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Sobre la mente de las máquinas y el moterialismo del inconsciente. Primera parte En el nacimiento de la ciencia cognitiva a mediados del siglo XX, encontramos una metáfora que podemos llamar fundante: es la "metáfora del ordenador" como modelo de los procesos mentales en general, y de la función cognitiva en particular (pensamiento racional, adquisición de conocimientos, inteligencia, memoria). 23-11-2006 - Por Héctor López 1. La metáfora del Ordenador En el nacimiento de la ciencia cognitiva, a mediados del siglo XX, encontramos una metáfora que podemos llamar fundante: es la “metáfora del ordenador” como modelo de los procesos mentales en general, y de la función cognitiva en particular (pensamiento racional, adquisición de conocimientos, inteligencia, memoria). El ordenador -o entre nosotros la computadora- había hecho su aparición no mucho antes, destinado a la función de procesar información. No es más que un artefacto inerte creado por la tecnología, pero su semejanza tan cautivante con la inteligencia humana produce la ilusión de que el proceso cognitivo (estímulo, procesamiento y almacenamiento de información, y finalmente respuesta) funciona como en nosotros. Lo más asombroso es que hasta cierto punto es verdad; usted puede jugar al ajedrez con su vecino o con su PC., y la máquina puede “crear” situaciones aún mas ingeniosas que su vecino. Por eso, cuando los cognitivistas hablan de “inteligencia” toman la precaución de agregarle un adjetivo: “humana” o “artificial”. Pero no todos toman la precaución de establecer sus diferencias, que son esenciales.

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Sobre la mente de las máquinas y el moterialismo del

inconsciente. Primera parte 

En el nacimiento de la ciencia cognitiva a mediados del siglo XX,

encontramos una metáfora que podemos llamar fundante: es la

"metáfora del ordenador" como modelo de los procesos mentales en

general, y de la función cognitiva en particular (pensamiento racional,

adquisición de conocimientos, inteligencia, memoria).

23-11-2006 - Por Héctor  López

1. La metáfora del Ordenador

En el nacimiento de la ciencia cognitiva, a mediados del siglo XX, encontramos una metáfora

que podemos llamar fundante: es la “metáfora del ordenador” como modelo de los procesos

mentales en general, y de la función cognitiva en particular (pensamiento racional, adquisición de

conocimientos, inteligencia, memoria).

El ordenador -o entre nosotros la computadora- había hecho su aparición no mucho antes, destinado a la función de procesar

información. No es más que un artefacto inerte creado por la tecnología, pero su semejanza tan

cautivante con la inteligencia humana produce la ilusión de que el proceso cognitivo (estímulo,

procesamiento y almacenamiento de información, y finalmente respuesta) funciona como en

nosotros. Lo más asombroso es que hasta cierto punto es verdad; usted puede jugar al ajedrez con

su vecino o con su PC., y la máquina puede “crear” situaciones aún mas ingeniosas que su vecino.

Por eso, cuando los cognitivistas hablan de “inteligencia” toman la precaución de agregarle un

adjetivo: “humana” o “artificial”. Pero no todos toman la precaución de establecer sus diferencias,

que son esenciales.

Por otra parte, una cierta ambigüedad al comparar los procesos mentales con la actividad cerebral

en el seno del cognitivismo, ha llevado a algunos investigadores de la inteligencia artificial a

declarar lisa y llanamente que el ordenador es una metáfora del cerebro humano, es decir, un

símil electrónico de un órgano. Sería fantástico, si en el futuro alguien perdiera su cabeza, podrían

sustituirla por un cerebro virtual del tamaño de un procesador Intel.

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Muchos autores lo piensan seriamente, porque siguiendo este hilo de sustituciones

(Ordenador=cerebro=mente) llegamos a la conclusión de que tenemos mente porque

tenemos cerebro, y sabemos cómo funciona el cerebro porque conocemos las reglas con que

opera el ordenador. Para estos autores el cerebro es la “base de operaciones” y la causa de

la mente, es decir de toda nuestra actividad simbólica incluyendo el lenguaje.

El cerebro sería el “panel de control” que organiza las relaciones y articulaciones “internas” que

permiten que la actividad eléctrica de una red neuronal se transponga en proceso mental, por

ejemplo: en memoria, cognición, o lenguaje, a partir de procesos químicos.[1]

De todos modos, el pasaje de la metáfora del ordenador a la metáfora del cerebro es en verdad un

avance muy relativo, pues la primera continúa operante en la segunda, ya que en neurociencia la

concepción que se tiene sobre la estructura del cerebro está construida sobre la base del

funcionamiento del ordenador, que convierte también al cerebro en un procesador de información. Si

progresamos del ordenador al cerebro, pero estudiamos el cerebro como si fuera un

ordenador, ¿dónde está el progreso? No obstante, los Investigadores del legendario MIT (Instituto

Tecnológico de Massachusetts), no dejan de soñar con que “la inteligencia artificial es el siguiente

escalón evolutivo” (Edgard Fredkin ).[2]

Bajo estos postulados el cognitivismo actual se organiza en dos grandes paradigmas: 1. la cognición

como metáfora del ordenador digital, 2. la cognición como metáfora del cerebro. En la medida que

estas analogías funcionan como axiomas, nadie considera que requieran de una demostración “en el

principio”.

2. Inteligencias vacías

Para quienes pensamos estas cosas con el psicoanálisis, vemos que ciertas teorías recurren a un

lenguaje científico, pero que, como El caballero inexistente de Ítalo Calvino, son una hermética

armadura formal que recubre un vacío. Son teorías de una inteligencia sin sujeto, como bien

queda plasmado en el siguiente párrafo: “Para el MIT la idea de que debe haber un agente que

«realice el acto de pensar» es sólo un eco moderno de la idea de que debe haber un «alma» en la

glándula pineal” (Turkle 1980, p. 266).

No deja de interesarnos esta idea de un pensamiento sin “alguien” que los piense, en la

medida que nos evoca fuertemente al inconsciente freudiano.

Pero no debemos olvidar la sentencia freudiana: “donde eso era (la máquina formal), el sujeto debe

advenir” (Wo Es war soll Ich werden) (Freud 1933, p. 74). Que la “máquina formal” del lenguaje es

materia muerta sin el sujeto, queda sintentizado en la siguiente frase de Lacan: “Pues todo ese

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significante, se dirá, no puede operar sino estando presente en el sujeto. A esto doy

ciertamente satisfacción suponiendo que ha pasado al nivel del significado” (Lacan 1957, p.

190).

Por otra parte, sería difícil para un psicoanalista que haya leído el “Proyecto de psicología para

neurólogos” de Freud, no estar de acuerdo con los filósofos de la mente que no admiten que “debe

existir un agente pensante, un «yo» para que tenga lugar el pensamiento, idea a la que Minsky tilda

de pre-científica” (Turkle 1980, p.265). Idea a la que también Freud, y luego Lacan, consideran

teóricamente oscurantista y clínicamente tendenciosa. Dice Freud: el yo es apenas el “payaso del

circo”[3] y no el agente de la razón, al menos no de “la razón desde Freud”, según reza el título

de “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud” de J. Lacan.

Ante este problema, el cognitivismo debe resignarse al yo, dice F. Varela, como un mal

necesario (Varela 1986), ya que la creencia en un yo es imposible de remover, no sólo en el

sujeto, sino también en el investigador. A la pregunta ¿quién piensa? No habría más remedio que

responder “yo”.

Sin embargo, cognitivistas como Varela, como Minsky o como Pappert, saben que existe otro nivel

de determinación de los fenómenos mentales, pero seducidos por la “autonomía funcional” de los

procesos “inteligentes” que se instancian en ese nivel segundo, no atinan a colocar allí a ningún

sujeto. Para ellos la noción de sujeto acaba en las funciones del yo. Si no existe el yo, pues

bien, tampoco existe el sujeto. El “ser” es una entidad metafísica.

Pero el psicoanálisis afirma que ese yo es apenas una instancia narcisística que “cree”

actuar de acuerdo a sus intereses, pero que desconoce una parte oscura de sí mismo, un

saber que se le escapa y que lo escinde entre lo que cree saber, y una verdad inconsciente

que no es la suya, sino “del sujeto”.

Si bien es cierto que los procesos son autónomos, producen sin embargo un efecto de sujeto que

puede hacer escuchar en la superficie la verdad particular. De lo contrario, ¿Cómo justificar una

continuidad entre lo orgánico y lo simbólico por más conexiones que se postulen? ¿Cómo hacer del

cerebro la causa última de lo psíquico? ¿Cómo llenar el abismo entre esas dos realidades disímiles?

La filosofía de la mente es en gran parte un intento por resolver esa incógnita.

La inteligencia artificial (I.A.), campo donde se supone que las máquinas pueden ser

pensantes, ha puesto este tema de las relaciones entre la res extensa y la res cogitans en un

puesto prioritario del debate cognitivista. Aunque el problema está lejos de ser resuelto, hay

autores que han aportado sus soluciones. El más notable de ellos es John Searle que en su

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ensayo “Mentes y cerebros sin programas” (Searle 1989, p. 413) pretende haber arribado a la

solución “definitiva” del enigma de las relaciones mente-cuerpo, por la vía neurofisiológica.[4

3. El inconsciente cognitivo.

Sin embargo, otros investigadores cognitivistas, entre los que valdría la pena citar a Manuel

Froufe, autor de El inconsciente cognitivo, la cara oculta de la mente (Froufe 1997),

consideran que si el ordenador es una metáfora de la mente, no lo es menos el cerebro

mismo.

