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FAUNA IBÉRICA/5.° Por el Dr. Rodríguez de la Fuente El CÓDIGO LAS f lEOAS C ADA día son más numerosos ios amantes de los perros. Rara es la persona que no ha pasado un buen rato contempla-ndo los juegos de dos perri- tos. Porque en todos sus movimientos hay gracia y espontaneidad. Y uno se despreocupa, se infantiliza, como si fue- ra contagiosa la vitalidad y alegría de- rrochada por los cachorros. Los juegos de los lobeznos poseen toda esta frescura pero son mucho más disciplinados. Están regidos por unas reglas fijas, muy parecidas a las del es- condite, el marro u otros pasatiempos infa-ntiles. En el juego del perro, todo es desorden e improvisación; en el del lobo, las distintas fases del ejercicio se repiten con precisión y método. En la gran parcela de la Estación de zoología, poblada de hermoso arbolado, cruzada p o r u^n /riachuelo y rica en ar- bustos de diferentes géneros, los lobez- nos, que permanecían sueltos en las horas de recreo, encontraron un terri- torio ideai para entregarse a sus «tra- dicionales» juegos, con la misma natu- El lobo 92 «Remo», a los ocho meses de edad, da la mano a su .joven madre adoptiva. FOTOGRAFÍAS Df PAU. EiCKFMBAC! IVi^BUJOS Df •GS' .i,NTON; ralidad que si estuvieran en sus tierras natales. ASI ES EL JUEGO DEL «CORDERO Y EL LOBO» En este ejercicio, a mi entender el más interesante y diferenciado de los ejecutados por los lobeznos, intervienen solamente dos individuos y lo realizan en los momentos más tranquilos de la jornada, cuando nadie les importuna, y en los rincones más recogidos de su territorio. Uno de los lobeznos, inesperadamen- te, se agazapa, a cubierto de un mato- rral o un arbusto. El otro, fingiendo no verlo, se aleja, describe un amplio círcu- lo, para pasar, de regreso, cerca del punto donde acecha su compañero. Su trotecillo es duro, despreocupado, mira a todas partes, excepto al matojo don- de se oculta el cachorro que hace de lobo. Este permanece pegado al terre- no, en máxima tensión, con las ore- jas tiesas y la naricilla temblorosa. En cuanto el «cordero» le vuelve la espaWa, salta sobre él, lo derriba y le muerde, fingiendo terrible violencia, en la gar- ganta, sacudiéndolo de izquierda a de- recha secamente, como hará más tarde para desgarrar la yugular a sus presas. El «cordero» se hace el muerto; se que- da absolutamente inmóvil, inerte, ten- dido patas arriba. Entonces, el «lobo^-, sujetándole firmemente por el cuello, detrás de una oreja, lo va arrastrando trabajosamente hasta esconderlo entre los arbustos más próximos. Allí se ter- mina el juego; el muerto resucita, y cada uno se marcha tranquilamente por su lado, como si no hubiera pasado nada. Pero siempre que he sorprendido este juego, todas sus fases: acecho, ata- que y arrastre, se han llevado a cabo con todo rigor, y cada uno de los acto- res hs representado su papel disciplina- damente. LOS LOBEZNOS Y SU JUEGO DEL ESCONDITE Los lobeznos son tan partidarios de éste, vamos a llamarlo deporte, y lo ejecutan con tal perfección que su prác- tica me ha ocasionado más de un dis- gusto. En un momento cualquiera, cuando uno de los cachorros se da cuenta de que los otros no le ven, se aleja sigilo- samente, pasa por los lugares más ocul- tos del territorio, vuelve sobre sus pro- pios pasos, describe círculos y hace virajes inesperados, para terminar es- condiéndose en el sitio más inverosímil En cuanto sus compañeros se perca- tan de su desaparición, inician una búsqueda presurosísima; agrupados, ras- trean con la nariz pegada al terreno, lo registran todo, poseídos por una gran excitación. Evidentemente, ai éxito en este juego consiste en esconderse tan perfectamente que la búsqueda se pro- longue lo más posible Y en un par de ÍAlANDA

Fauna Iberica 05.El codigo de las fieras.29.04.1967

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amantes de los perros. Rara es la persona que no ha pasado un buen rato contempla-ndo los juegos de dos perri- tos. Porque en todos sus movimientos hay gracia y espontaneidad. Y uno se despreocupa, se infantiliza, como si fue- ra contagiosa la vitalidad y alegría de- rrochada por los cachorros. FAUNA IBÉRICA/5.° Los juegos de los lobeznos poseen toda esta frescura pero son mucho más disciplinados. Están regidos por unas reglas fijas, muy parecidas a las del es- El lobo 92 ÍAlANDA

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FAUNA IBÉRICA/5.°

Por el Dr. Rodríguez de la Fuente

El CÓDIGO

LAS f lEOAS CADA día son más numerosos ios

amantes de los perros. Rara es la persona que no ha pasado un buen rato contempla-ndo los juegos de dos perr i ­tos. Porque en todos sus movimientos hay gracia y espontaneidad. Y uno se despreocupa, se in fant i l iza, como si fue­ra contagiosa la v i ta l idad y alegría de­rrochada por los cachorros.

