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Revista de Espiritualidad 69 (2010), 157-187 ESTUDIOS Cesaropapismo y teocracia en la historia Daniel de pablo maroto, ocd. Ávila Introducción En un momento en el que tanto se habla del «laicismo» estatal, sobre todo en la órbita de la civilización occidental, está bien que miremos al pasado, sobre todo a la edad antigua y medieval para ver el cambio que se ha operado desde una sociedad sacralizada a otra laicista, belicosamente militante contra la cosmovisión cristiana de la sociedad. Refiriéndonos al caso español, pensemos en la educación para la ciudadanía, la eliminación de los signos cristianos de los lu- gares públicos o actos estatales, dificultades para la enseñanza de la religión, la defensa del aborto como un derecho de la mujer embara- zada, el derecho a la eutanasia, los matrimonios entre homosexuales, la propaganda atea, etc. Esta guerra contra la Iglesia en Europa y en España se fraguó en tiempos de la Ilustración y sigue en nuestros días con algunas alternancias. Como en este número de la Revista se dedican otros estudios al laicismo en la época moderna, me centraré en la época antigua y medieval, siglos IV-XIV, que es cuando de verdad se fraguan, se de- sarrollan y se ejercen las ideas del cesaropapismo y la teocracia. El análisis de los contenidos históricos y doctrinales de ese largo período, además del valor cultural que tienen en sí mismos, servirá de clave de interpretación del actual laicismo en las naciones europeas. Puede que las relaciones entre la Iglesia y el estado en los siglos antiguos y medievales expliquen, por reacción, el laicismo militante en las socie-

ESTuDIoS Cesaropapismo y teocracia en la historia

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Revista de Espiritualidad 69 (2010), 157-187

ESTuDIoS

Cesaropapismo y teocracia en la historia

Daniel de pablo maroto, ocd.Ávila

Introducción

En un momento en el que tanto se habla del «laicismo» estatal, sobre todo en la órbita de la civilización occidental, está bien que miremos al pasado, sobre todo a la edad antigua y medieval para ver el cambio que se ha operado desde una sociedad sacralizada a otra laicista, belicosamente militante contra la cosmovisión cristiana de la sociedad. Refiriéndonos al caso español, pensemos en la educación para la ciudadanía, la eliminación de los signos cristianos de los lu-gares públicos o actos estatales, dificultades para la enseñanza de la religión, la defensa del aborto como un derecho de la mujer embara-zada, el derecho a la eutanasia, los matrimonios entre homosexuales, la propaganda atea, etc. Esta guerra contra la Iglesia en Europa y en España se fraguó en tiempos de la ilustración y sigue en nuestros días con algunas alternancias.

Como en este número de la revista se dedican otros estudios al laicismo en la época moderna, me centraré en la época antigua y medieval, siglos IV-XIV, que es cuando de verdad se fraguan, se de-sarrollan y se ejercen las ideas del cesaropapismo y la teocracia. El análisis de los contenidos históricos y doctrinales de ese largo período, además del valor cultural que tienen en sí mismos, servirá de clave de interpretación del actual laicismo en las naciones europeas. Puede que las relaciones entre la Iglesia y el estado en los siglos antiguos y medievales expliquen, por reacción, el laicismo militante en las socie-

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dades modernas. Como el camino es demasiado largo y complejo, en este análisis aludiré a aquellos personajes o situaciones históricas que expliquen mejor el tema.

Focalizando más en concreto el tema, ¿qué pretendo hacer? 1) Analizar los momentos estelares de las relaciones entre la Iglesia y los estados para ver cómo bascula la historia entre el cesaropapismo y la teocracia. El análisis se centrará en la historia de Europa y América, en la medida en que la mentalidad europea se impuso en las tierras colonizadas y evangelizadas. 2) Analizar los contenidos de estas dos nociones en algunos personajes y contextos históricos. 3) Metodológi-camente utilizaré algunos documentos fundamentales que iluminan esas dos realidades históricas y haré las reflexiones pertinentes. 4) Dejaré la reflexión abierta para confrontar lo que sucedió en los siglos medieva-les con la situación posterior y, de modo especial, de nuestro tiempo.

I. Cesaropapismo en la Iglesia primitiva

Cronológicamente, en las relaciones de la Iglesia y el estado, apare-ció primero el cesaropapismo, o sea, el emperador, ya hecho cristiano, gobernaba la Iglesia asumiendo funciones de la autoridad eclesiástica, especialmente la del Papa de Roma, a veces con anuencia de la misma jerarquía. Prevaleció en la edad antigua y en la alta edad media (siglos IV-VIII). Veremos que, en períodos sucesivos, se impondrá la teocracia o hierocracia, o sea, el intento de los papas por gobernar la sociedad civil, además de la religiosa. Esta será la alternancia de las dos fuerzas dominantes en la sociedad sacralizada en la edad antigua y medieval.

1. de la persecución a la libertad de la iglesia

El primer ejercicio de cesaropapismo aparece al final de las perse-cuciones de la Iglesia con el emperador Constantino El Grande. Fue y sigue siendo un personaje controvertido y ha sido presentado en algunos manuales de historia de la Iglesia como el primero que concedió la libertad a los cristianos. En realidad, la Iglesia adquirió la libertad en dos momentos diferentes y en el que intervinieron varios personajes.

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Primero, hubo un edic to de tolerancia el año 311 firmado por Galerio, Constantino y Lici nio y que contiene dos resoluciones importantes.

— «Ut denuo, sint christiani»: que existan de nuevo los cristianos. Significa: que cesen las persecuciones y que los cristianos vivan tran-quilos en libertad. «Ut conventicula sua componant»: que recompongan los lugares de sus reuniones (casas, iglesias para el culto...). y sigue el documento: «Ut ita ne quid contra disciplinam agant»: que respeten el orden público. Importante lo que se dice a continuación en este mismo documento: «Por lo tanto, para agradecer nuestra benevolencia, deberán rogar a su dios por nuestra salud (bienestar) y del gobierno y de la suya propia, y así en todas partes la administración del estado se conserve y para que ellos puedan vivir con tranquilidad en sus propias casas» 1.

¿Qué significó para la iglesia? Fundamentalmente, un cambio ra-dical para su existencia, y, andando el tiempo, una mutación sustancial en su estructuración jurídica que afectará a su vida. Significó el cese de la persecución sangrienta. Es la primera componenda entre la Igle-sia y el estado, no un pacto bilateral, sino un reconocimiento jurídico por parte del imperio de una institución religiosa ajena y contraria a la tradición greco-romana. No se dice nada de la res titución de los bienes confiscados durante la persecución de Diocle ciano. Fue un paso trascendental, un cambio radical en beneficio de la Iglesia cristiana y de su estatuto jurídico.

El documento citado, muy importante, es menos conocido en los manuales de historia, que el siguiente rescriptum imperial, el famoso edicto de Milán, del año 313, que significó un paso decisivo hacia la libertad plena de la Iglesia. Lo decidieron amigablemente en Milán Constantino y Lici nio el año 313. Contiene varias prescripciones de extrema importancia:

1º Libertad para que los ciudadanos romanos puedan seguir su propia religión y ejercer el culto que deseen. «Ut daremus et christia-nis et omnibus liberam potestatem sequendi religionem quam quisque voluisset ...». 2º Esperan que, con esto, las divinidades les serán pro-picias a ellos y a todo el pueblo. 3º Que no se coaccione a nadie a

1 Cf. éste, como otros documentos que citaré en estas páginas, en Enrique Gallego Blanco, relaciones entre la iglesia y el estado en la edad media, Madrid, Revista de Occidente, 1973, p. 62-63.

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renegar de su condición de creyentes, sean cristianos o seguidores de otras religiones. 4º Manda abolir todas las leyes persecutorias contra los cristianos, y que ellos puedan practicar su religión sin peligro ni miedos. 5º No quieren favorecer a ninguna de las religiones existen-tes para mantener la paz social en el imperio. 6º Finalmente, manda devolver a los cristianos sus posesiones confiscadas y si algunos de los actuales posesores de esos bienes se siente perjudicado, que cuente con el apoyo del gobierno 2.

En concreto, se trata de un edicto de tolerancia, de libertad de con-ciencia para todos los habitantes del imperio, no específico a favor de los cristianos. Pero, en realidad, para ellos significó un cambio radical en sus vidas porque suprimía las leyes imperiales que positivamente mandaban perseguir a muerte a los cristianos. En una palabra, la religión pagana (con su culto a varias divinidades griegas y romanas) dejó de ser la reli-gión del imperio para convertirse en una de tantas; y la religión cristiana pasaba a ser de perseguida a tolerada. No significa que Constan tino se adhiriera (convirtiera) a la religión cristiana desde ese momento, sino que los acontecimientos le fueron llevando a la convicción de la fuerza social del cristianismo, como lo demuestra su política religiosa posterior. Lo que constituía una novedad en el rescriptum era la restitución a los cristianos de los bienes confiscados en las persecuciones anteriores, lo cual significaba su buena disposición hacia los cristianos.