Esto significa que el cerebro no sería “la” mente, homologación que aparece en muchos

autores (“el cerebro, es decir la mente”, o “la mente, es decir el cerebro”), sino un modelo

para dar cuenta de un objeto que –como el inconsciente freudiano– tiene de “realidad” sólo la

de ser un concepto, sin referente empírico.

El pensamiento positivista no se conforma con un objeto conceptual, busca “descubrirlo” en el

mundo de las cosas, por eso un autor como D. B. Klein puede preguntarse si el inconsciente

freudiano ha sido un invento de Freud o un el descubrimiento de una realidad (Klein 1977). Desde la

moderna epistemología “discontinuista” podríamos responder a Klein que el “invento” de Freud hace

existir al inconsciente como objeto, o como decía Saussure: “el punto de vista «es» el objeto”,

siempre que Klein esté dispuesto a aceptar que la ciencia actual no se ocupa de objetos

empíricos sino de objetos simbólicos, no por eso menos reales.

La idea que comentábamos de Froufe echa por tierra toda pretensión de continuidad mente-materia,

e introduce la función del corte epistemológico al suspender la certeza “material” en cuanto a la

causalidad psíquica, y la necesidad de introducir un orden tercero, más allá de las propiedades tanto

del cerebro como de la mente subjetiva. En el caso de Froufe sería el concepto de metáfora, pero no

como representando a un referente material como el cerebro, sino como sucesivas analogías que no

representan a ningún objeto material en tanto referente final, sino que sustituyen a la imposibilidad

lógica de situar la causa en lo real.

Si hablamos de un orden tercero, y si rescatábamos la idea de Froufe (el cerebro como

metáfora biológica de una metáfora electrónica), es porque el psicoanálisis postula que ese

orden tercero es el del lenguaje, estructura simbólica cuyo origen no es el cerebro, pero

tampoco la mente, sino justamente el Otro (A).

Este Otro del lenguaje es causa del inconsciente (“el inconsciente está estructurado como un

lenguaje”, Lacan) al mismo tiempo que causa del sujeto (“un significante —campo del Otro—

es lo que representa al sujeto para otro significante”). Por supuesto que este “sujeto” no es el

individuo de la psicología, ni siquiera es un sujeto empírico, sino el representante de aquella

instancia que recoge los efectos simbólicos de una causa imposible por ser inconsciente.

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Tampoco en psicología cognitiva, cuando se habla de sujeto, nos estamos refiriendo al sujeto

personal de la conciencia, tampoco al yo, sino a una entidad propia de esa disciplina. ¿Quién

es ese sujeto? Ese es el problema, no sólo para nosotros sino también para la psicología cognitiva:

“Desde luego, el sujeto cognitivo no es el que solemos entender por tal en nuestra vida

cotidiana. No suele serlo, por lo menos. Es decir: no suele identificarse el sujeto cognitivo

con ese marco de autoreferencia al que atribuimos, en nuestros intercambios sociales y

reflexiones personales, unas ciertas intenciones y metas, un determinado sentido de la

identidad persona, una conciencia de segundo orden de ciertos contenidos, objetivos y

razones de conducta. Dicho en otras palabras, el sujeto cognitivo no se identifica con el

“sujeto de atribución de la psicología natural” (Riviere 1986, p. 30).

Pero cuando se trata de definir ese sujeto en términos positivos, un autor tan importante como el de

la reciente cita se las ve en aprietos similares a los nuestros cuando queremos definir al sujeto

psicoanalítico. Sólo dice que lo importante “es que el sujeto cognitivo no puede identificarse

con el sujeto personal” (Riviere 1986, p. 31) ya que debe ser ubicado en un nivel

“subpersonal”. De todos modos agrega que el sujeto cognitivo se caracteriza en términos de

cierta “arquitectura funcional”, es decir de una determinada forma de organización del

sistema cognitivo que establece “límites de competencia” en el funcionamiento cognitivo.

Sin embargo el cognitivismo más apegado a la I.A. o a la neurociencia (las dos corrientes actuales

más importantes dentro de las ciencias cognitivas), más atado al pensamiento positivista y

experimental, rechaza esta vía de pensamiento por considerarla “metafísica”. Ellos entienden que

el lenguaje es, ya sea una emergencia funcional de propiedades lógicas del cerebro humano

(Noam Chomsky, entre los más ilustres) o ya sea una propiedad autónoma del espíritu

humano alcanzada en su devenir histórico-social (Vigotsky), dejando así la cuestión del

origen del lenguaje trabada en relaciones duales, que prolongan el debate antiguo entre

nominalismo y realismo.

La metáfora del ordenador, verdadero órgano de procesamiento de datos, sirvió magníficamente a la

naciente ciencia cognitiva como una figura muy convincente de las funciones atribuidas al cerebro y

permitió su desarrollo a expensas de dejar en las sombras la verdad lógica de esa comparación. Al

mismo tiempo, aceptar toda la tradición positivista que hace del cerebro mucho más que una

condición de los procesos cognitivos pues lo entroniza como su causa, le permitió

desconocer la función del Otro en la causación psíquica.

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Recién con la teoría de las redes sociales y semánticas del modelo conexionista, pareciera

comenzar una aceptación de la cognición como una cuestión dialéctica, aunque siempre

dentro de los límites de la dualidad sujeto-objeto.

La “computadora” humana no tiene la autonomía ni la perfección del ordenador. Si es una

máquina, es una máquina “desarreglada” dice Lacan, porque sus reglas simbólicas son

infiltradas sin cesar por la pulsión y por el deseo inconsciente, función que no posee una

máquina salvo en la ciencia-ficción, donde se trata precisamente de eso: del deseo perverso de la

máquina más allá de las reglas simbólicas de su “programa”. Cuestión terrorífica pues, más allá de

esa instancia, una máquina devendría sujeto, como usted y como yo, es decir, imprevisible.

En el campo particular de la “psicología cognitiva”, esta danza de metáforas despejó ciertas incógnitas. Tal

psicología tiene como objeto los procesos subyacentes que permiten las funciones psíquicas

concientes, pero que de por sí no tienen la cualidad de la conciencia ni la realidad de la

conducta. Se trata del procesamiento de información como función central y casi única de la

mente, ya que las emociones, la angustia y hasta los síntomas como el panic attack, son

respuestas que provienen de ciertos guiones particulares que funcionan como “conceptos

erróneos” en un procesamiento de información determinado (Raimy 1988, p.225-243).

Obviamente, estos procesos no son observables en un nivel fenoménico conductual, pero no por

eso la psicología cognitiva está dispuesta a renunciar al conocimiento científico de sus mecanismos

y leyes subyacentes.

Así es como se obliga al método experimental donde, a partir de ciertas manifestaciones observadas

en situaciones de control, procura acceder al conocimiento de los procesos “internos” inobservables.

Las preguntas “son las mismas que las nuestras” dice Lacan, por eso la psicología cognitiva

necesita acarrear tantas nociones del psicoanálisis para fundamentar su clínica, pero el objeto

construido y las respuestas son muy diferentes.

Ante la imposibilidad de observar directamente el procesamiento mental, la metáfora del ordenador

digital como homólogo a la mente humana produjo la ilusión de que si conocemos el ordenador,

cosa hasta cierto punto posible, conoceremos la mente.

El problema reside en considerar que “la mente” es un objeto tan real como una máquina

electrónica y no una hipótesis o metáfora de un objeto imposible de hallar en la realidad. Es la

creencia que domina en todo el campo de la neurociencia y que dice: si conocemos el cerebro,

conoceremos la mente. Claro que, como ya lo dijimos, la neurociencia en tanto disciplina cognitiva,

también se apoya en la estructura del ordenador para conocer el funcionamiento del cerebro, con lo

cual volvemos al punto de partida.

3. La demolición de las máquinas.

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Las diferencias entre el modelo computacional y la mente humana —en lo que al procesamiento de

información se refiere— fueron advertidas por el cognitivismo a partir de los años ochenta y en un

sentido creciente. La insatisfacción provenía, a mi juicio, de que no había lugar allí para una variable

evidente, el sujeto.

Por ejemplo J. Campbell (1992) —citado en la brillante tesis doctoral de Mariano Bruno—, advirtió

que el procesamiento secuencial de símbolos, propio de una máquina inteligente, no se corresponde

con la forma del pensamiento y del lenguaje humanos: “el pensamiento de los seres humanos, a

diferencia de las computadoras standard, es analógico, probabilístico, admite la ambigüedad,

los grises. No posee una lógica binaria, a veces decimos: «puede ser». No se piensa paso a

paso, a la manera de un teorema de lógica simbólica o un programa tradicional de

computación. En el caso humano se piensan muchas cosas a la vez, y a partir de estos

múltiples factores se actúa” (Bruno 2005, p 57).

