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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 73 (2014), 161-188 ESTUDIOS El rostro de Cristo en el itinerario espiritual de Pável Florenski. A los 100 años de la publicación de La columna y el fundamento de la Verdad FRANCISCO JOSÉ LÓPEZ SÁEZ Universidad Pontificia de Comillas (Madrid) RESUMEN: La figura del sacerdote ruso ortodoxo Pável Florenski va encon- trando una amplia acogida de los lectores en el mundo entero. El fundamento de su teología y espiritualidad es el amor como fuente y culmen del conoci- miento. Sobre esta base, el itinerario espiritual de Florenski es estudiado si- guiendo las reflexiones del autor sobre la búsqueda de la imagen divina por parte del hombre en el Rostro de Cristo como expresión de la ascesis patrísti- ca, que propone el itinerario espiritual como el paso ‘de la imagen a la seme- janza’. PALABRAS CLAVE: Ortodoxia, Patrística, Iconografía, Itinerario espiritual, Pá- vel Florenski The Face of Christ in the spiritual itinerary of Pavel Florenski. 100 Years after the publication of The Pillar and the Foundation of Truth. SUMMARY: The figure of the Russian Orthodox priest Pavel Florenski is becoming widely accepted among readers around the world. The basis of his theology and spirituality is love as the source and summit of knowledge. With this as a basis, Florenski’s spiritual itinerary is studied using the author’s reflections on man’s search for the divine image in the Face of Christ as an expression of a patristic ascesis, which proposes the spiritual journey as a passage “from image to resemblance”. KEY WORDS: Orthodoxy, patristics, iconography, spiritual itinerary, Pavel Florenski.

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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 73 (2014), 161-188

ESTUDIOS

El rostro de Cristo en el itinerario espiritual de Pável Florenski. A los 100 años de la publicación de La columna y el fundamento de la Verdad FRANCISCO JOSÉ LÓPEZ SÁEZ Universidad Pontificia de Comillas (Madrid)

RESUMEN: La figura del sacerdote ruso ortodoxo Pável Florenski va encon-trando una amplia acogida de los lectores en el mundo entero. El fundamento de su teología y espiritualidad es el amor como fuente y culmen del conoci-miento. Sobre esta base, el itinerario espiritual de Florenski es estudiado si-guiendo las reflexiones del autor sobre la búsqueda de la imagen divina por parte del hombre en el Rostro de Cristo como expresión de la ascesis patrísti-ca, que propone el itinerario espiritual como el paso ‘de la imagen a la seme-janza’.

PALABRAS CLAVE: Ortodoxia, Patrística, Iconografía, Itinerario espiritual, Pá-vel Florenski

The Face of Christ in the spiritual itinerary of Pavel Florenski. 100

Years after the publication of The Pillar and the Foundation of Truth. SUMMARY: The figure of the Russian Orthodox priest Pavel Florenski is

becoming widely accepted among readers around the world. The basis of his theology and spirituality is love as the source and summit of knowledge. With this as a basis, Florenski’s spiritual itinerary is studied using the author’s reflections on man’s search for the divine image in the Face of Christ as an expression of a patristic ascesis, which proposes the spiritual journey as a passage “from image to resemblance”.

KEY WORDS: Orthodoxy, patristics, iconography, spiritual itinerary, Pavel Florenski.

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I. LA FIGURA DEL SACERDOTE PÁVEL FLORENSKI En la Vida de San Pacomio el Grande se narra cómo, un día, un

monje le pidió a este santo que le contase alguna visión. “La visión más maravillosa -respondió Pacomio- es cuando miras el rostro de un hom-bre en el que se reflejan la pureza y la humildad profunda del corazón. ¿Puede haber visión más hermosa que la de ver cómo el Dios invisible habita en el hombre como en su propio templo...?”1.

Escribía Juan Pablo II en la Carta Apostólica Orientale lumen: “A menudo hoy nos sentimos prisioneros del presente: es como si el hombre hubiera perdido la conciencia de que forma parte de una his-toria que lo precede y lo sigue. Ante esta dificultad para situarse entre el pasado y el futuro con espíritu de gratitud por los beneficios recibi-dos y por los que se esperan, en particular las Iglesias de Oriente ma-nifiestan un marcado sentido de la continuidad, que toma los nombres de Tradición y de espera escatológica”2.

Celebramos este año uno de los muchos centenarios que cumplen puntualmente su misión de indicarle a este tiempo nuestro (que a pe-sar de escaparse de las manos, como todo presente, nos tiene extra-ñamente prisioneros) la conveniencia de rescatar de la memoria las raíces aún vivientes y alimentar de ellas, en pleno desierto, los fun-damentos espirituales del futuro. ¿Pasará desgraciadamente desaper-cibido de la atención de los teólogos, agobiados por tantos reclamos pedagógicos obsesivamente contemporáneos que no acaban de dar con la clave de la superviviencia de la misma teología en los albores de un convulso milenio? Se trata del centenario de la primera publi-cación, en la prestigiosa editorial Put’ (La Vía) de Moscú, de la que tiene vocación de convertirse, sin duda alguna, y a pesar de su relati-vo desconocimiento, en una de las obras señeras imprescindibles de la teología del siglo XX en toda su amplitud ecuménica: La columna y el fundamento de la Verdad3, del sacerdote ruso Pável Aleksándro-vich Florenski4.

1 P. FLORENSKI, Sobre los tipos de crecimiento, en Obras en cuatro to-

mos, 1, Moscú 1994, 281. 2 JUAN PABLO II, Carta Apostólica Orientale lumen, 8. 3 Stolp i utverzhdenie istiny. Opyt pravoslavnoi teoditsei v dvenadtsati

pis’maj, Put’, Moskva 1914. Traducción en lengua española: P. FLORENSKI, La columna y el fundamento de la Verdad. Ensayo de teodicea ortodoxa en

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Rescatadas sólo recientemente del ostracismo y la damnatio me-moriae a las que fueron condenadas por el régimen soviético5, la per-sona y la obra de Florenski no dejan de suscitar la admiración de to-dos aquellos que, al ritmo de las publicaciones (casi gota a gota) de su amplísimo archivo, conservado por la familia en Moscú, han tenido la ocasión en los últimos decenios de sondear la genialidad y la integri-dad espiritual de esta figura. Destaca en esta recuperación de su rico patrimonio el trabajo de traducción y estudio llevado a cabo en el ámbito italiano6. El profesor checo Lubomir Žák, que comparte su doce cartas (Edición y traducción de Francisco José López Sáez), Sígueme, Salamanca 2010. Además de esta obra fundamental, disponemos de las si-guientes traducciones en español: La sal de la tierra. Relato de la vida del staretz hieromonje Isidor, del skit de Getsemaní, compilado y expuesto orde-nadamente por su indigno hijo espiritual Pavel Florenskij, Sígueme, Sala-manca 2005 (con una breve presentación de los datos fundamentales de su biografía, a la que remitimos como introducción); La perspectiva invertida, Siruela, Madrid 2005; Cartas de la prisión y de los campos, Eunsa, Pamplona 2005.

4 Disponemos de una excelente biografía del sacerdote ruso: A. PYMAN, Pavel Florenskij. La prima biografia di un grande genio cristiano del XX se-colo, Lindau, Torino 2010.

5 Pável Florenski fue fusilado el 8 de diciembre de 1937 en los alrededo-res de Leningrado, condenado, junto con un grupo “selecto” de prisioneros ideológicamente peligrosos, a la pena capital para poder dejar espacio en el campo de Solovki, corazón y matriz del Gulag, a los numerosos recién llega-dos a aquella estrecha antesala del infierno. La familia creyó siempre que su muerte había tenido lugar de modo fortuito en 1943, hasta que le fue comuni-cada la auténtica fecha de su muerte sólo en 1990, tras la apertura de los ar-chivos de la KGB. Su rehabilitación oficial no tuvo lugar hasta los años 1958 y 1959. Detalles sobre su proceso en la Lubianka de Moscú y sobre su estan-cia en el lager de las islas Solovki en: V. SHENTALINSKI, Esclavos de la liber-tad. Los archivos literarios del KGB, Galaxia Gutemberg - Círculo de Lecto-res, Barcelona 2006, c. 6: El Leonardo ruso. El expediente de Pável Florens-ki, 197-240; M. CIAMPA, L’epoca tremenda. Voci dal Gulag delle Solovki, Morcelliana, Brescia 2010; N. VALENTINI, L’Arte della gratuità, Introduzione a PAVEL FLORENSKIJ, “Non dimenticatemi”. Dal gulag staliniano alla moglie e ai figli del grande matematico, filosofo e sacerdote russo, a cura di N. Va-lentini e L. Žák, Mondadori, Milano 2000, 9-42.

