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UNIVERSIDAD NACIONAL DEL COMAHUEFACULTAD DE HUMANIDADESCÁTEDRA DE LITERATURA ESPAÑOLA II
COLUMNAS PERIODÍSTICAS DE FRANCISCO UMBRAL.
EL HOMBRE QUE SE INVENTÓ LAS PASIONES
'Yo, como don Quijote, me invento pasiones para ejercitarme'. Esta gentil declaración de Voltaire
encierra, me parece a mí la más fina y sutil interpretación de Cervantes. Porque don Quijote no
está loco y Cervantes mucho menos, eso lo sabemos desde el principio del libro. Don Quijote es
hidalgo cincuentón y soltero que, llegado a ese ápice de la vida, decide pegar el salto cualitativo y
cambiar la realidad de los libros por la irrealidad de la vida, mucho más palpitante y vibrátil que lo
meramente escrito. Don Quijote principia, o casi, por hacer realidad una metáfora, los molinos que
se parecen a los gigantes, y arremete contra una realidad literaria que le desbarata, como tantas
otras le van a desbaratar a lo largo de su nuevo camino. Pero aprendamos esto: que don Quijote
nunca se enfrenta sino contra metáforas del vivir, desface alegorías y yangüeses, o se reposa en
unos duques, de modo que la locura empieza con la realidad y no antes.
Voltaire vio bien que el hombre en madurez o pega ese salto que digo o le coge ya la postura a la
vida, que es la muerte, y no dará más de sí. Don Quijote acierta con ese momento en que se
cambia de vida, de cabalgadura, de compañía -Sancho Panza- de curas y bachilleres, de dueñas y
sobrinas, del mismo sol en las mismas bardas. Los libros que leía le estaban hurtando a la poesía
de la acción con la poesía poética y mala de la dicción. Así que incluso se inventa, entre las
pasiones militares y andantes, una nueva pasión amorosa. Es la primera lección que Cervantes nos
da en su libro. La vida tiene una segunda parte que se correspondería con la tercera juventud de
Aristóteles. Es él, Cervantes, quien rompe con la mediocridad de su vida, pálidamente enaltecida
de glorias bélicas, para emprender un libro donde está su rabia por el mundo, su energía al fin
liberada al servicio de sí mismo, no ya la energía domeñada y servil del alcabalero y otras suertes.
Cervantes es irónico por anacrónico. Ha empezado tarde su aventura y lo sabe. El Quijote no es el
libro que vive sino la vida que no ha vivido, y no nos pone a su personaje como ejemplo de nada ni
hidalguía de nadie, sino como caso singular de hombre que se decidió a pegar el salto y ese salto
quien lo pega es él mismo en figura de Quijote, e incluso se lo hace pegar a un pobre borriquero
hecho de perezas y conformidades, siendo así que Sancho nunca pierde el sentido, ese inútil y
pobre sentido común del pueblo, pero tampoco pierde la ironía y la distancia para burlarse de su
amo con todos los respetos. Don Quijote entra en su nueva edad como un escándalo y Sancho
pasa todas las aduanas como un saco de centeno. Tenemos, entonces, el salto desdoblado en tres.
Cervantes que roba la fama con un libro, don Quijote que toma por asalto la libertad del vivir más
allá de la edad y la voluntad. Sancho, que primero a regüeldo y luego a pleno pulmón, vive vida de
caballero andante sin haber leído tales libros. Es la primera rebelión española del intelectual
aburguesado, la primera revolución burguesa del hidalgo antecedente y el primer motín del
castellano pueblo, un motín de uno solo, Sancho, que vale por todos los que vendrán. Aún hoy, y
hoy más que nunca, el hombre que no hace esa revolución interior, que no pega ese salto vecinal,
será comido por el poder, amortajado por lo establecido y muerto de asco (...).
