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Extensión Universitaria - UMHve.umh.es/blogs/edicionsimemories/llibres/2007-oct-atzavares.pdf · ella se fue. No lo sé. Pero siento que me estoy agotando, que mi alma se con-sume

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Dirección: Secretariado de Extensión UniversitariaCoordinación: José Antonio Espinosa Bernal

Convoca: Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria© Prefacio: Fernando Borrás

© Textos: sus autores© Diseño y Maquetación: Silvia Viana. Octubre, 2007

© Impresión: Alfagráfic Impressors - EditorsISBN:

Depósito legal:

Vicerrectorado de Estudiantes yExtensión Universitaria

Delegación de Estudiantes de laFacultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche

Atzavares

Segundo Premio de Relato CortoUniversidad Miguel Hernández

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Prefacio

En la comba de las líneas se mece la sensibilidad. Cada texto que sigue esuna vasta región que acoge el caudal de la imaginación, y que se eleva enarmónica concurrencia de palabras para alcanzar, no sin esfuerzo, las estrellas.Textos que se rebrincan, se tuercen, agrandan o estiran, con la única pretensiónde generar historias. Y de eso se trata, de contar historias. Hechos todos que secobijan en los repliegues de la fábula con una voluntad clara de ampliar elámbito de lo conocido. Escudriñar, aquí y allá, con la esperanza de satisfaceruna gota sutil y celebrada.

Este segundo ejemplar de la colección Atzavares, ilusión desde el laberin-to disconforme de las grafías, nos regala mundos muy diversos, o el vuelo frágilde los deseos que se escriben. Canto plural, tan generoso…

Fernando Borrás RocherVicerrector de Estudiantes y Extensión Universitaria

Universidad Miguel Hernández de Elche

Presidente: José Luis Vicente Ferris, escritor, poeta y ensayista, Profesor de laUniversidad Miguel Hernánde de Elche.

Vocal: María Cristina Pastor Valcárcel, delegada de centro de la Facultad deCiencias Sociales y Jurídicas de Elche.

Secretario: Carlos José Navas Alejo, Profesor de la Universidad MiguelHernández de Elche.

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Jurado

Primer premio: Lorena Córcoles Borrás con el relato Una vida de 60 minutos.

Segundo premio: José Alberto García Avilés con el relato Que no falte de nada.

Tercer premio: José María Sola Morena con el relato El cajero.

• José María Amigó García con el relato Amparito.

• Juan Manuel Berná Serna con el relato La mujer del Cha-cha-cha.

• Alejandro Bernabé Lavado con el relato En la pólvora de la noche crecerántus flores.

• Jesús Cano Martínez (Nino Rippi) con el relato Quedamos en la Morgue.

• José Antonio Espinosa Bernal con el relato Coração.

• José Antonio Flores Yepes con el relato Las arenas del tiempo perdido.

• Jorge Gutiérrez Gómez con el relato El vagón de caballos.

• Jesús Gutiérrez Lucas con el relato Printemps.

• José Navarro Pedreño con el relato Historia de unas manos.

• José Luis Neira con el relato Ríos de luz.

• Alicia Peral Fernández con el relato Anticuario.

• Alicia Peral Fernández con el relato Nunca Jamás.

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Premiados

Seleccionados para su publicación

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Una vida de 60 minutos

Lorena Córcoles BorrásPrimer premio

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No le voy a contar una historia de amor, porque esto no es una historia deamor… ¿pero que haría usted si supiese que tan sólo tiene una hora para res-pirar por última vez, para sonreír, para llorar, para recordar, para emocionarse,para escuchar, para saborear, para conversar… es decir, para vivir?

Yo no le voy a contar una historia de amor, porque esto no es una historiade amor. Voy a intentar recordar toda una vida en una hora de ella, en su últimahora… Recuerdo a mi padre que nunca se sintió orgulloso de mí, sumergido enla época en la que creció y en la forma en la que le educaron siempre creyó queel hombre que goza con la poesía o intenta volverse loco como aquel caballerode La Mancha es un maricón. Nunca sentí aprecio por él, aunque la ignoranciade la que gozaba era digna y merecedora de toda la lástima que mi mente pose-ía. Mi madre siempre fue una buena mujer, entregada en cuerpo y alma a sufamilia envejeció mucho antes de que los años se lo permitiesen, nunca fue felizy en aquellos días de delirio y desesperación que arrastraban a más de uno haciasu fin, soñaba despierta con José Antonio Rodríguez, un soldado que le prome-tió matrimonio poco antes de morir en la guerra civil. Puedo decir que gran partede mi vida la pasé sólo, como esta última hora en la que escribo.

Nunca he salido de mi ciudad, pero he visto el mar y la montaña. Crecí enuna ciudad destruida por la guerra, en unas calles grises donde el olor a miedoy muerte seguía penetrando en cada una de mis ropas. Puedo decir que he via-jado a miles de países, que he conocido culturas de todas clases, que estuve enla antigua Roma, en la preciosa Grecia, en la edad media, en medio de todaslas revoluciones que han marcado la historia… porque miles de historias me hanllevado a cada uno de estos lugares, de estas épocas.

Dejé mis estudios primarios para ayudar en el negocio familiar, una vieja ferre-tería que conseguía darnos al menos un trozo de pan y un vaso de leche cada día.

El ansia de soñar y vivir me llevó a encerrarme días y noches entre los pasi-llos de la antigua biblioteca, de encerrarme en reuniones clandestinas para tra-ficar verdaderas delicias no permitidas en nuestras tierras.

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Ni siquiera recuerdo las primeras palabras que compartí con ella, pero noolvidaré jamás la primera vez que la vi. Luís Méndez era compañero de viajesimaginarios, confidente de palabras, guardián de secretos. Era un 25 de abril deun año que ya ni recuerdo y la hermana menor de su madre dejaba la vida decampo para intentar crear un futuro en la ciudad. Recuerdo perfectamente elmomento en que llegaron a la biblioteca. Una melena oscura con unos rizosgigantes cubrían su espalda, unos ojos verdes cubrían su mirada y un preciosovestido blanco escondía ese cuerpo que en sólo unos segundos creí devorar. Nisiquiera sabía su nombre, ni su edad, pero sentí como ella también sonreía.

Le apasionaba leer pero lo que mejor hacía era escribir, por eso estaba allí,con nosotros. Sus padres habían muerto hacía años, y su hermana la trajo a laciudad con la esperanza de que, al igual que ella, encontrase un hombre ricocon el que casarse y tener tantos hijos como él quisiese. Su mirada radiaba ilu-sión por esta nueva vida que le esperaba, aunque estuviese cambiando en aquelmismo instante sin que ella lo supiese.

Don Emeterio, el dueño del bar que cerraba sus puertas dejándonos den-tro leyendo, fue el primero en darse cuenta de que algo sucedía.

–¿Te gusta, verdad?–¿Quién?–Pues la tía de tu amigo, quien va a ser. Ándate con ojo chaval, que estas

mujeres son las que siempre rompen el corazón.Me giré desde la barra con el café en la mano y la observé, tenía razón, me

gustaba. Desde el día en que la vi no hubo ni un solo segundo del día en el queella no fuese la ladrona y dueña de mis pensamientos.

Pasaron los meses y nuestras miradas se convertían en cómplices porsegundos, pues siempre había un estornudo o el inicio de una conversaciónabsurda por parte de mi amigo Méndez que las interrumpiesen.

Recuerdo la primera vez en la que ella no vino, como cada anochecer, albar de don Emeterio.

–No mires más a la puerta, hoy no va a venir. Hoy cenaba en casa con mispadres y un amigo suyo que al parecer pretende pedirle matrimonio en pocos días.

Se me paró el corazón, tragué saliva y dije:–Hay que ver como sois los ricos, que os casáis así como así sólo por con-

seguir un buen apellido y una vida de lujos. –y solté una carcajada que me que-maba el corazón.

¿Qué tenía que hacer? ¿Cómo podía reaccionar? Sabía que esa mujer, quecasi me doblaba en edad, me tenía locamente enamorado, sabía que apenashabía compartido con ella conversaciones sobre libros, sobre historias que nonos pertenecían, pero sabía que no la podía dejar escapar.

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Envié una carta a casa de la familia Méndez, dirigida a Dolores Martínez,con una nota que contenía solamente una dirección y una firma a modo depésimo escritor.

Ella vino. La conduje hasta el interior del pequeño almacén de la ferretería,y allí sin decir palabra pero con los ojos inundados en un mar de lágrimas labesé. La desnudé poco a poco, la penetré con delicadeza y la sentí mía.

Ella se casó con aquel rico empresario, pero nuestros encuentros en elalmacén de la vieja ferretería durarían años y años. Tuvo tres hijos varones y cré-anme que el último tenía mi misma cara, murió cuando tenía cuatro años, deuna gripe que nadie supo curar.

No crea que le estoy contando una historia de amor, porque esto no es unahistoria de amor, simplemente trato de recordar en esta última hora el rumboque ha llevado mi vida y los pasos que recuerdo haber dado en ella.

Cuando mi padre murió me tuve que hacer cargo de la ferretería. Aunqueodiase aquel trabajo, adoraba aquel lugar que tantas noches inolvidables llena-ron mi alma de felicidad.

–¿Cuánto tiempo tengo que esperar para ser el único hombre en tu vida?–Eres el único hombre en mi vida, pensando en un amor diferente al que

tengo por mis hijos.–¿Y cuando seré el único hombre ante los ojos de los demás?Ella suspiraba y se escondía entre mis brazos cada vez que esta pregunta

aparecía en nuestras conversaciones. Seguíamos hablando de libros, ella escri-bía historias que sólo yo conseguía leer, historias que me regalaba, historias quede algún modo eran nuestra vida, pero hablábamos de muchas más cosas, yola conocía y ella me conocía. Su marido no tenía tiempo para eso, demasiadoocupado estaba bebiendo whisky y fumando puros con sus amigos.

Sus dos hijos crecieron, se casaron y a ella sólo le quedábamos yo y esedesconocido con el que compartía cama cada noche.

Créame que nunca he deseado mal a nadie, pero admito rotundamenteque cada mañana al despertar deseaba que me contase que su marido la habíaabandonado por alguna de esas muchachitas con las que tanto frecuentaba losclubes nocturnos o simplemente que había muerto así, de repente, desapare-ciendo y dejándome el tesoro más preciado que yo soñaba y que él ni si quierase daba cuenta que tenía.

Su marido era un viejo cascarrabias que ya no podía casi ni andar cuando ellaestaba postrada en una cama, enferma y sabiendo que la vida se le acababa.

Me vestía de cura para ir a visitarla, para leerle, acariciarla y sonreírle. Parapoder decirle cada día que la amaba con todas mis fuerzas y que era la mujermás maravillosa y preciosa que en el mundo podía haber.

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Hace diez años que ella me dejó, que dejó mi mundo solo, que se marchó sinmí, que se fue sin haberme dejado despertar ni una sola mañana contemplándola.

Hace diez años que no la acaricio, que no escucho su voz, que no escribehistorias nuevas para mí, hace diez años que no siento su aroma, que no acari-cio su pelo, y que no la beso en los labios. Hace diez años que mi vida llegó asu fin, y aún he sobrevivido demasiado.

He pasado diez años sin dormir, sin comer, sin tener ilusión y un caminopor el que seguir, he pasado diez años sin ella.

Creo que sólo han pasado diez días o quizás sólo 10 minutos desde queella se fue. No lo sé. Pero siento que me estoy agotando, que mi alma se con-sume infinitamente cada segundo, siento como me estoy ahogando y como micorazón poco a poco está dejando de latir…

No crea que le he contado una historia de amor, porque esto no es unahistoria de amor, simplemente es la única historia que recuerdo de mi vida.

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Que no falte de nada

José Alberto García AvilésSegundo premio

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Fue una fiesta salvaje y algo me dijo que no iba a acabar del todo bien. Nosé, quizá fue que Juan llegara manifiestamente tarde, con aquel traje de espan-tapájaros que parecía sacado de una funeraria. O quizá que aquella noche nooí cantar al autillo que anida en el jardín del vecino. A ese autillo le tengomucho aprecio porque acunaba mis sueños desde que era niño, pero esa nocheno cantó. De aquellas horas tengo vagos recuerdos, diluidos por la ginebra y elwhisky de importación, aunque las imágenes del desenfreno aún perduran, pordesgracia, con la nitidez suficiente. Creo que fue Germán el que primero selanzó al agua. Me pareció que era una barbaridad mojar de esa manera un trajecomo el suyo, en esa agua no muy limpia y con toneladas de cloro. Despuéssaltó Luisa, con una mueca divertida que, al entrar en contacto con el agua, setransformó en un sobresalto helado. Y es que en diciembre, aunque sea clima-tizada, la piscina no perdona. Luisa llevaba una especie de camisón amarillo,que flotaba lánguidamente, como un cojín envuelto en una sábana. Me hizogracia aquella Luisa tan bromista, con esa sonrisa suya de oreja a oreja. Norecuerdo quién fue el siguiente en caer, si Juan o Tati, pero el caso es que a loscinco minutos todos estábamos en el agua. Es quizá en este tipo de situacionescuando mejor puedes llegar a conocer a las personas. Tati dijo que le parecía laforma más adecuada de despedir ese año nefasto, ahogando las penas en aguay alcohol. Eeeeyy, hushh, eeeeyyy, hushh, le cortó Luisa, gritando como si invo-cara un conjuro. ¡No te me pongas depre, querido, y piensa en lo mucho quenos vamos a divertir mientras dure esto! Su pelo mojado estaba recogido haciaatrás, y movía los brazos con una elegancia y finura que le daban cierto aire exó-tico, de bailarina olímpica. Eso, eso, ¿no tenéis calor?, exclamó Germán, mien-tras arrojaba la chaqueta a una de las chicas y comenzaba a desabrocharse lospantalones. Yo, que soy poco dado a bañarme, e incluso en verano enseguidame siento como un garbanzo en remojo, empecé a pensar que lo mejor era salirde allí. Pero no quería ser el primero en abandonar la piscina. Y en aquelmomento de euforia colectiva, quise aportar algo de mi cosecha. ¡Habéis visto,

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pandilla de sinvergüenzas, quién es la auténtica pijita de piso en apuros! Miradcómo nada, como una cabra en un pozo. Era mi forma particular de hacerle unagracia a Sandra, aunque ahora reconozco que la comparación no fue muybuena. En aquel estado, resultaba fácil ser ocurrente. Estábamos llenos de unaenergía poderosa, una fuerza que te electrizaba el cuerpo y te mantenía en con-tinua vibración. Cada uno habíamos invertido una cantidad de dinero, digamosque espléndida, en aquella fiesta en la que no faltó de nada. Hasta cenamoscaviar ruso, uno de los caprichos de Germán, que según dijo, fue capaz de con-seguirlo a buen precio en uno de sus viajes. Luego supimos que era del malo,de imitación y lo había comprado en el supermercado esa misma tarde. Todosnos esforzamos para que la diversión estuviera garantizada. Esta vez había quesuperar el listón del año pasado, cuando la montamos en el chalet de Jorge. Yase sabe, cada vez un poco más de whisky, mejor música y más juerga. Cualquiernovedad capaz de satisfacer a una docena de apetitos insaciables era éxitoseguro. Por eso lo de la piscina de esa noche estaba resultando un espectáculofascinante, lleno de excitación, porque varios ya se habían desprendido debuena parte de sus ropas y algunos vestidos empezaban a volverse muy pesa-dos. Yo venía dispuesto a divertirme con Sandra, por lo que estuve jugando unrato con ella, chapoteando y echándonos un balón de baloncesto que pesabacomo un muerto. La gente se fue dispersando, algunas luces se apagaron yalguien subió el volumen de la música pachanguera. Yo nadaba con torpeza, laverdad, y mi interés se centraba en acercarme a Sandra lo suficiente como paraescamotearle algún beso y buscarle las cosquillas. Llegó un momento en quecada uno iba a lo suyo, casi obsesivamente, desperdigados por la terraza o den-tro del chalet. Por eso el chillido de Germán aún suena a pesadilla, a un malsueño del que uno quisiera despertar, pero ya es demasiado tarde, al igual queresulta demasiado nítida la imagen de aquel cuerpo inerte, balanceándose tor-pemente con su mortaja amarilla.

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El cajero

José María Sola MorenaTercer premio

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Demasiado tarde. Demasiado inútil. Demasiado rápido y demasiado lento,pero sobre todo y en definitiva, demasiado tarde.

Para cuando la batalla que se venía librando en mi cuerpo, entre el miedopor un lado, y la responsabilidad por el otro, proclamó vencedora a esta última,los jóvenes ya se habían evaporado del lugar, a merced del truco de magia másviejo de la Historia, correr, correr y correr. De asesinos a puntitos en el horizon-te. Y el cadáver yacía en el suelo, con una inmovilidad mortecina, proclamandoel terror a los cuatro vientos con el sonido más potente, el silencio. Ese silencioque duele, que te señala, que te paraliza por fuera y te sacude por dentro.

Miserable forma de correr. Más que de la justicia, cualquiera diría que huían dela muerte, del olor a muerte que ellos mismos habían provocado, pero que finalmen-te les estremecía, como el final más lógico de un guión que no habían sabido o nohabían querido contemplar en el momento de escribirlo. Observándoles correr, ensu cobarde huída, resultaba fácil imaginarse un bocadillo de cómic sobre sus cabe-zas encapuchadas, mascullando algo del estilo de “mierda, nos hemos pasado”.

Era un 17 de Abril de 2007, yo caminaba hacia mi casa, sumergido en losmuchos y diferentes pensamientos que venían atormentando, desde hacia tiem-po, no sólo a mi mente y mi conciencia, sino también y por extensión, a misalud. Y buceando entre todo aquello ocupaba minutos, horas y días, desdehacía tanto tiempo que la introversión permanente se me antojaba el estadonormal del ser humano.

Mi matrimonio resultaba, en principio, de una armonía poco común, quizáno abundaba el diálogo profundo, y en las sobremesas se veía fútbol, o salsarosa, o cualquiera que sea el tipo de cosas que las personas solemos hacer paraser felices, o más bien para convencernos de que lo somos, como en la pelícu-la “Matrix”, sin cuestionarnos la realidad y nuestro comportamiento, la medidaen la que podríamos mejorar el mundo como suma de contribuciones individua-les, escudándonos en el argumento más utilizado y a la vez más egoísta y dañi-no de la Historia, el más injusto: “¿En qué mejora el Mundo porque yo me

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esfuerce en ser honrado, en ser honesto, mejor persona, en ser consciente deldesequilibrio económico del planeta, en madurar diariamente, en esforzarmepor entender al otro, por ser altruista? Si yo sólo soy uno, que lo arreglen losgobiernos” y así rellenamos el espacio de tiempo en el que deberíamos presu-mir, discutir y esquivar menos, y valorar, escuchar y dialogar mucho más.

Como decía, pese a caer en los errores o carencias generales, la complici-dad con mi mujer resultaba cuanto menos, especial, y a mis dos hijos, a los quequería por encima de cualquier cosa, y que constituían mi mayor argumentopara levantarme y afrontar cada día, me entregaba cada instante.

No nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos. De tantooír esta frase, se nos olvida el contenido. La decimos mecánicamente, comocuando eras pequeño y te aprendías el padrenuestro, o una poesía. Pero no seme ocurre mayor verdad. Incluso cuando pensamos que hemos perdido lo queteníamos, con esa actitud estamos perdiendo lo que tenemos en el momento,lo que nos llevará a lamentarnos en el futuro, mientras de nuevo estaremos tor-pemente sin valorar lo que tengamos. ¿Era el hombre el único animal que tro-pezaba dos veces con la misma piedra?

En todo esto, y en otras muchas cuestiones me abstraía mientras observa-ba el cadáver en el suelo del indigente.

Todo había ocurrido muy rápido. Yo me dirigía a casa, como ya he dicho,y dentro de un cajero, un grupo de tres hombres, de fisonomía joven, golpea-ban un bulto en el suelo. Mi primera reacción resultó ser la parálisis, nuncapensé en presenciar algo así, el grado de contrariedad que me invadía me inmo-vilizaba, sentía que no era posible estar presenciando una paliza, como si tuvie-ra que dejar pasar unos cuantos segundos o minutos de observación, para cer-ciorarme de que no era una broma, o sólo un malentendido. Un margen tem-poral para dar cabida al miedo que azotaba desde la primera hasta la última delas neuronas de mi acelerada cabeza.

Puede que mi depresión me influyera, mermando mis sentidos, o quizáfuera el vino….

Mi vida transcurría felizmente, hasta un punto muy concreto, haría comoaño y medio. Resulta difícil de explicar el por qué la mayoría de las desgracias tie-nen su origen en algo sin importancia, para luego dar paso a una serie dehechos, que se van desencadenando lenta y trágicamente, casi es posible antici-parse en el tiempo y conocerlos antes de que ocurran, pero en ningún caso sepueden evitar. Una vez se inicia la catástrofe, sólo queda asistir a ellos comoquien ve su propia muerte en una película. Valoramos a la persona por lo que lerodea, lo que tiene, desde su apariencia física hasta el número de ceros que com-ponen su cuenta bancaria. Qué gran pecado del hombre: desechar laboral, sen-

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timental o humanamente a alguien porque está gordo, es feo, o raro. Cuántohabremos dejado de aprender, en términos de profundidad humana, de toda esagente. Y con el dinero otro tanto de lo mismo. No nos referimos a alguien como“Ése es Pepe, el honrado” o “Esa chica es hija del bueno de Gutiérrez, siempreestá cuando le necesitas”. Decimos “Es el dueño de….” o “Trabaja de…, estáforrado”. Tanto lo oyes, tanto te lo aplican y tanto lo aplicas, que claro, te locrees. Eres lo que tienes, si pierdes lo que tienes, no eres nadie.

Ese fue mi caso. A mis 38 años, empresario conocido en la ciudad, con unpatrimonio tan importante como merecido, construido desde la nada, y conenormes dosis de sudor, de apuestas, de riesgos, muchos aciertos y menos fra-casos, jamás pensé que mi vida podría derrumbarse, como una gran torregemela, en un cielo de edificios que imponen su ley, y que parecen reírse en elderrumbe: ¿Y tú eras la torre más alta de Nueva York?

Cuando logré sobreponerme a la parálisis, me fui acercando al cajero muylentamente, casi de puntillas, por un lado motivado por el miedo (el verdaderomonarca de la Historia, desde los romanos, hasta nuestros tiempos, pasandopor Inquisiciones, infiernos e Imperios: el dichoso miedo) y por otro lado toda-vía con residuos de las dudas, de mis ganas de que aquello no fuera una desa-gradable demostración gratuita de violencia.

Pero sí, lo era. Los jóvenes asestaban puntapiés al mendigo a un ritmo fre-nético, enfermizo, buscando las partes sensibles (cabeza, genitales y articulacio-nes). Los gritos de la víctima violaban los principios físicos y químicos que debe-rían hacer al cajero insonorizado. A cada golpe, un gemido desgarrador. Nuncaen mi vida he sentido esa sensación, el horror en mi vientre, mi corazón y enmis piernas, que temblaban como jamás lo habían hecho, amenazando mi esta-bilidad vertebral y la dignidad de mis pantalones, cada golpe a la víctima era unaumento de presión en mi vejiga.

No había tenido esa sensación ni siquiera en el lento hundimiento de micarrera personal y profesional. Una mala decisión, delegar un proyecto de vitalimportancia en mi segundo, un auténtico buitre, un genio de lo financiero.¿Cómo no se me ocurrió valorar que sería capaz de usar sus habilidades contramí, pese a que fuera yo su valedor, su amigo, un jefe que le tenía un aprecio ges-tado en lo profesional y prolongado a lo personal? Me creía demasiado listo,contando con un demonio en mis filas, y en realidad resulté ser demasiado tonto,queriendo creer que la mayoría de la gente que es capaz de mostrar codicia, inte-rés y malas artes en su faceta profesional, resultan no serlo en lo personal, comosi fueran supermáquinas con control de valores, sentimientos y actitudes.

El caso es que en apenas dos meses, perdí la jerarquía y el control de lo queera mío, de todo lo que había construido, no sólo me arrebataron la empresa,

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sino mi trabajo en ella también. Incapaz de llegar a mi casa, sintiéndome fraca-sado, y mirar a los ojos a mi mujer, para explicarle cómo lo había perdido todo,precisamente a manos de la persona de la que ella más había recelado siempre,y de la que me prevenía constantemente, vendí las pocas pertenencias que mequedaban, y traté de ser genial, de demostrar que nadie podía conmigo, quehabía fracasado pero que podía levantarme yo solo. Reconstruirme como torregigante y desde la presión atmosférica mareante de mi azotea reprender condureza y vengarme de las torrecillas que habían osado traicionarme, reírse de mí,darme de lado. Me empeciné en ser tan patético como cualquiera otra persona,me obcequé más en mi amor propio y mi orgullo que en salir de la situación.

Tras invertir desafortunadamente lo poco que me quedaba, pasé de notener nada a deber mucho. Durante casi 4 meses viví en mi casa fingiendo ir atrabajar por la mañana, con una presión que debe haberme arrebatado unoscuantos años de vida en salud. Presión que se tradujo en tensión, y ésta en fric-ción. Peleas y más peleas.

Pues ni en esa situación sufrí jamás el terror que en estos momentos mesacudía, como una hoja un día de viento huracanado y violento, poniéndomeen evidencia ante mí mismo. Uno de los jóvenes sacó una lata de gasolina. Sedisponían a quemarlo vivo.

Finalmente decidí entrar al cajero. Sujeté temblorosamente la manecilla dela puerta, mientras me esforzaba en auto-convencerme del papel de seguridadque debía interpretar, entrando violentamente y diciendo alguna frase idiotaque me sugerían las cientos de películas de ciencia ficción que había visto, algocomo “¡¡que pasa aquí!!”, o “¡¡alto, policía!!”, algo que detuviera lo fatal.

Lo fatal, que me dijeran a mí lo que era fatal. Tras mi hecatombe profesio-nal, vino la personal. Las fricciones se transformaron en peleas, y las peleas encrisis. Me vi separado de mi mujer, alejado de mis hijos y muy solo. Muy decep-cionado con el mundo. Sin lugar donde dormir, cogiéndome grandes borrache-ras, y despertándome cada mañana con lágrimas, con sabor a alcohol en miboca seca mezclado con el sabor del fracaso, del que se da cuenta, demasiadotarde, de que el dinero era sólo papel, hasta que lo conviertes en algo más, yhundes tu vida, te hundes tú, aferrado mentalmente a los billetes que ya no sontuyos, que pueden que nunca lo fueran, que en realidad no son de nadie, sólote visitan, circulan por el mundo como una peste, pervirtiendo, engañando,generando ilusiones y decepciones.

No hizo falta que abriera la puerta. El ruido de una sirena impidió que los jóve-nes siguieran golpeando al mendigo. Salieron dándome un empujón, y corrieroncalle abajo, desapareciendo de mi vista. Me fijé en el cajero, no tenía cámara detelevisión, probablemente los valientes encapuchados fueran a quedar impunes.

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¿Quién tiene la culpa de todo esto? ¿Qué les pasaba por la cabeza mien-tras le golpeaban? ¿Es cierto eso de que para ciertas personas, no existen lossentimientos, y son capaces de justificar la violencia, completamente convenci-dos de que su ideología religiosa o política es un argumento válido? ¿Existeacaso un solo argumento que justifique la violencia? Cuando un terrorista ase-sina por la espalda, y presume de brindar champagne, ¿se alegra en realidad?¿Así es el mundo? ¿Somos nosotros los culpables de todo? ¿Es un terrorista, oun nazi, incluso el propio mendigo, un producto generado en una larga cade-na de producción, en la que todos y cada uno de nosotros, por acción o poromisión tomamos parte?

