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45 Familias de héroes ara quienes no fueron carran- cistas, “carranclanes”, “latrofac- ciosos” o “roba-vacas”, como nos llamaban los enemigos de entonces, o “constitucionalis- tas”, como nosotros nos de- nominábamos y también nos sentíamos, parecerá muy ex- traño que el Primer Jefe de la Revolución, que tenía que atender múltiples asuntos con ella relacionados, abandonara su Cuartel General de Piedras Negras para venir a dirigir per- sonalmente el ataque a una población tan pequeña como Candela, pero los que convivimos aquella época, sabemos perfectamente lo que significaba aquel pueblecito, como punto avanzado hacia el oriente, dominando la vía férrea de Laredo y, además, lo que le prestaba una importancia enorme, lo que para nuestro sentimen- talismo querían decir estas siete letras: Candela. De Candela partieron las expediciones que dieron las pri- meras armas arrancadas al enemigo, los primeros cartuchos Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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Familias de héroes

ara quienes no fueron carran-cistas, “carranclanes”, “latrofac-ciosos” o “roba-vacas”, como nos llamaban los enemigos de entonces, o “constitucionalis-tas”, como nosotros nos de-nominábamos y también nos sentíamos, parecerá muy ex-traño que el Primer Jefe de la Revolución, que tenía que atender múltiples asuntos con ella relacionados, abandonara

su Cuartel General de Piedras Negras para venir a dirigir per-sonalmente el ataque a una población tan pequeña como Candela, pero los que convivimos aquella época, sabemos perfectamente lo que significaba aquel pueblecito, como punto avanzado hacia el oriente, dominando la vía férrea de Laredo y, además, lo que le prestaba una importancia enorme, lo que para nuestro sentimen-talismo querían decir estas siete letras: Candela.

De Candela partieron las expediciones que dieron las pri-meras armas arrancadas al enemigo, los primeros cartuchos

Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx

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quitados, la primera dinamita para fabricar bombas. Las muje-res de Candela hicieron banderas para la Revolución y dieron a sus hijos, a sus esposos y a sus hermanos para la lucha. Un solo hombre de aquel pueblo fue “huertista” y sirvió a los pelones; se llamaba Narciso Romero y su nombre era execrado, aunque si vive, es probable que ahora esté en mejor situación que mu-chos revolucionarios.

De allí salió El Chaparro, el auxiliar más eficaz y desinte-resado de don Jesús Carranza. El Chaparro era guía, explora-dor, correo; se colaba por entre el enemigo, ayudado por su maravilloso conocimiento del terreno, su audacia sin límites y su valor desmedido. Es uno de los héroes ignorados de la gran Revolución, que fue ingrata y olvidadiza con él, pues entiendo que vive pobre y casi ciego en su tierra natal, sin otra recom-pensa a sus sacrificios que la conciencia de haber cumplido y el acervo de sus recuerdos. Pero no importa, Chaparro amigo, ya que otra cosa no puedo hacer, escribiré pronto un episodio de-dicado exclusivamente a tu valor, a tu hombría y a tus servicios.

Por todo esto, porque don Venustiano, como todos los mexicanos, a pesar de su carácter de hierro, era un poco sentimental, amaba a Candela y tenía deseos vehementes de arrancarla de las manos manchadas de los “huertistas”, deci-dió recuperarla a toda costa, lanzando a sus mejores tropas al asalto.

Así el día 7 de julio ordenó el Primer Jefe el avance y las fuerzas que comandaban los coroneles Pablo González y Jesús Carranza, y las ametralladoras a las órdenes de Bruno Gloria y Daniel Díaz Couder, se pusieron en movimiento. Esa no-che, después de descansar en el rancho de San Pedro, cerca del Puerto de La Carroza, pernoctamos frente a Candela, listos para atacar en las primeras horas de la mañana del día 8 de julio.

Mas antes de reseñar el ataque, deseo referir un hecho do-loroso, pero necesario para dar idea de la justicia revolucionaria. Era el capitán Lázaro Morales uno de los elementos más apre-

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ciados de don Pablo González, pero el día 7, cerca de La Carroza, se presentó ante este jefe un anciano indignado y lloro-so, quejándose de que Morales había atropellado a una hija del querelloso en un rancho cercano. Don Pablo mandó aprehender a Morales y levantar una información que dio por resultado que era cierto el atentado, comprobándolo varios testigos, por lo que fue condenado a muerte.