6 Imprescindibles para el estudio de la evolución personal de Pável Flo-renski y para introducirse en las claves de su pensamiento en los más varia-dos campos son los trabajos de: N. VALENTINI, Pavel A. Florenskij: La sa-pienza dell’amore. Teologia della bellezza e linguaggio della verità, Edizioni Dehoniane, Bologna 1997, 22012; L. ŽÁK, Verità come ethos. La teodicea trinitaria di P. A. Florenskij, Città Nuova, Roma 1998 (ambos autores han in-

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trabajo entre Roma y Brasil, señalando la “amplia y positiva recep-ción de la que Florenski y su herencia de pensamiento gozan entre sus numerosos lectores”, especifica el motivo: “su círculo no se restringe a los especialistas en filosofía, teología o ciencias naturales, sino que incluye también a aquellos que, por un motivo u otro, se han encon-trado, frecuentemente de un modo casual, con el genio ruso y han quedado sorprendidos de su extraordinaria, casi ‘mágica’ habilidad de describir y de contar lo que es obvio, cotidiano, aquello que se da por descontado en cuanto pertenece intrínsecamente a la experiencia de la vida; y, al mismo tiempo, de su maestría en el saber introducir en aquellos lugares que custodian y manifiestan el alma misteriosa de lo real y el sentido más profundo de toda existencia. Precisamente por esta habilidad y maestría, Florenski no es sólo cada vez más leído y conocido (…) como uno de los grandes pensadores del siglo XX, sino que también es amado, estimado y seguido como testigo creíble y convincente de una mirada mística sobre el mundo, capaz de infundir una esperanza y una energía nuevas”7.

La persona de padre Pável aparece, pues, cada vez con mayor grandeza como testimonio de una sorprendente profundidad e integri-dad. Pero este hombre de genio, verdadero “maître à penser” para las generaciones futuras, nos es dado sobre todo como un testigo, de aquellos que buscaba el discípulo de Carlos de Foucauld y gran ecu-menista francés, otro de los imprescindibles fundamentos espirituales del futuro por su acercamiento evangélico a la fraternidad abrahamí-tica y a la mística del Islam, Louis Massignon: “No me intereso en ningún modo por tal o cual personaje lleno de oropeles o cubierto de títulos, a menos que, a pesar de esta carga sobre sus espaldas, no sea un testigo puro de una verdad desnuda”8. La lectura meditada de su obra y su destino suscita la sensación de encontrarnos ante una perso-nalidad casi paradisíaca, en la línea de la espiritualidad característica

troducido y anotado ampliamente el texto de diversas traducciones de Flo-renski al italiano); M. ŽUST, À la recherche de la Vérité vivante. L’expérience religieuse de Pavel A. Florensky (1882-1937), Lipa, Roma 2002, con una ri-quísima bibliografía organizada según la cronología de sus escritos.

7 L. ŽAK, Pavel A. Florenskij - Filosofo del Logos, Posfazione a: V. RIZ-ZO, Vita e razionalità in Pavel A. Florenskij, Jaca Book, Milano 2012, 287.

8 L. MASSIGNON, Le voeu et le destin, en Écrits mémorables, I, Éd. Ro-bert Laffont, Paris 2009, 20.

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del Oriente cristiano9, una personalidad de la que transpira constan-temente la entereza misteriosa de la infancia. Esto es todo Pável Flo-renski, existencial y teológicamente: “un hombre con un corazón de ángel”10, el corazón de un niño, continuamente abierto al respiro de la vida.

No pudiendo pretender, en los límites de este artículo, presentar una síntesis de la obra multiforme de este autor11, intentaré ofrecer una clave de su itinerario espiritual meditando sobre su concepción del rostro humano, en relación con el Rostro de Cristo. Precisamente a prestar atención al itinerario espiritual es a lo que invitaba ya el Pontífice recientemente canonizado en su encíclica Fides et Ratio. El filósofo ruso aparece en ella incluido en el interior de una corriente “ecuménica” de autores que han elaborado su pensamiento en la cir-cularidad entre la razón y la fe: “La fecunda relación entre filosofía y palabra de Dios se manifiesta también en la decidida búsqueda reali-zada por pensadores más recientes, entre los cuales deseo mencionar, por lo que se refiere al ámbito occidental, a personalidades como John Henry Newman, Antonio Rosmini, Jacques Maritain, Étienne Gilson, Edith Stein y, por lo que atañe al oriental, a estudiosos de la categoría de Vladimir S. Soloviov, Pavel A. Florenskij, Petr J. Chaa-dev, Vladimir N. Losskij. (…) Una cosa es cierta: prestar atención al itinerario espiritual de estos maestros ayudará, sin duda alguna, al

9 A. STOLZ, Teología de la mística, Patmos, Madrid 1948. 10 Cf. N. VALENTINI - L. ŽÁK, Pavel Florenskij, un uomo dal cuore di

angelo, Introduzione a: Pavel A. Florenskij, Il cuore cherubico. Scritti teolo-gici, omiletici e mistici, Nuova edizione riveduta e ampliata a cura di Natali-no Valentini e Lubomir Žák, San Paolo, Cinisello Balsamo (Milano) 2014.

11 Para una profundización en el sentido teológico y ecuménico de su obra, remito a mi trabajo: F.-J. LÓPEZ SÁEZ, La belleza, memoria de la resu-rrección. Teodicea y antropodicea en Pavel Florenskij, Prólogo del Cardenal Špidlík, Monte Carmelo, Burgos 2008 (desarrollo de una tesis doctoral diri-gida por M. I. Rupnik, en el Pontificio Instituto Oriental de Roma). Para la teología de las religiones, Id., «Cristo, vía para todo hombre. La recolección de toda religión en Cristo según Pavel Florenskij», en RCI Communio nº 4 - Primavera 2007, 67-79. Cf. también una interesante recolección de artículos, con abundante material fotográfico, que puede servir como introducción a di-versos aspectos del pensamiento del filósofo y del artista; se trata de un nú-mero monográfico sobre Florenski de la revista Númenor. Revista de literatu-ra y pensamiento, XX (2009) nº 22, dirigida por un grupo literario de Sevi-lla.

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progreso en la búsqueda de la verdad y en la aplicación de los resul-tados alcanzados al servicio del hombre”12.

¿Qué significa esta ‘circularidad’ a la que alude la encíclica, en el caso del itinerario espiritual de padre Pável? Si hubiera que resumir en pocas palabras el núcleo o la matriz de la reconocida genialidad de Florenski, sería necesario comenzar destacando la luminosidad per-sonal de un autor que supo encajar magistralmente en un solo centro unitario toda su reflexión matemática, científica, filosófica, exegética, artística, teológica y técnica (en todos estos campos se mostró como un maestro capaz de abrir nuevos horizontes, pero sobre todo destaca la capacidad de mantener juntos y entretejidos en una grandiosa vi-sión sapiencial tantos intereses y ámbitos de estudio); este centro es-piritual unitario no es otro que el amor, desde su fuente trinitaria y eclesial hasta el servicio extremo y heroico al mundo en la entrega de la vida; pero este amor no se deja encerrar en el subjetivismo psicoló-gico, sino que está impregnado de logos, y de aquí la importancia teo-lógica y espiritual, al mismo tiempo, de la síntesis florenskiana: en

12 JUAN PABLO II, Fides et ratio nº 74 (el subrayado es mío). Florenski ha sido también objeto de dos menciones por parte del Pontífice Benedicto XVI. Una primera vez el 16 de mayo de 2010, con ocasión del Ángelus dominical. Entonces dijo el Papa: “Queridos hermanos y hermanas, el Señor, abriéndo-nos la vía del Cielo, nos hace pregustar ya sobre esta tierra la vida divina. Un autor ruso del siglo XX, en su testamento espiritual, escribía: ‘Observad con más frecuencia las estrellas. Cuando tengáis un peso en el ánimo, mirad a las estrellas o al azul del cielo. Cuando os sintáis tristes, cuando os ofendan, (…) entreteneos (…) con el cielo. Entonces vuestra alma encontrará la quietud’” (P.A. FLORENSKIJ, «Non dimenticatemi». Le lettere dal gulag del grande ma-tematico, filosofo e sacerdote russo, a cura di N. Valenini e L. Žák, Monda-dori, Milano 2000, p. 418). La segunda referencia tuvo lugar durante la Au-diencia general del 13 de febrero de 2013, durante la cual, reflexionando so-bre el sentido de la conversión, el Papa afirmó: “Nos sirven de ejemplo y de estímulo las grandes conversiones, como la de san Pablo en el camino de Damasco, o de san Agustín, pero también en nuestra época de eclipse del sentido de lo sagrado la gracia de Dios sigue trabajando y obra maravillas en la vida de tantas personas. El Señor no se cansa de llamar a la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que parecen anegados por la secu-larización, como le sucedió al ruso ortodoxo Pável Florenski. Tras una edu-cación completamente agnóstica, que le llevó a experimentar una verdadera y propia hostilidad hacia las enseñanzas impartidas en la escuela, el científico Florenski llega a exclamar: ‘No, no se puede vivir sin Dios’, y a cambiar completamente su vida, hasta el punto de hacerse sacerdote”, tomado de N. VALENTINI - L. ŽÁK, Pavel Florenskij, un uomo dal cuore di angelo, cit., 7-8.