Hay tres razones para ser héroe, como diría Salvador Dalí. En Cervantes, estas razones son el
inventarse pasiones, la capacidad de ejercitarse contra el tiempo y el haber roto con el
compromiso burgués de la novela y de la vida. El hombre que se inventa pasiones es tan héroe o
más como el que las vive. El hombre que se ejercita a diario, no sabemos si para la vida o para la
muerte, es el que quiere agotarlo todo aquí y, como decía Juan Ramón Jiménez, que la muerte
cuando llegue, sólo encuentre un pellejo vacío, porque nuestra sementera humana la hemos
esparcido fecundamente. Por aclarar un poco las cosas, diremos que don Quijote, efectivamente,
es un personaje de novela, pero donde veo yo al hombre metafórico es en Cervantes, que nos da
el nivel medio del hombre español, siempre de santo laico, de héroe doblado o de comunero entre
el pueblo. Queremos a Cervantes no tanto por ilustre como por hombre medio que roza
irónicamente el fracaso para triunfar de la España oficial con su España real (...).
Francisco Umbral.
El País. 24/04/2001
CELA
Al gran Camilo José Cela, escritor a cuya participación en beneficios me he apuntado siempre, le
han dado -ya se sabe- el premio Príncipe de Asturias. Dejando aparte la mecánica celeste de los
premios, ya analizada cruentamente por este periódico, todo ello nos da ocasión para repetir una
vez más, no sólo que CJC es el creador de castellano más importante surgido en medio siglo, sino
que la Historia imita a la literatura como la naturaleza al arte, ya que la escritura por sí misma,
propugnada en silencio por Cela desde los crudelísimos 40, es hoy actualidad postnovísima. Los
escritores españoles actuales (de creación) se producen en tres apartados, a saber: Los que
redactan.
Los que redactan mal.
Los que redactan en castellano pensando en inglés.
Y así no se hace una literatura propia, claro. (No es tan importante hacerla "propia" como hacerla
colonizada, cosa grave). A estas alturas de la Liga, ya estamos de vuelta de que Agatha Ruiz de la
Prada no hace la moda para embellecer a nadie, sino la moda por la moda: es la postmodernidad.
Antes, se suponía que la moda de las mujeres tenía por función atraer a los hombres. Hoy estamos
en la verdad: la moda por la moda, la moda que sólo remite a sí misma. Ortega habló de El Escorial
como "el esfuerzo homenajeándose a sí mismo", e igual fórmula repite hablando de Proust: la
memoria homenajeándose a sí misma. Cela, desde siempre, es el castellano homenajeándose a sí
mismo. Asistimos hoy al final de los fines. Advenido el crepúsculo de los fines, la postmodernidad
son los medios. Y resulta que la literatura siempre fue un fin en sí misma, no un medio para
explicar el tercermundismo agrario o la escasez de los badulaques urbanos. No se queda por tener
razón (Lope no la tenía), sino por escribir bien. Para conocer la realidad sociológica están los
informes del Gobierno y los partidos políticos, los debates sobre el estado de la nación (mejor
distanciados en la radio del taxi) y las mociones de censura de Hernández Mancha (mejor
distanciadas en la crónica de maestro Haro). Casi todos los escritores españoles escriben de
derecha a izquierda, como si fueran zurdos o tontos. Quiero decir que primero se proponen
demostrar una cosa y, cuando creen haberla demostrado, florilegian un poco la prosa sobrante,
para la crítica formal. Sólo Cela, Delibes y pocos más escriben de izquierda a derecha, que es lo
normal: escriben para escribir y dejan que las cosas se demuestren solas. Cela nos ha demostrado
España y Miguel nos ha demostrado Castilla mejor que todo el 98, y a la viceversa del 98.
Reconocer públicamente, mediante premio, a CJC, es una tautología, pero es también una manera
de darle la razón a los tiempos, de Roland Barthes a Luis Antonio de Villena: se escribe para
escribir y no hay que darle más vueltas. Las lecturas que le haga luego el personal a lo bien escrito
pueden ser inúltiples, docentes, decentes, indecentes, adocenadas, inteligentes, éticas, estéticas y
hasta literarias. Pero sólo CJC ha mantenido en medio siglo esta fe en la prosa (que es mucho más
que la prosa, claro), lo que le hace hoy un postnovísimo vaciado en las formas. Lástima que no se
deje coleta.
