar a ser.

«Todavía no pueden estar aquí»,

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razonó para sí misma a pesar del pánico,mientras su mirada barría la bibliotecaen busca de individuos demasiadoanchos de hombros para sus trajesnegros, cortes de pelo militares ocualquier persona que estuvieraacercándose a su posición. Alcanzaba aver su coche a través de la hoja de laventana y no daba la sensación de quenadie hubiera trasteado con él, pero locierto era que tampoco había estadovigilándolo con demasiada atención.

Así que habían vuelto a dar con ella.Pero no tenían forma de saber dóndedecidiría consultar el correo. Esaelección la dejaba siempre al azar, conun celo casi religioso.

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En aquel preciso instante, habríasaltado una alarma en algún despachopulcro y anodino, o quizá en variosdespachos, tal vez hasta con luces rojasparpadeantes. Sin duda habría algúnproceso informático de alta prioridadestablecido para rastrear la dirección IPque estaba utilizando. Ya estarían apunto de movilizar efectivos. Peroincluso si usaban helicópteros, y elloscontaban con los recursos para hacerlo,Chris aún disponía de unos minutos.Tiempo suficiente para ver qué queríaCarston.

El asunto del correo era: ¿Cansada decorrer?

«Menudo hijo de puta».

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Lo abrió. El mensaje no era largo.

Nuestra política ha cambiado. Tenecesitamos. ¿Serviría de algo una disculpaoficial? ¿Podemos reunirnos? No te lopediría si no hubiera vidas en juego. Muchas,muchas vidas.

Siempre le había caído bien Carston.Parecía más humano que muchos otrostrajeados que trabajaban para eldepartamento. Algunos de ellos, sobretodo los que llevaban uniforme,directamente daban miedo. Lo cual casicon toda seguridad era un juiciohipócrita por su parte, dado el trabajoque había desempeñado.

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Así que por supuesto que habíanhecho que fuese Carston quienestableciera el contacto. Sabían queestaba sola y asustada y habían enviadoa un viejo amigo para despertarle unasensación cálida y agradable. Era desentido común, y con toda probabilidadhabría sabido ver la jugada incluso sinayuda, pero tampoco venía mal haberleído acerca de una treta similar en unanovela que había robado.

Se permitió una respiración profunday treinta segundos de pensamientoconcentrado. Debería haber puesto elfoco de su reflexión en su siguienteacción, es decir, abandonar labiblioteca, el pueblo y el estado a toda

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prisa, y valorar si eso era suficiente. ¿Laidentidad que estaba empleando seguíasiendo segura o debía mudarse denuevo?

Sin embargo, ese foco fue desplazadopor la traicionera idea de la oferta deCarston.

«¿Y si…?».¿Y si de verdad tenía delante la forma

de que la dejaran en paz? ¿Y si sucerteza de que estaba ante una trampasurgía solo de la paranoia y de haberleído demasiadas novelas de espías?

Si el trabajo era lo bastanteimportante, quizá a cambio ledevolvieran su vida.

Poco probable.

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Pero, aun así, no tenía sentido fingirque el e-mail de Carston se habíaperdido.

Respondió del modo en que suponíaque esperaban que lo hiciera, aunquesolo se había formado en su mente elbosquejo más básico de un plan.

Estoy cansada de muchas cosas, Carston.Podemos vernos donde hablamos porprimera vez, dentro de una semana amediodía. Si veo que te acompaña alguien,desapareceré y blablablá. Ya sabes cómofunciona esto. No hagas ninguna idiotez.

Se levantó y con el mismo movimientoechó a andar, con unas zancadas largas y

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fluidas que había perfeccionado con eltiempo, pese a sus cortas piernas, paraparecer mucho más despreocupadas delo que eran. Contaba los segundos en sucabeza, estimando el tiempo que lellevaría a un helicóptero llegar desdeWashington D.C. a aquella biblioteca.Por supuesto, podían dar el aviso a lasautoridades locales, pero no era suestilo habitual.

No era su estilo habitual en absoluto,pero aun así… Chris tenía la sensacióninfundada pero incómoda y acuciante deque quizá empezaran a cansarse de suestilo habitual. No les había dado losresultados que esperaban, y no eranpersonas que se distinguieran por su

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paciencia. Estaban acostumbrados aobtener lo que querían y en el precisomomento en que lo querían. Y llevabanya tres años queriendo verla muerta.

El e-mail representaba, sin duda, uncambio de política. Si es que de verdadera una trampa.

Tenía que suponer que lo era. Esepunto de vista, esa forma de descifrar sumundo, era el motivo de que siguierarespirando. Pero había una minúsculaparte de su cerebro que ya habíaempezado a albergar una neciaesperanza.

El juego al que jugaba no teníaapuestas muy altas, lo sabía bien. Solouna vida. Solo su vida.

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Y aquella vida que había conservadopese a lo abrumador del desafío era esoy nada más que eso: vida. Pelada ybásica a más no poder. Un corazónlatiendo y un par de pulmonesexpandiéndose y contrayéndose.

Estaba viva, sí, y había tenido queluchar mucho para mantener ese estado,pero en algunas de las noches másoscuras llegaba a preguntarse por quépeleaba exactamente. ¿La calidad de lavida que estaba llevando merecía tantoempeño? ¿No sería relajante cerrar losojos y no tener que volver a abrirlosnunca más? ¿Acaso la nada, negra yvacía, no era un poco más digerible queel terror incansable y el esfuerzo

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constante?Si no había respondido con un sí y

optado por cualquiera de las salidaspacíficas e indoloras que tenía siemprea mano era solo por su extremacompetitividad. Le había dado buen usoen la facultad de Medicina y habíapasado a ser lo que la mantenía convida. No iba a dejarles ganar. De ningúnmodo les pondría en bandeja unasolución tan fácil a su problema. Lo másprobable era que al final acabaran conella, pero aquellos malditos iban a tenerque luchar. E iban a sangrar también.

Estaba ya en el coche y a seismanzanas de distancia del acceso máspróximo a una autovía. Llevaba una

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gorra de béisbol negra sobre el cabellocorto, unas gafas de sol negras dehombre que le tapaban casi toda la caray una sudadera holgada que disimulabasu delgadez. A ojos de un observadordistraído, tendría todo el aspecto de unvarón adolescente.

Quienes la querían muerta ya habíansangrado, y Chris se descubriósonriendo de pronto al volante mientraslo recordaba. Era extraño lo cómodoque le resultaba matar en los últimostiempos, lo satisfactorio que loencontraba. Había desarrollado unavena sanguinaria, lo que resultabairónico si se veía todo en perspectiva.Los seis años que había pasado bajo la

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tutela del departamento ni por asomohabían estado cerca de erosionarla, dehacer que disfrutara con su trabajo. Perotres años a la fuga habían alteradomuchas cosas.

Sabía que no disfrutaría matando a uninocente. Estaba segura de no habercruzado esa línea y de no ir a cruzarlanunca. Algunos compañeros deprofesión —excompañeros, en realidad— eran auténticos psicóticos sinpaliativos, pero ella quería creer quejusto por eso no se les daba tan biencomo a ella. Tenían la motivaciónequivocada. Su repulsión por lo quehacía era lo que le daba el poder parahacerlo como nadie.

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En el contexto de su vida a la fuga, lamotivación para matar era la victoria.No ganar la guerra entera, solo unapequeña batalla cada vez, pero ganar alfin y al cabo. El corazón de otra personadejaría de latir y el suyo seguiríabombeando. Alguien iría a por ella y, envez de una víctima, encontraría a undepredador. A una araña de rincón,invisible tras su trampa de tela.

En eso la habían convertido. Sepreguntó si su logro los enorgullecía o sisolo lamentaban no haberla pisoteadocon la suficiente fuerza.

Cuando hubo recorrido unoskilómetros por la interestatal, empezó atranquilizarse. Su coche era un modelo

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muy popular, había miles de vehículosidénticos en la misma autovía, ycambiaría las matrículas robadas tanpronto como encontrara un lugar segurodonde parar. No había nada que larelacionara con el pueblo que acababade dejar atrás. Había pasado dos salidasy tomado la tercera. Si tenían intenciónde bloquear la autovía, no tendrían niidea de dónde hacerlo. Seguía oculta.De momento, seguía a salvo.

Por supuesto, conducir derecha hastacasa quedaba completamente descartadodespués de lo ocurrido. Le llevó seishoras volver, desviándose por distintasautovías y carreteras secundarias sindejar de comprobar que no la siguiera

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nadie. Cuando por fin llegó a su casitaalquilada, el equivalente arquitectónicode una tartana, ya estaba medio dormida.Se le ocurrió preparar café, sopesó losbeneficios de la estimulación cafeínicacontra el lastre de una tarea adicional yoptó por tirar adelante solo con susúltimas reservas de energía.

Subió agotada los dos desvencijadosescalones del porche, evitandoautomáticamente la zona podrida a laizquierda del primero, y abrió loscerrojos dobles de la puerta de acero deseguridad que había instalado la semanadespués de llegar allí. Las paredes,hechas de madera, yeso, contrachapadoy revestimiento de vinilo, no le

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proporcionaban el mismo nivel deseguridad, pero estadísticamente losintrusos atacaban la puerta en primerlugar. Los barrotes de las ventanastampoco eran obstáculos insalvables,pero bastarían para convencer a unladrón aleatorio de que buscara otroobjetivo más fácil. Antes de girar elpomo, tocó el timbre. Fueron trespulsaciones rápidas que habríanparecido una sola y continua acualquiera que estuviese mirando. Lasfinas paredes solo alcanzaron aamortiguar un poco la melodía de loscuartos de Westminster. Cruzó la puertadeprisa… y conteniendo el aliento, porsi acaso. No oyó el crujido apagado del

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cristal roto, así que soltó el airemientras cerraba la puerta a susespaldas.

El sistema de seguridad de la casaestaba todo diseñado por ella. Losprofesionales a los que había estudiadoal principio tenían sus propios métodos,pero ninguno sus habilidadesespecializadas, como tampoco las teníanlos autores de las diversas novelas quehabía pasado a usar como un no muyconvincente material de referencia. Todolo demás que le había hecho falta saberera fácil de encontrar en YouTube. Unaspiezas de una lavadora vieja, una placacomputadora comprada en internet, untimbre nuevo para la puerta y otro par de

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adquisiciones diversas le habíanbastado para montar una trampaconsistente.

Pasó los cerrojos y accionó elinterruptor más cercano a la puerta paraencender las luces. Estaba en el mismopanel que otros dos interruptores. El delcentro no hacía nada. Pero el tercero, elmás alejado de la puerta, estabaconectado al mismo cable de señal debajo voltaje que el timbre. Al igual queese dispositivo y la puerta, el panel deinterruptores era décadas más nuevo quecualquier otra cosa que hubiera en lapequeña estancia que hacía de sala deestar, comedor y cocina al mismotiempo.

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Todo parecía seguir como lo habíadejado: los mínimos muebles baratos —nada lo bastante grande como para queun adulto pudiera esconderse detrás— ylos estantes y la mesa vacíos, sin ningúncuadro ni adorno. Estéril. Chris sabíaque, incluso con el piso de vinilo encolores aguacate y mostaza y el techo degotelé, aquello seguía recordando unpoco a un laboratorio.

Quizá fuese el olor lo que daba esasensación. La sala estaba higienizadahasta tal extremo que un intrusoprobablemente atribuyera a limpiadoresquímicos aquel olor a tienda demateriales para piscina. Pero solo silograba entrar sin disparar el sistema de

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seguridad. Si lo activaba, no tendríatiempo de captar demasiados detalles dela estancia.

El resto de la casa consistíaúnicamente en un dormitorio y un cuartode baño pequeños, dispuestos en línearecta desde la puerta principal a lapared del fondo, el trayecto despejadodel todo para no tropezar con nada.Apagó la luz para ahorrarse luego elcamino de vuelta.

Cruzó la única puerta que daba aldormitorio, siguiendo su rutina como unasonámbula. La persiana venecianadejaba entrar la suficiente luz —el neónrojo de la gasolinera de enfrente—como para no encender la del cuarto. En

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primer lugar, cogió dos de las largasalmohadas de plumas de la cabecera delcolchón doble que ocupaba casi toda lahabitación, y las recolocó componiendola forma aproximada de un cuerpohumano. Después metió las bolsas conautocierre llenas de sangre falsa paraHalloween en las fundas de lasalmohadas. De cerca, la sangre no eramuy convincente, pero esas bolsasestaban pensadas para un atacante querompiera la ventana, apartara lapersiana y disparara desde fuera. A lamedia luz del neón, no podría apreciarla diferencia. Lo siguiente era la cabeza,para la que empleaba una máscara quetambién había comprado en las rebajas

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post-Halloween. Era la caricatura dealgún politicucho de tres al cuarto, peroel color de la piel había quedadobastante realista. La había rellenadopara darle la forma aproximada de sucabeza y le había cosido una pelucamorena barata. Lo más importante era eldiminuto cable que subía a través delsomier y el colchón, oculto entre lashebras de nailon. Otro cable similaratravesaba la almohada en la quereposaba la cabeza. Chris extendió lasábana y la manta y les dio unaspalmaditas para alisarlas antes de unirlos extremos pelados de los dos cables.Era una conexión muy tenue. Con queacariciara levemente la cabeza o

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moviera un poco el cuerpo hecho dealmohadas, los cables se separarían sinhacer ruido.

Dio un paso atrás y repasó el señuelocon los ojos entrecerrados. No era sumejor obra, pero sí parecía que hubieraalguien dormido en la cama. Inclusoaunque un intruso no creyera que setrataba de Chris, tendría que neutralizaral durmiente antes de poder buscarla.

Estaba demasiado agotada paraponerse el pijama, así que se limitó aquitarse los vaqueros anchos. Bastaríacon eso. Cogió la cuarta almohada, sacóel saco de dormir de debajo de la camay los notó más pesados y aparatosos delo normal. Los llevó a rastras al

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reducido cuarto de baño compacto, lostiró en la bañera y redujo al mínimo elcuidado de la higiene. Aquella nochesolo tocaba lavar los dientes, no la cara.

La pistola y la máscara antigásestaban bajo el lavabo, ocultas detrás deuna pila de toallas. Se puso la máscaraen la cabeza, ajustó las correas, tapó laentrada del filtro con la palma de lamano e inhaló por la nariz paracomprobar el sellado. La máscara sepegó a su cara como debía. Siempre lohacía, pero ni la costumbre ni elagotamiento habían logrado nunca queChris se saltara su rutina de seguridad.Dejó la pistola en la jabonera de pared,de fácil alcance sobre la bañera. La

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pistola no era su recurso favorito:aunque disparaba bien en comparacióncon un civil sin entrenamiento, no estabaa la altura de un profesional. Sinembargo, era una opción necesaria,porque algún día sus enemigoscomprenderían en qué consistía susistema de seguridad y ese día susatacantes también llevarían máscarasantigás.

En realidad, lo raro era que su trucola hubiera salvado durante tanto tiempo.

Con un filtro de absorción química sinabrir sujeto al tirante del sujetador,regresó al dormitorio con dos pasosrápidos. Se arrodilló junto a la rejilla deventilación que había en el suelo, a la

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derecha de la cama que no habíautilizado nunca. Puede que la rejilla notuviera tanto polvo como debería, y quelos dos tornillos superiores soloestuvieran apretados hasta la mitad yfaltaran los dos inferiores, pero estabasegura de que nadie que mirase por laventana se fijaría en esos detalles oentendería qué significaban en caso dehacerlo. Probablemente SherlockHolmes era la única persona de la queno temía un intento de asesinato.

Soltó los tornillos superiores y sacóla rejilla. A cualquiera que mirara en elinterior del conducto de ventilación leresultarían evidentes dos cosas. Laprimera, que el fondo del conducto

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estaba sellado, por lo que ya nofuncionaba. La segunda, que había ungran cubo blanco y una batería queseguramente no pintaban nada allí abajo.Destapó el cubo y al instante la saludóel mismo olor químico que impregnabala sala principal, tan familiar que casi nilo notó.

Extendió el brazo hacia la oscuridadde detrás del cubo y sacó primero unartilugio pequeño y enrevesado con unabobina, brazos metálicos y finos cables,luego una ampolla del tamaño de sudedo y, por último, un guante de gomapara limpieza. Situó el solenoide —eldispositivo que había reciclado de unalavadora vieja— de forma que sus

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brazos quedaran medio sumergidos en ellíquido incoloro del cubo. Apretó lospárpados con fuerza dos veces,intentando ponerse en alerta para laparte más delicada. Enfundó su manoderecha en el guante, soltó el filtro delsujetador y lo sostuvo en la manoizquierda. Con la mano enguantada,insertó la ampolla en las ranuras quehabía taladrado en los brazos metálicoscon ese propósito. La ampolla quedójusto por debajo de la superficie delácido, con el polvo blanco de su interiorinerte e inocuo. Pero si se interrumpía lacorriente que circulaba por los cablestan levemente unidos sobre la cama, esoharía que el solenoide se cerrara y

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rompiera el cristal. El polvo blanco seconvertiría en un gas que no era ni inerteni inocuo.

Era, a grandes rasgos, el mismodispositivo que tenía montado en la salaprincipal, solo que con un cableado mássencillo. Esa segunda trampa la armabasolo para dormir.

Devolvió el guante a su sitio, cerró larejilla y, con una sensación que no era lobastante intensa para llamarla alivio,regresó con paso cansado al cuarto debaño. La puerta, igual que la rejilla,podría haber puesto sobre aviso aalguien tan detallista como el señorHolmes, porque los revestimientos degoma blanda que había en sus bordes no

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eran nada habituales. No aislarían deltodo el cuarto de baño del dormitorio,pero le darían más tiempo.

Medio se metió y medio se dejó caeren la bañera, en un derrumbamiento acámara lenta hacia el mullido saco dedormir. Le había costado bastanteacostumbrarse a dormir con la máscarapuesta, pero esa noche no le dedicó niun solo pensamiento mientras cerrabalos ojos, rendida.

Se introdujo en su capullo de plumóny nailon y se removió hasta notar el durorecuadro de su iPad contra los riñones.Estaba conectado a un alargadoralimentado por el circuito de la salaprincipal. Si la corriente fluctuaba en

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aquel circuito, el iPad vibraría. Chrissabía por experiencia que era suficientepara despertarla, incluso estando tancansada como aquella noche. Tambiénsabía que podía tener el filtro que seguíaen su mano izquierda, abrazado contra elpecho como un osito de peluche, abiertoy enroscado a la máscara antigás enmenos de tres segundos, aun estandosemidormida, a oscuras y conteniendo elaliento. Lo había practicado muchísimasveces y lo había puesto a prueba en lastres emergencias que no habían sidosimulacros. Había sobrevivido. Susistema funcionaba.

Incluso agotada como estaba, obligó asu mente a repasar las desgracias del día

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antes de permitirse sumergirse en lainconsciencia. Era una sensaciónespantosa, como el dolor de un miembrofantasma, inexistente pero real de todosmodos, saber que la habían vuelto aencontrar. Tampoco estaba satisfechacon la respuesta que había dado al e-mail. Se le había ocurrido el plandemasiado impulsivamente como paraestar convencida de su validez. Y, paracolmo, requería que actuara más deprisade lo que le gustaba.

Chris conocía la teoría: en ocasiones,si se cargaba contra el pistolero, eraposible sorprenderlo desprevenido. Sujugada favorita siempre era la huida,pero en esa ocasión no veía remedio a la

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alternativa. Quizá lo viera al díasiguiente, después de reiniciar elcerebro.

Rodeada de su telaraña, durmió.

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Mientras esperaba a que se presentaraCarston, pensó en las otras ocasiones enque el departamento había intentadomatarla.

Barnaby —el doctor Joseph Barnaby,su mentor y el último amigo que habíatenido— la había preparado para el

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primer intento. Pero incluso con toda laprevisión, planificación y paranoiaprofundamente enraizada de Barnaby,ella había salvado la vida por purasuerte, que llegó en la forma de una tazaadicional de café solo.

Hacía tiempo que no dormía bien. Yallevaba seis años trabajando conBarnaby y, poco después de la mitad deese período, el doctor le había reveladosus sospechas. Al principio ella nohabía querido creer que pudieran estarfundadas. Solo estaban haciendo eltrabajo que les ordenaban, y haciéndolobien. «No puedes considerar esto comouna situación a largo plazo —le insistíaBarnaby, aunque él había pasado

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diecisiete años en la misma división—.La gente como nosotros, los que tenemosque saber cosas que nadie quiere quesepamos, termina volviéndose uninconveniente. No hace falta que hagasnada mal. Puedes ser todo lo fiable quequieras. Son ellos quienes no son defiar».

Y eso trabajando para el bando de losbuenos.

Las sospechas habían idoconcretándose y se habían transformadoen planes, que a su vez evolucionaron enpreparación física. Barnaby era un firmedefensor de la preparación, aunque alfinal no le hubiera servido de nada.

El estrés había empezado a aumentar

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en los meses previos, a medida que seaproximaba la fecha del éxodo y, comoera de esperar, ella no dormía bien.Aquella mañana de abril se habíabebido dos tazas de café en vez de laúnica que solía tomar todos los díaspara activar el cerebro. Esa taza de más,añadida a una vejiga menor que la mediaen su cuerpo menor que la media, habíadado como resultado una doctoracorriendo hacia el servicio, demasiadoapurada para fichar al salir, en lugar desentada frente a su escritorio. Y allíhabía estado mientras el gas letalinundaba el interior del laboratorio,procedente de los conductos deventilación. Barnaby, en cambio, había

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estado en el lugar exacto donde sesuponía que debía estar.

Sus chillidos fueron el último regaloque le hizo, su última advertencia.

Los dos habían estado convencidos deque, cuando llegara el golpe, no lescaería en el laboratorio. Demasiadoalboroto. Los cadáveres solían despertarsospechas, de modo que los asesinoslistos intentaban apartar de sí ese tipo depruebas tanto como les fuera posible.No atacaban cuando tenían a la víctimaen el salón de su propia casa.

Nunca debería haber subestimado laarrogancia de quienes la querían muerta.A ellos les traían sin cuidado las leyes,porque se llevaban demasiado bien con

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quienes las dictaban. También deberíahaber respetado más el poder que poseela estupidez pura y dura para sorprendercompletamente a una persona inteligente.

Los siguientes tres intentos habíansido más directos. Profesionalesautónomos, suponía, dado que todostrabajaban en solitario. Solo hombreshasta el momento, aunque siempre cabíala posibilidad de que enviaran a unamujer más adelante. Uno había intentadodispararle, otro apuñalarla y otropartirle el cráneo con una palanca.Ninguna tentativa había dado resultadoporque la violencia se había ejercidocontra almohadas. Y a continuación susatacantes habían muerto.

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El gas invisible pero muy corrosivohabía llenado en silencio la pequeñahabitación en unos dos segundos ymedio, después de que se interrumpierala conexión entre los cables.Transcurrido ese tiempo, al asesino lequedaba una esperanza de vida de unoscinco segundos, en función de su altura ypeso. Y no eran cinco segundosplacenteros.

Su mezcla casera no era lo mismo quehabían utilizado para acabar conBarnaby, pero se le parecía un poco. Erala forma más sencilla que conocía dematar a alguien con tanta rapidez ydolor. Y era una fuente renovable, alcontrario que muchas de sus armas. Lo

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único que necesitaba era una buenacantidad de melocotones y una tienda deproductos para piscinas. Nada para loque fuese necesario tener acceso acompuestos restringidos o siquiera unadirección postal, nada que susperseguidores pudieran rastrear.

La cabreaba muchísimo que se lashubieran ingeniado para encontrarla otravez.

Ya había despertado furiosa el díaanterior, y las horas de preparativossolo habían conseguido enfadarla más.

Se había obligado a echarse unasiesta y luego había conducido toda lanoche en un vehículo adecuado,alquilado usando la endeble identidad

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de una tal Taylor Golding y una tarjetade crédito recién obtenida bajo elmismo nombre. Por la mañana, habíallegado temprano a la ciudad en la quemenos quería estar, y eso había hechoascender su ira al siguiente nivel. Habíadevuelto el coche en una oficina deHertz cercana al aeropuerto nacionalRonald Reagan y luego cruzado la callehacia otra empresa para alquilar unsegundo coche con matrícula del Distritode Columbia.

Seis meses antes, habría reaccionadode otro modo. Habría recogido susposesiones de la casita que teníaalquilada, habría vendido el vehículoque tuviera en ese momento en

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Craigslist, habría comprado otropagando en efectivo a algún particularque no llevara registros y habríaconducido sin rumbo unos días hastaencontrar alguna ciudad de tamañomedio que le diera buena impresión.Luego habría empezado de nuevo elproceso de mantenerse con vida.

Pero seis meses antes no habíaalbergado aquella esperanza estúpida yretorcida de que Carston estuvieradiciendo la verdad. Era una esperanzaanémica. Lo más seguro era que, por símisma, no hubiera bastado comomotivación. Había otra cosa, la tenuepero irritante preocupación de haberpasado por alto una responsabilidad.

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Barnaby le había salvado la vida. Unay otra vez. Cada vez que habíasobrevivido a un nuevo intento deasesinato, era porque él la habíaavisado, la había educado, la habíapreparado.

Si Carston le había mentido, y estabaconvencida al noventa y siete por cientode que así era, si le estaba tendiendo unaemboscada, entonces todo lo que habíadicho era mentira. Incluso la parte deque la necesitaban. Y si no lanecesitaban, significaba que habíanencontrado a otra persona que hiciera sutrabajo, otra persona tan hábil como lohabía sido ella.

Quizá la hubieran reemplazado mucho

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tiempo antes, quizá incluso hubieranasesinado a toda una ristra deempleados desde entonces, pero lodudaba mucho. El departamento contabacon fondos y acceso, pero de lo quesiempre andaba corto era de personal.Hacía falta tiempo para localizar,reclutar y entrenar a un empleado comoBarnaby o ella misma. Las personas quetenían esa clase de habilidades nocrecían en tubos de ensayo.

Ella había tenido a Barnaby parasalvarla. ¿Quién salvaría al chavalatontado que habían reclutado despuésde ella? El nuevo o la nueva seríaalguien brillante, como lo había sidoChris, pero incapaz de percibir el

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elemento más importante de todos.Olvídate de servir al país, olvídate desalvar vidas inocentes, olvídate de lasinstalaciones a la última y la cienciapuntera y el presupuesto ilimitado.Olvídate del salario de siete cifras.¿Qué tal si te centras en que no teasesinen? Seguro que quien ahoraocupaba su antiguo puesto no tenía niidea de que su supervivencia estaba enentredicho.

Ojalá tuviera algún modo de advertira esa persona. Incluso si no podíapermitirse el tiempo que Barnaby habíadedicado a ayudarla. Incluso aunquepudiera ser solo con dos frases: «Así escomo recompensan a la gente como

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nosotros. Prepárate».Pero esa no era una opción.Dedicó la mañana a hacer más

preparativos. Se registró en elBrayscott, un hotel pequeño y moderno,con el nombre de Casey Wilson. Laidentidad que usó no era mucho másconvincente que la de Taylor Golding,pero había dos líneas telefónicassonando cuando se acercó al mostradory la recepcionista no le prestó muchaatención. Al ser temprano, habíahabitaciones disponibles, le dijo laempleada, pero Casey tendría que pagarun día más si entraba antes de las tres.Aceptó el coste adicional sin quejarse yla recepcionista puso cara de alivio.

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Sonrió a Casey y la miró de verdad porprimera vez. Casey contuvo una mueca.En realidad daba lo mismo que la chicapudiera recordar su rostro, porque iba ahacerse más que memorable en lasiguiente media hora.

Casey empleaba nombres andróginosa propósito. Era una de las estrategiasque había entresacado de los archivosde casos que le iba pasando Barnaby,algo que hacían los espías de verdad yque además era de sentido común, tantoque a los escritores de ficción tambiénse les había ocurrido. La idea era que, sialguien registraba el hotel buscando auna mujer, empezaría por los nombresespecíficos de mujeres en el registro,

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como Jennifer o Cathy. Quizánecesitaran una segunda pasada parallegar a las Casey, las Terry y las Drew.Y todo el tiempo que pudiera ganar erabueno. Un minuto adicional podíasalvarle la vida.

Casey negó con la cabeza cuando undiligente botones se ofreció a cargar consu maleta y la llevó rodando ella mismahasta el ascensor. Mantuvo la caraapartada de la cámara que había encimade la botonera. Cuando estuvo en suhabitación, abrió la maleta y sacó deella un maletín grande y un bolso negrocon cremallera. Aparte de esos dosobjetos, la maleta estaba vacía.

Se quitó la chaqueta que daba un

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aspecto profesional a su fino suéter grisy sus pantalones negros y la colgó. Elsuéter llevaba alfileres a la espalda paraajustarlo al cuerpo. Retiró los alfileres ydejó que la prenda se abombara,transformando a Casey en una personamás menuda y quizá un poco más joven.Se quitó el pintalabios y casi toda lasombra de ojos antes de comprobar elefecto en el gran espejo que había sobreel tocador. Más joven, y también másvulnerable, porque el suéter holgadosugería que estaba ocultándose en él.Pensó que bastaría.

Si el hotel hubiera estado dirigido poruna mujer, habría cambiado otro par decosillas y quizá añadido unos cardenales

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falsos con sombra de ojos azul y negra,pero el nombre de la tarjeta que había enel mostrador era William Green y Caseyno creía que hiciera falta dedicarle mástiempo.

La incomodaba que no fuese un planperfecto. Habría querido disponer deotra semana para revisar todas lasrepercusiones posibles, pero era lamejor opción que había podido llevar ala práctica en el tiempo del quedisponía. Quizá la treta fuese demasiadoelaborada, pero era demasiado tardepara replanteársela.

Llamó a recepción y preguntó por elseñor Green. La conectaron al instante.

—Aquí William Green. ¿En qué

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puedo ayudarla?La voz era cordial y hasta demasiado

afectuosa. Tuvo la inmediata imagenmental de un hombre con aspecto demorsa, bigote poblado incluido.

—Hum, sí, espero no molestar…—No, claro que no, señorita Wilson.

Estoy aquí para ayudar en todo lo quepueda.

—Sí que necesito ayuda, pero a lomejor le suena un poco raro… Es difícilde explicar.

—No se preocupe, señorita. Seguroque algo podré hacer. —Su tono era deuna confianza absoluta, y Casey sepreguntó qué clases de peticionesextrañas había tenido que atender en su

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carrera.—Ay, Dios —titubeó—. Mejor lo

hablamos en persona. —Hizo sonar lafrase como una pregunta.

—Cómo no, señorita Wilson. Porsuerte, estaré disponible dentro dequince minutos. Tengo el despacho en laplanta baja, doblando la esquina desdeel mostrador. ¿Puede acercarse?

Con voz trémula y aliviada,respondió:

—Sí, muchísimas gracias.Metió sus cosas en el armario y contó

con esmero los billetes que necesitabade la reserva del maletín. Se los guardóen los bolsillos y esperó trece minutos.Bajó por la escalera para evitar las

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cámaras de los ascensores.Cuando el señor Green la hizo pasar a

su despacho sin ventanas, la divirtiócomprobar que su imagen mental noandaba tan desencaminada. No llevababigote —de hecho, no tenía nada de pelosalvo un leve asomo de cejas canosas—,pero por lo demás era un hombre muyamorsado.

No le costó esfuerzo hacerse laasustada, y hacia la mitad de su relatosobre un exnovio maltratador que lehabía robado su herencia familiar, supoque lo tenía en el bolsillo. El director seencrespó de forma muy varonil, comocon ganas de ponerse a despotricarsobre los monstruos que pegan a

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mujercitas, pero logró contenerse consolo unas pocas promesas del estilo de«Nosotros cuidaremos de usted» y«Aquí está a salvo». Lo más seguro eraque hubiera querido ayudarla incluso sinla generosa propina que le dio, perodaño tampoco iba a hacer. El director secomprometió a contar el plan solo a losempleados que fueran a intervenir en él,cosa que ella le agradeció efusivamente.Él le deseó suerte y se ofreció a avisar ala policía, si podía servir de algo. Caseyle confesó afligida lo inútiles que lehabían resultado la policía y las órdenesde alejamiento en el pasado. Insinuó quepodía ocuparse del asunto ella sola,siempre que contara con la ayuda de un

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hombre grande y fuerte como el señorGreen. Halagado, el director se marchócon paso vivo para prepararlo todo.

No era la primera vez que jugabaaquella carta. Había sido una de lasprimeras sugerencias de Barnaby cuandoempezaron a pulir los detalles de su plancompartido. Al principio Casey se habíaresistido a la idea, ofendida de algúnmodo intangible, pero Barnaby siemprehabía sido un pragmático. Ella era bajitay mujer, lo que, en la mente de muchos,le asignaba el eterno papel dedesamparada. ¿Por qué no aprovecharsede ese prejuicio? ¿Por qué no hacerse lavíctima para evitar serlo?

Casey volvió a su habitación y se

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cambió con la ropa que llevaba en elmaletín, reemplazando el suéter por unacamiseta negra ajustada con cuello depico y añadiendo un grueso cinturónnegro con elaborados diseños en cuero.Todo lo que se quitara tenía que caberen el maletín, porque iba a abandonar lamaleta y jamás regresaría a ese hotel.

Ya iba armada, porque nunca salía sinadoptar ciertas precauciones. Pero antesde marcharse pasó al modo de alertamáxima en su protección personal y searmó literalmente hasta los dientes… omás bien hasta el diente, insertándoseuna falsa corona llena de algo muchomenos doloroso que el cianuro peroigual de mortífero. Si era un truco viejo

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y manido era porque funcionaba. Y, aveces, el último recurso disponible eraescurrirse para siempre de entre lasgarras del enemigo.

El bolso grande y negro tenía dosadornos de madera en la parte alta delasa. Contenía sus joyas especiales, encajitas acolchadas.

Todas eran piezas únicas eirreemplazables. Nunca volvería apoder acceder a herramientas ornadascomo aquellas, por lo que las atesorabacon sumo cuidado.

Había tres anillos, uno de oro rosa,otro de oro amarillo y un último deplata. Todos tenían púas minúsculasocultas bajo ingeniosas trampillas

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rotatorias. El color del metal indicabade qué sustancia estaba impregnadocada aguijón. Sin complicaciones, comosin duda esperaban de ella.

Luego estaban los pendientes, quesiempre manipulaba con cautela ydelicadeza. No correría el riesgo deponérselos para la siguiente parte delrecorrido, sino que esperaría aacercarse más a su objetivo. Una vezpuestos, tenía que fijarse en cómo movíala cabeza. Parecían simples esferas decristal, pero eran tan finas que podíaagrietarlas una nota muy aguda, sobretodo porque estaban sometidas a presióninterior. Si alguien la agarraba delcuello o la cabeza, el cristal estallaría

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con un suave chasquido. Ella contendríael aliento, que podía mantener duranteun minuto y cuarto sin esforzarse, ycerraría los ojos a ser posible. Suatacante no vería la necesidad deimitarla.

Al cuello llevaba un guardapelo deplata bastante voluminoso. Destacabamucho y atraería la atención decualquiera que conociese su auténticaidentidad. Sin embargo, no tenía nada deletal: era solo un señuelo para disimularlos auténticos peligros. Contenía la fotode una niña pequeña y bonita de cabellosuave y pajizo. Su nombre y susapellidos iban escritos al dorso, yparecía el recuerdo que podría llevar

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encima una madre o una tía. Pero esaniña concreta era la única nieta deCarston. Con un poco de suerte, si ya erademasiado tarde para Casey, su cadáverlo encontraría un auténtico policía que,al no poder identificarla, tendría queseguir esta pista y llevar el caso de suasesinato justo hasta la puerta del lugaral que de verdad correspondía. Lo másprobable era que no hiciese ningún dañoa Carston, pero quizá le complicara unpoco las cosas, quizá le hiciera sentirseamenazado, preocupado por si Caseyhabía difundido más información enalguna parte.

Porque ella sabía lo suficiente dedesastres ocultos y horrores

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confidenciales como para hacer muchomás que incomodar a Carston. Peroincluso ahora, tres años después de suprimera condena a muerte, seguíaresistiéndose a la idea de ser acusada detraición y a la muy real posibilidad dedesatar el pánico. No había forma depredecir cuánto daño podían hacer susrevelaciones, de qué maneras podíanherir a ciudadanos inocentes. Así queCasey se había conformado con hacercreer a Carston que se había atrevido aalgo tan imprudente; quizá con losnervios le diera un aneurisma. Era unhermoso colgante lleno de gotitas devenganza, para hacer más llevaderohaber perdido la partida.

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La cadenita de la que pendía elcolgante, en cambio, sí que eramortífera. Proporcionalmente a sutamaño tenía misma la tensión de roturaque los cables de acero galvanizado quese usaban en los aeropuertos y fuerzamás que de sobra para estrangular a unapersona. La cadena se cerraba con imán,no con hebilla, porque Casey no teníaninguna intención de dejarse atrapar porsu propia arma. Los embellecimientosde madera en el asa del bolso teníanranuras en las que encajaban losextremos de la cadena. Después deajustarse, las maderas actuaban deagarraderas. La fuerza física no era suprimera opción, pero al menos resultaría

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sorprendente. Estar preparada paraejercerla le sería ventajoso.

Bajo los elaborados relieves de sucinturón de cuero negro se ocultabanvarias jeringuillas a resorte. Podíasacarlas una por una o activar unmecanismo que haría sobresalir todaslas agujas a la vez si un atacante seabalanzaba sobre ella. Las distintassustancias no combinarían demasiadobien dentro de su cuerpo.

Llevaba hojas de bisturí con el filoencintado en los bolsillos.

Puñales de zapato al uso, uno quesalía hacia delante y otro hacia atrás.

Dos esprays etiquetados como «Gaspimienta» en el bolso, uno auténtico y el

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otro relleno de algo que provocaba unadebilidad más permanente.

Una linda botella de perfume queliberaba gas, no líquido.

Lo que parecía un tubo de bálsamolabial en el bolsillo.

Y varias otras opciones divertidas,por si acaso. Todo eso, además de loque había preparado por si sucedía loimprobable y tenía éxito: una botellitade goma amarilla chillona y con formade limón, cerillas y un extintor de viaje.Y dinero, mucho dinero. Se guardó lallave de tarjeta en el bolso; ella no iba aregresar a aquel hotel pero, si todo ibabien, otra persona lo haría.

Cuando llevaba puesta la armadura

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completa, como entonces, tenía quemoverse con cuidado, pero habíapracticado lo suficiente para caminarcon aplomo. La tranquilizaba saber que,si alguien le impedía medir tan bien susmovimientos, saldría peor parado queella.

Al bajar, llevando el maletín en unamano y el bolso negro al hombro, saludócon la cabeza a la recepcionista conquien se había registrado. Subió a sucoche y lo llevó hasta un concurridoparque cercano al centro de la ciudad.Dejó el coche en la parte norte delaparcamiento de un centro comercialcontiguo y se metió andando en laarboleda.

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El terreno le era bastante conocido.Había unos aseos cerca de la esquinasudeste, hacia los que se dirigió. Comoesperaba, a media mañana de un díalectivo, estaban vacíos. Del maletínsacó otra muda de ropa. También habíauna mochila enrollada y algunosaccesorios más. Se cambió, embutió laropa usada en el maletín y luego lometió junto con el bolso en la granmochila desplegada.

Cuando salió de los servicios, ya noresultaba identificable a primera vistacomo mujer. Anduvo encorvada hacia elextremo sur del parque, dejando sueltaslas rodillas y concentrándose en anularel delator contoneo de sus caderas.

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Aunque no parecía que hubiera nadiemirándola, siempre conveníacomportarse como si lo hubiera.

El parque empezó a llenarse hacia lahora de comer, como Casey habíaesperado. Nadie prestó atención alchaval andrógino que, sentado en unbanco a la sombra, tecleaba como locoen su móvil. Nadie se acercó losuficiente para ver que el teléfonoestaba apagado.

En la otra acera, enfrente del banco,estaba el restaurante donde le gustabacomer a Carston. No era el lugar queella había propuesto para el encuentro.Además, faltaban cinco días para la cita.

Desde detrás de sus gafas de sol de

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hombre, los ojos de Casey recorrieronlas aceras. Quizá su plan no funcionara.Tal vez Carston hubiera cambiado decostumbres. A fin de cuentas, los hábitoseran peligrosos, igual que sentirse asalvo.

Había repasado los consejos sobredisfraces que ofrecían tanto los informesreales como las novelas, centrándosesiempre en los que parecieran más desentido común. No te pongas una pelucarubia platino y tacones altos solo por sermorena y bajita. No hay que pensar en loopuesto, sino en pasar desapercibida.Piensa en lo que llama la atención (porejemplo, las rubias con tacones deaguja) y evítalo. Utiliza tus puntos

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fuertes. A veces, lo que crees que teresta atractivo puede mantenerte convida.

En su época de normalidad, le habíamolestado tener una figura casi de chico.Ahora se valía de ella. Si se ponía unjersey suelto y unos vaquerosdesgastados un par de tallas másgrandes, cualquiera que estuviesebuscando a una mujer podría pasar poralto al chico. Llevaba el pelo corto yfácil de ocultar bajo una gorra debéisbol, y las capas de calcetines dentrode unas Reebok demasiado grandes ledaban el aire desmañado del típicovarón adolescente. Si alguien se fijabaen su rostro, podría captar algunas

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discrepancias. Pero ¿por qué iba afijarse nadie? El parque estaballenándose de personas de todas lasedades y sexos. Casey no destacaba, ynadie que estuviera buscándolaesperaría encontrarla allí. No habíavuelto a Washington desde que eldepartamento intentó asesinarla porprimera vez.

No era especialista en lo que estabahaciendo, salir de su telaraña y cazar,pero al menos era algo en lo que habíapensado de antemano. Casi todos susactos cotidianos normales requeríansolo una pequeña parte de su atención einteligencia. El resto de su mentesiempre estaba trabajando en

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posibilidades, imaginando distintassituaciones, y el resultado era que, allísentada en el parque, se notaba algo másconfiada. Estaba operando a partir de unmapa mental trazado a lo largo demuchos meses.

Carston no había cambiado decostumbres. Exactamente a las doce ycuarto, se sentó frente a una mesita demetal delante de su cafetería. Habíaescogido la que quedaba por completo ala sombra del parasol, como ella habíaesperado. Carston había sido pelirrojoy, aunque apenas le quedaba pelo ya,seguía teniendo la piel delicada.

La camarera lo saludó con una mano,señaló con el mentón la libretita que

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llevaba en la otra mano y volvió alinterior. Así que Carston solía pedirsiempre lo mismo. Otra costumbre letal.Si Casey lo hubiera querido muerto,podría haberlo conseguido sin que él seenterara siquiera de que había estado enla ciudad.

Se levantó, guardó el móvil en elbolsillo y se echó la mochila al hombro.

La acera pasaba por detrás de unmontículo con árboles. Allí Carston nopodía verla. Era el momento de cambiarde disfraz. Modificó su postura. Se quitóla gorra y el jersey que llevaba porencima de la camiseta. Se apretó elcinturón y enrolló un poco los bajos delos vaqueros, al estilo boyfriend.

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Reemplazó las Reebok por unasbailarinas con suela deportiva quellevaba en la mochila. Lo hizo todofingiendo desinterés, como si tuvieracalor y quisiera quitarse algo de ropa.Hacía el tiempo adecuado para ello.Quizá los transeúntes se sorprendierande ver a una chica bajo las prendasmasculinas, pero dudaba que alguienretuviera el momento en la memoria, yaque el parque era toda una galería deestilos mucho más radicales. El solsiempre hacía salir a la gente rara deWashington.

Volvió a ponerse el bolso negro alhombro. Comprobó que no la mirabanadie y dejó la mochila detrás de un

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árbol apartado. Si alguien la encontraba,no contenía nada sin lo que no pudieravivir.

Más o menos convencida de que no laveían, se colocó una peluca y luego, porfin y con mucho cuidado, se puso lospendientes.

Podría haber hablado con Carstondisfrazada de chico, pero ¿para quérevelarle ningún secreto? ¿Para quépermitirle relacionarla con el chaval quehabía estado vigilándole? Eso en casode que hubiera reparado siquiera en supresencia, claro. Quizá volviera anecesitar pronto el disfraz, así que no leinteresaba desperdiciar ese personaje.También podría haber ganado tiempo

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presentándose con el mismo traje quellevaba al salir del hotel, pero si nohacía cambios en su apariencia, suimagen capturada por las cámaras deseguridad del establecimiento podríarelacionarse sin problemas con lasgrabaciones de cualquier cámarapública o privada que estuvieraapuntándola en ese instante. Al dedicartiempo de más a su apariencia, habíacercenado tantos nexos como eraposible y, si alguien intentaba encontraral chico, a la ejecutiva o a la visitanteque ahora daba un paseo por el parque,el rastro sería difícil de seguir.

Vestida de mujer, tenía más fresco.Dejó que el viento suave le secara el

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sudor acumulado bajo el jersey denailon y luego cruzó la calle.

Llegó hasta Carston desde su espalda,siguiendo el mismo recorrido que habíahecho él unos minutos antes. Ya tenía lacomida en la mesa, un sándwich depollo a la parmesana, y parecía absortodel todo en consumirlo. Pero Caseysabía que a Carston se le daba mejorque a ella aparentar ser algo que no era.

Se dejó caer en la silla frente a él condiscreción. Carston tenía la boca llenacuando levantó la mirada.

Casey sabía que era un buen actor.Daba por hecho que Carston intentaríaocultar su auténtica reacción y mostrarla emoción que deseara antes de que ella

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pudiera atisbar la primera. Como no diola menor señal de extrañeza, supuso quelo había pillado completamente porsorpresa. Si hubiera esperado que sepresentara, habría fingido que larepentina aparición de Casey lo dejababoquiabierto. Pero lo que hizo,observarla desde el otro lado de la mesasin abrir más los ojos y sin dejar demasticar al mismo ritmo, era su forma deahogar la sorpresa. Estaba segura casi alochenta por ciento.

Casey no dijo nada. Se limitó asostenerle la mirada inexpresiva y dejarque terminara de tragar el bocado de susándwich.

—Supongo que era demasiado fácil

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que nos viéramos cuando habíamosquedado —dijo Carston.

—Demasiado fácil para tufrancotirador, desde luego.

Lo dijo con voz animada y el mismovolumen que había empleado él. Sialguien los oía, se lo tomaría como unabroma. Pero los demás grupos sentadosen la terraza estaban charlando y riendoa viva voz, y la gente que pasaba por laacera iba escuchando sus auriculares osus teléfonos. A nadie le importaba loque acababa de decir, salvo a Carston.

—Eso no fue cosa mía, Juliana. Aestas alturas, seguro que ya lo sabes.

Ahora le tocó a ella ahogar lasorpresa. Hacía tanto tiempo que nadie

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la llamaba por su nombre real que lesonó como el de otra persona. Despuésdel primer sobresalto, sintió una leveoleada de placer. Era bueno que supropio nombre le sonara ajeno.Significaba que estaba haciendo lascosas bien.

Los ojos de Carston se alzaron haciasu evidente peluca (que en realidad erade un color bastante parecido al del pelode Casey, pero que a él le haría pensarque ocultaba algo muy distinto). Alinstante se obligó a volver a fijar lavista en los ojos de ella. Se quedó otromomento esperando su respuesta pero,al no recibirla, habló de nuevo,midiendo sus palabras.

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—Los… individuos que decidieronque debías… retirarte han caído endesgracia. Ya desde el principio no fueuna decisión popular, y los que siemprenos opusimos a ella ahora noobedecemos órdenes de esos individuos.

Podía ser cierto. Probablemente no lofuera.

Carston respondió al escepticismoque leyó en su mirada.

—¿Has tenido algún… encuentrodesagradable estos últimos nuevemeses?

—Vaya, y yo aquí pensando que yajugaba al escondite mejor que vosotros.

—Se acabó, Julie. Han terminadoentrando en razón.

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—Me encantan los finales felices. —Sarcasmo a paletadas.

Carston hizo una mueca, herido porsus palabras. O fingiendo estarlo.

—No tan feliz —dijo despacio—. Enun final feliz, no me habría puesto encontacto contigo. Te habríamos dejadotranquila lo que te queda de vida. Y tequedaría mucha, en la medida en quedependiera de nosotros.

Ella asintió como si estuviera deacuerdo, como si se lo creyera. En losviejos tiempos, siempre había pensadoque Carston era justo lo que aparentabaser. Había sido el rostro visible de losbuenos durante mucho tiempo. En esemomento, de un modo extraño, casi le

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resultaba divertido estar intentandodescifrar el significado real de suspalabras, como en un juego.

Solo que también estaba esa vocecillaque preguntaba: «¿Y si no fuese unjuego? ¿Y si fuese cierto y pudieras serlibre?».

—Eras la mejor, Juliana.—El mejor era el doctor Barnaby.—Sé que no vas a aceptarlo, pero

Barnaby nunca tuvo tu talento.—Gracias.Carston enarcó las cejas.—No por el cumplido —se explicó

ella, sin variar el tono animado—.Gracias por no intentar convencerme deque murió por accidente.

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—Fue una mala decisión motivadapor la paranoia y la deslealtad. Sialguien está dispuesto a traicionar a sucompañero, siempre verá a esecompañero como alguien que haría lomismo. La gente deshonesta no cree queexistan personas sinceras.

Casey mantuvo el rostro inexpresivomientras escuchaba.

En los tres años que llevaba a la fuga,nunca había revelado ningún secreto queconociera. Nunca había dado a susperseguidores el menor motivo paraconsiderarla una traidora. Inclusomientras intentaban matarla, se habíamantenido leal. Y al departamento no lehabía importado lo más mínimo.

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Tampoco es que les importarandemasiadas cosas. Se distrajo unmomento con el recuerdo de lo cercaque había estado de lo que buscaba, delo lejos que podría haber llegado en suprincipal cauce de investigación ycreación a esas alturas si no la hubieraninterrumpido. Por lo visto, aquelproyecto tampoco les importaba.

—Pero ahora son los deshonestos losque han metido la pata —siguiódiciendo Carston—, porque no hemosencontrado a nadie tan bueno como tú.Qué narices, no hemos encontrado anadie ni la mitad de bueno que Barnaby.Siempre me sorprende que la genteolvide lo escaso que es el verdadero

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talento.Se quedó callado, a todas luces

confiando en que hablara ella,esperando que le preguntara algo, querevelara algún signo de interés. Casey sequedó mirándolo educadamente, comoalguien miraría al desconocido que leprepara la cuenta en una cajaregistradora.

Carston suspiró y luego se inclinóhacia ella, con repentina determinación.

—Tenemos un problema. Necesitamosesa clase de respuestas que solo túpuedes proporcionarnos. No tenemos anadie más que pueda hacer este trabajo.Y esta vez no podemos cagarla.

—Es asunto vuestro, no mío —

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respondió ella.—Te conozco bien, Juliana. Te

importan los inocentes.—Me importaban. Podría decirse que

esa parte de mí murió asesinada.Carston hizo otra mueca.—Juliana, lo lamento mucho. Siempre

lo he lamentado. Intenté detenerlos, y nosabes cuánto me alivió que teescurrieras de entre sus dedos. Todas lasveces que te escurriste de entre susdedos.

Casey no pudo evitar sentirseimpresionada de que estuvierareconociéndolo todo. Sin negativas, sinexcusas. Nada del esperado «Fue soloun desafortunado accidente de

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laboratorio». Nada del «No fuimosnosotros, sino unos enemigos delEstado». Nada de cuentos, solo unaadmisión directa y sin rodeos.

—Y ahora todo el mundo lo lamenta.—Carston bajó la voz, obligándola aprestar mucha atención a sus palabras—.Porque no estás con nosotros y va amorir gente, Juliana. Miles de personas.Cientos de miles.

Se quedó callado mientras ellapensaba. Casey se tomó unos minutospara examinar las palabras de Carstondesde todos los ángulos posibles.

Ella también bajó la voz, pero seaseguró de no dejar traslucir ningúninterés ni emoción. Solo enunció un

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hecho evidente para que la conversaciónavanzara.

—Sabéis de alguien que poseeinformación crucial.

Carston asintió con la cabeza.—No podéis eliminar a esa persona

porque entonces otros sabrían que estáisal tanto de su existencia. Lo cualaceleraría cualquiera que sea el cursode acción que preferiríais que no sediera.

Otro asentimiento.—Estamos hablando de algo grave,

¿verdad?Un suspiro.Nada ponía tan nervioso al

departamento como el terrorismo. A ella

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la habían reclutado antes de que elpolvo emocional se asentara en elagujero donde se habían alzado lasTorres Gemelas. Impedir el terrorismosiempre había sido el componenteprincipal de su trabajo y la mejorjustificación para llevarlo a cabo. Laamenaza del terrorismo también habíapasado a manipularse, retorcerse ydistorsionarse, hasta que al final Caseyhabía perdido buena parte de su fe enestar haciendo el trabajo de una patriota.

—Y es un aparato gordo —afirmómás que preguntó.

El mayor hombre del saco erasiempre el mismo, el temor a que, enalgún momento, alguien que odiara de

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verdad a Estados Unidos echara manode un dispositivo nuclear. Esa era lasombra oscura que ocultaba su profesióna los ojos del mundo, la que la hacía tanindispensable, por mucho que elciudadano estadounidense de a pieprefiriera pensar que Casey no existía.

Y la verdad era que había ocurrido.Más de una vez. Las personas como ellaeran las que impedían que esassituaciones desembocaran en tragediashumanas masivas. Era un sacrificio:horror a pequeña escala contra matanzasal por mayor.

Carston negó con la cabeza y depronto sus ojos claros reflejaron unaexpresión torturada. Casey no pudo

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contener un pequeño escalofrío internoal comprender que se trataba de lasegunda opción. Solo existían dostemores tan intensos.

«Es biológico». No pronunció laspalabras, pero sí movió los labios.

El rostro sombrío de Carston le sirviócomo respuesta.

Bajó la mirada un momento,recorriendo en silencio todas susposibles reacciones y reduciéndolas ados columnas, dos listas deposibilidades en su mente. Columna uno:Carston era un mentiroso hábil queestaba diciendo lo que creía que lamotivaría a desplazarse a un lugar dondehabría gente mejor preparada para

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deshacerse de Juliana Fortis parasiempre. Carston estaba improvisando atoda velocidad, tirando de sus cuerdasmás sensibles.

Columna dos: alguien tenía un armabiológica de destrucción masiva, y lasautoridades no sabían dónde estaba nicuándo se usaría. Pero conocían aalguien que lo sabía.

El orgullo aportaba cierto peso quedesestabilizaba un poco la balanza.Sabía que era buena. Era cierto queprobablemente no hubieran podidoencontrar a nadie mejor.

Aun así, si tuviera que apostar, sería ala columna uno.

—Jules, yo no te quiero muerta —dijo

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él en voz baja, adivinando suspensamientos—. No me habría puesto encontacto contigo si fuera así. No querríani tenerte cerca. Porque estoy seguro deque llevas encima al menos seis formasde matarme ahora mismo, y tienes todoslos motivos del mundo para usarlas.

—¿De verdad crees que habríavenido con solo seis? —preguntó ella.

Carston frunció el ceño un segundo,nervioso, antes de optar por reír.

—Más a mi favor. No tengo ganas demorir, Jules, si te soy sincero.

Bajó la mirada al guardapelo quellevaba al cuello y ella contuvo unasonrisa. Volvió a su tono de vozdesenfadado.

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—Preferiría que me llamaras doctoraFortis. Creo que los apelativoscariñosos hace tiempo que están fuerade lugar.

Él puso cara de dolor.—No te estoy pidiendo que me

perdones. Debería haber hecho más.Casey asintió aunque, de nuevo, no

fue porque estuviera de acuerdo, sinopara hacer avanzar la conversación.

—Te estoy pidiendo que me ayudes.No, a mí no. Que ayudes a los inocentesque morirán si no lo haces.

—Si mueren, no será por mi culpa.—Lo sé, Ju…, doctora. Lo sé. Será

culpa mía. Pero a ellos les importarápoco quién sea el responsable. Estarán

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muertos.Casey le sostuvo la mirada. No iba a

ser ella quien parpadeara primero. Losrasgos de Carston se oscurecieron.

—¿Quieres saber lo que podríahacerles?

—No.—Quizá sea demasiado fuerte hasta

para ti.—Lo dudo. Pero, en realidad, no

importa. Lo que podría ocurrir essecundario.

—Me gustaría saber qué hay másimportante que cientos de miles devidas.

—Esto va a sonar muy egoísta, peroseguir respirando se ha convertido en lo

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primordial para mí.—No puedes ayudarnos si estás

muerta —dijo Carston sin rodeos—. Esalección está aprendida. Y no va a ser laúltima vez que te necesitemos. Novamos a cometer otra vez el mismoerror.

Casey se resistía a creérselo contodas sus fuerzas, pero la balanza sedesequilibraba cada vez más. Lo ciertoera que Carston estaba diciendo cosascon sentido. Los cambios de política noeran nada infrecuentes. ¿Y si era todoverdad? Podía fingir desapego, peroCarston la conocía bien. Le costaríamirarse al espejo después de un desastrede tal magnitud si cabía la menor

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posibilidad de que pudiera haber hechoalgo al respecto. Al principio, la habíanconvencido del mismo modo paradesempeñar la que quizá fuese la peorprofesión del mundo entero.

—Supongo que no llevarás losarchivos encima —dijo.

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3

Esa noche, se llamaba Alex.Había tenido que alejarse un poco de

Washington D.C. y había acabado en unpequeño motel al norte de Filadelfia.Era uno cualquiera de entre la mediadocena que jalonaban la interestatal a lasalida de la ciudad. A un rastreador le

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llevaría tiempo registrarlos todos,incluso si antes, de algún modo, hubierareducido su posible ubicación a esazona. Y ni siquiera había dejado pistasque pudieran llevar a un perseguidor alestado de Pensilvania. Pero, aun así, esanoche dormiría en la bañera, comosiempre.

La pequeña habitación no tenía mesa,de modo que había extendido todos losarchivos sobre la cama. Solo mirarlosya la agotaba. Obtenerlos no había sidotan fácil como pedir a Carston que losenviara por mensajero a alguna parte.

La información estaba preparada, lehabía dicho Carston. Confiaba en queiban a reunirse y los habría llevado

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consigo si hubiera sabido que ellaaparecería. Ella había insistido en quefuesen copias físicas y él habíaaceptado. Entonces le había dado lasinstrucciones para la entrega.

La dificultad estribaba en romper laconexión por ambos extremos.

Por ejemplo, no le habría bastado conque Carston dejara los archivos en unapapelera y contratar a alguien para quelos recogiera; era muy fácil que hubieragente vigilando esa papelera. Losobservadores verían a quien se llevaralos archivos y solo tendrían queseguirlo. Esa persona podría dejar losdocumentos en algún otro lugaracordado antes de que ella se acercara,

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pero ya habría ojos puestos en ese lugar.En algún momento del proceso, elpaquete tenía que desaparecer de lavista de los observadores el tiemposuficiente para que Alex pudiera llevar acabo su complejo truquito de trilera.

De modo que Carston, siguiendo susinstrucciones, había dejado una cajapara ella en la recepción del hotelBrayscott. El señor Green estabapreparado. Creía que Carston era unamigo de su cliente que había vuelto arobar su herencia familiar al violento ex,que sin duda le pisaba los talones. Elseñor Green había proporcionado aAlex la contraseña para que pudieraacceder en remoto a las cámaras de

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seguridad del hotel desde una cafetería akilómetros de distancia. Que no hubieravisto a nadie siguiendo a Carston nosignificaba que no estuvieran, peropareció que se limitaba a entregar lacaja y marcharse. El director del hotelhabía seguido al pie de la letra todas susindicaciones, sin duda en parte porquesabía que ella lo observaba. La caja fueal ascensor de servicio y bajó a lalavandería, donde pasó al carrito de unadoncella que lo entregó en su habitación,y allí el mensajero al que había dado latarjeta llave y quinientos dólares lametió en su discreta maleta negra. Elmensajero había recorrido una rutaenrevesada con su bicicleta,

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obedeciendo las órdenes que Alex lehabía dado mediante un móvil prepagobarato del que ya se había desprendido,y al final había dejado la caja a laconfundida dependienta de unacopistería que había en la acera deenfrente de la cafetería.

Con un poco de suerte, los vigilantesseguirían en el hotel, esperando a verlacruzar la puerta principal. Era probableque fuesen más listos que eso, peroincluso si hubieran desplegado a diezobservadores, no bastarían para tenervigilado a todo el que saliera del hotel.Si alguno de ellos había ido tras sumensajero, le habría costado seguirlo.Lo único que le había quedado a Alex

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por hacer había sido cruzar los dedos ydesear que no hubiera nadieobservándola.

Había tenido que actuar deprisa. Esasiguiente hora era la parte más peligrosadel plan.

Por supuesto, había sabido que habríaalgún tipo de dispositivo de rastreooculto en el material. Había dicho aCarston que lo escanearía paraasegurarse de que no intentara ese truco,pero quizá él había adivinado que nocontaba con la tecnología necesaria parahacerlo. Tan deprisa como pudo, sacóuna copia a color de todo. Le llevóquince minutos, demasiado tiempo. Losduplicados fueron a la maleta y los

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originales a una bolsa de papel que ledio la chica del mostrador. Dejó la cajaen la papelera del local.

A partir de entonces, el tiempo deverdad jugaba en su contra. Habíaparado un taxi y había pedido al chóferque condujera hacia un barrio algopeligroso de Washington, mientras ellabuscaba el primer lugar que ofreciera ladiscreción que necesitaba. No teníatiempo para ponerse quisquillosa, yterminó haciendo que el taxista laesperara en la boca de un callejón demala muerte. Era el tipo decomportamiento que el conductorrecordaría casi a ciencia cierta, pero enfin, qué remedio. Quizá ya estuvieran

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observándola en aquel mismo momento.Corrió hasta el fondo del callejón sinsalida —¡menudo lugar para que laatraparan!—, se metió detrás de uncontenedor y despejó una zona delasfalto cuarteado con el pie.

El sonido de un movimiento a suespalda hizo que diera un respingo y sevolviera, con la mano ya en el gruesocinturón de cuero y los dedos buscandopor instinto la primera a la izquierda delas jeringuillas ocultas.

En la pared opuesta del callejón, unhombre de aspecto aturdido que yacíatumbado sobre unos cartones y haraposla miraba con rostro fascinado, pero nodijo nada ni hizo el menor movimiento

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para marcharse o acercarse. Ella notenía tiempo de pensar en lo que iba aver aquel hombre. Manteniendo al sintecho en su visión periférica, volvió aconcentrarse en la bolsa con losdocumentos originales. Sacó del bolsosu botellita de goma con forma de limóny roció con su contenido la bolsa depapel. El olor a gasolina saturó el aireen torno a ella. El hombre ni se inmutó.Entonces Alex encendió una cerilla.

Observó el fuego muy atenta, con elextintor de viaje en las manos por siempezaban a extenderse las llamas. Esaparte pareció aburrir al sin techo, que sevolvió y le dio la espalda.

Esperó hasta que el último trocito de

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papel quedó hecho cenizas antes deextinguir la llama. Aún no sabía quécontenían los archivos, pero era deesperar que fuese información sobre unasunto delicado. Nunca había trabajadoen un proyecto que no lo fuera. Frotó elpolvo gris y negro con la punta delzapato, incrustándolo en el pavimento.Estaba segura de no haber dejado ni unsolo fragmento. Lanzó un billete decinco dólares hacia el hombre del lechode cartones antes de regresar corriendoal taxi.

Después había pasado por unasucesión de taxis, dos tramos en metro yvarias manzanas a pie. No podía estarsegura de haberse quitado de encima a

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sus posibles perseguidores. Solo podíaactuar tan bien como supiera y estarpreparada. Un nuevo taxi la dejó enAlexandria, donde alquiló un tercercoche con una tercera tarjeta de créditosin estrenar.

Y así había llegado a las afueras deFiladelfia, a aquella habitación de motelbarato donde el fuerte aroma de unambientador batallaba contra el olor ahumo rancio de cigarrillo y donde estabamirando las pilas ordenadas de papelesque había extendido en la cama.

El sujeto se llamaba Daniel NebeckerBeach.

Tenía veintinueve años. Piel clara,alto, complexión media y pelo castaño

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oscuro un poco ondulado cuya longitudla sorprendió por algún motivo, tal vezporque lo normal era que le tocara lidiarcon militares. Ojos de color avellana.Nacido en Alexandria, hijo de AlanGeoffrey Beach y Tina Anne Beach,apellido de soltera Nebecker. Unhermano, Kevin, dieciocho mesesmayor. Su familia había residido enMaryland durante la mayor parte de suinfancia, salvo un breve período enRichmond, Virginia, donde Daniel habíaido dos años al instituto. Después habíasido alumno de la Universidad deTowson, donde estudió para convertirseen profesor de Lengua de secundaria. Unaño después de graduarse, había perdido

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a sus padres en un accidente de coche.El conductor que los había embestidotambién murió, con 2,1 gramos dealcohol por litro en sangre. Cinco mesesdespués del funeral al hermano deDaniel lo condenaron por asuntos dedrogas —fabricación de metanfetaminay venta a menores— y pasó a cumplirnueve años de prisión en elDepartamento Penal de Wisconsin.Daniel se había casado un año después ydivorciado tras dos años de matrimonio.Su exesposa había vuelto a casarse casien el mismo instante en que se hizoefectivo el divorcio y tuvo un hijo consu nuevo marido, un abogado, seismeses después de la boda. No costaba

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demasiado leer entre líneas los detallesdel asunto. Ese mismo año, el hermanomurió en una pelea carcelaria. Tuvo queser una época dura y muy larga.

En la actualidad Daniel enseñabaHistoria y Lengua en un instituto de loque muchos considerarían la parte malade Washington D.C. También entrenabaal equipo femenino de voleibol ysupervisaba el consejo estudiantil.Había ganado el premio al profesor delaño, votado por los alumnos, dos vecesconsecutivas. Los últimos tres veranosdesde el divorcio, Daniel habíatrabajado de voluntario con Hábitat parala Humanidad, primero en Hidalgo,México, luego en Menia, Egipto, y el

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tercer verano había dividido el tiempoentre los dos.

No había fotografías de los padresfallecidos ni del hermano. Había una dela exesposa, un retrato formal de bodaen el que salían los dos juntos. La mujertenía el cabello oscuro y eradespampanante, el punto focal de lafotografía. Él parecía casi un añadido deúltima hora detrás de ella, aunque suamplia sonrisa era más genuina que lacuidada expresión de los rasgos de lamujer.

A Alex le habría gustado que elexpediente estuviese más completo, perosabía que su naturaleza detallista lallevaba en ocasiones a esperar

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demasiado de otros analistas menosobsesivos.

Mirando solo la superficie, Danielestaba limpio como una patena. Teníauna familia decente, y el cicloautodestructivo que había llevado a lamuerte del hermano se explicaba con elaccidente de los padres. Había sido lavíctima en el divorcio: no era raro quela esposa de un profesor vocacionalacabara dándose cuenta de que elsalario no bastaría para mantener unavida de lujos. Era el favorito de loschicos menos favorecidos. Altruista ensu tiempo libre.

El expediente no indicaba qué era loprimero que había atraído la atención

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del gobierno sobre él, pero al rascar esaprístina superficie había aflorado laoscuridad.

Todo parecía haber empezado enMéxico. En aquella época no lovigilaban, por lo que la narración estabadictada únicamente por sus saldosbancarios. Los contables forenseshabían reunido un relato biendocumentado. Primero, su cuentabancaria había pasado de contener unoscentenares de dólares tras el divorcio aincrementarse de pronto en diez mil.Luego, a las pocas semanas, otros diezmil. A finales de verano ya sumabansesenta mil. Daniel había vuelto aEstados Unidos para trabajar y los

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sesenta mil dólares se habían esfumado.¿Quizá serían la entrada de un piso o deun coche caro? No, no había nadavisible, nada registrado. El añosiguiente, cuando estuvo en Egipto, nohubo ingresos repentinos en sus finanzas.¿Serían beneficios de apuestas? ¿Algunaherencia?

Solo eso no habría llamado laatención de nadie sin que mediara algúntipo de filtración, pero Alex noencontraba el catalizador en elexpediente. Incluso con un soploexplícito, alguien del departamento decontabilidad había tenido que echarhoras extras o se aburría mortalmenteporque, pese a la falta de urgencia, el

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analista financiero había rastreadoaquellos sesenta mil dólares como unsabueso con el hocico pegado al suelo.Terminó encontrándolos, en una nuevacuenta bancaria de las islas Caimán.Junto con otros cien mil.

Llegados a ese punto, el nombre deDaniel pasó a engrosar una lista. No erauna lista de la CIA, el FBI o la Agenciade Seguridad Nacional, sino una lista deHacienda. Y ni siquiera se trataba deuna lista de alta prioridad. Su nombre nofiguraba muy arriba en ella; simplementeera alguien a quien investigar.

Ella se preguntó durante un momentocómo habría afectado a Daniel la muertede su hermano. Parecía que había ido a

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visitar con relativa frecuencia en lacárcel al único familiar que le quedaba.La mujer lo abandona, el hermanomuere. Parecía una buena receta paraenquistar a alguien en sus malasdecisiones.

El dinero siguió creciendo, y enabsoluto se correspondía con lo quepodría ganar pasando droga por lafrontera o incluso traficando él mismo.Ninguno de esos empleos estaba tan bienpagado.

Luego el dinero empezó a moverse yse hizo más complicado de rastrear,pero en total ascendía a unos diezmillones de dólares a nombre de DanielBeach, rebotando desde el Caribe a

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Suiza y a China una y otra vez. QuizáDaniel fuese solo una tapadera y alguienestuviese utilizando su nombre paraocultar activos al fisco pero, por normageneral, a los malos no les gustabaendosar capitales tan elevados aprofesores que no sabían nada del tema.

¿Qué podría estar haciendo paraganarlo?

Por supuesto, a esas alturas yaestaban indagando en sus contactos, y lainvestigación dio frutos rápidos. Alguienllamado Enrique de la Fuentes aparecíaen una foto en blanco y negro con muchograno, tomada por la cámara deseguridad del aparcamiento del motel deDaniel Beach en Ciudad de México.

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Alex llevaba unos años apartada deljuego y el nombre no le decía nada.Aunque hubiera seguido trabajando en eldepartamento, lo más seguro era que nohubiera formado parte de los casos quele asignaban. Había trabajado a veces enel problema de los cárteles, pero ladroga nunca encendía las luces rojas nihacía que las alarmas se desgañitarandel mismo modo que las guerras enciernes y el terrorismo.

De la Fuentes era un señor de ladroga, y los señores de la droga, inclusolos que subían como la espuma en elgremio, rara vez llamaban la atención desu departamento. En general, al gobiernoestadounidense le traía bastante sin

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cuidado que se mataran entre ellos, yesas guerras de la droga solían tenerescaso impacto en la vida del ciudadanoestadounidense medio. A losnarcotraficantes no les interesaba matara sus clientes. No era bueno para elnegocio.

En todos los años que había estadotrabajando, incluso con la elevadaacreditación de seguridad que requeríasu empleo, nunca había sabido de ningúnseñor de la droga interesado en armasde destrucción masiva. Aunque desdeluego, si cabía la posibilidad de obtenerbeneficios, no podía descartarse a nadie.

Pero sacar provecho de la venta eraalgo muy distinto a usarlas.

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De la Fuentes se había hecho con unabanda colombiana de tamaño mediomediante una adquisición hostil, pordecirlo con suavidad, a mediados de losaños noventa, y había intentado envarias ocasiones establecer su base deoperaciones justo al sur de la fronteracon Arizona. En todas ellas lo habíarechazado el cártel vecino, que abarcabael borde entre Texas y México. De laFuentes se había impacientado y habíaempezado a buscar métodos cada vezmenos ortodoxos para despachar a susenemigos. Y entonces había encontradoun aliado.

Alex inhaló por entre los dientesapretados.

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Aquel nombre sí que lo conocía… ylo aborrecía. Un ataque procedente delexterior ya era bastante horroroso, peroAlex sentía la más profunda repulsiónpor la clase de persona que nacía con lalibertad y los derechos de un paísdemocrático y empleaba esos mismosprivilegios y libertades para atacar sufuente.

El grupo terrorista nacional teníavarios nombres. El departamento lollamaba la Sierpe, por el tatuaje quehabía llevado uno de sus difuntos líderesy también por el pasaje de El rey Lear.Alex había sido decisiva a la hora dedesmantelar algunas de sus mayoresconspiraciones, pero la que habían

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conseguido llevar a cabo aún leproducía pesadillas de vez en cuando.El archivo no especificaba quién habíacontactado con quién, solo que habíanalcanzado un acuerdo. Si De la Fuentescumplía con su parte del trato, recibiríael suficiente dinero, hombres y armaspara acabar con el cártel más poderoso.Y los terroristas obtendrían lo quedeseaban: desestabilizar EstadosUnidos, horror, destrucción y toda laatención mediática con la que pudieransoñar.

Mal asunto.Porque, a fin de cuentas, ¿qué mejor

para sembrar el caos que un virus de lagripe letal, creado en laboratorio? Sobre

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todo, si lo podías controlar.Alex notó que la narrativa pasaba del

punto de vista de los analistas al de losespías. Las imágenes se aclararonmuchísimo.

Los espías lo llamaban TCX-1,aunque en los informes no se explicabael significado de las letras y ni siquieralos especializados conocimientosmédicos de Alex le daban la menorpista. El gobierno estaba al tanto de queexistía la supergripe TCX-1, pero creíahaberla erradicado mediante unaoperación encubierta en el norte deÁfrica. Destruyeron el laboratorio ydetuvieron (y ejecutaron en su mayorparte) a los responsables. No se había

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vuelto a oír hablar del TCX-1.Hasta que reapareció en México unos

meses atrás, junto con un cargamento dela vacuna salvadora ya incorporado auna nueva droga de diseño.

Empezaba a tener un dolor de cabezamuy localizado. Era como si leestuvieran clavando una aguja ardientedetrás del ojo izquierdo. Había dormidounas horas después de registrarse en elmotel y antes de empezar con losarchivos, pero no eran suficientes. Seacercó al neceser que había dejado en lapila del lavabo, sacó cuatro pastillas deibuprofeno y se las tragó sin beber. Alos dos segundos cayó en la cuenta deque tenía el estómago vacío y el

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ibuprofeno le abriría un agujero al fondotan pronto como se posara. En su bolsollevaba siempre barritas de proteínas,de modo que devoró una a toda prisamientras volvía a la lectura.

Los terroristas sabían que siempreestaban vigilados, por lo que lo únicoque habían proporcionado a De laFuentes era información. Él tendría queaportar el personal, a ser posible deaspecto inofensivo y que no llamara laatención.

Y ahí entraba el profesor.Por lo que habían podido deducir las

mejores mentes analíticas deldepartamento, Daniel Beach, buenapersona se mirara por donde se mirara,

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había viajado a Egipto y adquiridoTCX-1 para un ambicioso y volubleseñor de la droga. Y estaba claro queseguía formando parte del plan. Segúnlas pruebas disponibles, parecía quesería el encargado de dispersar el TCX-1 en territorio estadounidense.

La droga de diseño inhalable quecontenía la vacuna ya estaba circulando.Los apreciados consumidores nocorrerían peligro, cosa que quizáconstituyese una segunda parte del plan.Incluso el señor de la droga másinestable tenía que ser pragmático enasuntos de dinero, de modo que tal vezaquellos a quienes aún no se la vendíaterminarían sabiendo dónde estaba su

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salvación, y eso crearía toda una nuevaclientela desesperada. Daniel Beach sinduda ya era inmune a aquellas alturas.Dispersar el virus no sería tareacomplicada: bastaría con pasar una gasainfectada por una superficie que semanipulara con frecuencia, como unpomo de puerta, un mostrador o unteclado. Como el virus estaba diseñadopara extenderse como un fuegoincontrolado, ni siquiera le haría faltaexponer a mucha gente. Unos pocos enLos Ángeles, unos pocos en Phoenix,unos pocos en Albuquerque y otrospocos en San Antonio. Daniel ya teníareservas de hotel en todas esasciudades. Emprendería su mortífero

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periplo, en apariencia para visitarproyectos de Hábitat para la Humanidady preparar la excursión escolar deotoño, al cabo de tres semanas.

La Sierpe y De la Fuentes pretendíanorquestar el ataque más debilitante quese hubiera perpetrado jamás en territorioestadounidense. Y si era cierto que Dela Fuentes ya estaba en posesión delvirus listo para dispersar y de la vacuna,tenía una excelente probabilidad deéxito.

Carston no había exagerado. Lo queella había considerado una farsa paradespertar su compasión se revelaba enese momento como una increíbledemostración de autocontrol. De todos

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los desastres potenciales que habíanpasado por el escritorio de Alex, en laépoca en que disponía de escritorio,aquel era de los peores, y eso que habíavisto cosas malas de verdad. Una vezhasta hubo un arma biológica capaz dehacer daño a la misma escala, peroaquella no llegó a salir del laboratorio.Lo que tenía delante era un plan ya enmarcha. Y no eran centenares de milesde personas las que morirían, sino másbien casi un millón o incluso más, antesde que el Centro de Control deEnfermedades pudiera dominar lasituación. Carston sabía que elladeduciría esos datos. Había restadoimportancia al desastre a propósito,

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para que sonara más realista. A veces larealidad era peor que la ficción.

Había más en juego de lo que habíacreído. Saberlo le dificultaba justificarsu propio jueguecillo de apuestas bajas.Concentrarse tanto en salvar su propiavida ¿no era censurable a la vista de unhorror de esa magnitud? En suconversación con Carston se habíamantenido firme pero, si había una solaposibilidad de que la historia fuese algomás que una trampa, ¿tenía otra elecciónque no fuera intentar impedirlo?

Si Daniel Beach desaparecía, De laFuentes sabría que alguien le seguía lapista. Lo más normal sería que actuaraantes de lo planeado, que adelantara la

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agenda. Daniel tenía que hablar, y teníaque hacerlo rápido. Y luego tenía quevolver a su vida normal, dejarse ver ytener tranquilo al megalómano señor dela droga hasta que los buenos pudieranacabar con él.

Al principio, el proceso operativoestándar era que los sujetos de Alexquedaran luego en libertad durante unbreve intervalo. Aquello era una parteimportante de su especialidad, ya queAlex era la mejor extrayendoinformación sin dañar al sujeto. (Antesde ella, el mejor y único hombre paraese trabajo había sido Barnaby). LaCIA, Seguridad Nacional y casi todaslas divisiones gubernamentales

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similares tenían sus propios equipospara interrogar a los sujetos, a los quese eliminaba después de adquirir lainformación. Con el tiempo, a medidaque Alex fue demostrándose másefectiva que incluso el mejor de losdemás equipos, había tenido cada vezmás trabajo. Aunque las otras seccioneshabrían preferido conservar lainsularidad y que la información nosaliera de sus círculos, los resultadoshablaban por sí solos.

Alex suspiró y volvió al presente.Había once fotografías de Daniel Beachalineadas en las almohadas de la cama.Costaba reconciliar las dos caras de lamoneda. En las primeras fotos parecía

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un boy scout, con un pelo suave yondulado que de algún modo proyectabainocencia e intenciones puras. Peroaunque sin duda en las fotos de losespías figuraba el mismo rostro, todoera distinto. El pelo siempre estabaoculto bajo capuchas o gorras debéisbol, como hacía ella paradisfrazarse, la postura era más agresiva,el semblante frío y profesional. Ellahabía aplicado sus conocimientos aprofesionales. Llevaba tiempo. Casi aciencia cierta, más de un fin de semana.Volvió a mirar las caras idénticas perocontradictorias y se preguntó por uninstante si Daniel padecería algunaafección psiquiátrica o si estaba viendo

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una progresión y la persona inocentehabía dejado de existir del todo.

Tampoco es que tuviera granimportancia… todavía.

El dolor de cabeza parecía estartaladrándole un agujero en el globoocular desde dentro. Sabía que no lohabían provocado las horas de lectura.No, la fuente del dolor era la decisiónque acechaba en el futuro inmediato.

Recogió todos los archivos y losmetió en una maleta. La aniquilación dela población del sudoeste del paístendría que pasar a un segundo planodurante unas horas.

Llevaba un coche distinto al modelocon el que había empezado la mañana.

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Antes de registrarse en el motel, habíadevuelto el vehículo de alquiler enBaltimore y había cogido un taxi hastaYork, Pensilvania. El taxista la habíadejado a unos minutos a pie de la casadonde un hombre apellidado Stubbinsvendía su Toyota Tercel de tres años,según el anuncio de Craigslist. Alexhabía pagado en efectivo usando elnombre de Cory Howard y luego habíaconducido hasta Filadelfia en su cochenuevo. Era una pista que podía llegar aseguirse, pero resultaría muycomplicado.

Se alejó unos kilómetros de su motely escogió un local pequeño que parecíamuy concurrido. Era deseable por dos

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motivos. Uno, que Alex sería menosfácil de recordar rodeada de unamultitud. Y dos, que la comidaposiblemente sería comestible.

Las mesas estaban a rebosar, así quese sentó en la corta barra. La pared quequedaba al otro lado tenía superficie deespejo, de modo que podía vigilar lapuerta y las ventanas frontales sin tenerque volverse. Era un buen sitio. Tomóuna hamburguesa grasienta, aros decebolla y un batido de chocolate. Estabatodo delicioso. Mientras comía,desconectó el cerebro. Habíadesarrollado la habilidad a lo largo delos nueve últimos años, y era capaz decompartimentar casi cualquier cosa.

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Mientras se concentraba en la comida yobservaba a la gente a su alrededor, eldolor de cabeza se redujo a un latidosordo. Antes de terminar, el ibuprofenopor fin hizo efecto y disolvió el dolorpor completo. Pidió de postre un trozode tarta de pacana, aunque estabaatiborrada y solo pudo darle unosmordisquitos. Estaba posponiendo, nadamás. Cuando terminara de comer, tendríaque tomar una decisión.

El dolor de cabeza la esperaba en elcoche, como sabía que ocurriría, aunqueno volvió tan intenso como antes.Condujo al azar por las tranquilas callesresidenciales, donde sería imposibleseguirla sin que lo notara. El pequeño

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barrio de las afueras estaba oscuro yvacío. Al cabo de unos minutos, empezóa acercarse a la ciudad.

Seguía habiendo dos columnas deposibilidades en su mente.

La primera columna, correspondientea que Carston hubiera mentido paraatraerla a su muerte, empezaba ahacérsele cada vez más inverosímil. Aunasí, debía permanecer alerta. La historiaentera podría ser ficticia. Todas laspruebas, los departamentoscoordinándose, los distintos analistascon sus diferentes estilos de escritura ylas fotografías tomadas a lo largo yancho del planeta podrían formar partede un montaje muy detallado y

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elaborado. Pero no infalible, porque notenían forma de saber que no daríamedia vuelta y se marcharía sin más.

Pero ¿por qué iba a tener Carston todaaquella información preparada cuandolo que pretendía era atraerla a unencuentro acordado con antelación?Podrían haberla matado allí con toda lafacilidad del mundo y sin tanto artificio.No hacía falta más que un taco de foliosen blanco, si esperaban que su objetivoderramara los sesos por toda la aceraantes de poder abrir el maletín. ¿Cuántotiempo tardarían en preparar algo comoaquello? Al presentarse días antes de lacita, no había dado ocasión a Carston deelaborarlo sobre la marcha. ¿Quién era

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Daniel Beach, de ser cierto que era unmontaje? ¿Uno de los hombres deCarston? ¿O un civil inocente al que, sinél saberlo, habían añadido conPhotoshop a fotografías de lugaresexóticos? Ellos seguro que contaban conque Alex sería capaz de confirmar porsu cuenta al menos parte de los datos.

En el último archivo le proponían unplan de acción. Al cabo de cinco días,con o sin ella, lo secuestrarían durantesu habitual carrera de los sábados por lamañana. Nadie lo echaría de menoshasta que empezaran las clases el lunes.Si alguien lo buscaba por casualidad,quizá parecería que se había tomadounas vacaciones cortas. Si Alex

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aceptaba colaborar, dispondría de dosdías para extraer la información quenecesitaban, y luego podría marcharse.Esperaban que consintiera en manteneralgún tipo de contacto. Una dirección dee-mail para emergencias, alguna redsocial o incluso los anunciosclasificados.

Si no aceptaba el trabajo, harían loque pudieran sin ella. Pero esmerarse enque el informador no presentaramuestras de daño físico sería un procesolento, demasiado lento. Y lasconsecuencias del fracaso eranimpensables.

Casi salivó al pensar en todos losjuguetitos que la esperaban en el

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laboratorio. Cosas a las que nuncapodría echar mano allí fuera, en elmundo real. Su secuenciador de ADN ysu termociclador de PCR. Losanticuerpos ya fabricados con los quepodía llenarse los bolsillos si lainvitación iba en serio. Aunque porsupuesto, si Carston decía la verdad, yano necesitaría robar nada de todoaquello.

Trató de imaginar cómo sería volver adormir en una cama. No llevar encima atodas horas toxinas como para llenar unafarmacia. Usar el mismo nombre día trasdía. Establecer contactos con otros sereshumanos en los que nadie terminaramuerto.

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«No cuentes con ello —se dijo—. Nodejes que se te suba a la cabeza y tenuble el juicio. No dejes que laesperanza te atonte».

Por agradables que fueran algunas desus ensoñaciones, topaba contra la paredal tratar de visualizar los pasos quetendría que dar para hacerlas realidad.Se le hacía imposible imaginarseentrando de nuevo por las brillantespuertas de acero al lugar donde Barnabyhabía muerto entre chillidos. Su mentese negaba en redondo a componer laimagen.

Las vidas de un millón de personastenían un peso considerable, pero enmuchos aspectos seguían siendo una

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idea abstracta. No le parecía queexistiera nada capaz de empujarla acruzar aquellas puertas.

Tendría que rodearlas, por decirlo dealgún modo.

Solo cinco días.Tenía mucho trabajo por delante.

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Aquella operación estaba esquilmandosu hucha de cerdito.

Ese pensamiento no dejaba de darvueltas en el fondo de su mente. Sisobrevivía a la siguiente semana y surelación laboral con el departamentoseguía como hasta la fecha, iba a tener

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serios problemas financieros. Cambiarde vida cada tres años no salía nadabarato.

Desde el principio, disponer deliquidez había sido un procesotrabajoso. Dinero no le había faltado,porque desde luego el salario influyó alprincipio en su decisión de aceptar eltrabajo, y antes de eso había cobradouna cuantiosa indemnización del segurocuando murió su madre. Pero cuandotrabajas para una panda de paranoicospoderosos capaces de anotar en tuexpediente hasta un cambio de marca dedentífrico, no puedes retirar todo eldinero del banco y meterlo bajo unladrillo. Si no pretendían hacerte nada,

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quizá acabaras de darles un motivo. Y siya tenían pensado actuar en tu contra,acababas de obligarlos a acelerar susplanes. Podías probar a sacar todo eldinero mientras huías de la ciudad, peroentonces tu capacidad para pagar lospreparativos previos quedabaseriamente limitada.

Como casi todo en aquella época, laestrategia había sido obra de Barnaby,que se había reservado los detalles paraproteger al amigo o amigos que lehabían ayudado a organizarlo.

En la cafetería situada unos pisos porencima del laboratorio, Barnaby y ellase habían dejado oír hablando sobre unaoportunidad de inversión prometedora.

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O más bien Barnaby había dicho que eraprometedora y se había esmerado enconvencerla. El diálogo no había tenidonada de extraordinario: con todaprobabilidad, había distintas versionesde la misma conversacióntranscurriendo junto a las máquinas decafé de varias oficinas normales en esemismo momento. Ella aparentó dejarseconvencer y Barnaby prometió en vozalta que se ocuparía de todo.Aconsejada por él, transfirió dinero auna sociedad de inversión, o al menos auna empresa cuyo nombre sonaba asociedad de inversión. A los pocos díasel dinero, restando una «comisión» delcinco por ciento para compensar a esos

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amigos su tiempo y el riesgo quecorrían, fue ingresado en un banco deTulsa, Oklahoma, a nombre deFredericka Noble. La notificación delingreso le llegó en la biblioteca delcondado, dentro de un sobre en blancodepositado en un ejemplar de Linfomasextranodales. El sobre también conteníael permiso de conducir de FrederickaNoble con su foto, emitido en el estadode Oklahoma.

Nunca supo dónde recibió Barnabysus propios documentos. Ni tampococuál iba a ser su nuevo nombre. Ellahabía querido que se marcharan juntos,porque la inmensa soledad de la huidaya la acosaba en sus pesadillas por

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aquel entonces, pero Barnaby lo habíaconsiderado imprudente. Los dosestarían más seguros por separado.

Más inversiones y más sobres. Seabrieron unas pocas cuentas más anombre de Freddie, pero también huboingresos e identidades recién creadaspara Ellis Grant en California y SheaMarlow en Oregón. Las tres identidadeseran invenciones sólidas que saldríanindemnes de un escrutinio intenso. La deFreddie había explotado en mil pedazosla primera vez que el departamento diocon ella, pero la experiencia sirvió paravolverla más cuidadosa. Ellis y Sheaseguían siendo seguras. Eran susposesiones más valiosas y las empleaba

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con cautela y moderación, para que nolas contaminara ni el menor nexo deunión con la doctora Juliana Fortis.

También había empezado a comprarjoyas de las buenas, y cuanto máspequeñas, mejor. Diamantes canary quea sus ojos parecían meros zafirosamarillos pero costaban diez veces loque sus contrapartidas más claras,gruesas cadenas doradas, pesadospendientes de oro macizo y gemassueltas que fingía tener intención deengarzar más adelante. Sabía desde elprincipio que no llegaría a recuperar nila mitad de lo que estaba pagando, perolas joyas eran fáciles de transportar ypodían liquidarse después con facilidad

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y sin llamar la atención.Desde una cabina telefónica, Freddie

Noble alquiló una pequeña cabaña enlas afueras de Tulsa, usando una tarjetade crédito asociada a la cuenta bancariade la localidad. La cabaña tenía unpropietario mayor y simpático que noponía reparos a guardar en ella las cajasque Freddie iba enviándole —cajasllenas de lo mucho que necesitaríacuando se apartara de su vida comoJuliana Fortis, desde toallas yalmohadas hasta sus joyas sin engarzar,pasando por condensadores de reflujo ymatraces florentinos— y cobraba elalquiler sin comentar la ausencia de suinquilina. Ella iba dejando caer aquí y

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allá insinuaciones veladas de que sepreparaba para escapar de una malarelación, y al casero le bastó con eso.Hizo pedidos por internet desdeordenadores de bibliotecas, utilizandouna dirección de e-mail a la que jamáshabía accedido desde su portátil encasa.

Se preparó tan bien como fue capaz yluego esperó a que Barnaby le diera laseñal. Al final, su mentor le hizo saberque era el momento de correr, pero nodel modo en que lo habían planeado.

Y ese dinero, ahorrado con tantoesmero durante tanto tiempo, se leestaba escapando de los bolsillos comosi fuese una niña pija ricachona. Se

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prometió a sí misma que sería un únicogran derroche para alimentar laesperanza de una libertad improbable.Conocía algunos trucos para ganarbuenas sumas de dinero, pero eranpeligrosos e implicaban riesgos que nopodía permitirse pero que quizá notendría más remedio que asumir.

Los profesionales médicos dispuestosa saltarse las normas estaban muysolicitados. Había quienes solobuscaban a un doctor que pudierasupervisar la administración de untratamiento no aprobado por el gobiernofederal, algo que hubieran adquirido enRusia o Brasil. Y había quienesnecesitaban que les sacaran balas del

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cuerpo fuera de un hospital, para que nollegara notificación a la policía.

Había mantenido una tenue presenciaen internet. Unos pocos clientes habíantratado con ella mediante su últimadirección de e-mail, ahora difunta.Tendría que volver a los foros donde laconocían e intentar hacer nuevoscontactos sin dejar más pistas. Seríadifícil, porque, si el departamento habíaencontrado los e-mails, era de suponerque estaba al tanto de lo demás. Pero almenos sus clientes eran comprensivos.Gran parte de los encargos oscilabanentre lo casi legal y lo absolutamentecriminal, y nadie iba a sorprenderse porlas ocasionales ausencias y los cambios

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de nombre.Por supuesto, trabajar en el lado

oscuro de la ley añadía más peligros asu mochila, que ya iba bien cargada. Porejemplo, estaba aquel mando intermediode la mafia que había encontrado susservicios muy convenientes y decidióque ella debía establecersepermanentemente en Illinois. Habíaintentado explicarle a Joey Giancardi suhistoria de tapadera, preparada consumo detenimiento, sin ponerse enpeligro —al fin y al cabo, si podíasacarse dinero de la venta deinformación, la mafia no era conocidaprecisamente por su lealtad a losforáneos—, pero él había insistido, por

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decirlo de algún modo. Le habíaasegurado que, bajo su protección,jamás volvería a ser vulnerable. Al finalhabía tenido que destruir esa identidad,su bastante bien desarrollada vida comoCharlie Peterson, y echar a correr. Quizáa esas alturas también hubiera miembrosde la mafia buscándola, pero no era algoque le quitara el sueño. En términos depersonal y recursos, la mafia no lellegaba ni a la suela del zapato algobierno estadounidense.

Y, de todos modos, quizá a la mafiano le interesara perder el tiempo conella. Había muchos médicos en elmundo, todos ellos humanos y lamayoría corruptibles. Aunque si Joey G.

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hubiera sabido cuál era su auténticaespecialidad, se habría esforzado másen conservarla.

Por lo menos, Joey G. le habíaservido para convertir sus joyas enefectivo. Y el cursillo acelerado detraumatología tampoco le había venidomal. Esa era otra ventaja de trabajar enla clandestinidad, que a nadie lemolestaba demasiado un índice de éxitobajo. La muerte era lo esperado y nohacían falta seguros de mala praxis.

Siempre que pensaba en Joey G., seacordaba también de Carlo Aggi. Nohabía sido un amigo, no del todo, pero síalgo muy parecido. Había sido sucontacto y la presencia más constante de

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su vida en aquel momento. Aunque teníauna apariencia de matón que rayaba enel estereotipo, con ella siempre habíasido amable y la había tratado como auna hermana pequeña. Por eso le habíadolido más que con ningún otro cuandono pudo hacer nada para salvar a Carlo.Llegó con una bala alojada en elventrículo izquierdo. Ya era demasiadotarde para Carlo mucho antes de que lellevaran su cuerpo, pero Joey G. nohabía terminado de perder la esperanzaporque Charlie había trabajado bienpara él otras veces. Cuando Charlieratificó que Carlo había ingresadocadáver, el mafioso se puso filosófico:«Carlo era el mejor. Pero en fin, a veces

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se gana y a veces se pierde». Y unencogimiento de hombros.

No le gustaba nada pensar en Carlo.Habría preferido tener unas semanas

más para pensar en otras cosas, comodepurar su estrategia, explorar susvulnerabilidades y perfeccionar lapreparación física, pero el plan deCarston tenía una fecha límite. Habíatenido que repartir su limitado tiempoentre la vigilancia y organizar unespacio de trabajo, por lo que ningunade las dos actividades había salidoperfecta.

Era probable que el departamentoestuviera observando, en caso de queintentara actuar por su cuenta. Tras su

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visita temprana a Carston, hasta lodarían por sentado. Pero ¿qué otraopción tenía? ¿Presentarse al trabajocomo ellos esperaban?

Había visto lo suficiente para apostara que Daniel seguiría aquel día la mismarutina que los tres anteriores. La ropacasi idéntica que llevaba siempre —vaqueros del mismo estilo, camisa ychaqueta deportiva que solo variaban unpoco en el tono— sugería que era unanimal de costumbres en su vidapública. Al terminar las clases, sequedaría después del timbre para hablarcon los alumnos y preparar las leccionesdel día siguiente. Luego, con variascarpetas y su portátil en una mochila que

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llevaba al hombro izquierdo, saludaríacon la mano a la secretaria antes desalir. Recorrería seis manzanas yentraría al metro en la estación deCongress Heights alrededor de las seis,justo en plena aglomeración de la salidadel trabajo. La línea verde lo llevabadirecto a Columbia Heights, dondeestaba su diminuto estudio. Una vez allí,descongelaría una cena preparada ycorregiría deberes. Se iba a la camasobre las diez, sin encender el televisoren ningún momento, al menos que ellahubiera visto. Por la mañana era másdifícil controlar lo que ocurría, porqueDaniel tenía cortinas de ratán que eranprácticamente traslúcidas si se

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iluminaban desde dentro, pero opacas ala luz del sol matutino. Salía a la calle alas cinco para correr, volvía una horamás tarde y salía de nuevo a los treintaminutos, en dirección a la estación demetro que tenía a tres manzanas, con elpelo rizado todavía húmedo de la ducha.

Dos mañanas antes, había seguido laruta de su carrera lo mejor que habíapodido desde una distancia segura. Elritmo fuerte y rápido que llevaba Daniello delataba como un corredor experto.Mientras lo observaba, deseó tener mástiempo para correr. No era una actividadque le gustara tanto como parecíaencantar a muchos otros, ya que se sentíademasiado expuesta en aceras y arcenes

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sin un coche a mano para huir, pero eraun ejercicio muy práctico. Nunca iba aser más fuerte que la persona queenviaran a por ella. Con sus piernascortas tampoco sería más rápida, y noexistía arte marcial que pudieraaprender y fuese a darle ventaja sobreun asesino bien entrenado. Pero laresistencia podía salvarle la vida. Sipodía superar con sus trucos el primermomento de crisis, tenía que ser capazde seguir adelante más tiempo del que elasesino pudiera perseguirla. Porque, sino, menuda forma de morir: sin aliento,traicionada por sus músculos, mermadapor su propia falta de preparación. Noquería terminar de esa forma. Así que

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corría tan a menudo como podía y hacíalos ejercicios que le permitían lasestrecheces de sus casas. Se prometióque, cuando concluyera aquellaoperación, buscaría un buen sitio paracorrer, con abundantes rutas de escape yescondrijos.

Pero el recorrido que hacía Daniel,igual que su apartamento y el instituto,era un lugar demasiado evidente paraactuar. Lo más fácil sería capturarlo enla calle mientras terminaba su carreradiaria, agotado y descentrado, pero esotambién lo sabrían los malos. Estaríanesperándola preparados. Lo mismopodía decirse del primer tramo a pie ensu desplazamiento al trabajo. Por tanto,

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tenía que ser en el metro. Sin dudasabrían que el metro era otra opciónposible, pero no podrían cubrir cadalínea, cada parada, mientras vigilabantambién las demás partes del trayecto deDaniel.

Había cámaras por todas partes, peropoco podía hacer al respecto. Cuandohubiera terminado, sus enemigostendrían un millón de planos claros delaspecto que tenía su rostro en laactualidad, tres años más tarde. Nohabía grandes cambios, en su opinión,pero aun así seguro que actualizarían suexpediente. Era lo único que podríanhacer, sin embargo. El puesto que habíaocupado en el departamento la había

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familiarizado lo suficiente con lamecánica de secuestrar a un objetivo enla calle para saber que había muchasmás dificultades de las que podríapensarse a partir de las series de espíasen la tele. El propósito de las cámarasdel metro era ayudar a capturar a unsospechoso después del delito, no antes.De ningún modo podían tener losrecursos ni el personal necesario paraactuar a partir de la cobertura en tiemporeal. De modo que lo único que sabríanpor las cámaras era dónde había estado,no dónde iba a estar, y sin esainformación las grabaciones no servíande nada. Las revelaciones que podíanproporcionarles los vídeos (quién era,

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de dónde había sacado su información ycuál era su objetivo) eran datos que yaconocían.

De todos modos, no se le ocurríaninguna opción menos arriesgada.

Ese día se llamaba Jesse. Optó por unaspecto profesional con su traje oscurosobre la camiseta negra de cuello depico, y por supuesto el cinturón decuero. Llevaba otra peluca más realista,larga hasta la barbilla y más clara, de untono castaño apagado. El pelo ibarecogido con una sencilla diadema negray se había puesto unas gafas de finamontura metálica que no daban laimpresión de ocultar nada pero, aun así,disimulaban con sutileza la forma de sus

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pómulos y su frente. Tenía una carasimétrica de rasgos menudos, sin nadaque destacara. Sabía que, por normageneral, la gente no se fijaba en ella.Pero también sabía que no tenía unaapariencia tan genérica como para quealguien que la buscase a ella en concretola pasara por alto. Tendría que mantenerla cabeza gacha siempre que pudiera.

Llevaba un maletín en lugar de subolso, pero los adornos de madera de lacorrea encajaban también en el asa.Tenía un revestimiento metálico ypesaba mucho incluso vacío, pero podíaemplearse como arma contundente si eranecesario. Llevaba puestos elguardapelo y los anillos, pero no los

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pendientes. Tendría que trasladar a unhombre haciendo fuerza y los pendientesno serían seguros. Conservaba lospuñales de zapato, las hojas de bisturí,el pintalabios y los distintos esprays:casi su armadura completa. Pero ese díano le daba más confianza. Aquella partedel plan iba a sacarla demasiado de suelemento. Nunca habría imaginado quealgún día tuviera que secuestrar aalguien. En los últimos tres años, nohabía pensado en ninguna situación queno pudiera reducirse a matar o huir.

Jesse bostezó mientras conducía porlas calles oscuras. Llevaba un tiemposin dormir lo suficiente y tampocopodría rascar muchas horas de sueño en

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los próximos días. Disponía de algunassustancias que la mantendrían despierta,pero el bajón solo podía retrasarse unmáximo de setenta y dos horas. Tendríaque estar muy bien escondida cuando elbajón llegara. Esperaba que no fueranecesario valerse de esas sustancias.

Había muchos espacios libres en elaparcamiento barato del aeropuertoRonald Reagan. Se metió en uno cercanoa la parada del bus lanzadera, dondequerría aparcar la inmensa mayoría dela gente, y se quedó esperando alautobús. Era el aeropuerto que mejorconocía de todos. Sintió la añoradasensación de comodidad que le dabamoverse en un entorno familiar. Antes de

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que llegara el autobús aparecieron otrosdos pasajeros con equipajes y caras decansancio, que no le hicieron ningúncaso. La lanzadera la llevó a la terminaltres y luego dio media vuelta por lapasarela peatonal hacia la parada demetro. Le costó un cuarto de horacaminando a buen ritmo, pero lo buenoque tenían los aeropuertos era que todoel mundo andaba deprisa.

Se había planteado ponerse botas contacones de cuña para aparentar unaaltura distinta a la auténtica, pero alfinal decidió que ese día tendría quecaminar demasiado y quizá correr, si lacosa salía mal. Al final había optado porlas bailarinas oscuras que eran medio

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deportivas.Al incorporarse a la muchedumbre

que bajaba al andén del metro, procurómantener el rostro tan apartado comofuera posible de las cámaras del techo.Buscó en la periferia de su visión ungrupo al que unirse. Jesse estaba segurade que cualquier observador estaríabuscando a una mujer sola. Un grupogrande, o en realidad cualquier grupo,sería mejor disfraz que el maquillaje olas pelucas.

Con la primera oleada de la horapunta empezando a ocupar las escalerasmecánicas, vio varios conjuntos depersonas dirigiéndose a las vías almismo tiempo que ella. Escogió a un trío

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de dos hombres y una mujer, vestidoscon oscuros trajes de negocios y conmaletines en las manos. La mujer teníaun brillante cabello rubio y sacaba unacabeza a Jesse con sus zapatos de tacónalto. Jesse se acercó a ellos rodeando aunos pocos grupos más hasta quedarsemioculta entre la mujer y la pared dedetrás. Si había ojos examinando alrecién formado cuarteto, se veríanatraídos por inercia hacia la rubia alta.A menos que esos ojos estuvieranbuscando a Juliana Fortis en concreto.

El cuarteto de Jesse avanzó resueltoentre el gentío y ocupó un lugar cercanoal borde del andén para esperar. Losdemás miembros del grupo no parecían

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haberse enterado de que había una mujermenuda moviéndose al unísono conellos. Había demasiada densidad decuerpos para que su cercanía resaltara.

El tren apareció por el túnel y losrebasó antes de frenar con fuerza. Elgrupo de Jesse titubeó y avanzó parabuscar un vagón menos lleno que el quetenían enfrente. Se planteóabandonarlos, pero la rubia tambiénestaba impaciente y se metió decidida enel tercer vagón por el que pasaron. Jesseentró tras ella y terminó apretada entrela rubia y otra mujer más grande quesubió a continuación. Situada entre lasdos sería invisible a todos los efectos,por incómoda que estuviera.

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La línea amarilla los llevó hasta laestación de Chinatown. Allí abandonó altrío para unirse a una nueva pareja, dosmujeres que quizá fuesen secretarias obibliotecarias, a juzgar por sus blusas ylas gafas de montura ovalada. Subieronjuntas a la línea verde en dirección a laestación Shaw-Howard y Jesse mantuvola cabeza inclinada hacia la morena másbajita, fingiéndose absorta por lahistoria de la boda a la que habíaasistido el fin de semana anterior, en laque los novios, menudo morro, no sehabían dignado a pagar una barra librepara los invitados. A mitad del relato,dejó a las secretarias en el vagón y seinternó entre la multitud que iba hacia la

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salida del metro. Dio una rápida mediavuelta entrando y saliendo delabarrotado servicio de mujeres y seincorporó a los que bajaban a las víaspara esperar al siguiente tren. A partirde ese momento, tendría que cuidarmucho el tiempo. Ya no podría ocultarseentre la muchedumbre.

El estridente gemido del tren que seacercaba hizo que el corazón de Jessediera un vuelco. Se preparó, como uncorredor agachado en los bloques queaguarda el pistoletazo de salida, y alpensar en el símil tuvo un escalofrío: eramuy posible que de verdad hubiera unarma a punto de dispararse, pero conbalas auténticas y no apuntada

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precisamente hacia el cielo.El tren se detuvo con un chirrido y

Jesse pasó a la acción.Anduvo con paso firme en paralelo a

los vagones, avanzando a codazos entrelos pasajeros mientras se abrían laspuertas. Buscó tan deprisa como pudo alhombre alto con la media melena, perohabía demasiados cuerpos pasando juntoa ella y bloqueándole la visión. Trató detachar en su mente todas las cabezas queno encajaban. ¿Se movía demasiadodeprisa? ¿O demasiado despacio? Eltren ya estaba a punto de marcharsecuando llegó al último vagón y no tuvotiempo de asegurarse de que Daniel nofuera en él, aunque no creía que

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estuviera. Según sus estimaciones apartir de los dos trayectos anteriores, lomás probable era que llegara en elsiguiente tren. Se mordió los labiosmientras las puertas se cerraban. Sihabía perdido a Daniel, tendría quevolver a intentarlo en su siguienterecorrido y no quería tener que hacerlo.Cuanto menos tiempo quedara para queCarston pusiera en práctica su plan, máspeligroso sería lo que estaba haciendo.

En lugar de quedarse en el andén, a lavista, siguió con paso decidido hacia lasalida.

Dio otra media vuelta pasando por elservicio, aunque en esa ocasión perdióun poco de tiempo fingiendo revisar el

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maquillaje que no llevaba. Después decontar mentalmente hasta noventa,volvió a unirse al flujo de pasajeros quese dirigían a los andenes.

Había incluso más gente que antes.Jesse se plantó cerca de un grupo dehombres trajeados al fondo del andén ytrató de fundirse con el tejido negro desus chaquetas. Los hombres conversabansobre acciones y opciones de compra,conceptos tan alejados de la vida deJesse que se le antojaban casi de cienciaficción. Al anunciarse el siguiente tren,Jesse se dispuso a caminar y buscar denuevo. Pasó alrededor de los inversoresy examinó el primer vagón mientras elconvoy se detenía.

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Andando a buen paso, Jesse recorrióel segundo vagón con la mirada. «Mujer,mujer, anciano, muy bajito, muy gordo,piel muy oscura, calvo, mujer, mujer,chaval, rubio». Y en el siguientevagón… fue como si Daniel la estuvieraayudando, como si se hubiera puesto desu parte. Estaba pegado a la ventana,erguido y mirando hacia fuera, con elpelo ondulado bien visible.

Jesse echó un vistazo rápido a losdemás ocupantes del vagón mientras seacercaba a las puertas abiertas. Muchoshombres de negocios, cualquiera de loscuales podría estar a sueldo deldepartamento. Pero no había nada quelos delatara a primera vista, ninguna

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espalda demasiado ancha que noacabara de entrar en un abrigo detamaño normal, ningún auricular, ningúnbulto bajo las chaquetas, ningún contactovisual entre pasajeros. Nadie llevabagafas de sol.

«Esta es la parte —se dijo— en laque intentan capturarnos a los dos yllevarnos al laboratorio. A no ser quetodo sea un montaje, en cuyo casoDaniel, el del inocente pelo ondulado,será uno de ellos. Quizá sea el que medispare. O me apuñale. O puede queintenten sacarme del vagón paradispararme en privado. O a lo mejor medejan inconsciente y me arrojan a la vía.

»Pero si la historia es cierta, nos

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querrán vivos a los dos. Supongo queintentarán algo parecido a lo que yoestoy a punto de hacerle a Daniel. Luegome transportarán al laboratorio y misprobabilidades de salir de allí algún díaserán… más bien deprimentes».

Por su mente pasó otro millar demalos finales mientras las puertas secerraban a su espalda. Se acercóenseguida a Daniel y se aferró a lamisma barra para mantener el equilibrio,cerrando la mano un poco por debajo delos dedos de él, más pálidos y muchomás largos. Notaba el corazón como sialguien estuviera estrujándolo, un dolorque se había ido incrementando enproporción directa con su cercanía al

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objetivo. Daniel no pareció reparar enella y siguió mirando por la ventanaensimismado, con un gesto que nocambió al internarse el tren en laoscuridad del túnel, cuando ya solopudo ver los reflejos de dentro delvagón. Ningún pasajero hizo ademán deacercarse a ellos.

No distinguió en Daniel Beach nadadel otro hombre, el que había visto enlas fotografías de México y Egipto, elque ocultaba el pelo y mostraba unaactitud segura y agresiva. Por suaspecto, el hombre distraído que tenía allado podría haber sido un poeta antiguo.Debía de ser un actor de primera… ¿oquizá fuera un auténtico psicótico,

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aquejado de trastorno de identidaddisociativo? Jesse no habría sabido aqué opción apostar.

La tensión creció a medida que elmetro se aproximaba a la parada deChinatown. El convoy dio una sacudidaal entrar en la estación y Jesse tuvo queagarrarse con fuerza a la barra paraevitar chocar contra Daniel Beach.

Tres personas, dos con traje y una confalda, salieron del vagón, pero ningunade ellas miró a Jesse. Todas pasaron asu lado con prisa, como si llegaran tardeal trabajo. Entraron otros dos hombres,uno de los cuales llamó su atención: eragrandote, con las formas de un atletaprofesional y vestido con sudadera con

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capucha y pantalón de chándal. Tenía lasdos manos metidas en el bolsillo frontalde la sudadera y, a menos que las tuvieradel tamaño de cajas de zapatos, llevabaalgo en ellas. Sin mirar a Jesse al pasarpor su lado, fue hacia la esquina delfondo del vagón y se agarró a una correacolgante. Jesse mantuvo su reflejo en elborde de su campo de visión, pero elhombre no parecía interesado en ella nien su objetivo.

Daniel Beach no se había movido.Estaba tan absorto en sus remotospensamientos que Jesse se descubriórelajándose, como si él fuese la únicapersona del tren de la que no tenía porqué preocuparse. Lo cual era una

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idiotez. Aunque todo el asunto no fuerauna trampa, aunque Daniel fueraexactamente quien le habían dicho queera, ese hombre seguía proponiéndoseconvertirse en asesino en masa en unfuturo muy cercano.

El atleta sacó unos auriculares muyaparatosos del gran bolsillo frontal desu sudadera y se tapó las orejas conellos. El cable volvía hasta el bolsillo,posiblemente a su teléfono, pero quizáno.

Decidió hacer una prueba en lasiguiente parada.

Cuando las puertas se abrieron, seinclinó como para alisar un pliegueficticio de sus pantalones, se irguió de

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repente y dio un paso hacia la puerta.No reaccionó nadie. El atleta de los

auriculares tenía los ojos cerrados.Subieron y bajaron pasajeros, peronadie la miró y nadie se movió paraimpedirle el paso ni levantó de prontouna mano con una chaqueta mal dobladaencima.

Si sus enemigos eran conscientes delo que hacía, estaban permitiendo queactuara a su manera.

¿Significaba que la misión eraauténtica o solo que de momento lesinteresaba que así lo creyera? Intentarpensar en los círculos por los que lallevaba el departamento le daba dolorde cabeza. Volvió a asir la barra

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mientras el tren empezaba a moverse.—¿No era tu parada?Jesse levantó la mirada y vio que

Daniel estaba sonriéndole. Con esasonrisa dulce y cándida del profesormás popular del instituto, del activistade Hábitat para la Humanidad.

—Hum…, no. —Parpadeó, con lasideas hechas un barullo. ¿Quérespondería una pasajera normal?—.Se…, se me había ido de la cabezadónde estaba. Al final ya empiezo aconfundir las estaciones.

—Tú aguanta. Solo quedan ocho onueve horas para el fin de semana.

Volvió a dedicarle una sonrisaamable. A Jesse la incomodaba mucho

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la idea de socializar con su objetivo,pero Daniel exudaba una normalidad (abuen seguro falsa) que le facilitabainterpretar el papel que se habíapropuesto, el de una pasajera amistosa.El de una persona común y corriente.

Respondió a la observación con unarisita oscura y rasposa. Su semanalaboral estaba a punto de comenzar.

—Me alegraría si tuviera libres losfines de semana.

Él rio antes de suspirar.—Eso es duro. ¿Derecho?—Medicina.—Peor aún. ¿No te sueltan nunca por

buen comportamiento?—Muy pocas veces, pero no pasa

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nada. Tampoco soy muy de fiestassalvajes.

—Yo ya estoy demasiado mayor paraesas cosas —reconoció él—, cosa quesuelo recordar cada día a las diez de lanoche.

Jesse le dedicó una sonrisa educadamientras él reía, e intentó no poner ojosde loca. Le parecía sucio y peligrosoestar confraternizando con su próximoencargo. Nunca había tenido ningunarelación previa con sus sujetos. Nopodía permitirse pensar en él como enuna persona. Debía ver solo almonstruo, al millón de muertospotenciales, para poder mantenerseimpasible.

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—Aunque sí que me gusta cenar fuerade vez en cuando —estaba diciendoDaniel.

—Mmm —murmuró ella distraída. Sedio cuenta al instante de que parecíaindicar conformidad.

—¿Qué tal? —dijo él—. Me llamoDaniel.

Para su sorpresa, se olvidó de cuál sesuponía que era su nombre. Danielextendió la mano y ella se la estrechó,consciente solo del peso de su anilloenvenenado.

—Hola, Daniel.—Hola, esto… —Enarcó las cejas.—Hum, Alex. —Huy, no, ese nombre

era de un tiempo atrás. Bueno, qué se le

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iba a hacer.—Encantado de conocerte, Alex.

Mira, yo no suelo hacer estas cosas.Vamos, que no las hago nunca. Pero…,en fin, ¿por qué no? ¿Puedo darte minúmero? A lo mejor podríamos quedarpara esa cena tranquila en algúnmomento.

Alex se lo quedó mirando, presa deuna estupefacción abrumadora. Leestaba tirando los tejos. Un hombre leestaba tirando los tejos. No, un hombreno. Un potencial asesino en masa quetrabajaba para un zar de la drogapsicótico.

O quizá un agente que intentabadistraerla.

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—¿Te he asustado? Te juro que soyinofensivo.

—Esto… No, es que… Bueno, nuncanadie me había pedido salir en el metro.—Lo cual era la pura verdad. De hecho,nadie en absoluto le había pedido unacita desde hacía años—. No sé quédecir. —Verdad también.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Voya apuntarte mi nombre y mi número eneste papelito y te lo voy a dar. Cuandollegues a tu parada, puedes tirarlo en laprimera papelera que veas, porque estáfeo ensuciar el suelo, y olvidarte de míal momento. Para ti sería muy pocamolestia, solo esos pocos segundos demás con la papelera.

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Sonrió mientras hablaba, pero tenía lamirada gacha, fija en la información queestaba anotando en el reverso de unrecibo.

—Muy considerado por tu parte. Te loagradezco.

Él alzó los ojos, sonriendo todavía.—O, si no quieres, no lo tires.

También puedes usarlo para llamarme ypasar unas horas hablando conmigomientras te invito a cenar.

El alivio se apoderó de ella cuando lavoz monótona del altavoz anunció laestación de Penn Quarter, porque estabaempezando a entristecerse. En efecto,iba a pasar una noche fuera con DanielBeach, pero ninguno de los dos iba a

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disfrutarla demasiado.No podía dejar ningún espacio a la

tristeza, habiendo tantas vidas deinocentes en juego. Tantos niñosmuertos, tantos padres y madresmuertos. Tanta buena gente que nuncahabía hecho daño a nadie.

—Sí que es un dilema —respondiósin levantar la voz.

El tren volvió a detenerse y ellafingió que la zarandeaba un hombre quesalía del vagón. Ya tenía en la mano laaguja adecuada. Extendió el brazo comopara agarrarse a la barra y cogió lamano de Daniel en un gesto pensadopara parecer accidental. Él dio unrespingo, sorprendido, y ella se agarró

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con fuerza como si intentara mantener elequilibrio.

—Ay, perdona. Te he dado un susto —dijo Alex, mientras lo soltaba y dejabaque la diminuta jeringa cayera de sumano al bolsillo de la chaqueta. Teníamuy practicada la prestidigitación.

—No pasa nada. ¿Estás bien? Ese tíote ha dado un buen viaje.

—Sí, estoy bien, gracias.El vagón empezó a moverse de nuevo

y ella observó cómo el rostro de Danieliba perdiendo el color.

—Oye, ¿estás bien tú? —le preguntó—. Te veo un poco pálido.

—Hum, yo… ¿Qué?Daniel miró alrededor, confundido.

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—Pareces a punto de desmayarte.Disculpe —dijo a la mujer que estabasentada a su lado—. ¿Deja sentarse a miamigo? No se encuentra bien.

La mujer puso en blanco sus enormesojos castaños y después apartó lamirada sin más.

—No —dijo Daniel—. No te…preocupes por mí. Estoy…

—¿Daniel? —preguntó ella.Ya empezaba a mecerse un poco y

tenía el rostro blanco como el de uncadáver.

—Dame la mano, Daniel.Con gesto perplejo, Daniel extendió

el brazo. Ella le agarró la muñeca yempezó a mover los labios de forma

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muy visible mientras miraba el reloj yfingía contar.

—Medicina —musitó él—. Eresmédica.

Aquella parte se acercaba más alguion y eso la tranquilizó.

—Sí, y no me gusta nada cómo estás.Te bajas conmigo en la siguiente parada.Tiene que darte un poco el aire.

—No puedo. Instituto… No puedollegar tarde.

—Te escribiré un justificante. Nodiscutas conmigo, que sé lo que hago.

—Vale, Alex.L’Enfant Plaza era una de las

estaciones más grandes y caóticas de lalínea. Cuando se abrieron las puertas,

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Alex pasó el brazo por la cintura deDaniel y se lo llevó fuera. Él le rodeólos hombros con un brazo para apoyarse,lo que no la sorprendió. La triptaminaque le había inyectado producíadesorientación y docilidad. Daniel leharía caso mientras no lo presionarademasiado. La droga era una parientelejana del tipo de barbitúricos que loslegos en la materia llamaban suero de laverdad, y tenía algunos efectos similaresal éxtasis: las dos servían paradesinhibir e inducir a la cooperación. AAlex le gustaba esa síntesis concreta porla confusión que provocaba. Danielsería incapaz de tomar decisiones y, enconsecuencia, haría todo lo que ella le

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dijera hasta que se pasara el efecto… ohasta que le pidiera hacer algo que deverdad arremetiera contra las murallasde su zona de confort.

Estaba resultando más fácil de lo quehabía previsto, gracias al inesperadocara a cara que habían tenido. Su planoriginal consistía en pinchar a Daniel yluego esperar a que alguien hiciera latípica pregunta de si había algún médicopresente para responder: «¡Sí, quécasualidad, yo soy médica!» y sacarlodel vagón. Habría funcionado, pero elsujeto no habría estado tan dócil.

—Muy bien, Daniel, ¿cómo teencuentras? ¿Puedes respirar?

—Claro, respiro bien.

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Caminó deprisa junto a él. La drogarara vez provocaba mareos, perosiempre había excepciones. Alzó lamirada para ver qué color tenía. Seguíapálido, pero en sus labios no sedistinguía el tono verdoso quepresagiaba la náusea.

—¿Notas el estómago revuelto? —lepreguntó.

—No, no, estoy bien…—Me temo que no lo estás. Voy a

llevarte conmigo al trabajo, si te parecebien. Quiero asegurarme de que no seanada grave.

—Vale… Ay, no. ¿Tengo clase?Daniel le seguía el paso sin

problemas a pesar de su desorientación.

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Tenía las piernas el doble de largas quelas de Alex.

—Les explicaremos lo que pasa.¿Tienes el número del instituto?

—Sí, el de Stacey en la secretaría.—La llamaremos de camino.Llamar los retrasaría, pero no había

más remedio: tenía que atenuar lapreocupación de Daniel si queríamantenerlo dócil.

—Buena idea. —Daniel asintió, sacóuna vieja BlackBerry del bolsillo yempezó a pelearse con los botones.

Alex le quitó el teléfono de las manoscon suavidad.

—¿Cómo se apellida Stacey?—La tengo como «Secretaría».

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—Entendido. Vale, ya lo marco yo.Toma, dile a Stacey que estás enfermo yte vas al médico.

Daniel cogió el teléfono, sumiso, yesperó a que Stacey respondiera.

—Hola —dijo—. Stacey, soy Daniel.Sí, el señor Beach. No me encuentromuy bien y voy a ver a la doctora Alex.Lo siento. De verdad que lamento eljaleo. Perdona, gracias. Sí, me pondrébien, no te preocupes.

Alex se encogió un poco al oír quedaba su nombre, pero fue solo un actoreflejo. En realidad no teníaimportancia. Dejaría de ser Alex duranteuna temporada y listos.

Era un riesgo impedir que Daniel

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fuese a trabajar, algo en lo que De laFuentes podría reparar si tenía biencontrolado a su mensajero de la muerte.Pero seguro que la alarma no llegaría alestado crítico solo porque Daniel sesaltara un viernes de trabajo. Cuando sepresentara intacto en el instituto el lunespor la mañana, el señor de la droga setranquilizaría.

Cogió el teléfono de la mano deDaniel y se lo metió en su propiobolsillo.

—Ya te lo guardo yo, ¿vale? No teveo muy firme y no quiero que lopierdas.

—Vale. —Daniel miró a su alrededorde nuevo y frunció el ceño hacia el

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inmenso techo abovedado de cemento—.¿Dónde vamos?

—A mi consulta, ¿recuerdas? Vamos asubirnos a este tren.

No vio ninguna cara del anteriorvagón entre sus nuevos compañeros detrayecto. Si había alguien siguiéndola,estaba guardando las distancias.

—Mira, un asiento libre. Descansa unpoco.

Ayudó a Daniel a sentarse, dejó caercon disimulo el teléfono al lado del piey lo empujó hacia el fondo por debajodel asiento con la punta del zapato.Rastrear un teléfono móvil era la formamás fácil de encontrar a alguien sinapenas tener que mover un dedo. Los

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móviles eran una trampa que siemprehabía evitado. Eran como pintarse unadiana en la espalda para que la usara elenemigo.

Eso y que tampoco tenía a nadie aquien llamar, claro.

—Gracias —dijo Daniel. Aún larodeaba con un brazo, aunque al estarsentado y ella de pie, estaba rodeándolela cintura. La miró con expresiónalelada y añadió—: Me gusta tu cara.

—Ah. Hum, gracias.—Me gusta mucho.La mujer que estaba sentada al lado

de Daniel volvió la cabeza hacia Alex yle estudió el rostro. «Estupendo». Lamujer no pareció muy impresionada.

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Daniel le apoyó la frente en la caderay cerró los ojos. El contacto resultódesconcertante para Alex a variosniveles, pero también le provocó unasensación extrañamente tranquilizadora.Había pasado mucho tiempo desde queun ser humano la tocara con afecto,aunque el afecto de Daniel hubierasalido de un tubo de ensayo. Encualquier caso, no podía permitir que sedurmiera todavía.

—¿De qué das clase, Daniel?Él levantó la cara, sin dejar de apoyar

la mejilla en la cadera de Alex.—Sobre todo, Lengua. Es mi

asignatura preferida.—Ah, ¿sí? A mí se me daban fatal las

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letras. Siempre he sido más de ciencias.Daniel torció el gesto.—¡Uf, ciencias!Alex oyó que la mujer de al lado

susurraba a su otro vecino:—Va borracho.—No tendría que haberte dicho que

soy profesor. —Daniel suspiró consentimiento.

—¿Por qué no?—Porque a las mujeres no os gusta.

Randall siempre me dice: «No se locuentes si no te lo preguntan». —Porcómo lo dijo, fue evidente que estabacitando al tal Randall al pie de la letra.

—Pero enseñar es una profesiónnoble. Educáis a los futuros médicos y

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científicos del mundo.Él la miró con cara de pena.—Pero no está bien pagado.—No todas las mujeres somos tan

materialistas. Randall sale con las queno debería.

—A mi mujer le gustaba el dinero.Exmujer.

—Vaya, pues sí que lo siento.Daniel volvió a suspirar y cerró los

ojos.—Me partió el corazón.Otra punzada de lástima. De tristeza.

Sabía que Daniel no estaría diciendonada de todo aquello si no fuesecolocado con su híbrido de éxtasis ysuero de la verdad. Empezaba a hablar

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más claro, pero no era porque la drogaestuviera perdiendo efecto, sino porquesu mente estaba adaptándose a funcionarcon ella.

Alex le dio unas palmaditas en lamejilla e infundió ánimo a su voz.

—Si era tan fácil de comprar, seguroque no merece la pena llorar por ella.

Daniel volvió a abrir los ojos. Erande un tono avellana muy tenue, casi unamezcla a partes iguales entre el verde yun gris suave. Intentó imaginarlosponiendo una mirada intensa desdedebajo de la gorra de béisbol quellevaba el hombre seguro de sí mismoque se reunía con De la Fuentes en lasfotos y no pudo.

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Alex no sabía lo que iba a hacer si elsujeto padecía de verdad trastorno deidentidad disociativo. Nunca antes habíatrabajado con algo así.

—Tienes razón —respondió él—. Séque la tienes. Debería verla tal y comoera, no como yo la imaginaba.

—Exacto. Siempre nos formamos unaidea de los demás, creamos a la personacon la que queremos estar e intentamosmeter a quienes son de verdad en esemolde falso. No siempre sale bien.

Paparruchas. Alex no tenía ni idea delo que estaba diciendo. En toda su vidasolo había estado en una relaciónsemiseria, y no había durado mucho.Había antepuesto los estudios al chico,

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igual que luego había pasado seis añosanteponiendo el trabajo a todo lo demás.Igual que en ese momento estabaanteponiendo seguir respirando acualquier otra cosa. Tenía un problemade obsesión.

—¿Alex?—Dime.—¿Me estoy muriendo?Alex esbozó una sonrisa

reconfortante.—No. Si creyera que te estás

muriendo, habría llamado a unaambulancia. Te pondrás bien. Es soloque quiero asegurarme.

—Muy bien. ¿Tendrás que sacarmesangre?

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—Es posible.Daniel suspiró.—Las agujas me ponen nervioso.—No pasará nada.No le hizo ninguna gracia caer en la

cuenta de que no le gustaba mentir aDaniel. Pero es que había algo enaquella confianza tan sencilla quedepositaba en ella, en aquella forma deatribuir los mejores motivos a todo loque hacía Alex que… No. Tenía quedejar de pensar así.

—Gracias, Alex. De verdad.—Solo hago mi trabajo. —No era

mentira.—¿Crees que me llamarás? —

preguntó él, esperanzado.

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—Daniel, te aseguro que vamos apasar una velada juntos —prometióAlex.

De no haber ido drogado, quizáDaniel habría captado la crispación ensu voz y visto el hielo en sus ojos.

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El resto del plan fue casi demasiadosobre ruedas. ¿Significaría algo? Alextenía un nivel tan alto de paranoia quecostaba saber si aquella nuevapreocupación lo elevaba más o no.

Al salir de la estación Rosslyn,Daniel se metió en el taxi sin protestar.

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Alex sabía cómo se sentía porqueBarnaby y ella habían probado lamayoría de sus preparados no letales,para tener un conocimiento más concretode sus capacidades. Aquella sustanciainducía a un sueño agradable, en el quelos problemas y las preocupaciones erancosa de los demás y lo único que hacíafalta era una mano que sostener y unempujoncito en la dirección adecuada.En sus notas, la habían apodado «Sigueal líder», aunque en los informesoficiales constaba con un nombre másimpresionante.

Proporcionaba un viaje muy relajante,y de no ser porque necesitaba a ladesesperada sus inhibiciones, incluso

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cuando trabajaba en el laboratorio,podría haberla tomado otras veces.

Hizo que Daniel le hablara del equipode voleibol del que se ocupaba, porqueél le había preguntado si llegaría alinstituto a tiempo para entrenar, y sepasó todo el trayecto en taxi oyendocómo describía a las chicas hasta quesintió que ya se sabía de memoria susnombres y sus puntos fuertes en lacancha. El taxista no les prestó atencióny se dedicó a tararear una canción,demasiado bajito para que Alex pudieraidentificarla.

Daniel no parecía prestar la menoratención al trayecto que hacían, pero, enun semáforo en rojo que se prolongó

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especialmente, levantó la mirada yarrugó el ceño.

—Sí que tienes lejos la consulta.—Bastante, sí —convino ella—. No

veas la de tiempo que pierdo cada día.—¿Dónde vives?—En Bethesda.—Es buen sitio. Columbia Heights, no

tanto. O al menos la zona donde vivo yo.El taxi se puso de nuevo en marcha.