Agreguemos —para hacer esta aseveración aún más contundente— que así como no se

piensa paso a paso, tampoco se habla paso a paso. Si bien la propiedad de la linealidad del

significante enunciada por Saussure es necesaria en el acto de emisión, no por eso es suficiente

para comprender su estructura: mientras digo una cosa estoy diciendo otra, como lo demuestran los

chistes y los rebus y en general el “paralelismo” en el lenguaje. Es por ello que todo enunciado

requiere de un interlocutor que sancione el sentido de la frase pronunciada por el locutor,

frase que de por sí es puramente significante, es decir que no tiene ninguno.

Los cognitivistas ganarían en coherencia con su propia doctrina si aceptaran que cuando alguien

habla pronuncia sólo sonidos de la lengua, y a quien escucha le llegan sólo esos sonidos materiales.

No se pronuncian ni se escuchan los significados, que son mentales. Los significados son

reconstruidos en la mente de los interlocutores, y el problema es que con suma frecuencia, uno

reconstruye significados diferentes a los del otro.

La metáfora del ordenador luego de comenzar a mostrar sus falencias como modelo de la actividad

mental, fue sustituida por otras teorías acerca de los procesos mentales subyacentes, como es el

caso del “conexionismo” cognitivista, relativamente alejado de la ciencia informática y de la

inteligencia artificial, y más cercano a la analogía cerebral impuesta por la neurociencia . El

conexionismo, basado en la teoría de las redes, pretende haber superado las limitaciones de la

metáfora del ordenador. En los primeros capítulos de la obra de Francisco Varela De cuerpo

presente, las ciencias cognitivas y la experiencia humana se pueden seguir las sucesivas

transformaciones del paradigma cognitivista, hasta llegar a la etapa que el autor plantea como la

última y que es la suya: el enfoque «enactivo», una teoría cognitivista sin computadoras, sin

cerebros y sin yo (Varela 1986, Segunda parte: “Diversas formas de cognitivismo”). Según Varela, la

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mente no funciona como un ordenador, y –aunque inspirada en las redes neuronales–, es

discontinua con respecto al cerebro. Pero además, siendo su actividad inconsciente, no necesita

para operar de esa instancia llamada yo, postulada por la psicología académica como el amo y

señor de los procesos mentales.

Pero así y todo, entre tanta demolición hay algo que sigue en pie: en principio, el propósito de

conocer las operaciones que subyacen a los fenómenos y funciones mentales, y la categorización

de esas operaciones como procesamiento de información.

Referencias

[1] Esta teoría de nivel “micro” ha dado lugar al predominio actual del tratamiento químico para todo

malestar o enfermedad del sujeto en la cultura actual.

[2] Citado por Sherry Turkle (1980, p. 241).

[3] “El yo juega ahí el risible papel del payaso del circo, quien, con sus gestos, quiere mover a los

espectadores a convencerse de que todas las variaciones que van ocurriendo en la pista se

producen por efecto exclusivo de su voluntad. Pero sólo los más jóvenes entre los espectadores le

dan crédito” (Freud 1914)

[4] En la segunda parte nos ocuparemos de Searle.

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SEGUNDA PARTE

Sobre la mente de las máquinas y el moterialismo del

inconsciente. Segunda parte 

En el nacimiento de la ciencia cognitiva a mediados del siglo XX,

encontramos una metáfora que podemos llamar fundante: es la

"metáfora del ordenador" como modelo de los procesos mentales en

general, y de la función cognitiva en particular (pensamiento racional,

adquisición de conocimientos, inteligencia, memoria).

04-12-2006 - Por Héctor  López

1. La solución de John Searle

 

En vez de presumir de lo que encontramos de falacia y de petición de principios en esta

concepción de la mente, recurriremos al expediente de realizar un comentario del ensayo de

John. Searle “Mentes y cerebros sin programas”, donde él presente su “solución” a la

aporía de las relaciones entre la res extensa y la res cogitans, o en otros términos

entre el cerebro y la mente. Será un comentario interdiscursivo en cuyo transcurso haremos

intervenir a la doctrina psicoanalítica para dirimir dos hipótesis básicas: 1. El problema del

dualismo mente-cuerpo requiere de una solución que no sea dualista a su vez, y 2. La futilidad de

comparar el psiquismo con el computador se funda en que la propiedad esencial de la cognición

humana, a diferencia de la máquina, es el “error de cálculo”, y aún más, la insistencia en el error.

Searle es uno de los filósofos de la mente más sagaces y su ensayo “Mentes y cerebros

sin programas” (Searle 1989, p. 413-443) es realmente sugestivo. Ya veremos qué tipo de

cognitivismo es el suyo.

El texto se plantea demostrar dos cuestiones fundamentales: 1. Que la

inteligencia artificial de una máquina inteligente, por más compleja que sea, no es

equivalente a una mente. 2. Que la relación mente-cuerpo es una falsa dualidad ya

que no existe como tal.

De la cuestión 1 existe un antecedente notable, aunque de conclusión abierta, que no

podemos dejar de mencionar. Alan M. Turing (1912-1954) en su ya legendario Test de Turing

(Turing 1934, p. 15-60), se propone determinar si puede una máquina pensar, lo cual es

equivalente al problema que se plantea Searle: ¿tiene mente una máquina?

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Se trata de una experiencia ideal, donde un sujeto interroga a ciegas a otros dos, un

hombre y una mujer, y debe a partir de sus respuestas, adivinar quién es el hombre y quién la

mujer.

Turing introduce la variante de sustituir a uno de los dos por una máquina inteligente e

intentar descubrir «quién» es la máquina. Si la máquina logra engañar al interrogador tanto como

lo haría un humano, ¿significaría esto que las máquinas piensan? No lo afirma, pero un resultado

positivo sería lo que autoriza el interrogante.

Por supuesto que para responder habría que definir muy precisamente qué entendemos

por “mente” y por “pensar”, cosa que en general los cognitivistas no hacen pues dan por obvio el

significado de los términos. En un trabajo como este donde se entrecruzan discursos diferentes,

no podríamos dar una definición unívoca, pero confiamos que el contexto, en cada caso, indicará

de qué estamos hablando.

Searle, por su parte, comienza su ensayo planteando algo que nos hace sentir

como si estuviéramos leyendo el seminario 11 de Lacan. Dice que entre la causa y el efecto

hay un hiato. Aunque su vocablo sea ese, no deja de equivaler al neologismo “hiancia” de

Lacan:

“Por el contrario, cada vez que hablamos de causa, siempre hay algo anticonceptual,

indefinido. Las fases de la luna son la causa de las mareas; eso es algo vivo, sabemos en ese

momento que la palabra causa esta bien empleada. O aún mas, los miasmas son la causa de la

fiebre; eso tampoco quiere decir nada, hay una hiancia, y algo que oscila en el intervalo. En

resumen, no hay más causa que de lo que cojea”. (Lacan 1964, p. 30).

 

Esta cojera es lo que Searle se propone solucionar, resolviendo el hiato dualista entre la

materia y la mente. Pero claro, no estamos leyendo el Seminario 11, y las diferencias se hacen

sentir de entrada:

La primera es que para Lacan, la hiancia es irreductible y pertenece a la

realidad misma (“no hay causa sino de lo que cojea”); para Searle, el hiato es una

deficiencia de la teoría, un problema de conceptualización que no existe en la realidad

y que él se propone remediar.

Y la segunda es que Lacan acepta desde el vamos que la causa está perdida en

el origen mismo, que no existe causa real de lo inconsciente, y por lo tanto tampoco

de la “mente”, y mucho menos bajo los “tegumentos del cuerpo”. Searle en cambio

parte de un axioma que expresa así: “los cerebros causan a las mentes” (Searle 1989,

p. 442)[1]. A pesar de su tributo al positivismo y a la reducción organicista que se

consolida en la siguiente cita: “los fenómenos mentales son un resultado de los

procesos electroquímicos en el cerebro, tanto como la digestión es el resultado de

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procesos químicos que suceden en el estómago y en el resto del aparato

digestivo”, (p. 428), y para rematar: “los procesos causales relevantes son

enteramente internos al cerebro”, su teoría será bastante más compleja y más

“humanizada” que la tributaria de la “metáfora del ordenador”.

Es más, su ensayo comienza planteando que “usamos con razonable confianza la

psicología de la abuela en el nivel más elevado, y pensamos que tiene que haber una ciencia

dura sustentándola en el nivel más bajo…” (p. 414).

Se trata de una ironía, la psicología de la abuela es la que cree encontrar la causa del

comportamiento en el sentido común. Pero la ciencia, dice, se coloca en una situación

embarazosa al pretender encontrar en la neurofisiología la razón esencial del funcionamiento de

la mente. Se refiere a que a la ciencia se le pierden lo hilos de la continuidad causal que se

supone necesaria, y que Searle acepta como tal, por embarazoso que sea.

La abuela puede decir que ese hombre salió desnudo a la calle porque está loco, pero la

ciencia dirá además que está loco porque el agrandamiento del cuarto ventrículo es la causa de

la locura. ¿Pero cómo ese “evento” neurosifisiológico produce el fenómeno mental de la locura?