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ella el amor representa la raíz y el culmen del mismo conocimiento. Este es el corazón de la teología de padre Pável.

En la línea de los Padres Griegos y de sus epígonos, los maestros cistercienses del siglo XII, el teólogo ruso asume plenamente el lema que condensa todo el valor gnoseológico de la tradición espiritual: he de gnosis agape ginetai13 (Gregorio de Nisa); amor ipse intellectus est14 (Guillermo de Saint-Thierry). La luz de la Verdad, capítulo cen-tral de su obra de teodicea, insiste en que “la verdad manifestada es el amor, el amor realizado es la belleza”15: verdad, belleza y amor irra-dian desde el centro luminoso del Rostro de Cristo sobre toda reali-dad. Y viceversa, desde el núcleo de una intensa filosofía eucarística o antropodicea, que reserva grandes sorpresas para el estudio16, Flo-renski muestra con su polifacético e incansable trabajo en el mundo17

13 “El conocimiento se convierte en amor”, citación de Gregorio de Nisa, puesta como exergo de toda la obra La columna y el fundamento de la Ver-dad.

14 “El amor mismo es inteligencia”, frase que resume toda la teología mística de Guillermo de Saint-Thierry, cuyo estilo y convicciones de fondo están en profunda concordancia con las reflexiones de nuestro autor. Cf. J.-M. DÉCHANET, «Amor ipse est intellectus. La doctrine de l’amour-intellection chez Guillaume de Saint Thierry», en Revue du Moyen Age latin, 1 (1945), 349-374. Del autor cisterciense, cf. sobre todo la obra cumbre de su mística agápico-cognoscitiva: GUILLERMO DE SAINT-THIERRY, Exposición sobre el Cantar de los Cantares, Sígueme, Salamanca 2013.

15 La columna, Carta cuarta: La Luz de la Verdad, 95. 16 Sólo recientemente se ha publicado en su versión no censurada, con

numerosos materiales de archivo, la obra inédita Filosofía del Culto, que forma el núcleo teológico del díptico que concibió Florenski como motivo y marco de todo su trabajo, dividido en las etapas, precisamente, de la teodicea y la antropodicea: P. FLORENSKI, Filosofía del culto. Ensayo de antropodicea ortodoxa, Moscú 2004. Sobre el significado de la Filosofía del culto para la interpretación global del itinerario de Florenskij, cf. F.-J. LÓPEZ SÁEZ, “Verso la filosofia del culto. L’itinerario teologico-spirituale di padre Florenskij dalla ‘teodicea’ all’ ‘antropodicea’”, en Humanitas, 58 (4/2003), 715-732. Natalino Valentini está preparando la esperada traducción italiana de esta obra que constituye verdaderamente el complemento necesario de La Columna y el fundamento de la Verdad.

17 “Como tuvieron ocasión de repetir los amigos, los estudiantes y los co-legas de Florenski, él no ambicionó nunca la gloria académica. En los inicios de los años 20, su fama estaba ligada casi enteramente a La columna y el fun-damento de la Verdad, a sus discursos, a su personalidad y a aquella sensa-ción de pura energía irradiada por un soñador tan erudito, al mismo tiempo

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cómo toda realidad está llamada a participar, mirando al Rostro de Cristo y dejándose envolver y configurar por sus sacramentos, de la vida que irradia aquella misma Luz de la Verdad18.

Humildemente declaraba el autor de La Columna, ante el amigo difunto a quien la obra estaba dedicada (el género literario de la carta inserta la teología más reflexiva y exigente en el ámbito relacional de un prolongado diálogo de amistad, que traspasa las fronteras de la muerte), la conciencia de sí que alimentará en general todo su enorme trabajo vital: “Yo, después de todo, no soy más que un discípulo que repite a tu zaga las lecciones del amor”19. Hermosa “lección” para un siglo en el que, en palabras de Simone Weil “la humanidad se ha vuelto loca por tanto carecer de amor”20.

¿Cómo acceder a esta personalidad en la que aparecen tan profun-damente unidas la capacidad crítica del conocimiento y la pasión del amor? ¿Es posible hacerlo adecuadamente, en el caso de esta figura de una rara integridad, de otro modo que siguiendo los mismos cami-nos que en el Oriente cristiano dan acceso a la profundidad espiritual de la persona humana y de su vocación, es decir, por la vía del icono?

II. UN ITINERARIO ESPIRITUAL ICONOGRÁFICO: HACIA EL ROSTRO DE CRISTO

Para el Oriente cristiano, el “retrato” de una persona, sea que ven-ga pintado sobre un cuadro, sea que venga esquemáticamente descrito con palabras, no nos da más que el aspecto exterior y psicológico de frágil y dotado de una mente enciclopédica, para el cual la ‘cultura’ era sinó-nimo de ascetismo y que, por cuanto parecía, no daba nunca señales de can-sancio y nunca ‘caía enfermo’”, A. PYMAN, Pavel Florenskij. La prima bio-grafia di un grande genio cristiano del XX secolo, Lindau, Torino 2010, 314.

18 Podemos aplicar al mismo Florenski un verso que él dedicaba en su ju-ventud al gran filósofo ruso inspirador y padre filosófico, artístico y espiritual de la generación a la que pertenece nuestro autor, Vladimir Soloviev: “Tú to-do lo transfiguraste en Cristo”, P. FLORENSKI, Na smert’ V. Solov’iova, en E.V. IVANOVA (Ed.), Pavel Florenskij i simvolisty, Moskva 2004, 126.

19 La columna, Carta primera: Los dos mundos, 45. 20 “L’hunanité est devenue folle à force de manquer d’amour”, S. WEIL,

«Luttons-nous pour la justice», en Écrits de Londres, Gallimard, Paris 1957, 57.

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la personalidad, su “esquema” conceptual. Pero una persona es más que un concepto: es una vocación, y su idea se transparenta en los ojos de su rostro. Sólo el icono es capaz de hacernos intuir aquella profundidad espiritual de un rostro, por cuanto el icono representa a la persona desde la mirada de Dios, en el Espíritu. Si le planteásemos a la espiritualidad del Oriente cristiano la cuestión: ¿quién es una per-sona espiritual?, nos remitiría directamente al Modelo del que toda persona es imagen: el Rostro de Cristo Jesús. Con las palabras de M. I. Rupnik:

“En la tradición cristiana, podemos encontrar un significado auténtico de lo espiritual en el icono del rostro de Cristo llamado Nerukotvornyi (‘no pintado por mano humana’).

El retrato de Cristo, así como todos los retratos de los santos, en los iconos se delinean en una composición de cuatro círculos concéntricos. En esta estructura de los cuatro círculos, partiendo del más interior, se encierra el significado profundo de lo espiri-tual.

El primer círculo comprende una parte de la frente y la mitad de los ojos, y generalmente es invisible. Es el círculo de la parti-cipación del Espíritu Santo, o sea, la capacidad dada por el Crea-dor al hombre de abrirse y acoger la participación personal del Espíritu Santo. Es el punto vivificante porque es la inhabitación misma del Señor que da la vida.

El segundo círculo comprende la frente y los ojos: es el cír-culo del alma, o sea, del mundo psíquico, de la inteligencia, del sentimiento y de la voluntad.