Yo mismo me había ido degradando, en la última semana había pasado dedormir en una pensión miserable, a dormir en la calle, incluso en bancos o entrecontenedores, como el mendigo al que acababan probablemente de matar. Elvino me acompañaba permanentemente, y me había granjeado a pulso la indi-ferencia a la que todo mi entorno me sometía.

Decidí acercarme al cuerpo inerte. El charco de sangre anunciaba lo trágico,lo irreversible. Sentí realmente lástima, más de la que nunca había experimentado.Una lástima que nacía en la tragedia que acababa de presenciar, pero que se pro-longaba al mundo entero, a lo que somos. Lástima por él y lástima por mi también.

Y plantado delante, como un imbécil, esperando a la policía, sintiéndomeparte de los hechos, surgió en mí la necesidad de voltear el cuerpo, que yacíabocabajo, para verle el rostro.

Y al hacerlo me vi a mí. Amoratado, sangrando por todos lados, y muerto. Muerto. Para siempre.

Y recordé el último tramo de mi miserable existencia, de cómo entré borrachoal cajero, huyendo de los perros que no me dejaban dormir tranquilo en la calle.De cómo entraron los tres salvajes y comenzaron a golpearme, de cómo cadaimpacto del bate de béisbol me sugería una reflexión, estando ya más muertoque vivo. Y creí sentir un dolor enorme por todo mi cuerpo, de roturas de hue-sos, derrames internos, y dolor de alma. No entendía nada. Vi a mi mujer y amis hijos acercarse al cadáver llorando, y me di cuenta de que no odiaba al queme había traicionado, no odiaba al mundo, ni a los energúmenos que acaba-ban de asesinarme, sólo sentía un odio irrefrenable hacia mí mismo. Porque yoera responsable con mi contribución al mundo, de favorecer, o no impedir, enmiles de situaciones, el deterioro del mismo. Porque indistintamente de que metraicionaran, no supe valorar lo importante, y también porque en definitiva cul-par a los demás, más allá de estar o no en posesión de la verdad, es la excusaprimera cuando se tiene miedo de perder lo que es tuyo. Pero cuando estásmuerto ya no tienes ese temor, y asumes tu culpa. Y yo, estaba muerto.

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Amparito

José María Amigó GarcíaSeleccionado

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Loli fou el meu amor impossible. Quan la vaig conèixer, tot just li arriba-va als pits, però la impossibilitat a la qual em referia no era anatòmica sinó,més aviat, psicològica. I és que Loli no només era més alta que jo, àdhuctenint la mateixa edat, sinó que era molt més madura, per a la cual cosa (ditsiga de passada) feia falta molt poc. Va ser veure-la amb la seua cabellera alvent, amb els seus vaquers foradats, amb els seus dos clotets en les galtesquan somreia, i caure fulminat pels seus efluvis, com després em va ocórreramb Amparito. Aquell va ser el primer estiu que Loli va vindre amb la seuafamília al poble a passar les vacances estivals i, va voler la casualitat, queisquera amb la meua cosina Ana i la seua colla d’amigues. Jo, en canvi, vaigveure en açò la mà del destí. Així, doncs, vaig començar a seguir-la amb labicicleta, a visitar als meus oncles per si ella estava amb la meua cosina, aposar la meua tovallola en la platja davant de la seua urbanització, sempreamb la intenció de facilitar al destí la seu noble i justa causa. Però els diestranscorrien i els meus diàlegs amorosos amb Loli no passaven de “hola!”. Elmeu amic Pere reia de la meua desgràcia i em deia que les xiques de la capi-tal no eren per a nosaltres, els xics de l’horta, que eren aus de pas i totesaqueixes coses que es diuen per a fastiguejar al proïsme. Però jo no li feia cas:la meua Loli era distinta. Al final, quan ja veia amb angoixa com s’estava aca-bant Agost i s’acostava inexorablement el retorn de Loli, em vaig armar devalor i li demaní a la meua cosina el seu número de telèfon.

–Si, diga’m?–Loli, volia dir-te que estic boig per tu; eres el amor de la meua vida.–Sóc la seua germana –va contestar una veu burleta–. Espera, que vaig a

cercar-la.

Ací mateix va naufragar la meua imaginada història d’amor amb Loli.Supose que era una història sense futur des del principi. Amb el temps, Loli es vacomprar un apartament en la platja i ara és ella la que ve a estiuejar amb els seus

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fills. De tant en tant la veig pel passeig marítim amb el seu marit i els xiquets, ila mire furtivament des de la distància. Ella retorna la mirada amb complicitat –oaixò és el que em sembla a mi. Serà feliç? Qualsevol dia d’aquests la tornaré acridar per a preguntar-se’l.

* * *

Neus va ser el meu amor cinèfil. Estava ja en la universitat i ara eren lesxiques les que m’arribaven a mi pel pit. Neus tenia un aire intel·lectual, amb lesseues ulleres amb muntura de pasta negra i els cabells curosament despenti-nats. Li agradava el cinema d’autor, aquest que tomba de pur avorriment, si bé,de tant en tant, posaven una de Woody Allen. Li entusiasmaven els plans impos-sibles, els travellings interminables, els zooms sense misericòrdia. Encara em dolel cul quan pense en les hores que passí en la Filmoteca Nacional, esperant ques’encengueren les llums, per a després haver de passar-me altres tantes horesd’exègesis sobre les claus críptiques i oníriques del director de torn. Les havia enblanc i negre, subtitulades i fins i tot mudes. Damunt, no em deixava fer-licarantoines durant la projecció per si es perdia una mica important –Amparitosi em deixava. Estava doncs clar que la nostra relació no podia tenir un finalfeliç, a l’estil de les pel·lícules d’Hollywood, sinó un final dolent à la nouvellevague francesa. El The End arribà per telèfon: em deixava pel acomodador dela Filmoteca, un xicot malfeiner que es passava el dia assegut en l’última fila,veient una vegada i una altra el mateix rotllo, mai no millor dit. La veritat és queno em va saber greu, si bé encara em pregunte com va començar aquella rela-ció, si el acomodador es passava la vida en el cinema i jo sempre anava allí ambNeus, encara que (ho confesse) la majoria de vegades només per a dormir.

Entretant, l’edifici de la Filmoteca va ser derruït i, en el seu lloc, s’alça araun bloc de pisos. No obstant això, quan passe per allí, encara m’acorde de Neus–què haurà estat d’ella?

* * *

Amb Conchi, el meu amor tel·lúric, la cosa va ser distinta. Si Neus olorava atapisseria raguda de sala de cinema, Conchi olorava a camp, a suor i li agradavala vida a l’aire lliure, com a mi. Tan semblants érem en algunes coses que, al poctemps d’estar eixint amb ella, em vaig dir que aquella xica anava a ser la definiti-va. En altres coses, al contrari, érem molt distints. Em molestava, per exemple, quedeixara sempre el tub de pasta de dents fet una garrofa, en lloc d’estrènyer-lo debaix cap amunt, com feia Amparito. Va ser una època en la qual vaig perdre tot

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el greix que havia acumulat en les meues contínues visites a la Filmoteca ambNeus. Quan no tocava eixir amb la bicicleta, era una excursió a la serra o, simple-ment, traure al gos. Ah, si!, quasi m’oblide de dir que Conchi tenia un gos de raçabarrejada, que s’anomenava “Grrr”. La de vegades que ho hauré tret a pixar elscantons del barri! Al final em vaig encapritxar tant amb Grrr, que la seua compan-yia va ser l’única cosa que vaig trobar a faltar quan ens vam separar.

* * *

Després de Conchi va arribar a tota velocitat Chon, el meu amor turbo.Aquella xiqueta era un grapat de nervis. De la classe d’alemany, a l'acadèmia dematemàtiques. Del gimnàs, a la piscina. Del club de tennis, a la discoteca. I jofent sempre de taxista. Chon, filla, tira el fre, li deia, que encara eres molt jove.Chon, xiqueta, estàs passada de revolucions, li repetia, vas a agafar un batistotquan no t’ho esperes. Chon, nena, que t’estàs quedant molt flaca, mira que lavida són quatre dies mal contats. Fins i tot li preparava carmanyoles amb entre-pans de butifarra i donuts de xocolata. Em va deixar per paternalista.

–Paternalista?–Si, paternalista. Et comportes com si fores mon pare.–Si de cas, com ta mare.Fins a llavors m’havien deixat per avorrit, fava, borinot, ... però mai per fer

de pare. Si l’única cosa que jo volia era tocar molles en lloc d'ossos! Quan l’hivaig contar a Amparito, no l’hi podia creure. Quina gràcia, la Chon!

* * *

Pili fou el meu amor més fashion. La vaig conèixer quan estava ja en elquart curs, poc temps abans que ella s’anara com estudianta Erasmus a Milà,perquè volia estudiar de prop el disseny italià. Jo mateix la vaig dur a l'aeroporti allí, davant del control de passaports, ens vam prometre amor etern. Mai abanshavia escrit tantes cartes, ni mai després he tornat a escriure tantes, excepte,clar, per a Amparito. Tots els dies li escrivia religiosament una carteta que des-prés duia, no menys religiosament, a la bústia del cantó. I els dissabtes, la cri-dava per telèfon –una veritable ruïna! Al principi, ella responia també amb assi-duïtat i semblava trista quan la cridava. Després de Nadal les seues cartes vancomençar a arribar més espaiades, però la seua veu sonava més alegre al telè-fon: “ja falta menys”. Per Pasqua les cartes van deixar d’arribar i mai estava acasa quan la cridava. Per una amiga argentina seua vaig saber que pensava que-dar-se’n un segon any i, segurament, un tercer i fins i tot un quart,...

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–Comprendés?I tant! Estava més clar que l’aigua, així que em vaig venjar amb l’amiga,

Graciela Fernanda, abans que aquesta regressara a la seua enyorada Buenos Aires,quina llàstima!, perquè volia aprendre a ballar el tango. Ja mai no vaig tornar asaber d’elles, però encara m’acorde de Graciela quan escolte un bandoneón.

* * *

Michelle va ser el meu amor estiuenc. La vaig conèixer en l’inevitable cursd’anglès a Irlanda. Era francesa, de París s’entén (d’on si no?), i, al contrari queamb Amparito, vaig saber des del principi que el nostre romanç tenia data decaducitat, no perquè el curs només fora a durar un mes, sinó perquè Michelletenia un accent insofrible. “Michelle, ma belle”, li vaig dir recordant la cançódels Beatles, “I love you, I love you, I love you”, però no em va creure, no sé perquè. Aleshores li vaig ensenyar algunes cançons tradicionals en Valencià, comara “La manta al coll i el tabalet” o “Ramonet si vas al hort”, però en la seuaboca sonava tot en francès. Michelle em va ensenyar que totes les llegendesque es conten de les franceses són certes. Com no podia ser d’altra manera, esva acomiadar a la francesa, és a dir, sense dir “goodbye” ni tan sols “au revoir”,però va ser bonic mentre va durar. “… I will say the only words I know thatyou’ll understand, my Michelle …”.

* * *

A Eva li proposí fugir a una illa deserta el mateix dia que la vaig conèixer.–Jo seré el teu Adán –li vaig dir fent-li l’ullet.–Ja no queden illes desertes –va replicar ella.Tal falta de romanticisme no anunciava gens bo, però jo m’agafava a la

il·lusió que Eva era una dona pràctica, no debades treballava en una agència deviatges. A Eva li agradaven les begudes sense calories, el cafè descafeïnat ambsacarina i les cançons de Mecano, com a Amparito. El nostre Jardí d’Edén es vareduir a un paquet turístic per a dues persones a Eivissa, que incloïa avió i hotelde tres estrelles. Si haguera de posar un qualificatiu a la meua relació amb Eva,diria que va ser el meu amor light.

* * *

Puri, la filla del farmacéutic, fou el meu amor platònic. I és que, com jahaureu notat, tinc un cor que no em cap en el pit. Havien passat ja molts anys,

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des de fins i tot abans de conèixer a Loli, quan la vaig tornar a veure pels carrersdel poble, feta una bellesa. En aqueixos anys, ella havia acabat el col·legi aValència i estudiat Farmàcia a Madrid amb notes excel·lents. Puri s’acordavamolt bé de mi i em va preguntar pels meus plans de futur. Quins plans?, anavaa respondre-li, però no em vaig atrevir, així que em vaig inventar una històriaplena de condicionals i subjuntius. Ella, en canvi, sabia perfectament què volia:treballar en la farmàcia familiar, guanyar diners, viatjar,... “en fi, tot això”. Apartir de llavors, jo no desaprofitava ocasió per a anar a la farmàcia, però lamajoria de vegades estava només el pare o em despatxava la dependenta que,per cert, també s’anomenava Amparito.

–I Puri?–Està a València fent un curs.Alguna vegada vaig tenir la sort de trobar-la, però el veure-la allí, amb la

bata blanca inmaculada, en aquell ambient estèril amb olor a desinfectant, emmatava el “gusanillo”. M’acordava llavors d’algunes frases cèlebres de WoodyAllen sobre la passió i el morb, que era l’únic pòsit cinematogràfic que encaraem quedava de les meues vesprades amb Neus en la Filmoteca. Mentrestant,amb tantes anades i vingudes a la farmàcia de Puri, jo anava acumulant tot unmagatzem de pastilles en el fons del meu armari. El final d’aquest amor asèp-tic, entre cotons i pastilles juanoles, era del tot previsible. Puri es va casar ambun farmacèutic d’un poble veí i van perpetuar l’espècie.

* * *

Després van arribar Paqui i Roser i Mari Pepa i Pepa Mari i ... ja no m’acor-de de quantes més, però cap va ser com Amparito. I cap ho serà.

La mujer del Cha-cha-cha

Juan Manuel Berná SernaSeleccionado

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Por fin es sábado por la noche y voy a salir de fiesta con los colegas. Voy aver si encuentro a alguna zorrita que me arregle el cuerpo. Necesito descargar.Casi una hora en el baño y todavía no he terminado de arreglarme. Que mal sifuera mujer. La cresta al estilo de El canto del Loco me está quedando de putamadre. Esta noche cojo seguro.

Me dirijo al centro a empezar la ruta y tomar unas copas. Me detengo enel garito de siempre. Un tapón de burbon para calentar mientras van llegandolos otros. Me suena el móvil. ¡Mal rollo! Los cabrones estos que han quedadoen otro sitio unas cuantas calles más para allá. Pago y me voy, pero antes sacoun paquete de tabaco de la máquina expendedora y enciendo un pitillo decamino al otro garito.

Ya en la calle me dirijo a La Salamandra, el nuevo lugar de encuentro. Piensoen llegar pronto y no tardar, con lo cual mi cabeza está pensado en como atajarcallejeando. De camino paso por un callejón en el que hay un pafeto que llevabatiempo sin entrar: desde mi penúltima ó antepenúltima ex, Laura, María, da igual,alguna golfa… el caso es que me llama la curiosidad, y entro. El bar de copas esta-ba cambiado. Ahora tenía un aspecto muy ochentero. Tipos con chupas de cueroy pantalones ajustados. Mujeres con mucha laca y yo, con mi chaquetón fuera delugar. Me dirijo a la barra y me pido un Cuatro Rosas, dicen que es lo que bebíaMarilyn, con naranja, lo de siempre para empezar con buen pie la noche.

El local está todo decorado de carteles de conciertos de la época, Delochenta y uno, del ochenta y cinco, de muchos conciertos. De Glutamato eIlegales, de Seguridad Social, de Gabinete y Danza Invisible, Mama, y no secuantos conciertos más. ¡Vaya colección de carteles y fotografías tenía el dueñoexpuestas! En alguna de esas fotos está el camarero de la barra, unos años másjoven, con alguno de esos artistas. Aún conservas las patillas de hacha, pero eltupecillo se perdió inversamente a como se ganó su barriguita cervecera.

Enciendo un cigarrillo y me siento en uno de los taburetes que quedanvacíos al lado de la barra. En la música de ambiente esta terminando de sonar

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A quién le importa de Alaska y Los Pegamoides y empieza a sonar La culpa fuedel cha-cha-cha de Gabinete Caligari. Excelentes temas para acompañar a unburbon aguado. Bien es verdad que parece ser que me encuentro en una cate-dral de la música española de los ochenta. Esta puta música me suena a mi her-mano Toño, que lo encontraron muerto en un portal con una jeringa en la vena,y me está cortando el rollo. Me estoy poniendo de una mala virgen... hasta elcamarero se parece a mi hermano, le quiero ver las mismas patillas, el tupé conlaca, los ojos enrojecidos…

Con los primeros compases, una morena despampanante sale del final dela barra, donde estaba bebiendo chupitos de DYC que se servía ella misma dela botella, y se mueve sensualmente al ritmo de la música verbenera. Su trase-ro, forrado de cuero negro, alguna talla menos, se mueve a derecha e izquier-da marcando el compás del ritmo latino a golpe de cadera.

¡Cómo se mueve la cabrona! Llevaba la música corriendo en la sangre yese bamboleo, de generosa carne, me estaba poniendo un poco burro.

Ella se ha dado cuenta de que le estoy mirando el culo (no hay demasiadagente bailando en el bar y he quedado al descubierto), y me mira ella tambiéncon todo el descaro de unos ojos oscuros pintados de negro, casi provocando, altiempo que parece sonreír con unos labios rojos también muy pintados.

Cuando acaba el tema se va al sitio de donde había salido y se bebe otrosdos chupitos de güisqui de un trago, sin dar tregua a la botella. Yo bebo unlargo trago de mi burbon con la idea de que así apague un poco el calor queme está recorriendo desde el estómago hasta la entrepierna. Por culpa de esamirada, de esos ojos.

No había terminado mi segundo trago cuando la morena aparece a milado sentada en un taburete, que curiosamente, hacía unos instantes estabaocupado por un tipo con chupa de cuero y barba cana, La cosa pinta bien acorto plazo. Lleva un chupito en la mano, que bebe de un trago, y me invita aque tome otro que había dejado justo al lado de mi vaso. Me pregunta si quie-ro invitarla a otro güisqui. Yo bebo el tapón de un trago también y llamo alcamarero de las patillas para que ponga otros dos más.

La invito a uno, a dos, a tres, a otro y a otro y a no me acuerdo cuantosmás. ¡Cómo aguantaba la culona! Después de no se cuantas copas me diceque va a contarme una historia, la de una promesa que no le habían cumpli-do nunca. El caso es que ya no me gusta, no tengo ganas de aguantar brasasde nadie. Yo lo que quiero era hincar y ya está, y no historietas de colgada.Como me ve la cara que pongo, me dice si nos tomamos otra copa en su apar-tamento, para animarme. Y como es de imaginar la cara me vuelve a cambiar.Creo que soy bastante previsible.

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La señora estaba muy bien para los años, que en principio, le echo, perohasta que no lleguen las distancias cortas no estaré seguro de nada, total aoscuras todas son más o menos igual, con lo cual me importa un carajo la edad;¿y su escote? visto desde arriba, impresionaba al más templado. Una hucha per-fecta. Yo no se que hacer, si seguirle la corriente y después disponer de un polvofácil y en una cama, que eso se agradece (fácil y sencillo es lo justo), o quitar-me a esta borracha de encima antes de que me canse demasiado y me arruinela noche. Aunque… el asiento de mi coche no habría estado nada mal, pero porculpa de esta mierda de amigos que tengo no hay manera. Todos quierenponerse hasta el culo de copas y siempre me toca a mí conducir. A tomar elcoche. Todos a puto pie.

Me vuelve a sonar el móvil. Lo miro. Son los colegas. Seguramente ya estántodos en La Salamandra privando de lo lindo y yo aquí con esta señora aguan-tando historias de falsas promesas. Ya llego tarde.

“El patillas” del camarero se mueve con destreza detrás de la barra sirvien-do copas a los pocos clientes que a esa hora hay. Es temprano todavía para quellegue el mogollón de la peña.

Dejarme querer es algo que me encanta y el plan promete para triunfar.Ese escote ha disipado todas mis dudas, por lo que prefíero seguir pagandocopas y asediar a la mujer que tenía delante para que luego no me cuestedemasiado el premio.

Salimos del garito con rumbo definido a su apartamento, que se encontra-ba unas calles más arriba, dentro del intríngulis de callejas del barrio antiguo.Vamos los dos muy acaramelados, y envueltos en arrumacos, con un cebollazodel quince en el cuerpo y entretenidos en nuestras preliminares. Ya veremosluego por donde sale el tiro.

Sí, el apartamento era como la casa de Gila: hay que quitar la silla para abrirla puerta, pero dentro era increíble; era un mausoleo en honor a Jaime Urrutia(el de Gabinete Caligari); fotografías y posters en la pared, los vinilos del grupoexpuestos en estanterías, los cedes del solista. Era increíble que aún existiera esefervor por un tío. Mal rollito todo esto. ¿No será una sicópata asesina de esas delas pelis americanas? La mujer se dirige a una esquina, que parece ser la cocinadel apartamento y trae una botella empezada de DYC y dos vasos de aspectolagrimoso. Esta mujer tiene un problema muy gordo con la bebida.

Empieza a contarme una historia de una promesa incumplida que le hizo unhombre una vez a cambio de una gran noche (un mierda lo llamaba ella). Unmierda, que antes fue un hombre, le había prometido que le escribiría una can-ción; pero eso se lo dijo antes de pasar la noche con ella, ya se sabe eso de pro-meter hasta meter y después de metido nada de lo prometido. Y ella lo creyó,

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pobrecilla, era muy joven e impulsiva me dice. Parece ser que el fulano, y creoque es él de las fotos, después de la celada se fue y no volvió ni tampoco cum-plió la deuda contraída en su noche de amor. ¿A qué se me jode el negocio?

La mujer se levanta del sofá y se dirige a un mueble donde había un toca-discos y coge el disco de Al calor del amor en un bar, y lo pone. A la hora dedejar la aguja no acierta a la primera, y es normal que herrara después de tantoalcohol. Cric, cric, cric, el vinilo está muy picado por el uso, pero aún suena bri-llante. Moviéndose al compas de la música vuelve al sofá junto a mi, y me miracon esa mirada que tanto me había puesto en el bar de antes.

–Me alegro de que Teresa lo dejara. Es un cabrón sin honor–Resultaba increíble la borrachera que tenía la señora porque un tío le echó

un polvo, una noche hace mil años, valiéndose de una mentirijilla y dice que notiene honor; honor fue el que tuvo el tipo este de poseer a una jaca como esta,porque la señora con veinte años tenía que impresionar. ¿Y qué? ¡Vaya tonte-ría acordarse de él! Por lo menos se llevó algo. Yo he invertido en güisqui y metemo que es muy posible que no saque nada en claro.

Al poco suena el mismo tema del bar que ella bailó y me dijo que se iba alváter; yo, por su puesto, le dije que la esperaba y mientras ella desaparecía trasla puerta del inodoro. Me bebí el contenido de mi vaso de un trago y me hicea la idea de lo que me venía encima. No me estaba sentando bien, no tengocostumbre de beber esto.

La mujer no vuelve, está tardando demasiado, y eso me mosquea. Mirohacia la puerta, pero no se abre. Me echo otro vaso de güisqui y bebo un trago.Cuando vuelvo a mirar a la puerta del váter ésta estaba entreabierta. La mujerse encuentra bailando, al lado del tocadiscos, la canción que tanto le gustaba.La miro y ella me mira. ¡Dios que movimientos! Me levanto del sofá comopuedo y me pongo a bailar a su lado, muy cerca, tan cerca que notaba comosus pechos rozaban mi torso, ya muy en tensión.

Por desgracia para mí se acaba la cara del disco bailando con el clic, clac yla mujer me dice que lo ponga de nuevo. Me acerco como puedo hasta el toca-discos, dejo el vaso en el mueble y con mi mejor pulso coloco la aguja al prin-cipio del disco, empezando a sonar de nuevo la canción de Gabinete.

–Este disco, creo que lo tenía mi hermano. Lo dejó en casa de mis padrescuando se fue a vivir con su novia–

Su recuerdo me está pasando factura. Tan alegre con sus botas zapatonesde doble suela y su inconfundible tupé; tan, tan… vivo, y desde que lo dejóaquella ya no fue el mismo, cambió y cambió hasta que se acabó ¡Malas todas!

¡La mujer ya no está!. Ha desaparecido. La morena ya no esta bailando ami lado la canción, ni sus tetas tampoco. La puerta del apartamento esta abier-

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ta de par en par. Se ha ido la muy zorra. Salgo corriendo escaleras abajo y tro-piezo en el último tramo, bajando los escalones dando vueltas hasta parar en elrellano, golpeando con la cabeza la pared más próxima.

Me dirijo corriendo hacia el garito de antes. Tengo la corazonada de queallí está la mujer. Cuando entro en el pub intento relajarme y no parecer muyalterado; la respiración se me entrecorta y la cabeza me duele más si cabe.Estaba sonando la misma puta canción que en el apartamento. Miro hacia unlado, miro hacia otro, pero no la veo. Me dirijo hacía la barra de nuevo, comola otra vez, y me pido otro burbon con naranja. El camata me mira como dicien-do si no tenía bastante con todo lo que llevaba encima.

Miro y miro pero no veo nada, hasta que me fijo en la esquina de la barrade antes. ¡Joder, no podía ser en otro sitio! La vi. Está bailando como la prime-ra vez. La mujer del cha-cha-cha estaba bailando con otro tipo. Me mira ella ami y luego me quedo mirándola a ella. Seguía bebiendo chupitos de DYC. ¿Quéhace? ¿Le dice lo golfa que era?... no, seguro que no. Me quedo pensando sile está contando la misma historia que a mí me contó. Está bailando con un tipoalto que vestía americana clara, y pantalones negros de pitillo. ¡Es el mismo tipoque había en las fotos que tenía ella en su apartamento!. Es él de la promesa.¿Habría venido a cumplirla? Es verdad lo que me contó. Me río de mi propiaestupidez. Ha cumplido su sueño. Me quedo mirándolos y ellos, agarrados porlas manos, me miran a mí riendo.

Me vuelvo hacia el camarero y le digo que se cobre la consumición mía ylas de la pareja que está bailando al fondo, junto a la barra.

–¿Qué pareja? No hay nadie bailando –Me contesta, el patillas, con nomuy buenas formas, pensará que estoy cocido.

Al darme la vuelta veo que la mujer me seguía mirando y el cantante tam-bién. La cara de felicidad que tenía esa mujer lo decía todo. Me guiña un ojo conmucha picardía y salen los dos, de la mano, del garito. Cuando me volví hacía elcamarero observe como este le decía al otro clientes que yo estaba borracho. Lecojo el cambio y salgo de allí en el menor tiempo posible para dirigirme a casa;se ha acabado la noche para mí. Me encuentro nervioso. Jamás me ha pasadouna cosa así. Será debido al güisqui de garrafa, no sé. Cuando me encuentro enel quicio de la puerta escucho la frase palabra de honor en la música de ambien-te que estaba sonando en el local. Eso es. Ha cumplido su palabra.

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En la pólvora de la noche

Alejandro Bernabé LavadoSeleccionado

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Una fuerte lluvia está limpiando el barro de mi frente. El estruendo delagua me impide escuchar con claridad los disparos que se presienten a lo lejos.Una soledad desconocida me está visitando en estos momentos, inoportuna-mente, sobre la carne rota. Tal vez sea el momento de huir, no veo salida anteestas cortinas húmedas y ante este cansancio que se apoderan de mí sin pedirpermiso. Quizás hayan muerto todos los demás. Me asusto al comprender conqué frialdad esta idea me ronda la cabeza, como ese pensamiento me invadesin reservas y yo no hago nada para destruirlo. Todos los muchachos tal vezestén atravesados por una bala, desangrados, o lo que es peor, agonizantesante un rostro desconocido al que piden compasión. Pero debo hacer un últi-mo esfuerzo. Si consigo subir a esos cerros podré orientarme y realizar una reti-rada segura, llegar al campamento.