Los juegos de los lobeznos poseen toda esta f rescura pero son mucho más disc ip l inados. Están regidos por unas reglas f i jas , muy parecidas a las del es­

condi te, el mar ro u ot ros pasatiempos infa-ntiles. En el juego del per ro , todo es desorden e improv isac ión ; en el del lobo, las dist intas fases del ejercic io se repi ten con precisión y método.

En la gran parcela de la Estación de zoología, poblada de hermoso arbolado, cruzada por u n /riachuelo y rica en ar­bustos de diferentes géneros, los lobez­nos, que permanecían sueltos en las horas de recreo, encontraron un ter r i ­to r io ideai para entregarse a sus «tra­dicionales» juegos, con la misma natu-

El lobo

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«Remo», a los ocho meses de edad, da la mano a su .joven madre adoptiva. FOTOGRAFÍAS Df PAU. EiCKFMBAC! IVi BUJOS Df •GS' .i,NTON;

ra l idad que si estuvieran en sus t ierras natales.

ASI ES EL JUEGO DEL «CORDERO Y EL LOBO»

En este e jerc ic io , a m i entender el más interesante y d i ferenciado de los ejecutados por los lobeznos, intervienen solamente dos indiv iduos y lo realizan en los momentos más t ranqui los de la jornada, cuando nadie les impor tuna , y en los rincones más recogidos de su te r r i t o r i o .

Uno de los lobeznos, inesperadamen­te, se agazapa, a cub ier to de un mato­rral o un arbusto. El o t ro , f ingiendo no ver lo , se aleja, describe un amp l i o círcu­lo, para pasar, de regreso, cerca del punto donde acecha su compañero. Su troteci l lo es duro , despreocupado, mira a todas partes, excepto al ma to jo don­de se oculta el cachorro que hace de lobo. Este permanece pegado al terre­no, en máxima tensión, con las ore­jas tiesas y la narici l la temblorosa. En cuanto el «cordero» le vuelve la espaWa, salta sobre é l , lo derr iba y le muerde, f ing iendo ter r ib le v io lencia, en la gar­ganta, sacudiéndolo de izquierda a de­recha secamente, como hará más tarde para desgarrar la yugular a sus presas. El «cordero» se hace el muer to ; se que­da absolutamente i nmóv i l , inerte, ten­d ido patas ar r iba. Entonces, el «lobo^-, sujetándole f i rmemente por el cuello, detrás de una ore ja, lo va arrast rando t rabajosamente hasta esconderlo entre los arbustos más próx imos. Allí se ter­mina el juego; el muer to resucita, y cada uno se marcha t ranqui lamente por su lado, como si no hubiera pasado nada. Pero siempre que he sorprendido este juego, todas sus fases: acecho, ata­que y arrastre, se han llevado a cabo con todo r igor, y cada uno de los acto­res hs representado su papel discipl ina­damente.

LOS LOBEZNOS Y SU JUEGO DEL ESCONDITE

Los lobeznos son tan par t idar ios de éste, vamos a l lamar lo deporte, y lo ejecutan con tal perfección que su prác­tica me ha ocasionado más de un dis­gusto.

En un momento cualquiera, cuando uno de los cachorros se da cuenta de que los otros no le ven, se aleja sigilo­samente, pasa por los lugares más ocul­tos del t e r r i t o r i o , vuelve sobre sus pro­pios pasos, describe círculos y hace virajes inesperados, para te rminar es­condiéndose en el s i t io más inverosími l

En cuanto sus compañeros se perca­tan de su desapar ic ión, inician una búsqueda presurosís ima; agrupados, ras­trean con la nariz pegada al terreno, lo registran todo, poseídos por una gran exci tación. Evidentemente, ai éx i to en este juego consiste en esconderse tan perfectamente que la búsqueda se pro­longue lo más posible Y en un par de

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Como en la Tolo anterior lo fue el saLudo. en ésta, el beso de cada día forma parle del riRiiroso y delicado tilo lobuno.

ocasiones, la loba *Caperüc¡ tñ Roja», i n ­d iscut ib le campeona del escondite, se • c u i t ó lan b¡en que se hízo de noche sin que fuéramos capaces de encontrar­la. A ú l t ima ho ra , salía espontáneamente de su secreto a lbergadsro. Entonces los otros lobeznos parecían enloquecer de alegría: la ol isqueaban por todo eE cuer­po, se ech?ban sobre ella, la mord ían suavemente, mientras la t r i un fadora , con la cabeza muy al ta, henchida de orgu l lo , me saguía p e g a d a a los pantalonei;

Cuando uno de ios lobeznos encon­t raba un palo o un pedazo de madera aprop iado, se l o most raba muy osten-losamonto 3 5U5 compai^ierDs, Y , en el acto, ss echaba a correr , perseguido por todos ellos. La carrera ofrecía las más especiaculares var ían ies y permi t ía ob-servar la crecienia agi l idad y resistencia d? los cachorros. Cuando uno de los perseguidores conseguía ar rancar el palo de la boca del por tador , huía a su v e ; y recomínzaba el fuego, hasta que, io­dos fat igados, se tendían en [ ie r ra en ÍOTno al humedecido y i r i t u r a d o «testí-go» de la carrera da relevos.

