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La Europa de las Revoluciones Revolución Industrial (desde la segunda mitad del siglo XVIII) En los primeros años del siglo XIX comenzó a producirse en la Europa occidental una transformación económica como no se había producido en toda la historia de la humanidad. No hace falta aducir muchos datos para percibir que un europeo que hubiese nacido en 1815 y hubiese vivido hasta la edad de ochenta y cinco años, conoció cambios más profundos que ninguno de sus antepasados, aunque quizá no tantos como llegarían a conocer sus descendientes. La causa que motivó estos cambios fue la Revolución industrial, un fenómeno de industrialización acelerada que se inició en Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XVIII y cuya base radicaba en la aplicación de una nueva fuerza mecánica a la producción y más tarde al transporte: la máquina de vapor. Entre los factores que contribuyeron a la aparición de este fenómeno de la industria mecanizada hay que señalar los siguientes: 1) el deseo de mejoras materiales; 2) los avances técnicos en el terreno de la mecánica, de la hidráulica y de la metalurgia; 3) la existencia de capitales disponibles para ser invertidos en la industria; 4) la mayor demanda de mercancías; 5) una provisión de materia prima lo bastante concentrada como para permitir operar en gran escala; 6) unos medios de transporte que permitían la acumulación de existencias y la distribución de los productos por diferentes mercados; 7) la existencia de una mano de obra dispuesta a trabajar por un salario, adaptándose a los nuevos modos de producción. Todos estos factores dependieron en gran medida de un elemento dinamizador de la economía, como era la expectativa de beneficios crecientes. Aunque, como se ha dicho, la Revolución industrial se inició en Gran Bretaña, las ventajas que ofrecía la producción industrial mecanizada, el fenómeno se expandió por otras partes del mundo occidental. Grandes corrientes de pensamiento (Siglo XIX) ENLACE artehistoria.com MARISA FRANCO STEEVES 1

Europa de las revoluciones

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La Europa de las Revoluciones

Revolución Industrial (desde la segunda mitad del siglo XVIII)

En los primeros años del siglo XIX comenzó a producirse en la Europa occidental una transformación económica como no se había producido en toda la historia de la humanidad. No hace falta aducir muchos datos para percibir que un europeo que hubiese nacido en 1815 y hubiese vivido hasta la edad de ochenta y cinco años, conoció cambios más profundos que ninguno de sus antepasados, aunque quizá no tantos como llegarían a conocer sus descendientes. La causa que motivó estos cambios fue la Revolución industrial, un fenómeno de industrialización acelerada que se inició en Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XVIII y cuya base radicaba en la aplicación de una nueva fuerza mecánica a la producción y más tarde al transporte: la máquina de vapor. Entre los factores que contribuyeron a la aparición de este fenómeno de la industria mecanizada hay que señalar los siguientes: 1) el deseo de mejoras materiales; 2) los avances técnicos en el terreno de la mecánica, de la hidráulica y de la metalurgia; 3) la existencia de capitales disponibles para ser invertidos en la industria; 4) la mayor demanda de mercancías; 5) una provisión de materia prima lo bastante concentrada como para permitir operar en gran escala; 6) unos medios de transporte que permitían la acumulación de existencias y la distribución de los productos por diferentes mercados; 7) la existencia de una mano de obra dispuesta a trabajar por un salario, adaptándose a los nuevos modos de producción. Todos estos factores dependieron en gran medida de un elemento dinamizador de la economía, como era la expectativa de beneficios crecientes. Aunque, como se ha dicho, la Revolución industrial se inició en Gran Bretaña, las ventajas que ofrecía la producción industrial mecanizada, el fenómeno se expandió por otras partes del mundo occidental.

Grandes corrientes de pensamiento (Siglo XIX)

La vida social y política del siglo XIX se halla en buena medida condicionada por la presencia de grandes corrientes ideológicas que tienden a explicar su visión de la realidad social y a proponer mecanismos de justificación, reforma o cambio radical. Desde puntos de partida diferentes, el liberalismo, el nacionalismo o el marxismo propondrán modelos teóricos y formularán esquemas y herramientas de transformación de la realidad social. Aplicados a un ámbito más cultural o artístico, el realismo y el romanticismo serán las corrientes de pensamiento dominantes, aplicando al mundo artístico una visión particular que tendrá también su plasmación en actitudes y modelos de comportamiento. Por último, el positivismo surge como un paradigma teórico aplicado al ámbito científico y al mismo tiempo contribuye a conformar una visión optimista del mundo basada en el progreso. Ciencia y fe pugnan a partir de ahora como modelos explicativos acerca del mundo y el ser humano. La experiencia revolucionaria francesa, y su profundo impacto en la mayoría de las naciones europeas, habían suscitado un fuerte recelo hacia los excesos del liberalismo y obligaron a una adaptación de esta doctrina a las nuevas circunstancias de la Europa de la Restauración.

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El liberalismo podía parecer sospechoso para los sectores conservadores, pero tenía una permanente voluntad de compromiso que le llevaba a no dejarse desbordar por las exigencias de los radicalismos igualitaristas. La idea de democracia, aunque permanente en el horizonte del ideario liberal (esa preocupación es central en la obra de Alexis de Tocqueville), tenía un significado amenazador cuando se intentaba utilizar a corto plazo. En la parte occidental de Europa se consolidaron, desde los años treinta, sistemas políticos constitucionales y representativos, en los que se hacía una aplicación de los principios liberales en beneficio de una reducida oligarquía. La vida política de esos regímenes giró en torno al establecimiento de la responsabilidad de los gobiernos ante los representantes de la nación y la rebaja de las exigencias económicas establecidas para ser elector (ampliación de la franquicia).