La luz refuerza con intensidad la pintura de los toboganes. Son las doce ymedia del mediodía y el parque está repleto de niños con sus madres. Deforma más discreta, en los bancos que van a dar al callejón, un grupo de ado-lescentes fuman y ríen despreocupados del cielo que les cobija. Reina en estelugar un sereno griterío, como si toda la vida hubiese sido así, como si todaslas mañanas siempre hubiesen tenido ese sonido estridente y claro. En uncolumpio de pequeñas dimensiones, un niño pequeño, de ojos castaños y pelooscuro, juega distraído. Debe tener cuatro años. Me recuerda a alguien. Esestúpido pensarlo, debe ser el calor que me está aturdiendo la cabeza. El niñoclava de improvisto sus ojos en mí. Me asusto ante su directa mirada. Pareceque me esté reflejando en un espejo. Qué estupideces tiene la nostalgia –pien-so mientras me doy la vuelta– Juraría que se parece a mi hijo, aquél que inex-plicablemente hace tiempo que no veo.

En el cielo las estrellas palpitan llenando de sombras la noche. Faltanalgunos minutos para que sean las seis de la madrugada, para que todo elpelotón despierte y se prepare para los quehaceres cotidianos. Se oye unpequeño crujido de alguna litera cercana, quizás la de García y Fernández, a

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tenor de la dirección y la intensidad de ese molesto ruido. Intuyo que no soyel único despierto en este cuarto húmedo, con su improvisada techumbre enmitad de la nada. Seguramente haya alguien más incapaz de conciliar elsueño, de hallar descanso en estos colchones de dura piedra, de poder olvi-dar la cómoda existencia que se dejó atrás hace unos meses. Mi respiraciónse ha vuelto de pronto más profunda, más sincopada; mis manos tocan mipecho que se eleva y que desciende, sucesivamente como una moratoriaimprovisada al alba, tranquilo. Pronto todo comenzará, terrible y hermoso,como un insondable misterio, de nuevo a latir.

Como una luminosa cavidad, desde el vientre de tu madre, vienes a cono-cerme, hijo mío. Ahora sólo estás en estos pensamientos que el verano arrastracomo nubes, como ligeras fortalezas en el aire. Veo el rostro de tu madre extre-mado por la belleza y la violencia que supone tu presencia. Esa verdad que nosmultiplica, que hace honrosos a los hombres ruines como yo. Esa verdad queviene con un llanto implacable y que se sacia tras beber la fecundidad de su ali-mento. Millones de veces sucede cada día y nadie da cuenta de ello en las revis-tas, en los noticiarios, en las conversaciones. Has salido a tu madre, hijo mío.Esta foto roída por la arena del desierto lo atestigua.

He matado a un hombre. Hace dos minutos. O quizás unas décimas sola-mente. Nadie puede juzgar a ciencia cierta cuándo muere un hombre, cuándosu corazón ni siquiera hace el esfuerzo de latir, cuándo su espíritu ha tomado ladecisión de abandonarse. Le miré a los ojos, a los ojos lluviosos y él compren-dió que ése era mi trabajo. Él antes me apuntó con su fusil, pero falló. Dios, elazar, o simplemente que no supo transferir a la bala la profundidad que reque-ría ese odio asesino. El mismo odio que cuelga de mi cuerpo, de mis ojos tam-bién lluviosos, como una culpa serenamente aceptada. Era él o yo. Su muertepor la mía. Como un intercambio de cromos entre niños asustados.

Suena el himno oficial, de una manera algo distorsionada, por la mega-fonía. La avenida principal de la ciudad, engalanada para la ocasión, acoge amiles de personas que enfervorizadas presencian el desfile militar. En el palco,un grupo de personalidades, en las que se encuentran el presidente y el minis-tro de defensa, se levantan de sus asientos en un gesto de cortesía ante labandera del país extranjero invitado al desfile. En ese instante, cazabombar-deros, en una armónica danza, trazan en el cielo los colores de la banderanacional. En mitad del desfile, con paso firme, camino, entre tanques y sol-dados de infantería, entre cornetas y tambores, entre uniformes y condecora-ciones, algo abstraído en mis propios pensamientos, pero sin perder nunca lamarcha. De vez en cuando miro al público, tratando de hallar a mi mujer entreel gentío, embarazada ya de siete meses. Al fin la encuentro, tímidamente me

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sonríe con una mano mientras la otra acaricia su vientre a punto de vivir. Llevaun vestido estampado de flores blancas y rojas que remarcan su suavidad y laimagino desnuda como una certeza.

Refugiado tras las débiles paredes de este granero en ruinas, como unlaberinto sin cielo ni puertas, espero mi porvenir. Escucho gritos en un idio-ma extraño, intuyo que exigiendo una inmediata rendición por mi parte.Rendición que supondría la tortura, la cárcel, o en el mejor de los casos, ladelación. Pero no es el momento de renunciar. Tal vez tenga suerte, y ayuda-do por los escombros, por los amasijos y por el ruido de los morteros, puedahuir de esta ratonera humana. Los segundos se agotan, líquidos, impenetra-bles, sobre mis poros. Debo trazar ya un plan de emergencia. Las voces estáncada vez más cercanas, sitiándome, golpeando incesantes los picaportes invi-sibles de este agujero, de esta morada fúnebre. Voces encolerizadas, doloro-sas, inteligibles. En uno de mis bolsillos acaricio, preso del miedo, una gra-nada, primero su rugosa superficie, después su impoluta y terrible anilla. Depronto una lucidez mortal invade mi sudor y mi fiebre. Afuera hay por lomenos diez hombres armados. –Diez soldados por uno –pienso– sería unbuen intercambio comercial, diez muertes valdría la mía–. Avergonzado demi cinismo, vuelvo a tocar ese curioso objeto metálico, esa granada que enmis pantalones me ha vaciado el alma de ternura. –Pero en una guerra éstasson apreciaciones carentes de importancia –concluyo suspirando, decido aacabar con todo de una vez.

Recuerdo aquellos veranos a la orilla del mar. Cómo todo era posible, cómoel tiempo fluía con parámetros secretos y mágicos. Imágenes borrosas de aquelentonces golpean mi memoria: la paz de los pinares, los días de pesca, los cir-cos ambulantes con sus carpas rojas, azules y blancas y aquellas mañanas ven-tosas en las que se prohibía el baño a los turistas. Y especialmente recuerdoaquellas tardes anaranjadas de septiembre, que en la antesala del otoño, anti-cipaban las aventuras escolares, el olor de los pupitres, las manchas de tiza enla ropa, los partidos de fútbol a las siete, los recreos.

He dejado de ver a mi mujer hace unos minutos. Mi rostro ya no puede disi-mular el cansancio. Dentro de dos meses se producirá un relevo de las tropas enel frente. Quizás tenga tiempo de conocer a mi hijo recién nacido. Una mezclade felicidad y de tristeza me ha subido de pronto al corazón. La gente, agolpa-da frente a las vallas de seguridad, sigue aplaudiendo sin cesar. Ciertamente, mesiento orgulloso de estar aquí, embutido en este uniforme azul oscuro, entre tan-tos oropeles. Amo a mi patria. Cada uno lo hace a su manera.

He abierto los ojos, quizás por el efecto anestésico contra el dolor queel propio cuerpo maltrecho produce. Algo muy profundo me ha partido el

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alma, en carne viva, casi abierta, como desgajándome. Ahora sólo sientofiebre, resignación, y cómo la sangre escapa veloz de mis heridas.Penosamente percibo cómo mana de mí el aliento, la dureza, la cóleraaprendida. También miro mis manos, destrozadas en una mezcla incesantede pólvora y de agua. Oigo mi pulso subir cada vez más débil, hacía arribacon un esfuerzo que nunca había necesitado, entre estertores, agonizante.Creo que esta lucha ya no tiene sentido. El cielo anaranjado de aquellas tar-des de septiembre ha vuelto a mis ojos con más claridad que nunca. Quieromirar despacio ese cielo, esa aurora gigante que llenó, entre nieblas y díasclaros, de sentido a mi infancia.

Un calor pegajoso rodea los laterales de un ataúd. Hay personas alrede-dor del féretro. Algunas me resultan familiares, terriblemente familiares. Haytambién amigos que hacía tiempo que no veía. Muchas veces me preguntoqué razones nos separan de aquellas personas que hemos querido y que, tanpronto como había venido, desaparecen de nuestras vidas. Y de qué manera,acontecimientos casuales y trágicos, como éste, nos vuelven a unir, sin sabermuy bien el modo de comportarnos ni qué palabras usar. –¿Cómo te va lavida? ¿Cuánto tiempo! ¿Te acuerdas….?– Uno no puede asegurar entonces siaquello que se recuerda fue realmente lo qué ocurrió, o si esas personas queante ti de nuevo aparecen, tienen que ver algo con aquellas que tú conservasen la memoria, cuarenta años más jóvenes. Acabo de ver a Juan, el compañe-ro de pupitre al que siempre dejaba copiar en los exámenes, a cambio de unsuculento ejemplar de las magdalenas caseras que hacía su madre. Iré a salu-darlo, a preguntarle qué pasa, quién ha muerto. Además tengo ganas de estre-charle la mano. Estoy nervioso.

Diecisiete nuevos muertos en la jornada de ayer. La lucha se ha recrudeci-do en los últimos días, sobre todo en la parte interior del país, en las montañas.Se prevé una ofensiva terrestre a la capital dentro de una semana. Las tropas yaestán aproximadamente a cien kilómetros de la ciudad. El general encargado delas operaciones pide paciencia a los ciudadanos, el número de bajas no debeinterferir en el ánimo de sus hombres. Seguiremos informando.

Me contemplo a mí mismo, tendido en una lujosa caja de madera acol-chada en su interior. Al menos así estaré cómodo, en este, creo, eterno des-canso. Después de la parafernalia de mi homenaje, me he quedado solo enesta habitación, afortunadamente. Me amortajaron con coronas, discursos,parlamentos. Qué absurda ceremonia es ésta cuando uno es el protagonista,la estrella principal de show. Observo detenidamente mi cara maquillada, misojos cerrados. Ya no llueve en ellos. Parezco no tener calor, pero tampocofrío. Me viste un impecable traje adornado de medallas de distintas formas y

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colores. Parezco hinchado, como si me hubieran rellenado el alma de un gasinerte. Estoy muerto. Verdaderamente muerto. He pensado en hacer unareverencia como gesto de educación al marcharme, despedirme de la viuda,pero bien pensado, la idea suena algo ridícula.

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Quedamos en la Morgue

Jesús Cano Martínez (Nino Rippi)Seleccionado

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Los tanques de formol de la envejecida Sala de Disecciones de la Facultadde Medicina tenían fugas, con los consiguientes perjuicios de seguridad e higie-ne. Dado aviso al Servicio de Mantenimiento, el Departamento de Anatomíacreyó llegado el momento de reivindicar antiguas necesidades. Sin embargo, elSr. Gerente de la Universidad Pandemónica del Arco Mediterráneo (UPAM) esti-mó conveniente nombrar una comisión al efecto, en la que me vi involucradocomo secretario a su servicio.

“¿Para qué coño se necesita una comisión, acaso no es evidente su dete-rioro y obsolescencia?” –dijo con gran enfado el profesor Campos Santos, cate-drático de Anatomía y encargado de la llamada familiarmente Morgue–.

El caso es que, en cada uno de los citados tanques de obra, cabían amon-tonados hasta diez cadáveres, uno encima del otro, del sexo, raza, o condiciónque fueran, pues la muerte parece igualar a todos finalmente. Lo cual conside-raba indecoroso no sólo el concienzudo profesor Campos, sino, también, suayudante Remigio Tormos, llamado Igor (léase Aigor) por los malintencionadosestudiantes y profesores de la facultad; y eso que el citado cuidador ya teníacostumbre de tratarlos con la misma familiaridad que destreza. Pues como élmismo decía, fijando su mirada roja en ti, mientras mostraba sus dientes ama-rillos en una sonrisa siniestra: “Algunos llevan tanto tiempo aquí que ya les hecogido cariño”. No se sabe cuánto.

A los técnicos de infraestructuras les parecía bien sustituir el obsoleto ali-catado por un vaso de acero inoxidable, así como las demás medidas de lademanda histórica del Departamento. Pero éstas suponían un gasto que laUPAM necesitaba conocer concretamente antes de asumirlo. “En esta facultadsobran muertos. Con el almacenamiento y preparación de cadáveres y órganosse pretende la exportación a otras facultades que es necesario regular debida-mente” había confesado el Sr. Gerente, un catalán prudente y austero en elgasto. Por lo cual, los comisionados percibieron lo delicado e importante de lafunción de otorgar su visto bueno a tales peticiones.

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“En el Departamento nos hemos venido acomodando a la precariedad delas instalaciones, pero es ya notoria la necesaria y urgente modernización yampliación de las mismas” –Seguían diciendo los demandantes–. Y en la visitaocular que la comisión realizó a la Morgue se pudo constatar que el estado dedichas instalaciones era, en verdad, precario: Se pudo comprobar el alcance ymagnitud de las fisuras en la fábrica de las balsas, una vez que las vaciaron defiambres, entre un mar de llanto. “No lloréis, hace mucho que han muerto”,nos dijo Igor como una más de sus gracias. Pues las lágrimas que todos verti-mos se debían a los vapores del formol que dejaban escapar aquellos cuerposamojamados y pálidos que no teníamos el valor de mirar. Ergo, primera com-probación: urgía arreglar los vasos; y, a la vez, sustituir el formol diluido al 2%por otra solución más adecuada, en cumplimiento de las directrices europeas.

El profesor Campos Santos, creía necesaria, asimismo, la ejecución de unacámara capaz para treinta cadáveres –entre su recepción y su preparación– y paralas grandes piezas diseccionadas. Y nos mostró un almacenamiento inadecuadoen contenedores frigoríficos de cuartos y vísceras humanas (donde se pudo per-cibir algún bote de cerveza puesto al frío por el desaprensivo ayudante) comoprueba de su urgente necesidad. “En el Arco Mediterráneo más del 60% de loscadáveres proceden de donaciones de los extranjeros residentes que, siguiendolas costumbres de su país de origen, no tienen reparo en donarlos a la Ciencia”–dijo el catedrático–. “Así, los familiares se ahorran de paso los cada vez más ele-vados gastos de un entierro o una repatriación del cadáver. Por eso tenemos aquítantos, frente a la preocupante escasez de otras facultades españolas, a las queprestamos” –concluyó–. Segunda comprobación: La cantidad de cadáveres dona-dos voluntariamente por estas personas, cuando vivos, es tan grande en la UPAMque hacía necesaria la ampliación. En cuanto al pretendido negocio, el profesorhabía hablado de préstamo (supongo que siguiendo el adecuado protocolo), sinque se pudiera pensar que este tráfico fuera realizado con ánimo de lucro.

La permanencia en la sala durante la visita se hacía tan agobiante que nonos cupo duda de que las necesidades de aireación y de iluminación (al pare-cer existían quejas del personal de mantenimiento y limpieza y hasta de lospropios estudiantes, al respecto) eran asimismo necesarias. Ello constituyó elobjeto de la tercera comprobación.

Se realizó el informe de la comisión sobre estos tres apartados de necesi-dades, y se elevó –junto a los informes técnicos y de seguridad pertinentes– alSr. Gerente para su decisión. No obstante, y dado el interés de éste en dar elmejor servicio dentro de la más estricta legalidad, aún pasó mucho tiempo sinque se hubiera acometido ninguna de las reformas solicitadas. Cabía preguntar-se qué era de los cadáveres amontonados indebidamente. Qué se hacía con los

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sobrantes; si se seguían “prestando” a las facultades deficitarias, o, por el con-trario, se daba uno a cada estudiante de nuestra facultad y luego se incinera-ban. Sí había sido finalmente regulado ese lúgubre –pero necesario– tráfico porparte del eficiente Sr. Gerente de la UPAM. En mi condición de funcionario inte-rino de la clase C, no tengo acceso a determinados datos.

Porque, tal y como aparecía en la prensa diaria, en los también necesariosAnimalarios, de los que la Universidad Pandemónica cuenta con varios dereciente y moderna creación, se almacenan y se preparan tal cantidad de rato-nes y otras especies de laboratorio (peces, monos, gatos, perros…) que existeun listado de precios tanto para el consumo interno como para el de otras facul-tades y universidades, así españolas como extranjeras; esto es, se comercia–legítimamente– con estos animalitos preparados, tan útiles para la ciencia y lahumanidad toda. Es conocida la polémica desatada en todo el mundo con lautilización de Células Madre procedentes de bancos de óvulos desechados–entre los que el de nuestro Instituto de Ingeniería Genética era de los másimportantes–, y cómo algún científico ha tenido que emigrar en busca de mejo-res condiciones para sus investigaciones. Conocido es también el enorme bene-ficio que para la medicina en general y la cirugía en particular, tiene la donaciónde órganos, con el consiguiente tráfico perfectamente regulado. A pesar de quehan surgido voces más o menos autorizadas a favor y en contra de todas estasprácticas. A pesar de que este tráfico, histórico, ha inspirado los más espeluz-nantes relatos de ciencia ficción. Y como la realidad siempre supera a la fábula,se ha sabido recientemente que un matrimonio está dispuesto a cambiar unriñón (no se sabe de cual de los cónyuges) por la vivienda de la que carecen.Trueque o comercio: necesidad obliga.

“El aumento de las donaciones crece con el nivel cultural de la gente”,dijeron los doctores en ocasión de su Congreso Internacional. Y es que yo creoque todos se preguntan cómo se puede llegar a la prometida reencarnación fini-secular si te despedazan de tal guisa y acaban incinerando tus restos (prácticacada vez más utilizada también con cadáveres enteros y verdaderos dada laenorme escasez de suelo así para los vivos como para los muertos).

Conocía a Campos desde bachiller, él de ciencias y yo de letras. De pelonegrísimo e hirsuto, bajito y regordete, se tomaba la vida a cuchufleta, segura-mente por ser la suya una posición más que desahogada. Y de auténtico enchu-fado, ya que los profes del instituto pasaban todos con sus esposas y/o novias,según, por la consulta del ginecólogo Dr. Campos. Era, como solía decirle uno deellos, “un golfante”. Era el vivo retrato de su padre. Éste había sido uno de losginecólogos, con clínica propia, más influyentes del Sureste. Así que cuando Desise decidió por estudiar medicina pensó que escogería su especialidad y heredaría

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su clínica. Pero cuando terminó sus estudios y se decidió a quedar en la UPAMcomo profesor ayudante de Anatomía al padre por poco le da un soponcio.Nunca entendió D. Desiderio la opción de su hijo, y lo creyó debido al mal farioque constituían su nombre y dos apellidos juntos. Por más que llamarse Desiderio,como él y como su padre y como su abuelo, no lo veía nada mal; menos, que lle-vara –lógica y legítimamente– su apellido Campos, ya tan famoso en toda España.Pero añadir a éstos el apellido Santos había resultado nefasto: “Ni hecho ex pro-feso: Desiderio Campos Santos para un desenterrador de cadáveres”. Se enfria-ron las relaciones entre padre e hijo, y ya nunca fueron tan cordiales y cálidascomo cabía presumir del carácter de ambos. Pues Desi, de joven, era un chicodivertido, jovial y risueño; nada comparable al de la lúgubre canción. Y, sin embar-go, cuando le vi aquel día no le reconocí; había cambiado algo más que en su sim-ple apariencia. Bajito y un poco rechoncho como siempre, tenía el pelo blanquísi-mo pero más sedoso que yo se lo recordaba. Sus ademanes, entonces nerviosose impulsivos, se habían calmado y refinado, hasta resultar elegantes. Su sonrisa yano era la misma, sino menos acusada –simplemente insinuada– y más triste. Perofue sobretodo su fija mirada la que me llamó poderosamente la atención. No larecordaba así, desde luego; sino que recordaba unos ojos chispeantes que sonre-ían a la par que su ancha boca. Ahora, sus ojos, no sé si por efecto de una super-dilatación de la pupila junto a un iris negrísimo –que a mí me había parecido siem-pre de un pardo más claro–, se parecían a un pozo profundo que contrastaba tre-mendamente, en su negrura, con la seda blanca de sus cabellos. Realmente pare-cía mirarte desde el más allá. El día de la visita de la comisión, aunque me saludócon la cortesía de siempre, no dejó de impresionarme su mirada, profunda ynegra, de ultratumba; su carácter huraño y taciturno; el tétrico entorno contribuíaa ello, sin duda. Quien no le conocía de antes tal vez no lo habría advertido.

La conclusión de los interesados y sesudos congresistas, según el prestigio-so semanario ¡¡QUÉ PAIS!!, es que, “por el momento, no se puede prescindir delcomercio de cadáveres entre distintas facultades”. Recordando la sentencia delSr. Gerente y aprovechando la antigua amistad con el Dr. Campos, intenté inda-gar en lo posible en este macabro tráfico, llevado por mi curiosidad. Y ya puedoadelantar que no fue nada fácil encontrar explicación a todas las preguntas queme hacía. Que, antes al contrario, recibí toda clase de disculpas y reticencias, detrabas a mi labor indagadora; el silencio por respuesta en más de una ocasión.Incluso recibí una carta algo amenazante de mi otrora amigo advirtiéndome deno proseguir con dichas investigaciones, que suponían poner en peligro ciertoestatus quo y hasta el desmoronamiento del sistema. No entendía nada.

No obstante quedar sin aclaración el turbio asunto del comercio de cadá-veres, mi tesón y perseverancia me han llevado a conocer la historia espeluznan-

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te que ahora cuento, aunque solo sea para descargar mi conciencia del pesoque la oprime desde entonces; “para descargar mi alma pecadora” como diríaun clásico protagonista de novelas de terror.

En realidad, mi primer descubrimiento no pasa –en mi modesta opinión– porser pura e inocentemente anecdótico: Remigio había sido descubierto por el vigilan-te, cierta noche de tormenta, alertado por los gemidos y suspiros que provenían dela morgue, cabalgando a cierta pelirroja sobre la mesa de disecciones. Y en su pali-dez aumentada por la luz macilenta de la linterna (y dando pábulo a los rumoresque se extendían sobre ciertas prácticas del siniestro ayudante, todo hay que decir-lo) supuso que se trataba de una de las jóvenes, donada aquel mismo día, cuandoen realidad se trataba de una de las limpiadoras de noche, con quien se veía aescondidas en el lugar que más les acomodaba. Lo que propició el consiguiente des-concierto y alarma del interfecto, que veía peligrar su estatus si el asunto trascendía.Y acudió a todas las instancias, empezando por su jefe, para que no trascendiera.

El segundo es de más calado, aunque tampoco tiene que ver con ningúncomercio espurio, sino con ¡una verdadera historia de amor!: El maduro Dr.Campos se había enamorado perdidamente de una joven enferma terminal a laque se le había pronosticado pocos meses de vida. La visitaba de día y de noche;permanecía cuidándola más allá de lo que le exigía su juramento hipocrático.Sentía una gran desazón por la muerte anunciada a su amada, a la vez que un granalivio en su vigilancia y atención extraordinarias. Pero, sobretodo, sentía una granobsesión por conservar su cadáver para siempre; no para destrozarlo en la disec-ción y exponerlo a los inexpertos ojos de los estudiantes de anatomía, sino para supropia, íntima (e inconfesable) satisfacción. Tenía que conseguir que firmara el pro-tocolo de donación; ya se lo propondría cuando hubiera adquirido la suficienteconfianza de la chica, extranjera y sin familia que pudiera reclamarla, al parecer.

Supe que, hace unos años, Desiderio empezó a encanecer prematuramente.A la vez que empezó a tener una ceguera progresiva que le hacía llevar unas len-tes cada vez más potentes, que le incomodaban y se le empañaban con los vapo-res de formol cada vez que operaba, dejándolo totalmente inútil para la disección.Justo lo contrario que siempre había pretendido con la utilización de esas lentes ycolirios dilatantes de la pupila, a fin de ver con más claridad hasta los mínimosdetalles de una disección minuciosa. Ello le entristecía profundamente, al sentirpor su carrera una gran vocación. Y le retraía ante los demás; se pasaba horas yhoras de estudio en su despacho anejo a la sala de disecciones, dentro de todoaquel entorno conocido familiarmente como Morgue. Sobretodo, le apartaba delas mujeres: Si ya era bajito y rechoncho; si su negro y recio pelo se había debili-tado y emblanquecido; si ahora añadía esas gruesas lentes que le afeaban; si laúnica cualidad que se suponía, junto a su aguda inteligencia, era la simpatía, y

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ésta ya la iba perdiendo; ¡qué podía hacer! Desiderio se volvió taciturno y lúgu-bre como el de la macabra canción. Permanecía soltero.

Sin embargo Roxana era una chica juncal y morena, que aparecía larga yesbelta allí acostada en la cama del Hospital Clínico, bajo cuyas sábanas se per-cibían los relieves de un cuerpo seductor y bien proporcionado. Y con una son-risa siempre alegrando su bello rostro: de óvalo perfecto, pómulos prominentes,labios jugosos y tiernos; y, sobretodo, unos ojos negros, de un mirar profundoy dulce. Cuando el Dr. Campos visitó la planta de desahuciados en aquella cam-paña de concienciación en busca de donantes, quedó profundamente conmo-vido al pensar que en poco tiempo ese cuerpo tan maravillosamente juvenil yatractivo se descompondría sin remedio. Y un escalofrío estremeció su cuerpe-cito enfundado en la pulcra bata blanca (jamás usaba la verde de los quirófanospara las visitas, aun antes de la prohibición a tal descuidada indumentaria); unasombra de inquietud cruzó su templado cerebro de cirujano avezado.

En un primer momento ella no reparó en él, lo que aumentó más su desa-sosiego. Generalmente, los enfermos están predispuestos a recibir cualquier tipode amabilidad y deferencia de manera “paciente”, de quien sea, encontrándosecomo se encuentran desvalidos y temerosos; y más con la deshumanización deltrato en los hospitales que se había instaurado en estos últimos tiempos, por lamasificación y la desidia. Pero suelen poner sus suplicantes ojos en el personal–clínico o no– que más atractivo les resulta. Esa empatía, consustancial al serhumano, que parece natural en cualquier momento de nuestras vidas, se hacemás apreciable –más acuciante– en los momentos de debilidad. Él lo sabía, yentendió perfectamente su indiferencia. Pensó que, si en cualquier caso teníaque usar sus mayores dotes de persuasión ante el donante y sus familias, en éste,el fulminante flechazo constituía una gran rémora. Decidió, con la velocidad delrayo, emplearse a fondo en la conquista de esta donante tan especial.

Por ello se le veía desde entonces a cualquier hora, entre clase y clase, juntoa la enferma. Le llevaba flores, que él mismo colocaba y distribuía por la fría habi-tación hospitalaria, contribuyendo a darle más calor de hogar. Le llevaba golosi-nas, a las que era tan acostumbrada pues es de esas personas que pueden comerdulce sin engordar. “Aunque engordara ¡Total, para lo que le queda!” –pensabacon tristeza no exenta de ironía–. De aquel trato cortés, pasó al trato más fami-liar; pidiendo a la enfermera –que no habría de negarse a seguir los deseos deldoctor como unas órdenes para ella– que le dejase a él cuidarla: lavarla, condu-cirla al aseo, moverla de su penosa postura sedente; hasta permitirle levantar devez en cuando. De tal forma que Roxana no pudo sustraerse a trato tan conside-rado; y si no sentía amor por aquel atento médico con cuerpo de batracio, sí fuesintiendo por él una gran simpatía. Y, después de dos meses, hasta empezó a

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parecerle, si no guapo, atractivo. Desiderio se sentía reconfortado, y aunque no ledeclaró su obsesivo amor (y menos sus verdaderas intenciones), por no perturbarsus últimos días, le decía a menudo cuánto le gustaba, qué hermosa y atractiva laveía. Llegó a confiarle sus complejos e inquietudes. Llegó a confesarle su desaso-siego por la ceguera progresiva. Y que admiraba sus hermosos ojos negros. Y ledecía “que al mirarme en ellos es como si me asomara aun pozo profundo, oscu-ro y misterioso; y siento vértigo” pensando que hablándole así la distraía de suspropios males. Ella, sin perder su pizca de coquetería, sonreía alagada, diciendo:“Los ojos con que tú me miras…” De tanto mirarse en ellos, el Dr. Campos llegóa obsesionarse con aquella penetrante mirada. Y deseó tenerla para sí.