El tercer círculo abarca los cabellos, la boca y la barba, y re-presenta el cuerpo, o sea la dimensión más expuesta del hombre. Los cabellos caen y emblanquecen; la boca es la parte más sensual porque indica la necesidad de comer para sobrevivir. Recuerda la vulnerabilidad física y la mortalidad del cuerpo humano.

El cuarto círculo representa el círculo del oro más puro de este icono, del amarillo más dorado y luminoso. Es lo que co-múnmente llamamos aureola; es la luz del Espíritu Santo que, desde el círculo más interior, penetra todo el mundo psíquico y

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todo el mundo corpóreo, y envuelve a la persona en una luminosi-dad tan perceptible que los otros pueden verla.

(…) El icono nos muestra dónde reside el Espíritu Santo en la persona y cómo se ve su inhabitación. Sólo cuando el Espíritu Santo penetra el mundo intelectual y psíquico, mueve los gestos y las acciones del cuerpo y, por tanto, penetra toda la persona, en-tonces se hace visible y cualquiera puede percibirlo. La persona que progresivamente se deja llenar del Espíritu Santo lo transpa-renta en su acción, recuerda a los otros a Dios, llama a los otros a Dios, se convierte en comunicador de Dios. Llega a ser una narra-ción suya. La morada del Espíritu Santo en el hombre es el hom-bre entero, y esta presencia sagrada se percibe por la acción del Espíritu Santo mismo. Una persona impregnada de la luz y de los frutos del Espíritu Santo se convierte en una orientación viviente hacia el Padre. Llega a ser una imagen, una semejanza de Dios. Llega a ser una palabra de Dios que la gente puede ver y tocar.

El icono Nerukotvornyi nos muestra el significado genuino de lo espiritual en la tradición cristiana: lo espiritual es una acción del Espíritu Santo que se extiende a todo el universo y hace que las cosas, los acontecimientos y las personas nos recuerden a Dios, nos hablen de él, narren sus maravillas y la historia de la salvación, nos orienten hacia él, nos lo comuniquen y nos unan a él.

Si éste es el efecto del auténtico espiritual, ninguno puede llamarse ‘espiritual’ a sí mismo: son los otros los que en una per-sona espiritual reconocen una palabra de Dios. Son los otros los que demuestran, transformándose a su vez, que esta persona les ha recordado a Dios y los ha llevado a él. Son los otros los que reco-nocen en esa persona una mentalidad espiritual que les recuerda el evangelio y su mentalidad. En efecto, la persona espiritual encar-na una mentalidad próxima a Cristo”21.

21 M. I. RUPNIK, En el fuego de la zarza ardiente. Iniciación a la vida es-

piritual, PPC, Madrid 1998, 39-42..

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Florenski reflexionó a lo largo de toda su obra sobre la plasma-

ción del itinerario espiritual clásico de los Padres orientales en los di-versos grados de espiritualidad que es capaz de reflejar un rostro humano, grados en los que el rostro empírico (litso) puede, o bien en-carnar en el proceso expresivo determinado por el tiempo y la vida in-terior la profundidad de la mirada orientada hacia Cristo, con lo cual se convierte finalmente en reflejo del mismo Rostro del Salvador, en el extremo superior de su realización vocacional; o bien expresar la corrupción del hombre interior que se ha abierto a la mordedura y la posesión de la nada, convirtiéndose así, en el límite inferior, en una mera máscara (lichina). Repasar algunos de los pensamientos del sa-cerdote ruso en torno a esta riquísima teología del rostro puede dar-nos una idea de la actualidad y expresividad del itinerario espiritual que él ofrece y que él mismo vivió.

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1. “De la imagen a la semejanza”: la profundidad de la mirada, o la idea encarnada

Partiremos de la obra que Florenski dedicó a la teología del icono, El Iconostasio22. El rostro, en general, es aquello que desvela la rea-lidad en el mundo terreno, especialmente la realidad de la persona23. Todos los seres y realidades tienen su rostro, y el rostro es la manifes-tación de la conciencia en la claridad del día. Como tal, y siendo una realidad empírica entre otras, el rostro aparece siempre ante nuestra consideración de una manera ambigua, o al menos insuficiente: “el rostro no está privado de realidad ni de objetividad, pero el confín de la subjetividad y de la objetividad en el rostro no está claro para nues-tra conciencia, y, por tanto, a causa de esta evanescencia suya, inclu-so si estamos plenamente convencidos de la realidad de lo que hemos percibido, no sabemos, o al menos no claramente, lo que es verdade-ramente real en lo percibido”24. La realidad está presente en la per-cepción del rostro como un mero hecho bruto, que forma la base de los procesos cognoscitivos sucesivos. Es un material que aún hay que elaborar artísticamente. Una posibilidad “cognoscitiva” en el trabajo con el rostro es la aplicación a su material de un esquema externo al rostro mismo: surgirá así el “retrato” típico, que no muestra tanto la ontología propia de lo que el artista ha retratado, cuanto la organiza-ción cognoscitiva del artista mismo, sus conceptos y esquemas en la percepción de la realidad. El mero retrato es una abstracción esque-mática. El esquema, aquí como en todos los campos del conocimien-to, sirve a los objetivos del sujeto que conoce, pero no es capaz de captar la ontología profunda de la realidad concreta, que ha de reve-larse por su medio propio: es el punto de la apertura de toda cosa real hacia su nivel más hondo de realidad. En el caso del rostro, este punto

22 Ikonostas, “Iskysstvo”, Moskva 1995. La traducción de esta obra apa-

recerá próximamente en las ediciones Sígueme. 23 “El límite extremo conocido en el mundo de este profundizarse, de este

concentrarse de ritmos interiores, hacia el cual tienden y en el cual se reunifi-can todos los movimientos sobre la base de su significado interior, es la per-sona humana en su propia autoconciencia. Y el símbolo visivo de todos estos movimientos interiores es el rostro”, P. FLORENSKIJ, Lo spazio e il tempo nell’arte, Adelphi, Milano 1995, 185.

24 Ikonostas, cit., 52.

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es la mirada: “la mirada es precisamente la manifestación de la onto-logía”25.

La ontología propia del rostro humano radica, para Florenski, en el don ontológico de la imagen de Dios; mientras que la mirada, co-mo manifestación activa de la imagen de Dios por parte de la libertad, refleja el aspecto de la semejanza divina (cf. Gn 1,6.27). Nuestro au-tor desarrolla de este modo la tradición patrística en su interpretación de los dos aspectos de la persona reflejados en Gn 1,27: “En la Biblia se distingue la imagen de Dios de la semejanza de Dios; y la tradición eclesiástica explicó que la primera había de entenderse como algo ac-tual, un don ontológico de Dios, como el fundamento espiritual de to-do hombre en cuanto tal, mientras que la segunda había de entenderse como potencia, posibilidad de perfeccionamiento espiritual”26. La tradición patrística expresó de este modo la concepción fundamental de la antropología bíblica, centrada en los dos aspectos de la persona: “el primero [la imagen de Dios] ha de entenderse como algo actual, un don ontológico de Dios, como el fundamento espiritual de cada hombre en cuanto tal, y el segundo [la semejanza divina] como po-tencia, posibilidad de perfeccionamiento espiritual, fuerza que confi-gura a toda la personalidad empírica, en la totalidad de su fundamen-to, como imagen de Dios, es decir, la posibilidad de que la imagen de Dios, nuestro patrimonio íntimo, se encarne en la vida, en la persona-lidad, y de tal modo se muestre como rostro”27.

“De la imagen a la semejanza”: el rostro que se adentra en esta di-námica ontológica y espiritual, a diferencia, por una parte, del mero rostro casual como un hecho no elaborado, no impregnado de sentido,

25 Ibid., 53. 26 Ikonostas, 53. 27 Ibid., 53. En otro lugar, denomina a la imagen divina en el hombre un

infinito actual, y a la semejanza divina, meta de la vida ascética de la persona y de su crecimiento espiritual, un infinito potencial: “la personalidad posee, no sólo la imagen de Dios (zelem elohim), sino también la semejanza de Dios (demuth elohim), la posibilidad de una revelación infinita en la expresión fe-noménica real; no se trata, pues, sólo del carácter fáctico de la infinidad, sino de la infinidad del mismo carácter fáctico”, P. FLORENSKI, Sobre los tipos de crecimiento, cit., 283. Un estudio del tema de la dinámica “de la imagen a la semejanza”, con testimonios patrísticos, en T. Špidlík, La spiritualità dell’Oriente cristiano, vol. 1 Manuale sistematico, Roma 1985, 47-54.

