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ATILANO RODRÍGUEZ MARTÍNEZ Obispo de Sigüenza – Guadalajara «FIRMES EN LA FE» CARTA PASTORAL CON OCASIÓN DEL “AÑO DE LA FE” Octubre 2012

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ATILANO RODRÍGUEZ MARTÍNEZ Obispo de Sigüenza – Guadalajara

«FIRMES EN LA FE»

CARTA PASTORAL CON OCASIÓN DEL “AÑO DE LA FE”

Octubre 2012

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«FIRMES EN LA FE» Queridos sacerdotes, miembros de la vida consagrada y fieles laicos: El día 11 de octubre de 2011, el Papa Benedicto XVI publicaba la Carta Apostólica Porta fidei. Con la publicación de esta Carta, el Santo Padre convocaba a toda la Iglesia a celebrar “El Año de la fe” y nos decía: «“La puerta de la fe” (cfr. He 14,27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros»1. Las celebraciones organizadas con ocasión del “Año de la fe” comenzarán, Dios mediante, el día 11 de octubre de 2012, fecha conmemorativa del quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y del vigésimo de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, y concluirán el día 24 de noviembre de 2013 con la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Se da también la feliz circunstancia de que unos días antes del comienzo del “Año de la fe”, concretamente el día 7 de octubre, el Santo Padre presidirá en la Plaza de San Pedro la solemne celebración eucarística con ocasión de la inauguración de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”. En esta celebración, a la que asistiremos un buen número de Obispos, sacerdotes y cristianos laicos españoles, tendrá lugar también la declaración de San Juan de Ávila, Patrono del clero secular español, como Doctor de la Iglesia. Con esta carta pastoral, al tiempo que os saludo con afecto cordial a todos los diocesanos, quiero invitaros a orar al Padre celestial por el fruto espiritual de estos importantes acontecimientos eclesiales. En todo momento hemos de permanecer muy atentos a los objetivos y acciones programados por el Santo Padre para la celebración del “Año de la fe” y a las acciones que, si Dios quiere, programaremos en la diócesis. Con la celebración del mismo, el Papa nos invita a todos los bautizados a

1 Benedicto XVI, Carta Apostólica Porta fidei, n. 1.

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«redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo»2. La convivencia diaria nos permite constatar que en nuestros días existen muchos cristianos con una fe madura, consciente y responsable, que viven con entusiasmo el encuentro con Cristo, pero también podemos descubrir que existen auténticos desafíos para la vivencia de la fe, para celebrarla y para dar público testimonio de la misma. Por eso, si no asumimos con convicción la urgencia de revisar la fe para renovarla y fortalecerla desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, no podremos seguirle con alegría ni podremos vivir nunca con gozo nuestra condición de hijos de Dios. Es más, si nos falta una fe madura, todos los proyectos pastorales y las reformas estructurales que pretendamos llevar a cabo en la Iglesia y en la misión evangelizadora de la misma quedarán sin eficacia. 1. CONTEMPLEMOS LA REALIDAD Antes de hacer una revisión sobre la vivencia de la fe, deberíamos tener en cuenta las manifestaciones de algunos católicos sobre sus convicciones y comportamientos religiosos. Esto nos ayudará a descubrir el distanciamiento de muchos bautizados de las verdades del Evangelio y de las enseñanzas de la Iglesia. La constatación de la indiferencia religiosa de muchos y el confusionismo creyente de otros tienen que hacernos pensar, puesto que en esta realidad de increencia vivimos también nosotros. Aunque sea inconscientemente, todos corremos el riesgo de acomodar las enseñanzas del Evangelio a los criterios de la cultura actual para justificar de este modo nuestras decisiones y comportamientos errados. En vez de dejarnos juzgar y orientar por la Buena Noticia, pretendemos que ésta se adapte a las modas cambiantes del momento. Por otra parte, un cristiano, al contemplar la realidad social y religiosa, no puede quedarse en la fría enumeración de unos datos estadísticos. Detrás de los números hay siempre personas de carne y hueso. Por ello, desde la contemplación de la realidad, hemos de escuchar la voz de Dios, que nos llama a identificarnos con Él y que nos invita a buscar nuevas formas para presentar el Evangelio. Dios, que nos habla siempre a través de su Palabra, 2 Ibid. n. 2.

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nos habla también desde el testimonio valiente y convencido de muchos hermanos y desde la fe mortecina de otros. a) Debilitamiento de la fe y crisis de la conciencia El año 2003, el beato Juan Pablo II publicaba la Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa. En la misma hacía un análisis muy realista de la religiosidad de los católicos europeos y de la nefasta influencia de la secularización en sus convicciones y comportamientos religiosos. Aunque la cita sobre las enseñanzas del Santo Padre resulte un poco extensa, considero que merece la pena tenerla presente por su lucidez y realismo a la hora de analizar la fe de los católicos europeos. Entre otras cosas, Juan Pablo II nos decía: «Muchos europeos contemporáneos creen saber qué es el cristianismo pero realmente no lo conocen. Con frecuencia se ignoran ya hasta los elementos y las nociones fundamentales de la fe. Muchos cristianos viven como si Cristo no existiera: se repiten los gestos y los signos de la fe, especialmente en las prácticas de culto, pero no se corresponden con una acogida real del contenido de la fe y una adhesión a la persona de Jesús»3. «En muchos, – proseguía el Papa –, un sentimiento religioso vago y poco comprometido ha suplantado las grandes certezas de la fe; se difunden diversas formas de agnosticismo y ateísmo práctico que contribuyen a agravar la disociación entre fe y vida; algunos se han dejado contagiar por el espíritu de un humanismo inmanentista que ha debilitado su fe, llevándoles frecuentemente, por desgracia, a abandonarla completamente; se observa una interpretación secularista de la fe cristiana que la socava, relacionada también con una profunda crisis de la conciencia y la práctica moral cristiana. Los grandes valores que tanto han inspirado la cultura europea han sido separados del Evangelio, perdiendo así su alma más profunda y dando lugar a no pocas desviaciones»4. El Papa Benedicto XVI, además de constatar el gran confusionismo religioso y las dificultades de muchos católicos para confesar públicamente la fe, ha manifestado en distintos momentos de su pontificado que la reflexión sobre la fe debe tener la prioridad, pues la fe de la Iglesia parece algo del pasado. Recientemente, el pasado día 10 de septiembre, les decía a 3 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, n. 47. 4 Ibid, n. 47.