 

2. Qué hacer con el hiato.

 Es allí donde Searle descubre su hiato:

                                       Psicología de la abuela

                                                                                                              HIATO

                                   Explicación neurofisiológica

 

Muy fácilmente, es obvio, Searle traslada este hiato a la imposibilidad de resolver

el dualismo cartesiano res cogitans / res extensa: Si la facultad del pensamiento (o

digamos nosotros, del lenguaje) sigue leyes inscriptas en el cerebro, ¿cuál será la

teoría causal que pueda dar cuenta de ese salto?

“Algunos de los grandes esfuerzos intelectuales del siglo 20 han sido intentos de salvar el

hiato, de encontrar algo que no fuera psicología del sentid común, ni tampoco fuera

neurofisiología” (p. 414).

Según Searle, la ciencia cognitiva se ha erigido en el candidato actual para salvar el hiato,

bajo la forma de la inteligencia artificial (I.A.). Para muchos representantes del M.I.T (El Instituto

Tecnológico de Massachussets ya mencionado) a quienes Searle se opone, es finalmente la

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inteligencia artificial, a partir de sus leyes simbólicas, la que ha encontrado en la computación

esa especie de eslabón perdido entre la psicología de la abuela y la neurofisiología, sin

ser ninguna de las dos:

“Hay diferentes escuelas de ciencia cognitiva y de inteligencia artificial, pero la teoría más

ambiciosa para salvar el hiato es la que dice que la investigación en psicología cognitiva y en

inteligencia artificial ha establecido que la mente es al cerebro como el programa del computador

es al hardware del computador. La siguiente ecuación es muy común en la literatura:

mente/cerebro = programa/hardware” (pág 414).

Parece que nos encontramos nuevamente con la metáfora del “ordenador” (o

computador/a en la terminología norteamericana), que podemos formalizar así:

 

                                                 Mente        Software__    

                                             Cerebro   Hardware

 

Es esta la proporción que Searle critica, sobre todo en la vertiente de lo que denomina

(I.A. fuerte), y que consiste en sostener que un computador adecuadamente programado, con

los inputs y outputs correctos, tendrá literalmente “una mente en el mismo sentido en que usted

y yo la tenemos”.

Los autores más extremos afirman que existen programas constitutivos de la mente, y

que tales programas son operados en el wetware de nuestra máquina biológica. Este neologismo

(creado por Searle) sustituye aquí al término hardware, por la condición húmeda (wet) del

cerebro, pero de todos modos “esos mismos programas podrían ser operados en el hardware de

cualquier computador que fuera capaz de sostener el programa” (pág. 415).

Si nuestros estados mentales, digamos por ejemplo las creencias y los sentimientos, son

también efectos de un programa, —como lo supone la psicoterapia cognitiva, (Cf. Victor Raimy,

1984, p. 224 )— las máquinas deberían tenerlos en el mismo sentido que nosotros. Si todo

depende de un puro formalismo, ¿por qué no pensar en una identidad total entre el hombre y la

máquina?

¿Existen de verdad, se pregunta Searle, autores cognitivistas que puedan sostener

semejante cosa? Por supuesto que sí, y para probarlo nos menciona sus nombres. Por mi parte,

puedo mencionar además los trabajos donde lo hacen, pues están incluidos entre las ponencias

de la conferencia fundacional de la Cognitive Science Society realizada en San Diego en 1980

(Norman 1981). Se trata de Herbert Simon quien en varios artículos ha sostenido que ya

contamos con máquinas que pueden pensar en un sentido literal, y que en la citada conferencia

presentó el artículo “Ciencia cognitiva: la más nueva ciencia de lo artificial” (Norman 1981, p. 25)

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y de Allan Newell quien en su ponencia “Sistemas de símbolos físicos” (Norman 1981, p. 51)

afirmó sin ningún relativismo, que la inteligencia (tanto humana como artificial) es

exclusivamente manipulación de símbolos físicos (inteligencia formal, ausente de sentido).

Por su parte, el reconocido Marvin Minsky, nos sorprende con la sugerencia de que la

próxima generación de computadores va a ser tan inteligente que vamos a tener suerte si nos

dejan en casa como mascotas. Minsky es justamente el que propone que la identidad

entre la inteligencia humana y la I.A. es que en ambas se trata de “mentes sin yo”

(Minsky, 1985).

En resumen, estos autores de la I.A. se refieren a que el procesamiento de

símbolos formales produce todo lo mental. Sólo les falta decir, para ser coherentes, que las

máquinas son sujetos. Searle toma estas cosas en broma, sobre todo en un diálogo con John

McCarthy, el inventor de la I.A., que transcribo:

“McCarthy escribió: ‘Puede decirse que máquinas tan simples como los termostatos tienen

creencias…’ Y agregó, por cierto: ‘Tener creencias parece ser una característica de la mayoría de

las máquinas capaces de resolver problemas’. De modo que le pregunté: ‘John, ¿qué creencias

tiene tu termostato?’ Admiro su coraje. Dijo: ‘Mi termostato tiene tres creencias. Mi termostato

cree que hace demasiado calor aquí, que hace demasiado frío aquí y que la temperatura es

adecuada aquí’” (p. 416).

Finalmente, Searle termina desechando la solución de la I.A. con estas palabras: “Estoy

convencido de que una de las fuentes de la creencia de que tener una mente equivale

a tener un programa de computación, es que esta gente no puede ver otra forma de

resolver el problema mente-cuerpo sin recurrir al dualismo” (pág 416).

Y es a partir de aquí, que Searle comienza con su tarea: refutar a la inteligencia artificial

“fuerte”, y resolver el problema mente-cuerpo. ¡Menuda tarea, cuatro siglos lo contemplan!

 

 

 

3. La habitación china vs. el Test de Turing

A la I.A. fuerte le responde con la invención de un experimento ya legendario en filosofía

de la mente: “la habitación china”, publicado por primera vez en Minds, Brains and Science,

BBC, Publications, 1984, y luego también en el artículo que estamos comentando.

Es un experimento imaginario para demostrar que teniendo un fichero con

instrucciones formales, cualquiera puede responder correctamente en chino a

preguntas planteadas en chino, como si el sujeto mismo fuera un computador, y que

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esto no significa comprender en absoluto el sentido de lo que él mismo está

respondiendo en chino, pues, literalmente, no sabe una palabra de ese idioma. Es una

refutación a la inteligencia de las máquinas como capaces de realizar “comprensión de

textos”, es decir de tener una mente. Vale la pena resumir aquí la idea de Searle:

Supóngase que estoy encerrado en una habitación. En esa habitación hay un gran

cesto lleno de tiras de papel con símbolos chinos, y además un libro de reglas en

español acerca de cómo aparear los símbolos chinos de la cesta con otros símbolos

chinos en forma de preguntas que me pasan desde afuera también en tiras de papel.

Las reglas dicen cosas como: “busque en la canasta una tira de papel X (escrita en

chino), y póngala al lado de la tira de papel Y que recibió desde afuera y devuelva las

tiras debidamente apareadas”. Adelantándonos un poco, dice Searle, esto se llama

una regla computacional, definida sobre la base de elementos puramente formales.

Así que estoy aquí, en mi habitación china, manipulando esos símbolos. Entran

símbolos y yo devuelvo los símbolos de acuerdo con el libro de reglas. Ahora bien, sin

yo saberlo, estoy respondiendo correctamente en chino a preguntas chinas.

Supóngase que después de un tiempo soy tan bueno para responder esas preguntas

en chino que mis respuestas son indistinguibles de las de los chino-parlantes.

“Con todo, hay un punto muy importante que necesita ser enfatizado. Yo no

comprendo una palabra del chino, y no hay forma de que pueda llegar a entender el

chino a partir de la instanciación de un programa de computación, en la manera en

que la describí. Y este es el quid del relato: si yo no comprendo chino en esa situación,

entonces tampoco lo comprende ningún otro computador digital, sólo en virtud de

haber sido adecuadamente programado, porque ningún computador digital por el solo

hecho de ser un computador digital, tiene una mente”(418).

Searle demuestra que una máquina sujeta a reglas formales como es un

computador, puede arrojar outputscorrectos a partir de inputs correctos, siempre que

tenga el programa (las reglas de transformación o software) correcto, sin enterarse

siquiera de qué se trata el problema. Y esto para Searle es el núcleo de la refutación a

la “comprensión de textos” de una máquina, pues como es obvio la mente humana

comprende el sentido, ya sea semántico o valorativo de lo que hace, y esto en forma

independiente al proceso formal de que es capaz.

Es así como una computadora puede jugar, y muy bien, al ajedrez en la medida que el

juego sólo exige la aplicación de reglas formales y el cálculo de los movimientos posibles del

oponente que también son pasibles de computación, pero, y esto es lo importante, encuentra

serios tropiezos a la hora de comprender un texto.

El carácter “secuencial” de sus operaciones termina disolviendo el texto en una

significación banal ante la imposibilidad de atrapar el sentido de una frase basándose sólo en el

significado de sus morfemas constituyentes. Luego que Kasparov perdió antológicamente

frente a la máquina de ajedrez Deep Blue, se jactó de tener sentimientos de derrota,

algo incomprensible incluso para la misma Hal 9000.