2. Política religiosa de constantino

Me da la impresión de que hemos pasado de una exaltación de un Constantino, emperador «cristiano», a considerarlo sólo como un estadista genial que, simulando una creencia cristiana que nunca tuvo ni vivió, se aprovechó del cristianismo para realizar sus ambiciones políticas. Veamos algunos hechos históricos, los necesarios, para com-probar su comportamiento cesaropapista.

Por el solo hecho de conceder la libertad a los cristianos no pode-mos concluir que Constantino fuese un converso al cristianismo desde

2 Cf. en Enrique Gallego Blanco, relaciones entre la iglesia y el estado en la edad media, pp. 64-67. Como el anterior, en latín y la traducción.

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aquel momento. De hecho, se bautizó al final de su vida y por un obispo arriano (año 337). Retrasar el bautismo hasta la hora de la muerte era algo frecuente, especialmente entre los grandes personajes, por temor de cometer pecados públicos y al castigo de las penitencias, también públicas, que eran terribles: prácticamente limitaban la vida social del penitente, además de la humillación inherente. Constantino fue con-siderado toda su vida como un «catecúmeno» de la Iglesia cristiana.

Actuó en su vida con ambigüedades en el sentido de que, aun después de la supuesta «conversión» el año 312, simultaneó las creen-cias y prácticas paganas y cristianas, coherente con la defensa de la libertad religiosa para todos los habitantes de su imperio. No olvidemos que Constantino es un hombre de la transición del mundo antiguo al medieval; pagano en su origen se fue inclinando poco a poco al cristianismo hasta el total abandono del paganismo. Pero tampoco fue un perseguidor de la religión pagana. Si en su tiempo y alguna vez fueron destruidos los templos paganos no fue por las leyes persecu-torias, sino por el fervor de los cristianos, perseguidos durante siglos por los paganos.

Es verdad que a veces se comportaba como un pagano, que era un hombre religioso, adoraba, como su padre, al «sol invictus», al menos antes del 312. Después de la batalla contra Majencio ese mismo año, continuó usando el título imperial de «Pontifex maximus» de la religión romana, algo normal, ya que el emperador era también su jefe supremo. Las prácticas religiosas formaban parte de la vida social y pública. Su imagen en las monedas aparece rodeado de símbolos paganos, etc. Pero apreciamos un distanciamiento progresivo del paganismo y una aceptación progresiva del cristianismo.

Personalmente se fue distanciando del paganismo en una política religiosa de evidente cambio. Así, constatamos que poco a poco fue prohibiendo el culto pagano, especialmente sus aspectos inmorales, el arte adivinatorio en los casas privadas. Después de su definitiva victoria sobre Licinio (323), no fue a sacrificar a los dioses, según era costumbre; despojó los templos paganos para embellecer Cons-tantinopla, en las monedas van desapareciendo signos de la religión pagana y aumentan los signos cristianos. y varias razones más. Pero no quiso imponer el cristianismo como única religión de Estado para mantener el ideal de la libertad religiosa, pero sí proponerlo como

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religión más perfecta. Es cierto que fue favoreciendo cada vez más al cristianismo, por ejemplo, devolviéndole los bienes confiscados en las persecuciones, concedió la inmunidad a los clérigos, dio a los obispos, para bien o para mal en el futuro, jurisdicción en las causas civiles, construyó nuevas iglesias en Roma, el Laterano, San Pedro en el Vaticano, San Pablo, San Lorenzo, el Santo Sepulcro en Jerusalén, y otras en las principales ciudades de Oriente. Edificó la primera ciudad cristiana, Constantinopla, con la basílica de Santa Sofía, reedificada después por Justiniano, etc.

3. constantino y el ejercicio del cesaropapismo

Las actuaciones de Constantino en beneficio de la Iglesia, de los clérigos, del culto, a los que he aludido, significan que consideraba a la Iglesia cristiana y su jerarquía como parte del organigrama de su estado y que, como jefe, podía intervenir, si no a su antojo, sí con autoridad en su dirección, en su administración y en la misma clarificación de sus dogmas. Esa idea fue la base de su política religiosa.

Además de los ejemplos aludidos, existen otros de mayor trascen-dencia. Por ejemplo, intervino en asuntos estrictamente eclesiales, como condenar a los herejes con el destierro (donatistas y arrianos), expulsó a san Atanasio de su sede, convocó sínodos y concilios, por ejemplo el concilio ecuménico de Nicea, al que asistieron los obispos —al menos en su intención— como consejeros del emperador. El papa Silvestre aprobó lo hecho en él y por eso sus decisiones tienen valor dogmático. Algunas leyes que promulgó tienen inspiración en la teología y la moral cristianas. Por ejemplo, sobre la dignidad de la persona humana prohibiendo que los condenados a muerte o a trabajos forzados fuesen marcados en el rostro; permitió a los cristianos manumitir a sus esclavos ante el obispo con valor legal; concedió a los obispos poder ser árbitros entre dos litigantes; impuso el descanso el día del domingo en memoria de la resurrección del Señor, etc. Conocidos estos hechos, caben algunas preguntas.

Primera. ¿Por qué aceptó Constantino el cristianismo y le concedió privilegios?

En Asia menor, región de abundantes comunidades cristianas, co-noció el cristianismo y el heroísmo de los mártires en la defensa de

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su fe, es decir, el valor moral de la doctrina cristiana, tan diferente de la ideología pagana. Como un buen político e inteligente estadista, vio en el cristianismo la fuerza joven y progresista del futuro, el elemento aglutinante para reconstruir un imperio que se desmoronaba, lo mismo que su religión y su moral. Se puede pensar también que, en el contexto cronológico de la batalla contra Majencio, tuvo la intuición de que, por voluntad de los dioses, quizá por encomienda del Dios cristiano, estaba llamado a cumplir un destino grande en la historia. Así pudo moverse, al principio, entre las prácticas de la religión romana y, al final, aceptar su ingreso en la Iglesia cristiana.

Segunda. ¿En qué fundaba su derecho a intervenir en el gobierno de la Iglesia?

El concibió el imperio como una unidad y en la que había dos realidades sociales diferentes pero fusionadas, lo civil y lo religioso, la Iglesia y el estado, como acontecía en la religión de la Roma imperial. Según esa idea, la Iglesia, como grupo social, debía ser gobernada por el emperador. En su mentalidad pagana, sobrevive la idea de que el emperador era el jefe espiritual de la religión, el Pontifex maximus, además de gobernante político. La traslación mental era clara: él era también el jefe espiritual de la religión cristiana

Tercera. Ante esa situación, ¿qué hacía la jerarquía de la Iglesia?La admitía como normal, dejaba hacer a un emperador que no era

todavía cristiano, pero se comportaba como tal. Le agradaba que el emperador defendiese el dogma y la moral de los cristianos. De hecho, la moralidad del imperio se fue saneando. Después de la persecución sangrienta durante casi tres siglos, la jerarquía eclesiástica quedó se-ducida por los privilegios que le concedía el mismo imperio que había intentado destruirla. Pasando el tiempo, los papas protestaron y res-pondieron a los emperadores por su intromisión en el gobierno de la Iglesia. Por ejemplo, el obispo Osio, escribió al emperador Constancio, en la zona oriental y favorecedor de los arrianos, el año 356: «No te mezcles en cuestiones de la Iglesia; en este terreno no debes darnos órdenes, sino aprender de nosotros. A ti te ha dado Dios el imperio, a nosotros nos ha confiado las cosas de la Iglesia; y así como el que quiere quitarte el poder se opone a la voluntad de Dios, así incurres tú en grave acusación si pretendes entrometerte en los asuntos de la Iglesia [...]. Ni a nosotros nos es lícito gobernar la tierra ni tú ¡oh,

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emperador! tienes la potestad de ofrecer incienso. Te digo esto porque me preocupo de tu salvación» 3.