Alex estaba satisfecha de lo bien queestaba saliendo el plan. Aunque lahubieran pillado subiendo y bajando delúltimo tren, tendrían que sudar paraseguir a un taxi en un mar de taxisidénticos que se entrecruzaban en plenahora punta. A veces la preparación era

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como un sortilegio. Como si se pudieraobligar a los acontecimientos a tomar laforma deseada tan solo planeándoloscon la suficiente meticulosidad.

Daniel ya no estaba tan parlanchín.Así era la segunda fase del efecto de ladroga, y con el tiempo iría sintiéndosecada vez más cansado. Solo necesitabamantenerlo despierto un poquito más.

—¿Por qué me has dado tu número?—le preguntó al ver que empezaban apesarle los párpados.

Él sonrió, ensoñado.—Nunca lo había hecho antes.—Yo tampoco.—Seguro que luego me da vergüenza.—Pero si te llamo, no, ¿verdad?

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—Puede. No sé, yo en realidad no soyasí.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho?Sus ojos tiernos no se apartaron de

los de ella.—Me gusta tu cara.—Ya lo habías comentado.—Tenía muchas ganas de volver a

verla. Eso me ha dado el valor parahacerlo.

Alex frunció el ceño, notando palpitarel remordimiento.

—¿Te ha sonado raro? —preguntóDaniel. Parecía preocupado.

—No, me ha sonado adorable. Nomuchos hombres se atreverían a deciralgo así a una mujer.

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Él parpadeó con solemnidad.—Ni yo tampoco, en general. Soy

demasiado… cobarde.—A mí me pareces bastante valiente.—Me noto distinto. Creo que es por

ti. Me he notado distinto desde elmomento en que te he visto sonreír.

«Desde el momento en que te hepuesto un pinchazo», corrigió ella parasus adentros.

—Caramba, menudo cumplido —respondió—. Ya hemos llegado. ¿Puedeslevantarte?

—Sí. Esto es el aeropuerto.—Sí, es donde tengo el coche.Daniel frunció el ceño y al momento

despejó la frente.

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—¿Volvías hoy de viaje?—Acabo de llegar a la ciudad, sí.—Yo a veces me voy de viaje. Me

gusta ir a México.Alex levantó la mirada de golpe. Él

mantenía la vista al frente, fijándose endónde pisaba. No había señales deaflicción en sus rasgos. Si lo empujabahacia un secreto, hacia cualquier cosaque le supusiera un punto de presión, sudocilidad se convertiría en sospecha.Quizá adoptara a otro desconocidocomo su líder e intentara escapar. Quizáse revolviera y llamara la atenciónsobre ella.

—¿Qué te gusta de México? —lepreguntó con cautela.

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—El clima es cálido y seco. Eso megusta. Nunca he vivido en un sitiocaluroso de verdad, pero creo que meadaptaría bien. Eso sí, me quemoenseguida. Nunca puedo ponermemoreno. A ti sí que parece que te hayadado el sol.

—No, es mi tono de piel.Lo había heredado de su padre

ausente. Según las pruebas genéticas alas que se había sometido, él tenía unamezcla de muchas herencias, sobre todocoreana, hispana y galesa. Siempre sehabía preguntado qué aspecto tendría supadre. La combinación con el origenescocés de su madre había creado enella una cara sorprendentemente normal,

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tanto que podría proceder casi decualquier parte.

—Qué envidia. Yo tengo que echarmecrema solar, pero que mucha cremasolar. Si no, me pelo. Da un poco deasco. No tendría que estar contándotelo.

Alex rio.—Prometo olvidarlo. ¿Qué otras

cosas te gustan?—El trabajo manual. Ayudo a

construir casas. No es que tengacualificación, solo doy martillazosdonde me dicen que los dé. Pero la gentees muy amable y generosa. Esa parte meencanta.

Le había salido muy convincente, yAlex sintió una oleada de temor. ¿Cómo

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era capaz de ceñirse a su historia tanbien, con tan poco esfuerzo, mientras losproductos químicos fluían por suorganismo? A no ser que, de algúnmodo, hubiera desarrollado resistencia.A no ser que el departamento hubieracreado un antídoto, a no ser quehubieran preparado a Daniel paraengañarla. Se le erizó el pelo de la nuca.No tenía por qué ser el departamento elque lo hubiera preparado. Quizá sedebiese a sus interacciones con De laFuentes. A saber en qué resultarían unasdrogas extrañas mezclándose con lasque le había inyectado ella. Se llevó lapunta de la lengua a la funda falsa de lamuela. El departamento se habría

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limitado a matarla si ese fuese suobjetivo, pero era probable que De laFuentes quisiera castigarla por intentarentorpecer sus planes. Sin embargo,¿cómo podía haberlo sabido deantemano? ¿Cómo podía haberlaidentificado Daniel como agenteenemiga tan deprisa, cuando en realidadya no estaba trabajando para nadie?

«Cíñete al plan —se dijo—. Mételoen el coche y estarás a salvo. Más omenos».

—Y las casas que tienen allí tambiénme gustan —seguía explicando Daniel—. Nunca se cierran las ventanas y elaire corre todo el día. Algunas no tienenni cristales. Es un sitio mucho más

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agradable que Columbia Heights, eso telo aseguro. A lo mejor no tanto comoBethesda. Seguro que los médicos tienenbuenas casas.

—Yo no. Un apartamento aburridopintado de color vainilla. No estoymucho por allí, así que da lo mismo.

Él asintió con la cabeza,comprensivo.

—Estás fuera salvando vidas.—Bueno, en realidad no. No trabajo

en urgencias ni nada parecido.—A mí me la estás salvando. —

Párpados abiertos, ojos grises verdosos,confianza absoluta. Alex sabía que si sucomportamiento era auténtico, era ladroga la que hablaba. Pero aun así, la

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estaba incomodando.No le quedaba otra opción que seguir

interpretando su papel.—Solo quiero hacer unas

comprobaciones. No vas a morirte. —Hasta ahí, era verdad. Los chicos deldepartamento quizá hubieran terminadomatando a Daniel, pero ella al menospodía evitárselo. Aunque…, después deque Alex evitara la catástrofe, DanielBeach jamás volvería a ver el exteriorde una celda. Lo que a ella la hacíasentirse…

«Un millón de muertos. Bebés que notenían culpa de nada. Dulces ancianitas.El primer Jinete del Apocalipsis alomos de su caballo blanco».

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—Anda, y ahora un autobús —dijo élcon suavidad.

—Este nos lleva ya a mi coche. Luegono tendrás que andar más.

—No me molesta. Me gusta andarcontigo.

Sonrió a Alex y dio un traspié al subirel escalón. Ella lo sostuvo antes de quecayera y lo acomodó en el asiento máscercano del autobús casi vacío.

—¿Te gustan las películasextranjeras? —preguntó Daniel sin venira cuento.

—Eh… Algunas, supongo.—Hay un cine muy bueno en la

universidad. A lo mejor, si la cena vabien, la próxima vez podríamos probar

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con unos subtítulos.—Te propongo un trato —replicó ella

—. Si te sigo gustando después de pasaruna velada juntos, me comprometo a veruna película que no entienda contigo.

Él sonrió, con los párpados cayendo.—Me seguirás gustando.Era totalmente absurdo. Tenía que

haber alguna forma de alejar aquellaconversación del flirteo. ¿Por qué eraella la que estaba sintiéndose como unmonstruo? Vale, de acuerdo, sí que eraun monstruo, pero eso ya lo habíaaceptado en su mayor parte, sobre todoporque sabía que era la clase demonstruo que debía existir por el biencomún. En ciertos aspectos, hacía un

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trabajo similar al de un médico normal ycorriente: tenía que infligir dolor parasalvar vidas. Como cuando se amputa unmiembro gangrenoso para salvar el restodel cuerpo, pero en disociado. Dolor enun punto, salvación para el resto. Y elresto era mucho más digno de salvación.

Como hacía siempre, estabaracionalizando para poder mirarse alespejo por las mañanas. Pero nunca sedecía mentiras directas. Sabía que suexistencia no ocupaba algún punto grisde la escala moral, sino el más negro detodos. Pero lo único peor que Alexhaciendo bien su trabajo era otrapersona haciéndolo mal. O que nadie enabsoluto lo hiciera.

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Sin embargo, incluso aceptando laetiqueta de monstruo con los brazosabiertos, nunca había sido el tipo demonstruo que mataba a inocentes. Nisiquiera iba a matar a aquel individuotan culpable… que no dejaba de mirarladesde debajo de sus largos rizos, conesos ojitos de cachorro color avellana.

«Bebés muertos —repitió para símisma—. Bebés muertos, bebésmuertos, bebés muertos».

Nunca había querido ser espía nitener un trabajo clandestino, pero enaquel autobús reparó en queemocionalmente tampoco cumplía losrequisitos. Por lo visto, tenía demasiadacompasión infundada circulando por sus

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venas, lo que resultaba más que irónico.Por cosas como aquella nunca había quehablar con un sujeto antes de empezar ahablar de verdad con él.

—Muy bien, Daniel, nos bajamos.¿Puedes levantarte?

—Ajá. Ah, espera, ya te lo llevo yo.Alzó una mano con debilidad hacia el

maletín de Alex.—No me pesa —respondió, aunque

en realidad notaba cómo lecosquilleaban los dedos en torno al asa—. Tú tienes que concentrarte enmantener el equilibrio.

—Estoy cansadísimo.—Lo sé, pero tengo el coche aquí al

lado. Es el plateado.

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—Hay muchos plateados.«Justo esa es la idea».—Está aquí mismo. Vale, mejor que te

tumbes detrás. Y quítate la chaqueta, queno quiero que estés demasiado caliente.Los zapatos fuera también, eso es. —Menos de lo que ocuparse después—.Dobla las rodillas para que entren laspiernas. Perfecto.

Daniel dejó la cabeza apoyada en lamochila, que seguro que era bastanteincómoda, pero a esas alturas le trajosin cuidado.

—Eres un encanto, Alex —murmuró,ya con los ojos cerrados—. Eres lamujer más encantadora que he conocidonunca.

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—Tú también eres un encanto, Daniel—reconoció ella.

—Gracias —farfulló él en respuesta,y se quedó dormido.

Alex se apresuró a sacar del maleterola manta color beis, del mismo tono quelos asientos, y a echársela por encima.Sacó una jeringuilla del bolso e insertóla aguja en una vena del tobillo deDaniel, encorvada para que su cuerpoimpidiera ver desde fuera lo que estabahaciendo. El efecto del «Sigue al líder»se pasaría en una hora más o menos, ynecesitaba que Daniel durmiera mástiempo.

«No es un agente», concluyó. Tal vezun agente le hubiera seguido el juego

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con la droga del secuestro, pero jamásse habría dejado noquear de aquellamanera. Solo era un asesino en masa asueldo, entonces. El laboratorio temporal que habíainstalado se hallaba en la parte másagrícola de Virginia Occidental. Alexhabía alquilado una bonita y pequeñagranja con una lechería que llevabamucho tiempo sin ver vacas. El exteriordel establo tenía un revestimiento detablas blancas a juego con la casa, y pordentro las paredes y el techo estabanrecubiertos de aluminio. El suelo era dehormigón sellado y tenía desagües a

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intervalos adecuados. Al fondo había unpequeño dormitorio que habíananunciado como espacio adicional paraalojar a las visitas, «deliciosamenterústico». Alex estaba convencida de quea ojos de muchos viajeros ingenuos larusticidad sería encantadora, pero paraella lo único importante era que el aguay la electricidad estuvieran dadas dealta y funcionando. La granja y lalechería se alzaban en el centro de cienhectáreas de manzanar, que a su vezestaba rodeado por más tierras delabranza. El vecino más próximo sehallaba a más de kilómetro y medio dedistancia. Los propietarios del manzanarse sacaban un extra fuera de temporada

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alquilando el espacio a urbanitas conganas de fingir que podían prescindir desus comodidades.

Era muy caro. Alex torcía el gestocada vez que pensaba en el precio, perono podía evitarse. Necesitaba un localaislado que dispusiera de un espacioutilizable.

Llevaba varias noches trabajandopara prepararlo todo. De día sededicaba a seguir a Daniel desde unabuena distancia y luego dormía laspocas horas que podía en el cochemientras él estaba en el instituto. Enesos momentos estaba agotada del todo,pero aún le quedaba mucho por hacerantes de poder acostarse.

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La primera parada fue una salidasecundaria de la autovía a más de unahora de distancia de la ciudad. Unestrecho camino de tierra que parecíallevar una década en desuso la internóentre los árboles. Debía de conducir aalguna parte, pero no recorrió lasuficiente distancia como para averiguardónde. Paró el motor en una sombraespesa y se puso a trabajar.

Si Daniel era empleado deldepartamento o, lo que era un poco másprobable, de alguna de lasorganizaciones que mantenían con él unacolaboración estrecha, como la CIA,varias divisiones militares o alguna otraentidad encubierta que, al igual que el

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departamento, carecía de nombreoficial, llevaría un rastreadorelectrónico. Igual que ella lo habíallevado. Distraída, se frotó con un dedola cicatriz de la nuca, tapada por su pelocorto. Les gustaba marcar la cabeza. Sisolo podía recuperarse una parte delcuerpo, la cabeza era la mejor de todaspara identificar el cadáver.

Abrió la puerta de atrás por el ladodel copiloto y se arrodilló en el terrenohúmedo junto a la cabeza de Daniel.Empezó por el lugar donde los habíanmarcado tanto a ella como a Barnaby,primero apenas rozando su piel con losdedos y luego apretando más. Nada.Había visto a algunos sujetos

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extranjeros con los rastreadores reciénextraídos de detrás de las orejas, así quefue el siguiente lugar donde buscó.Luego le pasó los dedos por el pelo,palpando el cuero cabelludo en busca debultos o durezas que no deberían estar.Sus rizos, muy suaves, tenían un oloragradable y cítrico. No era que leimportase demasiado el pelo de Daniel,pero se alegraba de no tener que meterlas manos en un revoltijo grasiento ypestilente, al menos.

Tocaba afrontar la parte dura deltrabajo. Si era De la Fuentes quien teníacontrolado a ese hombre, el rastreadorsería externo casi a ciencia cierta. Loprimero que hizo fue tirar los zapatos al

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bosque que cruzaba el camino, ya queparecían los mejores sospechosos entretoda la ropa: muchos hombres se poníanel mismo par todos los días. Luego lequitó la camisa, agradeciendo que lallevara de botones, aunque, de todosmodos, le costara sacarla de debajo delpeso de su cuerpo. No se molestó enintentar quitarle la camiseta por encimade la cabeza, sino que sacó una hoja debisturí del bolsillo, le quitó la cinta ycortó el tejido en tres fragmentos fácilesde retirar. Exploró el pecho de Daniel,pero no halló ninguna cicatriz ni bultosospechoso. Tenía la piel del torso másclara que la de los brazos, un moreno dealbañil que sin duda era resultado de

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construir casas en México en camiseta.O de adquirir remesas de supervirus enEgipto, que también era un sitio muysoleado.

Tenía lo que ella llamaba músculos dedeportista, no de gimnasio. No estabanmuy marcados, pero sí mostraban latersura y el buen alineamiento querevelaban que era una persona activa sinllegar a la obsesión.

Ponerlo bocabajo fue difícil y Danielcayó al hueco para los pies, en cuñasobre el saliente del suelo entre losasientos. Tenía dos leves cicatrices en elomóplato izquierdo, paralelas y de lamisma longitud. Alex las exploró conatención e hizo presión en la piel por

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todo su alrededor, pero no encontró nadaaparte del tejido fibroso e hipertróficoque cabía esperar.

No le costó mucho darse cuenta deque debería haberle sacado los vaquerosantes de darle la vuelta. Tuvo quesubirse a su cuerpo mal colocado ypasar los dos brazos en torno a su torsopara poder desabotonarlos. Agradecidade que no llevara pantalones ajustados,salió por la otra puerta de atrás y se losquitó tirando de las perneras. No sesorprendió al ver que llevaba bóxers, noslips. Cuadraba con su estilo. Le quitólos calzoncillos, luego los calcetines ypor último reunió toda su ropa, se alejóunos metros del camino y la ocultó

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detrás de un tronco caído. Hizo otroviaje para dejar la mochila. El portátilsería un escondrijo muy efectivo paracualquier dispositivo electrónico quealguien quisiera que llevara sin saberlo.

No era la primera vez que tenía quedesnudar a un sujeto por sí misma. En ellaboratorio había dispuesto de personalque los preparaba para ella —Barnabylos llamaba los subalternos—, pero nosiempre había trabajado en ellaboratorio y, durante su primer viaje aHerāt, Afganistán, había aprendido aapreciar el trabajo de los subalternos.Desnudar a un hombre que llevabameses sin ducharse no era tareaagradable, sobre todo si ella misma no

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iba a disponer después de una ducha.Por lo menos, Daniel estaba limpio. Laúnica que iba a estar sudorosa ese díaera ella.

Encontró el destornillador quellevaba en el maletero y cambió lamatrícula de Washington por otra quehabía sacado de un coche parecido en undesguace de Virginia Occidental.

Sobre todo por no dejarse nada, hizoun examen somero de la parte posteriorde las piernas de Daniel, las plantas delos pies y las manos. Nunca había vistorastreadores en las extremidades,suponía que porque a veces lasextremidades se amputaban como unaforma de dejar las cosas claras. No

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encontró ninguna cicatriz. Tampocoestaban los callos que habrían sugeridoun entrenamiento en armas de fuego o suuso frecuente. Daniel tenía las manossuaves de un profesor, con solo algunasdurezas resultado de las ampollas de untrabajo físico inexperto.

Intentó volver a subirlo al asiento,pero al poco cayó en la cuenta de que elesfuerzo era en balde. Aquella no erauna postura cómoda para dormir, peroDaniel no iba a despertar de todosmodos. Después le dolería, aunque erauna ridiculez pensar en ello siquiera.

Mientras volvía a colocar la manta yarropaba con ella su cuerpo lo mejorque pudo, empezó a formarse una

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historia sobre él a partir de losdocumentos que había leído y laspruebas que tenía delante.

Creía que Daniel Beach era a grandesrasgos el hombre que estaba viendo, eltipo agradable y decente. Su atractivopara la exesposa avariciosa eracomprensible. Probablemente era fácilenamorarse de él. Al cabo de ciertotiempo, el suficiente para que la ex dierael amor por sentado, habría podidopasar a centrarse en todo lo que notenía: el apartamento caro, el anillo conun buen pedrusco, los coches. Seguroque ahora añoraba esta faceta amable deDaniel, ya se sabe, el césped siempreparece más verde en el jardín del

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vecino.Pero en él también había una

oscuridad, muy enterrada, quizá fruto deldolor y la injusticia de perder a suspadres, agravada por la traición de suesposa y por último avivada por elfallecimiento de su último pariente. Esaoscuridad no afloraría a las primeras decambio. Estaría compartimentada,excluida de su vida tranquila,almacenada en los espacios tenebrososdonde cupiera. No era de extrañar quepudiese hablar de México con tantadespreocupación. Para él habría dosversiones de México, el lugar feliz queadoraba el profesor y el peligroso dondemedraba el monstruo. Era muy posible

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que en su cerebro no fueran el mismositio ni por asomo.

Esperaba que Daniel no fuese unauténtico psicótico, sino solo un hombrederrumbado que no quería renunciar aser la persona que se consideraba peronecesitaba la liberación que leproporcionaba su oscuridad.

Esa evaluación la satisfizo y tambiénle cambió un poco los planes. Su trabajotenía mucho de actuación teatral. Paraalgunos sujetos, lo que mejor funcionabaera la personalidad clínica y sinemociones: bata blanca, mascarilla decirujana y brillante acero inoxidable.Para otros, era la amenaza de una sádicaenloquecida, aunque a Barnaby siempre

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se le había dado mejor interpretar esepapel porque tenía la cara apropiada, ysobre todo el pelo canoso revuelto y depunta, como si acabaran deelectrocutarlo. Cada situación tenía suspropios matices; algunos sujetos temíanla oscuridad y otros la luz. Alex habíaoptado por el enfoque clínico, que eracon el que más cómoda se sentía, perodecidió que Daniel necesitaría estarrodeado de oscuridad para permitir queaflorara esa parte de él. Con quiennecesitaba hablar era con el Danieloscuro.

Antes de llegar a su destino, dio unascuantas vueltas evasivas. Si alguienhabía estado rastreando la ropa o las

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posesiones de Daniel, no quería que lasiguiera más allá de ese punto delcamino.

Volvió a considerar las posibilidadespor millonésima vez. Columna uno, todoaquello era una trampa muy elaborada.Columna dos, la amenaza era auténtica yhabía un millón de vidas en peligro. Porno mencionar la suya propia.

Durante el largo recorrido, por fin labalanza se decantó hacia un lado. Lo quellevaba en el coche no era un agente delgobierno, de eso estaba convencida. Y siera un ciudadano inocente, elegido alazar para hacerla salir de su escondrijo,ya habían dejado pasar las mejoresoportunidades de capturarla. No había

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habido ningún ataque, ningún intento deseguirla… que ella supiera.

Pensó en el montón de informaciónque incriminaba a Daniel Beach y nopudo evitarlo. Ahora lo creía. Así quemás le valía ponerse a trabajar parasalvar vidas.

Se desvió por el camino que daba a lagranja alrededor de las once, exhausta yhambrienta pero segura al noventa ycinco por ciento de que no había dejadorastros que pudieran llevar aldepartamento o a De la Fuentes hasta supuerta. Echó un vistazo rápido a la casapara comprobar si alguien había entrado(y muerto, resultado inevitable de abrirla puerta) y luego, tras desarmar sus

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medidas de seguridad, metió el coche enel establo. Tan pronto como hubocerrado el portón y reactivado la«alarma», empezó a preparar a Daniel.

Todas sus demás tareas estabancumplidas. Había compradotemporizadores en una tienda deFiladelfia y los había conectado alámparas en varias habitaciones de lagranja para que el lugar parecieraocupado, como habría hecho alguien quese fuese de vacaciones unas semanas.Uno de los temporizadores controlabauna radio para que también hubieraruido. La casa era un buen cebo. Lainmensa mayoría de los posiblesatacantes la comprobaría antes de pasar

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al oscuro establo.Y el establo permanecería oscuro.

Había levantado una especie de tiendaen el centro del espacio despejado paratapar la luz y amortiguar el sonido, y almismo tiempo impedir a Daniel conocerningún detalle de su entorno. Laestructura rectangular tenía dos metrosdiez de alto, tres de ancho y cuatro ymedio de largo. Estaba hecha detuberías de PVC, lona negra y cuerdaelástica, y recubierta con dos capas deespuma acústica fijadas con cinta deembalar. Era una construcción tosca, sí,pero más funcional que alguna cueva enla que había tenido que trabajar.

En el centro de la carpa había una

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descomunal plancha metálica con patasplegables cuya altura podía ajustarse.Era una especie de mesa de operacionesveterinaria que había estado expuesta enla lechería, sin duda como prueba deautenticidad. Era más grande de lo quenecesitaba, porque el veterinario habíatratado a vacas, no a gatitos, pero seguíasuponiendo todo un hallazgo. Era uno delos objetos que la habían animado aalquilar aquella trampa para turistas porun precio desorbitado. Había otra mesade superficie metálica que estaba usandocomo escritorio para su ordenador, losmonitores y una bandeja llena de objetosque, con un poco de suerte, serían soloescenografía. El portasuero estaba al

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lado de la cabecera de la mesa, con unabolsa de solución salina ya preparada.Junto a él, bien a la vista, había unabandeja de acero inoxidable conjeringuillas de aspecto amenazadorsobre un carrito de metal con ruedas quehabía traído desde la cocina. En larejilla de debajo de la bandejareposaban una máscara antigás y unesfigmomanómetro.

Y, por supuesto, estaban lassujeciones para enfermería de cárcelque había comprado en eBay, fijadas ala plancha de acero por agujeros quehabía taladrado con gran esfuerzo. Eraimposible que alguien escapara de esassujeciones sin ayuda exterior. Y al

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posible ayudante bien podría hacerlefalta un soplete.

En la carpa había dejado dos salidas,que eran simples aberturas verticales enla lona, como las separaciones de unacortina. Fuera de la tienda tenía un catre,su saco de dormir, un hornillo, unanevera pequeña y todo lo demás que ibaa necesitar. Había un sencillo cuarto debaño adyacente al dormitorio, peroestaba demasiado lejos para dormir enél y, de todos modos, no tenía bañera,solo ducha. Durante ese fin de semana,no le quedaría más remedio querenunciar a su montaje habitual.

Usó un arnés de mudanzas para sacardel coche el cuerpo inerte de Daniel y

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cargarlo en una carretilla de carga paraneveras. Al hacerlo le dio unos cuantosgolpes en la cabeza, pero quiso creerque no lo bastante fuertes paraprovocarle una conmoción. Lo llevóhasta la mesa, que ajustó a su alturamínima, y lo tendió en ella. Danielseguía sumido en la inconsciencia. Locolocó bocarriba, con los brazos y laspiernas extendidos a unos cuarenta ycinco grados del cuerpo, y luego elevóla mesa. Una tras otra, cerró lassujeciones. Daniel no iba a cambiar depostura en bastante tiempo. Lo siguientefue la vía intravenosa. Por suerte, estababastante bien hidratado, o quizá solofuera que tenía muy buenas venas. Le

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insertó el catéter sin ningún problema ypuso en marcha el goteo. Añadió unabolsa de nutrición parenteral junto a lade suero fisiológico. Sería todo elalimento que iba a recibir Daniel en lospróximos tres días, si tardaba tanto enhablar. Pasaría hambre, pero tendría lamente despejada cuando a ella leconviniera. Le puso el pulsioxímetro enun dedo del pie, porque podríaarrancárselo de los de la mano, y loselectrodos en la espalda, uno bajo cadapulmón, para controlarle la respiración.Una pasada rápida del termómetroeléctrico por la frente le confirmó que sutemperatura era normal.

Con la sonda vesical tenía menos

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práctica, pero era un proceso bastantesencillo y Daniel no estaba en situaciónde quejarse si Alex hacía algo mal. Yatendría que limpiar bastante sin tenerque ocuparse además de la orina.

Con eso en mente, colocó lasalfombritas absorbentes para cachorros,cuadradas y con bordes de plástico, portodo el suelo alrededor de la mesa deoperaciones. Sin duda habría vómito sitenían que ir más allá de la primera fase.Que hubiera sangre o no dependería decómo respondiera Daniel a sus métodoshabituales. Por lo menos, allí tenía unbuen sistema de fontanería.

Empezaba a hacer frío en la lechería,así que tapó a Daniel con la manta.

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Necesitaba que siguiera inconscientemás tiempo, por lo que no convenía quesu piel desnuda se enfriara. Tras vacilarun instante, llevó una almohada desde lalitera del dormitorio y se la puso bajo lacabeza. «Es solo porque no quiero quedespierte —se aseguró a sí misma—.No porque parezca que está incómodo».

Insertó una pequeña jeringuilla en elpunto de inyección de la vía y leadministró otra dosis de somnífero.Debería bastar para al menos otrascuatro horas.

El rostro inconsciente de Daniel laperturbaba. Era demasiado… pacífico,de algún modo. No recordaba habervisto en la vida unos rasgos que

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transmitieran tanta inocencia intrínseca.Costaba imaginar que esa clase de paz eingenuidad pudiera incluso existir en elmismo mundo que ella. Por un momento,volvió a preocuparse por si estabatratando con una afección mental quenunca había visto antes, pero si De laFuentes había buscado a alguien quedespertara una confianza instintiva enlos demás, aquel era justo la clase derostro que le habría interesado. Podríaexplicar por qué el señor de la drogahabía escogido al profesor de institutodesde un principio.

Le puso la máscara antigás en lacabeza y enroscó un filtro en ella. Si susmedidas de seguridad mataban a Daniel,

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no podría obtener la información quenecesitaba.

Hizo una última patrulla por todo elperímetro. Desde las ventanas comprobóque la casa tenía encendidas las lucesque había programado. En la calmaabsoluta de la noche, le pareció oír lostenues compases de una emisora demúsica pop.

Cuando se hubo cerciorado de quetodos los puntos de acceso estabanasegurados, se comió una barrita deproteínas, se cepilló los dientes en elpequeño cuarto de baño, puso eldespertador a las tres de la madrugada,tocó su pistola bajo el catre, acunó sufiltro contra el pecho y se hundió entre

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los pliegues del saco de dormir. Sucuerpo ya estaba amodorrado y elcerebro lo seguía de cerca. Apenas tuvotiempo de ponerse su propia máscaraantigás antes de caer inconsciente deltodo.

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A las tres y media de la madrugada yaestaba levantada, vestida y desayunada,todavía exhausta pero lista paraempezar. Daniel seguía dormido, ajeno atodo y en paz. Cuando despertara sesentiría descansado pero desorientado.No tendría la menor idea de qué hora

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era, quizá ni siquiera de qué día era. Lainquietud era una herramienta importanteen el trabajo de Alex.

Le quitó la almohada y la manta,consciente del pesar que le provocabahacerlo. Pero era importante, porque pormucho entrenamiento que tuvieracualquier sujeto, siempre losincomodaba mucho estar desnudos eindefensos ante el enemigo. Ese pesariba a ser el último sentimiento que sepermitiera en los próximos días. Aislótodos los demás. Habían pasado más detres años, pero notó cómo se cerrabancompartimentos en su interior. Su cuerporecordaba cómo tenía que actuar. Sabíaque contaba con la fortaleza necesaria.

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Aún tenía el pelo húmedo del tinterápido que se había dado, y notaba elgrosor del maquillaje en la cara, aunqueen realidad se había puesto muy poco.No sabía hacerse nada complicado, asíque únicamente se había aplicadosombra de ojos, bastante rímel y unpintalabios rojo oscuro. Su idea inicialno había sido cambiar de color de pelotan pronto, pero el cabello negro y elcamuflaje del rostro formaban parte desu nueva estrategia. La chaqueta blancade laboratorio y el uniforme de hospitalque había traído seguían cuidadosamentedoblados en su bolsa. En su lugar, sehabía vuelto a poner la camiseta negraajustada con unos vaqueros también

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negros. Menos mal que en la granjahabía lavadora y secadora, porque esacamiseta iba a necesitar un lavado bienpronto. Bueno, en realidad le hacía faltadesde el día anterior.

Era raro lo mucho que una pizca depolvo pigmentado y otra pizca degomina podían alterar la percepción deun observador. Se miró al espejo delcuarto de baño y quedó satisfecha con lodura y fría que parecía su cara. Secepilló el pelo muy pegado hacia atrás yluego cruzó el establo hacia su sala deinterrogatorio.

Había montado focos que pendían dela estructura de PVC del techo, pero demomento los dejó apagados y encendió

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solo las dos luces de trabajo portátilesque quedaban a la altura de la cintura.La cinta de embalar negra y las planchasde espuma acústica grises parecían delmismo color en las sombras. Latemperatura había caído a medida queavanzaba la noche. El sujeto tenía la pielde los brazos y la tripa de gallina.Volvió a pasarle el termómetro por lafrente. Seguía dentro de límitesnormales.

Por último, encendió el ordenador yestableció los protocolos. Al cabo deveinte minutos de inactividad, saltaría elsalvapantallas. Al otro lado del portátilhabía una cajita negra con un tecladonumérico encima y una diminuta luz roja

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a un lado, pero Alex no le hizo caso yempezó a trabajar.

Un sentimiento intentó aflorar a lasuperficie mientras inyectaba en la víaintravenosa el compuesto químico quedespertaría al sujeto, pero lo ahogó confacilidad. Daniel Beach tenía dosfacetas y ella también. Había pasado aser su otro yo, el que en el departamentollamaban la Química, y la Química erauna máquina. Despiadada e implacable.Su monstruo interior andaba suelto.

Con un poco de suerte, el de élquerría salir a jugar.

La nueva droga goteó hacia el interiorde sus venas y su respiración se hizomenos regular. Una mano de dedos

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largos se hizo puño y tiró de su atadura.Aunque Daniel seguía casi inconsciente,asomaron arrugas a su entrecejomientras intentaba ponerse de lado.Dobló las rodillas, sus tobillos tiraronde las sujeciones y de pronto abrió losojos de par en par.

Alex se quedó en silencio junto a lacabecera de la mesa y vio cómo Danielentraba en pánico. Se le aceleraron larespiración y el ritmo cardíaco mientrassu cuerpo se retorcía contra lassujecciones. Escrutó la oscuridad conojos enloquecidos, intentandocomprender dónde estaba, hallar algoque le resultara familiar. De pronto sedetuvo, tenso y a la escucha.

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—¿Hola? —susurró.Ella se quedó quieta, esperando al

momento adecuado.En los siguientes diez minutos, Daniel

alternó entre dar tirones salvajesintentando liberarse y escuchar porencima de sus estridentes jadeos.

—¡Socorro! —gritó al final—. ¿Hayalguien?

—Hola, Daniel —respondió ella envoz baja.

Daniel echó la cabeza hacia atrás degolpe, estirando el cuello para buscar dedónde procedía la voz. Alex reparó enque no era el instinto de un soldadoprofesional exponer la garganta de esemodo.

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—¿Quién hay? ¿Quién eres?—En realidad no importa quién soy,

Daniel.—¿Dónde estoy?—Tampoco es relevante.—¿Qué quieres? —preguntó, casi

gritando.—Eso es, lo has pillado. Esa es la

pregunta importante.Rodeó la mesa para que Daniel

pudiera fijar en ella la mirada, aunqueseguía iluminada desde atrás y apenasvería más que sombras en su rostro.

—No tengo nada —protestó él—. Nidinero ni drogas. No puedo ayudarte.

—No quiero nada material, Daniel.Quiero…, no, necesito información. Y la

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única forma que tienes de salir de aquíes proporcionándomela.

—Yo no sé nada…, ¡nada importante!Por favor…

—Ya basta —le interrumpió en vozalta, y él dio un respingo—. ¿Me estásescuchando, Daniel? Esta parte escrucial de verdad.

Él asintió, parpadeando muy deprisa.—Tengo que obtener esta

información. No hay alternativa. Y si esnecesario, Daniel, te haré daño hastaque me digas lo que necesito saber. Teharé mucho daño. No es quenecesariamente quiera hacerlo, perotampoco me molesta. Te lo digo paraque puedas tomar una decisión ahora

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mismo, antes de que empiece. Dime loque quiero saber y te soltaré, así desencillo. Prometo que en ese caso no teharé daño. A mí me ahorrará tiempo y ati mucho sufrimiento. Sé que no quieresdecirme nada, pero debes comprenderque vas a decírmelo de todos modos.Costará más o menos, pero al final noserás capaz de contenerte. Todo elmundo se derrumba. Así que elige ahorala opción fácil. Lo lamentarás si no lohaces. ¿Entendido?

Había dado el mismo discurso amuchísimos sujetos a lo largo de sucarrera, y solía ser bastante efectivo. Entorno a un cuarenta por ciento de lasveces, ese era el punto en que

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empezaban a confesar. Lo normal no eraque lo confesaran todo, por supuesto, ysiempre quedaba trabajo exploratoriopor delante, pero había una probabilidaddecente de que el sujeto ofreciera ya suprimera admisión de culpabilidad yalguna información parcial. Elporcentaje variaba en función de a quiénfuese dirigido el discurso. Más o menosla mitad de las veces, en el caso de losmilitares, revelaban su primerainformación antes de que les provocaraningún dolor. Pero solo entre el cinco yel diez por ciento de los espías deverdad cantaban sin algún sufrimientofísico. Los fanáticos religiosos teníanlas mismas cifras. Con los trepas

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lamebotas de bajo nivel, el discursofuncionaba el cien por cien de las veces.La persona al mando jamás habíaconfesado ni el menor detalle sin mediardolor.

De verdad deseaba que Daniel fuesesolo un lamebotas con pretensiones.

Él no había dejado de mirarlamientras hablaba, con la cara petrificadade terror. Pero luego, mientrasterminaba, la confusión le hizoentrecerrar los ojos y juntar las cejas.No era la expresión que ella esperaba.

—¿Me has entendido, Daniel?Con voz perpleja, el sujeto respondió:—¿Alex? Alex, ¿eres tú?Justo por eso no había que establecer

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contacto previo con los objetivos. Leiba a tocar salirse del guion.

—Evidentemente, ese no es minombre real, Daniel. Ya lo sabes.

—¿Cómo?—No me llamo Alex.—Pero… eres doctora. Me ayudaste.—No soy esa clase de doctora,

Daniel. Y no te ayudé. Te drogué y tesecuestré.

La cara de Daniel mostró unaexpresión seria.

—Fuiste amable conmigo.Alex tuvo que reprimir un suspiro.—Hice lo necesario para traerte aquí.

Ahora necesito que te centres, Daniel.Necesito que respondas a mi pregunta.

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¿Vas a decirme lo que quiero saber?La duda volvió a asomar al rostro de

Daniel. La reticencia a creer que deverdad fuera a hacerle daño, que deverdad estuviera ocurriendo todoaquello.

—Te diré todo lo que quieras saber.Pero ya te he dicho que no sé nadaimportante. No tengo ningún número decuenta, ni…, yo qué sé, ni mapas deltesoro o lo que sea. Desde luego, nadaque justifique todo esto.

Intentó gesticular con la mano atada.Al notar el tirón y mirar, pareció darsecuenta por primera vez de que estabadesnudo. Se sonrojó a lo grande —cara,cuello y una línea que le bajaba por el

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centro del pecho— y volvió a tirar desus ataduras por acto reflejo, paraintentar taparse. Su respiración y suritmo cardíaco empezaron a acelerarsede nuevo.

Desnudez. Desde los agentes deoperaciones encubiertas hasta el últimorecadero de los terroristas, todos laodiaban.

—No quiero ningún mapa del tesoro.No hago esto para obtener ningúnbeneficio personal, Daniel. Lo hago paraproteger vidas inocentes. Hablemos deeso.

—No lo comprendo. ¿Cómo puedoayudarte en eso? ¿Y por qué no querríahacerlo?

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A Alex no le hacía ninguna graciacómo estaba yendo el interrogatorio. Losque se empeñaban en proclamar suignorancia y su inocencia solían costarmás tiempo que los que reconocían laculpa pero estaban decididos a notraicionar a su gobierno, su yihad o suscamaradas.

Alex fue hasta la mesa y cogió laprimera foto. Era una de las imágenesmuy claras que los equipos de vigilanciahabían tomado a De la Fuentes, unprimer plano.

—Empecemos por este hombre —dijo, sosteniendo la foto frente a los ojosde Daniel y usando una luz de trabajocomo foco.

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Inexpresividad total, sin la menorreacción. Mala señal.

—¿Quién es ese?En esa ocasión, Alex permitió que su

suspiro fuera audible.—Estás tomando la decisión

equivocada, Daniel. Por favor, piensa enlo que haces.

—¡Pero es que no sé quién es!Alex lo miró con resignación.—Estoy siendo sincero del todo,

Alex. No conozco a ese hombre.Ella volvió a suspirar.—Entonces supongo que tendremos

que empezar.Reapareció la incredulidad. Alex

nunca se había enfrentado a ella durante

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un interrogatorio. Todos los demás quehabían pasado por su mesa sabían paraqué estaban allí. Había visto terror ysúplicas y, en ocasiones, un desafíoestoico, pero nunca ese extraño,confiado, casi retador «No vas ahacerme daño».

—Eh… Oye, ¿esto es alguna especiede fantasía fetichista? —preguntó en vozbaja Daniel, que de alguna manerasonaba avergonzado a pesar de loestrafalario de sus circunstancias—. Noconozco muy bien las reglas que tienenesas cosas…

Alex se volvió para ocultar unasonrisa inoportuna. «Contrólate», seordenó a sí misma. Procurando que el

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movimiento fuese fluido, como si tuvieradecidido de antes alejarse en ese mismoinstante, fue hacia su mesa. Tecleó unaclave en su ordenador para mantenerlodespierto. Después cogió la bandeja deatrezo. Pesaba mucho, y algunosinstrumentos tintinearon entre ellos almoverla. Llevó la bandeja al lado deDaniel, apoyó un extremo junto a lasjeringuillas y giró la luz para que losutensilios metálicos brillaran.

—Lamento que encuentres todo estoconfuso —dijo con un tono neutro—.Pero voy muy en serio, te lo aseguro.Quiero que mires mis herramientas.

Lo hizo, y puso los ojos como platos.Alex vigiló sus rasgos por si captaba

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algún asomo del otro lado, del Danieloscuro, pero no había nada. De algúnmodo, sus ojos seguían siendo dulcesincluso en el más absoluto terror. Lafrase del Norman Bates de Hitchcock lepasó por la mente: «Tengo cara de nomentir, ¿verdad?».

Alex se estremeció, pero Daniel no sedio cuenta porque tenía la mirada fija enlas herramientas.

—No tengo que usarlas muy a menudo—prosiguió ella, rozando un instante laspinzas y luego pasando el dedo por elbisturí extralargo—. A mí me llamancuando prefieren que el sujeto terminemás o menos… intacto. —Subrayó lasílaba tónica de la palabra rozando la

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cizalla—. Pero, en todo caso, no mehace falta nada de esto. —Dio con lauña contra la bombona del soplete,produciendo un agudo tañido—. ¿Teimaginas por qué?

Daniel guardó silencio, horrorizado.Ya lo empezaba a comprender. Sí,aquello iba en serio.

Solo que el Daniel oscuro tenía quesaberlo de antemano, así que ¿por quéno se manifestaba? ¿Creía que podíaengañarla? ¿O que su encanto en el trenhabía bastado para derretir su débilcorazón femenino?

—Ya te lo digo yo —continuó en unavoz tan baja que casi era un susurro. Seinclinó hacia él con gesto conspirador y

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compuso una media sonrisa dulce yapesadumbrada que no se extendió a susojos—. Porque lo que hago duele…mucho…, pero que mucho… más.

Parecía que los ojos de Daniel se leiban a salir de las órbitas. Por lo menos,esa sí que era una reacción habitual.

Se llevó la bandeja para que lamirada de Daniel pudiera posarse en lalarga hilera de jeringuillas que seguíanallí, titilando bajo la luz.

—La primera vez durará solo diezminutos —le dijo, aún sin mirarlomientras volvía a dejar las herramientasen el escritorio. Dio media vuelta—.Pero te parecerá mucho más tiempo. Vaa ser solo un aperitivo, que podrías

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tomarte como un disparo de aviso.Cuando termine, probaremos a hablarotra vez.

Levantó la jeringa más alejada de labandeja, apretó el émbolo hasta dejarsuspendida una gota en la parte superiorde la aguja y luego la sacudióexagerando el gesto, como lasenfermeras de las películas.

—Por favor —susurró él—. Porfavor, no sé de qué va todo esto. Nopuedo ayudarte. Juro que lo haría sipudiera.

—Lo harás —le prometió Alex, yclavó la aguja en su tríceps braquializquierdo.

La reacción fue casi instantánea.

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Sufrió un espasmo en el brazo y tiró dela atadura. Mientras Daniel mirabaaterrorizado los espasmos de susmúsculos, ella cogió otra jeringuilla sinhacer ruido y pasó a su lado derecho. Élla vio acercarse.

—¡Alex, por favor! —vociferó.Sin hacer caso a sus palabras ni a sus

vanos intentos de evasión, como situviera la fuerza suficiente para librarsede las ataduras, Alex le inyectó lasegunda dosis de ácido láctico en elcuádriceps derecho. Su rodilla seextendió del todo y los músculos leapartaron el pie de la mesa. Ahogó ungrito y gimió.

Alex se movió con aplomo, sin prisa

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pero también sin pausa. Otra jeringuilla.Daniel ya tenía el brazo izquierdodemasiado incapacitado para intentarresistirse. Esa tercera vez, le inyectó elácido en el bíceps braquial izquierdo.Al instante, el tríceps opuesto empezó atensarse en contra del bíceps, batallandopor dominar la contracción.

Salió aire por su boca como si lehubieran dado un puñetazo en elestómago, pero Alex sabía que el dolorera mucho, mucho peor que el decualquier golpe.

Una inyección más, en el bícepsfemoral derecho de Daniel. La mismacontienda devastadora que tenía lugar enel brazo arrancó en su pierna. Y con

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ella, llegaron los gritos.Alex se situó junto a su cabeza y

observó sin emoción alguna cómo lostendones del cuello se tensaban hastaconvertirse en cuerdas blancas. Cuandoabrió la boca para volver a chillar, Alexle metió una mordaza. Si se arrancaba lalengua de un mordisco, no podríarevelarle nada.

Caminó despacio hasta la silla de suescritorio mientras la doble capa deespuma absorbía los gritosamortiguados, se sentó y cruzó laspiernas. Miró los monitores. Todoelevado pero nada en zonas de peligro.Un cuerpo sano podía soportar muchomás dolor del que la gente creía antes de

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que los órganos importantes empezarana pasar apuros serios. Deslizó el dedopor la placa táctil para manteneriluminada la pantalla. Luego se sacó elreloj de pulsera del bolsillo y lo dejóapoyado en su rodilla. Era un gestoteatral más que otra cosa, porque podríahaber mirado el reloj del ordenador o delos monitores.

Se volvió hacia él y esperó, con elrostro sereno y el reloj de platabrillando contra el fondo de su ropanegra. Los sujetos solían encontrardesconcertante que pudiera observar suobra con tanta frialdad. De modo que selo quedó mirando con una expresióneducada en los rasgos, como un

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miembro del público de una obra deteatro mediocre, mientras el cuerpo deDaniel se retorcía y deformaba en lamesa y sus gritos topaban contra lamordaza. A veces sus ojos se posabanen ella, suplicantes y agónicos, y otrasveces rotaban dementes por toda laestancia.

Diez minutos podían ser muchotiempo. Sus músculos empezaron a pasarpor espasmos independientes de losdemás, algunos bloqueándose y otros enapariencia ansiosos por separarse delhueso. Le cayó sudor de la cara que fueoscureciéndole el pelo. La piel de lospómulos parecía a punto de partirse. Losgritos se volvieron más graves, más

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ásperos, más parecidos a los de unanimal que a los de una persona.

Seis minutos más.Y eso que no eran ni siquiera las

drogas buenas.Cualquiera lo bastante enfermo como

para desearlo podía duplicar el dolorque estaba infligiendo a Daniel en aquelmomento. El ácido que empleaba no erauna sustancia restringida y podíacomprarse en internet con relativafacilidad, aun estando perseguida porlas oscuras entrañas del gobiernoestadounidense. En sus mejoresmomentos como interrogadora, cuandotenía su bonito laboratorio y su bonitopresupuesto, su secuenciador y su

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termociclador, había podido crear unospreparados auténticamente únicos yultraespecíficos.

En realidad, la Química no era enabsoluto el nombre en código adecuadopara ella. Pero claro, la BiólogaMolecular quedaba mucho menosresultón. El experto en química habíasido Barnaby, y lo que le habíaenseñado a Alex la había mantenidoviva después de perder su laboratorio,hasta que al final se había transformadoen su nombre en clave. Pero alprincipio, lo que había llamado laatención del departamento sobre ellahabía sido su investigación teórica sobrelos anticuerpos monoclonales. Lástima

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que no pudiera arriesgarse a llevar aDaniel al laboratorio, porque habríaobtenido resultados en mucho menostiempo.

Y había estado muy, muy cerca depoder eliminar el dolor de la ecuación.Ese había sido su Santo Grial, aunquenadie más parecía ansioso poralcanzarlo. Estaba segura de que, sihubiera dedicado los últimos tres años atrabajar en el laboratorio en lugar dehuir para salvar la vida, a esas alturasya habría creado la llave que podríaabrir cualquier cosa que se necesitara dela mente humana. Sin torturas, sinhorrores. Solo respuestas rápidas,ofrecidas con gusto, y luego un paseo

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igual de placentero hasta una celda o elmuro de ejecución.

Tendrían que haberla dejado trabajar.Aún quedaban cuatro minutos.Barnaby y ella habían comentado sus

distintas estrategias para afrontaraquellos períodos del interrogatorio.Barnaby se contaba historias a sí mismo.Rememoraba los cuentos de su infanciae inventaba versiones modernas, finalesalternativos o lo que ocurriría si lospersonajes intercambiaran sus papeles.Decía que se le habían ocurrido algunasideas bastante buenas y que pensabaescribirlas cuando tuviera tiempo. Ella,en cambio, tenía la sensación de estarperdiendo el tiempo si no hacía algo

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práctico, de modo que planeaba. Alprincipio, planeaba nuevas versionesdel anticuerpo monoclonal quecontrolarían la respuesta cerebral ybloquearían receptores neuronales.Después pasó a planear su vida a lafuga, pensando en todo lo que podíasalir mal, en todas las peoressituaciones y en las cosas que podríahacer para evitar caer en cada trampa.Luego, en cómo escapar de las trampas amedia caída. Luego, después de que laatraparan. Trataba de visualizar hasta laúltima posibilidad.

Barnaby le decía que tenía quetomarse descansos mentales de vez encuando. Si no se divertía un poco, ¿qué

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sentido tenía vivir?El de vivir, había decidido ella. Vivir

era lo único que pedía. Y enconsecuencia, apechugaba con elesfuerzo mental necesario para hacerposible la supervivencia.

En los minutos que le quedaban,pensó en su siguiente paso. Esa mismanoche, o la siguiente o, Dios no loquisiera, la posterior, Daniel iba acontárselo todo. No había quien no sederrumbara. Era un simple hechoconstatable que el ser humano solopodía soportar el dolor durante untiempo limitado. Algunas personasresistían mejor uno u otro tipo de dolor,pero lo único que tenía que hacer Alex

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era ir variando. En algún momento, siDaniel no hablaba, terminaríaponiéndolo bocabajo para que no seahogara con su propio vómito y leadministraría lo que llamaba la agujaverde, aunque en realidad el suero eratransparente, como todos los demás. Sieso tampoco funcionaba, probaría conalgún alucinógeno. Siempre habíaformas nuevas de sentir dolor. El cuerpoexperimentaba los estímulos de muchasmaneras diferentes.

Cuando tuviera lo que necesitaba deDaniel, detendría su dolor, lo dejaríainconsciente y escribiría un e-mail aCarston desde su actual dirección IPpara decirle todo lo que había

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averiguado. Luego saldría en coche y nose detendría en mucho tiempo. QuizáCarston y compañía no fueran tras ella.Quizá sí. Y era muy posible que nuncallegara a saberlo, porque lo másprobable era que Alex siguieraescondiéndose hasta el día de su muerte,a ser posible por motivos naturales.

Antes de que pasaran nueve minutos,la dosis empezó a remitir. Afectaba acada cual a su manera, y Daniel era másbien corpulento. Sus chillidos sevolvieron gimoteos mientras su cuerpose fundía poco a poco sobre la mesa enuna pila de carne exhausta, y al cabo sehizo el silencio. Alex le quitó lamordaza y vio cómo tomaba aire con

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ansia. La miró con un terror sobrecogidodurante un momento largo y luegoempezó a llorar.

—Te dejo un minuto —le dijo Alex—, para que te dé tiempo a pensar.

Salió por la abertura que él noalcanzaba a ver, se sentó en el catre sinhacer ruido y oyó cómo Daniel ahogabalos sollozos.

Llorar era una reacción normal y solíaser buen augurio. Pero saltaba a la vistaque el llanto pertenecía a Daniel elprofesor. No había ni la menor señal delDaniel oscuro, ni una sola mirada astutao tic defensivo. ¿Cómo podría llegar aél? Si de verdad era un caso de trastornode identidad disociativo, ¿sería posible

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forzar la aparición de la personalidadque quería? Qué bien le habría venidotener a un loquero en su equipo. Si sehubiera prestado a ir al laboratoriocomo ellos querían, seguro que lehabrían buscado uno en el momento enque lo hubiera pedido. Pero, en fin, yano podía hacer nada al respecto.

Sin hacer ruido, se comió una barritablanda mientras esperaba a que larespiración de Daniel se normalizara, ydespués se comió otra. Las bajóbebiendo zumo de manzana de un cartónque sacó de la neverita.

Cuando regresó a la carpa, encontró aDaniel mirando desesperado lasplanchas de espuma del techo. Fue en

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silencio hacia el ordenador y pulsó unatecla.

—Siento que hayas tenido que pasarpor eso, Daniel.

El sujeto no la había oído entrar. Seencogió para alejarse tanto del sonidode su voz como pudo.

—Mejor que no lo repitamos, ¿vale?—siguió diciendo, y se sentó en su silla—. Yo también quiero irme a casa. —Encierto modo una mentira, pero a la vezun deseo auténtico, aunque imposible—.Y aunque quizá no me creas, la verdades que no soy una sádica. No disfrutoviéndote sufrir. Es solo que no me quedamás opción. No pienso permitir quemuera toda esa gente.

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La voz de Daniel salió rasposa.—No sé… de qué… me estás

hablando.—Te sorprendería saber cuántos

dicen eso mismo. Y siguen diciéndolodespués de rondas y rondas de lo queacabo de darte, ¡y cosas peores! Yluego, después de la décima vez paraunos, o de la decimoséptima para otros,de pronto la verdad rompe el dique. Yentonces puedo informar a los buenos dedónde está la ojiva nuclear, la bombaquímica o el agente infeccioso. Y lagente salva la vida, Daniel.

—Yo no he matado a nadie —repusoél con voz ronca.

—Pero pretendes hacerlo, y yo

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conseguiré que desistas.—Jamás haría algo así.Alex suspiró.—Esto va a llevarnos mucho tiempo,

¿verdad?—No puedo decirte cosas que no sé.

Te equivocas de persona.—Eso también me lo dicen mucho —

respondió con ligereza, pero él habíatocado un punto sensible. Si no lograbahacer que apareciera el otro Daniel, ¿enrealidad no era como estar torturando ala persona equivocada?

Decidió en ese instante volver asaltarse el guion, aunque ni por asomoera experta en enfermedades mentales.

—Daniel, ¿alguna vez has tenido

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pérdidas de consciencia?Una larga pausa.—¿Qué?—Por ejemplo, ¿alguna vez te has

despertado en algún sitio sin saber cómohas llegado allí? ¿Alguien te hacomentado alguna vez que hiciste odijiste algo que no recordabas haberhecho o dicho?

—Eh…, no. Bueno, hoy. Porque esjusto lo que me estás diciendo tú, ¿no?Que planeo hacer una cosa espantosa,pero no sé qué es.

—¿Alguna vez te han diagnosticadotrastorno de identidad disociativo?

—¡No! Alex, no soy yo el loco en estahabitación.

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Responder así no le convenía nada.—Háblame de Egipto.Daniel giró la cabeza hacia ella. Su

expresión dejó tan claras las palabrasque estaba pensando como si las dijeraen voz alta: «¿Estás de coña?».

Ella se quedó esperando.Daniel dio un suspiro suave y

dolorido.—Bueno, Egipto tiene una de las

historias más largas de todas lascivilizaciones modernas. Existenpruebas de que ya había egipciosviviendo a orillas del Nilo en el décimomilenio antes de Cristo. Alrededor delaño seis mil…

—Muy gracioso, Daniel. ¿Te importa

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hablar en serio?—¡Es que no sé lo que quieres! ¿Es

una prueba para saber si de verdad soyprofesor de Historia? ¡No tengo ni idea!

Alex percibió la fuerza que ibavolviendo a su voz. Lo mejor de susdrogas era que los efectos se pasabandeprisa. Podía mantener unaconversación coherente entre ronda yronda. Y había descubierto que el miedode los sujetos al dolor se acrecentabacuando no lo estaban sintiendo. Lospicos altos y los valles parecíanacelerar las cosas.

Pulsó una tecla del ordenador.—Cuéntame tu viaje a Egipto.—No he estado nunca en Egipto.

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—¿No fuiste allí con Hábitat para laHumanidad hace dos años?

—No. Estos tres últimos veranos, heido a México.

—Sabes que la gente lleva registrosde estas cosas, ¿verdad? Que tu númerode pasaporte se agrega a una base dedatos y puede averiguarse dónde hasestado.

—¡Por eso tendrías que saber queestuve en México!

—Donde conociste a Enrique de laFuentes.

—¿A quién?Alex parpadeó despacio, poniendo

cara de extremo aburrimiento.—Espera —dijo él, mirando al techo

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como si acabaran de escribir allí laexplicación—. El nombre sí que mesuena. Salió en las noticias hace unatemporada…, cuando desaparecieronaquellos agentes de la DEA. Estraficante de drogas, ¿verdad?

Alex volvió a sostener en alto lafotografía de De la Fuentes.

—¿Es ese? —preguntó Daniel.Alex asintió con la cabeza.—¿Por qué crees que le conozco?—Porque también tengo fotos de los

dos juntos —respondió ella, hablandodespacio—. Y porque, en estos últimostres años, te ha pagado diez millones dedólares.

Daniel se quedó boquiabierto y la

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palabra salió casi como un gañido:—¿Qué?—Diez millones de dólares a tu

nombre, repartidos en bancos de lasislas Caimán y Suiza.

Daniel la miró otro segundo y depronto la ira le crispó los rasgos y leendureció la voz.

—Si tengo diez millones de dólares,¿se puede saber por qué vivo en unestudio infestado de cucarachas y sinascensor de Columbia Heights? ¿Por quéusamos los mismos uniformes devoleibol remendados que tiene elinstituto desde 1973? ¿Por qué voy enmetro mientras el nuevo marido de miexmujer conduce un Mercedes? ¿Y por

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qué estoy quedándome raquítico a basede comer ramen?

Alex dejó que se desfogara. El deseode hablar era un pequeño paso en ladirección correcta. Por desgracia, aquelDaniel furioso seguía siendo el profesorde instituto, por insatisfecho que sesintiera.

—Un momento, ¿qué quieres decircon que tienes fotos mías con elnarcotraficante ese?

Alex fue a su escritorio y sacó la fotode la que hablaban.

—En Menia, Egipto, con De laFuentes —anunció mientras sostenía laimagen delante de la cara de Daniel.

Por fin, una reacción.

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Echó atrás la cabeza y entrecerró losojos un instante antes de ponerlos comoplatos. Alex casi podía leerle lospensamientos mientras pasaban por sucerebro y se asentaban en su cara.Estaba analizando lo que veía yurdiendo un plan.

Seguía sin haber ni rastro del otroDaniel, pero al menos parecía reconocera la otra parte de sí mismo.

—¿Quieres hablarme de Egipto ahora,Daniel?

Labios apretados.—Nunca he estado allí. Ese no soy

yo.—No te creo. —Alex suspiró—. Lo

cual es una lástima, porque no tengo

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todo el tiempo del mundo.Regresó el miedo, rápido e intenso.—Alex, por favor, te juro que no soy

yo. Por favor, no lo hagas.—Es mi trabajo, Daniel. Tengo que

descubrir la forma de salvar a toda esagente.

Toda reticencia se esfumó.—No quiero hacer daño a nadie.

También me gustaría que los salvaras.En esa ocasión, a Alex le costó más

no creer en su sinceridad.—Esa fotografía tenía algún

significado para ti.Negó una vez con la cabeza y cerró en

banda su expresión.—No era yo.

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Alex tuvo que reconocer que seestaba quedando más fascinada de lacuenta. Lo que estaba pasando era nuevode verdad. ¡Cómo habría deseado poderconsultar con Barnaby! Pero, en fin,trabajaba contrarreloj. No había tiempopara deseos. Una por una, acumuló lasjeringuillas en la palma de su manoizquierda, ocho en esa ocasión.

Daniel la miró con horror y…tristeza. Hizo ademán de decir algo,pero no le salió ningún sonido. Alex sedetuvo con la primera aguja preparadaen la mano derecha.

—Daniel, si quieres decir algo, quesea rápido.

Abatimiento.

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—No servirá de nada.Alex esperó otro segundo y él la miró

a los ojos.—Es tu cara —dijo—. Es la misma

que antes, exactamente la misma.Alex se crispó, pero al momento giró

sobre sí misma y se colocó en lacabecera de la mesa. Daniel intentó dartirones para alejarse de ella, pero solole sirvió para dejar más expuesto suesternocleidomastoideo. Alexacostumbraba a dejar ese músculo paramás adelante en el interrogatorio,porque era una de las cosas másdolorosas que podía hacer a un sujetobajo sus actuales limitaciones. Peroquería marcharse pronto de allí, de

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modo que clavó la aguja en el lado delcuello de Daniel y apretó el émbolo.Mirando sin ver del todo, volvió aponerle la mordaza en el momento enque abrió la boca. A continuación soltólas demás jeringuillas y huyó de latienda.

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Había perdido práctica, nada más. Alfin y al cabo, habían pasado tres años.Por eso estaba teniendo sentimientos.Por eso aquel sujeto en particular laestaba afectando. Solo era que llevabamucho tiempo apartada del negocio. Aúnpodía volver a ponerse en forma.

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Entró una vez en la carpa durante lasesión para mantener vivo el ordenador,pero no se quedó a mirar. Solo regresódespués de que la dosis empezara aremitir, unos quince minutos más tarde.

Daniel estaba jadeando de nuevosobre la mesa, pero en esa ocasión nolloró, aunque ella sabía que el dolorhabía sido mucho más intenso que la vezanterior. La sangre de las rozadurasmanchaba todas las sujeciones y goteabaen la mesa. Para la siguiente ronda,quizá tuviera que paralizarlo si noquería que se hiciera heridas másgraves. Eso y que estar paralizadoasustaba mucho y quizá ayudara.

Daniel empezó a tiritar. Alex llegó a

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volverse hacia la salida un milisegundoantes de caer en que pretendía salir paratraerle una manta. Pero ¿qué le estabapasando?

«Concéntrate».—¿Tienes algo que decir? —le

preguntó con voz amable cuando empezóa normalizarse su respiración.

La respuesta llegó en bocanadassusurrantes y agotadas.

—No soy yo. Lo juro. No estoy…planeando… nada. No conozco al tipode la droga. Ojalá pudiera ayudarte. Deverdad, de verdad, de verdad…, querríapoder ayudarte. De verdad.

—Hum. Muestras cierta resistencia aeste método, así que quizá deberíamos

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probar con otra cosa.—¿Resistencia? —graznó, incrédulo

—. ¿Crees que… me estoy…resistiendo?

—Si te soy sincera, me preocupa unpoco revolverte la cabeza conalucinógenos, porque parece que yatienes bastante embrollo ahí arriba. —Dio unos golpecitos con los dedoscontra su cuero cabelludo sudadomientras hablaba—. A lo mejor, no nosqueda más remedio que probar con losclásicos. —Siguió dando golpecitos,distraída, mientras miraba de reojo labandeja de herramientas de su escritorio—. ¿Eres muy aprensivo?

—¿Por qué… me está… pasando esto

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a mí?Era una pregunta retórica del todo.

Con aquel susurro entrecortado nobuscaba ninguna respuesta, pero Alex ledio una de todos modos.

—Porque esto es justo lo que pasacuando te propones liberar un virus dela gripe letal en cuatro estadosnorteamericanos, capaz de matar hasta aun millón de ciudadanos. El gobiernosuele poner objeciones acomportamientos de ese estilo. Yentonces me envían a mí para hacer quehables.

Sus ojos se enfocaron en ella y elhorror se vio reemplazado de repentepor la impresión.

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—¡Pero qué mierda es esa!—Sí, es terrorífico y abominable y

malvado, lo sé.—¡Alex, de verdad, esto es de locos!

Creo que tienes un problema.Alex se acercó a su cara.—Mi problema es que no me estás

diciendo dónde está el virus. ¿Lo tienestú ya? ¿Sigue en poder de De laFuentes? ¿Cuándo es la entrega?¿Dónde?

—Esto es de locos. ¡Tú estás loca!—Creo que disfrutaría mucho más de

la vida si lo estuviera. Pero empiezo apensar que han enviado a un tipo dedoctora equivocado. Aquí lo que hacefalta es un loquero. ¡No sé cómo hacer

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que aparezca el otro Daniel!—¿El otro Daniel?—¡El que sale en estas fotos!Se volvió con brusquedad y agarró un

puñado del escritorio, aprovechandopara pulsar furiosa una tecla delordenador al pasar.

—Mira —le dijo. Se las puso delantede la cara y empezó a pasarlas una a unay dejarlas caer luego al suelo—. Es tucuerpo. —Dio con una foto contra elhombro de Daniel antes de soltarla—.Es tu cara, ¿lo ves? Pero no tiene lamisma expresión. Hay otra personamirando por tus ojos, Daniel, y no estoysegura de si eres consciente de queexiste o no.

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Pero ahí estaba otra vez elreconocimiento. Era consciente de algo,eso seguro.

—Mira, ahora mismo me conformaríacon que me dijeras qué ves aquí.

Sostuvo en alto la primera foto, en laque aparecía el Daniel oscuromerodeando por la puerta trasera de unbar mexicano. Él la miró, indeciso.

—No puedo… explicarlo… No tieneningún sentido.

—Pero tú ves algo que yo no logrover. ¿Qué es?

—Él… —Daniel intentó negar con lacabeza pero apenas pudo moverla por locansados que tenía los músculos—. Separece a…

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—A ti.—No —susurró—. O sea, sí, claro

que se parece a mí, pero le veo lasdiferencias.

La forma en que lo había dicho…«Claro que se parece a mí». Era denuevo la misma sinceridad transparente,pero aún ocultando algo…

—Daniel, ¿sabes quién es estehombre?

Esa vez era una pregunta real, nisarcástica ni retórica. No estabahaciendo (mal) de psiquiatra, porquepor primera vez desde el inicio delinterrogatorio tenía la sensación de irpor buen camino.

—No puede ser —dijo Daniel con un

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hilo de voz, mientras cerraba los ojos,no tanto por agotamiento como sobretodo para dejar de ver la imagen, lepareció a ella—. Es imposible.

Alex se inclinó hacia delante.—Dime —murmuró.Él abrió los ojos y la miró dubitativo.—¿Estás segura? ¿De verdad va a

matar a gente?Qué natural le salía el uso de la

tercera persona.—A cientos de miles de personas,

Daniel —le aseguró, tan adusta como él.También pasó a la tercera persona—.Tiene acceso a un virus letal y pretendepropagarlo por orden de un señor de ladroga psicópata. Ya tiene hechas las

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reservas de hotel, a tu nombre. Va ahacerlo dentro de tres semanas.

Un susurro:—No me lo creo.—Yo tampoco quiero creérmelo. Este

virus… es de los feos, Daniel. Va amatar a mucha más gente que una bomba.No habrá forma de controlar cómo sepropaga.

—Pero ¿cómo es capaz de hacer eso?¿Por qué?

En aquel momento, Alex estabaconvencida al sesenta y cinco por cientode que no estaban hablando de unapersonalidad múltiple de Daniel.

—Ya es demasiado tarde parapreguntarnos los motivos. Ahora lo

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único que importa es detenerlo. ¿Quiénes, Daniel? Ayúdame a salvar a todosesos inocentes.

Sus rasgos se retorcieron con unaclase de agonía distinta. Alex lo habíavisto en otras ocasiones. Con otro sujetohabría pensado que su lealtad entraba enconflicto con su intención de evitar mástorturas. Con Daniel le daba laimpresión de que el conflicto se dabaentre la lealtad y su deseo de hacer locorrecto.

Mientras Alex esperaba la respuestaen la perfecta quietud de la noche, através de la tenue barrera para el sonidode la espuma, distinguió a la perfecciónel sonido de una avioneta pequeña por

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encima. A muy poca altura.Daniel miró hacia arriba.El tiempo se ralentizó mientras Alex

analizaba la situación.Daniel no parecía sorprendido ni

aliviado. El ruido no dio la impresiónde sugerirle un rescate ni un ataque.Reaccionó a él como se reaccionacuando salta la alarma de un coche. Noera algo relevante para él, sino una meradistracción fugaz.

Alex tuvo la sensación de estarmoviéndose a cámara lenta mientras seerguía de golpe y corría hacia elescritorio para coger la jeringuilla quenecesitaba.

—No hace falta que lo hagas, Alex —

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dijo Daniel, resignado—. Te lo contaré.—Calla —replicó ella muy bajito,

agachándose sobre su cabeza parainyectar la droga, esta vez en la víaintravenosa—. De momento solo voy ahacerte dormir. —Le dio una palmaditaen la mejilla—. Sin dolor, te lo prometo.

La comprensión iluminó los ojos deDaniel cuando conectó el sonido a sucomportamiento.

—¿Estamos en peligro? —preguntócon un susurro.

«Estamos. Vaya». Otra eleccióninteresante de persona verbal. En la vidahabía tenido un sujeto ni parecido aaquel.

—Tú, no sé —respondió mientras a

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Daniel se le cerraban los párpados—.Pero, desde luego, yo muchísimo.

Oyó un golpetazo fuerte, no justofuera del establo pero demasiado cercapara su gusto.

Aseguró la máscara antigás en la carade Daniel antes de ponerse la suya yenroscar el filtro. Aquello no era ningúnsimulacro. Echó un vistazo al ordenador,donde quedaban unos diez minutos. Noestaba segura de que bastaran, así quepulsó la barra espaciadora. Luegopresionó un botón en la cajita negra y laluz lateral empezó a parpadear deprisa.Casi por acto reflejo, volvió a tapar aDaniel con la manta.

Apagó las luces y dejó la estancia

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iluminada solo por el brillo blanco de lapantalla del ordenador antes de salir dela tienda. En el interior del establo solohabía negrura. Extendió los brazos pordelante y palpó hasta encontrar la bolsaque tenía junto al catre y, guiada poraños de práctica, se puso a ciegas todaslas piezas de su armadura a las que pudoacceder con facilidad. Se metió lapistola en la parte delantera delcinturón. Sacó una jeringuilla de labolsa, se pinchó en el muslo y apretó elémbolo. Tan preparada como podíaestar, se metió en el rincón del fondo dela carpa y se ocultó donde sabía que lasombra sería más oscura si alguienentraba con linterna. Sacó la pistola, le

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quitó el seguro y la empuñó con las dosmanos. Entonces pegó la oreja a lacostura de la tienda y escuchó,esperando a que alguien abriera lapuerta o una ventana del establo ymuriera.

Mientras pasaban los lentos segundosde espera, su mente se lanzó a analizarmás a fondo lo que ocurría.

Aquello no era una gran operación ensu contra. Ningún equipo de extracción oeliminación que mereciera su sueldoanunciaría su llegada con una avionetaruidosa. Había formas mejores, mássilenciosas. Y si se trataba de un grupode asalto numeroso, al estilo de unequipo táctico policial, enviado a por

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ella sin más información y dispuesto aentrar por la fuerza, habría llegado enhelicóptero. La avioneta había sonado apequeña, de tres plazas como mucho,pero probablemente de dos.

Si habían vuelto a enviarle un asesinosolitario, como tenían por costumbrehasta entonces, no sabía lo que el tipocreía que estaba haciendo. ¿Por quérevelar su presencia? La avionetaruidosa era la jugada de alguien quecarecía de recursos y tenía mucha prisa,alguien para quien el tiempo era muchomás importante que el sigilo.

¿Quién sería? De la Fuentes,imposible.

Para empezar, una avioneta pequeña

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no parecía el modus operandi de unseñor de la droga. Supuso que De laFuentes habría enviado una flotilla detodoterrenos negros cargados dematones con armas automáticas.

En segundo lugar, tenía unacorazonada.

Alex no era ningún detector dementiras. Los buenos mentirosos, losmentirosos profesionales, podíanengañar a cualquiera, ya fuera humano omáquina. Su trabajo nunca habíaconsistido en adivinar la verdad a partirde los movimientos oculares del sujeto osus contradicciones enmarañadas. Sutrabajo consistía en machacar al sujetohasta que no quedaba más que carne

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obediente y una historia. No era la mejorporque pudiera distinguir la verdad dela mentira, sino porque tenía unaafinidad natural con las capacidades delcuerpo humano y se le daban demaravilla los matraces. Sabía conprecisión dónde estaba el límite de uncuerpo y la forma de llevarlo hasta esepunto.

En consecuencia, lo suyo no eran lascorazonadas, y de hecho no recordaba laúltima vez que había tenido una comoaquella.

Creía que Daniel estaba diciendo laverdad. Por eso trabajar en él la habíaafectado tanto, porque no estabamintiendo. No era De la Fuentes yendo a

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por Daniel. A por Daniel no iba nadie,porque no era más que lo que decía ser:profesor de Lengua, profesor de Historiay entrenador de voleibol. Quienquieraque fuese, iba a por ella.

¿Por qué justo en ese momento? ¿Eldepartamento llevaba todo el díabuscándola y acababa de descubrirla?¿Intentaban salvar la vida a Danieldespués de darse cuenta, demasiadotarde, de que no era el culpable?

Ni hablar. Eso lo habrían sabido antesde contactar con ella. Tenían acceso ademasiada información para dejarseengañar en ese asunto. El expediente noera inventado del todo, pero sin dudaestaba manipulado. Habían querido que

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secuestrara a la persona equivocada.Sintió una náusea momentánea. Había

torturado a un hombre inocente. Pero seesforzó en no darle más vueltas. Yahabría tiempo para el remordimiento, sino moría.

Las columnas se invirtieron de nuevo.Era una trampa elaborada, no una crisisreal. Aunque seguía pensando que lasituación con De la Fuentes era verídica,ya no creía que fuese tan urgente comole habían dado a entender. Entre laspequeñas alteraciones que podíanpracticarse a un expediente, la deltiempo era la más sencilla de todas. Ladistorsión estaba en la urgencia. Laapuesta había vuelto a bajar y solo tenía

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que salvar su propia vida. Y la deDaniel, si podía.

Trató de apartar de su mente la idea,que casi se le antojaba un presagio, deque su apuesta se había doblado. Lacarga adicional era lo último quenecesitaba.

Quizá alguien más, tal vez el chavallisto e ingenuo que había ocupado supuesto en el departamento, estuvieraahora trabajando en el auténticoterrorista. Quizá no creyeran que ellaaún conservara la capacidad de obtenerlo que querían. Pero, entonces, ¿por quémeterla en el asunto? Quizá el terroristaestuviera muerto y necesitaran a algúntipo que asumiera las culpas en su lugar.

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Quizá hubieran descubierto unassemanas antes al doble que tenía en lamesa y se lo hubieran estadoreservando. ¿Para que la Químicahiciera que alguien confesara cualquiercosa y dar carpetazo a una malasituación?

Pero eso no explicaría al visitante.Tenían que ser casi las cinco de la

mañana. Podría ser solo un granjeromadrugador que conocía tan bien la zonaque estaba dispuesto a volar sin radarentre un montón de árboles altos enplena noche cerrada y al que le gustabael subidón de adrenalina queproporcionaba un buen aterrizajebrusco.

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Alcanzaba a oír la respiraciónrasposa de Daniel a través del filtro dela máscara antigás. Se preguntó si habríahecho lo correcto al dejarloinconsciente. Estaba tan… vulnerable.Tan indefenso. El departamento ya habíademostrado cuánto le preocupaba elbienestar de Daniel Beach. Y ella lohabía dejado amarrado y desvalido en elcentro de la estancia, como si le hubierapuesto una diana, como un blanco deprácticas de tiro. Le debía algo más queeso. Pero la primera reacción de Alexhabía sido neutralizarlo. Sabía queliberarlo no habría sido seguro. Porsupuesto que Daniel la habría atacado,que habría intentado vengarse. En

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términos de fuerza bruta, habría tenidotoda la ventaja. Y ella no habría queridotener que envenenarlo o dispararle. Porlo menos, tal y como estaban las cosas,no serían sus manos las que acabarancon él.

Pero seguía sintiéndose culpable. Lavulnerable presencia de Daniel en laoscuridad raspaba los bordes de sumente como una lija contra algodón,arrancándole hebras de pensamientoracional.

Demasiado tarde para cambiar deopinión.

Entreoyó un movimiento en elexterior. El establo estaba rodeado pormatorral de hojas firmes y ruidosas.

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Había alguien entre ellas, mirando alinterior por las ventanas. ¿Y si secontentaba con disparar una Uzi a travésde la pared lateral del establo? Si algohabía quedado claro era que no lepreocupaba hacer ruido.

¿Debería plegar las patas de la mesa,bajar a Daniel por si el atacantetiroteaba la tienda? Había engrasadobien la base, pero no estaba segura deque no fuese a chirriar.

Se acercó a la mesa corriendo y labajó tan deprisa como pudo con lamanivela. Dio unos quejidos suaves ygraves, pero Alex no creyó que pudieranoírse desde fuera del establo, sobre todoa través de las planchas de goma

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espuma. Regresó a su rincón y volvió aescuchar.

Más hojas removidas. El atacanteestaba en otra ventana, al otro lado delestablo. Los cables de sus trampas erandiscretos, pero no invisibles. Con unpoco de suerte, el intruso estaríabuscando solo algún blanco en elinterior. ¿Había pasado primero por lacasa? ¿Por qué no había entrado?

Sonidos fuera de otra ventana.«Venga, ábrela —pensó—. Métete

dentro».Ruidos que no entendió: un siseo,

seguido de un fuerte golpe metálicoarriba. Luego un «tum, tum, tum» tan altoque pareció sacudir el establo. Al oír

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los golpetazos pensó en pequeñosexplosivos y se acurrucó por instinto enuna postura defensiva, pero al segundocomprendió que no eran tan, tan altos,que los exageraba el contraste con elsilencio anterior. No se oyó nadarompiéndose, ningún cristal estallandoni metal partiéndose. ¿La reverberaciónbastaría para romper las conexiones querodeaban las ventanas y la puerta? Alexno lo creía.

Comprendió entonces que losgolpetazos de la pared se desplazabanhacia arriba. Justo cuando se detuvieron.Encima de ella.

Tenía un problema serio: el atacanteiba a entrar por el techo.

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Al instante estaba de pie, con un ojopuesto en la costura de la tienda.Todavía estaba demasiado oscuro parapoder ver nada. Desde arriba llegó elsonido de un soplete. Así que el intrusotambién tenía uno.

Todos sus preparativos iban a servirde poco. Echó un rápido vistazo atráshacia Daniel. Tenía la máscara antigáspuesta. Estaría bien. Después saliócorriendo de la carpa, agachada y conlas manos por delante para detectar loque hubiera en su camino, y avanzó tandeprisa como pudo hacia la luz de lunaque entraba por la ventana más próxima.Tendría que esquivar las ordeñadoras,pero creía recordar la ruta más

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despejada. Cruzó al espacio abiertoentre la tienda y los puestos de ordeño amedia carrera y halló con una mano elaparato para ordeñar. Se hizo a un ladoy siguió hacia la ventana, pero algodurísimo y muy pesado la tiró a tierra decara, dejándola sin aliento, y se quedósobre ella impidiendo que se levantara.La pistola salió volando en la oscuridad.La cabeza de Alex dio un golpe contra elsuelo que resonó por toda la lechería. Suvisión se llenó de inquietos puntitosbrillantes.

Alguien le asió las muñecas, tiró desus brazos hacia atrás y los hizo subirhasta que le pareció que iban adislocársele los hombros. De sus

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pulmones escapó un gruñido cuando lapostura obligó al aire a salir. Seapresuró a retorcer con los pulgares losanillos que llevaba en las dos manospara sacar los aguijones.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo una vozde hombre justo encima de ella, con unacento estadounidense genérico. Cambióel agarre para retener sus dos muñecascon una sola mano y usó la otra paraarrancarle la máscara antigás de la cara—. A lo mejor resulta que no eres unaterrorista suicida después de todo —caviló el intruso—. Déjame que loadivine: esos cables no están conectadosa cargas explosivas, ¿a que no?

Alex se retorció debajo del hombre,

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girando las muñecas e intentando quesus anillos entraran en contacto con lapiel del agresor.

—Para ya —ordenó él. Le dio ungolpe en la nuca con algo duro, quizá lamáscara antigás, y la cara de Alex diode nuevo contra el suelo. Sintió que sele partía el labio y notó el sabor de lasangre.

Se preparó. Estando tan cerca,seguramente la mataría cortándole laarteria carótida. O con un alambrealrededor del cuello. Esperó que fuese acuchillo. No iba a notar el dolor delcorte gracias a la dextroanfetamina dediseño propio que corría por sus venas,pero lo más probable era que sintiera el

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estrangulamiento.—Levanta.El peso se apartó de su espalda y el

hombre tiró de sus muñecas. Alex seapresuró a apoyar los pies en el suelopara liberar presión de lasarticulaciones de los hombros.Necesitaba seguir pudiendo usar losbrazos.

El atacante se quedó detrás de ella,pero por el sonido de su respiraciónsupo que era alto. Tiró de las muñecasde Alex hasta obligarla a ponerse depuntillas, esforzándose por no perder elcontacto con el suelo.

—Muy bien, canija, ahora vas a haceruna cosa por mí.

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Alex no estaba entrenada paraderrotarlo en una pelea, y no tenía lafuerza necesaria para zafarse de él. Solopodía intentar aprovechar las opcionesque había preparado.

Dejó que su peso forzara al límite laresistencia de los hombros tirantesdurante un segundo mientras daba unpuntapié al suelo con el zapato izquierdopara sacar el puñal del talón, ya que enel zapato derecho salía por delante.Lanzó un tajo torpe hacia atrás, al lugardonde el hombre debía tener la pierna.El intruso lo esquivó de un salto, peroaflojó su presa lo suficiente como paraque Alex pudiera liberarse y girar, conel brazo izquierdo ya levantado para

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asestar un golpe con la mano abierta. Elhombre era demasiado alto y no llegó asu cara. El aguijón de su anillo raspócontra algo duro que le cubría el pecho.Blindaje personal. Retrocedió conagilidad, alejándose del impacto que oíavenir sin verlo, y extendió los brazos enun intento de tocar piel descubierta.

Algo le barrió las piernas. Cayó alsuelo y rodó, pero al instante volvió atenerlo encima. El hombre le agarró elpelo y volvió a estamparle la caracontra el hormigón. El golpe le partió lanariz y le llenó los labios y la barbillade sangre.

El intruso se inclinó para hablarlejunto al oído.

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—Se acabó el recreo, cielo.Alex intentó darle un cabezazo, pero

su cogote dio contra algo que no era unacara. Salientes irregulares, metálico…

Gafas de visión nocturna. Así eracomo había podido controlar tan bien lapelea.

La mano del hombre cayó sobre lacabeza de Alex desde atrás.

Ojalá se hubiera puesto lospendientes.

—En serio, para ya. Mira, voy aquitarme de encima. Yo te veo a ti y túno puedes verme. Voy armado, y tedispararé en la rodilla como intentesalgún otro truquito ridículo, ¿entendido?

Mientras hablaba, el hombre echó un

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brazo atrás y le quitó los zapatos, unodetrás del otro. No le registró losbolsillos, de modo que todavía lequedaban las hojas de bisturí y lasjeringuillas del cinturón. El atacante seapartó de un salto. Alex oyó cómo sealejaba un poco y quitaba el seguro desu pistola.

—¿Qué… quieres que haga? —preguntó, poniendo su mejor voz deniñita asustada. El labio partidoincrementó el efecto. Supuso que su caradebía de ser todo un poema. Iba adolerle horrores cuando se le pasara elefecto de las drogas.

—Desarma tus trampas y abre lapuerta.

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—Necesitaré… —«snif, snif»— laluz encendida.

—No hay problema. Iba a cambiar lasgafas de visión nocturna por tu máscaraantigás de todas formas.

Alex agachó la cabeza, confiando enocultar su expresión. En el momento enque el hombre se puso la máscara, dejóobsoletas el noventa por ciento de susdefensas.

Fue cojeando —¿demasiado teatral?— hasta el panel que había junto a lapuerta y encendió la luz. En el momento,no se le ocurrió ninguna otra opción. Elatacante no la había matado deinmediato, por lo que no obedecíaórdenes directas del departamento.

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Debía de tener algún otro propósito.Tendría que descubrir qué era lo quequería e impedírselo el tiemposuficiente para recuperar la ventaja.

Lo malo era que, si quería que abrierala puerta, no era solo para tener una rutade escape fácil. Significaba que traíarefuerzos, lo que empeoraba la situaciónde Alex. «Y la de Daniel», añadió unavocecita en su cabeza. Como si lehiciera falta más presión. Pero Danielestaba allí por culpa de Alex. Se sentíaresponsable de él. Se lo debía.

Cuando se volvió, parpadeando por elbrillo de las luces del techo, el hombreestaba a seis metros de ella. Debía demedir uno noventa y poco, y la piel de

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su cuello y su mandíbula era blanca,pero eso era todo lo que podía decir deél. Tenía el cuerpo cubierto por un trajede una pieza, casi como de buzo perocon protuberancias, placas de kevlar quesobresalían. Tenía blindados el torso,los brazos y las piernas. Parecíabastante musculoso, pero en parte podíadeberse al kevlar. Llevaba pesadasbotas todoterreno, negras también, y ungorro negro en la cabeza. Su cara estabaoculta por la máscara antigás de Alex.Llevaba colgado al hombro un fusil defrancotirador McMillan de 12,7milímetros. Alex sabía del tema: no eradifícil hacerse experto en casi cualquiercosa cuando uno se pasaba todo el

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tiempo libre estudiando. Conocer lasmarcas y modelos de las armas podíadecirle mucho sobre un atacante, o sobrecualquier hombre sospechoso de la calleque tal vez planeara convertirse enatacante. El que tenía enfrente llevabamás de un arma. En la cadera teníaenfundada una HDS de alta calidad, y enla mano derecha una SIG Sauer P220con la que le apuntaba a la rodilla. «Esdiestro», anotó mentalmente. Alex nodudaba que pudiera acertarle en larodilla desde esa distancia. Dado elfusil que llevaba, supuso que podríaacertarle donde quisiera desde ladistancia que le diera la gana.

Le recordó a Batman pero sin la capa.

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También creyó recordar algo sobre queBatman nunca usaba armas de fuego,aunque si lo hiciera, suponiéndole buengusto y habilidad, lo más posible eraque hubiera escogido esas mismas.

Si no lograba quitar la máscaraantigás al asesino, daría lo mismocuántos supersoldados amigos suyosestuvieran esperando fuera. No tendríael menor problema para matarla una vezhubiera obtenido lo que quería.

—Desarma el cableado.Alex fingió un mareo momentáneo

mientras se acercaba cojeando a lapuerta del establo, intentando ganar todoel tiempo posible para pensar. ¿Quiénpodría quererla con vida? ¿El atacante

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sería un cazarrecompensas? ¿Creía quepodía venderla al departamento? Sihabían contratado a alguien paramatarla, estaba segura de que no habríanpedido más que su cabeza. ¿Sería unchantajista-barra-cazarrecompensas?«Tengo a quien queréis, pero la dejaréescapar viva si no duplicáis larecompensa». Bien pensado. Eldepartamento sin duda pagaría.

Era lo mejor que se le había ocurridocuando llegó a la puerta cerrada.

Era un sistema nada enrevesado.Había tres conjuntos de cables paracada punto de acceso. El primero estabafuera, en los arbustos a la izquierda delportón del establo, escondido bajo una

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fina capa de tierra. Luego estaba la líneadisparadora que cruzaba de la puerta almarco, conectada con la suficienteholgura para soltarse con que solo seabriera una rendija. El tercero era elseguro, oculto bajo un panel de maderaal lado de la puerta y consistente en doscables separados por centímetro ymedio de espacio. La corriente semantendría estable mientras hubiera almenos dos conexiones cerradas. Alex sepreguntó si debería fingir que había unproceso más complicado de lo que eraen realidad, pero decidió que no teníasentido. Al hombre le bastaría conexaminar el dispositivo unos segundospara comprenderlo.

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Unió los extremos del tercer conjunto,los retorció con fuerza y dio un pasoatrás.

—Está… apagado. —Hizo que lefallara la voz entre las palabras. Queríahacerle creer que se había rendido.

—¿Quieres hacer los honores? —sugirió él.

Alex fue renqueando al otro lado dela puerta y tiró para abrirla, con lamirada fija en el punto de la oscuridaddonde suponía que estarían las cabezasoscuras de los compañeros del hombre.Pero no vio más que la granja en ladistancia. Entonces bajó la vista y sequedó petrificada.

—Pero ¿qué es eso? —susurró.

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No era una pregunta dirigida a él, sinofruto de la impresión que no pudocontener.

—Eso —respondió él en un tono quesolo podía describirse como derepelente petulancia— son cincuenta ycinco kilos de músculo, garras y dientes.

Debió de hacer algún tipo de señalque Alex no vio al tener la mirada fijaen los «refuerzos», porque el animalechó a correr y se puso al lado delhombre. Parecía un pastor alemán muygrande, pero no tenía el pelaje del colorque ella asociaba con la raza. El deaquel perro era negro por completo.¿Sería un lobo?

—Einstein —dijo el hombre al

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animal, que levantó la cabeza en alerta,y él la señaló con el dedo antes de darlo que saltaba a la vista que era unaorden—: ¡control!

El perro, o el lobo, o lo que fuera,corrió hacia ella con los pelos delpescuezo erizados. Alex levantó lasmanos y retrocedió hasta que su columnavertebral topó con la puerta del establo.El perro se quedó quieto con el hocico aescasos centímetros de su tripa y loslabios retraídos para enseñar unoscolmillos largos, afilados y blancos.Desde el fondo de su garganta empezó asurgir un gruñido grave y atronador.

«Intimidación» habría sido un mejornombre para la orden.

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A Alex se le ocurrió probar a clavarun aguijón en la piel del perro, perodudaba que fueran lo bastante largospara superar su abundante pelaje. Ytampoco era que el bicho fuese aquedarse quietecito y dejarse acariciar.

El aspirante a Batman se relajó unpoco, o al menos eso le pareció a ella.Costaba estar segura de lo que hacíansus músculos por debajo del blindaje.

—Muy bien, y ahora que hemos rotoel hielo, hablemos.

Alex esperó.—¿Dónde está Daniel Beach?Notó que la sorpresa asomaba a sus

rasgos antes de que pudiera reprimirla.Todas sus teorías volvieron a saltar por

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los aires y quedaron bocabajo.—¡Responde!No sabía qué decir. ¿El departamento

quería muerto primero a Daniel? ¿Paraasegurarse de tener bien atados todoslos cabos sueltos? Pensó en Daniel,expuesto e inconsciente en el centro dela tienda, que no era precisamente ungran escondrijo, y le dieron náuseas.

Batman avanzó furioso hacia ella. Elperro reaccionó apartándose a un ladopara dejarle pasar, aunque el gruñidoganó volumen. El hombre le puso elcañón de la SIG Sauer bajo lamandíbula sin miramientos, haciendoque diera un cabezazo contra la puertadel establo.

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—Si está muerto —siseó—, desearásestarlo tú también. Haré que me rueguesque te mate.

Alex estuvo a punto de soltar unacarcajada. Aquel matón de tres al cuartole daría unos cuantos puñetazos, le haríaunos cortes si tenía un mínimo decreatividad y luego le dispararía. Notenía ni idea de cómo generar y mantenerun dolor real.

Pero sus amenazas le revelaron queen apariencia quería vivo a Daniel. Yatenían una cosa en común.

En cualquier caso, tal y como estabanlas cosas, la resistencia seríacontraproducente. Alex necesitaba queel hombre creyera tener anulada

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cualquier amenaza. Necesitaba quebajara la guardia. Y necesitaba volver asu ordenador.

—Daniel está en la carpa. —Señalócon el mentón, sin bajar las manos—.Está bien.

Batman pareció pensar un momento.—Vale, las damas primero. Einstein

—ladró—, pastoreo.Señaló hacia la tienda y el perro

respondió a su ladrido con otro propioantes de pasar al lado de Alex. Leempujó un muslo con el hocico y le dioun mordisco suave.

—¡Au! —protestó ella, apartándosede un salto. El perro se situó tras ella yvolvió a empujarla.

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—Camina despacio y sin parar haciaesa tienda tuya y no te hará daño.

No le hacía ninguna gracia tener alperro detrás de ella, pero no aceleró elpaso más allá del renqueo herido quehabía estado fingiendo. Miró atrás paraver qué estaba haciendo el animal.

—No te preocupes —dijo Batman,entretenido—. Las personas no tenemosmuy buen sabor. No quiere comerte.Solo lo hará si se lo ordeno.

Alex pasó por alto la provocación yse aproximó despacio a la abertura de lacarpa.

—Sostenla abierta para que pueda verdentro —ordenó él.

La lona estaba rígida por las planchas

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de goma espuma. La enrolló hasta dondepudo. En el interior apenas se distinguíanada entre la negrura. La pantalla de suordenador brillaba blanca en laoscuridad y los monitores daban unaapagada luz verde. Como Alex conocíalas formas, distinguió a Daniel bajo lamanta, a escasos treinta centímetros delsuelo, con el pecho subiendo y bajandoa intervalos regulares.

Hubo un largo momento de silencio.—¿Quieres… que encienda… las

luces? —preguntó.—Quédate ahí.Notó que el hombre se acercaba por

detrás y luego el frío círculo del cañóndel arma apretado contra su nuca, en el

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nacimiento del pelo.—¿Qué es esto? —murmuró el

atacante.Alex se quedó inmóvil del todo

mientras los dedos enguantados delhombre tocaban la piel de al lado delarma. Le costó un momento entender quehabía reparado en la cicatriz que teníaallí.

—Vaya —gruñó él, y bajó la mano—.Muy bien, ¿dónde está el interruptor?

—En el escritorio.—¿Dónde está el escritorio?—A unos tres metros, en el lado

derecho. Donde se ve la pantalla deordenador.

¿Se quitaría la máscara antigás para

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volverse a poner las gafas?La presión de la pistola desapareció.

Alex sintió que volvía a alejarse de ella,aunque seguía teniendo el hocico delperro apretado contra el trasero.

Oyó el siseo de algo que culebreabapor el suelo. Bajó la mirada y vio pasarjunto a su pie el grueso cable negro de laluz de trabajo más cercana. Oyó el golpedel foco al caer, pero ningún crujido decristal roto.

El hombre arrastró la luz por delantede ella y accionó el interruptor. Duranteuna fracción de segundo, Alex sepermitió la esperanza de que hubieraroto el foco, pero entonces se encendió.

—Control —ordenó Batman al perro.

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Volvieron los gruñidos y Alex se quedómuy quieta.

Apuntando la luz por delante de él, elhombre se metió en la tienda. Alex viocómo el grueso rayo barría las paredes yterminaba fijo en la figura tumbada delcentro.

Batman se adentró en la habitación,con un paso sinuoso que no hacía elmenor ruido. Sin duda, era hombre demuchas destrezas. Rodeó el cuerpo delsuelo, comprobando los rincones yseguro que buscando armas, antes decentrarse en Daniel. Se acuclilló, retiróla manta, examinó las ataduras y la víaintravenosa, siguió los cables de lossensores hasta sus monitores y se quedó

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un momento mirando estos últimos. Dejóla luz en el suelo, apuntada hacia eltecho para optimizar la iluminación. Porúltimo, bajó un brazo, quitó con cuidadola máscara antigás a Daniel y la dejó aun lado.

—Danny —le oyó susurrar Alex.

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8

Batman se quitó el guante negro de lamano derecha y apretó dos dedos contrala carótida de Daniel. Se inclinó paraescuchar su respiración. Alex observó lamano de su atacante. Tenía la piel claray unos dedos tan largos que casiparecían contar con una articulación de

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más. Le eran… familiares.Batman zarandeó un poco el hombro

de Daniel y dijo, más alto:—¿Danny?—Está sedado —señaló Alex.La cara del hombre se alzó hacia ella

de golpe y, aunque no podía verla, Alexsintió su mirada furiosa. De prontoestaba de pie y se abalanzó sobre ella.Le cogió los brazos y volvió a alzarlossobre su cabeza mientras le acercaba surostro enmascarado.

—¿Qué le has hecho? —gritó.La preocupación de Alex por la

seguridad de Daniel se evaporó. A«Danny» no iba a pasarle nada. La únicapor quien tenía que preocuparse era ella.

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—No le pasa nada malo —contestócon voz calmada, abandonando suinterpretación de damisela herida—.Saldrá de la sedación en unas dos horasy se encontrará bien. Puedo despertarloantes, si quieres.

—Me parece a mí que no —mascullóél.

Enfrentaron las miradas unossegundos y Alex no supo si había ganadoo perdido. Solo podía ver su propiorostro reflejado en la máscara.

—Muy bien —dijo él—, vamos acolocarte.

Con un movimiento fluido, pasó lasmanos de Alex a su espalda y retuvo susmuñecas con fuerza en su mano derecha

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desnuda, mientras probablementesostenía la pistola con la izquierda. Lacondujo al interior de la carpa, hacia lasilla plegable que había junto alescritorio, y ella no se resistió. Elaliento cálido y potente del perro losseguía de cerca.

Estaba segura casi al setenta porciento de que podía retorcer la mano auna posición que llevara el aguijón delanillo izquierdo contra su piel, pero nolo intentó. Era un riesgo, pero queríavivo a Batman. Su imagen de lo queestaba ocurriendo presentaba un huecoenorme y Batman tendría al menosalgunas de las respuestas quenecesitaba. Con cuidado, volvió a tapar

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las púas.Tampoco se resistió mientras él la

sentaba, sin mucha delicadeza, en lasilla. Le pasó las manos delante y le atólas muñecas juntas con una brida.

—Creo que no me interesa nadaperder de vista esas manos tuyas —murmuró Batman mientras se agachabapara fijar sus tobillos a las patas de lasilla.

En ningún momento dejó de tener lacara del perro justo delante de la suya ytampoco vio ni un solo parpadeo. Lecayeron unas gotas de tibia saliva en lamanga y calaron hasta la piel. «Quéasco».

El hombre le embridó los codos al

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respaldo de la silla y se levantó, muyalto por encima de ella, oscuro yamenazador. El largo silenciador de suHDS quedaba solo a unos centímetrosde la frente de Alex.

—El interruptor de las luces del techoestá ahí mismo. —Hizo un gesto con labarbilla hacia la regleta de enchufes quehabía sobre el fondo del escritorio.Tenía enchufados dos alargadores dejardín normales y corrientes.

Batman miró en esa dirección y Alexsupuso que estaba observando losinterruptores con cautela.

—Escucha, cualquier cosa que puedamatarte me matará a mí antes —señaló.

Él gruñó y luego se inclinó para

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pulsar el botón de encendido.Las luces brillaron sobre sus cabezas.De pronto, la carpa pareció menos

amenazante. Con todo el equipamientoclínico, podría haber sido la tienda deun médico en una zona de guerra. Salvopor los instrumentos de tortura de labandeja, claro. Vio que la cara delhombre estaba orientada hacia ellos.

—Decorado —explicó.Volvió a sentir la mirada iracunda.

Batman giró bruscamente la cabezahacia Daniel, desnudo e intacto sobre lamesa, antes de volver a centrarse enella.

—¿Qué es la luz intermitente? —exigió saber, señalando la cajita negra

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con el teclado numérico.—Me avisa de que la puerta está

desarmada —mintió ella sin inmutarse.En realidad, la caja no estaba conectadaa nada. Era solo un pequeño señuelopara distraer la atención de la verdaderatrampa.

Él asintió, aceptándolo, y luego sehizo a un lado para mirar el ordenador.No había documentos abiertos niarchivos en el escritorio. El fondo depantalla era un sencillo diseñogeométrico en tonos claros, cuadraditosblancos en un campo gris solo un pocomás oscuro.

—¿Dónde están las llaves? —Hizo ungesto con la cabeza hacia Daniel.

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—Pegadas con cinta a la parteinferior de la mesa.

Batman pareció escrutarla de nuevo através de la máscara.

Alex se obligó a mantener unaexpresión tranquila y dócil. «Quítatela,quítatela, quítatela», suplicó en silencio.

Él derribó su silla de una patada.Tensó el cuello mientras su brazo y

muslo izquierdos se estrellaban contra elsuelo con una fuerza que le dejaríacardenales. Pudo evitar por los pelosque su cabeza volviera a golpearsecontra el hormigón. No estaba segura deno tener ya una conmoción, y de verdadle hacía falta que su cerebro funcionarabien.

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Él agarró el respaldo de la silla y laenderezó de un tirón. Tenía las llaves enla mano derecha.

—Eso no hacía ninguna falta —dijoAlex.

—Einstein, control.Gruñidos en su cara, más saliva en el

pecho.Batman dio media vuelta y abrió las

sujeciones de Daniel con rapidez.—¿Qué lleva la vía?—Salino en la de arriba, nutrientes en

la de abajo.—No me digas. —Sarcasmo—. ¿Qué

pasa si le quito los tubos?—Que tendrá que beber cuando

despierte. Pero si abres la neverita de

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fuera de la tienda, no le des las botellasde agua de la izquierda. Estánenvenenadas.

El hombre se volvió hacia ella y sequitó la máscara de la cabeza parapoder mirarla con una ira más efectiva,al tiempo que se quitaba también elgorro sudado.

«¡Por fiiin!».Impidió que se le notara el alivio en

la cara mientras él dejaba caer lamáscara al suelo.

—Has cambiado de táctica —comentó con amargura, pasándose lamano libre por el pelo corto y empapado—. ¿O las que están envenenadas deverdad son las de la derecha?

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Ella lo miró con calma.—Creía que eras otra persona.Y entonces lo miró de verdad.Se quedó sin recursos para evitar que

su rostro reaccionara. Todas las teoríascomenzaron de nuevo a girar y unascuantas cosas encajaron.

Batman sonrió, comprendiendo lo queveía.

Cuántas pistas había pasado por alto.Las fotos que eran de Daniel pero al

mismo tiempo no lo eran.Los agujeros en el expediente con la

historia de Daniel, las fotos quefaltaban.

Tiempos, meses, fechas denacimiento, los cambios más fáciles de

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hacer cuando se quiere ocultar algo.La extraña reticencia de Daniel a

creer lo que estaba viendo cuandomiraba las fotografías tomadas por losespías.

Su forcejeo con la lealtad.Esos dedos tan, tan largos.—Otro Daniel —susurró.La sonrisita se evaporó.—¿Eh?Alex dio un soplido y puso los ojos

en blanco, incapaz de evitarlo. Lasituación era demasiado parecida a losridículos culebrones que veía su madre.Recordó lo mucho que le frustrabantodas las vacaciones que había pasadocon su madre, las tardes desperdiciadas

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con aquellos dramones lentos einverosímiles. Nadie moría nunca deverdad, todos acababan regresando. Yluego estaban los gemelos. Siemprehabía gemelos.

En realidad, Batman no se parecíatanto a Daniel, para ser gemelosidénticos. Daniel tenía rasgos refinados,suaves. Batman era todo ángulospronunciados y expresiones crispadas.Sus ojos de color avellana parecían másoscuros, quizá porque el ceño fruncidolos dejaba en la sombra. Tenía el pelodel mismo color e igual de ondulado,pero rapado como cabría esperar en unagente. A juzgar por su cuello másgrueso, Alex habría dicho que Batman

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tenía musculatura de gimnasio mientrasque la complexión de Daniel era dedeportista. No tenía una corpulenciaexagerada, o no habría podido pasar porsu hermano en las fotos, pero sí tenía elcuerpo más duro, más definido.

—Kevin Beach —dijo Alex sinentonación—. Estás vivo.

Él se sentó al borde del escritorio.Mientras sus ojos lo seguían, Alex nopermitió que se posaran ni un instante enel reloj de su ordenador, que estabajunto al codo de Kevin.

—¿A quién esperabas?—Había varias opciones, y todas nos

habrían querido muertos a tu hermano ya mí. —Negó con la cabeza—. No

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puedo creer que me dejara engañar así.—¿Así, cómo?—Daniel ni siquiera ha conocido

nunca a De la Fuentes, ¿verdad? Eras tútodo el tiempo.

Las facciones de Kevin, que se habíanempezado a relajar, de pronto volvierona ponerse en tensión.

—¿Qué?Alex señaló con la cabeza las

fotografías esparcidas por el suelo.Kevin pareció reparar en ellas porprimera vez. Se inclinó para examinaruna y luego se acuclilló para recogerla.Después cogió la que había debajo y lasiguiente. Las arrugó en su puño yvolvió a mirarla con furia.

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—¿De dónde las has sacado?—Cortesía de un pequeño

departamento que trabaja para elgobierno estadounidense…, clandestinopor completo. Antes me tenían ennómina. Me hicieron un encargo comoautónoma.

El rostro de Kevin se retorció deindignación.

—¡Esto es alto secreto!—No te creerías todo lo que estoy

autorizada a ver.De nuevo pegado a la cara de Alex,

Kevin la asió por la camiseta y lalevantó, tanto a ella como a la silla, unoscentímetros del suelo.

—¿Quién eres?

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Alex mantuvo la calma.—Te diré todo lo que sé. Me la han

jugado y me hace tan poca gracia como ati.

Él la dejó en el suelo. Alex queríacontar mentalmente, tener controlado eltiempo, pero temía que él notara sudistracción. Se alzaba sobre ella,cruzado de brazos.

—¿Cómo te llamas?Habló todo lo despacio que creyó que

él le permitiría.—Antes era la doctora Juliana Fortis,

pero ahora existe un certificado dedefunción con ese nombre. —Estudió lacara de Kevin para ver si esainformación significaba algo para él,

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pero no pudo percibir ninguna señal—.Operaba bajo las órdenes deldepartamento, que no tiene ningún otronombre. Oficialmente, no existe.Trabajaban junto a la CIA y algunosotros programas de operacionesencubiertas. Especialistas eninterrogatorios.

Él volvió a sentarse en el borde delescritorio.

—Hace tres años, alguien decidiórenunciar a los dos principales activosdel departamento, es decir, yo misma ymi mentor, el doctor Joseph Barnaby. —Seguía sin haber señales dereconocimiento—. No sé por qué,aunque teníamos acceso a información

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de lo más delicada, así que supongo queel motivo fue algo que sabíamos.Asesinaron al doctor Barnaby eintentaron asesinarme a mí. Desdeentonces, estoy huyendo. Me hanencontrado cuatro veces. Las tresprimeras, intentaron que alguien measesinara. La última vez, se disculparon.

Kevin tenía los ojos entrecerrados,evaluando.

—Me dijeron que tenían un problemay que me necesitaban. Me dieron unapila de archivos sobre el tema de De laFuentes e incriminaron a tu hermanocomo colaborador suyo. Me dijeron quedentro de tres semanas Daniel iba apropagar el supervirus por todo el

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sudoeste del país. Que tenía tres díaspara averiguar dónde estaba el virus ycómo impedir que De la Fuentes pusieraen práctica su plan.

Kevin estaba negando con la cabeza.—¿Te contaron tanto? —preguntó,

incrédulo.—Combatir el terrorismo siempre fue

la principal vertiente de mi trabajo. Sédónde están enterradas todas las ojivas ylas bombas sucias.

Él frunció los labios, y tomó unadecisión.

—Bueno, como ya conoces losdetalles, supongo que no me saltodemasiado el protocolo al decirte queresolví la situación de De la Fuentes

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hace seis meses. La muerte de De laFuentes no es de conocimiento público.Lo que queda del cártel la estámanteniendo en secreto para no parecervulnerables a sus competidores.

Alex se sorprendió de sentir tantoalivio. Saber que había tanta gentecondenada a una ejecución dolorosa lehabía pesado más de lo que creía.

—Sí —dijo con un suspiro—, tienesentido.

Al parecer, el departamento no eratan, tan despiadado. Habíanaprovechado una catástrofe de pesadillapara motivarla, pero no andabantrasteando con civiles aún en peligro.

—¿Y la Sierpe?

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Kevin la miró sin comprender.—Perdona, es el mote que tenían en el

departamento. ¿Los terroristasnacionales?

—Mis asociados metieron en bolsas ados de sus tres cabecillas y acabaroncon toda la división sur. No hubosupervivientes.

Alex puso una sonrisa tensa.—Eres interrogadora —afirmó él, con

voz súbitamente gélida—. Torturadora.Ella levantó el mentón.—Sí.—Y has torturado a mi hermano para

sacarle una información que no tenía.—Sí. Las fases iniciales, al menos.Kevin le soltó un revés que le giró la

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cabeza a un lado. La silla se tambaleó yél la sujetó con un pie.

—Pagarás por ello —le prometió.Alex movió la mandíbula un segundo

para ver si tenía algo roto. Después decomprobar que no había ningún dañograve, respondió:

—No estoy segura, pero creo que poreso hicieron esto a Daniel. Por eso mecolaron una historia tan elaborada.

—¿Por qué motivo? —preguntó élentre dientes.

—No es que hayan tenido mucho éxitoen matarme. Supongo que creyeron quetú lo conseguirías.

Él tensó la mandíbula.—Pero lo que no entiendo —

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prosiguió Alex— es por qué no te lopidieron y punto. O por qué no te loordenaron, supongo. A no ser que… ¿yano estés con la CIA? —aventuró.

La pista había sido la pistola. Por loque había investigado, estaba bastantesegura de que la HDS era el arma másfrecuente entre los agentes de la CIA.

—Si no sabías nada de mí, ¿cómosabes dónde trabajo? —inquirió él.

Más o menos a mitad de pregunta,Alex vio que el rectángulo blanco ybrillante de su visión periférica seoscurecía. Tratando de que no se lenotara, inspiró por la nariz todo el aireque pudo.

—Respóndeme —gruñó Kevin,

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volviendo a levantar la mano.Alex se lo quedó mirando, sin

respirar.Él vaciló, con el ceño arrugado, y

entonces abrió mucho los ojos. Se arrojóhacia la máscara que estaba en el suelo.

Había perdido la consciencia antes decaer del todo.

Se oyó otro golpe cuando el perro sederrumbó, convertido en un montón depelo junto a la silla de Alex.

Haciendo pruebas, una vez habíalogrado contener el aliento durante unminuto y cuarenta y dos segundos, peroluego nunca había sido capaz de repetirla gesta. Solía quedarse sin aire en tornoal minuto y quince, lo que seguía siendo

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muy superior a la media: la capacidadpulmonar había pasado a ser unaprioridad en su vida. En aquel momento,por supuesto, no había podidohiperventilar de antemano. Pero no iba ahacerle falta un minuto entero.

Llevó la silla a saltitos hasta elcuerpo inerte de Batman y se echó haciadelante hasta apoyar las rodillas en suespalda. Con las manos atadas pordelante, sería fácil… o al menos nodemasiado difícil. Kevin Beach habíadejado la máscara antigás de Daniel enel suelo. La enganchó con un dedo e hizofuerza hacia atrás hasta que las cuatropatas de la silla estuvieron de nuevocontra el suelo. Agachó la cabeza hacia

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sus manos todo lo que pudo, deslizó lamáscara por la cabeza y apretó confirmeza el borde de goma contra su carapara sellarla. Soltó el aire dando unenorme soplido para despejar la cámaray luego hizo una inspiración renuente.

Si había quedado dentro algo deproducto químico, supuso que no lepasaría gran cosa. Había desarrolladouna buena resistencia y no estaríainconsciente tanto tiempo como losdemás. Pero se alegró mucho deempezar con tanta ventaja.

Fue deprisa hacia el escritorio y frotóla brida que le sujetaba las muñecascontra el filo del bisturí que había en subandeja de atrezo. Tardó muy poco en

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partirse contra la presión que estabagenerando. Después fue fácil cortar lasdemás ataduras y soltarse del todo.

«Lo primero es lo primero». Reinicióel salvapantallas de su ordenador paraque saltara después de quince minutosde inactividad.

No podía levantar a Batman,despatarrado en el suelo bocabajo allado de su hermano, pero tenía losbrazos y piernas lo bastante cerca de losde Daniel para poder usar las sujecionesque le habían retenido la muñeca y eltobillo izquierdos para asegurar los deKevin. Vio que este había dejado lallave en la mesa junto a Daniel sinpreocuparse y se la guardó en el

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bolsillo.No volvió a atar a Daniel. Quizá

fuese un error, pero ya le había hechodemasiado y le parecía injusto. Y, en elfondo, Daniel no le daba miedo. Otroposible error.

Quitó sus pistolas a Batman y sacó loscargadores y percutores del fusil y laHDS. Puso el seguro a la SIG Sauer y lametió por debajo del cinturón a suespalda. Le gustaba, parecía mucho másseria que su PPK. Al pensar en ella,salió hacia las ordeñadoras parabuscarla y se la guardó al lado de la SIGSauer. Estaba más familiarizada con supropia pistola. Mejor tenerla a manotambién.

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Encontró sus zapatos, escondió lasotras armas y luego recogió el arnés demudanzas de regreso a la tienda. Elperro pesaba demasiado para levantarloa pulso o arrastrarlo, así que le pasó lascintas alrededor y se lo llevó aldormitorio. Al principio, se limitó acerrar la puerta y marcharse, porque losperros no tenían pulgares oponibles.Pero un instante más tarde cambió deopinión. Si ese perro se llamabaEinstein, a saber de qué sería capaz.Buscó algo que arrastrar contra lapuerta. Casi toda la maquinaria pesadaestaba clavada al suelo. Tras pensarunos segundos, dio la vuelta hasta elsedán plateado. Encajaba justo entre la

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carpa y las ordeñadoras. Lo moviócontra la puerta del dormitorio, apretó elparachoques frontal contra la madera ylo puso en modo de aparcado. Echótambién el freno de mano, por si acaso.

Cerró la puerta del establo y volvió aarmarla. Un rápido vistazo al exterior lereveló que estaba a punto de amanecer.

De vuelta al otro Daniel. Le costóretirar el Bat-traje. El tejido que unía lasplacas de kevlar era grueso y estabasurcado por alambres muy finos, casicomo tendones. Partió dos hojas en elintento antes de dejarlo estar cuando ibapor la cintura de Kevin. Se conformócon quitarle la parte de arriba ycachearle las piernas, que no llevaban

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tanto kevlar como para ocultar su forma.Encontró un cuchillo enfundado en laparte baja de la espalda y uno metido encada bota. Le sacó los calcetines. AKevin le faltaba el dedo meñique del pieizquierdo, pero no encontró más armas.Tampoco iban a hacerle falta si lograbaponerle las manos encima a Alex denuevo. Tenía todos los músculos delcuerpo fibrosos y duros. Su espalda eraun laberinto de cicatrices, algunas debala, otras de cortes y una quemadura delas buenas, pero la más reveladora latenía en la línea de nacimiento del pelo.Él también se había quitado elrastreador. Sin duda, ya no estaba con laCIA. ¿Sería un desertor? ¿Un agente

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doble?Pero ¿cómo había encontrado a su

hermano?Recordó el zumbido de la avioneta, el

estruendo del aterrizaje forzosoimprovisado. Había pensado que alguieniba con prisas. Que alguien sepreocupaba sobre todo del tiempo.

Se giró para mirar a Daniel. Tocabavolver a examinarlo. La vez anterior sehabía esmerado sobre todo buscando ensu espalda, así que ahora se interesómás a fondo en su abdomen, ingles ymuslos. Tendría que haberlo hechoantes, pero había malinterpretadocompletamente la situación.

Fue la idea del tiempo, la prisa con la

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que Batman había llegado y atacado, laque le había dado la pista de lo queestaba buscando. Un rastreador normal ycorriente indicaría solo dónde estaba elsujeto, y Daniel no se había alejadotanto de casa como para que su hermanomuerto entrara en pánico y se presentaraa tiro limpio. De modo que su rastreadordebía de monitorizar algo más que lamera posición, y en consecuencia estaríaalojado en un buen lugar para hacerlo.

Tuvo ganas de darse cabezazos contrala pared cuando lo vio, cuandodistinguió la pequeña tira roja de unacicatriz asomando por el borde de lacinta con que le había fijado el tubo delcatéter a la pierna. Arrancó la cinta —en

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todo caso, era mejor hacerlo con elsujeto aún inconsciente— y retiró elcatéter. Daniel no tardaría en despertar.

Era una cicatriz diminuta, sinabultamiento bajo la piel. Supuso que eldispositivo se habría implantado a másprofundidad, sin duda cerca de la arteriafemoral. Cuando su presión sanguínea sehabía disparado con la primera rondadel interrogatorio, o quizá incluso con elmiedo que había sentido al despertar, elrastreador debía de haber avisado a suhermano. Y a cualquier otra persona queestuviera vigilándolo. Había que sacarese rastreador.

Tenía tiempo antes de que Danieldespertara, así que fue a por su botiquín

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de primeros auxilios. Después deponerse guantes, insensibilizó la zona yesterilizó un bisturí, alegrándose de nohaberlos roto todos con el Bat-traje.Untó la piel con tintura de yodo ypracticó una incisión rápida y limpiasobre la antigua, aunque un poco máslarga. No tenía fórceps ni pinzas, así quetuvo que meter un dedo para hurgar concuidado. Cuando encontró eldispositivo, una capsulita del tamañoaproximado de una gragea, pudo sacarlosin demasiados problemas.

Limpió la herida y la cerró con SuperGlue.

Después trató la carne viva de susmuñecas y tobillos, limpiando y

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vendándolo todo. Por último, lo tapócon la manta y le puso la almohada.

Dejó la cápsula enfriándose sobre lamesa de acero. Si alguien vigilaba laseñal del rastreador, creería que DanielBeach acababa de morir. Tenía lasensación de que su muerte nomolestaría a nadie del departamento.Empezaba a hacerse una idea más clarade los planes del enemigo, y estababastante convencida de que no solo ibandirigidos contra ella.

Salió de la tienda para ocuparse de supropia cara, primero limpiando lasangre y luego intentando determinar lamagnitud de los daños. Tenía el labiohinchado y habría que dar un punto a la

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brecha. De momento, aplicó una gota deSuper Glue. A su mejilla le faltabanvarias capas de piel y se le iban aquedar unos ojos muy morados, a juego.La nariz también estaba hinchada ytorcida, así que aprovechó que erainmune al dolor para colocarla en susitio tan bien como pudo.

El dolor volvería bastante pronto,aunque se había administrado la dosismáxima de la droga que, en privado,llamaba «Sobrevive». No estabapensada para funcionar a largo plazo,sino para superar un ataque como el queacababa de sufrir. Se parecía a laadrenalina que su cuerpo generabanaturalmente, pero mucho más poderosa

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y con el añadido de algunos opiáceospara bloquear el dolor. «Sobrevive» nofiguraba en ningún informe, porque entresus deberes no estaba crear preparadosantitortura, pero había pensado quepodría necesitarla algún día y habíatenido razón. No era la primera vez quela usaba —había tenido una reaccióndesproporcionada a los anterioresintentos de asesinato—, pero sí laprimera vez que le habían dado unabuena paliza teniendo «Sobrevive» en suorganismo. Estaba satisfecha de suefectividad.

No tenía nada con lo que escayolarsela nariz, así que debería cuidar quéhacía con la cabeza durante una

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temporada. Por suerte, dormíabocarriba.

La cara iba a ser un problema. Unproblema de los gordos. Ya no podíaentrar en un supermercado sin llamar laatención.

Cuando hubo hecho todo lo que se leocurrió que podía hacer, se tumbó diezminutos en el catre para recuperarfuerzas, o más bien para reunir las pocasque le quedaban. La droga seguíahaciendo que se sintiera fuerte, perosabía que había sufrido algunos daños.Habría repercusiones de las queocuparse. Necesitaba tiempo parareposar y sanar, tiempo que nadie iba aconcederle.

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Decidió despertar a Daniel. CuandoBatman recobrara el sentido, cosa queocurriría al cabo de unos quinceminutos, la conversación no iba a sermuy educada. Quería poder explicarse—y disculparse— antes de queempezaran los chillidos y las amenazas

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de muerte.Reinició los protocolos del

ordenador.La mezcla química del aire se había

dispersado hacía tiempo, de modo queya no necesitaba llevar la máscaraantigás dentro de la tienda. Cogiótambién la otra máscara y pasó los dosjuegos de cintas por debajo de sucinturón, bien a mano.

En primer lugar sacó la víaintravenosa. No quería que Danielestuviera conectado a nada en absolutoal despertar. Ya había tenido suficiente.Sus venas seguían mostrando buenaspecto y fue fácil inyectarle la soluciónen la fosa cubital de su otro codo. Se

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sentó al borde de la mesa, bajada hastareposar casi en el suelo, se abrazó lasrodillas y esperó.

Daniel volvió en sí despacio,parpadeando por las luces del techo.Levantó una mano para hacerse visera yentonces cayó en la cuenta. Miró con losojos muy abiertos su mano, libre yvendada, y luego paseó la vista por todala estancia iluminada.

—¿Alex? —preguntó en voz baja.—Estoy aquí.Se volvió despacio hacia ella,

moviendo las piernas bajo la manta paracomprobar si seguía atado.

—¿Qué está pasando ahora? —preguntó con cautela, sin enfocar bien

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del todo la mirada todavía.—Te creo. Y lamento muchísimo lo

que te he hecho.Alex vio cómo lo procesaba. Con

cuidado, Daniel se apoyó sobre un codoy entonces se subió la manta, conscientede nuevo de que estaba desnudo. Eracurioso cómo reaccionaba a eso la gentesin formación médica; a los doctores lessolía traer bastante sin cuidado ladesnudez. Alex reaccionaba a ellaexactamente igual que cualquier otromédico, pero Daniel no iba a darlo porhecho. Tendría que haberse puesto labata de laboratorio.

—¿De verdad me crees? —preguntóél.

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—Sí. Sé que no eres la persona queyo pensaba. Estaba… mal informada.

Daniel se incorporó un poco más,moviéndose con tiento, como esperandoa que le doliera algo. Pero debíasentirse bien, solo cansado por losespasmos musculares. Y la partesuperior del muslo le molestaría un pococuando se pasara la anestesia local.

—Yo… —empezó a decir, y se quedómuy quieto—. ¿Qué te ha pasado en lacara?

—Es una larga historia. ¿Puedodecirte una cosa antes de contártela?

La expresión de Daniel era todapreocupación. ¿Por ella? No, no podíaser.

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—Vale —aceptó con reservas.—Mira, Daniel, lo que te he dicho

antes era verdad. No me gusta hacerdaño a la gente. No me ha gustadohacerte daño a ti. Solo lo hago cuando laalternativa es mucho más horrible.Nunca en la vida había hecho esto,causar dolor a alguien completamenteinocente. Jamás. No toda la gente queme han pedido que interrogara era igualde depravada, pero al menos todosestaban implicados en algo malo.Después comprendí, ya hace tiempo, quemis antiguos jefes son capaces derebajarse a casi cualquier cosa, peroaún no me puedo creer que meengañaran para interrogar a alguien que

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no tiene la menor culpa de nada.Daniel pensó en ello durante unos

segundos.—¿Me estás pidiendo que te perdone?—No, no te pido eso. Nunca te lo

pediría. Pero quería que lo supieras. Note habría hecho daño si no hubieracreído de verdad que podía salvarvidas. Y lo siento mucho.

—¿Y qué pasa con el traficante dedrogas y el virus? —preguntó él,inquieto.

Alex frunció el ceño.—He recibido información nueva.

Parece ser que ya se han ocupado de Dela Fuentes.

—¿No va a morir nadie?

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—Por un supervirus liberado por unzar de la droga, no.

—Eso es bueno, ¿verdad?Alex suspiró.—Sí, supongo que es la parte positiva

de lo que ha pasado aquí.—Y ahora, ¿vas a contarme lo que te

ha pasado en la cara? ¿Has tenido unaccidente? —De nuevo esa vozpreocupada.

—No. Mis heridas están relacionadascon la información nueva que te decía.

No tenía muy claro cómo darle lanoticia.

Indignación repentina. Daniel tensólos hombros.

—¿Eso te lo ha hecho alguien… a

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propósito? ¿Por hacerme daño?Desde luego, su mente no funcionaba

como la de alguien que se dedicara alnegocio de Alex. Cosas que resultaríanevidentes para cualquiera que hubieratrabajado alguna vez en algorelacionado con una misión le eran deltodo ajenas.

—A grandes rasgos —respondió.—Deja que hable con él —insistió

Daniel—. Yo también te creo a ti. Séque no querías hacerlo. Intentabasayudar.

—Pero el tema no es ese. Hum,Daniel, ¿te acuerdas de cuando te heenseñado unas fotos y has reconocido ala persona que salía pero no querías

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decirme quién era?El rostro de Daniel se bloqueó.

Asintió con la cabeza.—No te preocupes. No te estoy

pidiendo que confieses nada y esto no esun truco. No sabía que tuvieras unhermano gemelo. Lo encubrieron en elexpediente para que no…

—No, pero tampoco era Kevin —lainterrumpió—. Eso es lo que noentendía. Era clavadito a él, pero esimposible. Kevin está muerto. Murió enla cárcel el año pasado. No sabía quiénpodía ser, a no ser que en realidadfuéramos trillizos, y creo que mi madrese habría dado cuenta de… —Dejó lafrase en el aire al ver cómo cambiaba la

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expresión de Alex—. ¿Qué pasa?—No sé muy bien cómo decirte esto.—¿Decirme qué?Alex titubeó un momento antes de

levantarse y rodear la mesa. Los ojos deDaniel la siguieron y empezó aincorporarse, cuidándose de subir bienla manta alrededor de su cintura. Ella sedetuvo y miró abajo. Los ojos de Danielsiguieron su mirada.

La cara de Kevin Beach estaba giradahacia la mesa sobre la que estabasentado Daniel. Era curioso lo muchoque se parecía a él estando inconsciente,con la tensión borrada de sus rasgos.

—Kevin —susurró Daniel,palideciendo y luego sonrojándose

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vivamente.—¿Sabías que tu hermano trabajaba

para la CIA? —preguntó Alex en vozbaja.

Él levantó la mirada, boquiabierto.—No, no, estaba en la cárcel. Por

vender drogas. —Negó con la cabeza—.La cosa se puso muy mal cuandomurieron nuestros padres. Kev tocófondo. Se autodestruyó. O sea, despuésde West Point…

—¿La academia militar?—Sí —dijo él como si nada. Estaba

claro que no comprendía el significado—. Antes de las drogas, era una personadistinta. Se graduó entre los primeros dela clase. Lo aceptaron en el curso

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preparatorio de los Rangers y… —Daniel calló, analizando el rostroconcentrado de Alex.

Pues claro. Alex contuvo un suspiro,enfadada consigo misma por no habersepreocupado más de los agujeros quehabía en la información del expediente,por no dedicar tiempo a encontrar unabiblioteca apartada donde poderinvestigar con seguridad en la red todaslas relaciones familiares de Daniel.

Daniel volvió a bajar la vista hacia suhermano.

—Ahora no está muerto, ¿verdad?—Solo duerme. Despertará en unos

minutos.Daniel arrugó la frente.

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—¿Qué lleva puesto?—Algún tipo de traje blindado

militar, supongo. No es mi especialidad.—La CIA —susurró él.—Operaciones encubiertas, diría yo.

Tu hermano no se autodestruyó, solocambió de división. Por eso teníarelación con el señor de la droga.

Sus ojos muy abiertos se estrecharon.—¿Ayudaba al señor de la droga con

el virus? —preguntó en voz muy baja.—No. Desmanteló su operación, en

realidad. Básicamente estamos en elmismo bando, aunque mirándonos nuncalo dirías. —Dio un golpecito con el pieen su cuerpo caído.

La cabeza de Daniel se volvió de

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golpe hacia ella.—¿Kevin te ha hecho eso en la cara?

—Era curioso, pero sonaba más molestopor eso que por la idea de que suhermano fuera un asesino criminal.

—Sí, y yo le he hecho esto a él. —Otro golpecito.

—Pero ¿va a despertarse?Alex asintió. Tenía cierto dilema con

la perspectiva de que Batmandespertara. No iba a ser bonito. YDaniel estaba siendo muy amable dadala situación, muy amable con ella. Lomás probable era que eso cambiara en elmomento en que su hermano empezase ahablar.

Los labios de Daniel se curvaron un

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poquito hacia arriba, mirando la espaldadesnuda de su hermano.

—Entonces, ¿has ganado tú?Alex rio.—Temporalmente.—Él es mucho más grande que tú.—Te diría que yo he sido más lista,

pero la verdad es que he cometidoerrores bastantes graves con laseguridad de este sitio. Creo que estavez ha sido cuestión de suerte.

Daniel hizo ademán de levantarsepero se detuvo.

—¿Mi ropa está por aquí en algúnsitio?

—No, lo siento. Creía que podíaocultar dispositivos de rastreo. He

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tenido que quitártela y tirarla.Daniel volvió a sonrojarse, de nuevo

hasta aquel punto de su pecho.Carraspeó.

—¿Por qué iba alguien a rastrearme amí?

—Bueno, en ese momento pensabaque quizá el señor de la droga estuvieravigilándote. O que fueses una trampa ymi departamento estuviera usándote parallegar a mí. Lo que, por cierto, se acercaun poco más a la verdad.

Daniel frunció el ceño.—Estoy muy confundido.Alex le hizo un resumen tan

esquemático como pudo. Mientrashablaba, Daniel se levantó con la manta

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enrollada a la cintura como una toallaextragrande y empezó a pasear adelantey atrás frente al cuerpo de su hermano.

—¿Te han intentado matar cuatroveces? —preguntó cuando ella huboterminado.

—Cinco ya, me parece —respondióAlex, señalando a Batman con los ojos.

—No puedo creer que Kevin estévivo. —Suspiró. Dobló sus largaspiernas bajo la manta y se sentó en elsuelo junto a la cabeza de su hermano—.No puedo creer que me mintiera. Nopuedo creer que me dejara pensar queera un delincuente… No puedo creerque me dejara pensar que habíamuerto… No puedo creer la de veces

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que le visité… ¿Tú sabes cuánto setarda en llegar en coche desdeWashington a Milwaukee?

Miró en silencio a su hermano y Alexle concedió un momento. No podía niimaginarse cómo se sentiría si Barnabyvolviera a su vida sin previo aviso.¿Cómo se procesaba una cosa así?

—Cuando despierte —musitó Danielcon suavidad—, voy a darle un puñetazoen la garganta.

Bueno, esa era una forma deprocesarlo.

—¿Por qué está esposado? —preguntó Daniel.

—Porque en el momento en querecobre la conciencia, va a intentar

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matarme.Ojos como platos de nuevo.—¿Qué?—No es difícil de entender. Cuando

entró por el techo, solo sabía quealguien te estaba haciendo daño. Solome dejó vivir porque no estaba segurode que estuvieras bien de verdad. Porejemplo, a lo mejor tenía que darte unantídoto o algo por el estilo. Estoybastante convencida de que, si no lehubiera tomado la ventaja durante unsegundo, me habría pegado un tiro encuanto despertaras.