El País. 05/04/1987
EL CALAMBRE DEL ESCRITOR
El año de 1836 es de intensa vida literaria para Larra. También en la política y en su vida privada
supone el año 36 una sucesión de novedades: aventura electoral, traslado de domicilio a la calle
de Santa Clara, número 3, donde había de morir; posible reanudación de las relaciones con
Dolores, posible duelo con Bertodano. Dice Antonio Espina: «La misantropía y depresión de Fígaro
aumentan notoriamente, reflejándose en sus artículos de esta época». Ha dicho Larra en Horas de
invierno: «Escribir como escribimos en Madrid, es tomar una apuntación, es escribir un libro de
memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es
llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no
escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias,
son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los
cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los
despojados?». Naturalmente, a Larra no le basta con ser la primera pluma de su época, el hombre
más leído, temido y conocido. Antes que notoriedad, busca eficacia. Y a ciertas alturas de su vida
está ya desengañado de que la eficacia sea posible. Dos son los factores que determinan la
desesperanza de un escritor consciente: la indiferencia de la sociedad y la estulticia de sus
compañeros de oficio. Podría despreciar al resto de la profesión si su contacto con la masa fuera
un entendimiento y no una querella. Podría vivir de minorías si existieran otras que no fuesen las
minorías de tontos. Pero Larra vive y escribe tan lejos de unos como de otros. El regreso de Europa
le ha confinado en un Madrid que es un impuro caserío. Larra está llegando a la más peligrosa
etapa de su vida, de cualquier vida: a la indiferencia. Cuando el escritor empieza a descubrir que
no le importan los lectores, que no le importa lo que escribe, que no se importa a sí mismo, está a
punto de la parálisis. Hay un temblor de la mano derecha que los médicos llaman «calambre del
escritor». El verdadero calambre del escritor es la indiferencia; porque la indiferencia tiene
siempre efecto retroactivo. Cuando, de pronto, no nos importa una cosa, es como si no nos
hubiera importado nunca. La memoria carece de memoria. Y toda la actividad pasada, toda la obra
en marcha se presenta como una farsa bamboleante, levantada sobre el más estremecedor vacío.
Éste es el Larra de los últimos tiempos. El escritor que ha de matarse, entre otras cosas, para no
seguir escribiendo. El hecho de dejar de escribir en vida habría supuesto otra forma de suicidio no
menos dramática. Sólo se suicida el que ya está muerto por dentro (...). Con la tradicional alegría
necrológica y necrofílica de nuestro país, se ha hablado una y otra vez (...) sobre lo mucho que
podría haber hecho aún Larra con la pluma, de no haber puesto fin a su vida. Mentira. Larra había
dicho ya todo lo que tenía que decir. Es indudable que no le hemos leído profundamente. De otro
modo, advertiríamos que el pistoletazo suicida no ha sido en él sino un punto final a su prosa (...).
Sus contemporáneos no habían sido antes más listos. Las academias, los círculos literarios, los
corrillos noticieros de la Puerta del Sol, las tertulias de los cafés, las pandillas de Gómez, han
estado siempre huecos, igual de huecos que en el momento de escribir Larra “Horas de invierno”.