También san Ambrosio de Milán defendió la supremacía del poder espiritual sobre el temporal. Por ejemplo, condenó al em-perador Teodosio I a hacer penitencia pública por haber permitido matar a miles de ciudadanos en Salónica como represalia por haber dado muerte a un oficial del ejército. Pero fue el papa Gelasio I (492-496) quien iba a poner las bases de una política de relaciones entre la Iglesia y el estado, si bien no siempre se cumplió, como consta de la carta al emperador oriental Anastasio I, en un intento de unir a los monofisitas con los ortodoxos en el henoticón. El papa expone que existen dos poderes, el eclesiástico y el imperial (religioso y civil); que ambos tienen origen divino; que el emperador no puede legislar en cuestiones eclesiásticas; que en lo eclesiástico el emperador está sometido al papa. El poder espiritual está por encima del temporal; que el poder del papa es la auctoritas, que es fuente de derecho. El del emperador, la potestas, que ejecuta lo que dicta la auctoritas 4.

Los sucesores de constantino implantaron la Iglesia cristiana hasta imponerla como única religión del estado. Constante en Occidente, y Constancio en Oriente, ejercieron el Cesaropapismo con mayor fuerza que su padre y por las mismas razones: la Iglesia era una función del estado. Los dos persiguieron al paganismo, estableciendo la religión única contra lo establecido en Milán en el 313. Desde mediados del si-glo IV el paganismo se refugió en los pueblos (pagus) y fue decreciendo su importancia social. Finalmente, el emperador Teodosio I (379-395) declaró al cristianismo religión de estado. En Oriente, su nieto Teodosio II (408-450), (hijo de Arcadio), promulgó el codex Theodosianus, de orientación cristiana y adverso al paganismo 5. Finalmente, Justiniano (527-565) obligó a convertirse al cristianismo a todos los súbditos del imperio oriental bajo pena de confiscación de los bienes y privación de los derechos civiles y otras penas.

3 Citado por Francisco Martín Hernández, españa cristiana, Madrid, EDI-CA, 1982, p. 12 (BAC popular, 43), p. 14.

4 Cf. en Enrique Gallego Blanco, l. c., p. 83.5 Cf. algún texto en Enrique Gallego Blanco, l. c., pp. 68-81.

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En Occidente, obró de modo parecido con los paganos el empe-rador Honorio, hijo de Teodosio I, pero cuidando de no destruir los templos paganos. Poco a poco, el mundo occidental fue sucumbiendo a la invasión de los bárbaros con el destronamiento del último em-perador Rómulo Augústulo. La Iglesia latina siguió creciendo y se calcula que a finales del siglo VI y comienzos del VII (en tiempos de san Gregorio Magno), el 70-80 % de los habitantes era católico 6. ya desde los tiempos de Justiniano, idea que domina toda la edad media, se impuso la corriente de pensamiento de que para ser ciudadano era necesario ser cristiano católico y que las faltas contra la Iglesia eran delitos de estado.

— Reflexión final de este período

Todo juicio de valor que hagamos sobre la actuación de la Jerarquía eclesiástica del siglo IV puede pecar de anacronismo. Por eso debe ser hecho desde las coordenadas de aquel siglo, no desde la mentalidad del siglo XX, especialmente después del concilio Vaticano II (1962-1965). Mucho menos caben los juicios «morales» sobre los protagonistas: obrar bien o mal. Todo lo que se ha dicho después del Vaticano II sobre el «giro constantiniano», sobre la «Iglesia constantiniana», la «Iglesia de cristiandad» tiene poco sentido como juicio de valor sobre el pasado remoto. Es otro anacronismo. Lo que no podemos hacer hoy es repetir aquellos esquemas en una sociedad que ha variado en las mentalidades y las actitudes vitales.

Superado ese escollo del anacronismo, se pueden hacer cuantas consideraciones históricas se quiera sobre la Iglesia «constantiniana». Por ejemplo, cabe decir que la Iglesia en aquellos siglos conquistó la libertad, pero, por una curiosa paradoja histórica, dejó de ser totalmente libre, sometida a los dirigentes políticos de turno. Lo mismo se puede decir de las conversiones en masa, sin la suficiente preparación de los catecúmenos, rebajando la tensión moral, ascética y teológica de la vocación cristiana. y, finalmente, que los privilegios que Constantino

6 K. Bihlmayer - H. Tüchle, storia della chiesa. I. l” antichità cristiana, Brescia, Morcelliana, 1960, p. 260.

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concedió a la Iglesia, especialmente a la jerarquía, convirtió la cúpu-la dirigente en funcionarios regios con las mismas prerrogativas que los otros funcionarios del estado. y otras muchas reflexiones que se pueden hacer 7.

II. La sacralización del imperio en la Edad Media

Otro ejemplo de Cesaropapismo en Occidente fue Carlomagno quien, en tiempos de los bárbaros, asumió el destino de Europa como nuevo emperador cristiano.

1. Fundación de la monarquía franca: Pipino el Breve

Nos situamos al final de la monarquía de los reyes merovingios, dinastía fundada por Clodoveo (481-511), vencedor de los visigodos de Francia con la ayuda de los galo-romanos y católicos en su ma-yoría. Fue bautizado como católico desde la paganía, sin pasar por el arrianismo, por el obispo de Reims, san Remigio. Se independizó del emperador del Oriente que todavía se consideraba también de Occiden-te. El final de la dinastía es conocida: los reyes dejaron el gobierno en manos de los Mayordomos del palacio. Entre ellos, el más famoso fue Carlos Martel (el que detuvo en Poitiers a los musulmanes que habían conquistado gran parte de la península ibérica).

Su hijo, Pipino el Breve, hizo un gesto valiente que iba a cambiar el rumbo de la historia de Europa. Contra la creencia de los francos, que consideraban intocable al rey por ser de estirpe divina, destronó a Childerico III, le cortó la cabellera, signo de realeza, y le encerró en un monasterio. Para justificar ante su conciencia y ante el pueblo ese

7 Karl Baus, hace una serie de reflexiones sobre la intervención de Constanti-no en la Iglesia cristiana (aplicable a los sucesores) concluyendo que son mayores los elementos positivos que los negativos. Resulta también interesante la reflexión que hace sobre las «causas de la victoria» del cristianismo, concluyendo que el triunfo del cristianismo no se debe a Constantino ni a sus razones culturales, re-ligiosas, morales, sino a la persona de Jesucristo que sedujo a muchos hombres y mujeres en aquellos momentos de transición. Cf. en Huber Jedin (Dir.), Manual de historia de la iglesia, I, Barcelona, Herder, pp. 596-603.

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gesto revolucionario, consultó al papa de Roma, Zacarias (741-752), sobre si era lícito ser rey de Francia uno que no gobernaba de hecho. Era el año 749, y el hecho trascendental quedó anotado en las crónicas latinas de la época. El papa Zacarías, respondió a la duda del súbdito, cuya autoridad papal reconoce: «Melius esset illum regem vocari qui potestatem haberet quam illum qui sine regali potestate manebat, ut non conturbaretur ordo». y, en consecuencia, «Per auctoritaten apos-tolicam iussit Pipinum regem fieri» 8.

Pipino subvierte la mentalidad sagrada de los francos que admitía como legítimo al rey que, siendo de estirpe regia, fuese elegido y proclamado por el pueblo. Subyace en estas concepciones de los pue-blos bárbaros la idea de que los reyes son de estirpe divina y sagrada, investida de poderes mágicos, y, por lo tanto, intocables.

Pipino rechaza y supera la creencia tradicional, ya que él no era de estirpe regia, y busca otro principio que legitime su golpe de estado revolucionario y lo encuentra en la autoridad religiosa suprema que, en ese momento, es el Papa de Roma, y va a legalizar una situación de hecho. No es un mandato, sino una respuesta a la pregunta propuesta: Pipino puede, y en ese caso debe, ser investido como rey porque le asiste el derecho de la idoneidad. Además, para ser rey legítimo nece-sita una acción importante: la unción sagrada conferida por la Iglesia, con clara referencia a los reyes ungidos de Israel. Aunque afirman las crónicas de entonces que fue ungido por san Bonifacio, en realidad, es más probable que fuese ungido por los obispos francos, y después repetida y confirmada por el papa Esteban II en Saint Denis de París el año 754. Con ello se sacralizaba la persona y la función del nuevo rey y suplía la carencia de la estirpe regia. Con esa acción, cuasi sa-cramental, se le otorgaban al rey tales prerrogativas y privilegios que favorecían el cesaropapismo y la teocracia regia.

Haciendo teología política de la historia, nos podemos preguntar en qué principio doctrinal se fundó el papa para legitimar a un candidato que no tenía derecho según las costumbres y las leyes de los francos. ya he dicho que fue el principio de idoneidad de los candidatos, que es de orden natural y también se funda en el ideal cristiano.