Se notaba que Daniel no la creía.Estaba negando con la cabeza, con lascejas tensas, molesto. Le caían rizos por

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la frente, todavía un poco húmeda desudor. Costaba creer que hubieratranscurrido tan poco tiempo, pero habíacambiado todo. Y Alex necesitaba unplan nuevo.

¿Era seguro volver a su casa másreciente, al sitio donde vivía cuandoCarston se puso en contacto con ella?Desde luego, sería lo más fácil. Allítenía comida y no habría necesidad deque nadie le viera la cara hasta quevolviera a tener un aspecto normal. Nocreía haber puesto en peligro la casa…

Pero ¿luego, qué? ¿Cuántos de susahorros se había fundido por aquellaestúpida trampa? ¿Cuánto le duraría loque le quedaba?

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Carston sabía de su presencia eninternet, así que sería arriesgado buscartrabajo de verdad por ese medio. Aldepartamento no le hacía falta saberdónde estaba para tenerla atada de piesy manos.

Algo le tocó la pierna y Alex saltó,pero era solo la mano de Daniel.

—No quería asustarte, perdona.—No te disculpes.—Es que pareces muy preocupada.

Tranquila, puedo hablar yo con Kevin.Ella sonrió sin humor.—Gracias, pero ahora mismo no es

Lázaro lo que me preocupa.—Te preocupa tu departamento.Alex se volvió, fue hasta su

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ordenador y apoyó la mano contra labarra espaciadora. Con un poco desuerte, no parecería un gesto deliberado.

—Sí —respondió sin mirar a Daniel—, podría decirse que sí.

Por el rabillo del ojo, captó una brevearritmia en la respiración de Kevin antesde que volviera a normalizarse. Menosmal que se había apartado. Desde luego,ya no le convenía lo más mínimo estar asu alcance.

—¿Hay…? No sé, ¿hay algo quepueda hacer para ayudar? —preguntóDaniel, muy serio.

Alex se lo quedó mirando,sorprendida de notar el escozor de laslágrimas en los ojos.

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—No creo que merezca tu ayuda,Daniel.

Él respondió con un sonido gutural yexasperado.

—Y en realidad —siguió diciendoAlex—, ya tienes bastantes problemas.

Estaba claro que Daniel no habíapensado en las implicaciones a largoplazo de lo ocurrido.

—¿A qué te refieres?—Ahora tú también eres un objetivo.

Acabas de enterarte de un montón decosas que no deberías saber. Si vuelvesa casa, si vuelves a tu vida normal,acabarán con ella.

—¿No… puedo… volver?Estaba aturdido por completo. Alex

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notó que se acumulaba la pena en suinterior. Recordó de nuevo lo distintaque era la vida de Daniel de la suya.Seguramente creía que podía arreglarlotodo contratando a un abogado oescribiendo a su congresista.

—Pero, Alex, tengo que volver. ¡Miequipo está jugando el campeonato!

No pudo evitarlo. Se echó a reír y elescozor se convirtió en lágrimas deverdad. Vio la cara que puso Daniel ymovió la mano a modo de disculpa.

—Perdona —dijo con la respiraciónentrecortada—. En realidad no tieneninguna gracia. Lo siento. Creo que seme están empezando a pasar losanalgésicos.

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Daniel se apresuró a levantarse.—¿Necesitas algo? ¿Una aspirina?—No, estoy bien. Es solo que

después del subidón llega el bajón.Daniel se acercó y dejó caer con

delicadeza una mano sobre su brazo.Alex notó la punzada, señal de que suscardenales empezaban a recuperar lasensibilidad. Iba a ser un día muy duro.

—¿Seguro? —preguntó él—. ¿Noquieres que te traiga nada?

—¿Por qué estás siendo tan amableconmigo?

Daniel la miró, sorprendido.—Ah. Supongo que tienes motivo

para preguntarlo.«Por fin», pensó Alex. Había

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empezado a preocuparse por si la drogaque había usado para secuestrarlo, la«Sigue al líder», tenía algún efectoneurológico permanente que habíanpasado por alto en las pruebas.

—Escucha —le dijo—. Cuando hayahablado un momento con Kevin,recogeré mis cosas y te daré la llavepara que puedas soltar a tu hermanocuando yo esté en mi coche.

—Pero ¿dónde vas a ir? ¿Qué pasacon tus heridas?

—Estás siendo amable otra vez,Daniel.

—Lo siento.Alex rio de nuevo. La risa terminó en

un gallo muy parecido a un sollozo.

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—No, en serio —dijo él—, no hacefalta que te marches ahora mismo.Tienes pinta de necesitar un poco desueño y atención médica.

—No está previsto. —Se sentó en lasilla frente al escritorio, esperando queDaniel no viera lo agarrotada y cansadaque estaba.

—Ojalá pudiéramos hablar un pocomás, Alex. No sé lo que tengo que hacerahora. Si decías en serio eso de que nopuedo volver… No sé ni cómo empezara pensar en eso.

—Lo digo en serio. Y lo siento. Perocreo que tu hermano podrá explicarte losdetalles. Me parece que se le da mejoresconderse que a mí.

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Daniel miró dubitativo a su hermano,vestido con medio Bat-traje.

—¿Tú crees?—¿No estás de acuerdo, Kevin? —

preguntó. Estaba bastante segura de quellevaba al menos unos minutosdespierto.

Daniel cayó de rodillas junto a suhermano.

—¿Kev?Despacio, con un suspiro, Kevin giró

la cabeza para mirar a su hermano.—¿Qué hay, Danny?Daniel se inclinó y le dio un abrazo

incómodo. Kevin dio unas palmaditas enel brazo de Daniel con su mano libre.

—¿Por qué, Kevin, por qué? —

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preguntó Daniel con una vozamortiguada por el pelo de Kevin.

—Intentaba mantenerte a salvo,chaval. A salvo de gente como esa… —Y añadió varias descripciones pocofavorecedoras de Alex, que conocíatodas las palabras individualmente perono las había oído nunca combinadas deese modo.

Daniel se apartó de golpe y dio uncachete a Kevin en la cabeza.

—No hables así.—¿Estás de cachondeo? Esa

psicópata te ha torturado.—Ha sido poco tiempo. Y solo lo ha

hecho porque…—¿Estás defendiendo a esa…? —

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Seguido de más creatividad.Daniel volvió a darle un cachete. No

fue fuerte, pero Kevin no estaba dehumor para juegos. Cogió la mano deDaniel y la retorció en una posicióndesagradable. Consiguió meter la rodilladerecha bajo el cuerpo e intentó dar untirón a la mesa. Las ruedas bloqueadasrechinaron contra el suelo cuando laplancha metálica se desplazó unoscentímetros.

Alex abrió mucho los ojos. Esa mesadebía de pesar casi doscientos kilos.Alejó un poco más su silla.

Daniel forcejeó con la mano libre,intentando escapar de la presa de suhermano.

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—Como no lo sueltes, vuelvo agasearte —prometió Alex a Kevin—. Lomalo es que el producto que uso sí quetiene algunos efectos secundariosnegativos. Solo mata un pequeñoporcentaje de tus neuronas en cada uso,pero con el tiempo se van acumulando.

Kevin soltó la mano de Daniel, lamiró una vez con rabia y luego seconcentró en su hermano.

—Danny, escúchame —dijo entredientes—. Eres más grande que ella.Coge las llaves y abre estas… —Depronto se le congeló el gesto, se pusorojo como un tomate y las venas de sufrente palpitaron al ritmo de suspalabras—. ¿Dónde está mi perro? —

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gritó a Alex. La mesa chirrió a lo largode otro centímetro de suelo.

—Durmiendo en la habitación deatrás. —Tuvo que esforzarse encontrolar la voz—. Pesa menos que tú,así que el efecto del gas tardará más enpasársele.

Daniel se estaba frotando la muñecacon cara de confusión.

—¿Perro?—Como no esté del todo… —empezó

a amenazar Kevin.—Tu perro estará bien. Y ahora, tengo

que hacerte unas preguntas.Daniel la miró con ojos enloquecidos.—¿Qué?Alex lo miró y negó con la cabeza.

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—No de esa manera. Será solo unintercambio normal de información. —Volvió la cabeza de nuevo hacia Kevin—. ¿Podemos hablar con tranquilidadunos minutos, por favor? Luego te dejaréen paz.

—Ni en sueños, psicópata. Tú y yotenemos asuntos pendientes.

Alex enarcó las cejas por encima desus ojos morados.

—¿Podemos hablar unos minutosantes de que te induzca un coma,entonces?

—¿Por qué iba a hacerte ningúnfavor?

—Porque está en juego la seguridadde tu hermano y se nota que es algo que

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te importa.—Tú eres la que ha metido a Daniel

en esto.—Eso no es exacto del todo. Esto

tiene que ver tanto contigo comoconmigo, Kevin Beach.

Kevin la fulminó con la mirada.—Ya me caes fatal, amiga. De verdad

que no te interesa reforzar esasensación.

—Relájate, operaciones encubiertas.Tú escúchame.

Los ojos de Daniel pasaban de uno ala otra como los de un espectador en unpartido de tenis.

Kevin la miró con ira.—¿La CIA cree que estás muerto? —

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preguntó ella.Kevin dio un gruñido.—Me lo tomo como un sí.—Pues claro que es un sí,

condenada…Daniel le dio un revés en el cogote y

se apresuró a apartarse mientras Kevinintentaba agarrarlo. Luego Kevin volvióa centrarse en ella.

—Y seguirá siendo así. Estoyretirado.

Ella asintió, rumiando. Abrió undocumento en blanco en su ordenador ytecleó una serie de términos médicosaleatorios.

—¿Qué escribes ahí?—Tomo notas. Teclear me ayuda a

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pensar.En realidad, estaba segura de que

Kevin se daría cuenta si seguía tocando«por casualidad» el ordenador paramantenerlo despierto, y era posible quevolviera a necesitar esa trampa.

—¿Qué importancia tiene? Morí.Daniel ya no debería seguir siendo unobjetivo.

—¿Es que era un objetivo? —preguntó Daniel.

Kevin se incorporó sobre el hombroderecho y se inclinó hacia su hermano.

—Yo trabajaba infiltrado, chaval.Cualquiera que me relacionara contigote habría usado para tener ventaja sobremí. Es uno de los inconvenientes del

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trabajo. Por eso hice toda aquella farsade la cárcel. Mientras Kevin Beach yano existiera sobre el papel, los malos nopodrían saber de ti. Llevo mucho tiemposin ser Kevin.

—Pero cuando te visitaba…—La Agencia tenía un acuerdo con el

alcaide. Cuando ibas para allá, si podía,llegaba en avión y me reunía contigo. Sino estaba disponible…

—Por eso estabas en aislamiento. Opor eso decían que estabas enaislamiento. No era por peleas.

—Exacto.—No puedo creer que me mintieras a

la cara tantos años.—Era lo único que podía hacer para

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que estuvieras a salvo.—¿No se te ocurrió…, yo qué sé,

cambiar de trabajo?Alex intervino cuando las venas de la

frente de Kevin empezaron a hincharsede nuevo.

—Esto…, ¿podríamos dejar lareunión dramática para más tarde? Creoque lo tengo resuelto. Escuchadme, porfavor. Y Kevin, ya me lo dirás si meequivoco, estoy segura.

Dos caras casi idénticas lacontemplaron con gestos casi opuestos.

—Vale —prosiguió—. Kevin, túsimulaste tu muerte después del trabajocon De la Fuentes, ¿verdad? —Kevin nole dio ninguna respuesta, así que siguió

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hablando—. Eso fue hace seis meses,has dicho. La única conclusión es que ala Agencia le preocupaba que no hubieracadáver…

—No, cadáver había.—Pues les preocupaban las

contradicciones respecto a ese cadáver—replicó ella—. Y se les ocurrió unplan para hacerte salir, por si acaso.

Kevin guardó silencio, pensativo.Conocía a sus antiguos jefes, igual queella conocía a los suyos.

—Daniel es tu punto débil. Comodecías, es su ventaja sobre ti. Y losaben. Decidieron llevárselo, a ver quépasaba. Pero saben de lo que eres capaz,y nadie quería que lo pillaran con las

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manos en la masa si resultaba queseguías vivo.

—Pero… —empezó a decir Kevin.Se interrumpió, probablementecomprendiendo que lo que fuese aargumentar no se sostenía.

—Tú eres un problema para la CIA.Yo soy un problema para midepartamento. Los altos mandos denuestros antiguos empleos son uña ycarne. Así que me ofrecieron un trato:«Haz un trabajo para nosotros ydejaremos de perseguirte». Debían detenerlo muy organizado cuando mecontactaron. Alteraron los informes y seprepararon para contarme el cuento deuna crisis a la que no podría dar la

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espalda. Nadie me ataca porque ya hansacrificado a tres efectivos en el intentoy no quieren más pérdidas. Sabían queacudiría lista para ese tipo de cosas.Pero si tú eras lo bastante bueno, a lomejor podría no estar preparada para ti.

A Kevin le había cambiado la caradurante la explicación.

—Y, en cualquier caso —concluyó—,un problema se resuelve.

—Es una trama elaborada. Suena mása tu agencia que a la mía, si tuviera queapostar.

—Sí, la verdad es que suena bastantea ellos —convino él a regañadientes.

—Así que nos juntan como aescorpiones en un frasco y lo agitan —

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dijo ella—. De un modo u otro, seapuntan un tanto. A lo mejor, si tienenmucha, mucha suerte, nos matamos eluno al otro. O al menos el vencedorqueda debilitado. Desde su punto devista, no tienen nada que perder.

Y lo cierto era que a ella la habíandebilitado: habían mermado susrecursos y le habían causado dañofísico. Éxito parcial para ellos.

—Y les trae sin cuidado que mihermano esté atrapado también en elfrasco —añadió Kevin, iracundo—.Solo que él es una hormiga, no unescorpión. Lo meten dentro sin más, sinimportar que esté completamenteindefenso.

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—Oye —protestó Daniel.—Sin ánimo de ofender, Danny, eres

tan peligroso como unos calcetinestejidos a mano.

Daniel abrió la boca para replicar,pero lo interrumpió un agudo gemidoprocedente del dormitorio. Lo siguieronunos rugidos furiosos y unos pocosladridos fuertes, y luego estruendososzarpazos contra la puerta de madera.

Alex se alegró de haberse tomadotantas molestias para encerrar al lobo.

—Está nervioso —la acusó Kevin.—El perro está bien. Ahí atrás hay un

váter, así que ni siquiera sedeshidratará.

Kevin se limitó a levantar las cejas,

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no tan preocupado por el animal comoella había esperado. Los ladridos y losgruñidos no cesaron.

—¿De verdad te has traído un perro?—preguntó Daniel.

—Es más bien un compañero. —Miróhacia Alex—. Bueno, ¿y ahora qué? Suplan ha fracasado.

—Por poco.Kevin enseñó los dientes al sonreír.—Si quieres, echamos otra ronda.—Por más que me gustaría inyectarte

unas cuantas cosas, prefiero no darles lasatisfacción.

—Me parece bien.El perro no había dejado de rascar y

gruñir durante toda la conversación.

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Alex se estaba poniendo de los nervios.—Pero sí que tengo un plan.Kevin puso los ojos en blanco.—Seguro que tú siempre tienes un

plan, ¿verdad, canija?Alex lo miró sin expresión en los

ojos.—No puedo confiar en el músculo,

así que confío en el cerebro. Parece quetú tienes el problema opuesto.

Kevin soltó una carcajada burlona.—Esto…, Kev —terció Daniel—, me

gustaría señalar que estás encadenado alsuelo.

—Cállate, Danny.—Por favor, chicos, ¿me concedéis un

segundo más de vuestro tiempo? —

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Esperó hasta que los dos la miraron—.Os cuento el plan. Yo escribo un e-maila mi exjefe. Le digo que he averiguadola verdad, la auténtica, y que los dosestáis eliminados. Que no me haceninguna gracia esta manipulación y que,si intenta contactar conmigo otra vez decualquier modo, haré una visita personala su despensa.

—¿Te atribuyes la victoria? —preguntó Kevin en tono incrédulo—.¡Venga ya!

—Encadenado al suelo —murmuróDaniel entre dientes.

—Es un regalo que te hago —replicóella—. Así vuelves a estar muerto.Nadie os buscará a ninguno de los dos.

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La expresión cínica de Kevin sedisolvió. Por un instante, se hizo muchomás evidente que eran gemelos.

El perro sonaba como una aullantetrituradora de madera en la habitaciónde al lado. Aunque en realidad nuncahabía pensado quedarse en el lugar pararecuperar la fianza, estaba claro que laopción había desaparecido.

—¿Por qué nos harías ese favor? —preguntó Kevin.

—Lo hago por Daniel. Se lo debo.Tendría que haber sido más lista. Nodebería haber mordido el anzuelo.

Ahora lo veía todo tan evidente. ¿Porqué se había escurrido de su vigilanciacon tanta facilidad? Porque no la había.

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¿Por qué había sido tan sencillosecuestrar a Daniel? Porque nadieintentaba impedírselo. Hasta le habíandado sin la menor sutileza una fechalímite que le dejaba tiempo de sobrapara actuar. Qué vergüenza.

—¿Y qué pasará contigo? —preguntóDaniel en voz baja. Alex casi tuvo queleerle los labios por el ruido del perro.

—Aún no lo tengo decidido.Se había enterado de algunas cosas

durante aquella demostración deingenuidad, quizá cosas que no queríanque supiera.

No iba a haber ningún helicóptero,ningún equipo de eliminación. Carston—el único nombre del que estaba segura

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hasta el momento— y quienesquiera quetambién la quisieran muerta solo habíanenviado a asesinos solitarios de vez encuando porque era lo único de quedisponían. Si sus enemigos se habíanvisto abocados a aquella estrambóticacolaboración, sabía que no era porque eldepartamento no tuviera recursos. Solopodía deberse a que su caso no estabaen boca de todos. Y Carston —yquienesquiera que fuesen sus cómplices— no podía permitirse que pasara aestarlo.

Al ver la necrológica de JulianaFortis y leer sobre su incineración,había dado por hecho que todos losimplicados estaban al tanto del engaño.

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Pero ¿y si eran solo unas pocas personasclave? ¿Y si Carston había prometido asus superiores que cumpliría la misión yluego le había dado miedo reconocerque había fallado el primer golpe?

O una idea revolucionaria: ¿y si casitodo el departamento creía que deverdad había sido un accidente delaboratorio, que Barnaby y ella habíanmezclado los tubos de ensayo que nodebían y habían palmado juntos? ¿Y silos superiores de Carston no la habíanquerido muerta? ¿Y si solo eran esospocos individuos clave los que habíanquerido asesinarla y ahora tuvieran quemantener ocultos sus intentos determinar el trabajo? Eso lo cambiaría

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todo.Encajaba. Cuadraba con los hechos.La hacía sentirse más fuerte.Los que habían dispuesto su muerte

habían tenido miedo de lo que sabía,pero nunca la habían temido a ella.Quizá hubiera llegado el momento deque eso cambiara.

Hubo un repentino ruidoensordecedor, una sonora explosión demadera al partirse. Y entonces losrugidos enfurecidos llegaron desdemucho más cerca.

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Le costó un segundo comprender loque había ocurrido, y para entonces ellobo rabioso ya estaba entrando a lacarrera en la carpa.

Por lo visto, aún fluía algo deadrenalina por su cuerpo. Ya estabasubida al escritorio antes de que el

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animal terminara de entrar y su sistemanervioso, insatisfecho con la distancia,la lanzó hacia la estructura de PVC deltecho antes de que Alex pudiera darsecuenta de lo que hacía. Se agarró con lasdos manos, subió las piernas, cruzó lostobillos en torno a la tubería y porúltimo la rodeó también con los codos.Giró la cabeza para ver y descubrió quetenía al monstruo justo debajo, con lasenormes garras apoyadas en elescritorio y el cuello estirado parahincarle los dientes. Una zarpa aporreóel teclado, qué mala suerte. En esemomento un poquito de gas le habríavenido de maravilla, y llevaba las dosmáscaras encima.

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El perro gruñó y babeó por debajomientras Alex intentaba seguir agarrada.Había usado tuberías de la clase 200,resistentes y con un diámetro de 13centímetros, pero la suya aún temblabapor el repentino añadido de su peso.Estaba segura de que lo soportaría… amenos que alguien atacara la base.Esperaba que a Kevin no se le ocurriera.

Kevin se echó a reír. Alex podíaimaginar qué aspecto tenía en esosmomentos.

—¿Quién está encadenado al sueloahora, eh? —preguntó Kevin.

—Sigues siendo tú —musitó Daniel.Al oír la voz de su amo, el perro dio

un suave gemido y miró alrededor. Saltó

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del escritorio y fue a examinar a Kevin,tras un gruñido de despedida endirección a Alex. Kevin le acarició lacara mientras el animal se agachabapara lamerle, sin dejar de dar gemidosansiosos.

—Estoy bien, socio. Estoy bien.—Cómo se parece a Einstein —

comentó Daniel, maravillado. El perromiró arriba, en guardia ante el sonido deuna voz nueva.

Kevin dio unas palmaditas en el piede Daniel.

—Buen chico, es colega. Es colega.—Sonó como otra orden.

Y en efecto, la enorme bestia dejó degemir y se acercó a Daniel meneando la

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cola con vigor. Daniel le acarició lagigantesca cabeza como si fuera lo másnatural del mundo.

—Este es Einstein III.Daniel metió los dedos en su grueso

pelaje para rascarlo, admirado.—Es una preciosidad.A Alex se le empezaban a cansar los

brazos. Intentó cambiar de postura sindejar de mirar abajo y el animal volvióde un salto al escritorio, gruñendo denuevo.

—¿Hay alguna posibilidad de quellames a tu perro? —preguntó,intentando mantener la compostura.

—Puede ser. Si me tiras las llaves.—Y si te doy las llaves, ¿no me

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matarás?—Ya he dicho que llamaría al perro.

No seas avariciosa.—Pues entonces me quedaré aquí

hasta que el gas os tumbe a todos.Seguro que Daniel tiene neuronas desobra.

—Ya, pero creo que no le hará falta.Porque aunque Einstein no llegue dondeestás, Daniel sí. Y si te llega el gasdespués de que Daniel te quite esasmáscaras…, bueno, está claro que caerinconsciente al suelo no te matará, perotampoco te sentará bien.

—¿Por qué iba a hacer algo así? —preguntó Daniel.

—¿Qué? —se sorprendió Kevin.

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—Está en nuestro bando, Kev.—Eh, un momento. ¿Te has vuelto

loco? Aquí hay dos bandos muydistintos, chaval. Tu hermano está en unoy la sádica que te ha torturado está en elotro. ¿En qué bando estás tú?

—En el bando de la razón, supongo.—Bien —gruñó Kevin.—Eh…, ese bando no es el tuyo, Kev.—¿Qué?—Cálmate. Escucha, déjame que

negocie una tregua.—No puedo creer que no estés

intentando estrangularla por iniciativapropia.

—Solo hacía lo que habrías hecho túen su lugar. Sé sincero, si supieras que

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un desconocido iba a matar a millonesde personas y tuvieras que averiguarcómo impedirlo, ¿qué harías?

—Encontrar otra solución. Que es loque hice. Escúchame, Danny, estás fuerade tu terreno. Yo conozco a las personascomo ella. Están enfermas. Sacan unplacer retorcido del dolor de los demás.Son como serpientes venenosas, mejorno darles la espalda.

—Ella no es así. ¿Y a ti qué más teda, de todas formas? Al que hantorturado es a mí. ¿Qué sabrás tú decómo es eso?

Kevin se lo quedó mirandoinexpresivo un momento y despuésseñaló con su mano izquierda atada su

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pie izquierdo atado. Movió los cuatrodedos.

Daniel tardó unos segundos encomprenderlo y dio un respingohorrorizado.

—Aficionados —se burló ella desdeel techo.

—No sé yo —dijo Kevin conserenidad—. A mí me parecieronbastante buenos.

—¿Consiguieron lo que querían?Kevin hizo un sonido de incredulidad

desde el fondo de la garganta.—¿Estás de coña?Alex enarcó una ceja.—Lo que te decía.—¿Y tú podrías haberme hecho

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hablar?Los labios de Alex compusieron una

sonrisa oscura.—Ni lo dudes.Por el rabillo del ojo, vio que Daniel

se estremecía.El perro había dejado de hacer ruido

pero seguía alerta debajo de ella. Noparecía muy seguro de la situación,oyendo a su amo hablar con tanta calmaa su objetivo.

—Ah, ya sé quién eres —dijo Kevinde pronto—. Sí, esa chica. Me llegaronrumores sobre ti. Exageraciones. Decíanque no fallabas nunca. Que rozabas laperfección.

—No eran exageraciones.

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Kevin no pareció creerla.—Trabajabas con el viejo ese, el

Científico Loco, lo llamaban. A ti en laAgencia te llamaban Oleander. No heatado cabos antes porque oí que los doshabíais muerto en un accidente delaboratorio. Además, siempre habíaimaginado que Oleander sería guapa.

Daniel empezó a decir algo, pero ellalo interrumpió:

—¿Oleander? Qué mote másespantoso.

—¿Eh?—Nerium Oleander… ¿Una flor? —

rezongó para sí—. Qué cosa más pasiva.Los venenos no son los que envenenan,solo un agente inerte.

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—¿Cómo te llamaban en tu unidad?—La Química. Y el doctor Barnaby

no era un científico loco. Era un genio.—Viene a ser lo mismo —observó

Kevin.—Volvamos a esa tregua que decía —

se inmiscuyó Daniel. Por cómo mirabalas manos y los brazos de Alex, supusoque quizá hubiera adivinado lo muchoque le dolían—. Alex me dará lasllaves, y Kevin, tú llamarás a Einstein.Cuando crea que todo está bajo control,te soltaré. Alex, ¿confías en mí?

La miró con sus ojos color avellana,amplios y claros, mientras Kevinfarfullaba incoherencias furiosas.

—Las llaves están en el bolsillo

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delantero izquierdo de mis vaqueros. Telas pasaría, pero, si suelto las manos,caeré.

—¡Ten cuidado, te clavará algunacosa!

Daniel no pareció oír la advertenciade su hermano. Cuando se subió a lasilla, su cabeza quedó por encima de lade ella. Tuvo que agacharse, con lacabeza contra el techo de goma espuma.Le puso una mano bajo la espalda parasoportar parte de su peso mientrasregistraba su bolsillo con delicadeza.

—Siento la ineptitud social de mihermano —susurró—. Siempre ha sidoasí.

—¡No te disculpes por mí, idiota! —

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bramó Kevin.Daniel sonrió a Alex, sacó la llave y

bajó. En realidad, ella estaba deacuerdo con Kevin. ¿Cómo podía Danielportarse así con ella? ¿Dónde estaba elresentimiento que sería lo más naturaldel mundo? ¿Dónde estaba el deseohumano de venganza?

—Tengo las llaves, Kev. ¿Tienescorrea para el perro?

—¿Correa? ¡Einstein no necesitacorrea!

—¿Qué sugieres entonces?Kevin le lanzó una mirada

amenazante.—Muy bien. De todas formas,

preferiría matarla en persona. —Silbó al

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perro—. Relaja, Einstein.El perro, que había seguido a Daniel

con aprensión mientras se acercaba aAlex, volvió tranquilo junto a la cabezade su amo y se sentó, con la lenguacolgando de lo que parecía ser unasonrisa. Una sonrisa llena de dientes.

—Suéltame.—Las damas primero. —Daniel

volvió a subirse a la silla y ofreció lamano a Alex—. ¿Necesitas ayuda?

—Eh…, creo que puedo.Dejó caer las piernas hacia el

escritorio y estiró los brazos paraintentar tocar la superficie con laspuntas de los pies. ¿Cómo había subidohasta allí arriba? Las manos empezaron

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a resbalar.—Te tengo.Daniel la cogió por la cintura

mientras caía y la depositó con cuidadosobre sus pies, uno en el escritorio y elotro con un traqueteo metálico en labandeja de escenografía. Se le aflojó lamanta que llevaba como falda y seapresuró a asir el tejido y ceñírselo.

—No me lo puedo creer —murmuróKevin.

Alex se quedó quieta, mirando cautaal perro.

—Si intenta cualquier cosa —lesusurró Daniel—, lo distraeré. Losperros me adoran.

—Einstein no es tonto —masculló

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Kevin.—Mejor que no haya que

comprobarlo. Te toca. —Daniel bajó dela silla y se agachó al lado de Kevin.

Alex se deslizó al suelo desde elescritorio haciendo el menor ruidoposible y extendió un brazo hacia elteclado. El perro no reaccionó: estabamirando cómo Daniel liberaba a su amo.Alex abrió las preferencias del sistema.El salvapantallas no era el único métodopara liberar el gas somnífero y seguía enposesión de las dos máscaras.

Pero sabía que hacerlo solocomplicaría las cosas. De momento,tendría que confiar en que Danielpudiera manejar a Kevin. Se acomodó

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en la silla.Daniel había empezado por el tobillo

y trabajaba despacio porque no apartabala otra mano de su manta.

—Trae la llave, ya lo hago yo —dijoKevin.

—Ten paciencia.Kevin dio un sonoro bufido.La llave giró y al instante Kevin tenía

los pies en el suelo, acuclillado junto ala sujeción de su brazo. Arrancó la llavede la mano de Daniel y en menos de unsegundo se había soltado la muñeca. Seirguió, estiró el cuello y tensó losmúsculos de la espalda. Las piezas deltorso de su Bat-traje le colgaban de lacintura como una falda vanguardista. El

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perro seguía a sus pies. Kevin se dirigióa Alex.

—¿Dónde están mis armas?—Asiento trasero del coche.Kevin salió de la carpa malhumorado

y sin mediar más palabra, seguido por elperro.

—¡No abras la puerta ni las ventanas!—le gritó Alex—. Está todo armadootra vez.

—¿El coche tiene alguna trampa? —preguntó él desde fuera.

—No.Y un segundo más tarde:—¿Dónde están los cargadores? ¡Eh!

¿Dónde están los percutores?—Percutores en la nevera, balas en el

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lavabo.—¡Venga ya, por favor!—Lo siento.—Quiero que me devuelvas la SIG

Sauer.Alex torció el gesto pero no

respondió. Se levantó, agarrotada. Yapuestos, podía desarmar las trampas.Era hora de marcharse.

Daniel estaba de pie en el centro de latienda, con la mirada fija en la mesaplateada. Tenía una mano cerrada sobreel portasuero, como para sostenerse.Parecía desorientado. Alex se acercó aél con reparo.

—¿Crees que estarás bien? —lepreguntó.

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—No tengo ni idea. No entiendo loque se supone que debo hacer ahora.

—Tu hermano tendrá un plan. Haestado viviendo en alguna parte y seguroque tiene sitio para ti.

Él la miró.—¿Es duro?—¿El qué?—Huir, esconderse.Alex abrió la boca para decirle algo

tranquilizador, pero se lo pensó mejorantes de hablar.

—Sí, es bastante duro. Teacostumbras. Lo peor es la soledad, y túno tendrás que sufrirla, así que ahí tienesuna pequeña ventaja sobre mí.

No le dijo que, en su opinión, la

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soledad podía ser mejor compañera queKevin Beach.

—¿Tú te sientes sola muchas veces?Alex intentó quitar hierro al asunto.—Solo cuando no tengo miedo. Así

que no, no muchas veces.—¿Has decidido qué vas a hacer

ahora?—No. La cara es un problema, tal y

como estoy no puedo andar por ahí. Lagente me recordaría, lo que es unpeligro. Tendré que esconderme enalgún sitio hasta que se me baje lahinchazón y los moratones se aclaren losuficiente para taparlos con maquillaje.

—¿Dónde te escondes? No entiendocómo funciona esto.

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—Puede que me toque acampar unatemporada. Tengo algo de comidaguardada y mucha agua. Ah, por cierto,no bebas el agua de la nevera sinconsultarme antes, la parte izquierdaestá envenenada. En fin, a lo mejorbusco algún lugar remoto y duermo en elcoche hasta que me haya recuperado unpoco.

Daniel parpadeó unas pocas veces,quizá descolocado por lo del veneno.

—Pero tal vez sí podamos hacer algocon tu problema de visibilidad —le dijoen tono más ligero, tocando su manta conun dedo—. Me parece que hay ropaarriba, en la casa. No creo que sea de tutalla, pero mejor que lo que llevas ahora

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sí será.El alivio inundó los rasgos de Daniel.—Sé que es una tontería, pero en

realidad creo que me ayudaría bastante.—Muy bien. Pues déjame que apague

la trampa de gas letal. Al final renunció a la SIG Sauer, aunquede mala gana. Le gustaba su peso.Tendría que buscarse una igual.

Las cosas de los propietarios de lagranja estaban almacenadas en eldesván, dentro de varias cómodas conseis o siete décadas de antigüedad. Senotaba que el hombre era mucho másbajito y grueso que Daniel. Alex dejó

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que este lidiara con el problemamientras volvía al establo para cargar elcoche.

Cuando entró, Kevin estaba allí,enrollando fuerte una tela negra enormepara poder llevarla bajo el brazo. Alextardó un momento en comprender que latela era un paracaídas. Mantuvo ladistancia mientras Kevin trabajaba, perola tregua parecía sólida. Por algúnmotivo, Daniel se había interpuestoentre ella y la hostilidad de su hermano.Ni ella ni Kevin comprendían por qué lohacía, pero a Kevin le importabademasiado Daniel para traicionar suconfianza aquel día, y más con lo dolidoque estaba por los años y años de

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mentiras.O, al menos, eso se dijo Alex para

atreverse a pasar junto al perro hacia sucoche.

Tenía el tranquillo cogido a hacer lasmaletas y no le costó demasiado.Cuando había salido para reunirse conCarston, había almacenado sus cosas ydesmantelado la seguridad de la casaalquilada, por si acaso no volvía. Unade sus pesadillas recurrentes era que eldepartamento la atrapara estando fuera yalgún propietario inocente y confiadomuriera al entrar. Lo había guardadotodo fuera de Washington y había pasadoa recogerlo cuando empezó a organizarel Proyecto Interrogar al Profesor.

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Ahora lo metió todo en las bolsas negrasde lona: las bombonas presurizadas, loskilómetros de cable conductor, lasbaterías, los viales de componentesrevestidos de goma, las jeringuillas, lasgafas, los guantes gruesos, su almohaday el saco de dormir. Guardó también sumaterial de atrezo y parte de lo quehabía comprado desde la última vez. Lassujeciones eran todo un hallazgo, y elcatre era bastante cómodo y podíaplegarse en un pequeño rectángulo.Metió el ordenador en su funda, recogióla cajita negra que era solo un señuelo,como su guardapelo, bajó los largoscables y enrolló los alargadores. Era unfastidio tener que dejar las luces, que no

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habían salido baratas. Desmanteló lacarpa, amontonó por ahí la goma espumay las tuberías de PVC, que nosignificarían nada para nadie, ydevolvió la mesa al sitio donde la habíaencontrado. Los agujeros que habíataladrado en ella no tenían remedio.

Alex solo podía confiar en haberlorevuelto todo lo suficiente para que lospropietarios solo se desconcertaran y seenfurecieran por los destrozos, en vez desospechar que había ocurrido algoperverso allí. Era posible quedenunciaran a la vándala de su inquilinaa las autoridades, pero la policía localtampoco sería capaz de interpretar aqueldesastre. Mientras no se mencionaran

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ciertas palabras en el informe, no habíamotivo para que se enterara nadie delgobierno. Seguro que en la web deAirbnb había relatos de destrucciónmucho más interesantes que el suyo.

Negó con la cabeza, mirando la puertaque daba al dormitorio. El perro habíaabierto a mordiscos o zarpazos unagujero de más de medio metro de alto ytreinta centímetros de ancho en el centrode la sólida plancha de madera. Por lomenos, luego solo había saltado porencima del coche en vez de comérselo.

Acababa de terminar de cargar elmaletero cuando regresó Daniel.

—¿Vas a pescar? —comentó Kevin,que enrollaba el cable de su garfio con

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destreza. Alex se preguntó si habríavuelto a trepar al techo para recuperarloy, en caso afirmativo, cómo habíapodido perdérselo.

Era cierto que los pantalones deDaniel solo bajaban hasta mediaespinilla. La camisa de algodón eravarias tallas demasiado ancha y seguroque le venía corta de brazos, porque ibaarremangado hasta los codos.

—Ay, ojalá tuviera yo medio traje debuzo —dijo Daniel con un suspiro—.Con eso sí que podría comerme elmundo.

—Tendría un traje de buzo completosi esa psicópata no fuera tan pervertida—gruñó Kevin.

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—Menos lobos, que estaba buscandoarmas.

Daniel la vio cerrar el maletero.—¿Te marchas?—Sí. Tengo que ir a algún lugar

seguro para poder dormir. —Supuso quela explicación era un poco redundante,dado el aspecto demacrado que debíaofrecer.

—Estaba pensando… —dijo Daniel,y vaciló.

Kevin levantó la mirada de su fusil,alertado por el tono de Daniel.

—¿Qué estabas pensando? —preguntó a su hermano con recelo.

—Bueno, pensaba en los escorpionesdel frasco. Alex ha dicho que solo había

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dos resultados: o uno mata al otro omueren los dos. Y digo yo que los quequerían mataros pensarían lo mismo.

—¿Y? —dijo Kevin.—Hay una tercera opción —intervino

Alex, imaginando por dónde iban lostiros—. Los escorpiones escapan. Esono se lo esperan. Y es por lo que estarása salvo, Daniel.

—Pero también hay una cuarta opción—repuso Daniel—. Que es en la queestaba pensando.

Kevin inclinó la cabeza a un lado,claramente perdido. Alex entendió cuálera justo antes de que Daniel laexplicara.

—¿Y si los escorpiones unieran

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fuerzas?Alex frunció los labios, pero los

relajó al instante cuando notó el tirón enla brecha.

Kevin dio un gemido.—No digas bobadas, Danny.—Va en serio. Eso sí que no se lo

esperarían. Y estaríamos el doble deseguros, porque tendríamos a las doscriaturas peligrosas en el mismo equipo.

—Ya te puedes olvidar.Alex se aproximó a él.—Es una idea inteligente, Daniel,

pero me parece que hay algunos asuntospersonales insuperables.

—Kev no está tan mal. Teacostumbrarás a él.

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—¿Que yo no estoy tan mal? —replicó Kevin con sorna, enfocándoloscon una mirilla.

Daniel miró a Alex a los ojos.—Estás pensando en volver, ¿a que

sí? Eso que has dicho de la visita a ladespensa.

Perspicaz para ser un civil.—Me lo estoy planteando.Habían conseguido la atención total

de Kevin.—¿Contraataque?—Podría funcionar —dijo ella—.

Hay un patrón… y, después deestudiarlo, creo que a lo mejor no haymucha gente que sepa de mí. Por eso setomaron tantas molestias para tener solo

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un cincuenta por ciento de posibilidadesde eliminarme. Creo que soy un secreto,así que, si puedo librarme de la genteque está en el ajo…, bueno, entonces yano me buscará nadie.

—¿Eso también se aplica a mí? —quiso saber Kevin—. Si han confiado enesto para pillarme, ¿crees que yotambién podría ser un secreto?

—Es lo lógico.—¿Cómo vas a saber quién hay

metido en el asunto?—Si estoy en Washington cuando

envíe mi notita a Carston, podría vigilarpara ver a quién va corriendo con elcuento. Si de verdad es un secreto, nopodrán ocuparse del tema en la oficina.

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—Sabrán que andas cerca por la IP.—A lo mejor podríamos colaborar de

forma controlada. Uno de vosotrospodría enviar el e-mail en mi lugardesde lejos.

—¿Qué experiencia tienes envigilancia? —preguntó Kevin conbrusquedad.

—Eh… Estos últimos años hepracticado mucho.

—¿Tienes algún entrenamientoformal?

—Soy científica, no agente de campo.Él asintió.—Lo haré yo.Alex negó con la cabeza.—Vuelves a estar muerto, ¿recuerdas?

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Ahora Daniel y tú podéis desaparecer. Acaballo regalado…

—Ese refrán es una chorrada. Si lostroyanos hubieran mirado la dentaduradel caballo, podrían haber ganado esaguerra.

—Déjate de refranes. Estoyintentando compensar un poco a Daniel.

Daniel de nuevo escuchaba ensilencio el intercambio.

—Escucha, Oleander, yo sí que estoyentrenado. Muy bien. A mí no va apillarme nadie desprevenido, y veré másque tú. Tengo un sitio para alojar aDaniel en el que estará completamente asalvo, así que por ahí no hay problema.Y si tienes razón y el tal Carston va

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corriendo a hablar con sus cómplices,me revelará a quién de la Agencia se leocurrió todo esto. Veré quién ha puestoen peligro a Danny para llegar a mí.Luego yo puedo solucionar mi problemay tú puedes solucionar el tuyo.

Alex lo meditó, intentando serobjetiva. Era difícil evitar que suaversión por el hermano de Danielsesgara el análisis. Y, en realidad, erauna aversión injusta. ¿Acaso ella no sehabría sentido igual que Kevin sihubiera sido un hermano suyo elencadenado a la mesa? ¿No habríahecho lo mismo que él, en la medida desus capacidades?

Pero, aun así, tenía unas ganas

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tremendas de inyectarle algo agónico deverdad, aunque fuese solo una vez.

—Antes que nada, no me llamesOleander.

Kevin le sonrió, burlón.—Lo segundo, veo factible lo que

dices. Pero ¿cómo vamos acoordinarnos? Yo tengo que desapareceruna temporada —añadió, señalándose lacara.

—Le debes una por eso —dijo Daniel—. Si tienes un lugar seguro para mí,tendría que venir ella también. Al menoshasta que se le curen las heridas.

—Yo a esa no le debo nada, exceptootro puñetazo en la cara, tal vez —masculló Kevin. Daniel se erizó y dio un

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paso hacia su hermano, pero Kevinlevantó las manos como rindiéndose ysuspiró—. Pero vamos a tener quemovernos rápido, así que podría ser lomás fácil. Además, así puede llevarnos.La avioneta es chatarra. He tenido quelanzarme durante el descenso. Iba ahacer autoestop para largarnos de aquí.

Daniel puso los ojos como platos,incrédulo. Kevin se rio al verle la cara yse volvió hacia ella sonriendo todavía.Miró al perro, luego de nuevo a Alex yla sonrisa se ensanchó.

—Creo que voy a disfrutar teniéndoteen el rancho, Oleander.

Los dientes de Alex rechinaron. SiKevin tenía un lugar seguro, resolvería

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muchos de sus problemas. Y podríaecharle un laxante de los fuertes en lacomida antes de marcharse.

—Se llama Alex —corrigió Daniel asu hermano—. Bueno, sé que en realidadno, pero es el nombre que usa. —Lamiró—. ¿Alex te parece bien?

—Es un nombre tan bueno comocualquier otro. Me lo quedo demomento. —Miró a Kevin—. El perro ytú vais detrás.

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11

Hacía mucho tiempo, cuando era unaniña pequeña llamada Juliana, Alexacostumbraba a fantasear sobreexcursiones familiares por carretera.

Su madre y ella siempre habíancogido aviones en las pocas vacacionesque se tomaban, si las obligadas visitas

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a sus ancianos abuelos en Little Rockcontaban como vacaciones. A Judy, sumadre, no le gustaba conducir distanciaslargas. La ponía nerviosa. Siempredecía que moría mucha más gente enaccidentes de coche que de avión,aunque también era muy aprensivacuando volaba. Juliana había crecidoimpasible a los peligros asociados a losviajes, o los gérmenes, o los roedores, olos espacios cerrados, o cualquiera delas muchas otras cosas que perturbabana Judy. No había tenido más remedioque ser la más sensata de las dos.

Como la mayoría de hijos únicos,Juliana había creído que los hermanosserían el remedio a la soledad de sus

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largas tardes haciendo los deberes en lamesa de la cocina, mientras esperaba aque Judy volviera de la consulta deldentista que administraba. Juliana teníaganas de llegar a la universidad, deresidencias de estudiantes y compañerasde cuarto, de ver cumplido su sueño decompañerismo. Solo que, al llegar porfin, descubrió que su vida de relativoaislamiento y responsabilidad adulta lahabía incapacitado para convivir conjóvenes de dieciocho años normales. Sufantasía de hermandad salió vapuleada ycuando se matriculó en tercero ya teníaalquilado un estudio para ella sola.

Sin embargo, la fantasía de una granexcursión familiar por carretera había

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sobrevivido. Hasta aquel día.Tuvo que reconocer que quizá habría

estado de mejor humor si no hubierasentido el cuerpo entero como un solocardenal enorme y palpitante. Además,había sido ella quien había provocado laprimera discusión, aunque fuera sinquerer.

Cuando cruzaron la línea delcondado, había bajado la ventanilla ytirado el pequeño rastreador que habíaextraído de la pierna de Daniel. Nohabía querido llevarlo encima muchotiempo, por si acaso, pero tampocodejarlo en su última base deoperaciones. Creía que había limpiadolas pruebas en su mayoría, pero nunca se

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podía estar segura del todo. Siempre quepodía emborronar su rastro, dedicabatiempo a hacerlo.

Por el retrovisor, vio que Kevinerguía la espalda.

Kevin había recuperado una mochilaque había arrojado desde la avionetaantes de saltar, y él y Daniel tenían unaspecto bastante normal con vaqueros ycamisetas de manga larga, una negra yuna gris. Además, Kevin tenía dospistolas nuevas.

—¿Qué era eso? —preguntó desdeatrás.

—El rastreador de Daniel.—¿Qué? —dijeron Kevin y Daniel al

unísono, y siguieron hablando al mismo

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tiempo.—¿Tenía un rastreador? —preguntó

Daniel.—¿Por qué narices lo has hecho? —

exigió saber Kevin.El perro se giró al captar el tono de

Kevin, pero al parecer decidió que todoiba bien y volvió a sacar la cabeza porla ventanilla.

Alex volvió la cabeza primero haciaDaniel, mirándolo desde debajo de lagorra que en teoría debía ensombrecerlela cara destrozada.

—¿Cómo crees que te ha encontradotu hermano?

—¿Rastreándome? Pero ¿dóndeestaba?

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—Donde te duele en el interior delmuslo derecho. Mantén limpia laincisión y no dejes que se infecte.

—¿Sabes lo mucho que me costóponérselo? —protestó Kevin.

—Si tú puedes localizarlo, otrostambién podrán. No quería correrriesgos con nuestra posición.

Daniel se giró en el asiento delcopiloto para mirar enfadado a suhermano.

—¿Cómo lo…? ¿Cómo puede ser queyo no lo supiera?

—Unos dos años después de que tedejara la zorra aquella, ¿te acuerdas deuna rubia alta que estaba cañón, en elbar ese al que vas cuando te deprimes?

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¿Cuál era?—Lou’s. ¿Y cómo sabes tú eso? No te

lo había contado nunca… Un momento,¿hiciste que alguien me siguiera?

—Estaba preocupado por ti despuésde que esa zorra…

—Se llama Lainey.—Lo que sea. Nunca me gustó para ti.—¿Y cuándo te ha gustado alguna

chica para mí? Que yo recuerde, solo tegustaban las chicas que iban detrás de ti.Te lo tomabas como un insulto si alguname prefería.

—El caso es que no estabas siendo túmismo. Pero hacer que te siguieran notuvo nada que ver con…

—¿Quién me siguió?

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—Fueron solo unos meses.—¿Quién?—Varios amigos míos, pero no de la

Agencia. Algunos policías con los queme relacionaba y también un detectiveprivado durante una temporada.

—¿Y qué buscaban?—Solo quería asegurarme de que

estabas bien, de que no fueras a saltar deun puente o algo parecido.

—Es que no me lo puedo creer. Detodas las… Un momento. ¿La rubia?¿Dices esa chica? ¿Cómo se llamaba,Kate? ¿La que me invitó a una copa y…?¿Era una espía?

Alex vio a Kevin sonreír de oreja aoreja por el retrovisor.

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—No, en realidad era puta. Y no sellamaba Kate.

—Veo que no hay nadie en todo elplaneta aparte de mí que use suverdadero nombre. Vivo en un mundo dementiras. Ni siquiera sé cómo se llamaAlex de verdad.

—Juliana —dijo ella al mismotiempo que Kevin. Cruzaron una miradade irritación.

—¿Y él lo sabía? —le preguntóDaniel, ofendido.

—Ha salido el tema mientras estabasinconsciente. Es el nombre que mepusieron al nacer, pero en realidad esaya no soy yo. Significa más bien pocopara mí. De momento, soy Alex.

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Daniel frunció el ceño, apaciguadopero no del todo.

—Total —continuó Kevin, en tono deestar contando su chiste favorito—, quela rubia tenía que acompañarte a tu casa,pero le dijiste que tu divorcio aún no eraefectivo y que «no estaba bien». —Kevin rio con ganas—. No me lo podíacreer cuando me lo contaron. Pero enrealidad fue tan propio de ti que no sépor qué me sorprendió.

—Para troncharse. Pero no sé quétiene que ver aquella conversación conque llevara un dispositivo de rastreodentro de la pierna.

—Nada. Es solo que me gusta muchoesa historia. Pero por eso os decía que

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me costó tanto ponértelo. Lo de la putafue fácil de organizar. Y si te la hubierasllevado a casa, te habría puesto elrastreador igual y al menos te lo habríaspasado bien. Llevarte a la consulta de tumédico de cabecera fue mucho mástrabajoso. Pero al final conseguí que unempleado temporal de tu instituto tellamara desde secretaría para hacerteuna revisión. Cuando fuiste a laconsulta, te atendió un socio nuevo alque no habías visto nunca.

Daniel se quedó boquiabierto, sinpoder creérselo.

—¡Me dijo que tenía un tumor!—Un tumor benigno. Que te extirpó

allí mismo, en la consulta, con anestesia

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local y asegurándote en todo momentoque no era nada. Y ni siquiera te cobró.No le des más importancia de la quetiene.

—¿Hablas en serio? ¿Cómopudiste…? —Daniel estaba gritando aviva voz—. ¿Cómo te justificas estascosas a ti mismo? ¡Llevas años enterosmanipulándome! ¡Tratándome como auna cobaya que existe solo paraentretenerte!

—Ni de lejos, Danny. Me he puestoen peligro varias veces para mantenertea salvo. La Agencia quería que fingierami muerte desde el mismo principio,pero no podía hacerte algo así despuésde lo de nuestros padres. Así que hice

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un montón de promesas y sacrifiquétodos mis fines de semana libresvolando a Milwaukee para hacer decriminal.

La voz de Daniel sonó más calmadaal responder:

—Yo iba en coche. ¿Y de verdadhacía falta todo eso?

—Pregunta a la chica de los venenos.Esta clase de trabajo no es para gentecon familia.

Daniel la miró.—¿Es eso cierto?—Sí. Prefieren reclutar a huérfanos, y

a ser posible hijos únicos. Como tedecía antes tu hermano, las relacionesdan ventaja a los malos.

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El tono de Daniel se suavizó más.—¿Tú eres huérfana?—No estoy segura. No llegué a

conocer a mi padre. Podría seguir vivoen alguna parte.

—Pero tu madre…—Cáncer de útero. Yo tenía

diecinueve años.—Lo siento.Alex asintió.Hubo un breve y muy placentero

momento de silencio. Alex contuvo elaliento y rezó para que se prolongara.

—Luego, cuando te hice creer quehabía muerto… —empezó a decirKevin.

Alex encendió la radio y empezó a

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pasar emisoras. Kevin no captó laindirecta. Daniel tenía la mirada fijahacia delante, en el parabrisas.

—… acababa de empezar conEnrique de la Fuentes. Me bastaron unosdías para darme cuenta de que aquelloiba a salirse de madre. Sabía lo que leshabía hecho a las familias de susenemigos. Era el momento de liberarte.

—De liberarte a ti mismo de la farsade las visitas, querrás decir —murmuróDaniel.

Alex encontró una emisora de músicaclásica y subió el volumen para poderoírla por encima de la voz de Kevin.

—Fue entonces cuando te puse elrastreador. Necesitaba saber que estabas

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bien. A partir de entonces, ya no tevigiló nadie más que yo.

Daniel emitió un gruñido deincredulidad.

El volumen de la música estabaempeorando el dolor de cabeza de Alex.Volvió a bajarlo.

—La cosa acabó… mal con laAgencia. Mi plan era esperar a que lasituación se enfriara y se olvidaran demí y entonces cambiar de cara. En algúnmomento habría vuelto contigo, chaval.Al principio no me habrías reconocido,pero no iba a dejarte creer que estabassolo el resto de tu vida.

Daniel siguió mirando hacia delante.Alex se preguntó si creería lo que le

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estaba diciendo su hermano. Setambaleaba bajo el peso de muchostipos distintos de traición.

—¿Qué pasó con la Agencia? —preguntó Alex. En realidad no queríameterse en la conversación, pero noparecía que Daniel fuese a prolongarla.Antes de unirse a aquella improbablealianza, le había dado bastante igual porqué Kevin ya no estaba con la CIA. Sinembargo, esa información había cobradoimportancia desde el momento en que laafectaba a ella también.

—Cuando terminé el trabajo del virusy De la Fuentes dejó de ser unaamenaza, la Agencia quería que meretirara de allí, pero quedaban cabos

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sueltos que me tenían mosqueado.Quería dejarlo todo bien atado. No iba acostarme mucho tiempo más y tenía unaposición única dentro del cártel.También era una buena oportunidad deinfluir en lo que ocurriría, en quiéntomaría el poder y qué objetivostendrían y, de paso, podía obtenerinformación de primera mano sobre lanueva estructura. No podía creer que laAgencia quisiera sacarme. Me negué airme. Creí que se lo había explicadotodo bien, pero… supongo que no mecreyeron. Debieron de pensar que mehabía corrompido, que había cambiadode bando y me quedaba en el cártel.Todavía no le encuentro el sentido. —

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Negó con la cabeza—. Pensaba que meconocían mejor.

—¿Qué hicieron? —preguntó Daniel.—Quemarme. Me delataron como

agente y corrieron la voz de que habíamatado a De la Fuentes. Y su gente vinobuscando venganza.

—Y hasta donde sabía la CIA, sevengaron —aventuró Alex.

—Exacto.—¿Le mataste? —preguntó Daniel—.

A De la Fuentes, digo.—El trabajo es así.—¿Has matado a mucha gente?—¿De verdad quieres saberlo?Daniel esperó en silencio, sin mirar

atrás.

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—Vale. Bien. He matado a unas…cuarenta y cinco personas, puede quemás. No tengo una cifra exacta porqueno siempre hay tiempo de comprobar elpulso. ¿Entiendes por qué tenía quemantenerte apartado de mi vida?

Daniel volvió la cabeza hacia Alex.—¿Tú has matado a alguien alguna

vez?—Tres veces.—Tres… ¡Ah! ¿Los que envió tu

gente a por ti?—Sí.—No te comportes como si por eso

fuera mejor que yo —intervino Kevin,enfadado.

—No estaba… —empezó a decir

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Daniel.Le tocó el turno a Kevin de gritar.—¡Pregúntale a cuánta gente ha

torturado antes que a ti! ¡Pregúntalecuánto tiempo estuvo con cada uno!¡Cuántas horas, o cuántos días! Yo solodisparo a la gente. Limpio y rápido. Noharía lo que hace ella en la vida. Anadie, y mucho menos a un civil inocentecomo…

—Cállate —saltó Daniel—. Deja dehablar. No desvíes esto hacia ella. Pormucho dolor que me haya causado,recuerda que tú me causaste más. Medolió más y duró mucho, mucho más.Dices que tenías un buen motivo. Puesella también. No sabía que le habían

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mentido, que la habían manipulado. Y eneso sí que sé lo que se siente.

—Como si ella fuera solo unaespectadora inocente.

—¡He dicho que te calles! —Las dosúltimas palabras de Daniel salieron a unvolumen ensordecedor.

Alex se encogió. El perro dio ungemido y metió la cara para mirar a suamo.

—Tranquilo —dijo Kevin, tal vez alperro.

Daniel había visto la reacción deAlex.

—¿Estás bien?—La verdad es que, además de

muchas otras heridas molestas, me duele

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un montón la cabeza.—Lo siento.—No te preocupes.—Pareces a punto de caer reventada,

en el sentido figurado y en el literal.¿Quieres que conduzca yo? Podríasintentar dormir un poco.

Alex se lo pensó un minuto. Siemprehabía tenido que hacerlo todo ella sola,pero no pasaba nada porque así sabíaque estaba bien hecho. No había tenido anadie con quien turnarse para conducir,pero tampoco pasaba nada, porque asíno tenía que confiar en alguien. Laconfianza mataba.

Aun así, conocía sus límites. Además,había algo de lujoso en la idea de poder

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dormir y viajar al mismo tiempo.Y confiaba en que Daniel no le haría

daño, no la traicionaría. Aun sabiendoque podía ser un error garrafal, confiabaen él.

—Gracias —dijo—. Sí que estaríamuy bien. Pararé en la siguiente salida.

Las palabras le sonaron raras al salirde su boca. Como algo que podría deciralguien en televisión, una línea dediálogo que recitaba un actor a otro.Pero supuso que debía de ser la formaen que sonaban las interaccioneshumanas normales. Era solo que nohabía protagonizado muchas en su vida.

Se hizo un silencio delicioso en lostres kilómetros que faltaban para la

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siguiente salida. La paz le dio inclusomás sueño, y ya se le estaban cerrandolos párpados cuando detuvo el coche enun arcén terroso.

Nadie habló durante el intercambio.La cabeza de Kevin cayó hacia atrás enel asiento, con los ojos cerrados. Danieltocó con la mano el hombro de Alex alpasar junto a ella.

Estaba derrotada, pero no se durmióal momento. Primero lo atribuyó a loraro que era tener un coche moviéndosedebajo: su cuerpo había asumido que eraella la que, como de costumbre, estabaal volante y sabía que el sueño estabaprohibido. Echó varios vistazos aDaniel desde debajo de la gorra para

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quedarse tranquila. Sabía conducir bien.Podía relajarse. Sí, el asiento eraincómodo, pero no mucho más que suarreglo nocturno habitual. Se habíaacostumbrado a descansar allí dondepudiera. Pero notaba la cabeza…demasiado libre. En el momento en quese dio cuenta, supo que lo que le faltabaera la máscara antigás. Había pasado aformar parte de su ritual del sueño.

Entender el problema ayudaba. Secaló más la gorra sobre la cara doloridae intentó relajarse. Ese día no habíatendido cables. No había gas venenosoque la amenazara. «Todo va bien», seprometió a sí misma.

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Era de noche cuando despertó. Se notórígida, tremendamente dolorida yhambrienta. Además, necesitaba orinarcon urgencia. Deseó haber podidodormir más tiempo y así posponer tantassensaciones desagradables, pero loshermanos estaban discutiendo otra vez.Llevaba mucho tiempo dormida, losabía, y no podía reprocharles que sehubieran olvidado de que estaba allí,pero deseó que la discusión no fuesesobre ella cuando despertó.

—… pero es que no es guapa —estaba diciendo Kevin cuando Alexempezó a recobrar la consciencia.

—Ni siquiera sabes qué aspecto tiene

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—replicó Daniel con rabia—. Te liastea golpes con su cara antes de presentartesiquiera.

—La cara no es lo único, chaval.Tiene el cuerpo de un chico flacucho dediez años.

—Tú eres el motivo de que lasmujeres nos tomen a todos por cerdos. Yademás, a eso se le llama sílfide.

—Lees demasiados libros.—Y tú demasiado pocos.—Digo las cosas como son.—Tienes una percepción limitada.—Eh, no pasa nada —los interrumpió

Alex. No había ninguna forma elegantede entrar en la conversación, pero noquería fingir que seguía dormida—. No

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me ha ofendido.Se quitó la gorra de la cara y limpió

la baba que había caído de su labioherido.

—Lo siento —murmuró Daniel.—No le des más vueltas. Tenía que

despertarme.—No, lo digo por él.—Que tu hermano tenga tan baja

opinión de mis encantos es una claseespecial de cumplido.

Daniel rio.—Bien dicho.Kevin soltó un bufido.Alex se desperezó y gimió de dolor

casi al instante.—A ver si lo adivino. Cuando te

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imaginabas a la compañera delCientífico Loco, a la misteriosaOleander, visualizabas a una rubia,¿verdad? —Vio de reojo la repentinarigidez en la cara de Kevin—. Sí, sinduda era rubia. Pechos grandes, piernaslargas y morenas, labios carnosos y ojosgrandes y azules de corderito. ¿Lo hedicho todo o también tenía acentofrancés?

Kevin no respondió. Alex se volvióde nuevo y lo encontró mirando por laventanilla como si no la escuchara.

—Lo he clavado —añadió, riendo.—Siempre le ha gustado lo obvio —

comentó Daniel.—En el trabajo nunca vi a una de esas

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—le explicó Alex a Daniel—. No digoque tal criatura no pueda tener elcerebro que hace falta, pero en fin, ¿paraqué dedicarte a una vida deinvestigación sin glamur cuando tienestantas otras opciones?

—Yo sí que he visto a chicas así en eltrabajo —dijo Kevin entre dientes.

—Claro, agentes —concedió Alex—.Porque ese trabajo es sexy, emocionante.Pero, créeme, las batas de laboratoriono realzan mucho la figura, por muchaversión guarrilla que haya como disfrazde Halloween.

Kevin volvió a mirar por laventanilla.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó

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Daniel.—Au.—Ah. Lo siento.Alex se encogió de hombros.—Deberíamos buscar un sitio para

parar. No voy a poder comer en unrestaurante sin que alguien os denuncie ala policía. Tendremos que encontraralgún motel y que luego alguien salga ahacer la compra.

—¿El servicio de habitaciones nosirve? —preguntó Daniel.

—Esa clase de hoteles se fija si pagasen efectivo —explicó Kevin antes deque pudiera hacerlo ella—. Lo siento,hermano. Esta noche habrá que pasarpenurias.

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—¿Llevas todo el día conduciendo?—preguntó ella.

—No, Kev y yo nos hemos turnado unpar de veces.

—No puedo creer que ni me hayaenterado.

—Creo que necesitabas dormir.—Sí, supongo que llevaba demasiado

tiempo forzando la máquina.—Tan poco tiempo —murmuró Kevin

— y tanta gente que torturar.—Y que lo digas —convino Alex en

tono alegre, solo para chincharlo.Daniel se echó a reír.Parecía un hombre dulce y amable,

más que nadie que hubiera conocidoAlex, pero estaba claro que era raro.

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Quizá incluso inestable.Encontraron un motel pequeño a las

afueras de Little Rock. Alex pensó quela ciudad debería sonarle al menos unpoco, pero no había nada que lerecordara las visitas a los abuelos de suinfancia. Tal vez la ciudad había crecidodemasiado en los años transcurridosdesde que estuvo por última vez. O talvez se encontraban en una parte que nohabía conocido. En algún lugar cercanoestaban enterrados su madre y susabuelos. Se preguntó si debería sentiralgo al pensarlo. Pero lo cierto era queel lugar no importaba. No estaría máscerca de ellos por acercarse a los restosde su material genético.

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Kevin insistió en ser quien hiciera elregistro en recepción. Probablementesería mejor que tomara él las riendas:Alex estaba descartada por cómo teníala cara y, aunque no fuera así, seguíasiendo el experto. Ella solo sabía lo quehabía aprendido mediante lainvestigación teórica y un par de años deprueba y error. A Kevin le habíanenseñado muchísimo más y lo habíapuesto en práctica sobre el terreno.Daniel ni siquiera era una opción. Sí,tenía bien la cara, pero muy mal todoslos instintos.

Por ejemplo, por cómo protestó alsaber que su hermano había pedido solouna habitación. Ni se le pasó por la

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cabeza que el recepcionista habríarecordado mejor a un hombre queentrara solo pero pagara doshabitaciones en efectivo. Y cuandoKevin aparcó a tres puertas de distanciade su habitación, Daniel no entendió porqué. Le explicaron que era paradespistar, pero era un concepto muyajeno a todo lo que Daniel habíaconocido, a toda costumbre que sehubiera formado. Pensaba como unapersona normal que nunca había tenidonada que esconder. Iba a tener queaprender mucho.

Hasta preguntó si deberían pedirpermiso antes de meter al perro en lahabitación.

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Había una sola cama, pero Alexllevaba doce horas seguidas durmiendo,así que se ofreció a montar guardia.Kevin hizo una salida de media hora yvolvió con sándwiches envueltos encelofán, refrescos y un saco grande decomida para perros. Alex engulló susándwich y lo bajó con un puñado deibuprofenos. Einstein comió con elmismo entusiasmo que ella, directamentedel saco, pero Daniel y Kevin setomaron la comida con más calma. Alparecer, también se había perdido un parde paradas en ventanillas de comidarápida para llevar.

El repaso rápido que se dio en elrayado espejo del cuarto de baño no fue

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muy alentador. Tenía la nariz hinchadahasta el doble de su tamaño normal, rojay protuberante. La parte positiva era quequizá al sanar quedaría distinta a comola tenía antes y le cambiara un poco laapariencia. Tal vez el resultado estéticono fuera tan agradable como si sehubiera pasado por un cirujano plásticopero seguro que sí menos doloroso, o almenos más rápido. Sus ojos moradoseran en realidad una gran contradiccióna su propio adjetivo, con su arcoíris decolores que iban del amarillo ictericiaal negro gangrena, pasando por el verdebilis. El labio partido se había hinchadoa los lados de la fisura costrosa como sillevara dos globos de carne, y ni

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siquiera había imaginado que a alguiense le podían formar cardenales dentro dela boca. Por algún extraño golpe desuerte, conservaba todos los dientes.Hacerse un puente habría sidocomplicado.

Iba a pasar un tiempo antes de quepudiera hacer nada en absoluto. Deverdad esperaba que la casa segura queles había prometido Kevin hiciese honora su nombre. La preocupaba estardirigiéndose a lo desconocido. No habíapreparado nada, y eso la enervaba porcompleto.

Se duchó y se cepilló los dientes, unverdadero calvario, antes de ponerse susmallas negras y una camiseta blanca

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limpia. Había llegado al fondo de suropero. Esperaba que en la casa deKevin hubiera lavadora.

Daniel ya se había dormido cuandosalió del cuarto de baño, estiradobocabajo con una mano bajo laalmohada y el otro brazo fuera de lacama, rozando la descolorida moquetacon sus largos dedos. La cara que poníaal dormir de verdad era impresionante.Igual que antes, cuando estabainconsciente, irradiaba una inocencia yuna serenidad que no parecíanpertenecer al mismo mundo que ella.

Ni Kevin ni el perro estaban en lahabitación. Aunque Alex sabía que elperro tenía necesidades, no pudo hacer

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bajar su nivel de alerta del naranjarojizo hasta que volvieron.

Kevin no la saludó, pero el perro laolisqueó una vez al pasar. Kevin seacostó bocarriba, con los brazos a loslados, y cerró los ojos de inmediato. Novolvió a moverse en las siguientes seishoras. El perro subió al pie de la cama yse hizo un ovillo con la cola sobre laspiernas de Daniel y la cabeza apoyadaen los pies de Kevin.

Alex se sentó en la única silla, porquela moqueta le resultaba demasiadocuestionable como para tumbarse en elsuelo, y se inclinó sobre su portátil pararepasar las noticias. No estaba segura decuándo se conocería la ausencia de

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Daniel ni de si llegaría a los medios alconocerse. Lo más probable era que no.Los adultos desaparecían a todas horas.Por ejemplo, su padre. Eranacontecimientos demasiado comunescomo para causar revuelo, a menos quehubiera algún detalle sensacionalista,como miembros amputados en elapartamento del desaparecido.

Tampoco había noticias aún sobre elaccidente de una avioneta en VirginiaOccidental —no se han encontradofallecidos ni heridos, se sigue intentandolocalizar al dueño—, pero dudaba queel suceso mereciera más que un breve enla versión web de algún periódico local.Y cuando se publicara, no habría nada

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en el texto que llamara la atención denadie en Washington.

Alex terminó de hacer sus búsquedasde la información que pudiera ponerlosen peligro. Parecía que de momentotenían despejado ese frente, al menos.¿Qué estaría pensando Carston en esemismo instante? ¿Qué estaría tramando?Alex no tenía que devolver a Danielhasta el lunes antes de que empezaranlas clases, y seguía siendo solo sábado.O bueno, casi domingo. El departamentosabía que no lograría doblegar a Daniel,porque no tenía nada que confesar.Debían de ser conscientes de que enalgún momento Alex descubriría laexistencia de los gemelos idénticos.

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Debían de estar bastante seguros de queKevin seguía vivito y coleando. Habíanesperado hacerlo salir a las primeras decambio y habían acertado. Lo único queno habían previsto era que la torturadoray el asesino tuvieran una conversación.

Nunca habría resultado así de no serpor la interferencia de Daniel. Paraellos el hermano de Kevin solo habíasido un ardid, un peón que exponer paraatraer a las piezas más importantes alcentro del tablero. Nunca habríanadivinado que se convertiría en uncatalizador del cambio.

Alex pretendía cumplir su parte delacuerdo. Asumiría el papel devencedora, aunque en realidad fuese el

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papel perdedor, y dejaría que Daniel yKevin estuvieran muertos. Muerto denuevo, en el caso de Kevin. Pero cómole habría gustado ser ella la muerta. Quéfácil habría resultado al departamentocreer que alguien como Kevin Beach,que había desmantelado un cártel,tuviera éxito donde ellos habíanfracasado. ¿No habría tenido sentidopara ellos dejar de buscarla, entonces?¿Cómo sería desaparecer, pero en estaocasión sin nadie que la persiguiera?

Suspiró. Las ensoñaciones soloservían para volverlo todo máscomplicado; no tenía sentidopermitírselas. Los dos hombres dormíanprofundamente, estaba segura, de modo

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que metió la mano en su bolsa y sacó labombona presurizada que habíaseleccionado antes. Solo tenía dosmáscaras antigás, así que aquella nocheno prepararía nada letal, solo el mismoagente somnífero gaseoso que habíaliberado su ordenador en el establo.Bastaría. Le permitiría controlar eldesenlace si alguien los localizaba.

Después de colocar los cables —solouna línea doble aquella noche, ya que notendría que armar ni desarmar la trampadesde fuera de la habitación—, volvió asu silla. Miró a los gemelos. Los dostenían el sueño profundo y tranquilo. Sepreguntó si sería buena costumbre en unespía. Tal vez fuese que Kevin se fiaba

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de ella, lo bastante al menos como paraconfiar en que daría la alarma o inclusoresolvería un problema sin matarlos atodos. Los hermanos y ella eran sin dudaextraños compañeros de cama.

Qué raro se le hacía estar cuidando deellos. Le parecía un error, y eso lo habíaesperado. Pero también le gustaba,satisfacía una necesidad que no sabíaque estuviera allí, y eso sí que no se lohabía esperado.

Dedicó un tiempo a pensar en suanálisis de la situación, buscando fallosen su teoría, pero cuantas más vueltas ledaba, más sentido le veía. Hasta lalamentable ausencia de evolución en suspretendidos asesinos —al tercer intento,

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alguien debería haber deducido susistema y cambiar de enfoque—encajaba, vista desde el nuevo ángulo.Nunca había habido una operaciónpropiamente dicha, sino solo individuosprescindibles enviados a por ella conescasa o nula información previa.Repasó cada conjetura dos o tres vecesy se sintió más convencida que nunca decomprender por fin a quienes queríandarle caza.

Y al terminar, se aburrió.Lo que le apetecía era entrar en la

página web del programa de patologíade la Universidad de Columbia y leerlas últimas tesis doctorales, pero no eraseguro hacerlo mientras el departamento

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estuviera afanándose en localizarla,como estaba segura de que era el caso.El departamento no podía rastrear todaconexión que hiciera alguien a susantiguos intereses, pero quizá aquelfuese demasiado evidente. Suspirando,se puso unos auriculares, abrió YouTubey empezó a ver un tutorial de cómodesarmar un fusil. Lo más probable eraque no necesitara saberlo nunca, perodaño tampoco haría.

Kevin se despertó a las cinco y mediaen punto. Simplemente se incorporó, tandespierto como si lo hubieran encendidocon un interruptor. Dio una palmadita alperro y fue hacia la puerta. Solo le costóun segundo reparar en la máscara antigás

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que llevaba puesta Alex y detenerse degolpe. El perro, que lo seguía de cerca,también se detuvo y apuntó el hocicohacia ella, buscando lo que fuera quehabía molestado a su amo.

—Dame un segundo —dijo Alex.Se levantó con esfuerzo, aún dolorida

e irritada, quizá más o quizá menos queal principio de la noche, y anduvoenvarada hacia la puerta para desmontarsus precauciones de seguridad.

—No te he dado permiso para hacereso —dijo Kevin.

Alex no lo miró.—Ni yo te lo he pedido.Kevin gruñó.Solo le costó unos segundos

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despejarle el camino. Se quitó lamáscara y señaló con ella hacia lapuerta.

—Dale caña.—A ti voy a darte caña —creyó oír

que farfullaba Kevin al pasar junto aella, pero había hablado en vozdemasiado baja como para poder estarsegura.

El perro fue tras él, meneando la colatan deprisa que se veía borrosa. Supusoque el tipo del mostrador no estaríaprestando ninguna atención a aquellahora, pero aun así le pareció que Kevinestaba tentando demasiado a la suerte.Una discusión a gritos con elrecepcionista no iba a ayudarlos a seguir

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de incógnito.Hurgó en la bolsa de comida que

había llevado Kevin la noche anterior.Los sándwiches que quedaban noparecían tan apetecibles como ochohoras antes, pero había una caja depastelitos industriales de cereza que nohabía visto. Ya estaba sacando elsegundo de su envoltorio cuandovolvieron Kevin y el perro.

—¿Quieres echarte unas horas? —preguntó él.

—Si no os importa conducir, puedovolver a dormir en el coche. Es mejorque lleguemos al sitio donde vamos.

Kevin asintió una vez con la cabezaantes de acercarse a la cama y dar una

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patadita a su hermano.Daniel gimoteó y rodó bocarriba,

tapándose la cabeza con una almohada.—¿Era necesario? —preguntó Alex.—Como has dicho, es mejor que nos

vayamos. Danny siempre ha tenido unproblema con el botón del despertador.—Arrancó la almohada de la cabeza deDaniel—. Arriba, chaval.

Daniel parpadeó unos segundos,desconcertado, y entonces Alex viocómo le cambiaba la cara al recordar, alcomprender dónde estaba y por qué.Dolía ver cómo la paz de sus sueños sederrumbaba en la devastadora nuevarealidad de su vigilia. Su miradarecorrió la habitación hasta encontrarla.

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Alex intentó componer una expresiónreconfortante, pero sin duda los dañosde su cara se impondrían a cualquiergesto. Pensó en algo que decir, algo quevolviera el mundo un poco menostenebroso y siniestro para él.

—¿Un pastelito? —le ofreció.Daniel volvió a parpadear.—Hum, vale.

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12

Alex no aprobaba el escondite.Habían llegado a media tarde. No se

había permitido dormir más de cuatrohoras en el coche porque no queríaseguir en horario nocturno para siempre,así que estaba despierta cuando salieronde la autovía a una carretera secundaria

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de doble sentido, luego a otra másestrecha y por último a un camino detierra donde apenas cabía el coche:llamarlo camino era lanzarle un piropo.

Desde luego que el sitio era difícil deencontrar, pero una vez encontrado…,bueno, solo había una salida. Ella nuncahabría elegido vivir arrinconada deaquel modo.

—Tranquila, asesina —le dijo Kevincuando protestó—. Aquí no nos va abuscar nadie.

—Tendríamos que haber cambiado lamatrícula.

—Me he ocupado mientras túroncabas.

—En realidad no has roncado —

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terció Daniel en voz baja. Conducía él,siguiendo las indicaciones de Kevin—.Pero es verdad que hemos parado en unvertedero para robar unas matrículas.

—Así que vamos a quedarnosatrapados en un callejón sin salidamientras el caballero sin espada se va aWashington —rezongó.

—Es un lugar seguro —dijo Kevin enun tono brusco que a todas lucespretendía terminar la discusión—. Asíque nada de tender esas trampasmortales tuyas por mi casa.

Alex no respondió. Cuando Kevin sehubiera ido, haría lo que quisiera.

Por lo menos el escondrijo estabamuy alejado de los vecinos: condujeron

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al menos un cuarto de hora por elcamino de tierra sin ver ningún rastro deotros seres humanos. Así, al menoshabría pocos daños colaterales si poralgún motivo necesitaba pegar fuego allugar.

Llegaron a un alto portón flanqueadopor una verja de gruesa tela metálica,coronada por alambre de espino enespiral. La verja se perdía tanto en ladistancia a ambos lados que no alcanzóa ver dónde giraba o terminaba. Junto ala puerta había un cartel de aspecto muyserio que rezaba PROHIBIDO EL PASO,con un letrero debajo en el que podíaleerse: ENTRE BAJO SU PROPIARESPONSABILIDAD. LOS PROPIETARIOS

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NO SE HARÁN RESPONSABLES DENINGUNA HERIDA O DAÑO FÍSICO QUEPUEDA RESULTAR DEL ALLANAMIENTO.

—Sutil —comentó Alex.—Funcional —respondió Kevin.

Sacó un llavero del bolsillo y pulsó unbotón. El portón se abrió y Daniel llevóel coche al otro lado.

Alex pensó que tendría que haberimaginado que el piso franco de Kevinsería tan evidente.

A los pocos kilómetros, la casaapareció en su campo de visión como unespejismo, con sus dos plantas flotandoen la neblina sobre la hierba seca yamarillenta. Aquí y allá, el matorralbajo y unos pocos árboles oscuros

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daban textura a la pradera. Por encimade todo ello, el cielo azul descoloridose extendía hasta el infinito.

Alex nunca había estado muy cómodaen las Grandes Llanuras. Llevabademasiado tiempo siendo una chica deciudad. Se sentía demasiado expuesta,demasiado… desanclada. Como si unviento fuerte pudiera llevarse pordelante todo lo que tenía a la vista. Cosaque posiblemente ocurriera por aquellazona cada medio año. Deseó con todassus fuerzas que no fuese temporada detornados.

El resto de la casa se les fuerevelando al ascender por una suavependiente en el camino, por lo demás

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casi llano. Era grande pero estabadestartalada, con dos pisos y un porcheendeble que abarcaba media planta baja.La hierba áspera y muerta terminaba aunos veinte metros de la casa y cedía elpaso a una grava color arena que cubríala tierra hasta la celosía que intentabacamuflar los cimientos. Las únicasinterrupciones en la monótonavegetación eran la casa, los árbolesraquíticos, la cicatriz rojiza del caminode tierra y varias formas indefinidas enmovimiento que deambulaban por losbordes del camino. Alex había vistomuchas vacas al entrar, pero aquellosanimales parecían demasiado pequeñospara ser congéneres suyos. Se los veía

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peludos, con colores que iban del negroal marrón y al blanco y a combinacionesde los tres.

Las siluetas empezaron a convergerhacia el coche, moviéndose mucho másdeprisa que las vacas.

La cola de Einstein empezó amenearse con tanta ferocidad que sonócomo un pequeño helicóptero en elasiento trasero.

—¿Qué es este sitio, Kev?—Mi plan de pensiones.La media docena de perros de

distintos tamaños llegaron al coche.«Fantástico», pensó Alex. Uno de ellospodría haber sido el gemelo de Einstein.Otro era gigantesco, con aspecto de

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tener más genes equinos que cánidos.Reconoció un dóberman, dos rottweilersy un pastor alemán con su coloraciónhabitual.

Al acercarse, los perros se habíanmovido en silencio y con posturasagresivas, pero al ver a Einstein suscolas empezaron a moverse y todosemprendieron un estridente coro deladridos.

—Entreno a perros guardianes paraparticulares y negocios. También vendounos pocos a familias que buscanmascotas muy bien educadas.

—¿Cómo mantienes oculto todo esto?—preguntó Alex con curiosidad.

—Sigue, Danny, que se apartarán —

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indicó Kevin.Daniel había parado el coche cuando

lo rodearon los perros. Aceleró concautela y, en efecto, los perros semovieron para flanquearlos yacompañarlos hacia la casa. Kevin dijoa Alex:

—No hay nada a mi nombre. Nadie venunca mi cara. Para eso tengo un socio.Mientras hablaba, Alex vio que salíaalguien al porche, un hombrevoluminoso con sombrero de vaquero.Desde aquella distancia, no pudodistinguir más detalles.

—Todo el mundo sabe que el ranchode los perros está aquí, bien lejos detodo. No nos molesta nadie. No hay nada

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que lo relacione con mi vida anterior —seguía explicando Kevin, pero Alex nole prestaba mucha atención. Tenía lamirada clavada en el hombre que losesperaba en lo alto de los escalones delporche. Kevin notó su preocupación—.Ah, ¿es por Arnie? Es buena gente.Confío en él hasta la muerte.

Alex frunció el ceño al oír laexpresión. Daniel también la estabamirando. Empezó a aminorar.

—¿Hay algún problema, Alex? —preguntó en voz baja.

Alex oyó que los dientes de Kevinrechinaban detrás de ella. Estaba claroque no podía soportar que Danielrecurriera a ella cuando buscaba

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orientación.—Es solo que… —Alex hizo una

mueca y movió la mano hacia Daniel ysu hermano—. Esto ya es demasiadopara mí. Vosotros dos. Apenas consigoconfiar en vosotros, así que ya nodigamos en una tercera persona. Por laque, para colmo, solo responde este deaquí. —Señaló a Kevin, que torció elgesto.

—Pues mala suerte, canija —contestóKevin—, porque esta es tu mejor opcióny el tío por el que respondo vieneincluido en el paquete. Si quieres llevara la práctica ese plan tuyo, tendrás queaguantarte.

—Todo irá bien —la tranquilizó

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Daniel, poniendo su mano derechasuavemente sobre la izquierda de Alex.

Era ridículo lo bien que podía hacertesentir algo así. Al fin y al cabo, Danielno comprendía ni los elementos másbásicos del riesgo que corrían. Pero aunasí, su ritmo cardíaco deceleró un pocoy su mano derecha, que había cerradocon fuerza en torno a la manecilla de lapuerta sin darse cuenta, se relajó.

Los perros siguieron sin problemas elritmo del lento avance de Daniel hastaque se detuvo sobre la grava, y Alexpudo ver mejor al hombre que losesperaba.

Arnie era alto y fornido, deascendencia latina y quizá también

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nativa americana. Tal vez tuviera unoscuarenta y cinco años, pero tambiénpodría haber tenido diez más. Habíaarrugas en su cara, pero su piel parecíacurtida más por el viento y el sol quepor la edad. El pelo, que caía varioscentímetros por debajo del sombrero,era entrecano. Los miró sin revelarninguna emoción mientras se detenían,aunque no había forma de que hubieraesperado a una tercera pasajera, inclusosi Kevin le había hablado de Daniel.

Einstein salió en estampida del cocheen el momento en que Kevin abrió laportezuela y al instante procedió ahusmear y dejarse husmear. Daniel yKevin bajaron casi igual de deprisa,

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anhelando estirar sus largas piernas.Alex era más reacia. Había muchosperros, y el de las manchas marrones, elque parecía un caballo, era con todaprobabilidad más alto a cuatro patas queella de pie. De momento daban laimpresión de estar distrayéndose entreellos, pero no había forma de sabercómo reaccionarían ante unadesconocida.

—No seas tan cobarde, Oleander —ledijo Kevin desde fuera.

La mayoría de los perrosconvergieron sobre él y casi loderribaron con el peso combinado desus saludos.

Daniel rodeó el coche, le abrió la

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puerta y le ofreció la mano. Alexsuspiró, irritada, y salió sin ayuda. Suszapatos hicieron crujir la grava, pero losperros no parecieron fijarse en ella.

—Arnie —llamó Kevin,imponiéndose al sonido de los perrosfelices—, este es mi hermano, Daniel.Va a quedarse aquí. Y, hum, tambiéntraigo a una… huésped temporal,supongo. No sé de qué otra formallamarla, pero «huésped» suena un pocodemasiado positivo, ya me entiendes.

—Tu hospitalidad me deja sin aliento—masculló Alex.

Daniel rio y subió las escaleras condos pasos rápidos. Extendió el brazohacia el hombre de rostro pétreo, que a

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su lado ya no parecía tan alto, yestrecharon las manos.

—Encantado de conocerte, Arnie. Mihermano no me ha hablado en absolutosobre ti, así que espero que podamosconocernos mejor.

—Igualmente, Danny —contestóArnie. Tenía una voz de barítono queretumbaba, como si nunca la usara losuficiente como para suavizarla.

—Y esta es Alex. No hagas caso a mihermano: va a quedarse todo el tiempoque quiera.

Arnie la miró, ya con atención. Alexesperó a ver cómo reaccionaba aldesastre que tenía por cara, pero Arniese limitó a contemplarla con serenidad.

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—Es un placer —dijo ella.Él asintió.—Podéis llevar dentro vuestras cosas

—anunció Kevin. Intentó ir hacia laescalera, pero tenía perros enredándoseentre sus piernas a toda velocidad—.¡Eh, cabezas huecas! ¡Atención!

Al instante, como si de un pequeñopelotón de soldados se tratara, losperros retrocedieron unos pasos,formaron en línea y se quedaron quietoscon las orejas alzadas.

—Mucho mejor así. Relajad.Los perros se sentaron al mismo

tiempo, con las lenguas fuera en sonrisasde afilados colmillos.

Kevin se reunió con los demás en la

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puerta.—Decía que podéis coger vuestras

cosas. Danny, tienes una habitaciónsubiendo las escaleras a la derecha. Ytú… —Bajó la mirada hacia Alex—.Bueno, supongo que puedes usar lahabitación del fondo del pasillo. Noesperaba más compañía, así que no estápreparada como dormitorio.

—Traigo un catre.—Yo no traigo nada —dijo Daniel, y

aunque Alex esperaba captar tristeza ensu voz, no la hubo. Estaba poniendo almal tiempo buena cara—. ¿Necesitasayuda, Alex?

Ella negó con la cabeza.—Solo voy a meter dentro unas pocas

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cosas. Las demás las esconderé en algúnlugar fuera de la valla.

Daniel levantó las cejas, confundido,pero Kevin estaba asintiendo con lacabeza.

—He tenido que huir en plena nochealguna vez —le explicó Alex a Danielbajando la voz, aunque lo más seguroera que Arnie pudiera oírla de todosmodos. No tenía ni idea de cuánto sabíaaquel hombre sobre el antiguo empleode Kevin—. Puede no ser fácil volverpara recoger tus cosas después.

Las cejas de Daniel se arrugaron.Parte de la tristeza que Alex esperabaantes cruzó su semblante. Aquel era unmundo en el que poca gente entraba a

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propósito.—Aquí no hace falta que te preocupes

por eso —dijo Kevin—. Este sitio esseguro.

Kevin era de esas pocas personas quehabían escogido aquella vida, lo que lahacía desconfiar de su juicio.

—Prefiero no perder la práctica —insistió.

Kevin se encogió de hombros.—Si es lo que quieres, conozco un

sitio que te podría servir. La casa era bastante más bonita pordentro que por fuera. Alex habíaesperado un empapelado mohoso, los

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típicos paneles de roble de los añossetenta, sofás hundidos, linóleo yformica. Pero, aunque se dejaba notar unintento de tema rústico, todo el interiorera nuevo y puntero. Había hastaencimeras de granito en la isla decocina, bajo la araña de astas de alce.

—Hala —musitó Daniel.—Pero ¿cuántos trabajadores han

entrado aquí? —murmuró ella para símisma. Demasiados testigos.

Kevin la oyó, aunque Alex no lo habíapretendido.

—En realidad, ninguno. Arnie antestrabajaba en la construcción.Compramos todo el material fuera delestado y lo montamos nosotros mismos.

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Bueno, sobre todo lo montó Arnie.¿Satisfecha?

Alex hizo un mohín con sus labios deglobo.

—¿Cómo os conocisteis vosotrosdos? —preguntó Daniel a Arnie coneducación.

De verdad que iba a tener queestudiar a Daniel, pensó Alex. Leconvenía practicar su forma derelacionarse. Así era como secomportaba una persona normal, y ella onunca había sabido hacerlo o habíaperdido toda la práctica. Tenía susfrases memorizadas para hacer decamarera y trabajar en un cubículo deoficina, y sabía cómo responder en un

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entorno laboral de forma que se larecordara lo menos posible. Tambiénsabía hablar con los pacientes cuandohacía sus trabajos médicos ilegales y,antes de eso, había aprendido lasmejores maneras de extraer respuestasde un sujeto. Pero fuera de esos rolesprescritos, siempre evitaba todocontacto.

Fue Kevin quien respondió a lapregunta de Daniel.

—Arnie estaba metido en un pequeñolío que tocaba de pasada un proyecto enel que estaba trabajando yo hace tiempo.Quería dejarlo todo y me dio ciertainformación muy valiosa a cambio deque lo matara.

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El silencioso Arnie sonrió de oreja aoreja.

—Hicimos buenas migas —siguiódiciendo Kevin— y mantuvimos elcontacto. Cuando decidí empezar apreparar mi jubilación, hablé con él.Nuestras necesidades e interesesencajaban de maravilla.

—Una parejita perfecta —comentóAlex con voz acaramelada. Y no añadióen voz alta: «Genial, así que puedehaber gente buscándolo a él también».

Kevin acompañó a Daniel aldormitorio principal de la planta bajapara que cogiera ropa y artículos deaseo. Alex subió la escalera por sucuenta y localizó sin problemas la

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pequeña habitación que le habíaofrecido Kevin. Le bastaría. Estabanusándola de cuarto trastero, pero habíabastante sitio para su catre y sus objetospersonales. Podría usar uno de losgrandes contenedores de plástico amodo de escritorio. El cuarto de bañoestaba pasillo abajo, con puertas alpropio pasillo y a lo que iba a ser eldormitorio de Daniel.

Alex llevaba mucho tiempo sincompartir el cuarto de baño, pero almenos aquel era más grande y lujoso quelos que solía tener.

Los hermanos seguían atareadoscuando volvió al coche para cogeralgunas cosas. Había tres perros en el

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porche: uno que tenía que ser Einstein,un enorme rottweiler negro y otro animalcastaño rojizo con cara tristona y largasorejas caídas que le recordó al perroque se partía la pata al final de La damay el vagabundo, por lo que sería unsabueso o un perro de caza o algo por elestilo; siempre los confundía.

El rottweiler y el sabueso seaproximaron a ella con más interés queagresividad, pero bastó para que Alexdiera una larga zancada de vuelta haciala puerta. Einstein levantó la cabeza, dioun ladrido grave que casi parecía unatos y los otros dos se detuvieron.Bajaron las ancas al suelo allí dondeestaban, como habían hecho cuando

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Kevin les había dado la orden de«relaja».

No estaba muy segura de si Einsteintendría verdadera autoridad para darórdenes a los otros perros —¿erancapaces de reconocer el rango?—, demodo que se movió con cautela por elporche, esperando un ataque encualquier momento. Los animalesmantuvieron sus posturas relajadas ysolo la miraron curiosos. Cuando pasójunto a él, la cola del sabueso dio ungolpe ruidoso contra los listones delsuelo, y Alex tuvo la impresión de queestaba poniéndole ojitos para que loacariciara. Esperó no causarle muchadecepción con su cobardía.

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Buscó entre las cosas que teníaembutidas en el maletero y reunió unamochila de emergencia que llevaríaconsigo en todo momento. Sacó la mayorparte de su ropa sucia para lavarladentro —ojalá hubiera lavadora—, perodejó el traje de negocios con las demásbolsas del maletero. Quería guardar almenos una muda en su escondrijo defuera de la casa. Una noche digna derecordar había tenido que huir en ropainterior después de que el asesinonúmero dos muriera gaseado intentandorajarle el cuello, y se vio obligada aabrir la furgoneta del vecino y robarle elmono de trabajo. Tenía bien aprendidaesa lección. Esa y la de dormir siempre

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con pijamas que pudieran pasar por ropade calle.

Incluso con el catre bajo el brazo, nole costó mucho llevarlo todo escaleraarriba. Volvió a por la bolsa de lona quecontenía su material básico delaboratorio, porque no pensabadesperdiciar el tiempo de descanso sinhacer sus preparativos. Al pasar junto aldormitorio principal, oyó una discusiónpor cuyo tono se alegró de no estar enmedio.

Instalar el laboratorio le llevó pocotiempo gracias a la mucha práctica quetenía. Uno de sus matraces de cristaltenía una muesca, pero aún parecíautilizable. Montó su rotavapor y sacó

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unos condensadores y dos recipientes deacero inoxidable. Había usado casi todosu «Sobrevive» y, por cómo estabayendo la semana, era fácil quenecesitara más. Tenía D-fenilalanina desobra, pero se llevó una decepción alcomprobar su reserva de opiáceos.Había menos de los que creía. Nobastarían para sintetizar más«Sobrevive» y solo le quedaba unadosis.

Aún estaba refunfuñando por su faltade suministros cuando oyó que Kevin lallamaba desde abajo.

—Eh, Oleander. Tic, tac.Cuando salió por la puerta delantera,

Kevin ya estaba al volante del sedán y

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Daniel en el asiento del copiloto. Kevinla vio titubear en el porche y dio unbocinazo irritantemente largo. Alexanduvo tan despacio como pudo hacia elcoche y se metió en el asiento traserocon mala cara: iba a ponerse perdida depelo de perro.

Condujeron por el mismo estrechocamino de tierra hasta el portón y luegounos kilómetros más antes de desviarsepor otro camino incluso menos marcadoque llevaba más o menos hacia el oeste.El desvío era poco más que dos marcasde neumáticos entre la hierba. Losiguieron a lo largo de diez u oncekilómetros, estimó. Al principioatisbaba de vez en cuando la verja del

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rancho, pero al poco tiempo sedesviaron demasiado al oeste y dejó deverla.

—¿Estos terrenos también son tuyos?—Sí, después de pasar por unos

cuantos nombres más. Esta parcela espropiedad de una corporación que noestá asociada de ningún modo con laparcela del rancho. Sé cómo se hacenestas cosas, ¿vale?

—Por supuesto.El terreno empezó a cambiar a su

derecha. La hierba amarillentaterminaba en un extraño borde regular yel suelo pasaba a ser de tierra lisa, rojay desnuda. Cuando el sendero empezó aregresar en dirección norte hacia el

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borde de la hierba, Alex se sorprendióal ver que la tierra roja en realidad erala orilla de un río. El agua era delmismo color que la ribera y fluía consuavidad hacia el oeste, sin rápidos niobstáculos. Tenía unos quince metros enel punto más ancho que alcanzó a ver.Alex contempló la corriente mientrasavanzaban más o menos en paralelo aella, fascinada por su existencia en elcentro de aquella pradera tan seca. Pesea lo calmado del agua, el río parecíafluir a bastante velocidad.

En esa ocasión no hubo verja. A unoscincuenta metros del camino se alzabaun granero a medio desmoronar,descolorido por el sol y con pinta de

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haber llegado al final de su larga vida yestar esperando solo a que lameteorología adecuada acabara con susufrimiento. Alex había visto centenaresde edificios como aquel en su recientetrayecto por Arkansas y Oklahoma.

No le llegaba ni a la suela de loszapatos a su lechería.

Kevin giró hacia la construcción ycondujo por la hierba. Alex nodistinguió ningún camino ni senderooficiales.

Se quedó en el coche esperandomientras Kevin bajaba para abrir uncandado inmenso y vetusto y separar laspuertas. Desde fuera, a la luz brillantedel cielo abierto y despejado, era

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imposible ver nada del lóbrego interior.Kevin volvió al trote y llevó el coche ala oscuridad.

En esa ocasión, el interior cumplía laspromesas que había hecho el exterior.Una tenue luz se filtraba por los listonesdel granero e iluminaba pilas y máspilas de material de granja oxidado, lamayor parte de un tractor corroído, lascarrocerías de unos pocos cochesantiquísimos y un gigantesco ypolvoriento almiar al fondo, mediocubierto por una lona. Nada quemereciera la pena robar, o inclusoexaminar de cerca. Si alguien semolestaba en allanar aquel sitio, loúnico valioso que encontraría sería la

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sombra.Cuando se apagó el motor, a Alex le

pareció entreoír la corriente del río. Nopodían estar a más de un par decentenares de metros de distancia.

—Servirá —dijo—. Dejaré mistrastos en un rincón y así puedes usar elcoche para volver.

—Entendido.Amontonó sus cuatro bolsas

rectangulares de lona en un huecosombrío, semiocultas detrás de una pilade madera llena de telarañas. Lastelarañas tenían polvo.

Kevin estaba hurgando cerca de unmontón de metal ennegrecido que quizáfuesen piezas de otro tractor y volvió

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con una lona vieja y deshilachada queextendió sobre las bolsas de Alex.

—Buen toque final —dijo ella en tonoaprobador.

—La presentación lo es todo.—Supongo que aún no has tenido

tiempo de arreglar todo esto —comentóDaniel, con una mano apoyada en lacarrocería de coche más cercana.

—Me gusta bastante como está —repuso Kevin—. Déjame enseñártelo,por si necesitas alguna cosa mientras noesté. Que no la necesitarás, pero bueno.

Alex asintió, pensativa.—La preparación excesiva es la

clave del éxito. Viene a ser mi mantra.—Pues esto te va a encantar —

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prometió Kevin.Caminó hacia el medio tractor y se

agachó para trastear con las tuercas delenorme neumático deshinchado.

—Detrás de este tapacubos hay unteclado —dijo a Daniel—. El código esnuestro cumpleaños. No es muy original,pero quería que pudieras acordarte sinproblemas. La misma combinación abrela cerradura de la puerta de fuera.

Un segundo después, la superficieentera del neumático se abrió haciafuera rodando en torno a unas bisagras.No estaba hecho de caucho, sino dealgún material más rígido y ligero.Dentro había un arsenal.

—Oh, sí —susurró Alex—. Batcueva.

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Al instante vio una SIG Sauer idénticaal arma que había robado a Kevindurante demasiado poco tiempo. ¿Quéfalta le hacían dos?

Kevin la miró desconcertado.—Batman no usa armas de fuego.—Qué más da.Daniel estaba examinando las

bisagras de la trampilla oculta.—Muy ingenioso. ¿Lo hizo Arnie?—No, fui yo, muchas gracias.—No sabía que fueras tan mañoso. ¿Y

cuándo has tenido tiempo de montaresto, mientras desmantelabas cárteles ydemás?

—Entre trabajos. Si no tengo nadaque hacer, me vuelvo loco.

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Cerró el neumático falso y señaló lacarrocería de coche junto a la que sehabía quedado Daniel al entrar.

—Levantas la tapa de la batería ytecleas la misma contraseña. En ese hayfusiles y en el siguiente lanzacohetes ygranadas.

Daniel se echó a reír hasta que captóla expresión de su hermano.

—Espera, ¿va en serio?—¿A ella no le gusta la preparación?

Pues a mí me gusta estar armado hastalos dientes. Vale, lo que viene ahora noestá tan bien escondido, pero es la clasede cosas que podría necesitar sin previoaviso.

Kevin pasó a un lado de la inmensa

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torre de paja, seguido por los otros dos.Por esa parte, la lona llegaba hasta elsuelo. Alex estaba bastante segura deadivinar al menos la categoría de lo queKevin guardaba allí, y en efecto, allevantar la lona dejó a la vista unpequeño garaje detrás de la paja, con unenorme vehículo ocupando casi todo elespacio. Por la postura de Kevin, estabaclaro que aquel cacharro era su mayororgullo.

—En el rancho tengo una camionetaque no destaca, pero esto está para lasemergencias.

Daniel hizo un ruidito parecido alhipo. Alex miró hacia él y comprendióque estaba intentando no reírse. Le vio

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la gracia al instante.Los dos habían lidiado durante años

con el tráfico de Washington D.C.,aunque él más en los últimos tiempos. Ypese a que los atascos y la falta deaparcamiento hacían la ciudad másadecuada para una Vespa que para unutilitario de tamaño medio, siemprehabía un tío tratando de aparcar sudescomunal compensamóvilestrujándolo entre dos coches enparalelo. Como si a alguien pudierahacerle falta un Hummer en cualquiersitio, no digamos ya en una ciudad. Yapuestos, ¿por qué no se hacíanmatrículas personalizadas que rezaranMAMÓN y así eliminaban todo asomo de

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duda?Cuando Daniel vio el temblor en la

boca de Alex, se le hizo imposiblecontrolarse. Se echó a reír de repente.Era un «je-je-gromf-je-je» ridículo ypegadizo que hacía mucha más graciaque aquel mostrenco militar. Alex loimitó con una risita y descubrió consorpresa que perdía el control de suscarcajadas casi de inmediato. Hacíatantísimo tiempo que no se reía de esamanera que ya no recordaba cómo seapoderaba del cuerpo entero y no losoltaba.

Daniel estaba inclinado, con unamano apoyada en la paja y la otra en elcostado como si le hubiera dado un

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calambre. Era lo más gracioso que Alexhabía visto en la vida.

—¿Qué? —quiso saber Kevin—.¿Qué pasa?

Daniel trató de calmarse pararesponder, pero entonces una repentinarisita de Alex lo descarriló y empezó acarcajearse de nuevo, tomando aire abocanadas entre los estallidos.

—Esto es un vehículo de asalto deúltima tecnología —protestó Kevin, casigritando para hacerse oír entre lafrenética hilaridad—. Tiene ruedas decaucho sólido y cristal a prueba demisiles. El armazón entero está cubiertode paneles que no puede aplastar ni untanque. Este cacharro podría salvaros la

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vida.Solo consiguió empeorarlo todo. Las

caras de los dos empezaron a surcarsede lágrimas. El labio de Alex protestó yle dolían las mejillas. Daniel estabahipando de verdad, incapaz de erguirse.

Kevin lanzó las manos al aire,indignado, y se alejó dando zancadas.

Volvieron a estallar en carcajadas.Por fin, varios largos minutos tras la

desaparición de Kevin, Alex empezó apoder respirar de nuevo. La risa deDaniel también estaba remitiendo,aunque seguía agarrándose el costado.Alex lo comprendía: también le habíadado un calambre. Presa de un extrañoagotamiento, se sentó en el suelo

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cubierto de paja y metió la cabeza entrelas rodillas para normalizar surespiración. Al cabo de un segundo, notóque Daniel se sentaba a su lado y leapoyaba la mano con suavidad en laespalda.

—Ay, qué falta me hacía —dijo él conun suspiro—. Ya empezaba a creer quenunca volvería a pasar nada divertido deverdad.

—Yo no me acuerdo de la última vezque me reí así. Hasta me duele elestómago.

—A mí también. —Y entonces searrancó con otro «je-je-je».

—No empieces —le rogó ella.—Perdona. Lo intento. Puede que esté

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un poco histérico.—Ya. A lo mejor tendríamos que

abofetearnos el uno al otro.Daniel volvió a estallar y Alex no

pudo evitar que se le escapara una risita.—Para —gimió.—¿Hablar de cosas tristes

funcionaría? —preguntó él.—¿Como llevar una vida de

aislamiento y miedo, perseguida lasveinticuatro horas del día? —sugirióAlex.

Dio la impresión de que el tenebrosogranero se oscurecía aún más, y Alexlamentó al momento haber hablado.Aunque le doliera, había estado muybien reírse.

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—Esa es buena —dijo Daniel en vozbaja—. ¿Qué tal decepcionar a todos losque cuentan contigo?

—A mí no se me aplica del todo, perodesde luego es una idea deprimente.Aunque en tu caso, me extrañaría quealguien lo viera así. Creerán que hasmuerto asesinado. Todo el mundo estarádesconsolado y te dejarán flores y velasdelante del instituto.

—¿Tú crees?—Seguro. Probablemente hasta habrá

ositos de peluche.—Puede. O puede que nadie me eche

de menos. A lo mejor dicen: «Por finnos libramos de ese payaso y podemoscontratar a un profesor de Historia como

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debe ser. El equipo femenino devoleibol hasta podría tener unaoportunidad sin él molestando. Mira,¿sabes qué? Busquemos a un chimpancépara que haga su trabajo y nosahorramos el sueldo».

Ella asintió con fingida solemnidad.—Podrías tener razón.Daniel sonrió y volvió a ponerse

serio.—¿Alguien encendió velas por ti?—No quedaba nadie a quien le

importara. Si el superviviente hubierasido Barnaby, tal vez me habríaencendido una vela. Yo lo hice unascuantas veces por él, en catedrales. Nosoy católica, pero no se me ocurría otro

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sitio donde hacerlo sin llamar laatención. Sabía que Barnaby ya noestaba y no podía importarle, pero yonecesitaba algo. Una conclusión, unduelo, lo que fuera.

Hubo un breve silencio.—¿Le querías?—Sí. Aparte de mi trabajo, y ya has

visto lo adorable y bonito que es, era loúnico que tenía.

Daniel asintió.—Ya no me apetece reír.—Supongo que necesitábamos

descargarnos. Ahora podemos volver anuestra depresión planificada.

—Ardo en deseos.—Eh, Moe y Curly —los llamó Kevin

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desde fuera del granero—. ¿Listos paravolver al trabajo o queréis seguir riendocomo colegialas un poco más?

—Eh…, seguir riendo, me parece —le respondió Daniel.

A Alex se le escapó una risita.Daniel le puso la mano con suavidad

sobre la boca magullada.—No, no, para. Será mejor que

salgamos a ver qué es lo que hay quehacer ahora.

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Kevin tenía un campo de tiro detrásdel granero, mirando al río. Alex locontempló con recelo, pero tuvo quereconocer que los disparos aleatoriosllamarían menos la atención en el Texasrural que en casi cualquier otra parte delmundo.

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—¿Cuándo fue la última vez quecogiste un arma? —preguntó Kevin aDaniel.

—Eh…, con papá, supongo.—¿En serio? —Kevin dio un

profundo suspiro—. Bueno, pues solonos queda esperar que al menosrecuerdes algo.

Había sacado varias armas distintas ylas había dispuesto sobre una bala depaja. Había otras pacas de la altura deun hombre y con siluetas negras pintadasa varias distancias de su posición.Algunas estaban tan lejos que a Alex lecostaba distinguirlas.

—Podemos empezar con las armascortas, pero lo que me gustaría es que

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probaras con los fusiles. La mejor formade seguir a salvo es disparar desde muy,muy lejos. Preferiría que no tuvieras queusar las armas de corto alcance, si esposible.

—Estos no se parecen a ningún fusilque haya disparado —dijo Daniel.

—Son de francotirador. —Dio unosgolpecitos en el McMillan que llevaba ala espalda—. Este de aquí tiene elrécord de la muerte a mayor distancia,más de dos kilómetros.

Daniel puso los ojos como platos.—¿Cómo sabes a quién quieres matar

siquiera, desde tanta distancia?—Porque llevas a un observador,

pero tú no te preocupes por eso. No

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tienes que aprender a tirar a tantadistancia. Solo quiero que puedasbuscar una posición elevada y cargarte agente, si llega el caso.

—No sé si sería capaz de disparar auna persona.

Le llegó el turno a Kevin de ponercara de incredulidad.

—Pues más vale que te aclares.Porque, si no disparas, la persona queva a por ti no dudará en aprovecharse,tenlo por seguro.

Daniel parecía dispuesto a discutir,pero Kevin desechó la rencilla con ungesto de la mano.

—Escucha, de momento vamos a versi recuerdas cómo se hace.

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Después de que Kevin le repasara losconceptos básicos, quedó claro queDaniel recordaba bastante. Seacostumbró al fusil con una facilidadmucho más intuitiva que la que habíatenido nunca Alex con las armas defuego. A todas luces era un tirador nato,y ella no.

Cuando se hubo disparado lamunición suficiente como para quedejara de temer el ruido, Alex levantó laSIG Sauer.

—Oye, ¿te importa que la pruebe conlos blancos más cercanos?

—Dale —dijo Kevin, sin apartar losojos de la línea de tiro de su hermano—.Apúntate a la fiesta.

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La SIG pesaba más que su PPK ytenía más retroceso, pero en cierto modoeso le daba buena sensación. Sensaciónde poder. Tardó unos cuantos disparosen acostumbrarse a la mira, pero luegoempezó a acertar más o menos con lamisma frecuencia que usando su propiaarma. Pensó que, con el tiempo,mejoraría. Quizá pudiera practicar unpoco más en serio mientras estuvieraallí. No era una actividad que hubierapodido permitirse hasta la fecha.

Cuando Kevin dio por terminada lainstrucción de tiro, el sol casi se habíapuesto. Tiñó de un rojo oscuro toda lahierba amarilla, como si de verdadestuviera tocando el horizonte y pegando

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fuego a aquel secarral.A regañadientes, Alex dejó la SIG

con las otras pistolas. Pero, en fin, sabíala contraseña. Quizá se aprovisionara unpoco cuando la «fiesta» de Kevinhubiera terminado.

—Bueno, Danny, me alegro de queaún se te dé bien… y de que mi talentono sea solo chiripa. Nuestros padres nosdejaron unos buenos genes —dijo Kevincuando ya volvían hacia la casa.

—Para practicar con blancos. Sigosin creer que pudiera hacer lo que hacestú.

Kevin bufó.—Las cosas cambian cuando alguien

intenta matarte.

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Daniel miró hacia fuera por suventanilla, con gesto poco convencido.

—Vale —dijo Kevin, y suspiró—.Plantéatelo así. Imagínate que hayalguien a quien quieres proteger, mamápor ejemplo, detrás de ti. Hay reclutasque tienen que visualizar estas cosaspara ponerse en el estado mentalcorrecto.

—Pero no encaja muy bien condisparar a lo francotirador —señalóDaniel.

—Pues imagínate que el tipo de tupunto de mira está metiendo a mamá enel maletero de un coche. Échaleinventiva.

Daniel se rindió.

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—Vale, vale.Alex notaba que Daniel seguía sin

tenerlas todas consigo, pero, en eseasunto al menos, estaba de acuerdo conKevin. Cuando alguien iba a por ti,saltaba el instinto de supervivencia. Enuna situación de «él o tú», siempre teelegías a ti mismo. Daniel no conoceríala sensación hasta que los cazadoresdieran con él. Deseó que nunca tuvieraque conocer la sensación.

Bueno, Kevin haría todo lo quepudiera, y ella también. Quizá entre losdos lograran convertir el mundo en unlugar más seguro para Daniel Beach.

De vuelta en el rancho, la giraprosiguió. Kevin los llevó a un edificio

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moderno y elegante, invisible desdedelante de la casa y lleno de perros.

Cada animal tenía su compartimentoclimatizado y acceso a su propia parcelaexterior. Kevin explicó a Daniel elhorario de ejercicios, qué perros teníanapalabrados ya y cuáles estaban listospara salir al mercado, preparándolepara su futura vida en el rancho, supusoAlex. Daniel parecía encantado,acariciando a todos los animales yaprendiéndose sus nombres. Y losperros adoraban la atención… y lapedían. Alex deseó poder bajar elvolumen de tanto ladrido y gimoteo. Alparecer, los perros sueltos eran losgraduados del programa de

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entrenamiento y todos seguían a Kevinen sus rondas.

Alex sospechaba que Kevin habíadejado que los acompañaran solo paraincomodarla. El perro con manchas deltamaño de un caballo —un gran danés,por lo visto— le pisaba los talones entodo momento, y estaba segura de que nolo hacía por iniciativa propia. Kevin ledebía de haber dado alguna ordenoculta. Notaba el aliento del gigantón enla nuca, y seguro que tenía salivazos enla parte de atrás de la camisa. Elsabueso también la seguía, pero en sucaso pensaba que quizá sí se habíaasignado a sí mismo la tarea. Le poníalos mismos ojitos tristes cada vez que

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Alex lo miraba. Los demás graduadosrodeaban a Daniel y Kevin, exceptoEinstein, que permanecía cerca solo deKevin y parecía tomarse muy en serio lainspección de tropas.

Pasaron delante de perreras conpastores alemanes, dóbermans,rottweilers y varios otros grupos derazas cuyos nombres no conocía. Alexse mantuvo en el centro del largo pasilloentre perreras y no tocó nada. Siempreconvenía minimizar el número dehuellas dactilares que tendría que borrardespués.

Había dos cachorros de sabueso en elmismo compartimento, y Kevin comentóa Daniel que eran hijos de Lola,

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mientras señalaba al sabueso que seguíaa Alex.

—Anda, ¿Lola, eh? Lo siento —musitó Alex en voz baja, para que loshombres no la oyeran—. No tendría quehaber dado nada por sentado.

Lola pareció darse cuenta de que sedirigían a ella. Alzó una miradaesperanzada hacia Alex y le atizó en lapierna con la cola. Alex se agachódeprisa para acariciarle la cabeza.

Kevin soltó un gruñido contrariado y,cuando Alex se irguió, vio que la estabamirando.

—A Lola le cae bien todo el mundo—dijo Kevin a Daniel—. Excelenteolfato, pésimo gusto. En su

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descendencia, estoy intentando eliminarla falta de criterio mientras conservo elgenio olfativo.

Daniel negó con la cabeza.—Para ya.—No es broma. Espero mejores

instintos de estos animales.Alex se acuclilló para rascar a Lola

en los costados como había visto hacer aDaniel, sabiendo que enfurecería aKevin. Al instante Lola se puso panzaarriba. De golpe, el perro gigante setumbó al otro lado de Alex, y ella estuvocasi segura de que ponía una expresiónesperanzada. Con cuidado, le acarició elhombro y el perro no le arrancó la manode un mordisco. Dio dos golpes con la

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cola en el suelo. Alex lo interpretó comouna señal de ánimo y lo rascó detrás delas orejas.

—¡Venga ya, Khan! ¿Tú también?Ni Alex ni el gran danés le hicieron

caso. Alex se sentó en el suelo con laspiernas cruzadas de frente a los dosperros y dando la espalda a loshermanos. Si iba a estar rodeada demáquinas de matar peludas, mejor tenera unas cuantas de su parte.

Lola le lamió el dorso de la mano.Daba asco, pero también cierta ternura.

—Parece que a Alex le ha salido unaadmiradora —dijo Daniel.

—Lo que tú quieras. Aquí es dondeguardamos la comida. Arnie la compra

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semana sí, semana no en Lawton. Vamosbien servidos hasta…

El resto de la explicación de Kevin seperdió entre los ladridos y gruñidos delos perros que dejaban atrás.

Alex se quedó unos minutos másacariciando a los animales, sin sabercómo se lo tomarían cuando semarchara. Al cabo, se levantó concautela. Lola y Khan la imitaron almomento y la siguieron de mil amores ensu regreso a la casa. La escoltaron hastala misma puerta y luego se acomodaronen el porche.

—Buena chica, buen chico —les dijoantes de entrar.

Posiblemente Kevin había querido

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intimidarla, pero le gustaba la sensaciónde pensar que los perros estabanprotegiéndola en vez de vigilándola.Supuso que para eso estaríanentrenados. Era agradable. Si llevara unestilo de vida distinto, estaría bienañadir un perro. Pero no sabía de dóndepodría sacar una máscara antigás tamañoperro.

Arnie estaba sentado en el sofá delsalón, frente a un televisor de pantallaplana montado en la pared de enfrente.Tenía una cena de microondas en elregazo que acaparaba su atención y noreaccionó a su llegada.

El olor de la comida, macarrones yfilete ruso, le hizo la boca agua. No era

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una cena de cuatro estrellas, pero teníamucha, mucha hambre.

—Esto… ¿Te importa si cojo algo decomida? —pidió.

Arnie gruñó sin apartar la mirada delpartido de béisbol. Alex confió en quefuera una expresión afirmativa, porqueya iba de camino a la nevera.

El refrigerador, un aparatoimpresionante de ancho doble y aceroinoxidable, estaba decepcionantementevacío. Solo contenía condimentos, unaspocas bebidas deportivas y un frascoenorme de encurtidos. Y había quelimpiarlo. Comprobó el congelador yencontró allí el premio: estaba llenohasta los topes de cenas como la que

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estaba comiéndose Arnie. Calentó unapizza de queso en el microondas y ladevoró sentada en un taburete queacercó a la isla. Arnie no aparentó darsecuenta de su presencia en ningúnmomento.

Si de verdad había que añadir unacuarta persona a la ecuación, Arnie noestaba mal del todo.

Oyó que volvían los hombres, así quefue arriba. De camino al rancho sehabían visto obligados a compartirespacios reducidos, pero conhabitaciones a las que retirarse podíandejarse espacio unos a otros. Sabía queDaniel y su hermano tenían mucho de loque hablar y a ella no le hacía ninguna

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falta oírlo.Tampoco había mucho que hacer en su

cuarto trastero. Rellenó de ácido suspequeñas jeringuillas, aunque no se leocurría ninguna situación en que pudieranecesitarlas en aquel lugar. Podría habertrabajado en sacar las semillas de loshuesos de melocotón, pero los habíadejado en el granero. No merecía lapena el riesgo de intentar conectarse ainternet, por si pasaba un tiempo en elrancho. Y tampoco tenía material delectura. Sí que había un proyecto al quehabía estado dándole vueltas, pero unaparte de ella rechazaba de plano la ideade ponerlo por escrito. Aunque lasagencias de seguridad nacional llevaban

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un tiempo sin ser amigas suyas, nopensaba poner a civiles en peligro.Escribir sus memorias quedabadescartado.

Pero necesitaba razonar sobre todo loque estaba ocurriendo de maneraorganizada. ¿Y si anotaba solo algunaspalabras clave para ayudarse arecordar?

Estaba segura de una cosa: algo quehabía oído decir a alguien durante losseis años que había trabajado con eldoctor Barnaby era el motivo del ataqueal laboratorio y de todos los intentos deasesinato que habían venido después. Silograba determinar cuál era esainformación podría hacerse una idea

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mucho más clara de quiénes queríanacabar con ella.

El problema era que había oídomuchas cosas, todas ellas delicadas amás no poder.

Empezó a componer una lista. Ideó uncódigo y designó los asuntos másgordos, los nucleares, como A1, A2, A3y A4. Eran cuatro bombas grandes quese habían controlado mientras ellaestaba en el departamento, los proyectosmás serios en los que había trabajado.Si había habido algo por lo quemereciera la pena destruir su división,tenía que haber sido gravísimo.

O eso esperaba. Si se trataba delimpulso tonto de algún almirante que

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pensaba que su infidelidad podíahaberse mencionado en el informe dealguna investigación, no tendría formade averiguarlo jamás.

T1 hasta T49 eran todos los actosterroristas no nucleares que Alexalcanzaba a recordar. Sabía que estabaolvidando otras tramas menores que nohabían resultado en gran cosa. Lasprincipales amenazas, entre T1 y T17,iban desde los ataques biológicos a ladesestabilización económica, pasandopor los terroristas suicidas.

Estaba tratando de idear un sistemaque le permitiera distinguir las tramas—¿La primera letra de la ciudad deorigen y la primera de la ciudad

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objetivo bastarían para diferenciar losacontecimientos? ¿Olvidaría elsignificado de sus anotaciones? Pero,por otra parte, un listado completo denombres de lugares era demasiadainformación para dejar escrita— cuandooyó que Kevin la llamaba.

—¡Eh, Oleander! ¿Dónde te hasescondido?

Cerró el portátil de golpe y se asomóa la escalera.

—¿Necesitas algo?Kevin llegó doblando la esquina y la

miró desde abajo. Los dos se quedaronen sus posiciones, manteniendo entreellos el tramo de escalera.

—Solo avisarte. Me marcho. He

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dejado un teléfono a Daniel. Llamarécuando esté preparado para que envíesel e-mail.

—¿Prepago desechable?—No soy novato en esto, cielo.—Pues buena suerte, supongo.—No conviertas mi casa en un

laboratorio mortífero mientras no estoy.«Demasiado tarde». Reprimió una

sonrisa.—Intentaré contenerme.—Y creo que eso es todo. Diría que

ha sido un placer…Alex sonrió.—Pero siempre hemos sido de lo más

sinceros entre nosotros. ¿Por quéempezar a mentir ahora?

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Kevin le devolvió la sonrisa pero alinstante se puso serio.

—¿Le echarás un ojo?La petición pilló a Alex

desprevenida. ¿Kevin confiándole lavida de su hermano de ese modo? Perolo que la sorprendió del todo fue supropia reacción.

—Por supuesto —le prometió deinmediato.

Resultaba perturbador comprender losincera e involuntaria que había sido surespuesta. Pues claro que iba a mantenera Daniel a salvo tan bien como pudiera.Eso se daba por descontado. Alexrecordó la extraña sensación que habíaaflorado por primera vez en la

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oscuridad de su tienda de tortura, supremonición de que la apuesta habíasubido de una vida a dos.

Una parte de ella se preguntó cuándose libraría de aquel sentimiento deresponsabilidad. Quizá todo el mundo sesentía igual después de interrogar a uninocente. O quizá solo pasaba si esapersona era tan… ¿Cuál sería lapalabra? ¿Sincera? ¿Virtuosa? ¿Íntegra?Alguien tan bueno como Daniel.

Kevin lo aceptó con un gruñido, diomedia vuelta y se dirigió al salón de lacasa. Alex dejó de verlo, pero seguíaoyendo sus palabras.

—Danny, ven aquí. Hay otra cosa quetenemos que hacer.

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Presa de la curiosidad y con el ánimode posponer un catálogo de pesadillasque empezaba a darle dolor de cabeza,Alex bajó los escalones sin hacer ruidopara ver lo que pasaba. Conocía a Kevinlo suficiente para saber que no llamabaa Daniel para despedirse de él entreabrazos y lágrimas.

El salón estaba vacío —Arnie sehabía marchado—, pero le llegabanvoces a través de la tela metálica de lapuerta. Salió al porche, donde laesperaba Lola. Distraída, le acarició lacabeza mientras contemplaba la escena,iluminada por las lámparas del porche ylos faros del sedán.

Einstein, Khan y el rottweiler estaban

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formando en hilera delante de Kevin,que parecía dirigirse a ellos mientrasDaniel miraba. Empezó por su alumnoestrella.

—Ven, Einstein.El perro se adelantó. Kevin giró su

cuerpo para señalar a Daniel.—Este es tu pastelito, Einstein.

Pastelito.Einstein corrió hacia Daniel

meneando la cola y empezó a husmearlelas piernas de arriba abajo. Por laexpresión de Daniel, estaba igual deconfuso que Alex.

—Vale —dijo Kevin a los otrosperros—. Khan, Gunther, mirad.

Se volvió de nuevo hacia Einstein y

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Daniel, adoptó una postura agachada deluchador y se aproximó a ellosdespacio.

—Voy a quitarte tu pastelito —anunció con voz grave, provocando alperro.

Einstein dio la vuelta para colocarseentre Daniel y el avance de Kevin. Lospelos del pescuezo se le erizaron almenos quince centímetros, y escapó ungruñido amenazador de entre suscolmillos, expuestos de repente. Lapersonalidad demoníaca con la que Alexhabía conocido a Einstein por primeravez acababa de regresar.

Kevin fintó a la derecha y Einsteinbloqueó su avance. Se lanzó hacia

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Daniel por abajo y a la izquierda y elperro se abalanzó contra su dueño y loderribó con un golpe que sonó muycontundente. En el mismo segundo,Einstein rodeó el cuello de Kevin consus mandíbulas. La escena habría dadomiedo de no ser por la sonrisa de Kevin.

—¡Buen chico! ¡Chico listo!—¡Mata! ¡Mata! —susurró Alex entre

dientes.Einstein se relajó y retrocedió,

moviendo la cola de nuevo. Dio unossaltitos adelante y atrás, dispuesto ajugar a más juegos.

—Vale, Khan, te toca.De nuevo, Kevin identificó a Daniel

como el «pastelito» del gran danés y

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simuló un ataque. Einstein se quedójunto a Khan, supervisando, supusoAlex. Al enorme perro le bastó conapoyar una garra gigantesca en el pechode Kevin cuando llegó para hacerlo caerhacia atrás. Khan usó la misma pata paraimpedir que se levantara mientrasEinstein atacaba la yugular.

—¡Mata! —dijo Alex de nuevo, másalto.

Kevin la oyó y le lanzó una mirada designificado claro: «Si no estuvieraenseñando algo muy importante a estosperros, les ordenaría que te hicieranpicadillo».

Khan se quedó fuera la siguienteronda, mientras Einstein volvía a

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supervisar. El rottweiler, cuyo pechoparecía un morro de locomotora, tumbóa Kevin incluso con más fuerza queEinstein. Alex oyó cómo se le escapabael aliento por el golpe: tenía que haberledolido. Sonrió.

—¿Puedo preguntar de qué va todoesto? —quiso saber Daniel mientrasKevin se levantaba y empezaba asacudirse el polvo de sus vaquerososcuros y su camiseta negra.

—Es una orden de comportamientoque creé para los perros de protecciónpersonal. Estos tres perros te defenderáncon sus vidas de ahora en adelante.Seguro que también se te meterán muchoentre las piernas.

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—¿Por qué «pastelito»?—Es una palabra como cualquier

otra. Pero la verdad es que al escogerlaestaba pensando sobre todo en mujeres yniños.

—Gracias.—Vamos, relájate. Sabes que no

quería decir eso. Piensa en una ordenmejor y la usaremos para la próximageneración.

Hubo un silencio incómodo. Kevinmiró hacia el coche y luego otra vez a suhermano.

—Escucha, aquí estás a salvo, perode todas formas no te alejes de losperros. Ni de la mujer de los venenos.Es dura. Eso sí, no comas nada que te dé

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ella.—Seguro que estaremos bien.—Si ocurre algo, da esta orden a

Einstein.Tendió a Daniel un papelito del

tamaño de una tarjeta de visita. Danielse lo guardó en el bolsillo sin mirarlo. AAlex le pareció extraño que Kevin nodijera la orden en voz alta. O quizá solola hubiera apuntado porque no confiabaen que Daniel fuera a recordarla.

Kevin tenía todo el aspecto de estarplanteándose un abrazo, pese a lo quehabía pensado antes Alex, pero entoncesDaniel tensó un poco su postura y Kevindio media vuelta. Siguió dandoinstrucciones a su hermano mientras iba

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hacia el coche.—Ya hablaremos más cuando vuelva.

No te separes del teléfono. Llamarécuando esté todo organizado.

—Ve con cuidado.—A la orden.Kevin subió al coche y encendió el

motor. Apoyó la mano en elreposacabezas del asiento del copiloto ymiró por el espejo retrovisor para sacarel vehículo al camino. No volvió a mirara su hermano. Al poco tiempo, las lucestraseras rojas se difuminaron en lalejanía.

La partida de Kevin fue como un pesoque se levantaba del pecho de Alex.

Daniel se quedó un minuto mirando el

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coche, con sus tres perros lealessentados cerca de sus pies. Después sevolvió y subió los escalones del porche,meditabundo. Los perros subieron conél. Kevin no exageraba al decir que lostendría entre las piernas. Daniel tuvosuerte de que Khan se mantuvierasiempre detrás o no habría podido ver adónde iba.

Se quedó junto a Alex y se giró paramirar en la misma dirección que ella,hacia la anodina noche negra. Los perrosmontaron guardia en torno a sus pies. Elrottweiler obligó a apartarse a Lola, quedio un gemido de protesta. Daniel bajólas dos manos a la barandilla del porchey se aferró a ella como si esperara un

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cambio en la dirección de la gravedad.—¿Es malo que su marcha me alivie?

—preguntó Daniel—. Es que es…demasiado, ¿sabes? No puedoprocesarlo con él hablando y hablandosin parar.

Su mano derecha se soltó paraapoyarse en la parte baja de la espaldade Alex casi de manera automática,como si ponerla allí no hubiera sido unadecisión consciente.

El que siempre la tocara le recordó aAlex a los experimentos que Barnaby yella habían hecho años antes con tanquesde privación sensorial. Era una formaefectiva de hacer hablar a alguien sindejarle marcas, pero concluyeron que

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era un proceso demasiado lento paraconsiderarlo su mejor opción.

Sin embargo, todo el que entraba en eltanque, sin importar su nivel deresistencia, tenía la misma reacción alsalir: anhelaba el contacto físico comosi fuese una droga adictiva. Alex pensóen la memorable experiencia que tuvocon un cabo del ejército, un voluntariocon el que trabajaron en la primera fasede pruebas, y el largo y algo inadecuadoabrazo que le dio al abandonar eltanque. Al final tuvieron que llamar aseguridad para quitárselo de encima.

Daniel debía de tener unossentimientos muy parecidos a los deaquel soldado. Había pasado días sin el

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menor contacto con lo que habíaconsiderado su vida normal. Necesitaríael consuelo de saber que tenía el calor yel aliento de otro ser humano vivo a sulado.

Por supuesto, el mismo diagnósticopodía aplicársele a ella, que llevabamucho más tiempo que Daniel apartadade una vida normal. Aunque el tiempoimplicara que se había acostumbrado ala carencia, también significaba quellevaba privada de contacto humanomuchísimo tiempo. Quizá por esosintiera un extraño alivio cada vez queDaniel la tocaba.

—No creo que sea malo —lerespondió—. Es natural que necesites

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espacio para procesar todo esto.Daniel soltó una carcajada, más

tétrica que su anterior ataque de risa.—Solo que no necesito espacio con

nadie más que con él. —Suspiró—. Kevsiempre ha sido así, hasta cuandoéramos pequeños. Tiene que estar almando, ser el centro de atención.

—Características curiosas en unespía.

—Supongo que ha encontrado laforma de contrarrestar esos instintosmientras trabaja… y luego le sale todode golpe cuando no.

—No sabría decirte. Soy hija única.—No sabes qué suerte tienes. —

Daniel volvió a suspirar.

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—Seguro que no es para tanto. —Unmomento, ¿por qué estaba defendiendo aKevin? Quizá fuese solo para animar aDaniel—. Si no estuvierais atrapados enesta situación tan extrema, sería másfácil de tratar.

—Bien pensado. Tengo que procurarver las cosas desde más ángulos.Supongo que es que estoy… enfadado.Pero que muy enfadado. Sé que no era suintención, pero con sus decisionesvitales ha destruido de repente todas lasmías. Es muy… propio de Kevin.