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los Obispos de Colombia, con ocasión de su Visita ad Limina Apostolorum, que era necesario vivir fiel y fecundamente la fe ante «los efectos devastadores de la secularización que incide con fuerza en los modos de vida y trastorna la escala de valores de las personas, socavando los fundamentos mismos de la fe cristiana, del matrimonio, de la familia y de la moral cristiana». Estas serenas y lúcidas reflexiones de los últimos Papas sobre la falta de fe o el desconocimiento de la misma por parte de algunos católicos europeos podemos aplicarlas también a bastantes católicos españoles. Si nos fijamos, en las manifestaciones públicas de algunos bautizados se palpa un gran confusionismo religioso y un desconocimiento preocupante de los contenidos de la fe. Sin entrar ahora en un análisis pormenorizado y detallado de las causas y consecuencias del alejamiento de Jesucristo y de la Iglesia por parte de muchos católicos en los últimos años, me limito simplemente a constatar con dolor una realidad que todos conocemos a través de los estudios sociológicos sobre las creencias y comportamientos religiosos de los españoles. Asumiendo, con el posible margen de error, los datos ofrecidos por los sociólogos, podemos afirmar que, en los últimos años, ha crecido en España el número de agnósticos y ateos hasta el 20% de la población. Los que se confiesan católicos rondan el 75% de la población, pero de estos sólo el 13% se confiesa católico practicante. Entre otras conclusiones que podríamos extraer de estos datos, tendríamos que decir que aún son muchos los españoles bautizados en la fe de la Iglesia católica, pero pocos los que viven con una fe adulta, madura y consciente. La escasa participación de los católicos españoles en las celebraciones litúrgicas, en los sacramentos y en la misión evangelizadora de la Iglesia se debe en buena medida a la ignorancia religiosa, al oscurecimiento de la fe, a la deficiente formación cristiana y a la incapacidad del hombre de hoy para preguntarse por el sentido de la vida. Las prisas y las preocupaciones diarias nos impiden encontrar el tiempo necesario para hacer silencio y para responder a las preguntas nucleares sobre el sentido de la vida, sobre la realidad de la muerte y sobre el más allá de la misma. El relativismo y el subjetivismo, tan presentes en la cultura actual, están influyendo decisivamente en la forma de pensar y de vivir de muchos

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bautizados, llevándolos a interpretar las enseñanzas evangélicas y eclesiales de acuerdo con los gustos personales o los criterios sociales, pero al margen de las enseñanzas del Magisterio y de la Tradición viva de la Iglesia. Esta visión de las cosas, en bastantes casos, lleva consigo la sustitución del Dios de Jesucristo y de los valores permanentes de la religión por los ídolos cambiantes de la ideología política, del dinero, del sexo, del culto a la personalidad y del poder. Estos diosecillos “de polvo y paja”, que no pueden salvar (cfr. Sal 145), son adorados sin embargo por amplios sectores de la sociedad. b) Algunos apuntes sobre la realidad diocesana Llevo año y medio entre vosotros. Durante este tiempo he tenido la oportunidad de recorrer la geografía diocesana, pero sobre todo el Señor me ha concedido la dicha de experimentar el afecto sincero y la acogida cordial de sacerdotes, religiosos y cristianos laicos. A todos de corazón os agradezco vuestra cercanía y vuestra colaboración generosa en la evangelización de la Iglesia diocesana. En los encuentros vividos con los miembros del Pueblo de Dios, suelen salir a relucir las dificultades para la transmisión de la fe y el desinterés de los padres en la formación cristiana de sus hijos. Se constata que la secularización de la sociedad y la secularización interna de la Iglesia están afectando también a muchos miembros de nuestra Iglesia diocesana. No obstante, sin cerrar los ojos a esta realidad, tengo que valorar muy positivamente la entrega generosa de los sacerdotes a la acción pastoral. Ellos son los primeros que experimentan las dificultades para la transmisión de la fe a los más pequeños y los obstáculos para avivarla en los restantes miembros de sus comunidades parroquiales. Sufren por el alejamiento de la Iglesia de aquellos a quienes ayudaron a descubrir el don de la fe en la catequesis y ofrecieron en su día la posibilidad de participar en los sacramentos de la Iglesia. Asumiendo la vocación bautismal, todos los bautizados deberíais colaborar mucho más con vuestros sacerdotes en la búsqueda de nuevos caminos para la evangelización. En mis encuentros con los cristianos laicos en las parroquias, con los movimientos apostólicos y con otras asociaciones laicales, he percibido con gozo una fe madura y he descubierto una gran inquietud misionera y una