En los márgenes del sistema político quedaron quienes pretendían instituciones plenamente democráticas, que muchos veían como un peligro, si no eran atemperadas por la defensa de unos intereses materiales o por la posesión de un cierto nivel de instrucción. También quedaron al margen los sectores que añoraban el Antiguo Régimen y rechazaban el principio político de la soberanía nacional. En la Europa oriental, por el contrario, se mantuvo una estructura fuertemente autoritaria en lo político y con un carácter acusadamente aristocrático en cuanto a la organización social. Las instituciones representativas y la seguridad jurídica parecieron objetivos difícilmente alcanzables, así como la garantía de las libertades individuales. A los planteamientos del liberalismo moderado o doctrinario se enfrentaban las exigencias de los radicales, que proclamaban la soberanía popular y luchaban por el sufragio universal. Eran, por lo general, personas dedicadas a las actividades liberales o al periodismo que manifestaban, por añadidura, una cierta sensibilidad frente a los desequilibrios sociales y económicos que se venían produciendo con la implantación del sistema capitalista. Para la consecución de sus objetivos empleaban las campañas políticas y de agitación, pero tampoco descartaban el recurso a los métodos violentos, ya que las condiciones normales de la vida política tampoco permitían albergar grandes esperanzas sobre las posibilidades de conseguir cambios profundos por una vía pacífica. La revolución, por lo tanto, permaneció en el horizonte de la vida política hasta que se produjo el fracaso de los movimientos revolucionarios de 1848 y 1849.En cualquier caso, los grandes beneficiarios de los sistemas políticos eran los componentes de la oligarquía (gran burguesía y aristocracia) que nutría las filas del liberalismo moderado. Frente a ellos, los tradicionales órdenes privilegiados podían considerarse plenamente desplazados, mientras que la pequeña burguesía y las clases trabajadoras encontraban dificultades para alcanzar el nivel económico, o la capacidad profesional, que les permitiera acceder a las decisiones de la vida política.

Los nacionalismos

Una nación puede ser descrita como una comunidad de individuos cuya conciencia de pertenecer a algo común se basa en la creencia de que tienen una misma

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patria y en la experiencia de unas tradiciones comunes y una única trayectoria histórica. En este sentido general, hay naciones cuya existencia data de muchas centurias antes de 1815. Existía, por ejemplo, un vivo sentimiento de nacionalidad en la Inglaterra de los Tudores del siglo XVI, y Francia desarrolló un sentimiento similar bajo la monarquía centralizadora de los Borbones. Pero el nacionalismo europeo, en su sentido moderno, es decir, el que se basa en el deseo de unos individuos de afirmar su unidad y su independencia frente a otras comunidades o grupos, nació fundamentalmente en el siglo XIX. En efecto, surgió en Europa como consecuencia de la Revolución francesa y del Imperio napoleónico. La doctrina jacobina de la soberanía del pueblo podía interpretarse en un doble sentido. Por una parte afirmaba el derecho de una nación para rebelarse frente a su monarca y para determinar su propia forma de gobierno, ejerciendo un control sobre él. Pero por otra parte implicaba la doctrina democrática de que el gobierno debía representar a todo el pueblo; es decir, que de acuerdo con los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, proclamaba los derechos de todos los ciudadanos, independientemente de su situación o de su riqueza, a disponer de ellos mismos. Es, en definitiva, la prolongación de la libertad individual y de la soberanía nacional. Los excesos del gobierno jacobino durante la época del Terror desacreditaron las ideas democráticas de la Revolución; sin embargo, las conquistas de Napoleón en Europa consolidaron y reforzaron las ideas y los sentimientos nacionalistas. Así pues, en 1815 el nacionalismo era un sentimiento en Europa mucho más fuerte que el de la democracia. La expansión del imperio napoleónico removió fundamentalmente los sentimientos nacionalistas en Alemania y en Italia, pero también produjo efectos en España, Polonia, Bélgica, Rusia y Portugal. Esos sentimientos consistían en un principio en una actitud de resistencia ante el dominio extranjero; es decir, eran ante todo unos sentimientos anti-franceses. Como consecuencia de ello, cobraron un nuevo valor las costumbres nativas, las instituciones locales, la cultura y la lengua tradicionales.

El racionalismo francés y la Ilustración eran de carácter cosmopolita y tenían un sabor internacionalista. La reacción del nuevo nacionalismo contra ellos iba a ser romántica, y de carácter particularista y exclusivo. En aquellos momentos, Alemania estaba viviendo un gran renacimiento cultural en el terreno de las letras, de la música y del pensamiento. Era la época de Beethoven, de Goethe, de Schiller, de Kant y de Hegel. Por consiguiente, podía enorgullecerse de presentar un panorama cultural más rico que el de Francia, a la que había arrebatado la superioridad de que ésta había disfrutado durante el siglo XVIII. Los filósofos Herder y Fichte habían mostrado a los alemanes la importancia del carácter nacional peculiar, o Volksgeist, que presentaban como la base fundamental de toda cultura y de toda civilización.