El oftalmólogo Aliaga le había pronosticado que su dolencia se trataba deleucoma en córnea y unas cataratas en el cristalino de ambos ojos, seguramen-te debido a quemaduras o úlceras producidas por el formol. Le había aconseja-do “más como amigo que como colega” que se hiciera un trasplante de córneahomóloga, combinado con la colocación de lentes intraoculares; como sabía, laexperiencia acumulada en estos años era enorme, si bien no todos los proble-mas se habían resuelto satisfactoriamente. El trasplante requiere un donantecon las córneas de curvatura y tamaño adecuados, así como perfectamentetransparentes. La implantación de lentes intraoculares, permitiría colocar cual-quier tipo de lente, a su gusto y consideración, pensaba. Sin embargo, el tras-plante de ojo completo, por las grandes dificultades que plantea el nervio ópti-co, pasaba por ser aún una cuestión de ciencia ficción.

Cierto día, el Dr. Campos fue llamado urgentemente al Hospital; Roxanahabía fallecido. Desiderio se encerró –casi se enterró en vida– en su despachode la morgue, donde mantuvo una actividad frenética y desesperada. El fielRemigio le dejaba a diario junto a la puerta algunos bocadillos y una botella deleche; pero el doctor no habría la puerta ni a él; solamente, después de unosdías, permitió el acceso a su amigo Aliaga, a quien habría llamado a consulta.Las clases se daban sin su asistencia. De allí salió sólo al cabo de una larga sema-na, desaliñado y fatigado. Pero sin gafas: Tenía la mirada distinta: negra y pene-trante, como un pozo profundo y frío; que daba vértigo.

Cuando Tormos, más conocido por Igor (léase Aigor), entró en el despachopara poner un poco de orden en aquel maremagnum de libros y utensilios, conla taxativa orden de no mover de allí bajo ningún concepto y circunstancia elcadáver preparado por su director, enseguida se prendó de aquella figura escul-tural y broncínea, de rasgos regulares y proporcionados; aquella belleza queparecía sonreír mientras dormía plácidamente desnuda sobre la fría losa, sin quese pudiera apreciar el delicado y sutil pespunte que cosía sus párpados. Y letomó cariño. No sabemos cuánto.

Coração

José Antonio EspinosaSeleccionado

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Nuestros héroes se han matado o están matándose.Así, que el héroe no es el tiempo, sino la intemporalidad.Henry Miller

La castidad es la más antinatural de las perversiones sexuales.Aldous Huxley

Entre dos curvas redentorasLa más prohibida de todas las frutas Te espera hasta la auroraLa más señora de todas las putasLa más puta de todas las señoras.Joaquín Sabina.

Al maestro, por su colérico picotazoA mi hermano Gatinho, por su vida.A mi inglesita, por la mía.

I

El sonido de la llave desvirgando la cerradura cercena el sueño del Joky, saltade la cama desnudo, sudoroso, lívido. Lucy se despereza, tarda un segundo encomprender la situación, para el Joky ha pasado un ciclo geológico, ¡es Carlo!, le

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susurra histérica al oído, “joder hasta en la desesperación esta tía me pone burro”.Ha cruzado la primera puerta, y se dirige a toda velocidad al cuarto en el que minu-tos antes dos cuerpos jadeantes abofeteaban su orgullo de macho, solo tres cen-tímetros y medio de rechapado en pino y cinco metros de aglomerado que nadieconfundiría con mármol, separan los amantes de la indómita furia del adulterio.Lucy le señala el armario, pero el Joky mira la cama, felino se lanza y acaba comien-do moqueta. La bota que revienta la desvencijada puerta está en la habitación, elJoky la ve moverse de forma compulsiva, no ha visto la Hudson TT-33 Silver, quebrilla con un erotismo perverso, mientras le acarician obscenamente el gatillo.

–¿Dónde está? puttana, ¿dónde está?–grita la bota.Lucy mete con la pierna la ropa del maromo que le ha calentado la cama

las ultimas lunas, está paralizada, y cuando la última gota de sudor le resbalapor el pubis se percata de que su hombre no está solo, dieciséis milímetros lehacen compañía, “si no me guardas la cara,bang”,sabe que debe pensar rápi-do o esta es la última cama que deshace.

Él solo huele, ve y respira adulterio y traición, abre el armario, “que origi-nal”, piensa el Joky, con sorna y sempiterna arrogancia de adolescente incons-ciente. Y cuando se acerca a la cama, Lucy se abalanza, “mi coração”, su des-nudez es tan cínica que de una hostia la manda al sucio y sudado catre plega-ble. Pero el destino parece deberle algo al Joky, pues como buen pagador quisoque cayera con las piernas abiertas, y entonces el universo, al igual que los ojosdel cornudo, se detiene, tres años y cuatro días en Fontcalent, ya lo tiene.

Se mueve sinuosa como su lengua, “¿cuándo saliste? coração”. Sabe amentira pero cuando roza con su pezón el torso huérfano de amor y siente aflo-jarse el cinturón, la sangre se le incendia, tres años y cuatro meses sin probarhembra, ella le coge el paquete y le susurra, “coração”, y los pelos de la nucase revelan, ella coge su mano peluda y sin preámbulos la guía por su cuerpohasta que llega al pecado, al centro del cosmos, el hechizo se saliva y sudor leatrapa, y un volcán de tres años y cuatro meses explota entre sus piernas. ElJoky siente la presión del colchón sobre su cabeza, y arranca el trozo de moque-ta que mordía, el colérico amante lo podría haber escuchado, pero no tiene san-gre en la cabeza, cuatro años y tres meses.

Los gemidos son diferentes, el Joky lo sabe, “será puta”, pero no le impor-ta, recuerda mis consejos, recuerda que se lo dije, “esa tía te va a traer proble-mas”, se caga en mis muertos y aprovecha la vorágine de la pasión para volarfuera del corral ajeno. Solo ha cogido la camisa, sale a la calle en la tórridanoche como un gato callejero, camina entre las sombras, mi casa está cerca, sequita el condón y llama de forma compulsiva al timbre, y cuando abro la puer-ta sé que tengo una historia.

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II

El conserje del instituto de educación secundaria Luis de Góngora, vivaQuevedo narigón, no ha olvidado su nombre, no sé si llegó a descubrir quien era,pero lo tuvo que borrar de los muros y los aseos más que los dibujos de faloserectos, que a estas edades triunfan entre los rebeldes con o sin causa. Joky, conla k de “Kabrón” y la Y de “yelo”, en vaso largo y JB. Dos sobresalientes, cuatronotables, y tres suspensos, me las saco en septiembre. No le costaba pasar loscursos, y es que alguien medianamente listo que conozca este sistema de mame-lucos, puede llegar hasta el doctorado con cierta suficiencia, de mediocres y paramediocres. Yo terminé junio limpio y me esperaba un verano de barra y cañas,de ketchup y mostaza, sólo dos meses y sería mía esa Fender Stratocaster, lamisma que toca Knopfler, roja, ardiente y cara, muy cara. Se lo comenté al Jokyen su casa, y sin pensarlo dos veces cogió los apuntes de las cuatro asignaturaspendientes, me las saco septiembre, y los metió en el armario.

Me acompaño a hablar con el dueño de la hamburguesería. Un tipoinquieto, frenético, esa era su principal característica. No era capaz de fijar lamirada, se rascaba la cabeza, buscaba algo en el bolsillo o miraba por la venta-na. A mí me ponía de los nervios, de forma compulsiva repetía –sí, síi, claro,claro– me recordaba a Dean Morirty, heterónimo de Cassidy en la biblia Beatque escribió Kerouac. No puso inconvenientes en contratarnos a los dos, si susocio lo aprobaba. La Reina, un hombre elegante y displicente, que jamás veníapor el bar, nunca diría que no a la posibilidad de contratar a un efebo más, pesea no poner su piel de cocodrilo sobre las colillas del antro, no perdía detalledesde su balcón, yo me sentía observado constantemente, nunca se dirigió anosotros, pero había algo inquietante en su forma de fumar, los anillos de humoque salían de su ventana me hacían estremecer. En ocasiones, cuando se apo-yaba en la barandilla del balcón nos hacía un pequeño gesto con la ceja, notenía que hablar, su mirada lo decía todo, no se puede disimular el deseo.

El local estaba cerrado la primera vez que la vió. Cuando se levantó la per-siana parecía una diosa, la silueta se clavó en nuestras pupilas, contoneándosepasó a nuestro lado, no dijo nada, ni falta que hace, una mujer así habla conlas caderas. Cuando el jefe nos dijo que era brasileña los ojos del Joky se inyec-taron, ya había contado todos los lunares del escaso vestido que envolvía elcuerpo del delito, o del pecado, eso no le importaba, si tenía que condenar sualma por una noche, firmaría con sangre el contrato con el benigno.

A mi también me impresionó, era una mujer preciosa, pequeña pero conun aroma salvaje. Queríamos empezar esa misma tarde pero Julián, nos dijo quemañana empezaríamos y que viniésemos meados de casa.

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III

Era un trabajo fácil, me pasaba la mayor parte de la jornada esperandoalguna llamada. El local nunca se llenaba, solo venían los colegas del jefe,cuarentones modernos con gafas de sol en la frente, pelo de punta y perilla,y toda la tarde riendo, reían tanto y tan fuerte que asustaban a los viandan-tes, de vez en cuando Julián les enseñaba las obras del baño, en los dos mesesque trabajé allí nunca puede confirmar las excelencias de esa maravilla de latécnica, siempre meaba en el bar de al lado, porque el nuestro estaba fuerade servicio, era el aseo estropeado más concurrido del mundo, había hastalista de espera. Joky tampoco trabajaba demasiado, pero lo merecía, trabajaral lado de esa fiera, entre risas un roce, una bromita y una palmadita. Ella lellamaba Gatinho, porque mira tú por donde, el Joky era un amante de los ani-males, se paraba a hacer carantoñas a todos los gatos de los callejones y depaso se metía en el bolsillo a mas de una gatita.

Nunca me gustaron los gatos, supongo que por ello el karma decidióenmendarme, tuve un percance con un perro y falté al trabajo una semana.

El Joky no perdió el tiempo, el humo y las risas, le sirvieron como telónde acero, tras la última visita guiada por el aseo, nadie se percató del aban-dono de la barra.

Un día que si ponme bien el tanga, otro que si no llevo sujetador, adere-zado por un sin fin de “gatinhos”, que se clavaban en la frente de esa hor-mona andante. Esa tarde se pusieron las cosas en su sitio, y los dieciséis añosdel Joky tomaron la alternativa sobre la cámara frigorífica. Los veintiochoveranos de la brasileña hubiesen bastado para convertirlo en el héroe detodos los mascachapas onanistas del triste pueblucho del sur de las Españas.Pero más tarde conoceríamos que la fiera, era algo especial, que más sabe eldiablo por puta que por brasileña, y que había llegado a la costa de los cone-jos a golpe de entrepierna. Había sido musa de un traficante de poca monta,al parecer un amigo de nuestro admirado patrón. Que en viaje a Sao Paolo lahabía conocido en uno de esos locales para turistas sexuales, donde cualquierAlfredo Landa del montón se siente Frank Sinatra. El tío movía pasta, y ellasabía de sobra lo que un traficante le podía ofrecer, pero la calculadora no lefuncionó, y al cambio no eran tantas las pesetas, y tubo que ejercer tambiénen la vieja Europa.

El Joky no sabía nada de esto cuando con el tanga entre los dientes y elcinturón en los tobillos debuta por todo lo alto, tanto porno tendría que servirpara algo y no queda mal del todo, pero esa noche en un cuartucho del centro,es ella la que le explica un par de cosas, ya lo tenía.

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IV

Regresé al trabajo y nada había cambiado, el Joky estaba más delgadopero con este calor todos estábamos perdiendo peso. Esperó al cierre, cuandobajábamos la persiana se relamía con el relato de las noches que estaba pasan-do, la versión oficial consistía en que estaba durmiendo en mi casa.

–No me lo creo, eso no es posible.–Que si joder, que me la estoy tirando, me tienes que cubrir, que no se

entere nadie.Ya sabía lo del marido, resulta que la inconsciente se había casado y pre-

tendía traer a su hijo, pero pronto comprendió que era mejor que se quedaseen Brasil. Resulta que el tío en cuestión estaba en la cárcel, llevaba más de tresaños en Fontcalent, que le habían pillado kilos de coca en su piso, estaba pre-cintado y desde entonces Lucy compartía habitación con una portuguesa quepasaba pastillas en las discotecas de Chunda-chunda, Lucy quería dejar losnegocios de esquina y muslo al aire, el antiguo socio de su marido le metió enla hamburguesería. Joky me contó que el alijo no estaba totalmente en su apar-tamento, que había más, y que si descubrían donde lo guardaba Julián se iríanlos dos a Brasil a vivir como el Dioni.

–Tío, voy a decir una frase que detesto, pero esa tía te va a traer proble-mas. Te entiendo, estás viviendo de verdad, joder, mientras nos guardamos laspegajosas página del Private bajo la cama, tu estás con una tía espectacular.Pero que pasa si ese tío sale de la cárcel, no creo que esté muy de acuerdo conque su mujer rehaga su vida con un niñato de dieciséis años.

Estaba hablando como un gilipollas, pero por primera vez tuve que la nece-sidad de decirle a Joky que debería cambiar sus planes, de ejercer de consejero,pero él no estaba dispuesto a hacer caso a un mañaco, ahora él era un hombre.

V

Este es un pueblucho, no hay nada que hacer, y los rumores son lo únicoque entretiene las vidas de esa panda de analfabetos que conforman y se con-forman esta ciudad. Nunca los verás con un libro, pero en el comienzo del cursotodo dios sabía lo del Joky.

Era venerado como Luis XIV, el instituto era su corte, y le llamaban el reyluna. Todo el mundo quería invitarle a su botellón, pero él tenía mejores cosasque hacer, y todos asentían.

Claro está que no todo eran halagos, las tías no le miraban precisa-mente con admiración, aunque alguna llegó a plantearse que vería un

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mujer hecha y derecha en ese niñato que idolatraba a Homer Simpson, erainfantil, no como ellas que eran mayores, porque bien sabido es que lasmujeres maduran antes, por eso en el instituto me hartaba de hablar conellas sobre Rimbaud y Borges, y que grandes análisis filosófico-políticos, deuna madurez descollante, ni el libro de Goldstein. Desgranaban los arcanosde la poesía de Ginsberg entre los anillos del LM Light, por cierto, preten-día ser sarcástico. El caso es que ahora lo niegan, pero más de una mojóalguna sábana por el niñato.

Todavía hacía calor, por el índice de escotes, yo diría que corría septiembre,y esa noche el Joky subió al cuartucho a reírse de la madurez.

VI

–Cuenta –le digo mientras le dejo los primeros pantalones que encuentro.–Joder tío, he tenido que salir con lo puesto –una camisa y un condón–

resulta que ha aparecido Carlo.–No me jodas, ¿qué ha pasado?–No hay tiempo –me dice mirándome fijamente– tengo que desaparecer

de aquí, y te necesito. Tienes que esperarme en la calle Laramí con el Vespino,en veinte minutos, tienes que llevarme a la estación de autobuses de Murcia.

–¿Por qué a Murcia? Puedes coger el último tren desde aquí.–Por favor tío, te lo explicaré todo, pero ahora tengo que irme, dame 20

minutos, de camino a la estación te lo contaré todo.

Le dejo unas viejas zapatillas y ya puedo verlo por la ventana, corre calle abajo, no tiene que decírmelo, se bien a donde se dirige.

Me pongo una camiseta, cojo las llaves y me planto en el lugar conve-nido, me siento como Corto Maltés o Humphrey Bogart, si tuviese un som-brero de fieltro gris sería el momento de estrenarlo. El Joky ya está en el otrolado de la ciudad, cuando divisa las luces se le dibuja una sonrisa, todo estásaliendo como esperaba.

Lo que no sospecha es que la mujer le convertirá en el héroe de IES Luisde Góngora, viva Quevedo cabrón, ya no tiembla por su “gatinho”, que lahumeante pistola que Carlo se mete en el pantalón todavía está caliente ysedienta, y ha salido en busca del rapaz que según las afiladas lenguas haadornado su frente.

Yo espero, me como las uñas y ciño la mirada, soy Humphrey y todos tie-nen que saberlo. Por la pasarela de la calle Laramí desfila la tórrida noche deseptiembre, han pasado chulos, buscavidas, taxistas, mujerzuelas y poetas. Para

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hacer tiempo fabulo, me invento una historia de cada rostro macilento que a lascinco de la madrugada arrastra su huesos delante mi. Espero.

Declarada la guerra a mis párpados el claxon de un cochazo me espabila,pasa a ciento treinta, no puedo ver a ninguno los ocupantes, no conozco anadie con un coche como ese. Espero.

Carlo ha llegado a la hamburguesería de su antiguo socio, ha visto luces y seacerca en busca de información, pero no está su amigo, no hay nadie. Cuandoestá a punto de salir recuerda que la puerta del aseo nunca está abierta.

VII

Cuando el sol me escupió en la cara no pude esperar más, regresé a casa yme metí en la cama, tarde un rato en dormir, pensaba en el Joky, en que estaríahaciendo y como le iría. No me preocupaba, es un gato, sé que no se dejarácoger, pero tengo una historia, una buena historia y me lo tiene que contar.

Julián llegó a su negocio a la hora de costumbre, las doce del medio día, yve la persiana cerrada. Me llamó al móvil y me presenté en cinco minutos. Estámuy nervioso, más de lo habitual, ha derramado tanto sudor que empieza a tam-balearse. Necesita que le abra, al parecer sus llaves las tenía le Reina, que teníaun compromiso y quería ofrecer a sus invitados una cena intima. Levanté el telónde metal y entró como una exhalación, directamente al aseo, que novedad. Peroesta vez lo que escuche no fueron risas y euforia, sino maldiciones que no repro-duciré porque son conocidas por todos. Por primera vez estuve a punto de entraren el aseo mágico, el lugar prohibido, me habría encantado darme el gustazo deutilizarlo. Pero no era el momento, cuando comenzaron a volar sillas decidí salirde allí. Antes miré una vez más al edificio de enfrente, no había nadie en la ven-tana, no salían anillos de Malboro. Y todo encajaba. La madera acordonó elrecinto, me acribillaron a preguntas, pero nunca descubrieron nada.

Los periódicos especularon, los debates televisivos hablaban de mafias ypedían la dimisión de Zapatero unos y de Bush los otros. Yo sabía que el Jokyengatusó a la Reina, que dio el golpe sin forzar una triste cerradura, se lopuso en bandeja, solo él sabe cuanto se llevó de esa cueva de los tesoros. Notardó demasiado en librarse de su estorbo, en su Mercedes 600 le transpor-tó hasta el aeropuerto, y como había aprendido de Lucy le comió la oreja, loencharcó de tal manera que no pudo reaccionar cuando le tiró del coche ysalió en dirección Madrid. Me llamó la semana siguiente, para saber comoestaban las cosas. Julián apareció en el río junto a su empleada, tres kilos de

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coca tenían la culpa. No sé si le afectó la muerte de Lucy, no dijo nada. LaReina era hombre casado y de renombre, tanto que al año siguiente seríanúmero cuatro en la lista ganadora de esa tómbola a la que los necios lla-man elecciones. Un hombre tan celoso de su intimidad que tuvo que regre-sar a cerrar, acercándose tanto al famélico filo italiano, que todavía le ardeel nudo de la corbata cada mañana, porque una esquina mentirosa y cóm-plice, escondió los anillos de Malboro, salvando ese cuello perfumado deLoewe, y sobretodo el de nuestro amigo.

No volví a verle por el pueblo. Tampoco a Carlo, seguro que en algún lugarestá chuleando a otra infeliz, y sé que todavía se despierta sudando en mitad dela madrugada, y aprieta tanto el puño que tiñe de sangre las sábanas, porque noconsiguió encontrarse con él, las caras que protagonizan sus pesadillas son dife-rentes, pero la sonrisa es siempre la misma.

VIII

–No te levantes mi vida, déjame a mí –le dice el respetable Don JoaquínHervás de Sáez a su amada y embarazada esposa, mientras le quita la bandejacon los cafés.

Ella le sonríe tocándose la tripa, fruto de amor y rutina, éste le besa la fren-te, y me hace un gesto para que le acompañe a la cocina.

–Vas a ser un padrazo –le digo con sorna– tú que eras nuestro héroe, elángel redentor, el anticristo Nietzscheriano, ahora felizmente casado.

No dice nada, se acerca sigiloso al lavaplatos y saca una botella de JB, deesas que ingería con embudo en la universidad, ahora le echa un chorrillo albaso de coca-cola, furtivo y cauteloso, si se entera Sofi me mata. Y yo intentorecordar quien es ese desconocido.

Volvemos al salón, a seguir escuchando la memeces de un grupo de gili-pollas, que si las clases de salsa, que si la ultima peli Almodóvar... miro lasestanterías y no veo demasiado, más bien poco y desechable, ¿dónde está ElCamino del Corazón? ¿qué ha pasado con el Giocondo? Ahora su hueco loocupan los cinco libros más leídos del Fnac, y alguna biblia. Y es que la adora-ble Sofi, estudió en uno de esos sórdidos antros con capilla frente la cantina.La dulce Sofi, vacía y sonriente, no quiere que su Juaquinito se junte con lagente del Lorens, panda de vagos que fantasean con trenes, armónicas y poe-mas que nadie entiende. A mi no me traga, pero me soporta porque terminéla carrera con cierto éxito y no me va mal, ya se sabe que esta gente de con-vivencias y mercadillo de Cáritas, obvia tus aficiones heréticas si el final de meses plácido, ¿no se perdonó al hijo pródigo?

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Miro a ese tipo, me suena, se parece a alguien que olvidé, y cuando el vasode JB disfrazado de refresco le roza los labios, aparece la sonrisa de las pesadi-llas de cierto camello de tres al cuarto. Me habla de adulterio, de aventuras, denovela negra y trafico se psicotrópicos. Es él, ya lo recuerdo. Me despido a lafrancesa y salgo de ese ambiente, que si como ha engordado Maribel, que si elconcierto de Luis Miguel...

Estoy sentado solo en el tercer vagón, contando las manchas del techo.Quedan al menos diez minutos para que arranque el dragón de hojalata. Y eneso que aparece una mulata, con falda exigua y piernas infinitas, tiene todo elvagón pero escoge el asiento de en frente. Sólo un botón ha resistido el fuegoeterno, en el que más de un fulano se consumió por probar el arroyo de lechey miel que corre furioso entre sus pechos. Y es que los botones taiwaneses sederriten a ritmo de bachata, que Abraxas les bendiga. Y cuando lentamentedesciende se detiene a mitad de camino, su escote me mira a los ojos, vamospapito. Por fin se sienta y me sonríe, el tiempo se congela, cruza las piernas y elescalofrío que recorre mi cuerpo me obliga a levantarme, le beso en la frente–gracias reina. Ella me mira con recelo, nunca le había fallado la paradinha.Salgo del vagón con media sonrisa y le veo por la ventana, su ceño fruncido leafea, y a mi me divierte.

Entré de lleno en la noche y antes de subir al primer taxi miro al cielo –vapor ti hermano.

–¿A dónde jefe? –A donde quiera, esta noche soy un gato.

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Las arenas del tiempoperdido

José Antonio Flores YepesSeleccionado

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Eloisa había muerto, era el día de su entierro y pensaba que no lo sopor-taría. Pero no fue así. Aunque la pérdida de un ser querido siempre es difícil desuperar, para mí fue como si no hubiese muerto. La sensación más extraña quenunca había sentido y que a partir de ese día me acompañaría para siempre.

Yo sólo tenía tres años cuando mi padre enviudó, así que me había criadoella. Tristemente, en aquel día ya sólo quedaba la disputa por repartir la heren-cia entre sus hijos. Mis dos tíos, o más bien sus respectivas, le recalcaban a mipadre que si quería la casa tendría que pagarles la parte correspondiente. Sentírabia e indignación y me preguntaba por qué en los dos últimos años abatidapor el alzheimer no le habían hecho una sola visita. No podía entender tantairreverencia. Eloisa, aunque inerte, todavía estaba presente.

Cuando el asunto de la casa, así como de las cuentas bancarias, quedósolucionado se habló de la “habitación”.

Eloisa había mantenido siempre una habitación de la casa cerrada conllave. Nadie, exceptuándola a ella, sabía lo que ocultaban sus paredes. Aquellamanía había provocado el desconcierto de todos, y el interés por lo prohibido.

Como no sabían donde estaba la llave, mi tío Enrique, el mayor, decidióque no esperaría al cerrajero y dio un fuerte empujón que terminó rompiendoel pasador de acero.

Una polvareda inundó el pasillo y rápidamente, antes de que se disipase,los cuatro invadieron la habitación. Mientras, mi padre y yo, les observábamossin traspasar la puerta.

Pronto comprendieron que allí no parecía haber nada de valor, sólo recuer-dos de una época pasada. Mis tíos se marcharon blasfemando por los inútilesaños de incertidumbre, no sin antes recordarle a mi padre la cantidad que debíapagarles si se quedaba con la casa.

–Hijo, no hagas caso a tus tíos, no son mala gente –me había dicho conrostro triste.

La habitación, tal y como ella quería, seguiría cerrada.

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Pasó el tiempo. Fue cuando cumplí diecisiete, cinco años después. Un díaque estaba solo en la casa, cogí la llave del candado que mi padre guardaba ensu mesilla. No sé por qué lo hice: por aburrimiento, por falta de respeto, por undeseo de éste que me parecía ridículo, no sé.

El caso es que allí estaba; en la habitación. No podía entender por qué mipadre no mostraba el más mínimo interés por visitarla. Recuerdo lo que dijo eldía que puso el candado: Ella siempre nos prohibió entrar. Nos lo hizo jurar.

Resulté ser más desobediente que mi padre y pronto me encontré revol-viendo en el polvo, buscando, curioseando. Un armario con ropa que debió serde mi abuelo, una cama, una mesilla con una lámpara de pantalla, una viejaradio de válvulas con las partes metálicas oxidadas, cajas llenas de ropa y pape-les. Definitivamente allí solo había recuerdos.

Me iba cuando se me ocurrió mirar bajo la cama. Más cajas. Todas parecí-an iguales. Las arrastré comprobando que en una de ellas había fotos de misabuelos en blanco y negro. Incluso había varias con mi padre y sus hermanos.Cierta nostalgia me inundó interiormente, mi padre debería ver aquellas fotos.

Allí, sentado en el suelo, comprendí que llevaba polvo hasta en el pelo,¿qué hacía? La puerta del armario estaba abierta, aunque yo creía haberlacerrado. Una de las cajas de zapatos, justo la situada en la esquina inferiorizquierda, estaba precintada, aunque el polvo y el tiempo habían borrado elcolor disimulando y haciendo uniforme la textura del conjunto; La saque delarmario y después de soplar sobre ella, el precinto de tela se deshizo en milesde finas fibras. Entonces la abrí.