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Se trata del mismo problema que plantea Lacan en “La instancia de la letra en

el inconsciente o la razón desde Freud”: el lenguaje es una máquina formal hecha de

significantes desprovistos de significado. Es más, y aquí sigue a Saussure, la lengua

es una estructura de elementos puramente diferenciales y opositivos. Pero, y aquí

viene el plus con respecto a lo computable, esta estructura es inconcebible sino en un

sujeto parlante. Se trata de la dimensión del discurso, donde se produce todo efecto

de sentido: “Y también el sujeto, si puede parecer siervo del lenguaje, lo es más aún de un

discurso en el movimiento universal del cual su lugar está ya inscrito en el momento de su

nacimiento, aunque sólo fuese bajo la forma de su nombre propio” (Lacan 1957, p. 181). Es el

campo de la “significancia” término con que Lacan se refiere a un abrochamiento de significación

que no pertenece a los elementos que componen la cadena significante en su linealidad, sino que

se produce por retroacción a partir de un punto que él denomina “de capitón”, y que aún así

queda siempre en suspenso pues la continuidad del discurso lo hace vacilar.

Esto implica que el significado no pertenece a la estructura de la lengua, sino

que le es aportado por la experiencia de discurso (el habla) de una comunidad dada. Si

ese discurso preexistente es el software del sujeto, no lo es a modo sólo formal,

incluye el bug (virus) del deseo del Otro.

Ejemplificaré la significancia con una popular locución: ¿Cómo comprendería una

computadora la frase: “las papas están que queman”? Si pretende la comprensión por el sesgo

de la sumatoria de los morfemas que la componen, sale un sentido achatado que nada tiene que

ver con su vivacidad significativa. Para que el computador comprenda algo de tal vivacidad, toda

la locución debería estar prevista en la memoria como un solo signo, y entonces ya no habría

diferencia con cualquier comprensión secuencial: la frase hubiera sido convertida en un signo

inequívoco aún en su significancia. Y aún así, ¿cómo diferenciar esa vivaz locución, de la frase

“las papas queman” que no tiene en absoluto el mismo sentido? ¿Por qué los elementos “están”

y “que” que casi no tienen significado, producen sin embargo una diferencia semántica tan

grande? Este rasgo de “incomprensión” no es un problema de la computación sino una condición

estructural del lenguaje humano, donde por su propia equivocidad, es imposible prever el sentido

que tendrá una frase, a diferencia de todo sistema de comunicación animal o computacional

donde el sentido debe ser unívoco, y si es múltiple, esa multiplicidad debe estar prevista en el

programa. Los libros de Freud sobre los sueños y los chistes, muestran a las claras que

el lenguaje es capaz de cualquier sentido, sin importarle el significado aislado de sus

términos, ni los limitantes significados convencionales de la comunicación.

Por eso la máquina, para seguir siendo poderosa, no debe saber lo que hace.

 

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Esta diferencia también existe en Searle, avanzando un paso más allá de la propuesta

cognitiva de la I.A. que consiste en sostener que el programa mental está compuesto de

elementos cuya realidad es puramente formal, diferencial y simbólica.

La I.A. según Searle, funciona exclusivamente en el plano “sintáctico”, como el

hombre-máquina de la habitación china; por eso no puede hablarse allí de

pensamiento ni de mente. En el sujeto humano hay además otro campo. Lo propio del

hombre es habitar en el plano del sentido. Lo comprenda bien o mal, poco o mucho, la

palabra siempre “le dice algo”, pero además el sujeto está implicado en lo que dice:

cuando habla, dice “algo”, o al menos quiere decirlo. Esto constituye para Searle el

plano “semántico”, a lo cual da toda la importancia con rasgo distintivo de la mente

humana.

Recordemos que Lacan, al principio de su enseñanza, había subrayado también que el

plano del sentido es lo propio del hombre. Cuando en “Acerca de la causalidad psíquica” afirma

que “la locura es vivida íntegra en el registro del sentido” (Lacan  1946, p. 71), nos quiere decir

en el contexto, que toda la actividad psíquica del sujeto, no sólo la locura, se especifica por el

sentido, y que éste nada tiene que ver con el registro orgánico. Agrega además, cuarenta años

antes que Searle, que la creencia en el formalismo de la mente es “el sueño del fabricante de

autómatas” y que esa concepción “vela por que la máquina responda” (Lacan 1946, p.60).

Tanto cuando Lacan nos habla del sentido, como Searle de la semántica, es

necesario referir esos planos a la realidad del sujeto, si queremos entender de qué se

trata. No hay sentido, no hay semántica, en un organismo que no pueda asumir un

lugar de sujeto, y es eso lo que define al ser del hombre a diferencia de la máquina

inteligente.  “Tal vez sorprenda que pase yo por encima del tabú filosófico que afecta a la

noción de lo verdadero en la epistemología científica desde que se difundieron las tesis

especulativas llamadas pragmatistas. Hemos de ver que el problema de la verdad condiciona en

su esencia al fenómeno mental y que, de querer soslayarlo, se poda el fenómeno de la

significación, con cuyo auxilio pienso mostrar que aquél tiene que ver con el ser mismo del

hombre”. (Lacan, 1946, p. 49).

Es cierto que el inconsciente opera con elementos simbólicos formales, pero la

verdad, lo que podemos asir de la verdad del sujeto, es imposible de concebir fuera

del registro del sentido. Recordemos la cita de “La instancia de la letra…” donde Lacan decía

que el significante no puede operar si no estando en el sujeto, y que ello implica que dicho

significante ha pasado al nivel del significado, para darnos cuenta que Lacan ubica al sujeto en el

nivel del significado. Es decir, en esa “etapa”, como la llama, que se sitúa por debajo de la barra

y que sólo es accesible por su representación en la cadena significante.

Cuando Searle habla del nivel semántico como lo propio del hombre, está

proponiendo, quizá inconscientemente, su propia teoría del sujeto.

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Es claro que Searle no tiene una definición sobre los elementos con los que

opera la mente, y que esos elementos, si giramos la mirada a Lacan, son los

significantes. La falta de este elemento, lo hará desembocar en la neurofisiología, a la

que deberá agregar lo que llama “semántica”, o sea las leyes de la producción de

significados, nivel donde debemos suponer, aunque sea de manera implícita, la

función del sujeto. Así piensa Searle suturar el “hiato” entre la mente y el cerebro.

 En esta dirección, y volviendo por un momento a la habitación china, Searle nos dice:

“El quid del argumento no es que de una u otra manera tenemos la «intuición» de que no

comprendo el chino, de que me inclino a decir que no lo comprendo pero que, quién sabe quizá

realmente lo entienda. Este no es el punto.

El quid del relato es recordarnos una verdad conceptual que ya conocíamos, a

saber, que hay diferencia entre manipular los elementos sintácticos de los lenguajes y

realmente comprender el lenguaje en un nivel semántico. Y aquí viene su aporte: Lo

que se pierde en la simulación del comportamiento cognitivo de la I.A., es la distinción

entre la sintaxis y la semántica. (p. 419). Es la distancia que él recupera con su experiencia

de la “habitación china”.

Y agrega que lo que hace del computador un elemento tan poderoso, es

justamente estar liberado de toda preocupación semántica y limitarse solamente a

manipular símbolos (en Lacan: significantes) según reglas sintácticas, sin ninguna

preocupación por el sentido que –lo sabemos- es siempre equívoco, y pone el

problema de la verdad “en otra parte”, es decir, en el sujeto.

Dimensión (dit-mansion) de la que carecen las máquinas, y permiten a los usuarios la

tranquilidad de que no cometerán “actos fallidos”, ni sus resultados estarán infiltrados por lo

inconsciente. Para resumir, de lo que carecen las máquinas es de la función “sujeto”. Aquí puede

aplicarse lo que dijo Lacan de su perro: que puede reconocer al amo pero no reconocerse a sí

mismo.

Si un computador es “poderoso”, se debe a que “uno y el mismo sistema

de hardware puede instanciar un número indefinido de programas de computación diferentes, y

uno y el mismo programa de computación puede operarse en hardwares diferentes”.

¿No encontramos acaso aquí un modo informático de decir que el hardware no es el

cerebro sino la estructura de los significantes que todos los hablantes compartimos y que no

emanan del cerebro sino que son “impuestos” por el Otro del lenguaje? De alguna forma, los

hablantes somos “el programa” del Otro, sólo que, a diferencia de la máquina, nos caracteriza

una condición: somos transgresores por definición. Aún a pesar nuestro somos sujetos.

 

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Por supuesto que Searle es más optimista que nosotros, pues no tiene que lidiar con lo

inconsciente en lo que tiene de deseo o de pulsión. En el caso de comprender realmente un

lenguaje, tenemos algo más que un nivel formal o sintáctico. Tenemos la semántica.

No manipulamos meramente símbolos formales no interpretados, sabemos realmente

qué significan (p. 419).

 

4. El significado, categoría mental.

Si es verdad, como dice Searle que “la sintaxis por sí misma nunca es suficiente para la

semántica”, la cuestión ahora se traslada al trabajo de dilucidar de qué manera se produce el

significado en el hombre, ya que la máquina (el procesamiento de la información) no lo tiene, tal

como se probó en la habitación china.

O en otros términos, ¿cómo se establece una relación entre el significante y el significado?