Después de la batalla de Jena en 1806, Prusia desapareció prácticamente como potencia en el mapa de Europa, pero a partir de 1815 resurgió como principal foco de las esperanzas nacionalistas alemanas, en contraste con Austria, cuya preeminencia en la nueva Confederación fue utilizada para mantener desunida políticamente a Alemania. Las ideas y el aliento intelectual para el reforzamiento de este nacionalismo procedían fundamentalmente de la Universidad de Berlín, la ciudad que fue ocupada por Napoleón

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después de Jena. Desde allí, G. W. F. Hegel expandió la nueva filosofía de la autoridad y del poder del Estado que iba a cautivar a los alemanes, a los italianos y a muchos otros europeos durante todo el siglo XIX. Lo que puede resultar más paradójico de este movimiento es que preconizaban unas reformas similares a las que se habían llevado a cabo durante la Revolución francesa. "Debemos hacer desde arriba lo que los franceses han hecho desde abajo", escribió Hardenberg al rey de Prusia en 1807. En efecto, los reformadores de Prusia se hallaban impresionados por la fuerza y la vitalidad que podía generar un pueblo en armas, como habían demostrado los revolucionarios franceses. Por eso, se lanzaron a la creación de una autoridad central fuerte, de un ejército verdaderamente nacional de un sistema de educación destinado a inculcar a los ciudadanos un espíritu de reverencia patriótica a la herencia germánica y de devoción a la causa nacionalista alemana.

Mientras tanto, Napoleón se dedicaba a su intento de crear una gran Alemania, mediante la destrucción del Sacro Romano Imperio y la formación de la Confederación del Rin, y a la tarea de sustituir las antiguas leyes y procedimientos judiciales por el Código napoleónico. De manera que se producían al mismo tiempo dos procesos aparentemente contradictorios: por una parte se adoptaban métodos e instituciones franceses y por otra se creaba un sentimiento antifrancés a causa de su dominio y de sus victorias en territorio alemán. La victoria de Prusia en la batalla de Leipzig, en 1813, dio un impulso al nacionalismo a nivel popular. Aquello se interpretó como el fruto y la justificación de todo lo que los nacionalistas habían estado predicando y de todo lo que los reformadores habían estado haciendo para regenerar a Prusia. Leipzig se convirtió en una auténtica leyenda y, aunque en realidad aquella derrota de Napoleón se debió más bien a la desastrosa campaña que el emperador francés había llevado a cabo en Rusia el año anterior, sirvió a los alemanes para consolidar el nacionalismo alemán y para darle fuerzas para una liberación definitiva.

En Italia, el surgimiento del nacionalismo guarda ciertas diferencias con el caso de Alemania. Allí, el dominio napoleónico fue más largo, pero menos opresivo. Las clases medias de la sociedad italiana no vieron con malos ojos la aparición de un dominio que impuso un sistema más eficaz y que terminó con la hegemonía de los pequeños príncipes y del mismo Papa. Sin embargo, lo mismo que en Alemania, la idea de Napoleón de reducir el número de Estados, alentó las aspiraciones de unificación. El intento de Murat de unir a toda Italia en un solo Estado, aunque fracasó en 1815, no fue olvidado por muchos patriotas italianos que pronto emprenderían nuevos movimientos en este sentido.

En España, con motivo de la ocupación de las tropas napoleónicas, se produjeron también dos movimientos aparentemente contradictorios. Mientras que un grupo de españoles patriotas se refugiaban en Cádiz y, reunidos en Cortes, aprobaban una serie de reformas a la francesa destinadas a transformar de raíz las instituciones, la sociedad y la economía tradicionales, otros -la inmensa mayoría- se levantaban unánimemente contra el invasor francés dando muestras de un espíritu nacional solidario frente al dominio extranjero. Sin embargo, en España la burguesía liberal, necesaria para la

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consolidación de los movimientos decimonónicos de independencia y nacionalismo, era escasa en número y tenía poca fuerza. Polonia constituía el centro del nacionalismo agraviado en la Europa del Este. A finales del siglo XIX su territorio había sido repartido entre los imperios de Rusia, Prusia y Austria. Cuando Napoleón creó el Gran Ducado de Varsovia en 1807, los polacos creyeron que ése podía constituir un paso importante para conseguir la independencia. Pero pronto se dieron cuenta de que eso no entraba en los cálculos del emperador y que, por el contrario, la nueva entidad no iba a ser más que un peón que éste iba a utilizar en sus relaciones con Rusia. Cuando se produjo la derrota napoleónica a manos de las potencias europeas, el Estado polaco fue de nuevo postergado, pero las ideas revolucionarias y las expectativas creadas durante el dominio napoleónico movieron a los patriotas a buscar firmemente la unidad nacional y la independencia, aunque ambas tardarían todavía un siglo en conseguirse.

En lo que respecta a Rusia, el sentimiento nacionalista era aún, en esta época, débil y difuso. Las derrotas napoleónicas en Smolensko y Moscú, así como la épica retirada de la Grande Armée, junto con los actos de pillaje y de saqueo de los soldados franceses, contribuyeron a crear un sentimiento de orgullo y de independencia nacional entre aquella población. Sin embargo, aquellos acontecimientos tuvieron un efecto muy limitado en la creación de una conciencia de nacionalismo en un imperio en el que el régimen se hallaba muy distanciado del pueblo. En realidad, la política de Napoleón en Europa no iba más allá de convertir a los países conquistados en satélites de Francia y de poner medios para satisfacer sus ambiciones dinásticas. Probablemente, el emperador no tenía un proyecto claro para utilizar los nacientes sentimientos nacionalistas en algunos países europeos contra sus respectivos gobiernos. Como tampoco preparó una estructura para darle consistencia a su imperio, limitándose a introducir los códigos legales y el sistema administrativo. Las urgencias militares y los requerimientos del Sistema Continental fueron los elementos que marcaron su política en cada momento y para cada ocasión.