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preocupación por ayudar a los alejados de la fe a vivir el encuentro con Jesucristo. En el futuro, además de favorecer e impulsar el asociacionismo laical, hemos de cuidar con esmero la vida espiritual y la formación cristiana de todos los bautizados, para que, además de participar en las actividades parroquiales, lleven también el Evangelio a los distintos ambientes de la sociedad. Hemos de ser muy conscientes de que la evangelización en los años venideros, si no la hacen los laicos, quedará sin hacer. Además, he tenido la gran alegría de visitar a todos los miembros de la vida consagrada. Con profundo gozo, debo destacar el extraordinario servicio que están prestando a la Iglesia y a la sociedad con su testimonio orante, con la vivencia de los consejos evangélicos, con su entrega a la formación de los niños y jóvenes, con sus diversas tareas parroquiales y con su dedicación a los más pobres y desfavorecidos. Todos deberíamos valorar mucho más el testimonio orante y el desprendimiento material de los miembros de la vida consagrada y, de un modo especial, de las monjas de clausura. Con su total consagración a Dios, como lo único necesario, no sólo son auténticos testigos de la fe para los restantes miembros del pueblo de Dios, sino verdaderos artífices de la nueva evangelización. c) La realidad vista a la luz de Dios Este análisis de la realidad religiosa puede parecer un poco frío o demasiado pesimista. Cada uno puede hacer las correcciones que considere oportunas a mis afirmaciones, pues en una carta pastoral no es posible matizar cada afirmación. No obstante, con todas las matizaciones posibles, considero que un cristiano no puede quedarse en la simple y fría constatación de los datos sociológicos y religiosos. El creyente debe contemplar la vida y los acontecimientos de cada día desde la fe en Jesucristo y de acuerdo con sus enseñanzas. Así lo hacen el beato Juan Pablo II y el Papa Benedicto XVI cuando, al presentarnos la misión de la Iglesia ante esta realidad de increencia y de indiferencia religiosa, nos invitan a crecer en la conversión a Jesucristo y nos estimulan a emprender con gozo una nueva evangelización con nuevo ardor misionero, con nuevos métodos pastorales y con nuevas expresiones. Desde la mirada de Dios, los cristianos debemos contemplar la situación actual de la Iglesia y de la sociedad como una llamada a vivir la

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fe, como un reto para la evangelización y como una oportunidad única para dar testimonio de Jesucristo ante nuestros semejantes. No podemos esperar a que cambie la realidad y vuelvan a llenarse nuestros templos de fieles, como ocurría en otros tiempos. Ahora, en este instante, somos llamados y enviados por Dios a este mundo, a las personas concretas con las que nos relacionamos cada día en casa, en el trabajo o en la calle para mostrarles su amor. Cada persona, sea creyente o no, es amada por Dios y cuenta siempre con el ofrecimiento incondicional de su salvación (cfr. Mt 5,45; Rm. 5,8). Por lo tanto, los cristianos no podemos actuar de forma distinta a la de Dios. A todos, también a los que se consideran enemigos nuestros o a los que piensan de forma distinta debemos ofrecerles, además de una acogida cordial, el testimonio de nuestro amor, pues si amamos sólo a los que nos aman no tenemos mérito alguno (cfr. Mt 5,46). Pero, además, debemos contemplar esta realidad de increencia y de indiferencia religiosa, teniendo en cuenta que Dios sigue derramando su gracia sobre justos y pecadores y continúa enviando su Espíritu Santo para la santificación de todos. El Espíritu Santo, primer evangelizador, sigue ofreciendo sus dones a cada persona y continúa actuando constantemente en el corazón del mundo. Por eso, ante la contemplación de esta realidad, no podemos cerrarnos sobre nosotros mismos, considerándonos mejores que los demás o pensando que no es posible hacer nada por cambiar la realidad. En todo momento hemos de tener presente aquella enseñanza evangélica en la que se nos recuerda que las cosas imposibles para los hombres son siempre posibles para Dios.

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2. LOS CATÓLICOS NECESITAMOS REVISAR NUESTRA FE Las contradicciones e inconsecuencias que observamos en las manifestaciones y en los comportamientos de muchos bautizados, nos están pidiendo que revisemos nuestra fe. Para ello, tendríamos que preguntarnos en qué Dios creemos, qué lugar ocupa Dios en nuestra vida y cuánto tiempo le dedicamos a lo largo del día. Asimismo, es preciso que analicemos también nuestros comportamientos con los hermanos para comprobar si están iluminados por los criterios evangélicos y por las convicciones religiosas o, por el contrario, hemos caído en la disociación entre la fe y la vida. Además, tenemos que revisar las prácticas religiosas para descubrir si las vivimos como una carga pesada y como una imposición externa o como la respuesta amorosa al infinito amor de Dios hacia cada uno de nosotros. Estamos en el mundo, participamos de los criterios del mundo y, por tanto, corremos el riesgo de vernos afectados por las propuestas de la secularización y por los criterios del relativismo que, en ocasiones, denunciamos en los comportamientos de nuestros semejantes. Por eso, si no revisamos nuestra fe a la luz de la Palabra de Dios, no podremos vivir con gozo el seguimiento de Jesucristo ni estaremos en condiciones de emprender una nueva evangelización. a) La fe regalo de Dios y respuesta del hombre Al revisar nuestra fe, en primer lugar tendríamos que preguntarnos qué entendemos por fe. Para responder a esta pregunta, me parece oportuno que todos nos acerquemos al Catecismo de la Iglesia Católica. Allí se nos dice que «la fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras»5. De acuerdo con esta definición del Catecismo, podemos afirmar que la fe cristiana es, ante todo y sobre todo, un regalo de Dios al hombre. La razón última de nuestra fe y la posibilidad de confiar en Dios tienen su fundamento en el hecho, humanamente inconcebible, de que Él mismo ha querido revelarse y mostrarse a toda la humanidad por medio de Jesucristo para que, iluminados y acompañados por la acción del Espíritu Santo en nosotros, podamos responder positivamente a su revelación (cfr. Hb 1,2). 5 Catecismo de la Iglesia Católica, 176.