Pero la terrible verdad que venía abriéndose paso no soporta ya más caretas. Es el instante en que
su alma le habla a gritos. «Escribir en Madrid es llorar» no es sólo una frase: es un suicidio. Suicidio
con sordina que, naturalmente, no supieron oír quienes estaban en torno a Larra. En ese mismo
artículo, “Horas de invierno”, Larra invoca a los grandes escritores europeos que viven arropados
por el mejor público cultural de Occidente. ¿Quiere decirse que a Larra lo mata literal y
literariamente la angostura de España? La verdad no es tan simple. El suicidio es la muerte natural
del suicida. En Larra hay un suicida nato o, cuando menos, una psicología llena de lo que sin ánimo
de hacer humor negro llamaremos buenas disposiciones naturales para el suicidio. Es
suficientemente apasionado como para cansarse pronto de todo, suficientemente frío, escéptico e
inteligente como para acabar descubriéndose el juego a sí mismo, con la inevitable consecuencia
de hastío ante el espectáculo de su propia alma y su propia vida. Larra es, en fin, suficientemente
nervioso como para encontrar serenidad a la hora de poner en práctica el sin duda meditado
suicidio. Imaginemos a Larra afincado definitivamente en París, en comercio intelectual con los
grandes de su momento. Su existencia se habría prolongado, quizá no se hubiese suicidado nunca.
Pero lo que nos quedaría de él es una larga sucesión de amores pasajeros y negaciones
permanentes. Al fin, el triunfo y el goce de la disponibilidad personal no son sino estímulos para lo
que llamaríamos la máquina de vivir. Y cuando eso que llamaremos asimismo la máquina de
pensar funciona sólo con las turbinas o la fuerza motriz que le ha prestado la máquina de vivir,
toda la fábrica de la ideación es ficticia. La mente ha de ir por delante en cualquier hombre (...). Si,
según los psicoanalistas, todo lo hemos vivido ya en la infancia -incluso antes, en el útero
materno-, o todo lo ha vivido alguien por nosotros, está claro que el bagaje de los juicios o la mera
facultad de enjuiciar se ponen delante por sí solos en la dinámica natural de una vida. A propósito
de la crítica hablábamos del sentido indagatorio como pérdida de la inocencia y descubrimiento de
la fundamental imperfección del mundo. Pues bien, puede llegar a darse en un hombre la
situación límite del sentido crítico: la saturación crítica. Es decir, el tenerlo todo juzgado
previamente y, por lo tanto, prescindir de los juicios. Vivir otra vez de sensaciones, como en la
primera infancia. Entonces, la máquina de vivir se pone por delante de la máquina de pensar sin
que el propio pensador llegue a advertirlo (...) Es el caso típico del novelista que necesita hacer un
viaje para escribir una novela. ¿Habría llegado a esto Larra con una vida más larga (...)? Quizá no
importe demasiado responder a esta pregunta. En todo caso, hay un momento en la vida del
hombre inteligente en que la inteligencia deserta (...) Las nuevas sensaciones experimentadas ya
no son nietas de un juicio, y sobreviene la sensación de mareo (...) Incluso los grandes genios han
vivido una última parte de su vida a rastras de lo vivido -recuerdos- y de lo que aún vive en ellos,
sin echar ya ideas por delante, como se echan las redes en día de buen viento para la buena pesca.
En Larra y en algunos otros suicidas y hombres de muerte temprana, el final de la vida coincide
exactamente con el final del predominio de lo mental. En este sentido, no cabe llamarles
malogrados.