8 annales laurinenses, Pl 104, col. 374. Texto parecido en annales eghinardi, Pl, 104, col. 373.

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El «ordo», al que alude el papa, no significa el «orden público», como traducen algunos, sino el orden objetivamente verdadero, es de-cir, aquel que mantiene la equivalencia entre el nombre (de rey) con la realidad (que de verdad gobierne). Se salva así la verdad de los hechos. Pero, además, se refiere al orden justo que Dios quiere que exista en el mundo, en el sentido de que el orden objetivo exige que para gobernar una sociedad cristiana el rey debe ser un sujeto idóneo, es decir, tiene que ser justo, pío, cristiano ortodoxo (no cismático o hereje), que guíe a los hombres al fin para que han sido creados. En caso contrario, pierde los derechos del reino y los súbditos no deben obedecerle. La idea del gobernante idóneo tiene su fundamento en la teología de la historia que expuso san Agustín en la ciudad de dios 9. San Isidoro expuso también ideas parecidas al decir que «serás rey si obras rectamente, y si no obras rectamente no serás rey» 10. Evidente-mente, todo esto está en coherencia con una visión de la historia como historia sagrada: es una visión teológica de la historia.

2. el reinado de carlomagno

El que consolidó el reino franco fue el hijo de Pipino, Carlomag-no (768-814), un personaje que llena toda la edad media occidental y cristiana por su largo período de regencia y sus actuaciones en la cultura, la política y la religión. Fue un brillante guerrero y estratega. Dejando aparte todas esas cualidades centrémonos en sus funciones como emperador cristiano.

Su reconocimiento oficial como emperador tuvo lugar en un solem-ne acto de coronación en la basílica de San Pedro en Roma, por el papa León III, el 24 de diciembre del año 800. Este hecho, muy conocido, es, quizás, el acontecimiento más grávido de consecuencias en toda la

9 Cf. Libro 19, cap. 21, 1. Se funda en el principio de la justicia que da a cada uno lo que es suyo, y si no se le da a Dios el culto que merece no se es justo con él. El gobernante es justo cuando favorece esa justicia que se le debe a Dios.

10 Educador de los visigodos, una monarquía electiva, confirmada por la unción, propuso algunos principios de filosofía y teología política. Cf. José Orlandis, historia de la iglesia. I. la iglesia antigua y medieval, Madrid, Palabra, 1977, pp. 198-199.

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edad media. Con ese acto no pensó renovar el antiguo imperio romano, sino que siempre se presentó como germano y creador de un «imperio nuevo», el «sacro romano imperio», que acabaría siendo «germánico». Sí es cierto que se presentó como «defensor de la Iglesia»

1) Cesaropapismo de Carlomagno

El comportamiento de Carlos con la Iglesia señala uno de los pun-tos más altos de la ingerencia de un gobernante civil en la dirección de la misma. Por eso podemos hablar no sólo de cesaropapismo, sino de teocracia civil. Su mentalidad germánica y las ideas que heredó de la tradición sobre el carácter sacro del gobernante, la actuación del papa de Roma en su coronación, la permisividad del alto clero en sus actuaciones, le llevaron a la conclusión de que era verdad lo que dijo de él el sabio Alcuino: «ecce in te solo tota salus ecclesiarum christi recumbit» 11. De hecho, como hemos advertido en Constantino, Carlomagno consideró a la Iglesia como un organismo directivo de su imperio, una aliada de sus fines político-religiosos.

Recordemos algunos casos en los que ejerció el cesaropapismo.— Asumió el poder legislativo. El convocaba concilios, sínodos,

los presidía, como si se tratasen de asambleas o dietas imperiales. Las leyes que allí se formulaban eran coleccionadas en los famosos capitulares que regulaban la vida civil, eclesiástica y religioso-moral de clérigos y laicos. Hacía vigilar su cumplimiento mediante los Missi dominici, comisarios reales que eran laicos o religiosos.

— Elegía a los candidatos a obispos, que después eran consagra-dos por la autoridad eclesiástica. Aunque no sabemos si intervenía el pueblo, lo cierto es que prevalecía la voluntad del emperador. Estos altos dignatarios eran personajes áulicos, sus consejeros en el palacio real, junto con otros magnates de la administración civil.

— Los bienes eclesiásticos prácticamente eran bienes del imperio y él los podía repartir también a los laicos. La administración de la justicia era confusa. un obispo juzgaba causas civiles y un magnate

11 Ml 100, 301-302. En R. G. Villoslada, historia de la iglesia, II. edad Me-dia, Madrid, BAC, 1963, pp. 76-77. En Carlomagno está la salvación de la Iglesia.

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del reino causas estrictamente eclesiásticas. y siempre se podía apelar al emperador aunque la causa fuese de orden estrictamente del foro eclesiástico.

— Procuró la formación del pueblo, urgió la predicación en lengua popular, obligó a la misa dominical y el reposo de los trabajos, obligó a pagar los diezmos a la Iglesia, según costumbre tradicional. Mucho más cuidó la cultura y la formación del clero creando una escuela palatina en su mismo palacio de Aquisgrán donde confluyeron muchos sabios.

— Favoreció el florecimiento de los monasterios como lugares de cultura. y sobre todo, su corte fue un centro internacional de pensa-miento y enseñanzas adonde llamó sabios eminentes: Alcuino de york, Paulo Diácono, Eghinardo, que era seglar, etc.

— y, lo que es más grave, intervino también en asuntos estricta-mente dogmáticos, como la lucha contra las imágenes desencadenada en Oriente. Carlomagno rechazó las actas del concilio II de Nicea, ecuménico VII, aunque pudo ser porque se convocó por el papa y la emperatriz Irene sin consultarle a él; o porque los teólogos carolinos no entendieron bien la diferencia que en Nicea se estableció entre «adora-ción» (latreia) y «veneración» (Proskínesis); lo mismo sucedió con el adopcionismo (Elipando de Toledo, atacado por san Beato de Liébana).

— También intervino en la cuestión del «Filioque», pero el papa no cedió a las insinuaciones de algunos consejeros para imponer a los griegos la fórmula occidental de la procedencia del Espíritu Santo «Per Filium».

Creo que estos simples datos son suficientes para juzgar las liber-tades de un gobernantes político en el corazón de la edad media y sus ingerencias en el gobierno de la Iglesia. Como conclusión, se puede citar la carta que Carlos escribió al papa León III el año 795. «Nos incumbe con la ayuda de Dios defender por dondequiera en lo exterior a la santa Iglesia de Cristo por medio de las armas contra los ataques de los paganos y las devastaciones de los infieles, y afirmarla en lo interior por el conocimiento de la fe verdadera. Vuestra misión, padre santo, es levantar como Moisés los brazos en la oración y ayudar así a nuestro ejército...» 12.

12 Huber Jedin (Dir.), Manual de historia de la iglesia, III, Barcelona, Herder, 1970, p. 176.

CESAROPAPISMO y TEOCRACIA EN LA HISTORIA 171

2) Juicio sobre la obra eclesial de Carlomagno

Para hacer un juicio justo sobre la actuación de Carlos en el go-bierno de la Iglesia, tenemos que situarnos en la mentalidad medieval. Mirada desde la nuestra, con una mentalidad desacralizada y laicista, no parece la adecuada para una Iglesia que debe ser libre en un estado libre.

El comportamiento de Carlos se funda en la idea de que todo poder viene de Dios, de Cristo, que es el verdadero rector del mundo y de la Iglesia. Carlos, gobernante de la sociedad, tiene en cuenta al hombre, destinado a ser cristiano, y sometido a la autoridad del emperador. La Iglesia, según él, es una sociedad dentro del estado. Iglesia y estado forman parte de una sociedad superior, que es la respublica christiana.

Con él nace, mas que en tiempo de Constantino, la Iglesia de cristiandad, y por eso se puede llamar iglesia carlomagniana, no «constantiniana», la que se ha mantenido durante la edad media y hasta el concilio Vaticano II. Hoy tiene una valoración peyorativa, y con argumentos convincentes si miramos sólo su faceta negativa, como Iglesia de poder y de institución, cuando decimos que la verdadera Iglesia es carismática.

Pero la chistianitas medieval tiene sentido de universalidad, de reino de Dios encarnado en la historia de la humanidad considerada como la familia de los salvados por Dios en Cristo. Después de la inva-sión de los «bárbaros», época de confusión, el emperador Carlos supo crear la unidad de los distintos pueblos de Europa fundada en razones religiosas no sólo políticas y culturales. El «agustinismo político» que serpea en la historia después de san Agustín y su grandiosa visión en la ciudad de dios era capaz de crear una unidad política supranacional fundada en el Evangelio de Jesús. La ecclesia medieval era no sólo una realidad teológica, sino también política y social.