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Para acoger el don divino de la fe, la persona necesita, además de abrir el corazón y la inteligencia a la intervención de Dios en su vida, la gracia y los “auxilios interiores del Espíritu Santo”6. El mismo Señor, presente en lo más profundo del corazón humano, es quien nos llama, nos mueve a buscarle, nos ayuda a descubrir la necesidad que tenemos de su salvación y nos atrae hacia Él para que le prestemos la adhesión de la fe. Por lo tanto, la fe no consiste principalmente en la adquisición de unos contenidos doctrinales y morales, sino en la adhesión a una persona, que tiene la capacidad de seducirnos y transformarnos interiormente. Aunque el conocimiento de las verdades de fe ciertamente es necesario y fundamental para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia, sin embargo no es lo primero. En la convivencia diaria podemos encontrarnos con personas que tienen conocimientos de Dios y de la Iglesia, pero no han vivido la experiencia del encuentro personal con Cristo, no han respondido a su llamada y no están dispuestos a seguirle. La fe cristiana es, por lo tanto, la respuesta libre y confiada a una Persona, que nos invita a entregarle la vida y a estar disponibles para la misión, porque nos ama con amor infinito. El Papa Benedicto XVI, refiriéndose a esta capacidad de Dios para orientar nuestra vida a partir del encuentro personal con Él, afirma que: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»7. Ante las enseñanzas evangélicas sobre la fe, recogidas por el Catecismo, tendríamos que preguntarnos: ¿Verdaderamente nos fiamos de Dios o sólo cumplimos con unas prácticas y normas religiosas? ¿Admitimos que Cristo muerto y resucitado vive para siempre junto al Padre para ofrecernos la vida eterna? ¿Tenemos fe en Jesucristo como la Persona que da sentido pleno a nuestra vida? Cuando rezamos el Credo, lo que decimos con los labios ¿nos mueve a un cambio del corazón y de los comportamientos con nuestros semejantes?. Gracias a la luz de la fe, que nos viene de Jesucristo, todos podemos descubrir que nuestra vida tiene sentido, que no estamos nunca solos en la 6 Catecismo de la Iglesia Católica, 179. 7 Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus caritas est, n. 1.

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peregrinación por este mundo y que existen razones sólidas para esperar con confianza y para trabajar con esperanza en la construcción de un mundo mejor a pesar de las dificultades. b) Profesamos la fe de la Iglesia La fe cristiana, como acabo de indicar, es ante todo la respuesta personal, responsable y libre a Dios, que sale a nuestro encuentro por medio de Jesucristo, para invitarnos a participar de su amor y de su salvación. Pero la fe de cada cristiano, sin dejar de ser personal, debe ser también eclesial, puesto que es siempre la Iglesia la que precede, alimenta y sostiene la fe de cada uno de sus miembros. El Catecismo, al explicar el sentido del Credo, afirma que cuando decimos «“Creo” (Símbolo de los Apóstoles): es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos” (Símbolo de Nicea–Constantinopla, en el original griego): es la fe de la Iglesia confesada por los Obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo” es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”, “creemos”»8. De acuerdo con las enseñanzas del Catecismo, podemos afirmar que en el sacramento del bautismo, nuestros padres y padrinos pidieron para nosotros la fe de la Iglesia, profesada por todos los cristianos desde los primeros momentos. Con el paso del tiempo, todos podemos profesar la fe de la Iglesia gracias a la acción del Espíritu Santo en nosotros y al testimonio creyente de millones de bautizados. Con todos ellos la vivimos y celebramos a lo largo de la vida en la única Iglesia de Jesucristo. En este sentido, podríamos decir que aquellos cristianos que rompan esta vinculación con los restantes miembros de la comunidad cristiana no podrán llegar nunca a madurar adecuadamente en su fe y en sus convicciones creyentes. La experiencia nos dice que, en estos momentos, muchos bautizados no viven con convicción la eclesialidad de su fe, porque actúan por lo libre, sin relación alguna con la Iglesia universal y sin vinculación con la comunidad diocesana. Se comportan como “llaneros solitarios”, afirmando