—Lleva un tiempo aceptar lo que teha ocurrido —dijo Alex despacio—.Creo que seguirás enfadado, pero deverdad que luego mejora. Yo ya casi no

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pienso nunca lo enfadada que estoy.Pero claro, para mí es distinto. Lo míome lo hicieron personas a las que noconocía muy bien. No eran mi familia.

—Pero tus enemigos intentaronmatarte de verdad. Lo que te pasó a ti espeor, no intentes compararlo con lo queme está pasando a mí. Kevin nuncaquiso hacerme daño. Lo que pasa es quees difícil, ¿sabes? Siento como sihubiera muerto pero tuviera que seguirviviendo de todos modos. Y no sé cómo.

Alex le dio una palmadita en la manoizquierda, todavía sobre la barandilla,recordando que el mismo gesto la habíatranquilizado a ella en el coche. Danieltenía la piel estirada sobre los nudillos.

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—Aprenderás, como hice yo. Al finalse vuelve una rutina. La vida que teníasva… emborronándose. Y te lo tomas confilosofía. Al fin y al cabo, a la gente leocurren desastres todos los días. Esto noes tan distinto a que una guerrilla seapodere de tu país, ¿verdad? O a que untsunami destruya tu pueblo. Las cosascambian, y nada es tan seguro comoantes. Solo que esa seguridad ya erailusoria desde el principio y… Perdona,creo que este está siendo el discursopara dar ánimos más chungo de lahistoria.

Daniel rio.—Tampoco el más chungo de todos.

Ya me siento infinitesimalmente mejor.

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—Bueno, pues misión cumplida.—¿Cómo empezaste tú en todo esto?

—La pregunta llegó ligera, como sifuese un tema de conversación normal ycorriente.

Alex vaciló.—¿A qué te refieres?—¿Por qué escogiste esa…

profesión? Antes de que intentaranmatarte, quiero decir. ¿Eras militar? ¿Tepresentaste voluntaria?

Las preguntas llegaron leves denuevo, como si Daniel quisiera sabercómo se había hecho asesora financierao decoradora de interiores. Pero laausencia de emoción se delataba a símisma. Daniel mantuvo la mirada al

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frente, perdida en la oscuridad.En esa ocasión no esquivó la

pregunta. Ella también querría saberlo,si el destino la hubiera cargado con uncolega suyo como compañero. Fue delas primeras cosas que preguntó aBarnaby, al poco de asociarse con él. Larespuesta de Barnaby no había sido muydistinta de la que dio ella.

—En realidad no la escogí —explicó,midiendo las palabras—. Y no, no eramilitar. Estudiaba Medicina cuandocontactaron conmigo. Al principio mehabía interesado la patología, pero luegocambié de especialidad. Estaba inmersaen una investigación muy particular, loque podríamos llamar una especie de

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control mental químico, supongo. Nohabía mucha gente trabajando en elmismo campo exacto que yo, y estabaencontrando muchas trabas:financiación, herramientas, sujetos deprueba… Bueno, sobre todo el problemaera la financiación. Y los profesores quesupervisaban mi investigación no laentendían del todo, así que no teníamucha ayuda.

»Entonces aparecieron unosmisteriosos agentes del gobierno y meofrecieron una oportunidad. Pagarontodos los créditos que había pedido parair a la universidad, que eran un dineral.Pude terminar los estudios al mismotiempo que enfocaba mi investigación

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hacia los objetivos de mis nuevosmecenas. Cuando me gradué, entré atrabajar en su laboratorio, donde teníadisponible toda la tecnología con la quepudiera soñar y todo el dinero delmundo.

»Estaba claro lo que pretendían quecreara. En eso, nunca me mintieron. Eraconsciente de la obra a la que estabacontribuyendo, pero sonaba a objetivodigno, tal y como ellos lo describían.Podría ayudar a mi país…

Daniel esperó, todavía mirandoadelante.

—No pensaba que fuese a ser yo laque luego aplicara mis creaciones a unsujeto. —Alex meneó la cabeza a ambos

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lados un par de veces, muy despacio—.Pero así estaban las cosas. Había creadounos anticuerpos tan especializados quequien los administrara tenía queentender cómo funcionaban. Lo cualreducía las opciones a una sola persona.

La mano que tenía en la parte baja dela espalda no se movió. Estabademasiado quieta, como paralizada.

—La única persona que llegó a haberen la sala de interrogatorios conmigo,aparte del sujeto, era Barnaby. Alprincipio, hacía él las preguntas. Lasprimeras veces me asustaba, pero luegoresultó ser una persona muy amable.Pasábamos la mayor parte del tiempo enel laboratorio, creando y desarrollando.

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El interrogatorio en sí representaba solocomo el cinco por ciento de mi trabajo.—Respiró hondo—. Pero cuandoestallaba alguna crisis, muchas vecesnecesitaban que lleváramos variosinterrogatorios al mismo tiempo, porquela velocidad era crucial. Tenía que sercapaz de trabajar sola. No queríahacerlo, pero comprendía la necesidad.

»No fue tan difícil como había creídoque sería. Lo más duro fue darme cuentade lo bien que se me daba. Eso measustó. En realidad, nunca ha dejado deasustarme.

La única otra persona a la que habíahecho esa confesión era Barnaby. Sumentor le había dicho que no se

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preocupara, que solo era una de esaspersonas que resultaban ser buenas entodo lo que intentaban. Una alumna desobresaliente.

Alex carraspeó para deshacer elrepentino nudo que se le había formadoen la garganta.

—Pero obtenía resultados. Salvémuchas vidas. Y nunca maté a nadie, almenos mientras trabajaba para elgobierno. —Alex miró también hacia laoscuridad, reticente a ver la reacción deDaniel—. Siempre me he preguntado sibasta para ser un poco menos monstruo.

Pero estaba bastante segura de que larespuesta era no.

—Hummm. —Fue solo un sonido

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bajo y persistente en el fondo de lagarganta de Daniel.

Alex siguió mirando hacia la nadanegra que tenía delante. Nunca habíaintentado explicar sus decisiones, lahilera de fichas de dominó que la habíaconvertido en lo que era, a otro serhumano. No creía haberlo hechodemasiado bien.

Y entonces Daniel soltó una suaverisita.

Alex se volvió para mirarlo conincredulidad.

Tenía los labios torcidos en unamedia sonrisa involuntaria.

—Me había preparado para oír algoperturbador de verdad, pero ha sonado

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mucho más razonable de lo queesperaba.

Alex frunció el entrecejo. ¿Habíaencontrado su historia «razonable»?

El estómago de Daniel sonó. Volvió areírse y la tensión del momento parecióesfumarse con el sonido.

—¿Kevin no te ha dado de comer? —preguntó Alex—. Me parece a mí queeste sitio funciona en plan sírvase ustedmismo.

—Sí que me vendría bien un bocado—convino Daniel.

Alex lo llevó al congelador,intentando ocultar lo mucho que lasorprendía que siguiera tratándola delmismo modo que antes. Decirlo todo en

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voz alta le había dado cierta sensaciónde peligro. Pero en fin, lo más seguroera que lo peor ya lo supiera de antes,averiguado del modo más cruel posible.Después de eso, en realidad suexplicación no era nada.

Puede que Daniel tuviera hambre,pero no lo emocionó mucho elinventario disponible. Escogió sinentusiasmo una pizza, como había hechoella, renegando de las deficienciasculinarias de Kevin, que por lo vistovenían de mucho antes. La conversaciónfluyó sola, como si para Daniel ellafuera solo una persona como cualquierotra.

—No sé de dónde saca esa energía de

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maníaco que tiene —comentó Daniel—,si se alimenta únicamente de esto.

—Arnie tampoco debe de ser muybuen cocinero. ¿Dónde se ha metido, porcierto?

—Se ha ido al sobre antes demarcharse Kev. Supongo que serámadrugador. Me parece que su cuartoestá ahí atrás. —Daniel señaló en ladirección opuesta a la escalera.

—¿A ti no te ha parecido un tipo unpoco raro?

—¿Por lo de no hablar, dices? Meimagino que será por eso por lo que selleva bien con Kevin. Tienes que poderencajar la charla incesante si vas ahacerte amigo de Kev, porque no vas a

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tener espacio para hablar tú.Alex dio un bufido.—Había helado debajo de las pizzas.

¿Quieres? —preguntó Daniel.A Alex le apetecía, así que se

pusieron a buscar cucharillas y cuencos.Daniel localizó un servidor de helado ycucharas soperas, pero tuvieron queconformarse con ponerlo en tazas decafé. Al verlo servir el helado, se leocurrió una cosa.

—¿Eres zurdo?—Eh…, sí.—Anda. Creía que Kevin era diestro

pero, si sois gemelos idénticos, ¿nodeberíais…?

—Lo normal es que sí —dijo Daniel,

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pasándole la primera taza. El helado erade vainilla, que no era su saborpreferido, aunque en aquel momentoAlex se conformaba con ingerir azúcarde cualquier clase—. Pero nosotrossomos un caso especial llamadogemelos espejo. Alrededor de un veintepor ciento de los gemelos idénticos,creen que cuando el cigoto se dividetarde, se desarrollan como opuestos. Porejemplo, nuestras caras no sonexactamente iguales a no ser que miresuna reflejada. No significa gran cosa,sobre todo para Kevin. —Saboreó laprimera cucharada de helado y sonrió—.Yo, en cambio, las pasaré canutas sialguna vez tienen que trasplantarme un

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órgano. Tengo todo el interior invertido,así que será complicado reemplazarciertas cosas si no encuentran el órganode otro gemelo espejo que ademásresulte ser compatible conmigo. En otraspalabras, más me vale no necesitarnunca un hígado nuevo. —Tomó otracucharada.

—Lo entendería mucho mejor si elque lo tuviera todo al revés fuese Kevin.

Rieron juntos, pero con mucho menosdescontrol que en el granero. Al parecer,los dos se habían liberado de una buenacantidad de histeria.

—¿Qué pone en el papelito, el de laorden para el perro?

Daniel lo sacó del bolsillo de sus

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vaqueros, le dio un vistazo y se lo tendióa Alex.

Decía, en letras mayúsculas,PROTOCOLO DE ESCAPE.

—¿Crees que pasará algo malo si lodecimos en voz alta? —preguntó, tanto aDaniel como para sí misma.

—Supongo que es posible. Despuésde ver su madriguera secreta, yo ya mecreo cualquier cosa.

—Kevin debería contratar a alguienque invente nombres mejores para lasórdenes. Esa parte se le da fatal.

—A lo mejor a partir de ahora meencargo yo. —Daniel suspiró—. Laverdad es que los perros me gustan.Puede ser divertido.

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—Y viene a ser como enseñar, que eslo tuyo, ¿no?

—Eso si Kev me deja hacerlo. —Daniel torció el gesto—. No pensaráponerme a limpiar perreras, ¿verdad?De él tampoco me extrañaría. —Yvolvió a suspirar—. Al menos losalumnos parecen bastante listos. ¿Creesque podría enseñarles a jugar avoleibol?

—Pues… la verdad es que sí. No hevisto que tengan muchas limitaciones.

—Imagino que no estará tan mal.¿Verdad?

—Verdad —respondió ella conconfianza. Y entonces, en la intimidad desu mente, se llamó mentirosa.

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14

Cuando Alex despertó, el primerproblema fue el dolor. La inconscienciale había dado un respiro, pero eseperíodo de alivio, aunque agradable,hizo más dura la reentrada a la realidad.

La habitación estaba oscura del todo.Alex supuso que habría alguna ventana

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detrás de las cajas, pero debía de tenerla persiana echada. Kevin no querríaque hubiera demasiadas habitacionesiluminadas de noche. Era mejor que lacasa pareciera solo habitada en parte:que supieran los lugareños, Arnie era suúnico ocupante.

Salió del catre, gimiendo cuando suhombro y su cadera izquierdas dieroncontra el borde de madera, y tanteó aciegas en busca del interruptor de la luz.Había dejado un camino despejado entreel catre y la puerta para no hacerse másdaño tropezando en la oscuridad.Cuando tuvo la luz encendida, desarmólos cables y solo entonces se quitó lamáscara antigás. Como allí había gente a

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la que no quería matar, había conectadouna bombona presurizada de gassomnífero.

El pasillo estaba vacío y la puerta delbaño abierta. Había una toalla húmedacolgada del toallero, por lo que Danieldebía de estar ya despierto. No sesorprendió. Había tardado bastante endormirse por trabajar en su lista delrecuerdo, desesperándose, aunque sindejar de teclear, por la escasaprobabilidad de lograr recordar quésignificaban sus notas crípticastranscurrida una semana. Había anotadouna buena cantidad de secretos por losque merecería la pena matar, peroninguno que solo conocieran ella o

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Barnaby. Si alguno de esos secretoshubiese sido el detonante, habría habidootras víctimas. Por lo que había podidoseguir en las noticias, su supuesta muertey la real de Barnaby no habíanprecedido a la de ningún otro nombreque reconociera. Ninguno que se hubierahecho público, al menos.

Mientras se enjabonaba el pelo,caviló sobre cómo estrechar el intervalotemporal. Generalmente pensaba conmás creatividad en la ducha.

Barnaby siempre había sido unparanoico, pero no había empezado aactuar como un paranoico hasta dosaños antes de su muerte. Alex recordabaaquella conversación inicial, la primera

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vez que había caído en la cuenta de quecorría un peligro muy real. Había sido afinales de otoño, cerca de Acción deGracias. Si no se debió a un cambiofortuito, si había habido alguna especiede catalizador, quizá Barnaby habíareaccionado ante el caso que suponía elproblema. No tenía las fechas claras deltodo, pero sí recordaba bastante bien losinterrogatorios que había realizadodespués del cambio, porque su memorialos asociaba al estrés y la distracciónrecién adquiridos. Así que esos podíadescartarlos. Y podía enumerar sinproblemas todos los casos de su primeraño, cuando todo había sido nuevo,horrible y complicado. Podían

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descartarse todos también. Le quedabantres años de trabajo que clasificar y dosde los sustos nucleares, pero se alegróde haber reducido las opciones aunquefuera solo un poco.

Agradeció las toallas esponjosas quehabía en el cuarto de baño. Al parecer,Kevin apreciaba sus comodidadesterrenales. O quizá fuese Arnie elaficionado a la felpa. Quienquiera quefuese también había dejado en el bañotodos los productos de aseo que seencontrarían en un hotel, solo que enfrascos grandes. En la ducha encontróchampú y acondicionador. En la repisa,pasta de dientes, loción y enjuaguebucal. Bonito detalle.

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Dio una pasada al espejo con la toallay confirmó al momento que aún noestaba en condiciones de dejarse ver.Los ojos morados habían adquirido uncolor verde enfermizo, con algo depúrpura más oscuro en los bordesinteriores. Su labio empezaba adesinflarse, pero solo servía para que senotara más el Super Glue. Loscardenales de las mejillas apenasempezaban a amarillear por loscontornos.

Suspiró. Pasaría al menos una semanaantes de que su rostro pudiera mostrarseen público, incluso maquillado.

Después de ponerse su ropa menossucia, Alex reunió el resto, lo apelotonó

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dentro de una camiseta a modo deimprovisada bolsa de la colada y salió abuscar la lavadora. La planta bajaestaba vacía y silenciosa. Daniel yArnie debían de estar fuera, ocupándosede los animales.

Encontró la espaciosa lavanderíaescondida detrás de la cocina. Reparóen la puerta trasera —siempre conveníafamiliarizarse con las salidas— y en elgran añadido de plástico que tenía en sumitad inferior. Le costó un momentocomprender que era una puerta paraperros, y enorme, lo suficiente para queKhan pudiera entrar. Hasta el momentono había visto a ningún perro dentro dela casa, pero no siempre debía de

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estarles vedada la entrada. Puso lalavadora y fue a prepararse el desayuno.

Las alacenas no estaban mucho mejorsurtidas que la nevera. La mitad estabanrepletas de latas de comida para perros,y la otra mitad más o menos vacías.Quedaba un poco de café en la jarra dela encimera, menos mal. Tambiénencontró una caja de pastelitosindustriales, que abrió sin dudarlo. Alparecer, Kevin y Arnie se preocupabanmenos de la comida que de las toallas.Encontró una taza de un campamento boyscout de 1983, mellada y descolorida.El año no encajaba con ninguno de loshabitantes de la casa, por lo que debíade ser una adquisición de segunda mano.

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Pero servía, de todos modos. Cuandoterminó, metió la taza en el lavaplatosde acero inoxidable y fue a ver qué ledeparaba el orden del día.

Lola y Khan estaban en el porchefrontal, además del rottweiler de cuyonombre no se acordaba. Todos selevantaron como si estuvieranesperándola y la siguieron en direcciónal granero. Alex fue dando palmaditas aLola mientras caminaban, más poreducación que por otra cosa.

El terreno al norte del edificiomoderno estaba lleno de animales, conArnie en el centro gritando órdenes a losperros retozones. No parecía quemuchos le hicieran caso, pero algunos sí

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hacían la pelota al maestro. No vio aDaniel por ninguna parte. Se metió en eledificio y lo cruzó hasta el almacén.Kevin y Arnie tenían muchos mássuministros para los perros que para símismos. Daniel tampoco estaba allí.

Deambuló hasta el límite del campode entrenamiento, sin saber muy bienqué más podía hacer. Era raro. Estabaacostumbrada a la soledad continua,pero ahora que no tenía a Daniel cercapara cuidar de él, de pronto se subía porlas paredes.

Arnie, por supuesto, no le prestó lamenor atención cuando llegó a la verja ypasó los dedos entre la tela metálica.Alex lo observó mientras trabajaba con

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un pastor alemán joven que aún era todozarpas y orejas demostrando unapaciencia que a ella se le habría agotadomucho antes. Los dos cachorros de Lolase acercaron para apretar loscuerpecitos contra la verja y rogarlametones a su madre. Ella les concedióel capricho unas cuantas veces y luegodio un extraño gañido, que a Alex lerecordó a su propia madre diciéndoleque estudiara después de cenar. Y enefecto, los dos cachorros a punto dedejar de serlo dieron media vuelta haciael hombre que tenía los premios.

Quizá Daniel hubiera vuelto al campode tiro. Kevin había dicho que había unacamioneta por allí, pero Alex no había

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visto ni rastro de ella. Ojalá Daniel lahubiera esperado, porque le apetecíajugar un poco más con la SIG. Y laverdad era que también le vendría bienpracticar con su PPK. Hasta entonces suvida nunca había dependido de supuntería, pero era muy posible que en elfuturo terminara haciéndolo. No queríadesperdiciar la inesperada oportunidadde mejorar sus habilidades.

Se quedó mirando a Arnie con losperros jóvenes otra media hora. Al finallos interrumpió, más por aburrimientoque por auténtica necesidad deinformación.

—¡Eh! —llamó para hacerse oír entrelos ladridos—. Hum, ¿Arnie?

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Él levantó la mirada, sin que susrasgos delataran el menor interés.

—¿Daniel se ha llevado la camionetaal campo de tiro? ¿A qué hora ha salido?

Arnie asintió y luego se encogió dehombros. Alex intentó traducir losgestos, pero se rindió enseguida. Tendríaque hacerle preguntas más simples.

—¿Se ha llevado la camioneta? —preguntó para confirmar.

Arnie estaba concentrado otra vez enlos perros, pero le concedió unarespuesta:

—Supongo. No estaba allí la últimavez que he ido al granero.

—¿A qué distancia queda el campo detiro? —preguntó. Le había parecido

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demasiada para hacerla andando, perotampoco perdía nada por saberlo aciencia cierta.

—Unos ocho kilómetros, a vuelo depájaro.

No tanto como había creído. A Danielle gustaba correr. ¿Podría haber dejadola camioneta? Y a ella tampoco levendría mal una carrera, pero lo másposible era que Daniel ya hubieraemprendido el regreso para cuando ellallegara.

—¿Y no sabes a qué hora se ha ido?—No lo he visto. Pero ha sido antes

de las nueve, eso sí.Había pasado ya más de una hora.

Seguro que volvería pronto. Alex

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tendría que esperar su turno.Era bueno que Daniel se estuviera

tomando en serio el entrenamiento.Quizá algo de lo que Kevin y ella sehabían esforzado en transmitirle hubieracalado un poco. En realidad Alex noquería que viviera siempre con miedo,pero era la mejor opción. El miedo lomantendría con vida.

Hizo un gesto de agradecimiento aArnie y volvió a la casa para terminarcon la colada, seguida por su peludoséquito.

Una hora más tarde se había puestoropa limpia por primera vez en variosdías y se sentía de maravilla. Dejó loque llevaba puesto dentro de la

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lavadora, feliz con la idea de que todosu guardarropa volviera a oler bien.Dedicó otros treinta minutos a su lista derecuerdos y comprobó que, al menosdoce horas después, aún se acordaba dela notación empleada. Intentabaproceder tan en orden cronológico comole era posible, aunque su sistema denumeración estuviera basado en lagravedad de los casos. Quizá fuese unacomplicación innecesaria, pero noquería tener que volver a organizarlotodo.

Esa mañana trabajó en losacontecimientos terroristas números 15y 3, un intento de atentado con bomba enel metro y un robo de arma biológica,

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tratando de recordar los nombres quesurgieran en el contexto. Los terroristasy los especuladores rusos del número 15ya no existían, por lo que posiblementeno tuviera nada que ver con ellos. Habíatomado nota de todas formas. NY erauna abreviatura demasiado evidente, asíque utilizó MB para referirse aManhattan-Bronx, ya que la línea 1 delmetro había sido el objetivo. EscogióTT para la facción responsable, VKpara los valles del Kalash y VR para elruso que les vendió el material. Tambiénhabía unos pocos cómplices sinafiliación, RP, FD y BB.

El caso número 3 tenía algunos cabossueltos, si no recordaba mal, pero se los

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habían pasado a la CIA. Miró lo quehabía apuntado: J, I-P significabaJammu, India, en la frontera conPakistán. PT significaba la Plaga deTacoma, que era como la habíanllamado. La había desarrollado unacélula terrorista conocida a partir de lasnotas de un científico estadounidense,robadas de su laboratorio cerca deSeattle. La célula, FA, también estabainvolucrada en los acontecimientos T10y T13. El departamento aún seguíaayudando a la CIA a obtenerinformación sobre los restos de la célulacuando la habían «despedido». Sepreguntó si la CIA habría llegado acerrar del todo el caso. Kevin había

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estado bastante ocupado en México, porlo que seguramente no podría darle unarespuesta. Apuntó las iniciales dealgunos nombres relacionados. DH erael científico norteamericano al querobaron la fórmula, y OM era elmiembro de la célula terrorista al queella había interrogado. Creía que habíaotro estadounidense implicado de algúnmodo… ¿o eso había sido en el número4? Solo recordaba que era un nombrecorto y sonaba brusco. ¿Empezaría porP?

Le habían prohibido tomar notas, porsupuesto, así que no tenía material queconsultar. Era frustrante. Tanto que serindió y decidió prepararse la comida.

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Los pastelitos no la habían llenadomucho.

Mientras entraba en el salón, oyó elgrave rugido de un motor parando fuera,seguido del crujir de pesadosneumáticos sobre la grava. Por fin.

Por costumbre, echó un vistazo por lapuerta para confirmar que era Daniel.Justo cuando se acercó a mirar, cesó elsonido del motor. Había una antiguacamioneta Toyota blanca y polvorienta,con un remolque igual de viejo ypolvoriento, aparcada donde habíandejado el coche la noche anterior, yDaniel estaba saliendo del asiento delconductor. Einstein bajó de un salto trasél.

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Mientras admiraba lo común ycorriente que resultaba el exterior delvehículo, perfecto para no llamar laatención, empezó a treparle una lentasensación insidiosa por la espalda quele puso la piel de gallina en su avance.Se quedó petrificada, con los ojos muyabiertos moviéndose en todasdirecciones como un conejo sorprendidoque tratara de adivinar de dóndeprocedía el peligro. ¿Qué había visto susubconsciente y ella no?

Enfocó la mirada en la bolsa de papelque Daniel llevaba acunada en el brazoizquierdo, y vio que echaba adelante elasiento para sacar otra bolsa. Einsteindanzó feliz en torno a sus piernas. Khan

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y el rottweiler bajaron a la carrera losescalones del porche para unirse a él.

Notó que se le iba toda la sangre de lacara, dejando atrás una sensación demareo.

Y cuando pasó el segundo deconmoción, se puso en movimiento.Corrió tras los perros, notando quevolvía el pulso a sus pómulos doloridos.

—Hola, Alex —saludó Daniel,animado—. Hay otras pocas bolsasatrás, si te apetece… —Se detuvo degolpe, al reparar en la expresión de ella—. ¿Qué ha pasado? Kevin…

—¿Dónde has ido? —Escupió laspalabras por entre sus dientes apretados.

Daniel parpadeó.

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—Me he acercado un momento alpueblo por el que pasamos al llegar.Childress.

Alex cerró los dos puños.—Me he llevado al perro —añadió

Daniel—. No ha pasado nada.Se apretó un puño contra la boca, hizo

una mueca e intentó tranquilizarse. Noera culpa de Daniel. Era solo que no locomprendía. Kevin y ella tendrían quehaberlo aleccionado mejor. Era fallo deAlex, por dar por hecho que parte deesas lecciones habían sido impartidasmientras dormía en el coche. Pero siKevin no se había dedicado a preparar aDaniel para su nueva vida, ¿de quénarices habían pasado tantas horas

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hablando?—¿Te ha visto alg…? Pues claro que

sí, has comprado cosas. ¿Cuánta gente teha visto?

Él volvió a parpadear.—¿He hecho algo malo?—¿Has ido al pueblo? —atronó una

voz profunda desde detrás de Alex.Daniel desvió la mirada hacia un

punto por encima de su cabeza.—Sí. Bueno, es que andabais bastante

cortos de provisiones y quería cosas queno estén congeladas, ¿sabes? Parecíasocupado y…

Alex se volvió para mirar a Arnie.Tenía el rostro impasible, pero ya loconocía lo suficiente como para detectar

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grietas en la fachada: arrugas de tensiónen las comisuras de los ojos, una venaalgo más marcada en la frente.

—¿Tienes alguna forma de contactarcon Kevin? —le preguntó.

—¿Te refieres a Joe?—Supongo que sí. El hermano de

Daniel.—No.—¿Qué he hecho? —preguntó Daniel

en tono suplicante.Alex suspiró mientras se giraba hacia

él.—¿Recuerdas que Kevin dijo que

nadie de por aquí le había visto nunca lacara? Bueno…, pues ahora ya la hanvisto.

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Daniel empezó a palidecer mientrasprocesaba la información.

—Pero… he usado un nombre falso.He…, he dicho que solo estaba de paso.

—¿Con cuánta gente has hablado?—Solo con el cajero del

supermercado y la de…—¿En cuántos sitios has entrado?—En tres.Ella y Arnie se cruzaron la mirada.

Alex, horrorizada. Arnie, inescrutable.—Kevin me dejó dinero para lo que

pudiera necesitar. Supuse que se referíaa cosas como huevos y leche —explicóDaniel.

—Se refería a identidades falsas —replicó Alex, cortante.

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Daniel terminó de perder el color y sele abrió la boca.

Los dos se lo quedaron mirando unlargo momento.

Daniel respiró hondo y se centró.—Vale —dijo—, la he cagado.

¿Podemos meter la compra antes de queme digáis cuánto? No solventará mierror que los perecederos se ponganmalos en la camioneta.

Con los labios prietos en una finalínea y sin hacer caso a la irritante gotade Super Glue, Alex asintió una vez conla cabeza y fue a la parte trasera de lacamioneta para ayudar a descargarla.Vio todas las bolsas que había en elremolque y notó la sangre de nuevo tras

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sus cardenales.Por supuesto, además de presentarse

en el pueblo más cercano, habíacomprado comida para un ejército. Y siexistiera alguna otra cosa que lovolviera más memorable, seguro quetambién la habría hecho.

En un silencio siniestro, Alex y Arniemetieron todas las bolsas y las dejaronen la encimera. Daniel se atareó entrelas alacenas y el refrigerador, colocandocada cosa en su sitio. Alex habríapodido creer que no se estaba tomandola situación en serio de no ser porque nodejaba de cambiarle el color: aunquetenía el semblante firme, las mejillas yel cuello se sonrojaban de pronto y

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luego volvían a palidecer.El período de enfriamiento sin duda

era buena idea. Le daba tiempo a Alexpara pensarlo bien todo y hacer unaestimación realista del peligro quecorrían. Le había faltado un pelo pararobar la camioneta de Arnie ydesaparecer, pero sabía que habría sidouna reacción desmedida. A veces esasreacciones te salvaban la vida, pero aveces solo incrementaban el peligro.Tenía que tener presente el estado de sucara. Huir en ese momento solo le daríamás problemas.

Daniel colocó en la nevera lo últimoque le quedaba, una especie de hortalizade hojas verdes, y cerró la puerta. En

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lugar de volverse, permaneció comoestaba, con la cabeza un poco agachadahacia el acero inoxidable.

—¿Cómo de grave? —preguntó envoz baja.

Alex miró a Arnie. No parecía muyinclinado a hablar.

—Dime que has pagado en efectivo—empezó.

—Sí.—Bueno, ya es algo.—Pero no lo es todo —aventuró

Daniel.—No. Childress es un pueblo muy

pequeño.—Poco más de seis mil habitantes —

retumbó Arnie.

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Era peor de lo que había pensado.Conocía institutos con más alumnosmatriculados.

—Así que es fácil que recuerden a losforasteros —dijo—. Seguro que alguiense ha fijado en ti.

Daniel se volvió hacia ella. Tenía elrostro sereno, pero ojos afligidos.

—Sí, eso lo entiendo —aceptó.—Estabas en la camioneta de Arnie

con el perro de Arnie —dijo Alex—.Alguien podría relacionarte con Arnie.

—Einstein se ha quedado en lacamioneta —repuso Daniel—. Y no creoque nadie me haya visto subir ni bajar.

—Hay cien camionetas parecidas enel pueblo. Cinco son del mismo color,

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año y modelo exacto, y dos de ellasllevan remolque —informó Arnie, no aDaniel sino a Alex—. La mitad de loslugareños irían acompañados de unperro.

—Eso es bueno —dijo ella a Arnie—. Habéis montado esto muy bien.

—¿En qué te afectará esto? —preguntó Daniel a Arnie, que se encogióde hombros.

—No hay forma de saberlo. La gentese olvida de las cosas pronto si notienen motivo para recordarlas. Si nollamamos la atención, no creo que vayaa pasar nada.

—En fin, lo hecho, hecho está —concluyó Alex—. Pero tendremos que ir

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con mucho más cuidado.—Kevin va a ponerse hecho una furia

—dijo Daniel, y suspiró.—¿Cuándo no está hecho una furia?

—preguntó Alex, y Arnie incluso soltóuna breve risita—. De todas formas, esculpa suya por no explicarte nada. Unerror que no pienso repetir.

Señaló el sofá y Arnie asintió para símismo antes de salir con paso decididopor la puerta principal, de vuelta altrabajo. Kevin había elegido a un buencompañero. Alex se encontró deseandoque Arnie fuese el hermano de Daniel envez de Kevin. Arnie era mucho más fácilde tratar.

—¿Qué tal si preparo la comida

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mientras me das clase? —sugirió Daniel—. Me están dando calambres delhambre que tengo. No sé cómosobrevive Arnie por aquí.

—Claro —dijo ella. Acercó untaburete y se sentó.

—De verdad creía que estabaayudando —murmuró Daniel mientrasregresaba a la nevera.

—Lo sé, Daniel, lo sé. Y yo tambiéntengo hambre —concedió Alex.

—La próxima vez, preguntaré antes—prometió.

Alex suspiró.—Es un buen principio.

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Aunque no quería reconocerlo, elenorme sándwich que le preparó Danielcontribuyó mucho a suavizar superspectiva sobre el incidente. Leexplicó los conceptos básicos mientrascomían; ya habría tiempo para losdetalles cuando tuvieran tareasespecíficas delante. Daniel escuchó conatención.

—No sé ver el mundo de esa forma—confesó—. Me resulta todo muyparanoico.

—¡Sí! La paranoia es justo lo quebuscamos. La paranoia es buena.

—Contradice un poco lo que teenseñan en el mundo real, pero meesforzaré en cambiar de perspectiva. De

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lo que sí estoy seguro es de que teconsultaré todo de ahora en adelante.Hasta para respirar.

—Empezarás a pillarlo pronto. Alcabo de un tiempo, se vuelve costumbre.Pero no pienses en lo que conocías antescomo el mundo real. Las cosas queocurren en este otro mundo son muchomás reales, y mucho más permanentes.Es algo primitivo, instinto desupervivencia. Sé que lo tienes porquenaciste con él. Solo tienes que acceder aesa parte de ti mismo.

—Tengo que pensar como una presa.—Intentó mantener una expresiónpositiva, pero Alex notó lo mucho que laidea lo destrozaba.

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—Sí. Porque eres una presa. Igual queyo. Igual que tu hermano. Y quédemonios, igual que Arnie, por lo visto.Parece que es un estado muy popular poraquí.

—Pero tú —dijo él despacio—, y mihermano, y probablemente hasta Arnie,también sois depredadores. Yo solo soypresa.

Ella negó con la cabeza.—Yo empecé como presa. Aprendí. Y

tú tienes ventajas con las que yo nuncaconté. Compartes el código genético detu hermano, el superdepredador. Te viayer en el campo de tiro y, cuando esosinstintos entren en acción, podrás cuidarde ti mismo sin problemas.

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—Solo dices eso para tranquilizarme.—Lo digo porque te tengo envidia. Si

yo pudiera ser alta, fuerte y tiradoranata, cambiaría mucho este juego al queestoy jugando.

—Si yo pudiera ser listo y paranoico,no nos habría puesto en peligro.

Alex sonrió.—No hay ni punto de comparación.

Tú tienes capacidad de aprendizaje, y yonunca podré ser más alta.

Él le devolvió la sonrisa.—Pero así eres mucho más sigilosa.—Uf —gimió—. Venga, hagamos algo

productivo y disparemos a unosmontones de paja.

—Vale, pero tendré que haber vuelto

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a las… —Miró el reloj de los fogones—. A las seis en punto como tarde.

Alex no entendió la prisa.—¿Ponen tu programa favorito en la

tele o algo?—No. Te debo una cena, y está claro

que no puedo invitarte en el pueblo. —Sonrió como disculpándose—. Es unade las razones, aparte de la inanición,por las que he ido de compras.

—Eh…—Te pedí una cita para cenar, ¿no te

acuerdas?—No, claro que me acuerdo. Pensaba

que ya no seguiría en pie nada de lo queme hubieras dicho antes de secuestrarte.

—No me quedaré tranquilo hasta que

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cumpla. Y de todas formas, alguien tieneque cocinar y a mí no se me da mal. Séque Kevin y Arnie son unos inútiles enese aspecto.

Alex suspiró.—Yo debo de ser igual de mala que

ellos.—Pues no se hable más. Venga,

vamos a mejorar esa puntería. Daniel captaba las cosas tan deprisa queno era de extrañar que hubieranreclutado a Kevin. Mientras practicaban,le habló a Alex de la destreza de suhermano en los deportes y de su donparticular para el tiro. Al parecer, los

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chicos y su padre habían participado enmuchas competiciones, y Kevin se habíallevado el trofeo al ganador en lamayoría de ellas.

—Una vez cometí el error de ganarle,cuando teníamos nueve años. Nomereció la pena. Desde entonces, seguíayendo para tener contento a mi padre,pero no competía en serio. Busqué mispropios intereses, cosas que no gustabana Kevin. Como los libros, o lasasociaciones vecinales, o la carrera defondo, o las clases de cocina. Cosas dechicas, como me recordaba una y otravez.

Alex metió otro cargador. Estabandilapidando a buen ritmo la munición de

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Kevin, pero no le preocupó mucho.Podía permitirse comprar más.

Había registrado a fondo el granero yhabía encontrado algunos de susdepósitos de dinero. Parecía que partedel dinero de la droga se había venido acasa con él. Por norma general, Alexevitaba robar a menos que se quedarasin más opciones, pero le entró unafuerte tentación de guardarse todo lo quepudiera llevar encima. A fin de cuentas,era culpa de Kevin que se hubieraempobrecido tanto desde el mesanterior.

—No sé qué habría sido de mí sihubiera tenido un hermano mejor enquímica o biología, cuando iba al

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instituto —comentó—. ¿Lo habríadejado y me habría hecho contable?

Disparó y sonrió. Justo en el corazón.—A lo mejor eres más competitiva

que yo. Quizá habrías luchado por lacorona.

Daniel se inclinó sin pensarlo en suposición de disparo y envió una bala auna paca que estaba cien metros másalejada que la de ella. Alex disparó denuevo.

—A lo mejor habría sido más felizcomo contable.

Daniel suspiró.—Puede que tengas razón. Yo era

bastante feliz trabajando de profesor. Noes una carrera con mucho glamur, pero

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lo prosaico puede ser bastantesatisfactorio. Es más: lo corriente engeneral está muy infravalorado.

—No sabría decirte. Pero suena bien.—Tú nunca has sido corriente. —No

era una pregunta.—No —aceptó Alex—. No mucho.

Por desgracia, como ha podidocomprobarse.

Siempre había sido más lista de loque le convenía, aunque le había costadoun tiempo ver las cosas de ese modo.Disparó a su objetivo dos veces en lacabeza, en rápida sucesión.

Daniel irguió la espalda y se apoyó ellargo fusil en el hombro. Einstein selevantó y se desperezó.

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—Bueno, yo tenía algunas áreas enlas que trascendía lo prosaico —dijo, yAlex le notó en el tono que intentabaaligerar el ambiente a propósito—. Ypor suerte para ti, esta noche me verástrabajar en mi campo favorito.

Alex dejó la SIG y se estiró, comohabía hecho el perro. Sus músculostardaban menos en agarrotarse por culpade las heridas. No estaba moviéndosecomo solía porque evitaba cargar laspartes dañadas de su cuerpo. Tendríaque obligarse a usar todas lasextremidades por igual.

—Suena emocionante. Y tengohambre, así que de verdad espero queese campo del que hablas sea la cocina.

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—Ciertamente lo es. ¿Vamos? —Hizoun barrido con la mano libre endirección a la camioneta.

—Cuando hayamos limpiado losjuguetes. Daniel parecía estar en su elemento,tarareando mientras picaba cosas yechaba especias en cosas y ponía otrascosas en sartenes. Por supuesto, Alex nopudo evitar fijarse en que bastantesutensilios tenían aspecto de reciéncomprados y no habían estado en loscajones cuando los había registradoantes. Dejaría para más tarde la lecciónsobre que la gente que solo está de paso

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en el pueblo rara vez compra materialde cocina. Empezaba a llegarle unaroma delicioso y no quería gafar nada.

Estaba sentada de lado en el sofá, conlas piernas debajo del cuerpo, mirandolas noticias y a Daniel al mismo tiempo.En la tele no había nada interesante, soloasuntos locales y algún fragmento brevesobre las primarias, para las que aúnfaltaban nueve meses. A Alex leresultaba molesto todo el procesoelectoral. Tendría que dejar de ver latele por completo cuando empezara lacampaña de verdad. Al conocer mejorque la mayoría la clase de tiniebla quehabía entre bambalinas y lo poco quetenían que ver las decisiones

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importantes con el títere portavoz queelegía el pueblo, le costaba decantarsedemasiado por la izquierda o la derecha.

Arnie había devorado otra cenacongelada y se había retirado a las sietey media, como parecía tener porcostumbre. Alex había intentadoconvencerlo de que una cena cocinadaen casa merecía un poco de espera, peroél ni se había molestado en responder asus argumentos. Le sorprendió queDaniel no lo intentara, pero quizáestuviera demasiado concentrado en lacomida para enterarse. Se ofreció aayudar un par de veces, solo paraobtener la misma respuesta contundentede que aquella noche únicamente tenía

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permitido comer.Daniel rezongó para sí mismo

mientras colocaba los platos dispares,los cubiertos aleatorios y las tazas decafé. Tendría que recordarle que nada devolver a salir para comprar vajillamonogramada a lo loco. Llevó toda lacomida a la mesa y Alex se levantó conganas, hambrienta y medio asalvajadapor las distintas fragancias que llenabanla atmósfera. Daniel apartó una sillapara invitarla a sentarse, gesto que lerecordó a las películas antiguas. ¿Seríalo que hacía la gente normal? No estabasegura, pero tenía la impresión de queno. Al menos, no en los sitios a los queiba ella a cenar.

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Con una floritura, sacó un mechero yencendió una vela a topos azules y rosascon forma de número uno, que habíaclavado en un panecillo.

—Es lo más parecido que heencontrado a un candelabro —explicóDaniel al ver su cara de incomprensión—. Y este es el mejor vino que hepodido conseguir —siguió diciendomientras señalaba la botella abierta quehabía junto a la taza de Alex. Noreconoció ninguna palabra de su etiqueta—. Es la mejor añada que tienen lossupermercados United.

Hizo ademán de servirle vino, peroella tapó su taza con la mano al instante.

—No bebo.

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Daniel titubeó, y luego se sirvió unpoquito para él.

—Esta mañana compré zumo demanzana. ¿O prefieres que te traigaagua?

—El zumo estaría muy bien.Él se levantó y fue a la nevera.—¿Te lo puedo preguntar?

¿Alcohólicos Anónimos o motivosreligiosos?

—Seguridad. No tomo nada quepueda nublarme la percepción desdehace cuatro años.

Daniel volvió y le llenó la taza dezumo antes de sentarse frente a ella. Ensu rostro se leía una estudiadadespreocupación.

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—¿No empezaste a huir hace solo tresaños?

—Sí, pero cuando de verdad empecéa entender que podían intentar matarmeen cualquier momento, ya casi no pudepensar en otra cosa. No podíapermitirme las distracciones. Podríapasar algo por alto. Y sí que pasé algopor alto, supongo. Si hubiera estadoatenta como debía, a lo mejor Barnabyaún estaría vivo. No tendríamos quehaber esperado.

—¿Aquí no te sientes segura?Alex levantó la mirada hacia él,

sorprendida por la pregunta. Larespuesta era evidente.

—No.

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—¿Porque he hecho una idiotez estamañana?

Alex negó con la cabeza.—No, para nada. Nunca me siento

segura en ningún sitio.Sabía lo displicente que acababa de

sonar, como si las palabras «porsupuesto» estuvieran integradas en larespuesta, y vio cómo el semblante deDaniel se ensombrecía un poco enrespuesta.

—Eh, pero es muy posible que yopadezca estrés postraumático. No tienepor qué ser así. Seguro que otra personallevaría todo esto mejor.

Daniel enarcó una ceja.—Sí, porque Kevin es un tío de lo

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más normal.Volvieron a reír. Alex no se había

reído tanto ni sumando los últimos tresaños.

Daniel levantó el tenedor.—¿Vamos a ello?

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Que no, que no exagero. Estoyconvencida de que es lo mejor que hecomido en toda la vida. Te concedo quesoy chica de comida rápida y por tantono una juez muy sofisticada, perotambién te digo que nunca hablo porhablar.

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—Vaya, pues me halagas. Gracias.—¿Cómo dices que se llama esto? —

Clavó el tenedor en el postre de suplato, deseando tener un poco más dehueco en el estómago. Había comidohasta casi reventar, pero seguíaapeteciéndole un bocado más.

—Tarta de crema de plátano.—Jo, pues… —La atacó, haciendo

caso omiso a su estómago, y saboreó unbocado pequeño—. ¿Dónde aprendiste ahacerla?

—Di algo de cocina en launiversidad. Veo los canales culinarioslos fines de semana y practico cuandopuedo permitírmelo.

—Eso sí que es invertir bien el

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tiempo. Pero creo que dejaste pasar tuauténtica vocación.

—Trabajé en algunos restaurantes, enmis tiempos. Pero me dejaban sin vidasocial. Cuando salía con mi ex…,bueno, no es que le gustaran mucho mishorarios. El empleo en el instituto nosdejaba más tiempo para estar juntos.

—No todo el mundo habría hecho elsacrificio.

—No, no fue un sacrificio. Trabajarcon los chavales siempre me pareciómás importante. Me encantaba. Y detodas formas, podía cocinar en casa, asíque durante un tiempo tuve las doscosas.

—¿Y luego lo dejaste?

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Daniel suspiró.—Bueno, cuando Lainey se fue…

renuncié a pelear. Dejé que se quedaracon todo lo que quiso.

Alex podía imaginarse a la perfeccióncómo debió de ser. Había visto el estadode la cuenta bancaria de Daniel despuésdel divorcio.

—Te dejó pelado.—Bastante. De ahí lo de la dieta de

ramen.—Eso sí que es un delito. —Miró con

anhelo lo que quedaba de la tarta.—Así es la vida —dijo él—. Tú

también has pasado tus penas.—Sinceramente, aunque al final pasó

todo con demasiado terror y tragedia, ya

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estaba dispuesta a dejarlo. Nunca fue loque quería hacer con mi vida, sino sololo que se me daba muy bien. —Levantólos hombros—. El trabajo me pasabafactura.

—No puedo ni empezar aimaginármelo. Pero me refiero… enplan romántico.

Alex lo miró sin comprender.—¿Romántico?—Bueno, como has dicho, terminó en

tragedia.—Mi vida sí. ¿Pero…?—Es que pensaba, por cómo hablas

de él, que debió de destrozarte perder…al doctor Barnaby como lo perdiste. Nome has dicho su nombre de pila.

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—Era Joseph. Pero yo siempre lollamaba Barnaby —respondió Alex, ydio un sorbo de zumo.

—¿Y te enamoraste de él… desde elprincipio?

El sobresalto le desvió parte delzumo a los pulmones y empezó a tosercon fuerza. Daniel se levantó de un saltoy le dio manotazos en la espalda hastaque empezó a recobrar el control de surespiración. Al cabo de un poco, Alex lehizo un gesto para que lo dejara.

—Estoy bien —dijo entre toses—.Siéntate.

Daniel se quedó a su lado, con elbrazo aún extendido.

—¿Estás segura?

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—Me has… pillado por sorpresa.¿Con Barnaby?

—Creía que ayer habías dicho…Alex respiró hondo y tosió otra vez.—Que le quería. —Tuvo un

escalofrío—. Lo siento, estoy teniendouna reacción asquerosilla a esa ideaincestuosa. Barnaby era como mi padre.Fue un buen padre, el único que heconocido. Fue muy duro saber cómohabía muerto, y lo echo muchísimo demenos. Así que sí, me quedé destrozada.Pero no en ese sentido.

Daniel volvió despacio a su asiento.Pasó un momento pensando y al cabopreguntó:

—¿Con quién más tuviste que cortar

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lazos cuando desapareciste?Alex imaginó la larga hilera de

rostros que estarían desfilando por lamente de Daniel en aquel momento.

—Esa parte no me costó tanto. Suenamuy penoso, pero Barnaby era mi únicoamigo de verdad. Mi vida era mitrabajo, y no tenía permitido hablar deltrabajo más que con él. Tenía unaexistencia muy aislada. Había otraspersonas, por ejemplo los subalternosque preparaban a los sujetos. Sabían loque pasaba en términos generales, perono conocían los detalles clasificados dela información que intentábamos extraer.Y en fin, me tenían un miedo de mildemonios. Sabían en qué consistía mi

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trabajo, así que no charlábamos mucho.También había asistentes de laboratorioque se ocupaban de varias cosas fuerade las salas donde estaba la acción, peroesos no sabían lo que hacíamos y yotenía que poner cuidado en no darlespistas. A veces recibíamos visitas demiembros sueltos de otras agencias parasupervisar algún interrogatoriocompleto, pero mi único contacto conellos era para recibir instruccionessobre los ángulos que debía cubrir.Solían mirar desde detrás del falsoespejo y la información me la pasabaCarston. Antes creía que Carston era unaespecie de amigo, pero acaba de intentarmatarme… Total, que no puedo

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compararlo con lo que has perdido tú.Está claro que yo no tenía mucha vidaque perder. Incluso ya antes de que mereclutaran… No sé, supongo que noestablezco vínculos con otros sereshumanos como una persona normal. Loque te decía: penoso.

Daniel le sonrió.—Yo no te he visto ninguna

deficiencia.—Eh… Gracias. Bueno, se hace

tarde. Deja que te ayude a recoger.—Claro. —Daniel se levantó, se

estiró y empezó a amontonar platos.Alex tuvo que apresurarse a coger unpar de cosas antes de que un eficienteDaniel se lo llevara todo—. Pero la

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noche aún es joven —añadió—, y ahorame veo obligado a mencionar la otraparte de nuestro acuerdo.

—¿Cómo?Daniel rio. Tenía las manos llenas, así

que abrió ella el lavavajillas. Llenó laparte de abajo mientras él se ocupaba dela de arriba y dejaban los cacharros másgrandes en el fregadero. Terminaronenseguida, trabajando en equipo.

—¿No te acuerdas? Pero si solo fuehace unos días. Eso sí, reconozco queparece más tiempo. Podrían haber sidosemanas.

—No tengo ni idea de qué me estásdiciendo.

Daniel cerró el lavaplatos y se apoyó

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en la encimera, cruzando los brazos.Alex esperó.

—Recuerda. Antes de que la cosa sepusiera… rara. Me prometiste que siseguías gustándome después de quecenáramos juntos…

La miró con las cejas arqueadas,esperando a que ella terminara la frase.

«Ah». Se refería a la conversaciónque habían mantenido en el metro. Alexse sorprendió de que pudiera hablar deella con tanta ligereza. Había sido elúltimo momento normal de su vida, elúltimo antes de que se lo robaran todo.Y aunque ella no había sido la arquitectade ese robo, sí había sido el peónempleado para llevarlo a cabo.

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—Eh… Algo de una películaextranjera en la universidad, ¿verdad?

—Sí. Bueno, pero tampoco hace faltaser tan literales. El cine de launiversidad ahora mismo no nos resultademasiado práctico. Sin embargo… —Abrió la alacena que tenía detrás,levantó el brazo y cogió algo del estantesuperior. Se volvió hacia ella sonriendode oreja a oreja y le mostró una carátuladescolorida de DVD en la que se veía auna mujer hermosa con vestido rojo y unsombrero marrón de ala ancha—.¡Tachán! —exclamó.

—¿De dónde narices lo has sacado?Su sonrisa menguó un poco.—De la segunda tienda a la que he

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ido. He tenido mucha suerte: es unpeliculón. —Estudió la cara de Alex—.Puedo leerte la mente. Estás pensando:«¿Hay algún lugar en el que no hayaentrado este imbécil? Estaremos muertosantes de que amanezca».

—No con tantas palabras. Yestaríamos ya perdiéndonos en la nochedespués de robar la camioneta a Arnie sicreyera que la cosa está tan mal.

—Aun así, aunque siento muchísimomi atolondramiento, también estoybastante contento de haber encontradoesta joyita. Te va a encantar.

Alex negó con la cabeza, no porcontradecirlo sino preguntándose cómose había vuelto tan rara su vida. Un

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movimiento en falso y de pronto sehabía comprometido a leer subtítuloscon la persona más… incorrupta yamable que había conocido nunca.

Daniel dio un paso hacia ella.—No puedes decir que no. Hiciste un

trato y espero que lo cumplas.—Lo haré, lo haré. Pero vas a tener

que explicarme cómo es que te sigogustando —dijo ella, acabando la frasecon menos ánimo que al principio.

—Creo que eso puedo hacerlo.Dio otro paso adelante,

arrinconándola contra la isla. Apoyó lasmanos en el borde de la superficie pordetrás de ella, una a cada lado, y cuandose inclinó hacia delante Alex respiró el

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olor cítrico y limpio de su pelo. Lo teníatan cerca que notaba que se habíaafeitado poco antes por la mandíbulalisa y el asomo de una raspadura con lacuchilla justo por debajo del mentón.

La cercanía de Daniel la confundió,pero no la asustó como habría ocurridocon casi cualquier otra persona delplaneta. No era peligroso para ella, esolo sabía. Sin embargo, no comprendía loque estaba haciendo, ni siquiera cuandoDaniel bajó lentamente la cara hacia lasuya y empezó a cerrar los ojos. Ni se leocurrió que estaba a punto de besarlahasta que sus labios entreabiertosestuvieron solo a un suspiro de los deella.

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Comprenderlo la sobresaltó. Lasobresaltó mucho. Y cuando Alex sesobresaltaba, tenía reaccionesarraigadas que se manifestaban sin suaprobación consciente.

Se agachó por debajo del brazo deDaniel para liberarse. Se alejó unosmetros con rápidas zancadas y diomedia vuelta para encararse hacia elorigen de la alarma, medioacuclillándose en actitud de combate. Sellevó las manos por instinto a la cintura,buscando el cinturón que no llevabapuesto.

Al reparar en el rostro horrorizado deDaniel, Alex comprendió que sureacción habría sido más adecuada si él

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hubiera sacado un cuchillo y se lohubiera puesto en el cuello. Se enderezóy dejó caer las manos, muy sonrojada.

—¡Ay, perdona, perdona! Me has,hum…, pillado desprevenida.

El horror de Daniel se convirtió enincredulidad.

—Uau. No creía que estuviera yendotan deprisa, pero a lo mejor tendré quereplanteármelo.

—Es que… Perdona, ¿qué ha sidoeso?

Una sombra de impaciencia cruzó susrasgos.

—Bueno, estaba a punto de besarte.—Eso me parecía, pero… ¿por qué?

O sea, ¿besarme a mí? No lo…, no lo

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entiendo.Daniel meneó la cabeza y dio media

vuelta para apoyarse en la isla.—Vaya. De verdad pensaba que

estábamos en sintonía, pero ahora tengola sensación de no hablar el mismoidioma que tú. ¿Qué creías que estabapasando aquí? ¿Lo de la cena para dos?¿Y esa velita tan cutre? —Señaló lamesa.

Volvió a acercarse a ella y Alex seobligó a no retroceder. Confundida o no,sabía que su reacción exagerada ysalvaje había sido de mala educación.No quería herir sus sentimientos.Aunque estuviera loco.

—Tienes que… —Suspiró—. Tienes

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que haberte dado cuenta de lo a menudoque… te toco. —Ya estaba lo bastantecerca como para extender un brazo yrozar los nudillos por el de ella a modode ejemplo—. En el planeta del quevengo, esas cosas indican un interésromántico. —Volvió a inclinarse haciaella, entrecerrando los ojos—. Dime,por favor, ¿qué significan en el tuyo?

Alex cogió aire.—Daniel, lo que estás procesando

ahora mismo es una especie de reaccióna la privación sensorial —le explicó—.Lo he visto antes, en el laboratorio…

Los ojos de Daniel se abrieron y seretiró del espacio de Alex. Su caramostraba una expresión de desconcierto

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absoluto.—Es una respuesta válida a lo que

has experimentado, y en realidad es unareacción muy suave, dadas lascircunstancias —continuó diciéndole—.Lo llevas sorprendentemente bien.Mucha gente ya habría tenido un colapsonervioso completo a estas alturas. Esareacción emocional puede parecersimilar a cosas que has vivido antes,pero te aseguro que lo que sientes ahoramismo no es interés romántico.

Daniel recobró la compostura durantela explicación, pero no parecióiluminado ni tranquilizado por eldiagnóstico de Alex. Frunció elentrecejo y las comisuras de los labios,

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como si estuviera molesto.—Y estás segura de conocer mis

sentimientos mejor que yo porque…—Porque, como te decía, he visto

cosas parecidas en el laboratorio.—¿«Cosas parecidas»? —repitió

Daniel—. Supongo que verías muchascosas en tu laboratorio, pero al mismotiempo estoy seguro de que soy lapersona más cualificada para sabercuándo experimento un interésromántico. —Sonaba enfadado, perosonreía y volvió a acercarse mientrashablaba—. Así que, si tu únicoargumento es anecdótico…

—No es mi único argumento —empezó a decir ella, a regañadientes. No

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eran palabras fáciles de expresar—.Puede que me… absorbiera mucho mitrabajo, pero tampoco era ajena a todo.Sé lo que ven los hombres cuando memiran, los que saben lo que soy…, comotú. Y comprendo esa reacción. No meopongo a ella. La hostilidad de tuhermano es una respuesta normal yracional. La he visto muchas veces:miedo, odio, deseo de afirmar unasuperioridad física. Soy el hombre delsaco en un mundo muy oscuro yterrorífico. Asusto a quienes no seasustan de nada más, ni de la muerte.Puedo arrebatarles todo lo que losenorgullece, puedo hacer que traicionentodo lo que consideran sagrado. Soy el

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monstruo que ven en sus pesadillas.Era una versión de sí misma que

había llegado a aceptar, aunque no sindolor.

No se le escapaba que quienes no laconocían la veían como una mujer, nocomo un demonio. Cuando le hacía falta,podía valerse de su capacidad paraparecer delicada y femenina, comohabía hecho con el amorsado director dehotel. No era distinto de su capacidadpara hacerse pasar por un chico. Ambaseran engaños. Pero incluso losdesconocidos que la veían como mujerno la miraban con… deseo. No era esaclase de chica, y no pasaba nada. Habíanacido con sus propios dones y no podía

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tenerse todo.Daniel esperó con paciencia mientras

hablaba, sin cambiar la expresión. Alexno creyó que estuviera teniendo unareacción lo bastante intensa a suspalabras.

—¿Entiendes lo que te estoydiciendo? —preguntó—. Soyintrínsecamente incompatible con ser unobjeto de interés romántico.

—Te entiendo. Es solo que no estoyde acuerdo.

—No comprendo cómo tú,precisamente tú, puedes no estar deacuerdo.

—Antes que nada, aunque no sea deltodo a lo que voy, no te tengo miedo.

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Alex soltó aire con impaciencia.—¿Por qué no?—Porque, ahora que sabes quién soy,

no supones un peligro para mí, y no losupondrás a menos que me transforme enla clase de persona que lo merece.

Los labios de Alex se fruncieron enun medio mohín. Tenía razón…, pero noera ese el tema.

—En segundo lugar, y sigue siendosolo tangencial, creo que has pasadotodo tu tiempo con la clase equivocadade hombre. Son los gajes de tu oficioparticular, diría yo.

—Quizá. Pero ¿cuál es esa idea a laque estás tardando tanto en llegar?

Daniel volvió a meterse en su espacio

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personal.—Cómo me siento. Cómo te sientes.Alex no reculó.—¿Y cómo puedes estar seguro de lo

que sientes? Estás pasando por laexperiencia más traumática de tu vida.Acabas de perder tu mundo entero. Loúnico que te queda es un hermano enquien no confías del todo, tusecuestradora-barra-torturadora y Arnie.Así que supongo que era una cuestión demoneda al aire que sintieras apego haciamí o hacia Arnie. Es un síndrome deEstocolmo de libro, Daniel. Soy la únicahembra humana que queda en tu vida; notienes más opciones. Piénsaloracionalmente, considera el mal

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momento que es para esto. No puedesconfiar en sentimientos que han afloradoen pleno tormento físico y mentalsevero.

—Lo consideraría, si no fuera por unacosa.

—¿Y cuál es?—Que ya te deseaba antes de que

fueses la única hembra humana de mivida.

Eso la dejó descolocada y él loaprovechó, poniéndole las dos manoscon suavidad en los hombros. El calorde sus palmas hizo que Alex cayera enla cuenta de que llevaba un rato teniendofrío. Se estremeció.

—¿Recuerdas cuando te dije que

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nunca había pedido salir a una mujer enel metro? Pues me quedaba bastantecorto. Por término medio, me lleva unastres semanas de interacción bastanteregular, además de una cantidad dealiento vergonzosa por parte de la chica,atreverme a pedir a alguien que se tomeconmigo un café sin más trascendencia.Pero en el momento en que te vi la cara,estuve dispuesto a alejarme kilómetrosde mi zona de confort para poder volvera verla.

Alex negó con la cabeza.—Daniel, te drogué. Ibas hasta arriba

de un compuesto químico que tieneefectos parecidos a los del éxtasis.

—No, todavía no. Me acuerdo. Noté

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la diferencia entre el antes y el despuésde que me drogaras. Ahí fue cuando todose volvió confuso. Pero antes de ladroga, ya estaba metido hasta el cuello.Intentaba pensar la forma de bajarme entu parada sin parecer un acosador.

Alex se quedó sin respuesta. Laproximidad física empezaba adesorientarla. Daniel seguíasosteniéndola sin hacer fuerza,inclinándose un poco para que sus carasestuvieran más cerca.

No fue hasta entonces cuando empezóa tomarse en serio sus palabras. Habíaatribuido todo cuanto Daniel había dichoy hecho desde el secuestro a lassecuelas del trauma. Lo había analizado

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como a un sujeto, apartándose a símisma de la ecuación. Porque nada enaquel asunto trataba de ella. Y todoestaba dentro de los parámetrosnormales para la situación que habíasuperado.

Intentó recordar la última vez que unhombre la había mirado así y no le vinonada a la mente.

Durante los últimos tres años, todapersona que conociera, hombre o mujer,había sido una fuente potencial depeligro. Durante los seis anteriores,como acababa de explicar con pesar,había sido anatema para todo hombrecon el que tuviera alguna relación. Y, siseguía retrocediendo, llegaba a la

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facultad de Medicina, donde sus escasasy fugaces relaciones nunca habían sidomuy románticas. Incluso entonces ya eracientífica antes que cualquier otra cosa,y los hombres con los que habíaestablecido lazos eran como ella. Susrelaciones habían nacido de lasexageradas cantidades de tiempo quepasaban trabajando juntos y de unosintereses muy específicos, que el 99,99por ciento de la población no podía nisiquiera empezar a comprender. Entodas ellas, se habían conformado el unocon el otro por obligación. Normal queninguna hubiera llegado muy lejos.

Y ninguno de aquellos hombres habíatenido la expresión que veía en Daniel.

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Asombro y fascinación, mezclados conalgo eléctrico cuando miraba el rostrode Alex…, el rostro vapuleado ehinchado de Alex. Por primera vez, seavergonzó de su apariencia destrozadapor motivos puramente vanidosos. Susmanos habían colgado laxas a suscostados. Ahora alzó un brazo paracubrirse todo lo posible, escondiéndosecomo una niña.

—He pensado bastante en esto —añadió Daniel, y Alex captó la sonrisaen su voz—. Sé lo que estoy diciendo.

Ella solo pudo negar con la cabeza.—Por supuesto, nada de todo esto es

relevante si tú no sientes algo parecido.Esta noche he pecado un poco de exceso

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de confianza. —Calló un momento—.Sobre todo, teniendo en cuenta que noestábamos hablando el mismo idioma,¿verdad? Te he malinterpretado.

Volvió a callar como si esperararespuesta, pero Alex no tenía ni idea dequé decir.

—¿Qué ves cuando me miras? —preguntó Daniel.

Ella bajó la mano un centímetro ylevantó los ojos hacia él, hacia la mismacara de desconcertante sinceridad quellevaba desde el principio intentandocomprender. ¿Qué clase de pregunta eraesa? Había demasiadas respuestas.

—No sé cómo contestar a eso.Los ojos de Daniel se estrecharon un

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momento, pensativos. Alex deseó que élretrocediera un paso para poder pensarcon más claridad. Entonces Danielpareció decidirse y cuadró los hombroscomo para encajar un golpe.

—Ya que estamos, pongamos todaslas cartas sobre la mesa. Respóndeme aesto: ¿qué es lo peor de todo lo que vescuando me miras?

La respuesta sincera escapó antes deque Alex pudiera pensar en susimplicaciones.

—Una debilidad.Vio la dureza con que cayó la palabra

sobre él. Daniel le concedió el espacioque había estado deseando, y entonceslo lamentó. ¿Por qué hacía tanto frío en

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esa habitación?Daniel asintió para sí mismo mientras

se apartaba.—Es justo, es justo del todo. Está

claro que soy un idiota. No puedoolvidar que te he puesto en peligro. Ytambién está el hecho de que…

—¡No! —Alex dio un paso vacilantehacia él, ansiosa por explicarse—. Nome refería a eso.

—No hace falta que lo suavices. Séque soy un inútil para estas cosas. —Hizo un gesto vago hacia la puerta, haciael mundo exterior que intentaba matarlosa los dos.

—No lo eres. Ser una persona normalno es malo. Aprenderás todo lo demás.

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Estaba hablando de… ventaja. —Nopudo evitarlo al ver la desolación quehabía en sus rasgos. Dio otro paso haciaél y cogió una de sus manos grandes ycálidas con las suyas, pequeñas yheladas. Se sintió mejor cuando lapalabra «ventaja» reemplazó el dolor desus ojos por confusión. Se apresuró aaclararlo—. ¿Te acuerdas de lo quehablábamos Kevin y yo sobre laventaja? ¿De cómo tú eras la ventaja conla que la Agencia contaba para hacerlosalir?

—Sí, ahora me siento mucho mejorque cuando me consideraba solo uninútil.

—Déjame terminar. —Respiró hondo

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—. Conmigo, nunca han tenido nada.Barnaby era mi única familia. No teníaninguna hermana con un par de críos yuna casa en las afueras que eldepartamento pudiera amenazar convolar por los aires. No había nadie queme importara. Solitaria, sí, pero tambiénera libre. Solo tenía que mantenerme convida a mí misma.

Observó cómo Daniel meditaba suspalabras, intentando hallarlessignificado. Tanteó en busca de unejemplo concreto.

—Mira, si…, si te atraparan —explicó despacio—, si de algún modo sehicieran contigo…, tendría que ir arescatarte.

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Era tan cierto que la asustó. Noentendía por qué era cierto, pero lo erade todos modos.

Daniel abrió más los ojos y suexpresión quedó congelada.

—Y ganarían ellos, ¿sabes? —continuó Alex con tono de disculpa—.Nos matarían a los dos. Pero no por esodejaría de intentarlo. ¿Lo ves ahora? —Levantó los hombros—. Una debilidad.

Daniel abrió la boca para hablar perovolvió a cerrarla. Anduvo hacia elfregadero y volvió para plantarse justodelante de ella.

—¿Por qué vendrías detrás de mí?¿Por remordimiento?

—En parte —reconoció Alex.

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—Pero no fuiste tú quien me metió enesto, en realidad no. No me eligieronpor ti.

—Lo sé, y por eso digo que en parte.Será como un treinta y tres por ciento.

Daniel esbozó un asomo de sonrisa,como si hubiera oído algo gracioso.

—¿Y el otro sesenta y siete?—Otro treinta y tres sería…

¿Justicia? No es del todo la palabra.Pero alguien como tú… merece más queesto. Eres mejor persona que cualquierade ellos. No está bien que alguien comotú tenga que formar parte de este mundo.Es un desperdicio y está mal.

No había querido ponerse tanvehemente. Notaba que solo había

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logrado confundirlo de nuevo. Pero esque Daniel no se daba cuenta de loinusual que era. Su sitio no era el hedorde las trincheras. Tenía algo… puro.

—¿Y el último treinta y cuatro? —preguntó tras pensar un momento.

—No lo sé —dijo con un hilo de voz.No sabía por qué ni cómo Daniel se

había convertido en una figura central desu vida. No sabía por qué daba porsentado que seguiría estando presente enel futuro, cuando no tenía el menorsentido. No sabía por qué, cuando suhermano le había pedido que tuviera unojo echado a Daniel, su respuesta habíasido tan sincera y tan… inevitable.

Daniel estaba esperando más. Alex

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separó las manos, impotente. No sabíaqué más decirle.

Él sonrió un poco.—Bueno, la palabra «debilidad» ya

no suena tan espantosa como antes.—Para mí, sí.—Sabes que, si vinieran a por ti,

haría lo posible para cortarles el paso.Así que tú también eres una debilidadpara mí.

—No querría que lo hicieras.—Porque acabaríamos los dos

muertos.—¡Exacto! Si vienen a por mí, tú

corres.Él rio.—Opinamos distinto.

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—Daniel…—Déjame decirte qué más veo

cuando te miro.Alex se encorvó por acto reflejo.—Dime lo peor que ves.Daniel suspiró y levantó la mano para

pasarle las yemas de los dedossuavemente por el pómulo.

—Estos cardenales. Me parten elcorazón. Pero, de alguna forma retorciday mala, también les estoy agradecido. ¿Aque es una vergüenza?

—¿Agradecido?—Si el estúpido matón de mi hermano

no te hubiera dado una paliza, habríasdesaparecido y no habría tenido formade volver a encontrarte jamás. Por esas

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heridas, necesitabas nuestra ayuda. Tequedaste conmigo.

La cara con que dijo las tres últimaspalabras era muy perturbadora. O quizáfuesen sus dedos, que no se habíanseparado de la piel de Alex.

—¿Me dejas decirte qué más veo?Ella lo miró con cautela.—Veo a una mujer que es más… real

que cualquier otra que haya conocido. Atu lado, todas las demás personas queconozco resultan insustanciales,incompletas en cierto modo. Comosombras e ilusiones. Amaba a miesposa, o más bien, como señalaste contanto tino mientras estaba colocado,amaba la idea que tenía de quién era.

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Pero nunca estuvo tan presente para mícomo estás tú. Nunca me he sentido tanatraído por alguien como por ti, y lo heestado desde el momento en que teconocí. Es como la diferencia entre…,entre leer sobre la gravedad y luegocaerte por primera vez.

Se miraron durante lo que parecieronhoras pero bien podían ser minutos oincluso segundos. La mano de Daniel,que al principio solo le tocaba elpómulo con los bordes de las yemas delos dedos, empezó a relajarse hasta quele acunó la mandíbula en la palma. Lepasó el pulgar por el labio inferior conuna presión tan leve que no estabasegura del todo de no haberlo

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imaginado.—Esto es completamente irracional a

todos los niveles —susurró Alex.—No me mates, por favor.Quizá Alex asintiera.Daniel llevó su otra mano al rostro de

Alex, con tanta suavidad que no hubo niun atisbo de dolor pese a sus cardenales.Era solo corriente viva, la sensación quedebía experimentar una lámpara deplasma desde su interior.

Alex empezó a recordarse a sí misma,mientras los labios de Daniel seapretaban tiernos contra los suyos, queno tenía trece años y no era su primerbeso, así que en realidad… Peroentonces Daniel le hundió las dos manos

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en el pelo, atrajo su boca un poco máscontra la de él, abrió los labios y Alexno pudo ni terminar el pensamiento. Nose le ocurría la forma de enlazar laspalabras.

Inspiró, solo una minúscula bocanadade aire, y Daniel apartó la cara uncentímetro sin dejar de sostenerle lacabeza en sus largas manos.

—¿Te he hecho daño?Alex no recordaba cómo decir «Sigue

besándome», así que se puso depuntillas, le rodeó el cuello con losbrazos y lo acercó hacia ella. Daniel noestaba nada dispuesto a resistirse.

Debió de sentir el tirón en los brazosde Alex, o quizá su espalda empezara a

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resentirse por la diferencia de altura,porque la asió por la cintura y la subió ala isla de la cocina, sin romper elcontacto entre sus labios. Por actoreflejo, Alex le rodeó las caderas conlas piernas al mismo tiempo que losbrazos de Daniel le ceñían el torso, ysus cálidos cuerpos se fundieron. Alexretorció los dedos en el pelo de Daniel ypor fin se avino a reconocer que siemprela habían atraído aquellos rizosrebeldes, que había disfrutado ensecreto acariciándolos mientras lo teníainconsciente, en el comportamientomenos profesional que podía imaginar.

El beso tuvo una cualidad sincera,muy propia de Daniel, como si su

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personalidad se sumara al olor y alsabor para componer la electricidad quecirculaba saltarina entre ellos. Alexempezó a comprender lo que Daniel lehabía estado diciendo, lo real que erapara él. Para ella Daniel era algo nuevo,una experiencia original del todo. En elfondo sí que era como su primer beso,porque ninguno anterior había sido tanvívido, ninguno se había impuesto tantoa su propia mente analítica. No tenía nique pensar.

Era una sensación increíble no pensar.Todo se reducía a besar a Daniel,

como si respirar nunca hubiera tenidootro propósito.

Él le besó el cuello, la sien, la

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coronilla. Le acunó la cara contra supropio cuello y suspiró.

—Es como si llevara un sigloesperando a hacer esto. Es como si eltiempo hubiera perdido todacontinuidad. Un solo segundo contigopesa más que días enteros de mi vidaantes de conocerte.

—Esto no debería ser tan fácil. —Cuando Daniel dejó de besarla, fuecapaz de pensar de nuevo. Deseó notener que hacerlo.

Él le levantó la barbilla.—¿A qué te refieres?—¿No debería ser un poco…

incómodo? Choques de narices y demás.En fin, yo llevaba tiempo sin hacer esto,

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pero es como lo recuerdo.Daniel le besó la nariz.—Sí que es lo normal, sí. Pero esto

nunca ha tenido nada de normal.—No entiendo cómo ha podido

ocurrir. Las probabilidades en contraeran astronómicas. Tú eras solo un ceboaleatorio con el que cargaron una trampapara mí. Y luego, por casualidad, resultaque eres justo… —No supo cómoterminar la frase.

—Justo lo que quiero —dijo él, y seinclinó para besarla de nuevo. Terminódemasiado pronto—. Reconozco —añadió— que yo no habría apostado aque ocurriera.

—Sería más fácil que nos tocara la

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lotería.—¿Tú crees en el destino?—Claro que no.Daniel rio al oír su tono desdeñoso.—Supongo que en el karma tampoco,

entonces.—Ninguna de esas cosas existe.—¿Puedes demostrarlo?—Hombre, no con pruebas

concluyentes. Pero tampoco puededemostrarse que sean reales.

—Entonces tendrás que aceptar quees la casualidad más improbable delmundo. Yo, en cambio, creo que hayalgún equilibrio en el universo. A losdos se nos ha dado un trato injusto.Quizá esto sea la forma de equilibrarlo.

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—Es irracional…Daniel la interrumpió; sus labios

hicieron que olvidara lo que estaba apunto de decir. Recorrió a besos suspómulos hasta llegar a la oreja.

—La racionalidad está sobrevalorada—susurró.

Y entonces sus bocas volvieron amoverse al unísono y Alex no tuvo másremedio que estar de acuerdo. Aquelloera mejor que la lógica.

—No creas que vas a librarte deIndochina —musitó él.

—¿Qué?—La película. He puesto nuestras

vidas en peligro para conseguirla, asíque lo menos que puedes hacer es…

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En esa ocasión fue ella quien no dejóque terminara la frase.

—Mañana —dijo Daniel cuandoemergieron para coger aire.

—Mañana —convino ella.

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Alex despertó a la mañana siguientesintiéndose al mismo tiempo expectantey muy, muy estúpida.

En serio, era como si no pudieracompletar ni un solo párrafo depensamiento sin volver a algún rasgo delrostro de Daniel, o a la textura de sus

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manos, o a la sensación que ledespertaba su aliento en el cuello. Yclaro, de ahí provenía la expectación.

Pero había demasiadasconsideraciones prácticas en las queinevitablemente tenía que pensar. Lanoche anterior, o más bien esa mismamañana, cuando Daniel le había dado elenésimo beso de buenas noches en elrellano de la escalera, había estadodemasiado cansada para sopesarninguna de ellas. Apenas había tenidoenergía para armar sus defensas yponerse la máscara antigás antes de caerrendida.

Lo que probablemente era bueno,porque había estado demasiado

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desconcertada para comprender en quéclase de locura acababa de embarcarse.Incluso ahora, después de dormir, lecostaba centrarse en algo que no fuese elhecho de que Daniel estaría despierto enalguna parte. Estaba impaciente porvolver a verlo, y también un pocoasustada. ¿Y si se había evaporado lafrenética oleada de emoción que lanoche anterior le había resultado tannatural e irresistible? ¿Y si de repentevolvían a ser dos extraños sin nada quedecirse?

En ese caso, tal vez todo resultaríamás fácil, si continuaba así.

Aquel mismo día, el siguiente o quizádentro de dos, Kevin llamaría. «Puaj,

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Kevin». Alex podía imaginarperfectamente cómo reaccionaría a losúltimos acontecimientos.

Sacudió la cabeza. Eso erairrelevante. Porque aquel mismo día o elsiguiente, cuando Kevin llamara, ellaenviaría el e-mail que haría salir a lasratas. Kevin recopilaría un listado denombres. Él iría a por sus ratas y, siAlex no actuaba al mismo tiempo, las deella se recluirían al descubrir queestaban en peligro. De modo que iba atener que dejar a Daniel en la casa yembarcarse en su acción de represalia,sabiendo de sobra que era más queprobable que nunca regresara. ¿Cómo selo iba a explicar? ¿Cuánto tiempo le

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quedaba? ¿Dos días como máximo?Desde luego, qué momento más pésimohabían elegido.

No era justo empezar el díaesperando pasar todas sus horas junto aDaniel. Era deshonesto. Daniel habíaoído el plan, pero Alex estaba segura deque no le había dado las suficientesvueltas para reparar en susimplicaciones. Pronto tendría quedejarlo allí solo. Podía aprovecharmucho mejor el tiempo entrenándolo enel arte de la ocultación. Un poco más depráctica en el campo de tiro también levendría bien.

La expectación se fue transformandoen un desazonado espanto a medida que

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sus pensamientos se acercaban a unaconclusión. Su comportamiento de lanoche anterior había sido irresponsable.Si hubiera tenido alguna pista de lo quepasaba por la mente de Daniel, podríahaberlo meditado antes de que lasituación se descontrolara. Podría habermantenido la distancia adecuada entreellos. Pero la había pilladocompletamente por sorpresa.

Tratar de comprender a una personanormal no era lo que mejor se le daba.Aunque, pensándolo bien, alguien queencontraba atractiva a la auténtica Alexno era una persona normal en absoluto.

Oyó unos ladridos en el exterior quesonaban como si los perros estuvieran

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volviendo desde el granero. Se preguntósi aún sería por la mañana o ya habríapasado el mediodía.

Cogió una muda de ropa limpia,desarmó la trampa de la puerta y salióhacia el cuarto de baño. No quería ver aDaniel hasta haberse cepillado losdientes. Lo cual era absurdo. No podíapermitirse volver a besarlo. No seríabueno para ninguno de los dos.

El pasillo estaba oscuro y el cuarto debaño vacío. La habitación de Danieltenía la puerta abierta y también estabavacía. Alex se lavó deprisa para noquedarse demasiado tiempo frente alespejo, deseando que el proceso decuración de su cara estuviera más

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avanzado. Tenía los labios peor que lavíspera, hinchados de nuevo, pero esohabía sido culpa suya. El Super Glue sehabía desprendido mientras dormía y elverdugón que bajaba por el centro de sulabio inferior amenazaba con cambiarlepara siempre la forma de la boca.

Oyó el televisor mientras bajaba laescalera. Al llegar al gran salón, vio aDaniel agachado sobre la consola quehabía debajo de la pantalla plana. Lapuerta delantera estaba abierta y entrabaun viento cálido a través de lamosquitera que le revolvía los rizos dela nuca.

—¿Para qué puede querer alguiencinco clavijas de entrada? —murmuraba

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Daniel entre dientes. Se pasó una manopor el pelo que le caía en los ojos—.¡Que es un DVD, no intento lanzar untransbordador espacial!

Su «danielidad» la hizo detenersedonde estaba, y un ataque de cobardía ledio ganas de volverse y huir escaleraarriba. ¿Cómo le diría lo que tenía quedecirle? La idea de hacerle infeliz sehabía vuelto de pronto más repugnantede lo que podía encajar.

Lola emitió un gañido desde elporche, mirándola a través de la puertamosquitera con ojos esperanzados.Daniel volvió la cabeza y, al ver a Alex,se le iluminó la cara con una ampliasonrisa. Cruzó la habitación dando

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cuatro largas zancadas y la levantó delsuelo en un entusiasta abrazo de oso.

—¡Estás levantada! —exclamó,emocionado—. ¿Tienes hambre? Puedohacerte una tortilla.

—No —repuso ella, intentandozafarse. Al mismo tiempo su estómagorugió.

Daniel la bajó al suelo y la miró conlas cejas alzadas.

—Bueno, sí —reconoció ella—, pero¿podemos hablar antes un segundo, porfavor?

Daniel suspiró.—Me había imaginado que quizá te

levantaras en plan analítico. Solo unacosa antes de que empieces.

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Alex quiso escapar. Losremordimientos eran muy fuertes. Perono tanto como la necesidad que sentía dedevolverle el beso. No sabía si tendríaotra oportunidad alguna vez. Fue un besoleve, suave y lento. Daniel habíareparado en el estado de sus labios.

Cuando se apartaron —se apartó él,no ella, que parecía no tener ningúnautocontrol—, fue Alex quien suspiró.

Daniel bajó los brazos pero le cogióla mano para llevarla al sofá. Por elbrazo de Alex ascendieron pequeñoschispazos eléctricos, y se reprendió porser tan débil. ¿Y qué si era la primeravez que se cogían de la mano? Tenía queestar a lo que estaba.

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Lola soltó otro gañido optimistacuando vio que Alex se aproximaba a lapuerta y ella le lanzó una mirada dedisculpa. Khan y Einstein estabanacurrucados en el porche detrás de ella,el primero hecho un inmenso montículode pelo.

Daniel recogió el mando a distanciadel sofá y silenció el televisor antes desoltarlo para que cayera al suelo. Tiróde ella para sentarla junto a él, sinsoltarle la mano. Seguía sonriendo.

—A ver si lo adivino. Crees queestamos siendo imprudentes —dijo.

—Bueno, sí.—Porque es imposible que podamos

ser compatibles de verdad, dada la

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génesis de nuestra relación. Estoydispuesto a aceptar que no fueprecisamente un flechazohollywoodiense.

—No es eso. —Alex bajó la mirada ala mano de Daniel, que envolvía la suyapor completo.

Quizá se equivocara. Quizá todoaquel plan de venganza estuviera malplanteado desde el principio. No habíanada que le impidiera volver a lanzarsea la huida. Podía volver a ganar eldinero que había gastado. Podía regresara Chicago, resolver las cosas con JoeyGiancardi y volver a trabajar de médicapara la mafia. Quizá, ahora que sabíamás del plan para eliminarla, la familia

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pudiera ofrecerle algún tipo deprotección real.

O también podía trabajar de cajera enalguna cafetería remota y vivir sin susextras, sin las triptaminas y los opiáceosy las trampas. ¿Quién sabía cuántopodían durarle las identidades que yatenía, si mantenía la cabeza gacha?

—¿Alex? —dijo Daniel.—Estaba pensando en el futuro.—¿En nuestra compatibilidad a largo

plazo? —aventuró él.—No, no a largo plazo. Estaba

pensando en esta noche, o en mañana. —Por fin lo miró. Sus ojos verdesgrisáceos parecían un pocodesorientados, pero no turbados.

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Todavía—. Tu hermano llamará pronto.Daniel hizo una mueca.—Vaya, en eso no había pensado. —

Se estremeció—. Supongo que lo mejorserá comentárselo por teléfono como sinada: «Ah, por cierto, Kev, me heenamorado de Alex». Mejor que enpersona, ¿no?

Alex renegó con toda su alma delcosquilleo que le invadió el sistemanervioso cuando Daniel hizo su jocosoensayo de anuncio. No era una palabraque se podía soltar con tanta ligereza.No debería haberla empleado. Pero, aunasí, el cosquilleo permaneció.

—No es la parte que me preocupa. Teacuerdas del plan, ¿verdad?

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—Cuando Kev esté en posición,enviamos el e-mail. Él observa quiénreacciona. Luego nos reunimos con ély… —Dejó la frase en el aire, con elceño fruncido de repente—. Y luegoentre los dos los… ¿Cómo lo decíais?Los elimináis, ¿verdad? Esa parte serámuy peligrosa, ¿me equivoco? ¿Nopodríamos dejar que se ocupe Kevin élsolo? No creo que le importara. Me dala impresión de que le gustaba sutrabajo.

—No es el trato que hicimos. Y,Daniel…

—¿Qué? —Su voz sonó más dura,más tensa. Empezaba a entender.

—Ni Kevin ni yo podremos…, bueno,

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ser efectivos del todo si la ventaja quetienen sobre nosotros se encuentra en elmismo lugar que los malos.

El significado de sus palabras casituvo un peso físico al caer sobre Daniel,y hubo réplicas del seísmo en el silencioque las siguió.

Daniel la miró fijamente, sinparpadear, durante un rato. Alex esperó.

—¿Estás de broma? —preguntó alfinal, con una voz que era poco más queun susurro—. ¿Crees que permitiré queme dejes aquí tocándome las naricesmientras tú arriesgas la vida?

—No. Y sí, lo permitirás.—Alex…—Sé cuidarme.

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—Ya lo sé, pero… es que no me entraen la cabeza. ¿Cómo voy a soportarlo?¿Esperar aquí, sin saber lo que hapasado? ¡Alex, hablo en serio!

Hacia el final, su voz se habíacargado de impaciencia. Alex no loestaba mirando. Tenía la cara vueltahacia la pantalla del televisor.

—¿Alex?—Sube el volumen. Ya.Daniel miró hacia la tele, se quedó

paralizado un instante y luego bajó alsuelo y tanteó en busca del mando. Seequivocó de tecla unas cuantas vecesantes de que la voz del presentadorsaliera atronadora por los altavocesenvolventes.

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—… desaparecido desde el juevespasado, cuando la policía cree que fuesecuestrado en el instituto donde daclases. Se ofrece una recompensasustancial por cualquier información quepueda llevar a su rescate. Si han visto aeste hombre, por favor, llamen alnúmero que figura abajo.

En la enorme pantalla, el rostro deDaniel aparecía a cuatro veces sutamaño real. Era una instantánea, no unretrato oficial de algún anuario delinstituto. Estaba en algún lugar exterior ysoleado, luciendo una gran sonrisa y conel pelo revuelto de la humedad y elsudor. Tenía los brazos extendidos sobrelos hombros de dos personas más bajitas

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cuyas caras no entraban en la imagen.Era una foto muy buena de él, en la quesalía atractivo y encantador, la clase depersona a la que cualquiera querríaayudar. Un número de teléfono gratuitoen brillantes cifras rojas aparecía en laparte inferior de la pantalla.

La fotografía desapareció,reemplazada por un presentador mayor yatractivo y una presentadora pizpireta,rubia y mucho más joven.

—Es una pena, Bryan. Esperemos quepueda volver pronto a casa, con sufamilia. Y ahora, echemos un vistazo altiempo con Marceline. ¿Cómotendremos el cielo en lo que queda desemana, Marcie?

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El plano cambió a una morenavoluptuosa que estaba de pie frente a unmapa digital de todo el país.

—Esto era un informativo nacional —susurró Alex. Su mente empezó aexplorar las posibilidades.

Daniel silenció el televisor.—El instituto debe de haber llamado

a la policía.Alex se limitó a mirarlo.—¿Qué pasa?—Daniel, ¿sabes cuántas personas

desaparecen cada día?—Ah…, y sus fotos no terminan todas

en las noticias, ¿verdad?—Y mucho menos las de hombres

adultos que solo llevan unos días sin

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aparecer. —Se levantó y empezó a andarde un lado a otro—. Están intentandohacerte salir. ¿Qué significa? ¿Dóndequieren llegar con esto? ¿Creen queKevin me mató o que descubrí la verdady me marché contigo? ¿Por qué iban apensar que te llevaría conmigo? Estotiene que ser por Kevin. Después detodo es también su cara. Tienen quecreer que perdí, ¿verdad? Conseguir unhueco en las noticias sería algo másfácil de organizar para la CIA que parami departamento. Claro que, si estáncolaborando…

—¿Kevin verá esto? —preguntóDaniel, preocupado—. Está allí mismo,en Washington.

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—Kevin no iba a dejarse ver de todosmodos.

Caminó durante otro minuto y luegofue a sentarse otra vez con Daniel. Plególas piernas por debajo del cuerpo y lecogió la mano.

—Daniel, ¿con quiénes hablaste ayer?Se puso colorado.—Ya te lo dije. Solo hablé con

quienes me atendieron en las tiendas.—Lo sé, pero ¿cómo eran? ¿Hombres,

mujeres, viejos, jóvenes?—Hum… El cajero del supermercado

era un hombre maduro, de unoscincuenta años. Hispano.

—¿Había mucha gente comprando?—Alguna. El único cajero era él.

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Había tres personas haciendo coladetrás de mí.

—Eso es bueno.—El bazar de después era pequeño.

Solo estaba yo. Pero la mujer delmostrador tenía la tele puesta y estabamirando un concurso. No apartabamucho la mirada.

—¿Cuántos años tendría?—Más que el del súper. Pelo canoso.

¿Por qué? La gente mayor ve más lasnoticias, ¿verdad?

Alex se encogió de hombros.—Puede. ¿Y el tercero?—Una recién graduada del instituto,

diría yo. Recuerdo que me pregunté si yahabría terminado su horario de clases

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antes de caer en que trabajaba allí.El estómago de Alex dio un vuelco

repentino.—¿Una chica joven? Y se mostraría

amistosa, muy amistosa. —No era unapregunta.

—Sí. ¿Cómo lo has sabido?Alex suspiró.—Daniel, eres un hombre atractivo.—Del montón, como mucho. Y soy

una década demasiado viejo para unachica de esa edad —refutó él.

—Lo bastante mayor como pararesultar fascinante. Mira, no tieneimportancia. Haremos lo poco quepodamos. Dejarás de afeitarte con efectoinmediato y no agacharemos la cabeza,

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sino que la enterraremos directamente.Aparte de eso, lo único que nos quedaes confiar en que la chica no mire nuncalas noticias. Y en que no lo anuncien encualquiera que sea la red social que estéahora de moda entre los críos.

—¿Son capaces?—Si se les ocurre, sí. Están probando

a ver qué funciona.Daniel dejó caer la cabeza en su mano

libre.—Lo siento muchísimo.—Está bien. Todos hemos cometido

errores en esta historia.—Tú no. Lo dices para que me sienta

mejor.—En las últimas semanas, he

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cometido varios errores graves.Él levantó la vista, incrédulo.—Uno: hice caso al e-mail de Carston

en vez de borrarlo y punto. Dos: caí enla trampa. Tres: no vi tu rastreador.Cuatro: no armé el techo del establo. Yluego Kevin cometió el error de quitarsela máscara antigás. Creo que es el únicosuyo que se me ocurre, aparte de notener transporte para la retirada. Vaya,hombre, ese asalto parece que lo ganaél.

—Bueno, también se equivocó enalgo al principio, o la CIA se habríatragado que estaba muerto.

—Bien visto, gracias.—Pero Arnie —dijo Daniel con

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tristeza—, Arnie sigue sin fallar.—¿No odias a esos perfeccionistas

insufribles?Daniel rio.—Un montón. —El humor abandonó

sus rasgos—. Pero no creo que túcometieras tantos errores. Bueno, entérminos de lo que era más convenientepara ti, sí. Pero en cuanto a mí… Bueno,me alegro de que cayeras en la trampa.

Alex le lanzó una mirada sarcástica.—Eso es llevar el romanticismo un

poco demasiado lejos, ¿no crees?Deseó poder borrar de su memoria

todo recuerdo de su primera nochejuntos, con bisturí si fuese necesario.Habría preferido con mucho no tener las

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imágenes tan claras en su mente: lostendones marcados en el cuello deDaniel, el sonido de sus gritosamortiguados. Se estremeció,preguntándose cuánto tardarían endifuminarse.

—Lo digo en serio. Si no hubierassido tú, habrían enviado a otro a por mí.Y si esa persona hubiera podido conKevin, quienquiera que fuese me habríamatado en el acto, ¿o no?

Alex miró sus ojos confiados y volvióa estremecerse.

—Así es.Él le devolvió una larga mirada y

suspiró.—Entonces, ¿qué hacemos ahora?

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Alex frunció el ceño.—Bueno, tenemos las opciones muy

limitadas. Mi cara todavía no estápresentable, pero ahora es mejor que latuya. De modo que podemos quedarnosaquí sin asomar la cabeza o podemos irhacia el norte. Tengo un sitio. No es tanlujoso como este ni está tan protegido.No tengo Batcueva. —No ocultó laenvidia en su voz al pronunciar esaúltima frase.

—¿Crees que es más seguroquedarnos?

—Depende. Querría que Arnie mediera su opinión sobre el pueblo antesde decidir. Y la de Kevin tampoco nosvendrá mal. Con algo de suerte, llamará

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pronto. Los planes han cambiado unpoco. Creo que al final se saldrá con lasuya. Después de todo, va a quedarcomo el vencedor. El día transcurrió despacio. Alex noquería apartarse del televisor. Sabercuántas veces emitían el segmento ycuántos noticiarios se hacían eco nocambiaba mucho las cosas, pero aun asítenía que enterarse. Arnie se tomó lanueva situación con el estoicismo quehabía esperado, con solo una tensión entorno a los ojos que delataba supreocupación.

Alex quería enviar a Arnie a la

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Batcueva con una lista de todo lo quenecesitaba. Le habría gustado quedarsela SIG y mucha munición, y que Danielllevara la escopeta recortada que habíavisto en el almacén de Kevin. Un fusilde francotirador no sería tan efectivo acorta distancia como una escopeta, quepodía incapacitar a varios atacantes consolo un disparo de perdigones.

También quería conseguir másmáscaras antigás, porque no podíacablear la casa sin una tercera paraArnie. Dudaba que Kevin hubierapasado por alto una medida deseguridad tan evidente, pero quizá soloresultara obvia para alguien como ella.En el mundo de Kevin, las únicas

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preocupaciones debían de ser las balasy las bombas.

Pero aunque tenía mucha necesidad detodas esas cosas, tal vez ya fuesedemasiado tarde para hacerpreparativos. Si la cajera coqueta habíallamado después de la primera emisiónde la noticia —que podía haber sidoantes de la que habían visto, o incluso eldía anterior—, sus enemigos aúntardarían un tiempo en empezar a buscar.Alguien tenía que llegar al pueblo,preguntar por ahí y solo entoncesponerse a investigar posibles pistas.Pero si ese alguien tenía suerte, pasaríana la fase de vigilancia. Y no tenía formade saber si ya se había iniciado.

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Aunque ella y Daniel se quedarandentro con las ventanas tapadas, podíanestar ya observando a Arnie en esemismo momento. Si hacía una excursióna la Batcueva, el vigilante lo seguiría. Yentonces lo mismo daría que pusieran uncartel que dijera: ¡ENHORABUENA, HASACERTADO CON EL SITIO! ¡LLÉVATEUNOS CUANTOS LANZACOHETES!

No debían hacer nada que pudierarevelar la existencia de la Batcueva.

Sus defensas más esenciales estaban amano, y todo lo crucial iba guardado ensu mochila, dentro de bolsas Ziplocetiquetadas por categoría, listo para unaretirada rápida. Hizo que Arnie pasarala camioneta a la parte de atrás, lo

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bastante cerca de la ventana de sudormitorio para que todos pudieranllegar a la cabina dando un solo pasofurtivo.

Deseó que Kevin llamara o quehubiera confiado lo suficiente en Danielpara darle el número de su propio móvildesechable, por si había unaemergencia. Podía haber establecidootras medidas de seguridad en el terrenode las que Arnie no estaba al tanto.

Daniel preparó la cena para los tres y,aunque no fue un acontecimiento tanefervescente como el de la nocheanterior, seguía estando deliciosa. Alexle pidió que escatimara en su uso deingredientes. Podía pasar una temporada

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antes de que hacer de nuevo compraestuviera en el orden del día, aunque seencargara Arnie.

Alex se sorprendió de lo poco que leimportaba a Daniel la presencia deArnie. Bueno, no era que no leimportase, sino más bien que no sedejaba afectar por ella. No era groserocon él ni le hacía el vacío, pero tampocose esforzaba lo más mínimo en ocultarlesu reciente intimidad con Alex. Le cogiódos veces la mano y le dio un beso en lacoronilla cuando pasó por delante de élcon los platos. Arnie, como era deesperar, no reaccionó a las muestras deafecto de Daniel, pero Alex no pudoevitar preguntarse qué opinaría al

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respecto.Arnie les dijo que había puesto a los

perros a recorrer por turnos los diezkilómetros de la verja del perímetromientras siguiera habiendo luz fuera,cuando los posibles vigilantes estaríanobservando con prismáticos. Si alguiense acercaba lo suficiente para tenercontrolada la casa, los perros leavisarían. Después de informarles, sefue temprano a la cama, como dictaba surutina. Alex y Daniel se quedarondespiertos mirando las noticias.

Daniel se acurrucó junto a ella en elsofá con tanta naturalidad que nopareció en absoluto algo fuera de locomún. Alex no recordaba haber sentido

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tanta comodidad física con alguien entoda su vida. Hasta su madre medía losabrazos y rara vez expresaba afecto consus palabras o actos. La intimidad deAlex con Barnaby había sido verbal,nunca física. En consecuencia, creía quedebería haberle producido incomodidady vergüenza tener las piernas apoyadasen el regazo de otra persona y la cabezaacunada contra el hombro de dichapersona, que a su vez la rodeaba con losbrazos, pero solo notaba unasorprendente relajación. Como si lacercanía de Daniel, de algún modo,restara una fracción de estrés a lasituación.

Volvieron a emitir la pieza sobre

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Daniel, pero con el informativo ya másavanzado, y se notaba que al presentadorde la noche empezaba a aburrirle lahistoria. La Agencia podía forzar laaparición de Daniel en los informativosdurante un tiempo, pero no podía evitarque las cadenas reaccionaran ante lopoco noticiable del asunto. Pero, porsupuesto, aún faltaba el segundo acto.

—Creo que debería avisarte, si no sete ha ocurrido ya a ti —dijo Alex.

Daniel trató de responder connaturalidad, pero notó su cautela.

—Seguro que no.—Bueno, si esta historia no obtiene

resultados rápidos, tendrán que echarmás carne en el asador para que la

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prensa siga haciéndoles el trabajo.—¿Qué quieres decir con «más carne

en el asador»?Alex se echó hacia atrás para que

Daniel le viera la cara, viera cómoarrugaba la nariz asqueada por lo quetenía que decir.

—Harán más escabrosa la historia.Añadirán que eres sospechoso de undelito. Se inventarán una alumna a la quesecuestraste o de la que abusaste.Apuesto a que será algo por el estilo,pero también podrían ponerse máscreativos.

Sus ojos se apartaron de Alex paravolver a la pantalla del televisor, aunqueel presentador había pasado a hablar de

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las primeras encuestas para lasprimarias. Se sonrojó y al momentoperdió todo el color. Alex le dejótiempo para asimilar la idea. Podíaimaginarse lo difícil que sería para unbuen hombre comprender que estaba apunto de convertirse en villano.

—No puedo hacer nada para evitarlo—dijo en voz baja. No era del todo unapregunta.

—No.—Por lo menos mis padres ya no

están para verlo. Quizá… No creo quetodos mis amigos se lo crean.

—Yo no me lo creería —asintió ella.Daniel le sonrió.—En un punto del pasado no muy

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lejano, creías que iba a asesinar a unoscuantos millones de personas.

—Entonces no te conocía.—Cierto.Cuando terminó el último informativo,

se dieron unas buenas noches másapagadas que las del día anterior y Alexempezó a recoger. Quizá tuvieran quesalir disparados. Desmanteló y guardósu laboratorio y se puso mallas y unacamiseta negra, ropa cómoda por si esaera la noche en la que tendrían que huir.

Sabía que estaba cansada, pero sucerebro no era capaz de aflojar. Noquería que se le escapara nada más.Daniel podía tener razón: quizá susprimeros grandes errores en el fondo

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habían sido para bien, dado que eraposible que le hubieran salvado la vida.Pero no podía permitirse más. Ya nosolo estaba en juego su propiaexistencia. Suspiró para sus adentros.Había partes positivas en tener unadebilidad, pero la carga sin duda eramucho mayor.

Alguien llamó a la puerta einterrumpió sus pensamientos.

—¡No abras! —se apresuró aadvertir, incorporándose de golpe. Elcatre se movió debajo de ella.

Tras una pausa, Daniel preguntó:—¿Llevas puesta una máscara

antigás?—Sí.

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—Ya me parecía. La voz te suenaamortiguada. —Otra pausa—. ¿Tusistema de seguridad es complicadísimode desarmar? —preguntó.

—Dame un minuto.Le llevó menos de eso asegurar los

cables. Se subió la máscara y abrió lapuerta. Daniel estaba apoyado contra elmarco. No lo veía bien en la oscuridad,pero le dio sensación de cansancio… ytristeza.

—Estás muy preocupada —dedujo,estirando el brazo para tocar la máscara.

—La verdad es que siempre duermocon ella puesta. Se me hace raro nollevarla. ¿Algo va mal?

—¿Aparte de todo? No. Es que… me

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sentía solo. No podía dormir. Queríaestar contigo. —Titubeó—. ¿Puedopasar?

—Hum, vale. —Alex retrocedió unpaso y encendió la luz.

Daniel miró a su alrededor y lecambió el semblante.

—¿Este es el cuarto que te ha dadoKevin? ¿Por qué no habías dicho nada?¡Deberías quedarte con mi habitación!

—Aquí estoy bien —le aseguró Alex—. Tampoco soy muy de camas, detodas formas. Es más seguro tener elsueño ligero.

—No sé qué decir. No puedo dormiren una cama de matrimonio sabiendoque tú estás en un trastero.

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—De verdad, me gusta así.Daniel la miró con un escepticismo

que enseguida se convirtió en vergüenza.—Iba a intentar quedarme, pero

apenas hay espacio para ti.—Podemos mover unas cajas y…—Tengo una idea mejor. Ven

conmigo. —Y le tendió la mano.Alex la cogió sin pensar en lo que

estaba haciendo. Daniel se la llevópasillo abajo, más allá de la puerta delbaño, hasta su propio cuarto. La únicaluz procedía de una lamparita que habíasobre la mesita de noche.

La habitación estaba muy bien, más enlínea con el habitual criterio estético deKevin que su cuarto trastero. Había una

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cama inmensa en el centro, cubierta conun edredón blanco y con un armazón dedosel rústico hecho de troncos a mediolabrar. A los pies de la cama, una mantadorada que casaba con el tono de lamadera.

—¿Lo ves? —dijo Daniel—. Nopodría volver a dormir aquí sabiendo lomal que estás tú. Sería un impresentable.

—Pues no pienso cambiarte el sitio.Ya tengo cableada mi habitación.

Se quedaron un momento de pie en elumbral, incómodos.

—Tampoco tenía nada concreto de loque quisiera hablar. Solo quería estardonde estuvieras tú.

—No pasa nada. Yo tampoco dormía.

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—No durmamos juntos —dijo Daniel,y entonces se sonrojó y rio avergonzado—. Eso no ha salido como pretendía. —Volvió a tirar de su mano hacia lainmensa cama—. Escucha, prometo serun perfecto caballero. Es solo que mesentiré menos ansioso si te tengo a lavista.

Alex subió al grueso edredón blancojunto a Daniel, riéndose con él de sutorpeza y preguntándose en privado si deverdad quería que fuese un perfectocaballero. Se recordó a sí misma,adusta, que no era momento parapensamientos como esos. Quizá algúndía en el futuro, cuando sus vidas noestuvieran en juego. Si es que ese día

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llegaba alguna vez.Daniel le cogió de nuevo la mano,

pero por lo demás le dejó espacio. Losdos se reclinaron sobre las montañas dealmohadas de plumas. Daniel se colocóla mano libre detrás de la cabeza y lamiró.

—¿Lo ves? Así es mejor.Y lo era. No tenía sentido que se

sintiera más segura fuera de suhabitación protegida y más lejos de susotras armas pero, por paradójico queresultara, así se sentía.

—Sí —respondió. Se quitó lamáscara antigás de la cabeza y la dejó aun lado.

—Tienes la mano fría.

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Antes de que Alex pudiera responder,Daniel se incorporó y tiró de la mantaque había al pie de la cama. La sacudiópara desplegarla y la echó por encimade los dos. Cuando volvió a tumbarse,quedó más cerca de ella. Sus hombrosse tocaban y su brazo reposó en el deella cuando volvió a cogerle la mano.

¿Por qué tenía una percepción tanaguda de cosas que, en el contextogeneral de la supervivencia, carecían dela menor importancia?

—Gracias —dijo.—No te tomes esto a mal; lo digo

como un gran cumplido y no para hacerun feo a tu compañía, pero creo quehasta podré dormir si estás tú aquí.

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—Sé a qué te refieres. Ha sido un díamuy largo.

—Sí —convino él con fervor—.¿Estás cómoda?

—Mucho. No te lo tomes tú a mal,pero puede que en algún momentovuelva a ponerme la máscara. Es unacostumbre rara que tengo para dormir.

Daniel sonrió.—Como abrazar un osito de peluche.—Justo lo mismo, solo que no tan

adorable.Daniel rodó hacia ella y le apoyó la

frente en la sien. Alex notó el roce desus pestañas contra la mejilla cuandocerró los ojos. Su brazo derechoculebreó en torno a la cintura de Alex.

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—Pues para mí sí que eres adorable—susurró. Sus palabras sonaron como siya estuviera medio dormido—. Yaterradoramente letal también, porsupuesto. —Bostezó.

—Muy amable —repuso ella, pero noestaba segura de que Daniel la hubieraoído. Tenía una respiración tan rítmicaque podía haber caído ya.

Esperó un poco y luego, con cuidado,subió su mano libre para tocarle losrizos. Qué suaves eran. Recorrió con losdedos sus rasgos, más que relajados enla inconsciencia. Era ese mismo rostroinocente y sereno que nunca habíaencajado en su mundo. Alex no creíahaber visto nunca a nadie tan hermoso.

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Se quedó dormida así, con una manoposesiva en torno a la nuca de Daniel yla máscara antigás olvidada a suespalda.

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Kevin no llamó.Daniel no pareció extrañarse, pero

Alex creyó entrever algo más de tensiónen los hombros de Arnie.

Había pasado demasiado tiempo.A su entender, Kevin solo necesitaba

encontrar una posición desde la que

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seguir a la única persona que sabían aciencia cierta que estaba involucrada:Carston. El viaje en coche a Washingtonno duraba más de dos días, inclusotomándoselo con calma. Alex le habíadado todos los detalles de dónde podíaencontrar a su antiguo jefe cuandollegara. Debería haberle llevado unashoras como mucho. Si Carston no estabadonde debía estar, Kevin tendría quehaber llamado. ¿Qué estaba haciendo?

¿O quizá le había pasado algo?¿Cuánto tiempo debía esperar antes desugerir la posibilidad a Daniel?

La nueva preocupación acrecentó suparanoia. Extendió un cable adicionalfuera de la puerta de su cuarto para

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poder armar el sistema desde otraspartes de la casa. Qué frustrante era nopoder cablear toda la planta baja. Y porsolo una máscara antigás.

Lo único bueno era que todo eltiempo que permaneciera escondida ibabien para su cara. Bajo una luz tenue ycon mucho maquillaje, quizá ya lograrapasar desapercibida tres o inclusocuatro segundos.

La espera se convirtió en una curiosamezcla de aburrimiento, tensión y untipo muy extraño de felicidad. Lafelicidad de los condenados, felicidadcon fecha límite, pero no por ellomenos… envolvente. Debería haberestado de un humor espantoso, con el

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ritmo de la cacería palpitando en susoídos, pero se descubrió sonriendocomo expresión por defecto. Noayudaba mucho que Daniel mostrara unembelesamiento tan inapropiado comoel que ella sentía. Lo comentaron por latarde, mientras veían las noticias.

Alex había colado a Lola en la casacuando Arnie salió para entrenar a losotros animales, porque le parecía demala educación cerrarles la puerta a losperros, y Einstein y Khan habían entradocon ella. Con los tres, la habitaciónestaba rebosante de perros. Esperabaque Arnie no se molestara. Los perrosdebían de entrar de vez en cuando, o lapuerta de la lavandería no tendría el

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acceso añadido. No sabía si losanimales tenían que quedarse fueracomo parte de su entrenamiento, comosistema de alarma inicial o porque Arnietenía alergias, aunque, si era la terceraopción, había elegido el oficioequivocado.

Lola posó sus fofos carrillos y orejasen el muslo de Alex, donde pronto sinduda habría un problema de babas.Einstein subió de un salto al sofá junto aDaniel, meneando la cola de entusiasmopor saltarse las normas. Khan seconvirtió en un puf inmenso delante delsofá. Después de la noticia con la quearrancó el informativo —sobre política,cómo no, aunque todavía faltara casi un

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año para que empezaran a ocurrir cosas—, Daniel extendió sus largas piernassobre el lomo de Khan, a quien nopareció importarle. Alex acarició lasorejas de Lola y la perra golpeó el suelocon la cola.

Todo resultaba cómodo y sobre todofamiliar, aunque Alex nunca se habíavisto en una posición parecida en suvida. Nunca había estado rodeada tan decerca por cosas vivas, tocándolas,oyendo su aliento, y mucho menoscogiendo la mano de un hombre que laconsideraba adorable… y letal. Capazde conocer toda su historia y aun asímirarla como él lo hacía…

Sus ojos buscaron automáticamente la

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cara de Daniel al pensarlo, y descubrióque él también la miraba. Puso aquellasonrisa suya tan ancha y brillante, encontraste con el inesperado aspecto detipo duro que le daba la barba de dosdías, y Alex se la devolvió sin pensarlo.El pecho se le inundó de toda clase deemociones burbujeantes, y cayó en lacuenta de que probablemente era lamejor sensación que habíaexperimentado jamás.

Suspiró y acto seguido gimió.Daniel miró de reojo la tele,

buscando el motivo, pero solo había unanuncio.

—¿Qué pasa?—Me siento torpe —reconoció ella

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—. Tonta. Eufórica. ¿Por qué parecetodo tan positivo? No logro encadenarideas lógicas. Intento preocuparme ytermino sonriendo. Es posible que estéenloqueciendo, y no me importa ni lamitad de lo que debería. Quiero darmepuñetazos, pero la cara por fin se meestá empezando a curar.

Daniel rio.—Es una de las pegas de enamorarse,

me parece a mí.Un nuevo cosquilleo en el estómago.—¿Es lo que crees que nos está

pasando?—A mí me parece que sí.Alex frunció el ceño.—No puedo compararlo con nada. ¿Y

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si de verdad me estoy volviendo loca?—Te aseguro que estás cuerda.—Pero no creo que la gente pueda

enamorarse tan deprisa.A decir verdad, no creía del todo en

el amor, en el amor romántico.¿Respuestas químicas? Claro.¿Atracción sexual? Sin duda.Compatibilidad, sí. Amistad. Lealtad yresponsabilidad, ningún problema. Peroel amor parecía un poco demasiado cosade cuentos de hadas.

—Yo… Bueno, antes tampoco. O sea,siempre he creído en la atracción aprimera vista. Eso lo he tenido. Y desdeluego forma parte de lo que me estápasando ahora. —Daniel volvió a

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sonreír de oreja a oreja—. Pero ¿amor aprimera vista? Estaba seguro de que erauna fantasía.

—Pues claro que lo es.—Pero…—No hay pero que valga, Daniel.—Pero en ese tren me pasó algo, algo

que va más allá de mi experienciaprevia y mi capacidad de explicarlo.

Alex no supo qué decir. Echó unvistazo al televisor mientras empezabala sintonía de cierre del informativo.También llamó la atención de Daniel.

—¿Nos lo hemos perdido?—No. No lo han puesto.—Y eso no es bueno —supuso él, con

cierta inquietud en la voz.

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—Se me ocurren un par de posiblessignificados. Uno, hicieron correr lahistoria y, al no obtener resultados,tienen que dejarla morir. Dos, la historiaestá a punto de cambiar.

Daniel enderezó los hombros, a ladefensiva.

—¿Cuándo crees que veremos lasiguiente versión?

—Muy pronto, si es lo que estápasando.

Había una tercera posibilidad, peroAlex aún no estaba preparada paraarticularla en voz alta. La historia sinduda desaparecería si habían obtenidolo que esperaban de ella. Si habíanatrapado a Kevin.

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Creía conocer lo suficiente lapersonalidad de Kevin para estar casiconvencida de que no los entregaría. Lesobraba inteligencia para contar laversión más creíble de la historia si eldepartamento lo atrapaba: que habíallegado tarde para salvar a Daniel y,después de matar a Oleander, había idoa Washington buscando venganza. Podríaceñirse a esa historia durante un tiempo,o eso esperaba Alex. No sabía quién seestaría ocupando de los interrogatorios.Si esa persona valía aunque fuese unafracción de su salario…, en fin, en algúnmomento Kevin terminaría diciendo laverdad. Por mucho que no fuese una granadmiradora de Kevin, pensarlo le

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revolvió el estómago.Por supuesto, quizá estuviese

preparado para la captura, como lohabría estado ella. Era posible que yahubiese muerto.

Con Batcueva o sin ella, si Kevin nohabía llamado a medianoche, sería horade irse. Sabía distinguir cuandoempezaba a tentar a la suerte.

Bueno, todas las sensaciones feliceshabían remitido. Por lo menos, era señalde que no había enloquecido del todo.Aún.

Hicieron salir a los perros al porcheantes de la hora a la que debía regresarArnie, aunque el olor a animalprobablemente los delataría de todos

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modos. Daniel empezó a preparar unasalsa con carne para los espaguetis yAlex le ayudó con las partes fáciles,como abrir latas y medir especias.Trabajar mano a mano les resultó naturaly cómodo, como si llevaran añoshaciéndolo. ¿Sería la sensación de laque había estado hablando Daniel?¿Aquella rara familiaridad que teníanestando juntos? Aunque Alex no creía ensu teoría, tuvo que reconocer que no sele ocurría otra explicación propia.

Mientras cocinaba, Daniel tarareó unacancioncilla que a Alex le sonaba peroal principio no logró situar. Sedescubrió a sí misma canturreando conél a los pocos minutos. Sin dar signos de

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reparar en lo que hacía, Daniel empezóa cantar la letra.

—Guilty feet have got no rhythm…[1]

—¿Esa canción no es más vieja quetú? —preguntó Alex al cabo de unmomento.

Daniel pareció sorprendido.—Ah, ¿estaba cantando en voz alta?

Perdona, me sucede cuando cocino si nome concentro mucho en controlarme.

—¿Cómo es que te sabes hasta laletra?

—Para que lo sepas, a fecha de hoy,Careless Whisper sigue siendo unacanción muy popular en el circuito dekaraoke. Siempre la clavo en las noches

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ochenteras.—¿Te va el karaoke?—Eh, ¿quién ha dicho que los

profesores no sabemos montar unafiesta?

Se apartó de los fogones, con lacuchara cubierta de salsa todavía en lamano derecha, y la atrajo un poco haciasí con la izquierda. Bailó con ella dandouna vuelta en un abrazo suelto,apretando su áspera mejilla contra la deAlex mientras cantaba: «Pain is ah-allyou’ll find…»[2]. Después volvió a susfogones y siguió bailando sin moversedel sitio mientras cantaba con alegríasobre que nunca volvería a danzar otravez.

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«No seas idiota», dijo su mente aAlex mientras la sonrisa bobaliconavolvía a ganar terreno en su cara.

«Cierra el pico», respondió sucuerpo.

Daniel no cantaba como los ángeles,pero tenía una agradable tesitura detenor ligero y compensaba cualquierdefecto con su entusiasmo. Para cuandooyeron a los perros saludando a Arnieen la puerta, estaban los dos enfrascadosen un apasionado dueto de Total Eclipseof the Heart. Alex dejó de cantar deinmediato y se sonrojó, pero Daniel nopareció consciente ni de su cobardía nide la llegada de Arnie.

—I really need you tonight[3] —

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cantó a voz en grito mientras Arniecruzaba la puerta, negando con lacabeza. Su actitud hizo que Alex sepreguntara si Kevin sería una personamuy aburrida o si, cuando él y Arnieestaban allí solos, hablaban únicamentede trabajo.

Arnie no hizo ningún comentario.Cerró la puerta mosquitera y dejó que elaire templado del exterior se mezclaracon los olores del ajo, la cebolla y eltomate. Con oscuridad fuera y luzdentro, Alex tendría que acordarse decerrar la puerta exterior antes de queella o Daniel fueran a la parte de laestancia que sería visible para quienpudiera estar observando la casa.

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—¿Los perros han avisado de algo?—preguntó a Arnie.

—No. Los habríais oído si hubieranencontrado cualquier cosa.

Alex frunció el ceño.—No han dado la noticia.Alex y Arnie cruzaron la mirada. Los

ojos de Arnie se desviaron a la espaldade Daniel un momento y volvieron aella. Sabía lo que le estaba preguntandoy meneó la cabeza en respuesta negativa.No, no había hablado con Daniel deKevin y las posibles explicaciones parasu silencio. Los ojos de Arnie seestrecharon sutilmente; ese gesto parecíaser su única expresión física de estrés.

Por el bien de Arnie, tendrían que

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marcharse cuanto antes. Si alguienrelacionaba a Daniel y Alex con aquellacasa, Arnie correría peligro. Esperó queel hombre comprendiera que se llevasenla camioneta.

La cena transcurrió sin ánimos. HastaDaniel pareció contagiarse del espírituque imperaba. Alex decidió que lecontaría sus temores sobre Kevincuando volvieran a quedarse solos.Estaría bien concederle una noche másde sueño reparador, pero lo másprobable era que tuvieran que partirantes de que amaneciera.

Cuando hubieron terminado sin quesobrara un solo espagueti —Arnieecharía de menos ese aspecto de tener

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huéspedes, al menos—, Alex ayudó arecoger mientras Arnie iba a poner lasnoticias. La escaleta resultaba familiarde tan repetitiva, y Alex pensó que seríacapaz de recitarla al unísono con lapresentadora, sin fallar ni una palabra.Arnie no la había visto ya tres vecesaquel día y se sentó en el sofá.

Alex enjuagó los platos y se los fuepasando a Daniel para que los metieraen el lavavajillas. Un perro gimoteódesde el porche, probablemente Lola.Alex confió en no haberlos malcriadodemasiado por la tarde. Nunca habíacreído que le gustaran los perros, perocayó en la cuenta de que echaría demenos la cálida y amistosa aceptación

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de la manada. Quizá algún día, si Kevinseguía sano y salvo y el plan seguíasiendo factible, podría tener perro. Sisus alegres fantasías se hacían realidad,a lo mejor Kevin incluso le vendiera aLola. Posiblemente no fuese muypráctico…

Un trompazo sordo y rápidointerrumpió sus pensamientos. Un sonidoque no debería haberse producido.Mientras sus ojos giraban hacia Danielpara buscar un utensilio caído o unportazo de la alacena que explicara elruido, su mente ya estaba volando pordelante. Antes de que su cuerpo sehubiera realineado con el cerebro,estalló un poderoso aullido en el porche,

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acompañado de un feroz gruñido. Otrogolpe, poco sonoro en comparación conel escándalo de los perros, redujo elaullido a un gañido de sorpresa y dolor.

Alex derribó a Daniel mientras aúnestaba volviéndose hacia la puerta.Pesaba mucho más que ella, pero noestaba en una posición de equilibrio ycayó con facilidad.

—¡Chist! —siseó con fuerza en suoreja, y luego se arrastró sobre él hastael borde de la isla para mirar alrededor.

No veía a Arnie. Miró hacia la puertamosquitera y reparó en un agujeritoredondo que había aparecido en elcentro del panel superior. Aguzó el oídopara captar algo que no fueran los

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perros y el televisor, pero no llegabaningún ruido del lugar donde deberíaestar Arnie.

Tenía que haber sido un disparo adistancia, o los perros habrían vistollegar al tirador.

—¡Arnie! —exclamó con un susurroronco.

No hubo respuesta.Gateó hasta la mesa del comedor,

donde su mochila estaba apoyada contrauna pata de la silla en que se habíasentado. Sacó la PPK de su bolsa concierre hermético y la hizo resbalar porel suelo hacia Daniel. Ella necesitabasus dos manos.

Daniel pescó el arma cuando estaba a

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medio camino hacia la isla y se asomópor el borde. No había practicado conarmas cortas, pero a aquella distanciatampoco tenía gran importancia.

Alex se puso sus anillos y el cinturón.Daniel se incorporó al instante, con

los codos apoyados en la superficie dela isla. No parecía albergar ningunaduda sobre su capacidad como tirador.Alex fue agachada hacia la pared queseparaba el comedor del salón. Mientrasavanzaba, vio que la manecilladescendía…, pero no la estabamanejando una mano, sino una zarpanegra y peluda.

De modo que Kevin había decididono decantarse por los habituales pomos

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redondos no solo por motivos estéticos.Volvió a respirar mientras Einstein

irrumpía en la estancia, seguido de cercapor Khan y el rottweiler. Oyó losdoloridos jadeos y quejidos de Lola quellegaban desde fuera y apretó losdientes.

Mientras los perros se congregabanen silencio en torno a Daniel paraformar un escudo peludo, Alex se pusosus zapatos de combate y se metió elalambre de estrangular en un bolsillo ylas empuñaduras de madera en el otro.

—Da la orden —susurró a Daniel.El tirador ya estaría corriendo hacia

ellos, aunque tendría que estar atento alos perros. Si tenía la opción, cambiaría

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el fusil de largo alcance por algo quehiciera agujeros más grandes. A unosperros como aquellos había que hacerlesmucho daño para pararlos.

—¿«Protocolo de escape»? —susurróDaniel, inseguro.

Las orejas de Einstein temblaron. Dioun quedo ladrido que casi era uncarraspeo, fue al trote hasta el fondo dela cocina y gimió.

—Síguelo —ordenó Alex a Daniel,mientras ella cruzaba el espacio entre lapared y la isla a toda la velocidad que lepermitía su postura agachada.

Daniel empezó a levantarse pero,antes de que Alex pudiera decir nada,Einstein se lanzó hacia él y atrapó la

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mano de Daniel entre sus fauces. Tiró deDaniel para que volviera hacia el suelo.

—No te levantes —tradujo Alex en unsusurro.

Einstein los guio hacia la lavandería,como Alex había esperado, mientrasKhan y el rottweiler les guardaban lasespaldas. Al salir agachada del salónhacia el pasillo más oscuro, buscó aArnie con la mirada. Al principio solovio su mano, inmóvil, pero luego avistóuna salpicadura en la pared del fondo.Estaba claro que había materia grismezclada con la sangre, así que no teníasentido intentar llevárselo. Para Arnieya era demasiado tarde. Y, sin duda, eltirador tenía buena puntería. Todo

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buenas noticias.Einstein sorprendió a Alex al

quedarse a medio camino de lalavandería y dar un zarpazo a un armariodel pasillo. Daniel lo abrió y Einstein semetió de un salto y tiró de algo. Alex seestaba acercando despacio cuando unpesado montón de pelaje le cayóencima.

—¿Qué es esto? —bisbiseó Danieljunto a su oído.

Alex palpó el pelaje.—Creo que es un abrigo de piel…,

pero hay algo más. Pesa demasiado…Siguió palpando la prenda por las

mangas y encontró algo duro yrectangular bajo el pelo. Metió la mano

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por la manga, intentando comprender loque examinaba, y por fin sus dedos ledieron la respuesta. No creía que lohubiera entendido de no haber tenidoque sacar a Kevin de un Bat-traje hacíapoco.

Einstein tiró de otra masa densa depelo para que les cayera encima.

—Están forrados de kevlar —susurróAlex.

—Deberíamos ponérnoslos.Alex se apresuró con el suyo mientras

le buscaba el sentido. El kevlar teníalógica, pero ¿para qué querían aquelpelaje aparatoso? ¿Kevin habríaentrenado a los perros en plenoinvierno? ¿Era solo en previsión de que

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hiciera mal tiempo? ¿Podía llegar ahacer tanto frío por allí? Pero mientrastiraba de las mangas —cómo no,demasiado largas— para sacar lasmanos, vio que el abrigo de Daniel seconfundía tanto con el pelaje de Einsteinque no alcanzaba a distinguir dóndeterminaba uno y empezaba el otro.Camuflaje.

El abrigo hasta tenía una capuchaforrada de kevlar, que Alex se echósobre la cabeza. Ella y Daniel habíanpasado a ser solo otras dos siluetaspeludas en la oscuridad.

Einstein cruzó la puerta para perrosque había al fondo de la lavandería, conDaniel pisándole los talones. Alex sintió

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el calor de Khan muy cerca por detrás.Pasó al otro lado y vio que Einsteinvolvía a tirar de Daniel para agacharlocuando intentó quedarse en cuclillas.

—Arrástrate —le explicó.Fue un avance lento y frustrante. El

abrigo se volvía más pesado y calientecon cada metro que recorrían, y la gravase le clavaba como cuchillas en laspalmas y las rodillas. Cuando salieron ala hierba recortada empezó a dolermenos, pero su lentitud la impacientabatanto que apenas se dio cuenta. Al verque Einstein los llevaba hacia eledificio donde vivían los perros, temióque quisiera llegar a la camioneta quehabía hecho que Arnie moviera. Pero la

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camioneta no era muy buena escapatoria.El tirador podría estar manteniendo suposición, esperando a que alguienintentara salir conduciendo por el únicocamino. O quizá hubiesen variado elmétodo y el tirador trajera amigos parabarrer la casa y hacer salir a susvíctimas mientras esperaba.

Oyó a los perros en suscompartimentos del edificio de enfrente,ninguno contento con la situación.Habían recorrido tres cuartas partes dela distancia cuando otro impactorepentino levantó una nube de polvo ensu cara. Einstein dio un ladridocontundente y Alex oyó que un perro seseparaba de la pequeña manada desde

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detrás de ella, con un gruñido grave yapagado. Las fuertes pisadas y lazancada compacta le revelaron que teníaque ser el rottweiler. Otro impacto, másalejado, pero el gruñido no varió. Oyóalgo, quizá una maldición mascullada, yluego una ráfaga de balas escupidas porlo que sin duda no era un fusil defrancotirador. Alex tensó los músculos,incluso mientras se arrastraba tandeprisa como podía detrás de Daniel,esperando el inevitable sonido de losgañidos del rottweiler. No llegaron,pero el gruñido se esfumó. Las lágrimasle asomaron a los ojos.

Khan se puso en posición junto a ella,por el lado del tirador, y vio que

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Einstein estaba protegiendo del mismomodo a Daniel. Kevin había dicho quelos perros defenderían a Daniel con susvidas, y estaban demostrando que eraverdad. Seguramente irritaría a Kevinsaber que estaban haciendo lo mismopor ella.

Kevin. Bueno, había pasado a ser másprobable que estuviera vivo. Losinformativos no habían dejado de dar lanoticia porque la Agencia hubieraencontrado a Kevin, sino porque habíanconseguido localizar a Daniel.

Llegaron al edificio. Alex se arrastrócon gratitud a la ignota oscuridad. Losperros de dentro estaban gimiendo yladrando con inquietud. Luchando contra

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la pesada masa de pelo revestido, selevantó, sin erguir la espalda pero yacapaz de moverse más deprisa. Daniella imitó, con un ojo apuntado a Einsteinpor si lo instaba a agacharse de nuevo.Pero Einstein había dejado de prestaratención a Daniel. Él y Khan estabanenzarzados en una carrera por etapas alo largo de la hilera de compartimentos,parándose en cada perrera y luegolanzándose hacia la siguiente. Alprincipio Alex no supo si debía corrertambién, pero entonces comprendió loque hacían. Las perreras más cercanasse abrieron, y luego las siguientes.Kevin había enseñado a sus alumnosaventajados a abrir los compartimentos

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desde fuera.Los perros liberados callaron al

instante. Los dos primeros eran unapareja de pastores alemanes. Ambossalieron al galope por la puerta deledificio, en dirección norte. Antes deque se perdieran de vista, tresrottweilers pasaron corriendo junto aella y fueron hacia el sur. Los siguió undóberman solitario y luego un cuartetode pastores alemanes, cada grupo en unadirección distinta. Los perros empezarona salir del edificio tan deprisa que notardó en perder la cuenta. Pero debía dehaber más de treinta animales, aunquealgunos eran muy jóvenes. Una parte deella quería vitorear y gritar:

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«¡Destrozadlos, chicos!», mientras otraparte quería decirles que tuvierancuidado. Vio pasar corriendo a loscachorros de Lola y se le humedecieronlos ojos de nuevo.

En la oscura noche, alguien dio ungrito de pánico. Disparos y luegochillidos. Sus labios se tensaron en unasonrisa fugaz.

Pero no todo estaba yendo bien. Oyódisparos procedentes de otra dirección.Sin duda, eran varios atacantes.

—¿Pistola? —susurró a Daniel. Élasintió y la sacó de la cintura de susvaqueros para ofrecérsela, pero Alexnegó con la cabeza. Solo queríaconfirmar que no se le hubiese caído.

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Estaba sudando a mares bajo elgrueso pelaje. Se quitó la capucha y sesecó la frente con el antebrazo.

—¿Ahora qué? —murmuró Daniel—.¿Tenemos que esperar aquí?

Alex estaba a punto de responder quecomo «protocolo de escape» serviría depoco cuando regresó Einstein y obligó aDaniel a agacharse de nuevo. Alex bajóal suelo y siguió gateando a Einstein yDaniel por la misma puerta por la quehabían entrado. Khan seguía con ellos,cubriendo otra vez la retaguardia.Einstein los llevó hacia el norte, aunqueAlex no sabía de ninguna otraconstrucción que hubiera en esadirección. Iban a tener que arrastrarse

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mucho tiempo, comprendió, y ya teníalas manos muy rasgadas por los secostallos de hierba. Intentó protegerse laspalmas con los puños del abrigo, peroesa parte no estaba forrada y sirvió depoco. Por lo menos, había demasiadassiluetas peludas moviéndose en la nochepara que un tirador se fijara en cuatroque no atacaban. Echó la vista atrás,hacia la casa de la que se alejaban, y novio ninguna luz encendida. No habíanempezado a registrarla. Siguieronllegando ruidos de perros, gruñidoslejanos, los aullidos de los cachorros deLola y ladridos sueltos aleatorios.

Perdió la cuenta del tiempo,consciente solo de lo mucho que estaba

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sudando, de su jadeo ronco, del hechode que habían estado avanzando un pococuesta arriba desde el principio y Danielempezaba a perder fuelle y de que seestaba haciendo heridas y más heridasen las palmas de las manos, a pesar delabrigo. Pero no le pareció que hubieranavanzado tanto cuando oyó que Danielcontenía el aliento y vio que se detenía.Gateó hasta ponerse a su lado.