Se comunicó el caso y la sentencia al Primer Jefe, quien la aprobó y el capitán Morales fue pasado por las armas la víspera del ataque glorioso. La justicia de la Revolución quedó cum-plida, pero a mí, que estaba cerca del coronel González, me pareció ver, cuando sonó la descarga fatal, que una lágrima se deslizaba de los ojos del recio soldado revolucionario… Quizá fuera por el sol quemante de julio, quizá por alguna partícula de polvo levantado por los cascos de los caballos en aquel pol-voriento camino…

También dedicaré unos renglones al Servicio Sanitario, que ese día iba a tener bastante trabajo. Éste se componía del mé-dico del Primer Jefe, el doctor Oribe, cuya huella he perdido desde hace largos años y de mi compadre Ricardo González V., de quien ya he hablado y que la dragoneaba de doctor, con har-to sentimiento de los infelices que caían en “su tribunal”... Del Hospital de Monclova, donde prestaba sus servicios, se había in-corporado, creo que hasta sin permiso y guiado por su entusias-mo juvenil, el entonces practicante y hoy médico Francisco Vela González (Pancho Vela como le decíamos), pero desgraciada-mente el día antes del combate se le volteó el caballo y se fracturó una clavícula, por lo que fue enviado a Gloria de Pánuco, des-pués de haber padecido bajo el poder de mi compadre Ricardo, que le dio dos o tres “sobadas” estilo “huesero” y un enorme trago de mezcal, que si no lo curó, lo puso en estado de no protestar porque lo mandaban fuera de la línea de fuego futura.

Y ahora, prosigamos. El mayor Carlos Prieto, serio como un poste, emplazó sus bocas de fuego tras de unos árboles, cerca de una acequia, por el sur. El teniente coronel Jacinto B. Treviño,

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jefe de Estado Mayor del Primer Jefe, avanzó por el frente con las ametralladoras de Bruno Gloria y los zapadores del capitán Francisco L. Urquizo; por el ala izquierda, al poniente, entró el coronel Pablo González, con sus valientes jefes Poncho Vázquez, Francisco Sánchez Herrera, Jesús Soto, Antonio Maldonado, Samuel Vázquez, Julio y Braulio Aguilar, Federico Silva y otros. Por el oriente, esto es, por Golondrinas y Carrizal, atacó el coronel Jesús Carranza con los bravos Francisco Murguía, Teo-doro Elizondo, Rómulo Zertuche, Alfredo Ricaut, Fortunato Maycotte, José Santos, Pablo González chico, Heliodoro Pérez, Fortunato Zuazua, Jesús González Morín, Aniceto Farías, José V. Elizondo El Colorado y muchos más.

Estación de ferrocarril, Cuartel General de los constitucionalistas, panorámica. SINAFO-Archivo Casasola.

Con don Pablo y don Jesús estaban sus llamados estados mayores faltando recordar entre los del primero a los profeso-res Félix Neira Barragán, Ignacio Cortinas y Ángel H. Casta-ñeda, y con el segundo a Jesús Novoa que llegó a general. Pero entonces habían adquirido los jefes la malísima costumbre de

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que los miembros de sus estados mayores se dedicaran también al noble arte de “echar bala”, como dicen nuestros “juanes” y que se metieran al combate como si fueran soldados, por lo que no era ninguna granjería ser oficial de Estado Mayor (al menos esa era nuestra opinión en aquellos tiempos y por mi parte sigue siendo la misma), por lo cual los oficiales de ambos jefes andábamos enredados disparando nuestros 30-30 con-tra los odiados pelones, como cualquier ciudadano armado o “muchacho”, porque entonces no se les decía “soldados”, ni “juanes” y cada jefe los llamaba “mis muchachos”, lo que no sería muy militar que digamos, pero era más democrático y denotaba el compañerismo reinante entre nuestras filas…

Pues bien, cerca del panteón nos encontrábamos con don Jesús, todos a caballo, aguantando “heroicamente” el diluvio de balas con que nos obsequiaba el enemigo, fuerte en unos trescientos hombres que había dejado allí el general Guillermo Rubio Navarrete, y que mandaba José Alessio Robles, figuran-do entre ellos un escuadrón de la Gendarmería Montada de la capital. Y digo que heroicamente y también por fuerza, porque don Jesús a pesar de su volumen, que presentaba magnífico blanco, permanecía impasible ordenando de vez en cuando a sus oficiales: “Fulano, vaya usted a decir al teniente coronel Murguía que corra su gente a la derecha” o “vaya a decirle al teniente coronel Ricaut que avance con su gente una cua-dra más adentro” o cualquiera otra orden que el “interfecto”, haciendo de tripas corazón partía a cumplir, a media rienda, entre la balacera espantable del enemigo.

Y fue en aquellos momentos cuando el hálito de la tragedia flotaba en el ambiente cuando veíamos a cada momento pasar ca-millas o angarillas con muertos o heridos de los nuestros: cuando el estampido de los cañones de Prieto nos ensordecía, cuan-do el pavoroso tap-tap-tap de las ametralladoras revolucionarias y federales nos ponía los pelos de punta y las balas “piaban” en nuestros oídos como invisibles pajaritos… entonces llegó la Madre Filosofía, con sus ribetes irónicos, a deshacer el hechizo

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macabro que tenía nuestros nervios en tensión, como cuerdas de violín.