8 Catecismo de la Iglesia Católica, 167.

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que ellos no necesitan de nadie para creer y que cada uno puede comunicarse directamente con Dios sin contar con la Iglesia. Ante esta constatación, podríamos preguntarnos: ¿Vivimos la fe sintiéndonos miembros del único Cuerpo de Cristo? ¿Acogemos al hermano como alguien que nos pertenece? ¿Desde la fe en Jesucristo resucitado, colaboramos con los hermanos en la realización de los proyectos pastorales de la diócesis y de la parroquia o vivimos la fe sin relación con los restantes miembros del Pueblo de Dios?. En el futuro, si no corregimos con la ayuda de la gracia divina el individualismo religioso y si no damos el paso de una fe heredada a una fe personal y convencida, será muy difícil mantenerla viva e impulsar la acción evangelizadora de la Iglesia. Así lo reconocía el beato Juan Pablo II cuando, al contemplar la indiferencia religiosa de muchos católicos europeos, señalaba que «la actual situación cultural y religiosa de Europa exige la presencia de católicos adultos en la fe y de comunidades cristianas misioneras que testimonien la caridad de Dios a todos los hombres… Para ello es necesario el paso de una fe sustentada por las costumbres sociales a una fe más personal y madura, iluminada y convencida»9. Por lo tanto, cuando nos proponemos hacer una revisión de nuestra fe, además de abrir nuestra mente y corazón a Jesucristo, hemos de considerar nuestro amor a la Madre Iglesia, de la que formamos parte por pura gracia en virtud del bautismo, y hemos de examinar también la vivencia de la comunión y la fraternidad con los restantes miembros del pueblo de Dios. Nadie puede ser testigo de la fe en el Señor si no permanece unido a Él en la comunidad de su Iglesia y si no acoge el amor de Dios en su corazón. La fe nos orienta a la comunidad y a la vivencia de la comunión para desembocar en una vida comunitaria (cfr. 1 Co 12,3-4). c) Del encuentro con Cristo en su Iglesia a la conversión del corazón Dando un paso más en esta reflexión sobre la fe, podríamos afirmar que ésta, además de ayudarnos a tomar conciencia de nuestra pertenencia a la Iglesia, tiene que orientarnos constantemente en el camino de la conversión a Dios y a los hermanos. Todos hemos escuchado y meditado en distintos momentos de la existencia la invitación a la conversión, al cambio de vida, que Jesús plantea a sus oyentes, porque el Reino de Dios 9 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa, n. 50.

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ya ha entrado en el mundo con su venida (cfr. Mt 4,17). Y todos sabemos que el mismo Jesús pide a los suyos que prediquen la conversión hasta los confines de la tierra (cfr. Mc 6,12). Durante los años de su vida pública, el Señor recordará a los discípulos y a las multitudes que le siguen que Él no vino al mundo para salvar a los justos sino a los pecadores (Mt 9,13). Por tanto, nadie puede afirmar que cree en Jesucristo si, con el auxilio de la gracia, no se reconoce pecador, acoge el perdón divino por medio de la Iglesia y da pasos firmes en la identificación con Cristo. Mediante la celebración del sacramento de la penitencia, instituido por Cristo, la Iglesia nos ofrece hoy el perdón de los pecados y la posibilidad de progresar en el camino de la santidad. Los apóstoles de Jesucristo y millones de cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia nos enseñan con su testimonio que es posible esta nueva orientación de la existencia, al acoger la revelación de Dios y al responder con decisión a su llamada. Hoy, todos los cristianos necesitamos dejarnos transformar interiormente por la gracia divina y, para ello, hemos de examinar nuestros comportamientos ante Dios y con los hermanos, asumiendo con paz y verdad que todos somos pecadores y, por tanto, necesitados de la misericordia infinita de Dios. Los que nos confesamos seguidores de Jesucristo, desde la fe y desde la comunión de vida con Él, debemos crecer cada día en la identificación con sus criterios, sentimientos y comportamientos con la ayuda de la gracia divina. El Señor sigue saliendo constantemente a nuestro encuentro a través de su Palabra, de los Sacramentos, del testimonio creyente de los hermanos y de las maravillas de la naturaleza para hablarnos, para regalarnos su amor y para ofrecernos su salvación. Cuando descubrimos y escuchamos las invitaciones de Dios a vivir en su amistad, entonces, guiados por el Espíritu, podemos responderle con el testimonio de nuestro amor. Teniendo en cuenta la necesidad de caminar hacia la identificación con Cristo, tendríamos que preguntarnos: ¿Escuchamos las llamadas de Dios a la conversión? ¿Reconocemos nuestros pecados y pedimos perdón de ellos a Dios y a los hermanos? ¿Nos hemos acostumbrado a vivir la fe rutinariamente y trasladamos las culpas de los males de la sociedad a los demás o tenemos la sinceridad de reconocer nuestros pecados como verdaderos obstáculos para la consecución del bien común?

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Los Obispos españoles decíamos hace algunos años que la madurez en la fe nos exige a todos pasar del conocimiento intelectual de Jesucristo al conocimiento del corazón para vivir con Él y en Él: «El encuentro con Jesucristo por la fe no es sólo un conocimiento intelectual, ni la mera asimilación de una doctrina o un sistema de valores. Lo que impacta y transforma a la persona es vivir con él, que dará paso a vivir como él, para vivir en él. Somos conscientes de que para llegar a la madurez cristiana de las personas y de los grupos es necesario que la vida se centre y se sustente en Jesucristo, tal como él mismo nos lo dejó dicho: “Sin mí, no podéis hacer nada” (Jn 15,5); y que se cultive la intimidad personal con él, como lo han hecho siempre los santos»10. d) La fe sin las obras está muerta La confesión pública de nuestra fe en Jesucristo y de la pertenencia a la Iglesia no puede dejarnos satisfechos, si no nos impulsa a salir de nosotros mismos para ofrecer a nuestros semejantes el amor de Dios por medio de la acogida cordial, del servicio generoso y de la atención a sus necesidades. «Profesar (la fe) con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público (…) La fe, precisamente porque es un acto de libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree»11. En una sociedad secularizada, en la que tantas personas no conocen a Jesucristo o viven como si no existiese, este testimonio creyente ha de ser siempre el primer paso que hemos de dar para poder evangelizar. Desde la comunión con Cristo en la oración y en las celebraciones sacramentales, el cristiano tiene que estar en el mundo para ofrecer a todos el Evangelio de Jesucristo y para colaborar con los demás hermanos, sean creyentes o no, a la edificación de una sociedad más justa y más humana, en la que se respeten los derechos y la dignidad de cada persona. El auténtico creyente, desde la humildad de quien se sabe necesitado de Dios, tendrá siempre la fortaleza de ánimo necesaria para mostrar que la fe en Dios no lo aísla del mundo ni de la historia de la humanidad, sino que lo lleva a entrar más a fondo en la realidad para compartir los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de sus hermanos. 10 Conferencia Episcopal Española, Plan Pastoral 2002- 2005. Una Iglesia esperanzada. “¡Mar adentro!” (Lc 5, 4), n. 16. 11 Benedicto XVI, Carta Apostólica Porta fidei, n. 10.