El nacionalismo no fue, por consiguiente, un producto de las intenciones de Napoleón, sino más bien un fenómeno que surgió en contra de su Imperio en los pueblos sometidos al peso y la exacciones de la presencia francesa. Cuando tras la derrota napoleónica, los soberanos y los estadistas emprendieron la reconstrucción de Europa en el Congreso de Viena, se olvidaron de los sentimientos nacionalistas que habían contribuido a levantar a los pueblos contra el dominio del Emperador. Las potencias conservadoras, al oprimir al mismo tiempo los movimientos de las nacionalidades y las corrientes liberales, los convirtió en aliados. En efecto, como ha puesto de manifiesto René Remond, la alianza a partir de 1815 entre el movimiento de las nacionalidades y la idea liberal, provenía del desconocimiento por parte de los diplomáticos, de las aspiraciones nacionales. Los movimientos revolucionarios que van a tener lugar a partir de 1830 presentarán, pues, ese doble carácter de revoluciones liberales y de revoluciones nacionales. "Si es cierto -afirma Remond- que el hecho nacional no es más que un molde vacío que necesita una ideología, este molde es llenado, en ese momento, por la ideología liberal".

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Liberalismo

El liberalismo como doctrina política derivaba del racionalismo del siglo XVIII, por cuanto se oponía al yugo arbitrario del poder absoluto, al respeto ciego al pasado, al predominio del instinto sobre la razón. Por el contrario, preconizaba la búsqueda de la verdad por parte del individuo sin ningún tipo de trabas, sino mediante el diálogo y la confrontación de pareceres, dentro de un clima de tolerancia, de libertad y de fe en el progreso. Esa doctrina se asentaba en la confianza en el poder de la razón humana que todo lo esperaba de las constituciones y de las leyes escritas. Su rasgo distintivo consistía en el deseo de querer resolverlo todo mediante la aplicación de unos principios abstractos y mediante la aplicación de los derechos de los ciudadanos y del pueblo. La Revolución fue lo que dio fuerza verdaderamente a estas ideas. Frente a los privilegios históricos y a las prerrogativas tradicionales del príncipe o de las clases gobernantes, el liberalismo opone los derechos naturales de los gobernados. Frente a la idea de jerarquía y de autoridad, el liberalismo presenta las ideas de libertad y de igualdad. Y estas ideas son aplicables a todos los terrenos: al gobierno, a la religión, al trabajo y a las relaciones internacionales. Pero el liberalismo se refiere fundamentalmente a dos aspectos: a lo político y a lo económico. El liberalismo como sistema político fue construido a partir de las doctrinas de los viejos maestros Montesquieu, Voltaire, Rousseau o Condorcet, que se consagran después de la caída de Napoleón y se extienden desde Francia e Inglaterra por el sur y por el este de Europa.

El liberalismo político proponía una limitación del poder mediante la aplicación del principio de la separación entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, de tal manera que el legislativo quedaba en manos de una Asamblea elegida por sufragio censitario. Esa división debía establecerse mediante la creación de órganos que tuviesen la misma fuerza, pues en el equilibrio de los poderes residía la mejor garantía de su control mutuo y al mismo tiempo de la libertad del individuo frente al absolutismo. El liberalismo se distinguía de la democracia o del radicalismo porque defendía la idea de la soberanía de las asambleas parlamentarias frente a la soberanía del pueblo; porque daba primacía a la libertad sobre la igualdad y porque preconizaba el sufragio limitado frente al sufragio universal. Para los liberales, la Revolución francesa se había condenado a sí misma a causa de sus excesos: el reinado del Terror y la democracia popular habían conducido a la reacción y a la dictadura militar de Napoleón.

El liberalismo comenzó a transformar a Europa a partir de la senda década del siglo XIX y fue precisamente en España donde tuvo una de sus más tempranas manifestaciones con la reunión de las Cortes de Cádiz y la elaboración de la Constitución de 1812, la cual se convirtió en un símbolo para muchos liberales europeos. De hecho, el término liberal fue utilizado por primera vez por los diputados españoles en aquellas Cortes en el sentido de abiertos, magnánimos y condescendientes con las ideas de los demás, en su lucha por acabar con el absolutismo tradicional de su Monarquía. Unas veces, el liberalismo se impuso mediante un movimiento revolucionario, como fue el

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caso de Francia en 1830, y otras recurrió a la reforma mediante una evolución progresiva del sistema político sin violencias, como ocurrió en los Países Bajos o en los países escandinavos. ¿Cuáles son las características de los regímenes liberales? Veamos qué elementos y qué rasgos comunes podemos encontrar en ellos y de qué forma podríamos definirlos.

En primer lugar hay que aclarar que aunque no forma parte sustancial de su doctrina política, el liberalismo acepta la Monarquía y de hecho en Europa durante el siglo XIX casi todos los regímenes liberales están presididos por el rey. No ocurre lo mismo, sin embargo, en América por la falta de tradición que el sistema monárquico tenía en los países de aquel continente. Como elemento esencial en todo régimen liberal está la Constitución, que es una ley fundamental por la que se rige el sistema político y está dictada siempre por una Asamblea constituyente, a diferencia de la Carta otorgada, que, como la promulgada en Francia en 1814 y siendo también una ley fundamental que tiende a cumplir la misma función, está dictada por el poder, es decir, impuesta de arriba a abajo. Comparada con la ausencia de textos del Antiguo Régimen, el deseo de definir por escrito la organización de poderes y el sistema de sus relaciones mutuas, es una novedad aportada por la Revolución que tomó el ejemplo de los Estados Unidos de América. Desde el punto de vista de la teoría política, la Constitución puede ser abierta o cerrada. Es abierta cuando especifica los derechos y los deberes de los ciudadanos y es cerrada cuando especifica solamente el funcionamiento del régimen, las obligaciones y deberes que tiene el Rey, hasta dónde alcanza su potestad, si el poder legislativo tiene que estar dividido en dos cámaras, etc.