Es cierto que la política de Carlomagno tuvo sus desventajas, tam-bién en su tiempo. Creó confusión de los dos poderes. y, sobre todo, potenció la dimensión temporalista de la Iglesia y la configuración de sus estructuras según el modelo de un imperio político. Las alianzas entre la Iglesia y el poder político, con su secuela de privilegios, no dejan libertad para predicar el Evangelio.

172 DANIEL DE PABLO MAROTO, OCD

Finalmente, la estrecha alianza de la Iglesia con el poder político hizo que el desmoronamiento del imperio de Carlomagno arrastrase con él a la Iglesia y la condujese al «siglo de hierro del pontificado» del que costó salir.

III. La subversión del poder eclesiástico

Como ya he indicado, al morir Carlomagno en el año 814, el imperio se desmoronó dividiéndose en pequeños reinos que fueron desmembrándose en señoríos feudales, como es sabido por la historia general. Recordemos los acontecimientos fundamentales que tocan el tema que estamos tratando.

1. el feudalismo y la iglesia

El marco externo en que se desarrolla la vida de la Iglesia después de la descomposición del imperio carolingio, es caótico y precario. una nueva oleada de invasiones perturban las no pacíficas condiciones de vida en Europa. Por ejemplo, la de los húngaros, los normandos (vikingos), los árabes, etc. Su historia, sus correrías y ataques a la dividida y enfla-quecida Europa constituyen un capítulo entre triste y pintoresco, entre novelero y real, que asombra hoy a quien lee aquellos capítulos de triste recordación y, quizá, llenos de enseñanzas para los actuales europeos.

uno de los procesos sociales más originales en la configuración de la atormentada Europa, fue el feudalismo. Al faltar un fuerte gobierno civil centralizado como el de Carlomagno, la unidad política de la christianitas entró en crisis. Las naciones, antes compactadas por la unidad política y religiosa de los diversos reinos, se desmoronan, y los señores de estos territorios crean sus propias iglesias y ermitas que edifican en sus predios, colocan en ellas a los sacerdotes, a veces siervos de la gleba sin cultura ni formación ni virtudes propias de un dirigente eclesiástico. En una palabra, los señores que gobiernan sus propios feudos, tienen a la Iglesia como parte de su heredad y sometidos a él.

Como muestra de que el poder civil se entrometía en asuntos es-trictamente eclesiásticos con un abusivo cesaropapismo, recordemos la

CESAROPAPISMO y TEOCRACIA EN LA HISTORIA 173

constitutio romana de Lotario I del año 824 en la que se determinaba, entre otras cosas, que todos los romanos debían prestar juramento de fidelidad al emperador, también el papa. y la elección del candidato, hecha por el clero y el pueblo romano, debía ser aprobado por el em-perador a quien debía hacer juramento de fidelidad ante un delegado suyo 13.

2. el «siglo de hierro» del pontificado

A la muerte del papa Juan VIII (882) comenzó el período más oscuro del pontificado romano, interviniendo en las elecciones papales algunas poderosas familias romanas, quitando y poniendo papas a su antojo contra las leyes eclesiásticas. Costumbre que se superó en el pontificado de Nicolás II al ordenar que los electores de los papas serían sólo los cardenales (1059). Siglo de hierro en el que las sombras no ofuscan las fuerzas latentes de santidad. Como muestra de la decadencia de la Iglesia, podemos recordar un cuadro sobrecogedor en el centro mismo de la cristiandad. Las fuerzas laicales se habían apoderados de las eclesiales. Aludo brevemente a los hechos más lamentables del siglo en la sede romana.

Salvo error, desde el año 882 (muerte violenta del papa Juan VIII) hasta 985, muerte de Juan XIV, ha habido 23 papas, con un promedio de menos de cuatro años por pontificado. Algunos han durado sólo unos días. Al menos siete papas murieron de manera violenta, como se puede consultar en cualquier manual de Historia de la Iglesia: en-venenados, golpeados hasta la muerte, despojados de sus vestiduras, encarcelados, degollados, quemados y sus cenizas arrojadas al Tíber, muertos de hambre en los calabozos del castillo de Santángelo, etc. Actos violentos que dan fe de lo tenebroso de aquel siglo.

Pero, ¿qué demuestran estos acontecimientos luctuosos? Que el imperio carolingio en descomposición arrastró a la ruina a la sede romana. Vinculada antes al poder y prestigio del emperador, al faltarle ese apoyo se precipitó en un progresivo deterioro. La alianza del poder

13 Cf. el texto en E. Gallego, relaciones entre la iglesia y el estado..., pp. 86-89. Comentario breve en p. 26.

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eclesiástico y el poder civil se estaba demostrando perniciosa para el papado y la Iglesia. Esos acontecimiento, a la larga, generarán dos corrientes pendulares y antitéticas aunque diacrónicas: la teocracia papal en algunos períodos, y en otros el cesaropapismo estatal y, a la larga, la laicidad o separación de la Iglesia y el estado y, finalmente, el laicismo radical, o sea, la lucha del estado contra la Iglesia.

3. la recuperación de la libertad de la iglesia. Gregorio Vii. inicio de la teocracia

Los acontecimientos narrados sirven como telón de fondo para entender el proceso de liberación y recuperación de la autoridad ecle-siástica por el papa Gregorio VII (1073-1085). Fue un gran reformador que tuvo que luchar contra varios frentes. Desterró dos lacras muy arraigadas y extendidas: la clerogamia (matrimonio de los clérigos) y la simonía de los pastores de la Iglesia (compraventa de los oficios y beneficios eclesiásticos). Para ello reunió sínodos, envió legados a las naciones, etc. y, sobre todo, luchó contra la intromisión de las autori-dades civiles en la elección de los obispos, de los abades, del clero en general y contra la investidura laica de los mismos como si se tratase de señores feudales. Sólo dos años después de la elección (1075), en un sínodo celebrado en el Laterano, determinó:

«Cualquiera que en lo sucesivo reciba un obispado o abadía de mano de una persona seglar no será tenido por obispo o abad. Perderá la gracia de San Pedro y no podrá entrar en el templo. Igualmente, si un emperador, duque, marqués, conde o cualquier otra autoridad, osare dar la investidura de un obispado o de otra dignidad eclesiástica, sepa que incurre en idénticas penas» 14.

En realidad, la ley existía ya en el derecho canónico pero no se cumplía. Lo nuevo fue la valentía de un pontífice para imponerla en aquellas circunstancias de mentalidad feudal. Su actitud reformista le creó enemistades y persecuciones, sobre todo de parte del rey Enrique

14 Cf. en Ricardo García Villoslada, historia de la iglesia católica, II, edad Media, Madrid, BAC, 19633, parte II, cap. 1, n. 3, p. 307.

CESAROPAPISMO y TEOCRACIA EN LA HISTORIA 175

IV de Alemania, a quien tuvo que excomulgar y disolver el juramento de fidelidad de sus súbditos, hasta morir por esa causa en el destierro de Salerno en el 1085. Todo ello se puede seguir en cualquier historia de la Iglesia

Más que esas refriegas del papa con el rey alemán, interesa en este contexto su guerra espiritual contra las investiduras laicas de los obispos y abades, su defensa de la autoridad papal sobre las autoridades civiles (laicales), por lo que significan de actitud valiente y revolucio-naria. Son varios los documentos en los que manifiesta su ideología, pero como ejemplo se pueden leer las dos excomuniones del papa contra el rey Enrique IV. En la primera (1076), bajo la forma de una oración dirigida a san Pedro (no olvidemos que en la edad media el papa era considerado como «Vicarius Petri», vicario de Pedro, no de Cristo), le dice:

«Se me ha dado, por tu gracia [¡!], el poder de atar y desatar en los cielos y en la tierra. Por lo cual, fundado en esta comisión y por el honor y defensa de tu Iglesia [¡!], en el nombre del Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por tu poder y autoridad, privo al rey enrique, hijo del emperador enrique, que se ha revelado contra tu Iglesia con audacia nunca oída, del gobierno de todo el reino de alemania y de italia, y libro a todos los cristianos del juramento de fidelidad que le han dado o pueden darle, y prohíbo a todos que le sirvan como rey. Pues es propio que el que trata de disminuir la gloria de tu Iglesia, pierda él mismo la gloria que parece tener» 15.