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Esta preocupación por manifestar el amor de Dios a nuestros semejantes hemos de vivirla de un modo especial en estos momentos de crisis económica y financiera, abriendo nuestro corazón y nuestra cartera a los hermanos más necesitados. Con toda seguridad la mayor parte de nosotros no somos culpables de esta crisis, pero esto no puede hacernos olvidar el sufrimiento y el dolor de quienes no pueden comer o pasan necesidad. Los pobres, los enfermos y los necesitados fueron los preferidos de Jesús y, por tanto, deben ser también nuestros preferidos (cfr. Mt 5,3-11; 11,5). A la hora de confesar y mostrar públicamente la fe en Jesucristo no podemos olvidar nunca que Él mismo ha querido identificarse con los más pobres y humildes, con los últimos de la sociedad: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Esta necesidad de unir la fe y la caridad de las obras aparece con gran nitidez y exigencia en la Sagrada Escritura. El apóstol Santiago nos dirá: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?. ¿Podrá acaso salvarlo esa fe?. Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros le dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?. Así también es la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (Sant 2,14-18). En conclusión, la fe en Jesucristo no puede caminar al margen de las obras. Pero, para que nadie se considere importante o seguro de sí mismo porque hace obras maravillosas a favor de los demás, el Señor se encarga de recordarnos que en la vida todo es gracia y todo procede de arriba, del Padre de las luces. Es siempre el Señor quien, mediante la acción del Espíritu, derrama su amor en nuestros corazones y nos mueve a manifestarlo a los demás. e) Es necesario alimentar la fe para que no se enfríe Para que la fe pueda concretarse en obras de amor a Dios y a los hermanos, es necesario mimarla y cuidarla. La fe cristiana es una planta débil, que hemos de regar y alimentar constantemente para que no se hiele

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o llegue a secarse. La oración, la escucha de la Palabra y la participación en los sacramentos son los medios que la Iglesia nos ofrece para vivir el encuentro con Dios, para acrecentar la fe, para celebrarla con los hermanos y para recibir la fuerza de la gracia divina que nos permita profesarla en cada instante de la vida. Una verdadera pastoral de la fe tiene que cuidar con esmero la vida espiritual de cada uno de los miembros de la comunidad cristiana para que pueda mantenerse en el seguimiento de Jesucristo y dar testimonio de Él con una fe madura y adulta. En ningún momento deberíamos olvidar que los grandes evangelizadores, los verdaderos testigos de la fe, fueron siempre grandes orantes. Cuando un cristiano confiesa que es creyente, pero deja de celebrar la fe con los restantes miembros de la comunidad, con el paso del tiempo la fe se convierte en pura ideología y puede llegar a extinguirse. Por eso, la Iglesia, teniendo muy presente el encargo del Señor, no cesa de recomendar a todos sus hijos que oren insistentemente para no desfallecer y que celebren la presencia salvadora de Dios en los sacramentos y en la liturgia para experimentar en todo momento su amor, su gracia y su salvación. El beato Juan Pablo II, consciente de la necesidad de la oración y de la participación litúrgica para la maduración de la fe en todos los bautizados, nos recordaba al comienzo del milenio que nuestras comunidades tienen que ser escuelas de oración, porque ésta es como el aire que todo ser humano necesita para respirar. Decía él: «Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese sólo en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha, viveza de afecto hasta el arrebato del corazón»12. Teniendo en cuenta estas enseñanzas del Papa, podríamos preguntarnos: ¿Cuidamos la oración personal y comunitaria como verdaderos encuentros con Cristo resucitado? ¿Participamos con frecuencia en las celebraciones litúrgicas para alimentar la fe? ¿Estamos verdaderamente convencidos de que la oración es la primera forma de evangelización puesto que Dios es el único que puede salvarnos a nosotros y a los hermanos? ¿Nos preparamos con paz para la celebración de los

12 Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, n. 33.