Dentro de la caja de zapatos había otra caja, ésta de madera con numero-sos adornos labrados en la superficie. La miré detenidamente buscando laforma de abrirla, pero no había cerradura, tan solo unas hendiduras longitudi-nales en uno de los laterales. Recordé la mesilla en la habitación de mi padre,había un anillo de cobre con seis patas. Me había llamado la atención por esolo recordaba ahora, me había parecido, por darle utilidad, una especie de ras-cador de cabello. Después de buscar el anillo, pasándome por alto su intimidad,allí estaba de nuevo frente a la caja.

Con cierta animación, me lo puse haciendo coincidir las hendiduras delpeine con las de la caja. Entonces ésta se abrió. Miré con cierta excitación elinterior, había una carta que cubría un antiguo reloj de arena. Tanto la cajacomo el reloj llamaban la atención, quizás el tono azulado de la madera, o lasmarcas doradas, o tal vez el celo de mi abuela por guardarlo.

La carta estaba escrita en un papel que me parecía normal, aunque espe-raba algo más extravagante, quizás un pergamino envejecido. La letra, perfec-tamente manuscrita no era de mi abuela, ¿quizás de mi abuelo?:

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El tiempo se esconde entre las nubes del gran espíritu, burlándose de los quemiran. Fue entonces cuando los doce sacerdotes cambiaron su alma por guardar elpreciado secreto, buscaron cada grano de arena en una parte del mundo.

Entonces, cuando se completó el círculo, la oscuridad se tornó a la luz y eltiempo indicó el sendero para que no volviese a utilizarse.

La puerta no debe abrirse, no debe desvelarse el camino, se debe man-tener el secreto.

La bestia será contenida en la oscuridad, si no, las almas sufrirán eternamente.El reloj nunca debe dar la hora, no debe iniciar el tiempo.

La carta era una pasada mística. Mis abuelos no la habían escrito, seguro.Una historia para vender relojes de arena, seguro que se lo endosó algúnmagrebí en el viaje de novios.

Saqué el reloj de arena de la caja de madera y después de observarlo dete-nidamente lo coloqué sobre la mesilla desoyendo advertencias versadas.

Justo al dejarlo, justo cuando comenzaron a caer los granos de fina arena,algo sucedió. La luz de la habitación cambió del color rojizo de la incandescen-cia de las bombillas a uno más azulado.

En la habitación ya no había polvo, todo parecía limpio, impoluto. Al vol-verme, vi a alguien en la puerta de la habitación, ¿mi padre? No, no era mípadre. No se por qué pero no sentí temor. Pensé que era mi abuela. Etérea, páli-da, se marchó por el pasillo después de mantener la mirada unos segundos.

Salí de la habitación siguiendo la estela que dejaba tras de sí. Bajaba las escale-ras hacia la calle. Podía verla claramente y no estaba soñando, lo sé por el golpe queme di con el extremo de la baranda mientras veía como atravesaba la puerta cerrada.

En la calle comprendí que algo pasaba, algo había cambiado al poneraquel reloj sobre la mesilla, la realidad se había transformado cuando comenzóa caer la arena. Ahora sí había llegado el momento de acojonarse. Respiré com-pulsivamente hasta que comprendí que debía tranquilizarme, Eloisa estaba con-migo, seguro. ¿Verdad abuela?

No había movimiento, no había coches circulando por la calzada, ni gente. En elcielo no se observaba ningún pájaro y el silencio absoluto ponía los pelos de punta,pero las calles no estaban vacías, había otros ocupantes. Mi abuela no estaba sola,había muchos más espíritus luminosos que me miraban indiferentes al pasar a mi lado.

Distinguía ciertas facciones en los rostros pero no podía identificar a nadie.Comencé a andar por la calle, podía entrar en el supermercado y coger lo quequisiese, o incluso en el banco. Aquella situación me hacía mantener un estadode mezcla entre euforia y miedo.

Entré en el bar, se me había secado algo más que la boca. Era agradablecoger una cerveza fría y no tener que dar explicaciones por la edad.

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Salí de nuevo a la calle, sin darme cuenta me interpuse en el camino deun espíritu. Me atravesó haciéndome sentir un dulce calor…, después…, unasensación de frío.

Comprendí que algo extraño sucedía. Todos iban en una dirección, calleabajo. Al mirar justo al contrario vi algo que me erizó el vello. Una sombra negraaparecía al fondo, invadiéndolo todo. En la sombra se observaban formasmoviéndose, pero apenas podía apreciarlas, aun estaban lejos.

¿Qué había hecho?Justo en el centro de la calle veía como se acercaba la oscuridad. Las som-

bras atrapaban a las almas que quedaban rezagadas.Corrí, corrí hacia mi casa. Debía parar el maldito reloj.Al entrar en la habitación quedé paralizado. No había luz, la oscuridad lo

había invadido todo. La sombra me alcanzó atrapándome. Esta vez no habíacalor, no había luz.

No podía ver nada. No querían que viese nada, la oscuridad me había sor-prendido y las líneas que aparecían escritas en aquella carta que había ignora-do ya no me parecían tan insulsas.

Intenté respirar de nuevo para tranquilizarme pero el aire que entrabame helaba los pulmones y no lograba bajar las pulsaciones, cada vez meponía más nervioso.

Oí como la puerta se cerró con un golpe seco. La oscuridad se aferró comoun velo de pintura a paredes techo y suelo, tan solo podía ver de forma difusala colcha blanca que cubría la cama. El reloj estaba en la mesilla, justo al ladoderecho. Aunque no lo veía sabía que estaba allí, podía alcanzarlo y parar aque-llo que me sobrepasaba.

Comencé a andar hacia la mesilla, pero no llegaría tan lejos. Había alguienen la habitación.

Tenía forma humana, con rasgos definidos, no sólo el rostro, llevaba unafina túnica de color negro con reflejos que pasaban del negro al rojo intenso.La forma me miraba, podía ver sus amorfos ojos de color indefinido, pasabandel amarillo al negro y finalmente rojo para volver a cambiar.

–¿Quieres parar esto?La voz era grave y apenas inteligible. Yo sabía como parar aquello, estaba

convencido de que en el reloj estaba la clave.Avancé hacia la forma, el reloj estaba detrás. Si la atravesaba conseguiría

alcanzar mi objetivo, pero la forma comprendió lo que pretendía. Desplazó latúnica mostrando su mano derecha. Era una mano corpórea, distinta del restodel cuerpo. Al levantarla apuntándome sentí como me ahogaba, aumentaba lapresión dentro de mí, incluso me levantó del suelo unos centímetros.

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Haciendo un gran esfuerzo, y a pesar de que apretaba con fuerza los dien-tes, logré articular una frase con voz temblorosa.

–Por favor suéltame.La petición dio resultado y me liberó. Fue entonces cuando pude ver que

había más criaturas como la que me había sujetado, pero no podía saber cuan-tas, se disimulaban en un ir y venir de mezcla entre la oscuridad y las sombras.

Noté como mojaba mi pantalón. Las pocas fuerzas que me habían mante-nido íntegro se habían esfumado. Aquellas formas debían ser la avanzadilla quequería proteger el reloj de arena, no querían que interfiriese. Sin querer, pronun-cié en voz alta palabras de consuelo: por favor que alguien me ayude.

Un espíritu de luz blanca atravesó la habitación, ¿casualidad o respuesta a lasúplica? Por un instante recobré cierta fuerza, la luz, el calor me confortaban sacan-do algo del valor que se había esfumado. Pero aquel espíritu no llegó lejos, comodepredadores, tres figuras se lanzaron ávidas hacia la presa que fue desaparecien-do poco a poco junto con un grito apagado que se incrustó en mis sienes.

La criatura que me había sujetado miraba como sus hermanas devorabansu presa, incluso había hecho ademán de ir también. Aprovechando el descui-do pude llegar hasta la mesilla. Cogí el reloj. Lo había conseguido. La criaturame miró, sus ojos ya no eran ambarinos y cambiantes, sólo se veía un rojo san-gre con luz propia que desplazaba al negro. Rápidamente giré el reloj cientoochenta grados, ahora todo debía volver a la normalidad.

La risa ronca de la criatura me indicaba que no era como había pensado.La arena seguía cayendo, pero hacia arriba, no respetaba la ley de la gravedad,el tiempo seguía contando y la criatura se acercaba a mí. Creo que me oriné denuevo encima cuando la criatura me tocó con su mano, aunque la sensaciónfue fugaz, ya que justo cuando me tocó, todo se volvió negro. Perdí el conoci-miento aunque no sabría decir. Pensé que la criatura me había arrancado elalma, podía ver como volábamos atravesando paredes, árboles, incluso los vehí-culos que nos encontrábamos al paso. Finalmente todo se volvió confuso, nopodía ver nada, pero sentía cómo me abrasaba por fuera, un dolor intenso queme hacía pensar que estaba ardiendo.

Por fin el dolor desapareció. Estaba acostado sobre un suelo polvoriento.Al levantar la cabeza, podía verme en medio de una explanada de tierra roja.¿Dónde estaba?, no había criaturas, no había nada, la vista se perdía al mirar,sin horizonte, sin referencia alguna.

La tierra cedió bajo mis pies, caí en lo que me parecía una eternidad. Por finterminó la sensación de vértigo. Ahora me encontraba en otro lugar. Un círculode criaturas me rodeaba, ahora sí podía contar: doce, había doce. Pensé que yahabía perdido la vida, que estaba muerto. Sin duda poco podían arrebatarme ya.

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El círculo se rompió dejando ver otra forma. Al principio confusa, despuésse fue aclarando más, hasta que pude verla completamente. Llevaba el reloj dearena en la mano, podía verlo claramente, pero la arena había cambiado, sutextura apagada había cambiado a una brillante, con destellos como el diaman-te. ¿Qué era aquello?

Se acercó caminando, tenía pies y manos, incluso un rostro que por unos bre-ves instantes me pareció familiar. Llegó a mi altura, apenas metro y medio nosseparaba. El rostro contenía una masa interior que cambiaba continuamente deforma y relieve, aquello no me era conocido. No pensaba que pudiese hablar perolo hizo con voz gutural sin apenas pronunciación, pero suficiente para entenderle.

–Alguien esperado. Gracias, por traer a su dueño el reloj.–¿Me conoces?, ¿quién eres? –dije incrédulo a sus palabras.–Te conozco, he conocido a toda tu familia. Hace dos mil doscientos años

que uno de tus antepasados robó el reloj, pero hasta ahora nadie había sidotan… oportuno como para usarlo. Gracias de nuevo por liberarme. Ahora eltiempo se ha detenido y yo tengo la llave. Por fin mis criaturas se alimentaráncomo es debido. Pero no estoy siendo generoso, en cierto modo tengo unadeuda contigo. ¿Qué quieres?: poder…, riqueza…, quizás recrearte en la luju-ria…, o en la bebida…. Dime pues qué deseas.

Cada vez que pronunciaba una palabra, involuntariamente en mi mente serecreaban imágenes de cuanto podía conseguir hasta que recordé a mí abuelaEloisa. ¡Que había hecho!

–Deseo que todo esto termine. Yo no quiero nada, tan solo volver a mi casa.La risa inundó el lugar, pero después se clavó en mi mente torturándome.–Me temo que eso no va a poder ser.–Pues entonces ya no tenemos nada más que hablar. Lo que he visto no

me gusta, no quiero formar parte de esto.En un ataque de rabia avancé hacia aquel ser, quería quitarle el reloj, no

sabía muy bien qué podía conseguir pero tenía que intentarlo.Podía escuchar su risa. La jaula metálica me rodeaba y unas correas de piel se

ajustaban a mi cuerpo pegando los brazos al torso, entonces caí al suelo. Ya nohabía criaturas, no había nadie. La jaula comenzó a rodar hasta que el suelo termi-nó. Caía al vacío, parecía un barranco de paredes escarpadas. Al llegar al fondo, sedeshizo la jaula. Sentí un fuerte dolor en el costado, que me cortaba la respiración.Una nueva duda me rondo la mente, ¿cómo podía sentir dolor si estaba muerto?

Alguien salía de la oscuridad. Pensaba que llegado aquel punto nada podríasorprenderme. ¿Alejandro?, era él, no podía ser. Mi abuelo, tal y como yo lorecordaba, igual que en la foto de la mesilla, igual que en el cuadro del salón.

–Abuelo, te he fallado, lo siento.

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–No me has fallado, tu abuela era la guardiana, no yo. Te confieso que yotambién intenté hacer lo que tú has hecho. Ella me arrebató la vida antes dedejarme usar el reloj, ¿no lo sabías verdad? Yo siempre quise explotarlo, no teimaginas, no sabes cuánto poder encierra.

–He visto como nos invadía la oscuridad, el miedo. Aun recuerdo el gritodel espíritu que devoraron. Yo no veo poder en esto.

–Tienes dudas pero no es lo que piensas, lo que has visto no quiere decir nada.Sé que tienes novia, ¿la quieres ahora? Ella está aquí. ¿Cómo se llama, Laura?

Laura salió de la oscuridad. Como si estuviese esperando la llamada, ibacompletamente desnuda, sonriente. Me miraba complaciente, con dulzura. Llegóhasta mí, me rodeó con sus brazos dejando caer su cabeza sobre mi hombro.

–¿Qué queréis de mí?, si me ofrecéis todo esto es porque me necesitáis. –Eres listo, mejor así.–Creo que la respuesta es no, nunca accederé a esto.–Tu padre ha muerto, tú eres ahora el guardián del reloj. Tienes dos posi-

bilidades: o colaborar, en cuyo caso tendrás cuanto desees, todo cuanto imagi-nes será tuyo, o negarte, y en ese caso permanecerás en una jaula como la quehas visto toda una eternidad. Es una decisión fácil: o Laura o…

La carcajada sonora, retumbó en aquel espacio cerrado. Sin embargo yopensaba en mi padre, no podía ser verdad que hubiese muerto.

Aparté a aquella chica que pretendía ser Laura, ella nunca se comportaríacomo una drogata sumisa, ella no.

–Si accedo a colaborar como dices, ¿qué he de hacer realmente?–Una cosa insignificante, entregarme el reloj, nada más.Al mirar a la chica lo vi con claridad. Comprendí que el reloj estaba en mi

mano, siempre había estado allí, nunca lo había soltado, la chica se había dela-tado, no me miraba a mí, miraba mi brazo, mi mano. Aquel ser que me ense-ñaba el reloj había tratado de confundirme, era una ilusión para desorientarme.Ahora podía verlo. Lo lancé con fuerza al suelo, ya había probado a darle lavuelta y no funcionó, solo quedaba romperlo.

La habitación apareció borrando aquel paraje desolado y frío. El reloj habíaesparcido la arena por el suelo y las criaturas se consumían bajo mi mirada, laluz blanca las fragmentaba en miles de trozos. Podía ver como los ojos de la máscercana se desvanecían perdiendo poco a poco el color rojo.

Caí al suelo agotado, no entendía como me había aguantado el corazón, dehecho no sabía si lo que había visto era una pesadilla, era real o estaba muerto.

Miré el reloj, estaba destrozado en el suelo. Las arenas habían desapareci-do, y vi que el polvo de la habitación tampoco estaba. Me levanté del suelo,todo estaba limpio.

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La caja donde se guardaba el reloj estaba cerrada justo encima de la cama.Tan solo los fragmentos de cristal y madera esparcidos por el suelo.

Me acordé de mi padre, sería cierto lo que me había dicho la imagende mi abuelo.

Tuve un irrefrenable impulso de abrir la caja del reloj, no sabía muy bienpor qué, pero debía hacerlo. Al hacerlo comprendí por qué yo era el guardián,el reloj estaba dentro, nuevo, impecable. Los fragmentos seguían en el suelo,luego aquello no había sido un sueño, la llave de la puerta permanecía.

Cogí la caja y bajé a la calle. Nadie, todo aparecía desolado, como si unaepidemia hubiese barrido al barrio entero. Comprendí que no había visto losespíritus de muertos, eran los espíritus de los vivos los que huían, no había sidomi abuela la que aparecía en la puerta de la habitación, había sido mi padre.Ahora comprendí que había sido él quien me había salvado en aquel momentoen el que la criatura me tenía atrapado.

Volví a casa, no quería creer que fuese cierto el último pensamiento quehabía tenido. Seguro que todo era fruto de mi mente. Sin duda, quería quefuese así, tenía que ser así.

El espejo de la sala de estar me devolvió el rostro. No podía ser. Había enve-jecido, ese no era yo, ¿cuántos años tenía?

La imagen del espejo cambió. Apareció un lugar conocido que me eriza-ba el vello, allí donde había estado hablando con mi abuelo, donde Laura se meinsinuaba sumisa. Él de nuevo me hablaba.

–Sí, has envejecido diez años, pero eso no es lo peor, te culparás lo que teresta de vida por ser el causante de arrebatarles su existencia terrenal, sólo tendrásdesolación en el alma por lo que has hecho. Intenté avisarte, créeme no pretendíaque te sucediera esto a ti, pero aún estas a tiempo de cambiarlo, aún tienes el reloj.Piensa que aquí tienes tu hogar, tu chica, tu padre, tus amigos. Estoy yo.

Rompí el cristal del espejo de un puñetazo, sabía que eso no cambiaríanada, no significaba nada, pero fue lo primero que se me ocurrió para liberar larabia, el más básico y primitivo de los instintos.

Salí de la casa, no sabía dónde ir, no sabía qué hacer, pero no podía seguirallí, la huída era la opción más interesante para pensar en lo que había sucedi-do y no volverme loco. Las lágrimas brotaron. –Lo siento, perdonadme todos.

Escuché a alguien llorando. La niña de no más de cinco años salía de lacasa. La conocía, era la hija de mi vecina. No pude contener las lágrimas queme hacían sentir culpable por lo que había provocado.

Me acerque a la niña.–Ven, aquí ya no tenemos nada que hacer –le dije ofreciendo mi mano.–Tu padre me dio esto para ti.

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Era una nota. ¿Cómo pudo hacer eso mi padre?, ¿significaba que sabía loque iba a suceder?

Lo siento hijo, te he fallado, debí avisarte, debí contarte aquello que tuabuela me contó a mí en su momento. Quizás después de todo no creía quefuese verdad, pero ya es tarde.

Si llegas a leer esta carta, sabré que te he educado bien, habrás hecho locorrecto y con eso es suficiente.

No te sientas triste por las consecuencias. Ahora eres el dueño del reloj ytu hijo primogénito será el siguiente y así sucesivamente hasta que inevitable-mente vuelva a suceder.

Siempre estaré contigo.

Algo me tocó el pecho, sentí el calor y la posterior sensación de frío. Mipadre, me había dado la fuerza necesaria. Él no estaba con ellos.

–¿Cómo te llamas? –pregunté a la niña.–Elvira.–Como tu madre. Será mejor que nos marchemos de aquí. Conozco un

lugar en el que lo pasaremos bien, no te preocupes.–¿Estamos solos? –preguntó al tiempo que me daba la mano.–Estamos tú y yo, no estamos solos.

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El vagón de caballos

Jorge Gutiérrez GómezSeleccionado

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A MODO DE PRÓLOGO

Fernando Matallana y yo, somos viejos amigos. Hace quince días coincidi-mos en el Parador del Saler ; yo acompañado de mi familia, en un viaje a Levanteprometido más de dos años atrás, y él asistente a un Congreso de Neurología,como reconocido investigador que es en este campo, a cuya clausura gentilmen-te me invitó. Después de enterarme de algunos secretos del sistema nervioso,conocer la existencia del gen alfa-sinucleina y la actividad neurona! del cortexcerebral, la intervención del Dr. Matallana, lleno de autoridad en la materia, deri-vó en comentarios jocosos sobre una fotografía de su infancia publicada en laprensa nacional. Como desparpajo y donaire no le faltan, deleitó a la concurren-cia y a mí, melancólicamente, me trasladó a la tierra de mis antepasados.

Más tarde, en populosa y animada tertulia le brindé la tribuna de los cua-dernos culturales y científicos de mi periódico. Quería que escribiera un relatode lo dicho por él a lo largo de la noche. El ilustre médico consultó su agenda,y dijo sin ninguna vacilación “en quince días lo tienes”. No es necesario añadirque así ha sido. Esto es lo que ha escrito:

Sucedió en el 57: ingeniero de minas, mi padre había conseguido la jefatu-ra de la zona Oeste, abundante en yacimientos de uranio, la riqueza de la época,la fuente de !a energía atómica. Ilusionado por su nuevo puesto, arregló con cele-ridad los engorrosos asuntos del traslado, dijimos adiós a Madrid y nos instalamosen una ciudad extremeña, cercana a Portugal. Éramos cuatro: mi padre, Juan, mimadre, Clara, mi hermano Santiago de catorce años y yo dos años menor.

Ocurrió que aquella primavera se presentó calurosa y como mi madre sesofoca y pierde los pulsos con el bochorno, mi padre, que a todo encontrabasolución, para evitar males mayores, se hizo con un caserón de un ganaderoserradillano, alquilado por ochocientas pesetas para los meses de verano y unChevrolet de veinte años, grande y negro como un miura.

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El caserón estaba lejos de la ciudad y el viejo automóvil hecho una ruinapor dentro, así que mi padre pasó un mes entretenido en negocios y visitas atalleres de coches, almacenes de chatarra y tenduchos de quincallería.

Nos fuimos en junio al caserón. El Chevrolet presentaba un aspecto mag-nífico, limpio y brillante como un candelabro de plata. Dejamos la ciudad cru-zando arrabales de casitas blancas y lustrosas hasta que el coche enfiló lacarretera nacional. Un ejército de amapolas con su gallardo penacho rojo ori-llaba el camino que discurría por inmensos campos de trigo sazonado.Después de coronar una loma pronunciada, el coche abandonó las grandesllanadas, tomó un sendero polvoriento, llegó a un valle, cruzó un camino dehuertas, álamos rugosos, cañizos y bancales y se detuvo ante un viejo edificiode granito de dos plantas y enorme puerta de madera obscurecida con case-tones cuarteados, en la que una aldaba de bronce, sorprendentemente bella,indicaba pretéritos tiempos mejores.

Balbina, la guardesa, nos guió a las habitaciones; nos refrescamos y luegopedimos la comida.

Cuando estábamos comiendo unos gritos de “Dios mío”, ah! “Dios mío”alborotaron la estancia. Los gritos aumentaron de intensidad mezclándose conlloros y quejidos de una persona joven; como el griterío no cesaba, interrumpi-mos la comida y nos asomamos al zaguán. Allí estaban, Balbina, Juanita, quehabía servido la comida, y un muchacho de unos quince años, con la cara blan-ca como la cera, la pierna ensangrentada y el tajo más limpio que he visto enmi vida, como si fuese hecho por bisturí. Se había abierto el muslo derecho conun cepo de raposas. Mi madre se hizo cargo de la situación. Del botiquín quehabía traído extrajo tijeras, pinzas, agua oxigenada, polvos sulfamidas, gasas yvendas. Curó la herida y después ligó y enfajó el muslo. Yo le servía de ayudan-te. Mi madre dice que allí nació mi vocación.

Al día siguiente mi padre marchó muy temprano por unos derrumbamientosen la mina de Albalá; ya no volvería hasta el sábado por la tarde. Balbina no cesa-ba de manifestarle a mi madre su agradecimiento “Gracias señorita, que Dios selo pague Doña Clara” le decía cada vez que coincidían. Tenía sesenta años y eraviuda del mediero de la finca, Horacio, el muchacho lloroso era su único hijo.

A media mañana Santiago y yo fuimos a ver aquel mundo. Yo iba sobre unapequeña bicicleta de color rojo y él jugueteando con la carabina de perdigonesque había comprado mi padre una semana atrás. Estábamos en un pequeñovalle salpicado de caseríos, huertos y prados diminutos. Una vereda con tapialesy cercas de piedra a los lados nos conducía a un pequeño puente de cantería.Debajo de sus dos mínimos arcos estaba la explicación de aquel milagro: las lim-pias aguas de un arroyo bravío desparramaban la vida que nos envolvía. En el

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remanso de una poza sombreada de sauces y alisos pasamos dos horas bañán-donos. Un martín pescador, de alegre y brioso vuelo, nos acompañó.

Esa tarde volvimos con nuestra madre. Se bañó con nosotros. Luego toma-mos bocadillos y dulces preparados por Balbina. Al terminar cogió una novela,leyó siete u ocho páginas y cerró los ojos. Santiago había subido a un paredónde un molino de aceite abandonado que se encontraba aguas abajo, desde allíme gritó: ¡Tito ven!, sube aquí.

Tanto insistió que fui y escalé la pared. Había descubierto un paisaje nuevo:a quinientos metros, ya fuera de nuestro vergel, en terreno liano y estepario,quemado por e! sol, se alzaba una pequeña estación de tren, parecía una esta-ción del oeste americano.

La tarde del siguiente día fue muy calurosa. A las cuatro fui a la estación,el calor no me importaba. Un depósito de agua y un pequeño edificio de pare-des encaladas se perdían en la llanura. No había nadie. Me acerqué a un vagónde madera carcomida abandonado en vía muerta. Era el sitio perfecto paraconstruir una cabaña y jugar a cazador de las praderas. Dos días me llevó latarea: con una rama grande de higuera, algunas varas de olivo, ramilletes debrezo y escoba y un desvencijado portalón corralero levanté la empalizada.Santiago fue a verlo y comentó “aquí hace mucho calor”.

Llevábamos cinco días cuando Horacio vino con nosotros al río. Estabaansioso por ir. Se mostraba enfadado porque Juanita nos había llamado aSantiago y a mí a la cocina para darmos coquillos y buñuelos. Juanita era primade Horacio y poco se llevarían en años. La recogió Balbina cuando una vacaretinta se volvió loca por la mordedura de una víbora y estrelló a su padre con-tra la pared del establo.

En el río, un desafiante Horacio fue el campeón, cogió peces y culebras conlas manos, nadó de una a otra orilla sin respirar bajo el agua y buceó diez vecesseguidas hasta el fondo de las aguas con las manos cruzadas en la espalda. Yosolamente me atreví a manifestar mi alegría porque la herida de la pierna no sehabía abierto. La cura de mi madre había sido perfecta.

A la vuelta, Santiago comentó (imprudentemente) la historia del vagón.Horacio propuso ir hasta allí.

–A la una pasa un tren correo, dijo, y podemos tomar gaseosas, hay uncantinero a esa hora. Fuimos Horacio y yo. Santiago se excusó por el muchocalor que hacía. Cuando llegamos el tren ya estaba parado en la estacioncita.Se oían el silbo de la locomotora y pequeñas y sincopadas explosiones de vaporque expandían humo entre las ruedas. E! cantinero nos dio una botella de gase-osa y nos acomodamos bajo la visera de la estación. Allí estuvimos hasta que eltren se alejó. En el tiempo que duró la parada nadie subió ni bajó con celeridad,

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el jefe de la estación cerró la puerta con llave, nos dijo que nos marcháramos ymontó en el asiento trasero de la Ducati del cantinero. En dos minutos desapa-recieron. Yo me dirigí al vagón abandonado y subí a él. Horacio desde el sueloinspeccionó mi obra y encontrándola sin interés, decidió volver a la casa

–Dile a mi madre que iré enseguida –le grité desde la plataforma– pero nole digas donde estoy –añadí.