Como bü&n padre, yo estaba presente en todas asías compet ic iones deport ivas y part ic ipaba en ellas de una manera

m u y act iva. Pero los lobos resultaban ¡n-fat igables y^ d e vez en cuando, me veía ob l igado 3 sentarme a la sombra de un árbo l , para recuperar fuerzas. La decep­ción de mis pequeños era de to nlás aparente; venían todos a inc i ta rme, mos-[ rdndoma tentadores palos, una pelote de tela, o cualquier cosa que, para su desarrol ladísima cur ios idad, pudiera re-suftar a t rac t iva . Inic iaban cortas car rs ' r i tas , m i rándome de reofo, hasta que, agotados todos los recursos, ss tumba­ban también jun to a aquel lobo v ie jo y abur r ido que les había correspondido como padre.

A lo largo daf verano, nuestras relacio­nes se fue ron estrechando. At crecer, \o^ lobeznos se hacían más prudentes y dis­c ip l inados. Nuestros medios de comuni ­cación eran sencillos pero sumamente út i les. Im i tando su prop ia voz, adopta­mos Eres t ipos de l lamada: la pri^rle^a, muy bf l f f l , emi t ida con la boca cerrada; hum hum hum h u m , tenía un sentido r ranqui l izador . S't alguien aparecía ines­peradamente en la parcela y los lobez­nos se inquietaban, bastaba este sonido para hacerlos recobrar su habitual se­renidad Cada mañana, a la hora de fa comida, o en cualquier momento en que

nos acercábamos a ellos, les saludábamos con esa voz.

La misma l lamada, emi t ida con más fuerza y con la boca abier ta, equivalía a una señal de reun ión; venían corr ien­do desde cualquier s i t io y se quedaban expectantes en to rno nuestro. Finalmen­te, un g r i í o agudo, enérgico y único, se­mejante, como comprobamos má^ tarda. a su ladr ido de caza, tenía la v i r t u d de electr izar los, como un toque de c la r ín , Esta llamada la empleábamos de noche, al in ic iar nuestros largos paseos, o en cualquier momento en que u n o de los cachorros, no acudía a las llamadas or­d inar ias .

Alguna? reacciones observadas por m í en la conducta de los perros —reaccio­nes generalmente anárquicas e inacaba­d a s — tenían para los lobeznos la máni-ma impor tanc ia . Si h a l l a b a n en su camino alguna sustancia de o lo r muy fuerte, fuera bueno o ma lo [con io la carne podr ida o los perfumea bararos que ver t íamos intencionadamenteJ se revolcaban sobre ella con todo deienl-mienro, procurando embadurnarse todo el cu-irpo.

¿Será ¿sta un mecanismo de los lobos pora enmascarar su o l o r natural y no

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La curiosidad del lobo sólo es comparable a la del hombre: «Sibila» parece querer enterarse de lo que su cuidadora escribe en el cuaderno de notas (arri­ba, izquierda). Derecha: limpiamente, sin rozar los dedos de la mano que le ofrece la carne, el lobo toma su regalo. Debajo: nada apasiona tanto a los lobos como jugar con su «mamá». Y muchas veces acaban todos por tierra.

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Hábil mecanismo para enmascarar su olor natural

prevenir a sus presas durante la caía? La hipóTesU r e s u l t a muy ^erosími]. Quiero hacer conste r, como daro curío-SOH que he visto a las pigmeos de las selvas del I tur i , en E] Congo, cubrküe todo el cuerpo con excrementos de ele­fante, para burlar el f ino olfafo de los probóseideos. V ya comprobaremos más adelante que no es éste el único proce­der común entre los lobos y los pueblos caladores pnmit ivos.

Como a partir de los tres meses la al imentadón de los lobeznos Eue ínre-gram^nle c á r n e a , pudimos observar también una costumbre muy común en ellos. Cuando estaban hartos, se dedi­caban a enterrar los mejores trozos de la comida sobranie, Pero este enterra­miento, más o menos Intrascendente para los perros, tenía para los lobeznos [odas las características de un trabajo artístico. Llevando el hueso en la boca, comenzaban Rpr cavar el hoyt:», de for­ma y dimensiones muy apropiadas para el material a que esialDa destinado. Tras depositar con sumo cuidado la precía-

En amplias regiones del norte de España, donde se mezclan armonSosamente el bosque y las praderas , ios lobos encuentran su biotopo ideal, e* decir, rf te-rrílorJo conveniente pa ta ta supervivencia de la especie en un medio pranicio.

^i^

¿ir Cupido una manada de [obús ataca a un rebaño de ovejas y cHusa una verdadera amasaeres, sin detenerüe a comcf» íai realidad no hace más que seguir un instinto atávico, que proviene d t las condiciones de la época glacial.

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La costumbre de enterrar la comida sobrante

da reserva, la cubr ían con la t ierra ex­t raída, para te rminar la obra apisoinan-do todo e! terreno con la punta de la nariz y colocando, con aire d is t ra ído, una rami ta , una piedra o unas hbjas.

ACABARAN COMIÉNDOLE SUS PROPIOS LOBOS

Maravi l lado cada día por nuevas proe­zas de mis cachorros, el t iempo fue pa­sando tan a prisa y mis hi jos adoptivos crecieron tanto que, una tarde, me sor­prendió un buen señor con una adver­tencia rea lmente inquietante.