Enrique IV contestó al Pontífice ese mismo año y su respuesta representa la otra mentalidad, la laicidad. Eran los primeros compases de un movimiento alternativo a la teocracia papal, sincrónicamente emergente. Sus palabras son un reto a la autoridad papal y una defen-sa de su propia dignidad como rey y de una autoridad que procede de la misma fuente que la del papa: Dios. Por lo tanto no se trata de un pensamiento ateo, sino que nace de una actitud creyente y de un respeto a los dogmas cristianos. El monarca defendía su autonomía

15 Cf. en Enrique Gallego Blanco, relaciones entre la iglesia y el esta-do..., p. 147.

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como gobernante y se desvinculaba de la tutela del papa. Los grandes ideales de la christianitas medieval comenzaban a desmoronarse. La carta de Enrique IV, llena de injurias personales contra Gregorio VII, era un ataque frontal contra su autoridad, un gesto altivo y retador, algo inaudito en aquellos momentos en que se imponía la autoridad papal. Este documento hace historia. Estas son sus palabras:

«Enrique, no por usurpación, sino por la disposición piadosa de dios, a Hildebrando, ahora no papa, sino un monje falso. Te has hecho merecedor de un saludo como éste por la confusión que has causado [...]. Te envalentonaste hasta levantarte contra el propio poder real que dios nos otorgó. Te atreviste a amena-zarnos con privarnos de nuestra realeza, como si la hubiéramos recibido de ti, como si la realeza y el imperio estuvieran en tus manos, y no en las manos de dios [...]. Tú, que no has sido llamado por Dios [¡!], has enseñado que nuestros obispos, que han sido llamados por Dios, tienen que ser rechazados [...]. La tradición de los Santos Padres enseña que debo ser juzgado sólo por dios, y no depuesto por ningún crimen a no ser que, lo cual nunca suceda, me desvíe de la fe» 16.

Resulta claro que su respuesta no se inspira en un ateísmo militante, sino que se sitúa en el ámbito estrictamente político-religioso. El rey seguía siendo creyente y admitía que un rey o emperador puede ser depuesto por el papa como hereje, no por defender su autoridad como gobernante. El papa respondió a Enrique con una segunda excomu-nión en 1080, invocando el poder de los apóstoles Pedro y Pablo. El documento ahonda en las mismas ideas ya conocidas.

«Pongo al dicho Enrique, al que llaman «rey» y a todos sus seguidores bajo la excomunión y los ligo con el vínculo del anatema [...]. le despojo de todo poder real y estado. Prohíbo a todos los cristianos obedecerlo como a rey y libro de la obli-gación de su juramento a todos los que le hayan prestado o lo presten como rey [...]. Que todo el mundo sepa y entienda que si podéis atar y desatar en los cielos [se está dirigiendo a san

16 Cf. en E. Gallego, l. c., pp. 149-151.

CESAROPAPISMO y TEOCRACIA EN LA HISTORIA 177

Pedro y san Pablo], también podéis dar en la tierra a cualquiera y quitar según sus méritos, imperios, reinos, principados, duca-dos, marquesados, condados y los bienes de todos los hombres [...]. y si podéis pasar sentencias en casos espirituales, ¿qué razón nos asiste para no creer que vuestro poder se extiende a asuntos seculares?» 17.

Pero el documento más famoso de Gregorio VII es el dictatus Papae, proclamado en el sínodo lateranense de 1075, previo a todas las disputas con Enrique IV. Son determinaciones muy breves, quizá títulos para desarrollar en un documento más completo o una propuesta de temas para estudiar y resolver en el sínodo. Ciertamente desvelan un pensamiento revolucionario contra todos los atropellos anteriores del cesaropapismo. una evidente confrontación entre el regnum (el imperio) y el sacerdotium (el papado), por mantener la terminología medieval. ¿Pero no iniciaba Gregorio VII un camino peligroso hacia la teocracia papal? Los puntos más llamativos son, entre otros, los siguientes.

—«Que sólo él puede usar las insignias imperiales». [¡!].—«Que el papa es el único cuyos pies deben ser besados por todos los príncipes». [¡!].—«Que sólo a él es lícito deponer a los emperadores».—«Que él mismo no puede ser juzgado por nadie».—«Que la Sede romana nunca ha errado [¡!], ni nunca cometerá error por toda la eternidad según el testimonio de la Escritura».—«Que el romano pontífice, si ha sido canónicamente ordenado, es, sin duda, santificado por los méritos de san Pedro». (indubitanter efficitur sanctus).—«Que sólo el papa tiene autoridad para absolver a los súbditos de hombres injustos de su ju-ramento de fidelidad» 18.

El juicio que merece este hombre santo (canonizado por Pablo V en 1606) es que fue un gran reformador, un pionero. Fracasó como político, que no lo era, pero triunfó como reformador de las costumbres del clero medieval, tan mediocre y corrompido, liberó a la Iglesia de la tutela de los laicos, del larvado o evidente cesaropapismo, cerró el período negro del «siglo de hierro del pontificado» y puso las bases para

17 Cf. en E. Gallego, l. c., pp. 171-173.18 Cf. en E. Gallego, l. c., pp. 108-111.

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recolocar a la jerarquía eclesiástica en el lugar que le correspondía en la sociedad. Los textos citados, aparentemente egolátricos, traicionan la personalidad de Gregorio VII, una persona sencilla y humilde, que no quería ser gobernante único del mundo, sino defensor de los derechos del pontífice romano, de la Iglesia como maestra de la verdad de Cristo, la única verdad, en un mundo que debería ser cristiano.

¿y después de Gregorio VII, qué? Pues que la reforma promovida por él, aunque efímera e incompleta, preparó el camino para que un sucesor suyo, Inocencio III (1198-1216), un siglo después, llevase el papado a su máxima grandeza en la edad media. El problema de las «investiduras» de los obispos y abades por los señores laicos concluyó con un acuerdo entre el papa Calixto II (1119-1124) y el emperador Enrique V (concordato de Worms, en 1122), en el que ambos pode-res cedieron parte de sus derechos en una convivencia pacífica 19. Inocencio III fue el verdadero árbitro de los reinos cristianos de Euro-pa, interviniendo en los asuntos estrictamente religiosos, pero también civiles, deponiendo a reyes, imponiendo penas de entredicho, etc. Sus decisiones eran respetadas y acatadas por todos como un juez supremo imparcial. Fue un verdadero hombre de estado, un gobernante sabio y prudente, un líder incuestionado en el escenario internacional. En cuanto a las relaciones entre la iglesia y el estado, no innovó nada, sino que vivió de la herencia del papa Gelasio I (que hemos recordado en estas páginas) y de la ideología de Gregorio VII. Sin duda alguna, ejerció la más alta teocracia que se recuerda en toda la edad media, pero sin estridencias ni contradictores.

IV. La teocracia de Bonifacio VIII y el declive de la autoridad papal

La mentalidad de reforma, y el espíritu teocrático que hemos re-cordado en páginas precedentes, intentó imponerla con toda energía Bonifacio VIII (1294-1303). Sin embargo, el éxito no acompañó a su buena voluntad porque no fue consciente de que una nueva mentalidad se estaba imponiendo en la Europa cristiana.

19 Cf. el documento en E. Gallego, o. c., pp. 208-211).

CESAROPAPISMO y TEOCRACIA EN LA HISTORIA 179

1. la iglesia y el estado en el siglo XiV

Los debates entre el poder civil (emperador, reyes, nobles) y el eclesiástico (papas, obispos) en la baja edad media giran en torno a la política religiosa, a la diversa concepción de la Iglesia y el estado y sus poderes y competencias en sus esferas de gobierno. Las heridas sufridas en tiempos del feudalismo, y que los papas reformadores qui-sieron curar, seguían abiertas no obstante los triunfos de Gregorio VII e Inocencio III. Ambos habían ganado batallas, pero no la guerra, que estalló de modo violento en tiempos de Bonifacio VIII.

La guerra dialéctica comenzó cuando el rey de Francia Felipe IV, el Hermoso, exigió al clero francés pagar los impuestos al estado, que no podía hacer sin permiso de la Santa Sede, como ordenó el concilio Lateranense IV (1225). Ante la protesta del clero, el papa prohibió pagar esos tributos. El rey reaccionó prohibiendo sacar de Francia metales preciosos, echando a los colectores de impuestos de la Santa Sede y a los banqueros italianos encargados de las trasferencias. El papa cedió. Está claro que, en este caso, la defensa de la respectiva autoridad tenía que ver con asuntos económicos. Otros asuntos tensio-naron las relaciones entre ambos mandatarios.