Era la verja. Habían llegado al límiteseptentrional del rancho. Buscó aEinstein, preguntándose qué deberíanhacer a continuación, y cayó en la cuentade que Einstein ya estaba al otro lado.El perro la miró y señaló con el hocicoel borde inferior de la verja. Alex palpó

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alrededor de donde le había indicado ydescubrió que la tierra se hundía bajo elalambre: lo que había tomado por unasombra era en realidad una angostazanja de roca oscura. Había espacio desobra para que pasara por ella. Sintióque Daniel le agarraba el tobillo paraorientarse. Cuando los dos hubieronpasado, se volvió para ver cómo Khanse metía con dificultades en el hueco.Torció el gesto, sabiendo que tenía queestar clavándose el borde de la verja enla piel, pero el perro no protestó.

Salieron al borde de un estrecho yrocoso barranco. Había sido invisibledesde la casa, oculto por el leve ascensodel terreno; Alex nunca habría pensado

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que las planicies que se extendían alnorte hacia Oklahoma tuvieran fin.Einstein ya estaba descendiendo entrelas rocas. Parecía recorrer un senderotenue y estrecho. Notó que Khan le dabaun empujoncito desde detrás.

—Vamos allá —susurró.Se irguió un poco hasta quedar de

cuclillas y, al ver que Einstein no poníaobjeciones, emprendió el descenso. Oyóque Daniel la seguía de cerca. Sí quecreyó entrever un camino, aunquetambién podía ser una trocha de caza. Lellegó un sonido nuevo en la penumbra,un suave runrún que le costó unossegundos reconocer. No se había dadocuenta de que el río pasara tan cerca de

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la casa.El barranco tenía solo unos cinco

metros de profundidad y, cuandollegaron al fondo, Alex supuso que seríaseguro enderezar la espalda. El aguafluía tranquila delante de ellos, en laoscuridad. Le pareció distinguir el ladoopuesto, porque el río era mucho másestrecho allí que a la altura del granero.Einstein estaba tirando de algo bajo unsaliente, donde el agua había erosionadola ribera y dejado una cornisa plana depiedra. Se acercó a ayudar y vio conalborozo que allí había un pequeño botede remos. Pensó que acababa deentender del todo el protocolo.

—Nunca volveré a hablar mal de tu

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hermano —farfulló atropelladamentemientras ayudaba a arrastrar el botefuera de su escondite. Si Kevin seguíacon vida, y si ella y Daniel superabanaquella noche, seguro que acabaríaincumpliendo la promesa, pero demomento la embargaba la gratitud.

Daniel fue a la otra punta de la barcay empujó. A los pocos segundos latenían en el agua, que se arremolinabaalrededor de sus pantorrillas. El abrigode Alex le llegaba mucho más bajo queel de Daniel y ya tenía el dobladillometido en el río. El pelaje absorbió elagua y se volvió más pesado a cadapaso que daba. Había más corriente dela que sugería la superficie tranquila, y

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se las vieron y se las desearon parasostener el bote mientras los perrossubían. El peso de Khan hizo bajar lapopa peligrosamente, así que los dos seauparon a proa junto a Einstein, primeroAlex mientras Daniel aguantaba laembarcación y después él de un salto. Labarca zarpó como una flecha reciéndisparada.

Alex se quitó el abrigo pesado yagobiante. No podría nadar con élpuesto, si llegaba el caso. Daniel laimitó al instante, bien porque se le habíaocurrido el mismo peligro, bien porqueconfiaba en que ella estuviera haciendolo correcto.

La intensa corriente los llevó a buen

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ritmo hacia el oeste. Alex dio por hechoque aquello formaría parte del plan,porque Kevin no les había dejadoremos. Unos diez minutos más tarde, elbote empezó a perder velocidad amedida que el río se ensanchaba en unrecodo. Sus ojos se habían adaptado losuficiente a la oscuridad para atisbar loque creía que era la orilla. La corrienteestaba llevándolos hacia la riberameridional, la misma de la que habíanpartido. Einstein estaba alerta en laproa, con las orejas muy tiesas haciaarriba y los músculos en tensión. Alexno estaba segura de qué buscaba, pero,cuando cruzaron alguna línea invisible,de pronto se arrojó al agua. Tenía la

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profundidad suficiente para obligarlo anadar, pero Alex no pudo discernir a quéprofundidad quedaba el fondo desde suspatas en movimiento. Einstein volvió lacabeza hacia ellos y dejó escapar ungañido.

Comprendiendo que sería buena ideasaltar antes de que lo hiciera Khan, Alexse lanzó al agua solo un segundo mástarde. El río le tapó la cabeza un instanteantes de volver a la superficie. Oyó doschapoteos por detrás, primero uno leve yluego otro enorme que envió una ola denuevo por encima de su cabeza. Khan laadelantó a nado, haciendo espuma conlas patas, e hizo pie solo un segundoantes de que los dedos de Alex rozaran

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el fondo arenoso. Se volvió y vio queDaniel luchaba contra la corriente parallevar el bote de madera a la orilla.Sabía que no podía ayudarle si estabademasiado profundo, así que vadeó ríoabajo y se reunió con él cuando seacercó más a la ribera. Asió la proa y éltiró desde el centro, agarrado al banco.Les costó poco tiempo llegar a la orilla,donde los perros estaban sacudiéndoseel agua de encima. Sacaron la barca tresmetros fuera del agua y entonces Daniella soltó y se miró las manos. Alex hizolo mismo y constató que la ásperamadera no había tratado nada bien suspalmas, ya heridas. La sangre goteabahasta el suelo desde las yemas de sus

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dedos.Daniel se limpió la mano derecha en

los vaqueros, dejando un rastro desangre, antes de rebuscar en la barca ysacar la pistola y algo más pequeño: unteléfono, que debía de ser el de Kevin.Daniel había tenido la previsión de nomojar ninguna de las dos cosas, lo queresultaba impresionante dada laconmoción y la presión que sufrían losdos. Por suerte, todo lo que Alexllevaba en la mochila iba en bolsasZiploc.

Escrutó rápidamente el rostro deDaniel. No parecía que fuese a venirseabajo, pero quizá el derrumbamientollegara sin previo aviso.

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Daniel recogió los abrigos y lossostuvo amontonados entre los brazos.Alex estuvo a punto de decirle que losdejara, pero entonces cayó en que elfuturo cercano incluiría la investigaciónde un asesinato. Mejor esconder todaslas pruebas que pudieran.

—Tíralos al río. Y la barca también—susurró—. No nos interesa que losencuentre nadie.

Sin vacilar, Daniel regresó a la orillay soltó los abrigos en la corriente.Gruesos como eran, les costó pocosaturarse y desaparecer hacia el fondo.Alex empezó a empujar el bote y Danielfue a tirar de él pendiente abajo. A lospocos segundos, se alejaba deprisa

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sobre el agua oscura. Alex sabía que enél estaban la sangre y las huellas deambos, pero con un poco de suerte sealejaría lo suficiente para que nadie lorelacionara con la casa de Kevin a lamañana siguiente. La embarcaciónparecía vieja y desgastada, muy pocovaliosa. Quizá quienes la encontraran latomarían por basura y actuarían enconsecuencia.

Alex se imaginó a Kevin y Einsteinmetidos en el agua roja a plena luz deldía, practicando el protocolo. Debían dehaberlo hecho muchas veces.Seguramente Kevin se molestaría alsaber que habían perdido su barca,valiosa o no.

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Ella y Daniel se volvieron hacia elinterior al mismo tiempo. Al momentovieron el granero, la única silueta alta enla lisa tiniebla. Mientras corrían haciaél, algo sólido y rectangular se alzó depronto ante su vista. Alex frenó,esperando que los perros reaccionaran,pero entonces sus ojos encontraron elsentido a la forma: era una paca de henode las del campo de tiro. Respiró hondopara calmar los nervios y siguiócorriendo.

Llegaron al granero y lo rodearon a lacarrera hasta las puertas frontales. Laslargas piernas de Daniel lo llevaron allíantes y ya tenía la cerradura abiertacuando Alex lo alcanzó. Abrió la puerta

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de un tirón, esperó a que entraran ella ylos perros y la cerró a sus espaldas.

Dentro estaba oscuro como boca delobo.

—Dame un segundo —susurróDaniel.

Alex apenas alcanzó a oír cómo semovía sobre el latido de su propiocorazón y el resollar de los perros.Hubo un tenue crujido y luego un quedogemido metálico. A su derecha titiló unasuave luz verde. Llegó a entrever lasilueta de Daniel, su mano iluminadapulsando un teclado brillante. Derepente, junto a él se produjo unalargado fogonazo blanco. Cuando seabrió del todo la grieta y el aire se llenó

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de más luz, vio lo que hacía. Estaba allado de una de las viejas carrocerías decoches, sostenidas sobre ladrillos.Había abierto la batería falsa eintroducido la contraseña de sucumpleaños para abrir el falso motor.Era el depósito de fusiles, que teníailuminación interior.

—Mete unos cuantos en el Humvee —le susurró. Lo más seguro era que nohiciera falta hablar bajo, pero nolograba obligarse a levantar la voz.

La luz bastaba para iluminar unespacio de unos cinco metros alrededorde Daniel en todas las direcciones. Losdos perros se quedaron junto a la puerta,mirando hacia fuera como si esperaran

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intrusos, expectantes y jadeando.Alex corrió hacia sus bolsas de lona y

retiró la vieja cubierta. Abrió lacremallera de la bolsa de abajo y sacóun par de guantes de látex que se puso enlas manos sanguinolentas. Cogió unsegundo par y los dejó colgando delbolsillo de sus vaqueros.

Cuando se volvió, Daniel ya habíapasado a la rueda hueca del tractor.Llevaba dos fusiles colgados a laespalda, y acunadas en el brazo dosGlock y la escopeta que Alex habíaechado de menos en la casa. Extendió elbrazo hacia la SIG Sauer con la que lahabía visto practicar. Quizá fuese nuevoen ese mundo, pero al parecer su instinto

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estaba a la altura.Alex tuvo que hacer dos viajes para

cargar sus bolsas en el vehículo ocultotras los fardos de paja. En el primero,entregó a Daniel los guantes al cruzarsecon él. Se los puso sin pedirexplicaciones. Alex comprobó conalegría que las luces interiores delHumvee estaban desactivadas. Despuésde transportar sus cosas, cargó lasgranadas pero prefirió dejar atrás loslanzacohetes: no estaba segura de lograraveriguar cómo se usaban sin terminarsaltando por los aires.

—¿El dinero? —le preguntó Danielcuando volvió a pasar a su lado.

—Sí, todo.

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Daniel actuó al instante y Alex tuvoun momentáneo y extravagante déjà vu.Trabajaban bien juntos, igual que cuandohabían fregado los platos.

Había equipamiento de kevlar. Alexse puso un chaleco y apretó las correashasta su límite, pero seguía quedándoleun poco ancho. El peso no eraabrumador, así que supuso que tendríaplacas cerámicas. Sacó otro paraDaniel. También vio un par de trajes debuzo de Batman, pero a ella le veníandemasiado grandes y Daniel tardaríademasiado en ceñirse uno. Sonrió alencontrar dos gruesas y pesadas gorrasde béisbol. Había oído hablar de ellaspero creía que solo las usaba el

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Servicio Secreto. Se puso una en lacabeza y llevó otra a Daniel junto con elchaleco.

Daniel se equipó en silencio, con elrostro decidido y pálido. Alex sepreguntó cuánto tiempo mantendría lacompostura. Con suerte, la adrenalinanatural le duraría hasta que salieran delapuro.

Se ató la correa de un cuchillo largo yfino al muslo, se puso un cinturón conpistoleras bajo el suyo de cuero y unsegundo al hombro antes de regresar alHumvee. Sacó una de las Glock y se laguardó en la cadera derecha. Metió laSIG Sauer bajo un brazo y su PPK bajoel otro. Por último, enfundó la recortada

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en su cadera izquierda.—¿Munición?Él asintió. Se había dejado su fusil

preferido colgado del hombro. Alex loseñaló con el mentón.

—Lleva eso encima y coge unapistola también.

Daniel recogió la otra Glock y lasostuvo en su mano enguantada.

—Tenemos que limpiar todo lo quehas tocado.

Antes de que hubiera terminado dehablar, Daniel ya se estaba moviendo.Levantó la lona que había cubierto lasbolsas de Alex y le arrancó dos tiraslargas. Le lanzó una y se dirigió hacia lacerradura, seguido de Einstein. Ella

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empezó por el primer coche que habíanabierto. No les costó mucho tiempofrotar todas las huellas. Había sangre enlas tiras de lona, así que las metiótambién en la parte de atrás del Humvee.

Se detuvo para escuchar un momento.No oyó más que la nerviosa respiraciónde los animales.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntóDaniel. Su voz sonaba tensa y con menorentonación de lo habitual, pero parecíaconservar el control—. ¿A esa casa tuyaen el norte?

Alex supo que su expresión fue dura,y posiblemente también aterradora, alresponder:

—Todavía no.

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Vas a volver —dijo Daniel con undébil susurro.

Alex asintió.—¿Crees que Arnie todavía podría

estar…?—No. Está muerto.El cuerpo de Daniel se inclinó casi

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imperceptiblemente en reacción a la fríacerteza de sus palabras.

—Entonces, ¿no deberíamos huir? Medijiste que, si venían a por nosotros,correríamos.

Tenía razón, y además estaba en supropia naturaleza correr.

Alex se preguntó si aquello sería loque sentían esas madres que salían enlas noticias porque habían podidolevantar un monovolumen para sacar asu hijo de debajo. Desesperadas ypresas del pánico, pero tambiénpoderosas como superheroínas.

Ella tenía su forma de hacer lascosas: planear, planear, planear, planearteniendo en cuenta todas las

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posibilidades y luego, cuando sucedierael desastre, ejecutar el plan que mejor sele ajustara. No actuaba por impulso. Noactuaba por instinto. No peleaba. Corría.

Pero esa noche no solo debíaprotegerse a sí misma. Tenía unmonovolumen que levantar.

No había plan, solo instinto.El instinto le decía que había en

marcha un ataque bien coordinado yserio, organizado por personas con másdatos de los que deberían tener. Daniel yella podían huir, pero ¿qué más lestendrían preparado los cazadores?Podría haber otra trampa.

Si podía averiguar quiénes eran y quésabían, su huida con Daniel tendría

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muchas más probabilidades de éxito.Y averiguar cosas era su

especialidad, a fin de cuentas.Atacar no lo era, pero eso también

significaba que no lo tendrían previsto.¡Si hasta ella se había sorprendido!

Los cazadores no sabían nada sobrela Batcueva, o habrían estado allíesperándola. No conocían los recursos alos que tenía acceso.

Si se paraba a pensar todo bienposiblemente cambiaría de opinión.Pero tenía alta la adrenalina e intentabatomar las decisiones correctas. No soloaquellas que los salvaran esa noche,sino las que siguieran salvándolos al díasiguiente y al siguiente. No podía

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decidir bien sin la informaciónsuficiente.

—Huir sería lo más seguro a cortoplazo —respondió.

—¿Y entonces?—Nunca he tenido una oportunidad

como esta, la de interrogar a un asesinoque han enviado a por mí. Cuanto mejorsepa quiénes son, más seguros estaremosen el futuro.

Transcurrió un segundo.—No vas a dejarme atrás —afirmó

Daniel sin expresividad.—No, necesito tu ayuda. Pero solo

con una condición.Él asintió con la cabeza.—Tienes que hacer exactamente lo

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que yo diga. Me da igual si te parecebien o no.

—Puedo hacerlo.—Y tendrás que quedarte en el coche.Su cabeza retrocedió una fracción de

centímetro y luego apretó los labios.—Exactamente lo que yo diga —

repitió Alex.Daniel asintió de nuevo, a

regañadientes. Alex no se quedóconvencida de que fuera a cumplir.

—Necesitaré que me cubras —leexplicó—, y el mejor lugar desde dondehacerlo es el Humvee. No puedesguardarme las espaldas si alguien tedispara. Muy bien, esto va a ponersefeo. ¿Podrás soportarlo?

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—He soportado cosas feas.—No como estas. —Guardó silencio

un segundo—. Yo diría que estos tíoscreen que vienen a por Kevin y a por ti.Es posible que yo esté muerta para susresponsables. Y, por tanto, tendré quehacer las cosas de forma distinta a loque es normal en mí. Solo puedo hacerlas cosas que Kevin haría. Tendrá queser a la vieja usanza y no podremosdejar ningún superviviente.

Daniel tragó saliva pero asintió denuevo.

—Vale, pues ponte las gafas de visiónnocturna. Conduces tú.

De verdad deseaba que Daniel notuviera que ver lo que iba a suceder, no

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tuviera que verla a ella actuando comoiba a tener que actuar, pero ya no habíaforma de evitarlo.

Mientras sacaban el vehículodespacio por la puerta del granero, conlos perros en la parte de atrássilenciosos salvo por su pesadarespiración, Alex se sintió cambiar,prepararse. Aquello iba a ponerse feo ytambién muy, muy sucio. Si no laderribaban antes a ella, claro.

Sacó una jeringuilla pequeña de unabolsa de su mochila. Era la última, pero,si no la usaba, quizá no viviera paranecesitarla otra vez.

—¿Confías en mí? —preguntó aDaniel.

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—Sí. —Lo dijo de una forma queañadía un peso infrecuente a la sencillaafirmación.

—Solo me queda esta dosis, así quetendremos que compartir aguja, comolos yonquis. Yo estoy limpia, te loprometo.

Se clavó la aguja en la pierna ypresionó el émbolo hasta algo menos dela mitad. Daniel era más corpulento queella.

—¿Qué es? —preguntó nervioso.Se había olvidado. No le gustaban las

agujas.—Una síntesis de dextroanfetamina y

un opiáceo. Viene a ser como adrenalinacombinada con analgésicos. Te ayudará

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a seguir adelante si te disparan. —Omitió añadir: «A no ser que te disparenen la cabeza o el corazón».

Daniel asintió y se esforzó enmantener la mirada al frente mientrasAlex le pinchaba en el muslo a través delos vaqueros. No arrugó el gesto. Alexle metió el resto de la disolución en elcuerpo. Podría llegar a durar hastatreinta minutos, como máximo.

—¿Qué tal ves?—Sorprendentemente bien.—¿Podemos acelerar?Daniel dio gas por respuesta.—Cuando llegues al sitio —ordenó

Alex—, pasa al asiento de atrás y abreesas ventanillas pequeñas. Dispara a

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cualquier ser humano que no sea yo.Deberías distinguirme sin problemas,porque seré mucho más pequeña quecualquiera que veas.

Los labios de Daniel volvieron aapretarse.

—Y te quedas aquí pase lo que pase,¿entendido?

Un asentimiento.—¿Vas a tener algún problema con

disparar a esa gente?—No —se obligó a decir Daniel, y

apretó la mandíbula.—Bien. Si algo va mal, si se te

encasquilla el arma o si alguien se meteen el Humvee de algún modo, o lo quesea, tira una granada por la ventana.

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Será la señal de que necesitas ayuda.¿Sabes cómo se lanza una granada?

—¿Cuál es tu señal?—¿Qué?—Si necesitas que te ayude, ¿cuál es

tu señal?—Mi señal es quédate en el coche,

Daniel. ¿La granada?—Creo que sí —gruñó él.—Esto puede ir para largo, así que no

te impacientes. No empezaré ainterrogar a nadie hasta que el lugar noesté asegurado. Ah, y quítate las gafasnocturnas antes de lanzar granadas, ocierra los ojos. Cuidado con losfogonazos, que te cegarán.

—Entendido.

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De pronto sonó un teléfono.Daniel saltó en su asiento y se dio en

la cabeza contra el techo bajo.—¿Pero qué leches…? —gritó Alex.—Es el móvil de Kevin —dijo

Daniel, palpándose el chaleco a ladesesperada con la mano derecha. Sacóel teléfono de un bolsillo con velcropara guardar munición. Alex se lo quitómientras intentaba manejarlo.

En la pantalla brillaba un númerodesconocido para ella. Pulsó el botón derespuesta.

—¿Danny? —le ladró Kevin al oído.—¡Muy mal momento, Beach! ¡Luego

te llama!—¡Pásamelo, pedazo de…!

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Alex colgó y apagó el teléfono.—No te desconcentres. Ya llamarás

cuando hayamos terminado.—No hay problema.Así que Kevin estaba vivo. Supuso

que era una buena noticia. Solo quealguien iba a tener que decirle que todolo que había preparado para su vidafuera de la Agencia ya no existía y suamigo estaba muerto.

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntóDaniel—. Cuéntame el plan para quesepa en qué fijarme.

—Vas a echar el portón abajo con elHumvee, si lo han cerrado. Eso atraerásu atención. Cambiaremos los detallesdel plan si nos esperan más de cuatro.

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Aceleras hasta la casa y giras a laderecha dejando expuesto tu lado delvehículo. Si son cuatro o menos, reducespero no paras. Yo bajaré en marcha. Conun poco de suerte, seguirán centrados enti. Adelantas unos metros y luego echasel freno y te pones a disparar. Yo atacarédesde el lateral. Tú dispara a matar. Yointentaré inutilizar a alguno con el quepueda hablar luego. Confío en quetambién haya alguien desmayado en micuarto de arriba. Me llevaré a Einsteinpara que no me ataquen los otros perros.Khan se queda contigo. Si se hacenfuertes en la casa, volveré y entraremosa través de la pared.

—Ya veo el portón. Está abierto.

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—Písale hasta la casa.Daniel aceleró.—¡Luces! —exclamó él en el mismo

instante en que Alex pudo verlas. Habíafocos en el camino moviéndose haciaellos, acercándose muy deprisa.

—¡Fuera gafas! Cambio de plan.Dales. Duro. Vuélcalos si puedes.Agárrate bien y no pierdas el control delcoche.

Se agarró al salpicadero con unamano y a su asiento con la otra. Danielse subió las gafas a la frente y pisó elacelerador a fondo. Alex deseó quehubiera alguna forma de asegurar a losperros. Iban a notar el golpe.

El otro coche no reaccionó a su

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embestida hasta el último segundo, comosi sus ocupantes hubieran estadomirando atrás y no adelante. O quizá,con las largas y las luces de posiciónapagadas y la pintura negra mate, elHumvee era casi invisible en plenanoche.

Era un monovolumen de mediotamaño, blanco. Cuando los vio, suconductor giró hacia la derecha de Alex.Daniel hizo un giro brusco a la derechay el Humvee se estrelló contra el ladodel copiloto del monovolumen con unensordecedor chirrido de metaldesgarrado y el explosivo estallido delcristal al hacerse añicos. Los perrossalieron despedidos hacia delante y

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Khan se estampó contra los respaldosdel conductor y el copiloto con unestruendo de tintineos y tañidosmetálicos. La cabeza de Alex latigueóhacia delante y le faltaron escasoscentímetros para dar contra elsalpicadero antes de que el cinturón deseguridad la retuviera. El monovolumenvoló unos pocos metros, estuvo unsegundo dando tumbos sobre dos ruedasy por fin colisionó sobre el lado delconductor contra el suelo. El faro dellado del copiloto estalló con otraexplosión de cristal. Khan y Einsteingimieron al caer de nuevo al suelo.

—¡Otra vez! —vociferó Alex.Daniel empotró el morro del Humvee

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contra los bajos del monovolumen. Elmetal protestó y chirrió. El vehículoblanco resbaló por el patio llano comosi no pesara más que una caja de cartón.Alex comprendió que no podríanhacerlo rodar. No había nada contra loque empujarlo, solo la interminablehierba.

—Cúbreme —dijo, y le quitó lasgafas de la cabeza—. Usa la mirillanocturna del fusil. ¡Einstein, conmigo!

No esperó respuesta. Bajó delHumvee antes de que se hubieradetenido del todo. Las garras de Einsteinle rasparon por detrás los vaquerosmojados cuando se apresuró a seguirla.Tenía que actuar deprisa, antes de que

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los hombres del coche se recobraran delimpacto. Antes de que sus armasautomáticas volvieran a entrar en juego.

Corrió derecha hacia el parabrisas,sosteniendo la Glock con las dos manos.Disparaba mejor con la SIG Sauer, peroaquello iba a ser a muy corta distancia yquizá luego quisiera soltar el arma.

A través de las gafas lo veía todo conuna claridad increíble, en un vivo verdede vibrante contraste. El faro del ladodel conductor seguía encendido peroenterrado en el suelo, y solo emitía untenue resplandor neblinoso entre elpolvo que habían levantado. El marcodel parabrisas estaba vacío del todo yvio a dos hombres en los asientos

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delanteros y dos airbags desinfladosdespués del primer choque, colgandopor encima del capó. El conductor erauna masa sanguinolenta. Tenía lacoronilla apretada con fuerza contra elmarco de su puerta y el cuello torcido enun ángulo imposible. Le vio un ojoabierto, que la miraba sin verla. Parecíajoven, de veintipocos, y tenía la tezrubicunda, el pelo claro y la clase deanatomía hiperdesarrollada que chillabaal cielo: «¡Esteroides!». Hasta ahí,podría haber sido un agente, pero todolo demás estaba mal. El pelo debía demedirle como unos veinte centímetros, yllevaba un ostentoso pendiente dediamante en el lóbulo que quedaba a la

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vista. Alex concluyó que sería músculoa sueldo. No parecía de los que tomabanlas decisiones.

El pasajero se movía, bamboleandoconfuso la cabeza como si estuvieravolviendo en sí. Era mayor que el otro,quizá sobre los treinta y cinco, moreno ycon una tupida barba de tres días,fornido por el centro como lo están aveces quienes levantan pesas de lasserias. Seguro que de pie sería un toro.Llevaba un traje lustroso y a medida,que parecía poco adecuado para aqueltipo de operación pero cuyo estilo lesonaba bastante. Seguía en su asientocon el cinturón puesto y quedaba más omenos al nivel de los ojos de Alex. Se

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acercó deprisa a él y le apretó el cañónde su pistola contra la frente, echandouna mirada rápida abajo para ver quéhacían sus manos. Las tenía vacías ylaxas.

—¿Estás al mando? —preguntó conbrusquedad.

—¿Eh? —gimió él.—¿Quién es tu jefe?—Accidente. Hemos chocado, agente

—le dijo el hombre, parpadeando en laoscuridad. Sus ojos daban la sensaciónde estar un poco desincronizados.

Alex suavizó su actitud, bajando elarma y moderando el tono.

—La ayuda está de camino. Necesitosaber cuántos sois.

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—Eh…, seis…De modo que quedaban otros cuatro,

que en esos momentos estaríandirigiéndose al sonido del impacto. Porlo menos los perros empezaban acongregarse a su alrededor, todos ellosen modo silencioso gracias a lapresencia de Einstein. Se preguntó si lahabrían recordado en caso de ir sola.

—¿Señor? —dijo Alex, tratando deimaginar cómo hablaría un policía a unaccidentado—. ¿Dónde están los otros?

—Autoestopistas —respondió elhombre, mientras sus ojos empezaban amoverse con más aplomo—. Los otrosson autoestopistas. Hemos recogido acuatro hombres y los hemos dejado aquí.

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Y han salido perros, un montón deperros locos atacándonos. Creía queiban a reventarnos los neumáticos adentelladas.

Iba recuperando el control,exponiendo su historia con más cuidado.Apretó un puño y luego lo destensó.Alex levantó la pistola de nuevo y fijó lamirada en las manos del hombre.

—¿Esos… autoestopistas han salidoheridos en ese ataque?

—Creo que sí. Puede que dos deellos. Los otros se han metido en lacasa.

Por lo que esperaba que solo hubierados más. Pero ¿aquel tipo sería elcabecilla? Tenía la edad correcta, pero

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Alex había aprendido algunas cosasdurante su estancia en Chicago. Por logeneral, en un golpe orquestado, los quese quedaban en el coche eran los últimosmonos. El conductor era secundario. Laestrella del espectáculo sería a quienhabían contratado, el que tenía lashabilidades necesarias.

—Creo que necesito un médico —suplicó el hombre.

—Viene una ambulancia de camino.La luz del faro que conservaba el

monovolumen estaba bloqueada casi deltodo por la espesa hierba y el polvo quese aposentaba, pero había la suficientepara que los ojos del hombre empezarana ajustarse. Alex los vio abrirse al

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reparar en que tenía una pistola en lacara.

Se llevó una mano a la chaqueta. Alexle disparó en el hombro derecho, porqueno quería apuntar a la mano yarriesgarse a atravesarla y encajar labala en algún órgano vital. Aún no habíaterminado con él.

El matón chilló y su brazo derecho sesacudió en un doloroso espasmo,salpicando a Alex de sangre en el cuelloy la barbilla. La pistola que buscaba leresbaló de entre los dedos, cayó a lacara de su compañero muerto, rebotócontra el coche y luego en el zapato deAlex. Sabía que no sería su única arma,por lo que apuntó bajo y le atravesó la

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palma de la mano izquierda.El hombre aulló de nuevo y forcejeó

con el cinturón de seguridad como siintentara abalanzarse sobre ella a travésdel marco del parabrisas. Le pasabaalgo en las piernas, no lograba el apoyoque buscaba.

La acción había alborotado a losperros, que se habían puesto a rugir sinexcepción. Einstein se lanzó hacia ellado derecho del vehículo, que en esosmomentos estaba arriba. Apoyó laszarpas en el marco de la ventanilladesaparecida, metió el cuello en elmonovolumen y cerró sus inmensasfauces en torno al hombro del matón,donde Alex acababa de disparar.

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—¡Quítamelo! ¡Quítamelo! —chillóel hombre, despavorido.

Alex aprovechó la distracción paracoger el arma que había caído junto a supie. Era una 38 barata, con el seguroquitado.

—¡Einstein, control! —ordenó Alexmientras se enderezaba. Era la únicaorden que recordaba aparte de«Protocolo de escape» y «Relaja», y laque más se acercaba de las tres a lo quequería. Einstein soltó el hombro peromantuvo los dientes muy cerca de lacara del hombre y le salpicó la piel desaliva ensangrentada.

—¿Quién eres? —chilló el hombre.—Soy quien hará que este animal te

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arranque la cara si no me dices lo quequiero saber en los próximos treintasegundos.

—¡Apártalo de mí!—¿Quién está al mando?—¡Héctor! ¡Nos ha traído él!—¿Dónde está?—¡En la casa! Ha entrado y no ha

vuelto a salir. Ángel ha entrado despuésy tampoco ha salido. ¡Los perros estabana punto de arrancar las puertas delcoche! ¡Íbamos a largarnos!

—¿Quién tiraba con el fusil defrancotirador? ¿Héctor?

Einstein hizo entrechocar los dientes aescasos centímetros de la nariz delhombre aterrorizado.

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—¡Sí! ¡Sí!Nunca se le había ocurrido utilizar

animales para los interrogatorios, peroEinstein era un recurso de lo másefectivo.

—¿Héctor iba a ocuparse de matar?—¡Sí!—¿Quién era el objetivo?—¡No lo sé! Teníamos que llegar en

coche y disparar a cualquiera queintentara marcharse.

—¡Einstein, a por él!No fue su mejor improvisación. Los

ojos de Einstein se desviaron hacia ella,con aire confundido. Al hombre delmonovolumen no le importó.

—¡No, no! —berreó—. ¡Lo juro,

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Héctor no nos lo ha dicho! ¡Esosmatones puertorriqueños nunca cuentannada a los extraños!

—¿Cómo habéis encontrado estesitio?

—¡Héctor nos ha dado lasdirecciones!

¿Plural?—¿Más de una?—¡Había tres casas en la lista! Antes

hemos ido a otra. ¡Héctor ha dicho queno era la buena!

—¿Qué hicisteis allí?—Héctor entró. A los cinco minutos,

salió y nos dijo que fuéramos a lasiguiente.

—¿Es todo lo que sabes?

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—¡Sí! ¡Sí! ¡Todo!Alex le disparó dos veces en la

cabeza con su propia pistola.En su mente corría una cuenta atrás.

No sabía cuánto tiempo les habíallevado liberar a los perros, flotar ríoabajo y cargar el Humvee. No sabía enqué momento había entrado Héctor en lacasa ni cuánto había tardado en llegar asu cuarto. Lo que sí sabía era que labombona presurizada de gas que habíadejado armada allí seguiría liberandolos productos químicos que conteníadurante unos quince minutos después deque alguien abriera la puerta. Cuando sucontenido se agotara, Alex tendría quizátreinta minutos más, según el tamaño de

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la persona, antes de que su presavolviera a levantarse. Iba a ir muy justo.

Subió de un salto al Humvee ysostuvo la puerta abierta para queEinstein pudiera trepar sobre ella.Devolvió las gafas a Daniel después deechar un breve vistazo a su cara antes dequedar ciega de nuevo. Solo alcanzó aver que estaba tenso.

—Llévanos a la casa. El mismo plande antes si sale alguien. Para a unadistancia suficiente para ver los ladosde la casa y vigila por si alguien larodea.

—Los perros me avisarán si ven algo.—Cierto —aceptó Alex. Las ventajas

de la manada iban más allá de lo que

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había anticipado.Sacó la PPK y enfundó la Glock en su

lugar. Se guardó la 38 en el cinturón,metió la PPK en la bolsa que había a suspies y hurgó en ella para sacar al tactolas cosas que necesitaba. Reemplazó lagorra a prueba de balas por la máscaraantigás, se la ajustó deprisa sobre lanariz y la boca, enroscó el filtro y luegosacó otras dos bombonas presurizadas,bridas, unos finos guantes tácticos y sucajita de pendientes, todo lo cual guardóen los bolsillos del chaleco. Por último,sacó una pesada cizalla y se la pasó porel cinturón al lado de la pistolera vacía,con una agarradera dentro y la otrafuera. Aunque la cizalla era compacta,

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seguía colgándole hasta la rodilla. Leestorbaría un poco al moverse pero, sitodo salía como esperaba, iba anecesitarla.

No tenía tiempo de pensar en lo quepodría estar procesando Daniel en esosmomentos, en cómo podría sentirse anteel hecho de que Alex acabara de matar aun hombre indefenso.

La casa apareció delante, con todaslas ventanas visibles de la planta bajailuminadas. Las de arriba estabandemasiado bien cubiertas para que Alexpudiera distinguir si tenían las lucesencendidas o no.

—¿Ves a alguien?—Un cuerpo… por allí. —Daniel

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señaló hacia el edificio de los perros.—Tenemos que asegurarnos de que

esté muerto. —Aún había tres hombresen paradero desconocido. Cuantosmenos quedaran respirando, másprobabilidades tenían.

—Estoy bastante seguro de que sí.Parece que… está en más de una pieza—dijo con un pequeño temblor en lavoz.

A ella no le tembló.—Bien.No veía a nadie cerca de la casa. Por

lo visto, no eran tan idiotas como parasalir corriendo a ver qué pasaba. No sedestacó ninguna silueta en las ventanas.Habrían apagado las luces si fuesen a

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disparar desde alguna. Quizá arriba…,pero las ventanas estaban tan biencubiertas que ni siquiera habría sabidodecir dónde estaban exactamente. O talvez hubiera una persiana subida yalguien observándolos desde unahabitación a oscuras.

—¿Ves las ventanas de arriba?—Parecen todas cubiertas —le dijo

Daniel.—Vale, empieza a aflojar. Dos

segundos después de que hayamossalido, para y prepárate para disparar.

Daniel asintió.—Entendido.—Einstein, ven aquí. Preparado.Daniel giró el volante hasta que su

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lado quedó encarado hacia las luces dela casa. Alex esperó ser invisible en laparte oscura del vehículo. Abrió lapuerta y se dejó caer a la hierba dedebajo, que se mecía despacio. Intentóreproducir el movimiento que habíavisto en centenares de películas: cayó derodillas y rodó a un lado mientrasEinstein saltaba por encima de ella.Estaba segura de haberlo hecho mal,pero no sabría cuánto hasta que se lepasara el «Sobrevive».

Había olvidado decirle a Daniel quecerrara la puerta y echara todos losseguros, pero era de sentido común yaquella noche parecía pensar conrapidez. Quizá fuera la genética de

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nuevo, quizá estuviera hecho parasituaciones como aquella, como suhermano. En cualquier caso, si alguienintentaba meterse en el coche, Khan loestaría esperando. Podía imaginarsecómo se sentiría alguien que ya hubierasufrido el acoso de docenas de perrosde ataque si de pronto se encontrara caraa cara con Khan, en terreno elevado y aoscuras. Era imposible que no leafectara a la puntería y el tiempo dereacción.

Aunque llevaba puestos los guantes,arrastrarse por la grava habría sido unsuplicio si no se hubiera drogado.Mientras se alejaba a toda prisa delHumvee, oyó las patas de su manada

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acercándose sobre el matorral seco, nosolo Einstein sino las decenas de otrossupervivientes. Nunca había tenido unapoyo como aquel. Si había unfrancotirador arriba, le costaríadistinguirla entre la masa.

Llegó al porche y se quedó agachadaa su lado. El Humvee ya se habíadetenido y oyó el portazo. Un débilgemido muy cerca de su cabeza dejóparalizada a Alex. Llegó de nuevo elquedo gimoteo. No era un sonidohumano.

Se encaramó al porche, rodó pordebajo de la barandilla y se quedóacuclillada, bajo la altura de lasventanas. Lola estaba allí, hecha un

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ovillo en la esquina más alejada. Alexsabía que, incluso estando herida, Lolahabría dado la alarma si hubiera habidootra persona cerca. Gateó hacia la perray sus manos enguantadas resbalaron enun rastro de sangre. Lola levantó lacabeza unos centímetros e hizo un débilmovimiento de cola.

—Todo saldrá bien, Lola. Vuelvoenseguida. Tú aguanta, ¿eh?

Acarició una vez las orejas de laperra, que jadeó con suavidad.

Einstein la esperaba entre lassombras, al lado de la puerta. Alexgateó hacia él.

—Quédate con Lola, Einstein.Alex no logró interpretar la mirada

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que le dirigió el perro. Confió en que loentendiera. En esa ocasión, tenía queentrar sola.

Si sobrevivía aquella noche, no iba aparar hasta encontrar una máscaraantigás para perros.

Alex se quedó agachada un momentojunto a la puerta para ponerse lospendientes con cuidado. Delicados yelegantes, no casaban lo más mínimocon su equipamiento militar, pero notenía tiempo de preocuparse por lasapariencias y la situación podía muybien volverse física. Sacó la bombonamás grande del bolsillo frontal de suchaleco, abrió la puerta y la arrojódentro.

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No hubo reacción. No hubo gritos nipasos en retirada mientras el gas llenabala sala. Esperó dos segundos, se irguió amedias y cruzó agachada la puerta con laGlock en la mano derecha y la recortadaen la izquierda. Tendría menos punteríacon la izquierda, pero no le hacía faltacon un arma como aquella, al menos acorta distancia.

No se molestó en registrar la plantabaja. Si alguien trataba de atacarla enlos siguientes cinco minutos sin llevarmáscara antigás, caería inconscienteantes de poder hacer nada. Compuso lahistoria en su mente mientras avanzabahacia la escalera. Héctor había entradobuscando a Daniel o a Kevin o a los

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dos. Si había entrado solo, no esperaríaencontrar a más de dos personas. Al vera Arnie muerto, creería que era unocontra uno. Aun así, tenía que confiarmucho en sus capacidades para entrarsin refuerzos.

Habría tenido que registrar todas lashabitaciones de la planta baja. Luegohabría probado en las puertas de arriba.

Alex ya había subido la mitad de losescalones. La neblina que surgía de labombona de abajo era densa y noascendía con ella. Mirando arriba, vioque la puerta de Daniel estaba abierta, ytambién la del cuarto de baño. Llegabaluz desde el fondo a la derecha. Solopodía ser su cuarto trastero.

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Enfundó la escopeta, subió con pasolento y postura baja, apoyó los codos enel último escalón y se asomó por el finalde la barandilla.

Había un hombre caído en el pasillo,vestido con resistentes pantalonesnegros y botas de combate. Tenía lacabeza y los hombros apoyados en otrojuego de piernas que salían de lahabitación de Alex, con pantalonessimilares pero zapatillas negras en vezde botas.

Héctor sería el del suelo de suhabitación, si el hombre del traje habíadescrito bien lo sucedido. Seguramentehabría abierto la puerta, encendido laluz y caído al suelo. A los pocos

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minutos, Ángel habría llegado para versi necesitaba ayuda, habría visto suspiernas y se habría acercado poco apoco, arma en mano y pegado a la pared,hasta que el gas pudo con él.

No tenía ni idea de cuánto llevabaninconscientes.

Hasta el momento, el hombre del trajehabía sido bastante sincero con ella. Esole dio la confianza suficiente paraguardar la Glock en su pistolera yempezar. En primer lugar, cogió lapistola que halló en manos del primerhombre y la tiró por la barandilla al pisode abajo. Tenía otra pistola metida en lacintura de los pantalones, por detrás,que también salió volando por encima

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de la barandilla. No tenía tiempo pararegistrarlo mejor. Deseó poderinyectarle algo que lo mantuvieratranquilo, pero al contrario que el gas,que desaparecería de su cuerpo en lasiguiente media hora, la sedaciónprolongada dejaría rastros en su torrentesanguíneo que la delatarían a cualquieraque sospechara de su presencia allí.Embridó las manos del hombre pordetrás de su espalda y luego los tobillos.

Héctor era más menudo que Ángel,cuyo aspecto era parecido al rubio delmonovolumen salvo por la coloración:tanto Héctor como Ángel tenían el pelomoreno, como había esperado por laexplicación que le había dado el del

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traje. Héctor tenía una altura mediasiendo generosos, era delgado y estabaen forma, pero no de un modo queresaltara en la calle. Iba afeitado y notenía marcas en la piel, al menos queella pudiera ver. Llevaba una camisetade deporte negra de manga larga. Ángeltenía tatuajes en tres dedos y otro a unlado del cuello. Héctor era más listo. Siibas a ganarte la vida como sicario, eramejor mimetizarse, evitar característicasque cualquier testigo pudiera describirsin dificultades al dibujante de retratosrobot.

A unos centímetros de la mano deHéctor había una Magnum enorme consilenciador. Llevaba el fusil de

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francotirador en una correa a la espalda.Sacó el cargador del fusil, cogió lagigantesca pistola y los sacó al pasillopara tirarlos también por encima de labarandilla. Oyó sus golpes contra ladura madera de abajo. Uno de los doscayó antes sobre otra arma desechadacon un tintineo.

Alex volvió para atar a Héctor.El cuerpo tendido en su cuarto

trastero ya no estaba.Arrancó la escopeta de su pistolera y

pegó la espalda a la pared contigua a lapuerta. No había ningún sonido. Elhombre tendría que salir por la puerta.Cuando lo hiciera, le dispararía. Hastael asesino más experto se quedaría

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incapacitado si le volaba las piernas.Cuando hubo movimiento, no fue en la

puerta. Ángel empezó a retorcerse,gimoteando en español. En la fracciónde segundo que se distrajo Alex, unasombra se despegó del cuerpo de Ángely se abalanzó sobre ella. Le separó laescopeta de las manos y las envió aambas con fuerza hacia el suelo. Alex sepreparó para el golpe mientras aúnforcejeaba con las manos que intentabanquitarle la pistola de la cintura. Héctortenía las manos más fuertes que ella,pero entonces llegó el golpe y, con él, sehicieron añicos las diminutas ampollasde cristal.

Alex sintió que el gas le abrasaba la

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piel expuesta del cuello alrededor de labase de la máscara, y supo queparecería quemada por el sol duranteunas horas, pero tenía los ojos y lospulmones protegidos.

Su atacante no estaba tan bienpreparado. Se asfixió y sus manosvolaron por iniciativa propia hacia sugarganta y sus ojos cegados. Alex rotóhacia él con la 38 ya desenfundada ydisparó, apuntando a la rodilla. Le dioen el muslo izquierdo.

El hombre cayó hacia ese lado y topócontra Ángel, que ya se revolvía contodas sus fuerzas, tratando de partir lasbridas de sus muñecas. Eran unasataduras resistentes, pero él era fuerte.

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No podía enfrentarse a los dos. Iba atener que decidirse. Y deprisa.

La cabeza de Ángel era lo que máscerca tenía. Le disparó dos veces en lacoronilla. El movimiento cesó.

Héctor jadeaba y se frotaba los ojosal tiempo que intentaba alejarse rodandode ella hacia la escalera. Alex corriótras él, sin separarse de la pared paraque no pudiera alcanzarla aunque Héctoraún no tuviera el control suficiente paraintentar asirla. Sacó la cizalla delcinturón y le dio un porrazo con ella enla nuca. Sus convulsiones se detuvieronal instante.

De nada habría servido todo eseesfuerzo si lo había matado, pero tenía

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que asegurarlo antes de podercomprobar siquiera si tenía pulso.

Por si acaso, le metió otra bala en larodilla izquierda y luego tiró la 38 porencima de la barandilla. Total, solo lequedaba una bala. Usó más bridas paraatarle la pierna derecha, la sana, alpasamanos por el tobillo y la rodilla, yluego el brazo derecho por la muñeca yel codo. Con la pierna izquierda él nopodría hacer gran cosa. A falta demejores opciones, le ató la manoizquierda a la gran bota negra de Ángel,cuya forma inerte debía de pesar almenos ciento veinte kilos. Era mejor quenada. Tocó la muñeca de Héctor yconfirmó con una leve satisfacción que

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tenía un pulso regular. Estaba vivo. Parasaber si conservaba la función cerebralhabría que esperar.

Decidió duplicar las bridas, por si lasmoscas. Mientras cerraba la segunda entorno a la bota de Ángel, captó elcambio en la respiración de Héctor alvolver en sí. No gritó, aunque tenía quedolerle horrores. Mal asunto. Alex habíainterrogado a otros soldadosencallecidos con buen control de sureacción al dolor y costaba muchodoblegarlos.

Pero esos hombres habían sido lealesa sus compañeros o sus misiones. Encambio, estaba segura de que Héctor eraun mercenario. No debería nada a la

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gente que le había encargado el trabajo.Se apartó un poco aferrando la Glock

con las manos, para ver cómo respondíasu sistema de contención. Estabademasiado oscuro. Se irguió yretrocedió hacia el cuarto de baño, sinapartar los ojos de la figura tendida.Palpó a su espalda hasta encontrar elinterruptor y lo accionó.

Héctor tenía la cara vuelta hacia ella.Sus ojos oscuros, aunque seguíananegados, tenían un enfoque intenso. Sucara no reflejaba nada del dolor queestaba sintiendo. Era una miradadesconcertante, aunque por lo demástenía uno de los rostros más corrientesque Alex había visto jamás. Unos rasgos

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insulsos, sin nada que destacara. No eraatractivo pero tampoco era feo. Tenía eltipo de cara que sería muy difícil elegiren una ronda de reconocimiento.

—¿Por qué no me has matado? —preguntó el mercenario, con voz rasposapor los productos químicos. Aparte deeso, no había en ella nada digno demención. No tenía ningún acento. Podríahaber sido presentador de informativos,porque nada en su tono revelaba dedónde procedía.

—Quiero saber quién te contrató. —La voz de Alex salió ronca y un pocodistorsionada por la máscara. Sonaba unpoco menos humana. Confió en que lodesorientara.

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Él asintió una vez, como para símismo. Alex atisbó levísimosmovimientos en sus manos al poner aprueba sus ataduras.

—¿Por qué debería decirte nada? —No lo preguntó furioso ni desafiante.Sonó más bien a curiosidad.

—¿Sabes quién soy?El hombre no respondió ni alteró la

expresión.—Pues ese es el primer motivo por el

que deberías decirme lo que sabes,porque quienquiera que te enviase no tedio la información que necesitabas paracumplir con éxito. No te prepararon paralo que ibas a afrontar. No les debesnada.

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—A ti tampoco te debo nada —señalóél, todavía en tono educado y cordial.Extendió los dedos hacia abajo,intentando alcanzar la brida.

—No, nada. Pero si no hablasconmigo, te haré daño. Ese es elsegundo motivo.

El mercenario sopesó sus opcionesantes de responder.

—Y el tercer motivo… es que, sihablo, me dejarás vivir.

—¿Me creerías si te lo prometiera?—Hum. —Suspiró. Se quedó

pensativo un momento y luego preguntó—: Pero ¿cómo sabrás si puedes creerlo que te diga?

—Ya sé la mayoría. Solo quiero

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completar algunos detalles.—Me temo que poco puedo ayudarte.

Tengo un gestor que actúa deintermediario. Nunca he visto a lapersona que pagó por esto.

—Dime lo que te dijo tu gestor.El hombre se lo pensó y después

crispó los hombros, como si quisieralevantarlos.

—No me gusta tu oferta. Creo quepodrías mejorarla.

—Pues tendré que convencerte.

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19

El mercenario observó con cara depóquer cómo Alex guardaba la Glock ensu funda y recogía la cizalla junto a lapierna de Ángel.

Se había planteado llevar el soplete.El fuego podía ser más doloroso quecasi cualquier otra cosa, y mucha gente

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tenía fobias relacionadas. Pero Héctorera un profesional. No tenía tiempo desometerlo mediante el dolor: suresistencia sería demasiado alta. Lo quele daría más miedo que la tortura seríaperder su ventaja física. Si no tenía dedocon el que apretar el gatillo, no podríatrabajar. Empezaría por algo menosimprescindible para él, pero por fuerzasabría ver llegar lo inevitable. Silograba sobrevivir, querría hacerloconservando manos funcionales. Así quetendría que hablar para detenerla.

La mano izquierda de Héctor sería lomás conveniente. Mientras Alex lecolocaba las hojas metálicas en torno aldedo meñique, su mano hizo un puño con

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los demás y tiró con nuevo ímpetu de lasbridas. Alex sostuvo con fuerza lasagarraderas, consciente de lo quepensaría si estuviera en la posición deél: que si lograba apoderarse de lacizalla, podría liberarse. Y en efecto, elmercenario trató de proyectar la piernaizquierda, pese al dolor atroz que debióprovocarle. Alex esquivó la patada,subió unos palmos hacia arriba y volvióa situar la cizalla en la base de su dedoreplegado.

La herramienta estaba pensada paracortar las varillas del hormigón armado,y la tenía bien afilada. No tuvo quehacer mucha fuerza para unir las hojascon un chasquido.

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Estudió su reacción. El prisionero seretorció en vano contra las bridas. Lacara se tornó de un rojo encendido ylatieron las venas de su frente. Resoplóy jadeó, pero no chilló.

—A veces la gente piensa que no voyen serio —le dijo Alex—. Siempreconviene aclarar la confusión cuantoantes.

En ese momento, Héctor debía deestar pensando en cuánto tiempo podíapasar antes de que fuese imposiblereimplantar un dedo. Podía vivir sin unmeñique, pero trabajaba con las manos ytenía que saber que Alex no pensabadetenerse ahí.

Hora de dejar claras sus intenciones.

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Recogió el dedo cálido yensangrentado del suelo y volvió haciael baño de espaldas, sin apartar lamirada del hombre que se revolvía ensus ataduras, porque ni las mejoresbridas eran infalibles. Se aseguró de quela estuviera mirando antes de soltar eldedo en el retrete y tirar de la cadena.Ahora sabía que no iba a dejarleopciones. Confió en que esto lo animaraa darle deprisa lo que quería.

—Héctor —le dijo mientras él mirabarechinando los dientes, luchando porcontrolar el dolor—, no seas tonto. A tino te perjudica decirme lo que quierosaber. Lo que te perjudicará pero muchoes no hacerlo. Ahora van tus dedos

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índices y luego todos los demás. Mededico a esto y puedo seguir el tiempoque haga falta. ¿No te das cuenta? Teenviaron a atacar a la gente equivocada,Héctor. No te dieron ni la menorexplicación de a qué te enfrentabas. Teentregaron a mí, sin más. ¿Por quéprotegerlos?

—¿Después vas a ir a por ellos? —preguntó con un gruñido entre dientes.

—Por supuesto.Se le llenaron los ojos de bilis y odio.

Ya había visto esa mirada, pero en elpasado había sido desde una posiciónmucho mejor protegida. Si de algúnmodo lograba echarle mano, si seinvertían sus papeles, Alex haría lo que

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debía para morir al instante.—No venía a por ti —escupió el

mercenario, reticente—. Me enviaron amatar a un hombre. Me dieron una foto.Se me dijo que habría un segundohombre, pero que ese sería fácil. Elprimero sería el complicado. A ese nohe llegado a verlo.

—¿Cuándo te contrataron?—Anoche.—Y entonces reuniste un pequeño

equipo y has llegado hoy —aventuróAlex—. ¿Desde dónde?

—Miami.—¿Cómo sabías dónde ir?—Me dieron tres direcciones. Este

era el segundo intento.

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—Supongo que no hace faltapreguntar qué ha pasado en el primero.

La ira bullente del hombre secondensó en una sonrisa diabólica.

—Eran viejos. Un hombre y unamujer. No encajaban con la descripción,pero me han pagado bien. No cuestanada ser concienzudo: en mi caso, solodos balas.

Alex asintió con la cabeza. Él nopodía leerle la expresión con la máscaraantigás de por medio, pero la ocultó detodos modos por costumbre.

—¿La otra casa estaba muy lejos?—Un cuarto de hora al sur del

pueblecito.—¿De dónde salieron las

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direcciones?—Nadie me lo dijo. No pregunté.Alex sopesó la cizalla.—¿Alguna suposición?—El otro sitio no se parecía en nada

a este. No he visto nada que tuvieran encomún.

Podía ser mentira, pero tendría mássentido que fuese verdad. ¿Por qué ibaCarston, o quienquiera que mandase enla Agencia, a dar al asesino másposiciones que aquella?

Lo meditó un momento, buscando otrocauce que explorar. Sus ojos siguieronfijos en las manos del hombre. ¿Quéclase de relación podía haber entre lacasa de Arnie y otras dos cualesquiera?

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¿Qué similitud podría generar una listade relaciones por lo demás inconexas?

Se le cayó el alma a los pies al pensaren una posibilidad. Una que no legustaba mucho.

—¿Qué clase de vehículo había fueradel primer sitio?

La pregunta pareció sorprender alhombre.

—Una camioneta vieja.—¿Blanca?—Con remolque negro.Alex apretó la mandíbula.De modo que habían tomado buena

nota de la camioneta de Arnie, la que,según él había dicho, tenía dos réplicasexactas en el pueblo. Alguna cámara

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tenía que haber captado a Daniel, o nohabrían estado tan seguros de la marca yel modelo. Daniel tuvo que llevar lacamioneta por la calle principal, pordelante del banco, y probablemente ahílo habían grabado. ¿Para qué molestarseen interrogar a la chica que habíallamado por el profesor desaparecido?Mejor hacerse con los vídeos deseguridad del pueblo y, ya con una pistasólida, consultar a Tráfico. No lo habíangrabado bien del todo, porque si lamatrícula hubiera sido legible la parejade ancianos no habría muerto. Perosabían que Daniel estaba vivo porqueKevin nunca habría cometido ese error.Además, incluso en un vídeo con grano y

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en blanco y negro, Daniel no tenía elmismo aspecto exacto de Kevin si sesabía dónde mirar.

Necesitaba la camioneta de Arnie. Lanecesitaba mucho. Era discreta. Nopodían cruzar el pueblo con el Batmóvilsin que alguien se fijara. ¿Y dónde iba aconseguir otro vehículo ahí fuera?

Dio un paso atrás, agotada. Habíagozado de un buen lugar de descanso,pero la cacería había vuelto a empezar.Ni siquiera importaba que los malos lacreyeran muerta, como confiaba en quefuese el caso. Porque sabían que Danielseguía con vida.

Su debilidad.La mano derecha de Héctor había

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encontrado una ocupación. Estabarozando la brida con las puntas de losdedos, casi dislocándose las muñecaspara llegar. No daba la impresión deintentar partirla ni llegar al cierre. ¿Quéhacía? Llevó la mano a la Glock; lo másprudente sería atravesar esa mano de unbalazo.

El silencio se llenó del sonidocontundente de un disparo, mucho másalto de lo que Alex habría esperado parallegar desde fuera de la casa. Daniel…

Había desviado los ojos en ladirección del tiro, aunque sabía que nodebía. En el cuarto de segundo que lellevó devolverlos a su sitio mientrassacaba la Glock de la pistolera, los

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dedos de Héctor habían encontrado loque buscaban. Extrajo diez centímetrosde hoja serrada del puño de la manga ycortó la brida, que se partió con unsonoro chasquido, para despuésarrojarla con el mismo movimiento.Alex disparó al centro de su cuerpomientras la hoja volaba hacia su cara.Intentó esquivarla mientras seguíadisparando e hizo caso omiso a larepentina presión, que no llegaba adolor, cuando le cortó a lo largo de lamandíbula. No llegaba a dolor perollegaría pronto, cuando se pasara elefecto de la droga. Notó el calor de lasangre al cubrirle el cuello mientrasseguía disparando al pecho de Héctor

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hasta vaciar el cargador.Héctor se quedó quieto, con los ojos

abiertos aún dirigidos hacia ella pero noenfocados.

Con movimientos rápidos yentrecortados, limpió las huellas de laGlock y la tiró por la barandilla, limpióy enfundó la cizalla y recogió suescopeta del final del pasillo, intentandopensar en su siguiente paso. No sabíaqué la esperaba fuera. Mientras bajabapoco a poco la escalera, se afanó conlos dedos para estimar la magnitud deldaño. La hoja del asesino había falladopor poco a su arteria carótida, le habíacortado la esquina inferior de lamandíbula y había dejado un lóbulo

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medio colgando. La parte suelta lerebotó en el cuello. «Qué hermosura».

Sacó los restos de su pendienteizquierdo del lóbulo dañado —soloquedaba el gancho, con unos fragmentosminúsculos de fino cristal encajados enel giro del alambre— y se quitó elderecho. Los guardó en un bolsillo delchaleco táctico. No eran pruebas que leconviniera dejar atrás. Hasta algo tanpequeño podía poner sobre aviso a susenemigos, darles motivo para creer queestaba viva.

En la planta baja, dedicó un segundo aechar un vistazo rápido a Arnie. Tenía lacabeza gacha y solo pudo ver lo que lequedaba de la coronilla. Saltaba a la

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vista que no había sufrido, pero no eraun consuelo.

Había pensado reunir pruebas al salir,pero ya no estaba segura de tenertiempo. Los perros estaban callados.¿Significaría que todo iba bien?

En fin, después de la andanada quehabía disparado arriba, era imposibleque alguien de fuera no supiera de supresencia. Fue hasta la puerta y seagachó al lado, en una postura más baja,o eso creyó, de la que tendría en mentequien disparara a través de la pared deyeso. Alargó un brazo y abrió unarendija en la puerta. Nadie le disparó.

—¿Daniel? —llamó en voz alta.—¡Alex! —exclamó él, en un tono tan

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aliviado como se sintió ella de repente.—¿Estás bien? —preguntó.—Sí. ¿Tú?—Voy a salir. No dispares.Cruzó la puerta delantera con las

manos levantadas sobre la cabeza, por siacaso. Einstein se levantó del suelojunto a Lola y la siguió.

Alex bajó los brazos y fue al trotehacia el Humvee. Solo podía verlo a laluz de las lámparas de dentro quellegaba a través de la puerta y lasventanas, pero desde allí no parecía queel choque contra el monovolumen lehubiera provocado daño alguno.

Daniel bajó del asiento del conductor.—¿Y ese disparo? —le preguntó

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Alex, en voz más baja a medida que seacercaba. Los perros que rodeaban elvehículo parecían bastante relajados,pero…

—El último hombre. Ha debido detrepar por el lateral de la casa paraescapar de los perros. Intentaba llegar alporche rodeando el techo.

Daniel señaló con el fusil una masaoscura e informe que había en la grava,cerca de la esquina oriental de la casa.Alex volvió a subirse la máscara porencima de la cara, moviendo concuidado las correas del lado izquierdopor encima de la oreja sin tocarla.Modificó su trayectoria y empezó aacercarse a la figura caída. Einstein no

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se apartó de ella. Un enorme pastoralemán que había cerca paseaba sinmostrar ningún interés por el cuerpo.

De pronto, Einstein aceleró y laadelantó. Olisqueó el cuerpo unascuantas veces mientras ella seguíaaproximándose con cautela, y luego sevolvió hacia ella meneando el rabo.

—¿Eso significa «despejado»? —musitó.

Einstein siguió dando coletazos.Se inclinó para mirar más de cerca.

Tardó poco en ver todo lo que había quever. Impresionada, dio media vuelta yvolvió hacia el Humvee. Daniel estabade pie al lado de la puerta del conductorabierta, con cara de no saber muy bien

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qué hacer. Seguía sin mostrar signos deestar sufriendo algún tipo de conmoción.

—Buen tiro —le dijo. Había sido unabala, literalmente entre ceja y ceja. Nopodía haber salido más perfecto.

—No estaba muy lejos.Daniel fue hacia ella, acortando la

distancia, y sus manos enguantadas leaferraron los brazos por los hombros.Entonces dio un respingo y giró a unlado, mientras daba la vuelta a Alexpara no seguir viéndola a contraluz.

—¿Cuánta de esta sangre es tuya?—No mucha —respondió ella—.

Estoy bien.—¡Tu oreja!—Sí, no nos ayuda en nada que esté

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así, ¿verdad? ¿Eres bueno cosiendo?Daniel echó la cabeza atrás,

sorprendido.—¿Cómo dices?—No es difícil. Te iré dando

instrucciones.—Eh…—Pero esto va antes.Se zafó de sus brazos y corrió de

vuelta a los escalones del porche. Lolaseguía acurrucada en el mismo sitio.Levantó la cabeza y dio un golpecito alsuelo con la cola al ver a Alex.

—Eh, Lola, buena chica. Deja que teeche un vistazo.

Alex se sentó delante de ella con laspiernas cruzadas. Acarició el costado de

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Lola con una mano mientras buscaba laherida con la otra.

—¿Está bien? —preguntó Daniel envoz baja. Estaba al otro lado de labarandilla del porche, con los codosapoyados en el borde de las baldosas,como reacio a acercarse más a la casa.Alex no se lo reprochaba.

Lola gimió cuando Alex le empezó apalpar las patas.

—Ha perdido sangre. Parece que labala ha atravesado su pata traseraizquierda. No sé si ha dado en hueso,pero está claro que ha salido. Lola hatenido suerte.

Daniel metió un brazo entre loslistones para rascar el hocico del

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animal.—Pobrecita.—La parte de atrás del Humvee será

un caos total. Voy a ver si encuentro elbotiquín de primeros auxilios. Mantenlatranquila, ¿quieres?

—Claro.Einstein siguió a Alex hacia el

vehículo, igual que había ido tras ella alporche. Se sorprendió de lo mucho quela alentaba el silencioso apoyo delperro, de cómo le infundía una seguridadque era evidente que no existía.

Abrió la parte de atrás del Humvee yun impaciente Khan estuvo a punto dederribarla. Alex lo esquivó justo atiempo y el perro le saltó por encima.

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Supuso que la plataforma de carga lehabía resultado estrecha, aunque a ellale pareció de lo más espaciosa cuandoentró a gatas.

Había armas y munición tiradas portodas partes, balas sueltas rodando bajosus rodillas. No tenía tiempo de ponerorden. Su conversación con Héctorhabía muerto sin concluir y no habíapodido hacerle una última preguntacrucial: «¿Qué pasaría cuando estuvierahecho el trabajo?». ¿Quién esperaba unallamada y dónde? Por lo menos aúnquedaba una tercera casa por visitar. Ano ser que Héctor tuviera que irllamando entre destino y destino.

¿Había contactado con su gestor para

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decirle qué dirección había despejado ya cuál iba a continuación? ¿El gestorestaría esperando otra llamada? ¿Habríareparado en que ya tardaba?

Localizó la bolsa de lona quecontenía su botiquín. No podía hacermás que moverse deprisa y tomar lasdecisiones correctas. El único problemaera que aún no sabía bien del todocuáles eran esas decisiones correctas.

—Vale —dijo con un bufido mientrasllegaba con Einstein junto a Lola.

Se arrodilló al lado de las patas de laperra y al momento cayó en que no teníabastante luz para ver lo que hacía.

—Necesito que muevas el Humvee yme ilumines —señaló.

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Daniel se apartó del porche con unasombra descomunal a su lado: Khan,todavía de servicio. Alex se preguntócómo habrían decidido Khan y Einsteincambiar de protegido. Se quitó losguantes tácticos y cambió sus guantes delátex ensangrentados por unos nuevos.Estaba inyectando a Lola untranquilizante suave cuando lasbrillantes luces del Humvee llegaron porentre los listones de la barandilla.Cambió de posición para que la luz nole diera en la cara e iluminara la herida.Parecía que la bala había atravesado lapata limpiamente. Esperó a que Lolacerrara los párpados antes de empezar alimpiar la herida. Lola movió la pata

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unas pocas veces, pero no protestó.Antiséptico, después ungüento, despuésgasa, después una tablilla y más gasa.Debería sanar bien, si lograba que Lolano apoyara la pata.

Dio un profundo suspiro. ¿Qué iban ahacer con todos aquellos perros?

—¿Qué viene ahora? —preguntóDaniel al ver que terminaba. Estaba enla grava junto al porche, con el fusil enlas manos, oteando la oscura llanura quelos rodeaba.

—¿Puedes darme un par de puntos enla oreja, ahora que ya he sacado elmaterial?

Daniel se resistió.—No me saldrá bien.

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—Es fácil —le aseguró ella—.¿Nunca has cosido un botón?

—No perforando carne humana —murmuró Daniel, pero se pasó el fusildetrás del hombro y subió los escalonesmientras hablaba.

Alex encendió una cerilla del botiquíny esterilizó la aguja. No eran lasmejores condiciones en cuanto a técnicamédica, pero poco más podía hacerdadas las circunstancias. Movió la agujade un lado a otro para enfriarla, enhebróel hilo de sutura y ató un extremo.

Tendió la aguja a Daniel junto a unpar nuevo de guantes. Él se los pusoantes de acercar despacio la mano a laaguja. Parecía reticente a tocarla. Alex

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estiró el cuello, se echó antiséptico en laherida y esperó a que el ardiente picorterminara de recorrer todo el corte hastala oreja. Entonces volvió su mandíbulahacia Daniel, asegurándose de tenerla enla franja de luz más brillante.

—Probablemente bastará con trespuntos pequeños. Empieza desde atrás yve avanzando.

—¿Y la anestesia local?—Ya llevo bastantes analgésicos en

el cuerpo —mintió. Notaba el corte dela mandíbula como si la hubieranmarcado a fuego. Pero se le habíaterminado el «Sobrevive» y cualquierotra cosa que sirviera la incapacitaría,al menos en parte. Aquello no era una

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emergencia, solo dolor.Daniel se arrodilló a su lado. Le puso

los dedos con suavidad bajo el mentón.—¡Esto está muy cerca de la yugular!

—exclamó, horrorizado.—Sí, el tío era bueno.Alex no le veía la cara, así que no

pudo interpretar el pequeño bache en larespiración de Daniel.

—Hazlo, Daniel. Tenemos que darnosprisa.

Él dio una honda bocanada y Alexsintió que la aguja le perforaba ellóbulo. Estaba preparada y no dejó quese le notara en la cara ni apretó lospuños. Había aprendido a localizar susreacciones. Contrajo los músculos del

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abdomen y liberó la presión por ellos.—Bien —dijo cuando estuvo segura

de que mantendría la voz firme—. Loestás haciendo muy bien. Ahora junta lasdos partes y cóselas para que no semuevan.

Mientras hablaba, los dedos deDaniel ya se habían puesto a la faena.No sintió la aguja en la parte inferiorseccionada del lóbulo, así que solo tuvoque sufrir cuando Daniel perforaba lasuperior. Eran solo tres pequeñospinchazos. Después del primero, nofueron tan horribles.

—¿Tengo que… hacer un nudo oalgo? —preguntó Daniel.

—Sí, detrás, por favor.

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Sintió el tirón del hilo al tensarse.—Ya está.Alex lo miró a los ojos y sonrió. Los

puntos le tiraban de la mandíbulacortada.

—Gracias. Lo habría pasado fatalpara hacérmelo yo sola.

Él le tocó la mejilla.—Ven, deja que te vende eso.Se quedó quieta mientras Daniel

cubría la herida de ungüento y le pegabauna tira de gasa a la mejilla. También lerodeó la oreja con vendas.

—Igual tendría que haberla limpiadoantes —murmuró.

—Servirá de momento. Metamos aLola en el Humvee.

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—Yo la llevo.Daniel levantó el cuerpo dormido de

Lola con cuidado. Sus largas patasdelanteras y las orejas se quedaroncolgando de sus brazos y sebambolearon con cada paso que dio.Alex sintió una inapropiada yburbujeante hilaridad alzándose en supecho y tragó para contenerla. No eramomento de tener un ataque de risahistérica. Daniel depositó a Lola detrásdel asiento del copiloto. El Humveesolo tenía los dos asientos delanteros.Kevin le había quitado los otros paratener más espacio de carga, imaginóAlex.

—¿Y ahora? —preguntó Daniel

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mientras volvía hacia ella, aún sentadaen el porche. Probablemente sepreguntaría por qué no estaba haciendonada productivo. No sabía que Alexsolo estaba dejando para más tarde loinevitable.

Respiró hondo y enderezó loshombros.

—Dame el móvil. Es hora de hablarcon tu hermano.

—¿No tendríamos que irnos?—Tengo que hacer otra cosa, pero

quiero decírselo antes.—¿Qué?—Tendríamos que pegar fuego a la

casa.Daniel la miró con los ojos muy

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abiertos. Poco a poco, sacó el teléfonodel bolsillo de su chaleco.

—Debería llamar yo —dijo.—A mí ya me odia —replicó ella.—Pero esto es culpa mía.—Tú no has contratado a ningún

equipo de mercenarios.Daniel negó con la cabeza y pulsó el

botón que encendía el teléfono.—Como quieras —musitó ella.Mientras guardaba su material de

primeros auxilios, vigiló a Daniel por elrabillo del ojo. Puso en pantalla la únicallamada que había recibido jamás eldispositivo pero, antes de que pudierapulsar sobre el número, el teléfonovolvió a sonar.

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Daniel tomó una gran bocanada deaire, como había hecho antes de dar laprimera puntada en la oreja de Alex. Lomás probable era que la conversación leresultara más difícil todavía.

Daniel tocó la pantalla. Alex oyó aKevin gritar tan fuerte que al principiocreyó que el móvil estaba en manoslibres.

—¡TÚ A MÍ NO ME CUELGAS,PEDAZO DE…!

—Kev, soy yo. ¡Kev! ¡Soy Danny!—¿QUÉ COJONES ESTÁ

PASANDO?—Es culpa mía, Kev. He hecho el

idiota. Lo he fastidiado todo. ¡Lo sientomucho!

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—¿SE PUEDE SABER QUÉFARFULLAS?

—Arnie ha muerto, Kev. Lo sientomuchísimo. Y algunos perros, no sé muybien cuántos. Es todo culpa mía. Ojalápudiera decirte cuánto lo…

—¡PONME CON LA CHICA DELOS VENENOS!

—El responsable soy yo, Kev. La hecagado…

La voz de Kevin llegó más calmadacuando interrumpió a su hermano.

—No hay tiempo para eso, Danny.Dale el móvil. Necesito a alguiencoherente.

Alex se levantó y cogió el teléfono.Daniel miró ansioso cómo lo sostenía a

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unos centímetros de la oreja.—¿Estáis a salvo? —preguntó Kevin.Sorprendida por su práctico

desapego, Alex respondió en el mismotono.

—De momento, pero tenemos quemovernos.

—¿Has incendiado la casa?—Estaba a punto de hacerlo.—Hay queroseno en el armario,

debajo de la escalera.—Gracias.—Llámame cuando estéis en la

carretera.Y colgó.Vaya, había ido mejor de lo que

esperaba. Devolvió el teléfono a un

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Daniel que se había quedadoinexpresivo por la sorpresa. El gas de lacasa se habría disipado hacía mucho, asíque no se molestó en bajarse la máscara.Daniel la siguió al interior, pero Alexdejó a Einstein montando guardia en lapuerta.

—Coge ropa de la habitación deKevin —ordenó. Podría haber enviado aDaniel arriba a por la muda que le habíaprestado su hermano, pero tardaría másy Alex no sabía cómo iba a reaccionarante los cadáveres. Vio que sus ojosrehuían el sofá que tapaba en parte aArnie y volvían a ella. Aún les quedabauna noche muy larga si querían seguirvivos al alba—. Cuando tengas

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suficiente para unos días, ve a la cocinay llévate todo lo que no caduque. Aguatambién, toda la que haya.

Daniel asintió y fue pasillo abajohacia el cuarto de Kevin. Ella subió porla escalera a toda prisa.

—¿Quieres estas pistolas? —oyó quepreguntaba Daniel desde abajo.

Esquivó los cuerpos, con cuidado deno resbalar con la sangre.

—No, con esas se ha matado a gente.Si nos atrapan, no quiero que merelacionen con nada. Las pistolas deKevin estarán limpias.

En su cuarto, se quitó la ropa llena desangre y se puso unos vaqueros limpiosy una camiseta. Recogió el saco de

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dormir envolviendo sus demás prendascon él, cogió su equipo de laboratoriocon la otra mano y sacó la ropaensangrentada al pasillo a patadas. Trotóescalera abajo y salió al coche con suincómoda carga. Mientras Danielrebuscaba por la cocina, localizó elqueroseno. Kevin tenía tres latas deveinte litros almacenadas. No podíantener otro propósito que incendiar lacasa. Se alegró de que fuese un hombretan preparado y pragmático. Significabaque su reacción, una vez Danielestuviera a salvo, sería más práctica queviolenta. O eso esperaba.

Empezó por arriba, cerciorándose deque su ropa y los cadáveres quedaran

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bien saturados de queroseno. Los suelosde madera no necesitarían tanta ayuda.Salpicó los frisos de las treshabitaciones y siguió a la altura delsuelo escalera abajo. Cogió otra lata yrecorrió sin pausa la planta baja. Era laprimera vez que veía los otrosdormitorios. Los dos eran amplios ybien equipados, con lujosos bañosindividuales contiguos. Se alegró de queArnie hubiera llevado allí una vidacómoda y deseó haber podido haceralgo para evitarle aquel desenlace. Peroaunque se hubiera llevado de la casa aDaniel el mismo día en que emitieron enlas noticias la trampa sobre sudesaparición, Arnie habría terminado

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igual. Era un pensamiento deprimente.Aún quedaban huellas de Daniel en el

edificio de los perros, pero no habíaforma de hacer creer al equivalente aCarston de la CIA que Daniel (o Kevin)había muerto allí, así que no tenía muchaimportancia. Sabrían que Daniel habíaescapado. Alex no quería incendiar eledificio y poner en peligro a losanimales. No tenía un faldón de gravacomo el de la casa, que con un poco desuerte evitaría que se extendiera elfuego. Kevin sin duda la había puestopor ese motivo exacto.

Daniel la esperaba delante delHumvee.

—Apártalo —le dijo, señalando el

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vehículo—. Y a ver si también puedeshacer que se retiren los perros.

Daniel se puso a ello. Alex tenía en lamano el paquete de cerillas del botiquín.Había dejado un amplio rastro dequeroseno que bajaba por el centro delos escalones del porche, y le costópoco pegar fuego a ese rastro y alejarseantes de que se avivaran de verdad lasllamas. Al volverse, vio que los perrosestaban apartándose sin que nadie lesdijera nada. Eso era bueno.

Alex abrió la puerta del conductor yllamó a Einstein. El animal subió alasiento de un salto y luego se situó allado de Lola. Tenía las orejaslevantadas y la lengua fuera. Seguía con

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aspecto animado, y Alex le envidió laenergía y el optimismo.

Daniel estaba moviéndose entre lamultitud de perros supervivientes,pronunciando ante cada uno un enfático«Relaja». Alex deseó que sirviera dealgo cuando empezaran a desembarcarlos camiones de bomberos. El ruido deltiroteo no habría llegado a ninguno delos apartados vecinos, pero la luznaranja del fuego contra el fondo delcielo nocturno era harina de otro costal.Tenían que marcharse ya. No se leocurrió qué más hacer por los perros yla embargó una sensación de fracaso.Aquellos animales habían salvado suvida y la de Daniel.

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Un retumbar justo detrás de su cabezaasustó a Alex. Dio media vuelta y seencontró cara a cara con Khan. Laestaba mirando con lo que parecíaimpaciencia, como esperando a que semoviera. Señaló con el hocico sobre suhombro hacia Einstein.

—Ah —dijo al comprender quequería subir al coche—. Lo siento,Khan, tú tienes que quedarte.

No había visto en la vida a un animalcon una expresión tan ofendida. El perrono se movió, se quedó mirándola a lacara como si le exigiera unaexplicación. Alex fue la mássorprendida de los dos cuando, depronto, echó los brazos al cuello del

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animal y le enterró la cabeza en elpelaje.

—Lo siento, grandullón —susurróentre el pelo—. Ojalá pudieras venirteconmigo. Te debo una de las buenas.Cuida de los otros por mí. Estás almando, ¿vale?

Se apartó, sin dejar de acariciarle loslados del grueso cuello. Khan parecióaplacarse un poco y dio un reticentepaso atrás.

—Relaja —le dijo en voz baja.Volvió a acariciarlo y se giró hacia el

Humvee. Daniel ya tenía el cinturón deseguridad puesto en el asiento delcopiloto.

—¿Estás bien? —preguntó Daniel con

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suavidad mientras Alex subía al coche.Estaba claro que no hablaba de heridasfísicas.

—La verdad es que no. —Alex soltóuna carcajada, que dejaba traslucir unabrizna de la histeria que estabareprimiendo.

Khan siguió mirándolos mientras sealejaban de la casa.

Cuando hubieron cruzado el portón,Alex se puso las gafas de visiónnocturna y apagó las luces del coche.Era más seguro llevar el Humvee por lasplanicies abiertas que seguir por elúnico camino que llevaba al rancho. Alcabo de un tiempo llegaron a otracarretera, que incluso estaba asfaltada.

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Alex se quitó las gafas y encendió losfaros mientras giraba hacia el noroeste.No tenía ningún destino en mente, sologanar distancia. Tenía que alejarse delrancho de Kevin todo lo que pudieraantes del alba.

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20

Kevin descolgó al primer tono.—Dime, Oleander, ¿cómo está la

cosa? —dijo a modo de saludo.—Vamos hacia el norte con el

Humvee. Tengo a Daniel, Einstein y Lolaconmigo. Hemos podido sacar cosas quenecesitamos, pero no muchas.

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Oyó que Kevin daba un suspiro dealivio al escuchar el nombre de Einstein,pero seguía habiendo preocupación ensu voz cuando preguntó:

—¿El Humvee? ¿Saben de lacamioneta?

—Sí.Kevin pensó durante un segundo.—Entonces, solo conducción nocturna

hasta que podáis cambiar de vehículo.—Es fácil decirlo. Los dos tenemos

serios problemas con nuestras caras.—Sí, ya he visto a Daniel en las

noticias. Pero tú no puedes estar tan maltodavía. Ponte maquillaje.

—He empeorado un pelín esta noche.—Ah. —Hizo chasquear la lengua

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unas cuantas veces—. ¿Y Danny? —preguntó, sin lograr ocultar del todo latensión.

—Ni un rasguño. —Las manos nocontaban, eso se lo habían hecho ellossolos.

—¡Me ha hecho quedarme en elcoche! —gritó Daniel para que suhermano lo oyera.

—Así me gusta —respondió Kevin—.¿Cuántos eran?

—Seis.Kevin silbó hacia dentro.—¿Agentes?—En realidad, no. Atención:

subcontrataron a la mafia, nada menos.—¿Qué?

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—Sobre todo era músculo, perollevaban al menos a un verdaderoprofesional en el grupo.

—¿Y te los has cargado tú a todos?—Los perros han hecho casi todo el

trabajo. Han estado magníficos, porcierto.

Kevin aceptó el cumplido gruñendo.—¿Por qué te has llevado a Lola?—Disparo en la pata. Temía que, si la

encontraba alguien, la sacrificara.Hablando del tema, ¿llamo a Control deAnimales? —preguntó—. Me preocupaque cuando lleguen los bomberos…

—Yo me ocupo. Tengo establecido unplan de contingencia para ellos.

—Bien. —Nunca más volvería a

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creerse la más preparada. El rey de lapreparación era Kevin.

—¿Qué plan tienes tú ahora?Alex rio, y de nuevo el sonido tuvo un

ribete de histeria.—La verdad es que ni idea. Estaba

pensando en acampar con el Humveeunos días. Después de eso… —Dejó lafrase en el aire.

—¿No tienes ningún sitio?—Ninguno en el que pueda aparcar

este monstruo y esconder a dos perrosgrandes. No me había sentido tan visibleen mi vida.

—Pensaré en algo.—¿Por qué has tardado tanto en

llamar? —preguntó Alex—. Te daba por

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muerto.Daniel ahogó un grito. La miró

conmocionado.—Estoy preparándolo todo. Estas

cosas llevan tiempo. No puedo estar endos sitios a la vez y he tenido queesconder muchas cámaras.

—Una llamada habría estado bien.—No sabía que ibais a cagarla de esa

manera. —De pronto pasó a hablarmucho más bajo—. ¿Qué ha hecho elmuy imbécil? No, no me lo digas. Noquiero que lo oiga. Solo di sí o no.¿Llamó a alguien?

—No —estalló Alex, irritada.—Espera, si saben de la camioneta…

No saldría de la casa, ¿verdad?

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A Alex le entraron ganas de replicar:«Nadie le dijo que no lo hiciera», peroentonces Daniel sabría que hablaban deél. No respondió. Mantuvo la vista alfrente, aunque quería echar una miradade soslayo a Daniel para ver si se habíaenterado de algo.

Kevin suspiró.—No tiene ni una pizca de sentido

común.Habría querido responderle muchas

cosas, pero no se le ocurría una formadiscreta de expresarlas.

Kevin cambió de tema.—Arnie. ¿Ha sido feo?—No. No lo ha visto venir. No ha

podido sentir nada.

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—En realidad se llamaba Ernesto —dijo Kevin, pero dio la sensación dehablar consigo mismo más que con ella—. Era un buen compañero. Nos fuebien juntos. Poco tiempo, pero bueno. —Carraspeó—. Vale, ahora cuéntame todolo que ha pasado. —Y bajando la voz—:Menos lo que hiciera Daniel paraprovocarlo. Ya estará bastantetraumatizado.

Alex le resumió los acontecimientosde la noche, con palabras clínicas ypasando de refilón por las partes mástruculentas. Cuando se limitó a decir:«Le hice unas preguntas», Kevin tuvoque hacerse una idea bastante clara de aqué se refería.

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—¿Y qué te ha pasado en la cara?—Era un tipo muy flexible. Y llevaba

algún tipo de cuchilla arrojadiza en elforro de la manga.

—Vaya, mal asunto —comentó entono sombrío, y Alex supo lo quepensaba. Las cicatrices facialessuponían serios inconvenientes cuandose quería pasar desapercibido. Erandemasiado fáciles de recordar yreconocer. De pronto, la búsquedadejaba de consistir en: «¿Ha visto a unamujer bajita y sin rasgos notables, concabello de color y longituddesconocidos, o quizá a un hombre queencaje en la misma descripción?», ypasaba a ser: «¿Ha visto a alguien con

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esta cicatriz?».—Bueno —dijo Alex al terminar de

contar la historia—, parece que la genteque manda te atribuyó la victoria. Nofingiré que no me siento insultada.Tendremos que cambiar el plan. El cebotiene que salir de ti e ir dirigido a lapersona adecuada. ¿Tienes ya algunaidea de quién podría ser?

Kevin guardó silencio un minuto.—Cuando mi hombre se entere de lo

que ha pasado esta noche… a lo mejorni nos hace falta el e-mail. Tendrá que ira hablar de esto con tu hombre. Estoypreparado y, cuando se reúnan, yo losveré. Luego podemos decidir si nos hacefalta algo más.

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—Suena bien.—Por cierto —dijo él con tono

encubierto—, sé que has suavizado lahistoria para el chaval. Cuando nosveamos, quiero la versión completa.

Alex puso los ojos en blanco.—Vale.—Mira, Ollie, que no se te suba a la

cabeza, pero… lo has hecho bien. Muybien. Has salvado la vida a Danny.Gracias.

Se quedó tan atónita que tardó unminuto en responder.

—Creo que estamos en paz. Sin tusperros y tu Batcueva, no habríamossalido de allí. Así que… gracias.

—Podrías haberte largado cuando

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dieron la noticia por primera vez.Sabías que te creían muerta, pero tequedaste para cuidar de un casicompleto desconocido, aunque sé quenada te gustaría más que librarte denosotros dos. Eso en el lugar de dondeyo vengo se llama honor. Te debo una.

—Hum —dijo ella para forzar elcambio de tema. No hacía falta que locomentaran absolutamente todo aquellanoche.

—Déjame hablar con él antes decolgar —susurró Daniel.

—Daniel quiere hablar.—Ponlo.Alex le entregó el móvil.—Kev…

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—No te tortures, Danny —escuchóque Kevin decía a su hermano. Sepreguntó si Daniel habría podido oírleantes igual de claro.

—Ya —replicó Daniel, taciturno—.Solo soy responsable de que hayanmatado a Arnie, por no hablar de losperros. ¿Por qué fustigarme?

—Mira, lo hecho, hecho está.—Qué curioso, es lo mismo que dijo

Alex.—Porque la chica de los venenos se

conoce el percal. Este es un mundonuevo, chaval. Y tiene más cadáveres.Escucha, no digo que cosas como estano vayan a afectarte. Pero no puedesdejar que te empañen la visión.

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La voz de Kevin perdió volumen ypasó a un registro más grave, y Alex sealegró de comprobar que seguramenteDaniel no había podido captar la partemás disimulada de la conversación quehabían mantenido. Pero también queríasaber lo que Kevin prefería que noescuchara.

—Creo que sí —dijo Daniel. Unapausa—. Quizá no… Lo haré. Sí. Vale.¿Qué vas a hacer con los perros? Hemostenido que dejar a Khan.

—Ya. —La voz de Kevin recuperó elvolumen normal—. Quiero a esemonstruo, pero no es precisamente detamaño viaje, ¿verdad? Hay un criadorno muy lejos con el que Arnie ha

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trabajado alguna vez. Es máscompetencia que amigo, pero sabe loque valen mis perros. Arnie acordó conél que, si alguna vez queríamos dejar elnegocio, le venderíamos las existencias.También insinuó que tal vez quisiéramoshacerlo de repente, sin previo aviso y enplena noche. Lo llamaré para queintercepte a los de Control de Animalesantes de que hagan alguna estupidez.

—¿La policía no sospechará que…?—Le daré instrucciones. Dirá que

Arnie lo llamó al oír disparos, o algopor el estilo. No te preocupes, losperros estarán bien.

Daniel suspiró, más tranquilo.—Pero me cabrea que al final vaya a

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quedarse a Khan, y sin pagar. Lleva añosintentando comprarlo.

—De verdad que lo…—En serio, chaval, no le des más

vueltas. En esta vida no duras gran cosasi echas raíces. Sé cómo empezar decero. Y ahora, sé bueno y obedece entodo a Oleander, ¿estamos?

—Espera, Kev. He tenido una idea,por eso quería hablar contigo.

—¿Has tenido una idea?Alex oyó el escepticismo a un metro

de distancia.—Pues sí. Estaba pensando en la

cabaña de los McKinley, a orillas dellago.

Kevin se quedó callado un segundo.

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—Hum, no es muy buen momento pararecordar viejos tiempos, chaval.

—En realidad soy dos minutos mayorque tú, chaval, cosa que sé que no hasolvidado. Y no me había puestonostálgico. Estaba pensando que losMcKinley solo usaban la cabaña eninvierno. Y que tus amiguitos de la CIAno se sabrán nuestra infancia tan, tan aldedillo. Y sé dónde guardaba siempre lallave el señor McKinley.

—Eh, no está mal, Danny.—Gracias.—Eso estará a… ¿cuánto, a unas

dieciocho horas del rancho? Son solodos noches al volante. Y de paso, osvais acercando a mi posición. ¿Los

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McKinley no tenían un Suburban en lacabaña?

—No podemos robarles el coche,Kevin.

En la penumbra, aunque los separabanmás de mil quinientos kilómetros, Alexse sintió como si cruzara una miradasignificativa con Kevin. Y quizá unosojos en blanco, por parte de él al menos.

—Ya hablaremos luego de procurarosun coche. Dile a Oleander que tenga máscuidado con su cara la próxima vez.Vamos a necesitarla.

—Claro, porque seguro que leencanta que le partan la cara y le cuestaquitarse la adicción.

—Que sí, que sí. Llamadme si tenéis

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algún problema. Yo contactaré cuandosepa más de nuestros amigos deWashington.

Kevin colgó. Daniel miró el teléfonoun minuto entero antes de guardarlo.Inspiró hondo y soltó el aire despacio.

—¿Cómo lo vas llevando? —preguntó Alex.

—No siento nada como real.—Déjame ver tu mano.Daniel le tendió su brazo izquierdo y

ella lo asió con la mano derecha. Estabamás caliente que ella. Le tomó el pulsoen la muñeca y parecía estable. Losrasguños y heridas que tenía en la palmade la mano eran poco profundos y yahabían dejado de sangrar por sí mismos.

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Le echó una mirada rápida a la caraantes de volver a concentrarse en lacarretera, pero estaba demasiado oscuropara evaluar su palidez con ningúngrado de certeza.

—¿Qué hacías? —preguntó Danielcuando Alex le soltó la mano.

—Buscar señales de conmoción.¿Sientes náuseas?

—No. Pero sí que me parece quedebería sentirlas, no sé si me explico.Que las tendré cuando pueda procesarlotodo.

—Dímelo si empiezas a marearte,perder el sentido o enfriarte.

—La que está fría eres tú. ¿Estássegura de no estar entrando en colapso?

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—No del todo, supongo. Si me mareo,pararé y conduces tú.

Daniel estiró el brazo, le apartó lamano enguantada del volante y lasostuvo sin mucha fuerza, dejando quesus brazos pendieran en el espacio entrelos asientos. Volvió a respirar hondo.

—Al oír todos esos disparos tanseguidos pensé…

—Lo sé. Gracias por quedarte en elcoche como te había pedido. Es buenosaber que puedo confiar en ti.

Él no dijo nada.—¿Qué? —preguntó Alex.—Bueno, ya que lo dices —

respondió, con aire avergonzado—, enrealidad no me apetece admitirlo… pero

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sí que salí un momento. Estaba a puntode meterme en la casa, pero Einstein melo impidió. Entonces comprendí que, deun modo u otro, las cosas iban adecidirse dentro y que, si habían podidocontigo, tendría más posibilidades dematar a los muy hijos de puta desde elHumvee. No iba a dejar que semarcharan, Alex. Ni por asomo.

Alex le apretó un poco la mano.Daniel preguntó:

—¿Recuerdas lo que me dijo Kevinsobre visualizar?

Alex negó con la cabeza. Le sonaba,pero no terminaba de situarlo.

—La primera vez que fuimos alcampo de tiro, cuando le dije que no

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creía ser capaz de disparar a unapersona. —Soltó una risita socarrona—.Me dijo que visualizara a alguienimportante para mí en peligro.

Mientras Daniel hablaba, Alex lorecordó.

—Es verdad.—Pues ahora lo entiendo. Y tenía

razón. En el momento en que comprendíque alguien había matado a Arnie yahora iba a por ti… —Negó con lacabeza—. No sabía que dentro de míhubiera una vena tan… primaria.

—Ya te dije que acabarías sacando elinstinto —repuso ella, jovial. El tono debroma, reflejo de aquel día en el campode tiro, se le antojó erróneo en el

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momento en que hubo pronunciado laspalabras. Con voz más sombría, añadió—: Ojalá no hubiera ocurrido así.

Llegó el turno a Daniel de apretarle lamano a ella.

—Todo saldrá bien.Alex procuró centrarse.—Venga, cuéntame hacia dónde

vamos.—Tallahassee. De pequeños, Kevin y

yo pasamos allí un par de Navidades.Unos amigos de la familia tenían un sitiopara escapar de la nieve. Debía degustarles la privacidad, porque es unacabaña en medio de la nada. No está aorillas del lago, pero es terrenopantanoso y en esta época del año los

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mosquitos serán insoportables.—Tendrías que hacerte agente

inmobiliario. ¿Estás seguro de que nohabrá nadie?

—No he visto a los McKinley desdeel funeral de mis padres, pero en todoslos años que los conocí no fueron nuncaal sur en verano. Era su casita deinvierno.

—Bueno, da lo mismo ir para allá quea cualquier otro sitio. Si no nos vale sucabaña, quizá podamos encontrar algúnotro lugar vacío.

Alex vio la señal de un desvío haciala autopista estatal 70, en direcciónnorte.

—Tendremos que ir al este, cruzar

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Oklahoma City y luego bajar por Dallas.Si hay alguien vigilando, nos convieneestar volviendo a Texas. Nos haráparecer inocentes.

—Esto ha sido en defensa propia.—Da lo mismo. Si nos paran por lo

que acaba de ocurrir, la policía tendráque detenernos. Aunque lesexplicáramos hasta el último detalle ynos creyeran a pies juntillas, y me quedomuy corta si digo que es improbable,aun así tendrían que meternos un tiempoen una celda. No aguantaríamos mucho.Los que contrataron a los mercenariosno tendrían el menor problema paraacabar con nosotros en un calabozo.Seríamos presa fácil.

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Notó el temblor en los dedos deDaniel y le frotó el dorso de la manocon el pulgar en un gesto tranquilizador.

—Entonces, ¿dices que ponernos ainfringir la ley a lo loco es mala ideaahora mismo?

Alex no pudo creer que fuese él quienintentaba animarla a ella.

—Me parece que sí —convino—,pero igual no nos queda más remedio.—Miró el indicador de combustible ysilbó—. Este cacharro se chupa lagasolina como si supiera que mefastidia.

—¿Qué podemos hacer?—Tendré que parar en una gasolinera

y pagar en efectivo.

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—Pero tu cara…—Qué le vamos a hacer. Diré que he

tenido un accidente de coche, que enrealidad tampoco es mentira, ¿a que no?No podemos hacer otra cosa.

El monstruo devorador de gasolinaobligó a Alex a parar mucho antes de loque habría querido. Al acercarse aOklahoma City, siguió las señales haciael aeropuerto, suponiendo que lasestaciones de servicio de alrededorestarían más concurridas incluso aaquellas horas de la madrugada.Además, si alguien reparaba en supresencia, quizá diera por hecho queplaneaban coger un avión. Cualquierbúsqueda subsiguiente se concentraría

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en el aeropuerto.Pidió a Daniel que buscara su enorme

sudadera con capucha mientras seguíaconduciendo. Se la puso, deseando quefuera hiciese más frío para no destacartanto. En la gasolinera había otros dosvehículos, un taxi y una furgoneta detrabajo. Los dos conductores varonesecharon un buen vistazo al Humvee, porsupuesto. Alex salió con su posturaencorvada de chico y metió la boca delsurtidor en el depósito. Mientras sellenaba, entró encorvada en la tienda.Cogió unas barritas de muesli y unpaquete de seis botellitas de agua y lasllevó a la mujer cincuentona delmostrador. Tenía el pelo rubio teñido

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con las raíces oscuras, los dientesmanchados de nicotina y una chapa en elpecho que rezaba: BEVERLY. Alprincipio no prestó demasiada atencióna Alex y se contentó con pasar loscódigos de barras. Pero entonces Alextuvo que hablar.

—Surtidor seis —dijo en el registromás grave que logró sin que la vozsonara forzada.

Beverly levantó la mirada y sus ojossaturados de rímel se abrieron comoplatos.

—¡Dios mío, cielo! ¿Qué te ha pasadoen la cara?

—Accidente de coche —farfullóAlex.

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—¿Estáis todos bien?—Sí. —Alex bajó una mirada

enfática hacia el dinero que llevaba enla mano, esperando a pagar. Por elrabillo del ojo, vio que el taxi semarchaba.

—Bueno, espero que te mejorespronto.

—Ah, gracias. ¿Cuánto será todo?—Huy, ¿me habré equivocado? Esto

es mucho. ¿Ciento tres con cincuenta ycinco?

Alex dio a Beverly seis billetes deveinte y se quedó esperando el cambio.Otra furgoneta, una F-250 negra, sedetuvo en la gasolinera detrás delHumvee. Alex vio que de ella bajaban

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tres hombres altos y delgados. Mientrasdos de ellos se dirigían a la tienda, secorrigió a sí misma: eran adolescentesmuy altos, quizá medio equipo debaloncesto. Llevaban sudaderas oscurascon capucha, igual que ella. Por lomenos, así su atuendo ilógico parecía unpoco más normal.

—Menudo cacharro tienes ahí —comentó Beverly.

—Ya.—Tiene que fundirse la gasolina que

no veas.—Sí. —Alex extendió el brazo con

impaciencia.Los chicos entraron, ruidosos,

embravecidos, arrastrando con ellos un

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olor a cerveza y marihuana. Fuera, laprimera furgoneta salió de la gasolinera.

—Ah, aquí tienes —dijo Beverly, depronto en tono impersonal—. Dieciséiscon cuarenta y cinco.

—Gracias.Beverly estaba distraída con los

recién llegados. Miraba por encima dela cabeza de Alex, con los ojosentornados. Los chicos fueron hacia elpasillo de las bebidas alcohólicas. Conun poco de suerte, se convertirían en ungran incordio cuando intentaran colarsus carnés falsos a Beverly. Todo lo quedifuminara a Alex en su recuerdo erabueno.

Alex se dirigió a la puerta automática

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con la cabeza gacha. No necesitaba tenermás de un testigo.

Su cabeza topó contra el pecho deltercer chico. Lo primero que captó fue elolor: su sudadera apestaba a whisky.Alex miró arriba por acto reflejo cuandoel chico la agarró por los hombros.

—Mira por dónde andas, chavalín.Era un chico blanco y grueso, no tan

alto como los otros. Alex intentó zafarsede él, pero el joven redobló su presacon una mano y le quitó la capucha conla otra.

—Anda, si es una chica. —Y en vozmás alta, hacia los otros chicos quepululaban por las vitrinas refrigeradas,exclamó—: ¡Eh, mirad lo que he

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encontrado!La voz de Alex sonó gélida. No

estaba de humor para tanta chorrada.—Quítame las manos de encima.—Deja en paz a la chica o llamo a la

policía —dijo la voz estridente deBeverly—. Ya tengo el teléfono en lamano.

Alex quiso chillar. Justo lo quenecesitaba.

—Tranqui, vejestorio, que con esta yatenemos suficiente.

Los otros dos chicos, uno negro y otrohispano, ya habían llegado para apoyar asu amigo. Alex sacó una fina jeringuillade su cinturón. No la ayudaría amantenerse oculta, pero tenía que

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inutilizar al chico antes de que Beverlyllamara a la policía.

—Ya he marcado el nueve y el primeruno —les advirtió Beverly—. Fueratodos de aquí ahora mismo.

Alex probó a retorcerse para escapardel chico, pero el muy idiota tenía unaamplia sonrisa en la cara y las dosmanos cerradas con firmeza en torno asus brazos. Dio ángulo a la aguja.

—¿Hay algún problema, chaval?«¡Nooo!», gimió Alex para sus

adentros.—¿Qué dices? —replicó el chico,

agresivo, mientras la soltaba y se volvíahacia el recién llegado. Entonces dio unveloz paso atrás y Alex tuvo que

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esquivarlo.Se había acostumbrado tanto a Daniel

que ya no recordaba lo alto que era enrealidad. Sacaba casi tres centímetrosincluso al chico más alto, y tenía loshombros más anchos y una posturamucho más confiada. Por lo menos sehabía puesto una gorra de béisbol, quele tapaba el pelo y le ensombrecía unpoco la cara. Su barba corta era lobastante oscura para disimular un pocolos contornos de su rostro. Eso estababien. Lo que no lo estaba era que sehabía metido una Glock más queevidente en la cintura de los vaqueros.

—No, ningún problema, tío —dijo elchaval negro. Agarró al blanco por el

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hombro y tiró de él para hacer queretrocediera otro paso.

—Bien. ¿Qué tal si os largáis,entonces?

El chico blanco sacó pecho.—Cuando tengamos lo que veníamos

a buscar.Daniel cambió algo en su forma de

colocar la mandíbula. Alex no habríasido capaz de explicar por qué, pero depronto su cara era lo contrario deamistosa. Se inclinó hacia el camorrista.

—Ya.No hubo fanfarronería en su forma de

hablar, solo autoridad absoluta.—Vámonos —insistió el chico negro.Empujó al joven blanco por delante

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de Daniel mientras tiraba de la mangadel tercer chico. Volvieron raudos a sufurgoneta, dándose codazos entre ellos yriñendo un poco. Alex se quedó deespaldas a Beverly y dio un golpecito aDaniel para que la imitara. Los chicosse metieron en su furgoneta y elconductor pisó fuerte y rodeó el Humveecon un chirrido de neumáticos.

—Eh, gracias, amigo —dijo unaadmirada Beverly—. De verdad que telo agradezco.

—No hay problema —respondió él,mientras extendía un brazo cortés paraque Alex saliera delante.

Alex volvió deprisa al Humvee.Notaba a Daniel justo detrás de ella y

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confió en que tuviera el buen juicio deno levantar la cabeza ni mirar atrás.

—Vale, esto no podría haber salidopeor —dijo Alex disgustada, ya devuelta en la carretera—. Esa mujer seacordará de nosotros hasta el día en quese muera.

—Lo siento.—¿De verdad tenías que entrar en

plan vaquero, con una pistola en lospantalones?

—Bueno, llevamos matrícula deTexas —señaló él—. ¿Y qué querías quehiciera? Ese chico estaba…

—Estaba a punto de sufrir unprolongado y violento episodio devómito en plan surtidor. Lo habría

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incapacitado por completo, y a lo mejorlo habría pringado todo tanto queBeverly se habría olvidado de mí.

—Oh.—Sí. «Oh». Sé cuidarme sola,

Daniel.Su mandíbula volvió a endurecerse de

repente, como había hecho en lagasolinera.

—Ya lo sé, Alex, pero puede llegarun momento en el que necesites ayuda deverdad. Cuando eso ocurra, no piensovolver a esperar en el coche. Quizádeberías ir haciéndote a la idea.

—Te lo diré cuando necesiterefuerzos.

—Y allí estaré —replicó él

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bruscamente.Alex prefirió no seguir discutiendo y,

durante un rato, no se oyó más que elruido del exagerado motor devorando lanueva gasolina. Entonces Danielsuspiró.

—Tendría que haber sabido que iríasun paso por delante —dijo.

Alex asintió con la cabeza, aceptandola disculpa implícita, aunque no las teníatodas consigo respecto a sus últimasdeclaraciones.

—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —le preguntó tras otro breve silencio.

—¿El qué?—Intimidar a la gente.—Mi escuela no es precisamente una

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institución privada muy exclusiva. Y, detodas formas, a la mayoría de loschavales les gusta que haya alguien almando. Les da seguridad.

Alex rio.—Pues esos tres van a dormir como

unos angelitos. Lo que quedaba de noche fue menostenso. Daniel dormitó contra la ventana,roncando un poco, hasta la siguienteparada para repostar, a unos treintakilómetros al este de Dallas. Elsomnoliento cajero no mostró ningúninterés en el rostro de Alex. Cuandohubieron salido del alcance de las

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cámaras de la gasolinera, Alex paró enun tramo oscuro de arcén y cambió desitio con Daniel, que afirmaba estar muydespierto y dispuesto. Durmió cuantopudo hasta la siguiente parada, al sur deShreveport, donde volvieron a cambiarde asiento.

Pronto amanecería. Alex activó elsofisticado GPS para buscar algúnparque nacional o reserva ecológica ydescubrió que no estaban lejos delinmenso bosque nacional Kisatchie. Sedirigió a la esquina de la reserva quequedaba más cerca de la I-49 y sedesvió por carreteras secundarias hastaencontrar una zona lo bastante aislada yfrondosa para detenerse sin muchos

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reparos a la densa sombra de un grupoapretado de árboles. Se metió marchaatrás entre dos troncos que apenasdejaban espacio para el Humvee yadelantó lo justo para poder abrir laparte de atrás. Cuando abrió su puerta,el húmedo calor de fuera se impuso alinstante al aire más fresco del interiordel vehículo.

Einstein bajó encantado del coche ehizo sus necesidades. A Lola le costómás. Alex tuvo que volver a vendar suherida cuando regresó. Daniel les habíasacado comida y agua antes de que Alexterminara. Luego Daniel procedió altrabajo fácil de aliviar sus propiasnecesidades y a Alex le tocó la versión

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más complicada. Pero ya habíasubsistido antes en coches y, aunque noera su estilo de vida favorito, estabapreparada.

Estudió más de cerca el morro delHumvee y tuvo que reconocer que estabaimpresionada. A simple vista, no habíapruebas de que hubieran estadoimplicados ni siquiera en un levetopetazo.

Las opciones para desayunar eranmínimas. Alex volvió a la misma caja depastelitos industriales que había abiertoaquella primera mañana en el rancho.Daniel también sacó de ella otroenvoltorio.

—¿Qué vamos a hacer con la comida?

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—preguntó.Alex se secó la frente con el brazo

para que el sudor no le cayera a losojos.

—Por la noche, iré acumulando unpoco en cada estación de servicio. Coneso podremos pasar unos días. Dime sitienes alguna preferencia.

Bostezó y siseó al momento, cuandoel gesto tiró del corte en su cara.

—¿Tienes aspirinas? —pidió Daniel.Alex asintió, exhausta.—Puede ser buena idea. Los dos

tenemos que dormir un poco. No pasaránada si dejamos fuera a los perros,¿verdad? No quiero tenerlos aquíencerrados todo el día, además de por

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las noches.Alex buscó unos analgésicos mientras

Daniel apartaba el revoltijo que habíaen la parte trasera del Humvee a loslados de la plataforma, dejando unestrecho espacio llano en el centro.Sabiendo que había hecho todo lo quepodía, Alex extendió su saco de dormiry enrolló la parte de arriba a modo dealmohada.

De un modo muy anormal, le resultónormal tener a Daniel tumbado junto aella, y cómodo e instintivo que lerodeara la cintura con un brazo y lepusiera la cara contra el cuello. El rocede su corta barba hizo cosquillas a Alex,pero no le importó.

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Empezaba a dormirse cuando reparóen un movimiento a su lado. Al principiocreyó que sería Daniel comenzando aroncar, pero el temblor no cesó. Alexcogió los dedos que Daniel habíaposado en su cintura y los encontrótiritando. Se incorporó de golpe y segiró para mirarle de frente. Los ojos deDaniel se abrieron de par en par almoverse ella tan rápido y empezó aincorporarse también. Alex se loimpidió poniéndole una mano en elpecho.

—¿Qué pasa? —preguntó Daniel conun susurro.

Alex le miró la cara. En la penumbraera difícil estar segura, pero quizá

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estuviera más pálido que antes. Deberíahaber vigilado mejor los signos. Si porfin había llegado el momento de soltarlas armas, por así decirlo,temporalmente, estaba claro queacusarían la tremenda presión quehabían soportado la noche anterior. Lomás probable era que no fuese unaconmoción propiamente dicha, sino másbien el tradicional ataque de pánico.

—Nada, excepto que quizá a ti sí. —Le tocó la frente y la notó húmeda—.¿Te notas enfermo?

—No, estoy bien.—Estabas temblando.Daniel negó con la cabeza y respiró

hondo.

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—Perdona, es que pensaba en… locerca que ha estado.

—No lo hagas. Se acabó. Estás asalvo.

—Lo sé, lo sé.—No dejaré que te pase nada.Daniel soltó una carcajada, y Alex

percibió la misma histeria presente en supropia risa la noche anterior.

—Lo sé —repitió Daniel—. Sé queyo estaré bien, pero ¿qué me dices de ti?¿Tú estás a salvo? —La izó sobre supecho, acunando la parte dañada de sucara entre sus cuidadosos dedos largos,y le susurró al oído—: Podría haberteperdido de un plumazo. Todo lo que meimporta ya no existe: he perdido mi

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casa, mi trabajo, mi vida… Me heperdido hasta a mí mismo. Me tengo enpie por los pelos, Alex, y si me tengo enpie es por ti. Si te pasara algo…, no sélo que supondría para mí. No sé cómoseguiría adelante. Todo lo demás lo voyasumiendo, Alex, pero a ti no puedoperderte también. No puedo.

Otro temblor recorrió su cuerpo.—No te preocupes —murmuró ella

sin mucho aplomo, levantando un brazopara ponerle los dedos contra los labios—. Estoy aquí.

¿Era lo que debía decir? No teníaninguna experiencia consolando a otros.Incluso cuando su madre atravesaba lasúltimas fases de la enfermedad que

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había acabado con ella, Judy no habíaquerido compasión ni mentiras. SiJuliana le decía algo como: «Qué buenaspecto tienes hoy, mamá», la respuestade Judy siempre se parecía a: «Déjatede chorradas, que ahí hay un espejo». AJudy no se le ocurrió nunca que fueseJuliana quien pudiera necesitar que lareconfortaran; a fin de cuentas, no eraella la que se moría.

Había aprendido muy pronto a nobuscar consuelo para sí misma, y nuncahabía sabido muy bien cómo dárselo alos demás. Habría estado más cómodahablando en términos clínicos,explicando a Daniel que lo que estabasintiendo era solo una respuesta natural

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a la perspectiva de una muerte violenta,pero ya le había dicho cosas parecidasantes y sabía que no funcionaban. Asíque recurrió a imitar cosas que habíavisto en televisión, hablando consuavidad y acariciándole la mejilla.

—Estamos bien… Ya pasó.Se preguntó si debería taparlo con el

saco de dormir por si acaso, aunque yaempezaba a hacer mucho calor y nonotaba helado a Daniel. Pero Alex yahabía concluido que Daniel funcionaba auna temperatura superior a la de ella,tanto física como metafóricamente.

Su respiración seguía sonandoalterada. Alex apartó la cabeza y seapoyó en los brazos para poder

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examinar el rostro de Daniel.Ya no solo estaba pálido. Tenía sus

dulces ojos atribulados, atormentados, yla mandíbula tensa por el pánico queluchaba por controlar. En su frente sedistinguía una línea alzada y palpitante.La miró como suplicándole que acabaracon el dolor.

La expresión de Daniel reavivó enella un recuerdo de pesadilla, el de suinterrogatorio, y por impulso le echó losbrazos al cuello, levantó su cabeza delsuelo del Humvee y la apretó contra supecho para ocultar aquella cara. Sintiósu propio temblor convulsivo, y la parteclínica de su cerebro diagnosticó queestaba tan traumatizada como él. A su

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parte menos clínica le trajo sin cuidadoel motivo. Estaba siendo presa delpánico y tenía la impresión de no podertener a Daniel lo bastante cerca paraconvencerse de que de verdad estabavivo y a salvo y con ella. Era como si elmás mínimo parpadeo pudieradevolverla al interior de su tienda negra,con él aullando de agonía. O peor, quecuando abriera los ojos se hallara en eloscuro pasillo del piso de arriba, conDaniel sangrando a sus pies en vez delmercenario. Se le aceleró el pulso y lecostó respirar.

Daniel hizo rodar sus cuerpos hastaquedar a su lado y apartó las manos deAlex de su cabeza. Por un instante, Alex

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pensó que Daniel iba a asumir el papeltranquilizador en el que ella habíafallado tan estrepitosamente, peroentonces cruzaron la mirada y vioreflejado en su rostro todo el miedo y laagitación que había en su propia mente.Miedo a la pérdida, miedo a tenerporque hacía posible la pérdida. Másque consolarla, la profundidad delmiedo que vio en Daniel multiplicó elsuyo. Podía perderlo, y no sabía cómovivir con eso.

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Sus labios se encontraron tan derepente que no estuvo segura de quién sehabía movido antes.

Y entonces sus cuerpos se enredaroncon una especie de furia desesperada,labios y dedos, lenguas y dientes.Respirar se volvió optativo y Alex solo

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pudo hacerlo en jadeos entrecortadosque no le aliviaban el mareo. No queríaotra cosa de Daniel que estar cada vezmás cerca, más cerca, meterse dentro desu piel de algún modo para que nuncapudieran arrebatárselo. Sintió arder laherida de su mandíbula al reabrirse ytodos los cardenales, viejos y nuevos,cobraron una vida renovada, pero eldolor no pudo distraerla de esa agudanecesidad. Se aferraron el uno al otrocasi como adversarios, rodando yretorciéndose juntos en los límites delangosto espacio, topando contra lasbolsas de lona y de nuevo contra elsuelo. Alex se admiró de lo electrizanteque era la fuerza bruta de Daniel. En un

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hombre, la fuerza siempre había sidoalgo que temer, pero aquella laentusiasmaba. Oyó rasgarse un tejido yno supo de quién era. Recordaba latextura de la piel de Daniel y la formade sus músculos al tocarlos, pero nohabía imaginado que pudiera notarlos deese modo contra los suyos.

«Más cerca —latió su pulso—, máscerca».

Y de pronto Daniel se apartó,separando su boca de la de Alex con unrespingo ahogado. A sus pies sonó unquejido ansioso. Alex se inclinó y vio aEinstein con las mandíbulas cerradassobre el tobillo de Daniel. El perrovolvió a gemir.

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—Einstein, relaja —gruñó Daniel,dando un tirón para liberar su pie—.Fuera.

Einstein lo soltó pero no dejó demirarla a ella con inquietud.

—¡Relaja! —repitió Alex con vozronca—. No pasa nada.

Con un bufido reticente, Einstein bajópor la puerta trasera abierta.

Daniel se incorporó y cerró de golpe.Se volvió hacia ella de rodillas, con laspupilas dilatadas y la mirada salvaje.Apretó los dientes como si luchara porrecobrar algún tipo de control.

Alex extendió los brazos hacia él, conlos dedos estirados para meterlos en lacintura de sus vaqueros, y Daniel cayó

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sobre ella con un sonido gutural.—Alex, Alex —susurró contra su

cuello—. Quédate conmigo. No tevayas.

Incluso con el frenesí del momento,Alex fue consciente de lo que le estabapidiendo Daniel. Y al responder lo hizocon sinceridad, sabiendo que podía serel peor error que había cometido jamás.

—Lo haré —le prometió con vozrasposa—. No me iré.

Sus bocas volvieron a unirse y Alexsintió el ritmo del corazón de Danielsincopado con el de ella, alineados bajosus pieles como en un espejo.

El estridente sonido del teléfono seimpuso a los más graves del latido

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doble y los jadeos, y la obligó aapartarse de él presa de un pánico muydistinto al de antes.

Daniel sacudió una vez la cabeza, conlos ojos cerrados como si intentararecordar dónde estaba.

Alex se incorporó, buscando el origendel sonido.

—Lo tengo yo —dijo Daniel,jadeando. Metió la mano en el bolsillode los vaqueros mientras el móvilvolvía a sonar.

Miró el número y pulsó «Responder»con el pulgar. Con la mano izquierda,atrajo de nuevo a Alex hacia su pecho.

—¿Kev? —dijo Daniel entreresuellos.

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—Danny… Eh, ¿estáis bien?—Sí.—¿Qué hacéis?—Intentar dormir un poco.—Pues parece que estés corriendo

una maratón.—El teléfono me ha dado un susto.

Tengo los nervios un poco a flor de piel,ya sabes. —La mentira le salió tannatural que Alex casi sonrió a pesar deltumulto interno.

—Ah, vale, perdona. Déjame hablarcon Oleander.

—¿Quieres decir Alex?—Lo que sea. Pásale el teléfono.Alex intentó ralentizar su respiración

para sonar normal.

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—¿Sí?—Venga ya, no me digas que a ti

también te ha asustado el teléfono.—No soy agente de operaciones

encubiertas. Y ha sido una noche muyintensa.

—Seré rápido. He encontrado a mihombre. ¿El apellido Deavers te suenade algo?

Pensó un segundo, tirando de su mentepara obligarla a volver a las cosasimportantes.

—Sí, lo conozco. Aparecía enalgunos archivos cuando extraíamosinformación para la CIA. Pero no vinonunca a ningún interrogatorio. ¿Essupervisor de la Agencia?

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—Es más que un supervisor. Hoy endía es el segundo al mando, y con visosde ascender. Era uno de los objetivospotenciales a los que tenía controlados.Esta mañana temprano, Deavers recibióuna llamada, dio unos cuantos golpes alas paredes y luego llamó a su vez. Aeste tío lo conozco, y le gusta hacercorrer a sus peones. No sale deldespacho, siempre envía a un ayudantepara que le traiga a la persona con quienquiere hablar. Así demuestra su poder.Pero después de la segunda llamada,salió corriendo a buscar a tu Carstoncomo si fuera un chico de los recados.Se reunieron en un parquecitoresidencial, a kilómetros de distancia de

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sus despachos, y dieron un paseotranquilo pero sudoroso, con aspecto dequerer matarse mutuamente todo el rato.Es Deavers, estoy seguro.

—¿Qué estás pensando?—Hum. Creo que sigo queriendo ese

e-mail. Quiero ver quién más sabe deesto. Eliminar a Deavers no será muycomplicado, pero pondría sobre aviso alos demás si no actúa solo. ¿Tienesboli?

—Dame un segundo.Fue al asiento delantero y buscó su

mochila. Sacó de ella un bolígrafo yapuntó la dirección de e-mail que ledictó Kevin en el reverso de un recibode gasolinera.

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—¿Cuándo? —preguntó al terminar.—Esta noche —decidió Kevin—.

Cuando hayas dormido un poco y estésmenos nerviosa.

—Lo enviaré desde Baton Rouge.¿Tienes guion o quieres que improvise?

—Ya sabes lo importante. Que nosuene demasiado intelectual.

—Creo que podré adoptar un estilocavernícola.

—Perfecto. Cuando cambies devehículo con los McKinley, empieza asubir hacia aquí. —Pasó a su tono devoz de biblioteca, pero Daniel estabatan cerca que fue en vano—. ¿Danny vaa darte problemas por lo de dejarloatrás?

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Alex levantó la cara hacia la deDaniel. Fue fácil leer su reacción.

—Sí. Y tampoco estoy tan segura deque sea buena idea, de todas formas.Llámame paranoica, pero ya no creo enlos pisos francos.

Daniel se agachó para apretarle loslabios contra la frente, lo que ledificultó prestar atención a lo que estabadiciendo Kevin.

—… encontrar un sitio para Lola.¿Cómo de mal tienes la cara?¿Oleander?

—¿Eh?—Tu cara. ¿Qué aspecto tiene?—Venda grande por toda la parte

izquierda de la mandíbula y la oreja. —

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Mientras hablaba, Daniel se inclinó paraexaminar sus heridas y ahogó un grito—.Además de lo bonita que ya estaba.

—Podría servirnos —dijo Kevin—.Lola también está herida. Les contaréuna historia que encaje.

—¿A quiénes?—A los del hotel para perros donde

quiero que lleves a Lola. Oye, Ollie,tienes que dormir un poco. A cadasegundo que pasa estás más alelada.

—Pues igual escribo tu e-mail ahora,ya que tengo el estado mental correcto.

—Llámame cuando volváis a lacarretera —zanjó Kevin, y colgó.

—Tienes sangre en el vendaje —dijoDaniel, preocupado.

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Alex le devolvió el teléfono.—No pasa nada. Tendría que haberle

puesto pegamento anoche.—Ocupémonos ahora.Alex vio en su cara que el pánico y la

ferocidad de sus ojos se había reducidoa una simple inquietud. Seguía teniendoel pecho mojado de sudor, perorespiraba con normalidad. Ella noestaba tan segura de haber alcanzado unestado similar de calma.

—¿Ahora mismo? —preguntó.Daniel le dedicó una mirada

comedida.—Sí, ahora mismo.—¿Tanto sangra? —Alex tocó la gasa

con reparo, pero notó solo una cálida

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humedad. Por cómo había habladoDaniel, esperaba estar a punto dedesangrarse.

—Sangra y punto. ¿Dónde está elbotiquín?

Con un suspiro, Alex se volvió hacialas bolsas apiladas. No estaba en la dearriba, así que tuvo que cambiarlas desitio. Mientras buscaba, notó que losdedos de Daniel le palpaban con cautelael omóplato izquierdo.

—Tienes cardenales por todas partes—murmuró, recorriéndole el brazo conlos dedos—. Estos parecen recientes.

—Me han tirado al suelo —reconocióella mientras sacaba el botiquín y dabamedia vuelta.

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—No me has contado lo que hapasado en la casa —comentó Daniel.

—No quieres saberlo.—Puede que sí.—Vale, pues yo no quiero que lo

sepas.Daniel le cogió el botiquín, cruzó las

piernas y lo dejó sobre la plataformaentre los dos. Ella cruzó también laspiernas con un gran suspiro y giró laparte izquierda de su cara hacia él.

Con delicadeza, Daniel empezó aquitarle el esparadrapo de la piel.

—Puedes ir más deprisa —le dijoAlex.

—Lo haré a mi manera.Se quedaron en silencio mientras

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Daniel trabajaba. En la quietud, sucuerpo tuvo tiempo de recordarle loexhausta que estaba.

—¿Por qué no quieres que lo sepa?—preguntó Daniel mientras le aplicabauna gasa medicada en la piel—. ¿Nocrees que pueda soportarlo?

—No, es que…—¿Qué?—La forma en la que me miras

ahora… no quiero que cambie.Por el rabillo del ojo, lo vio sonreír.—De eso no hace falta que te

preocupes.Alex respondió con un encogimiento

de hombros.—¿Cómo se hace esto? —preguntó

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Daniel, sacando el Super Glue delbotiquín.

—Junta los bordes del corte, ponlesuna línea de pegamento por encima ysostenlo hasta que se seque. Será comoun minuto.

Contuvo una mueca cuando Daniel leapretó con firmeza las yemas contra lapiel. El familiar olor del adhesivo llenóel aire entre ellos.

—¿Te duele?—Va bien.—¿Nunca te cansas de ser tan dura?Alex puso los ojos en blanco.—El dolor es manejable, gracias.Daniel apartó el cuerpo sin soltarla

para examinar su obra.

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—Parece muy cutre —le dijo—.Tendrías que haberle salvado la vida aun enfermero.

Alex le cogió el tubo de pegamento yvolvió a taparlo. No quería que sesecara. Tal y como estaba yendo elviaje, podían volver a necesitarlo bienpronto.

—Seguro que bastará —contestó—.Pero sostenlo un poco más.

—Siento lo de hace un momento,Alex. —La voz de Daniel sonó apagada,arrepentida.

Alex deseó poder girar la cabeza ymirarlo a los ojos.

—No sé lo que ha pasado —continuódiciendo Daniel—. No puedo creer que

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haya sido tan brusco contigo.—Tampoco es que yo me haya

contenido mucho.—Pero yo no estoy herido —le

recordó con amargura—. No tengo ni unrasguño, en tus propias palabras.

—Ahora ya no es del todo cierto —dijo ella, pasándole los dedos por lapiel del pecho. Palpó los ligerosarañazos que habían dejado sus uñas.

Daniel inhaló de golpe mientras losdos se quedaban atrapados un segundoen el recuerdo, y a Alex se le contrajo elestómago. Trató de volver la cabeza,pero Daniel la tenía bien sujeta.

—Espera —le advirtió.Se quedaron quietos, sentados en el

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denso silencio mientras Alex contabamentalmente hasta sesenta dos veces.

—Está seco —insistió.Muy despacio, Daniel apartó los

dedos de su mandíbula. Alex se volvióhacia él, pero vio que tenía la cabezagacha mientras rebuscaba en el botiquín.Encontró el espray antibacteriano y se loaplicó con generosidad en la herida.Luego sacó el rollo de gasa y elesparadrapo. Con gestos suaves —y sinmirarla a los ojos—, le sujetó labarbilla con el pulgar y el índice pararecolocar su cabeza y fijó la gasa.

—Ahora deberíamos dormir —dijomientras tensaba la última tira deesparadrapo sobre la piel de Alex—.

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Los dos estamos muy alterados y nopensamos bien. Podemos retomar… eldebate cuando seamos racionales.

Alex quería discutir, pero sabía queDaniel tenía razón. No se estabancomportando como ellos mismos.Estaban comportándose como animales,respondiendo a una experiencia cercanaa la muerte con el imperativoinconsciente de perpetuar la especie.Era biología primitiva, no una actitudadulta responsable.

Aun así, quería discutir.Los dedos de Daniel se quedaron

posados a un lado de su cuello y Alexnotó que se le alteraba el pulso con elcontacto. Daniel también lo debía de

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haber notado.—A dormir —insistió.—Tienes razón, tienes razón —

rezongó ella, volviéndose a dejar caercontra el saco de dormir arrugado. Deverdad estaba extenuada.

—Toma. —Daniel le dio su camiseta.—¿Y la mía?—Hecha trizas. Lo siento.Dentro del Humvee ya hacía un calor

sofocante. Alex tiró a un lado lacamiseta de Daniel y sonrió conremordimiento, sintiendo el tirón delpegamento.

—Para ser gente con los recursos muylimitados, no estamos teniendo muchocuidado con nuestras cosas.

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Daniel también debió de haber notadola falta de circulación de aire. Se acercóal fondo para volver a abrir la puertatrasera.

—Lo que te decía, estamos muyalterados.

Se tumbó junto a ella y Alex se hizoun ovillo contra su pecho, preguntándosesi de verdad podría dormir con élsemidesnudo a su lado. Cerró los ojos,intentando obligarse a caer inconsciente.Daniel la envolvió con sus brazos,vacilante al principio y luego, a lospocos segundos, más decidido, casicomo si estuviera poniendo a prueba supropia determinación.

Si Alex hubiera estado un poco menos

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cansada, quizá le habría puesto másdifícil la prueba. Pero a pesar de laaguzada consciencia que tenía delcuerpo de Daniel y los chispazoseléctricos que se activaban cuando susterminaciones nerviosas tocaban ladesnuda piel masculina, tardó poco enaletargarse. Mientras se rendía alolvido, una extraña palabra daba vueltasy más vueltas en su mente.

«Mío —insistía su cerebro mientrassus pensamientos se fundían en negro—.Mío». Cuando Alex despertó, el sol seguíabrillando en el oeste y el saco de dormir

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que tenía debajo estaba empapado ensudor. Las sombras habían cambiado yle caía una franja de luz en toda la cara,aunque a través del cristal tintado.Parpadeó un minuto, somnolienta,esperando a que su cerebro despertara.

Entonces volvió en sí de golpe alreparar en que estaba sola. Se incorporódemasiado deprisa, se mareó y le dolióla cabeza. La puerta trasera del Humveeseguía abierta y notó el aire cálido,húmedo y pesado en la piel. Daniel noestaba a la vista. Tampoco su camiseta,por lo que tuvo que hurgar entre suscosas, deprisa y en silencio, para buscaralgo que ponerse antes de buscarlo. Erauna estupidez, pero si iba a darse de

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bruces contra otro equipo de asesinos,no quería hacerlo en sujetador, y menossi era uno raído y de color marrón. Sepuso el fino suéter gris de unas tallasmás porque fue lo primero que tocaronsus dedos, no porque fuera lo adecuadopara el clima. Sacó la PPK de su bolsa yla metió en los pantalones por detrás dela cintura. Mientras bajaba del vehículo,oyó un crujido de papel bajo su rodilla.

Era el recibo en el que habíaapuntado la dirección de e-mail. Pordebajo había otra nota escrita con buenaletra.

«Me llevo a Einstein de paseo.Vuelvo enseguida».

Se guardó la nota en el bolsillo. Aún

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sin hacer ruido, terminó de bajar delHumvee. Lola estaba tendida en unasombra junto al agua y la comida que lehabía puesto Daniel. Su cola empezó aaporrear la hierba cuando vio a Alex.

Bueno, al menos teniendo allí a Lola,Alex sabía que no había nadie másalrededor. Bebió un poco de agua, sequitó el sudor de la cara con las mangasdel suéter y luego se arremangó tantocomo pudo.

—No sé ni en qué dirección han ido—se quejó a Lola mientras le rascabalas orejas—. Y tú no estás encondiciones de rastrearlos, ¿verdad queno, chica? Aunque seguro que no tecostaría nada si estuvieras bien.

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Lola le lamió la mano.Alex tenía mucha hambre. Registró

las existencias de comida que habíacogido Daniel y se decidió por unabolsa de bretzels. Esa noche de verdadno tendría más remedio que reponerexistencias, pero no le gustaba nadadejar un rastro. Por supuesto, habíacentenares de rutas posibles que podríanhaber elegido hacia una infinidad dedestinos. Pero alguien lo bastantepersistente y con un poco de suertepodría deducir una pauta. A Alex se lehabían acabado las trampas preparadascon esmero y los planes bien meditados,por no hablar de las Batcuevas. Susúnicos recursos eran dinero, armas,

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munición, granadas, puñales, venenos eincapacitantes químicos variados, unvehículo de asalto y un perro de ataqueinteligentísimo. Entre sus lastres físicosse contaban el mismo vehículo de asaltoque tanto llamaba la atención, una perraherida, su propio cuerpo, también algoherido, una cara muy memorable, otracara sacada de un cartel de «Se busca»(más o menos) y la ausencia de comida,refugio y opciones. Pero sus lastresemocionales eran aún peores. Eraincreíble la cantidad de problemas quese había echado encima en tan pocotiempo. Una parte de ella no anhelabamás que poder rebobinar, volver a sucómoda y pequeña bañera, su cara

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intacta y sus redes de seguridad. Haberreaccionado de otro modo en aquellalejana biblioteca y haber borrado el e-mail.

Pero, si pudiera volver atrás, ¿loharía? ¿De verdad su vida de terrorcotidiano y soledad era una opción másapetecible? Había estado más segura, sí,pero perseguida de todos modos.¿Acaso su nueva vida más peligrosa noera, en muchos aspectos, también másplena?

Estaba sentada junto a Lola,acariciándole despacio el lomo, cuandooyó la voz de Daniel aproximándose.Después del primer susto alarmado,dejó de temer que estuviera conversando

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con un desconocido. Su voz tenía untono particular que solo aparecía cuandohablaba con Kevin.

Einstein llegó el primero. Corrióemocionado hacia Alex y le tocó lamano con el hocico húmedo.Intercambió un husmeo de saludo conLola y fue a beber.

Daniel apareció caminando con pasofirme por el centro del descuidadocamino de tierra. Llevaba la gorra aprueba de balas y, por debajo, tenía elceño fruncido. Sostenía el teléfono a uncentímetro de la oreja.