— A usted se lo acabarán comiendo los lobos, doc tor .

Al d i c taminar tan poco grato pronós­t ico, el v is i tante, mon te ro muy afama­do, me m i ró con una cierta conmisera­ción y cont inuó t ra tando de jus t i f i car su visi ta en aquella tarde calurosa, para l ib ra rme de una muer te ter r ib le .

— H u b o un a l imañero en Astur ias — p r o s i g u i ó — que cr ió un lobo hasta los dos años; le seguía por el campo como un per ro , le obedecía en todo, pero una noche se le a r ro jó a la gar­ganta y si no le socorre su mujer y matan a la f iera a escopetazos...

Me habían contado diferentes versio­nes de este sucedido una docena de ve­ces, así como el del médico que cr ió una loba y fue mord ido cruelmente por ella, y el del pastor que ató un lobo, de cachorro, con una fuer te cadena, al t ronco de una encina. Lo tuvo allí tres años, echándole de comer. Un día, se acercó demasiado, y el caut ivo no le despedazó porque llevaba puesta una bufanda y la dura zamarra de pie l .

He de confesar que, para mí, lo único realmente sorprendente de estos relatos, era que los lobos no se hubieran comi­do a sus dueños mucho antes. Porque la vida social de estos an^imales está regida por unos protocolos severísimos que en n ingún caso se pueden in f r ing i r . Aunque malamente podrá respetar es­tas ordenanzas quien no haya tenido la opo r tun idad de conocerlas.

BANDERA BLANCA EN EL CÓDIGO DE LAS FIERAS

Sin duda, el pastor, el a l imañero y el médico de las histor ias del monte ro p ro fanaron un día el inv io lab le ter r i to ­r io de sus lobos, porque ,no compren­

dían su id ioma. Estoy seguro de que les adv i r t ie ron repet idamente del pel igro que cor r ían , pero los hombres fueron incapaces de in terpre tar su mímica . Para ellos, fue fatal desconocer el código de las f ieras.

«Sibi la» y «Remo» habían cumpl ido ya los ocho meses y, en todas sus pro­porciones, hubieran pasado por lobos adultos. Entrenados d iar iamente y bien al imentados, tuv ieron un desarrol lo óp t i ­mo. Eran más grandes y , sobre todo, más sólidos que los perros alsacianos a ios tres años. Vivían en un ampl io recinto cercado, con arbolado, agua y un refugio rocoso en su in ter io r . Desde las pr imeras semanas, «Sibi la» fue el in­d iv iduo dominante . Comía antes que su hermano, lo arrol laba ©n ¡los juegos y tenía la pr imacía para dedicar al lobo jefe, su padre, las señales de acata­mien to .

Cada vez que me sentaba en el suelo, la loba, su je tándome f i rmemente la ca-

per ior , y los machos con las hembras, en épocas nupciales. En pocas palabras, es una manifestación de amor y de su­mis ión , en una línea tota' lmente opuesta a la de los signos de agresión. Mientras a uno le despulguen sus lobos, ya pue­de escuchar t ranqu i lo los consejos de los amigos agoreros.

Pero, durante la desparasitación r i ­tual —empleemos términos c ient í f i ­cos—, el lobo «Remo», presa de la envi­dia más negra, t rataba de sumarse a la ceremonia y «Sibi la» lo expulsaba con un par de feroces mordiscos.

Una tarde, el lobo no sopor tó la veja­c ión ; respondió a la dentellada de «Si­bi la» con un seco mord isco. Y , a pocos centímetros de mi cuello, -se enzarzaron en una lucha sin cuar te l . Los caninos rasgaban el a i re , rozándome los cabe­llos. Los buf idos y ronquidos tenían un tono sordo, desesperado y desconocido para mí. Abrazados, rodaron los lobos por el suelo, botando como pelotas, has-

La desparasitación ritual tiene mucha importancia en los animales sociales; todas las mañanas, como «lobo jefe», debía permitir a mis servidores que me quitaran unas imaginarias pulgas. No es fácil explicar las sensaciones que se sienten al no­tar la formidable dentadura de un lobo metida entre los pelos del cogote, con un tableteo parecido al de la maquinilla del peluquero, pero mucho más inquietante...

beza con sus patas delanteras, me qu i ­taba de la nuca unos imaginar ios pará­sitos. No es fáci l expl icar las sensacio­nes que uno exper imenta al sentir la dentadura de un lobo, met ida entj-e los pelos del cogote y o r ig inando un table­teo muy s imi la r al de una maquini l la de peluquero.

Por fo r tuna , en aquellos momentos no me acordaba yo de los presagios de mi amigo el montero , y pensaba, para t ran­qu i l i zarme, en el al to s igni f icado que tiene el despulgamiento en la conducta de los animales sociales.

Es un acto que solamente ejecutan las madres con sus crías, los ind iv iduos de rango in fer ior con los de rango su-

ta levantarse nuevamente. Permanecie­ron unos instantes rígidos, desafiándo­se con los ojos inyectados, y mostran­do los belfos recogidos, los bri l lantes colmi l los. Un hiJillo de sangre caía por la meji l la de «Sibi la». Pensé que mis lo­bos se habían empeñado en una lucha a muer te , pero no veía la manera de in-.tervenír.