El Mundo. 24/03/2009
LOS RASCACIELOS
Trasantaño, en Madrid, a las torres las llamábamos rascacielos. Salvo Miguel Hernández, el poeta
campesino, que a los rascacielos los llamaba «rascaleches», lo que le valió la definición de Neruda:
«Cara de patata». La verdad es que en este poblachón manchego siempre nos hemos llevado muy
mal con esa forma vertical de fabricación. Nuestra gran réplica arquitectónica es El Escorial, pero
hay más. El edificio horizontal del Banco de España ha presidido siempre la arquitectura madrileña
con su forma de billete apaisado. La España gremial, siempre en guerra con otras Españas, le dio
su vibrante respuesta a todo lo vertical cuando, en pleno franquismo, levantamos el rascacielos
del Bancobao (BBVA), ahora en venta. España, cuando más se luce es cuando pelea contra sí
misma, como algunos filósofos. El edificio bancario de la Castellana, obra americanizante de Sáenz
de Oiza a mí me gustaba mucho y me sigue gustando. A lo mejor es que uno es un poco snob de
Nueva York. Si Nueva York mira siempre a Madrid, digamos que Barcelona mira a París. Y en esta
parapsicología de las ciudades va pasando la Historia. Con ese edificio de arquitecto ilustre,
personaje lejano de aquella escuela alemana que cambió la cara de Nueva York, recuerdo yo a una
estrella menor muy amiga mía que soñaba con su debut glorioso y confundía lo que hoy se pierde
y hace pocos años se incendió. Entre el Windsor y el Bancobao se perdía el sueño de la niña, o sea
Candilejas, antes o después de Chaplin. Íbamos a cenar a Valentín, que estaba cerca del teatro y de
la Gran Vía. El sueño neoyorquino de Azca se inicia con la Torre de Ruiz Mateos. Otra obra
duradera de Sáenz de Oiza que luego no duró tanto, aunque tenía apartamentos surrealistas y
grandes licencias de construcción. En realidad, Azca nace o muere con Boyer, el marido de la
Preysler que se presenta como socialcapitalista ante los justicieros de Franco. En un apartamento
surrealista, como lo he definido, tenía su vivienda madrileña Camilo José Cela, y alguna vez le visité
con mi señora. Recuerdo un vino hermético y silencioso con la mujer de CJC, cuando aún nacía
nuestra amistad literaria. Insistiendo en el sueño musical de la chica, hablé con Joaquín Leguina, el
presidente de la Comunidad por entonces, para estrenar en el Windsor, por la vía oficial, el
invento teatrero. Pero no hubo nada porque, como ya he dicho, Azca principiaba a agonizar y el
Windsor a arder. Ahora he recordado mucho a mi vedette, entre el fuego del rascacielos, que es
un fracaso muy teatral. Esperanza lo hubiera estrenado. Los pisos son cada vez más pequeños y los
rascacielos más grandes. La Torre Picasso, pálida arquitectura inexpresiva y optimista, me ha
recibido alguna vez, pero el racimo de bancos que arropa el de Bilbao va a fenecer sin siquiera
arroparme una modesta cartilla de ahorro, que la única que tuve, tan hospiciana, debió caer entre
las ruinas financieras de Mario Conde, el hombre que me daba pan en las cenas. La aventura
neocapitalista nunca ha perdurado en España. Y el sueño de una noche de vedette, tampoco.
El Mundo. 23/06/2007
PERDIMOS LA PRIMAVERA
Perdimos la primavera. Perdimos la Transición, la memoria histórica, la Guerra Civil, la Liga del
Madrid, las carreras de caballos, que eran un deporte muy fino de Felipe González, y ahora
estamos a punto de perder la primavera en sí misma, la primavera natural, floral, la primavera
primaveral. Y lo digo no sólo en un sentido metafórico, sino también en un sentido legal de
calendario. Aquí no hay un dios que se aclare. Los 30 años de Constitución han sido un repente
que hemos tenido en el cuenco vibrátil de las manos y que no volverá. La primavera es una
invención de los optimistas como Einstein inventó la relatividad y algunos planetas simpáticos.
Para inventar o reinventar más cosas hace falta una colonia de veraneantes, un jardinero al
menos, unos vecinos que aforen o aflojen la pasta y una amiga que venga a verle a uno como esta
tarde van a venir Carmen Rigalt y otras chicas. Si concitas todo eso te saldrá una semana
primaveral que recordaremos ya como todo un año larguísimo, el año único en que consiste
nuestra vida. Ya tenemos algo que contar a nuestros nietos. Lo que no tenemos ahora son nietos.