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sacramentos, especialmente para la participación en la Eucaristía, misterio y sacramento de la fe? El Papa Benedicto XVI, además de recordarnos que la fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística, puesto que se alimenta de modo particular de la mesa de la Eucaristía, afirma también que «la fe, que suscita el anuncio de la Palabra de Dios, se alimenta y crece en el encuentro de gracia con el Señor resucitado que se produce en los sacramentos»13. La recepción del Cuerpo y de la Sangre del Señor, bajo las especies sacramentales del pan y del vino, es ocasión especial para confiarle nuestras preocupaciones, para dejarle crecer en nosotros, para renovar la fe en su presencia dentro de nosotros y para presentarle nuestras miserias y pecados a fin de que Él pueda purificarnos. En la celebración del “Año de la fe” os invito a los sacerdotes y a los restantes miembros del Pueblo de Dios a participar con gozo en la Eucaristía, a valorar la presencia del Señor entre nosotros con algún acto eucarístico durante la semana y a convertir nuestras comunidades parroquiales en escuelas de oración. Para ello es necesario que todos aprendamos o profundicemos en el arte de la oración. f) Alegres en el Señor Los evangelistas resaltan en sus escritos que el encuentro con Jesucristo resucitado transforma radicalmente la vida, los sentimientos y los comportamientos de sus seguidores. Las apariciones de Jesús a los apóstoles y discípulos, no sólo dan testimonio de su victoria sobre el poder del pecado y de la muerte, sino que los transforma interiormente regalándoles la alegría, la paz y la esperanza que habían perdido como consecuencia de la muerte del Maestro. Estos encuentros con el Resucitado colman de alegría a los suyos y les ayudan a situarse ante la historia como testigos de lo que ellos mismos han visto con sus ojos, tocado con sus manos y experimentado en los encuentros con Jesús (cfr. Lc 24; 1 Jn 1,1-3). Esta alegría impulsa a quienes la han experimentado a salir de sí mismos para establecer relaciones de amor, de dulzura, de comprensión y de fraternidad con todos los hombres, incluso con los enemigos. Así comprobamos que los primeros cristianos, a pesar de las dificultades y 13 Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum caritatis, 6.

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obstáculos de todo tipo, irradian alegría en sus comportamientos y se reúnen en asamblea para celebrar la presencia del Autor de la alegría entre ellos. Las persecuciones, cárceles y tribulaciones experimentadas por los testigos del Resucitado multiplican su alegría y se sienten honrados y dichosos por sus padecimientos a causa del Evangelio. Los discípulos del Resucitado viven totalmente convencidos de que la alegría es un don, un regalo de lo alto. Cuando escuchan la Palabra de Dios, se llenan de gozo en lo más profundo de su ser y sienten la urgencia de comunicar y anunciar a los hermanos el alegre mensaje de la Pascua (cfr. Hch 4,33). A partir del testimonio de los apóstoles y discípulos sobre la resurrección de Jesucristo, Él será siempre la razón última de las decisiones y comportamientos de sus seguidores, porque “Él es el Señor” (cfr. Jn 21,7). En virtud del bautismo, los cristianos estamos convocados a vivir de la Pascua de Cristo y, por tanto, nuestras acciones y comportamientos deberían reflejar siempre la alegría y el gozo del paso permanente del Señor por nuestras vidas. ¿Nos invade la tristeza y la angustia ante las dificultades de la vida?. ¿Los obstáculos para la evangelización los vemos como retos a superar con la ayuda de Dios o nos llevan a la desesperanza?. ¿Somos conscientes de que los tiempos actuales son tiempos de gracia y salvación porque son tiempos de Dios?. La respuesta a estos interrogantes tiene que ayudarnos a asumir que, si Dios no viene y se acerca a nosotros, no podemos encontrar salvación definitiva ni alegría auténtica. El mundo de hoy necesita evangelizadores alegres, que reflejen en su rostro la felicidad de saberse amados por Dios. Un evangelizador triste y sin esperanza no podrá mostrar a los demás la alegría y la paz que produce el encuentro con Cristo muerto y resucitado, estará incapacitado para el anuncio del Reino y le faltará la fortaleza interior para trabajar por la implantación de la Iglesia en el mundo. Ya el Papa Pablo VI afirmaba que, ante las constantes búsquedas de sentido y ante la necesidad de razones fundadas para la esperanza, el ser humano necesita «recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes y ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo»14. 14 Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 80.

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3. TENTACIONES CONTRA LA FE Los cristianos hoy podemos experimentar muchas tentaciones al comprobar las dificultades para vivir, celebrar y transmitir la fe a nuestros semejantes. Esto no debe asustarnos ni extrañarnos pues el mismo Señor, en distintos momentos de su vida, fue tentado en el cumplimiento de la misión confiada por el Padre y fue invitado a seguir caminos distintos a los trazados por Él (cfr. Mt 4,1-11; Mc 8,31-33; Mt 27,39-44). Si nos fijamos, las tentaciones de Jesús son las mismas que nos están afectando hoy a los cristianos y a la Iglesia, invitándonos a abandonar el cumplimiento de la voluntad divina y las enseñanzas evangélicas. En ocasiones, a los cristianos se nos presenta la tentación de actuar desde el poder, desde la búsqueda de la fama, desde la obsesión por el bienestar material, desde la necesidad de llegar a resultados tangibles en la acción pastoral, aferrándonos a la consecución de los objetivos que nos habíamos propuesto. En otros momentos, podemos estar pensando también en un Evangelio distinto al predicado por Jesús que nos proporcione el triunfo y el reconocimiento social. Aunque podríamos detenernos a analizar cada una de estas tentaciones, sin embargo voy a fijarme solamente en algunas. a) La tentación de la impaciencia

El Papa Benedicto XVI, en distintos momentos de su pontificado, ha hecho referencia a la tentación de la impaciencia, que puede afectarnos a todos en algún momento de la vida. Ante la sequía vocacional y la indiferencia religiosa, corremos el riesgo de pensar que con el impulso de la nueva evangelización las cosas van a cambiar radicalmente, se multiplicarán las conversiones y volverán al seguimiento de Jesucristo las multitudes que se han alejado de la Iglesia durante estos años pasados.