Súbi tamente, «Remo» se lanzó sobre el cuello de «Sibi la», buscando su carót i ­da para hacerla saltar de una dentel lada. La loba, ante mi asombro, se tendió de lado, le ofreció su garganta inerme, exac­tamente en la zona que el lobo buscaba para 'matar . «Remo», roncando amena-zadoramente, detuvo el ataque. Su ho-

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Lo5 rebaños de caballos que pasan el verano libremente en algunas de nuestras sierras, son atacados Ü veces por los lobos. Fara ellos, con arreunió a su insliiito^ s i ^ e n siendo los cabalEns salvajes que ca^Jiron sus antepasados cuaten;ario!k.

cico ensangrentado tocaba la piel de la loba & unos cent ímetros dé sus ar ter ias N/ilales, Pero no m o r d i ó . ^Sib i la» se ha­bía rend ido ; había hecho uso de un ges­to i nh ib i t o r i o en el mundo de los lobos. Y no es que « i íemo» t\o quisrera mor­der. Sencil lamente, r\o podía, del m i smo modo que un hombre no puede perma­necer con los o jos abiertos cuando le amenazan con un puñado de arena.

A¡ año siguiente, cuando mi manada estaba compuer ta por tre^ hembras y tres machos, pude observar o í ros d u r í ­simos duelos por la pr imacía , pero s iempre Terminaba con el signo de ren­

d im ien to incond ic iona l . Y jamas los io-ibos vencedores &e ensañaron con lo^ vencidos. Se l im i ta ron a g i ra r en t o rno de ellos, r ígidos de orgul lo y deposi taron unas got i tas de or ina para marcar el Terreno de la vicl-oría, pero nunca mor­d ieron al lobo somet ido. Este se alejaba humi ldemente^ con la cola entre las piernas y e! v ien i re pegado al suelo.

Con esta señal de rend ic ión , equiva­lente a nuestra bandera blanca, están equipados la mayor p a n e de los anima­les carniceros. Es como si la naturaleza les hubiera p r o v i i t o de un código que tes pone a salvo del au toe t l e rm ln lo .

Eujden temen re, si leones, t igres, lobos y o i ra^ fieras muy bien armadas no tuvieran un f reno para poner ffn a sus cómbales a t iempo, hace muchos si­glos que se habrían au iodes í ru ido .

ConTr^riamenten los animales mal ar-mados< como ta mayor par te de los her-bivorosn carecen de estos códigos de conducta y resulta desastroso encerrar­los en cercados comunes. Dos l iebres machos, dos coraos, dos sencjilas cor­lólas, se matarán despiadadamente, en sus jaulas, porque son incapaces de co­municar a sus adversarios sus deseos de rend ic ión . En el campo, pueden po-

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• 4 1 l ^ » - l - l l — — — .,,-

Los vencedores no se ensañan con los vencidos

nerae a salvo de los débiles "embales ds Sü5 enemigos, cOn [a velocidad de su carrera o de su vuelo. La naturaleza, i n exorablemente ahorrar iva, no les ha doíado de unos instlnios Innecesarios,

Era notable la diferencia de compor-lamienio de nuestros cachorros respecto a Micky y a mí. A ella^ Ea colmaban de caricias. s« tendían volunfanafTienre a

•sus pies para ser cepíl'ados y desinsec­tados. Sin embar'QO, nunca ía acataron con los ritos reservados al individuo dommante.

Por entonces, *no teníamos nada que terrier. ¿Pero qué pasaría el día que el lobo iRenv^ i , llegado a la edad adulta, delimitara un terri torio inviolable y me cerrara el paso? ¿Y qué ocurriría, más adelante, cuando siguiendo las leyeü de su raía considerara que había llegado el momento de disputarme la jefatura? ¿Podría yo deiener su dentellada mortal con ©I signo de rendición?

LA NOCHE DRAMÁTICA DE LA GRAN MATANZA

En la Estación de zoología había dos funcionarios permanentes; José, un as­turiano fornido, jocundo y servicial, y Frutos, castellano, magro, menudo, la­cónico y amantísímo de los animales. José engordaba ciervos, gamos y rebe­cos con la misma soltura y alegría que s'[ fueran vacas de su tierra. Mas. para la fina sensibilidad de los lobos, quiíá reiuTiará demasiado bullidoso. Siempre le miraron con un aire desconfiado y agresivo. Por ello, le recomendé que no se acercara mucho a su recinto-

La niebla ora muy espesa aquella ma­ñana de enero. La Casa de Campo esíaba silenciosa y triste, como un bosque del Báltico. Cuando llegué a la Estación, Frutos salló a rcCJblrme solo; su aspec­to, dft ordinario enire distraído y m*-lancólico, era, aquííla martana, dramá­tico.

•—Suena la hemos hecho, doctor ^ m e dijo, sin levantar la vista del suclo.