—Ya he vuelto —estaba diciendo—.Veré si está despierta… No, no voy adespertarla si aún duerme.

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Alex se levantó, se sacudió la tierradel pantalón y se desperezó. Elmovimiento atrajo la atención de Daniely su expresión mudó del fastidio a unalenta y amplia sonrisa. Aunque Alexestaba un poco exasperada, no pudoevitar sonreírle también.

—Está aquí mismo. Ten pacienciasolo un segundo más, querido hermano.

En lugar de pasarle el teléfono,Daniel la atrajo para envolverla en unlargo abrazo. Con la cabeza ocultacontra el pecho de Daniel, respirando suolor, Alex sonrió. Pero cuando él por finse apartó, Alex negó con la cabeza yalzó las cejas en gesto de incredulidad.

—Lo siento —dijo él—. No me paré

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a pensar.Alex dio un suspiro de frustración y

tendió la mano para pedir el móvil.Daniel se lo entregó con una sonrisaavergonzada, sin soltarla del todo con elotro brazo.

—Por mí no te preocupes, es solo queestoy intentando mantenernos con vida—murmuró Alex, y luego dijo alteléfono—: Hola.

—Buenos días. Veo que el idiota demi hermano no aprende de sus errores.

—¿Qué ha pasado?—No mucha cosa. Una ráfaga de

llamadas telefónicas, pero hasta ahoranadie más se ha delatado.

—Entonces, ¿por qué llamas?

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—Porque da la sensación de queDaniel y tú tenéis una capacidadilimitada para cagarla a base de bien.Estáis haciendo que me suba por lasparedes.

—Bueno, pues ha sido todo un placercharlar cont…

—No te piques, Oleander. Sabes quelo digo por Daniel. Ojalá pudierasllevarlo con correa o algo así.

—Es nuevo. Se adaptará.—¿Antes de hacer que lo maten?—Sabes que te estoy oyendo,

¿verdad? —preguntó Daniel.—Los cotillas no caen bien a nadie

—replicó Kevin en voz muy alta—.Deja un poco de espacio a la chica.

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—Ten, habla tú con él. Yo voy aordenar nuestras cosas para estarpreparados cuando se ponga el sol.

Devolvió el teléfono a Daniel y sezafó de él. La conversación con suhermano duró poco más. Se limitaron acruzar unos insultos mientras ella seacercaba al Humvee e inspeccionaba losdaños. La plataforma de carga seguíasiendo un desastre total. Pero en fin,tenía tiempo de sobra y poca cosaproductiva más que hacer. Sacó la PPKde su espalda y la guardó dentro de unabolsa Ziploc en la mochila. Despuésenrolló el saco de dormir y lo dejóapartado en el asiento del copiloto parapoder localizar toda la munición

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dispersada.Oyó a Daniel subir detrás de ella. Se

puso a buscar objetos sueltos por laplataforma.

—De verdad que lo siento —dijomientras trabajaba, sin mirar hacia ella—. Es que seguías durmiendo y Einsteinestaba inquieto, y no creo que por aquíhaya nadie. Me pareció normal. Supongoque eso debería haber sido la primerapista de que estaba cometiendo undelito.

Alex también mantuvo la miradapuesta en lo que estaba haciendo.

—Imagínate si te hubieras despertadotú aquí solo.

—Tendría que haberlo pensado.

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—¿Quién me prometió hace poco queme pediría permiso hasta para respirar?

Daniel suspiró.—Kevin tiene razón, ¿verdad? Esto se

me da fatal.Alex empezó a organizar los distintos

cargadores en bolsas de cierrehermético y a meter cada una en unbolsillo exterior de las bolsas de lona.

—Sé lo que intentas —le dijo—.Estás planteándolo de forma que o mepongo de parte de Kevin o te perdono.

—¿Y funciona?—Depende. ¿Te ha visto alguien?—No. No hemos visto señales de

vida, aparte de pájaros y ardillas.¿Sabes que muchos perros persiguen a

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las ardillas? Pues Einstein las atrapa.—Podría venirnos bien si tenemos

que vivir más tiempo en este Humvee.No soy muy buena cazadora.

—Es solo una noche más, ¿no?Sobreviviremos.

—De verdad que eso espero.—Eh… ¿Esto lo quieres para algo?

—preguntó Daniel con voz confundida—. ¿Son… nueces?

Alex levantó la mirada para ver a québolsa Ziploc se refería.

—Huesos de melocotón —dijo.—¿Basura?Alex se la cogió de las manos y la

guardó en la bolsa de lona que estabaorganizando.

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—No son basura —respondió—. Losquiero por el cianuro de sodio queaparece de forma natural en la parteinterna de la semilla. No hay mucho encada hueso, así que tengo que recolectarcentenares para extraer una cantidadutilizable. —Suspiró—. ¿Sabes? Anteslos melocotones me gustaban. Ahora nolos soporto.

Miró hacia Daniel y lo viopetrificado, con los ojos muy abiertos.

—¿Cianuro? —Sonó sobresaltado.—Es uno de mis sistemas de

seguridad. Cuando reacciona con elácido adecuado en estado líquido,genera ácido cianhídrico. Un gasincoloro. Preparo ampollas lo bastante

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grandes como para saturar unahabitación de tres por tres metros. Esbastante rudimentario, pero ya no tengoacceso a materiales de alta gama. De untiempo a esta parte, es todo química debañera.

Daniel suavizó los rasgos y asintiócomo si todo lo que acababa de decirAlex fuese completamente cuerdo ynormal. Siguió recogiendo municióndesperdigada. Alex sonrió para susadentros.

Tuvo que reconocer que se tranquilizóun poco cuando sus cosas estuvieronorganizadas y bien guardadas: lo mejordel trastorno obsesivo-compulsivo erael agradable subidón que daba un

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espacio ordenado. Hizo inventario delas armas que le quedaban y también lesirvió de consuelo. Los pendientes eranirreemplazables y andaba corta devarios compuestos, pero la mayoría desus armas seguían siendo funcionales.

Cenaron barritas de muesli, galletasOreo y una botella de agua que se fueronpasando, sentados en el borde trasero dela plataforma de carga. Las piernas deAlex se balanceaban a más de treintacentímetros del suelo, pero Danielllegaba a tocarlo con la punta delzapato. Cedió a la insistencia de Daniely tomó más ibuprofeno. Por lo menos,los medicamentos normales eran fácilesde reponer. De esos no tenía que hacer

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tanto acopio.—¿Cuándo nos vamos? —preguntó

Daniel cuando lo hubieron recogidotodo.

Alex estudió la posición del sol.—Pronto. Si esperamos otro cuarto de

hora, creo que ya estará oscuro cuandolleguemos a la carretera principal.

—Sé que estoy metido en un líoenorme y que seguramente merezco…,no sé, estar en aislamiento o algo, pero¿crees que podría besarte hasta que nosvayamos? Tendré más cuidado con tucara y tu ropa, lo prometo.

—¿Tendrás cuidado? No es muytentador.

—Pues lo siento, pero es todo lo que

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puedo ofrecer ahora mismo.Alex suspiró, con fingida mala gana.—Supongo que no tengo mucho más

que hacer.Daniel le cogió la cara entre las

manos, de nuevo colocando las yemascon delicadeza para evitar sus heridas y,cuando sus labios tocaron los de Alex,en esa ocasión fueron tan suaves que eracomo si apenas pesaran nada. Alexsiguió sintiendo el zumbido, laelectricidad bajo su piel, pero había unextraño consuelo en la suavidad delbeso. Fue como los primeros, los de lacocina del rancho, solo que un poco máscautelosos. Aun así, Alex seguíarecordando de maravilla lo que había

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pasado por la mañana, y eso cambiabalas cosas. Se planteó subir el ritmo,sentarse encima de él y rodearlo con suspiernas, pero no se decidió. Se estabamuy bien así. Sus dedos encontraron elcamino hacia los rizos de Daniel, comoestaba convirtiéndose muy deprisa en sucostumbre.

Él le besó el cuello, saboreandotenuemente los lugares donde latía elpulso bajo su piel.

Le susurró en la oreja buena:—Me preocupa una cosa.—¿Solo una? —dijo ella con un hilo

de voz.—Bueno, aparte de lo evidente.Su boca volvió a la de Alex, todavía

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cuidadosa pero más exploradora. Habíapasado casi una década desde la últimavez que alguien la había besado, perodaba sensación de ser más tiempo. Ynadie la había besado nunca de aquelmodo que ralentizaba el tiempo y leanulaba el cerebro y le daba chispazosy…

—¿Quieres saber qué es? —preguntóDaniel al cabo de unos minutos.

—¿Eh?—Eso que me preocupa.—Ah, sí. Claro.—Bueno —dijo, y calló un momento

para besarle los párpados—, yo séexactamente lo que siento por ti. —Labios otra vez, y luego cuello—. Pero

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no estoy seguro del todo de lo que túsientes por mí.

—¿No es evidente?Daniel se apartó de ella sin soltarle la

cara y la miró fijamente, con curiosidad.—Parecemos compartir cierto nivel

de atracción.—Eso parece.—Pero ¿para ti hay algo más?Alex se lo quedó mirando, sin saber

del todo qué quería.Él suspiró.—Verás, Alex, estoy enamorado de ti.

—Daniel escrutó su cara, analizando sureacción, y luego torció el gesto y dejócaer las manos a los hombros de Alex—. Y está claro que no te lo crees, pero

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es así. Pese a lo que pueda habersugerido mi comportamiento reciente, notengo como objetivo final el sexo. Y…supongo que me gustaría saber quéobjetivos tienes tú.

—¿Qué objetivos tengo? —Alex lomiró incrédula—. ¿Hablas en serio?

Él asintió con gravedad.La respuesta de Alex sonó más brusca

de lo que habría querido.—Tengo un solo objetivo, consistente

en mantenernos a los dos con vida. Si loconsigo durante el tiempo suficiente,quizá lleguemos a tener una esperanzade vida razonable que supere lassiguientes veinticuatro o cuarenta y ochohoras. Si se produjera esa afortunada

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situación, podría plantearme tener otrosobjetivos. Los objetivos implican unfuturo.

El gesto contrariado de Daniel seextendió de su boca a sus ojos. Las cejasse fruncieron, bajas y juntas.

—¿De verdad la cosa está tan mal?—¡Sí! —explotó ella, cerrando los

puños con fuerza. Respiró hondo—.Creía que eso también era evidente.

El sol se estaba poniendo. Deberíanhaber salido cinco minutos antes. Alexbajó del Humvee y silbó para llamar alos perros. Einstein subió de un saltopasando a su lado, ansioso por volver ala carretera. Alex fue a recoger a Lola,pero Daniel se le adelantó.

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Alex se estiró y trató de concentrarse.Estaba bastante descansada y podríaconducir durante toda la noche. Era loúnico que importaba: sobrevivir a laetapa sin atraer más atención de laimprescindible. Enviar el e-mail deKevin y luego reubicar su pequeño circoitinerante en un vehículo menosostentoso. Hasta ahí llegaban susambiciones.

Circularon un rato en silencio. Se hizode noche mientras aún seguían porcaminos secundarios. Cuando seincorporaron a la I-49, Alex se relajó unpoco. No había visto muchos vehículos,y la mayoría de los que había eranviejos y rurales. De momento, estaba

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bastante segura de que nadie sabíadónde estaban.

Era consciente de que debíaconcentrarse, pero la carretera oscuracon el flujo continuo de tráfico anónimose le hacía monótona y acabópreguntándose qué estaría pensandoDaniel. No era propio de él estar tancallado. Se le ocurrió encender la radio,pero le pareció de cobardes.Probablemente le debía una disculpa.

—Oye, perdona si he sido muy duracontigo antes —dijo, y las palabrassonaron muy altas después del largosilencio—. No se me da muy bien tratarcon la gente. Ya sé que no es excusa, quesoy mayorcita y debería ser capaz de

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mantener una conversación normal. Losiento.

El suspiro de Daniel no sonó airritación, sino más bien a alivio.

—No, el que lo siente soy yo. Notendría que haberte insistido. Lo que nosha dejado como estamos es mi falta deperspectiva. Mejoraré.

Ella meneó la cabeza.—No puedes pensar así. El

responsable de esto no eres tú. Mira,alguien ha decidido matarte. A Kevin lepasó hace seis meses y a mí unos añosantes de eso. Cometerás errores, porquees imposible saber qué es un error y quéno hasta que lo has cometido. Pero esoserrores no significan que tengas la culpa

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de lo que pasa. Nunca olvides que haypor ahí un ser humano que decidióanteponer sus objetivos a tu existencia.

Daniel rumió un minuto.—Entiendo lo que dices y te creo.

Pero tengo que hacerte más caso,comportarme como tú y centrarme en loimportante. No nos sirve de nada que mecomporte como un adolescenteenamoradizo, preocupado por si te gustoen serio o no.

—De verdad, Daniel, sí que…—No, no —la interrumpió de

inmediato—. No pretendía desviar eltema con ese comentario.

—Deja que me explique. Si tú eres unadolescente, yo soy una niña pequeña.

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Emocionalmente, soy una retrasada.Hasta defectuosa, diría. No sé cómo sehacen estas cosas y, aunque está claroque sobrevivir es la prioridad, tambiénestoy usándolo para evitar preguntas quedebería poder contestar. O sea…¿Amor? Ni siquiera sé lo que es, o siexiste. Lo siento, es… como de otroplaneta para mí. Yo evalúo las cosasbasándome en necesidades y deseos. Nopuedo procesar nada que sea más…blandito.

Daniel hizo su risita de «je-je-je» yalivió de golpe toda la tensión. Alex riocon él, y después suspiró. Todo parecíamenos espantoso si podía reír conDaniel.

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Él dejó escapar una última y suavecarcajada y luego, en tono jovial, dijo:

—Cuéntame qué es lo que necesitas.Alex se tomó un tiempo para

pensarlo.—Necesito… que estés vivo. Y me

gustaría estar viva yo también. Eso es loirrenunciable. Si puedo pedir más,preferiría tenerte cerca. Más allá de eso,todo son guindas para el pastel.

—Pues a lo mejor es que soy unoptimista, pero creo que lo único quetenemos aquí son problemaslingüísticos.

—Puede ser. Si podemos pasar juntosunas semanas más, a lo mejorencontramos la forma de hablar el

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mismo idioma.Daniel le cogió la mano.—En temas de lingüística, siempre he

aprendido rápido.

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22

Alex escogió una gasolinera a lasafueras de Baton Rouge basándose en laedad del dependiente. Tenía ochentaaños como mínimo, y confiaba en que suvista y su oído ya no estuviesen en suesplendor.

Cuando confirmó que el anciano no le

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prestaba ninguna atención, pese a que sugruesa capa de maquillaje ni por asomoera convincente, hizo una compraconcienzuda. Más agua, muchos frutossecos y cecina y, en general, toda laproteína imperecedera que encontró.Compró zumo embotellado aunque no legustaba, ya que en la tienda no habíasección de productos frescos. En algúnmomento tendría que pasar por unsupermercado de verdad, pero esperabaque pudieran posponerlo un poco más.Sus magulladuras se iban desvaneciendocada día que pasaba.

Tampoco tuvo contratiempos en elcibercafé abierto las veinticuatro horas.Estaba cerca de la universidad, por lo

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que no faltaban los clientes nocturnos.Se dejó puesta la capucha y no levantóla cabeza, se sentó en un rincón apartadoy pidió un café solo sin mirar a lacamarera que fue a tomarle nota. Lehabría gustado tener tiempo para haceraquello fuera de la ruta hacia su destino,pero su primera prioridad debía sercambiar el Batmóvil por otro vehículo.En esos momentos, era su principaldesventaja.

Creó de cero una cuenta de correoregistrada a un nombre que, en esaocasión, no fue una combinaciónaleatoria de letras y números. Acontinuación, procuró pensar comoKevin.

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Tendrías que haberlo dejado estar, Deavers.No deberías haber involucrado a un civil. Noestoy aquí para hacer tu trabajo sucio, perome ocupé de esa interrogadora bajita por ti.Lo de Texas fue mi forma de decirte «denada». Ya estoy harto.

No había ninguna amenaza específica,pero sí muchas implícitas. Alex vacilóun segundo con el dedo sobre el ratón yla flechita tocando el botón de enviar.¿Estaba revelándoles algo que nosupieran? A esas alturas, estarían altanto de que Daniel no figuraba entre losmuertos del rancho. Sobre eso no podíaintentar engañar a Deavers. ¿Había algo

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que no estaba viendo y pudieraestallarles en la cara? ¿El mensaje podíaempeorar las cosas?

Pulsó el botón. Las cosas tampocopodían empeorar mucho, de todosmodos.

En el instante en que confirmó que elcorreo estaba enviado, se puso de pie.El Humvee estaba aparcado en elcallejón de atrás, oculto tras un par decontenedores. Alex anduvo deprisa ycon la cabeza gacha, encapuchada y conuna jeringuilla en la mano. El callejónestaba casi vacío, con solo un grupito degente apiñada en la penumbra del huecode una salida de emergencia. Observóun segundo al trío antes de meterse en el

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vehículo a oscuras.Einstein le tocó el hombro con el

hocico. Daniel le cogió la mano.—¿Sabes dónde están las gafas de

visión nocturna? —preguntó en voz baja.Daniel dejó caer su mano.—¿Algo va mal? —respondió

susurrando. Se volvió para hurgar entrelos asientos.

—Nada nuevo —prometió ella—.Pero puede que haya algo útil.

Daniel le pasó las gafas. Alex lasactivó y estudió más a fondo el pequeñoconciliábulo.

Que estaba concluyendo. No estabanen un barrio muy peligroso de la ciudady todos los participantes llevaban ropa

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cara, aunque informal. Un hombre depelo negro iba cogido de la mano de unachica rubia que llevaba tantos nombresde marca vistosos en la ropa que parecíauna piloto de carreras patrocinada porempresas de gama media. La pareja semarchaba, siguiendo una trayectoria quelos alejaba en ángulo del Humvee. Larubia oscilaba y se tambaleaba un pocoal andar. Su acompañante estabaguardando algo en el bolsillo de susudadera con capucha.

La tercera persona se quedó en elumbral oscuro, apoyado con indiferenciacomo si esperara más visitas. Su ropaera del estilo que Alex describiría como«chico universitario pijo».

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Recordó la sensación que habíatenido en la cafetería antes de pulsar elbotón de enviar, la de que las cosas nopodían empeorar demasiado. Habíaformas de que la idea espontánea queacababa de tener saliera mal, pero no sele ocurría ninguna que no pudieraresolver sin armar barullo. Y le vendríade maravilla que el chico universitariofuese lo que creía que era.

Se quitó las gafas.—¿Dónde está el dinero? —susurró.Treinta segundos más tarde, con una

jeringuilla en una mano y un rollo debilletes de cincuenta en la otra, bajó consigilo del Humvee y se dirigió hacia elchico, que seguía relajado contra la

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pared como si no hubiese otro sitiodonde prefiriera estar. No veía muy biensin las gafas, pero le pareció percibiruna minúscula reacción cuando reparóen que iba hacia él. Su cuerpo se tensóun ápice, pero no hizo ademán demoverse.

—Hola —dijo Alex cuando se acercólo suficiente para poder hablarle en vozbaja.

—Buenas noches —respondió él, conperezoso acento sureño.

—Quizá puedas ayudarme. Estoybuscando un… producto específico. —Elevó el tono hacia el final, como en unapregunta. No sabía cómo se comprabandrogas en la calle. Nunca había tenido

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que hacerlo. Era la primera vez que sele agotaban las provisiones que habíapodido amasar en Chicago. A Joey G.nunca le había importado pagar enespecie.

Esperaba que el chico la acusara deser policía, como hacían siempre loscamellos en la tele, pero él se limitó aasentir.

—Quizá pueda. ¿Qué estás buscando?Era improbable que él fuese policía, a

menos que la venta que acababa depresenciar fuese una actuación paraatraer clientes reales. Si intentabaarrestarla, lo dejaría inconsciente yhuiría. Que se la buscara en BatonRouge ni de lejos sería su mayor

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problema, y sabía que el chico no lepodía ver bien la cara porque no habíareaccionado a las heridas.

—Opiáceos. Opio, heroína o morfina.Se hizo el silencio mientras el chico

escrutaba en la oscuridad en dirección ala capucha de Alex. No pensó quelograra ver mucho.

—Bueno, es una lista exótica. ¿Opio?Vaya. No tengo ni idea de dónde se pillaeso por aquí.

—Con la heroína me conformo. Lapreferiría en polvo, a ser posible.Supongo que no tendrás material sincortar, ¿verdad?

Era prácticamente imposible quetuviera heroína pura. Lo que tuviera

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habría sido modificado dos o tres vecesantes de llegar a sus manos. Y tampocotenía por qué decirle la verdad.Purificar la droga era un incordio, perosacaría tiempo para hacerlo.

El chico soltó una carcajada y Alexdedujo que su estilo de compra no debíade ser la norma general entre losconsumidores.

—Tengo un material de buenacalidad, pero no es barato.

—Quien algo quiere, algo le cuesta—repuso Alex—. No he venido a lasrebajas.

—Doscientos el gramo. Polvo blancopuro.

«Ya, seguro que sí», pensó Alex. Pero

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tener heroína cortada era mejor que notener ninguna.

—Tres gramos, por favor.El chico no respondió. Aunque estaba

demasiado oscuro para poder interpretarsu expresión, se notaba lo que queríapor cómo inclinó la cabeza a un lado.Alex sacó el dinero del bolsillo y contódoce billetes. Se preguntó durante uninstante si el camello intentaría robarleel resto. Pero tenía porte de hombre denegocios. Le interesaría conservar comocliente a una ricachona como aparentabaser ella.

Cogió el dinero que Alex le tendió, leechó un vistazo rápido y se lo metió enel bolsillo trasero de sus bermudas.

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Alex tensó los músculos cuando vio quese agachaba, pero solo estabaalcanzando una mochila de detrás deunas bolsas de basura amontonadascontra la pared. No tuvo que buscar parasacar lo que quería. Al segundosiguiente se había enderezado de nuevocon tres bolsitas de plástico en la mano.En la oscuridad, no podía estar seguradel color del contenido, pero parecíabastante semejante al blanco. Alexlevantó la palma y él depositó en ellalas bolsitas.

—Gracias —le dijo.—Es un placer, señora. —Hizo una

curiosa inclinación de cabeza, casi unareverencia.

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Alex regresó con paso vivo alHumvee, contenta de que costaradistinguirlo desde ese ángulo. Elcamello vería un vehículo grandote yoscuro, pero poco más.

Einstein dio un tenue gemido cuandoAlex se sentó en el asiento del copiloto.

—Vámonos —dijo.Daniel arrancó el motor.—Gira a la izquierda por esa travesía

para que el tipo no pueda ver bien elHumvee.

—¿Qué acaba de pasar? —preguntóDaniel con un susurro mientras seguíasus instrucciones. Incluso susurrando, sele notaba la tensión en la voz. No era deextrañar que el perro estuviera ansioso.

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—Estaba comprando unosingredientes que necesito.

—¿Ingredientes?—Se me habían terminado los

opiáceos.Mientras salían a una calle más ancha,

Alex notó que la tensión de Daniel ibamenguando, quizá por la indiferenciacon la que le estaba hablando.

—¿Estabas pillando drogas,entonces?

—Sí. ¿Te acuerdas de lo que te dijesobre la química de bañera? Obtenermateria prima es un poco máscomplicado que antes. No quería dejarpasar la oportunidad. —Hubo unmomento de silencio—. Espero que haya

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sido una buena jugada —murmuró alcabo.

—¿Crees que hablará a alguien denosotros?

Alex parpadeó.—¿Qué? Ah, no. No estaba

preocupada por el camello. Me refería aenviar ese e-mail.

—El e-mail fue decisión de Kevin —respondió Daniel.

Alex asintió.—Que tiene un mejor porcentaje de

éxito que yo.—No, lo decía porque, si sale mal,

será culpa suya.Alex dejó escapar una risotada seca.—¿Te da mala espina?

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—No lo sé. Quiero que estotermine…, pero estoy cansada, Daniel.También quiero huir y esconderme.

—La verdad es que mal no suena —reconoció él—. Bueno, hum, al menos siestoy invitado.

Alex le lanzó una mirada,sorprendida.

—Por supuesto.—Bien.Ahí estaba otra vez, ese «por

supuesto» automático. La descabelladaasunción de que Daniel estaría presenteen el futuro que se le permitiera tener.

No sabía si eran secuelas de latensión o algo más, pero un irritantepresentimiento la acosó durante el resto

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de la noche. Quizá fuese solo elnerviosismo fruto de haber tomado unataza de café por primera vez en dos días.

Casi no se lo creía cuando, sietehoras después y con el sol ya bienelevado por encima del horizonte,llegaron a la apartada cabaña sinincidentes.

Daniel solo se había equivocado condos desvíos, lo que era impresionante sise tenía en cuenta que no había ido a lacabaña desde que tenía diez años, ytodas las carreteras que habíanrecorrido después del amanecer estabandesiertas. Por tanto, nadie podríainformar de haber visto un vehículoblindado en las inmediaciones.

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Por el momento, Alex aparcó elHumvee detrás del garaje, un edificioindependiente de la casa. Daniel apartóa patadas algunas piedras alrededor dela base de la escalera hasta que encontróla que estaba hecha de plástico. Sacó lallave escondida en su interior y subiólos escalones del porche seguido decerca por Einstein.

Alex, cansada hasta el punto de nopoder dar los últimos pasos, se quedóenfrente de la cabaña de madera,construida a dos aguas con troncos deenebro de Virginia y encantadora, pese alas evidencias que apuntaban a que sehabía levantado en los setenta. Aunquela noche había transcurrido sin

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problemas, llevaba mucho tiempoconduciendo. Había sustituido a Danielal salir de Baton Rouge y el temor que laembargaba desde el momento en queenvió el e-mail la había puestodemasiado nerviosa para renunciar alcontrol del vehículo desde entonces.Daniel había dormitado a ratos y parecíacasi hasta animado. Pasó por su ladopara recoger a Lola de la parte traseradel Humvee.

—Tienes pinta de que también hayaque llevarte —comentó al regresar conla perra. Dejó a Lola al lado de lapuerta y volvió a por Alex.

—Déjame un segundo —farfulló ella—. Tengo el cerebro dormido.

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—Solo unos pasos más —la animóDaniel. Le pasó un brazo por la cintura yla empujó con delicadeza.

Cuando empezó a moverse, fue másfácil. El impulso la llevó escalera arribay por la puerta delantera. Solo reparó enparte en una alta pared de ventanastriangulares que daban a un bosquepantanoso, en unos sofás viejos pero deaspecto cómodo, una anticuada cocinade leña y una escalera corta y sinbarandilla mientras Daniel la dirigíahacia un pasillo estrecho.

—El dormitorio principal está poraquí…, me parece. Kev y yo siempredormíamos en el altillo. Voy a descargary a acomodar a los perros y me tumbo

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yo también.Alex asintió mientras Daniel la hacía

pasar a una habitación poco iluminadacon una gran cama de hierro. Fue todo loque captó antes de dar con la cabeza enla almohada.

—Pobrecilla —oyó que decía Danielentre risitas mientras se hundía en laoscuridad. Volvió en sí despacio, ascendiendo porvarias capas de irrealidad ensoñada.Estaba cómoda y tranquila: nada lahabía hecho despertar sobresaltada e,incluso antes de estar lúcida del todo,notó el cuerpo cálido de Daniel a su

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lado. Un zumbido grave y cercano lellamó la atención pero, antes de poderasustarse, notó el aire del ventiladoroscilante avanzar poco a poco por sucuerpo. Abrió los ojos.

Aún estaba oscuro, pero la luz era deun color distinto a cuando había caídorendida. Se filtraba entre las cortinas deflores que cubrían la gran ventana de lapared de enfrente. Sería media tarde yno hacía tanto calor como antes. Alexdebía de haber sudado, pero ya estabaseca; sentía una película rígida contra lapiel de la cara.

La habitación estaba hecha de largostroncos rojos, igual que el exterior.Entraba más luz desde detrás de ella.

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Rodó y vio el tragaluz por la puertaabierta del cuarto de baño. Su mochila,su máscara antigás y su botiquín estabanjunto al lavabo.

Daniel no sería un fugitivo nato, peroera la persona más considerada quehabía conocido nunca.

Salió de puntillas al pasillo yemprendió una exploración rápida. Elresto de la cabaña era pequeño, solo unacocina con un hueco a modo decomedor, la sala de estar con todas lasventanas, el altillo abierto por encima yun segundo dormitorio, pequeño y conun baño anejo. Lo utilizó para darse laducha que tanta falta le hacía. En elpequeño recinto, a medio camino entre

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bañera y ducha, había champú yacondicionador pero no jabón, así queusó el champú para limpiarse el cuerpotambién. Se alegró de que faltara eljabón, igual que se alegraba de que lanevera estuviera vacía y de la capa depolvo que cubría todas las superficies.Aquellas habitaciones llevaban untiempo deshabitadas.

Después de ponerse vendas nuevas enla cara y mirarse las manos, que teníanmucho mejor aspecto del que habíaesperado, echó un vistazo por las largasventanas de los lados de la puertadelantera para ver cómo estaban losperros. Dormitaban tranquilos en elporche. Estaba empezando a

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acostumbrarse a la comodidad de contarcon un sistema de alarma temprana.

Tenía algo de hambre, pero estabamuy perezosa como para ponerse asolucionarlo. Recordó cómo se habíasentido el día anterior al despertar solay no quería que Daniel experimentara elmismo pánico. En realidad ya no teníasueño, pero sí estaba cansada y la camaseguía teniendo muy buen aspecto. Lomás probable era que estuvieraintentando evadirse. Mientras tuviera losojos cerrados y la cabeza en laalmohada, no tenía que ponerse aplanear lo que sucedería a continuación.

Volvió a la postura en la que habíadormido, acurrucada contra el pecho de

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Daniel, y se permitió relajarse. No habíanada que tuviera que hacer en ese mismomomento. Veinte minutos de descansoirreflexivo no eran mucho pedir. Oincluso una hora. Se lo había ganado porllevarlos hasta allí con vida.

Por desgracia, dejar de pensar no eratan fácil. Alex se descubrió dandovueltas a la promesa que había hecho aDaniel de no dejarlo atrás. Por un lado,sabía que nunca se quedaría satisfechacon ningún arreglo a larga distancia quehiciera para garantizar la seguridad deél. Aunque pudiera almacenar comidapara un año, aunque supiera a cienciacierta que los propietarios no iban avolver, aunque pudiera blindar el lugar

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con trampas que vaporizaran a cualquierintruso, aunque pudiera encerrar aDaniel dentro como a un preso para queno pudiera salir y buscarse líos, no sequedaría satisfecha. Porque ¿y si…? Loscazadores habían dado con él una vez, yella había dejado pistas, aunque fuesenpistas tenues, que podrían conducirloshasta la cabaña. También podría llevarloal norte, a su casa alquilada, pero eldepartamento se había puesto encontacto con ella mientras vivía allí. Nocreía que supiesen su dirección, pero ¿ysi…? Mientras tuviera a Daniel cerca,podría hacer lo necesario paraprotegerlo, cosas que a él no se leocurrirían. Alex vería las trampas que él

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no alcanzaría a ver.Pero, por otro lado, ¿todo eso no

serían excusas para justificar lo quequería, sin más? Quería estar conDaniel. ¿A su mente se le estabanocurriendo motivos que justificaran esanecesidad? ¿Estaba retorciendo lalógica para acomodarla a sus deseospersonales? ¿Cómo podía estar segura?Cuando le había dicho que no era buenaidea tener a su punto débil junto a ellacuando pasara al ataque, lo había vistomuy lógico. Pero claro, si capturaban aDaniel estando alejados, la distancia noanularía el poder que tendrían sobreella.

Suspiró. ¿Cómo podía pensar con

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claridad? Sus emociones habíanembarullado toda aquella situación en unnudo de complejidad gordiana.

Aún durmiendo, Daniel se movió pararodearla con los brazos. Alex sabía loque opinaría él de su dilema, y tambiénsabía que su punto de vista no leaclararía nada las cosas.

Daniel suspiró y empezó a despertar.Sus dedos bajaron por la columnavertebral de Alex y luego volvierondespacio hacia arriba. Juguetearon conlos mechones húmedos de su nuca.

Se desperezó con un gemido y luegosus manos volvieron al pelo de Alex.

—Te has levantado —musitó.Abrió los ojos lentamente,

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parpadeando mientras se ibanenfocando. En la penumbra deldormitorio, eran grises oscuros.

—No mereció la pena —respondióella.

Daniel rio mientras se le volvían acerrar los ojos. La atrajo más hacia supecho.

—Me alegro. ¿Qué hora es?—Las cuatro, me parece.—¿Algo de qué preocuparnos?—No. No de momento, al menos.—Qué bien.—Sí que está bien.—Esto está bien —dijo.Su mano volvió a ascender por la

columna vertebral de Alex y pasó a su

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hombro derecho, le recorrió la clavículay por último rodeó el lado sano de sucara. La levantó hasta que sus narices setocaron.

—Sí, esto también —convino Alex.—Más que bien —murmuró él, y Alex

habría vuelto a darle la razón, peroDaniel la besó.

Su mano en la cara era delicada,como lo fueron sus labios, pero el brazocon que le rodeaba la cintura la apretócon fuerza contra su pecho. Alex le echólos brazos a los hombros y se aproximótodavía más.

No fue como en el coche, con ellatido de la cacería resonando en susoídos, todavía conmocionados y muertos

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de miedo. En la cabaña no había terror,solo el ritmo sus corazonesacelerándose sin pánico.

Alex supuso que era inevitable,teniendo en cuenta todo lo que habíapasado, que cuando contaran con unlugar tranquilo y apartado del peligropor el momento, estando solos y sininterrupciones, no hubiera nada capaz demantenerlos separados.

Lo raro, por tanto, fue que no le dioninguna sensación de inevitabilidad. Dealgún modo, fue la mayor sorpresa de suvida. Era todo un batiburrillo deopuestos revueltos que le impedíaanalizar ninguno de ellos. Cómodo,familiar…, pero también chispeante y

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nuevo. Suave al mismo tiempo queextremo, tan relajante como abrumador.Era como si hasta la última terminaciónnerviosa de su cuerpo se encendiera condocenas de estímulos en conflicto mutuoal mismo tiempo.

Lo único de lo que estaba segura erade la absoluta «danielidad» de él, de esenúcleo que tenía de pureza, algo mejorde cualquier cosa que hubiera conocidojamás. Daniel pertenecía a un mundomás perfecto que el que habitaba ella, yaunque habían pasado a formar parte unodel otro, seguía sintiendo que le habíandado permiso para estar allí con él.

Sabía que su experiencia anterior conlas relaciones era muy limitada desde

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cualquier punto de vista, y enconsecuencia no tenía mucho con lo quecomparar aquello. Siempre habíaconsiderado el sexo como unacontecimiento que tenía un finaldefinido, un intento de gratificaciónfísica que a veces satisfacía y a vecesno.

Lo que estaba experimentando noencajaba en esa categoría a ningún nivel.No era tanto un acontecimiento comouna continua exploración mutua, unasatisfacción de la curiosidad, unafascinación por cada pequeño detalledescubierto. No tenía por objeto lagratificación, pero no quedó necesidadpor cumplir, ya fuera física o de algún

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otro tipo menos definible.Buscó la palabra adecuada mientras

seguían tumbados besándose, ya con másrelajación, y la luz se volvía roja en losbordes de la cortina. No estaba segurade cómo llamar a aquella emoción quela llenaba tan por completo que creyóque le estiraría la piel. Era un pocoigual que ese sentimiento burbujeanteque la dejaba sonriendo cuando pensabaen él, solo que multiplicado por mil, porun millón, y luego purificado a fuego enun crisol hasta que toda impureza, todasensación inferior, se evaporabadejando atrás únicamente aquello. Nopodía ponerle nombre. Lo más cercanoque se le ocurría era «dicha».

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—Te amo —susurró Daniel contra suslabios—. Te amo.

Quizá esa fuera la palabra. Era soloque nunca había pensado que sudefinición pudiera ser tan… inmensa.

—Daniel —murmuró ella.—No tienes que responder nada. Solo

tenía que decirlo en voz alta, oreventaba. Probablemente tendré quevolver a decirlo pronto. Quedasadvertida. —Y rio.

Alex sonrió.—No quiero volver a no tener nada

que perder. Me alegro de tenerte comomi debilidad. Estoy agradecida. Tetendría como lo que fuera.

Apoyó la cabeza en el pecho de

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Daniel y escuchó el sonido de surespiración. Seguir respirando habíasido su prioridad durante mucho tiempo.Si hubiera podido hablar con la mujerque había sido solo un mes atrás, sabíaque esa mujer se habría horrorizado antela perspectiva de ampliar la prioridad aotro conjunto de pulmones. Esa mujerhabría escapado de necesitar algo másque su propia vida. Pero ¡lo que seestaría perdiendo! Alex ni siquierarecordaba a qué se había aferrado poraquel entonces. La que había pasado atener sí que era una vida que merecía lapena luchar por conservar.

—Creo que debía de tener doce,quizá trece años, cuando más o menos

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renuncié a tener una vida extraordinaria—musitó él, meditabundo, mientrastrazaba caminos aleatorios con losdedos en el pelo de Alex—. Imagino queviene a ser la edad en la que todo elmundo empieza a crecer y abandona lasfantasías. Comprendes que nuncadescubrirás que en realidad eres unextraterrestre, adoptado por esos padreshumanos tan prosaicos y consuperpoderes para salvar el mundo. —Rio—. A ver, saberlo, lo sabes muchoantes, pero aún tardas unos años enperder la esperanza del todo. Y entoncesel mundo te machaca un poco, la vidapierde un poco de color y te conformascon la realidad. Creo que yo no lo hice

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mal del todo. Encontré mucha felicidaden el mundo monótono y cotidiano. Peroquiero que sepas que este tiempo que hepasado contigo ha sido extraordinario.Ha habido terror, sí, pero también unaespecie de gozo que no sabía queexistiera. Y eso es porque tú eresextraordinaria. Cómo me alegro de queme encontraras. Parece que mi vidaestaba destinada a ponerse patas arribade una forma u otra. No sabes loagradecido que estoy de que haya sidocontigo.

A Alex se le había hecho un nudo enla garganta, y descubrió maravillada queestaba parpadeando como una loca paraevitar que se acumulara la humedad en

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sus ojos. Había llorado de pena, dedolor, de soledad y hasta de miedo, peroera la primera vez en su vida que teníalágrimas de felicidad. Parecía unareacción extraña, algo que nunca habíaterminado de creer del todo al leersobre ello. Era la primera vez quecomprendía que el deleite podía serincluso más intenso que el dolor.

Le habría encantado no levantarsenunca de la cama, pero llegó unmomento en que tuvieron que comer.Daniel no protestó, pero se le notabaque le gustaría echar mano a comida deverdad en algún momento. Sentados enla mesita de la alcoba comiendo cecina,frutos secos y galletas de chocolate,

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riendo y rascando las orejas a los perros—porque, por supuesto, habían tardadopoco en rendirse y dejar que entraran; siibas a cometer allanamiento de morada,¿por qué no hacerlo a lo grande?—, sehacía raro pensar que no iban a tenerque volver al Batmóvil y conducir unanoche más en tensión. Les quedabandoce horas libres por delante, quepodían llenar como les viniera en gana.Alex tenía una idea bastante aproximadade a qué las dedicarían, pero loauténticamente raro era la libertad.Parecía algo demasiado bueno para serverdad.

Así que, cómo no, Kevin tenía quellamar.

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—Eh, Danny, ¿estáis bien? —oyó quedecía. Como siempre, su voz erapenetrante.

—Estoy de maravilla —dijo Daniel.Alex atrapó su mirada y negó con lacabeza. No hacía falta que dieraexplicaciones.

—Eh…, genial. Llegasteis a casa delos McKinley, supongo.

—Sí. Está todo igual.—Bien. Significa que sigue siendo

propiedad suya. ¿Habéis descansadobastante?

—Hum, sí, gracias por interesarte.Alex suspiró, sabiendo que Kevin

nunca preguntaría algo así solo poreducación. Demasiado bueno para ser

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verdad, desde luego que sí. Extendió lamano al mismo tiempo que oía decir aKevin:

—Déjame hablar con Oleander.Daniel puso cara de desconcierto, a

todas luces sin entender, pero le pasó elteléfono de todos modos.

—Déjame adivinar —dijo Alex—.Necesitas que nos reunamos contigocuanto antes.

—Sí.Las comisuras de los labios de Daniel

se curvaron hacia abajo.—¿Qué ha hecho Deavers? —

preguntó Alex.—Nada…, y no me gusta. Porque

tiene que estar haciendo algo, pero

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ahora va con mucho más cuidado. No medeja ver nada, y ha de ser porque suponeque estoy mirando. Debe de estarhaciendo las llamadas desde otrosdespachos para que no las escuche.¿Qué decía el e-mail?

Alex se lo recitó al pie de la letra.Sabía que Kevin terminaría pidiéndolelos detalles, así que lo habíamemorizado.

—No está mal, Ollie, nada mal. Quizáun poco demasiado listillo para ser yo,pero no pasa nada.

—Entonces, ¿qué piensas?—Quiero atacar esta misma semana,

así que tenéis que llegar aquí yprepararos para actuar al mismo tiempo.

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Alex dio un sentido suspiro.—De acuerdo.—¿El Suburban sigue ahí?—Hum, todavía no lo he comprobado.—¿Por qué no? —exigió saber él.—Se me han pegado las sábanas.—Necesito que espabiles, cielo. El

sueño reparador puede esperar unassemanas.

—Preferiría estar en buena formapara esto.

—Ya, ya. ¿Cuándo podéis salir?—¿Dónde vamos exactamente?—Tengo un sitio donde cabemos

todos. ¿Tienes algo para apuntar?Kevin le dio una dirección. Estaba en

una zona de Washington que Alex no

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conocía bien. El barrio al que creía quelos estaba enviando era bastanteelegante, pero eso no encajaba con suidea de escondrijo. Tenía que estarequivocándose de zona. Llevaba untiempo fuera de la ciudad.

—Vale, deja que recojamos nuestrascosas. Saldremos en cuanto podamos…,siempre que podamos cambiar de coche.

—Tendréis que hacer una parada a lasafueras de Atlanta poco después de lasnueve de la mañana. He encontrado unsitio para Lola.

—¿Qué les has dicho? Del balazo enla pata, me refiero.

—Que os robaron el coche estandodentro. Salisteis heridas tú y la perra.

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Vas de camino a Atlanta para quedarteuna temporada con tu madre, pero esalérgica. Estás muy traumatizada y nodeberían hacerte muchas preguntas. Tellamas Andy Wells y saben que pagarásen efectivo. En esta historia, yo soy tuhermano preocupado, por cierto.

—Bien.—Vale. Ahora ve a mirar en el garaje

y vuelve a llamarme.—A la orden, señor —repuso ella con

sarcasmo.Kevin le colgó.—¿De verdad vamos a robar el coche

a los McKinley? —preguntó Daniel.—Si tenemos suerte, sí.Él suspiró.

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—Escucha, les dejaremos el Humveeen el garaje. Debe de valer como cuatroo cinco veces lo que el Suburban. Si nopodemos devolverles el coche, tampocoperderán nada, ¿de acuerdo?

—Supongo. A Kevin no va a gustarlenada que dejes su juguetito preferidocomo prenda.

—Mejor me lo pones.La llave de la casa abría también el

garaje. Daniel le dijo que dentro, a laderecha de la puerta junto al interruptorde la luz, habría una alcayata con dosjuegos de llaves de coche colgando.Encendió la luz.

Alex dio un respingo.—Me he muerto y estoy en el cielo.

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—Anda, tienen coche nuevo —dijoDaniel, menos emocionado—. Supongoque el viejo Suburban ya no estaba paramuchos trotes.

Alex rodeó el vehículo, acariciandola carrocería con las yemas de losdedos.

—¡Mira esto, Daniel! ¿Habías vistoalgo más bonito en la vida?

—Eh… ¿Sí? Solo es un monovolumenplateado, Alex. De cada tres coches enla carretera, uno es como este.

—¡Lo sé! ¿A que es fantástico? ¡Ymira esto!

Tiró de él para que rodeara el coche yseñaló una plaquita cromada que habíajunto a las luces de posición traseras.

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Daniel la miró, desconcertado.—Vale, es un híbrido, ¿y qué?—¡Es un híbrido! —exclamó ella con

voz cantarina, y dio un abrazo a Daniel—. ¡Es como si fuera Navidad!

—No sabía que fueses tan ecologista.—¡Pft! ¿Sabes cuántas veces

tendremos que parar a repostar con estecoche? ¡Dos! Tres como mucho, entreaquí y Washington. ¡Y mira, mira quématrícula más preciosa! —Señaló conlas dos manos, y una parte de ella se fijóen que debía de parecer unapresentadora de concurso televisivo.

—Sí, tiene matrícula de Virginia. LosMcKinley viven en Alexandria casi todoel año, Alex. No es una gran sorpresa.

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—¡Este coche será invisible enWashington! Es como un bombarderoinvisible al radar. Si alguien lograseguir la pista que dejamos con elBatmóvil texano, toparán aquí con uncallejón sin salida. Este coche es unamaravilla, Daniel, y no creo que estésapreciando del todo la suerte que hemostenido.

—No me gusta robar a mis amigos —rezongó.

—¿Los McKinley son buena gente?—Muy buena. Se portaron muy bien

con mi familia.—Entonces no querrán que mueras,

¿verdad?Daniel le dedicó una mirada torva.

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—No, digo yo que no.—Seguro que, si supieran toda la

historia, querrían que cogieras prestadoeste coche.

—«Coger prestado» implica que se lodevolveremos.

—Claro que se lo devolveremos. Sino estamos muertos. ¿Crees que algo queno sea la muerte impediría a Kevinrecuperar su coche favorito?

De pronto Daniel se puso mucho másserio. Se cruzó de brazos y se apartó deella para mirar el coche.

—No bromees con eso.Alex se quedó un poco confundida

por su cambio de humor.—En realidad no estoy bromeando —

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le aclaró—. Intentaba que no te sintierastan mal por que nos llevemos el coche.Lo devolveremos si podemos, te loprometo.

—Pero… no hables de morir. No así.No tan… a la ligera.

—Ah. Perdona. Es que…, bueno, yasabes, o te lo tomas a la ligera o te lotomas a la tremenda, no hay másopciones. Yo prefiero reír mientraspueda.

Daniel la miró por el rabillo del ojo,todavía con la postura rígida. De prontose ablandó y liberó una mano paraponérsela en una mejilla.

—Podríamos no hacer caso a Kevin yquedarnos aquí.

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Ella puso su mano sobre la de él.—Lo haríamos si pudiéramos.

Terminarían encontrándonos.Daniel asintió, casi para sí mismo.—Muy bien, pues. ¿Empezamos a

cargar?—Claro. Déjame llamar a Kevin

antes.Daniel empezó a pasar bolsas del

Humvee al Toyota mientras Alexdescribía el vehículo con entusiasmo aKevin, que no se emocionó mucho másque Daniel pero entendió al instante loconveniente que resultaba.

—Estupendo, niña. Y ahora, daosprisa. El tiempo vuela.

—No queremos llegar a Atlanta antes

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de las nueve, así que no tenemos quesalir de aquí hasta… ¿cuándo, las dos dela madrugada?

—Muy bien. Entonces, os espero aquísobre las cinco de la tarde.

—Cuento los segundos —le soltóAlex con guasa. El coche, o quizá latarde con Daniel, la había puesto de muybuen humor.

—Me alegro de que vayas a conducirtoda la noche —replicó Kevin—. Creoque me caes mejor con falta de sueño.—Y dicho eso, volvió a colgarle.

—Debería dar un paseo a Einstein —meditó Alex en voz alta—. Y cambiar elvendaje a Lola. Empaquetar la comida.Y luego deberíamos obligarnos a echar

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una siesta. Vamos a volver a cambiar lashoras de sueño.

—Supongo que no puedo pasear yo alperro —dijo Daniel.

—Lo siento, Hombre-Más-Buscado-De-América. Ahora mismo mi triste caraes mejor que la tuya, con barba o sinella.

—Fuera está oscuro. ¿Será seguro quevayas sola?

—No iré sola. Tengo un perro deataque con una inteligencia sobrenaturaly una SIG Sauer P220.

Daniel casi sonrió.—Pobrecitos caimanes hambrientos.Alex ocultó su rostro serio. Caimanes.

No había pensado en algo así. Bueno, se

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apartaría del agua. Y, con un poco desuerte, Kevin habría entrenado aEinstein para rechazar a otros atacantesaparte de los humanos.

No fue un paseo largo, solo lo justopara que Einstein estirara un poco laspatas. Alex no pudo dejar de pensar enreptiles gigantes. El camino se veíanegro, pero no quería encender unalinterna. No vio faros de coches ni lucesde casas y solo oyó los sonidos delpantano. Seguía haciendo el calorsuficiente para que le cayera sudor porlas sienes, pero se alegró de llevar lasudadera con capucha: los mosquitosdesde luego estaban muy activos.

Cuando volvió, el Toyota estaba

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delante de la casa y el Humveeescondido en el garaje. Daniel se habíaocupado de todo menos de las vendas deLola. Alex se las cambió, intentando darun aspecto profesional a su obra.Esperaba que el hotel canino tuviera unveterinario que pudiera atenderla.Acarició las orejas de Lola con tristeza.Para la perra sería mejor estar dondepudieran cuidar de ella, pero Alex iba aecharla de menos. Se preguntó qué lepasaría si no podían volver a recogerla.Lola era muy bonita. Alguien la querría.Alex recordó que se había imaginadollevándose a Lola a casa, en un futuroseguro e improbable. Ojalá.

Puso el despertador que había junto a

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la cama a la 1.45, pero estaba claro quea Daniel no le interesaba acumular horasde sueño.

—Vamos a lamentar esto a las ochode la mañana —le prometió mientras loslabios de Daniel bajaban por suesternón.

—Esto no voy a lamentarlo en la vida—insistió él.

Quizá tuviera razón. Dado el apretadohorario en el que se movían, no teníasentido desperdiciar ni un segundo delos que pudiera pasar con él. Felicidadcon fecha límite, como había pensadouna vez. Solo que la felicidad se habíavuelto más grande. Y la fecha límite,más cruel.

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23

Alex consiguió dormir un poco, tal veztreinta minutos antes de que sonara eldespertador. Lo suficiente para notenerse en pie en el momento de partir.Daniel estaba más despierto, así quehizo el primer turno al volante y ellareclinó el asiento del copiloto hasta el

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tope. Los asientos eran mucho máscómodos, la suspensión más suave y eramás fácil dormir que en el Humvee. Losperros parecían felices detrás, como sitambién les gustara el coche nuevo.

Volvía a ser ella misma cuandollegaron al hotel para mascotas al nortede Atlanta. Pasaba de las nueve y media;llevaban un poco de retraso porquehabían encontrado obras en la I-65.

Daniel se quedó en el coche mientrasella llevaba a Lola a recepción. Era unsitio informal, acogedor, con muchashectáreas valladas a ambos lados de lacarretera de acceso. Los perros quecorrieron junto al coche al pasarparecían felices y sanos. Claro que Lola

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no podría correr a ningún sitio en unatemporada.

El hombre del mostrador fue todocomprensión cuando entró Alex. Saltabaa la vista que la había relacionado conla reserva incluso antes de que sepresentara como la señorita Wells. Losiguió con paciencia mientras leenseñaba la espaciosa perrera queocuparía Lola y le explicaba el horariode visitas del veterinario. Alex le diolas gracias y le pagó un mes poradelantado antes de dar a Lola un últimoabrazo. Como Kevin había prometido, elhombre no hizo ningún comentarioespecífico sobre la herida de Lola nimencionó la cara de Alex. Veinte

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minutos más tarde, ella y Daniel volvíana estar en la carretera. Alex se alegró deque le tocara conducir. Necesitaba algoen lo que concentrarse para no pensar enque había dejado atrás a Lola.

Creyó que Daniel dormiría un poco,pero seguía con energía y ganas dehablar. O quizá se diera cuenta de queAlex intentaba combatir la tristeza yquiso ayudar. Conociéndolo,probablemente fuera eso.

—Lo sabes casi todo sobre mí porese estúpido expediente —protestó—,pero a mí me queda mucho por saber deti.

—En realidad, te lo he dicho casitodo. Antes de que mi vida se volviera

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estrambótica, era bastante aburrida.—Cuéntame algo embarazoso de ti en

el instituto.—En el instituto, todo lo que hacía

era embarazoso. Era una empollona demucho cuidado.

—Qué sexy.—Ah, ¿sí? Mi madre me cortaba el

pelo en casa y llevaba el flequillo másnoventero del universo.

—Por favor, dime que hay algunafoto.

—Ya te gustaría. Cuando murió mimadre, quemé todas las pruebas.

—¿Quién fue tu primer novio?Alex rio.—Roger Markowitz. Me llevó al

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baile de graduación. Mi vestido teníaunas mangas abombadas alucinantes.Azul eléctrico, por supuesto. Rogerintentó besarme con lengua en lalimusina, de camino hacia el baile, perose puso tan nervioso que me vomitóencima. Me pasé todo el baile en elservicio de chicas intentando limpiarme.Corté con él esa misma noche. Podríadescribirse como un romance épico.

—¡Menuda tragedia!—Lo sé. No teníamos nada que

envidiar a Romeo y Julieta.Daniel se rio.—¿Con quién fue tu primera relación

seria?—¿Seria? Vaya. Hum, no creo que

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nadie cumpla los requisitos, aparte deBradley. Primer año de Medicina enColumbia.

—¿Entraste en la Universidad deColumbia? —preguntó él.

—Ya te he dicho que era unaempollona.

—Impresionante. Volvamos aBradley.

—¿Quieres oír una cosa muy, peroque muy embarazosa?

—Ya lo creo.—Lo que primero me atrajo de él…

—Calló un momento—. A lo mejor notendría que contar esto.

—Demasiado tarde para echarteatrás. Ahora tienes que decírmelo.

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Alex respiró hondo.—Vale, bien. Se parecía a Egon.

¿Sabes, el de Cazafantasmas? Pues eraclavadito: pelazo, gafas redondas, todo.

Daniel se esforzó por mantener lacompostura.

—Irresistible.—No tienes ni idea. Estaba

buenísimo.—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?—Ese primer verano. Luego, el

segundo año, me dieron una beca. Lahabíamos solicitado los dos y él creíaque se la llevaría de calle. No se lotomó nada bien cuando, en sus palabras,se la quité. Fue al comité y exigió verlas puntuaciones. Es algo de lo que me

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di cuenta muchas veces durante misalvaje período romántico: a muchostíos no les gusta que las chicas sean máslistas que ellos.

—Pues eso debió de limitarte mucholas posibilidades de tener citas.

—Hasta el mismo cero.—Bueno, debo informarte de que

nunca he tenido ningún problema conque una mujer sea más lista que yo. Noquería limitar tanto mis posibilidades deligar. Creo que esa reacción infantil sesuele pasar cuando los hombrescrecemos.

—Tendré que fiarme de tu palabra. Yano salí con nadie después de la facultad.No llegué a explorar la etapa adulta del

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varón humano. Bueno, hasta ahora.—¿Nunca? —preguntó Daniel,

pasmado.—Me reclutaron antes de acabar la

carrera. Ya te conté cómo eran las cosasdespués de eso.

—Pero… debiste conocer a gentefuera del trabajo. Tenías vacaciones,¿no?

Alex sonrió.—No muchas. Y me costaba hablar

con gente fuera del laboratorio. Todo eraalto secreto. Qué narices, hasta yo eraalto secreto. No podía ser yo misma nihablar de nada de mi vida real conalguien de fuera. Era demasiado difícilser siempre un personaje imaginario.

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Prefería aislarme. Me avergonzabainterpretar un papel. Qué ironía, ¿eh?Ahora cambio de nombre semana sí,semana no.

Daniel le puso una mano en la rodilla.—Lo siento. Suena espantoso.—Sí. Muchas veces lo era. Por eso

voy tan retrasada en las relacionesinterpersonales. Pero mirando el ladopositivo, hice un trabajo pionero con losanticuerpos monoclonales. Me refiero acosas de ciencia ficción, de las que lagente no se cree que existan. Y en lapráctica, no tenía límites para investigar.En el laboratorio disponía de lo quequisiera. Tenía un presupuesto increíble.Soy responsable de más parte de la

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deuda nacional de lo que creerías.Daniel rio.—Entonces, ¿tu exesposa era más

lista que tú? —preguntó Alex.Daniel titubeó un momento.—¿No te molesta hablar de ella?—¿Por qué debería? Tú no te has

puesto celoso por el amor eterno queprofesaré a Roger Markowitz.

—Bien dicho. Bueno, Lainey era muyinteligente a su manera. No muy leída,pero lista, astuta. Cuando nosconocimos, era muy… vivaz. No eracomo las otras mujeres con las quehabía salido, chicas despreocupadas quese contentaban con mi yodespreocupado. Lainey siempre quería

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más, de cada aspecto de la vida. Era unpoco… terca. Al principio, creía quetenía opiniones muy firmes y pocomiedo a defenderlas, y me gustaba esode ella. Pero luego, con el tiempo…,bueno, en realidad no era que fuesedogmática, sino que le gustaba discutir.Replicaría si le dijeras que el sol salepor el este. En fin, al menos siempre eraemocionante.

—Ah, conque eres un yonqui de laadrenalina. Ahora empiezo a verle elsentido a todo esto.

—¿A todo qué?—A que yo te atraiga.Daniel se la quedó mirando,

parpadeando como solía hacer cuando

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se sorprendía.—Reconócelo —le pinchó Alex—,

estás en esto por el subidón de lasexperiencias cercanas a la muerte.

—Hum, no me lo había planteado.—A lo mejor tendríamos que

olvidarnos de este asunto deWashington, a fin de cuentas. Si eliminoa mis perseguidores y la vida se vuelvesegura y aburrida, te largarás a lasprimeras de cambio, ¿verdad? —Dio unsuspiro teatral.

Alex no supo con certeza si Danieliba en serio o estaba siguiéndole eljuego cuando respondió:

—Este plan no me ha hecho graciadesde el principio. A lo mejor sí que

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sería mejor jugada huir.—Por otra parte, si fracaso en

Washington, esto se pondrá mucho máspeligroso. Te encantará.

Daniel le lanzó una mirada lóbrega.—¿Me he pasado? —preguntó Alex.—Demasiado cerca de hurgar en la

llaga.—Perdona.Daniel suspiró.—Pero me temo que tu teoría es

incorrecta. Verás, no tardé mucho ensuperar la afición por el dramatismo.Seguía siendo emocionante, perosupongo que también lo es ahogarse enarenas movedizas. Emocionante no es lomismo que placentero.

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—Pero no te marchaste.Daniel se miró la mano, que se había

crispado sobre el muslo de Alex,mientras respondía.

—No. Creí… Bueno, ahora voy asonar como un capullo de primera. Creíque podía curarla. Lainey tenía muchosasuntos sin resolver de su pasado, ypermití que se convirtieran en excusascuando me hacía daño. Nunca la culpabaa ella de nada, sino a su historia. Cliff…Ah, Cliff es el tío por el que me dejó.Qué nombre más estupendo para tureemplazo, ¿verdad?[4] Bueno, Cliff nofue su primera aventura. De los demásme enteré más tarde. —De prontoDaniel alzó la mirada hacia ella—. ¿Eso

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venía en el expediente?—No.Daniel miró por el parabrisas.—Sabía que tenía que rendirme.

Sabía que no estaba aferrándome a nadareal. La Lainey que quería era soloproducto de mi imaginación. Pero yo eraun tío muy tozudo. Bordeando laestupidez. A veces no quieres soltar loserrores solo por lo mucho que te costócometerlos.

—Suena muy desgraciado.Daniel la miró y le sonrió sin mucha

energía.—Sí, lo fue. Pero lo más difícil fue

reconocer que nunca había sido real. Eshumillante hacer el primo, ¿sabes? Lo

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que más herido salió fue mi orgullo.—Lo siento.—Yo también lo siento. Mis historias

son mucho menos entretenidas que lastuyas. Háblame de otro novio.

—Antes tengo una pregunta.Daniel se envaró un poco.—Adelante.—¿A qué vino la historia que contaste

a esa prostituta, Kate?—¿Cómo? —Daniel arrugó el

entrecejo, confuso.—La que tenía que haberte puesto el

rastreador. Según contó Kevin, le dijisteque tu divorcio aún no era efectivo. Peroesa conversación tuvo lugar dos añosdespués de separarte y, como no te

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opusiste al divorcio, el proceso se debióde resolver en solo unos meses. ¿Porqué se lo dijiste?

Daniel rio.—En serio, te agradezco con toda mi

alma que no me hicieras esa preguntadelante de Kevin.

—De nada.—Sí, para entonces el divorcio ya era

agua pasada. Pero esa chica… Laschicas como ella no se dejan caer por eltipo de antro por el que yo solía salir. Ysi por casualidad hubiera entradoalguna, no se habría interesado por mí.

—¿Cómo era?—Si no me falla la memoria,

impresionante. Y una depredadora. Y

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daba…, daba un miedo extraño. No mecreí ni por un momento que se sintieseatraída por mí. Notaba que tenía algúnpropósito y no quería ponérselo enbandeja. En aquella época estababastante sensible con el tema de hacer elprimo otra vez. Pero tampoco quería sergrosero, así que la rechacé con toda laeducación que supe.

Le tocó reír a Alex.—Tienes razón. Ni se te ocurra

decirle jamás a Kevin que te dio miedouna prostituta impresionante.

—Uf, ¿te lo imaginas? —Daniel riocon ella—. Te toca. Otro novio.

—Se me están acabando. A ver… Ah,sí, salí con un tío llamado Felix un par

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de semanas en la facultad.—¿Y qué extinguió las llamas de la

pasión?—Tienes que entender que el único

sitio donde conocía a chicos era en ellaboratorio.

—Sigue.—Bueno, Felix trabajaba con

animales. Sobre todo con ratas. Teníamuchas en su piso. Había un… problemade olor.

Daniel echó la cabeza atrás y estallóen carcajadas. Tenían un sonidocontagioso y Alex no pudo evitar unirsecon sus propias risitas. No perdierontanto el control como aquella tarde en lamadriguera secreta de Kevin, pero casi.

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La tensión pareció escurrirse fuera de sucuerpo y se sintió más relajada de lo quehabría creído posible, teniendo encuenta adónde se dirigía.

Al cabo de un tiempo, Daniel sequedó dormido a mitad de frase mientrasdescribía a la chica que le gustaba enquinto de primaria. Llevaba un rato conlos párpados pesados y Alex volvió asospechar que luchaba contra ellos solopara evitar que ella tuvierapensamientos negativos.

Era relajante tenerlo dormido en paz asu lado. Einstein roncaba en el asientotrasero, en agradable contrapunto alsonido regular de la respiración deDaniel. Alex sabía que debería estar

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urdiendo distintos planes, formas dellegar a Carston sin exponersedemasiado, pero le apetecía disfrutardel momento. La paz iba a ser un lujoinasequible en el futuro cercano. Siaquel era el último instante desatisfacción que iba a tener, queríaexperimentarlo sin trabas.

Se hallaba en un extraño estado decalma cuando despertó a Daniel unashoras después, ya entrando en lasafueras de Washington. La última vezque había ido a esa ciudad, estabafuriosa y aterrada. Y era muy posibleque ahora tuviera más motivos paraestarlo que entonces, pero seguíadisfrutando del tiempo que le quedaba a

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solas con Daniel y no pensaba renunciara hacerlo hasta que no hubiera másremedio.

Daniel le leyó la dirección mientrasse acercaban a su destino. Como habíapensado al principio, se trataba de unbarrio pudiente, y lo parecía cada vezmás a medida que se adentraban en él.Pero ¿no era propio de Kevinesconderse en un lugar tan incongruente?Dio dos vueltas al edificio cuyadirección les había dado Kevin,dudando de que pudiera ser el correcto.

—Será mejor que le llame.Daniel le pasó el teléfono. Alex pulsó

el botón de rellamada y solo oyó un tonoantes de la respuesta.

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—Llegáis tarde —dijo Kevin—. ¿Quépasa ahora?

—Tráfico. Nada. Creo que estamosabajo, pero… no parece que sea el sitio.

—¿Por qué?—¿Vamos a escondernos en un

rascacielos de lujo estilo art déco?—Sí. Nos ha acogido un contacto

mío. Hay aparcamiento bajo el edificio.Bajad al cuarto sótano y nos vemos allí.—Colgó.

Alex devolvió el móvil a Daniel.—Solo por una vez, quiero colgarle

yo a él antes.—Lo hiciste la primera vez que

llamó, ¿te acuerdas? Fue bastanteespectacular.

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—Ah, es verdad. Mira, ya me sientomejor.

La tensión regresó cuando doblaron laesquina, entraron en el aparcamiento ydesapareció la luz del día. Alex recorrióuna claustrofóbica espiral descendentehasta llegar al cuarto sótano y vio aKevin esperando impaciente junto a unespacio vacío con un cartel deRESERVADO A RESIDENTES. Le hizoseñas para que aparcara allí.

Alex se preparó mientras abría lapuerta, esperando comentariosmaliciosos sobre su cara o quizáobservaciones desdeñosas sobre lascagadas de Daniel, pero Kevin solodijo:

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—No te preocupes por las cámaras,las he desactivado esta mañana.

Y abrió el maletero del monovolumenpara dejar salir a Einstein, que de puroentusiasmo tiró a Kevin al suelo eintentó arrancarle la piel de la cara alametones. Tratando de fingir que noestaba celosa en absoluto del afecto quetenía Einstein a aquel hombre, Alexevitó prestarles atención hasta queDaniel y ella cargaron con tanto comopodían transportar.

—Eh…, ¿por dónde? —preguntó.Kevin se levantó con un suspiro.—Seguidme.Había que decir en su favor que

Kevin cogió las bolsas de lona que

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quedaban antes de guiarlos hacia elascensor.

—¿Necesito gorra? —preguntó Alex—. ¿Hay recibidor? Aún no estoypreparada del todo para planos cortos.

—Tranquila, Ollie, esto sube directohasta el apartamento. Por cierto,hermano, buena barba. Te queda bien.Más que nada porque ya no parecestanto tú mismo.

—Esto…, ¿gracias?—Ese contacto tuyo… —empezó a

decir Alex.Kevin volvió a suspirar.—No todos pueden ser como Arnie.

Lo siento, canija, esto podría ponersedifícil.

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—¿No confías en él?El ascensor los dejó en un lujoso

vestíbulo. ¿O sería una antecámara?Aparte del ascensor, solo se veía otrapuerta.

—Le he pagado toda la semana queviene, así que confío en ella hastaentonces.

A Alex se le erizaron los pelillos dela nuca. Daniel la había acostumbradoun poco a la interacción humana, perosabía que seguía teniendo problemas derelación bastante serios. Mientrascruzaban el corto recibidor, intentóliberar unos dedos de la mano derechaen la que llevaba la bolsa para podersacar una jeringuilla de su cinturón.

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Justo cuando alcanzó la que buscaba,Daniel le tocó la muñeca. Alex levantóla mirada y vio por su expresión quequizá estuviera exagerando. Frunciendoel ceño, devolvió la jeringuilla a susitio. Le costaría poco sacarla si habíanecesidad, en todo caso.

Kevin tenía llave de la única puerta.Respiró hondo mientras la abría.

Al principio Alex temió que al finalhubieran terminado en el vestíbulo deledificio, porque nunca había estado enun apartamento que tuviera una ampliaescalera de mármol hacia un pisosuperior. Era un lugar espléndido,elegante y moderno, rodeado deventanales que iban del suelo al techo y

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que le dieron la inmediata sensación deestar expuesta. Vio a través del cristalque el sol empezaba a dejarse caersobre la línea del horizonte deWashington. No parecía haber edificioscercanos desde donde pudieran servistos, pero sería posible con untelescopio. O una mirilla de fusil.

—No —sentenció una voz dura perode algún modo aterciopelada, detrás deellos.

Alex se giró de golpe. El apartamentotambién se extendía en la otra dirección,envolviendo la puerta y el pasillo deacceso. A un lado había una enormecocina blanca, al otro un comedor conasientos para diez personas, ambos

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rodeados de más ventanales. Apoyadocontra la isla de mármol de la cocinaestaba el ser humano más exquisito queAlex había visto en la vida real.

La mujer tenía el aspecto exacto de lajocosa descripción que Alex habíahecho de la inverosímil imagen mentalque Kevin se habría formado deOleander. Su cabello, de un tono rubiomiel, caía denso y largo, ondulado comoen unos dibujos animados de Disney.Ojos azules de corderito, labios rojos ycarnosos con un asomo de sonrisa en lascomisuras y una nariz recta y estrecha,todo ello repartido con perfecta simetríaen un rostro ovalado con pómulosprominentes. Cuello de cisne sobre

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elegantes clavículas. Y, por supuesto,una generosa figura de reloj de arenacon una cintura diminuta y unas piernasque parecían más largas que el cuerpoentero de Alex. La mujer solo llevaba uncorto quimono negro y una expresiónirritada.

—Es temporal —dijo Kevin a lamujer en tono conciliador—. Porsupuesto, te pagaré lo mismo por cadauno de ellos. El triple de lo acordado.

La mujer de surrealista perfecciónenarcó una ceja y dirigió su mirada aEinstein, que movía la cola con frenesí.Como no podía ser menos, este miró a larubia con ojos de cachorrito.

—Cuatro veces —aceptó Kevin.

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Soltó las bolsas que llevaba—. Losperros te gustan.

—¿Kate? —preguntó Daniel derepente, con un tono saturado desorprendido reconocimiento.

En la cara de la mujer se dibujó unasonrisa con hoyuelos digna de unanuncio de pasta de dientes.

—Hola, Danny —ronroneó—. Casino te reconocía con esa barba. Bueno,ahora me quedo más tranquila. Medejaste una cicatriz muy fea en el ego,pero al menos no me olvidaste.

—Me…, hum, me alegro de volver averte —trastabilló Daniel,desconcertado por el saludo de la mujer.

Los ojos de la rubia volvieron a

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Kevin.—De acuerdo, él puede quedarse.—Son solo unas pocas noches —dijo

Kevin—. También necesito a la bajita.—Sabes que no me gusta que haya

mujeres en mi espacio —replicó ella sinlevantar la voz, lanzando una brevemirada a Alex y devolviendo su atencióna Kevin al momento.

—Ah, no te preocupes, Ollie no esuna chica de verdad —le aseguró Kevin.

Daniel soltó las bolsas que llevaba ydio medio paso adelante antes de queAlex le enganchara la camiseta con suúnico dedo libre.

—Ahora no —musitó.Kate, o comoquiera que se llamase, se

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apartó con gesto grácil de la isla de lacocina y fluyó hacia ellos. Miró consuperioridad a Alex, fácil teniendo encuenta que medía quince centímetrosmás que ella.

—¿Qué te ha pasado en la cara? ¿Teha dado caña el novio?

Daniel se tensó. Alex no estaba muysegura de lo que era aquello. ¿Quizá unaespecie de conflicto territorial? Nopodía estar segura, porque no teníamucha experiencia en tratar con otrasmujeres. Mucho tiempo atrás, habíasufrido a unas cuantas compañeras decuarto inmaduras, le habían caído bienotras pocas científicas empollonas yhabía tenido charlas insustanciales con

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las poco frecuentes subalternas que nohuían de ella. Sobre todo habíatrabajado con hombres, y no conocíatodas las normas de las interacciones dedoble cromosoma X. Sin saber quéhacer, optó por la verdad, aunque luegocayó en la cuenta de que debía haberesperado a ver qué decía Kevin a lamujer.

—Esto… No, fue un asesino de lamafia. —Alex movió la mandíbula,notando el tirón del vendaje contra lapiel—. Ah, y lo más antiguo es decuando Kevin intentó matarme.

—Si de verdad hubiera intentadomatarte, estarías muerta —gruñó Kevin.

Alex puso los ojos en blanco.

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—¿Qué pasa, te apetece otra ronda?—dijo Kevin con brusquedad—.Cuando quieras, cielo.

—La próxima vez que te dejeinconsciente —prometió Alex— ya nodespertarás.

Kevin rio, no con desdén como Alexhabía esperado, sino con auténticoregocijo.

—¿Ves lo que te decía, Val?La mujer dio la impresión de

esforzarse por no sonreír.—Vale, me habéis despertado el

interés. Pero solo tengo una habitaciónde más.

—Ollie se puede apañar donde sea.—Vosotros veréis —dijo la mujer.

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Por lo visto, era su forma de aceptarlos—. Quitad todos esos trastos de mi salade estar.

Casi rozó a Daniel al pasar junto aellos. Sin echar ni una mirada atrás, sedirigió a la escalera. El quimono eramuy corto y los dos hermanos miraronboquiabiertos cómo subía.

—¿De verdad la rechazaste? —murmuró Alex entre dientes.

Kevin la oyó y se echó a reír denuevo.

—Vamos a mover todo esto antes deque nos eche a todos a patadas. El dormitorio de invitados era más

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grande que todo el apartamento quehabía tenido Alex en Washington. Y noera que hubiera vivido en un tugurio: supiso era lo que las inmobiliariascatalogaban como lujoso. Pero aquellugar superaba en varios órdenes demagnitud el mero lujo. Kevin habíaparecido sincero cuando dijo que lamujer era prostituta, pero Alex no teníani idea de que pudiera ser una profesióntan bien pagada.

Kevin amontonó las bolsas de lonacontra una pared.

—Ollie, aún tienes el catre aquel,¿verdad? Hay un vestidor enormecontiguo al cuarto de baño. Míralo, aver si te sirve. También podrías dormir

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en los sofás de fuera, pero creo que serámejor mantenerte fuera de la línea devisión de Val todo lo que podamos.

—Alex dormirá en la cama, porsupuesto —dijo Daniel.

Kevin juntó las cejas, escéptico.—¿En serio? ¿Vas a ponerte

caballeroso con Ollie?—Es como si no hubieras conocido a

nuestra madre.—Tranquilo —dijo Alex al ver que

Kevin se erizaba—. Nos lasarreglaremos.

—Bien —respondió Kevin.—¿Tendría que haber hablado con

más cuidado ahí fuera? —preguntó Alexa Kevin—. Has dicho que no es de fiar.

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Kevin meneó la cabeza.—No, tranquila. Val puede echarnos a

todos a la calle cuando se canse denosotros, pero no va a vendernos. Hecomprado su tiempo y su discreción. Loque pasa con Val no sale de Val. Tieneuna reputación que proteger.

—Muy bien —aceptó Alex, aunque noestaba segura de entender bien lapolítica de Val.

Kevin fue hacia la puerta y se quedóquieto con la mano en el pomo.

—Hay mucha comida en la nevera sitenéis hambre, o también podemos pediralgo a domicilio.

—Gracias —dijo Alex—. Antesordenaré mis cosas.

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—Sí —asintió Daniel—. Mejor quenos instalemos.

Kevin vaciló otro segundo y luegovolvió al interior del dormitorio.

—Esto…, Danny, quería decirte…que me alegro de verte. Me alegro deque estés a salvo.

Al igual que la vez anterior, antes deirse del rancho, Kevin daba la sensaciónde que no se opondría a un abrazo.Daniel se quedó quieto en una posturaincómoda, con un lenguaje corporal muyambivalente.

—Sí, bueno, es gracias a Alex —respondió luego—. Y yo me alegro deque no estés muerto como ella creía.

Kevin dio una risotada.

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—Sí, yo también. Y gracias otra vez,chica de los venenos. Te debo una.

Salió con otra carcajada, dejando unarendija abierta en la puerta almarcharse.

Daniel dedicó una larga mirada aAlex y después fue hacia la puerta y lacerró del todo sin hacer ruido. Se volvióhacia ella con cara de estar a punto deponerse a discutir. Alex negó con lacabeza y le indicó por gestos que sealejara más con ella de la puerta.

Durante el primer segundo, el cuartode baño hizo que olvidara por qué habíaentrado en él. Había una bañera contamaño de piscina hundida en el suelo,rodeada de mármol y de una pared azul

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clara de baldosas que titilaban como unmar en calma. Suspendida del techosobre ella había una alcachofa deltamaño de una rueda de camión.

—¿Qué es este sitio? —dijo Alex,casi sin aliento.

Daniel cerró la puerta a sus espaldas.—Por lo visto a Kate…, o, mejor

dicho, a Val le va todo bastante bien.—¿Crees que de verdad es prostituta

o solo era Kevin intentando adornar lahistoria?

—No he entrado aquí para hablar deVal.

Alex se volvió hacia él, con loslabios fruncidos a un lado.

—Alex, no me gusta mentirle.

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—¿Quién ha mentido?—Fingir, pues. Aparentar que no hay

nada entre nosotros.Alex forzó un suspiro.—Es que no estoy preparada para las

inevitables consecuencias. Ya sufrobastante estrés.

—En algún momento tendremos quedecírselo. ¿Por qué no quitárnoslo ya deencima? —Daniel miró cómo cambiabala expresión de Alex al sopesar lasopciones—. Sigues sin creer quevayamos a tener ese «algún momento»,¿verdad? —la acusó.

—Bueno… Hay bastantesprobabilidades de que él o yo acabemosmuertos antes de la semana que viene,

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así que ¿para qué remover las aguas?Daniel tiró de ella en un repentino y

brusco abrazo que, de algún modo, teníamás de reproche que de consuelo.

—No digas esas cosas. No soportooírte hablar así.

—Lo siento —contestó ella, con lacara contra su camisa.

—Podemos marcharnos. Esta noche.Nos esconderemos. Tú sabes hacerlo.

—¿Podemos esperar a haber dormidoy comido, al menos? —preguntó ella entono lastimero.

Daniel rio a regañadientes al oírlo.—Supongo que eso te lo puedo

conceder.Alex se permitió relajarse un

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momento apoyada en él, deseando denuevo que huir fuese la decisióncorrecta. Parecía una opción mucho másfácil, casi hasta descansada.

—Salgamos ahí fuera cogidos de lamano —propuso Daniel—, y luegoenrollémonos un rato en el sofá.

—Primero, comer y dormir. Nopienso lidiar con las consecuencias dela gran revelación hasta saber que heanalizado todos los posiblescontragolpes y si necesito estararmada…, o más bien lo armada quenecesito estar. Ahora mismo no puedo nipensar bien.

—De acuerdo —dijo él—. Te dejoesta noche, porque sé lo agotada que

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estás. Pero por la mañana volveremos ahablar de esto, y pretendo ser bastanteinflexible.

—¿Kevin también va a estar aquídentro? —se preguntó ella—. La mujerha dicho que solo tenía una habitaciónde más. Si está, tener esa conversaciónno va a ser nada fácil.

—Lo dudo mucho. —Alex percibióun tono irónico en su voz y se apartópara mirarle la cara. Daniel no la soltó,pero bajó los brazos para apoyarlos másrelajados en su cintura.

—Ah, ¿crees que se refería a que notenía más habitaciones vacías?

—No, creo que duerme con ella.Alex arrugó la nariz.

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—¿De verdad? No ha parecido queKevin le cayera demasiado bien.

—Nunca cae muy bien a las mujeresque hay en su vida.

Alex seguía sin estar convencida.—Pero… Val podría tener a alguien

muchísimo mejor.Daniel rio.—Eso no te lo voy a discutir.

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24

La enorme nevera doble de Val estabamucho mejor surtida que la de Arnie. Dehecho, estaba mucho mejor surtida quela del restaurante medio. Era como sipretendiera dar de comer a una docenamás de huéspedes de los que tenía encasa, aunque a todas luces no sabía de la

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existencia de Alex y Daniel hastamomentos antes de su llegada.

La incongruencia molestó un poco aAlex, pero no lo suficiente paraapartarla del cuenco de uvas. Tenía lasensación de no haber comido nadafresco desde hacía semanas, aunque enrealidad no había sido tanto. Parecía quehabían pasado meses desde el rancho.Casi no podía hacerse a la idea del pocotiempo que había transcurrido.

Alex se sentó en un taburete blanco,inmaculado y ultramoderno. No era muycómodo.

Daniel tarareaba embelesado mientrasexaminaba los accesorios.

—Esto sí que es una cocina —

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murmuró.Empezó a registrar los cajones de

abajo, haciendo inventario de cacerolasy sartenes.

—Ya nos sentimos como en casa, ¿eh?Daniel se levantó de golpe. Alex se

quedó inmóvil con una uva a mediocamino de la boca.

Val entró riendo en la estancia, aúnvestida con el quimono corto.

—Tranquilos. Todo esto está paravosotros. En realidad, yo no uso lacocina.

—Hum, gracias —dijo Daniel.Val se encogió de hombros.—Lo ha pagado Kevin. Dime, ¿te

gusta cocinar?

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—Me defiendo.—Está siendo modesto —terció Alex

—. Es un chef de cinco estrellas.Val dedicó a Daniel una cálida

sonrisa mientras estiraba hacia él todoel torso por encima de la isla, con labarbilla casi tocando el mármol.

—Vaya, qué bien. Nunca había tenidoa un chef en casa. Suena… divertido.

Alex se preguntó cómo podía Valcargar de tantas implicaciones distintasuna palabra tan común.

—Eh… supongo —dijo Daniel,sonrojándose un poco—. ¿Dónde estáKevin?

—Paseando al perro.Val giró la cara hacia Alex, que se

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preparó para más agresividad.—He preguntado a Kevin por ti. Dice

que lo torturaste a él. —Val hizo ungesto con la cabeza hacia Daniel.

—Bueno, dicho así, es cierto. Perofue un caso de identidad equivocada.

Los ojos de Val brillaron de interés.—¿Qué hiciste? ¿Lo quemaste?—¿Qué? No, no. Esto… Usé

tratamientos químicos inyectables. Losencuentro más efectivos y no dejancicatriz.

—Hum. —Val deslizó su cuerposobre el mármol para quedar otra vez decara a Daniel y usó su brazo a modo dealmohada. La maniobra descolocó enparte el quimono y Alex supuso que

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Daniel tendría una vista bastanteinteresante. Y en efecto, tenía pinta deestar incómodo con una mano en lapuerta de la nevera—. ¿Te dolió mucho?

—Más de lo que habría imaginadonunca —reconoció Daniel.

Val parecía fascinada.—¿Chillaste? ¿Suplicaste? ¿Te

retorciste?Daniel no pudo evitar sonreír ante

tanto entusiasmo.—Todo eso y más, creo. Ah, y

también lloré como un bebé. —Sin dejarde sonreír, de pronto pareció mucho máscómodo. Se volvió de nuevo hacia lanevera y empezó a trastear.

Val suspiró.

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—Ojalá hubiera podido verlo.—¿Te va la tortura? —preguntó Alex,

ocultando su preocupación. Cómo no,Kevin los había instalado con unaauténtica sádica.

—No la tortura en sí, pero esembriagador, ¿verdad? ¿Tener esa clasede poder?

—Supongo que nunca lo había miradodesde esa perspectiva.

Val ladeó la cabeza, mirando a Alexcon evidente interés.

—¿Acaso no todo consiste en elpoder?

Alex se lo pensó un momento.—En mi experiencia, no. Cuando

hacer eso era mi trabajo, te juro que…

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Ahora me suena ingenuo hasta a mí…,pero de verdad que solo intentaba salvara gente. Siempre había mucho en juego.Era muy estresante.

Val se quedó un momento pensando,con un mohín en los labios.

—Sí que suena ingenuo.Alex levantó los hombros.—¿Y no te subía la adrenalina? ¿Al

tener todo el control? —Val clavó enAlex sus grandes ojos de lapislázuli.

Alex se preguntó si la gente sesentiría como ella en la consulta de unpsiquiatra, tan compelidos a hablar. Oquizá se pareciera más a estar esposadoen la mesa de la propia Alex.

—Bueno…, puede. A simple vista, no

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soy una persona muy peligrosa. Supongoque algunas veces sí que apreciaba el…respeto.

Val asintió.—Claro que sí. Dime, ¿alguna vez has

torturado a una mujer?—Dos veces. Bueno, una y media.—Explícate.Daniel tenía la cabeza echada hacia

atrás mientras ajustaba el fuego bajo laparrilla. Escuchaba con atención. AAlex no le gustaba nada hablar de esetema delante de él.

—Con la primera chica, en realidadno tuve que hacer nada. Ya estabaconfesando incluso antes de que la ataraa la mesa. Tampoco había motivo para

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llevarla a mi laboratorio: con uninterrogatorio normal habrían obtenidolos mismos resultados. Pobrecita.

—¿Qué confesó?—Una célula terrorista intentaba

obligar a gente a inmolarse en NuevaYork. Secuestraban a sus familiares enIrán, en su caso a sus padres, yamenazaban con matarlos si el sujeto nose ataba una bomba al cuerpo. SeguridadNacional lo tenía bajo control antes deque detonara ninguna de las bombas,pero perdieron a varios rehenes. —Alexsuspiró—. Con los terroristas siemprese pringa todo.

—¿Y la segunda?—Esa vez fue muy distinta. Traficante

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de armas.—¿Fue difícil hacerla hablar?—De las más difíciles de toda mi

carrera.Val sonrió como si la respuesta fuera

de su máximo agrado.—Siempre he creído que las mujeres

soportamos mucho mejor el dolor que elsupuesto sexo fuerte. Los hombres sonsolo niños tamaño extragrande, enrealidad. —Suspiró—. Yo he hecho quelos hombres supliquen, que se retuerzan,y puede que también les haya sacadoalguna lágrima aquí y allá, pero nadie hallorado nunca «como un bebé». —Hizoun puchero sacando el labio superior.

—Estoy segura de que lo harían si se

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lo pidieras —la consoló Alex.Val desplegó su reluciente sonrisa.—Creo que tienes razón.Daniel estaba troceando algo. Alex

decidió que debía aflojar un poco conlas uvas. Seguro que la cena merecía laespera. Val volvió a deslizar su cuerposobre el mármol para mirarlo y Alexsintió la repentina necesidad dedistraerla.

—Tienes una casa preciosa.—Sí que está bien, ¿verdad? Me la

regaló un amigo.—Ah, ¿viene mucho por aquí?¿Cuánta gente iba a saber de ellos? Ya

había mostrado una sinceridad estúpiday muy impropia con aquella mujer

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extraña. Seguro que acababalamentándolo.

—No, no, Zhang y yo rompimos hacesiglos. Era demasiado estirado.

—¿Y te dejó quedarte con la casa?Val miró a Alex, incrédula.—¿Que si me dejó? ¿Qué clase de

regalo sería si la escritura no estuviera ami nombre?

—También es verdad —convino Alexapresuradamente.

—¿Qué estabas diciendo antes sobredejar inconsciente a Kevin?

—¿Puedo contar yo la historia, porfavor? —intervino Daniel—. Es mifavorita.

Daniel extendió el relato, sacándole

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todo el jugo para provocar en Val risas ymurmullos de admiración. Hizo queAlex pareciera más al mando de lo quehabía estado y noveló las partes en lasque no estaba despierto. Era mejorhistoria tal y como él la contaba, tuvoque reconocer Alex. La expresión con laque Val la evaluó después había dado ungiro de ciento ochenta grados respecto asu primer encuentro.

Cuando la comida estuvo lista, a Alexdejó de importarle todo lo demás. Hacíatiempo que no comía carne roja y sedejó dominar por su carnívora interior.Cuando salió del frenesí, vio que Valestaba mirándola de nuevo, embelesada.

Alex bajó los ojos hacia su plato.

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Daniel también había puesto un platopara ella, pero Val solo había tomadounas tiras del lateral de su filete.

—¿Siempre comes tanto? —preguntó.—Cuando puedo, supongo. Si cocina

Daniel, sin dudarlo.Val entrecerró los ojos.—Y seguro que no engordas ni un

gramo, ¿verdad?—No lo sé. Imagino que a veces sí,

¿no?—¿Tienes báscula siquiera? —exigió

saber Val.—Tengo una que mide miligramos —

respondió Alex, confundida.Val dio un soplido que le revolvió el

pelo ondulado sobre la frente.

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—La gente con el metabolismo altome cabrea un montón.

—¿En serio? —dijo Alex, mirándolade arriba abajo—. ¿Tú vas a quejarte denuestras respectivas herenciasgenéticas?

Val le sostuvo la mirada unossegundos, y al cabo sonrió y meneó lacabeza.

—Bueno, supongo que no se puedetener todo.

—¿Y tú eres la excepción queconfirma la regla?

—Creo que me caes bien, Ollie.—Gracias, Val. Pero en realidad me

llamo Alex.—Lo que sea. ¿Sabes? Tienes mucho

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potencial por explotar. Con un peinadodecente, un poco de maquillaje y tetasde tamaño medio, estarías muy bien.

—Eh… Ya estoy bien como estoy,gracias. Espero menos de la vida.Facilita las cosas.

—Te cortas el pelo tú misma,¿verdad?

—No tengo alternativa.—Créeme, siempre hay alternativa a

esto. —Se estiró sobre la isla y trató detocar el pelo que colgaba frente a losojos de Alex, pero ella se encogió paraapartarse. Era cierto que ya iba tocandocortárselo.

Val se volvió hacia Daniel, queintentaba no entrometerse y estaba

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terminando de comer apoyado en laencimera justo detrás de Val, casi comosi quisiera esconderse de ella. En fin,era comprensible. Y Alex tambiéncomprendía ahora del todo por quéDaniel había encontrado temible a Valen su primera conversación del bar.

—Anda, apóyame un poco, Danny.¿No crees que Ollie podría ser muybonita si lo intentara?

Daniel hizo el habitual parpadeo decuando lo pillaban por sorpresa.

—Pero Alex ya es bonita.—Qué caballeroso. Eres como el

anti-Kevin de un universo alternativo.—Me lo tomo como un cumplido.—Porque lo es. Quizá sea el mejor

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cumplido que haya hecho nunca a nadie—dijo Val.

—¿Cuánto hace que os conocéis? —preguntó Daniel.

—Demasiado. No sé por qué sigoabriéndole la puerta cuando llegasuplicando. Supongo que es por lo quedecíamos del poder. —Se encogió dehombros y una hombrera del quimono deseda le bajó por el brazo. No lodevolvió a su sitio—. Me gusta vercómo alguien tan fuerte hace lo que yodigo.

Una llave tintineó en la puerta delpiso. Alex se dejó caer del taburete alsuelo, tensando los músculosautomáticamente. Val observó cómo

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miraba Daniel a Alex, tensándosetambién y preparado para seguir susindicaciones.

—Vosotros dos sois divertidos —musitó.

Einstein entró corriendo y jadeandoen la cocina, y Alex se relajó.

Val miró al perro, que traía la lenguacolgando y unos ojos anhelantes.

—¿Quiere algo?—Debe de tener sed —le dijo Alex.—Ah.Val echó un breve vistazo por la

cocina y cogió un cuenco de cristaldecorativo del centro de la isla parallenarlo de agua del grifo. Einstein lelamió la mano en agradecimiento y

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empezó a beber a lengüetazos.—Huele bien —comentó Kevin al

doblar la esquina.—Puedes terminarte el mío —dijo

Val sin mirarlo—. Ya he terminado. —Como a modo de experimento, acaricióuna oreja a Einstein.

Kevin se apoyó con aire cómodocontra la isla y empezó a cortar lacomida de Val como si estuviera en sucasa.

—¿Os lleváis todos bien?—Tenías razón —respondió Val.Kevin puso una sonrisa triunfal.—Ya te he dicho que Ollie no te

aburriría.Val enderezó la espalda y le devolvió

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la sonrisa.—Cualquiera que te haya encadenado

al suelo por fuerza tiene que llevarsebien conmigo.

La sonrisa de Kevin se esfumó.—Fue un empate.Val echó arriba el mentón y rio; su

cuello pareció más de cisne que antes.Daniel abrió el grifo y buscó el

lavavajillas. Alex fue con él sinpensárselo, reconfortada ya solo con losprimeros acordes de su rutina habitual.De nuevo se hallaba en un lugardesconocido, en una situación que levenía grande, insegura y en peligro, perocon Daniel presente podía soportarlo.Era como una máscara antigás, un

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amuleto de refugio. Sonrió para símisma, pensando en lo poco que legustaría esa comparación. Pero, en fin,la romántica no era ella.

—Ah, no te molestes con eso, encanto—dijo Val a Daniel—. Tengo unempleado doméstico que viene todas lasmañanas.

Alex lanzó una mirada significativa aKevin, que Val captó.

—Le dejaré una nota en la encimerapara que no entre en los dormitorios —prometió Val—. No te preocupes, ya séque todo esto es muy en plan intriga.Nadie va a descubrirte por mi culpa.

—No me importa —dijo Daniel—.Fregar los platos me relaja.

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—Pero ¿qué es este hermano tuyo? —preguntó Val a Kevin—. ¿Puedoquedármelo?

Alex sonrió al ver que Daniel abríalos ojos de par en par, en señal depánico, pero no levantaba la cabeza delfregadero para que Val no los viera.Pasó unas pinzas a Alex y ella las secócon un trapo que tenía tacto sedoso ycasi a ciencia cierta estaba de adorno.Pero tenía la sensación de que a Val nole importarían minucias como aquella.

—No es tu tipo —respondió Kevin.—Pero tengo muchos tipos, ¿verdad

que sí?—Cierto, pero no creo que

mantuviera tu interés mucho tiempo.

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Val suspiró.—Muy pocos lo hacen.—Bueno, hum, volviendo a ese

empleado doméstico… ¿A qué horallegará, se irá, etcétera? —preguntóAlex.

Val se echó a reír.—Te tomas las cosas muy en serio.—Intentan matarme bastante a

menudo.—Al final debe de resultar molesto

—comentó Val—. Cuando duermo aquí,Raoul viene y se va muy deprisa. Nisiquiera te despertará. Es bueno.

—Cerraré la puerta con llave,entonces.

—Como quieras.

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—No vamos a dormir hasta tarde estanoche, Ollie —intervino Kevin—. Hayque preparar muchas cosas antes deactuar, y no quiero perder más tiempo.

—Dale una mañana libre —pidióDaniel—. Lleva una semanaconduciendo todas las noches ydurmiendo en la parte de atrás de loscoches. Necesita descansar.

Kevin puso cara de asco.—No es una niña, Danny. Los

mayores tenemos que trabajar.—No hay problema —dijo Alex a

toda prisa. Un vistazo al reloj del hornola informó de que solo eran las siete—.De todas formas, voy a acostarme ya, asíque seguro que estaré despierta mucho

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antes de que llegue Raoul.—Te repasaré mi inventario y podrás

decirme qué otras cosas necesitas.Tengo las grabaciones de tu sujeto, queestoy seguro de que querrás revisar, yluego…

—Mañana, Kevin —interrumpió Alex—. Ahora, dormir.

Kevin inhaló haciendo ruido por lanariz y elevó la mirada al techo.

Alex casi hizo ademán de coger lamano de Daniel al marcharse de lacocina. Tuvo que cerrar los dedoshaciendo un puño y esperar que Kevinno se hubiera dado cuenta. Le parecióuna forma de comportarse forzada, ysabía que Daniel opinaría lo mismo.

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Daniel la siguió de cerca, casi como siestuviera planteándose hacer algo paraprovocar la conversación, o el posiblealtercado, que ella intentaba evitar.«Ahora no», trató de decirle portelepatía sin girarse. Apretó el paso,pero fue en vano. Las piernas de Danieleran demasiado largas para que pudierasacarle la menor ventaja.

Se sintió mucho mejor cuando oyóque Daniel cerraba la puerta al entrar yechaba el pestillo.

—Gracias —le dijo, volviéndosepara rodearle la cintura con los brazos.

—Solo porque estamos agotados —lerecordó él—. Mañana me pondré muchomás tenaz.

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Era cierto que Alex estaba que secaía, de modo que cumplió solo laspartes más importantes de su rutina. Nole apetecía volver a vendarse la cara,así que decidió dejar respirar la pielaquella noche. La herida seguía de unrojo brillante y algo hinchada, y lospuntos de la oreja, aunque había usadoun hilo de color piel, eran difíciles depasar por alto. Pero daba la impresiónde que las dos mitades del lóbulo sevolverían a unir. Le quedaría unacicatriz bastante fea, pero no queríadarle más vueltas en ese momento.

Se le ocurrió montar el catre en elvestidor para guardar las apariencias,pero decidió esperar a la mañana.

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Tampoco era que Kevin fuese ainspeccionar las habitaciones. Tambiénse planteó armar la puerta con unabombona de gas, pero no creyó tener laenergía suficiente y, de todos modos,cualquier intruso comprobaría primeroel dormitorio principal, si lograbasuperar a Einstein. Se conformó condejar la SIG y su cinturón en la mesitade noche.

Daniel se había metido en la camaantes que ella, pero seguía despierto.

—¿Crees que debería sacar mi fusil?—preguntó.

—La habitación es grande, pero diríaque no tanto como para el fusil. Puedo ira traerte la escopeta.

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Daniel la miró exasperado.—Lo decía en broma.—Ah. Vale.Abrió los brazos para recibirla. Alex

apagó la lámpara y adoptó la que sehabía convertido en su postura habitual.La cama era absurda, una especie denube suave y anatómica que debía deestar hecha de hilo de oro o crin deunicornio.

—Buenas noches, Alex —le susurróDaniel contra el pelo, y Alex se quedódormida. Cuando despertó, fuera todavía estabaoscuro. La tenue luz que entraba por los

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bordes de las cortinas tenía el amarilloverdoso artificial de las farolas. No veíaningún reloj, pero habría dicho queserían sobre las cuatro. Una buena nochede descanso, y hasta más. Se alegró,porque el día prometía ser largo.Llevaba años sin hacer otra cosa quehuir y sobrevivir. Pero estaba viéndoseobligada a pasar a un modo más activo ylo temía con toda su alma. Sí, habíatenido aquella aventura tan poco propiade ella en Texas, pero la achacaba a laadrenalina del momento y a ladesacostumbrada responsabilidad detener a alguien a su cargo. No era algoque ella habría planeado.

De modo que cuando Daniel,

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despierto por culpa de sus movimientos,empezó a besarle el cuello, no leimportó posponerlo todo un ratito.

Se preguntó cómo sería ser unapersona normal. Poder confiar en quedespertares como aquel, al lado de lapersona que habías elegido, serepetirían una y otra vez. Afrontar el díacon la seguridad de que al finalvolverías a acostarte en la misma cama,junto a esa misma persona. Dudaba quela mayoría apreciara esa certeza cuandola tenía. Para ellos formaría una partedemasiado intrínseca de la vidacotidiana y la darían por hecha, hasta elpunto de que ni se les pasaría por lacabeza sentirse agradecidos.

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Por su parte, Alex no podía contarcon más mañanas como aquella, pero síque podía sentirse agradecida por la quetenía.

Dio un tirón a la camiseta de Daniel yél le apartó las manos del pelo el tiemposuficiente para quitársela. Alexaprovechó para quitarse su propiacamiseta, anhelando el contacto de suspieles. Los besos de Daniel, que habíanempezado con ternura, empezaron avirar hacia lo desatado, aunque Alexcasi pudo oír cómo se recordaba a símismo que debía tratarla con cuidado.De eso ni hablar. Lo besó conmovimientos diseñados para hacerleolvidar cualquier otra consideración.

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No hubo sonido ni aviso. No oyócómo pasaba el cerrojo ni cómo se abríala puerta. Y de pronto le llegó elchasquido metálico de un seguro depistola al quitarse a escasos centímetrosde su cabeza. Se quedó petrificada ysintió que Daniel hacía lo mismo. Nosupo si había identificado el quedochasquido como ella o si solo respondíaa su inmovilidad.

Por el sonido, supo que el intrusoestaba más cerca de la mesita con lapistola que ella. Se maldijo pordescuidar las medidas de seguridadbásicas y se devanó los sesos buscandocualquier posible alternativa. Quizá, sitrataba de rodar y desviar la pistola de

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una patada, daría tiempo a Daniel pararodearlo.

Y entonces el intruso habló.—Apártate de ese civil, pequeña

serpiente venenosa.Alex dejó escapar la enorme

bocanada de aire que había estadoconteniendo.

—¡Uf! Vale. ¡Ah! Baja ya esa pistola,psicópata.

—No hasta que te quites de encima demi hermano.

—Esto cruza tantas líneas rojas queno sé ni cómo llamarlo —dijo Danielcon aspereza—. ¿Te has atrevido aforzar la cerradura?

—Danny, escúchame, te ha drogado

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otra vez. Eso es lo que está pasandoaquí.

—Como si fuese a desperdiciar miescaso inventario para uso recreativo —murmuró ella. Rodó mientras tiraba dela sábana para taparse y extendió elbrazo hacia la lámpara. Notó el fríocañón de la pistola apretado contra sufrente—. Estás siendo ridículo —dijo aKevin mientras encendía la luz.

Kevin dio un paso atrás, parpadeandopor el resplandor. Seguía teniendo sularga pistola con silenciador apuntadahacia su cara.

La cama se sacudió cuando Danielsaltó con agilidad por encima de Alex yse interpuso entre ella y Kevin.

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—¿Se puede saber qué haces? ¡No laapuntes con eso!

—Danny, no sé con qué te habrádrogado, pero te lo limpiaremos delcuerpo, te lo prometo. Ven conmigo.

—Si sabes lo que te conviene, darásmedia vuelta y te marcharás ahoramismo.

—Oye, que te estoy salvando.—Gracias, pero no, gracias. Estaba

muy contento con lo que hacía antes deque nos interrumpieras con tan malosmodos, y querría volver a ello. Cierra lapuerta al salir.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Alex,terminando de ponerse la camiseta. Nohabía tiempo para aquella riña. Kevin

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solo llevaba los pantalones del pijama,por lo que, fuese cual fuese el problema,no había tenido tiempo de prepararse.No era propio de Kevin dejarse distraer,ni siquiera por algo que le resultara tanofensivo, en una situación de peligro. Seinclinó por detrás de Daniel para cogersu cinturón y se lo puso mientras seguíahablando—. ¿Tenemos que irnos? —Echó mano a la SIG y la guardó pordetrás del cinturón.

Kevin bajó el arma despacio yempezó a parecer menos seguro de símismo al encontrarse con elpragmatismo de Alex.

—No podía creerme lo que me decía,así que he venido a comprobarlo —

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reconoció, dócil de repente—. La ideaera que Daniel ni se enterara de quehabía entrado.

—¿Quién te ha dicho qué? —preguntóDaniel.

—Val. Me ha contado que vosotrosdos estabais juntos. Parecía muyconvencida. Yo le he dicho que ni en unmillón de años. —Al final, su vozvolvió a sonar enfurecida.

Daniel resopló, irritado.—Pues espero que hayáis hecho

alguna apuesta. Con consecuencias muyhumillantes para el perdedor.

—Esto ya es bastante castigo —gruñóKevin.

—Te estoy hablando en serio —

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insistió Daniel—. Sal de aquí, Kevin.—No me lo puedo creer, Danny. ¿En

qué estás pensando? ¿Después de lo quete hizo?

Daniel seguía plantado entre ella yKevin, así que Alex no pudo verle lacara, pero sí oyó la repentina sonrisa ensu voz.

—¿Tú, que vas tan de duro ypeligroso, me estás diciendo quepermitirías que un poco de dolor teapartara de la mujer que deseas? ¿Enserio?

Kevin dio un tambaleante paso atrás ytardó unos segundos en responder.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué la deseasa ella? —La ira se había desvanecido y,

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cuando miró a Alex, solo huboincomprensión.

—Te lo explicaré cuando seas mayor.Y ahora, por última vez, sal de aquí o…—Estiró un largo brazo alrededor delcuerpo de Alex y le cogió la pistola dela espalda—. O te pego un tiro.

Apuntó con el arma al torso de Kevin.—Hum, tiene el seguro quitado —

murmuró Alex.—Cuento con ello —repuso Daniel.Kevin se los quedó mirando, mientras

Daniel sostenía el arma con firmeza yAlex miraba desde detrás de su brazo, ycuadró los hombros. Señaló a Alex consu mano libre.

—Tú. Tienes que… parar de… —

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Desplazó la mano en una amplia curvaque los abarcó a los dos y la cama—.Hacer esto. Salimos en quince minutos.Estate preparada.

Su mano se desplazó hacia Daniel.—Yo… —Dio un profundo suspiro,

sacudió la cabeza, dio media vuelta ysalió por la puerta sin molestarse encerrarla—. ¡Mierda, Val! —gritómientras cruzaba el oscuro pasillo,como si de algún modo todo fuese culpade ella. Einstein ladró desde el piso dearriba.

Alex suspiró y se desperezó.—Bueno, pues ha ido exactamente

como creía que iría. Pero no ha habidotiros. Supongo que no podíamos pedir

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más.—¿Dónde vas? —preguntó Daniel.—A darme una ducha. Ya lo has oído.

Quince minutos.—¡Pero si es noche cerrada!—Mejor para que no se me vea bien

la cara. No estás cansado, ¿verdad?Creo que hemos dormido al menosnueve horas.

Daniel frunció el ceño.—No, no estoy nada cansado.—Pues entonces… —Alex fue hacia

la puerta del baño.—Espera.Daniel se levantó de un salto y se

revolvió el pelo mientras se acercaba ala puerta del dormitorio. La cerró y pasó

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el pestillo.—¿Qué sentido tiene? —preguntó

Alex.Daniel se encogió de hombros.—Touché.Fue hacia ella y la sujetó rodeándole

los brazos con las manos.—No estaba preparado para salir de

la cama.—Kevin no llamará a la puerta —le

recordó Alex—. Es muy posible que nime conceda hasta el final de esos quinceminutos.

—No me gusta dejar que esté almando. No solo no estaba preparadopara salir de la cama, tampoco estabadispuesto a que salieras tú.

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Agachó la cabeza para besarla y susmanos recorrieron sus hombrosdespacio hasta acunarle la cara. Alexsabía que, en circunstancias normales, aDaniel le habría costado pococonvencerla. Pero no estaban encircunstancias normales, y la idea deque Kevin pudiera entrar en eldormitorio en cualquier momento,posiblemente pistola en mano, atemperósu respuesta.

Se apartó.—¿Qué tal si llegamos a un término

medio?La mirada que le lanzó Daniel no

mostró mucha emoción.—Me niego en redondo a llegar a

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cualquier término medio por lo que digaKevin.

—¿Puedo plantearte al menos misugerencia antes de que la rechaces?

La expresión de Daniel se mantuvofirme, pero Alex notó que quería sonreír.

—Haz lo que tengas que hacer, perono me dejaré persuadir.

—Tenemos el tiempo limitado y losdos tenemos que lavarnos. En esa ducha-barra-piscina-poco-profunda caben dospersonas sin problemas. Bueno, enrealidad cabrían doce. Estaba pensandoen simultanear tareas.

La expresión dura se volatilizó.—Retiro de inmediato mi oposición y

ofrezco colaboración plena.

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—Ya pensaba que terminaríasviéndolo así.

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Porque no hay motivo para que vengas—objetó Kevin.

Estaba de pie frente a las puertas delascensor, bloqueando el botón dellamada con los brazos cruzados sobreel pecho.

—¿Por qué no? —exigió saber

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Daniel.—No vas a participar en la ofensiva,

Danny, así que no hace falta que estés enlos preparativos.

Los labios de Daniel se tensaron enuna mueca.

—Tampoco pasa nada porque… —empezó a decir Alex con suavidad.

—Alguien podría verle la cara —gruñó Kevin.

—¿Tu cara, quieres decir? —contraatacó ella.

—Yo soy lo bastante listo paramantener la cabeza agachada.

Daniel puso los ojos en blanco.—Puedo ir en el maletero si quieres.Kevin los contempló a los dos durante

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un eterno segundo.—¿Vais a dejar que me concentre?—¿A qué te refieres? —preguntó

Alex.Kevin cerró los ojos. Parecía intentar

calmarse. Inhaló por la nariz y luegomiró a Daniel.

—Estas son mis condiciones siquieres acompañarnos en este ejerciciode reconocimiento rutinario y muyaburrido: nadie hablará de lo sucedidoesta mañana. No me veré obligado arecordar la nauseabunda escena que hepresenciado. No habrá ningunaconversación que aluda a hechosnauseabundos. Esto es trabajo, ymantendréis en todo momento el

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comportamiento pertinente. ¿Deacuerdo?

El cuello de Daniel empezó asonrojarse. Alex estuvo segura de queiba a mencionar que, si Kevin no sehubiera colado en una habitacióncerrada en plena noche, no habría vistonada. Antes de que Daniel pudiera ponerobjeciones, Alex dijo:

—De acuerdo. Comportamientoadecuado para el trabajo.

Kevin los miró a los dosalternativamente, evaluando de nuevo.Al cabo de un segundo, dio media vueltay pulsó el botón de llamada.

Daniel lanzó a Alex una mirada de«¿En serio?». Ella se encogió de

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hombros.—¡Parad ya! —ordenó Kevin, aunque

seguía dándoles la espalda.—¿Qué? —protestó Daniel.—Puedo sentir cómo os comunicáis

en silencio. Parad. Fue un trayecto tranquilo en el cochenegro de aspecto poco llamativo. Alexno sabía si era de Val o algunaadquisición reciente que había hechoKevin. No parecía el estilo de suanfitriona, pero quizá de vez en cuandoquisiera ir de incógnito. Alex agradecióque los cristales estuvieran tan tintados.Se sentía menos expuesta, sentada con la

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gorra de béisbol bien calada y mirandoa la ciudad que aún dormía. Habíansalido lo bastante temprano como paraevitar la hora punta matutina.

Kevin los llevó por un barrio mássórdido, más del tipo en el que Alexhabría esperado que tuviera suescondrijo. Paró frente a un depósito dealmacenamiento que parecía consistirsobre todo en una sucesión decontenedores enormes. No había ningúnguardia apostado, solo un tecladonumérico y una pesada puerta metálicacoronada con alambre de espino. Kevinlos llevó casi hasta el fondo del almacénvallado y aparcó detrás de uncontenedor naranja lleno de mugre.

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El descampado parecía desierto, peroAlex mantuvo la cabeza baja y susandares nada femeninos mientrasllegaban a la ancha puerta doble queocupaba casi por completo la pareddelantera del contenedor. Kevin tecleóuna complicada secuencia numérica enel pesado candado rectangular y loretiró. Abrió la puerta solo unoscentímetros y les indicó por gestos quepasaran.

Todo fue negrura cuando Kevin cerróla puerta a sus espaldas. Luego hubo unleve chasquido y en el techo cobró vidauna hilera de luces.

—¿Cuántas Batcuevas tienesexactamente? —preguntó Alex.

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—Solo unas pocas esparcidas porahí, donde podría necesitarlas —dijoKevin—. Viene bastante bien que estasea móvil.

El interior del contenedor de Kevinestaba saturado pero hacía gala de unaorganización casi patológica. Al igualque en el granero de Texas, había unsitio para cada cosa.

Percheros repletos de ropa —dedisfraces, en realidad— se apoyabancontra la pared junto a la puerta doble.Estaba segura de que era así apropósito: si alguien lograba echar unvistazo al interior mientras las puertasestaban abiertas, solo vería las prendas.A un observador despistado no le

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resultaría sospechoso. A un observadormás atento quizá le parecería raro vercolgados juntos uniformes de todos loscuerpos militares, además de monos demecánico y la vestimenta oficial devarias empresas de servicios, por nomencionar los harapientos componentesde un disfraz de vagabundo colgados amenos de un metro de una hilera detrajes oscuros que iban desde el prêt-à-porter hasta la alta costura. Con todaesa ropa, alguien podría pasardesapercibido en toda clase desituaciones.

Los complementos estaban enpequeños contenedores por encima delos percheros: carteras y portapapeles,

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cajas de herramientas y maletas. Loszapatos estaban en cajas de plásticotransparente debajo.

Más allá de los disfraces, habíaarmaritos de metal desde el suelo altecho. Kevin le hizo una visita guiadapor cada uno de ellos y Alex tomó notade lo que podría necesitar. Igual que enel granero, había espacio para lasarmas, la munición, el blindaje personal,los explosivos y los cuchillos. Kevintambién tenía allí cosas que no había enTexas o, si las había, estaban mejorocultas que el resto. Tenía un armariolleno de objetos de alta tecnología:diminutas cámaras y micrófonos,dispositivos de rastreo, gafas de visión

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nocturna, binoculares y miras,generadores de pulso electromagnéticode varios tamaños, unos pocos portátilesy docenas de cacharritos que Alex noreconoció. Identificó los descifradoresde código, los lectores e inhibidores defrecuencia, los minidrones…, y, al cabode un tiempo, perdió la cuenta. Era pocoprobable que quisiera usar algo a lo queno estaba acostumbrada.

El siguiente armario era el de loscompuestos químicos.

—Sssí —siseó, hurgando tras laprimera hilera para ver qué más había—. Esto sí que sé usarlo.

—Ya pensaba que te gustaría.—¿Te importa? —pidió, sosteniendo

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un cilindro sellado que contenía uncatalizador que casi se le había agotado.

—Coge todo lo que quieras. No creoque haya usado nunca nada de eso.

Alex se agachó delante de laestantería inferior y se guardó variosfrascos y paquetes más en la mochila.Ah, este de aquí sí que le hacía falta.

—Entonces, ¿para qué lo tienes?Kevin se encogió de hombros.—Tenía acceso. A caballo regalado…—¡Ja! —Alex le dedicó una mirada

triunfal.—¿Qué?—Me dijiste que ese refrán era una

chorrada.Kevin puso los ojos en blanco.

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—A veces cuesta mucho no darte unapatada.

—Sé muy bien cómo te sientes.Daniel se acercó para situarse entre

ella y Kevin. Alex negó con la cabeza:era solo cháchara. Después de darles subreve lección sobre comportamientoadecuado, Kevin había recuperado supersonalidad habitual, algo a mediocamino entre un asesino en serie y elhermano mayor más odioso del mundo.Alex empezaba a acostumbrarse y ya nola molestaba tanto.

Farfullando algo sobre«comunicación silenciosa», Kevinvolvió al armario de la munición yempezó a llenar una gran bolsa negra

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con reservas.—¿Primeros auxilios? —preguntó

Alex.—En la taquilla de los cuchillos,

estante de arriba.Sobre las armas de filo había varias

bolsas negras con cremallera, unas deltamaño aproximado de una mochila yotras más pequeñas, como neceseres deafeitado. Alex no llegaba a ninguna, asíque Daniel las bajó para que pudieraelegir en el suelo.

La primera bolsa pequeña que abrióno contenía material médico, sinopaquetitos de documentos pulcramenteagrupados con gomas elásticas. Alexsacó deprisa un pasaporte canadiense y

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echó un vistazo a la página de identidad.Como esperaba, encontró una foto deKevin con un nombre distinto, TerryWilliams. Echó un vistazo hacia arriba.Kevin le daba la espalda. Cogió dospaquetes, se los guardó en el fondo de sumochila y cerró la cremallera de labolsa.

Esos objetos concretos no iban aservirle de nada, pero tenía que estarpreparada para los distintos resultadosposibles. Miró de reojo a Daniel, quetampoco estaba prestándole atención.Miraba la exposición de cuchillos conexpresión de incredulidad. Hizo queAlex se preguntara cuánto tiempolograría sobrevivir por su cuenta con lo

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que había aprendido hasta el momento.Alex abrió una de las bolsas más

grandes pero no se emocionó mucho alver su contenido. Era un botiquínbastante básico, sin nada que no tuvieraya. Comprobó la siguiente bolsa ydespués la última. Nada que no hubieraen la primera.

—¿Qué te falta? —preguntó Kevin.Alex se sobresaltó un poco. No lo

había oído acercarse, pero Kevin debíade haber visto su cara de decepción.

—Querría tener algo de materialdecente para traumatismos, por si acaso.

—Vale. Coge lo demás que quieras deaquí y luego iremos a conseguírtelo.

—¿Así de fácil? —preguntó ella, no

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muy convencida.—Claro.Alex enarcó una ceja.—¿Vamos a ir a un hospital y

preguntarles si venden excedentes?—¡No! —Kevin hizo una mueca que

dejaba claro lo estúpida queconsideraba su sugerencia—. ¿Nuncahas oído decir eso de «se debió de caerde un camión»? ¿Llevas encima gassedante de ese tuyo?

—Sí.—Pues date prisa para que salgamos

antes de que los camiones terminen dehacer los repartos.

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La mochila de Alex estaba ahora surtidade munición para las distintas armas delas que se había apropiado (la SIGSauer, la Glock que no habíaabandonado, la escopeta, el fusil deDaniel) y su propia PPK. Había cogidootras dos armas del almacén porquenunca se sabía, y también munición paraellas. Del armario tecnológico habíasacado dos gafas de visión nocturna,varios rastreadores y dos generadoresde pulso electromagnético de distintostamaños. No sabía para qué podíanservirle, pero quizá no tuviera tiempo deregresar al contenedor si había unaemergencia. Mientras Alex elegía deentre su material, Kevin había

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configurado el candado para que elhabitual código de su cumpleaños lepermitiera el acceso si era necesario.

O a Daniel, si el plan salía mal deverdad.

—Bueno, ¿qué opciones tengo paraincapacitar químicamente a otro serhumano? —preguntó Kevin cuandovolvieron a la carretera. En esa ocasiónconducía Alex.

—Veamos… ¿Lo quieres aéreo o porcontacto?

Kevin la miró de reojo.—¿Cuál me recomiendas?—Depende de cómo lo plantees. ¿El

objetivo estará en un espacio cerrado?—¿Cómo quieres que lo sepa? Tendré

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que improvisar.Alex resopló.—Vale. Coge las dos. Daniel, ¿puedes

sacar la botellita de perfume del bolsilloexterior de mi mochila? Está en unabolsa Ziploc.

—La tengo —dijo Daniel al cabo deun momento—. Ten.

Se la pasó a Kevin, que le dio vueltasentre las manos.

—Parece vacía.—Ajá. Gas presurizado. Y ahora —

dijo Alex, extendiendo el brazoizquierdo por debajo del derecho ytendiéndole la mano—, quítame elplateado.

Kevin le quitó el anillo del dedo

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corazón y unió las cejas, sorprendido alver el diminuto tubo claro y la perita degoma que lo siguieron, como pañuelossalidos de la manga de un magomediocre. Su expresión se moduló haciael escepticismo.

—¿Qué se supone que hace esto?—¿Ves la compuerta pequeñita del

interior? Ábrela con cuidado.Kevin examinó el minúsculo aguijón

hueco y luego miró la pequeña pera degoma. Había el silencio suficiente paraque alcanzara a oírse el líquido de suinterior.

—Sostienes la pera en la palma de lamano —explicó Alex, gesticulando almismo tiempo— y das con fuerza contra

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el objetivo. —Hizo una señal a Daniel,que extendió su brazo. Alex le agarró lamuñeca sin violencia pero con fuerza—.El sujeto notará la punzada e intentaráapartarse por acto reflejo. Aguantas y, siestás haciéndolo bien, el líquido de lapera saldrá por el pincho.

Soltó a Daniel al terminar.—¿Y qué pasa entonces? —preguntó

Kevin.—Tu objetivo se echa una siesta de

una hora, o quizá dos, dependiendo desu tamaño.

—Esto es demasiado pequeño —protestó Kevin, sosteniendo el anillocon el pulgar y el índice y mirando porel agujero.

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—Lo siento, la próxima vez intentarénacer con las manos más grandes.Póntelo en el meñique.

—¿Quién lleva anillo en el meñique?Alex sonrió.—Te quedará de lo más propio.Daniel soltó una risita.Kevin se puso el anillo en su dedo

más pequeño, pero solo logró bajarlopor el primer nudillo. La perita apenasle llegaba a la palma de la mano.Necesitaría más tubo si quería llevarlaoculta en la manga. Miró el dispositivoun momento con el ceño fruncido y derepente sonrió.

—Mola.Daniel se inclinó hacia delante y

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señaló los otros dos anillos que Alexaún llevaba puestos.

—¿Qué hacen esos otros dos?Ella levantó la mano derecha y meneó

el dedo anular con la joya de oro.—Muerte dulce. —Y a continuación

levantó el dedo corazón de la manoizquierda, donde llevaba el anillo de ororosado—. Muerte amarga.

—¡Eh, eh! —exclamó Kevin, cayendode repente en la cuenta—. ¿De eso ibanlos bofetones de niña que intentabasdarme en Virginia Occidental?

—Sí.—Caramba. Eres una arañita muy

peligrosa, Ollie.Alex asintió con la cabeza.

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—Si yo fuese más alta o tú másbajito, no estaríamos teniendo estaconversación.

—Entonces, supongo que fue tu día desuerte.

Alex puso los ojos en blanco.—¿Cuál intentaste clavarme?Ella volvió a levantar el dedo

corazón de la mano izquierda.—Serás maleducada —comentó

Kevin—. ¿Por qué esos otros anillos nollevan lo demás? —Movió la mano paraque el tubito y la pera se balancearanpor debajo.

—Ten cuidado —advirtió ella—.Podría soltarse.

Kevin atrapó la pera y la devolvió a

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la palma de la mano.—Vale.—Los otros dos anillos tienen la púa

impregnada de veneno. Con un poquitosobra. Una gota de veneno de caracolcono es suficiente para matar a veintehombres de tu tamaño.

—Y supongo que en casa tienescaracoles conos y viudas negras comomascotas.

—No tengo tiempo para mascotas, yen realidad el veneno de la viuda negraocupa un lugar muy bajo en el ránking dedaños. Antes tenía acceso a muchascosas. Estudié un poco el veneno delcaracol cono por la forma en que ataca aunos tipos de receptores concretos.

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Nunca fui de las que desaprovechan lasoportunidades, así que me quedé lo quepude y ahora voy con cuidado de nodesperdiciarlo.

Kevin volvió a mirar el anillo quellevaba puesto, meditabundo. Se quedócallado, cosa que ella agradeció.

Alex escogió el hospital de laUniversidad Howard porque tenía undepartamento de urgencias de primernivel y porque conocía su trazado, a noser que hubiera cambiado mucho en losanteriores diez años.

Dio una vuelta lenta en torno a losedificios, reparando en la ubicación delas cámaras y en si había presenciapolicial. No eran ni siquiera las siete de

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la mañana, pero ya entraba y salíamucha gente.

—¿Qué tal ese? —propuso Kevin,señalando.

—No, traerá sobre todo ropa de camay productos de papel —musitó ella.

—Espera un poco antes de dar lapróxima vuelta. No queremos que nadiese fije en nosotros.

—Sé cómo va esto —mintió Alex.Recorrió unas pocas calles hacia el

oeste y paró en un parquecito. Habíaalgunos corredores haciendo la ronda,pero por lo demás estaba desierto.Esperaron en silencio diez minutos yluego Alex arrancó y condujo trazandoun círculo más amplio, apartándose dos

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manzanas de las carreteras que rodeabanel hospital. Al cabo de un tiempo, vioalgo prometedor, un camión blanco en elque se leía: SUMINISTROS HALBERT &SOWERBY. Le sonaba la empresa yestaba bastante segura de que el camiónllevaría material que le sirviera.

Siguió al vehículo hasta un andén decarga que había tras el edificio principaldel hospital. Kevin estaba preparado, yacon los dedos alrededor de la manecillade la puerta.

—Déjame detrás de ellos y esperauna manzana más allá —le dijo.

Asintiendo, Alex frenó hastadetenerse un momento justo detrás delcamión, demasiado cerca para que

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pudieran ver a Kevin por losretrovisores. Cuando se cerró la puerta,retrocedió medio metro y se alejó a lavelocidad exacta que marcaban lasseñales de limitación. Al pasar echó unvistazo al interior del camión desdedebajo de su gorra: estaba solo elconductor, nadie más. Sin embargo,había mucha gente vestida con ropa dehospital y uniformes de mantenimientoen la acera. Esperó que Kevin fuesecapaz de actuar con discreción.

Frenó en la señal de stop de laesquina, preguntándose cómo iba aesperar allí si no había aparcamiento.Antes de llegar a ninguna conclusión,vio que el camión blanco se acercaba

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por detrás de ella, a un coche dedistancia. Siguió avanzando despacio,incitando de este modo al coche quetenían en medio para que la adelantara yluego dejando pasar también a Kevin.Alcanzó a ver al conductor, un hombrenegro de aspecto muy joven, apoyadocontra la ventanilla del copiloto con losojos cerrados.

—Bueno, no hay ningún policíasiguiéndolo… todavía —murmurómientras empezaba a seguir al camión.

—¿Hará daño a ese tío? —preguntóDaniel—. Lo que le ha inyectado Kevin,digo.

—No mucho. Tendrá una resacaespantosa cuando despierte, pero nada

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permanente.Kevin condujo durante unos veinte

minutos, al principio solo alejándose delhospital y luego buscando un lugaradecuado para la transferencia dematerial. Se decidió por un polígonoindustrial tranquilo y aparcó al fondo,donde había varios andenes de cargavacíos junto a puertas de acceso con laverja bajada. Reculó contra una de ellasy Alex aparcó a su lado, con el camiónentre ella y la entrada del recinto.

Se puso unos guantes de látex, pasóotro par a Daniel y se metió un terceroen el bolsillo.

Kevin ya había abierto el remolquecuando llegaron. Alex le dio sus guantes

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y subió a la plataforma. Dentro estabatodo protegido en contenedores blancosopacos, apilados en altas columnas yanclados a las paredes con cuerdas denailon rojo.

—Ayúdame a abrir las cajas —pidió.Kevin empezó a bajarlas y levantar

sus tapas. Daniel subió al camión y loimitó. Alex fue por detrás de ellos,evaluando sus opciones.

Lo que más la inquietaba era recibirun disparo. Parecía la consecuencia másprobable de una acción ofensiva. Porsupuesto, no descartaba que laapuñalaran ni los impactos de armascontundentes. De todos modos, se alegrómucho de encontrar un contenedor con

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paquetes de emergencia. En cada unohabía torniquetes, gasa impregnada conagente hemostático y distintos parchesoclusivos. Alex empezó a amontonarlosen el suelo y añadió varios tipos de tirasde cierre y gasas, apósitos y vendascompresivas, paquetes químicos de fríoy calor, equipos de reanimación, unoscuantos ambús, toallitas con alcohol ytintura de yodo, tablillas y cuellosortopédicos, vendas para quemaduras,catéteres y tubos de vía intravenosa,bolsas de suero y jeringuillas selladas apuñados.

—¿Quieres abrir tu propio hospital decampaña? —le preguntó Kevin.

—Nunca se sabe lo que puedes

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necesitar —replicó, y añadió en sumente: «Y el que podría necesitar todoesto eres tú, imbécil».

—Metámoslo aquí —sugirió Daniel,vaciando el contenido de una caja amedio saquear en otra. Empezó aorganizar el montón de Alex dentro delcontenedor vacío.

—Gracias. Creo que tengo todo loque necesito.

Kevin volvió a atar las cajas a lapared y limpió el suelo con un pañoantes de ponerse de nuevo al volante.Alex volvió a seguirlo en coche hastaque encontraron un sitio donde dejar alcamión y su conductor, detrás de unpequeño centro comercial. Kevin limpió

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sus huellas dactilares de la cabina y semarcharon.

Cuando regresaron al apartamento,Raoul, el empleado doméstico, ya habíallegado y se había marchado, y Valestaba tumbada en un sofá bajo mirandouna pantalla gigante de televisión queAlex habría jurado que no estaba el díaanterior. Tenía puesta una película enblanco y negro.

Ese día Val llevaba un mono azulclaro con pantalones muy cortos y unescote de vértigo. Einstein estaba en elsofá junto a ella, con el hocico apoyadoen su brazo. Val le hacía cariciasrítmicas y el perro no se levantó arecibirlos cuando entraron por la puerta.

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Solo dio un coletazo contra el sofá alver a Kevin.

—¿Qué, cómo ha ido el espionaje? —preguntó Val en tono perezoso.

—Solo eran preparativos aburridos—contestó Kevin.

—Uf, pues entonces no me lo contéis.Y no dejéis esas cosas nuevas ahítiradas, no quiero trastos por medio.

—A la orden, señora —aceptó Kevincon docilidad, y fue hacia la habitaciónde Alex y Daniel para incrementar suspilas de material—. Ahora te preparo miordenador, Ollie —dijo mientrascargaba cajas—. Puedes ver los vídeosde las cámaras que le he puesto aCarston. Y también puedes escuchar:

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tengo un micro en su coche y otrodireccional en su despacho. El cocheademás lleva rastreador, así que puedesseguir los movimientos que ha hechoestos últimos días.

Alex suspiró, agotada solo deescuchar la cantidad de información quetenía para revisar.

—Gracias.—Me muero de hambre —comentó

Daniel—. ¿Alguien más quieredesayunar?

—Sí, por favor —respondió Alex, almismo tiempo que Kevin decía: «Ya locreo».

Daniel sonrió y se volvió hacia lapuerta.

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Alex vio cómo se marchaba y reparóen que Kevin estaba observando cómomiraba a Daniel.

—¿Qué?Kevin frunció los labios, como si

buscara la forma de expresarse. Sumirada se desvió a la cama, que seguíadeshecha porque Raoul no había podidoentrar en el dormitorio, y se estremeció.

Alex le dio la espalda para sacar supropio ordenador. Quería copiar en éllos archivos importantes.

—Ollie…—¿Qué? —respondió ella sin

levantar la mirada de lo que estabahaciendo.

—¿Puedo…?

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Alex sostuvo el portátil contra supecho y se giró hacia él, esperando aque terminara la pregunta. Tensó loshombros casi sin darse cuenta.

Kevin vaciló de nuevo y por fin dijo:—¿Puedo hacerte unas preguntas sin

obtener respuestas específicas ográficas?

—¿Como cuáles?—Esto tuyo con Danny… No quiero

que sufra.—Eso no es una pregunta.Kevin la fulminó con la mirada, pero

entonces respiró hondo y se obligó atranquilizarse.

—Cuando terminemos aquí, ¿dóndeirás?

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Entonces fue Alex la que vaciló.—Es… Bueno, me parece un poco

gafe dar por hecho que sobreviviré. Laverdad es que no he pensado en quéviene a continuación.

—Venga, no va a ser tan difícil —replicó él, algo despectivo.