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y a diferencia, por otra parte, del retrato artístico, que imprime en el rostro motivos exteriores a él, se convierte él mismo en objeto del ar-te espiritual de la propia persona, en el rostro de su propia ascesis, la cual constituye, según los Padres, “el arte de las artes”: “el rostro asume la dignidad de su estructura espiritual, (...) y no ya en una re-presentación, sino en la propia realidad sustancial y según las leyes profundas de su ser particular”28. El “arte de la semejanza” es, pues, el arte de llegar a encarnar la propia persona. Este arte trabaja ascéti-camente con el rostro: “todo lo que es causal, condicionado por cau-sas exteriores al propio ser, en general todo aquello que en el rostro no es el rostro mismo, ahora es descartado, rechazado por la corrien-te, que irrumpe a través de la espesa corteza material, de la energía de la imagen de Dios”. De este modo “el rostro se ha convertido en mi-rada. La mirada es la semejanza con Dios hecha presente en el ros-tro”29. El rostro-mirada conduce entonces, en sentido inverso, de la semejanza a la imagen, y de esta última al Arquetipo divino: “Cuando ante nosotros aparece una semejanza con Dios, entonces decimos: he aquí la imagen de Dios, pero imagen de Dios significa que está tam-bién presente Aquél a quien aquella imagen representa, su Arquetipo. La mirada por sí misma, en cuanto contemplada, siendo testimonio de este Arquetipo y transfigurando su rostro en mirada, anuncia los mis-terios del mundo invisible sin palabras, con su mismo aspecto”30. La mirada representa, de este modo, la misma idea en cuanto encarnada en el rostro31. Y el rostro, por tanto, cuando es más que sí mismo, cuando se orienta hacia la realidad viviente, se convierte en mirada, llevando a plenitud su vocación manifestativa32.

28 Ikonostas, 53. 29 Ibid., 53-54. 30 Ibid., 53. 31 Florenski subraya que mirada, en griego, se dice precisamente eidos,

idéa: “justamente en esta acepción de mirada, de existencia espiritual revela-da, de significado eterno contemplado, de belleza celeste de una realidad, su Arquetipo celeste, rayo de la Fuente de todas las imágenes, fue usada la pala-bra idea por Platón, y partiendo de él se extendió a la filosofía, a la teología e incluso al lenguaje corriente”, Ibid., 54.

32 “El rostro es la manifestación de una cierta realidad, y se aprecia preci-samente como mediador entre el cognoscente y lo conocido, como el abrirse a nuestra vista y a nuestra inteligencia de la realidad conocida. Fuera de esta

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2. La corrupción del rostro humano: la máscara de la nada

El rostro empírico, natural, cotidiano, temporal, el rostro que se alegra y entristece, que envejece y madura, está llamado a expresar la raíz profunda del corazón para convertirse en la mirada de la persona, de su vocación divina. Por el contrario, privado de fundamento onto-lógico, negando su camino de transcendimiento simbólico, y conten-tándose con una semejanza meramente externa, el rostro se vuelve una simple máscara (lichina): “la máscara, o larva, es algo que posee una cierta semejanza con el rostro, que se presenta como rostro, que se hace pasar por rostro y es tomado como tal, pero que por dentro es-tá vacío, sea en el sentido material, físico, sea en cuanto sustancia metafísica”33. No es otro el camino que, en el campo de la vida de la persona tanto como en el de la cultura, conduce, según Florenski, al ilusionismo. Éste es un estado espiritual perverso. En él, efectivamen-te, el significado del rostro “se convierte en negativo, cuando, en lu-gar de desvelarnos la imagen de Dios, no sólo no ofrece nada en este aspecto, sino que además nos engaña, indicándonos con fraude cosas inexistentes. En este caso es una máscara”34.

La máscara ya no da expresión a la imagen divina de la persona, sino al vacío y la ausencia de vida. Por eso la máscara representa para la persona la terrible tentación de la irrealidad. En sí misma, es una corteza o vaina vacía de contenido: “esta vaina sin núcleo, este vacío pseudorreal ha tenido siempre para la sabiduría popular la caracterís-tica de la impureza y el mal”: es un cuerpo sin espina dorsal, y, por tanto, es un pseudocuerpo. “Lo que es maligno e impuro carece de espina dorsal, es decir, está privado de sustancialidad, mientras que el bien es real, y la espina dorsal es el fundamento de su existencia”. El bien es lo real, y lo real es bueno: “la malignidad y la impureza están privadas de realidad auténtica, porque lo real es solamente bueno, y todo en ello es veraz”35. La fuente del mal, por consiguiente, se en-cuentra en la irrealidad, la mentira y el engaño.

función, que es revelarnos una realidad externa, el rostro no tendría significa-do”, Ibid., 54.

33 Ikonostas, cit., 54. 34 Ibid., 54. 35 Ibid., 55.

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Con la irrealidad entró el pecado en el mundo. Efectivamente, la primera tentación fue ya un engaño: “si el diablo fue llamado por el pensamiento medieval ‘simio de Dios’, e intentando seducir a los primeros hombres les dio el consejo de ‘ser como dioses’, es decir, no dioses en la sustancia, sino tan sólo de un modo engañoso, en la apa-riencia, será posible, en general, hablar del pecado como simio, más-cara, realidad aparente a la que le falta la fuerza y el ser”36. Por el pe-cado, la persona entra en conflicto consigo misma, volviéndose opaca a su propio ser: “El ser del hombre es la imagen de Dios, y, dado que el pecado ha impregnado todo el ‘templo’ de lo creado, según el Apóstol, el rostro no sólo no es ya la expresión externa del ser de la persona, sino que, por el contrario, oculta este ser. La manifestación fenoménica de la persona extirpa su núcleo esencial, y, vaciándola de este modo, hace de ella una vaina sin contenido. La manifestación fe-noménica, que es la luz con la que penetra lo percibido en el que per-cibe, se convierte ahora en tiniebla, que separa, aísla lo percibido del que percibe, y al mismo tiempo aísla lo percibido, la propia persona, de sí misma como aquélla que percibe”37.

Esta separación tiene profundas consecuencias filosóficas. En el lenguaje de los filósofos, Florenski expresa este cambio de significa-ción del “fenómeno”, de la manifestación, afirmando que “el ‘fenó-meno’ en el sentido popular común, platónico, eclesial, de aparición o revelación de la realidad, se convierte en el ‘fenómeno’ como fe-nomenicidad kantiana, positivista, ilusionista”38. El pecado se intro-duce en la mirada, que es la más pura revelación de la imagen de Dios, después de haber separado la manifestación fenoménica de la sustancia de la persona. El rostro comienza ahora a expresar la desin-tegración del ser personal: “los rasgos del rostro, separados, ajenos al principio espiritual de la imagen de Dios, comienzan con ello a eclip-sar la luz divina: el rostro es esta luz mezclada con la tiniebla, es este cuerpo expuesto a situaciones que estropean con mil llagas la forma bella. Como el pecado se adueña de la persona, el rostro deja de ser la ventana desde la que se difunde la luz de Dios: muestra más nítida-mente aún las manchas de suciedad sobre el cristal; el rostro se separa

36 Ibid., 55-56. 37 Ibid., 56. 38 Ibid., 56 (El subrayado -cursiva- es mío).

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de la persona, de su principio creador, pierde vida y se vuelve rígido, una máscara dominada por la pasión”39.

El resultado es que el ser profundo de la persona se vuelve incog-noscible, porque “ni un solo rayo de la imagen de Dios asciende a la superficie fenoménica”. De este modo es posible la negación positi-vista del ser de la persona: “cuando el rostro se ha convertido en más-cara, no podemos ya, kantianamente, conocer su noúmeno, y, con los positivistas, no tenemos ninguna base para afirmar su existencia”40. La persona corre así el peligro de asimilarse a lo que no posee espina dorsal. Por el contrario, la ascesis es el camino que devuelve “artísti-camente” al rostro la propia imagen divina, convirtiéndolo en testi-monio de la verdad de lo real: “la sublime ascensión espiritual en-ciende en el rostro una mirada luminosa, cancelando toda la tiniebla, todo lo que no expresa a la persona, todo lo que no es acuñación de su propio ser. Entonces el rostro se convierte en el propio retrato artísti-co, un retrato ideal, elaborado a partir de un material viviente por obra del arte supremo, ‘el arte de las artes’. La ascesis heroica es este arte, y el asceta, no con palabras, no ya con las palabras como tales, abstractamente, con argumentaciones abstractas, sino consigo mismo, testimonia y argumenta a favor de la verdad, de la verdad de lo real, de la realidad auténtica. Este testimonio está pintado en el rostro del asceta”41.