Por un momento, la niebla me pareció más opaca. mir¿ en todas las direc-

I j j t Irrs fotos de PSla p^Kina corrrs-piinilri» a otras lanli»?i faips mU\ ca-r^olTÍ'-lLcíLi lie un» J*rl<ra rntrr Jobos, ul t imo* r.MA riitn'KAdo ni driipuka-inknto. >• -SltjUjí- Ir conlrnípla Cil*"l' tMa^i. Se BUrflii furiosaiHCnlr y, * l f in. ^SlbLb-, vcnddft. nfrrvp su KarRuiila a íi)^ dli-ntr» dr -Flrmn» cnnin í^ifno InsLhtUvo ilf n-nilkJiui intoiiíliclon»!.

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clones t ra tando de descubr i r a José. Es­cuché concentrado con ia esperanza de oír su frecuente canturreo.

Soledad absoluta. Silencio. Las piernas comenzaron a temblarme. —¿Pero se ha met ido an si cercado? —^No, los lobos han escarbado en la

t ierra húmeda y han conseguido hacer un túnel .

—¿Cuándo ha ocur r ido? —^Ésta noche. —Pero es i'ncreíble. ¿Ha sido muy

grave? —¿Grave? . . . No 'han dejado ni uno.

Me ha:n matado los ocho faisanes. Y no encuento ni una p luma.

Al leer estas líneas, Frutos compren­derá el mot ivo de la inmensa alegría que me p rodu jo la not ic ia de la ma­tanza de sus quer idos faisanes.

Entonces, debió pensar que no estaba en mi sano ju ic io .

Recobrado del susto, me acerqué al recinto de mis lobos para comprobar si alcance de su fechoría. Allí estaban mis dos hi jos adopt ivos, al parecer muy satisfechos. «Remo» me esperaba a la puerta, con un aire t ranspor tado, en el co lmo de la dicha. Tras el saludo r i tua l , in ic ió una serie de saltos y volteretas, desplazándose durante su e jerc ic io acro­bát ico hacia la entrada del túnel , pero sin perderme un momento de vista. Ver­daderamente, «Remo» tenía sobradas ra­zones para estar orgul loso. Aquello era una obra maestra de la ingeniería, lo­buna. Separada del recinto de los lobos por una doble tela metál ica, había una gran jaula ocupada por ocho faisanes, sobrantes de una cacería. La malla esta­ba embut ida en ei piso, unos t re inta cent ímetros, pero los lobos habían sal­vado l impiamente esta barrera median­te un túnel en fo rma de codo, horadado en la t ier ra humedecida por ¡la l luvia y las constantes nieblas.

En el in ter io r de la faisanera reinaba un orden perfecto. Solamente «Sibi la», muy concentrada, con la cara sucia de arena, percutía metódicamente con la punta de la nariz en el suelo. Al verme llegar, salió t rabajosamente por su ga­tera e inic ió una danza alucinante. Las carreras sucedían a los saltos, giraba so­bre sí misma, se tendía a mis pies y saltaba de nuevo, ingrávida. Sus ojos .brillaban de excitación y su par loteo era tan alegre como la música d© un arroyuelo.

Frutos, entre tanto, buscaba por ia parcela algún resto, alguna p luma que nos indicara el paradero de los ocho faisanes.

— N o es posible que estos bichos se los hayan comido todos—musi taba du­rante el regist ro.

«Sibi la», t ra tando de l lamar mi aten­c ión, volv ió a meterse en la jaula y se fue hacia el r incón que acababa de api­sonar con el hocico. Comenzó a escar­bar con mucho deten imiento y, ante nuestro asombro, desterró un faisán macho, lo tomó entre sus fauces y v ino lentamente hacia mí .

Al emerger por el pasadizo subterrá­neo, con la presa en la boca, v i , por p r i ­mera vez, que mi pequeña «Sibi la» era ya una loba; su cabeza, de fo rma p i ram i ­da l ; sus ojos obl icuos, de color mie l ; su cuerpo musculado a la par que armonio­so; su cola cor ta , descansando suave­mente sobre los corvejones nervudos, componían una imagen de salvaje gran­deza en medio de la niebla. Paso a paso, fue avanzando, por tando con orgul lo su fa isán. Ya había matado; el poderoso ínsti-nto ancestral se había puesto en marcha. «Sibi la» no se parecía nada en aquellos momentos a la alegre lobezna que, unos días antes, retozaba en mis brazos sobre el césped. € ra la loba, la gran matadora, el único animal que ha compet ido con el hombre, en Europa, en t iempos histór icos.

«Sib i la», con su presa entre los dien­tes, era la f iera en toda su dramát ica y p r imar ia d imens ión. A un met ro de mis pies se detuvo; permaneció inmóv i l du­rante unos segundos que me parecieron siglos. Súbi tamente, con un mov im ien to perfectamente calculado de la cabeza, me lanzó el fa isán, dándome con él en ple­no pecho.

Me de jó tan estupefacto que no fu i capaz de cogerlo en el aire.

Entonces, «Sibi la» recomenzó sus sal­tos y corbetas, se volv ió i n fan t i l , me mord isqueó las manos y t i ró de mi cha­queta para .llevarme a su r incón favor i to , mientras Frutos, sacudiendo la arena

del faisán que mi loba acababa de rega­larme, decía asombrado:

— A n d a , si no i o han «tocao». Este faisán vale.

En tres escondites di ferentes, perfec­tamente camuf lados, encontramos otros cinco faisanes, todos bastante mord idos , con la cabeza mater ia lmente t r i t u rada . Los dos restantes no fu imos capaces de hallarlos.