Recordemos que este es el punto donde Lacan abandona a Saussure. A la relación

biunívoca entre significado y significante que caracteriza al signo para, en ese

paralelismo, producir la significación, Lacan le opone su “algoritmo”, donde la

temática de la lingüística queda “suspendida desde ese momento de la posición

primordial del significante y del significado como órdenes distintos y separados

inicialmente por una barrera resistente a la significación” (Lacan 1957, p. 183).

Separación irreductible que hará necesario el despliegue de la cadena significante para,

mediante su retroacción, abrochar una significación provisoria, que no pertenece a ninguno de

sus elementos “en su aislamiento nominal”. Esta sería, muy simplemente la respuesta de Lacan a

la pregunta por la forma en que se relacionan significante y significado.

En el fondo, es también la pregunta de Searle; pero su concepción biologista de la mente,

lo llevará por otro camino.

Searle abandona la metáfora del ordenador para detenerse en los procesos que

se cumplen en el cerebro, pero esta vez no como metáfora, sino como causa real de la

actividad mental. Para que haya diferencias en la mente, afirma, debe haber

diferencias en el nivel neurofisiológico. Así, si yo quiero agua en un momento y luego

no quiero agua, tiene que haber una diferencia en mi cerebro que dé cuenta de esta

diferencia en mis estados mentales. Quiere decir que para tener sed, algo debe pasar

en algún centro cerebral, y ese algo será la causa de la sed, y para no tenerla, el

cerebro debe estar informado de que la sed ha sido saciada, volviendo a estar la causa

de la no-sed en el cerebro. Sería retrógrado oponerse a tal evidencia, pero ese circuito

¿explicaría la anorexia nerviosa, la bulimia? ¿El hambre de la bulímica implica que el centro del

hambre haya sido estimulado? ¿El no-hambre de la anoréxica implica que hay saciedad cerebral?

Y ya en un sentido más metafórico pero no por eso menos real en tanto “estado mental”,

esa demostración ¿explicaría la “sed de venganza”, el “hambre de gloria”? ¿Qué “disparos de

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neuronas” causan estos diferentes estados de hambre o de sed? Dejemos estos interrogantes por

ahora, pues Searle nos seguiría respondiendo que “todo” estado mental existe si, y

sólo si, hay en el cerebro un “disparo de neuronas” o de una red de neuronas que lo

cause. “El aroma de una rosa, la experiencia del azul del cielo, el gusto de las

cebollas, el pensamiento de una fórmula matemática, todo esto es producido por

índices variables de disparos de neuronas, en circuitos diferentes relativos a

condiciones locales diferentes del cerebro” (p. 427).

 

El problema de la relación causa-efecto, o en términos cognitivistas: funcionamiento

cerebral de base—estados mentales “superiores”, es propuesto por Searle a través de cuatro

enigmas: 1. la conciencia (“¿Cómo puede ser conciente este trozo de materia gris y blanca que

está dentro de mi cráneo?”) 2. la intencionalidad (“¿Cómo pueden ser acerca de algo [nivel

semántico] procesos en mi cerebro que, después de todo consisten finalmente en «átomos en el

vacío»?”, “¿Cómo pueden átomos en el vacío representar algo?”) 3. La subjetividad (“¿Cómo

pueden los estados mentales ser subjetivos, en el sentido de que yo tengo mis estados y no los

suyos?”). 4. Causación intencional: (“¿Podría algo, por decirlo de alguna manera, tan ‘gaseoso’

y ‘etéreo’ como un estado mental conciente tener algún impacto en un objeto físico como el

cuerpo humano?”).

 La solución de Searle al problema del dualismo, presentada como superación

definitiva, consiste en reducir los dos niveles de la oposición a uno sólo, donde el

dualismo desaparece mágicamente al desaparecer sus términos.

Dice que si bien es cierto que “todo lo que importa en nuestra vida mental, todos

nuestros pensamiento y sentimientos están causados por procesos dentro del

cerebro” (429), no lo están al modo de “el relámpago causa el trueno”, con lo cual

estaríamos ante dos fenómenos discretos. Si se tratara de eventos en un reino físico que

fueran la causa de eventos en otro reino, el mental, seguiríamos dentro del dualismo y

deberíamos explicar esa relación.

No se trata de propiedades diferentes entre dos sistemas diferentes, sino que

se trata de la distinción, que es habitual en física, entre micro y macro propiedades de

un mismo sistema. El arroyo que corre frente a mi ventana tiene la propiedad de la fluidez,

pero su causa es el comportamiento de los movimientos de las moléculas de H2O. En este caso es

claro que las propiedades macro de superficie (surface properties) que observamos, son

causadas por el comportamiento de elementos del micro nivel y, al mismo tiempo, que los

fenómenos de superficie sólo son rasgos (físicos) del sistema en cuestión.

En este sofisticado razonamiento, la causa sigue recayendo en el micro nivel del

sistema, físico en el caso de la fluidez, neurofisiológico en el caso de la mente, ya que

Searle pone el acento en el proceso (la relación electroquímica entre neuronas, por

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ejemplo), y no en la materia. Por consiguiente, considera innecesario que se deba recurrir a

ningún élan vital para explicar los procesos del cerebro que de otra manera sería materia inerte.

Según Searle, sería superfluo suponer un principio vital exterior, ya que el cerebro tiene

vida propia, y esa vida es la conciencia. La mente por lo tanto, no es un epifenómeno, es la

conciencia del cerebro.

A esta altura resulta inevitable pensar en un retorno al cogito cartesiano, pero esta vez no

como propiedad de lares cogitans sino de la res extensa. ¡Los procesos cerebrales son cognitivos!

¡Finalmente hemos dado con la mente, y está bajo los tegumentos del cuerpo!

“Para decirlo de otro modo, de acuerdo con mi punto de vista las palabras «mental» y

«físico» no son opuestas entre sí porque las propiedades mentales, interpretadas ingenuamente,

sólo son una clase de propiedades físicas, y las propiedades físicas se oponen correctamente no

a las propiedades mentales sino a rasgos tales como las propiedades lógicas y las propiedades

éticas, por ejemplo” (p. 438).

La desaparición de la relación entre mente y cuerpo mediante este pase de

prestidigitador, hace que ya no tenga ningún sentido seguir discutiendo el tipo de

relación entre los términos.

Así Searle se saca de encima la imputación de sostener la teoría “emergentista” de las

propiedades mentales con respecto a los sistemas neurofisiológicos que le hace H. Putnam en

una discusión sobre filosofía de la mente que tuvo lugar en la New York University.”Si se

considera que el emergentismo implica algo misterioso en la existencia de las propiedades

emergentes, algo que yace más allá del alcance de las ciencias físicas o biológicas tal como son

normalmente interpretadas, entonces nos parece claro que las propiedades mentales no son

emergentes en ese sentido”. (p. 439).

Frente a la teoría emergentista, Searle propone la “doctrina de la superveniencia” de lo

mental en lo físico. No puede haber diferencias mentales, afirma, sin las

correspondientes diferencias físicas. Y no hay nada de especial, arbitrario o misterioso en

esa superveniencia, ya que la encontramos en toda la realidad: “Si un recipiente con agua tiene

hielo en cierto momento y líquido en otro momento, entonces tiene que haber una diferencia en

el comportamiento de las micro-partículas que dé cuenta de la diferencia. De manera semejante,

una diferencia en mi estado mental, implica necesariamente una diferencia en mi cerebro”. (p.

439).

De esta manera Searle supone haber “resuelto” el problema de la dualidad

mente-cuerpo. Simplemente, no existe. El principio de “suficiencia neurofisiológica”

indica que los fenómenos observables, llamados “macro”, tales como las intenciones,

emociones, miedos, angustias, son el correlato observable de procesos

neurofisiológicos. Son los mismos principios que animan la creencia de que la

psicofarmacología es la solución para los problemas mentales. A esta teoría, Searle la llama

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“explicación interna”, para oponerse así a todo otra explicación que sería “externa”,

tal como atribuir la causa de los fenómenos a condiciones sociales, políticas,

familiares o psicológicas.

Hasta el sueño mismo cae bajo esta explicación: “cualesquiera sean los demás rasgos que

los sueños puedan poseer, son causados por procesos neurofisiológicos” (p. 441), y lo mismo

vale para todos los otros estados mentales.

Es interesante observar que Searle no descarta que pueda haber otras causas accesorias.

Hasta podría aceptar que en el sueño, por ejemplo, interviene el inconsciente freudiano

prestando ciertos contenidos, pero lo esencial, lo que importa al conocimiento de los procesos

cognitivos, es que el sueño, como todo otra manifestación, es idéntico al proceso neurofisiológico

que lo genera.

Podemos hablar de causas sociales-culturales o políticas o de intereses del sujeto, pero

todas ellas remiten a la verdadera causalidad que siempre reside en un proceso cerebral

autónomo. ¿Esto implicaría que lo neurofisiológico no sólo es la sede de las conexiones

formales sino también del significado? Efectivamente, es el abismo al que se lanza

Searle. Si todos los fenómenos mentales son “características” del cerebro, esto indica

necesariamente que el cerebro piensa y siente, es decir que “los disparos de

neuronas” tienen propiedad semántica.