—Yo no funciono así. Tú haz lascosas a tu manera y yo las haré a la mía.

—¿Quieres que me ocupe también deCarston?

—No —gruñó ella, aunque, si el tonode Kevin no hubiera sido tancondescendiente, la habría tentado laoferta—. De mis problemas me ocuparéyo.

Kevin calló un momento y luego

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preguntó:—Entonces…, ¿qué? ¿Crees que

seguirás con nosotros después?—No sería mi primera opción, no.

Siguiendo con la teoría de que siga viva,claro.

—Sí que eres pesimista.—Así hago los planes. Espero

siempre lo peor.—Pues vale. Volviendo al tema, si te

vas por tu cuenta, ¿qué pasa con Danny?¿«Adiós y muchas gracias por lasrisas?».

Alex apartó la mirada hacia la puerta.—No lo sé. Dependerá de lo que él

quiera. No puedo hablar en su nombre.Kevin guardó silencio tanto tiempo

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que al final Alex tuvo que volver amirarlo. En su rostro se percibía unavulnerabilidad muy poco característica.Como siempre, cuando se permitíarelajar el gesto se parecía mucho más aDaniel.

—¿Crees que elegiría ir contigo? —preguntó Kevin en voz muy baja—. Lodigo porque hace muy poco tiempo.Apenas te conoce. Aunque… supongoque a estas alturas cree que apenas meconoce a mí tampoco.

—No sé lo que querrá —respondióella—. Nunca le pediría que tomara esadecisión.

Kevin enfocó el aire que había unoscentímetros sobre la cabeza de Alex.

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—De verdad quería compensárselotodo. Prepararle una vida que se lehiciera llevadera. Esperaba que, pasadoun tiempo, pudiéramos volver a serhermanos.

Alex tuvo el extraño impulso decruzar el espacio que los separaba yapoyarle una mano en el hombro. Seguroque era porque seguía pareciéndose aDaniel.

—En eso no voy a entrometerme —leprometió, y fue de corazón. Loimportante era qué convenía más aDaniel.

Kevin la miró durante un minuto,mientras su rostro se iba endureciendohasta volver a la normalidad. Dio un

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suspiro enorme.—Pues maldita sea, Ollie, ojalá

hubiera dejado estar todo ese asunto deTacoma. Millones de vidas salvadas…¿qué son, en realidad, comparadas conque mi hermano esté acostándose conLucrecia Borgia?

Alex se quedó muy quieta.—¿Qué acabas de decir?Kevin sonrió de oreja a oreja.—¿Te extraña que conozca la

analogía histórica adecuada? Enrealidad, en clase me iba bastante bien.Tengo la misma cantidad de neuronasque mi hermano.

—No, lo de Tacoma. ¿A qué tereferías?

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La sonrisa de Kevin se convirtió enperplejidad.

—Ya lo sabes todo al respecto, por elexpediente que te dieron. Interrogaste aDanny…

Alex se inclinó hacia él, apretandoinconscientemente el ordenador con másfuerza contra sus costillas.

—¿Esto es por el trabajo que hicistecon De la Fuentes? ¿La T de TCX-1significa «Tacoma»?

—No sé nada de ningún TCX-1. Eltrabajo de De la Fuentes era sobre elvirus de Tacoma.

—¿La Plaga de Tacoma?—Nunca lo había oído llamar así.

¿Qué está pasando, Ollie?

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Alex abrió su ordenador de un tirónmientras se sentaba en el pie de la cama.Abrió el archivo más reciente en el quehabía estado trabajando, las anotacionescodificadas sobre sus casos. Sedesplazó por la lista de números einiciales mientras sentía moverse lacama cuando Kevin apoyó una rodilla,inclinándose para leer sobre su hombro.

Le parecía que había pasado muchotiempo desde que escribiera aquellasnotas. Habían ocurrido muchísimascosas y tenía borrosas las ideasasociadas a aquellas breves líneas detexto.

Allí estaba: acontecimiento terroristanúmero 3, PT, la Plaga de Tacoma. Las

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letras danzaron antes sus ojos y soloalgunas de ellas invocaron palabras ensu memoria. J, I-P era la ciudad india enla frontera con Pakistán. No recordabacómo se llamaba la célula terrorista,solo que era originaria de Fateh Jang.Repasó las iniciales de los nombresrelacionados. DH era el científico,Haugen, OM era Mirwani, el terrorista,y también estaba P, el otroestadounidense del que no se acordaba.Se apretó el puño contra la frente,tratando de hacer memoria.

—¿Ollie? —volvió a decir Kevin.—Trabajé en este caso hace años,

cuando robaron la fórmula en EstadosUnidos. Mucho antes de que De la

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Fuentes se hiciera con ella.—¿La robaron de Estados Unidos?

De la Fuentes la sacó de Egipto.—No, se desarrolló en un laboratorio

a las afueras de Tacoma. Debía habersido solo teórica, investigación pura.Haugen… Dominic Haugen, así sellamaba el científico. —La historia fuevolviéndole al concentrarse—. Estabade nuestra parte, pero después del robola situación se hizo demasiado delicadapara mantenerlo donde estaba.Seguridad Nacional lo enterró en algúnlaboratorio controlado por ellos.Teníamos al segundo al mando de lacélula terrorista. Acabó confesando lasituación del laboratorio en Jammu que

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estaba creando el virus con éxito a partirde los diseños robados. Arrasaron ellaboratorio en una operación encubierta.Creían que tenían el arma biológicacontrolada, pero se les escaparonalgunos miembros de la célula. Hastadonde yo sé, el departamento aúntrabajaba con la CIA para localizarlosun par de años después…, cuandoasesinaron a Barnaby.

Miró a Kevin, mientras los engranajesde su cabeza giraban tan deprisa quesintió un mareo físico.

—Cuando la CIA te lo asignó —siguió diciendo—, cuando tequemaron… Dijiste que intentabasinvestigar unos cabos sueltos. ¿Cuáles

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eran?Kevin dio unos rápidos parpadeos

que volvieron a recordarle a Daniel.—El embalaje de las vacunas. Por

fuera estaba en árabe, pero el envoltoriointerior, las etiquetas originales…,estaba todo en inglés. Y también elnombre, Tacoma. No tenía sentido. SiDe la Fuentes lo hubiera queridotraducido, habría sido del árabe alespañol, no al inglés. Quería rastrear elorigen del virus, porque estaba segurode que no se había originado en Egipto.Supuse que en alguna parte debía dehaber un estadounidense o un británicotrabajando con los desarrolladores yquería encontrarlo. ¿Me estás diciendo

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que todo esto empezó en el estado deWashington?

—Tiene que ser el mismo virus. Lostiempos encajan. Nos llegó informaciónsobre ese virus y de pronto empezaron avigilarnos a Barnaby y a mí. Dos añosdespués, más o menos cuando De laFuentes le echó mano, ¿verdad?,asesinaron a Barnaby. Tuvo que ser elcatalizador. Por eso lo mataron a él eintentaron matarme a mí. Porque el virusvolvía a estar ahí fuera y, si la amenazase hacía pública, los dos sabíamos algoque podía relacionarlo…

Barnaby nunca le había explicado quédesató su paranoia, por qué decidió quedebían estar preparados para huir. Alex

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miró las letras de su pantalla. DH,Dominic Haugen. Era improbable quelos malos hubieran dejado vivir aHaugen si habían considerado necesarioeliminarlos a Barnaby y a ella. ¿Haugenhabría sido el primero en morir?Posiblemente habría ocurrido de algúnmodo muy normal y previsible, como unaccidente de coche o un infarto. Habíauna infinidad de métodos para que unasesinato pareciera inocente. ¿QuizáBarnaby se había enterado de la muertede Haugen? ¿Sería eso lo que lo pusosobre aviso?

Quiso hacer una búsqueda rápida eninternet, pero, si tenía razón, introducirel nombre de Haugen haría saltar alguna

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alarma. Si alguien intentaba indagar ensu muerte, por anónimo que fuese elmétodo, otro alguien iba a darse cuenta.

¿Quién era P? Ni siquiera estabasegura de tener bien esa letra. Habíasido una mención de pasada. Algo corto,le parecía, corto y conciso.

—Ollie, ese embalaje… parecía…,no sé, profesional. No sé si es la palabracorrecta, pero no era algo que hubieranmontado deprisa y corriendo en unlaboratorio improvisado perdido enOriente Próximo.

Se miraron un momento.—Siempre me pareció inverosímil —

murmuró Alex— que alguien pudieraproducir de verdad el virus solo a partir

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del diseño teórico de Haugen. Seríaequivalente a ganar la lotería terrorista.

—¿Crees que robaron algo más quenotas?

—Tuvo que hacerlo el propioHaugen, debió de ser él quien creó deverdad el virus. Si había tantasexistencias, si la vacuna estaba tan bienempaquetada…, debieron de producirloellos. Por lo que trabajar en virus quepodían usarse como armas no era tansolo una afición a la que se dedicabaHaugen en su tiempo libre. Era unproyecto militar. Había indicios de ello,algo sobre la implicación de un tenientegeneral. Nadie quería seguir el rastropor la parte americana. Nos mantuvieron

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centrados en la célula terrorista. Lonormal era que nos dejaran hacer laspreguntas que iban sugiriendo losdatos…, pero recuerdo que esa vez fuedistinto. Carston me dictó las preguntasque quería que hiciera.

—Así que nos quemaron a los dos porel mismo caso —dijo Kevin, taciturno.

—No creo que pueda darse unacasualidad tan grande.

—Yo tampoco.—¿A quién estarán protegiendo? —se

preguntó Alex en voz alta—. Sea quiensea, ha de ser quien está al mando. Y,por tanto, sabe de tu existencia y de lamía.

—Lo que significa que tenemos que

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encontrarlo también.Volvieron a mirarse.—¿Alex? ¿Kev? ¿Chicos? ¿Esta casa

está insonorizada?Alex levantó la mirada despacio, sin

enfocar del todo sus ojos en Daniel, queentraba por la puerta.

—¿Pasa algo? —preguntó Daniel envoz más baja cuando interpretó laescena. Caminó deprisa hasta la cama ypuso una mano en el hombro de Alex.

—Solo resolvíamos un par de asuntos—dijo Kevin en tono seco.

Daniel miró a Alex.—Tenemos que añadir otro nombre a

nuestra lista —le explicó ella.—¿Cuál?

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—Ahí está el problema —señalóKevin.

—Déjame que piense —propuso Alex—. Si no supiera la respuesta, noestarían intentando matarme. —Alzó lamirada hacia Kevin—. Sé que es unadescripción muy amplia, pero ¿algunavez oíste por tu lado un apellido queempezara por P y estuviera metido enesto?

—¿Por P? Tendré que darle un par devueltas, pero así, a bote pronto, no. Voya repasar otra vez las llamadas deDeavers, a ver si sale algo.

—Yo lo tendré en mente mientrasreviso el material sobre Carston.

Kevin asintió con la cabeza y luego

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miró a Daniel.—Espero que hayas entrado porque

tienes la comida hecha. Hay quealimentar ese cerebro grandote de Olliepara que pueda resolver esto. Llevaron los ordenadores a la gran islade la cocina y empezaron a trabajarmientras comían. Val y Einstein no sehabían movido, pero ahora estabanviendo un canal de teletienda. Danielacercó un taburete al lado de Alex ymiró cómo repasaba la imagen de lafachada, de aspecto muy respetable, dela mansión de Carston. Pasó deprisa losperíodos de inactividad, cuando no

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había nadie en la casa, mientrasescuchaba las llamadas telefónicas deCarston en los auriculares que se habíapuesto. Carston iba con cuidado y susconversaciones de trabajo eranimprecisas, sin mencionar a ningúnindividuo ni proyecto específicos, y,dado que las llamadas del despachoestaban grabadas con un micrófonoexterno, Alex solo podía oír su parte dela conversación. Usaba tantospronombres que era imposible seguirlos.Solo sacó en claro que había varios «él»que lo tenían muy de los nervios y que almenos un proyecto no iba bien. Sonabaestresado. Podía ser por lo que habíapasado en Texas y el e-mail que había

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recibido Deavers. ¿Se sentía Carston enpeligro? ¿Creía que Kevin conocía suexistencia? Tendría que ir sobre seguro,por si acaso. Carston no había llegadodonde estaba por no ser lo bastanteparanoico.

Su casa tenía sistema de alarma,barrotes ornamentales en las ventanas dela planta baja y cámaras exteriores.Parte del metraje que le había pasadoKevin parecía proceder de esascámaras: se debía de haber colado en elsistema. La posición no era ni muchomenos ideal, con muchos vecinosviviendo cerca y mucha actividad en lacalle, tanto por la mañana como denoche. Infinidad de testigos.

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—¿Tenéis que meteros ahí? —murmuró Daniel mientras Alex ampliabael enésimo ángulo de cámara sobre lasventanas con barrotes.

—Con un poco de suerte, no.Alex señaló a la mujer menuda que

subía por la escalera hacia la puertaprincipal. Le pesaban las bolsas depapel que llevaba con la compramientras metía la llave en la cerradurade seguridad y la hacía girar. Desde eseángulo, Alex podía ver cómo se deteníaen la puerta y tecleaba el código paradesactivar la alarma. Tapaba el tecladocon la mano y no hubo forma de ver lasecuencia de números.

—¿Empleada doméstica?

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—Eso parece. Y también le hace lacompra.

—¿Eso es bueno?—Podría ser. Si tuviera una cara

nueva, podría seguirla por ahí un poco.—¿Y si lo hiciera yo? —propuso

Daniel—. Llevo tiempo sin salir en lasnoticias.

—Daniel, hace tiempo que no vemoslas noticias —señaló Alex.

—Oh. ¿Crees que ahora estarán dandola historia de que soy malo?

—Es posible. Tendríamos quecomprobarlo.

—¿Queréis ver las noticias? —dijoVal desde el sofá en la sala contigua.

—Eh… Si estás viendo tú algo, no —

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respondió Daniel con educación.—Hay otra tele en un armario a la

izquierda de la nevera, dos más allá —les dijo ella.

Daniel fue hacia esa alacena y, alabrir la puerta, apareció una pantalla detelevisión que había en el hueco.

—Qué chulo —murmuró Kevindespués de apartar medio segundo lamirada de su ordenador.

Alex volvió a su investigaciónmientras Daniel pasaba canales hastaque encontró uno que emitía noticias lasveinticuatro horas. Bajó el volumen yregresó a su asiento junto a ella.

Alex no oyó que Val se levantara,pero de pronto tenía a la rubia inclinada

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sobre su hombro.—Tiene pinta de aburrido —comentó.—Bueno, añadir mi mortalidad a la

ecuación le da un poco de chispa —repuso Alex.

—¿Has dicho que necesitas una caranueva?

—Eh…, sí. Es que los moratones ylas vendas me hacen demasiadomemorable.

—¿Y ser memorable no te interesa?—No.—Puedo hacerlo yo.—¿Eh? —dijo Alex.—Darte una cara nueva.Alex se volvió hacia Val y le dedicó

toda su atención.

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—¿A qué te refieres?

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26

Esto sería más fácil si dejaras de hacerdos cosas a la vez —protestó Val.

—Perdona, es que tengo el tiempo unpoco justo.

—No muevas la cabeza.Alex hizo lo que pudo. Tenía el

portátil de Kevin en el regazo, con los

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auriculares conectados. Si Carston ibaen coche, podía oír las dos partes de laconversación. Por desgracia, parecíaque Carston dedicaba su tiempo alvolante a llamar a su única hija, Erin.Hablaban casi sin descanso de la nieta,la niña cuya fotografía llevaba Alex ensu guardapelo, y después de la primeraconversación de cuarenta minutos sobrequé programa de educación preescolarresultaría con mayor probabilidad en unfinal feliz en una universidad de élite,Alex había empezado a usar la tecla deadelantar cada vez que oía la voz de lahija o, si Carston estaba en el despacho,el tono especial que solo empleaba parahablar con Erin. Hablaban mucho más

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de lo que Alex habría esperado. Alexbajó los dedos y pulsó el botón dereproducir. Erin seguía parloteando,algo sobre llevar a Livvy al zoo. Alexno se había perdido nada. Volvió a pasardeprisa el audio.

—Debes saber que esto es un trabajoimperfecto, y es culpa tuya.

—Soy responsable de todaimperfección, entendido —dijo Alex.

Val había puesto a Alex de espaldas alos espejos de la pared en el cuarto debaño, para que no pudiera ver lo quehacía. Lo único que sabía Alex era quenotaba como una capa de pintura densa yoleosa sobre la piel. Había algo quetiraba del tajo que tenía en la mandíbula,

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tenso y opresivo.Había pensado que el baño de

invitados era opulento, pero aquel lugarera directamente demencial. Solo enaquella estancia podrían haber vividocon holgura dos familias de cincomiembros cada una.

Devolvió la atención a la pantalla desu ordenador. El ama de llaves llegabade nuevo a casa de Carston. Por lo visto,llevaba la compra más o menos en díasalternos. Alex se fijó en los productosque sobresalían por encima de lasbolsas: un litro de leche desnatadaorgánica, una caja de cereales de avena,zumo de naranja, café en grano. Tenía elnúmero de matrícula de la empleada

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doméstica y Kevin le había conseguidola dirección. De noche, Alex podríasalir y poner un rastreador en el cochede la mujer para poder seguirla a latienda.

Cuando volvió a comprobar el audio,Erin estaba despidiéndose. Alex noentendía cómo era posible que Carstondedicara tanto tiempo a escuchar hablara su hija. Menos mal que solo tenía una.Debía de hacer varias cosas a la vez,igual que Alex en aquel momento.

En sus llamadas de trabajo no semencionaba ni un solo nombre, así queno había forma de buscar el queempezara por P. Alex tenía la sensaciónde que, si lograba desterrar ese

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problema al fondo de su mente, susubconsciente terminaría resolviéndolopor ella. Por desgracia, no podía dejarde obsesionarse con ello, de modo queno estaba adelantando nada.

—Vale, y ahora el toque final —dijoVal, forcejeando para poner una peluca aAlex.

—Auch.—La belleza duele. Ya puedes mirar.Alex se levantó, envarada por el

tiempo que llevaba inmóvil, y se volvióhacia los espejos.

Dio un respingo. A primera vista, nose reconoció en la mujer bajita queestaba al lado de Val.

—¿Cómo…? —Sus dedos se

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dirigieron automáticamente al lugardonde debía haber estado la costra de suherida.

Val le apartó la mano de un cachete.—No toques nada o lo correrás.—¿Dónde está todo?El rostro de la mujer del espejo

estaba intacto y perfecto. Su piel parecíala de una inocente chica de catorce años.Tenía los ojos enormes, realzados sinpasarse. Los labios más carnosos, lospómulos más pronunciados. Llevaba elpelo hasta el hombro, castaño conmechas rojizas. Le caía enfavorecedoras capas alrededor deaquellos pómulos repentinamente tanaltos.

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—He aquí tu cara nueva —dijo Val—. Ha sido divertido. La próxima vez,probaré a ponerte rubia. Tienes buentono de piel y quedará natural sindemasiadas sombras.

—Espectacular. No me lo puedocreer. ¿Dónde has aprendido a haceresto?

—Interpreto muchos papelesdistintos. —Val se encogió de hombros—. Pero me gusta tener una modelo.Siempre quise una de esas cabezas demaniquí de Barbie cuando era pequeña.—Levantó la mano para dar unosgolpecitos en la coronilla de la pelucade Alex—. O una hermana menor. Perohabría preferido la cabeza de plástico.

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—Debo de tener diez años más que tú—repuso Alex.

—Qué buen cumplido. Pero tenga laedad que tenga, sigues sin ser mayor queyo en lo importante.

—Si tú lo dices… —Alex no queríadiscutir, y mucho menos cuando Valacababa de regalarle una inesperadatabla de salvación—. Ni mi propiamadre me reconocería.

—Puedo ponerte más sexy —afirmóVal—, pero querías pasar inadvertida.

—Creo que no me he visto más sexyen la vida. Más sexy que esto, me daríamiedo.

—Seguro que a Danny le gustaría —ronroneó Val.

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—Por cierto, ¿cómo la cagué coneso? ¿Qué te dio la pista?

Val sonrió.—Venga, por favor. Cuando dos

personas se gustan tanto, lo irradian. Nohiciste nada.

Alex suspiró.—Gracias por comunicar tus

observaciones a Kevin.—Lo dices con sarcasmo, pero

deberías darme las gracias de verdad.¿No es todo más fácil ahora, sin tantosecretismo?

—Supongo que sí, pero tambiénestuvo a punto de dispararme en lacabeza, ¿sabes?

—Quien no arriesga no gana.

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Alex se acercó a la pared cubierta deespejos y aproximó la cara paraexaminar el disfraz. Había una especiede piel postiza que cubría la herida desu mandíbula. Movió la boca concautela, buscando las expresiones quepudieran tirar demasiado y evidenciar elfraude. Notó una leve arruga al sonreír,pero las capas de la peluca cubríanbastante bien esa parte del rostro. Noiba a tener que preocuparse de quealguien le notara algo raro, ni siquierade cerca. Por supuesto, la gente notaríaque iba maquillada, pero casi todas lasmujeres normales lo iban. No seríamotivo de atención.

Estaba en condiciones de acelerar sus

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planes. Ya no tenía que esperar a queanocheciera. Sonrió con ganas y alinstante suavizó el gesto para aliviar latensión en su piel falsa. Aquella nuevalibertad era embriagadora.

Alex bajó deprisa la escalera, con elordenador bajo el brazo. Ya tenía unplan bastante realizable, de bajo riesgoy exposición mínima, por lo que siseguía escuchando las llamadas era porla vana esperanza de que Carstoncometiera un error y dijera algoimportante. Era improbable, peroterminaría de repasarlas. Más tarde. Demomento, era hora de hacer preparativosmás concretos.

—Anda —gruñó Kevin. Alex vio que

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su mirada pasaba a Val, que bajaba trasella—. Oye, Val, ¿cuántas vírgenes hastenido que sacrificar para darle eseaspecto?

—No necesito apoyo satánico parahacer mi trabajo —respondió Val—. Ylas vírgenes no sirven para nada.

Daniel se levantó del sofá desdedonde miraba las noticias, con el rigorde quien cumple su cometido, y fue a laescalera para ver de qué hablaban Keviny Val.

Alex titubeó en el último escalón,sintiendo una extraña vulnerabilidad. Nosolía preocuparse de si estaba guapa ono.

Daniel tuvo que mirarla dos veces,

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pero se sobrepuso enseguida y su rostrose relajó con una sonrisa.

—Estaba tan acostumbrado a vertecon los cardenales que casi me habíaolvidado de cómo eres sin ellos —dijo,y su sonrisa se ensanchó—. Me alegrode volver a verte.

Alex sabía que ni por asomo habíatenido el mismo aspecto en el tren, perolo dejó pasar.

—Salgo para colocar el rastreador —les dijo—. No debería tardar mucho.

—¿Quieres que te acompañe? —seofreció Daniel.

—Mejor que no se te vea la cara dedía —repuso ella. Daniel no pareciómuy satisfecho, pero puso gesto de

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resignación. Alex imaginó cómo sesentiría ella si él saliera a vigilar aalgún objetivo, y comprendió susreparos—. Esto será coser y cantar —leprometió.

—Llévate el sedán —dijo Kevin,señalando unas llaves que había en laencimera.

—A sus órdenes —respondió Alex,imitando su tono de soldado. Kevin nopareció reparar en ello.

La empleada de Carston ya habríallegado a su casa, si no tenía recadosque hacer. Solo trabajaba por lasmañanas. Por supuesto, quizá tuvieraotros clientes, pero Carston debía depagarle bien para no tener que

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compartirla y que estuviera disponiblesi necesitaba algo. Alex condujo elcoche negro por toda la ciudad, hasta unlugar no muy alejado del apartamentovacío de Daniel. Se alegró de tenerloescondido en casa de Val. Estaba segurade que el apartamento tendría asignadoalgún tipo de vigilancia, con laesperanza de que cometiera laimprudencia de volver a por su cepillode dientes o su camiseta favorita.

En el barrio del ama de llaves nohabía plazas de aparcamientoreservadas para residentes. Alexencontró el viejo monovolumen blanco auna manzana del bloque donde vivía lamujer. Había mucho tráfico, tanto de

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coches como de peatones. Encontró unsitio libre cerca del supermercado de laesquina y siguió a pie.

El calor de principios de verano lahizo sudar casi al instante. Al contrarioque Kevin, Alex no tenía una infinidadde disfraces para elegir, por lo quevolvía a llevar su chaqueta. La notaba eldoble de gruesa de lo normal. Pero, enfin, necesitaba los bolsillos. Con unpoco de suerte, el sudor no ledestrozaría el maquillaje.

La rodeaba el número de personassuficiente como para sentirse invisible,una más del rebaño. La cifra menguó alcruzar hacia la siguiente manzana, peroaun así seguía sin destacar.

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Sacó el teléfono del bolsillo y pulsóRellamada.

Kevin respondió al primer tono.—¿Cuál es el problema, Oleander?—Llamaba solo para saludar —le

dijo ella.—Ah. ¿Mimetizándote?—Claro, hombre.—Habla con Danny. No tengo tiempo

para mimetizarme contigo.—Casi mejor —respondió Alex, pero

Kevin ya no estaba al otro lado de lalínea.

Oyó un golpe cuando el teléfono diocontra algo y entonces Daniel dijo:

—Auch.Alex inspiró profundamente para

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relajarse. Kevin siempre le daba ganasde apuñalar cosas.

—Alex, ¿estás bien?—De maravilla.Kevin gritó algo de fondo.—Kevin dice que intentas aparentar

naturalidad —repitió Daniel.—En parte, sí —reconoció.Estaba a solo dos coches de distancia

del monovolumen. Tenía a un hombredelante, pero caminaba en el mismosentido que ella y, por tanto, le daba laespalda. No oía pasos por detrás, peroquizá alguien la tuviera en su campo devisión. No se volvió para comprobarlo.

—Entonces, deberíamos hablar decosas normales, como hace la gente,

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¿no? —estaba diciendo Daniel.—Exacto.—Esto… ¿Qué te apetece para cenar?

¿Quieres que volvamos a quedarnos encasa?

Alex sonrió.—Quedarnos sería estupendo. Cenaré

cualquier cosa que tengas ganas decocinar.

—Me pones las cosas demasiadofáciles.

—Ya hay bastantes dificultades en elmundo como para ir añadiendo más. —Se apartó unos mechones de la peluca delos ojos y sus dedos tiraron el teléfonoal suelo. Rebotó por la acera y se quedóbalanceándose al borde de la calzada—.

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Un momento —dijo en voz más altahacia él—. Se me ha caído el móvil.

Se arrodilló para recoger el teléfono,apoyada en el borde del guardabarrosdel monovolumen. Se levantó con brío,sacudiéndose las mallas a la altura de larodilla.

—Perdona —se disculpó.—¿Acabas de colocar el dispositivo

de rastreo?Alex echó a andar de nuevo hacia el

final de la manzana, donde podríaempezar a dar la vuelta para volver alcoche.

—Sí.—Muy hábil.—Ya te he dicho que era coser y

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cantar. Nos vemos pronto.—Conduce con cuidado. Te quiero.Kevin gritó algo de fondo y hubo otro

golpe cerca de su teléfono.—¿Estás de broma? —vociferó

Daniel en respuesta—. ¿Un cuchillo?Alex colgó y apretó un poco el paso.

No podía dejarlos solos ni veinteminutos.

Las cosas habían vuelto a lanormalidad —o a la nueva versión denormalidad para Alex— cuando regresóal piso de Val. Daniel seguía aplicadoen ver las noticias. Val acababa devolver de dar un paseo a Einstein yestaba llenando el precioso cuenco decristal con más agua para él. Kevin

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vigilaba la señal de sus cámarasmientras afilaba un machete. Hogar,dulce hogar.

—¿Hay algo? —preguntó a Daniel.—Nada sobre mí. Por lo visto, al

final el vicepresidente va a dimitir antesde las elecciones. Será que esosrecientes rumores tan escandalosos noeran infundados del todo. Así que, claro,está todo el mundo especulando sobre aquién elegirá el presidente Howlandcomo compañero de candidatura.

—Fascinante —musitó Alex en untono que sugería lo contrario.

Soltó su bolso en un taburete blanco,se sentó en el siguiente y abrió suportátil. En casa de Carston todo estaba

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tranquilo, así que empezó a retrocederen el tiempo para ver si se habíaperdido algo estando fuera. Hasta elmomento, no había encontrado ningúnvisitante habitual aparte del ama dellaves y el servicio de seguridad queenviaba un coche cada día a primerahora de la tarde.

Daniel pasó a otro canal deinformación, donde estaban dando otraversión de la misma noticia.

—¿Te da igual quién sea el candidatoa vicepresidente? —preguntó—.Howland es bastante popular. Es fácilque quien elija acabe siendovicepresidente, y quizá presidentedentro de cuatro años.

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—Títeres de ventrílocuo —farfullóKevin, mientras dejaba el machete yempezaba a trabajar en un largo cuchillode deshuesar.

Alex asintió con la cabeza,ralentizando el vídeo para observar ados adolescentes que paseaban sin prisapor delante de casa de Carston.

—¿Por qué lo dices? —preguntóDaniel.

—Porque me trae sin cuidado lamarioneta —dijo Kevin—. Quien meimporta es el que maneja sus hilos.

—Es una actitud bastante cínica sobrela nación democrática para la quetrabajabas.

Kevin levantó los hombros.

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—Pues vale.—Alex, ¿republicana o demócrata?

—preguntó Daniel.—Pesimista.Alex se acercó el otro ordenador, el

que recibía las grabaciones de lasllamadas, y le conectó sus auriculares.

—Entonces, ¿os da igual que vaya encabeza un senador ultraderechista delestado de Washington que antestrabajaba en la Agencia de Inteligenciade la Defensa?

La primera llamada que se habíaperdido Alex volvía a ser de la hija. Lonotó en el tono amable y paternal deCarston. Empezó a pasarla rápido.

—Tiene sentido —estaba diciendo

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Val, mientras se quitaba una goma delpelo. Llevaba ropa de deporte sudada yaun así parecía sacada de una portada deMaxim—. Howland es blando. Si vacon alguien de perfil más conservador,podrá arrancar votos a su adversario.Además, ese tío nuevo es mitad abuelo,mitad madurito interesante, y con unnombre pegadizo de dos sílabas. Nosería la peor opción para Howland. —Se revolvió el pelo, que cayó en ondasperfectas sobre su espalda.

—Es triste, pero me parece que tienesrazón. Esto es solo un concurso debelleza.

—Como todo, cariño —replicó Val.Alex volvió a comprobar la

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grabación, pero Carston seguíaescuchando y haciendo amables ruiditosinarticulados de vez en cuando. Aceleróde nuevo el audio.

—Supongo que debería iracostumbrándome, ya que no creo quevuelva a poder votar. —Daniel fruncióel ceño—. Vicepresidente Pace. ¿Creesque es su apellido de verdad o se locambió para atraer a más votantes?Wade Pace. ¿Tú pondrías ese nombre atu hijo?

—Yo no pondría ningún nombre a mihijo —respondió Val—, porque no seríatan idiota como para traer uno al mundo.

Los dedos de Alex detuvieron lagrabación de un modo casi automático.

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—¿Qué has dicho?—Explicaba a Daniel que no soy muy

maternal —contestó Val.—No, Daniel, ¿me repites ese

nombre?—¿El del senador Pace? ¿Wade

Pace?—Ese nombre… me suena de algo.—Como a todo el mundo —comentó

Daniel—. Lleva tiempo posicionándosepara el puesto y no es que mantenga unperfil bajo precisamente.

—Yo no sigo la política —repusoAlex. Estaba mirando la pantalla deltelevisor, pero en ese momento solosalía una presentadora—. ¿Qué sabes deese tipo?

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—Solo lo que dicen en las noticias —respondió Daniel—. Una hoja deservicio impoluta y todos los clichés desiempre.

—¿Era militar?—Sí, general de algo, creo.—¿Teniente general?—Puede ser.Kevin también estaba prestando

atención.—Wade Pace. Pace, con P. ¿Es

nuestro hombre?Alex tenía la mirada perdida y estaba

balanceándose sin darse cuenta en eltaburete.

—Es del estado de Washington,trabajaba en inteligencia militar… —

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Miró hacia Kevin—. Pongamos que laAgencia de Inteligencia de la Defensaestuviera explorando opciones teóricaspara armas biológicas. Este tipo ya teníaaspiraciones políticas, así queobviamente se aseguraría de que eldinero se invirtiera en su estado natal.Sobre el papel, tendrían objetivosbastante inofensivos, y lo único queverían los votantes sería la inyeccióneconómica. Es posible que le ayudara ahacerse con su escaño en el Senado.Todo estupendo. Pero luego, años mástarde, les roban ese virus que haninventado. Está claro que no puedesaberse que tuvo mano en su creación.Nadie puede saber que existe. Nosotros

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buscamos a los malos y resulta que nosdan demasiada información. Wade Pacetiene grandes aspiraciones. Cualquieraque haya oído su nombre en relación conel virus…

—Tiene que ser silenciadopreventivamente —terminó la fraseKevin—. ¿Y quién sabe lo que habrápodido descubrir ese agente de la CIAtan concienzudo? Mejor silenciarlotambién.

—No se puede correr riesgos —susurró Alex—. No si tienesaspiraciones tan ambiciosas.

Hubo silencio durante treintasegundos.

—¡Uau! —exclamó Val, tan alto que

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hizo saltar a Alex—. ¿En serio vais aasesinar al vicepresidente? —Por eltono, estaba entusiasmada del todo conla idea.

—Todavía no es vicepresidente —dijo Kevin—. No tiene ningún cargooficial, así que no lleva protección delServicio Secreto.

Daniel se había quedadoboquiabierto.

Las apuestas subían de nuevo, perotampoco tanto. Al final, por mucho querepresentara, Wade Pace no era más queotro corazón que latía.

Kevin trabó la mirada con Alex.—Y nos mandó matar a mí, a mi

hermano, a ti y a tu amigo para así poder

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intentar llegar a presidente. Oh, este síque voy a disfrutarlo.

Alex abrió la boca para responder,pero volvió a cerrarla de golpe almomento. Sería mucho más fácil yseguro para ella dejar que Kevin seocupara de todo el trabajo sucioposible.

Pero estaba en juego su anonimato —y el de Daniel, y por tanto también el desu hermano gemelo idéntico—, y habíaque protegerlo a toda costa para que elplan pudiera funcionar. Quizá a Kevin sele diera mejor matar que a ella, peroAlex estaba bastante segura de que losuperaba a la hora de minimizar elrevuelo. «Si quieres que algo se haga

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bien…».—Aunque odie privarte de cualquier

diversión, creo que deberías dejar queme encargue yo de este. —Tuvo un leveescalofrío. Aquello podía ser un errorgarrafal. ¿Estaba convirtiéndose en unayonqui de la adrenalina, lo mismo que lehabía reprochado a Daniel? No lo creía.Lo único que le inspiraba la idea deañadir otro trabajo a su lista era pavor—. Tiene que hacerse con disimulo,¿verdad? No llamaría demasiado laatención que nuestro candidato apresidente muriera de un infarto o unaapoplejía, o por lo menos no tanto comosi lo encontraran muerto de un tirodespués de un allanamiento.

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—Puedo ser discreto —insistióKevin. Su ceño empezaba a fruncirse.

—¿Tanto como para simular unamuerte natural?

—Bastante cerca.—«Bastante cerca» pone en alerta

roja a nuestros otros objetivos.—Ya están en alerta roja.—¿Y cómo piensas hacerlo?—Ya improvisaré cuando llegue.—Un plan excelente.—¿Sabes cuánta gente muere en

accidentes domésticos cada día en estepaís?

—No. Pero estoy segura de quemueren más hombres blancos de sesentay pocos años por problemas de salud

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que por cualquier otra causa.—Vale, sí, un ataque al corazón sería

la forma más disimulada de que murieraPace, de acuerdo. ¿Cómo piensas llegara él, canija? ¿Llamando a su puerta ypidiéndole un poco de azúcar? No teolvides de ponerte el delantal conencajes para hacerlo más realista.

—Puedo adaptar el plan para Carston.Solo necesito investigar a Pace unosdías más y…

Kevin dio un fuerte manotazo en laencimera.

—No tenemos tanto tiempo. Ya vamoscon bastante retraso. Sabes de sobra queDeavers y Carston no estándesperdiciando el tiempo de

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preparación que les hemos concedido.—Precipitarnos solo servirá para

dejar aberturas que puedan aprovechar.Una buena preparación…

—¡Pero qué irritante eres!Alex no se había dado cuenta de

cuánto se habían acercado Kevin y ella:estaban casi escupiéndose en la cara aquince centímetros de distancia hastaque de pronto la mano de Daniel seinterpuso entre ellos.

—¿Puedo interrumpir para sugeriroslo evidente? —preguntó.

Kevin le apartó el brazo de unmanotazo.

—Tú no te metas, Danny.Alex respiró hondo para

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tranquilizarse.—¿Qué es tan evidente? —preguntó a

Daniel.—Alex, tú tienes el mejor plan

para…, hum, asesinar al senador. —Sacudió la cabeza muy deprisa—. Nopuedo creer que esto esté pasando.

—Está pasando —replicó Kevin conaspereza—. Y yo no diría que un plansin punto de entrada sea el mejor.

—Déjame terminar. Alex tiene lamejor… metodología. Kevin, tú tienes lamejor probabilidad de entrar sin que tedetecten.

—Sí que la tengo —respondió Kevin,agresivo.

—Ah —dijo Alex, de repente

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contrariada por algún motivo. Quizáfuese solo el orgullo herido y lamolestia de tener que colaborar conalguien tan repulsivo—. Tienes razón —reconoció, mirando a Daniel—. Otravez.

Él sonrió.—¿En qué? —exigió saber Kevin—.

Y parad ya de haceros ojitos, que meestán dando arcadas.

—Obviamente —explicó Alex,estirando la palabra casi hasta las cincosílabas—, tenemos que hacerlo enequipo. Entras tú con mi disolución yapreparada. En realidad… —Su cerebroempezó a barajar opciones—. Será másde una disolución, me parece.

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Tendremos que mantenernos en contactopara que pueda orientarte sobre la mejorforma de aplicar…

Kevin le dedicó una mirada acre.—¿Tú estás al mando y yo solo sigo

órdenes sobre el terreno?Alex le sostuvo la mirada.—Cuéntame otro plan mejor.Kevin puso los ojos en blanco, pero

al momento se recompuso.—Bien. Tiene sentido. Así tendrá que

ser.Alex empezó a sentirse mejor. Podía

cumplir con su parte sin correr ningúnriesgo. Y, aunque no le gustaba nadaadmitirlo, sabía que Kevin sería capazde cumplir con la suya.

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Kevin dio un bufido, como si lehubiera leído el pensamiento, y dijo:

—¿Puedo pedirte un favor?—¿Qué quieres?—Cuando mezcles tus matraces de

venenos, ¿puedes hacer que esto duela?¿Mucho?

Alex sonrió, a pesar del miedo.—Eso sí que sé hacerlo.Kevin estuvo un minuto en silencio,

con los labios apretados.—Esto es muy raro, Ollie. Casi…

Bueno, casi me estás cayendo bien.—Ya se te pasará.—Tienes razón, ya casi ni lo noto. —

Suspiró—. ¿Cuánto tiempo necesitaráscon tus cacharritos de química?

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Alex hizo un cálculo rápido.—Dame tres horas.—Mientras tanto, investigaré a mi

nuevo objetivo.Kevin cogió su machete y los demás

cuchillos y se marchó por la escalera,silbando.

Alex se levantó y estiró los músculos.Incluso con la nueva presión y su pavorasociado, sentaba bien tener larespuesta. El nombre que faltaba habíasido un incordio, como un picor dentrodel cráneo. Sabiéndolo, podíaconcentrarse en su siguiente jugada. —Vale, estoy en el baño del dormitorio

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principal.La voz llegó apagada para tratarse de

Kevin, pero aun así demasiado alta parael gusto de Alex. Si le mencionara sustemores, Kevin se limitaría a recordarleque el experto era él, pero aun así lainquietaba. Era demasiado bravucón.

Alex se preguntó si habría llevado aEinstein consigo a la casa. Era muyprobable, pensó, pero por supuesto elperro no haría el menor ruido.

—Asegúrate de encontrar su lado delarmarito. No quiero matar a la esposa.—Alex no podía hablar más que ensusurros, a pesar de la aparenteconfianza de Kevin.

—¿Cómo dices?

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—Que te asegures de encontrar suscosas, no las de ella —murmuró, en vozun poco más alta—. Que no sea nadaunisex, como la pasta de dientes.

—Estoy bastante seguro de que losestantes de la derecha son los de nuestrohombre. Recambios de maquinilla deafeitar, comprimidos para las migrañas,protector solar de factor cuarenta ycinco, complejo vitamínico paramayores y algo de maquillaje, pero todode color carne.

—Asegúrate.—Estoy seguro. Hay muchos

pintalabios y perfumes en el ladoizquierdo.

—Podrían compartir algunas cosas.

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Mira en los cajones de debajo.Alex visualizó a la hermosa mujer

rubia que había visto junto a Wade Paceen las fotos oficiales. Carolyn JosephineMerritt-Pace. Solo tenía diez añosmenos que el senador, pero parecía uncuarto de siglo más joven. Alex no sabíade qué se habría operado, pero habíatenido la prudencia de mantener loscambios al mínimo. Había conservadola sonrisa cálida y radiante que learrugaba las comisuras de los ojos yresultaba tan auténtica. Había heredadouna fortuna de su aristocrática familiasureña, buena parte de la cual habíausado para financiar las diversas causasque apoyaba: alfabetización, lucha

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contra el hambre infantil, preservar lasclases de música en las escuelas dezonas marginales, construir alberguespara indigentes… Nunca nada quepudiera generar controversia. Habíasido ama de casa mientras criaba a susdos hijas, ambas graduadas en buenasuniversidades del sur y casadas conhombres respetables, un pediatra y unprofesor universitario. Por lo que Alexhabía podido averiguar en su apresuradainvestigación de la esposa del senador,la señora Merritt-Pace parecía unabuena persona. Desde luego, no merecíala dolorosa muerte que iba a sufrir sumarido. Que, con un poco de suerte, ibaa sufrir su marido, se corrigió Alex.

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Seguía habiendo mucho en manos de lasuerte.

—Tengo aquí tres cajas de pastillasde jabón, un paquete de cepillos dedientes sin abrir, protector labial de dossabores, cereza y fresa, pomada, discosde algodón y bastoncillos. En elsiguiente cajón… Ah, allá vamos.Crema para hemorroides. Encaja. Ysupositorios también. ¿Qué opinas,Ollie?

—Podría servir. Preferiría algo deuso tópico en vez de ir por la ruta oral,aunque sea solo por separar esto lo másposible de Carston. Pero puede que nouse la crema ni los supositorios conregularidad.

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—Bien pensado. Aunque meencantaría poder meterle literalmente elveneno por… Eh, espera, ¿este tío fuma?

—Eh… Dame un segundo.Alex tecleó «¿Wade Pace fuma?» en

la ventana del explorador que teníaabierto. Al instante, la pantalla se llenóde artículos e imágenes. Pinchó en lasimágenes, que en su mayoría eranfotografías de mala calidad sacadasdesde detrás o desde muy lejos. WadePace, más joven que en la actualidad,con algo de negro aún en el pelo y casisiempre vestido con uniforme militar,nunca estaba en el centro de la imagen,pero era fácil distinguirlo cigarrillo enmano. Después estaban las fotos más

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recientes, ahora sí ocupando el centro,las posteriores a su transformación en el«madurito interesante» que decía Val, enlas que jamás sostenía cigarrillos. Perovarios fotógrafos habían sacadoprimeros planos del parche de nicotinaparcialmente visible a través de lamanga de su camisa blanca. En otra fotoestaba de vacaciones, con una estridentecamisa hawaiana y con el parche másoscuro asomando un ápice de la manga.La fotografía de las vacaciones se habíatomado en abril. No hacía muchotiempo.

—Parece que antes sí —confirmóAlex—. Dime que has encontrado losparches.

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—NicoDerm CQ. Una caja a mediousar, con tres paquetes sin abrir detrás.Voy a comprobar las papeleras.

Alex esperó con ansia mientras duróel silencio.

—Afirmativo. Parches usados en lapapelera, debajo de su lavabo. Diría queesta papelera se vacía con frecuencia,así que sigue utilizándolos.

—No podría ser más perfecto —dijoAlex entre dientes—. Usa la jeringuillamarcada con el número tres.

—Entendido.Alex oyó el quedo sonido de una

cremallera al abrirse.—Que el líquido no entre en contacto

con tu piel. Métela por el borde, sin

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dejar un agujero evidente.—No soy idiota. ¿Cuánto pongo?—Baja el émbolo hasta la mitad.—Es muy pequeña, ¿estás…? Vale,

olvídalo. ¿Cuánto tardará en secarse?—Unas horas. Déjalo…—Bajo el parche de arriba, ¿verdad?

—interrumpió Kevin—. Que se quede elsegundo.

—Sí, así está bien.Alex oyó la leve risita de Kevin.—Misión cumplida. Wade Pace es un

merecidísimo hombre muerto que aúncamina. Pasemos al objetivo númerodos.

—¿Contactarás cuando estés enposición?

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—Negativo. Debería tardar menos deveinticuatro horas. Nos vemos despuésen el apartamento.

—Bien.—Ponte con tu hombre, Ollie.La respuesta de Alex salió un poco

más aguda de lo normal.—Sí. Lo tendré, hum…, hecho antes

de que vuelvas.Kevin captó su nerviosismo y cambió

a un tono bronco, autoritario.—Más te vale. Si provoco

movimientos, tu plan podría nofuncionar.

—Bien.Kevin desconectó antes de que

pudiera hacerlo ella. Otra vez.

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Alex respiró hondo y dejó el teléfonoy el ordenador en la cama a su lado.

Daniel estaba sentado con las piernascruzadas en el suelo, a sus pies, con unamano rodeándole suavemente lapantorrilla. Sus ojos no se habíanapartado de la cara de Alex en toda laconversación telefónica.

—¿Lo has oído todo? —preguntó ella.Daniel asintió.—No puedo creer que no haya

despertado a nadie. Dime que yo notengo la voz tan penetrante.

Alex sonrió.—No.Daniel se echó adelante para apoyarle

el mentón en una rodilla. Alex notó que

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tensaba la mano en torno a su pierna.—Y ahora te toca a ti. —Apenas

susurró las palabras, pero el volumen nologró disfrazar su intensidad.

—Aún falta un poco. —Echó unamirada automática al reloj digital quehabía instalado como parte de sulaboratorio temporal. Marcaba las 4.15—. Todavía me quedan unas horas antesde actuar.

Notó el movimiento en su piel cuandoDaniel tensó la mandíbula.

—No voy a hacer nada peligroso —lerecordó—. No voy a irrumpir en lafortaleza de nadie. No será tan distinto acolocar el rastreador.

—Lo sé. Es lo que me digo a mí

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mismo todo el rato.Alex se levantó para estirarse y

Daniel retrocedió para dejarle espacio.Alex señaló con la barbilla el rincóndonde tenía extendido de cualquiermanera su equipo de laboratorio,repartido en varias mesas rinconeras.Había aprovechado la ocasión paracrear un buen suministro de«Sobrevive» después de terminar conlas recetas para Pace.

—Tendría que recoger esto antes deque moleste a Val.

Daniel se puso en pie.—¿Te ayudo?—Claro. Pero no toques nada sin

guantes.

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Les llevó poco tiempo, sobre todoporque Alex tenía muchísima prácticamontando y desmontando su laboratorio,a veces con urgencia. Daniel captódeprisa su sistema de ordenación y alpoco tiempo ya tenía el estuche correctopreparado antes de que ella terminara dedesmantelar el equipo. Mientras Alexenvolvía con cuidado el último matrazflorentino, echó otro vistazo al reloj.Seguían quedando horas antes de queVal tuviera que ponerse con sumaquillaje.

—Pareces agotada —comentó Daniel.—Hemos empezado temprano. Val me

arreglará para que esté presentable.—Una siesta tampoco te vendría mal.

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Alex estaba bastante segura de que nolograría dormirse. Se esforzaba poraparentar serenidad para no preocupar aDaniel, pero en realidad notaba que lassemillas del pánico empezaban a echarraíces en su mucosa estomacal. No eraque le hubiera mentido sobre nada de loque iba a hacer, pero no estaba ni porasomo tranquila acerca de la siguientefase. La fase de la acción en sí. Locierto era que había vuelto a sumentalidad habitual y se encontraba muycómoda con los preparativos, pero,llegado el momento de poner el plan enpráctica, su sistema nervioso sesobrecargaba. Aun así, aunque solopudiera descansar un poco, le vendría

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bien.—Buena idea.

Mientras Alex observaba a la empleadade Carston cruzando las puertasautomáticas del enorme supermercado,inhaló varias bocanadas lentas de aire eintentó centrarse. Comprobó su cara enel espejillo de la visera y la ilusióncreada por Val la tranquilizó. Ese díallevaba el pelo de un color rubioarenoso bastante convincente. Sumaquillaje parecía sutil, pese a lomucho que cubría. Alex se alegró deconstatar que su nariz estabaasentándose en su nueva forma, quizá

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para siempre. Todo ayudaba.Habían entrado algunos clientes más,

y Alex supo que tenía que moverse. Unaúltima inspiración profunda. Lo quevenía no era tan difícil. De momento,solo tenía que hacer la compra.

En el supermercado había trajín. Losclientes formaban un grupo heterogéneo,en el que Alex supo que no destacaría.De pronto recordó la catastróficaexcursión de compras que había hechoDaniel en Childress y se sorprendió desu propia sonrisa. La atribuyó a losnervios.

Pese al ajetreo, no fue difícilencontrar a la mujer que buscaba. Elama de llaves llevaba un vestido

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cruzado de color amarillo brillante,bastante chillón. En lugar de seguirlapor el supermercado, Alex adoptó elpatrón inverso para cruzársela una vezcada dos pasillos. De ese modo, Alexentraba en el campo visual de la mujermás a menudo, pero quedaba másnatural, menos sospechoso. La mujer,que de cerca parecía rondar lacincuentena, estaba en forma y erabastante atractiva, ni siquiera se fijó enAlex. Mientras tanto, ella llenó sucarrito de objetos aleatorios einofensivos, como leche, pan o pasta dedientes, antes de añadir los pocosproductos que importaban.

A Carston le gustaban unas botellitas

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de zumo de naranja orgánico. Debían deconservarse poco tiempo, porque laempleada compraba unas pocas cadavez y nunca hacía acopio. Alex cogiótres, la misma cantidad que había en elcarrito del ama de llaves, y las dejó enel asiento para niños del suyo.

Llevó el carrito a un pasillo vacío, elde las tarjetas de felicitación y materialde oficina que nadie parecía querer esamañana, y destapó la pequeña jeringuillaque tenía en el bolsillo. Era una agujamuy fina, que apenas dejó marcadespués de atravesar el plástico de labotella de zumo de naranja, justo pordebajo del tapón de rosca. Mantuvo elcuerpo vuelto hacia las tarjetas, como si

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estuviera buscando la frase sentimentalperfecta. Al terminar, cogió una brillantetarjeta de felicitación en rosa fuerte y lametió en su carrito. Quizá se la diera aKevin cuando hubiera terminado sumisión. Tenía la clase de purpurina quetardaba días en despegarse de la piel.

Barnaby y ella habían bautizado esadroga con el sencillo nombre de«Ataque al corazón», porque era lo queprovocaba. En ocasiones, después determinar el interrogatorio, eldepartamento necesitaba librarse dealgún sujeto de algún modo que pasarapor natural. Al cabo de unas tres horas,«Ataque al corazón» se descomponía enun metabolito que era casi indetectable.

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En un hombre de la edad y condiciónfísica de Carston, y teniendo en cuentasu alto estrés laboral… En fin, Alexdudaba mucho que alguien investigarademasiado la causa de su muerte, almenos de inmediato. Claro que, situviera veinticinco años y corrieramaratones, parecería más sospechoso.

Alex fue hacia la panadería, porqueestaba cerca de las cajas y desde ahítenía una vista despejada de los clientesque esperaban para pagar.Transcurrieron unos diez minutos, en losque se fingió indecisa entre una baguettey panecillos de chapata, pero entoncesel ama de llaves apareció desde elpasillo 19 y se puso a la cola. Alex

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metió la baguette en su carro y se sumóa la cola contigua.

Aquella era la parte complicada.Tendría que seguir bastante de cerca a lamujer cuando salieran de la tienda. Elpoco llamativo sedán negro de Alexestaba aparcado al lado delmonovolumen. Mientras la mujercargara su compra, Alex tropezaría conlos brazos cargados de bolsas y caeríacontra el parachoques del monovolumen.No debería ser muy difícil dejar su zumoen el maletero del coche. Quizá pudierallevarse las botellitas de zumo de lamujer pero, si no, operaba con lasuposición de que el ama de llaves lasmetería todas en el frigorífico, aunque

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tuviera de más.Alex vigiló la cinta transportadora de

la caja contigua para confirmar que elzumo estaba allí. Cuando localizó lo quebuscaba, se apresuró a apartar lamirada.

Mientras su propia compra pasabapor el lector, frunció el ceño. Algofallaba. Algo no encajaba con su imagenmental. Volvió a mirar la otra cintatransportadora, intentando descubrir quéera.

El empleado de la tienda estabametiendo una caja de Lucky Charms enuna bolsa. La mujer nunca habíacomprado cereales de ese tipo paraCarston, al menos que hubiera visto

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Alex. Carston era animal de costumbresy desayunaba los mismos cereales conalto contenido en fibra cada mañana.Los malvaviscos azucarados conpremios de plástico no formaban partede su rutina.

Otra mirada rápida, con la cabezagacha. El habitual café en grano, lacrema para el café baja en grasa y ellitro de leche desnatada, pero tambiénhabía una garrafa de leche entera y unacaja de galletas de mantequilla.

—¿Papel o plástico, señorita?¿Señorita?

Alex se centró a toda prisa, abrió sucartera y sacó tres billetes de veinte.

—Papel, por favor —respondió. El

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ama de llaves siempre pedía bolsas depapel.

Su mente no dejó de dar vueltasmientras esperaba el cambio.

Quizá el ama de llaves tambiéncomprara para ella aprovechando quehacía la compra de Carston. Pero si sellevaba leche, tendría que meterla en lacasa y ponerla en la nevera de Carstonhasta el momento de marcharse, paraque el calor no la estropeara. Y no lohabía hecho nunca hasta entonces.

¿Carston esperaría invitados?El corazón de Alex atronó incómodo

mientras seguía a la mujer por laspuertas automáticas, con sus dos bolsasaferradas en la mano izquierda.

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Necesitaba que fuese Carston quiendegustara esa botellita de zumo denaranja. Pero ¿y si la abría algún amigo?¿Y si ese amigo sí que tenía veinticincoaños y corría maratones? Entonces seharía evidente lo que había intentado.Carston cambiaría de costumbres yreforzaría su seguridad. Y sabría quehabía sido Alex, sin lugar a dudas.Sabría que estaba viva y cerca.

La cacería volvería a empezar, másangustiosa que nunca.

¿Debía arriesgarse? Ese zumo era elcapricho de Carston. Lo más probableera que no se lo ofreciera a nadie más.Pero ¿y si lo hacía?

Mientras su mente recorría a toda

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prisa las posibilidades, un pequeñofragmento de información sinimportancia —o al menos, así lo habíacatalogado— reapareció en su cabeza yle sugirió una nueva perspectiva.

El zoo. La hija se había dedicado aparlotear sin descanso sobre el zoo. Yhabían sido muchas llamadas, cada día,algunas de ellas de más de una hora. ¿Ysi Erin Carston-Boyd no manteníasiempre tanto contacto con su padre? ¿Ysi Alex, en su apuro por llegar a lasllamadas importantes, había pasado poralto alguna información crucial, como lainminente visita de su hija y su nieta? Elzoo de Washington era muy famoso, ellugar exacto al que alguien querría

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llevar a su nieta de fuera de la ciudad.Igual que los Lucky Charms eran el tipode cereal exacto que un abueloconsentidor tendría a mano para losdesayunos de su nieta.

Alex suspiró, con disimulo perotambién con intensidad.

No podía arriesgarse a envenenar a laniña.

«¿Y ahora qué? ¿El café?». Pero Erintambién tomaría café. ¿Quizá algunaclase de toxina, algo que tuviera efectosparecidos a la salmonelosis?

No podía esperar a que los parientesde Carston volvieran a su casa. Paraentonces, Deavers y Pace ya estaríanmuertos, si no lo estaban ya, y Carston

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pasaría a alerta roja. No tendría másoportunidades de anticiparse a lareacción de pánico. Habría seis botellasde zumo y solo una estaríaenvenenada… Lo más probable seríaque la bebiera Carston… Seguramente ala niña no le pasaría nada…

«Ay», gimió para sus adentros, yredujo el paso. Sabía que no iba ahacerlo. Y no podía volver a la cafeteríafavorita de Carston y añadir uningrediente adicional a su pollo a laparmesana, porque con toda seguridadhabía renunciado a esa costumbredespués de que ella diera con él en laterraza. Las únicas opciones que lequedaban eran de lo más evidentes y

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peligrosas, como pedirle prestado elfusil a Daniel y disparar a Carston através de la ventana de su cocina. Lasprobabilidades de que la capturaran —yla mataran— serían mucho mayores delo que había planeado.

Kevin iba a disgustarse con ella. Ensu lista solo había una persona y yahabía fracasado. No podría echarle encara su reacción porque ella tambiénestaba disgustada.

Como si pudiera leerle lospensamientos, Kevin escogió esemomento para llamar. Alex notó lavibración en el bolsillo, sacó el teléfonoy leyó el número. Pulsó para respondery se llevó el móvil a la oreja, pero no

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dijo nada. Todavía estaba demasiadocerca del ama de llaves y no quería quela mujer oyera su voz y se girara, dandoasí otro vistazo más de cerca a la rubiaque iba siguiéndola. Quizá la empleadade Carston siguiera siendo su vía deacceso. Alex no podía permitirse quereparara en ella.

Esperó a que Kevin empezara aecharle la bronca, presa del irracionalconvencimiento de que, de algún modo,había sentido que fracasaba. «Menudaforma de cagarla, Oleander», dicho conla voz a medio grito que era su volumennormal.

Kevin no dijo nada. Alex apartó elteléfono para mirar la pantalla. ¿Se

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habría cortado? ¿La habría llamado sinquerer?

La llamada seguía en activo. Elcontador de segundos corría en laesquina inferior de la pantalla.

Alex estuvo a punto de decir:«¿Kevin?».

Pero una paranoia alimentada durantecuatro años hizo que se mordiera lalengua.

Apretó el teléfono contra su oreja yaguzó el oído. No había sonido ambientede coches ni se oía ningún movimiento.Nada de viento. Ningún ruido deanimales ni de seres humanos.

Se le puso la piel de gallina en laparte de atrás de los brazos y se le erizó

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el vello de la nuca. Ya había dejadoatrás su sedán y tenía que seguircaminando. Miró en todas lasdirecciones sin mover la cabeza hastadescubrir un contenedor que había alfondo del aparcamiento. Avivó el paso.Estaba demasiado cerca del centro depoder de su enemigo. Si estabanrastreando la llamada, no les costaríamucho llegar hasta allí. Quiso correr, lodeseó con todas sus fuerzas, pero seobligó a mantener un paso rápido yresuelto.

Seguía sin llegar ningún sonido desdeel otro lado de la línea. El gélido ypesado vacío de la boca de su estómagose intensificó.

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Kevin no iba a ponerse a hablar derepente, de eso estaba segura. Aun así,vaciló un segundo más. Cuando hicieralo que sabía que debía hacer, se habríaacabado. Su única conexión con Kevinquedaría cercenada.

Colgó. Los números de la pantalla ledijeron que la llamada solo habíadurado diecisiete segundos. Tenía lasensación de que había pasado muchomás tiempo.

Rodeó el contenedor para no servisible desde el aparcamiento. No veíaa nadie, y confiaba en que esosignificara que nadie la veía a ella.

Dejó la compra en el suelo.En el forro del bolso llevaba un

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pequeño juego de ganzúas. Nunca lohabía empleado para su verdaderopropósito, pero de vez en cuando levenía bien para trabajar con sus anillosde reflujo y sus adaptadores máspequeños. Sacó el menor de los ganchosy lo usó para extraer la bandejita de latarjeta SIM del teléfono. La bandejita yla tarjeta fueron a parar a su bolso.

Con el borde de la camiseta, limpió elmóvil a conciencia, manejándolo solo através del tejido. La limitación que leimponía la longitud de la camiseta lecomplicó meter el teléfono por laabertura lateral del contenedor, queestaba demasiado alta. Tuvo que lanzarel aparato al ver que no llegaba, pero

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entró al primer intento.Alex recogió las bolsas de papel, dio

media vuelta y caminó con paso rápidohacia su coche. El monovolumen estabasaliendo del aparcamiento. No habríasabido decir si el ama de llaves habíareparado en su pequeña excursión. Diolas zancadas más largas que pudo,volviendo a toda prisa.

Ya no tenía el teléfono, pero casipodía ver los segundos pasando en laesquina inferior de la pantalla. Solohabía dos posibilidades, y una de ellasle dejaba un tiempo límite apuradísimo.

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Alex, seguro que llevaba el teléfonoen el bolsillo y presionó el botón dellamada sin querer —argumentó Daniel.

—Danny tiene razón —convino Val—. Estás exagerando. No pasa nada.

Alex negó con la cabeza, notando eltirón en la mandíbula al apretar los

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dientes.—Tenemos que irnos —insistió,

tajante.—Porque los malos podrían estar

torturando a Kevin para sacarleinformación mientras hablamos —recapituló Val, en el tono paciente conque se da la razón a los niños pequeñosy los ancianos.

La respuesta de Alex llegó fría y dura.—No te lo tomarás tan a broma si

vienen a por ti, Val, eso te lo garantizo.—Escucha, Alex, tu propio plan

acababa de fallar —le recordó Val—.Ya estabas alterada. Kevin te ha llamadoy no ha dicho nada. Es lo único que haocurrido. Creo que te precipitas un poco

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al dar por hecho que es más que unaccidente.

—Es su forma de actuar —dijo Alexcon voz lenta y firme. Incluso antes deque Barnaby le proporcionara elmaterial de lectura clasificadopertinente, ya había visto el método enacción—. El sujeto tiene un teléfono conun número en la agenda. Llamas a esenúmero, a ver qué clase de informaciónpuedes obtener de él. Rastreas la señalque acabas de crear. Encuentras a quienhaya al otro lado.

—Pero no hay nada que encontrar,¿verdad? —preguntó Daniel, optimista—. Has tirado el teléfono. Solo podríallevarlos a un aparcamiento con el que

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no se nos puede relacionar.—El móvil es un callejón sin salida

—aceptó Alex—, pero si tienen aKevin…

La duda asomó a los rasgos deDaniel. Val seguía teniendo unaexpresión más condescendiente.

—¿Crees que lo pueden habermatado? —preguntó Daniel, casisusurrando.

—Esa sería la mejor opción —respondió ella sin rodeos. No sabíacómo atenuar el golpe ni veía forma deandarse con paños calientes—. Si estámuerto, ya no pueden hacerle más daño.Y nosotros estamos a salvo. Si estávivo… —Respiró hondo y recobró la

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compostura—. Como os estoy diciendo,tenemos que irnos de aquí.

Val seguía sin estar convencida.—¿De verdad crees que traicionaría a

Danny?—Escucha, Val, a mí ni se me

ocurriría cuestionar tu conocimiento detodo lo que sea remotamente femenino.Ese es tu mundo. Este es el mío. Noexagero si digo que todos acabancediendo. No importa lo fuerte que seaKevin ni lo mucho que quiera a suhermano. Tardará más o menos, pero alfinal les dirá dónde estamos. Y, por subien, espero que no tarde demasiado.

Pero tardaría, y Alex era muyconsciente de ello. Por accidentada que

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hubiera sido siempre su relación conKevin, había aprendido a confiar en él, aconocerlo. Le conseguiría el tiempo quenecesitaba para llevar a Daniel y Val aalgún lugar seguro. En parte porque eracierto que quería a su hermano y enparte por orgullo. Nunca entregaría aDeavers lo que quería sin luchar. Kevinles haría sudar cada palabra quepudieran sonsacarle.

Se alegró de que no le correspondieraa ella hacer hablar a Kevin. Estabasegura de que habría sido el caso másdifícil que hubiera afrontado jamás. Sihabía alguien capaz de lograrlo, dellevarse a la tumba sus secretos, esapersona era Kevin Beach. Quizá habría

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acabado con el perfecto historial deAlex.

Durante un segundo pudo visualizarlocon toda claridad: Kevin sujeto a lamesa de última tecnología del viejolaboratorio, con ella de pie junto a él.¿Cómo habría enfocado el caso? Si lascosas hubieran resultado de un modolevemente distinto, si su sujeto pakistaníno hubiera murmurado el nombre deWade Pace, la situación que estabaimaginando podría haber sido surealidad.

Desechó la imagen mental y miró aDaniel y Val. Alex percibía que supropia tensión, la intensidad y la oscuracerteza con las que hablaba, por fin

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estaban haciendo mella en Daniel, almenos.

—Si han atrapado a Kevin… ¿quécrees que puede haber pasado conEinstein? —preguntó Val, todavíaescéptica pero con una chocantedebilidad en sus ojos de lapislázuli.

Alex hizo una mueca de dolor. ¿Porqué había llegado a importarle tanto unanimal, aparte de todo lo demás?Menuda estupidez.

—No hay tiempo para conjeturas —dijo—. ¿Tienes algún sitio al que ir,Val? ¿Algún sitio del que Kevin no sepanada?

—Tengo un millón de sitios. —Valendureció los rasgos. De pronto su

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rostro perfecto pareció pertenecer a unahermosa muñeca, fría y vacía—. ¿Y tú?

—Nuestras opciones son un poco máslimitadas, pero algo se me ocurrirá.Recoge las cosas que quieras conservar,porque no será seguro volver aquí.¿Puedo quedarme la peluca?

Val asintió con la cabeza.—Gracias. ¿Tienes algún otro coche

aparte del que hemos estado usando?Kevin se había llevado el

monovolumen de los McKinley cuandose marchó con Einstein, poco después demedianoche.

—Tengo otros dos aquí. El que dicesno es mío. Lo trajo Kevin.

Val pivotó despacio, con elegancia, y

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luego se contoneó con calma endirección a las escaleras. Alex no pudosaber a ciencia cierta si subía a hacerlas maletas o a dormir un poco. Val nocreía lo que le estaba diciendo.

La mente de Alex estaba atareada encien direcciones distintas. Tendrían queconseguir un coche nuevo muy deprisa yabandonar el que conocía Kevin. Habíauna infinidad de detalles que considerary muy poco tiempo para hacerlo.

Alex dio media vuelta y regresócorriendo a la habitación de invitados.Ella también tenía que hacer las maletas.

Y pensar. No había planeado estasituación. Debería haberlo hecho.

Daniel la siguió por el pasillo.

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—Dime lo que tengo que hacer —pidió mientras cruzaban la puerta.

—¿Puedes guardarlo todo en lasbolsas de lona? Yo… tengo que pensarunos minutos. Hoy no podemospermitirnos ningún error. Deja que meconcentre, ¿vale?

—Por supuesto.Alex se tumbó en la cama y cruzó los

dos brazos por encima de la cara.Daniel trabajó guardando silencio en laesquina, y el sonido no la distrajo. Alexintentó recorrer todas las jugadas queles quedaban, todo lo que Kevin nosabía.

No había mucho. Ni siquiera podíapasar a recoger a Lola, porque el hotel

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para mascotas lo había escogido Kevin.Inspiró de nuevo para centrarse y

apartó el pensamiento. No tenía tiempode estar triste.

Tendrían que pasar una temporada enmoteles pequeños. Solo efectivo. Porsuerte, tenía mucho dinero del que Kevinse había apropiado, procedente delnarcotráfico. Podrían pasardesapercibidos.

Pero, por supuesto, era lo que Carstonesperaba. Su cara y la de Danielacabarían en un cartel policial enviadopor e-mail a todas sus paradaspotenciales en mil quinientos kilómetrosa la redonda. Como ya habían difundidola historia de Daniel, quizá la pintarían a

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ella como su prisionera. Sería difícilconvencer al público de la versiónopuesta, dada la diferencia de tamañoentre Alex y Daniel.

Podrían acampar en el coche queencontraran, como ya habían hecho. Elescrutinio sería intenso. Cuando la gentede Carston localizara el vehículo deKevin, rastrearían todo coche desegunda mano vendido, todo anuncioclasificado, todo vehículo robado amenos de doscientos kilómetros dedistancia. Cualquier descripción queencajara con esos casos iría a parar auna lista, y si un policía informaba dehaber visto ese vehículo, la gente deCarston no andaría muy atrás.

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Quizá fuese el momento de regresar aChicago. Quizá Joey Giancardi no lamatara nada más verla. Quizá estuvieradispuesto a algún trato, a que ella sepusiera a su servicio personal a cambiode dos reconstrucciones faciales. Oquizá oliera su desesperación y supieraque podía hacer fortuna vendiéndola a lagente que la estaba buscando.

Ella tenía identidades desconocidaspara Kevin, pero Daniel no. Losdocumentos que se había llevado de laBatcueva móvil de Kevin no seríanseguros.

A menos que Daniel se movierarápido.

Se destapó la cara y se incorporó.

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—¿Crees que has comprendido losprincipios básicos de este juego delescondite?

Daniel se volvió con dos bolsastransparentes de munición en las manos.

—Puede que los más básicos de entrelos básicos.

Alex asintió.—Pero eres listo. Y hablas español

bastante bien, ¿verdad?—Me defiendo. ¿Quieres ir a

México?—Ojalá pudiera. No creo que México

sea seguro del todo para tu cara, ya quehas estado allí muchas veces, pero haymuchos escondrijos buenos enSudamérica. Y la vida es barata, así que

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tardarás en quedarte sin dinero. Nopodrás mimetizarte, pero hay un montónde expatriados.

Daniel titubeó un segundo y luegometió la munición con delicadeza en unabolsa de lona. Fue junto a ella.

—Alex, estás usando mucho lasegunda persona. ¿Estás… hablando deque nos separemos ahora mismo?

—Estarás más seguro fuera del país,Daniel. Si agachas la cabeza en algúnlugar tranquilo de Uruguay, puede quenunca te…

—Entonces, ¿por qué no podemos irjuntos? ¿Es porque estarán buscando auna pareja, si…, si Kevin habla?

Alex contrajo los hombros, en un

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ademán que era mitad encogimiento ymitad defensivo.

—Es porque no tengo pasaporte.—¿Y no crees que estarán esperando

a que Daniel Beach se suba a un avión?—No serás Daniel Beach. Tengo un

par de identidades de las de Kevin.Tardarán un tiempo aún en preguntarlepor sus identidades falsas, si es que seles ocurre hacerlo. Deberías podercoger un vuelo a Chile esta noche sinproblemas.

De pronto la expresión de Daniel seendureció, bordeando la ira. Le dio unaspecto parecido al de Kevin, y Alex sesorprendió de lo mucho que laentristeció verlo.

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—¿Entonces qué, me salvo yo solo?¿Te dejo atrás?

Otro semiencogimiento.—Como has dicho, estarán buscando

a una pareja. Yo me escurriré por losagujeros de la red.

—Te estarán buscando a ti, Alex. Nopienso…

—Vale, vale —interrumpió ella—.Déjame pensar un poco más. Algo se meocurrirá.

Daniel le sostuvo la mirada duranteun largo segundo. Muy despacio, susrasgos se suavizaron hasta que volvió aparecer él mismo. Por último, dejó caerlos hombros y cerró los ojos.

—Lo siento —susurró Alex—. Siento

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que esto no haya funcionado. Siento queKevin…

—No dejo de esperar que entre por lapuerta —reconoció Daniel, abriendo losojos y clavándolos en el suelo—. Perotengo la corazonada… de que no va apasar.

—Lo sé. Ojalá me equivocara.Los ojos de Daniel subieron un

instante hacia los de Alex.—Si la situación fuera la inversa, él

haría algo. Encontraría la manera. Perono hay nada que pueda hacer yo. No soyKevin.

—Kevin se vería en la mismasituación que nosotros. No sabría dóndete tienen retenido. Y, aunque lo supiera,

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estaría muy superado en número yarmamento. No podría hacer nada.

Daniel negó con la cabeza y se dejócaer en la cama.

—No me preguntes cómo, pero nadade eso lo habría detenido.

Alex suspiró. Probablemente Danieltenía razón. Kevin habría tenido algúninformador secreto, o quizá otro ángulode cámara, o alguna forma de colarse enel sistema informático de Deavers. Nose rendiría y huiría. Pero Alex tampocoera Kevin. No podía ni siquieraenvenenar a Carston antes de que sediera cuenta. Ya estaba sobre aviso, deeso estaba segura.

—Déjame pensar —repitió—.

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Intentaré encontrar una salida.Daniel asintió.—Pero juntos, Alex. Nos marchamos

juntos o nos quedamos juntos.—¿Aunque así nos pongamos los dos

en peligro?—Aun así.Alex volvió a tumbarse en la cama y

escondió de nuevo la cara bajo losbrazos.

Si existiera alguna forma perfecta deque escaparan los dos, ya la habríaintentado. De hecho, si estaba allí erasolo porque la opción de huir habíafallado. Y la opción de atacar acababade fracasar también. La perspectiva noera muy optimista.

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Era curioso cómo una no reparaba enlo mucho que tenía que perder hasta quedesaparecía. Sí, Alex sabía que iríahasta el final con Daniel y habíaaceptado esa desventaja. Pero ¿quiénhabría dicho que terminaría echando demenos a Kevin? ¿En qué momento habíapasado a ser su amigo? Ni siquieraamigo, porque los amigos se eligen. Másbien un pariente, como el hermano alque se intenta evitar en las reunionesfamiliares. Alex nunca había tenido nadasimilar, pero aquello debía de ser lo quese sentía, el dolor de perder algo quenunca se había deseado pero con lo quese contaba de todos modos. La arroganteconfianza de Kevin había hecho que se

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sintiera casi a salvo de un modo que nohabía experimentado en años. El equipode Kevin era el equipo ganador. Suinvulnerabilidad constituía la red deseguridad.

O, al menos, así había sido.Y el perro. Como pensara un instante

más en el perro, no serviría para nada.No podría hacer funcionar su cerebrohacia ninguna clase de solución.

La imagen de Kevin en su mesa pasóde nuevo por el negro interior de suspárpados. Si al menos supiera que yaestaba muerto, sería distinto. Ojalápudiera creer que no estaba sufriendouna intensa agonía en ese mismoinstante. Seguro que era lo bastante listo

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para haberse dejado preparada unasalida. ¿O quizá estaba tan seguro de símismo que en sus planes no tenía cabidael fracaso?

Creía conocer lo suficiente deDeavers a partir de sus movimientoshasta la fecha para estar segura de queno desperdiciaría la oportunidad, si veíaalguna forma de obtener ventaja de ella.

Deseó con sinceridad que la situaciónfuera la inversa. Si la hubierancapturado a ella, habría podido optarpor una salida rápida e indolora, sinproporcionar a Deavers y Carstonninguna información sobre los demás.Aunque Kevin se hubiera equivocado enalgo, aunque hubiera fallado de algún

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modo, seguía siendo el mejorcualificado para mantener vivo a Daniel.Y a Val también, ya puestos. A cortoplazo, Val sería la que más fácil tendríala huida, pero ni Carston ni Deaversparecían de los que renunciaban a untestigo.

Si Kevin hubiera estado en el lugar deAlex, tratando de urdir un plan, ¿quéhabría hecho?

Alex no tenía ni idea. Kevin disponíade recursos que ella no conocía,recursos que no podía replicar. Pero,aun así, escapar habría sido su únicaopción. Quizá más adelante volvierapara intentarlo de nuevo, pero en esemomento no podría seguir enfrentándose

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al equipo bélico del probable próximovicepresidente de Estados Unidos. Loque tocaba era desaparecer yreagruparse.

O, en su caso, desaparecer y tratar deseguir desaparecida.

La atroz imagen de Kevin en la mesano se le iba de la cabeza. El problemade ser una interrogadora profesional eraque conocía con todo detalle lasdistintas opciones que podrían estarponiendo en práctica con él en esosmomentos. Era imposible no contar losminutos, no imaginar cómo estaríaprogresando el interrogatorio.

Daniel no hacía ruido. Le habíacostado poco recoger, en parte porque

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no habían desempaquetado del todo allí,no se habían puesto cómodos. Habíansabido desde el principio que quizátuvieran que marcharse en cualquiermomento, ya fuese por otro desastre osimplemente porque dejaran de serbienvenidos en casa de Val.

Alex podía adivinar cómo debía desentirse Daniel. No querría creer quetodo hubiera salido tan mal. No querríacreer que Kevin pudiera estar muerto nique la muerte hubiera pasado a ser sumejor desenlace. Recordaría que Kevinhabía entrado por el tejado en plenanoche para salvarlo y se sentiríaculpable por no poder hacer lo mismo.Más que culpable: impotente, débil,

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furioso, responsable, cobarde… Todo loque también ella estaba empezando asentirse.

Pero no podía hacer nada por Kevin.Y si él estuviera en su lugar, tampocopodría hacer nada por ella. No sabríadónde la tenían prisionera. Los malos nohabrían elegido ningún lugar conocidopor Alex o Kevin. Tenían un millar deopciones disponibles. Y si hubieraalguna forma de saber dónde seocultaban, sin duda no descuidarían laseguridad. Kevin sería tan incapaz dehacer nada como ella.

No debería perder el tiempopensando en lo imposible. Tenía queconcentrarse.

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Tenía que operar bajo la suposiciónde que Kevin seguía vivo y los malos notardarían en saber que tanto ella comoDaniel también seguían vivos y estabancerca. Sabrían el nombre y la direcciónde Val. Sabrían la marca, modelo, colory probablemente hasta el número dematrícula de los dos únicos coches quetenían disponibles de momento. Habíaque distanciarse de tantos de esos datoscomo fuera posible.

Alex se incorporó despacio.—Más vale que carguemos el coche y

nos marchemos.Daniel estaba apoyado en la pared,

junto al montón de bolsas, con losbrazos cruzados. Tenía los ojos

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ribeteados de rojo. Asintió con lacabeza.

Val no estaba a la vista cuandosalieron al gran salón, cargados debolsas. El espació parecía más frío, másgrande, sin el perro en él. Alex fue conpaso ligero hacia la puerta principal.

No hablaron en el ascensor nicaminando hacia el coche. Alex dejó lasbolsas junto al maletero y sacó lasllaves del bolsillo.

Un quedo sonido rasposo rompió elbreve silencio. Parecía llegar desde muycerca, detrás o quizá debajo del coche.

«Soy idiota», pensó Alex mientras seechaba a tierra agazapada al lado de labolsa que deseaba con desesperación

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que contuviera las pistolas pero que casicon toda seguridad contenía el materialmédico. Sabía lo precaria que era susituación y, aun así, había entrado en elgaraje desarmada.

Había confiado en que Kevinaguantara más. Estúpida.

Daniel cargaba con las bolsas máspesadas. En el momento en que Alexposó la mano en la que tenía delante,supo que contenía el material deprimeros auxilios, que ya no iba aservirle de nada. Por lo menos llevabapuestos los anillos y el cinturón. Tendríaque estar cerca. Nada de resistirse alprincipio. Eso si no le pegaban un tironada más verla, claro.

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No pasó ni un segundo completomientras Alex hacía esos cálculos. Alprimer ruido lo siguió enseguida otro, unsuave gimoteo que sin duda procedía dedebajo del coche. El sonido latransportó de vuelta a otro momento depánico, a un porche oscuro en Texas. Noera un sonido humano.

Alex se agachó más y bajó la cabezahasta casi tocar el suelo de asfalto delgaraje. La sombra oscura que habíadebajo del sedán se arrastró hacia ella.

—¿Einstein? —dijo tras dar unrespingo.

—¿Einstein? —repitió Daniel detrásde ella.

Alex gateó hasta el lado del coche del

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que más cerca estaba el perro.—Einstein, ¿estás bien? Ven aquí,

chico.El perro se arrastró hacia ella hasta

salir de debajo del vehículo. Alex lepasó las manos por el lomo y las patas.

—¿Estás herido? —dijo con vozsuave—. Tranquilo, yo me ocuparé.

Tenía el pelaje apelmazado y húmedoen varios sitios, pero cuando Alex semiró las manos no las tenía rojas, solosucias. Einstein tenía algunos cortes enlas zarpas y jadeaba como si estuvieradeshidratado, exhausto o ambas cosas.

—¿Está bien? —preguntó Daniel,cerca detrás de ella.

—Creo que sí. Pero parece que ha

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tenido una noche dura.—Ven aquí, chico —dijo Daniel,

agachándose. Einstein se levantó yDaniel lo cogió en brazos. El perro lelamió la cara una y otra vez.

—Llévalo arriba. Yo cargo estascosas en el coche y voy.

—Vale. —Daniel titubeó y luegoinhaló una bocanada entrecortada—. Eratodo verdad.

—Sí.Alex abrió el maletero sin alzar la

mirada. Oyó cómo Daniel se volvía y sealejaba. Los jadeos de Einstein fueronremitiendo.

Tardó poco en dejarlo todo listo parasu partida. El garaje estaba silencioso y

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desierto, como siempre. Quizá fuera laplanta privada de Val dentro delaparcamiento. Quizá todos aquelloscoches fuesen suyos. Alex no sesorprendería del todo si así fuera.

¿No debería alegrarse de que el perroestuviera bien? Una parte de ella debíade haber esperado equivocarse, estarexagerando. Que todo fuese solo unerror.

Cuando regresó a la sala de estar, Valestaba en el suelo con el perro. Einsteinse había acurrucado en su regazo, con lacabeza apoyada en el hombro de Val, yDaniel estaba arrodillado junto a ellos.

Val miró a Alex, todavía con su carade muñeca dura.

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—Ahora es cuando puedes soltarmeeso de «Te lo dije».

—¿Necesitas ayuda para salir deaquí? —preguntó Alex.

—Ya he tenido que desaparecer otrasveces. Fue hace tiempo, pero es algoque no se olvida.

Alex asintió con la cabeza.—Lo siento, Val.—Yo también —repuso Val—. ¿Crees

que… vas a llevarte al perro?Alex parpadeó, sorprendida.—Sí.—Ah. —Val hundió la cara en el

pelaje de Einstein—. Déjame un minuto—añadió, con voz que salióamortiguada.

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—Claro —dijo Alex. Tenían unaspocas horas. Aquel lugar sería lo últimoque revelaría Kevin. Había enviado alperro de vuelta para avisarlos. Estabaluchando por ellos.

Además, a Alex aún le quedaba unaimprobable fuente de información, ypensó que debía comprobarla mientrassiguiera teniendo acceso a una conexióna internet de alta velocidad. Se sentófrente al ordenador que había en la islade la cocina.

Carston había tenido la boca bastantecerrada hasta entonces, pero quizá porfin se le hubiera escapado algo. Comomínimo, Alex debería poder estimar lahora a la que habían capturado a Kevin.

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Tenía que haber una llamada telefónicaque se lo indicara. O quizá algúndesplazamiento. El experto en esecampo era Carston, no Deavers.

Fue sencillo comprobar el rastreador.El vehículo de Carston estaba en suoficina, como solía en días laborables.Pero podía haber cogido otro coche.Comprobó el canal de audio y supo queCarston estaba en el despacho. Volvióatrás para escuchar sus conversaciones.

Encontró algo revelador. Carston yallevaba un tiempo en la oficina. Lonormal era que entrara a las seis, pero laactividad había empezado a alrededorde las tres y media de la madrugada.Alex quiso darse de tortas por no

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revisar la grabación antes de saliraquella mañana.

La primera llamada de Carston fuebreve. Solo un «Estoy aquí» y un «¿Cuáles la situación?». No era difícil sacarconclusiones a partir de ahí. Alguienhabía despertado a Carston con lanoticia y él había acudido a la oficina.Sin tráfico, llegar solo le habría llevadodiez minutos. Añadiendo el tiempo devestirse, cepillarse los dientes y demás,debería haber recibido esa llamadaentre las dos y media y las tres y cuarto.

Miró el reloj del ordenador paracalcular desde cuándo tenían preso aKevin. Al principio tendrían que haberloreducido, y luego esperar a que

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recobrara el conocimiento si lo habíandejado inconsciente. Después tendríanque haber decidido un curso de acción yllamar a un especialista…

¿Sería la segunda llamada deCarston? A las 3.45, Carston habíavuelto a llamar por teléfono.

—¿Cómo vamos a proceder?… Nome gusta… Bien, bien, si es la mejoropción… ¿Qué?… Ya sabes lo queopino de eso… Como bien dices, esproblema tuyo… Quiero informesperiódicos.

Carston nunca era muy hablador, y eraposible que las palabras tuvieran milinterpretaciones posibles, pero Alex nopudo evitar aplicarles la suya.

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No, Kevin no estaba muerto.Después venía un largo intervalo de

silencio. Escritura en teclado, pasos,respiración y nada más. Ningunallamada. No parecía que hubiera salidodel despacho en ningún momento. Casialcanzaba a oír la ansiedad de Carston,y la ponía a ella más ansiosa de lo queya estaba. ¿Dónde estaban esosinformes? ¿Le estarían llegando por e-mail?

A lo mejor había suerte. A lo mejortenían que traer al especialista desdelejos. Quizá solo estuvieran reteniendo aKevin, dejando que anticipara losacontecimientos. Era una vertiente deljuego, una carta que ella había empleado

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alguna vez: dejar que el sujetoaguardara, visualizara, temiera. Dejarque perdiera la pelea en su cabeza antesde empezarla.

En el caso de Kevin, no era probable.Sabían que Daniel estaba vivo.Sospecharían que contaba con másayuda en la ciudad. No querrían dejartiempo a los cómplices de Kevin paraque escaparan.

El reloj también corría para Carston yDeavers. Habían hecho la llamada.Habían oído a Alex descolgar y luegodesconectar. No había vuelto a llamarpara ver si Kevin había marcado porerror. Se había librado del teléfono.Concluirían que el socio de Kevin ya

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estaba huyendo.Como ella debería estar haciendo.Alex emergió de su profundo

ensimismamiento y cayó en la cuenta deque Daniel estaba sentado en otrotaburete a su lado, viendo cómo ibancruzando las reacciones por su cara. Valestaba apoyada en la encimera junto a lapila, con Einstein a sus pies,observándola también.

—Solo un momentito más —les dijo,e hizo que el ordenador avanzara rápidopor el largo silencio del despacho deCarston. No quería perderse nada, perotampoco podía permitirse escuchar losespacios vacíos en tiempo real.

Detuvo la reproducción al empezar a

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oír su voz, y luego retrocedió al puntojusto. Carston había vuelto a llamar. Sutono de voz era completamente opuestoal que había empleado antes. Fue uncambio tan brusco que le dioescalofríos. Se preguntó si habíapulsado donde no era y estabaescuchando una grabación anterior.

Llegó el sonido de su voz de abuelobonachón.

—No te despierto, ¿verdad? ¿Cómohas dormido? Sí, perdona, es que me hacaído una pequeña emergencia encima.He tenido que venir al despacho… No,no anules los planes. Llévate a Livvy alzoo. Mañana hará más calor… Sabesque no tengo elección en estas cosas,

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Erin. Lamento no poder acudir hoy, perono puedo hacer nada… Livvy se lopasará en grande sin mí. Me lo puedecontar todo esta noche, cenando. Sacadmuchas fotos… No puedo prometernada, pero espero estar libre a la horade cenar… No seas así, anda… Sí, ya séque te dije que sería una semana ligerita,pero ya sabes cómo es este trabajo,cariño. Nunca hay garantías. —Unsuspiro enorme—. Te quiero. Dale aLivvy un beso de mi parte. Te llamocuando esté libre.

Alex se estremeció al oír quecolgaba. ¿Carston creía que todo habríaterminado a la hora de cenar? ¿O soloestaba aplacando a su hija?

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Más silencio, más tecleo. Debía deestar recibiendo los informes de formaelectrónica. Kevin era el centro de todo,Alex estaba segura. ¿Estaría confesandoya? No tenía ni idea.

No hubo nada más hasta que llegó alpresente. Comprobó el rastreador.Carston no iba a ningún sitio. Deaversdebía estar ocupándose de su problema.

Sin dejar de escuchar por losauriculares, Alex apoyó la cabeza en losbrazos cruzados sobre la isla. Carstonvolvía a teclear.

Se lo imaginó en su escritorio, concara de póquer mientras enviabaórdenes o preguntas. ¿Estaría carcomidopor la ansiedad? ¿La tensión le perlaría

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de sudor aquella calva blanquecina? No,Alex estaba convencida de que tendríauna actitud fría y precisa, no másalterada que si tecleara una solicitud deproductos de papelería.

Carston sabría qué preguntas hacer,aunque Deavers no lo supiera. Podríagestionar la operación entera desde susilla de escritorio ergonómica. Veríacómo torturaban a Kevin hasta la muertey luego saldría corriendo hacia sureserva para cenar, sin pensárselo dosveces.

La súbita ira que la asaltó estuvo apunto de dejarla sin aliento.

Lo que estaba ocurriendo no teníanada que ver con la seguridad nacional

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ni con salvar vidas. Carston estabaejecutando una venganza privada para unhombre que seguramente sí sería la clasede persona que debería estar en unamesa de interrogatorio. Carston habíacruzado la línea entre las operacionesencubiertas, cuya necesidad al menospodía debatirse, y los actos porcompleto criminales mucho tiempoatrás, y no parecía haberle afectado ennada. Quizá fuese así desde siempre.Quizá todo lo que Alex había hecho porél, todos los actos inhumanos que habíaemprendido en nombre de la seguridadpública, hubieran sido una estafa.

¿Tan intocable se creía? ¿Hasta elpunto de pensar que sus decisiones

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ocultas nunca podrían llegar a afectar asu vida pública? ¿Se creía inmune? ¿Nose daba cuenta de que también él teníasus «debilidades»?

Había cosas peores que serenvenenado.

A Alex se le trabó el aliento. Unaalternativa inesperada, algo que nuncaantes había considerado, se abrió en sumente. Era una opción casi inalcanzabley lo sabía. Había mil cosas que podíansalir mal, un millón de formas decagarla. Sería casi imposible, incluso situviera un año para planificar hasta elúltimo detalle.

Notó la mano de Daniel en suespalda. A través de los auriculares, oyó

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que preguntaba con inquietud:—¿Alex?Levantó la mirada muy despacio. La

mantuvo fija en Daniel, evaluando.Examinó a Val del mismo modo.

—Dadme diez minutos más —dijo.Volvió a apoyar la frente en los

brazos y se concentró de nuevo.

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Alex expuso su plan hablando deprisa,subrayando un poco más de lo necesariolos detalles de los que estaba segura.Intentó que sonara elaborado, como situviera plena confianza en él. Daba laimpresión de que Daniel estabacreyendo en su versión, escuchaba

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atento y asentía de vez en cuando, peroAlex no podía leer a Val en absoluto.Tenía los ojos fijos en Alex, pero eracasi como si pudiera verle el fondo dela cabeza a través de su semblante. Suexpresión era educada pero ausente.

Alex explicó la conclusión, que noera tan a prueba de fallos como le habríagustado, y notó que no estaba siendo tanelocuente con el desenlace como lohabía sido con los preliminares. Mirabala cara de Einstein, que tenía apoyada enla pierna, en vez de a los rostroshumanos, y lo acariciaba cada vez más amenudo según crecía su incomodidad.Al intentar terminar con un toquepositivo, se extendió un poco más de lo

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que habría debido. Estaba a mitad defrase cuando Val la interrumpió.

—No —dijo.—¿No? —repitió Alex. Lo había

enunciado como pregunta, pero yaestaba resignada.

—No. No pienso participar. Vas ahacer que te maten. Está bien quequieras rescatar a Kevin, pero sérealista, Alex. Esto no va a funcionar.

—Podría. No se lo esperan. Noestarán preparados.

—Da igual que estén preparados o no.Son más que suficientes paracompensarlo. Pongamos que te sale unbuen disparo y te cargas a uno. Elsiguiente te acertará a ti.

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—Ni siquiera sabemos cuánta gentehabrá allí.

—Exacto —dijo Val, categórica.—Val, a ti no van a prestarte atención.

Serás solo una auxiliar anónima. Esagente ve a centenares de asistentes cadadía. Para ellos serás invisible.

—No he sido invisible en mi vida.—Sabes a qué me refiero.Val la miró con una cara

perfectamente calmada.—No.Alex tomó aire. Sabía que no era justo

involucrar a Val. Tendría queingeniárselas sin ella.

—Muy bien —dijo, deseando que suvoz sonara más firme—. Entonces lo

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haré yo sola.—Alex, no puedes —insistió Daniel.Alex le dedicó una débil sonrisa.—Puedo. No sé lo bien que me

saldrá, pero tengo que intentarlo, ¿no?Daniel la miró, indeciso. Alex notaba

que tenía ganas de discutir. Queríadecirle que no, que no tenía queintentarlo, pero eso significaríamarcharse y dejar que Kevin murierasufriendo. Daniel estaba en un dilemaimposible. Teniendo aunque fuera unaínfima esperanza, ¿cómo podíarechazarla y huir?

—Juntos podremos completar laprimera parte —le dijo Alex—. Nohacen falta más de dos personas.

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—Pero en el momento en que tesepares de Carston, te dará la puñaladatrapera.

Alex se encogió de hombros.—Pues tendré que convencerlo de que

mi amenaza es firme. Si cree quetraicionarme significa la muerte de larehén, puede que juegue limpio.

—No sabrás cómo está jugando. Noestarás preparada.

—Val no quiere arriesgar la vida.¿Quieres discutirlo con ella?

Val observó el titubeo de Daniel conlos ojos entornados.

—No —respondió él—. Pero puedohacer yo su parte. Cambiemos lospapeles. Val, mi parte sí que podrías

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hacerla, ¿verdad?Alex cerró los ojos con fuerza y

volvió a abrirlos despacio.—Daniel, sabes que no funcionaría.

Aunque no fueras el hermano gemelo deKevin, hablamos de las personas quepusieron tu cara en las noticias.

—Val puede hacerme un apaño,¿verdad, Val? ¿Podrías cambiarme elaspecto lo suficiente?

La expresión de Val se transformó derepente; parecía más involucrada.Estudió el rostro de Daniel con atención.

—En realidad…, creo que podría. —Se volvió hacia Alex—. Tampoco esque nadie vaya a buscarlo allí. Créeme,en mí se fijaría mucha más gente, incluso

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disfrazada de asistente anónima. Creoque puedo cambiarlo lo suficiente paraque nadie lo mire dos veces.

—No dudo de tu capacidad, Val…,pero son gemelos.

—¿Me dejas intentarlo? —pidió, conun tono de súplica muy poco propio deella impregnando su voz—. Quieroayudar a Kevin. —Cuando dijo sunombre, Einstein levantó la cabeza—.Es solo que no quiero morir en elintento. Déjame hacer algo.

Einstein volvió a apoyar la cabeza enla pierna de Alex.

—Supongo que puedo dejar que lointentes. Pero es una pérdida de tiempoy ya nos queda poco.

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—No me llevará mucho.—¿Y estarías dispuesta a ocuparte de

la parte de Daniel?—Claro, esa es fácil. No habrá nadie

disparándome.Alex torció el gesto.¿Qué era lo que se estaba planteando

allí? Sin duda habría gente disparando aAlex, eso ya lo había aceptado. Pero siVal lograba disimular lo suficiente elaspecto de Daniel, y Alex no concebíaque hubiera forma de lograrlo, entoncestambién podrían disparar a Daniel. Serecordó todos los motivos por los quetenían que rescatar a Kevin. Conocíademasiada información crítica. Sicontaba a los malos todo lo que sabía

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sobre Alex y Daniel, en qué coches iban,de qué escondites disponían y cómooperaba Alex, a la Agencia no lecostaría demasiado dar con ellos. Y conVal también. Lo más probable era quetodos murieran igualmente.

Que murieran como cobardes,huyendo.

Pero los motivos eran lo de menos. Siexistía alguna forma de liberar a Kevinde lo que estaba ocurriéndole, tenía quehacerlo. Tenían un vínculo que Alex nisiquiera se había dado cuenta de queestuviera formándose. Kevin era suamigo. Su segunda debilidad. Estabanhaciéndole daño en ese mismo instante,mientras ella se quedaba sentada

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pensando. Tenía que detenerlos.—Ponte a ello, Val. Esta primera

parte me llevará dos horas, si tengosuerte. Cuando termine, volvemos avalorar la situación. Aunque Alex había vivido enWashington D.C. casi una década, nuncahabía visitado el Zoológico Nacional.Siempre lo había considerado unaatracción para niños, pero aquel díaparecía estar repleto de adultos libresde descendientes.

Aun así, Alex vio muchos, muchosniños. Tenía que haberlos a millares,parloteando con vocecillas agudas y

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enredándose entre las piernas de suspadres. Ninguno parecía superar loscinco años, por lo que Alex dedujo queaún no había terminado el curso escolar,aunque no podía faltar mucho.

Intentó recordar cuánto tiempo hacíadesde su primera reunión con Carston,pero no lograba hacer un recuento de losdías que tuviera sentido. Por aquelentonces, a Daniel aún le quedaban unastres semanas para las vacaciones. Yhabía pasado más tiempo…, ¿verdad?Quizá el centro de Daniel terminaraantes que los demás.

La primera parada de Alex fue la colade alquiler en la zona de servicios alcliente. No había mucha gente. La

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mayoría de los visitantes habríanllegado más temprano, con el fresco dela mañana. Se aproximaba la hora decomer y caía un sol de justicia casi envertical. Habría quienes se marcharanpara evitar los altos precios de lacomida dentro del parque. Quienes sefueran a casa a echar la siesta.

Alex tenía bastante información sobreErin y Olivia, obtenida en su totalidaddel perfil de Facebook de Erin. Era elmismo lugar donde, meses antes, habíaencontrado la fotografía de Olivia quellevaba colgada al cuello.

Sabía que la niña tenía tres años ymedio. Era lo bastante pequeña comopara ir todavía en una silla de paseo.

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Alex conocía el aspecto de Erin desdetodos los ángulos, y tenía una ideabastante exacta de la ropa que le gustaballevar. Sabía que Erin no eramadrugadora y no debía de haberllegado al zoo a primera hora. Sabía quelo que más ilusión le hacía a Olivia eraver los osos panda.

Alex pagó nueve dólares en efectivopor una silla de paseo, depositó en ellasu mochila y entró en el parque. Estiróel cuello en todas las direcciones,oteando. Tenía sentido que estuvierabuscando a alguien, quizá a su hermana ylos sobrinos, o a su marido y su hijo.Había otros muchos visitantes buscandoa sus grupos. No destacaba.

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Erin y Livvy ya habrían pasado porlos osos panda y quizá estuvieranpensando en comer algo. Analizó elmapa que le habían dado con la silla.Probaría primero enfrente de los simiosy luego cerca de los reptiles.

Caminó deprisa, sin hacer caso de losdesvíos ni de las zonas de observación.

Erin tenía la piel clara de unapelirroja, como su padre. Habíapublicado fotos suyas con la pielquemada y protestado por sus pecas.Llevaría sombrero y con todaprobabilidad una manga larga fina. Teníael cabello brillante y largo hasta mediaespalda. Sería fácil de distinguir.

Alex buscó entre las multitudes

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mientras las cruzaba a buen paso, a lacaza de una mujer y una niña,descartando las que iban con amigos,parejas o varios niños. Estuvo un ratosiguiendo a una mujer que llevaba elpelo recogido bajo un ancho sombrerode paja y empujaba una silla de paseo,pero entonces la criatura bajó paracaminar junto a ella y vio que era unniño.

Dio una vuelta rápida alrededor delos grandes felinos y se dirigió hacia lazona donde se podía acariciar a losanimales. No dejó de cuidar la imagenque daba, mapa en mano y buscandoatenta a sus acompañantes. Tambiénllevaba sombrero de paja sobre la

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peluca rubia oscura y unas anchas gafasde sol. Se había puesto una camisetalisa, vaqueros estilo boyfriend y elhíbrido entre deportivas y bailarinas quele permitiría correr si era necesario.Nada en ella perduraría demasiado en lamemoria de nadie.

Mientras buscaba llamaron suatención varias tonalidades de cabellopelirrojo, pero saltaba a la vista quemuchas de ellas eran artificiales. Enotras ocasiones, pertenecían a mujeresdemasiado mayores para ser Erin, odemasiado jóvenes, o llevando niños demás. Distinguió a una que recorría elsendero hacia la exhibición delAmazonas, con una larga trenza entre

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dorada y roja que se balanceaba bajo unsombrero blanco de pescador. La mujerempujaba una silla muy parecida a la deAlex, de plástico color canela con lacapota verde oscura. Llevaba un top sinmangas y tenía los brazos muy pecosos.Alex se apresuró a seguirla.

La mujer no avanzaba rápido y Alextardó poco en adelantarla. Mantuvo lacabeza baja y echó un vistazo rápido ala silla cuando pasó a su lado.

La niña encajaba. Tenía la cara vueltahacia el otro lado, pero el pelo rubio ydenso como Livvy. Su tamaño tambiénera el correcto.

Alex siguió adelante y llegó a laexposición antes que la madre y la hija.

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Dejó su silla de paseo en el espacioreservado junto a los servicios y limpióla barra con disimulo usando el bordede su camiseta antes de coger su mochilay echársela al hombro. Estandorazonablemente segura de que la mujerera Erin y de que llevaba una sillapropia, no le hacía falta otra.

Localizó a la mujer y la niñarezagadas en el camino. Las habíaalcanzado un grupo numeroso que fluíaalrededor de ellas por ambos lados.Alex vio con más claridad la cara de lamujer y concluyó que era sin duda lahija de Carston. Erin se había paradopara dar de beber a Olivia de un vasocon pajita.

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Empezaba a haber más gente en elcamino. Hacía calor y la peluca estabaproduciéndole sudor y picores en lacabeza. El sombrero de paja noayudaba.

Alex reparó en un banco vacío quehabía unos tres metros por delante deErin y Livvy. Por detrás del primergrupo llegaba otro también grande. Simedía bien el tiempo, podía interceptara Erin en el banco mientras pasaba lasegunda multitud.

Alex regresó con aire decidido sobresus pasos, vigilando desde detrás de susgafas oscuras por si había alguienprestándole atención. El primer grupo,al parecer una familia extensa y ruidosa

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de varios niños pequeños, muchospadres y una anciana en silla de ruedas,la envolvió un momento. Alex se abriópaso entre ellos y luego aflojó un pocoel ritmo.

El segundo grupo, formado solo poradultos con toda la pinta de turistasextranjeros de excursión, a juzgar porlas riñoneras que llevaban muchos deellos, llegó a la altura de Erin cuandoAlex estaba ya casi en el banco. Alexavanzó entre ellos hasta quedar justodelante de su presa. Mientras Erinpasaba a treinta centímetros del banco,Alex se volvió para esquivar a unanciano y fingió dar un tropezón. Estiróel brazo y asió la mano de Erin sobre la

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barra de la silla. Su palma aplastó lapera de fluido transparente y la vació deun fuerte apretón.

—¡Eh! —exclamó Erin, girándose.Alex se agachó y retrocedió, girando

un poco por detrás del visitante máspróximo. Erin se quedó frente a frentecon el septuagenario calvo.

—Discúlpenme —dijo él a las dosinseguro, sin saber muy bien cómo sehabía enredado con ellas. Se apartó deAlex y rodeó a Erin y la silla.

Alex vio que Erin parpadeaba unavez, y después otra. Sus párpadosparecieron engancharse al cerrarse porsegunda vez. Alex saltó hacia delante,agarró a Erin por la cintura mientras

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empezaba a derrumbarse y la empujóhacia el banco, sobre el que cayeron lasdos juntas. Alex se dio un golpe en elcodo contra el respaldo de madera. Ledejaría un moratón, pero sería fácil decubrir. Erin era más alta y pesaba másque Alex, por lo que no pudo evitar quecayeran las dos de lado sobre el asiento.Alex soltó una carcajada algoenloquecida, para que si había alguienmirándolas pudiera pensar que estabanhaciendo el tonto.

La niñita canturreaba para sí mismaen la silla de paseo. No parecía haberreparado en que su transporte ya no semovía. Alex se desenredó de la madre yacercó la silla, colocándola de forma

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que Olivia mirara en dirección opuesta aErin.

Erin estaba repantigada en el banco,con la cabeza caída sobre el hombroderecho y la boca abierta.

Pasó por delante de ellas una terceraaglomeración de visitantes. Ninguno sedetuvo. Alex estaba trabajando a todaprisa, por lo que no podía fijarse bien enlas reacciones de los demás, pero nadiehabía dado la alarma hasta el momento.

Caló más el sombrero de pescador aErin para disimular sus rasgos inertes.Sacó la botellita de perfume del bolsillolateral de su mochila, rodeó con el brazola capota de la silla y pulsó el rociadordurante dos segundos. El canturreo cesó

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y al momento Alex notó un leve golpe enla estructura plástica de la silla cuandola espalda de la niña cayó contra elrespaldo.

Con toda la tranquilidad que pudo,Alex dio unas palmaditas en el hombrode Erin, se levantó y estiró losmúsculos.

—Voy a por algo de comer, túdescansa un poco —dijo, mientrasalisaba la peluca bajo su sombrero porsi se le había revuelto al fingir eltropiezo.

Miró a su alrededor, oculta tras lasgafas de sol. No vio a nadie prestandoatención a la pequeña escena que habíacompuesto. Asió la barra de la silla de

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paseo e inició el regreso hacia elaparcamiento. Al principio mantuvo unpaso suave. Miró hacia las jaulas de losanimales como hacían todos los demás.A medida que se alejaba del banco,empezó a acelerar. Era una madre concosas que hacer por la tarde.

Dejó la silla fuera del servicio anexoa la oficina de información y cogió aOlivia en brazos. La niña debía de pesarunos quince kilos, pero con el cuerpoflácido parecían más. Alex intentócolocar a la niña inconsciente en lamisma postura que había visto usar aotros padres, a horcajadas contra unacadera y con la cabeza acunada en elhombro. No creyó que le hubiera

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quedado bien, pero tenía que irse detodas formas. Apretó los dientes y saliópor la puerta tan deprisa como pudo. Lehabría gustado haber aparcado máscerca, pero al cabo de poco tiempo, conla camiseta empapada de sudor, llegó alcoche.

Alex no había tenido tiempo deprocurarse un asiento para niños. Miróalrededor con disimulo para comprobarsi la observaba alguien, pero en aquellazona del aparcamiento había bastantescoches, los recién llegados estabanaparcando muy lejos y los que semarchaban pronto del zoo ya lo habíanhecho. Estaba sola.

Dejó a la niña en el asiento trasero y

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le puso el cinturón de seguridad. Luegola tapó con una manta para que no se laviera desde fuera.

Alex se irguió y volvió a comprobarque no hubiera testigos. No encontró anadie cerca, nadie que la viera. Sacóuna jeringuilla del bolsillo interior de sumochila y se inclinó para administrar ladroga a la niña dormida. Habíacalculado la dosis para alguien quepesara entre quince y veinte kilos.Debería mantener inconsciente a Oliviadurante unas dos horas.

Arrancó el motor y dio potencia alaire acondicionado. Empezó a respirarde nuevo, con la sensación de estarhaciéndolo por primera vez desde que

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había entrado en el zoológico.La fase uno había sido un éxito. Erin

despertaría al cabo de unos cuarenta ycinco minutos. Alex estaba segura deque, para entonces, ya habría un equipomédico atendiéndola. Al despertar, daríala alarma sobre su hija desaparecida.Primero buscarían en el zoo y luegollamarían a la policía. Alex debía estaren posición cuando Erin comprendieraque alguien se había llevado a su hija,que la niña no se había perdido mientrassu madre sufría algún tipo deconvulsión. Alex estaba segura alochenta y cinco por ciento de a quiénllamaría Erin en primer lugar.

Deseó con todas sus fuerzas que Val

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hubiera terminado de practicar su magiacuando Alex llegara al nuevo esconditepara saber exactamente qué planllevarían adelante, aunque no teníadecidido qué resultado prefería. Ir ellasola sería un suicidio. Pero llevarse aDaniel… ¿no sería homicidio-suicidio?

Quizá Val confiara demasiado en sushabilidades. Quizá Daniel solo separeciera a sí mismo con peluca.

Alex podía hacerlo en solitario. Solotenía que dejar muy claro lo que lesucedería a Olivia si Alex no seguía convida al final de la noche. Con esobastaría para tener controlado a Carston,¿verdad?

No quería pensar en todo lo que podía

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poner en funcionamiento Carston. Lastrampas que podía tender para apresar aAlex en el mismo instante en querecuperara a su nieta.

Alex llamó a Val cuando estuvo cercadel edificio nuevo, y al entrar al garajesubterráneo la encontró esperando en losascensores con un carro parecido al delservicio de habitaciones de los hoteles.Aparte de Val, el garaje estaba vacío.Alex no vio ninguna cámara, pero cubrióla visión del interior del coche con sucuerpo mientras abría la puerta trasera.Ni Val ni Alex dijeron nada. Alex dejó ala niña dormida en la parte inferior delcarro y le recolocó la manta paradisimular su forma.

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El ascensor era más normal que elque llevaba al ático de Val. Era solo unacaja plateada, como en la mayoría de losedificios donde había vivido Alex. Lainquietó pensar que en cualquiermomento el aparato podía parar y abrirsus puertas, revelando su presencia. Valdebía de estar pensando en términossimilares. Tenía la mano sobre el botóndel decimosexto piso, como simantenerlo pulsado les garantizara unservicio exprés.

Mientras el ascensor subía, Alex sefijó por primera vez en la expresión deVal. Estaba… un poco demasiadoestimulada. Alex confió en que noestuviera teniendo un subidón acelerado

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por la sensación de poder.Las puertas del ascensor se abrieron a

un pasillo vacío. Era un edificio caro,con molduras lujosas y suelos demármol, pero daba una impresiónpedestre comparado con la otraresidencia de Val.

Val empujó el carro por el cortopasillo, indicando por gestos a Alex quese adelantara.

—Número dieciséis-cero-nueve, alfondo. No está cerrado —dijo, y su tonoansioso volvió a despertar lassuspicacias de Alex. Aunque quizá, siVal se enajenaba lo suficiente, cambiaríade opinión y la acompañaría alacontecimiento principal.

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Alex entró en el apartamento conprisa: había mucho que organizar ydebía ser rápida. Apenas percibió laacostumbrada distribución de sala deestar abierta con cocina, las ventanascon las cortinas echadas o la gama detonos beis. Sí que reparó en una puertaabierta al fondo, que daba a undormitorio bien iluminado con una camadoble extraancha, y fue hacia ella.Apoyadas contra la colcha de flores viovarias de sus bolsas de lona.

Estaba a mitad de camino hacia lapuerta cuando por fin pudo captar todoel espacio y sus ojos se enfocaron en elhombre que estaba de pie en la cocina,poco iluminada.

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Aunque sí había esperado encontraralgo, no por ello se ahorró el susto.Saltó hacia atrás y sus pulgares buscaronpor acto reflejo las pequeñas trampillasde sus anillos envenenados.

—¿Y bien? —preguntó el hombre.Era alto, llevaba un traje negro barato

y esperaba conteniendo una sonrisa.—Ahí lo tienes —dijo Val desde

atrás, y Alex hasta pudo oír su sonrisaengreída sin girar la cabeza.

El hombre tenía un aire nórdico consu piel clara y el pelo rubio, casiblanco. La barba, también rubia, estabaafeitada y pulcra, y a Alex le recordó aun profesor universitario. Tenía las cejastan blanquecinas sobre la piel que casi

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eran invisibles y alteraban por completola apariencia de sus ojos y su frente.Tenía el pelo liso, corto y bien peinadoa los lados de la cabeza, pero la partede arriba era pálida, brillante y calvadel todo. Modificaba la forma percibidade su cabeza y le echaba diez añosencima. Llevaba unas gafas de finamontura plateada y tenía los mofletessorprendentemente redondeados. Elrasgo que más destacaba eran sus ojosbrillantes, de un azul gélido, enmarcadospor unas pestañas casi blancas.

—Pareces un villano de James Bond—dijo Alex sin poder contenerse.

—¿Eso es bueno? —preguntó Daniel,y su voz también estaba cambiada.

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Sonaba como entrecortada y un pocobalbuciente.

A Alex se le cayó el alma a los piescuando examinó la transformación másde cerca. Si no fuera buscando unaversión modificada de Daniel, habríapasado de largo al cruzarse con esehombre por la calle. E incluso sibuscara a Daniel, solo su altura lohabría marcado como candidato.Mientras la desesperación caía a plomoen su estómago, Alex comprendió que enel fondo había esperado que Valfracasara.

—Val ha hecho un buen trabajo —dijo, y empezó a moverse de nuevo—.Vamos a acomodar a Olivia.

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Einstein estaba olisqueando alrededorde la niña tapada con la manta. Dio untenue gemido, incómodo.

—¿Pero es lo bastante bueno? —insistió Daniel mientras sacaba a la niñade debajo del carro y la acunaba contrasu pecho.

—Déjame pensarlo mientras meocupo de esto —dijo Alex, eludiendo larespuesta.

Daniel dejó a Olivia sobre la colchade flores y le apartó los sudadosmechones de pelo de la frente. Alex solotardó unos segundos en colgar las bolsasde la vía intravenosa. Una casitransparente, otra blanca y opaca y, porúltimo, una muy pequeña que contenía un

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fluido de color verde oscuro. Insertó elcatéter a Olivia usando la aguja máspequeña que tenía y abrió las llaves delas bolsas.

—Aparta un poco —le pidió aDaniel.

Alex abrió la cámara de un teléfonomóvil que le había dado Val (se lo habíadejado olvidado un «amigo», le habíadicho) y sacó unas cuantas fotografías deOlivia durmiendo. Después las revisó yencontró una que decidió que serviría.

—Esta es la parte que menos me gustadel plan —dijo Daniel entre dientes.

Alex levantó la mirada y vio elsufrimiento en sus rasgos. Quedabaextraño en su cara nueva.

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—Esperemos que Carston sienta lomismo.

El ceño de Daniel se arrugó más.Alex le cogió de una mano y lo sacó dela habitación. La postura en que tenía laboca resaltaba la forma redondeada desus mejillas.

—¿Qué te ha hecho en la cara? —lepreguntó.

Daniel se metió dos dedos en la bocay sacó un trocito de plástico.

—Me cuesta un poco hablarllevándolos puestos. —Con un suspiro,volvió a meter el plástico y se leredondeó de nuevo el moflete.

Val los esperaba en la gran sala deestar, con los ojos todavía iluminados

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por su éxito.—Esa niña no va a despertarse,

¿verdad? —preguntó.—Verdad.—Bien. No tendría ni idea de qué

hacer con un niño. Bueno, ¿qué opinas?Está muy cambiado, ¿verdad?

Alex volvió a mirar a Daniel y sushombros se vinieron abajo. Tambiénparecía más grueso, cualidad en la queno se había fijado hasta entonces. Todoparecía muy auténtico.

—Crees que no es suficiente,¿verdad? —dijo Daniel.

—Es suficiente —respondió Val enlugar de Alex—. Y lo sabe. Por eso estátan apagada. Preferiría poner en peligro

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mi vida antes que la tuya.Daniel miró a Alex, esperando su

contestación.—Val tiene razón. Menos en lo de

poner en peligro su vida. No quieroarriesgar ninguna.

Val dio un bufido.Daniel cogió la mano de Alex y la

atrajo hacia él.—Todo saldrá bien —musitó—.

Podemos conseguirlo juntos. Tus planessiempre funcionan. Seguiré tusinstrucciones al pie de la letra y lolograremos, te lo prometo.

Alex apretó los párpados con fuerza,intentando obligar a las lágrimas aregresar por sus conductos.

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—No lo sé, Daniel. ¿Qué estoyhaciendo?

Daniel le dio un beso en la coronilla.—Dejadlo ya —interrumpió Val—.

Me estáis poniendo celosa, y eso nuncaes aconsejable.

Alex abrió los ojos y se apartó,mientras frotaba el traje de Daniel conla mano por si se había dejado algo demaquillaje.

—Veo que has tenido tiempo detraerme lo que necesitaba de laBatcueva. Esta caja de herramientas esperfecta.

—Más que perfecta. Mira el quintocajón desde arriba. Lo demás estáguardado como me habías pedido —le

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dijo Daniel—. ¿Quieres repasarla antesde que la meta en el coche?

—Buena idea.La caja plateada debía de formar

parte de la utilería que Kevin guardabaen su almacén móvil. Tenía ruedecitas yun asa extensible como las maletas pero,al contrario que estas, estaba compuestade cajones que se abrían hacia fuera.Alex revisó deprisa los de arriba,identificando la situación de las distintasdrogas por los anillos de color en susjeringuillas, que reposaban en lasbandejas de goma donde solíaguardarlas. El siguiente cajón conteníadiversos bisturíes y cuchillas de afeitar.No iba a necesitar tantos, pero la idea

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era que el cajón pareciera lleno. Acontinuación estaban las bolsas desalino y tubos, junto con agujas ycatéteres de distintos tamaños. Elsiguiente compartimento era másprofundo. En él estaban sus bombonaspresurizadas y varios productosquímicos elegidos al azar de entre lasreservas de Kevin.

El penúltimo cajón era el importante.Dentro había otra bandeja dejeringuillas, estas vacías, y parecíamenos hondo que los demás. Recorriócon los dedos su borde inferior y… porsupuesto que Kevin iba a tener algocomo eso. Podía encajar las uñas ylevantar el falso fondo. Echó un vistazo

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a lo que había debajo.—Esperemos que Carston esté

preparado para una actuación digna deOscar —murmuró para sí misma.

Revisó el último cajón, que tambiénera el más hondo y en el que Danielhabía guardado sus posesiones másostentosas, como el soplete, la cizalla ylas pinzas, además de variasherramientas aleatorias que habíaañadido Daniel del almacén de Kevin.

Había otra cosa más que necesitaba,un diminuto conjunto de cables del queAlex se había apropiado en su visita a laBatcueva local. Lo sacó de su mochila ylo escondió en la tercera bandeja delprimer cajón, bajo una jeringuilla.

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Quería tenerlo bien a mano.Alex se enderezó.—Perfecto. Gracias.—Tú —dijo Val señalando a Daniel

—, vete al punto de reunión. Tú —añadió, moviendo su dedo índice haciala cara de Alex—, vamos a arreglarte ymarchando, que el tiempo vuela.

Señaló una puerta doble que había alfondo de la estancia.

—Voy en treinta segundos —prometióAlex.

Val puso los ojos en blanco.—Muy bien, tened vuestra escenita de

despedida.Dio media vuelta y cruzó las puertas.—Alex… —empezó a decir Daniel.

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—Espera.Volvió a cogerle de la mano y lo llevó

fuera del apartamento, tirando de la cajade herramientas con la mano libre.Daniel llevaba la gran bolsa deprimeros auxilios al hombro. Einsteinintentó seguirlos y gimoteó cuando Alexle cerró la puerta en los morros.

Cruzaron el silencioso pasillo hasta elascensor y Alex dio al botón. Cuandolas puertas se separaron, Daniel entró yella lo siguió, aunque dejando un piesobre el hueco para que no se cerrara.Soltó el asa de la caja de herramientas ylevantó las manos para envolver la carade Daniel.

—Escúchame —dijo sin levantar la

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voz—. En la guantera del coche tienesun sobre de papel manila. Dentro haydos identidades completas: pasaportes,permisos de conducir y dinero.

—Ahora ya no me parezco mucho aKevin.

—Lo sé, pero la gente envejece y elpelo se cae. Puedes tirar las gafas,afeitarte y volver a teñirte el pelo decastaño. Y, si esto sale mal, tendrás quehacer todas esas cosas. Luego vas alaeropuerto más cercano y subes en elprimer vuelo que salga de Norteamérica,¿entendido?

—No voy a dejarte atrás.—Cuando digo «si esto sale mal», me

refiero a que ya no estaré para que me

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esperes.Daniel se la quedó mirando con

aquella extraña versión nueva de su carade preocupación.

—¿Entendido? —repitió Alex.Daniel titubeó un momento y al cabo

asintió con la cabeza.—Bien —dijo ella, tratando de

evidenciar que la discusión estabazanjada. El asentimiento de Daniel notransmitía mucho convencimiento, perono había tiempo para insistir más—.Esta noche tienes que estar callado. Nohables con nadie si no es necesario.Piensa como un subordinado. Solo estáspara conducir el coche y llevar lasbolsas, ¿vale? Esto lo haces solo por

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cobrar a final de mes. Nada de lo queestá ocurriendo te importa un bledo. Daigual lo que veas: no te afecta. No tienesninguna respuesta emocional.¿Entendido?

Daniel asintió con seriedad.—Sí.—Si la cosa se pone fea, tendrá

sentido que salgas corriendo. Nada deesto es problema tuyo.

—Bien —aceptó él, pero esa vez conmenos decisión.

—Toma. —Alex se quitó el anillodorado. Era el más grande de los dos.Apartó los brazos de Daniel de sucuerpo y le probó el anillo en todos losdedos. Como le había pasado a Kevin,

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entraba solo en el meñique, pero almenos con Daniel pudo pasarlo de losnudillos. Con un poco de suerte, noparecería demasiado ajeno al personaje—. Ten pero que muchísimo cuidado conesto —le advirtió—. Desliza esta tapitasi tienes que usarlo. Y hagas lo quehagas, no toques la púa. Si no estás apunto de usarlo, tenlo cerrado. Pero siintentas escapar y alguien se mete enmedio, solo tienes que poner el aguijónen contacto con su piel.

—Entendido.Alex escrutó en los sorprendentes

ojos azules, buscando a Daniel tras suirreconocible, y por otra parteextrañamente sencillo, disfraz. Se le

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habían terminado las instrucciones quedarle, y los sentimientos que ansiabacompartir con él no parecían tenerpalabras que los describieran.

—No… No sé cómo podría volver ami antigua vida —dijo, intentandoexplicarlos—. Ahora ya no sabría cómohacerlo, si tuviera que ser sin ti. Queseas mi debilidad es lo mejor que me haocurrido jamás.

Daniel esbozó la más tenue de lassonrisas, que no se reflejó en sus ojos.

—Yo también te quiero —susurró.Alex intentó devolverle la sonrisa.Daniel le puso las manos en los

hombros y le dio un largo beso. Luegovolvió a sonreír, con una expresión

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familiar y desconocida al mismo tiempo.Alex se alejó un paso de él.

—Te dije que allí estaría cuandonecesitaras refuerzos —le recordóDaniel.

Las puertas del ascensor se cerraron.

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29

En esa ocasión no hubo peluca paraAlex, sino solo un corte rápido que dejósu pelo real como si de verdad tuvieraun estilo. Corte pixie, así es como creíaque lo llamaba la gente. El color era unrubio medio que le iluminaba el tono delcutis y le favorecía la forma de la cara

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de un modo que su pelo real no habíahecho desde… Ni se acordaba de laúltima vez que había tenido un peloatractivo.

—De verdad —dijo Alex—, ¿fuiste auna escuela de estética?

Val le estaba poniendo rímel conmano firme de cirujano.

—No. Nunca me ha gustado mucho laescuela. Siempre me recordó un poco ala cárcel, y no iba a apuntarme a más deeso. Pero sí que me gustaba jugar con miapariencia, tener una cara para cadaestado de ánimo. Practico mucho.

—Creo que tienes un don. Si ser lamujer más hermosa del planeta te aburrealguna vez, podrías abrir un salón de

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belleza.Val mostró sus dientes relucientes.—Nunca pensé que querría tener una

amiga. Es más divertido de lo que creía.—Lo mismo digo. Por curiosidad, y

no hace falta que respondas, pero ¿Vales de Valerie?

—Valentine. O Valentina. Cambiasegún el humor y las circunstancias.

—Ah —dijo Alex—. Te encaja mejor.—Es muy mío —aceptó Val—. No es

el nombre que tenía al nacer, porsupuesto.

—¿El de quién lo es? —murmuróAlex.

Val asintió.—Es de cajón. Mis padres no me

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conocían de nada cuando escogieronnombre para mí. Por supuesto el queeligieron no encajaba conmigo.

—Nunca me lo había planteado así,pero en realidad tiene sentido. Mi madreescogió un nombre para una chica muchomás… femenina.

—Los míos evidentemente asumieronque yo iba a ser muy aburrida. Tardépoco en sacarlos de su error.

Alex soltó una breve risita. Comosolía ocurrirle últimamente, el sonidotransportaba un pánico apenasdisimulado. Era agradable hablar comoimaginaba que lo hacía la gentecorriente, intentar olvidar que aquellapodía ser la última charla amistosa y

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normal que iba a tener jamás, pero nopodía mantener los pensamientoscentrados en temas intrascendentes.

Val le dio unas palmaditas en lacabeza.

—Saldrá bien.—No hace falta que finjas tener fe en

el plan. Eso es solo para los pringadosque vamos a meternos en la línea defuego.

—No es mal plan —le aseguró Val—.Es solo que no soy de las que correnriesgos. Nunca lo he sido. —Se encogióde hombros—. Si fuera valiente, loharía.

—No ha sido justo pedírtelo.—No, sí que lo ha sido. Y sí que…

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me importa Kevin. Una parte de mí aúnno se cree que de verdad le esté pasandolo que dices que le pasa. Siempre me haparecido invulnerable. Es lo que meatrae de él. Como te decía, no soyvaliente, así que me fascina la gente quesí lo es. Pero la otra parte de mí…

Val se apartó un momento y elpincelito con brillo de labios tembló derepente. Seguía teniendo la caraperfecta, pero había vuelto a ser aquellacara de muñeca. Exquisita, pero vacía.

—Val, ¿estás bien?Val parpadeó y su rostro volvió a la

vida.—Sí.—Te irás de aquí después de hacer tu

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parte, ¿verdad?—No lo dudes. Tengo muchos amigos

que pueden protegerme. A lo mejor voya visitar a Zhang. Seguro que siguesiendo igual de estirado, pero tiene unacasa increíble en Pekín.

—Pekín parece un sitio encantador.Alex medio suspiró. Si sobrevivía a

aquella noche, haría todo lo posiblepara conseguir un pasaporte. Se fundiríatodos los ahorros que le quedaban ytodo el dinero de drogas de Kevin, siera necesario. Salir del alcanceinmediato del gobierno estadounidenseera como una versión práctica delparaíso.

—Si… —Aunque habría sido más

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realista decir «cuando», pensó Alex—.Si no sabes nada de ninguno de nosotrosal amanecer, ve a ver a Zhang. Si puedo,te llamaré desde una cabina.

Val sonrió un poco.—Tienes mi número. —Hizo un

mohín—. ¿Sabes? Conozco a un tío…Es posible que pueda conseguir unchaleco de perro de asistencia.

Alex la miró un momento y notó queempezaba a perder la compostura. Conel plan nuevo, el plan suicida, no habíamodo realista de que Alex mantuviera aEinstein a salvo.

—Es una idea excelente. Así mequedo mucho más tranquila —dijo, perolas palabras positivas no se reflejaron

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en sus rasgos.Val estiró un pie descalzo y acarició

con él el lomo de Einstein, que dio uncoletazo contra el suelo de mármol,aunque sin demasiado entusiasmo.

—Muy bien —anunció Val en tonomás animado—. Ya estás lista. Voy aponerme mis trapitos y nos vamos.

Mientras Val se perdía de vista en elvestidor, Alex comprobó su cara. Valhabía hecho otro trabajo de primeraclase. Alex estaba bonita pero noimpresionante. El pelo era a todas lucessuyo, lo que era importante: sin duda esanoche iban a someterla a escrutinio yuna peluca sería lo primero en delatarla.Tenía un aspecto más o menos creíble

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para el papel que había elegido. Habríaestado más cómoda sin ningúnmaquillaje, claro, porque era comohabía visto presentarse siempre a lagente que desempeñaba ese rol concreto,sin alardes ni vanidad. Pero pensar asíera solo lastre de su pasado.

Se arrodilló en el suelo al lado deEinstein. El perro la miró con unos ojosinequívocamente suplicantes. Alex leacarició el hocico y le rascó las orejas.

—Haré todo lo que pueda —leprometió—. No volveré sin él. Si lacago, Val cuidará de ti. Todo irá bien.

Los ojos de Einstein no cambiaron.No aceptaban excusas ni premios deconsolación. Solo suplicaban.

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—Lo intentaré —dijo.Le apoyó la frente contra la oreja un

momento. Luego, con un suspiro, se pusoen pie. Einstein dejó caer la cabezasobre las patas y resopló su propiosuspiro.

—¿Val? —llamó Alex.—Dos segundos —respondió Val.Su voz llegó de lejos, como si

estuviera al otro lado de un campo defútbol. El cuarto de baño de aquel pisoestaba bien, al estilo de los de una suitecara de hotel, pero no era descabelladocomo el de la otra casa de Val. Quizá enel piso los excesos se hubieranreservado para el vestidor.

Oyó que se cerraba la puerta y

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levantó la mirada. Tuvo una brevepunzada de sorpresa por el cambio yluego asintió con la cabeza.

—Es más o menos lo adecuado —dijo con aprobación.

—Gracias —respondió Val—. Enalgunas facetas del espionaje sí quepodría defenderme.

La ropa que llevaba Val no eradiscreta. Llevaba puesto una especie devestido largo y holgado que la tapabadesde el cuello hasta las muñecas y elsuelo, similar a un sari pero cubriendomás superficie de piel. Tenía unas piezascomo pañuelos que caían en cascada asu alrededor, ocultando la forma de sucuerpo. Parecía sacado de un desfile de

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moda vanguardista, y posiblemente asífuera. Sería fácil de recordar. Perodesde detrás, lo único que se distinguíadel cuerpo de Val era que era alta. Sehabía puesto una peluca abundante yoscura, con tirabuzones que saltabanrebeldes en todas las direcciones.También llamaba la atención a la vezque escondía la forma de su cabeza y lecubría partes de la cara. Con las gafasde sol negras y anchas que tenía en lamano, quedaría bien oculta.