Puede establecerse también una división entre Constitución flexible y Constitución rígida. La primera es aquella cuyos términos pueden ser desarrollados posteriormente en otras leyes más específicas, como ocurre cuando se dice que las elecciones se efectuarán de la forma que determinen las leyes. Es decir, se dejan muchos de sus artículos a una interpretación posterior para que ésta pueda cambiar sin que por ello haya que modificar el texto constitucional. La Constitución rígida, por el contrario, no deja nada a la interpretación posterior: lo tiene todo previsto. La Constitución gaditana de 1812 es un claro ejemplo de Constitución rígida. La Constitución se considera como algo sagrado, intocable, en los regímenes liberales.

El nacionalismo Otra gran corriente, conformadora de la sociedad contemporánea, fue el

nacionalismo. En los años centrales de siglo, el nacionalismo fue un componente destacado de los movimientos revolucionarios de 1830 y 1848. Sin embargo, los fracasos con que se saldaron ambos movimientos sirvieron para comprobar que los proyectos nacionalistas no saldrían adelante mientras no tuvieran un respaldo social homogéneo. Algunos nacionalistas, como Mazzini, que habían participado en las revoluciones de 1830, se habían convencido de la inutilidad de la vía conspiratoria para imponer sus ideales. Mazzini fundó el movimiento popular la joven Italia, en junio de 1831, y similares iniciativas se registraron en Alemania y en Suiza. El nacionalismo adquirió por aquellos años un carácter cosmopolita que se pudo comprobar con la

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participación de polacos, suizos y alemanes, todos ellos procedentes de Ginebra, en la revuelta que se produjo en Génova en 1834.

Estos movimientos, en todo caso, adolecían de falta de apoyo popular pues no incluían un programa social que pudiese ganar el apoyo de las clases campesinas. Es algo que se pudo comprobar en los sucesivos levantamientos polacos, así como en las tensiones que se generaron dentro del Imperio de los Habsburgo. Todo ello no impidió que las corrientes nacionalistas siguieran fortaleciéndose y, a medida que las condiciones económicas y sociales dieron madurez a sus reivindicaciones, algunos de los grandes proyectos nacionalistas consiguieron abrirse paso. Los procesos de unificación de Alemania e Italia son estudiados en sendos capítulos de este mismo volumen.

EL positivismoUn antiguo secretario de Saint-Simon, Auguste Comte, se apoyó en la teoría

sansimoniana de los tres estadios del desarrollo del conocimiento (el teológico, el metafísico y el positivo) para fundamentar una teoría que trataba de poner toda la realidad social bajo el dominio de la ciencia. El positivismo consistiría, según Biddis, en la creencia de que la metodología científica proporciona el principal, e incluso único, sistema para la consecución del verdadero conocimiento. La principal obra de Comte, su Curso de filosofa positiva, se publicó entre 1830 y 1842 y contribuyó decisivamente a extender la convicción de que la ciencia natural era la única que podía dar validez al conocimiento y hacer posible una verdadera cosmovisión. Detrás de esas pretensiones de obtener una visión global de la realidad había un intento de poner en pie una religión secular, lo que resultó patente tras la publicación, entre 1851 y 1854, de su Sistema de Gobierno positivo, en el que había un intento de integrar las leyes sociales con una pretendida religión de la humanidad. Algunos simpatizantes se apartarían de Comte a partir de entonces (entre ellos J. S. Mill y T. H. Huxley, que afirmó que las propuestas de Comte equivalían a catolicismo sin cristianismo), pero éste continuó siendo una referencia intelectual inexcusable para quienes se esforzaban en encontrar la clave de una interpretación unitaria de la realidad social. Su intento de una religión positiva representó el cenit de la secularización del pensamiento europeo, de la que escribió O. Chadwick. La réplica del positivismo comtiano en Inglaterra la representa Herbert Spencer (Social Statics, 1851; Synthetic Philosophy, 1862), empeñado en un intento de ordenar la totalidad del conocimiento humano y en fijar las leyes de la evolución social, de acuerdo con las exigencias de su entorno. En ese sentido, Spencer opinaba que las sociedades industriales estaban mejor dotadas que lo que él denominaba sociedades militantes, que sufrían la coerción de las autoridades militares o religiosas.

Revoluciones del 1848

Los procesos revolucionarios que se generalizaron en Europa durante el primer semestre de 1848 marcaron un nuevo avance del liberalismo y de las corrientes nacionalistas, aunque estos avances se vieron también acompañados por exigencias de

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carácter democrático (sufragio universal) y reclamaciones de reforma social que protegiera los intereses de las clases trabajadoras, especialmente el derecho al trabajo. Las revoluciones tuvieron lugar en una Europa en la que el liberalismo no había dejado de avanzar desde la oleada revolucionaria de 1830. El Reino Unido y Francia ejercían un indudable liderazgo en este aspecto, que había permitido la creación de Bélgica, bajo la forma de una monarquía liberal, y los procesos de implantación de regímenes liberales en Portugal y España, superando costosas guerras civiles en ambos casos. También eran varios los Estados alemanes que contaban con Constituciones liberales. Frente a ese mapa del liberalismo, los principales regímenes absolutistas eran Rusia, Prusia y Austria, que extendían su influencia desde la península italiana hasta el noreste de Europa. De todas maneras, como ha recordado Roger Price, las estructuras sociales y económicas de carácter preindustrial seguían casi intactas en la mayoría de los Estados europeos y la sacudida revolucionaria de estos años brindó la oportunidad de que alcanzasen protagonismo sectores sociales que hasta entonces habían permanecido al margen.