El compor tamien to de los ilobos con los infelices faisanes nos pe rm i t i ó sacar algunas conclusiones respecto a sus na­turales incl inaciones como carniceros.

Desde pequeños, «Sibi la» y «Remo» habían tenido a su alcance, en el césped del rec in to, una docena de halcones, su­jetos por sus lonjas. Estos pájaros, no muy grandes, que a menudo se asusta­ban de los lobeznos, hubieran podido ser atacados por ellos, pero jamás ocu r r i ó esto. Por lo con t ra r io , les observaban largamente y daban un cí rcu lo respe­tuoso al pasar por sus cercanías. Lo m ismo hacían con un par de cuervos y hasta con unas palomas que se guarda­ban en una pequeña jaula.

¿Por qué asesinaron a los faisanes? Sencil lamente, porque yo, su padre,

les enseñé a hacer lo. Pero entendámonos. Con mucha fre­

cuencia, delante de los lobos, me in t ro­ducía con Frutos en la jaula de los fa i ­sanes para coger algunos y l levármelos al campo. Estas capturas ocasionaban siempre revuelos y cacareos en la fa i -

Los lobos de la época glacial mataban a los renos y conservaban sus cadáveres bajo la nieve. Los de hoy no pueden distingruir el rebaño propiedad del hombre.

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Educación del instinto de los animales

sanera; nos veíanioi; obl igados a perse­gu i r e los, pá jaros, ha^ta hacernos con ellos, de un rnodo apBrenlerri&nie agre­sivo,

cSíbílaT Y flRemot nos conTcmpIsban absorPos. N inguno de nue^iros movi-rnJenios escapaba a su a tenc ión . En Tos momenios f inales querían par t i c ipar en \a cacería, y desde el o l r o l^dci del re-c ln ío , saltaban erni í íendo el co r io y agu­do ladr ido de Caza del lobo. La reaccidn cazador-presfl se ofrecía ante sus menTes pn fo rmac ión en todas sus fasas; perse­

cuc ión , acoso y capíura. El padre lobo casaba aqueflo que huía, g r i taba, ponía de mani f iesto el rna)imio te r ro r . Loü lo­bos jamas lo a l v i da ron .

Y aquí se fusl l f ica b apar^nhe cruel­dad de las lobas, tanhas vec¿r& refer ida por los pastores de mis páramos -S? llevan los corderos vivos para encañar­se con eHoi antes de darlas muer icp ' 5 implemeníe , las lobas obedffC&n a un ins i i n io muy v¡e|o Esiaí presas vivas !es son necesarias pora inic iar a sus cacho­rros en ffl caza, para despertar sus ins-

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t in tos agresivos. Del mismo modo que yo, de U'na manera ¡involuntaria, enseñé a matar faisa^nes a mis cachorros. En o t ro caso se hubieran compor tado siem­pre con estos pájaros tan respetuosa­mente como lo hacían con los halcones, cuervos y palomas.

El i-nstinto predator de Jos animales de presa necesita, generalmente, ser mo­delado por la educación paterna. Tal proceso he observado en los leones, gue­pardos, lobos, halcones peregrinos y azo­res. Seguramente es un compor tamien to universal en los animales carniceros d i ­ferenciados.

POR QUE MATAN MAS DE LO QUE PUEDEN COMER

«Cuando Jos lobos se meten en un redi l , no dejan una oveja; si pueden ma­tan hasta el amanecer, sin tomarse un descanso para comer.» Al decirme esto, bri l laba el odio en los negros ojiJlos de «Liebre», un v ie jo pastor del páramo de Poza. Y tenía toda la razón.

Mis lobos, jóvenes aún, siguieron f i r ­memente el imperat ivo de la especie. Y , como decía el pastor, no de jaron un fa i ­sán. Pero los escondieron. Y esto es muy impor tan te . No mataron por crue ldad o por capr icho, como podría u^no imagi­narse. Mataron sin descanso para hacer una reserva. Para almacenar la carne.

Y todos los lobos que se entregan a estas grandes mata^nzas, tan dañinas pa­ra el hombre , y por reacción de éste para su propia especie, lo hacen si­guiendo un inst in to atávico que se des­per tó hace muchos miles de años.

Las sucesivas glaciaciones que inva­d ieron Europa en el período cuaterna­r io cambiaron rad ica lmente las carac­terísticas de la fauna y de la f l o ra . Los seres vivos que no pudieron adaptarse a las nuevas condiciones c l imát icas, se v ieron obligados a emigrar o sucum­b ieron.

Los grandes herbívoros como los bi­sontes, los caballos salvajes y, especial­mente, los renos, cubiertos de espesas pelambres, estaban capacitados para so­brev iv i r en las más bajas temperaturas, pero en otoño, cuando la nieve cubr ía las inmensas praderas de toda la zona paJeártica europea, emigraban hacia el Sur, f o rmando interminables manadas. En pr imavera retornaban para aprove­charse de los ricos pastos y c r ia r duran­te el cor to verano.