Los santos son testimonios de la luz divina por su mirada ascética iluminada. Como testigos, anuncian en la propia carne la transfigura-ción escatológica: “a cualquiera que se encuentre con portadores de la vida de la gracia le es concedido ver con los propios ojos por lo me-

39 Ibid., 56. 40 Ibid., 56-57. 41 Ibid., 57. Florenski insiste en que la obra de la ascesis no es la perfec-

ción moral, sino la belleza, y lo muestra comentando de un modo, no moral, sino “estético” el paso de Mt 5,16: “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos”: “‘Vuestras buenas obras’ no quiere decir ‘obras buenas’ en sentido filantrópico o moralista. (...) Quiere decir ‘obras bellas’, revelacio-nes luminosas y armoniosas de la personalidad espiritual, sobre todo un ros-tro luminoso, bello, de una belleza por la que se expande al exterior ‘la luz in-terna’ del hombre, y entonces, vencidos por lo irresistible de esta luz, ‘los hombres’ alaban al Padre celeste, cuya imagen ha resplandecido de tal modo sobre la tierra”, Ibid., 57.

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nos el germen de la transfiguración del rostro en esta mirada”42. La transfiguración del rostro es el punto final de la dinámica ascética, an-tropológica y eclesial, “de la imagen a la semejanza”: “no es necesa-rio insistir sobre el concepto de la transformación y transfiguración en la Iglesia de todo el hombre, es decir, del cuerpo del hombre, porque el núcleo del ser humano, la imagen de Dios, no necesita transfigura-ción, antes bien es ella, toda luz y pureza, la que transforma activa-mente, en cuanto forma configuradora, toda la personalidad empírica, toda la constitución del hombre, su cuerpo”43.

La imagen de Dios es, pues, la forma formans del rostro empírico del hombre. Desde aquí se entiende la tarea fundamental de la ascesis como trans-figuración, con-figuración, formación del ser empírico a partir de la realidad ontológica superior de la imagen divina entrañada en el hombre hasta constituir el núcleo de su propia personalidad es-piritual. Ahora bien, ¿cómo asciende el rostro del hombre hasta esta plenitud de su imagen divina?

3. El problema del amor como búsqueda del “modelo”

En la Carta 8ª de La columna y el fundamento de la Verdad, dedi-cada a sondear existencial y espiritualmente el tema tremendo del in-fierno, el teólogo ruso expone una de las ideas más fecundas de toda su reflexión teológica: la realización de la persona según el modelo de Cristo Jesús, Humanidad ideal. Lo hace comentando con gran fi-nura exegética el versículo 11 de 1 Corintios, 3: “nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo”.

Para Florenski, y para la tradición espiritual que él representa, el amor es el único modo de fundar la propia persona para la eternidad. Sólo el amor es capaz de iluminar interiormente la mera facticidad de todo dato empírico, impregnándolo de sentido y elevándolo a la ra-cionalidad completa, llevándolo de este modo de la identidad inerte consigo mismo a una identidad viviente, donde las leyes de la razón y de la vida del espíritu son salvadas y justificadas. Pero, ¿dónde en-contrar un tal amor? “Fuera de Cristo, -afirma nuestro autor- el amor es imposible: uno no puede ni amarse a sí mismo ni amar a otro. En

42 Ibid., 57. 43 Ibid., 57-58.

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efecto, si el amor es sincero y no es simplemente egoísmo travestido (‘un vicio bonito’), conduce inevitablemente, sin Cristo, a la epoché, a la agonía impotente”44. El amor psicológico, partiendo de la propia subjetividad, no es más que un dato empírico no iluminado ni justifi-cado, que conduce, por tanto, a la epoché. Para salir de la relatividad de lo empírico no le vale al hombre tampoco la sola conciencia mo-ral: “la conciencia moral puede equivocarse ella misma, y las crisis más grandes tienen precisamente como causa una seducción (‘pre-lest’), un movimiento falso siguiendo una conciencia desviada. Noso-tros, en nuestro carácter empírico fáctico, no tenemos nada de absolu-to, ni siquiera nuestra conciencia”. Para llegar a un amor verdadera-mente ontológico, le es necesario al hombre, relativo y finito, “verifi-car y corregir la dirección [de la conciencia] según un modelo absolu-to”45. Se plantea entonces el agudo problema del modelo con el que el hombre ha de configurar activamente la vida, tanto en el ámbito de la interioridad, para orientar la propia conciencia, como hacia afuera, en la tarea de la plasmación del propio rostro empírico y del propio mundo. Ahora bien, ¿qué características ha de tener el modelo para satisfacer la necesidad de una norma absoluta? Florenski critica de antemano dos soluciones típicas que resultan, a su juicio, altamente insuficientes.

La primera solución sería proponer meramente un “modelo a co-piar”: el ideal constituiría, por tanto, un objeto de imitación externa, tan empírico como yo mismo. Este modelo no exigiría más que una mera imitación exterior, lo cual conduciría a endosar una máscara su-perficial; sería una imitación imaginativa, y no espiritual, es decir, no llegaría a transformar interiormente, en la gracia y por la fuerza del Espíritu, la misma realidad empírica. La insuficiencia de esta solu-ción estriba en su carácter meramente fáctico, que no supera la men-talidad de la cosa, y no puede así acceder a la persona como misterio.

La segunda solución consistiría en proponer “una regla moral co-rriente”46. La insuficiencia estribaría en el carácter meramente racio-

44 La columna y el fundamento de la Verdad, cit., Carta octava: El Peca-

do, 220. 45 Ibid., 221. 46 Si el modelo anterior correspondería, en la tipificación de nuestro au-

tor, a la tendencia incontrolada del catolicismo, esta segunda forma responde-

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nal de esta vía, que no supera la mentalidad racionalista, y no puede así acceder al misterio de la unicidad de la persona. Significaría, en efecto, someter a la persona a una fórmula, y hacer esto aunque la fórmula “nos fuese dada de lo alto, sería abolir el carácter único e irremplazable de la persona, su valor absoluto: lo que hay de más precioso en la persona es su libertad viviente, el hecho de desbordar todo esquema”47.

Ninguno de los dos caminos resulta, pues, satisfactorio. “Podemos aclarar lo dicho mediante la siguiente consideración: el ideal filosófico, es decir, abstracto, expresado, comunicado, es un ideal universalmente humano, válido para todos. Pero aunque esté destinado a todos, es por esto mismo exterior a todos, no deja de ser un esquema mortificante impuesto desde fuera. El ideal filosófico es como el lecho de Procusto: destinado a todos, no se ajusta a nadie. Por el contrario, una personalidad superior, un héroe, un sabio, incluso un santo, si consideramos su perfección humana, no constituye un ideal más que para sí mismo, y tampoco plenamente. Para los otros constituye un hecho indiferente; si no, hubiera sido cuestión de imitar ciegamente a otra persona. Mientras que, a mí, ‘lo mismo me da que esto sea bueno para Pedro o para Juan. Yo, por mi parte, vivo mi propia vida y sigo mi propio camino, el que me ha trazado sobre la tierra el Dedo de Dios’. El primer ideal es necesario, o en su límite tiene que serlo; pero, siendo formal, no es aplicable a ninguna persona concreta. El segundo ideal es concreto, pero, por su contingencia, no está relacionado con la persona de cada uno”48.

No cabe más que una solución en la búsqueda del modelo: “La persona humana puede y debe rectificarse, no según una norma exte-rior, aunque fuese la más perfecta, sino sólo según ella misma”. Efec-tivamente, “el único ejemplo del que la persona puede disponer es ella misma y sólo ella; si no, habría sido posible y aconsejable conducirla a tomas de postura vitales y a asumir normas de conducta de un modo mecánico, a partir de lo que es extraño y ajeno a la

ría a la línea del protestantismo, cuyo peligro es “la disolución de Cristo en un esquema moral”, La columna y el fundamento de la Verdad, nota 401, p. 616.

47 Ibid., 221. 48 Ibid., 221-222.

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persona. La unicidad de cada persona, el hecho de no poder ser reemplazada absolutamente por ningún otro, exigen que la misma persona se sirva de ejemplo para sí misma”49.