En los momentos álgidos de la revolución (primavera y verano de 1848) pudo pensarse que se había producido una profunda alteración del orden político establecido en 1815, y de los principios que lo habían alentado, pero la evolución de los acontecimientos aconseja no magnificar las consecuencias de los movimientos revolucionarios. La fuerte represión que siguió a los estallidos revolucionarios ha hecho que algunos historiadores (W. Fortescue, Price) opinen que 1848 contribuyó al mantenimiento de un orden social y político conservador que perduró hasta el estallido de la primera guerra mundial. Algunas innovaciones políticas significativas (unificaciones de Italia y Alemania) se hicieron bajo el signo conservador y casi no quedó otro movimiento revolucionario que el anarquismo. Las grandes conmociones revolucionarias de los años siguientes (Comuna de París, revolución rusa de 1905) se explican más como reacciones a desastres militares que como verdaderas propuestas de transformación política profunda.

Conflicto entre fe y razónLa experiencia del progreso material en la vida de cada día derivó en una crisis

de la autoridad del cristianismo, que vio puestas en entredicho algunas convicciones fuertemente arraigadas en la sociedad. Los trabajos del fisiólogo holandés Jakob Moleschott (Doctrina de la alimentación, 1850), o los del francés Claude Bernard, afectaron profundamente a la idea del carácter espiritual del hombre (existencia del alma), y pusieron en duda los límites entre pensamiento y materia. En ese sentido, la publicación en 1859 de la obra de Charles Darwin, El origen de las especies, marcó un hito fundamental porque sirvió para poner en duda la narración bíblica del origen de la creación y, muy especialmente, el carácter único del origen del hombre.

La crítica racionalista a la religión, que contaba con una larga tradición (Strauss, Vida crítica de Jesús, de 1835), se continuará en los años siguientes hasta llegar a la obra

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de E. Renan (Vida de Jesús, 1863). Aunque el propio Darwin fue relativamente cauto en el uso de sus expresiones, no pudo evitarse que se generalizara el convencimiento de que la ciencia podía brindar una explicación sistemática del universo, al margen de la que habían proporcionado hasta entonces las religiones. Los avances de William Thomson, al presentar las dos primeras leyes de la termodinámica, o los descubrimientos de Dmitri Mendeleiev, al confeccionar la tabla de elementos periódicos, contribuyeron al fortalecimiento de esa idea, y al rechazo de las especulaciones filosóficas que caracterizaban las épocas anteriores. El historiador T. B. Macaulay escribió por entonces (1837) que la ciencia era, en sí misma, una filosofía que no conocía el descanso, que nunca se consideraba satisfecha, que nunca llegaba a la perfección; porque su ley permanente era el progreso.

En esa línea de pensamiento se había movido, algunos años antes Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon que, a través de sus obras (De la Industria, 1817; Catecismo de los industriales, 1823; El nuevo cristianismo, 1824) se había situado en una posición intermedia entre el liberalismo y el socialismo, construyendo una teoría sobre el papel del Estado en la organización de las clases productoras. La ciencia tendría que ser, para Saint-Simon, la base de la organización de una nueva sociedad. Casi tanta importancia como el fundador tuvieron los discípulos (O. Rodrigues, P. Enfantin, M. Chevalier, Ph. Buchez) que, a comienzos de los años treinta, trataron de desarrollar las propuestas religiosas contenidas en los últimos escritos de Saint-Simon.

El sansimonismo religioso, sin embargo, no prosperó porque algunos de sus aspectos más estrafalarios condujeron pronto al enfrentamiento con los gobernantes de la Monarquía de julio francesa. Muchos sansimonianos se dedicaron entonces a la propagación de teorías socialistas (S.-A. Bazard y H. Carnot, L´Exposition de la Doctrine de Saint-Simon, 1830) en las que abogaban por el rechazo de la propiedad privada y la abolición de cualquier privilegio hereditario. Estos seguidores tuvieron sus órganos de expresión en los periódicos Le Producteur (1825-1826) y Le Globe (1830).Hubo, finalmente, quienes insistieron en la necesidad de acometer grandes empresas capitalistas que se realizarían durante la época del segundo Imperio. Michel Chevalier, profesor de Economía Política del Colegio de Francia, está en ese grupo, junto con los hermanos Péreire o P. Talabot.

RomanticismoPese a la persistencia de una tradición clásica, los años treinta estuvieron

marcados por el triunfo definitivo de la estética romántica, especialmente a partir del estreno del Hernani de Victor Hugo en febrero de 1830. Hasta mediados de los cuarenta los gustos románticos ejercieron una casi completa hegemonía, especialmente en Francia, y las figuras destacadas de esta corriente disfrutaron de un gran reconocimiento político y social. Lamartine fue elegido para la Academia y también fue diputado durante la Monarquía de Julio. A. de Vigny entraría también en la Academia, mientras que Hugo fue nombrado miembro de la Cámara de los Pares. El auge literario

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romántico está representado en Francia por las novelas de Stendhal, que era el seudónimo de Henri Beyle (El rojo y el negro, 1831; La Cartuja de Parma, 1839). En ellas queda la atmósfera de los años gloriosos de la revolución y el Imperio, con la añoranza de una libertad que queda ahogada en el mezquino ambiente de la Europa de la Restauración. Junto a él los historiadores románticos: Jules Michelet, Augustin Thierry (Histoire de la conquête de l'Angleterre par les Normands), o A. de Lamartine (Historia de los girondinos, 1847) proporcionan materia para reverdecer las emociones del pasado. La creación del Comité de Trabajos Históricos, hecha por Guizot en 1834, trató de dar consistencia científica a este nuevo impulso.