De pronto, el capitán Manuel Caballero, mi tocayo, como siempre lo nombraba yo, que se encontraba junto a mí, a ca-ballo como todos, se inclinó sobre su montura y acercando su boca a mi oído, para dominar el ruido de los disparos, me preguntó con cómica seriedad:

—Oye, tocayo, tú que eres tan leído y tan escribido, ¿sa-bes si en algún tiempo ha habido héroes en las familias de los González y los Caballeros?

Y respondí asombrado: —No, tocayo, ¿por qué me lo preguntas?—Porque entonces, ¿quién demonios nos manda andar en

estos trotes presumiendo de héroes a chaleco? Filosofía barata, pero que me hizo reír, a pesar del momen-

to, por su oportunismo, como hizo reír después a nuestros jefes cuando lo supieron y hasta a don Venustiano, cuando lo supo, porque, aunque muchos crean lo contrario, el auste-ro prócer sabía reír, como sabía mandar, y un día diré lo que expresó cuando alguien quiso que ordenara la supresión del primer periódico revolucionario, que se hacía en Monclova, escrito a máquina y se llamó… pero esos son “otros López” o mejor dicho, otro cuento que a su tiempo se sabrá.

Y luego… la lucha continuó, formidable, encarnizada, tremenda, habiendo derroche de valor por ambas partes, pues recuerdo que de los nogales, en que se habían trepado los pelones para disparar, caían muertos por nuestras balas, dejando arriba los capotes que entonces usaban los federales. Casi todos los defensores de Candela cayeron sin vida, salván-dose únicamente los jefes y algunos oficiales a caballo rumbo a Lampazos. Un pequeño retén, que estaba en la torre de la iglesia, seguía disparando, hasta que agotado el parque, se les amenazó con incendiar la iglesia si no bajaban y entonces bajaron. Varios oficiales que quedaron prisioneros y no qui-sieron incorporarse a nuestras filas fueron fusilados, mas debe

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recordarse que en aquellos tiempos la guerra era sin cuartel y cuando los nuestros caían en poder de los huertistas eran colgados sin misericordia, como bandoleros, mientras que nosotros les hacíamos el honor de fusilarlos como a soldados.

El botín de guerra fue grande, el más grande que hasta aquel día habíamos recogido: como cien caballos ensillados por lo que la infantería del capitán Urquizo se convirtió en caballería; unos doscientos fusiles y carabinas Mausser, raras entre nosotros; dos ametralladoras Hotchkiss, que eran las pri-meras de esa marca que teníamos y algún parque, que mucho necesitábamos.

El Primer Jefe premió con el ascenso a todos los jefes y oficiales, nombrando generales sobre el campo de batalla a los coroneles Pablo González y Jesús Carranza.

Hasta el famoso teniente Rábago ascendió por enésima vez, pues éste era una calamidad; bravo entre los bravos, pero borra-cho entre los borrachos, y cada vez que se ponía un “trueno” gordo, armaba un escándalo brutal con tiros, alaridos y demás amenidades, por lo que don Jesús lo arrestaba y además lo de-gradaba a subteniente, pero en el primer encuentro que había Rábago hacía prodigios de valor y no había más remedio que ascenderlo a teniente, hasta que se colocaba otra “tranca” con su “mitote” correspondiente, y lo degradaban de nuevo. Era un individuo gracioso, pues recuerdo que un día lo regañó don Je-sús porque traía un caballo blanco, diciéndole el dicho ranchero: que “los caballos blancos y los p... enitentes, se conocen desde lejos”. ¿Y qué hizo Rábago? Pues muy sencillo; como no se en-contró otra manera de cambiar el color del caballo blanco se robó unos lápices tinta, y lo pintó de azul, presentándose así al jefe, que lo arrestó, pero se rió de su ocurrencia.

Los clarines constitucionalistas lanzaron al aire sus “dia-nas”, de triunfo, que repercutieron en las montañas de Candela y todos aquellos hombres animados por un solo ideal: la victoria de la causa del pueblo, saludaron al Primer Jefe con un estruen-doso “¡Viva Carranza!”

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Allí en el pueblo recapturado permanecimos aquella noche celebrando la victoria, pero a la madrugada siguiente, muy tem-prano, llegó un correo de Gloria, con un mensaje del teniente coronel Emilio Salinas, quien había quedado guarneciendo la ciudad de Monclova, noticiando que una columna huertista, con elementos de las tres armas, al mando del general Joa-quín Maas, se acercaba a Monclova, habiendo derrotado a los nuestros en los primeros encuentros. Inmediatamente salió el general González con las tropas más descansadas, para tratar de detener a los federales.

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