Sin perder tiempo, me dirigí al extremo del carromato, asfixiado de calor ycasi en la oscuridad. Me llevó tiempo encajar el portalón del gallinero en el restodel fortín. Tras esta tarea corrí y salté en todas direcciones. Cansado, me tumbéen el refugio y quedé adormecido. Me despertó un golpe seco que me estrellócontra los tablones; Intenté salir pero el portón no cedió lo que provocó que measustase como un cachorro lejos de su madre. Como las cosas cuando se tuer-cen suelen venir encadenadas, el vagón comenzó a moverse hasta que alcanzóuna velocidad considerable. Estaba enganchado a una ruidosa locomotora condos vagones más formando un minúsculo tren mercancía con destino descono-cido. El traqueteo terminó al amanecer. Por una rendija ví el cartel con el nom-bre de la ciudad donde había parado el convoy: Talavera de la Reina.

En pocos minutos oí golpes y exclamaciones abriéndose el portón violen-tamente. Con asombro contemplé a ocho descomunales caballos , resoplando,piafando y agitando las patas por todas partes .Dos hombres fornidos, que nodejaban de gritar, los introdujeron en el vagón, Me entró tal terror que de unsalto me escondí en la guarida. Los mozos no tardaron ni cinco minutos en colo-car los caballos, echar forraje por suelo y cerrar el portón. Con voz quebradapor el pánico pedí auxilio pero nadie me respondió. El convoy volvió a ponerseen marcha. Estaba en una cárcel ambulante viajando por España.

La reata de garañones pronto se acomodó a los vaivenes y desplazamien-tos del quejumbroso vehículo. Como los equinos siempre había gozado de misimpatía y admiración me atreví a pasar la mano por los ijares y brazuelos delcaballo más próximo que era blanco y ventrón.

Cuando el trenecito paró por fin, en la estación de Delicias de Madrid,estaba encaramado en su grupa, aferrado a la crin con una mano y con laotra palmeándole el cuello como había visto que hacían los jinetes en losconcursos hípicos.

Así me encontró un mozo con gorro cuartelero al abrirse de nuevo elportón, quien entre risas y exclamaciones, me llevó ante su jefe llamadoCascales contratista de caballos de picadores para las plazas de toros quiendecidió que fuera con ellos a Las Ventas y allí entregarme a la policía. Durantetres horas me esforcé en ser el mejor aprendiz de mozo de caballerías en elpatio de caballos de la plaza.

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A la hora de la corrida, a un fotógrafo de El Ruedo a quien le contaronmis desdichas, le hizo gracia el relato y decidió retratarme. La fotografía lahizo estando yo montado en el caballo blanco, a mi lado los picadores deAntonio Bienvenida, Rufete un bravo banderillero valenciano Benito Cáscales.Al día siguiente se publicó.

Esta es la verdadera historia, ni mi padre era picador (y si así fuere, honra-do estaría) como dice el Dr. Henarejos (pienso que maliciosamente) ni me esca-pé de casa en busca de fortuna como he leído estos días en el periódico ElMirador de Las Cibeles.

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Printemps

Jesús Gutiérrez LucasSeleccionado

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Soñaba la primavera con el reverdecer de su floresta. Ansiaba su tupidomantón de Manila para lucir ante las coquetonas y envidiosas mariposas. Perosu suspiro era lánguido, pues el sol no se ponía de acuerdo en su corazón.Ahora llovía, ahora nevada, ahora el frío, ahora la calma.

Posaba sus dedos en la lira, y las notas sonaban destempladas. Vivaldi deja-ba de tener sentido, la floresta se pudría, ante el ataque indolente que tanesquivamente le propinaba su amado.

Corazón de nata tenía Perséfone sobre su tocado, tan linda y esbelta, quea todos los seres les ofrecía el fruto de su belleza. Beldad inocente que en lamadurez sería fruta clara, sana y pura para el reposo humano. El abrazo trému-lo del amante desolado.

La caricia clara, de la ilusión y de la esperanza. Febo Apolo con su carroalado sobrevolando en su alma. Tibia luz que emana, pero que le da aliento asu sentimiento herido.

–Démeter, madre, ayúdame te suplico, no permitas que Hades me tengaen cautiverio constante. Lloro y te imploro te apiades de mi sino, ¡qué será demí, desdichada y atrapada en tal horrendo suplicio! ¿Qué fue madre, quépasó con la promesa de Zeus tonante? ¿Ya tus lágrimas sólo fueron reflejosde la Estingia? ¿Es justo ser esclava del indolente? ¿Por qué la fuerza, derrum-ba lo que no entiende, y apresa sin tacto aquello a lo cual dice más quiere?Mis pétalos, madre, mis mejillas sonrosadas, ya son lívidas más que la de lasparcas; mis brazos y mis manos, yacen ocultas, marchitas y endurecidas deldaño, que en este mundo padezco; ¡y mi mirada!¡Oh madre, mi mirada! Yano tiene luz, ni ve claro por donde pasa, muero en tristeza. Si de mi pechohubiera de referirte más cruda verdad, no hallaría más expresión que el ácidoque en ella habita. Ya no sé, no soy dulce como era, ni en la pulpa mis cari-cias dejan exultante sustancia.

Démeter absorta en las palabras de su afligida criatura, miraba al cielo y entriste llanto conmovido, así a su hermano de su hija la suplica elevaba. Como

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ondas de sublime vibración tanta fuerza se clavó en el pecho del tonante, quelloró compungido como no lo hubiera hecho nunca antes.

–Pobre Perséfone, no cayeron en el olvido las súplicas que tiempo atrás merealizara tu madre. Pero no está en mí someter al Destino, pues no es tanto mipoder, ni mi razonamiento llega a tan alto grado. Ve la tierra, no somos los dio-ses los que estamos dirigiendo el cambio, sino el Hombre, que loco y descon-trolado ha aplicado sus artes en despreciar la mano de Physis. Presuntuoso ser,niño y esclavo de sus actos, cuántas lágrimas no derramaría yo si no fuera porlo impuro de mi estado.

¡Escuchad, oh vosotras que hacía mí dirigís tan amargo llanto! ¡No olvidéisque Némesis vigila a dioses y humanos! Y en su justicia residen las leyes delCosmos. Si hoy, ingratos, con Hades creen tener el pacto sellado, creed que mihermano no tiene más poder que el que a un dios le es dado. ¡Enjugad ya vues-tras penas y no dudéis de lo que os hablo! No está en mis manos desbaratar losdesignios a los cuales yo también me hallo ceñido, pero sí entrever lo que suce-de y cuales son los desastres que se avecinan para los mortales, por tal afrentaa la Madre Naturaleza.

Quedáronse, madre e hija, sorprendidas ante tan profundas razones.Nunca antes habían visto al padre de los dioses, tan humilde e impotente. Algohabía sublime en lo que había referido, que ellas como mentoras del cuidadode los campos, les hacía restañar en su interior una vaga esperanza de remedio.

***

El talle de la anémona se retorcía, se alzaba y volvía sobre el movimientoindicado, en la recolección de la vid que en su campo había. Ojos cándidostenía, luz clara de amanecer, había en su sonrisa el juego coqueto del alma quesueña con querer. Su padre unos pasos atrás le instaba a no entretenerse quefaltaba mucho por racimar y la noche pronto vendría a finalizar la jornada.

Surcaban por la mente de la niña, pintorescos pensamientos, los cuales laentretenían mientras inquieta aguardaba que llegara la hora final del día, paravolverse a encontrar con Antonio, su novio. Su pecho latía impaciente cada vezque en él pensaba .

–“... no te llames Francisco, llámate Antonio. Que Antonio se llamaâabami primer nooovio, mi primer noovio...” –canturreaba feliz y dicharachera.

Para ella, su Antonio, era guapo, alto, bien plantado y decidido.Trabajaba en un taller mecánico reparando motos, bicis y maquinaria agraria.A ella le resultaba muy gracioso verlo con su mono azul repleto de grasa, puesle daba un toque de hombría, que le hacía estar muy sexy. “Este es mi hom-

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bretón” decía. Y a continuación se apoderaba de su cara, con un pícaro y tier-no beso en la boca.

El jefe de Antonio se llamaba Luis, un hombre forjado por la edad, de com-plexión robusta y mediana estatura, cabellos nevados y cortos, con mirada sim-pática y rictus irónico en los labios. Era de esas personas que inspiran respeto yconfianza al hablar.

–Antonio, muchacho, ¿ese motocultor cómo lleva las tripas? –Justo me queda volverle a poner la cubierta, no era nada grave, perdía

líquido por un manguito que estaba mal prensado. Le he puesto uno nuevo, yparece no dar ya problemas.

–Pues nada Antonio, date prisa en terminar que creo que una linda mucha-cha te está esperando en la puerta, y no está bien hacerse de rogar –le dijo gui-ñando un ojo.

–¡Luisa!¡Enseguida termino! –dijo para sí exaltado– Muchas gracias don Luis.En el taller trabajaban don Luis y tres operarios: Manuel, Pedro y Antonio.

Era un humilde local, pero lo suficiente grande para atender a las necesidadesde un pueblo básicamente agrícola, en el que todos sus vecinos se conocíanbastante bien; tanto para lo bueno, como para lo malo.

Antonio, el tonico, conocido así por mote paterno. Hijo de Juan eltono, el cual hacía años que no podía trabajar debido a una lesión lumbarque lo retenía en casa, pese a sus ansias por el trabajo. Siempre le gustó elcampo, adoraba el viñedo, y veía como poesía épica el padecimiento delfrío matutino y del calor del mediodía. Era la lucha del Humano contra loselementos, en su afán de domeñar y amoldar a la salvaje e indómita natu-raleza. Abrir la tierra con los surcos del esfuerzo, sembrar la semilla, vidaque debe morir para renacer y recontinuar el ciclo de acto y potencia. Juansiempre pensó que los seres humanos estaban faltos de escuchar la vozíntima de las cosas.

–Hijo, el campo nos habla. Y mi espíritu sufre por no poder hacer nada porél. Por las noches le oigo llorar, palidece, y eso enturbia mi calma. Algo le pasaal tiempo, están las cosas muy revueltas. Las flores no nacen lozanas, ni losmimbres despiertan tanta delicadeza. La uva ya no es tan dulzona y la verdurano sabe a nada. Por las noches tengo pesadillas, la escucho hijo, la oigo llorar,es una mujer joven, de piel muy blanca y cabellos color de trigo. De repente seda cuenta de mi presencia, y me mira con un dolor que me atraviesa, entoncesme levanto sobresaltado, y con esfuerzo consigo arrimarme a la silla y trasladar-me hacia el balcón. En donde consigo tranquilizarme un poco, al respirar el airefrío de la noche mientras miro los viñedos.

–Padre, no diga tonterías. Ha pasado una mala noche, eso es todo.

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–Tú piensas que tu padre chochea, tú y tu hermana. No comprendéis mispalabras, pensáis que sueño despierto, que así evito darme cuenta de mi esta-do, y que me dejáis decir porque teméis contradecirme. Pero el campo está raro,está sediento y necesitado. Antonio, a ti nunca te ha interesado la tierra, siem-pre has estado más pendiente de los motores, y si es tu hermana, mejor nihablar. Pero no me importa, porque mi afán y el de tu madre, que Dios la tengaen la Gloria, era ante todo que fuerais personas de bien. Y me siento orgullosoporque habéis crecido sin torceros. Tú decidiste quedarte conmigo, y Ana viviren la ciudad –hizo leve pausa mientras se humedecía los labios, y dijo senten-cioso– Sabes que las cosas tienen su razón de ser, y que cuando algo no funcio-na, se remueven los cimientos y el edificio se cae.

Antonio se quedaba hondamente meditativo ante las palabras de su padre,sentía que algo profundo quería decirle, pero él era incapaz de comprenderle.Sabía que sufría, que en su interior padecía de profunda congoja, pero no sabíasi se debía a su impotencia para poder hacer lo que tanto le gustaba: trabajaren el campo; o era fruto de estar tanto tiempo sólo sin la compañía de madre,a la que tanto amó y amaba. Pues él sabía que su padre tenía una rara agude-za para captar los sentimientos, poco propia de una persona de educación ruday que había dedicado prácticamente toda su vida a la labranza.

En cambio Luisa, empatizaba a la perfección con su futuro suegro. Ellaintuía también la amarga verdad. El tiempo estaba cambiando, y los ciclos de lafruta confundiéndose entre sí. “¿Tendrían que cultivarlo todo en invernade-ros?” El panorama era bastante desalentador.

***

–Buenas noches señor Juan, ¿cómo se encuentra usted?–Muy bien hija, ¡qué alegría el verte aquí!, siempre le digo a mi hijo que

te traiga más veces a cenar. Y él ni caso. Ella sonrió y le dio un abrazo afectuoso, porque cuando dos almas son sim-

páticas necesitan para estar felices bien poco. Antonio estaba trajinando en lacocina, mientras, Luisa hablaba con su padre.

–Dígame señor Juan, me ha dicho Antonio que últimamente tiene pesadi-llas. ¿Qué no se encuentra bien?

–¡Ay, Luisa! –dando un suspiro– Soy ya viejo y poco tiempo me queda deestar entre vosotros –le pone un dedo en la boca ante el eminente gesto dequerer contrariar su afirmación, a la par que esboza una melancólica sonrisa.–No te esfuerces chiquilla, y déjame terminar lo que quiero decirte.

–Bien, escucho.

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–Tú como yo, eres labriega y por eso me siento contento, pues contigopuedo hablar. Porque tú me comprendes y sabes lo que me digo.

–Sí, señor Juan. Eso es cierto entre las personas de un mismo oficio siem-pre nos entendemos mejor.

–Exacto –dice mientras posa los ojos pensativo a través de la ventana– Miraesos árboles, ¿a qué son preciosos?

–Sí, me encanta verlos así, todo lleno de flores, parece que vayan vestidosde boda –dice risueña.

–Pues bien, ¿a qué fecha estamos?–A 20 de enero –en tono pensativo.–¿Y cuánto falta para la primavera?–Ya sé por donde quiere ir señor Juan. El tiempo está loco, y lo mismo den-

tro de dos semanas vuelve el frío y la flor se pudre y nos quedamos sin cerezas.–Y ¿es esto normal? –clavando la mirada en Luisa.–Pues no –mientras pierde la sonrisa– Dicen los entendidos que se trata del

“efecto invernadero”. No tengo muy claro de que se trata, pero se ve que esta-mos contaminando mucho y eso afecta a la atmósfera.

–Luisa. Sea lo que sea. Creo que hay personas que están jugando a ser dio-ses. En mis pesadillas, como tú las dices, lo que veo es una mujer llorar. No séque diantre puede significar eso, pero me trasmite una pena inmensa. Y a sualrededor veo que todas las flores y plantas están marchitas, grises. De prontola mujer me mira, y siento tanto miedo que me despierto en seguida.

Nada bueno Luisa, nada bueno.

***

Orfeo ya no tañe su lira al son del vergel, para su sorpresa se alzan urba-nizaciones como cíclopes. Devastando todo a su alrededor. Ya no hay náyades,ni nereidas a las que cantar sobre aguas cristalinas, más bien todo es Leteo haciala laguna Estingia.

–¡Oh vosotros, seres ciegos e inconsecuentes! Trato de comunicarme de lasmaneras más insospechadas, pero volvéis la cabeza de lado, sin prestar la aten-ción que requieren mis ruegos. ¿A qué estáis esperando? ¿Cuál juego macabroes éste que os entretiene impávidos? ¿Preferís que Némesis juzgue vuestros des-manes? ¿Tan locos e insensatos sois? ¿O acaso es tanto el orgullo que os poseeque no creéis aun ni en las más duras verdades?

–No malgaste fuerzas madre; sus ojos no ven, sus almas no sienten. Sóloconfiemos que al decidirse no sea demasiado tarde.

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Historia de unas manos

José Navarro PedreñoSeleccionado

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Cierro el libro. Con ese dolor agudo, irritante, miro las yemas de mis dedos.Aparece un tenue hilo de cálida sangre. Acabo de cortarme otra vez con esamaldita hoja de papel ¡Malditas manos, como duele! Trato de relajarme al tiem-po que chupo el corte producido y lamo mis heridas.

***

Eran tiempos en los que no había tiempo. Probablemente no había nadani nadie que midiera el paso del tiempo. En la nada estaba el todo. En el todoestaba la nada. Entonces, comenzó el tiempo a transcurrir sin medida, surgie-ron las formas, los colores y la vida…

***

Y dijo Dios:–He dado al hombre unas piernas para que esté erguido. Lo he levan-

tado por encima de todas las cosas, para que pueda ir a donde le plazcay pasear por el mundo que le he dado. Le he puesto un corazón protegi-do por un armazón de huesos fuertes, que le sirva para amar y para sen-tir que es amado, para que fluya la vida y la sangre corra por sus venas.Le he dado inteligencia y la he situado en su lugar correspondiente, en lomás alto, para que use el entendimiento y la razón, que ambos guíentodos sus actos.

***

Otra vez vuelvo a abrir el libro con desgana. Este tema no me entra. Noentiendo porque existen las bibliotecas. Basta con que nos pongan un “ordena-ta” a cada uno y a correr. Seguro que antes lo pasaban mejor sin tanto que

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estudiar. Todo el día por ahí, buscándose la vida y usando estas manos. Aun meescuece el corte ¡Coño!

***

Sentía Dios que faltaba algo en el hombre. Mucho tiempo había consumi-do en su desarrollo y, sin embargo, seguía faltando algo con lo que pudieraestar por encima de todas las cosas. Faltaba con qué dominar a los otros seres,amar, sentir, y hacer realidad su entendimiento, razón y saber.

Así, Dios decidió hacer los brazos, imaginando unas piernas situadas entresu corazón y su mente pero con nuevas habilidades. Ya que podía andar ergui-do, estas extremidades se verían libres del peso del cuerpo.

Como sucedió con las partes anteriores, tomó arcilla y la modeló. Pero lle-gando al final de la extremidad que estaba amasando, no supo bien como ter-minar. No podía ser como los pies, hechos para aguantar una presión indesea-ble, aunque… Decidió pensar qué hacer. Miró a los animales que ya había cre-ado y, fijándose en algunos de ellos, dijo:

–Poderosa zarpa tiene el león. Fuerte es y, cuando saca sus uñas, nadiepuede escapar de ellas. Capaz es de derribar una cebra de un fuerte golpe,pero… no. Creo que no es eso lo que quiero para el hombre.

Mirando al cielo vio volar majestuosamente un águila, cuya silueta cortabael azul inmenso de ese sexto día. Entonces reflexionó:

–¡Qué maravillosas garras le he dado! ¡Qué alas y vuelo majestuoso! Talvez podría yo al hombre poner esas garras para que cogiera y no soltara aque-llo que quisiera. Tal vez, alas para remontar bien alto. Pero en verdad, no se siquiero para el hombre que mantenga firmemente apretado todo y sea incapazde soltarlo, o que levante las piernas de la tierra, que es su madre amada y dela que surge y a la que vuelve.

Insatisfecho con la garra, volvió Dios la cabeza al suelo y vio al elefante.Este, avanzaba con paso firme y fuerte, y nada se interponía en su avance.

–Esas patas son realmente un alarde de magnificencia y muestra de granpoder, nada detiene su paso, y lo que se interpone es aplastado sin miramien-tos. Abre caminos que otros después usan. Pero…, no se, quizás tampoco quie-ro eso para el hombre.

Pasó casi todo el sexto día pensando qué hacer y qué era aquello que bus-caba del hombre. Mirándose a sí mismo, como quien mira un modelo del quesaca una copia, decidió lo que quería para el hombre. Miró a sus propias manos.

***

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Por fin he podido terminar de leer el tema. Ahora tengo que preparar unesquema y un resumen. Esta vez no fallaré, del cinco para arriba, seguro. Entresus dedos aferraba con fuerza el “boli” y trazaba con cierto nerviosismo sobreel papel reciclado, con ese sonido que rasga y termina convirtiéndose en unamonótona sintonía de fondo, que aturde, que cansa…

***

En la mano, expresaría todo lo que necesitaba el hombre para ser feliz y loque le pedía para que cuidara de la creación. Empezó a modelar:

–El hombre debe ser fuerte y poder agarrar las herramientas que utilice.Pues fuerte será su primer dedo, el pulgar. Servirá para enfrentarse a los otrosdedos y mantener con firmeza lo que desee en sus manos.

Siguió amasando barro, y:–Aquel que domine todas las criaturas debe ser justo. Hagamos otro nuevo

dedo que le recuerde la justicia, la rectitud, y muestre el camino a seguir. Así,Dios creó el índice.

Pero pensó Dios que no hay justicia sin amor, así que en el centro de lamano situó con barro el siguiente dedo:

–El centro del hombre lo debe ocupar el amor. Debe ser el más grande. Asíse manifestó y, con un poco de barro, hizo el dedo más largo en el centro detodos, el dedo corazón.

Pero Dios quería algo más del hombre.–Si el hombre es firme, justo y actúa a la luz del amor, debe ser un hom-

bre comprometido. Hagamos que el compromiso se plasme en su mano. Así, eldedo anular surgió junto al corazón, para que sirviera de vínculo y relación entreel hombre y los principios.

No queriendo que el hombre fuera un ser soberbio, y que siempre recor-dara que, al fin y al cabo, su paso por la tierra era corto y tenía que dar frutos,dando paso a otros nuevos hombres, creó por fin el último dedo.

–Quiero que recuerde que es un ser débil a pesar de todo lo que le hedado. Que en su debilidad está su fuerza, que la justicia es la protección de losdébiles, que el amor es el vehículo y el compromiso de la protección.

Así, surgió el meñique. Dedo que aún no sabemos bien qué utilidad tiene,pero que está ahí, recordando nuestra ternura.

Acabó al hombre y quedó satisfecho.

***

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Pasó el tiempo y, con él, el hombre decidió usar la mano como le vinieraen gana, sin recordar para qué la tenía en aquellos brazos que, junto a su cora-zón y cabeza debían regir y ejecutar sus actos.

Así usó la fuerza, no para dominar a las bestias sino para atacar al hom-bre. Y con la fuerza destrozaba a los de su propia especie. Incluso, llegó a utili-zar el pulgar para señalar la muerte de sus semejantes.

Con el índice marcó y humillo a los demás. No servía para indicar el mejorcamino a seguir. De repente se convirtió en el dedo acusador, con el que creardiferencias entre las personas. De ese modo, de las tribus pasó a los clanes, alas familias,…, a los grupos exclusivos, para volver a las tribus y así entrar en unacontinua vorágine de barreras, diferencias y fronteras, separar a los hombrescomo quien separa el ganado.

El corazón, aquel dedo del centro de todo, se perdió en la oscuridad de lasdisputas y las guerras. Pronto el hombre descubrió lo bien qué se asían las armascon ese dedo tan largo, hasta llegar a convertirse en el símbolo de desprecio,mandando a tomar por culo, solamente con levantarlo hacia arriba con el restode dedos cerrados… Y se olvidó del amor.

El anular comenzó a resultar vergonzoso. Ese dedo en el que debía llevar el ani-llo de su compromiso. Comenzó por taparlo, ocultarlo, y pronto llegó a quitárselocon cualquier excusa. Resultaba muy duro mantener un principio, o tal vez dos.

El meñique lo quebró. Ese maldito dedo que recibía golpes, que se engan-chaba con las manecillas de las puertas y que a la hora de escribir, hasta resul-taba molesto. Claro, que aquellos que lo levantaban con cierta gracia eran dela otra acera ¡Cómo poder distinguirlos! Como si la calle no se pudiera cruzarde vez en cuando o para siempre.

***

Me duele la palma y el antebrazo. He escrito todo lo que sabía en estepapel blanco. No se si será suficiente. Siempre salgo del examen con euforia.Tengo que haberlo aprobado ¡seguro! Cuando veo las notas en el tablón mederrumbo. Me apoyo en la pared con mis manos.

***

Así, la mano, que era una buena idea como tantas otras, con el paso deltiempo y el mal uso, acabó convertida en lo que no era.

Ya no servía para apretar la mano del otro, para abrazar y acariciar, para cui-dar al niño, para sembrar la semilla o para dar alimento, para el saludo, para

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mostrar las manos blancas de la paz, para ofrecer, para abrir la puerta al que meacompaña, para ceder el paso, para dar una palmadita en la espalda y muchoánimo, para apoyar la cabeza sobre ellas y soñar, para levantar al débil o al queha tropezado, como guía y apoyo, para juntarla con la boca y llamar al que estálejos o mandarle un beso, para recibir y dar, para aplaudir lo bien hecho, parasentir el barro, la piedra, la madera y crear, para limpiar el asiento del anciano,para pintar el cielo, para rozar el cabello y hacer caracolillos al tiempo que seesboza una sonrisa, para dejar un hueco al amigo, para acompañar en la fiestay bailar, para descansar el maltrecho cuerpo y rozar el suelo al agacharnos, paradar calor y amor, para construir un techo y acariciar al perro, … para tanto.

***

Llego al tablón titubeando. Dirijo mi mirada buscando mi número de DNI.Sigo con el índice la línea trazada y… he aprobado. Por fin. Mis manos suben alcielo y casi lo puedo tocar. Suelto un pequeño grito, enseguida ahogado. Aplaudo,abrazo, chocan las palmas, hago viento con más manos… Tomo esa cerveza y lallevo a mi boca. Saludo a un amigo. Lanzo un beso y un guiño al aire. Llamo a miamiga. Nos tumbamos en la hierba y la acaricio. Acaricio la hierba… y sus manos.Hago surcos en la arena, trazo garabatos. Me apoyo y nos levantamos…

***

La vida acaba haciendo surcos, durezas, asperezas, heridas y cicatrices en lasmanos. En las que han vivido y en las que han amado, en las que se han dado.

***

Otra vez, vuelvo a la misma biblioteca. Me acerco al estante, cojo el libro ylo abro. Aparece un nuevo tema y sin querer me miro las manos. Aun tengo unpequeño trozo de hierba incrustado en mis uñas. Lo arranco… pero no. Piensoen lo que hacen mis manos…

***

¿A qué espero para poder volver a rozar la hierba y a la persona a quien amo?

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Ríos de luz

José Luis NeiraSeleccionado

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Recordamos lo que nunca sucedióC. Ruiz-Zafón

Brillaban en la noche como ópalos, y las luces de la bóveda, que formabanun arco sobre nuestras cabezas, se reflejaban en ellos formando una pequeñahilera de puntos que se agrupaban en su iris. Era imposible dejar de mirar aque-llos ojos. De hecho, es imposible dejar de mirar los ojos de una persona que seestá muriendo. En ellos se agolpan en tropel secretos inconfensables, susurrosnunca pronunciados, pasiones oscuras, deseos insatisfechos, placeres logrados,besos nunca dados, actos nunca realizados y misterios póstumos. Allí estabaaquella mujer a mi lado, tumbada, desangrándose a través de aquel enormehueco en su pecho, que rompía la simetría de su bello cuerpo. El arma que habíaabierto aquel orificio estaba entre sus piernas, ensangrentada y desafiante, bri-llando con las luces de la bóveda, y empapándose con la lluvia que estaba cayen-do. Había cogido su mano, acariciándola, mientras con la otra intentaba taparaquel jirón de carne húmeda y caliente, por el que la vida se le escapaba entreestertores. Su cuerpo se estremecía a cada instante; su boca se entreabría inten-tando apresar todo el aire que había alrededor, como si en ello empleara sus últi-mas fuerzas; y los orificios de su nariz dilatados, aleteaban incesantemente. Susojos eran verdes, y se movían incansables, pero lentamente, de un lado a otro.Su cara ovalada y sus facciones, con dos hoyuelos en cada mejilla, eran suaves ydelicadas. Estaban frías al contrario que su frente, que ardía bajo el pañuelohúmedo que puse sobre ella. Su pelo rubio y rizado, se extendía sobre el suelomojado, formando una suave alfombra alrededor de su cabeza. Intenté calmar-la, mientras apretaba con más fuerza el vacío que se abría en su cuerpo.

–He llamado a los servicios de urgencia, vendrán enseguida. No te preocupes.No es nada, la herida curará; no parece haber afectado ningún órgano importante.