Romanticismo 2

Las dificultades para definir claramente los orígenes del Romanticismo fueron ya puestas de manifiesto por Arnold Hauser en su Historia social de la Literatura y el Arte. Venía a señalar este estudioso, que lo característico del movimiento romántico no era que representara una concepción del mundo revolucionaria o reaccionaria, sino el camino caprichoso y nada lógico por el que había llegado a una u otra concepción. En realidad, el Romanticismo representa un movimiento general en toda Europa que primaba el desarrollo de los sentimientos y del individualismo sobre la razón y la voluntad del autodominio. Buscaba en el pasado, y más concretamente en la Edad Media, su inspiración más alta y rompió con una imagen del mundo estática y ahistórica procedente de la Escolástica y del Renacimiento, introduciendo una concepción de la naturaleza del hombre y de la sociedad más evolucionista y dinámica. "La idea de que nosotros y nuestra cultura estamos en un eterno fluir y en una lucha interminable -dice Hauser-, la idea de que nuestra vida, espiritual es un proceso y tiene un carácter vital transitorio, es un descubrimiento del Romanticismo y representa su contribución más importante a la filosofía, del presente". El Romanticismo era un movimiento esencialmente burgués que rompía con los convencionalismos del clasicismo y con las refinadas y artificiosas formas de la sociedad aristocratizante, más propios del Antiguo Régimen.

Frente a la concepción individualista propia del Racionalismo y de la Ilustración, el Romanticismo establece una estrecha relación del individuo con la sociedad y afirma que ésta no es producto de la creación voluntaria de los hombres, sino que es anterior e independiente de cada individuo concreto, con sus propias leyes y sus propios fines, que tampoco tienen por qué coincidir con la suma de los intereses de cada individuo. Para el Romanticismo la sociedad, a la que califica de pueblo o nación, tiene una vida propia y una misión histórica que cumplir. Esa forma de pensar es la que dio origen a los movimientos nacionalistas del siglo XIX, mediante los que se intentan conservar las peculiaridades de cada uno y reclamar el derecho de cada nación a disponer libremente de su destino.

El Romanticismo surgió primero en Inglaterra y en Alemania, donde presentaba características comunes: el amor a la Naturaleza, el interés por la poesía popular del

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pasado, la afición por el romancero, las leyendas históricas medievales y el teatro español del Siglo de Oro.

El Romanticismo inglés floreció a comienzos del siglo XIX, aunque fue gestándose durante la centuria anterior. Fue un movimiento psicológico más que doctrinario y surgió como una necesidad interna más que como oposición a unas reglas estéticas propias de un tiempo pasado. No se puede decir que los románticos ingleses formasen escuela, pero sí que hubo un núcleo importante en torno al poeta W. Wordsworth, en el distrito de los lagos, al noroeste de Inglaterra. Wordsworth practicaba una poesía sencilla, directa y profunda, mediante la cual enseñaba a los hombres a ver en la Naturaleza la bondad y la belleza esparcida en ella por el Creador. Ejerció una notable influencia en S. Coleridge, quien en su The Rime of the Ancient Mariner (1798), o en su Kubla Kan (1797) transportaba al lector a unos mundos sobrenaturales llenos de atractivo y de emociones.

También puede considerarse influido por él, Robert Southey, aunque éste era más narrativo e historiador. Southey viajó por Portugal y España y producto de la admiración que le causó este último país fueron su traducción de la Cronicle of the Cid, su poema Roderick, the Last of the Goths, y su History of the Peninsular War (1822-1932) en la que relata la Guerra de la Independencia que los españoles sostuvieron contra Napoleón. Pero las figuras literarias más conocidas del romanticismo inglés son Walter Scott y lord Byron. Scott se sintió atraído por la narrativa medieval, popular y legendaria de su país y escribió una serie de obras de este tipo que alcanzaron gran difusión por Europa, donde encontró muchos seguidores que cultivaron este género. Entre sus obras más conocidas están Ivanhoe (1819) y Quintin Duward (1823). Walter Scott es considerado como el auténtico creador de la novela histórica y como el fundador de la novela de historia social. Lord Byron, con un estilo desenfadado y aparentemente desordenado, pero con una gran fuerza y con un calor humano sin precedentes, produjo una serie de poemas y cuentos que conquistaron al mundo por su enorme vitalidad. La clave de su popularidad es que cualquiera podía identificarse con sus héroes, desde el muchacho desilusionado en sus esperanzas hasta la joven desengañada en sus amores. El acercamiento del lector al héroe fue la razón profunda de su éxito. Su Don Juan (1819-1923), así como muchas de sus obras, ejercieron una notable influencia en los maestros del romanticismo francés.

El Romanticismo alemán se agrupa a comienzos del siglo XIX en tres escuelas: la de Jena, la de Heidelberg-Berlín y la de Stuttgart. Sin embargo, lo verdaderamente interesante de este movimiento son las individualidades y entre ellas hay que destacar a los hermanos August y Friedrich Schlegel, a F. L. Novalis, a K. M. Brentano y a J. von Eichendorff. Pero la figura más conocida del Romanticismo alemán es, sin duda, el poeta H. Heine. Algo más tardío que los anteriores, transmitió en sus escritos un gran sentido de la autocrítica así como una gran frescura y naturalidad. Su Buch der Lieder (1827) le convirtió en el poeta más conocido de su país, y su Romanzero (1851) y su Die Nordsee, reforzaron y difundieron su fama más allá de las fronteras alemanas.