Cuando el rey encarceló al obispo de Pamiers, Bernardo de Sai-set, el papa exigió al rey su inmediata liberación, le citó a un sínodo romano y le envió la bula ausculta, fili carissime (diciembre 1301). El rey se rebeló contra el papa, la bula fue quemada públicamente y el canciller del reino, Pierre Flotte, hizo circular una bula falsa, deum time, en la que se exponía una sagacísima falsedad: que el rey estaba sometido al papa hasta en el orden temporal, que el papa nunca se había atribuido. Al mismo tiempo, le envió una carta al papa en que defendía la autonomía del poder regio en el orden temporal y que el rey no estaba sometido al papa en ese mismo orden. En una asamblea del reino o «estados generales» los nobles, el clero y la burguesía, de-fendieron la postura del rey. La idea de la teocracia papal comenzaba a ser ya una idea caduca.

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2. la bula unam Sanctam

Como respuesta a todos estos desmanes, el papa publicó uno de los documentos más famosos de la edad media, la bula Unam sanctam (18 de noviembre de 1302), en la que establecía el ámbito de las dos potestades, de la Iglesia y el estado, pero privilegiando a la autoridad papal. Estas son las ideas principales.

La Iglesia tiene en su poder dos espadas, que simbolizan dos potes-tades, una espiritual que es manejada por el sacerdote; y otra material, que utiliza el príncipe, pero a favor de la Iglesia y con consentimiento tácito del sacerdote. El poder espiritual tiene que establecer o confirmar el poder temporal (spiritualis potestas terrenam potestatem instituere habet, y iudicare si bona non fuerit). Significa que los eclesiásticos no sólo deben adoctrinar a las autoridades civiles, sino que deben darles la confimación cristiana a su derecho natural a gobernar. Al final del documento, definía que toda criatura está sometida al Sumo Pontífice de Roma como necesidad de medio: «Declaramos, afirmamos, defini-mos y pronunciamos que es absolutamente necesario para obtener la salvación que toda humana criatura esté sujeta al romano pontífice» 20.

Todo esto suena a raro y trasnochado, pero era coherente con una mentalidad medieval fundada en la idea de la christianitas medieval, de la «ciudad de Dios» en la tierra, como propuso san Agustín, razón por la cual algunos autores hablan de un «agustinismo político» que serpea en la sociedad europea y sacralizada desde la alta edad media. Como consecuencia de todo ello, Bonifacio VIII expuso la teoría de la autoridad de los papas en el orden temporal y espiritual, de modo directo e indirecto, de lo que hablan también las historias de la Iglesia y que no es necesario recordar aquí.

3. Juicio sobre Bonifacio Viii. la edad nueva de la laicidad

Es difícil hacernos un juicio exacto y prudente sobre su perso-na y su quehacer como papa. Representa una cumbre en la historia

20 Cf. texto completo en E. Gallego, relaciones entre la iglesia y el estado, pp. 282-285.

CESAROPAPISMO y TEOCRACIA EN LA HISTORIA 181

del pontificado, pero, al mismo tiempo, está indicando su declive en el concierto de las naciones europeas, no obstante que continuaban siendo cristianas. Defendió ideas del pasado histórico de la alta edad media, la hierocracia, que el papa convirtió en teocracia. En este sentido, a pesar de su buena voluntad y de su excelente preparación jurídica, fue un desplazado de su tiempo, un fracasado. Con Bonifacio VIII llegó al cenit el pensamiento político-religioso de la edad media. Pero no se dio cuenta de las mentalidades estaban cambiando, que no era tiempo de teocracia, sino de laicidad, que cada día progresaba inexorablemente.

Con él se hundieron muchas de las ideas de la edad media cristiana. Se embarcó en una guerra inútil que le llevó al fracaso. Bastó que un número de juristas, formados en las nuevas universidades europeas (Guillermo Nogaret, Pierre Flotte, Pierre Dubois, Guillermo Plaisian, etc.), apoyasen a los reyes en su defensa de la autonomía de gobierno, los derechos del Estado sobre el poder temporal del papa, para ganarle la batalla al papado. Galicanismo y regalismo precoces que se enfren-taron a la hierocracia papal desde finales del siglo XIII; nacionalismos nacientes y creciente complejo antirromano, que aumentaría durante al «destierro de Avignon» y el «Cisma de Occidente». Como se sabe, Bonifacio VIII terminó sus días el 12 de octubre de 1303, algo más de un mes después del «Atentado de Anagni».

V. Juan XXII y el progreso de la laicidad

Las ideas propuestas por Bonifacio VIII irán declinando en la baja edad media y creciendo el espíritu de la laicidad, como lo demuestra el pontificado de Juan XXII (1316-1334). En ese tiempo sigue la con-frontación entre el regnum y el sacerdotium, y configurando el inicio de la llamada «Edad Nueva». Las fuerzas nacionalistas y la mentalidad laicizante combaten el último round contra el papado y la concepción sagrada del poder temporal de la Iglesia.

Curiosamente es en tiempos de un papa centralizador de poderes en la Santa Sede cuando la ruptura entre el estado y la Iglesia llega a su cenit. ¿O es que esa actitud absolutista es la que exacerba a los gobernantes de la sociedad y provoca la ruptura?

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1. lucha entre la iglesia y el imperio

En la historia de la Iglesia en los comienzos del siglo XIV, fue muy célebre la confrontación del papa Juan XXII con los llamados «espi-rituales» franciscanos, un grupo de teólogos y místicos que querían vivir con radicalidad evangélica la pobreza de Cristo y sus apóstoles. Son nombres muy conocidos, como Pietro Giovanni Olivi, ubertino da Casale, Angelo Clareno, eminentes teólogos, y el piadosísimo laico y poeta lírico, Jacopone da Todi. Seguían todos la facción rigorista de la orden, no sólo cumpliendo la regla, sino también del Testamento de san Francisco 21.

Pero más importante que estas escaramuzas a nivel interno de la Iglesia, lo que es verdaderamente significante en esta época, para el tema que estamos tratando, es la guerra abierta entre el papa y el emperador de Alemania Luis de Baviera. Elegido legítimamente por la mayoría de los príncipes electores en 1314, en lugar del otro aspirante, Federico de Austria, ante una elección dudosa, acudieron al papa Juan XXII como árbitro imparcial, pero dejó en suspenso el juicio para poder gobernar el centro y norte de Italia como vicario imperial. Muerto su oponente Federico de Austria, lo comunicó al papa. Ante su silencio, el Bávaro ocupó Italia gobernándola mediante un vicario general.

El papa le amenazó con la excomunión si no deponía su actitud y Luis de Baviera en la Dieta de Nüremberg (18 diciembre 1323) expuso el sentido no sacro sino laico del imperio: no es el papa, sino los electores los que dan el título de emperador a los candidatos. En el año 1324 es excomulgado, lo que llevaba aparejado la rescisión del juramento de fidelidad de los súbditos; además, excomulgó a todos los que le obedecieran y prestasen ayuda, sean particulares o ciudades, universidades, etc. Pero las mentalidades estaban cambiando y ya las excomuniones, los entredichos, armas espirituales, no surtían el efecto deseado, y no todos los súbditos, ni siquiera entre el clero, le retiraron la obediencia.

En ese clima de tensión, Luis el Bávaro hace un gesto que es un indicativo simbólico de la «nueva era» que estaba amaneciendo en

21 un resumen de esta curiosa historia, cf. en Daniel de Pablo Maroto, espiritualidad de la baja edad media, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 2000, pp. 88-100.

CESAROPAPISMO y TEOCRACIA EN LA HISTORIA 183

Europa. Desciende a Italia y se hace coronar «laicamente» como em-perador. Primero en Milán, con la corona de hierro de Lombardía por un obispo excomulgado (mayo de 1327), y después en Roma, donde es aclamado como «rey de romanos», y dos obispos le consagran, mientras Sciarra Colonna, el laico del atentado de Anagni contra Bonifacio VIII, le coronó con la diadema imperial en 1328.

Hay gestos, hechos históricos, que trascienden su aparente simpli-cidad y se llenan de significado trascendente. Se había consumado la laicización de la institución del imperio, que había nacido sacralizado desde la consagración de Carlomagno por el papa León III en la noche de Navidad del año 800. El rito de la coronación laica del emperador culminó con la proclamación del antipapa Nicolás V, de los francis-canos «espirituales» rebeldes al papado, al mismo tiempo que declaró hereje al papa Juan XXII. Se había consumado el divorcio entre la Iglesia y el imperio.