“Si los eventos fuera del cerebro (que se le hable a un sujeto, por ejemplo) ocurrieran sin

causar nada en cerebro, no habría eventos mentales, mientras que si ocurren eventos en el

cerebro, los eventos mentales ocurrirían aun cuando no hubiera estímulo externo”. Aquí muy

astutamente Searle pone el ejemplo de la experiencia de dolor en un miembro amputado. Pero,

preguntamos ¿ese dolor se debe a algún evento que permanece residual en el sistema nervioso

central, o más bien está causado por la permanencia de la imagen mental del cuerpo que aún no

se ha reconstruido en su estado actual? Supongo que a esta pregunta Searle respondería que esa

imagen mental está también en el cerebro.

Si Searle ha pagado el precio de dotar de “alma” al cerebro, animándolo no sólo de vida biológica

sino también mental, este animismo parece un precio demasiado alto, y además tan vitalista como el

élan vital que pretende disipar.

Searle ha logrado sin duda uno de sus objetivos: diferenciar “la mente” de la máquina: los

procesos formales, efectivamente, no poseen “semántica”, no tienen significación, es

cuestión del hombre atribuírselos; decir que una máquina “sabe” jugar al ajedrez es una

forma de antropomorfismo. Pero en su afán demostrativo ha hecho de la mente una

característica del cerebro, como si el cerebro fuera un sujeto. Queda al borde de decir que el

cerebro es un sujeto, cuando dice que la subjetividad es una propiedad más del cerebro. Si

yo soy diferente a usted, es porque yo tengo mi cerebro y usted el suyo, así de sencillo.

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Me gustaría plantearle a Searle el siguiente dilema: cuando existan transplantes de cerebro, y Pedro

que es un campesino reciba el cerebro de Juan que es físico nuclear, ¿seguiría siendo campesino, o

se transformaría en físico nuclear?

5. Enri Ey y John Searle, el sueño órgano-dinamista

¿Qué podemos decir de esta teoría como psicoanalistas, pertrechados con la enseñanza de Lacan?

Precisamente Lacan es quien había entrevisto cuál era el problema de esta postura animista: “En

esta concepción del psiquismo se halla siempre disimulado, «el hombrecito que hay en el hombre»,

y velando porque la máquina responda” (Lacan 1946, p. 60). “El hombrecito en el hombre” se

refiere a suponer un sujeto en el nivel de lo orgánico. ¿No es esto lo que hace Searle cuando

afirma que la subjetividad está en el cerebro?

Es muy significativo encontrar en el antiguo texto de Lacan ya mencionado “Acerca de la causalidad

psíquica” (1946), que la descripción que hace del órgano-dinamismo de Henry Ey, pueda aplicarse,

variando pocas cosas, a la teoría de Searle sobre la causa, de cuarenta años después.

He aquí la descripción: “Rigurosamente, el órgano-dinamismo de H. Ey se incluye con toda validez

en esta doctrina (el organicismo que viene criticando) por el mero hecho de no poder relacionar la

génesis de la perturbación mental en su condición de tal (En Searle sería «los estados mentales en

su condición de tales») ya sea funcional o lesional en su naturaleza, global o parcial en su

manifestación y tan dinámica como se lo supone en su resorte, con otra cosa que no sea el juego de

los aparatos constituidos en la extensión interior del tegumento del cuerpo. El punto crucial es,

desde mi punto de vista, que ese juego, por muy energético e integrante que se lo conciba,

descansa siempre, en último análisis, en una interacción molecular dentro del modo de la extensión

«parte extra partes» en que se construye la física clásica, quiero decir, dentro de ese modo que

permite expresar esta interacción con la forma de una relación entre función y variable, que es lo

que constituye su determinismo”. (Lacan 1946, p. 47).

Es exactamente la relación entre función y variable lo que Searle usará para puntualizar la no

dualidad mente-cerebro. La mente es la función de una variable de la “extensión” en el

sentido cartesiano de la res extensa, hecha de una interacción entre neuronas o módulos

neuronales que resulta así “determinante”. De tal modo que si el cerebro es X, la mente será

Y, en una relación de correspondencia unívoca entre ordenada y abscisa.

Searle suscribiría seguramente a lo que Ey dice del fenómeno psicopatológico: “Las enfermedades

mentales son insultos y trabas a la libertad; no están causados por la actividad libre, es decir

puramente psicogenética” (57). Una enfermedad mental para Searle, igual que para Ey, se remitiría

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en última instancia a un trastorno anatómico o funcional del encéfalo, y resultaría por lo tanto es un

“insulto” a la libertad existencial.

También para Searle, como para Ey, “la integración es el ser” (aseveración tomada por E. Ey de

Goldstein, y citada por Lacan), siendo la integración de los estados cerebrales los responsables de

todas las funciones “mentales” del sujeto: “Con que, en esa integración (Goldstein) necesita

comprender no sólo lo psíquico, sino todo el movimiento del espíritu, y, de síntesis en estructuras y

de formas en fenómenos, implica, en efecto, hasta los problemas existenciales”. (Lacan 1946, p. 57).

Si el organicismo de Ey, queda retratado en la siguiente frase de Lacan: “el espíritu inmanente a la

materia se realiza por su movimiento”, no menos retratado queda en ella el neurofisiologismo de

Searle. Según él, la actividad mental (el espíritu) no es un “epifenómeno” de la materia, sino

que es una inmanencia real de ella, como lo es la función a la variable, y además, para Searle

“se realiza por su movimiento”, es decir, son los “movimientos” en el nivel micro de la

sinapsis neuronal, los que causan a lo mental. Sin ese movimiento no habría mente, ni

pensamiento, ni espíritu.

Pero si lo mental (aún en el caso de la locura) es vivido por el sujeto íntegramente en el plano del

sentido, como propone Lacan, ¿esto significa que el cerebro es el órgano de una cosa tan ambigua

y efímera para el hombre como el sentido?

No seguiremos la argumentación de Lacan en torno a la causalidad en este antiguo texto, pues allí

todavía hace depender la causa, del mecanismo de la identificación considerada imaginariamente;

avanzaremos más bien hasta sus planteos posteriores que sitúan la causa en el registro de lo

simbólico, y allí nos quedaremos, sin desconocer que finalmente Lacan da lugar a lo real en su

exploración de la causa, cuestión que queda fuera del interés básico de este capítulo.

6. Una explicación “exterior” de la causa.

En cuanto a lo que sí nos interesa, Lacan tanto como Searle desechan la explicación de la

causa por factores “externos” tales como lo social, lo político, lo ideológico, lo histórico e

incluso lo psicológico. Todos esos factores son explicaciones imaginarias y empíricas, que

sin duda tienen un papel en los motivos, pero sólo al modo de “condiciones” determinadas,

pero de ningún modo de causas determinantes.[2]

Nuevamente Searle: la causa del fenómeno no está en el fenómeno mismo, en lo cual se ve que

Lacan es tan poco conductista como Searle. Esta diferencia, aparentemente pequeña entre lo que

son las “condiciones” en su multiplicidad —y que podríamos hacer proliferar indefinidamente— y el

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lugar donde se sitúa la “causa”, nos permitirá intentar si no una solución, al menos algún recorrido

que tenga un punto de anclaje en la realidad simbólica del hombre.

Lacan y Searle transitan juntos este primer tramo del camino: no sólo ambos rechazan que la

causa esté en lo “exterior”, sino que también participan en el trabajo de disolver la dualidad

mente-cuerpo. Pero justo aquí comienzan las diferencias.

Mientras que para Searle el fenómeno mental está causado por un proceso neurofisiológico,

para Lacan, incluso lo neurofisiológico es una “condición” más, seguramente necesaria,

entre todas aquellas vertientes del discurso que impiden pensar el lugar de la causa.

Para Searle, la irritación que siento hoy no está causada por mi dolor de muelas, sino por los

procesos neurofisiológicos que corren en las áreas del cerebro que informan del dolor, y que se

experimentan en la conciencia de algunos como irritabilidad. El hecho de que no todos reaccionen

con irritabilidad al dolor de muelas, indica que éste no puede ser la causa necesaria de la irritación

que siento.

Esta explicación de la causa no sería para nada la de Lacan. Por el contrario, él toma del texto de R.

Jakobson “Dos tipos de afasia y dos aspectos del lenguaje” (Jakobson 1967, 99-143) la

demostración de que, aún en una patología tan claramente causada por un trastorno cerebral como

es la afasia, el deterioro verbal sigue las leyes “exteriores” del lenguaje, no las “interiores” de

la organización cerebral. Aquí encontramos un “exterior”, pero no se trata del “contexto” en

ninguna de sus formas de realidad empírica, sino en la forma de la realidad simbólica.

Esto permite inferir que si bien el cerebro es “condición” de la función del habla (podemos

estar seguros de que la lesión cerebral del área de Brocca produce trastornos en la emisión y

comprensión del lenguaje), no por eso es la causa del lenguaje, ya que su organización le es

totalmente exterior. Por lo tanto, no queremos, ni podríamos oponernos a la idea searleana de

que sin las sinapsis neuronales no habría mente, ni pensamiento, ni espíritu. Sin duda,

estamos de acuerdo. Sin esa “condición” necesaria no habría mente.