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En Francia el Romanticismo se había mostrado conservador durante los primeros años de la Restauración, pero en el año 1827 se produjo un cambio sustancial de orientación a raíz de la publicación por parte de Victor Hugo del famoso prólogo a su Cromwell, en el que exponía su postulado de que el Romanticismo es el liberalismo de la literatura. En su Historia del Romanticismo, Théophile Gauthier escribió que "El prefacio de Cromwell resplandeció ante nuestros ojos como las Tablas de la Ley sobre el Sinaí". Por eso Victor Hugo es considerado como el maestro de la escuela romántica francesa. El estreno de su obra Hernani en 1830 significó el definitivo enfrentamiento del Romanticismo, como movimiento de rebeldía, contra el clasicismo. Hernani era un drama de tema español basado en la época de Carlos I y con cierta semejanza a Romeo y Julieta, que ejerció una profunda fascinación sobre la juventud de su tiempo. Sin embargo, como advierte Hauser, hay que tener bien presente que el Romanticismo no triunfa con este drama de Victor Hugo, sino que lo había hecho ya con anterioridad. El cambio que trae consigo el periodo alrededor de 1830 es el paso del Romanticismo a la política y su alianza con el liberalismo.

En Italia, aunque el movimiento romántico participa en general de las características del romanticismo europeo, está sin embargo más cargado de un sentido político de liberación y de consecución de la unidad nacional. Es, por consiguiente, más patriótico. Giacomo Leopardi representa una tendencia pesimista dentro de esta corriente. Es el cantor de la vida triste, de la desesperanza y de la desdicha. Ha perdido su fe, sus ilusiones patrióticas y su amor por la vida y en estas circunstancias su obra refleja un sentimiento trágico y atormentado. Antes de morir a los treinta y nueve años en 1837, publicó, entre otras, las Canzone (1824), elegías e idilios, y los Canti (1834-1936). Sobre todos los románticos italianos destaca Alessandro Manzoni. Escribió poesía, drama y novela y su profunda religiosidad se teñía de cierto conservadurismo en su obra Los novios (1827) en la que narraba las vicisitudes de dos enamorados de la región lombarda durante la dominación española en el siglo XVII.

En España y Portugal, el Romanticismo presenta en general las mismas características que en el resto de Europa y sus antecedentes hay que relacionarlos con las guerras napoleónicas y con los conflictos civiles que tienen lugar en ambos países. Sin embargo, en el caso de España, la mayor parte de los autores coinciden en señalar el desfase existente entre el Romanticismo en sus aspectos sociales y políticos y el Romanticismo como manifestación cultural. En este sentido, el triunfo de la revolución romántica en España no se produciría hasta el estreno en 1835 de la obra del duque de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino. De esta forma, desde el punto de vista literario, la producción más importante tendría lugar a partir de la muerte de Fernando VII en 1833 y durante el reinado de Isabel II. En el plano de las artes, el Romanticismo también tuvo unas manifestaciones muy claras en Europa a partir de la época napoleónica. La rebeldía contra los cánones clásicos dio lugar a una liberación plástica original del que iban a ser desterrados los modelos griegos y romanos, tan seguidos en el siglo XVIII. Ahora se tomarían como referencia los estilos románico y gótico, que alcanzarían una importante

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revalorización y entrarían a jugar un papel importante en la creación artística las formas orientales y norteafricanas. No obstante, todas estas novedades se acomodaron de una forma distinta en cada país, que trató de adaptarlas y de nacionalizarlas para darles un sello propio.

Realismo

Desde mediados de siglo se abre paso la corriente realista, que pretende reflejar las situaciones de la vida ordinaria, abandonando las pretensiones universalistas del clasicismo o las explosiones emocionales del romanticismo. En el ámbito de la literatura los autores tratarán de ofrecer personajes y situaciones comunes, lo que convierte a la obra literaria en una fuente de primer orden para el conocimiento del pasado histórico, aun teniendo en cuenta las precauciones que deben tomarse para el uso de las fuentes literarias. El realismo parece así la respuesta a una sociedad en la que se había producido un cierto efecto de nivelación y en el que un mayor número de personas habían adquirido protagonismo en la sociedad. El antiguo héroe, o el santo, habían cedido el sitio ante la irrupción de nuevos grupos humanos, que todavía no son masas, pero que imponen nuevos gustos y costumbres. En ese sentido, es el arte de la nueva civilización urbana e industrial. El realismo fue también una reacción contra el fracaso de las revoluciones de 1848, en donde se habían ahogado muchas de las esperanzas democráticas y de libertad personal. Honoré de Balzac (Eugenia Grandote, 1833; Papá Gorrión, 1834; El cura de aldea, 1839; El primo Pons, 1847, que se integran en la serie de La comedia humana) ha ofrecido otras tantas crónicas de la sociedad francesa de la época, en la que parecen seguirse criterios científicos de análisis y clasificación

El testimonio literario, en todo caso, es especialmente útil en el caso de la Rusia del siglo pasado, dada la dificultad de acceso a otras fuentes de información. Algunas obras de Turgueniev (Padres e hijos, 1860; Relatos de un cazador), de Gogol (Las almas muertas, El inspector), de Dostoievsky (Recuerdos de la casa de los muertos, 1861; Crimen y castigo, 1866); o de Tolstoi (Guerra y Paz, 1864) resultan ilustrativas de esta corriente. La corriente realista en Inglaterra está representada por las obras de W. Thackeray (La feria de las vanidades, 1847-1848) o de Ch. Dickens (Tiempos difíciles, 1854) que han dejado en sus obras una imagen detallada de las dificultades que experimentaron las clases trabajadoras durante los hambrientos cuarenta.

De todas maneras, la expresión más depurada del realismo tal vez esté contenida en la obra de G. Flaubert, aunque el propio autor se resistiese a aceptar la etiqueta de realista. Tanto su Madame Bovary (1857), como La educación sentimental (1869), ponen de relieve el profundo contraste entre los ensueños heroicos que viven sus protagonistas y la vulgaridad de su vida ordinaria. Las denuncias de la realidad social que contenían algunas de estas obras hicieron que tanto Madame Bovary como Las flores del mal, de Baudelaire, sufrieran juicios por obscenidad en 1857.

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