Dos temibles cazadores se adaptaron también al duro c l ima glacia l : el hom­bre y el lobo. Y este proceso de adapta­c ión , que debió durar miles de años, fue ex t raord inar iamente favorable para la evolución de ambas especies. En el hom­bre, a escala ref lexiva; en el lobo, h es­cala puramente instintiva.^ Ambos nece­sitaban cazar para sobreviv ir en unas regiones donde las plantas comestibles desaparecían durante gran parte del año. Las' presas íes eran comunes y exigían la misma estrategia venator ia. Para ma­tar animales corpu lentos, acostumbrados

a desplazarse en el seno de grandes re­baños, el cazador so l i ta r io t iene escasas posibi l idades de éxito. Los herbívoros le descubren desde muy lejos y no le permi ten acercarse. Tal vez por esta ra­zón los grandes fel inos abandonaron Eu­ropa en las épocas glaciaJes.

La única técnica satisfactoria se con­sigue cazando en grupo. Una par t ida de cazadores, rápidos y resistentes, ojean el rebaño de reses, empu jándo lo hacia ios pasos do'nde esperan apostados los otros miembros del g rupo , que pueden realizar así una buena matanza.

A estas exigencias cinegéticas, sola­mente acertaron a responder el hombre y el lobo. Opinan los antropólogos que el hombre del Neanderta l , desaparecido en plena época glacial , no había pasado.

en su organización soci^al, del g rupo fa­mi l ia r . El hombre de Cromagnon, que le suplantó en Europa y Asia, vivía ya agru­pado en grandes hordas y pract icaba la caza al o jeo, como ha podido compro­barse en las excavaciones realizadas en una garganta del sur de Francia, donde se han hallado los restos de cincuenta mi l caballos, en un apostadero, al pare­cer ideal para las gra^ndes cacerías.

El lobo se organizó también en nu t r i ­das manadas, perfectamente jerarquiza­das, para la caza. Pero la caza árt ica tiene unas características muy pecuJie-res. Durante la pr imavera y el verano, los renos y otros rumiantes se disgregan en pequeños grupos, dedicados a la crianza de los pequeños. Los lobeznos nacen también en esa época y la ma-

Dos traviesos lobeznos practicando el singular juego del «cordero y el lobo».

Cuando uno de los lobeznos encontraba un pedazo de madera, se lo mostraba a sus compañeros y echaba a correr para que los demás le persiguiesen.

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Con un movimiento de cabeza perfectamente calculado, me lanzó el faisán.

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El machD cabrío i ue pasta SUI^IID en las laderas de los soberbios Picos de Eu­ropa, es itiu.v ¡atractivo para el lobo (foto superíor-). y una presa mucho más fá­cil que el macho montas de la folo de ahajo, el cual aparece átenlo y vigilante usomando su cabeza tras una piedra en los riscos de la serranía de Cazarla.

La inexorable supervivencia de las especies

nada se descompone en fami l ias . Al co­menzar la emigrac ión o toña l , con los ce-chor ros ya fuerJea, los lobos vuelven a aíoclarse y atacan a J05 rebaños viaje­ros. Esta es la ¿poca da (as grandes ma­tanzas. Tras elaboradas maniobras de cerco, los lobos logran dar alcance a sus presas y, en una verdadera orgia de san­gre matan hasta caer extenuados. Porque del número de presas abatidas depen­den sus posibi l idades de supervivencia durante el largo inv ierno. Muy P'"On-to se in ic ian las terr ib les borrascas, una gruesa capa de nieve y hielo recubre el gran depósi to de carne. Los Ictios no tendrán más que escarbar 3n este f r i ­gor í f ico natura l para encont rar su al i ­men to .

Esta misma técnica adoptan las ma­nadas de lobos que, en nuestros días, vivftn en algunas regiones de Alaska, el Canadá y S í b ' r i a , donde las condicio­nes c l imát icas y biológicas son muy pa­recidas a las de la Europa cuaternar ia , Y cuando nuestros lobos encuentran un rebaño de ovejas sin defensa, siguen de modo inexorable el d ic tado efe sus ¡ns-i i n los . Ellos no pueden ref lexionar, no pueden e lud i r un compor tamien to que ha pe rm i t i do id supervivencia de su es-pscíe,

Pero <:i-iebrej», el v ie jo pastor del pá­ramo, que lantas ovejas habrá perd ido en las matanzas de los lobos, tenia las mejores razones para odiar a estos car­niceros; estaba en su pleno derecho al perseguir los hasta el ex te rmin io . Porque su menta l idad y hasta su medio de vida pertenecían a una época en que la t ie­rra parecTa haberse quedado demasia­do pequeña para albergar a los dos gran­des cazadores deí cuaternar io .

Por fo r tuna , una cor r iente de amor y protección a los animales se e í í iende hoy por todo el mundo como un r io de fuerza incontenib le . Un número cada día mayor de hombres, pertenecientes a todas las profesiones y clases sociafes, han aprendido a deleitarse con la s im­ple presencia del animal salvaje. Y los c ient í f icos han demost rado que el ex­te rm in io de cuafquier especie sería una locura i r reparable. Porque, hasta los anr-ma le i aparentemente más dañinos, co­mo el lobo mismo, pueden ^er beneficio­sos en c¡?r[as circunstancias y parajes, Pero ésie será lema para la p róx ima se­mana,

Félix R. DE LA FUENTE