El conflicto siguió candente en los pontificados posteriores. La Dieta de Rhems (1338) declaró válida la elección del emperador por la mayoría de los electores, sin que fuese necesaria la confirmación por el papa. y confirmado el principio poco después en la Dieta de Frankfurt (8 de agosto de 1338), donde claramente se expone que «el emperador se constituye legítimo únicamente por la elección de los que tienen derecho a elegir, sin necesidad de ninguna confirmación por parte de nadie más». Afirman también que «la dignidad y el poder imperiales proceden directamente sólo de Dios [...] sin que tenga necesidad de aprobación, confirmación, autoridad o consentimiento del papa, de la Sede Apostólica o de cualquier otro» 22.

Todo este largo proceso de confrontación entre el papa y el empe-rador culminó en un documento importante, la Bula de oro (1356) de Carlos IV, coronado emperador el año anterior, durante el pontificado de Inocencio VI (1352-1362). Se declaraba solemnemente que será em-perador de Alemania y rey de romanos el elegido por los siete electores o la mayoría absoluta. El cuerpo electoral estaba compuesto por cuatro civiles, el conde del Palatinado, el duque de Sajonia, el Malgrave de Brandenburgo, y el rey de Bohemia. y los tres electores eclesiásticos, los arzobispos de Maguncia, de Tréveris y de Colonia. Del papa no se

22 Cf. en E. Gallego, relaciones entre la iglesia y el estado... pp. 292-295.

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dice nada, con lo cual indican que su intervención no es necesaria, y, tácitamente, se da la razón a Luis el Bávaro consumándose el divorcio entre el papado y el imperio.

Lo que aconteció en Alemania no era un caso único en sus relacio-nes con el papado. Europa, especialmente Francia e Inglaterra, también tuvieron desavenencias con los papas de Roma. Si he insistido más en la laicización del imperio es por su capacidad simbólica como repre-sentante de una christianitas, unión de naciones de Europa guiadas por la fe en Cristo y su pastor, los papas de Roma. Esa unidad es la que se rompe al prescindir los estados emergentes del tutelaje de la Santa Sede que sacralizaba la autoridad civil.

2. Fundamentos doctrinales de la mentalidad laicista

Las relaciones entre la Iglesia y el estado, muy deterioradas en tiempos del Bonifacio VIII y de Juan XXII, se rompen definitivamente en el siglo XIV. Los hechos narrados, aun en su brevedad, son impor-tantes, pero lo es mucho más la ideología que los sustenta. A comienzos del siglo XIV se formaron dos corrientes de pensamiento paralelas y antitéticas. una defendía el poder del papa y otra el del emperador. Al final, se impuso la segunda, fundada en principios filosóficos, teológi-cos y jurídicos, y dando origen al movimiento laicista, que no equivale al moderno laicismo beligerante contra la religión católica ni tampoco a la separación de la Iglesia y el estado. Si bien un larvado anticleri-calismo, y sobre todo un evidente complejo antirromano y anticurial se fraguó en las naciones europeas por los abusos del poder central en Roma, más preocupada de recibir los impuestos de las naciones que de las cuestiones puramente espirituales. Brotes de este género abundan en las naciones europeas, sin llegar a la ruptura 23.

Entre los defensores de la autoridad papal, que interesan menos en este análisis, y que transmiten las ideas sacralizadoras de la autoridad

23 Fundamental para este estudio es el de G. de Lagarde, la naissance de l” esprit laïque au déclin du Moyen Âge, 5 volúmenes, 3ª ed. Louvain-Paris, 1956-1970. I: Bilan du Xiii siècle. II: secteur social de la scolastique. III: Marsile de Padou ou le premier theoricien de l” état laïque. IV: Guillaume d” ockham. dé-fense de l” empire. V: Guillaume d” ockham. critique des structures ecclésiales.

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del papa y le conceden la supremacía sobre lo espiritual y temporal, se encuentran algunos agustinos, quienes, fundándose en la visión unitaria de la sociedad que san Agustín expuso en la ciudad de dios, crearon una corriente de pensamiento que algunos han llamado el «agustinismo político». Entre ellos son dignos de mención Egidio Romano (+ 1316), Jacobo de Viterbo (+ 1308), Agostino Trionfo de Ancona (+ 1328), Álvaro Pelayo (+ 1352), etc. 24.

Entre los defensores de la potestad regia en contra de las preten-siones teocráticas de algunos papas, se encuentran dos de especial significación, el laico Marsilio de Padua y el franciscano Guillermo de Ockham.

El pensamiento político religioso de Marsilio de Padua es revolu-cionario para el tiempo en que escribe (1324) y los temas candentes que expone. Como dice G. de Lagarde, es «el primer teórico (théo-ricien) del estado laicista». En su obra defensor pacis, expone ideas que impactaron mucho en su tiempo y nos siguen pareciendo actuales, aunque con resonancias de la «edad nueva» y, de fondo, los debates entre el papado y el imperio. Fueron aprovechadas por Luis el Bávaro en su lucha contra el papa Juan XXII, quien condenó cinco proposi-ciones como heréticas.

Otro de los grandes pensadores, teólogo y filósofo, que se puso de parte del emperador Luis de Baviera, como adicto a los «francis-canos espirituales», fue el franciscano inglés Guillermo de Ockham, y expuso ideas atrevidas sobre las relaciones entre la Iglesia y el Es-tado, además de otras ideas filosóficas que tanto influjo tuvieron en el Occidente europeo, por ejemplo, decir que la bondad y la maldad no son una propiedad objetiva de las personas y las cosas, sino que dependen de la voluntad de Dios. Sus ideas político-religiosas, las que nos interesan en este panorama medieval que estoy describiendo, son muy avanzadas. Algunas de ellas son heréticas, como que los papas no tienen plena potestad en lo temporal, ni siquiera en lo espiritual. O que solamente la ecclesia universalis es infalible, la cual puede estar

24 de statu et planctu ecclesiaeAmpliamente tratado el tema de las dos corrientes, no sólo en esta época sino

en todo el período medieval desde Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso, que he tratado en números anteriores, en José de Orella y Unzue, Partidos políticos en el primer renacimiento (1300-1450), Madrid, FuE., 1976, pp. 27-156.

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representada en una sola mujer; los concilios no son infalibles, ni son criterios infalibles en materia de fe, ya que la última instancia es la Sda. Escritura y la razón, ante las cuales tienen que responder el papa, el clero, el pueblo y el concilio.

3. conclusión final

Al final del estudio, podemos decir que, en los siglos finales de la edad media, hablar de «laicidad» significaba que algunos estados emergentes cuestionaron la ingerencia de la Iglesia en la vida pública y lucharon para imponer su autonomía y a veces su primacía en el gobierno de la sociedad, sin llegar en su época a pedir la separación entre la Iglesia y el estado, algo impensable en aquellas sociedades todavía sacralizadas. Ese planteamiento pertenece, con todo derecho, a la mentalidad de los tiempos modernos.

En las épocas analizadas no se puede hablar todavía de «laicismo» en sentido estricto y tal como lo entendemos hoy, pero sí de tensiones entre la Iglesia y el estado, que se concretan en una sociedad regida por instituciones totalitarias, en la confrontación de los dos dirigentes de la sociedad: el rey o el emperador y el papa. El «cesaropapismo» de reyes o emperadores que hemos encontrado en algunos períodos de la historia de la Iglesia, así como la «teocracia» o «hierocracia» de algunos papas que se suceden diacrónicamente en la historia de las naciones europeas, son los dos polos antitéticos que indicarán al lector inteligente las raíces del moderno laicismo. Al menos, eso espero.

Pero el problema analizado en estas páginas sobre el nacimiento de la laicidad en las naciones europeas no tiene nada que ver con el moderno espíritu laicista concebido como confrontación entre los dos poderes, y, a veces, como persecución de la Iglesia, la fe y los cristia-nos por el poder civil. Sólo se refiere al ocaso de la idea medieval que sacralizaba a los emperadores mediante signos sacramentales como la elección de los candidatos o su confirmación, la coronación, el poder de castigar con la excomunión y librar a los súbditos del juramento de fidelidad, etc. En una palabra, se buscaba dar autonomía e indepen-dencia a los gobernantes de las naciones cristianas, ejercer el poder sin la ingerencia de los papas, que abusaron de su poder aplicando

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las armas espirituales como la excomunión y el entredicho. Aunque las naciones continuaban siendo católicas, se divorciaron de la tutela de los eclesiásticos. Las luchas entre la teocracia y el cesaropapismo concluyó en una praxis que hoy llamamos la laicidad, algo deseable para la buena convivencia social y religiosa. Cuando la laicidad se convierte en laicismo beligerante, se rompe el equilibrio entra las dos fuerzas sociales más importantes: la razón y la fe, la Iglesia y el estado