Aquello que hemos conmemorado en estos días, aquel año de la Constitución hallada por los
españoles, se nos presenta en la memoria pálida como una primavera política que nos trajo un
verano caliente, un otoño justiciero donde caían las cabezas como sentencias y un invierno
humilde «como los leñadores», que dijo el poeta. Y vuelta a empezar con el invierno, un invierno
de cines, atentados y fondo de armarios robado a conciencia por Batasuna, que es la que cree la
derechona que roba los abrigos. Qué tristeza, qué pesadez, qué lata esta rueda del calendario que
nos lleva a todas partes y nos deja en ningún sitio. La política saca calendarios con chicas y peor
era aún cuando los calendarios traían mozas garridas, señoritas de metrópoli, acueductos de
Segovia y viaductos de Madrid. Estos calendarios había que quitarlos para borrar el tiempo, que es
lo que nos persigue. El tiempo existe porque lo mantenemos nosotros, como unos sentimentales y
despistados poetas. Entre los hombres del tiempo y los hombres del soneto han conseguido hacer
del tiempo una horterada. Mayormente los que creen en el tiempo, que es una deidad de la
corriente, como escribió Jorge Guillén refiriéndose al cisne. No quiero que se me ocurra nada lírico
en esta columna porque a lo mejor van y me dan un premio como se los daban a Gerardo Diego
por decir estas cosas: «Agua multiplicada, dividida». Y otras más bonitas. Ahora dudo de si había
entrado en la aritmética primaveral Gerardo o García Nieto. Los fanáticos de la primavera me
explican que está ya muy cerca y uno, que no quisiera ser fanático de nada, se encoge de hombros
como sacudiéndose el numeroso polen primaveral que no hay. Aquella primavera de hace 30 años
ha querido rehabilitarla Zapatero, como otros rehabilitan al general Franco. Pero queriendo
demostrar eso en nuestras columnas y televisiones hemos rehabilitado, de pasada, a Gutiérrez
Mellado, a Martín Villa, a Milans del Bosch, a Tejero, Dolores, Santiago y Alberti. O sea la Santísima
Trinidad de la España venidera.
El Mundo. 19/06/2007
UN CAMARERO
La otra mañana, al entrar en el café, respiré algo así como un aire de oficina. Porque los cafés de
Madrid o se han convertido en musicales o en negociados ministeriales. Para explicar con más
detalle la marcha de un café de los antiguos no basta decir que hemos pasado de Campoamor a
Raúl del Pozo. De quien hemos pasado es de El Corte Inglés al bikini de buena familia. El
protagonista de la breve historia que voy a contar se llama Onofre, con nombre muy visigodo, cosa
que le cuadra porque Onofre es de León y de allí me trae toda clase de frutas y verduras. Onofre
lleva 50 años sirviéndonos café puro a los veteranos, con coñac español y chismes del Gobierno,
que tuvo sus oficinas muchos años poco más arriba de Recoletos. Cuando yo gané el Nadal Onofre
ya estaba allí, y cuando el Príncipe de Asturias y cuando el Nacional de Literatura y toda la resma.
O sea que ha hecho uno su carrera a la sombra de un camarero como a la sombra de una acacia
municipal, de aquellas que decía Azaña que crecen como las acacias. Ahora, con la pizca de la
jubilación se le ha ocurrido a otro veterano que nos reunamos todos en torno de Onofre pidiendo
para él la Medalla del Trabajo. Esto le asegura a Onofre una gloria más consistente y le asegura al
café unos dueños más recompensados. Pero hay que acordarlo una tarde de fin de semana, que es
cuando la burocracia literaria mete más personal en el café y así todo puede salir por mayoría.
Naturalmente, me he apuntado a estos galardones, y no porque me considere digno de nada, sino
porque alguien tiene que representar la contumacia, la insistencia y, mayormente, las ausencias
de 12 o 14 poetas de la mesa de los mismos, que es un golpe de silencio, una marejada de versos
que dejó medio mudo al café día a día, golpe a golpe. Hemos despertado sin querer la melancolía
de un café que vendía algo más que café, o sea premios de provincias y premios nacionales. A
media tarde estamos todos un poco arrepentidos y melancólicos de nosotros mismos llorando sin
lágrimas por Gerardo Diego, José García Nieto, Camilo José Cela y otros maestros a quienes
debemos parte de lo poco que somos y un todo de lo bien que lo llevamos. En mitad de la caída
del imperio del café, está en nuestra cultura la caída de la literatura de posguerra, los prosistas de
Franco y los niños de la Guerra. Claro que al silencioso y reflexivo Onofre todo esto no le importa
demasiado, pues a mí al menos sólo me habla de frutas y verduras de su León miniado y gótico.