Su mano apretó con más intensidad la mía, mientras sus ojos verdes, queseguían reflejando incansables aquellos ríos de luz, anhelaban poder asirse con

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mayor fuerza que lo hacía su mano, a la vida que se le escapaba a borbotones. Suexpresión cambió de repente, sus ojos parecieron pararse aún más, se quedaronfijos mirándome; ahora ya no había anhelo en ellos, había miedo y horror, mien-tras sus piernas y su cuerpo se relajaban. Su mano seguía apretando la mía, loslabios permanecían entreabiertos, y su nariz aleteaba con más fuerza, pero lospequeños ríos de sus ojos, ya no fluían, ya no reverberaban en aquel verde inten-so y profundo. Un espasmo sacudió su cuerpo, que se relajó aún más; mi manosintió un escalofrío, y aquellos dedos largos y húmedos se escaparon de entre losmíos. La lluvia siguió cayendo, mientras sus ojos, secos de luz, miraban sin ver haciala bóveda azul, donde los anillos de Saturno extendían su largo manto por el cielode Titán. La gigante roja solar se elevaba dando paso a un nuevo día, y se refleja-ba en el pelo de color oscuro de Sara, que posaba su mano sobre mi hombro.

–¿Qué te parece? –preguntó el orondo Leo.–No lo sé, es muy real, pero no aparece nada de lo que a nosotros nos

interesa. Es simplemente cómo lo ha visto él, y el hecho de que Susana Illeraaparezca muriéndose... Hay otra mujer, esa tal Sara, que aparece al final...

–¿¿¿Quéeeee???, ¿¿No te parece poca información saber que tenemos elcaso de Hellike Hill resuelto??. ¡Decker, llevábamos más de dos meses investi-gándolo!. Esa famosa actriz, Susana Illera, había aparecido muerta en los alre-dedores del sector universitario, con polvo hasta en los pezones de sus precio-sas tetas, y llena de condones comprados en Venusland. Resulta que además deactriz, y no sé muy bien cómo, ¡y no digas nada Decker! –Leo movió un dedodesafiante–, la susodicha Susana era amiga íntima del jefe del sector; y... ¡yaestá!, el caso parecía sencillo: otra joven y guapa actriz, de vuelta de todo y can-sada de la fama y de estar metida en esta mierda de luna, decide tener unanoche de sexo y evasión en este jodido sector, y alguien, ¡no sé quien, ni meimporta!, se va de la raya en esa orgía y aparte de follársela, se la carga y laabandona. ¡Pero no!, el jefe del sector no lo ve tan claro...

–Al contrario, yo diría que lo veía muy oscuro –interrumpió Decker la pero-rata de Leo, mientras sonriente, apretó contra su paladar aquel nuevo coffees-weet, que acababa de desenvolver.

–¡¡¡Déjame acabar, Decker!!! El jefe del sector pone a trabajar a la mitad deldepartamento en el caso; pero no hay nada en claro, ninguna pista, salvo un enor-me agujero en el cuerpo de la actriz, por el que se desangró, y un montón de polvoen su sangre. ¡Sólo eso, y una bonita mujer bajo tierra!, y después de dos mesesde estar haciendo el tonto ... ¡plassss! –Leo dio una fuerte palmada delante de lasnarices de Decker–, de repente, uno de los backupdummies de,... ¿cómo coño sellama?,... –Leo buscó en la mesa, entre un montón de papeles, murmurando yblasfemando– ¡ahhhh!, ¡¡aquí está!!, ... ¡de la compañía Brainwell! ... muere en

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un accidente de tráfico con su motspid, se destroza la cabeza, nos lo traen parahacerle la autopsia, porque los frenos de la motspid estaban cortados... y el foren-se descubre que es uno de esos vertederos de memoria que ha creado genética-mente esa compañía y que tiene en su memoria la muerte de la actriz. Por cierto,¿por qué coño querrá alguien que se le haga la autopsia a un individuo que se dejalos sesos en el asfalto de esta puta luna, aunque su moto haya sido saboteada?.

Decker miró a Leo entre complacido y sorprendido.–Porque podría haberse matado por cualquier otro motivo, Leo. En cual-

quier caso, no podemos usarlo; el Acta 532, impide que podamos usar lamemorias borradas de un dummy.

–¡¡¡¡Efectivamente, tú mismo lo has dicho!!!, las memorias borradas, peroeste individuo, a pesar de ser uno de esos vertederos de memoria, no tenía nadaborrado como el forense ha comprobado; ¡eso que has visto con tus propios ojosson sus memorias!., ¡sus memorias reales, intactas!, o mejor lo que queda deellas..., pues su cabeza era un montón de carne. O sea que: –Leo extendió la palmade su mano delante de la cara de Decker, mientras que con el dedo índice de laotra señalaba los dedos de la primera –(a) no estamos infringiendo el Acta 532; y,(b) dado que no hay nada borrado en esa cabeza suya, él fue el asesino, porqueno hay nadie con Susana Illera cuando está agonizando, y..., además, ¡a sus piesestá el cuchillo que le hizo ese socavón entre las tetas, como tú mismo has visto!.

Decker se levantó, dio una vuelta alrededor de la mesa donde él y Leo habí-an visto el volcado de la cabeza del muerto dummy, y miró fijamente al calvo ins-pector, que se pasaba la mano regordeta por su cabeza sudorosa y brillante.

–Eso no prueba nada, Leo, y ambos lo sabemos: sus memorias, o parte deellas pueden haberse perdido en el accidente; lo único que sabemos es que esedummy estaba allí en aquel momento, y que al parecer quería ayudarla. ¿Hasoído lo que le dice?.

–¡¡¡Sí!!!, lo he oído perfectamente, pero ya has visto donde estaban, esta-ban en el extremo sur del sector universitario, al comienzo de la bóveda, la sec-ción más cercana a Venusland. No había teléfonos ni el dummy tenía un móvil,¡no llama a nadie en sus memorias!. Eso prueba que le estaba mintiendo, yencima el hijo de puta se regodea en su muerte, ¿has visto como la observa?.Se diría que encuentra placer en ver como muere.

–Aún así, insisto, eso no prueba nada, Leo. Hay que mirar todas las memo-rias del dummy.

–¿Y para que crees que te he llamado, Decker?. Ese será tu trabajo de ahoraen adelante. Has de verte todos las memorias de ese individuo, o lo que el forensehaya podido rescatar de ellas. Averigua además quién coño es esa tal Sara, de la quetan solo vemos su mano; puede haber intervenido también. Pregúntale, a la mujer

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del dummy, iba con él en su motspid...; está en el hospital, ve con cuidado y tacto,a lo mejor tenía otro conejo que mantener y la pobre mujer no tenía ni idea –Leosonrió burlonamente mientras se tocaba la entrepierna del pantalón. –Ten cuidadocon esas memorias, Decker; las memorias no duran mucho, ya lo sabes, no se pue-den guardar en dispositivos digitales durante mucho tiempo, desaparecen y noqueda nada de ellas,... y eso con suerte que era un dummy, si no ni eso. A ti y a mínos cosen en cualquier calle de este maldito planeta y no queda de nosotros nadapara el recuerdo. ¡¡¡Jodidos dummies!!! –murmuró Leo entre dientes.

Leo salió de la puerta de la oficina de Decker riendo a carcajadas mientras susmanos se posaban sobre los bolsillos del pantalón de su enorme trasero. Decker losiguió con la mirada; dejó de ver su enorme forma, pero aún así podía seguir oyen-do su risa metálica. Miró por la ventana, hacia la bóveda y los anillos del planetacercano, que omnipresentes, los vigilaban. Saturno era inmenso, enorme, llenabatodo el cielo, y llenaba también todas sus vidas, todas las vidas de los humanos quehabitaban Titán. En Titán había muchos gases, pero el oxígeno no era uno de ellos,aunque había agua; el agua se usaba, en estas primeras fases, fundamentalmentepara colonizar nuevas regiones de la pequeña luna: primero colonización, adecuarel pedregoso y arisco terreno; y, en segundo lugar, más tarde, descomponer elagua, para respirar. En unos pocos miles de años, las bóvedas no harían falta, por-que la terraformización del planeta habría concluido: el oxígeno creado por lasplantas, llegaría a todos los lugares, y sería retenido por la gravedad de la peque-ña luna; pero de momento, esto era lo que había. De momento todo era sucedá-neo, no era real, tan sólo sustitutivo, como esas gelatinas de café o de tabaco quetomaban. Decker, aspiró profundamente lo que quedaba de su coffeesweet, espe-rando poder aprovechar hasta el último resquicio de cafeína en el pequeño cara-melo. Miró a la enorme bola de fuego roja, que al otro lado de Saturno, ocupabala bóveda. El Sol ya no era amarillo, se había transformado, después de agotar sucombustible, en aquella bola de fuego rojiza que calentaba más y mejor que antes,pero que había crecido tanto, que había engullido a la Tierra y los planetas interio-res del Sistema Solar, y había hecho que sus habitantes emigraran, colonizandootros mundos. Titán, había sido el primero, pero ya existían otros, en las lunas alre-dedor de Júpiter y Saturno. En su migración hacia lugares más seguros, los huma-nos habían traído con ellos no sólo a las especies animales de la vieja Tierra, sinotambién algo más suyo: sus viejas rencillas, sus ancianos deseos, sus pasiones y sunaturaleza, y por tanto, sus leyes. Y para eso estaba él allí.

Decker se dejó caer en el sillón. Aquel caso de la actriz no le gustaba, habíatodavía muchas cosas inconexas y no estaba seguro de lo que podría encontrar;es más, le atemorizaba que Leo tuviera razón. Sería demasiado fácil, pero si eldummy era el asesino ¿por qué no se había deshecho de esos recuerdos?, y si la

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había asesinado, ¿por qué lo había hecho?, ¿por qué no aparecía el asesinato ensus memorias?. No, no tenía sentido; los dummies eran totalmente inofensivos,estaban diseñados genéticamente para ser pozos sin fondo de memorias ajenas,pero no de las suyas propias, no eran más que cubos de basura de desechos per-didos, sin deseos de herir a nadie. No encajaba nada, por mucho que Leo seempeñara en arreglarlo. Se arrellanó en el sillón, y se dispuso a ver las otrasmemorias que el forense había podido rescatar del dummy, antes de que desa-parecieran del registro digital. Encendió nuevamente el monitor, mientras la vidade aquel dummy, o lo que quedaba de ella, se desplegaba ante sus ojos.

***

El edificio de Brainwell era enorme, alcanzaba los quinientos metros dealtura y se rumoreaba que la antena en lo alto de la azotea permitía tocar conla punta de los dedos la bóveda. El edificio estaba completamente acristalado,y aunque no dejaba ver su interior desde afuera, sus ocupantes podían disfru-tar de una espectacular vista del sector y prácticamente de toda la bóveda. Losascensores adosados a las paredes externas del edificio, se convertían en uno delos mejores miradores de la misma.

Decker había pasado toda la mañana mirando las memorias del dummymuerto antes de que desaparecieran para siempre. Lo que el forense había podi-do rescatar no era mucho: la noche en que Susana Illera fue asesinada, el dummyhabía estado en una fiesta en Venusland. La fiesta había sido pródiga en bebiday drogas y había terminado en un tugurio de mala muerte muy cerca del sectoruniversitario, llamado Prickbar. Las memorias de aquel sitio dejaban paso a laescena que Decker y Leo habían visto, pero en ninguna de ellas, ni en las anterio-res, había indicio alguno de Susana Illera: la actriz sólo aparecía en aquella esce-na. El resto de memorias eran de la vida privada del dummy: un individuo tran-quilo, con un trabajo en las minas de wolframio en el sur del planeta; con unabonita mujer, morena y de ojos azules, con la que estaba casado desde hacíanueve años, y la cual desconocía que su marido era un dummy. La mujer se lla-maba Sara, y era la que había apoyado su mano sobre su hombro, aquella noche.La mujer trabajaba como enfermera en el hospital del sector, a pocos metros deBrainwell. Lo que quedaba de las memorias del dummy estaba perfectamenteordenado. Uno pensaría que estaban dispuestas a propósito en ese orden deter-minado: la vida de aquel dummy había sido inmaculada hasta aquella noche.

Decker suspiró mientras el rápido ascensor, adosado a la pared inclinada, seelevaba más. La enorme velocidad proporcionaba la gravedad extra para mante-nerle en posición vertical, mientras el elevador ascendía por el tronco de cono que

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formaban las paredes del edificio. Los edificios recortados, informes, hechos aretazos, se destacaban sobre un cielo plomizo que desdibujaba sus contornos:amenazaba lluvia, pero el sol rojo de detrás de la bóveda seguía dando calor.Detrás de la bóveda, sobre el suelo de la luna, se veían los otros sectores, peque-ñas verrugas, pequeñas cúpulas que se extendían a lo largo del planeta, y que secomunicaban, a través de los trenes subterráneos, que las alimentaban. Seguroque desde las naves que aterrizaban, aquella sucesión de bóvedas alineadas y per-fectamente iluminadas, formando surcos, parecerían ríos luminosos. ¿Lloveríatambién en esas otras bóvedas? –pensó Decker. La lluvia había sido una de mejo-res ideas para conseguir terraformar Titán y variaba la, en otro caso, monótonasucesión de días iguales encerrados dentro de una gran “pajarera”. Decker miróa la enorme bóveda, mientras desenvolvía el enésimo nicotinesweet del día. Habíasolicitado, antes de comer, una reunión con Nick Ros el ingeniero genético jefe deBrainwell. Necesitaba saber más detalles de cómo funcionaban los dummies.

–Buenas tardes, detective Alan Decker. El Doctor Ros le espera, sígame,por favor –una amplia sonrisa devolvió a Decker a la realidad cuando las puer-tas del ascensor se abrieron. La joven que estaba delante de él, era preciosa. Susojos y labios, ligeramente ovalados, eran los imanes de una cara enmarcada poruna enorme cabellera negra. Su cuerpo estaba perfectamente moldeado, y unvestido ajustado de color azul oscuro, la ceñía al milímetro. Aquella mujer noandaba, flotaba sobre el suelo enmoquetado, delante de la mirada absorta deDecker, que la siguió sin pestañear y sin poder separar sus ojos de aquel bellocuerpo que se movía delante de él.

–Es una de nuestras mejores creaciones, es Laura Right, el prototipo 8–dijo Ros una vez aquella mujer hubo salido del despacho y los hubo dejadosolos–. Está diseñada para que los visitantes se sientan cómodos, y esa –Rossonrió a Decker– es la mejor arma cuando uno viene a negociar algo a este edi-ficio. Tendría que ver el prototipo 9, está diseñado para el placer y me imaginoque será todo un éxito en los diferentes Venuslands de cada bóveda. ¡¡¡Y el10!!!!!, el 10 es mi obra maestra, es algo así como una encantador de serpien-tes, es capaz de convencer a cualquiera de hacer lo que ella (o él) desea, unidoa unas formas espectaculares. ¡¡¡¡Son las sirenas de Ulises, en versión masculi-na o femenina, mi querido amigo, pero con piernas!!!!

Ros era un hombre menudo, de apariencia afable, con unos ojos aviesos,y una barba corta, rala, canosa y perfectamente rasurada. Su pelo, ya canosotambién, dejaba entrever una bien disimulada calvicie en su perfecta cabeza. Aveces se encogía sobre sí mismo, entrecerrando sus pequeños ojos y frotándo-se las manos, como un felino que estuviera a punto de saltar sobre su presa yse relamiera de gusto por lo que va a venir después. Vestía una bata blanca,

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impecable, para ser un bioquímico que pasara muchas horas trabajando en unlaboratorio, debajo de la cual se veía una corbata a rayas.

–Venía a que me hablara de otro de sus grandes diseños –Decker exten-dió su mano hacia Ros, que la estrechó rápidamente– o de su compañía: los lla-mados backupdummies.

–¡¡¡¡Ahhhhh!!!, pensé que le interesaban más otros aspectos de nuestraempresa más, digamos, terrenales..., señor Decker. Los dummies son la soluciónpara vivir en Titán, desde los primeros tiempos de la colonización. Vivir en Titán eraen aquellos días muy duro: había que empezar a construir las bóvedas antes de queel Sol engullera la Tierra; había que empezar a obtener minerales y los primerosterraformadores necesitaban olvidarse de que estaban lejos de casa. Se nos ocurrióque lo mejor era diseñar genéticamente personas que pasaran largas temporadasen la Tierra, que acumularan sus experiencias, y que se las transmitieran a otrosseres humanos. Estaban diseñados para que sus experiencias no se olvidaran, y loque era más importante, fueran capaces de transmitírselas a otros humanos deigual a igual. Eran películas vivientes, pero también eran humanos como los demás;en cambio, sus neuronas alcanzaban hasta el último rincón de sus cuerpos, y eraeso lo que les permitía pasar y compartir sus memorias. Como todo ser vivo, algu-nos de ellos mutaron, conseguimos aislar esas nuevas mutaciones, y descubrimosque estas nuevas variantes eran capaces no sólo de hacer pasar sus memorias, sinode recibirlas por parte de seres humanos. Lo divertido –Ros soltó una carcajada des-comunal y sonora– , ¡¡ja, ja, ja!!!, lo bueno,...¡¡ja, ja, ja!!..., discúlpeme..., era queestas nuevas variantes eran más longevas que las anteriores, y para nosotros eranmejores desde el punto de vista económico, con lo que aislamos el gen causantede esa nueva habilidad, y diseñamos los nuevos prototipos con esa mutación.Mayor cantidad de dinero para nosotros, porque los gobiernos de las colonias pla-netarias pagaban más por estas variantes. ¡¡¡¡¡Ahhhh, pero los humanos somosincreíbles!!!!! –Ros movió un dedo hacia un lado y otro, y empezó a cerrar suspequeños ojos– y pronto nuestra perversión acabó usando estos nuevos dummiescomo un sitio donde guardar nuestras memorias..., sobre todo las que no deseá-bamos, ... las buenas eran para nosotros y las malas para los demás. Los dummiesya no eran películas vivientes de otros mundos, eran cajas de memorias volcadasde alguien que no las quería. Hubo que desarrollar el Acta 532, para que nadiepudiera ser inculpado por sus propios vómitos memoriales sobre un dummy y huboque limpiar a los pobres dummies de vez en cuando de las memorias no deseadas,si no –la figura de Ros hizo un gesto despreciativo con su brazo– acababan conparanoias esquizoides. Tantos malos deseos, tantos malos actos,.. eran demasiadopara los pobres seres, les creaban conflictos,... eran –Ros miró al enorme techo desu despacho– ¿como decirlo?, ¡demasiado humanos!. De tal forma que cada cier-

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to tiempo aquí en Brainwell, les hacemos un limpiado, y extraemos esas memoriascon otros viejos dummies , viejos prototipos, que ya nadie quiere y que al rato –Rosse encogió de hombros– liquidamos. Es una especie de revisión periódica paraellos, por su seguridad y por la nuestra..., ¡no es conveniente tener encerrado enuna bóveda un paranoico!. Las memorias de los dummies..., quiero decir, lasmemorias deshecho, las que les han sido pasadas por otro humano porque no lasdeseaba,no pueden ser volcadas de vuelta, o de nuevo, hacia un ser humano, sólopueden volcarse sobre otro dummy, que posee un sistema neuronal idéntico alsuyo; únicamente en caso de paralización instantánea de las constantes vitales, deuna muerte súbita, a fin de cuentas, dichas memorias pueden acumularse en undispositivo digital, pero aún así no por mucho tiempo...., pero no sabemos muybien el porqué –Ros acarició su barbuda barbilla pensativo–, quizás la memoria esnuestra alma... –Ros miró a Decker mientras se frotaba las manos–. Como tampo-co sabemos por qué se forman esos puntos luminosos en los iris de los dummies yde los humanos con los que se produce el volcado cuando éste está ocurriendo.Debe ser una información eléctrica..., ¡el alma en forma eléctrica, en forma de bitsiluminosos de información!... –Ros se volvió a encoger de hombros.

Decker no dijo nada de que los forenses policiales con los que trabajabaya sabían eso. Simplemente se limitó a asentir con la cabeza y a preguntar.

–¿Guarda registros de qué dummies han sido limpiados?.–¡Por supuesto!, todos los que vienen aquí a deshacerse del volcado, de

los deshechos que otros humanos les han pasado, de esas acciones que nodeseamos, son registrados. Es más están diseñados para que en cuanto se pro-duzca un volcado acudan, tan pronto como sea posible, a Brainwell. El volcadodesde un humano es siempre voluntario, si no los sistemas neuronales no sonactivados, pero,... je, je, je, –nuevamente la risa de Ros llenó el enorme despa-cho–, esa voluntariedad pude ser económica o de otro tipo. Nunca hemosintentado averiguar los motivos particulares detrás de cada volcado. A fin decuentas son humanos como nosotros –exclamó, en un media sonrisa, Ros.

La menuda figura de Nick Ros se abalanzó sobre un ordenador y tecleóalgo, que al rato apareció impreso y que pasó a Decker.

–Aquí tiene una lista de las limpiezas de los dos últimos años, por meses,de todas las bóvedas de Titán.

Decker escudriñó con atención la hoja y vio que entre aquellos nombres noestaba el del dummy que había muerto. Guardó para sí aquella observación ydecidió inmediatamente lo que tenía que hacer. Se despidió del doctor Ros, quele acompañó hasta la puerta de la oficina. Nick Ros se despidió de él de formaextraña, no quiso darle la mano, le golpeó suavemente la mejilla con la palma dela mano, en un gesto amistoso, y sonrió, murmurando algo inaudible. En la puer-

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ta estaba otra vez Laura Right, que nuevamente le llevó hasta el ascensor dondese despidió con un suave beso en su hirsuta mejilla. El ascensor iniciaba ahora suvertiginoso descenso desde las alturas del despacho de Ros. ¡Ese cabrón debíade tener el despacho en la última planta! –pensó Decker, mientras se pasaba lamano por la áspera mejilla. Desde el ascensor podía contemplar el otro edificioalto del sector hacia donde, había decidido, se encaminaría ahora: el hospitalSaint Judith. En aquel hospital, el único de la bóveda, era donde Sara trabajabay donde había sido ingresada después del accidente.

***

El hospital estaba impoluto, y un tenue olor a desinfectante impregnabalos vacíos pasillos. Decker entró en la habitación; estaba desierta salvo por laalta y ancha cama colocada en el centro, de la que colgaban multitud de dife-rentes monitores. Había una silla en la cabecera de la cama. El suelo estaba fríoy la ventana entreabierta, próxima a uno de los extremos de la bóveda, dejabapasar la luz de la calle filtrada a través de las cortinas. Decker se extrañó de nover a nadie y de aquel despliegue de tecnología. En el centro de la cama esta-ba Sara, que parecía desasistida, aún a pesar de tener todos esos instrumentosalrededor. Estaba despierta y sus enormes ojos azules, delimitaban una caraangulosa. El pelo, delicadamente peinado, caía sobre sus hombros en forma deondas. Decker no la recordaba así de las borrosas imágenes que había visto dela memoria del dummy, es más, su cara le recordaba vagamente a la voluptuo-sa Laura Right, si no fuera por aquellos insondables ojos azules. Todo era dema-siado perfecto en las memorias del dummy, incluso su mujer –pensó Decker.

Sara, según averiguó Decker, durante el rato que estuvieron hablando,conocía la muerte de su marido, y que la motspid había sido saboteada, aun-que no se sorprendió por ello.

–Su trabajo en las minas de wolframio, le llevaba a tratar con mucha gente,entre ellos traficantes sin escrúpulos. Yo temía que esto ocurriera, pero a él no pare-cía importarle. Le encantaba ese trabajo y el poder sacar adelante esta luna. Él amabaeste mundo, había nacido aquí y su niñez en Apophisis planitia, en una de las bóve-das en la otra cara, había sido muy feliz. Su padre también había sido minero.

Su voz era cálida, envolvente, y sus labios se movían como en un sueño.Las palabras, las frases salían de su boca sin esfuerzo, como si hubieran estadoahí desde siempre, esperando a ser oídas por Decker. Le preguntó sobre cómoera el dummy y cuándo se conocieron, pero no pudo obtener información valio-sa alguna, que pudiera aclarar su relación con Susana Illera. No podía desviar laconversación hacia ese lado, ni podía hacer referencia al hecho de que el mari-

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do de Sara era un dummy. Llegaba el momento de despedirse, y Decker sentíaque se le escapaba una oportunidad.

–Muchas gracias, por su atención, Sara. Si se me ocurre algo más, ¿puedovolver a molestarla?.

–Por supuesto, detective Decker, cuando usted quiera –su boca se abrióen una maravillosa sonrisa–. Me temo que estaré aquí algunas semanas.

Sara extendió su mano, y al cogerla, Decker sintió que estaba fría y húme-da, levantó su cabeza, y al mirar a los enormes ojos azules de la mujer vio enellos una infinidad de puntos, luminosos, brillantes, formando pequeños ríos deluz, que convergían en el interior de su iris.

Hacía frío y llovía. Habíamos salido del Prickbar con Diana, Asia, Richard, Joséy los demás chicos, pero nos habíamos despedido al llegar a la esquina de Venusland.

–Está volcándose en mí –pensó Decker– Es una dummy, como su marido.¡Ella sabía que su marido era un dummy!. Pero los dummies no pueden volcarmemorias deshecho en otros humanos.

Entrábamos en el distrito universitario y nos paramos. Al fondo, un hom-bre y una mujer al lado de un enorme mobilspid discutían.

–Susana, dame esos informes que conseguiste de Jordan; tienen muchovalor para mí.

–Claro que tienen valor, porque comprometen tu candidatura y tu elec-ción a jefe del sector, pero eso te va a costar mucho más –la voz de la mujersonaba ebria, mientras agitaba un sobre enfrente del hombre que la sujetabacon fuerza por un brazo con una mano enguantada.

La mujer se tropezó con el bordillo de la acera, y perdió uno de los zapatos,mientras riéndose se agachaba a cogerlo. Su pelo rubio y mojado cubrió sus meji-llas mientras se levantaba con el zapato. Súbitamente, algo brillo en uno de los bol-sillos de la chaqueta del hombre y despareció entre los pliegues del vestido de lamujer. El zapato cayó al suelo, junto con el sobre húmedo. La mujer se tambaleó yse desplomó de espaldas sobre la acera. El hombre, nervioso, miró a todos lados,soltó el cuchillo, y cogió el sobre mojado. Subió al mobilspid y desapareció enVenusland, pasando a nuestro lado. El conductor miró hacia nosotros al girar.

–Los vio –pensó Decker, encajando las piezas, mientras sentía aquella manofría alrededor de la suya y veía aquellos innumerables puntos de luz agolpándo-se en los iris de Sara. No podía separar sus ojos de aquellas diminutas luces.

Nos acercamos a la mujer que estaba en el suelo, cuando nos aseguramosque el mobilspid había desaparecido. La observamos, y entonces, David decidióque aquellos recuerdos, aquella noche, para evitar males mayores, debían desa-parecer y empezó a volcarse sobre la mujer.

–Pero los dummies no pueden volcarse en otros humanos –pensó Decker.

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David hizo que yo me volcara sobre ella, cuando le toque. David fue capazde modelar nuestras memorias, las de ambos, en aquel gesto, de construirnuestro pasado, ..., pero sin éxito. Hemos mutado, detective Decker, podemosconstruir nuestro pasado y podemos construir el pasado de toda la especiehumana, porque podemos construir nuestras memorias...