¿No es esto una contradicción? Si la persona necesita un modelo que la haga salir de sí, ¿cómo va a convertirse ella misma en su pro-pia norma? La profunda respuesta de padre Pável es que la persona ha de conducirse, ciertamente, según ella misma, pero “según ella misma en su forma ideal”: “para hacer esto le es preciso haber alcanzado el ideal. Para volverse santo, hace falta ser santo: le es preciso izarse por los cabellos”50. La única norma y modelo que sean, al mismo tiempo, plenamente universales y plenamente concretos se dan en la misma persona en su estado ideal, es decir, en su más alto grado de realidad-realización del fundamento ontológico de la imagen divina: en su santidad vocacional. Ahora bien: este fundamento ideal-real de la persona se encuentra plenamente realizado en Cristo Jesús: llegar, por tanto, a ser uno mismo en plenitud es encontrar el propio puesto, la propia “morada” o el propio “nombre” en Aquél que es personalmen-te el pléroma de lo humano, la plenitud espiritual concreta de todo lo humano. Él es el fundamento: “Este fundamento dado para todos en común es la divinización absoluta de la esencia humana en la persona de Jesucristo; y nadie puede poner otro fundamento. Pero la libertad de cada uno determina su propio carácter, es decir, lo que es construido encima. El fundamento es la imagen de Dios, limpia del pecado original; ella constituye el principio de la salvación, el punto de apoyo de la salvación revelado por Cristo en cada uno de nosotros. Porque el Señor ha mostrado en Él mismo, para cada uno, aquello que somos precisamente nosotros mismos en nuestra belleza originaria e incorruptible. Como en un espejo limpísimo, Él ha dado a ver a cada uno de los hombres la santidad de su propia imagen de Dios sin ninguna profanación. En ‘el Hombre’ o ‘el Hijo del Hombre’ aparece revelada ante cada uno toda la plenitud de su propia persona”51.

Jesucristo no puede reducirse, por tanto, ni a una norma moral ni a un ejemplo empírico externo a la persona. Jesucristo no es un esque-ma válido para toda persona, sino la plenitud viviente de cada uno de

49 Ibid., 221. 50 Ibid., 221. 51 Ibid., 220.

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los hijos de Dios. Sólo en Él puede encontrarse el amor que transfigu-ra, desde dentro, la vida única y singular de cada persona: “Solamente el Señor Jesucristo constituye el ideal de cada uno de los hombres, porque no es un concepto abstracto, no es la norma vacía de la humanidad en general, no es un esquema válido para toda persona; Él es la imagen, la idea de cada persona con todo su contenido viviente. No es una regla moral corriente ni un modelo que haya que copiar; Él es el principio de una nueva vida que, una vez recibida en el corazón como aquello que de Él proviene, se desarrolla por sí misma según sus propias leyes. El hombre recibe una vida que por sí misma es capaz de transformar o, según la parábola (Mt 13, 33; Lc 13, 21) de ‘fermentar’ su personalidad empírica, su ‘harina’, en conformidad con la imagen de Dios en él; así, no sólo conserva su propia libertad personal y su singularidad, sino que incluso las adquiere de nuevo, y esta vez perfectas”52.

En un paso importante de la antropodicea, Florenskij subraya la misma idea del fundamento cristológico de la imagen de Dios, apli-cándola al campo del culto. Apoyándose en un texto muy hermoso de Nicolás Cabasilas, pone de manifiesto cómo la multiplicidad de los sacramentos contiene una antinomia debida al carácter cristiforme del ser humano: “Así la multiplicidad de los sacramentos no depende de la naturaleza de la gracia, sino de la complejidad y organicidad del ser humano creado, sobre el cual actúa la gracia y que es restablecido por ella en su unidad originaria. En breve: hay multiplicidad de sa-cramentos, porque son múltiples los aspectos de la actividad vital del hombre: en este sentido es el hombre, y no Dios, la causa de la multi-plicidad de sacramentos. Esta es la tesis. Pero a ésta le sigue la antíte-sis: por otra parte, el hombre mismo ha sido creado a imagen de Dios, y todo su ser está configurado ‘según el tipo [idéan] de Cristo (Nico-lás Cabasilas, La vida en Cristo II,81; IV,62-63)’. Por consiguiente, no es el hombre la causa de la multiplicidad de los sacramentos, sino que el mismo Cristo, imagen y tipo del hombre, puede ser considera-do el principio de aquella diversidad”.53

52 Ibid., 222. 53 Los siete sacramentos, en Filosofía del Culto, cit., 165.

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4. El ascenso espiritual de la persona hasta el Rostro de Cristo

El “lugar” de la manifestación de la idea humana, y, por tanto, del ideal humano, es un lugar concreto, la Carne de Cristo, la Carne de un Rostro: el ideal manifestado sólo “es posible en Cristo, que mues-tra a cada uno en Su Carne la idea divina de cada uno”54. Si el ideal de la propia persona sólo se hace transparente en la Humanidad en-carnada de Cristo55, el sendero humano hacia la realización de la li-bertad habrá de encaminarse hacia la experiencia concreta del infinito de un Rostro: la búsqueda del ideal humano ha de llevarse a cabo es-crutando, literalmente, el Rostro de Cristo. Para Florenski consiste precisamente en esto el ejercicio de la vida espiritual, su fuente secre-ta y su actividad más íntima. De modo que aquel gesto heroico expre-

54 La columna y el fundamento de la Verdad., 221. 55 Las reflexiones de antropología cristológica de Florenskij tienen un

precedente en la obra del místico bizantino Nicolás Cabasilas, quien escribía en su tratado de espiritualidad sacramental La vida en Cristo: “En el principio Dios ha creado la naturaleza del hombre en vista del hombre nuevo: mente y deseo han sido forjados en función de Él. Para conocer a Cristo hemos reci-bido el pensamiento, para correr hacia Él el deseo, y la memoria para llevarlo con nosotros; porque mientras éramos plasmados era Él el arquetipo: de hecho, no es el viejo Adán el modelo del nuevo, sino que el nuevo es el mo-delo del viejo. Está escrito que el nuevo Adán ha sido generado a imagen del antiguo; pero esto está dicho por causa de la corrupción que tuvo su origen en este último, y que el nuevo Adán heredó para destruir con sus remedios la en-fermedad de nuestra naturaleza, de modo que, como dice Pablo, lo que es mortal fuese engullido por la vida (2Cor, 5,4). El viejo Adán puede ser reco-nocido como el arquetipo desde nuestro punto de vista, pues nosotros lo re-conocemos como el primero respecto a la naturaleza, pero para Aquél que tiene ante los ojos todas las cosas antes de que sean, el primero no es más que una copia del segundo Adán. Es el primero el que ha sido plasmado según la idea y la imagen del segundo, pero no ha perseverado; o mejor, verdadera-mente estaba atraído hacia aquella imagen, pero no la ha alcanzado nunca”, Nicolas Cabasilas, Vita in Christo, PG 150, 680ab. La consecuencia para la vida cristiana es que Jesucristo se convierte en el objeto de toda la tensión humana, en todas las facultades que componen su naturaleza: “Por todos es-tos motivos el hombre tiende a Cristo, con su naturaleza, con su voluntad, con sus pensamientos, no sólo a causa de la divinidad de Cristo, que es el fin de todas las cosas, sino también a causa de su humanidad: en Cristo el amor del hombre encuentra reposo, Cristo es la delicia de sus pensamientos. Amar o pensar otra cosa que no sea Él significa sustraerse a lo único necesario, y desviarse de las tendencias impresas originariamente en nuestra naturaleza”, PG 150., 681b.

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sado por la fórmula “izarse por los cabellos”, la superación de uno mismo para encontrar la propia altura vocacional, “no es posible más que por la experiencia, por una comunión personal, escrutando sin ce-sar el Rostro de Cristo, buscando en el Hijo del hombre su propio sí mismo auténtico, la propia humanidad verdadera”56. Jesucristo, el Logos encarnado, se convierte en la “masa de apercepción”, visible y exterior a la subjetividad, para la tensión de la voluntad y las búsque-das de la conciencia: “De este modo, una ‘masa de apercepción’ le es otorgada para sus búsquedas interiores. Fuera de su contemplación en Cristo de sí misma y de su hermano, nuestra conciencia camina a cie-gas, se atormenta en su agitación desorientada, presa de una angustia sin salida, se pierde en su errancia y lleva a divagar en lugar de con-ducir hacia un fin determinado”57.