—¿Vamos? —preguntó Val.Alex respiró hondo y asintió.

Alex aparcó el Jaguar verde y hortera de

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Val en una zona de pago de la colinadesde la que se dominaba un granbloque de oficinas de hormigón grissucio. Val había insistido en llevar elcoche verde, que, cómo no, era unregalo de otro admirador. Le dijo queera el único que no echaría de menos sitenía que sumergirlo en un lago.

Desde ese ángulo, Alex llegaba a verla entrada al garaje subterráneo. Enrealidad daba un poco de pena queCarston nunca se hubiera mudado a unaoficina mejor. Quizá le apetecía tener unentorno deprimente. Quizá lo vieraadecuado al trabajo que hacía y legustara que las cosas concordasen.Facilitar la labor a Alex no debía de

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haber figurado entre sus propósitos,pero estaba bien que hubiera resultadoasí.

Val y ella se quedaron sentadas en elJaguar más de una hora, aunque Val salióuna vez para meter dinero en elparquímetro. No hablaron. La mente deAlex estaba a kilómetros de distancia,haciendo horas extras para encontraragujeros en su plan y tratar detaponarlos tan bien como pudiera. Habíademasiadas cosas dejadas al azar, yAlex odiaba el azar.

Supuso que la mente de Val estaría enPekín. Era un buen sitio al que huir. Talvez Val incluso estuviera a salvo allí.Alex deseó que Daniel y ella estuvieran

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embarcando en un vuelo a Pekín enaquel mismo instante.

Seguro que Daniel no estabadisfrutando de la espera más que ella.Estaría en el parque, sin nada que hacerhasta que llegara Alex y sin forma desaber lo que ocurría. Al menos ella teníaa Val para acompañarla, aunque ningunade las dos fuese muy buena compañía enesos momentos.

Por fin captó un movimiento abajo yse enderezó en el asiento. La barrera afranjas blancas y rojas de la boca delgaraje estaba alzándose para dejar salira alguien. Las dos últimas alarmashabían sido furgonetas de reparto, peroesa vez salía del garaje un coche oscuro.

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Alex arrancó el motor y avanzó hasta lacalle. Alguien hizo sonar el claxondetrás de ella, pero no le dedicó ni unamirada. No apartó los ojos del coche.Desde aquella distancia, encajaba con elBMW negro de Carston. Eran poco másde las cuatro, demasiado pronto paraque hubiera funcionarios terminando susturnos.

El coche negro era la primera granoportunidad de Alex. Una vezconvencida de que su hija estabadesaparecida, Erin Carston-Boyd habríallamado a su padre presa del pánico,¿verdad? Sabía que tenía alguna clasede empleo gubernamental importante. Loconsideraría poderoso y capaz. No iba a

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jugárselo todo a la carta de la policía sisu hija estaba secuestrada. ¿Deberíahaber tardado tanto? La última vez queAlex había podido comprobarlo, nohabía llegado ninguna llamada y Carstonseguía en su despacho. Gestionando elinterrogatorio de Kevin, sin duda.

Alex creía que Carston iría alencuentro de su hija. Parecía la únicareacción razonable, pero ¿y si Carstontenía alternativas? ¿Y si enviaba a unequipo de operaciones especiales en sulugar? ¿Era una persona tan fría? Sitenía que serlo…, probablemente sí.

Y Deavers seguramente podríaocuparse él solo del interrogatorio unaspocas horas, ¿verdad?

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El estilo de Alex al volante fue muchomás ofensivo que defensivo mientrasavanzaba esquivando coches, negándosea detenerse incluso ante el más rojizo delos semáforos en ámbar. Conocía las dosmejores rutas desde la oficina deCarston hasta el zoológico, desde dondedaba por hecho que habría llamado Erin.¿La aterrorizada madre abandonaría elúltimo lugar donde había visto a su hijaantes de asegurarse de que no estabaescondida entre el follaje? Si la llamadaprocedía de una comisaría de policía,para lo que había varias opcionesviables, Carston podría elegir entremuchas más rutas distintas.

Demasiadas cosas dejadas al azar.

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El BMW bajaba por la calle correcta,la que ella habría escogido para llegarcuanto antes al zoo. Su conductortambién iba saltándose un poco lasnormas. Alex se aproximó con cauteladesde detrás de otros dos coches. Noquería asustarlo.

Era el coche de Carston. La matrículacoincidía. Podía verse lo que parecía lacabeza casi calva de Carston.

Buscó ojos en el espejo retrovisor,pero Carston debía de estar concentradoen la carretera. Alex maniobró paracambiar al carril contiguo.

Supuso que debería alegrarse de queesa parte estuviera saliendo según loprevisto. Pero se sentía como si alguien

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le estuviera taladrando el fondo delestómago y le dieron arcadas mientrasse ponía a la altura del coche deCarston, porque, si esa parte funcionaba,tendría que seguir adelante con el restodel plan.

El semáforo de delante se puso enámbar. Hubo coches que aceleraron parapasar, pero Carston estaba frenando.Sabía que había demasiada distancia. Elvehículo anterior a Carston tambiénredujo. Alex podría haber llegado hastala línea en su carril, porque el coche dedelante había girado a la derecha, perose detuvo justo al lado de Carston.

Saludó con la mano, con la caravuelta hacia el perfil del hombre. Hizo

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amplios aspavientos a propósito, paraque los captara su visión periférica.

Carston miró de soslayo al percibir elmovimiento, muy abstraído y con lafrente arrugadísima de preocupación.Tardó un segundo en darse cuenta de loque estaba viendo. En ese breve instantede confusión, antes de que pudiera pisarel acelerador, sacar una pistola o llamarpor teléfono, Alex levantó el móvil.Tenía en pantalla la imagen ampliada dela cara dormida de la niña.

Carston echó el cerrojo a suexpresión mientras empezaba a atarcabos.

Rápidamente, Alex salió de su cochey fue a la puerta del copiloto del de

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Carston. No miró atrás para ver cómoVal pasaba al asiento del conductor,pero oyó cerrarse la puerta por detrás.Alex esperó con los dedos en lamanecilla de la puerta del BMW hastaque oyó el chasquido de los seguros alabrirse. Se sentó al lado de Carston.Toda la conversación muda habíadurado menos de dos segundos. Quizálos coches de detrás se sorprendieran,pero habrían olvidado el intercambio enel siguiente semáforo.

—Gira a la izquierda —le dijo aCarston mientras Val seguía hacia laderecha, en dirección este. El Jaguardesapareció al doblar la esquina.

Carston tardó poco en recuperarse.

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Puso el intermitente y cambio al carrilizquierdo, casi chocando contra unafurgoneta que cruzaba el semáforo. Alexcogió el móvil de Carston delportavasos, lo apagó y se lo guardó en elbolsillo.

—¿Qué quieres? —preguntó él. Suvoz sonó tranquila, pero Alex distinguióla tensión en su falta de tonalidad.

—Necesito tu ayuda.Él se tomó un momento para

procesarlo.—Gira a la derecha en la próxima

esquina.Carston obedeció con esmero.—¿Quién es tu compañera?—Alguien a sueldo. No te incumbe.

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—Esta vez de verdad te creía muerta.Alex no respondió.—¿Qué le has hecho a Livvy?—Nada permanente. Todavía.—Solo tiene tres años —dijo Carston

con un temblor en la voz muy pocopropio de él.

Alex se giró para mirarlo conincredulidad, pero fue en vano porqueCarston no apartó los ojos de lacarretera que tenían delante.

—¿En serio? ¿Esperas que mepreocupe por los civiles a estas alturas?

—Ella no te ha hecho nada.—¿Y qué te habían hecho a ti los tres

inocentes de Texas, Carston? Déjalo —añadió al ver que él abría la boca para

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contestar—. Está claro que era unapregunta retórica.

—¿Qué quieres de mí?—A Kevin Beach.Hubo otro largo silencio mientras

Carston reorganizaba sus ideas.—Vas a girar a la izquierda después

de la siguiente manzana —ordenó Alex.—¿Cómo has…? —Carston negó con

la cabeza—. No lo tengo yo. Está enpoder de la CIA.

—Sé quién lo tiene. Y sé que Deaversestá siguiendo tus instrucciones parainterrogarlo —añadió, de farol—. Elcaso lo lleva tu especialista. Estoysegura de que sabes dónde estántrabajando con él.

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Carston seguía mirando inexpresivopor el parabrisas.

—No entiendo lo que está pasando —murmuró.

—Pues hablemos de las cosas que síentiendes —repuso Alex en tono lóbrego—. Te acordarás de un preparado queBarnaby y yo creamos para ti, llamado«Plazo límite».

La piel macilenta de Carston empezóa motearse de manchas moradas en lasmejillas y el cuello. Alex sostuvo en altosu teléfono y los ojos de Carstonpasaron a él por acto reflejo. La fotoestaba otra vez a su tamaño original y lavía intravenosa en el brazo de su nietaaparecía en primerísimo plano. Había

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una bolsa de salino, la de nutrientes yotra bolsa más pequeña, de color verdeoscuro, sujeta por debajo.

Carston miró la foto durante unsegundo entero antes de volver aconcentrarse en la carretera.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó entredientes.

—He sido generosa. Doce horas. Hapasado una. Esta operación no deberíadurar más de cuatro, como mucho. Alterminar, Livvy será devuelta sana ysalva a su madre.

—¿Y yo habré muerto?—Si te soy sincera, es bastante poco

probable que ninguno de los dossalgamos indemnes. Todo depende de lo

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buen actor que seas, Carston. Por suertepara ti, ambos sabemos lo convincenteque puedes ser.

—¿Qué pasa si mueres y no es por miculpa?

—Mala suerte para Livvy. Y para sumadre, claro. El proceso está en marcha.Si te importa tu familia, harás todo loposible para sacarme con vida.

—Podrías estar de farol. Nunca hassido tan despiadada.

—Las políticas cambian. La gentecambia. ¿Quieres que te cuente unsecreto?

Le dejó un momento para responder,pero Carston siguió mirando adelantecon la mandíbula tensa.

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—Kevin Beach no estaba en Texascuando Deavers envió a su escuadrón dela muerte. Estaba yo. —Dejó las dosúltimas palabras un momento en el aireantes de seguir. Carston no era el únicocon dotes de actor—. No soy la personaque conocías, Carston. Te sorprenderíasaber de qué soy capaz ahora. Lasiguiente a la derecha.

—No sé qué pretendes conseguir conesto.

—Muy bien, hablemos de ello—dijoAlex—. ¿Dónde está Kevin?

Carston no vaciló.—Está en unas instalaciones al oeste

de la ciudad. Antes era un complejopara interrogatorios de la CIA, pero

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llevaban años sin usarlo. Oficialmente,está abandonado.

—¿Dirección?Carston la recitó de memoria sin

titubear.—¿Cómo es la seguridad?Carston la miró de reojo y la observó

durante un segundo antes de responder.—No tengo esa información. Pero,

conociendo a Deavers, hay más de lanecesaria. Habrá tirado la casa por laventana. Kevin Beach le da un miedoatroz. Por eso se le ocurrió toda la farsadel hermano. «Riesgo cero», decía. —Carston dejó escapar una breve yamarga risita, sin el menor rastro dehumor.

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—¿Sabe cómo es mi cara?Los ojos de Carston volvieron a ella,

sorprendidos.—¿Vas a entrar?—¿Me reconocerá? —insistió Alex

—. ¿Cuánto ha visto de mi expediente?¿Le enseñaste el vídeo del metro?

Carston apretó los labios.—Desde el principio, acordamos

mantener nuestras… situacionesseparadas. Solo nos pasamos lainformación imprescindible. Hace añospudo tener acceso a tu viejo expedientede reclutamiento y tus informes dealgunos interrogatorios. Quizá conservecopias de eso, pero nada más reciente.La única foto de ese archivo era del

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funeral de tu madre. Eras muy joven,llevabas el pelo más largo y oscuro…—Se detuvo, en apariencia ensimismado—. Deavers no es una personadetallista. Me extrañaría que te asociaracon esa foto. Ya no te pareces mucho ala Juliana Fortis de diecinueve años.

Alex esperó que tuviera razón.—Hay en juego algo más que mi vida

—le recordó.—Soy consciente. Y…, hasta ahí,

aceptaría la apuesta. Pero no sé quécrees que harás una vez estés dentro.

—Haremos, Carston, haremos. Y lomás probable es que caigamosacribillados.

—¿Y lo pagará Livvy? Eso es

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inaceptable —dijo con un gruñido.—Pues dame opciones.Carston inspiró una gran bocanada de

aire y Alex lo miró. Parecía agotado.—A ver qué te parece esto —le dijo.

Estaba funcionando a base de intuición.Había escuchado la irritación deCarston hacia un «él» concreto en susllamadas telefónicas, y creía poderaventurar de quién se trataba. A fin decuentas, era el plan de Deavers el quehabía fallado estrepitosamente, una yotra vez—. ¿Sería exacto describirtecomo descontento con la manera en queDeavers ha llevado esta operaciónconjunta?

Carston dio un grave sonido

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inarticulado por respuesta.—¿Tú y Deavers estabais en

desacuerdo sobre cómo proceder?—Podría decirse así.—¿Cree que confías en él para dirigir

el interrogatorio de Kevin Beach?—No. A estas alturas, diría que no

cree que confíe en él ni para subirsebien la bragueta.

—Háblame de tu especialista eninterrogatorios.

Carston torció el gesto.—No es de los míos. Es un lacayo de

Deavers, y es imbécil. Ya avisé aDeavers de que alguien como Beachmoriría antes de confesar nada a uninterrogador normal. Puedes respirar

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tranquila, si es lo que te preocupa. Novan a doblegarlo. Beach no ha dichonada sobre ti, salvo que te mató. Y nocreo ni que insistieran con el tema. Locierto es que yo también me lo habíacreído.

Alex estaba sorprendida.—Entonces, ¿no me reemplazaste?Carston negó con la cabeza.—Lo intenté. No te mentí sobre eso al

principio, ¿te acuerdas? ¿Aquello de «loescaso que es el verdadero talento»? —Carston suspiró después de citarse—.Deavers tiene dominado al departamentodesde hace mucho tiempo, desde que«perdí a un activo peligroso». La CIA habloqueado mi proceso de reclutamiento

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y lo ha cerrado todo menos ellaboratorio. Lo que estamosproduciendo ahora podría crearlocualquier farmacéutico medio decente.—Meneó la cabeza—. Se comportancomo si el motivo de que seas peligrosano fuesen ellos.

—¿Sigues fingiendo que noparticipaste en esa decisión?

—Si lo hice, estoy recibiendo micastigo ahora. —Carston miró taciturnopor el parabrisas.

—¿Deavers se extrañaría de queestuvieras reclutando talento por tucuenta y riesgo?

Carston siempre había sido rápido.Apretó los labios y asintió mientras se

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extendía en la respuesta.—Durante medio segundo o así.

Después, se enfurecería y punto. Él espartidario al cien por cien del programatal y como está, pero sabe que yo cadavez tengo más dudas. No, no seextrañaría tanto.

—¿No te gusta la forma de actuar dePace? Por lo pragmático que parece,tendríais que llevaros bien.

—Conque lo has deducido. Imaginéque lo harías. Pero seguro que no lohabrías logrado si Pace no se hubieraexcedido en su reacción al principio. Lomaquiavélico no me molesta, laestupidez sí. A veces se cometenerrores, pero Pace tiene por costumbre

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sumar a un error otro más grave. Y luegoun tercero. Es quien nos ha metido atodos en este lío.

—¿Qué me estás diciendo, Carston?¿Que estamos en el mismo bando? Todoel mundo comete errores, como biendices, pero no deberías volver a confiaren mi credulidad.

—No espero que me creas, pero es loque hay. No tengo nada que ganar con elproyecto actual. Si Pace triunfa,beneficiará a Deavers. Terminará dedirector de la CIA. En cambio, la obrade mi vida están desmantelándola ya.Estamos más en el mismo bando de loque crees.

—Si te quedas más tranquilo

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diciéndolo, por mí bien. No cambianuestro plan.

—Entramos juntos —pensó Carstonen voz alta—. Tú eres mi protegidasecreta. Yo insisto en que reemplaces alcarnicero de Deavers. Hasta ahí, puedefuncionar. No sé lo que crees que pasaráa continuación.

Alex intentó disimular suestremecimiento al oír la palabra«carnicero». Todo el plan dependía decuánto quedara de Kevin.

—Ya veremos —respondió,intentando mantener la voz calmada.

—No, no me lo digas. Es mejor así.Pero más vale que tengas un plan.

Alex no respondió. Su plan no era lo

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bastante sólido.—Por pura curiosidad —dijo, para

distraer a Carston de su reacción—,¿cuándo murió Dominic Haugen?

—Dos semanas después de quedestruyeran el laboratorio de Jammu.

Alex asintió. Era como habíasospechado. Barnaby se había enteradode algo y había iniciado suspreparativos.

—Tengo una idea —ofreció Carston.—Esto va a ser bueno.—¿Qué te parecería fingir que estás

herida? ¿Un brazo en cabestrillo, talvez? Tuvimos una situación en Turquíahace nueve días, en la que obtuvimosinformación gracias a un cabo muy listo.

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Justo la clase de persona a la que mehabría interesado reclutar, pero entoncesse torció todo. El cabo no sobrevivió alintento de rescate de la fuerza hostil.Pero podría ser que esa información enrealidad la hubiera adquirido el activoque estoy desarrollando en secreto, quesí salió de allí con vida.

Alex lo miró. Carston levantó unamano en señal de rendición.

—Vale, no tenemos por qué hacerlo ami manera. Era solo una idea. Deaversconoce la historia y serviría para anclarel hecho de que te lleve conmigo, paraque parezca menos improvisado.

—Creo que puedo hacerme unasheridas —dijo Alex secamente.

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Habían repasado la historia unas cuantasveces antes de llegar al punto dereunión, y Carston había descrito condetalle la sala de interrogatorios. Nopintaba muy bien; Alex sintió que susposibilidades de sobrevivir se les ibanescapando de entre los dedos.

Carston se metió en el aparcamientocontiguo al pequeño parque municipal ydetuvo el BMW al lado del único otrocoche que había, siguiendo lasinstrucciones de Alex. Aunque se loesperaba, Alex se sobresaltó al ver alrubio grandullón aguardándolos en elbanco del parque.

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Aquella era la primera prueba, y siDaniel no la superaba habría quecancelar todo lo demás. Seguro queCarston había visto las fotos de Danielen las noticias, por separadas quemantuvieran sus operaciones él yDeavers. Vigiló a Carston por el rabillodel ojo, evaluando su reacción. Tenía elrostro inexpresivo.

—¿Quién es este? —preguntó.—Tu nuevo ayudante.—¿Es necesario?—Apaga el motor.Daniel se levantó y caminó deprisa

hacia ellos. Alex siguió observando aCarston, buscando el menor cambio ensu semblante mientras Daniel se

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aproximaba.—No puedo estar vigilándote todo el

tiempo, Carston —dijo Alex con dulzura—. Abre el maletero.

Carston y ella esperaron en silenciomientras Daniel trasladaba elequipamiento del maletero del sedán aldel BMW. Cuando terminó, se quedóesperando junto a la puerta de Carston.

—Sal —dijo Alex.Despacio y con las manos siempre a

la vista, Carston abrió la puerta y bajódel coche. Mientras Alex salía, reparóen cómo estudiaba Carston a Daniel.Intentó evaluarlo ella también de maneraobjetiva. Era un hombre fornido yparecía capaz de defenderse, hasta con

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las gafas y la panza adicional. Bajo esascircunstancias, tendría sentido queCarston fuese cauto y hasta que seasustara un poco, aunque lo ocultó bien.

Daniel estaba siguiendo lasinstrucciones de Alex y teniendo la bocacerrada. Solo cruzó una breve miradacon ella, y mantuvo neutra su expresión.Tenía la mandíbula un poco hacia fuera,como cuando había intimidado a loschavales borrachos en Oklahoma City.Le daba un aspecto peligroso, perotambién un poco más similar al deKevin. ¿Carston habría visto fotos deKevin?

Daniel se quedó junto a la puerta delconductor, con los brazos sueltos a los

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lados, preparado.—Las manos en el techo —ordenó

Alex a Carston—. Ni un movimientohasta que vuelva.

Carston adoptó la postura de unsospechoso retenido contra un cochepatrulla. Agachó la cabeza, pero Alexnotó que estaba examinando lo quepodía ver de Daniel en el reflejo de laventanilla. No dio muestras dereconocerlo, pero Alex no podía sabersi estaba escondiendo alguna reacción.La distrajeron un poco las luces delaparcamiento, que arrancaban brillos alas calvas de los dos en los mismospuntos.

—Te presento al señor Thomas —

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dijo a Carston—. Si intentas delatarme,escapar o hacerme daño, habrás muertoen aproximadamente dos segundos ymedio.

En la sien de Carston estabaformándose una gota de sudor. Si eso erafingido, Alex estaba impresionada deverdad.

—No voy a hacer nada que ponga enpeligro a Livvy —replicó él.

—Bien. Vuelvo enseguida. Voy ahacerme unas heridas.

Los relucientes ojos azules de Danielvolaron fugaces a ella al pronunciar lapalabra «heridas», pero al momento losobligó a volver a Carston.

Todas sus cosas estaban bien

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ordenadas en el maletero del BMW.Abrió la cremallera de la bolsa de lonapara primeros auxilios y hurgó deprisahasta encontrar lo que necesitaba. Actoseguido cortó un poco de gasa y deesparadrapo. Recogió su bolso y semarchó, dejando abierto el maletero.Los servicios públicos estaban al otrolado del pequeño parque infantil. Alexentró en el de señoras y encendió la luz.No había encimera y todo llevaba suciodías, quizá semanas, así que Alex sedejó el bolso en el hombro. Usó eláspero jabón en polvo para limpiarse elperfecto trabajo de maquillaje de Val.Era mejor así. Ir maquillada no encajabaen el personaje, y la franja de piel falsa

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habría puesto en alerta a cualquiera quela mirase de cerca. Sus cardenales yvendas llamarían la atención, claro, perotambién la harían menos reconocible.Sería menos probable que la gente sefijara en el rostro de debajo.

Por una vez, se alegró de ver lo quequedaba de sus ojos morados y la formaamarillenta que había adoptado elcardenal de su mejilla. Se notabademasiado que el pegamento de lamandíbula era obra de un aficionado,pero una persona normal la llevaríavendada de todos modos.

No había toallas, solo un secadoreléctrico roto. Usó la camiseta parasecarse la cara y a continuación fijó la

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gasa a su mandíbula y su oreja,tomándose su tiempo para esmerarse yque pareciera puesta por un médico. Lacamiseta negra y las gruesas mallasservirían: la ropa cómoda era habitualen su trabajo, y la bata de laboratorioque tenía en el maletero le daría laapariencia profesional que buscaba.

Mientras regresaba al coche en lacreciente penumbra, oyó que Carstonintentaba trabar conversación conDaniel, pero él lo miraba desde arribacon los labios sellados.

Alex sacó del maletero la bata delaboratorio, se la puso y la alisó pordelante con las palmas de las manos.Cuando quedó satisfecha, cerró el

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maletero y abrió la puerta trasera.—Descansa, Lowell —dijo a

Carston, que se irguió con reparo—. Túvienes detrás conmigo. Conducirá elseñor Thomas.

—Es un tipo taciturno —comentóCarston mientras se agachaba y entrabapor la puerta abierta.

—No está aquí para entretenerte, sinopara mantenerte a raya.

Alex cerró la puerta detrás de Carstony dio la vuelta al coche para subir por elotro lado. Carston la miró fijamente.

—Tu cara… Es un trabajo muyrealista, Jules. Sutil. Ahora mismo noparece que lleves ningún maquillaje.

—He desarrollado muchas

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habilidades nuevas, y soy la doctoraJordan Reid. Por favor, dirige al señorThomas hacia nuestro destino. Cuandofalten cinco minutos para llegar, tedevolveré el teléfono.

Cruzó la mirada con Daniel por elretrovisor. Daniel movió la cabeza a loslados un ápice. Carston no había dichonada que hiciera creer a Daniel que lohabía reconocido durante el tiempo quehabían pasado solos.

Daniel arrancó el motor. Carston ledijo la dirección y añadió unas brevesindicaciones. Daniel asintió una vez.

Carston se volvió hacia Alex ypreguntó:

—Supongo que hay alguien con Livvy,

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¿verdad?—Las suposiciones nunca son buenas,

ya lo sabes.—Si hago todo lo que pueda, Jules, si

me esfuerzo al máximo… —empezó adecir Carston, con una repentinaaspereza en la voz—. Por favor. Porfavor, deja marchar a Livvy. Haz lallamada, o lo que tengas que hacer.Incluso si…, incluso si tú no sales deallí. Sé que tienes todo el motivo delmundo para hacerme daño, pero, porfavor, a la niña no. —Hacia el final, yasolo susurraba. Alex se habría inclinadoa creer que estaba hablando de corazón,en la medida en que lo tuviera.

—No puedo hacer nada por ella si no

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salgo con vida. Lo siento, Carston. Ojaláhubiera podido hacer las cosas de otramanera, pero no tenía tiempo nirecursos.

Carston contrajo las manos sobre suregazo y se las quedó mirando.

—Más vale que sepas lo que haces.Alex no respondió. Carston sabría

entender lo que significaba el silencio.—Si caemos —siguió diciendo él con

voz más fuerte—, al menos llévate pordelante a ese cabrón de Deavers.¿Podrás hacerlo?

—Me preocuparé de poder. —Faltan unos cinco minutos.

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—Vale, toma.Alex devolvió su teléfono a Carston,

que lo encendió y, al cabo de unmomento, seleccionó un número de laagenda. La línea dio dos tonos por elaltavoz del coche.

—¿Por qué me interrumpes? —respondió un hombre. Hablaba en vozbaja, casi susurrando, pero Alexdistinguió un tono grave de barítono.Sonaba enfadado.

Carston también estaba enfadado.—Doy por sentado que no ha habido

progresos.—No tengo tiempo para esto.—Ninguno de los dos tenemos tiempo

para esto —replicó Carston, brusco—.

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Ya me he cansado. Estaré en la puerta endos minutos. Asegúrate de que nosreciban a mí y a mis ayudantes.

—¿Qué…? —empezó a preguntarDeavers, pero Carston le colgó.

—Belicoso —comentó Alex.—Es nuestra forma normal de

interactuar.—Eso espero.—Cumpliré con mi parte, Jules. Si

Livvy no estuviera implicada, creo quehasta me lo pasaría bien. No sabes loharto que estoy de ese necio pomposo.

El edificio al que llegaron habríatenido aspecto de abandonado de no serpor los dos coches que había aparcadosal lado de la entrada. El pequeño

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aparcamiento estaba protegido porescarpados montículos artificiales entres lados, y el modesto edificio dehormigón de una sola planta ocupaba elcuarto. La fachada del edificio solo eravisible desde dentro del aparcamiento.La propiedad estaba oculta en el centrode kilómetros y más kilómetros dealmacenes y bloques de oficinas alestilo soviético, todos sin dudapropiedad de alguna rama del gobiernoy todos vacíos en apariencia, comotambién lo había estado el laberinto decarreteras entre ellos. Alex dudó quealguien pudiera llegar allí porcasualidad, y se alegró de haber tenido aCarston para guiarlos. Esperaba que

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Daniel hubiera prestado atención. Ellahabía procurado memorizar la ruta, perodudaba que fuese a estar para ayudarlo aencontrar el camino de vuelta.

En las ventanas pequeñas y cubiertasno se veían luces, pero Alex ya loesperaba. La planta visible no era másque camuflaje.

Carston bajó del coche y dio la vueltapara sostener la puerta a Alex, metido yaen su papel. Alex estuvo a punto desonreír, recordando los tiempos en losque ella había sido «la protagonista». Enfin, era el personaje que iba a interpretaresa noche. Tendría que ir metiéndosetambién en el papel.

Daniel sacó la caja de herramientas

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de acero del maletero y la llevó sobresus ruedas hacia ella. Posiblemente yahabría alguien observándolos, aunqueAlex no avistó ninguna cámara.

—Ten cuidado con eso —regañó aDaniel con dureza mientras le quitaba elasa.

Se alisó el puño izquierdo y se quitóuna mota de polvo imaginaria de lamanga. Daniel fue a situarse un poco pordetrás del hombro derecho de Carston.Alex reparó en el anillo dorado quellevaba en el dedo meñique. No casabamucho con su personaje, pero todo lodemás sí: hasta en el tenebrosoaparcamiento, su traje negro eraperfecto, conservador, nada caro, como

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los que todo agente del FBI del paístendría en su armario. No llevaba placa,pero, por supuesto, no se esperaría quealguien que trabajase de asistente en eldepartamento fuera identificado. No erauna organización de las que expedíaninsignias.

Alex cuadró los hombros y se encaróhacia el oscuro edificio, intentandoasimilar el hecho de que probablementenunca volvería a ver aquel aparcamientotan espantoso.

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Por aquí, doctora Reid —dijo Carstonmientras los llevaba a una puerta gris sinindicativos.

Daniel lo siguió de cerca, dando laespalda a Alex, que apuraba el pasodetrás de ellos intentando seguirles elritmo con sus piernas más cortas.

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Carston no llamó a la puerta. Selimitó a quedarse justo delante de ella,expectante, como si ya hubiera pulsadoel timbre.

La puerta se abrió un segundo despuésde que Carston se plantara allí. Elhombre que había dentro llevaba un trajeparecido al de Daniel, aunque tan nuevoque todavía brillaba. Era más bajito queDaniel y más ancho de hombros.Llevaba un bulto evidente bajo el brazoizquierdo.

—Señor —dijo el hombre, e hizo unsaludo militar a Carston.

Llevaba el pelo rapado por los ladosy corto por arriba, lo que hizo suponer aAlex que estaría más cómodo en

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uniforme. Pero su apariencia seguíaformando parte del camuflaje. Losuniformes estarían en la planta de abajo.

—Necesito hablar con Deavers deinmediato.

—Sí, señor, ya nos ha informado desu llegada. Por aquí.

El soldado dio una brusca mediavuelta y regresó al interior.

Alex siguió a Daniel a un apagadoespacio de oficina: moqueta gris, unospocos y angostos cubículos y sillas deaspecto incómodo. La puerta se cerródetrás de ella con un golpe sólido y unagorero chasquido. No cabía duda deque alguien seguiría observándolos, demodo que no pudo permitirse girar la

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cabeza para ver la cerradura. Tendríaque confiar en que la tuvieran paraimpedir la entrada, no la salida. Elsoldado apenas había tardado en abrirlapara ellos.

Su guía giró hacia un pasillo maliluminado, los hizo pasar ante máshabitaciones oscuras con puertasabiertas y se detuvo al final. Allí habíauna puerta cuya placa rezaba: MATERIALDE LIMPIEZA. Metió la mano en sumanga izquierda y sacó un cordel enespiral con una llave. Abrió la puerta yentró el primero.

La estancia solo se veía a la luz de unletrero de salida de emergencia quecoronaba la puerta opuesta a la que

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acababan de cruzar. Contra las paredeshabía fregonas y cubos, cabía suponerque para aparentar. El soldado abrió lapuerta de emergencia, que daba a unacaja forrada de metal sin máscaracterísticas. Un ascensor. Alex se loesperaba, y deseó que Daniel estuvieracontrolando sus expresiones.

Se unieron al soldado en el ascensor.Cuando Alex se volvió hacia la puerta,vio que solo había dos botones. Elhombre pulsó el inferior y al momentoAlex notó que se iniciaba el descenso.No podía estar segura, pero tuvo laimpresión de que bajaron al menos elequivalente a tres pisos. No es que fuesenecesario del todo, pero desde luego

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desconcertaba. Aunque el edificio no sehubiera usado para el mismo tipo deinterrogatorios de los que ella solíaocuparse, la rutina seguiría incluyendohacer que el sujeto se sintiera alarmadoy aislado.

Y funcionaba: Alex notó crecer lasdos sensaciones.

El ascensor se detuvo de sopetón ylas puertas se abrieron a una antesalabien iluminada. Se parecía al control deseguridad de un aeropuerto, solo quemucho menos concurrido y másincoloro. Había otros dos hombres, ensu caso con los uniformes azul oscurodel ejército, un detector de metalesnormal con una mesa corta y hasta las

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bandejitas de plástico para las hebillasde cinturón y las llaves de coche. Losuniformes sugirieron a Alex queaquellos dos debían de ser hombres dePace.

En aquella sala, las cámaras devigilancia eran más que evidentes.

Carston se adelantó, impaciente yseguro de sí mismo. Dejó en la bandejasu móvil y un puñado de monedas.Luego pasó por el marco rectangular.Daniel se apresuró a dejar las llaves delcoche en otra bandeja, seguirlo y luegorecoger las pertenencias de Carston ydevolvérselas antes de volver aguardarse las llaves.

Alex llevó rodando la caja de

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herramientas de acero al lado deldetector.

—Me temo que esto tendrán queregistrarlo a mano —dijo mientraspasaba por el marco—. Tengo muchasherramientas de metal. Por favor, vayancon cuidado. Hay algunas frágiles yotras presurizadas.

Los dos soldados se miraron, conobvia incertidumbre. Observaron sucara dañada y luego la caja deherramientas. El más alto se arrodillópara abrir el cajón de arriba mientras elmás bajo volvía a mirarle la cara.

—Por favor, vayan con cuidado —repitió Alex—. Esas jeringuillas sondelicadas.

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El soldado más bajo miró cómo sucompañero levantaba la bandejasuperior de jeringuillas y encontrabaotra idéntica debajo. Devolvió laprimera a su sitio con delicadeza, sincomprobar las otras dos que había másabajo. Abrió el segundo cajón y dirigióuna mirada rápida a su compañero. Einmediatamente a Carston.

—Señor, no podemos permitir lasarmas más allá de este punto.

—Pues necesitaré mis bisturíes, porsupuesto —dijo Alex, dejando que sefiltrara algo de irritación en su tono—.No vengo a jugar al Scrabble.

Los soldados volvieron a mirarla ysus ojos empezaron a iluminarse de

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comprensión.«Sí —quiso decirles Alex—, soy esa

clase de invitada».Quizá le leyeran las palabras en el

semblante. El alto se levantó.—Necesitaremos autorización para

esto.Dio media vuelta y desapareció por la

puerta doble metálica que tenían detrás.Carston soltó un enorme suspiro de

exasperación y se cruzó de brazos. Alexcompuso una cara de impaciencia.Daniel estaba muy quieto junto alhombro derecho de Carston,inexpresivo. Lo estaba haciendo bien.Nadie le prestaba la menor atención.Para los soldados, era uno de esos

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sujetamaletines anónimos, que eraprecisamente lo que Alex quería. Hastael momento, Val había tenido razón: aella le habrían hecho mucho más caso.

Pasaron solo unos minutos antes deque las puertas volvieran a abrirse. Elsoldado alto regresó con otros doshombres.

Era fácil adivinar cuál era Deavers.Era más menudo y flaco de lo que habíasugerido su voz, pero se manejaba conevidente autoridad. No se preocupabade hacia dónde caminaban los otros doshombres, sino que esperaba que loevitaran a él. Llevaba un traje negro debuena confección, varios nivelessalariales en precio y estilo por encima

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de los de Daniel y el guarda de lapuerta. Tenía el pelo de color gris acero,pero denso aún.

Por su falta de formalidad, Alexsupuso que el hombre que llegaba detrásde Deavers sería el interrogador. Ibavestido con una camiseta arrugada ypantalones negros que parecían dehospital. Su cabello lacio y castañoestaba grasiento y desaseado, y lucíabuenas ojeras bajo los ojos inyectadosen sangre. Aunque a todas luces habíatenido un día largo, había fuego en esosojos cuando se fijó en la bata delaboratorio de Alex y después en su cajade herramientas, con el cajón debisturíes todavía abierto.

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—¿Qué es todo esto, Carston? —rugió.

Ni Carston ni Deavers lo miraron.Mantenían los ojos fijos el uno en elotro.

—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó Deavers controlando el tono.

—No permitiré que ese chapuceromate al sujeto si tengo una opción mejor.

Deavers miró a Alex por primera vez.Ella trató de proyectar calma, pero notóque se le aceleraba el corazón bajo elatento examen de Deavers, que se tomósu tiempo con las heridas de la cara.

Deavers se volvió de nuevo haciaCarston.

—¿Y de dónde has sacado tan de

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repente esa opción mejor?Por lo menos, no la había reconocido

de inmediato. Y casi ni había mirado aDaniel. Los dos hombres volvían a estarconcentrados el uno en el otro, con elantagonismo chispeando en su líneavisual como una corriente eléctrica.

—He estado desarrollandoalternativas para salvar el programa.Esta alternativa se ha demostrado másque capaz.

—¿Cómo?Carston levantó un centímetro el

mentón.—Uludere.La corriente pareció interrumpirse

con la palabra. Deavers dio un

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inconsciente paso atrás y resopló,irritado. Volvió a mirar el rostrovendado de Alex y luego a suadversario.

—Tendría que haber sabido quepasaba algo más en Turquía. Carston, notienes autoridad para hacer esto.

—Llevo un tiempo infrautilizado.Solo intento aportar más valor.

Deavers frunció los labios y volvió alanzar una mirada a Alex.

—¿Es buena?—Ahora lo verás —prometió

Carston.—Pero estoy en un punto crítico —

protestó el interrogador—. No puederetirarme del caso ahora.

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Carston lo fulminó con la mirada.—Cállese, Lindauer. Esto le viene

grande.—Muy bien —concedió Deavers a

regañadientes—. Veamos si tu mejoropción nos consigue lo que necesitamos. La sala era tal y como la había descritoCarston. Sencillas paredes de hormigón,sencillo suelo de hormigón. Una puerta,un espejo unidireccional quecomunicaba con la sala de observacióny una lámpara redonda incrustada en eltecho.

En algún momento, en aquella salahabría habido un escritorio, dos sillas y

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un flexo muy brillante. Allí se habríainterrogado a los sujetos, se les habríaarengado, amenazado y presionado, perono se habría pasado de ahí.

Una mesa de quirófano reemplazabaahora al escritorio. Parecía sacada deuna película de la Primera GuerraMundial: era una losa sólida de aceroinoxidable, sin acolchar y con las ruedasde una camilla de hospital. En la esquinahabía una silla plegable. Lasinstalaciones no eran ni por asomo tanfuncionales como las modernas suitesdel departamento, pero saltaba a la vistaque aquel interrogatorio era extraoficialhasta para la división más encubierta delgobierno.

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Mantuvo clínica su inspección y rezópara que Daniel tuviera el control sobresí mismo que iba a necesitar.

Daniel había acompañado a Carston ylos demás a la sala de observación, yera invisible para ella tras el cristal.Antes de que el grupo se separara, niDeavers ni ninguno de los demás lehabían mirado la cara. Alex deseó condesesperación que no hiciera nada quetrocase su indiferencia en sospecha.

Kevin estaba tendido en la mesa bajola única luz, con esposas en las muñecasy los tobillos. Estaba desnudo y sucuerpo brillaba por el sudor y la sangre.Tenía largas ampollas de quemadurastrazando líneas más o menos paralelas

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que le bajaban por el pecho. En suscostillas había finos tajos, con pellejosde bordes blanqueados, posiblementecon ácido. Las plantas de sus piesestaban cubiertas de ampollas yblanqueadas también. Lindauer habíaechado ácido en esas quemaduras. Lefaltaba otro dedo del pie izquierdo, elsiguiente al de su primer muñón.

Las herramientas de Lindauer estabantiradas por el suelo, embadurnadas desangre y de sus sucias huellas dactilares.Alex sabía que por ahí abajo tambiéndebía de haber un dedo del pie, pero nolo encontró a primera vista.

Había esperado una instalaciónlimpia y clínica, que era a lo que estaba

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acostumbrada. Aquello era purosalvajismo. Arrugó la nariz, asqueada.

Kevin estaba alerta. No la perdió devista mientras entraba detrás delinterrogador, pero mantuvo un controlférreo sobre sus rasgos.

Con una precisión que pretendíaburlarse de la poco profesional conductalaboral de Lindauer, se agachó sobre sucaja de herramientas y sacó varias desus bandejas de jeringuillas.

—¿Qué es esto? —preguntó Kevincon voz rasposa. Alex levantó la miraday vio que se dirigía al espejo, no a ella—. ¿Creéis que una chavalita va adoblegarme? Y yo pensando que esteborrego era lo más bajo que podíais

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caer. En serio, tíos, nunca dejáis dedecepcionarme.

Lindauer, que se había empeñado enestar en la sala, se inclinó furioso sobrela mesa. Metió un dedo en un corte queatravesaba una quemadura del pecho deKevin, que gruñó y tensó la mandíbula.

—No se preocupe, señor Beach. Lachavalita es solo para darle undescanso. Recupere fuerzas. Yo volverédespués, y entonces tendremos unaconversación productiva.

—Ya basta, doctor —restalló Alex—.He aceptado que se quede a observar,pero tenga la amabilidad de apartarse demi sujeto ahora mismo.

Lindauer lanzó una mirada al espejo

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como si esperara apoyo. Al no obtenermás respuesta que el silencio, frunció elceño, resentido, y fue a sentarse en laúnica silla. Después de hacerlo sederrumbó un poco, Alex no habríasabido decir si por el agotamiento o porla deshonra.

Alex dio la espalda a Lindauer y sacóunos guantes azules de látex. El pequeñoobjeto metálico que había transferidocon disimulo a la palma de su manomientras tanto quedó oculto bajo elguante derecho.

Se acercó al borde de la mesa y usóun pie para despejar con aprensión unafranja de suelo en el desastre que habíadejado Lindauer.

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—Hola, señor Beach. ¿Cómo seencuentra?

—Listo para unas cuantas rondas más,cielo. Parece que a ti ya te ha dado cañaalguien, ¿eh? Espero que se divirtiera.

Mientras Kevin escupía las palabrasentre dientes, Alex empezó aexaminarlo, primero enfocando unalinterna pequeña en sus ojos y luegorevisando las venas de sus brazos ymanos.

—Está un poco deshidratado, creo —comentó Alex. Miró hacia el espejomientras volvía a posar la mano derechade Kevin sobre la mesa y aprovechabapara dejarle la fina llave bajo la palma—. Esperaba que hubiera una vía

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intravenosa ya en marcha. Tengo salino yagujas, pero ¿pueden traerme unportasuero? Si no, bastará con algún tipode barra.

—Ya se nota que te van las buenasbarras, ya —dijo Kevin.

—No hace falta ponerse grosero,señor Beach. Ahora que he venido, estova a ser mucho más civilizado. Aceptemis disculpas por las condiciones enque se encuentra. Todo esto es muy pocoprofesional.

Dio un soplido despectivo y dedicó aLindauer la mirada de soslayo máshiriente que fue capaz.

—Cariño, si esto es la técnica delpoli bueno, lo siento, pero no eres mi

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tipo.—Le aseguro, señor Beach, que no

soy el poli bueno. Soy una especialista,y debo advertirle que no juego a lasidioteces con las que le ha hecho perderel tiempo este… interrogador. —Lainflexión dejó claro su deseo de haberutilizado una palabra menos halagadora—. Nos pondremos a ello de inmediato.

—Eso, cariño, pongámonos a ello, asíme gusta. —Kevin se esforzaba parahablar en voz alta y tono burlón, peroAlex era consciente de lo mucho que leestaba costando.

La puerta se abrió detrás de ella. Porel espejo, Alex vio que el soldado altole llevaba un portasuero. Hasta el

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momento solo había contado otroscuatro hombres aparte de Deavers yLindauer, pero tenía que haber másocultos.

—Déjelo en la cabecera de la mesa,muchas gracias —dijo sin volverse paramirarlo y con voz displicente. Se agachópara coger la jeringuilla que leinteresaba.

—¿Ahora vas a hacerme un baile? —murmuró Kevin.

Alex lo miró con frialdad mientraserguía la espalda.

—Esto será solo una muestra de loque vamos a hacer esta noche —lecontestó mientras rodeaba la mesa.

Dejó la jeringuilla al lado de su

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cabeza mientras colgaba la bolsa desolución salina y los tubos. La puerta secerró, pero Alex no dejó de mirar aKevin. Volvió a examinar sus venas yeligió el brazo izquierdo. Él no seresistió. Mientras le insertaba la agujacon cuidado, buscó la llave que le habíadado, pero no estaba visible. Recogió elcuchillo más grande que vio por el sueloy lo dejó al lado del brazo derecho deKevin.

—Verá, yo no necesito armas tanrudimentarias. Tengo algo mejor. Opinoque lo justo es permitir que el sujetocomprenda a qué se enfrenta antes deempezar a intensidad máxima. Dígamelo que piensa.

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—Voy a decirte lo que pienso,condenada… —Kevin se lanzó a unaavalancha de insultos que dejó a laaltura del betún todas sus anterioresdescripciones creativas. Ese hombretenía un don.

—Valoro su coraje, créame, deverdad —respondió Alex cuando Kevinhubo terminado. Ya tenía la aguja de lajeringuilla contra el punto de inyecciónde la vía—. Pero debe saber que seesfuerza en vano. Se acabó el recreo.

Clavó la aguja a través del plástico yhundió el émbolo.

La reacción fue casi inmediata. Alexoyó que la respiración de Kevin seaceleraba y al momento empezaron los

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chillidos.La cabeza de Lindauer se alzó de

golpe. El interrogador no habríaobtenido ninguna respuesta comoaquella de Kevin, por mucho que sehubiera esforzado. Oyó movimiento trasel cristal cuando los espectadores seacercaron a él y un murmullo de voces.Creyó distinguir un tono sorprendidoque le resultó gratificante. Aunque locierto era que todo se debía a laactuación de Kevin.

Alex sabía cómo debía de estarsintiéndose con la fuerza renovadacorriendo por sus venas y todo el dolordesaparecido. Le había administradomás del doble de la dosis más alta de

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«Sobrevive» que había empleado jamásconsigo misma, teniendo en cuenta sumasa y su necesidad superiores. Losberridos que estaba dando Kevin eranprimarios, casi triunfales. Esperó quenadie más reparara en el matiz y queKevin recordara que los daños en sucuerpo seguían siendo muy reales, losnotara todavía o no.

Esperó solo cinco minutos dandogolpecitos con el pie en el suelo ymirándolo impasible mientras Kevininterpretaba su papel, con gritos quemantuvo fuertes y constantes. Quería quetuviera las drogas en su sistema todo eltiempo posible. Cuando remitieran,Kevin quedaría incapacitado.

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—Eso es, señor Beach —dijomientras inyectaba suero fisiológiconormal y corriente en el punto de la vía,y a continuación le dio el pie quenecesitaría—: Creo que ahora nosentendemos mutuamente, así que estoydeteniendo el dolor. ¿Quiere quehablemos?

Kevin tardó más en recuperarse de loque debería, lo que no era de extrañarporque no conocía las drogas de Alex.Fingió emerger despacio, y Alex sealegró de que Daniel estuviera cerca deCarston con el anillo impregnado deveneno listo. Solo Carston se daríacuenta del engaño.

Kevin aún seguía jadeando al cabo de

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un minuto, y hasta tenía lágrimascayendo por los lados de la cara. ParaAlex era fácil olvidar que era unprofesional de la infiltración porquenunca lo había visto trabajando sobre elterreno, pero debería haber sabido queclavaría su actuación.

—Bueno, señor Beach, ¿qué quierehacer ahora? ¿Seguimos con laintensidad máxima o le gustaría hablarantes?

Kevin giró la cabeza para clavar enella su mirada, unos ojos muy abiertosque expresaban un miedo convincente.

—¿Quién eres? —susurró.—Una especialista, como le he dicho.

Creo que este caballero —dijo ella con

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sarcasmo, señalando a Lindauer con ungesto de la cabeza— tenía unaspreguntas para usted.

—Si hablo —dijo Kevin, aúnsusurrando—, ¿te irás?

—Por supuesto, señor Beach. Yo nosoy más que un medio hacia un fin.Cuando mis superiores estén satisfechos,no tendrá que volver a verme jamás.

Lindauer se había quedadoboquiabierto, pero Alex estabapreocupada. Tenían que seguir adelante,pero, al mismo tiempo, ¿creería alguienque Kevin pudiera venirse abajo contanta facilidad?

Kevin gimió y cerró los ojos.—No van a creerme —dijo.

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Alex no sabía cómo podía haberlohecho Kevin, pero tenía la impresión deque las esposas de su mano derecha yano estaban cerradas sobre su muñeca.Entre las dos partes del brazalete seatisbaba un levísimo desajuste. No creíaque pudiera verlo nadie aparte de ella.

—Yo le creeré, si me dice la verdad.Cuénteme lo que quiere confesar.

—Sí que tuve ayuda…, pero… nopuedo…

Alex le cogió una mano con las dossuyas, como si quisiera reconfortarlo.Notó que la llave caía en su palma.

—Sí que me lo puede decir. Pero, porfavor, no intente ganar tiempo. Tengopoca paciencia.

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Le dio unas palmaditas en la mano ypasó alrededor de su cabeza pararevisar la vía intravenosa.

—No —murmuró con un hilo de voz—, no intento eso.

—De acuerdo —contestó ella—.¿Qué es lo que quiere decirme?

Dejó caer su mano sobre la manoizquierda de Kevin y le metió la llaveentre los dedos.

—Tuve ayuda… de un topo en laorganización.

—¿Qué? —exclamó Lindauer con lavoz ahogada.

Alex le dedicó una mirada asesina yse volvió hacia el espejo.

—Su hombre es incapaz de

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controlarse. Quiero que lo retiren deaquí —dijo muy seria.

Por toda la sala resonó un crujidoelectrónico. Alex miró hacia arribabuscando el altavoz, pero no lo localizó.

—Continúe —ordenó la vozincorpórea de Deavers—. Si incurre enalguna otra falta de disciplina, seráescoltado fuera de la sala.

Alex frunció el ceño a su propioreflejo y se volvió para inclinarse sobreKevin.

—Necesito un nombre —insistió.—Carston —susurró él.«¡No!».Con los nervios ya crispados y tensos,

Alex tuvo que reprimir el impulso de

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darle un bofetón. Pero, claro, Kevin notenía forma de saber cómo había llegadoAlex hasta allí.

Oyó un alboroto en la sala deobservación y se apresuró a hablar envoz más alta.

—Me cuesta mucho creerlo, señorBeach, dado que el señor Carston es elmotivo de que esté aquí yo con usted.No me habría hecho venir si pretendieraevitar la verdad. Sabe de lo que soycapaz.

Kevin la miró enfadado un instantebajo sus párpados entrecerrados yvolvió a gemir.

—Es el nombre que me dio micontacto. Solo puedo decirte lo que me

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dijo él.«Pues nada, problema resuelto»,

pensó ella con sarcasmo.Ni su afirmación ni la de Kevin

habían acabado con el revuelo. Seguíaoyendo voces levantadas y algo demovimiento. Lindauer también estabadistraído, mirando hacia el cristal.

Alex volvió a intentarlo. Sacó unajeringuilla y se metió el pequeñodispositivo que había debajo de ella enel bolsillo.

—Discúlpeme si opino que todo estoha sido demasiado fácil…

—No, espera —dijo Kevin entreresuellos, subiendo un poco la voz—. Eltipo era un enviado de Deavers, él ya

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sabe de quién hablo.Bueno, quizá eso revolviera un poco

las aguas. Mejor que estuvieran sobre lamesa los dos apellidos.

Pero seguían sin lograr detener lo quefuese que estaba ocurriendo en la salade observación. Alex tenía que actuar.Lo único bueno que tenía el inesperadoalboroto detrás del cristal era que nopodían estar mirándola a ella con muchodetenimiento. Se acababa el tiempo.

—Señor Lindauer —llamó conbrusquedad sin mirar en su dirección.Vio por el espejo que también estabaangustiado por lo que ocurría en laestancia contigua. Su cabeza giró degolpe hacia ella—. Me preocupa que los

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grilletes del tobillo estén demasiadoapretados. Necesito que la circulacióndel sujeto sea óptima. ¿Tiene usted lallave?

Kevin adivinó lo que estabaintentando. Tensó los músculos,preparado. Lindauer se aproximó conpaso vivo al pie de la mesa. En la salade observación había una voz que seimponía a gritos a todas las demás.

—No sé de qué me habla —protestóLindauer, con la mirada fija en lostobillos y los pies destrozados de Kevin—. Esto no le está cortando lacirculación, y no sería seguroaflojárselos. No sabe qué clase dehombre tiene delante.

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Alex se acercó a él y se dispuso ahablar en voz baja para que Lindauertuviera que inclinarse hacia ella. Dentrode su bolsillo, situó el dedo pulgarsobre el diminuto condensador delemisor de pulso electromagnético.

—Sé exactamente qué clase dehombre tengo delante —murmuró.

Activó el condensador con la manoizquierda y clavó la jeringuilla en elbrazo de Lindauer con la derecha.

La luz del techo parpadeó un momentoy estalló. Los añicos de las bombillastintinearon contra la lámina demetacrilato de la lámpara. Por suerte, elpulso no hizo que explotara elmetacrilato, o la piel expuesta de Kevin

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habría sufrido las consecuencias. Lasala se quedó a oscuras.

El pulso electromagnético no habíasido tan intenso como para afectar a lahabitación contigua. A través del espejollegaba una luz mortecina, y vio siluetasmoviéndose al otro lado pero nodistinguió a quiénes o a qué pertenecíanni lo que estaba ocurriendo.

Lindauer logró dar solo mediochillido antes de caer al suelo entreconvulsiones. Alex oyó que Kevintambién estaba en movimiento, aunquesus sonidos eran mucho más tenues ydecididos que los retorcimientos deLindauer.

Alex sabía con exactitud dónde

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encontrar su caja de herramientas en laoscuridad. Se volvió para arrodillarsejunto a ella, abrió de un tirón elpenúltimo cajón, vació la bandeja dejeringuillas en el suelo y palpó hastaencontrar el compartimento oculto quehabía al fondo.

—¿Ollie? —susurró Kevin. Por elsonido, se había levantado de la mesa yestaba cerca del portasuero.

Alex sacó las dos primeras pistolascon las que dieron sus dedos y anduvo atrompicones hacia el sonido de su voz.Topó con el pecho de Kevin, que levantólos brazos para sostenerla y que nocayera hacia atrás. Alex le apretó laspistolas contra el estómago mientras

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sonaban dos balazos en la otra sala. Elcristal no se partió, por lo que noestaban disparando hacia la sala deinterrogatorios. Hubo un tercer y uncuarto disparo.

—Danny está ahí dentro —susurróAlex mientras él le arrebataba laspistolas de las manos.

Se dejó caer de rodillas mientrasKevin se apartaba y gateó hacia la cajade herramientas. Sacó las otras dospistolas, la familiar forma de su PPK yotra que no reconoció al tacto. Habíadado a Kevin su SIG Sauer por error.

No importaba. Había cumplido losprincipales objetivos de su estrategia:liberar a Kevin y ponerle una pistola

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cargada en las manos. Después de eso,la función primaria de Alex pasaba a serde apoyo. Solo le quedaba esperar quela nueva estrella del espectáculoestuviera en suficiente buena forma paracumplir con lo que necesitaba quehiciera. Si ese sádico de Lindauer lehabía hecho demasiadas heridas…,bueno, en ese caso estaban todosmuertos.

Lindauer ya tenía su merecido. Eraprobable que aún viviera, pero noaguantaría mucho más. Y no iba adisfrutar en absoluto del resto de suvida.

No había transcurrido ni un segundoentero cuando resonó otro disparo

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ensordecedor por la pequeña estancia dehormigón, y en esa ocasión sí que llegóel crujido amortiguado del cristal deseguridad al quebrarse.

Unas grietas de luz amarilla seextendieron como telarañas por elespejo cuando hubo cuatro disparos derespuesta en rápida sucesión. Lossiguientes no alteraron el astilladopatrón de luz: de nuevo, no ibandirigidos a la sala de interrogatorios.Los ocupantes de la estancia contiguaseguían disparándose entre ellos.

Avanzó sin levantarse, con laspistolas apuntadas hacia el rectángulofracturado por si llegaba alguien através de él. Pero el movimiento tuvo

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lugar en su lado cuando una sombraoscura embistió contra el mosaico defragmentos de cristal y lo atravesó haciala siguiente habitación.

Los hombres de la sala deobservación estaban solo a tres metrosde Alex, mucho más cerca que las pacasde heno que tan fáciles le habíanparecido mientras practicaba. Apoyó lasmanos en la mesa de acero y disparó alos uniformes que llenaban la sala. Nose permitió reaccionar al hecho de queno veía a Daniel ni a Carston. Habíadicho a Daniel que se arrojara al suelocuando empezaran los disparos. Soloestaba siguiendo sus instrucciones.

Empezó a retumbar una andanada de

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disparos, pero ninguno iba dirigido aella. Los soldados estaban vaciando suscargadores contra el hombre desnudo yensangrentado que había irrumpido entreellos con una descarga de balazos.Todavía quedaban seis uniformados depie, y Alex se apresuró a derribar a tresde ellos antes de que repararan en que elataque llegaba desde dos frentes. Alcaer, dejaron visible al hombre trajeadoa quien habían estado protegiendo. Losojos de Deavers estaban girando haciaella mientras apuntaba, y su cuerpo yaestaba en movimiento cuando la balasalió despedida del arma de Alex. Ellano pudo estar segura de haber hechoalgo más que rozarlo mientras se

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arrojaba al suelo para ponerse fuera desu alcance.

No lograba ver la posición de Kevin,pero los otros tres soldados ya estabanen el suelo. Desde donde estaba ya no lequedaba nada a lo que apuntar.

Alex corrió hasta el marco del espejo,aplastando trozos de cristal con loszapatos, y pegó la espalda contra lapared junto a él.

—¿Ollie? —llamó Kevin con vozfirme y controlada.

El alivio le ardió por todo el cuerpoal oírlo.

—¿Sí?—Está despejado. Ven aquí. Danny ha

caído.

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El hielo surcó la misma ruta queacababa de abrir el calor.

Soltó las pistolas en los bolsillos, seenvolvió las manos con los pliegues desu bata de laboratorio y se izó sobre ladentada repisa del espejo. El sueloestaba saturado de cuerpos en uniformesoscuros, con salpicaduras de color rojoen todas las superficies claras contra lasque pudieran destacar: las caras, elsuelo, las paredes. Kevin se estabaquitando de encima un cuerpo que sinduda había utilizado como escudo.Seguía habiendo movimiento, y más deun estertor. Por tanto, no estabadespejado del todo, pero Kevin debía depensar que tenía la sala bajo control y

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estaba claro que la necesidad eraurgente.

Daniel estaba en el rincón derechodel fondo. Alex vio la franja de pelocasi blanco en su pálido cuerocabelludo, pero estaba casi oculto deltodo por dos cuerpos de uniforme queparecían haberle caído encima. Carstonestaba en el suelo a poca distancia, concrecientes manchas de sangre en sucamisa blanca, resultado de múltiplesheridas. Su pecho aún se movía.

Alex tardó menos de un segundo enabsorber la situación, moviéndosemientras la evaluaba en línea recta haciaDaniel.

—Deavers está vivo —murmuró al

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pasar junto a Kevin, y en su visiónperiférica vio que asentía y empezaba amoverse acuclillado hacia la esquinaizquierda de la sala.

Había muy poca sangre en el soldadoque había caído cruzado sobre el pechode Daniel, pero su cara tenía unaenfermiza tonalidad púrpura y en suslabios había burbujas de color rosa. Unamirada rápida al otro hombre, tendidosobre las piernas de Daniel, le revelólos mismos síntomas. Los dos estabanmuriendo por el veneno del anillo deDaniel. En la boca del primer hombreburbujeó más espuma sanguinolentamientras intentaba apartar su cuerpoparalizado de Daniel.

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Una parte de Alex estaba muy lejos delo que estaba ocurriendo, la parte quenecesitaba hiperventilar y gritar yenloquecer. Obligó al hielo de su pavora mantenerla concentrada y clínica. Yahabría tiempo más tarde para los ataquesde histeria. Tenía que comportarse comouna médica de campaña, rápida ycertera.

Por fin sacó rodando al hombre deencima del pecho de Daniel y de repentehubo sangre por todas partes. Arrancó lacamisa empapada en rojo de Daniel y lecostó demasiado poco encontrar lafuente. Toda su formación y toda suexperiencia como cirujana de urgenciasa sueldo le decían que llegaba

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demasiado tarde.Era un disparo perfecto, justo en la

parte superior izquierda del pecho.Quienquiera que hubiese apretado elgatillo sabía muy bien lo que hacía. Erauno de los pocos disparos quederribaban a una persona al instante, através del corazón, muerto antes de caeral suelo. Posiblemente muerto antes deregistrar el dolor siquiera.

No había nada que ella hubierapodido hacer, ni aunque no se hubieraseparado de él. Había permitido queDaniel la acompañara para protegerla, yesa decisión lo había matado con tantaefectividad como el balazo en sucorazón.

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No tendría que haber sucedido así. Lasarmas tendrían que haber estadoapuntadas hacia Alex y Kevin. En laconfusión, nadie había disparado a Alexni una sola vez; estaba intacta. Sesuponía que Daniel iba a estar de fondo,invisible. No había motivo para

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desperdiciar un disparo perfecto en unasistente anónimo. Ese tirador tan hábiltendría que haber estado apuntando aAlex.

Sabía desde el principio que el plantenía muchos fallos, pero ni siquierahabía soñado que saldría del tiroteoindemne. El superviviente debía serDaniel.

Una hilera de rostros sin nombre, losgánsteres a los que no había podidosalvar, surcó su mente. Uno de ellos sítenía nombre: Carlo. Había muertoexactamente del mismo modo. Alex nohabía podido hacer nada. ¿Qué era loque había dicho Joey G.? «A veces segana y a veces se pierde». Pero ¿cómo

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iba a vivir Alex con una pérdida comoaquella?

La histeria iba alcanzando lasuperficie. Solo la gélida conmociónmantenía a raya el paroxismo del duelo.La pausa congelada se hizo infinita,cristalina, con todos los detallesdefinidos. Entreoyó el sonido de unapelea en algún lugar muy alejado de ellay a Kevin gritando: «¿Dónde está ahoratu perímetro de seguridad, Deavers?».Olió el fétido almizcle de las víctimasde su anillo y el hedor cálido y vivo dela sangre fresca. Escuchó la respiracióntrabajosa de Carston, moribundo detrásde ella.

Y de pronto, el sonido de otro débil

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resuello muy cerca, al lado de su cabezaagachada.

Sus ojos, que ni sabía que teníacerrados, se abrieron de golpe. Conocíaese sonido.

Frenética, se arrancó el guante de lamano y lo extendió tenso sobre elagujero en el pecho de Daniel. Vio conincredulidad cómo su pulmón tiraba dellátex al intentar absorber aire a travésde él. Levantó el borde del guante parala exhalación, dejando circular el aire, yluego volvió a estirarle el guante contrala piel para que inhalara.

Daniel estaba respirando.¿Cómo podía ser? El disparo debía

de haber evitado su corazón de algún

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modo, aunque parecía perfectamentedirigido. Evaluó la situación deprisa ycomprendió que en realidad no habíatanta sangre como había creído. No lasuficiente para tratarse de un agujero enel corazón. Y Daniel respiraba, cosa queno haría si la bala hubiera acertado.

Le metió la otra mano bajo el hombro,buscando con desespero una herida desalida. Sus yemas encontraron eldesgarrón en la chaqueta de Daniel ymetió dos dedos primero en el tejido yluego en el agujero de su espalda en unintento de taponar el flujo de aire. No lonotó más grande que el agujero de supecho. La bala lo había atravesadolimpiamente.

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—¡Kevin! —Su alarido acusó todo elpánico que estaba demasiadoentumecida para sentir—. Necesito micaja de herramientas. ¡Ya!

Más movimiento, pero no levantó lamirada para comprobar si era Kevinayudándola o un victorioso Deaversacercándose para matarla. Descubrióque ni siquiera la preocupaba que fueseDeavers, que no tenía miedo de nada delo que pudiera hacerle. Porque si Kevinhabía caído y no era capaz de llevarledeprisa las cosas que necesitaba, Danielpodía morir en escasos minutos.

Tenía más material necesario en elcoche, pero no tenía ni idea de cómollevar a Daniel a la superficie.

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Sonó un estrépito metálico junto a suhombro derecho.

—Bolsas con autocierre —pidió,desesperada—. Cajón de abajo, a laizquierda. Y la cinta debería estar porarriba.

Kevin depositó las cosas quenecesitaba en el pecho de Daniel, junto ala mano de Alex. A toda prisa, duranteuna exhalación, reemplazó el guante porla bolsa de plástico y ordenó a Kevinque la fijara fuerte con cinta por treslados. No tenía nada que pudiera actuarcomo válvula para liberar el exceso deaire, por lo que tuvo que dejar abierto elcuarto lado. Debería apretarse contra elagujero con las inhalaciones y luego

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dejar salir el aire que soltara.—Dale la vuelta hacia mí. Tengo que

sellar la herida de salida.Kevin ladeó a su inconsciente

hermano con mucho cuidado. Alexesperó que la postura liberara algo depresión en el pulmón sano de Daniel.Tuvo que romper el contacto con laherida mientras Kevin movía el cuerpo,y luego durante el precioso segundo quele costó usar un bisturí para cortar lacamisa y la chaqueta. Fijó conesparadrapo una segunda bolsa deplástico a la piel de Daniel mientrasanalizaba el charco de sangre que habíadebajo. Tampoco era tanta. Por algúnmilagro, la bala ni siquiera había rozado

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su corazón ni ningún vaso importante. Laherida de salida parecía limpia y no viofragmentos de hueso. Si conseguía quesiguiera respirando, podía mantenerlovivo una hora más.

La voz de Kevin interrumpió sufrenética planificación.

—Carston sigue vivo. ¿Qué quieresque haga con él?

—¿Es posible salvarlo? —preguntóAlex mientras comprobaba la víarespiratoria de Daniel y la presión.Había perdido demasiada sangre yentrado en choque. Alex aún le notaba elpulso en la muñeca, pero era cada vezmás débil. Cogió dos jeringuillas y leinyectó ketamina y otro analgésico.

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—Lo dudo. Demasiados daños. Diríaque le quedan solo unos minutos. Ah,hum, eh. Lo siento, ¿vale?

El tono de Kevin había cambiado alfinal. Ya no estaba hablando con ella.

—¿Está lúcido? —preguntó Alex.Palpó los brazos y piernas de Daniel,buscando más heridas.

—¿Jules? —dijo Carston con vozáspera y débil.

—Kevin, trae aquí la mesa deoperaciones. Tenemos que subir aDaniel al coche. —Respiró hondo—.Lowell, no te preocupes. No heenvenenado a Livvy, por supuesto queno. Solo está sedada. Volverá con sumadre por la mañana, regrese yo o no.

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Mientras tranquilizaba a Carston, sinapartar la mirada de Daniel, oyó cómoKevin se marchaba y volvía. Hubo unfuerte chirrido metálico cuando empujóla mesa por el marco del espejo y ungolpe húmedo cuando cayó sobre loscuerpos del suelo. Alex se mordió ellabio mientras continuaba trabajando enDaniel, sacando de su boca los plásticosdel disfraz para que no se atragantaracon ellos y quitándole con cuidado laslentillas de los ojos. ¿Cuánto quedabapara que Kevin se viniera abajo? Aúntenía unos buenos cincuenta minutospara disfrutar de las drogas que bañabansu sistema, pero no afectarían a lo quepodía soportar de verdad su cuerpo.

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Debía tener en mente que no era elmismo Kevin, el que lo podía todo. Nopodía forzarlo tanto. Pero ¿cómohacerlo? Daniel necesitaba velocidad.Si lograba llevarlo hasta el coche…

—Estoy… orgulloso de ti, Jules —dijo Lowell Carston en quedos resuellos—. Te las has ingeniado para conservarel alma. Impresionante…

La última palabra se prolongó con unaexhalación tenue y entrecortada. Alexsiguió escuchando, pero solo hubosilencio a su espalda.

Había sobrevivido a Carston, unagesta por la que nunca habría apostado.En vez de la sensación triunfal que habíaesperado siempre, tuvo sentimientos

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encontrados. Quizá el regocijo llegaramás tarde, cuando desapareciera elpánico que la atenazaba.

—¿Es seguro levantarlo? —preguntóKevin.

—Muy poco a poco. Procura que supecho se mueva lo menos posible. Yovoy a las piernas.

Entre los dos y con cuidado, subierona Daniel a la superficie plateada. Alexvolvió a cogerle la muñeca, intentandoobligar mentalmente a su pulso apermanecer discernible.

—Dame dos segundos, Ollie —dijoKevin mientras empezaba a desvestir alsoldado que había caído sobre laspiernas de Daniel, el que menos sangre

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tenía encima—. ¿Cuántos más hayarriba?

Alex echó un vistazo a las caras delsuelo. Le pareció reconocer al guardiamás bajito del detector de metales.

—Por lo menos falta uno seguro.Estaba en la puerta. Y arriba parecíatodo vacío, pero tampoco había vistoantes a muchos de estos.

Kevin ya se había puesto lospantalones y unos calcetines sobre suspies destrozados, y estaba probándoselos zapatos. Le venían pequeños.Arrancó los que llevaba el otro soldadoenvenenado. Le estaban un pocograndes, pero Kevin apretó mucho loscordones.

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—Vas a tener que recortarlos —dijoAlex.

Kevin se abotonó la camisa blanca yse puso encima le chaqueta oscura de laArmada, descartando la corbata.

—Haré lo que tenga que hacer cuandosalgamos de esta. Quítate la bata, estáensangrentada.

—Es verdad —convino ella, y metiólos cañones de las pistolas en la bandaelástica de su malla, por detrás. Labanda apenas tenía la fuerza suficientepara sostener ambas pistolas en su sitio.Alex se desembarazó de la bata y dejóque cayera al suelo.

—Vale, vamos a pasar la mesa al otrolado de los cadáveres y luego deberías

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poder manejarla tú en el pasillo. Yo meadelantaré y eliminaré a quien quede.

A los pocos segundos, Alex estaballevando a Daniel sobre ruedas pasilloabajo, a media carrera, mientras Kevindesaparecía esprintando de algún modoen la oscuridad. Llegó a la sala deldetector de metales y vio a Kevinesperándola, manteniendo abierta lapuerta del ascensor. La habitaciónestaba vacía: debían de haber acudidotodos a la sala de observación alempezar los disparos. Alex se metió atoda prisa en el ascensor.

Kevin pulsó el botón y las puertas secerraron sin hacer ruido tras ella. Alexse quedó mirando la mano derecha de

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Kevin sobre el botón, su manopreferente, y una repentina oleada decomprensión hizo que estallara en unarisotada semidelirante.

Kevin le lanzó una mirada.—Contente, Ollie.—No, no, verás, es su corazón, Kev.

Está donde no debe, en el lado derecho.Por eso ha fallado el tirador. —Contuvootra carcajada—. Está vivo porque es tuopuesto.

—Cierra el pico —ordenó Kevin.Alex asintió una vez con la cabeza e

inspiró para recobrar la compostura.El ascensor se detuvo y la puerta se

abrió hacia el almacén de productos delimpieza. La puerta exterior estaba

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cerrada. Kevin pasó la mesa sobre elborde del ascensor y avanzó hasta lapuerta.

Alex esperaba que la abriera poco apoco, pero en lugar de eso la arrojócontra la pared, con un fuerte golpetazo.

—¡Socorro! —vociferó—.¡Necesitamos ayuda aquí abajo!

Y de inmediato avanzó, deprisa y consigilo. Alex oyó unos pasos más fuertesque se aproximaban desde la siguientehabitación; solo dos pies, estaba segura.Empujó a Daniel haciendo el menorruido posible.

Kevin estaba en posición antes de queel guardia doblara la esquina. El hombrepasó corriendo a su lado, pistola en

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mano pero baja a un lado, apuntandohacia el suelo. El arma de Kevin, encambio, estaba alzada. Disparó alguardia en la nuca. El hombre sederrumbó. Kevin dio un paso adelante yle metió otra bala en la cabeza por siacaso.

El pasillo era demasiado estrechopara poder maniobrar con la camillaalrededor del cadáver. Kevin lo recogiódel suelo con las dos manos. Alex hizolo que pudo para ayudar, pero sabía queKevin cargaba con la mayor parte delpeso. No sabía cómo podía estarfuncionando todavía a ese nivel, y temíaque acabara matándose en el intento.

No había más guardias.

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—Llévalo al coche —ordenó Kevin—. Deja que termine aquí arriba.

Nadie intentó detenerla, nadie ledisparó desde una ventana oscuramientras salía corriendo alaparcamiento. El cielo ya estaba negrodel todo. La única farola, cerca de lapuerta, proyectaba solo un círculo demortecina luz amarilla hacia los cochesaparcados. Alex hurgó en los bolsillosde Daniel hasta encontrar las llaves deCarston. Abrió el maletero a distancia ycorrió hacia su botiquín de primerosauxilios con esteroides.

Sabía exactamente dónde estaba elmaterial de campaña. Había esperadoque Kevin o ella, o quizá los dos,

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recibieran disparos, y se habíapreparado en consecuencia. Nonecesitaba el torniquete ni las gasashemostáticas, pero tenía varios parchesoclusivos que funcionarían mucho mejorque sus bolsas de plástico parabocadillos. También tenía una mantaisotérmica, más salino y diversosantibióticos intravenosos potentes. Lasbalas eran cosas muy sucias y habríariesgo de infección… si lograbamantener vivo a Daniel tanto tiempo.

Sabía que no podría. Veinticuatrohoras como mucho, con el material delque disponía. La desesperación hizo quele temblaran las manos mientras ibarasgando los paquetes.

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Kevin llegó a su lado. Metió unobjeto rectangular pesado, negro yplateado, en el maletero.

—El disco duro en el que se guardanlas grabaciones de las cámaras —leexplicó—. Yo meto a Daniel detrás.

Alex asintió, llenándose los brazos deremedios temporales.

Cuando se metió en el hueco para piesdel asiento trasero del coche, vio queKevin lo había hecho todo bien. Danielestaba tumbado sobre el costadoizquierdo. Tenía la cabeza levantadasobre el reposacabezas del asiento delconductor, que Kevin había arrancadode su sitio… con violencia, al parecer.Alex volvió a comprobar la vía

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respiratoria y el pulso de Daniel.Todavía se lo podía distinguir en lacarótida. La ketamina lo mantendríainconsciente un tiempo. No sentía ningúndolor. Su cuerpo sufriría la mínimatensión posible, dadas lascircunstancias.

El coche empezó a moverse. Notó queKevin procuraba conducir con suavidad,pero no iba a ser suficiente.

—Para —le dijo—. Déjame unminuto para ponerlo todo en el sitio.

Kevin pisó el freno.—Date prisa, Ollie.Solo le llevó unos segundos

reemplazar sus sellos improvisados porlos de verdad. Le puso una vía

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intravenosa con movimientos rápidos yenganchó la bolsa en la parte de arribadel respaldo.

—Listo. —Al hablar, apenasconsiguió reconocer su propia voz.Sabía que no podía hacer nada más y ladesesperación empezaba a anegarla—.Puedes seguir.

—No te me rindas ahora, Oleander —gruñó Kevin—. Eres más fuerte que yo.Sé que puedes hacerlo.

—Pero no puedo hacer nada más —replicó con la voz ahogada—. Ya lo hehecho todo, y no basta.

—Va a salir de esta.—Necesita un centro de urgencias de

primer nivel, Kevin. Necesita un

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cirujano torácico y un quirófano. ¡Yo nopuedo limpiarle las heridas ni intubarleel pecho en el asiento de atrás de unputo BMW!

Kevin no dijo nada.Las lágrimas resbalaron por las

mejillas de Alex, pero aún no eran dedesconsuelo. Eran de rabia, rabia haciala injusticia, hacia las limitaciones de susituación, hacia ella misma por aquelfracaso definitivo.

—Si lo dejamos en un hospital… —empezó a decir entre sollozos.

—Se lo estaríamos regalando enbandeja a los malos. Estarán vigilandolos hospitales.

—Va a morir —susurró ella.

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—Mejor eso que terminar en una salacomo esa de la que acabas derescatarme.

—¿No acabamos de matar a losmalos?

—Pace sigue al mando, Ollie, hastaque se ponga el parche correcto. Y conel nivel general de estrés que debe dehaber ahora mismo, igual hasta empiezaa fumar otra vez. Si no muere…, inclusosin sus socios, no le falta músculo al quedar órdenes. Nada de hospitales.

Alex agachó la cabeza, derrotada.Pasaron los segundos. Alex los contó

a partir del tenue pero rítmico pulso enel cuello de Daniel. Tendría que estarconduciendo ella. No sabía cómo era

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posible que Kevin siguiera activo, peroni siquiera parecía aturdido por susuplicio, ni ralentizado en lo másmínimo por sus muchas heridas. Era unamáquina. Por lo menos, Danielcompartía esa misma constituciónférrea…, pero buscar excusas para laesperanza en esos momentos era un pocoabsurdo.

—Si… —empezó a decir Kevin,pensativo.

—Habla.—Si pudiera llevarte a una especie de

quirófano…, si pudiera conseguirte loque necesites…, ¿podrías hacer decirujana torácica?

—No es mi especialidad, pero…

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supongo que podría ocuparme de lo másbásico. —Alex negó con la cabeza—.Kev, ¿de dónde vamos a sacar unquirófano en condiciones? Siestuviéramos en Chicago, bien, quizáconociera a alguien, pero…

Kevin soltó una sola carcajada, quesonó más a ladrido.

—Ollie, tengo una idea. Alex no sabía qué hora era. Podían serlas tres de la madrugada, o las cuatro.Estaba hecha polvo y agotada, perotambién nerviosa y agitada. La mano quesostenía su séptima taza desechable decafé tiritaba tanto que la superficie de la

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bebida parecía un mar tempestuoso enminiatura. En fin, bien estaba. Ya nonecesitaba unas manos firmes.

Joey Giancardi. Alex nunca habríacreído que podría pensar con tantocariño en su antiguo jefe mafioso, peroesa noche lo bendijo con toda su alma.Si no hubiera recibido el equivalente aun cursillo intensivo de traumatologíacon la mafia, no habría podido salvar aDaniel. Cada matón y cada gánster a losque había curado le habíaproporcionado aunque fuera un pelín deexperiencia, que sumados le habíanpermitido hacer de médica de urgenciasy cirujana esa noche. Quizá deberíaenviar a Joey una tarjeta de

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agradecimiento.Se pasó la temblorosa mano libre por

el pelo y de pronto se descubriódeseando ser fumadora, como Pace. Losfumadores parecían siempre muyserenos con un cigarrillo en la mano.Necesitaba algo que la bajara, queralentizara su agitado corazón, pero elúnico consuelo físico a su alcanceprovenía de la taza de potingue negroque sostenía, y no era que estuvieraayudándola mucho a relajarse.

El doctor Volkstaff roncaba en unmaltrecho sofá embutido entre dosgrandes vitrinas contra la pared delfondo de su área de trabajo. Se habíademostrado sorprendentemente capaz,

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pese a su edad y la especialidad quepracticaba. Habían tenido queimprovisar buena parte del material quenecesitaban en aquel quirófano, pero eldoctor tenía inventiva y conocía susherramientas, y a Alex la inspiraba ladesesperación. Habían formado un buenequipo. Hasta se las habían ingeniadobastante bien para montar una válvula deHeimlich provisional que parecía estarfuncionando a la perfección. Lostranquilos pitidos del monitor cardíacode Daniel eran el sonido más relajanteque Alex había oído en la vida, aunqueno tuviera ni una posibilidad contra lasobreestimulación cafeínica de susistema nervioso. Sin pensar, dio otro

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sorbo de café.Daniel tenía buen color y la

respiración uniforme. Era cierto quecompartía todas las característicasfísicas de Kevin, al parecer, y estabadiseñado para la supervivencia. Eldoctor Volkstaff dijo que nunca habíavisto una operación menosproblemática, y eso que había tratadomuchas lesiones de pulmón en sustiempos, aunque en general fueranheridas perforantes. Era posible queDaniel pudiera salir de allí por supropio pie al día siguiente.

Dejó la taza con cuidado en laencimera y luego cerró sus temblorosasmanos en puños mientras volvía

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despacio al taburete que había junto a lacama de Daniel y se sentaba. Enrealidad, eran dos camillas unidas concuerdas elásticas. Nada de lo que habíaen aquel lugar era ni de lejos lo bastantelargo para Daniel.

Al cabo de un momento, dejó apoyadala cabeza contra el fino acolchadocubierto de plástico y cerró los ojos.

Pensó en lo que habían logrado esanoche, en lo que casi le había costado lavida de Daniel.

Deavers y Carston estaban muertos.Quizá no quedara nadie vivo, aparte deWade Pace, que supiera de su existencia.Y Pace tenía las horas contadas. O esoesperaba.

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Kevin roncaba en el suelo, con unavieja colchoneta para perros bajo lacabeza como almohada. Alex le habíaadministrado la dosis más alta deanalgésicos que vio segura y el doctorVolkstaff le había limpiado las heridascuando Daniel estuvo fuera de peligro.Lo que más convenía a Kevin despuésde eso era dormir.

Val ya debería haber dejado a Livvyen un centro de atención inmediata,elegido por su ausencia de cámarasexteriores, junto a la nota de disculpagramaticalmente incorrecta y lacrimosaque había redactado Alex. Se preguntósi la policía seguiría buscando a lasecuestradora muy en serio. Livvy

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estaba ilesa y no recordaba nada deltiempo que había pasado apartada deErin. La policía de Washington estaríademasiado ocupada para seguir la pistaa una madre enloquecida que habíacreído que esa niñita era clavada a unaversión más mayor de su propia hija, ala que se había llevado dos años antessu padre después de separarse. Teníaque haber unos cuantos casos de niñosdesaparecidos que cuadraran con lavaga información que les habíaproporcionado Alex. Información quemantendría a las autoridades mirando enla dirección errónea. Quizá conectaranel secuestro de Livvy con la muerte desu abuelo el mismo día, pero era

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probable que no. La muerte violenta deCarston tenía toda su propia plétora deposibles móviles que investigar. A ojosde las autoridades, no sería más que unaterrible coincidencia.

Los poderes fácticos en la sombra,los que manejaban los hilos de lostíteres, no tendrían más remedio queencubrirlo todo. Para ellos, sobre tododestacaría un hecho: el segundo almando de la CIA y el director de unprograma de operaciones encubiertasque en teoría no existía se habíantiroteado entre ellos y a un puñado desoldados estadounidenses. Seguro quelos titiriteros demolerían el complejoentero incluso antes de poder buscar

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sentido a las pruebas que contuviera. Loatribuirían todo a un terrible accidente,un derrumbamiento fruto de un fallo deestructura, qué desgracia.

Alex pensó en lo último que le habíadicho Kevin antes de perder el sentido:«Puedes hacerlo, Ollie. Sé que lesalvarás la vida. Porque tienes quehacerlo. Y luego todos estaremos asalvo. Esto no volverá a pasarle aDanny, así que haz que salga vivo».

Se preguntó si de verdad Kevin teníatanta fe en ella o si solo intentabaimpedir que entrara en pánico. Pero ¿sehabría permitido caer en lainconsciencia si no creyera sus propiaspalabras?

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—¿Alex?Alzó la cabeza tan deprisa que las

ruedas del taburete en el que estabaretrocedieron unos centímetros. Bajó deun salto y se agachó sobre Daniel paracoger la mano que buscaba condebilidad la suya.

—Estoy aquí. —Comprobó elportasuero con una breve ojeada. Danielya debía de haber eliminado la ketaminade su sistema, pero llevaba unanalgésico intravenoso que evitaría queestuviera demasiado incómodo.

—¿Dónde estamos?—A salvo, de momento.Abrió los ojos poco a poco. Les costó

un momento encontrarla y luego otro

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enfocar la mirada.Desde dos o tres horas antes, Alex

había albergado una confianza razonableen que volvería a abrir los ojos, pero elfamiliar color entre gris y verde estuvo apunto de dejarla sin aliento de todosmodos. Notó que se le inundaban delágrimas los suyos.

—¿Estás herida? —preguntó él.Alex aspiró por la nariz.—No tengo ni un rasguño.Daniel sonrió un poco.—¿Kevin? —preguntó.—Está bien. Lo que oyes son sus

ronquidos, no una motosierra.Las comisuras de su boca

descendieron mientras se le volvían a

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cerrar los ojos.—No te preocupes por él. Se

recuperará.—Tenía… muy mal aspecto.—Es más duro de lo que debería ser

posible, un poco como tú.—Lo siento. —Daniel suspiró—. Me

dispararon.—Sí, ya me había fijado.—Carston le quitó la pistola al tío

que estaba a mi lado cuando Deaverssacó la suya —explicó Daniel,separando los párpados solo una rendija—. Se movía rápido para su edad.Estaban gritándose, pero todos lossoldados estaban de parte de Deavers.

Alex asintió.

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—Eran las órdenes que tenían.—Deavers dio la orden y uno disparó

a Carston y luego a mí. Carston cayó derodillas pero se puso a disparar. Yo nollevaba pistola, así que agarré lostobillos que tenía cerca con tu anillo.

—Lo hiciste bien.—Quería coger una pistola, pero los

tíos a los que di con el anillo mecayeron encima. No podía levantarlos.Me funcionaban mal los brazos.

—Es muy posible que el del pecho tesalvara la vida, en realidad. Taponó laherida hasta que pude llegar.

Daniel volvió a abrir los ojos.—Creía que estaba muerto.Alex tuvo que tragar saliva.

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—Si te soy sincera, durante un rato yotambién.

—Quería aguantar hasta que llegaras.Quería decirte unas cosas. Me sentí fatalcuando creí que no podría.

Alex le acarició la mejilla.—Está bien. Lo conseguiste.

Aguantaste.Últimamente empezaba a dársele

mejor todo eso de reconfortar. Habíacambiado mucho desde que conoció aDaniel.

—Solo quería que supieras que no mearrepiento de nada. Agradezco cadasegundo que he pasado contigo, hasta losmalos. No habría querido perdérmelos,Alex, por nada del mundo.

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Alex puso su frente contra la de él.—Yo tampoco.Estuvieron un largo momento sin

moverse. Alex escuchó el sonido de larespiración de Daniel, los pitidosregulares de sus monitores y los potentesronquidos de Kevin de fondo.

—Te amo —musitó Daniel.Alex soltó una carcajada, un ruido

breve y agitado que se correspondía conlos temblores de sus manos.

—Sí, eso ya lo tenía más o menosclaro, me parece. Sí que me ha costado,¿eh? Pero en fin, de todas formas, yotambién te amo.

—Por fin hablamos el mismo idioma.Alex volvió a reír.

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—Estás temblando —dijo él.—Demasiada cafeína. Necesito

desintoxicarme.Fuera seguía habiendo la calma de la

noche cerrada, por lo que el ruido de uncoche aparcando por detrás del edificioera difícil de pasar por alto. Alex sesorprendió de lo poco que reaccionaronsus nervios. Estaba al borde delagotamiento, lo notaba. Solo sintiócansancio mientras se enderezaba yliberaba sus manos. Sacó la PPK de suespalda.

—De verdad que espero que sea Val—murmuró.

—Alex… —susurró Daniel.—No te muevas ni un milímetro,

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Daniel Beach —respondió ella,susurrando también—. Me he tiradodemasiado rato curándote para queahora vayas y te abras algo. Solo estoysiendo cauta. Vuelvo enseguida.

Corrió hacia la puerta trasera y mirópor un lado de la cortinilla. Era el cocheque esperaba, el espantoso Jaguar verde,con Val al volante. Vio a Einsteinlevantado en el asiento del copiloto.

Alex sabía que debería provocarlesensaciones más fuertes saber que todohabía terminado, que tenían atados casitodos los cabos sueltos. Debería estarexultante, aliviada, agradecida, hastaderramando lágrimas de puro gozo. Perosu cuerpo no daba para nada más.

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Cuando se pasara el efecto del café,caería en coma.

—Es Val, como decía —informó aDaniel en voz baja mientras dejaba lapistola al borde de su camaimprovisada.

—Pareces a punto de desmayarte.—Pronto —convino ella—. Pero aún

no.—¿Alex? —llamó Val sin levantar la

voz mientras entraba por la puerta.—Sí.Einstein entró corriendo en la

habitación, moviendo la cabeza en todaslas direcciones para buscar a Kevin. Sedetuvo y dio un gemidito al encontrarloen el suelo. Inclinó la cabeza a un lado y

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luego le dio dos lametones en la cara.Los ronquidos de Kevin seentrecortaron.

Alex esperaba que Einstein sequedara hecho un ovillo al lado de sumejor amigo pero, moviendo la cola conbrío, giró y corrió hacia ella. Le subiólas patas a las caderas para poderlamerle la cara. Alex tuvo que apoyarseen la cama de Daniel para que no laderribara.

—Calma, Einstein.Einstein dio un breve ladrido, casi

como en respuesta. Luego apoyó lascuatro patas en el suelo y trotó de vueltahacia Kevin, se acomodó a su lado y lelamió el cuello una y otra vez.

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Alex se quedó de piedra al oír hablara Kevin. Las drogas que le habíainyectado deberían haber impedido quedespertara durante…, bueno, en realidadno estaba segura del todo de cuánto era.Tenía el cerebro demasiado cansadohasta para una simple suma.

—Hola, socio, hola, hola —dijo, conel mismo tono de siempre, demasiadoalto. Su voz tenía un vigor incompatiblecon lo que debía de estar pasando sucuerpo—. ¿Me echabas de menos? Buenchico. Les contaste lo que pasó. Sabíaque lo harías.

—¿Kev? —murmuró Daniel. Alex leapoyó la mano con fuerza en la frentecuando hizo ademán de incorporarse.

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—¿Danny? —casi gritó Kevin.Volkstaff bufó y rodó de lado.

Kevin apoyó los codos, haciendo unamueca.

—Creo que no deberías moverte… —empezó a decir Alex y entonces, cuandoKevin no le hizo caso, exclamó—: ¡Eh,al menos no te pongas de pie!

—Estoy bien —gruñó Kevin.—Lo que estás es idiota —le regañó

Val—. ¿Quieres quedarte quieto aunquesea dos segundos?

Val ya no llevaba su extraño yvanguardista pseudosari de desfile demoda, sino pantalón de deporte ycamiseta. Se marchó dando zancadas poruna puerta marcada como VESTÍBULO.

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Kevin esperó, desconcertado,arrodillado en el suelo de linóleo conuna mano apoyada en la pared. Valregresó casi al momento empujando unasilla de oficina con ruedas y luciendouna expresión furiosa. De haberlequedado a Alex una brizna de energía,habría suspirado de envidia. Con el pelorecogido en una coleta, sin maquillaje yhabiendo dormido lo mismo o menosque los demás, Val estaba imponente.

—No me parece que aquí vaya ahaber sillas de ruedas, pero de momentoesto debería servir —dijo Val—.Siéntate.

Aunque su voz sonaba muy molesta,ofreció a Kevin sus manos para ayudarlo

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a levantarse. Él bufó y trastabilló altocar el suelo con las plantas de lospies, pero, tan pronto como se hubosentado, volvió a intentar usarlas paraacercarse rodando a Daniel.

—¡Que pares ya! —exclamó Val.Llevó la silla por la habitación mientrasKevin se esforzaba en mantener los piesseparados unos centímetros del suelo.Val se detuvo cuando Kevin estuvo justoal lado de Alex, que se apartó un pasopara dejarle espacio.

Kevin miró los ojos abiertos deDaniel y su buen color con extrañeza. Ledio unas palmaditas cautelosas en elpelo, claramente reacio a tocarcualquier otra parte de su cuerpo.

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—Parece que tu chica de los venenoslo ha conseguido —dijo con hosquedad—. Pero no sé si me hace tanta ilusiónese rollo de sueco calvo que te traes.

—Idea de Val.Kevin asintió, distraído por un

instante.—No tendrías que haber venido a

rescatarme. No quería que lo hicieras.—Tú lo habrías hecho por mí.—Eso es distinto. —Negó con la

cabeza cuando Daniel empezó a discutir—. Pero ¿te pondrás bien? —Kevinmiró a Alex para que respondiera ella.

Alex soltó aire por la nariz y asintió.—Tiene pinta de que se recuperará

del todo. No sé qué pasa con vosotros

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dos. ¿Estáis seguros de que vuestramadre no tuvo una aventura de una nochecon un superhumano producto de laingeniería genética?

Cuando la mano de Kevin saliódisparada hacia ella, el primer instintode Alex fue pensar que se había pasadode la raya con el chiste sobre su madre.Pero antes de que tuviera tiempo deprepararse para un golpe, Kevin laagarró a lo bruto y la envolvió en unincómodo abrazo de oso. Alex seencontró medio sentada en su regazo,con los brazos atrapados bajo los deKevin, y no pudo hacer nada cuando éldecidió darle un buen beso en loslabios, que terminó resonando con un

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húmedo «muac».—¡Eh! —se quejó Daniel—. ¡Aparta

esa cara de mi chica de los venenos!Alex ladeó la cabeza con esfuerzo,

por fin sintiendo algo de nuevo: náuseas.—¡Puaj, no te me acerques,

psicópata!Oyó que Val reía.Kevin logró que la silla de oficina

diera una vuelta completa sobre su pie,todavía con Alex encima.

—Eres un genio, Ollie. No puedocreer que lo hayas conseguido.

—Ve a morrearte con Volkstaff, queha hecho la mitad del trabajo.

Kevin no la soltaba. Era como si ni sediera cuenta de que Alex estaba

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intentando, hasta con violencia, zafarsede él.

—¡Menuda actuación! ¡Es que no mecreo que entrarais allí andando y mesacarais! Nunca vuelvas a decirme queno eres de operaciones encubiertas,porque, cielo, ¡tú eres lo que los deoperaciones encubiertas sueñan con ser!

Einstein gimió y Alex sintió que susfauces se cerraban con delicadeza entorno a su muñeca. El perro tiró,intentando ayudarla a escapar. Kevin nopareció enterarse.

Sabía dónde estaban las peoresheridas de Kevin. No tardaría en valersede ese conocimiento si era necesario.

—¡Suéltame!

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—Kevin —dijo Daniel, con la vozmedida pero glacial—. Como no bajes aAlex ahora mismo, voy a dispararte consu pistola.

Kevin por fin bajó los brazos. Alex seapartó de él y los dos se volvieron,ansiosos, hacia Daniel.

—No te muevas —dijeron a la vez.Alex volvió a respirar cuando se

cercioró de que Daniel no habíaintentado coger la pistola de verdad.

—¿Volkstaff? —preguntó Daniel—.Me suena ese apellido… ¿Dóndeestamos?

—¿No te acuerdas del doctorVolkstaff? —se extrañó Kevin—. Salvóla vida de mi mejor amigo cuando

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íbamos a quinto, la vez que cayó en latrampa para osos. No puedes haberteolvidado.

Daniel parpadeó.—¿Tommy Velasquez cayó en una

trampa para osos? —preguntó, perplejo.Kevin sonrió.—Tommy no era mi mejor amigo. —

Acarició la cabeza de Einstein y elperro frotó la cara contra el muslo deKevin, todavía delirante de puro júbilo.

—Espera, espera… ¿Volkstaff? —repitió Daniel, cayendo por fin en lacuenta—. ¿Me has traído al veterinario?

Alex le puso una mano en la frente.—Chist. Era donde teníamos que

venir. Volkstaff es una estrella del rock.

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Te ha salvado la vida.—Venga, venga —interrumpió la voz

cazallera de Volkstaff—. Yo he sido unmero asistente, doctora Alex. No intenteatribuirme el mérito de salvar a Daniel.

Volkstaff estaba sentado en el sofá,alisándose los rebeldes mechonescanosos que componían un halo irregularalrededor de su cabeza. A Alex lerecordó a Barnaby, y comprendió porqué había estado tan cómoda trabajandocon aquel anciano amistoso que, por lovisto, seguía bastante comprometido conla familia Beach.

—Ha sido un honor trabajar conusted, doctora —siguió diciendoVolkstaff mientras daba tumbos hacia

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ellos. Alex lo vio frágil por la edad,pero no había mostrado ningunadebilidad en toda la larga noche. Elveterinario sonrió a Daniel—. Mealegro de verte despierto, hijo. —Y bajóla voz a un susurro teatral—. Hasencontrado a una de las buenas, chaval.No la cagues con esta.

—Ah, lo sé muy bien, señor.Alex frunció el ceño. Ella no había

dicho nada de sus sentimientos porDaniel y él había estado inconsciente.¿Tan evidentes eran siempre?

Volkstaff se volvió.—¡Qué pastor alemán más precioso!

No puede ser Einstein, ¿verdad? Hanpasado muchos años.

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—Su nieto, en realidad —le dijoKevin.

—¡Qué maravilla! —Se agachó paraacariciar al perro en la oreja—. Quépreciosidad.

Einstein le lamió la mano. Esa nocherebosaba buena voluntad para toda laespecie humana.

—Y ahora, Kevin —añadió Volkstaff,enderezándose—, ¿quieres podercaminar de nuevo? Porque, si es así,debes tener esos pies elevados, y todosnecesitáis descanso. No te atrevas amirarme así, jovencito. Puedes usar misofá, ese de ahí. Hum, señorita…

Los ojos de Volkstaff se desorbitaronun poco al fijarse en Val por primera

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vez. Alex le había advertido que mástarde llegaría el cuarto miembro de sugrupo, pero estaba claro que el hombreno se había esperado a una modelo deVictoria’s Secret.

—Puede llamarme Valentine —ronroneó Val.

—Sí, gracias, esto… SeñoritaValentine, ¿sería tan amable de llevar aKevin al sofá y ayudarlo a acostarse?Exacto, gracias.

Alex miró, sintiéndose entumecida denuevo, con la cabeza desconectada delresto del cuerpo, mientras Val mediovolcaba a Kevin de la silla al sofá.Tenía una expresión irritada y lo tratócon malos modos, pero Alex vio que de

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repente se agachaba para darle un besoen la frente.

—Y usted, doctora…Alex se volvió despacio para mirar a

Volkstaff.—Hay más sofás en la sala de espera.

Vaya a usar uno. Es una orden.Alex titubeó, bamboleándose,

mirando a Daniel.—¡Pero cómo sois los dos! —dijo

Val mientras volvía desde el sofá deKevin—. Duerme antes de que tedesmayes, Alex. Yo me he tumbado unashoras. Le tendré un ojo echado.

—Si cambia cualquier cosa en susmonitores, si hay la más levevariación…

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—Te traeré a rastras tirando de tu muymejorado pelo —prometió Val.

Alex se inclinó y dio un beso suave aDaniel.

—Volkstaff y yo las hemos pasadocanutas para arreglarte —murmurócontra sus labios—. No fastidies nuestrotrabajo.

Los labios de Daniel rozaron los deAlex al hablar.

—Ni se me ocurriría. Sé buena chicay duerme un poco como te ha ordenadomi viejo veterinario familiar.

—Debo señalar que estoy en laplenitud de la vida —objetó Volkstaff.

—Venga —dijo Val de pronto al oídode Alex—. Vamos mientras aún puedas

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andar. Seguro que podría llevarte, perono me da la gana.

Alex dejó que Val la guiara a travésde la puerta y por un pasillo siniluminar. Se concentró en mover los piesy nada más. Su entorno era solo unaoscura neblina. Val tuvo que ayudarla aacostarse en el sofá, pero Alex habríasido igual de feliz en el suelo. Lanegrura se la llevó mientras aúndescendía.

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32

Fue una mañana rara.Para Alex, también fue una mañana

muy corta. Todo estaba tranquilo en lavacía clínica veterinaria y nadie lamolestó. Más tarde se enteró de queVolkstaff había llamado a susempleados, cancelado todas las

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consultas y puesto un letrero en laventana que decía: CERRADO POREMERGENCIA FAMILIAR.

Era un lugar extraño en el que sentirsesegura, un sitio desconocido en el queno había preparado trampas ni defensas.

Pero las cosas habían cambiado. Suúnico propósito real había sido rescatara Kevin, pero sus acciones de la nocheanterior también habían supuesto uncambio significativo en la posición detodos.

Kevin estaba tan enérgico comosiempre, aunque volviera a estarcastigado en la silla de oficina, con lospies vendados sobre un taburete conruedas. Val desapareció en el momento

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en que vio a Alex para aprovechar suturno en el sofá. Daniel tenía los ojoscerrados para ignorar a su hermano,pero no tardó en «despertar» cuando oyóla voz de Alex. Al parecer, Volkstaffhabía salido a traer comida. Los demáshabían guardado un bagel y crema dequeso para Alex.

Cuando Alex hubo terminado deexaminar a Daniel —que estabarecuperándose mejor de lo que podríacreer nadie que no hubiera trabajado conKevin Beach—, cogió el desayuno y elperiódico que había traído Volkstaffjunto con los bagels. Leyó como locamientras masticaba. Habían llegado aportada, aunque solo lo sabían los

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presentes en la clínica.—Me parece muy decepcionante,

Ollie —protestó Kevin, usando unaescoba para remar con su silla encírculos por toda la estancia—. Habríasido más divertido dispararle.

El gran titular del día era la muertepor aneurisma de Wade Pace. Losperiodistas apenas habían respetado unminuto de silencio antes de lanzarse aespecular sobre qué estrategia emplearíael presidente Howland para elegir a sunuevo compañero de cartel en lassiguientes elecciones.

—Bueno, pero pudiste disparar aDeavers.

—Pero estaba demasiado preocupado

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por Daniel para disfrutarlo de verdad —rezongó él.

Kevin había estado muy lacónico ensu explicación de cómo lo habíacapturado Deavers. Alex lo notabaavergonzado, pero no creía que tuvieramotivo. ¿Cómo iba a estar nadiepreparado para los extremos a los quesu paranoia había empujado a Deavers?Más de cuarenta hombres, desplegadosen tres perímetros concéntricos, elúltimo a más de kilómetro y medio de laposición de Deavers. En el momento enque Deavers pulsó el botón del pánico,los perímetros se replegaron sobre él.Kevin sostenía que, si hubiera hechocaso a su instinto y llevado un

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lanzacohetes, habría podido escapar.No había nada más en las noticias,

nada sobre un violento tiroteo en unbúnker subterráneo a las afueras de laciudad. Ni una palabra sobre undesaparecido subdirector de la CIA. Niuna mención de Carston, ni siquiera delrelativamente público secuestro de sunieta. Quizá en los titulares del díasiguiente.

Kevin lo dudaba mucho.—Será una explosión de gas o algo

parecido. La historia de verdad van aenterrarla tan honda que acusarán aJackie Kennedy de ser la tiradora deDallas antes que dejar que se sepa algode todo esto.

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Era muy posible que tuviera razón.No podían estar seguros del todo,

claro, y seguirían comportándose concautela, pero la presión había menguadoen gran medida. Alex sabía que sentiríala liviandad como una capa de heliobajo la piel, si es que alguna vez lograbaconvencerse de creer la buena suerteque habían tenido.

Después de comer, Volkstaff quitó lospuntos de la oreja a Alex y alabó labuena mano de Daniel cuando se enteróde que habían sido obra suya. Alex sesorprendió de lo mucho que el ancianode pelo blanco se mostraba dispuesto aaceptar sin más. Ninguno había intentadoexplicar sus insólitas heridas ni se había

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molestado en inventar una historia detapadera, pero Volkstaff no hacíapreguntas y no mostraba ningunacuriosidad. No comentó que se suponíaque Kevin había muerto en la cárcel,aunque por lo visto, como le había dichoDaniel en voz baja, hasta había acudidoa su funeral. Solo les preguntó porviejos amigos de la infancia de loshermanos y, con más interés, por losanimales a los que habían conocido lostres. Aunque Alex apenas habíaaprendido a identificar siquiera el amor,le pareció que empezaba a enamorarsede Volkstaff también un poquito.

Aun así, no podían quedarse a viviren la clínica veterinaria para siempre.

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Volkstaff tenía otros pacientes. Despuésde discutir opciones durante unosminutos, Val sorprendió a Alex alofrecerse a alojarlos de nuevo, otra vezen su palacete del ático, ya que volvía aser seguro. Pagando, por supuesto.Kevin parecía el más anonadado por laoferta.

—Que no se te suba a la cabeza —ledijo Val—. Al que quiero en casa es alperro. Y en realidad, Alex y Danny mecaen bien, casi tanto como no puedosoportarte a ti.

Y entonces lo besó, durante el tiemposuficiente como para incomodar a todoslos demás. Volkstaff se giró de espaldaspor educación, pero Alex se los quedó

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mirando. Nunca le entraría en la cabezaqué podía ver Val en Kevin. —Entonces… —empezó a decir Kevin.

Alex se volvió hacia él y dejó deorganizar un momento; aún no estaba deltodo en la fase de hacer las maletas.Kevin estaba en el umbral de lahabitación que siempre habíancompartido Alex y Daniel en casa deVal, con el brazo izquierdo apuntaladocontra el travesaño del marco. Por uninstante, sin venir a cuento, Alex tuvocelos de la gente alta en general. No erainfrecuente en los últimos tiempos,rodeada siempre de gigantes como

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estaba. Apartó el sentimiento a un lado.—Entonces, ¿qué?—¿Cómo ha ido la visita de hoy?

¿Qué opináis Volkstaff y tú?No le hizo falta preguntar dónde se

había metido Daniel: el volumen de suhabitual serenata en la ducha le habríadado problemas si los vecinos vivieranmás cerca. Aún no se le había pasado lafase de Bon Jovi, y esos días tenía uncariño especial a Shot Through theHeart[5]. Alex no le veía la gracia, perointentaba no dejar que la sacara dequicio.

—El veterinario cree que Daniel estápara darle el alta. Yo coincido. LosBeach tenéis una genética envidiable. —

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Meneó la cabeza, todavía sin terminarde creerse lo deprisa y a conciencia quehabía sanado Daniel—. Ah, y quiereechar un vistazo a tus pies.

Kevin torció el gesto.—Mis pies están bien.—No dispares a la mensajera. Y lo

digo literalmente.El ceño fruncido de Kevin se

desvaneció dejando su expresiónnormal, pero se quedó de pie en lapuerta, mirándola.

—Entonces… —lo imitó Alex.—Entonces…, ¿sabes más o menos

hacia dónde vais a ir?Alex hizo un movimiento de hombros

que podía significar cualquier cosa.

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—Aún nada muy concreto.Como una cobarde, volvió a su

desgastada bolsa de lona y repasó denuevo sus productos químicosalmacenados, comprobando que todosestuvieran bien protegidos frente azarandeos. Tuvo que reconocer que eraposible que estuviera pasándose con laorganización. Quizá no hiciera falta queestuvieran ordenados alfabéticamente.Pero había tenido mucho tiempo libre y,aparte de buscar posibles alojamientosen internet, se aburría como una ostra.Daniel se había opuesto a que loexaminara más de cuatro veces al día.

—¿Has hablado de ello con Danny?Alex asintió, aún de espaldas a él.

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—Dice que le parece bien donde yoquiera ir.

—Tiene pensado quedarse contigo,supongo.

Kevin lo dijo con un tono indiferente,pero Alex sabía que debía de haberseesforzado para que así fuera.

—No he hablado de esa parteconcreta con él, pero sí, parece darsepor hecho.

Kevin se quedó callado un momento,y a Alex no le quedaba nada más quepudiera hacer con la bolsa. Se giródespacio para mirarlo.

—Ya —dijo Kevin—. Me parecíaque al final la cosa iría así.

Tenía la expresión indiferente. Solo

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sus ojos revelaban la profundidad de sudolor.

Alex no quería contarle la historiaentera, pero le daba remordimientoscallársela.

—Si te sirve de algo, parece dar porhecho también que te vendrás.

Las cejas de Kevin se relajaron desdela posición comprimida que era normalen él.

—¿En serio?—Sí. No creo que ahora mismo

conciba más separaciones.Kevin bajó la barbilla.—Es comprensible. El chaval ha

pasado por mucho.—Se está reponiendo bastante bien.

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—Cierto, pero no convienetraumatizarlo otra vez. No quiero querecaiga.

Alex sabía dónde quería llegar Kevin.Reprimió a la vez un suspiro y unasonrisa, intentando mantener neutral elsemblante.

—Así es —dijo en su voz de doctoraseria—. Lo mejor sería mantener suentorno tan estable como sea posible,aparte de todos los cambios inevitables.

Kevin no reprimió su suspiro. Soltóuno enorme y se cruzó de brazos.

—Seguro que será un coñazo demucho cuidado, pero supongo que puedoquedarme cerca hasta que se adapte.

Alex no pudo resistirse a apretarle un

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poco las tuercas.—Seguro que no querrá que te

molestes. Sobrevivirá.—No, no, se lo debo al chaval. Haré

lo que tengo que hacer.—Te lo agradecerá.Kevin le sostuvo la mirada, primero

con una expresión sincera, y al instanteavergonzada. El momento pasó y Kevinsonrió de oreja a oreja.

—¿Qué zona general estás mirando?—preguntó.

—Estaba pensando en el sudoeste, oquizá las Montañas Rocosas. Ciudad detamaño medio, asentarnos en algúnbarrio periférico. Lo habitual.

No los buscaba nadie, al menos que

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ellos supieran, pero Alex siempre habíasido partidaria de guardar la ropa, por siacaso. De todas formas iba a tener queusar un nombre falso, porque JulianaFortis estaba legalmente muerta.

Daniel dejó de cantar y al pocovolvió a arrancarse, amortiguado poruna toalla.

—Sé una ciudad que podría servir.Alex meneó la cabeza despacio.

Seguro que Kevin ya había alquiladouna casa y preparado sus nuevasidentidades. Pues ella pensaba elegir supropio nombre de todos modos.

—Cómo no.—¿Qué te parecería Colorado?

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EPÍLOGO

Adam Kopecky dejó los archivos deldía en el escritorio y alargó el brazohacia el teléfono con la sonrisa yapuesta. Tenía el mejor empleo delmundo.

Trabajar como asistente deproducción para el programa de

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telerrealidad itinerante de un cheffamoso podía significar muchas cosas,pero para Adam significaba un horarioflexible, un despachito tranquilo y unflujo casi constante de positividad.

Estaba al cargo de gestionar lasvisitas a los distintos restaurantesfamiliares que aparecerían en elprograma de su chef y, aunque a veces ledaban envidia Bess y Neil, que siempreestaban de viaje probando hasta elúltimo tugurio que encontraban, creíaque su puesto encajaba mejor con sutemperamento. Además, Bess y Neiltenían que comer un montón deporquería para encontrar los diamantesen bruto y Neil había engordado al

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menos diez kilos en el último año deprograma. Adam se había montado unescritorio para trabajar de pie, con laesperanza de que su cometido másestático no lo afectara del mismo modo.Y además, por exigencias del programa,nadie sabía quiénes eran Bess y Neil,por lo que a nadie le emocionabademasiado hablar con ellos.

Los jueves por la tarde eran elmomento favorito de Adam. Ese díallamaría a los elegidos.

El programa iba a rodarse en laregión de Denver el mes siguiente, y losafortunados ganadores eran un asador deLakewood, una pastelería en el mismocentro y luego el caso aparte, un bar con

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parrilla que estaba más cerca deBoulder que de Denver. Adam no lashabía tenido todas consigo, pero Besshabía insistido en que el Escondrijosería lo más destacado del episodio. Aser posible, tendrían que rodar allí unviernes por la noche. El bar se llenabade los locos del karaoke de la zona.Adam odiaba el karaoke, pero Bess eramuy convincente.

«No es lo que crees, Adam —le habíaprometido—. Este sitio brilla tanto queel chef va a tener que entrar con gafas desol. Desde fuera no parece gran cosa,pero tiene estilo. Un je ne sais quoi ytodo eso. Además, los dueños sonfotogénicos que no veas. El cocinero se

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llama Nathaniel Weeks y está buenísimo,créeme. Sé que es muy poco profesional,pero hasta le entré y todo. Me di contrauna pared. La camarera me sopló queestá casado. Los buenos siempre estánpillados, ¿verdad? Pero tiene unhermano que también está bueno, pareceser. Hace de portero en el bar por lasnoches. A lo mejor me quedo por aquícon el chef para rodar este episodio».

Bess había sacado unas cuantas fotoscon su iPhone. Tal y como habíamencionado, el exterior era muy delmontón. Podría haber sido cualquierotro lugar del oeste. Estilo saloon,madera oscura, rústico. Casi todas lasdemás fotografías eran de platos de

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comida que parecía tener demasiadaclase para un local tan poco notable.Varias de las fotos debían de ser delcocinero que tanto le había gustado:alto, barbudo, con abundante pelorizado. A Adam tampoco le pareció tanatractivo, pero ¿qué sabía él? Quizá aBess le fueran los leñadores. De fondosalía muchas veces una mujer bajita conel cabello corto y oscuro, pero nunca decara a la cámara. A lo mejor era laesposa del chef. Adam tenía los nombresde todos los propietarios, sacados de lalicencia para vender alcohol. NathanielWeeks era el cocinero, así que Kennethdebía de ser el hermano portero y Ellisla esposa.

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Adam seguía teniendo reparos, peroel Escondrijo también obtuvo elentusiasta visto bueno de Neil. La mejorcomida que había probado en trestemporadas, decía.

Siempre tenían un par de candidatosde reserva, que para ese programa eranuna cafetería de Parker y un restauranteque solo servía desayunos en Littleton,pero Adam pocas veces tenía quecontactar con ellos. Por término medio,el programa incrementaba la facturaciónde los negocios en un porcentajeconsiderable los dos primeros mesesdespués de la emisión, y seguíacreciendo durante el resto del año.Había hasta un grupo de aficionados que

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intentaban seguir al chef en sus viajes ycomer en todos los restaurantes queaparecían en el programa. El chefsiempre dejaba bien los sitios dondegrababa y el programa tenía unaaudiencia de casi un millón deespectadores cada domingo por lanoche. Era la mejor publicidad delmundo, y encima gratuita.

De modo que Adam estaba preparadopara la reacción que obtuvo en labarbacoa de Lakewood, llamada elSilbido del Cerdo. En el instante en quedijo el nombre del programa, lapropietaria se puso a chillar. A Adam lepareció oír hasta los golpes de sus piescontra el suelo por los saltitos que daba.

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Era como presentarse en casa de alguiencon uno de esos salarios para toda lavida que sorteaban algunas marcas.

Cuando la propietaria se calmó,Adam pasó a darle su charla de siempre,pidiéndole que anotara la fecha en elcalendario, proporcionándole lainformación de contacto que necesitaría,explicándole el tipo de acceso que iba arequerir el programa y demás. Mientrastanto, ella no dejó de dar las gracias aAdam y, de vez en cuando, gritaba lanoticia a gente que acababa de entrar enla habitación.

Adam había hecho esa misma llamadamás de ochocientas veces ya, perosiempre lo dejaba con una amplia

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sonrisa y sintiéndose como Papá Noel.La llamada a la pastelería fue

parecida, pero, en lugar de gritos, elrepostero jefe tenía una risa espontáneay contagiosa que Adam no pudo evitarque se le pegara. La llamada duró másque la primera, pero al final él pudorecobrar la compostura, a diferencia delrepostero.

Se había dejado el Escondrijo para elfinal, sabiendo que un karaoke enviernes por la noche sería un poco máscomplicado de organizar. Adam opinabaque se apartaba demasiado de la tónicadel programa, pero supuso que podríanrodar a la hora de la cena y luego lasactuaciones, montarlo todo junto y a ver

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qué funcionaba y qué no.—El Escondrijo —respondió una voz

femenina de contralto al descolgar elteléfono—, ¿en qué puedo ayudarle?

De fondo, Adam oyó los sonidos queesperaba: el entrechocar de los platoslimpios puestos a secar, los golpes decuchillo de los preparativos y elmurmullo de unas pocas conversacionesque habían bajado la voz por la llamadatelefónica. Pronto ganarían muchovolumen.

—Hola —saludó Adam conentusiasmo—. ¿Puedo hablar con laseñora Weeks, Ellis Weeks, o con algunode los señores Weeks?

—Soy la señora Weeks.

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—Estupendo. Me llamo AdamKopecky y la llamo en nombre delprograma El Gran Viaje de la CocinaAmericana.

Esperó. A veces la gente tardaba unmomento en procesarlo. Se preguntó sila señora Weeks sería de las quechillaban o de las que se quedaban sinaliento. Quizá fuese de las que lloraban.

—Sí —respondió la señora Weeks,sin alterarse—. ¿En qué puedoayudarle?

A Adam se le escapó una risitaincómoda. A veces pasaba. No todo elmundo conocía el programa, aunque entiempos recientes se había hecho muyfamoso.

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—Bueno, somos un programa detelerrealidad sobre cocina que sigue losviajes del chef…

—Sí, conozco el programa. —La vozde la mujer tenía un matiz deimpaciencia—. ¿Y en qué puedoayudarle?

Adam se quedó un pocodesconcertado. La reacción de la mujersugería alguna extraña clase desospecha, como si pensara que todoaquello era una estafa. O quizá algopeor. Adam no habría sabido terminarde definirlo muy bien.

Se apresuró a sacarla de su error.—La llamo porque el Escondrijo ha

sido seleccionado para nuestro

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programa. Nuestros espías —añadió conuna ligera risita— volvieron contandomaravillas de su menú y suentretenimiento. Tenemos entendido queestán causando furor en la zona. Nosgustaría reseñar su establecimiento paraque sepan de él todos los que aún no loconocen.

Seguro que con eso se la ganaría.Como propietaria de la tercera parte delrestaurante, tenía que estar echandocuentas mentales sobre las posibilidadesfinancieras. Esperó al primer gritito.

Nada.Seguían oyéndose los platos, los

cortes, los murmullos y, a lo lejos, unpar de perros ladrando. De lo contrario,

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habría creído que la llamada se habíacortado. O que la mujer le había colgadoel teléfono.

—¿Señora Weeks?—Sí, sigo aquí.—Bueno, pues…, hum, enhorabuena.

Estaremos por la región la primeraquincena del mes que viene, y tenemoscierta flexibilidad para adaptarnos a sushorarios. Tengo entendido que losviernes por la noche son el mejormomento, así que quizá deberíamosorganizarlo para…

—Disculpe, ¿señor Kopecky, decíaque se llamaba?

—Sí, pero llámeme Adam, por favor.—Lo siento, Adam, pero aunque

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nos… halaga, no creo que vaya a serposible que participemos.

—Oh —dijo Adam. Le salió a mediocamino entre un respingo y un gruñido.

Algunas veces le había ocurrido queno pudieran encajar los horarios porimponerse circunstancias de pesoirrenunciables, como bodas, funerales otrasplantes de órganos, pero el sueñonunca moría sin ir precedido de unesfuerzo considerable por parte de losdueños y seguido por una grandecepción. Una pobre mujer de Omahase había pasado cinco minutos de relojllorando al teléfono.

—Muchas gracias por pensar ennosotros —continuó la mujer, como si

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aquello no fuese más que la invitación auna fiesta de cumpleaños en el patio deun familiar lejano.

—Señora Weeks, no estoy seguro deque comprenda lo positivo que podríaser esto para su negocio. Puedo enviarleunas estadísticas, y le sorprenderá ladiferencia que puede suponer para subalance anual aparecer en nuestroprograma.

—No, si no lo dudo, señorKopecky…

—¿Qué pasa, Ollie? —interrumpióuna voz. Esa era profunda y muy, muyfuerte.

—Disculpe un momento —dijo laseñora Weeks a Adam, y luego su voz

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llegó un poco distorsionada—. Yo meocupo —contestó al hombre gritón—.Llaman del programa ese, el del Viajede la Cocina Americana o como sellame.

—¿Y qué quieren?—Sacar el Escondrijo en antena, por

lo visto.Adam inhaló despacio. A lo mejor,

alguno de los otros propietarios tenía lareacción apropiada.

—Ah —dijo la voz grave, en un tonoque recordó a Adam al de la primerarespuesta de la mujer. Inexpresivo.

¿Cómo podía algo así no ser unabuena noticia? Adam tenía la sensaciónde que estaban jugando con él. ¿Sería

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aquella la idea que Bess y Neil tenían deuna broma pesada?

—¿De verdad? —preguntó alguiendesde más lejos. Era otra voz profunda,pero más entusiasta que la anterior—.¿Quieren que salgamos en el programa?

—Sí —respondió la señora Weeks—,pero no te…

Unos pocos aplausos interrumpieronlo que fuese que iba a decir la mujer.Adam no se tranquilizó. No notabaningún cambio inmediato al otro lado dela línea.

—¿Quieres que hable yo con él,Ollie? —preguntó la voz del quegritaba.

—No, ve a ocuparte de ellos —

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contestó la señora Weeks—. A Nathanielpodría hacerle falta una copa de algofuerte. Y puede que a los camarerostambién. Yo me ocupo de esto.

—A sus órdenes.—Disculpe la interrupción, señor

Kopecky —dijo la señora Weeks, denuevo con voz clara—. Y de verdad quele agradezco la oferta. Lamento muchoque no vaya a poder ser.

—No lo entiendo. —Adam captaba ladecepción en su propio tono, y estabaseguro de que ella también la notaría—.Podemos ser flexibles, como le decía.Nunca…, nunca he hablado con nadieque no estuviera interesado.

La voz de la mujer llegó más

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animada, tranquilizadora, amable.—Y nos interesaría muchísimo, si

fuera posible. Verá… —Una brevepausa—. Hay un asuntillo, un problemalegal que tenemos encima. Una historiade gravámenes con la exnovia de micuñado. ¿Fue un préstamo empresarial,un regalo personal…? Blablablá, ya meentiende. Es todo un poco delicado…, ysalpica, ya sabe, así que ahora mismo noqueremos tener ninguna prensa, buena omala. No podemos asomar mucho lacabeza. Espero que sepa comprenderlo.De verdad que nos halaga mucho.

De fondo se oía al hermano gritóndiscutiendo con alguien, más ladridos yunos murmullos más quedos que sonaban

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a protestas.Eso estaba mejor. Un motivo

concreto, aunque Adam no acabara deentender qué impacto negativo podíatener el programa en un caso legal…,bueno, a no ser que creyeran quetendrían que pagar un porcentaje delvalor del local, o algo por el estilo.

—Lo lamento mucho, señora Weeks.¿Quizá en algún otro momento? Puedodarle mi…

—Por supuesto. Muchísimas gracias.Me pondré en contacto con usted si enalgún momento estamos en posición deaceptar.

Se cortó la conexión. La mujer nisiquiera había dejado que Adam le diera

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su número de teléfono.Adam miró los papeles que tenía

delante unos segundos, intentandosacudirse una sensación muy similar a lade que lo rechazaran después de haberinvitado a la feúcha de la clase al bailede graduación por caridad.

Transcurrieron unos minutos mientrasAdam miraba el teléfono. Al final,meneó la cabeza y abrió la carpeta delos candidatos de reserva. La cafeteríade Parker sí que agradecería de verdadque la eligieran. Adam necesitaba oírunos buenos chillidos.

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AGRADECIMIENTOS

Esta historia no podría haberla escritayo sola, y estoy inmensamenteagradecida a todas las personas que mededicaron tanto de su tiempo, pacienciay experiencia.

La ayuda más valiosa me la prestaronla doctora Kirstin Hendrickson de la

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Escuela de Ciencias Moleculares de laUniversidad Estatal de Arizona y sucolega, el doctor Scott Lefler. Ladoctora Hendrickson pasó una cantidadincreíble de tiempo buscando formasrealistas en las que yo pudiera matar,torturar y manipular químicamente a mispersonajes ficticios, y le agradezcomuchísimo su ayuda.

Mi profesional de la enfermeríafavorito, Judd Mendenhall, también meayudó mucho a mantener a Daniel Beachcon vida al explicarme los detalles deun neumotórax y ocurrírsele la soluciónveterinaria.

Sin la excepcional ayuda del doctorGregory Prince con la biología

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molecular y los anticuerposmonoclonales, no podría haber dado aAlex el pasado que merecía.

Y mi más sentido agradecimiento alas siguientes personas maravillosas:Tommy Wittman, agente especialretirado de la Agencia de Alcohol,Tabaco y Armas de Fuego, que me dioun excelente cursillo acelerado sobremáscaras antigás; Paul Morgan y JerryHine, cuya colaboración en la mecánicade construir una trampa mortíferafuncional daba hasta un poco de miedo;el sargento Warren Brewer delDepartamento de Policía de Phoenix,que revisó mis trapicheos de drogas; S.Daniel Colton, excapitán del cuerpo

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jurídico de las Fuerzas Aéreas, por suexperiencia que tanto me sirvió al crearel pasado de Kevin, y el sargentoprimero de la armada John E. Rowe, quesiempre está dispuesto a hablar conmigode armas o de cualquier otro tema por elque tenga curiosidad.

Y muchas gracias también a aquellasde mis fuentes que prefieren mantener elanonimato. También os agradezcovuestra ayuda.

Todo mi amor a los sospechososhabituales: mi muy comprensiva familia,que tanta paciencia tiene con mis rachasinsomnes y maníacas de escritura; miamable y brillante editora, Asya, que nome llama loca ni siquiera cuando lo

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estoy; mi agente ninja, Jodi, que inspiratemor en todo aquel que se le opone (y aveces en quienes no); mi agentecinematográfica con superclase, Kassie,que es quien quiero ser de mayor, y misocia en la productora, Meghan, quelleva todo el peso de Fickle Fish paraque no se derrumbe en mi ausencia. Y,por supuesto, mi corazón se llena deamor por toda la gente que coge mislibros y les da una oportunidad. Graciaspor dejar que os cuente historias.

Y, por último, gracias a Pocket, mihermoso y no muy listo pastor alemánque, a la menor insinuación de peligro,inmediatamente se encoge detrás de mispiernas. Que nunca me querrá igual que

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quiere a mi marido. Que sigue sinentender los principios básicos deljuego de ir a buscar la pelota. Tambiénte quiero, mi enorme, tontorrón yprecioso gallina.

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Notas del traductor

[1] «Los pies culpables no tienen ritmo».[2] «El dolor es todo lo que hallarás».[3] «De verdad te necesito esta noche».[4] Cliff significa «precipicio» en inglés.[5] «Disparado en el corazón».

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En esta trepidante y adictiva novela,una exagente que huye de su antigua

organización deberá aceptar un últimocaso para limpiar su nombre y salvar

su vida.

«No iba a dejarles ganar.De ningún modo les

podría en bandeja unasolución tan fácil a su

problema. Lo másprobable era que al finalacabaran con ella, pero

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aquellos malditos iban a tener queluchar. E iban a sangrar también.»

Antes trabajaba para el gobierno deEstados Unidos, aunque casi nadie losabía. Como experta en su campo, erauno de los secretos más oscuros de unaagencia tan clandestina que ni siquieratiene nombre. Hasta que la consideraronun lastre y fueron a por ella sin avisar.

Ahora rara vez se queda en el mismolugar o utiliza el mismo nombre durantemucho tiempo. Ya han matado a la únicapersona en quien confiaba, pero sabealgo que sigue suponiendo una amenaza.La quieren muerta, y pronto.

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Cuando su antiguo jefe le ofrece unasalida, comprende que será su únicaoportunidad de borrar la enorme dianaque lleva dibujada en la espalda. Peroeso implica aceptar un último encargo.Y, para su horror, la información queconsigue vuelve aún más peligrosa lasituación.

Decidida a afrontar el desafío cara acara, empieza a prepararse para la peorpelea de su vida, mientras se da cuentade que se está enamorando de un hombreque solo puede complicar susposibilidades de supervivencia. Ahoraque sus opciones menguan a marchas

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forzadas, deberá aplicar su especialtalento de formas en las que nunca anteshabría soñado.

En esta novela intensa y arrolladoraMeyer ha creado una irresistibleheroína con unas habilidades muyespeciales. Y demuestra una vez máspor qué es una de las escritoras quemás vende del mundo.

Críticas:«Los fans devorarán La química como lohicieron con las novelas de Crepúsculoy The Host.»Boston Globe

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«Esta historia de espionaje y acción sinduda aumentará la fascinación queejerce Meyer sobre sus devotoslectores.»Washington Post

«Es fantástico ver una heroína cuyaprincipal arma es su cerebro... Laspáginas vuelan.»Entertainment Weekly

«Escrito con el compulsivo estilo que enMeyer es marca de la casa y lleno deacción e intriga... Se disfruta a logrande.»Heat

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«Los lectores de Crepúsculoencontrarán aquí otra pareja románticaque les cautivará.»People

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Sobre la autora

Stephenie Meyer se licenció enLiteratura Inglesa en la Brigham YoungUniversity. Es autora de la serie bestseller Crepúsculo, de la que se hanvendido 155 millones de libros en todoel mundo. En 2008 publicó The Host, suprimera novela para adultos, que entródirectamente en el número uno de las

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listas de más vendidos de The New YorkTimes y The Wall Street Journal y fuellevada al cine en 2013. Meyer vive consu marido y sus tres hijos en Arizona.

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Título original: The Chemist© 2016, Stephenie Meyer© 2017, Manuel Viciano Delibano, por latraducción© 2017, Penguin Random House GrupoEditorial, S. A. U.Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona ISBN ebook: 978-84-9129-127-5Adaptación de diseño de la cubierta original deMario J. Pulice: Penguin Random HouseGrupo EditorialFotografías: Kelly CampbellConversión ebook: Arca Edinet S. L. Penguin Random House Grupo Editorial apoyala protección del copyright.El copyright estimula la creatividad, defiendela diversidad en el ámbito de las ideas y el

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conocimiento, promueve la libre expresión yfavorece una cultura viva. Gracias por compraruna edición autorizada de este libro y porrespetar las leyes del copyright al noreproducir, escanear ni distribuir ninguna partede esta obra por ningún medio sin permiso. Alhacerlo está respaldando a los autores ypermitiendo que PRHGE continúe publicandolibros para todos los lectores. Diríjase aCEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos, http://www.cedro.org) sinecesita fotocopiar o escanear algún fragmentode esta obra.

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Índice

La químicaDedicatoriaCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8

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Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25

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Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32EpílogoAgradecimientosNotas del traductorSobre este libroSobre el autorCréditos