Pero no es lo mismo decir que el sujeto necesita del cerebro para hablar, a declarar que el

cerebro es la causa del lenguaje, salto arbitrario que se da en ciencia no sólo en cuanto a la

causa del lenguaje sino a la de muchas otras funciones del sujeto.

A ese “exterior” (el de las leyes de la estructura), que no es el exterior en el sentido habitual

de “medio circundante” (Umwelt), remitirá Lacan el problema de la causalidad psíquica,

invirtiendo el postulado de Searle que situaba la causa en lo interior de los procesos

neuroquímicos, cuando decía: “Las cadenas causales externas sólo son importantes en la

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medida en que realmente impactan el sistema nervioso central” (p. 430). Searle llama “causa”

a lo que nosotros llamaríamos “condición”, y donde él hablaría de condiciones particulares

(la cultura, el lenguaje), nosotros comenzaríamos a hablar de causa, no sin antes realizar una

cierta torsión sobre esos conceptos, desplumándolos de toda la carga sociológica que

arrastran.

El “exterior” de Lacan es una noción paradójica, no captable por la intuición que tenemos del

espacio, pues no funciona sino como “interior”. Es “lo exterior en lo interior”.

Por lo tanto, si Searle había aplanado el problema de la causa a la identidad entre lo exterior y

lo interior, dejando todo suspendido de un sólo término: lo neurofisiológico, Lacan por el

contrario incorpora un tercer término; este exterior que no pertenece al ámbito contextual de

lo físico, de lo psicológico ni de los hechos pero que sin embargo los causa, es lo que se

llama “lo simbólico”.

El lenguaje, por ejemplo, —construido de acuerdo a leyes muy precisas de funcionamiento

comunes a todas las lenguas, no dependientes del cerebro (como en la lingüística cartesiana

de Chomsky), ni creadas por un acuerdo colectivo—, se constituye sin embargo en la función

esencial y distintiva del hombre.

El hecho de que la estructura del cerebro y su fisiología sea idéntica en todos los seres humanos, no

significa que en él residan los “universales de la cultura”.

Lo simbólico es una exterioridad que funciona en el interior de cada sujeto, pero no

en la red de sus neuronas, sino en las marcas materiales que dejan los significantes

del Otro en un “aparato” psíquico.

Ese exterior-interior que es simbólico, y cuyas marcas son particulares para cada sujeto, es

lo que el psicoanálisis denomina “inconsciente”.

Como vemos, el inconsciente freudiano, no puede homologarse en absoluto al inconsciente “subpersonal” de Froufe, por ejemplo.

De la misma manera funciona la prohibición del incesto, que legislando sobre los

acoplamientos sexuales permitidos y prohibidos, organiza las relaciones sociales en su

conjunto a partir de haber determinado el deseo sexual de cada sujeto. La prohibición del

incesto pertenece al campo del Otro (la Ley simbólica), pero al mismo tiempo no tiene sentido

en sí misma ni explicación, por eso el Otro (Autre) se representa como tachado (A), lo cual

significa que no puede dar cuenta del sentido de la ley. Lacan hace de esa característica, una

sentencia: “No hay Otro del Otro”. El (A) es puramente significante, y en ese sentido,

contradiciendo a Searle que supone en su Otro, el cerebro, una dimensión semántica, puramente

formal. Aquí Lacan coincide más con la I.A. que con Searle.

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Tenemos entonces que la causa no puede ser aprehendida replegándose sobre la fisiología

del cerebro, sino poniendo en juego tres términos: el Sujeto, el objeto y el Otro, o también, en

un lenguaje más cognitivo, la mente-el cuerpo-el Otro. O también, ya que habíamos dicho que

el sujeto vive en la dimensión del sentido: el sujeto-el sentido-el Otro.

La dualidad mente-cuerpo queda, si no superada, al menos subordinada a lo simbólico del

Otro, instancia decisiva en el plano de la causa. Es el Otro (A), a pesar de su insuficiencia, el

que determina todos los efectos, reales, imaginarios y simbólicos, en el sujeto, que ocupa el

nivel de lo “determinado” bajo la barra “resistente a la significación” (Lacan, 1957, p. 188).

¿Cómo es posible el “influjo” de lo mental (digamos más concretamente, del pensamiento)

sobre lo físico?, se pregunta Searle. Textualmente: “¿Podría algo, por decirlo de alguna

manera, tan «gaseoso» y «etéreo» como un estado mental conciente tener algún impacto en

un objeto físico como el cuerpo humano”. (p. 423).

Recordemos su respuesta: los estados mentales pueden causar la conducta mediante el

proceso causal ordinario, porque son estados físicos del cerebro. “Los estados mentales y

los procesos mentales son fenómenos biológicos reales en el mundo, tan reales como la

digestión, la fotosíntesis, la lactancia o la secreción de bilis” (p. 423). En otros términos: lo

mental puede influir sobre lo físico, porque lo mental también es físico (procesos

neurofisiológicos).

En Lacan, sin embargo, las cosas son muy diferentes. Inspirado en Freud, interpreta que los

síntomas histéricos (lo mental en lo físico), son estados físicos que no tienen nada que ver

con el cerebro y su fisiología. Sabemos que el cuerpo, capturado por el síntoma histérico, no

responde a las vías de inervación motoras o sensitivas descriptas por la neurología, sino al

deseo inconsciente. ¿Es algo “gaseoso” o “etéreo” el deseo? De ninguna manera, es algo tan

material como un síntoma motor o sensitivo que afecta al cuerpo histérico.

Lacan recurre a Lévi-Strauss para ilustrar cómo opera el simbolismo inconsciente sobre el cuerpo.

En “La eficacia simbólica” Lévi-Strauss narra la experiencia de un pueblo primitivo donde es

tabú comer de la escudilla donde come el jefe de la tribu. Un nativo come de ella sin saber

que pertenece al jefe, y justamente porque no sabe, no padece consecuencia alguna. Luego,

cuando se entera que ha comido de la escudilla prohibida por el tabú (prohibición simbólica

sin razón ninguna en lo real), comienza a sufrir síntomas de rechazo en su cuerpo: vómitos,

convulsiones, fiebre, y en algunos casos hasta la muerte (Lévi-Strauss 1945, p. 168-182).

¿Se trata acaso de las consecuencias de haber ingerido alimentos en mal estado? Sería ingenuo

suponerlo. Comencemos por preguntarnos, más bien, cuál es el mecanismo que permite que la

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determinación simbólica tenga semejante consecuencia sobre lo real del cuerpo? Aunque en

verdad, tampoco ésta sería la buena pregunta. No se trata de lo simbólico influyendo sobre lo real (lo

físico), ya que ese real, el cuerpo, ya forma parte de lo simbólico por el hecho de estar sujeto a las

leyes arbitrarias, —como lo es toda ley— que estructuran el mundo de la tribu, regulando los

cuerpos y las mentes.

No existe la dualidad simbólico-material cuando se trata del hombre. La materia de que

estamos hechos ha sido subvertida en funcionamiento hasta tal punto por lo simbólico, que

se ha convertido en un objeto simbólico más, sujetado a sus leyes más fuertemente aún que

a las de la biología natural. Porque el cuerpo es una realidad simbólica, la palabra puede

operar efectos “materiales” sobre él. Y porque el cuerpo está inoculado por el lenguaje, el

deseo inconsciente puede apropiarse de sus miembros como metáforas del deseo.

La resolución que Lacan da al problema de la relación mente-cuerpo (res cogitans-res

extensa), va aún más lejos que Lévi-Strauss con su “eficacia simbólica”: no sólo el estatuto

del cuerpo está subvertido por lo simbólico, sino que además, la palabra es cuerpo, tiene la

materialidad sutil de su localización y diferenciación en el campo del lenguaje:

“La palabra o el concepto no es, para el ser humano, más que la palabra en su materialidad. Es la

cosa misma. No es simplemente una sombra, un soplo, una ilusión virtual de la cosa; es la cosa

misma”. (Lacan 1953, p. 264).

Este “materialismo” de la palabra se expresa en la chispa de un único término: moterialismo,

neologismo con el que Lacan indica que el funcionamiento material del cuerpo está

subordinado al funcionamiento simbólico de la palabra (mot).

Por eso nuestra materia orgánica no forma parte de un hardware inerte, sino del moterialismo: el

materialismo del significante: “Es, si me permiten emplearlo por primera vez, en ese moterialismo

(materialismo de la palabra) donde reside el asidero del inconsciente —quiero decir que es lo que

hace que cada cual no haya encontrado otras maneras de sustentar lo que recién llamé el síntoma-“.

Lacan 1975, p. 126).

Así como Searle se había referido al cerebro mediante su neologismo wetware, nosotros,

teniendo en cuanta la organización formal del significante, podríamos decir que el

inconsciente es nuestro wordware, o más lacanianamente, motware.

Bibliografía citada

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[1] Todas las siguientes citas con indicación de página pero sin nombre de autor pertenecen a este

mismo texto de Searle.

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[2] Resuenan en esta enseñanza los ecos de Hegel con su concepto de negatividad como condición

determinante de la antropogénesis, y los de Lèvi-Strauss, para quien el origen de la ley no está

determinado por ninguna de las contingencias bio-psico-sociales sino que es ella misma, la ley,

determinante de todas esas condiciones determinadas.

.