***

–Pero sin éxito... : Si cambian el pasado, ¿qué es lo que he visto de aque-lla noche?, o ¿fueron incapaces de volcarse sobre la actriz a pesar de que lo dese-aban porque se estaba muriendo?, ¿qué es lo que ocurrió? –pensó Decker mien-tras desenvolvía un nicotinesweet a la entrada del hospital. Lo paladeó mientraspensaba en todo lo que había visto. El jefe del sector los vio, y anduvo buscán-dolos hasta que al final sus largos dedos dieron con aquella pobre pareja. Lo queno sabía era que sería inútil, porque curiosamente el Acta 532 le protegería,¡aquellos individuos eran unos dummies!. ¿O no le preotegería?, porque el Acta532 hablaba de volcados, pero no de hechos acontecidos. Tendría que leerse denuevo esa dichosa Acta. Decker no pudo reprimir una sonrisa: el asesinato de lapareja podría no haber servido de nada. Seguía probablemente sin haber caso,porque estaba el Acta, pero habría de contárselo a Leo, de cualquier forma.

En el exterior llovía de nuevo. Hacía frío, y todavía podía sentir aquellamano húmeda en la suya. La extendió delante de su cara y la miró con curiosi-dad por varios lados, volteándola de un lado a otro. Era normal como antes,pero aquella mano nunca sería ya la suya. La agitó, como queriendo sacudirsealgo invisible, pegajoso, y recordó aquellos enormes ojos azules con esos arro-yos de luz en su interior. Son incapaces de pasárselas a otros humanos ... Hemoscambiado, detective Decker, ... Algo se agitó dentro de él, mientras un escalo-frío le hizo temblar. y una certeza en su interior se apoderó de él.

–No, no..., ¿Y Susana Illera también? –murmuró.Hemos cambiado, detective Decker.Se subió el cuello de la gabardina, y se secó las lágrimas que comenza-

ban a anegar sus ojos. Empezó a andar hacia Brainwell, donde había dejado sumobilspid, no sin antes mirar hacia la ventana de aquella habitación fría, dondese encontraba la dummy.

Arriba en esa habitación, un nuevo enfermero entró a ponerle la últimainyección de morfina del día a la hermosa mujer. El enfermero se quedó con ellahasta que, mansamente, cerró los enormes ojos azules, ya sin brillos en su iris,mientras su mano, en un último espasmo, intentaba asir desesperadamente lasde aquel joven y desconocido enfermero.

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Anticuario

Alicia Peral FernándezSeleccionado

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Tú tenías mucha razón,Le hago caso al corazón

Y me muero por volver...Y volver, volver, volver...

A tus brazos otra vez,Llegaré hasta donde estés,No se perder, no se perder,

Quiero volver, volver, volver.[...]

Chavela Vargas “Volver, volver”

Con la cabeza escondida tras nubes de polvo y pliegos amarillentos,Tomás el librero oculta sus opacas lentes de esos ojos como dos esmeraldas,de gata callejera, mirada furibunda que le come las entrañas, sus afiladasmanos le arrebatan un ejemplar antiguo de Shakespeare, “La fierecilla doma-da” corrompida por las dentelladas de ávidas polillas, su mirada atraviesa lascolumnas de arenosos libros, esperando una respuesta a una pregunta queno tiene que formular “tre-tree-tree-tressss..euros” con la cabeza agachada,mirándose las puntas decoloradas de sus tristes zapatos comprados en el ras-tro. Ella, altiva, deja caer una moneda de dos euros, si le hubiera dicho cua-tro, le hubiera pagado lo mismo, si le hubiera dicho dos, le hubiera dadouno, girándose, haciendo volar su cabello imitando el movimiento de las lla-mas escarlata del infierno “esa mujer quema”. La mira salir, detrás de suslentes opacas, girando esas pecadoras caderas al tic-tac de los relojes delanticuario con quien comparte ese mohoso local al que llama hogar, hacien-do sonar las campanas furiosamente al abrir la puerta de salida, sin impor-tarle que se caigan a su paso y que aún cuelgue de la puerta el cartón decerrado. Después, aliviado y triste por su ausencia, se acerca para recoger las

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dos campanitas de latón plateado, y las coloca delicadamente, atando elextremo del hilo de pescar que las sujetas al oxidado clavo. Antes de girarsepara regresar tras sus libros gira el cartón, definiendo su negocio como acti-vo, dos horas después llega Genaro.

–¿Alguna venta en mi ausencia? –mientras cuelga su abrigo del percheroennegrecido por la descuidada limpieza desde hace lustros. Tomás levanta lavista de sus doctos libros para mostrar el inventario actualizado desde la últimaventa, mostrando un único y ruinoso movimiento– No puede ser, es que havuelto esa jodida loca, te he dicho mil veces que no le vendas nada, ¿eres cons-ciente del valor real que puede tener ese libro? Es antiquísimo...seguramenteuna de las primeras ediciones en castellano...

–¿No...no...no cree usted que exagera? So-solo es un libro viejo, no..nopodemos pedir mucho por él.

–Eres tonto, da igual las veces que te lo diga, le vendes nuestras mejoresreliquias a esa perra, siempre te lía. –suspirando enérgicamente– La próxima vezabriré yo –evidentemente era consciente de que no cumpliría esa orden, pues-to que dependía de su única voluntad matinal, y como de costumbre, volveríaa abrir Tomás, bajo la atenta mirada de esa mujer sobrehumana, que le pene-traba las entrañas, le hacía arder solo con mover sus labios púrpura, resoplan-do impaciente, siempre furiosa, siempre dolorosamente arrebatadora, robándo-le el aliento y la vida.

Continuó con su triste labor, limpieza, clasificación, mientras Genaro dedi-caba su tiempo a observar sus relojes, colocarlos en hora y darles cuerda “si nolo hago se estropean, solo el uso les da la vida” generando a las horas puntasun estruendo horrible de cucos y ding-dones metálicos que en alguna ocasiónhabía generado la ira vecinal, sobre todo a horas intempestivas, provocando lacontinúa aparición de pintadas en sus paredes y escaparates quebrados, y obli-gando a contratar seguros con distintas compañías año tras año “llegará elmomento que no existan compañías para asegurarnos” reía Genaro cada vezque cerraba un seguro a todo riesgo.

De nueve a nueve, solo seis visitas y solo una compradora estafadora quese llevo su biografía, generando un beneficio de menos setenta euros y un cora-zón vivo, “bien los vale” sentía Tomás. Los negocios del librero y el anticuariosubsistían con los productos que compraba y vendía su buen Genaro, visitandoviejas casas, convenciendo a ancianas de que se deshicieran de esos trastos vie-jos, por cuatro duros, que tras dos días de restauración multiplicaba por treintasu valor. El anticuario era bueno para los negocios, pero no para la vida, solodisfrutaba de sus amados relojes y dedicaba su tiempo a la venta de las antigua-llas que había estafado a ancianos y familias desoladas y herederas, divorciado

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hacía más de diez años y con una hija que nunca iba a verlo, a quien enviabaun viejo reloj cada día de su cumpleaños, “le regalo mi mejor tiempo”. Sinembargo Tomás no tenía más vida que sus libros, puesto que nunca había teni-do hijos, y mucho menos esposa, quizá nunca tuvo novia, solo tenía sueño detenerla, tras la mirada de cada mujer que le muestra una sonrisa compasiva, yuna pasión que le aturdía, cuando cierta mujer le miraba la entraña y se la cor-taba con sus pestañas de porcelana.

Antes de cerrar el anticuario ya había puesto en hora todos los relojes, parainfortunio de los vecinos de los derredores y procedía a girar el cartón, apagan-do las luces, y pasando la persiana de acordeón metálico, oxidada como el tor-nillo que sujetaba las campanas de latón, que soportaban el paso de los añoscomo sus tristes propietarios. “Mañana será un día como hoy”, “ojala vuelva”sueña Tomás, Genaro no se lo tiene en cuenta, desea su felicidad, aunque sabeque esa mujer no es la mujer que él necesita, pero ¿quién es él para opinar?.

El librero tomó su ruta acostumbrada, calle arriba, mirando sus desgasta-dos zapatos, arrastrando sus pantalones, tres tallas más grandes, observandolas muescas del suelo, ese suelo antiguo, esa vieja farola, que se apaga y que seenciende, “¿qué diferencia existe entre lo viejo y lo antiguo? A lo antiguo ledamos un valor, lo viejo es algo que ya no sirve para nada, me he vuelto viejo,ojalá me restaurase Genaro como él sabe..” Qué triste se siente, qué se hicie-ron de esos años de juventud, quizá nunca fue joven...frente a sus zapatos másmarrones que negros, se estira una sombra vaporosa que roza sus punteras, ellibrero alza su vista tras esos cristales opacos que pretenden facilitarle la visión,y allí esta su imagen, fumando un cigarro que acaricia ese cabello de flemáticosmovimientos, que se arrastra desde sus labios hasta sus dedos, cuando su mira-da de gata callejera vuelve a navajearle el intestino, en silencio, sólo mira, enfa-dada, impaciente, espera una respuesta “Bu-bu-buenas noches” intenta eludir-la, ella no responde, aguijonea con sus pestañas sus pulmones, mantiene lamirada carbonizándole. El silencio se condensa en el aire, es ella quien se alejade la farola sobre la que se apoyaba en su dirección, sin tregua, manteniendofija su mirada, sin parpadeos que le permitan suspirar.

–Llévame a casa –él duda a qué casa se refiere, a la suya, a la de ella...sumirada es su única respuesta, “a la nuestra” le exige en silencio.

Bajan por la acera, en un mutismo doloroso, insoportable y excitante, sinpercatarse habían pasado casi dos horas desde el cierre, desde que se habíaencontrado con ella, en silencio, eran las once de la noche, y estaban de nuevofrete a la reja acordeón del mohoso local, y allí, transpirando más que de cos-tumbre, empieza abrir la puerta, cuando un estruendo que hiere sus tímpanosconfirma la hora de su llegada, ella, mientras, inmutable le ha retirado la mira-

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da esperando que abra las compuertas y acceda al interior, el librero enciendelas luces y la deja pasar tras de sí, intentando buscar un lugar donde ofrecerleun asiento, pero todos están cubiertos por libros mugrientos y delicados. A ellano le hace falta sentarse, mira y remira todos los rincones de la tienda, observalos libros, los toca, los huele... Tomás se siente incapaz de soportar la tensión yes incapaz de reprimir una pregunta, a pesar de conocer su respuesta:

–¿Có-Cóoomo te llamas? –tartamudea como de costumbre, ella no alzala vista del libro que ojea, se mantiene en silencio, hasta que de repente, alzaesos ojos esmeralda y le arranca un quejido lastimero, con esa mirada furiosade gata callejera.

–No necesitas mi nombre para definirme, ya me conoces, yo tampoco nece-sito el tuyo. –y sin más vuelve la vista a su lectura, le ha vuelto a romper el alma.

Tomás no se rinde, quiere saber, quiere entenderse a sí mismo, y para ellotiene que entenderla a ella:

–¿Por qué compras tanto aquí?–¿Además de por los precios?–responde sin regalarle una mirada. Cierra

súbitamente el libro– Porque sólo tú tienes lo que yo busco –mirada perdidasobre el libro cerrado. El librero no requiere más explicaciones, es la mismarazón que le hace buscar y rebuscar libros para colocarlos todos los días sobreel mostrador, sobre todos aquellos otros tras los que oculta su mirada indecen-te de esos ojos acusadores, conocedores de la lujuria que provocan, y es esamisma razón la que justifica que ella pague menos de lo marcado siempre, esel relojero que da cuerda a su corazón “sólo el uso le da la vida”.

Una vez pareció haber saciado su hambre de conocimiento, dejó todos loslibros tal cual, se dirigió a la puerta, y la cerró bruscamente haciendo sonar lascampanillas de latón, sin importarle que se cayeran a su paso y que aún colga-se de la puerta el cartón de cerrado.

Ese mismo día, Tomás sabía que libros debía colocar sobre las mugrientasmontañas de papel tras las que se ocultaba. Y año tras año, fue contratandonuevos seguros, y año tras año fue comprando viejos libros.

Nunca jamás

Alicia Peral FernándezSeleccionado

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El tiempo que la barba me platea,cavó mis ojos y agrandó mi frente,

va siendo en mi recuerdo transparente,y mientras más el fondo, más clarea.

Miedo infantil, amor adolescente,¡cuánto esta luz de otoño os hermosea!,

¡agrio caminos de la vida fea,que también os doráis al sol poniente!.

¡Cómo en la fuente donde el agua moraresalta en piedra una leyenda escrita:el ábaco del tiempo falta una hora!.

¡Y cómo aquella ausencia en una cita,bajo las olmas que noviembre dora,

del fondo de mi historia resucita!.

Antonio Machado“Guerra de Amor”

Abriendo bocas que enmudecían, observada por pupilas de cocodrilasplañideras, avanzó hasta altar, vestida de negro como el mal gusto exigía enestas situaciones, desorientada, lentamente, dejando tras de sí sus pasos ysu sangre inocente, que caía desde su brazo derecho, llevaba ese vestido, elque tantas veces había dicho el profesor que tanto le gustaba. Cuandoalcanzó su objetivo, se dejó caer junto al humilde féretro de pino, “el segu-ro no cubriría otro más caro” decían maliciosos los vecinos, alzó su brazoizquierdo para acariciar el rostro macilento de su profesor, y murmuró acu-sadora a todos los presentes “yo...le quería” mientras de sus ajados ojosbrotaban lágrimas puras como el rocío. El sacerdote se quedó inmóvil,observando la escena, desde el pulpito donde otrora criticara a ese hombre

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al que hoy abría las puertas del paraíso. Carolina, ahogando sus sollozos,avanzó hasta nuestra amiga, se arrodilló a su lado, dejando que cayera elpeso de la enlutada adolescente sobre sus trémulos muslos, abrazándola, yescuchando de nuevo esa frase que hervía en su lengua, “yo...le quería”parecía maldecir a todos los hipócritas aglutinados en la parroquia, que sesentían amenazados por la mirada de los arcángeles pintados en el retablotras el sacerdote, que miraban amenazadores a todos esos corazonesembusteros, y frente a ellos, dos adolescentes emulando a la famosa Pietáde Miguel Ángel, iluminadas por un haz de luz provinente de aquel venta-nal roto por los gamberros del pueblo, inmaculadas bajo la mirada de Dios.A los pocos segundos, Carolina alzó la vista, visiblemente cansada, y pidióque llamasen a una ambulancia. Un año y medio después la despedíamoscon un beso de cicuta en los labios.

***

Pocos días tras el funeral nos reunimos Carolina y yo, inconscientemente,seguramente movidas por la nostalgia, en nuestro oasis particular, un fragmen-to de playa de no más de 5 metros cuadrados, su costa se me antojó el primerdía con forma de almeja, cubierta por un pegote de algas arrastradas desde elfondo del mar, cuyas dunas estaban amarradas por malas hierbas, coronada conuna enorme roca negra y plana donde reposábamos al sol y soñábamos despier-tas que nuestra costa era invadida por legiones de piratas huérfanos, yo siem-pre la llamé nuestro pequeño país de Nunca Jamás.

–Saltó por la ventana, ¿sabes?,estaba encerrada en casa, sus padres no ladejaban ir....dos plantas –movía la cabeza hacia los lados– ha tenido suerte, solose ha fracturado el brazo, podía haber sido mucho peor. –Carolina me traía elparte, esa misma mañana, haciendo de tripas corazón, había ido a verla al hos-pital– se resiste a comer, a este paso no saldrá nunca, es una cabezona –sonríomirándose los zapatos, sin poder contener dos lágrimas que mojaron sus cor-dones –seguro que la animaría que fueses a verla.

–Prefiero que sepa que le guardo el sitio caliente, vigilo que no se muevani un solo granito de arena llevado por los suspiros de este dolorido mar, quetanto la echa de menos–El mar nos susurraba algo que no alcanzábamos a com-prender pero si a sentir. Carolina ojeó rápidamente nuestra costa, agotando laslágrimas que le quedaban, y con media sonrisa me dijo:

–¿Le vigilas estas malas hierbas?¿Le cuidas esta piedra?–La roca del gnomo –corregí levantando el índice inquisitiva.–La roca del beso –me corrigió.

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–Yo nunca he besado un gnomo –le arranqué una carcajada, pero volvió alataque, sabía de mi incapacidad para afrontar los problemas, e intentó hacer-me madurar contra mi voluntad.

–Les acusaste desde el principio ¿eh? ¿Por qué no quisiste que se quisieran?–Parece un trabalenguas... –no sirvió mi estrategia de despiste– No me

gustaba, pero nunca les acusé, así que no me acuses de nada.–No te acuso, solo te digo que quizá debimos haberla apoyado nosotras,

somos sus amigas, o al menos lo éramos, ¿no? –me sorprendió que se incluye-ra, nunca escuché de sus labios ninguna crítica, a diferencia de mí, que no mecansaba de advertirla de las funestas consecuencias que podía tener esa rela-ción, de la que fuimos testigos impertinentes– Nosotras hubiéramos hecho lomismo, hubiéramos querido...

–Permanecer siempre juntas...–Hubiéramos querido sentirnos queridas como ella. Yo hubiera querido

enamorarme y ser amada.–Eres una cursi –intenté reír, pero sabía que era verdad, cuando todo

ocurrió intenté culparle a él, como hicieron todos, pero en el fondo sabía queno tenía razón, sabía que mi amiga era feliz a su lado, que había intentadoseducirlo con sus armas adolescentes, trece años es la edad mínima paracasarse, así que tampoco parecía justificado juzgar a un hombre que salieracon una niña de doce, debíamos darles como mínimo unos meses de noviaz-go decía ella, y llegaba siempre a la conclusión de que no podía castigar nijuzgar a nadie por enamorarse.

Permanecimos calladas frente al mar, no necesitábamos decirnos nada,sabíamos las respuestas a aquellas preguntas que no merecía la pena for-mular, mirando un horizonte sin fin, hasta donde se rozaba con la línea delcielo, dirección hacia la que estirábamos nuestros dedos en un intentodesesperado de tocarlo, “el cielo es todo lo que está por encima del mar,vivimos en el cielo entonces” recordé que nos dijo una vez Nuria, pero elcielo no era como habíamos imaginado, “espero que el cielo del profesorno sea como este” deseé.

***

Eran las diez y media pasadas cuando llegué a casa, nadie salió a recibir-me, no había cena esperándome en la cocina, acogí los sollozos de mi madrecon resignación, se había encerrado tras las funestas noticias y permanecíaallí, en esa lúgubre habitación, sin consuelo y sin consolarme, entre los bra-zos de mi padre, quién me culpó desde el principio, quizás desde mi naci-

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miento, qué difícil es competir con un padre por el amor de una madre, cuan-do salió de la habitación con los ojos enrojecidos me dirigió una mirada ful-minante, y me ordenó secamente “cena”, cogió un vaso de agua entre sustemblorosas manos y llevó dos píldoras a la habitación. Las pastillas de lossueños perdidos las llamaba, en una ocasión que no podía dormir, a escondi-das cogí una y la tragué rápidamente, tapándome la nariz y cerrando los ojos,al cabo de unos minutos sentí que mi corazón se ralentizaba, que mi mentese embrutecía, incapaz de pensar, perdí prácticamente la voluntad, el mundono existía en ese momento, ni fuera ni dentro, yo no existía y caí en una oscu-ridad sin nombre, sin que me importara nada, cuando desperté no recordabaningún sueño y sentía un horrible dolor de cabeza, en ese momento imaginéque renunciaba a mis sueños por dormir, mi madre necesitaba dos pastillaspara dejar de soñar.

–Entra a dar las buenas noches a tu madre, haz el favor –mi padre saliópara dejarnos a solas, suspirando, dirigiéndose por el estrecho pasillo al cuartode baño, orden que obedecí sin mucho ánimo, bastante peso llevaba sobre mímisma para cargar con una madre depresiva. La habitación estaba en una oscu-ridad que solo rompía el haz luminoso que despedía la bombilla del pasillo, quetraspasaba la rendija que dejaban las bisagras de la puerta, dejándome entreversu pálida piel y aquellas ojeras que se extendían hasta unos pómulos demasia-do marcados.

–Cariño, ¿has cenado ya? –asentí, evidentemente mentía, su voz era unhilillo de pescar– túmbate un ratito conmigo –levantó la sábana que la cubríay me introduje delicadamente, tenía miedo de tocarla, no quería romperla, erauna muñeca de cristal. Cogió delicadamente mi cabeza para apoyarla en supecho, escuché su débil respiración y sus apagados latidos, frágiles, como suespíritu, mientras acariciaba mi pelo y lo olía profundamente, sonrió abriendolas puertas del cielo solo para mí– Te quiero mucho cariño –permanecí callada,quería decirle que yo también, pero un nudo en mi garganta no me permitíaarticular palabra– Perdóname por no apoyarte vida, perdóname por ser tandébil... –sus lágrimas caían sobre mí como la lluvia de verano, cálida y cristali-na, pero tristemente breve, como la vida que se le escapaba de los dedos.Rápidamente cayó en un profundo sueño, me deshice de su tierno abrazo, ysalí silenciosamente de la habitación, puede ver a mi padre mirándose en elespejo, afeitándose antes de dormir, siempre tuvo esa manía, y puede obser-var su envejecido semblante, su cuerpo cedía a la gravedad, aquel elevadopecho de las fotos de los 80 eran hoy carnes flácidas, su cuerpo se estabamuriendo, su cara estaba surcada por arrugas, tenía que estirarse un poco lapiel para afeitarse mejor, había envejecido a la misma rapidez que mi madre

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había perdido la sonrisa, desde el mismo día en que luchó por la inocencia deuna hija que no era de su sangre.

***

Esa noche soñé con ellas, mi madre sonreía, me llevaba de la mano al par-que junto al jardín de las rosas de terciopelo, rosas rojas que acariciaba con mispequeños dedos, y me sonreía, y llevaba en la otra mano a Nuria, y también son-reía, todo pasaba tan lentamente y con una luminosidad tal que parecía el cielo,entre vaporosas nubes, con nuestros vestiditos blancos de margaritas naranjas,teníamos 8 años. Cuando desperté me alegré de no haber tomado las pastillasde los sueños, “ojalá mamá no las tomará, volvería a sonreír” pensé. Recordé suslabios granate, sus pendientes, colgantes, y sus besos. Recordé a mi padre son-reír, y sonreírme, recordé sus besos en la frente y sus abrazos, supe que mi padredependía de ella para ser feliz, y entendí que me culpara por hacer cargar a sumujer del peso de decidir qué era el Bien y qué era el Mal, cuando la línea esdemasiado fina, sobretodo para un adulto, era yo quien debía pedir perdón.

***

Transcurrió el tiempo y mi madre pareció recuperarse bastante, sinembargo el estado de Nuria no varió un ápice, aunque ya estaba en casa, peroseguía igualmente recluida, ahora sus padres no permitían las visitas de Carol,decían que la excitaba, que estúpidos, nunca tuvieron trece años. El psiquia-tra de mamá recomendó que nos marchásemos del pueblo, un cambió deambiente podría ayudar a mamá no a olvidar, algo que no se buscaba, sino asuperar y asumir mejor lo sucedido, de tal modo que todas las imágenes deesos lugares que sacudían continuamente su memoria y su sistema nervioso.La noticia pasaría desapercibida en el pueblo, las lenguas estaban ocupadascon leyendas trágicas de adolescentes moribundas, el funeral era objeto decomentarios más por lo ocurrido que por la historia del finado, que incapazde soportar la presión, y sintiéndose culpable por no entender ese sentimien-to por una menor, cogió un coche tras ingerir licores para olvidar, que le lle-varon por un camino del que nunca volvió.

Anduve horas mirando al suelo, sin darme cuenta ante mis ojos aparecie-ron los ladrillos descoloridos de mi parque de las rosas de terciopelo, levanté lavista y entre una circunferencia de palmeras quedaba un vallado blanco, ya oxi-dado, en cuyo interior hacía algunos años desaparecieron nuestras rosas,cubierto por piedras blancas, que requieren menos cuidados. Después de con-

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templar unos minutos las rocas que cubrían la imagen de mi sueño, vi frente ami a Carolina, no nos habíamos percatado de nuestra mutua presencia, y sinpalabras nos acercamos la una a la otra y nos sentamos sobre el respaldo de unviejo banco de madera, “el mundo se ve mejor desde arriba” recordé que nosdecía Nuria cuando le preguntábamos por qué era tan alta.

–Me voy, no se cuando volveré –Carolina me miró atónita, no me dijo nada,pero sabía que se sentía traicionada y abandonada, y tenía razón– Lo siento.

–¿Por qué?–Se lo ha recomendado el psiquiatra a mis padres.–Digo que por qué lo sientes, no te culpo de nada...¿lo echarás de

menos? –me reí.–Bueno, me voy a otro pueblucho, pero sin playa...sí que lo echaré de

menos... –Fue lo último que nos dijimos, no teníamos nada mas que decir.

***

La costa no había cambiado mucho, apenas se percibía la almeja queformaba, enterrada por las algas, pero se notaba que había sido limpiada dematojos, quedaban las huellas de raíces arrancadas, y sus bultos permanecí-an en los costados. El olor a algas podridas no era muy intenso, el otoño noshabía ganado esta vez, y nuestra roca permanecía limpia, sola, plana, a laespera de que volviésemos allí, me quedé mirando fijamente el mar, estabarevuelto y sus olas traían la arena y algas removidas del fondo, con violen-cia, casi golpeaba nuestra roca, salpicándome en la cara sus gotas de sal quese mezclaba con las mías. Recordé a Nuria y Carolina, cuando de excursiónaventurera nos metimos por un sendero perdido de la mano de Dios, tenía-mos 10 años, cuando llegamos allí, nuestras caras resplandecieron por elhallazgo, en aquel entonces nos pareció mucho más grande, era nuestra islasecreta, bautizamos la roca del Gnomo con coca-cola y juramos mantenernuestro lugar en secreto, aceptando la maldición del Gnomo como castigo.Recordé el día en que Nuria trajo al profesor, hacía tiempo que se quedabadespués de clase para estudiar con él, se arreglaba mucho, se perfumaba, yle amaba, hasta que él, falto de un corazón tan puro, no pudo evitar sentiralgo por ese ángel adolescente, y guiado por sus pequeñas manos vino aconocer nuestro país de Nunca Jamás, a soñar que era un niño, a enamorar-se y a romper nuestro pacto...recordé el beso, cuando cerró los ojos para oírel mar mientras jugábamos con las olas, y Nuria nos dejó atrás para probarsus labios...en ese instante sentí envidia y rencor, solo mucho después meavergoncé por ello.

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Noté la presencia de Carolina en mi nuca, pero no me inmuté, sentíacomo si no hubieran pasado más de unos días desde que nos separamos enel parque de las rosas de terciopelo, solo me giré cuando me susurró “he vigi-lado que ningún grano se lo lleve los suspiros de este dolorido mar” –La miréa los ojos, sus anillos dorados brillaban aguantando dos lagrimones queluchaban por no desprenderse.

–Has crecido mucho –me dijo, me giré a mirar de nuevo el mar.–Eso nunca... –nuestro mar se había calmado una vez que nos volvimos a

reunir en su orilla de almeja, dejó de patalear como un niño mal criado, por findejó de llorar él también.

ÍndicePrefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .5Jurado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .6Premiados y seleccionados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .7Una vida de 60 minutos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .9Que no falte de nada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15El cajero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .19Amparito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .25La mujer del Cha-cha-cha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .31En la pólvora de la noche crecerán tus flores . . . . . . . .39Quedamos en la Morgue . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .43Coração . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .51Las arenas del tiempo perdido . . . . . . . . . . . . . . . . . . .61El vagón de caballos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .71Printemps . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .77Historia de unas manos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .83Ríos de luz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .89Anticuario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .101Nunca Jamás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .107

Se acaba de imprimir este libro:

“Atzavares”

en los talleres de Alfagràfic

el día 25 de octubre de 2007