En correspondencia con esta hermosa visión del itinerario espiri-tual de la persona presentada por Florenski, terminamos constatando cómo todo el esfuerzo interior, teológico y reflexivo, toda la búsque-da intelectual de padre Pável en la gran obra de la que conmemora-mos el centenario, La Columna y el fundamento de la Verdad, es lle-vada a cabo escrutando en el Rostro del Salvador los rasgos de la verdad viviente. Él guarda el reflejo del rostro amado, el del amigo, que es mediador, en el amor, de la propia imagen de Dios, porque “entre aquellos que se aman se rompe la membrana de la aseidad, y cada uno encuentra en el otro como un espejo de sí mismo, hasta lle-gar a descubrir en él su más íntima esencia, su otro Yo, ‘otro’ que, por lo demás, no se distingue de su Yo propio”58. En el rostro del amigo resplandece mi propia imagen de Dios. Merece la pena llevar-se de la humilde celebración de este centenario al menos el gusto de esta preciosa página de Florenski con la que concluimos. Constituye un prólogo lírico a todo el desarrollo argumentativo posterior, y con-tiene, en forma poética y contemplativa, todos los temas fundamenta-les que constituirán el entramado de La columna y el fundamento de la Verdad59:

56 La columna y el fundamento de la Verdad, 221. 57 Ibid., 220-221. 58 Ibid., Carta decimoprimera: La amistad, 379. 59 Ibid., Carta primera: Los dos mundos, 41-43.

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¡Amigo mío dulce y luminoso!

Con un hálito de frío, de tristeza y soledad me ha recibi-do nuestra celda abovedada cuando, por primera vez después del viaje, he abierto la puerta.

En esta ocasión, -¡ay!-, he penetrado en ella definitiva-mente solo, sin ti.

No ha sido sólo una primera impresión. Bien, ya me he lavado y he puesto todo en orden. Ya están, como siempre, alineados los libros en los estantes, estas filas de pensamien-tos materializados. Como siempre, tu cama está hecha, y tu silla se encuentra en su sitio habitual (¡quede al menos la ilu-sión de que tú estás conmigo!). Dentro de la pequeña lámpa-ra de barro arde como entonces el aceite, proyectando hacia lo alto un haz de luz que acaricia el icono del Salvador, el Rostro “no hecho por mano de hombre”. Como antaño, en la tarde avanzada susurra entre los árboles el viento detrás de la ventana. Fieles a su cita inalterada, resuenan confortable-mente los golpes de carraca del guardián nocturno, y gritan con ronco gemido las locomotoras. Como de costumbre, se reclaman al alba los gallos estridentes. Como siempre, en torno a las cuatro de la mañana las campanas anuncian mai-tines. Los días y las noches se funden en mi conciencia. Yo, extrañado, no sé dónde me encuentro ni qué me sucede. Bajo las bóvedas, el espacio entre los estrechos muros de nuestra habitación se ha convertido en un lugar fuera del mundo y del tiempo. Y tras los muros las gentes pasan, conversan, se cuentan las noticias, leen los periódicos; luego se van, vuel-ven a pasar, y así perpetuamente. Otra vez gritan con su pro-fundo contralto las locomotoras lejanas. Aquí, el reposo eterno, allí afuera, un incesante movimiento. Todo está como siempre... Pero tú no estás conmigo, y todo me parece de-sierto. Yo me encuentro solo, absolutamente solo en el uni-verso. Y sin embargo mi soledad melancólica arde en el pe-cho con una dulce herida. Me siento a veces como si me hubiera convertido en una de esas hojas que revolotean a merced del viento a lo largo de los senderos.

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Me he levantado hoy de buena mañana y me ha parecido percibir algo nuevo. Efectivamente, tras la ventana, en el pulso de una noche, el verano se ha despedido. En los torbe-llinos del aire se arremolinan y serpentean por el suelo las hojas doradas. En bandadas han comenzado los pájaros su algazara. Surcan el cielo las grullas en largas filas, ya han venido los primeros cuervos y grajos. Se respira el fresco ai-re del otoño, impregnado por el olor de las hojas marchitas con una melancolía de recuerdos lejanos.

He salido al lindero del bosque.

Una tras otra, una tras otra caen las hojas. Van girando lentamente por el aire, como mariposas agonizantes, volando hacia la tierra. Sobre la hierba espesa juega el viento con las “sombras líquidas” de las ramas. ¡Qué apacible, cuánta ale-gría, y al mismo tiempo cuánta tristeza! ¡Oh Hermano mío lejano y sereno! En ti la primavera, en mí el otoño, siempre otoño. El alma entera parece derramarse en una dulce lan-guidez a la vista de estas hojas que revolotean, sintiendo

el aroma de las pálidas alamedas.

El alma parece encontrarse a sí misma a la vista de esta muerte, presintiendo palpitante la resurrección. ¡A la vista de la muerte! Porque la muerte me rodea. Y ahora ya no hablo de mis propios pensamientos, ni de la muerte en general, si-no de la muerte de los más cercanos. ¡Ay, cuántos he perdido en este último año! Uno tras otro, y de nuevo otro más, como estas hojas amarillentas, van cayendo los seres queridos. En ellos he tocado un alma, en ellos fulguraba en algunos ins-tantes un rayo del Cielo. No he recibido de ellos más que bondad. Pero mi conciencia está inquieta: “¿Qué has hecho tú por ellos?”. Y bien, ya no están, y un abismo se extiende entre ellos y yo.

Uno tras otro, y de nuevo otro más, como hojas del oto-ño, van rodando a la fosa sombría, ¡y el corazón se había acostumbrado a vivir unido a ellos para siempre! Caen, y no hay retorno, y ya no es posible abrazarme a sus pies, uno a

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uno. Ya no me es dado bañarme en lágrimas pidiendo per-dón, suplicando el perdón ante el universo entero.

Sin dejar de afluir, con una nitidez imborrable, se presen-tan a la conciencia todos los pecados, todas las “pequeñas” bajezas. Las “pequeñas” faltas de atención, el egoísmo y la frialdad de corazón, que han ido poco a poco deformando el alma, se imprimen en ella cada vez más profundamente, co-mo si fueran letras de fuego. Nunca ha habido nada abierta-mente malo. Nunca ha habido un pecado claro y tangible. Pero siempre (¡siempre, Señor!), pequeñeces, un montón de pequeñeces. Y echando la vista atrás no veo más que malda-des. Nada que sea bueno... ¡Oh, Señor!

Sin cesar se desprenden las hojas otoñales; una tras otra van describiendo espirales sobre el suelo. En calma parpadea la lamparilla perpetua, y uno tras otro van muriendo los más próximos. “Sé que resucitará en la resurrección del último día”. Y a pesar de todo, confusamente conmovido por un do-lor apaciguado, repito ante nuestra cruz, hecha por ti de una simple rama, y que fue bendecida por nuestro afectuoso Stá-rets: “¡Señor!, si hubieras estado aquí no habría muerto mi Hermano”.

Todo rueda, todo se desliza hacia el abismo de la muerte. Uno Solo permanece, sólo en Él reinan la vida y la quietud inalterables. “Hacia Él tiende todo el curso de los aconteci-mientos; como de la periferia al centro, hacia Él convergen todos los radios del ciclo del tiempo”. No soy yo quien así habla partiendo de mi escasa experiencia: es el testimonio de un hombre que se había sumergido enteramente en el ele-mento de este Centro Único, el obispo Teófanes el Recluso. Por el contrario, fuera de este Centro Único “lo único cierto es que nada es cierto, y no hay nada más miserable o sober-bio que el hombre – solum certum nihil esse certi et homine nihil miserius aut superbius”, como atestigua uno de los es-píritus más nobles del paganismo, Plinio el Viejo, quien se había consagrado por entero a satisfacer una curiosidad sin límites. En la vida, ciertamente, todo vacila, todo es movedi-zo como los trazos flotantes de un espejismo. Del fondo del

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alma, sin embargo, se eleva la necesidad irreprimible de apoyarse sobre “la Columna y el Fundamento de la Verdad – stulos kai hedraioma tes aletheias» (1 Tim 3, 15); se trata, en efecto, de tes aletheias, y no simplemente de aletheias, no de una verdad entre otras, de una verdad humana particular y fragmentaria, que se agita y se dispersa como el polvo arre-molinado por el soplo del viento en las montañas, sino de la Verdad enteramente integral y eterna por los siglos, de la Verdad única y divina, de la Verdad luminosísima, de aque-lla “Justicia” que, según un poeta antiguo, es “el sol del mundo [Eurípides, Medea, acto III, escena 10ª]”.