Pero León parece que da siempre hermosos rebrotes, como ahora mismo Antonio Gamoneda, que
es ya el rey feo de tan hermoso reino. Creo que hemos pasado la tarde y yo hasta le he escrito una
carta al ministro Caldera, que quizá recuerden ustedes: «En una de fregar cayó Caldera...», pero
esto ya es una orgía de la nostalgia y hay que superarlo. «Onofre, enhorabuena, esto es la guerra».
Se va uno a casa satisfecho porque hoy no hemos perdido la tarde, como luego me dicen a veces.
El Mundo. 19/01/2007
LA ESPAÑA ÁRIDA
La España negra ya tiene su álbum mortuorio y alborotado en Don Francisco de Goya, la España
clara tiene un hermoso tomo de Azorín lleno de curas y párrocos de provincias que son todos
agüistas y beben sólo agua clara con el alfabeto castellano nadando en la superficie. Azorín era un
perpetuo agüista y se bebía el agua de todos los curas modernos y sanitarios para conservarse
joven como sus párrocos y sus párrafos. Todo el 98 bebió mucha agua en la España árida. La
España árida puede ser que comprenda Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Extremadura, que
alguien definió como una «Andalucía previa», e incluso Andalucía, que es una Castilla con
veleidades árabes, un sofoco de nardos y poetas. El último que profesa el culto a Castilla y a la
España árida es Camilo José Cela, porque Cela es asimismo el último 98, una forma de españolismo
que se diferencia y distingue por la realidad territorial, como diría el señor Zapatero. Cela nos
contaba que cuando entró por primera vez en Castilla, bajando en tren desde su Galicia natal, y
miró aquel paisaje desolado y exactamente árido, se le abultaron los ojos de lágrimas. Una
emoción literaria más que geográfica. Por eso no tiene ningún sentido elaborarle a Castilla un
Estatuto más oficinesco que sincero. Hay geografías que emanan su propia literatura y su serena
justicia y no necesitan artificios legales o ilegales al margen de una Historia y unos historiadores
que cumplieron con su deber y ahí han quedado. La España árida es nuestra España interior, que
nos ratificamos sin tirar bombas ni quemar herejes. El progreso de Castilla es el de una tierra que
principia en Despeñaperros y termina o se retira en las fincas andaluzas de Cayetana Alba,
duquesa de lo mismo. El hombre de Extremadura, no mal político, quizá no haya bebido nunca el
agua clara de los párrocos, pero vuelve a ser actualidad y es previsible que llegue a tener una
querella interior con el presidente del Gobierno. Extremadura es una Andalucía con sobriedad
castellana donde se quiebra el sistema de Estatutos gentiles. Por ahí empezamos a conocer la
frontera gótica de Castilla y la frontera árabe de Andalucía. Una vez, estando yo en esa tierra para
visitar una exposición de escultura abstracta (la abstracción no era sino una colección de
automóviles desgarrados en la carretera por la espada del viento y la velocidad), observé una
escena de amor entre una famosa visitante y un soldado que blindaba las obras de arte. La
aventura se colmó en el despacho vacío del director de todo aquello. Erotismo y arte
abstracto.Esto ya no es Extremadura, me dije. Quizá se habían muerto todos los párrocos agüistas
y azorinianos. Habría que volver con Cela a su Alcarria melibea para recuperar lo perdido. La
España árida tiene que salvarse de un nacionalismo confuso y de un internacionalismo del horror.
Hay que asimilar las Españas divergentes y recuperar las castellanías siempre vigentes y fecundas.
El señor Rodríguez Ibarra vuelve oportunamente a su butaca de Madrid. Algo tiene que decirnos y
algo tenemos que escucharle. La Andalucía previa, tan hermosa de soledades, no será nunca la
España negra de Solana, la España loca de una guerra civil.
El Mundo. 24/02/2007