Ciertamente ninguno de nosotros puede conocer los caminos que Dios tiene previsto recorrer con la humanidad durante los años venideros. Ahora bien, a la hora de impulsar la nueva evangelización o de emprender cualquier actividad pastoral, es necesario tener en cuenta la parábola evangélica del grano de mostaza (cfr. Mc 4,31-32). Como todos sabemos muy bien, la semilla de la mostaza es muy pequeña, pero con el paso del tiempo se convierte en un arbusto importante, haciendo posible que las aves del cielo puedan anidar en sus ramas.

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Cuando aplicamos esta parábola a la Iglesia de Jesucristo, podemos comprobar que cada año crece el número de hombres y mujeres que, respondiendo a la invitación divina, desean posarse en sus ramas. Hemos de dar incesantes gracias a Dios por estas conversiones, pero no podemos ser conformistas. Cumpliendo el gozoso encargo del Señor, hemos de invitar a otros a posarse en las ramas del árbol, pero teniendo presente que la iniciativa es siempre de Dios y tendrá lugar cuando Él lo considere oportuno (cfr. Mc 4,26-29). Si nos fijamos, a lo largo de la historia, las grandes realizaciones siempre proceden del pequeño grano. Los movimientos de masas suelen ser siempre efímeros. Desde los primeros momentos de la Iglesia, vemos que las pequeñas comunidades cristianas fueron, a pesar de su pequeñez, la semilla que, sembrada en el corazón del mundo, tuvo la capacidad de germinar, de dar ramas y de producir frutos. Por lo tanto, no podemos conformarnos con la seguridad del árbol ya existente ni actuar con la impaciencia de tener un árbol más grande. Debemos vivir cada momento, cada instante de la existencia, aceptando que la Iglesia es al mismo tiempo un árbol muy grande y un grano muy pequeño. b) La tentación de rechazar la cruz La meditación de la Palabra de Dios nos ayuda a descubrir que la vida de Jesucristo fue un constante caminar hacia Jerusalén, hacia la cruz. Los discípulos no entienden el mensaje de la cruz, pues estaban esperando los primeros puestos de un reino imaginario. Incluso Pedro le dice a Jesús que eso de ir a la cruz no puede sucederle de ninguna manera. Jesús tendrá que recriminarle con dureza su forma de pensar: «Apártate de mí, Satanás, tú piensas como los hombres y no como Dios» (Mc 8,33). El apóstol Pablo no cosechó grandes aplausos de sus oyentes por la brillantez de sus discursos, sino que llevó a cabo su misión apostólica desde el sufrimiento, la cárcel, las privaciones y la vinculación a la pasión de Cristo. Por eso dirá: «Dios me libre de gloriarme si no es de la cruz de Nuestro Señor Jesucristo» (1 Co 2,1-5). El mismo Jesús dirá que no se dará otra señal a su generación para demostrar que es el Mesías de Dios, si no es la señal de Jonás. Lo mismo que Jonás estuvo tres días en el vientre de la ballena, así estará tres días el Hijo del Hombre en el seno de la tierra.

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San Agustín se refiere en sus escritos a la necesidad del sufrimiento y de la cruz para llevar a cabo la evangelización. Concretamente, cuando comenta el pasaje evangélico en el que Jesús invita a Pedro a “apacentar sus corderos”, después de preguntarle si lo amaba, dice San Agustín que el apacentar los corderos equivale a decir “sufre por mis corderos” (cfr. Jn 21). No podemos dar vida a otros sin entregar nuestra vida. La expropiación de la propia vida por Dios y por los demás es lo que puede proporcionar vida a los demás. «El que entregue su vida por mí, la salvará» (Mc 8,35). Quien ama de verdad a sus hermanos experimenta siempre el sufrimiento al comprobar los problemas y dificultades con los que tienen que convivir cada día. A veces, ante las dificultades para la evangelización, ante la incomprensión del mundo y ante el desprecio de los demás, todos corremos el riesgo de cerrarnos en nuestro caparazón, de asustarnos ante la presencia de la cruz y de no hacer nada para que no nos lluevan las críticas. De alguna forma, tendríamos que reconocer que nos falta la valentía necesaria para asumir la cruz como camino verdadero para llegar a ser auténticos discípulos de Jesucristo: «El que quiera ser discípulo mío, tome su cruz sobre sí y sígame» (Mt 16,24). «El que no cargue con su cruz, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27). La cruz, asumida por amor, siempre culmina en la Pascua, en el triunfo. c) Las tentaciones del conformismo y del activismo Las tentaciones del conformismo y del activismo suelen presentarse en la vida de aquellos cristianos que piensan la evangelización desde sí mismos y que pretenden llevarla a cabo contando únicamente con sus técnicas, formación y esfuerzos personales. De alguna forma, las tentaciones del conformismo y del activismo son la consecuencia lógica de la falta de ardor misionero de aquellos evangelizadores que están siendo afectados por la secularización interna de la Iglesia. Los evangelizadores hiperactivos, los que siempre están ocupados y no tienen tiempo para nada, han olvidado en la mayor parte de los casos la relación con Dios y, sobre todo, han olvidado que el Espíritu Santo actúa constantemente en la Iglesia y en el corazón del mundo como artífice principal de la evangelización. Confían más en sus esfuerzos y en su actividad que en la fuerza transformadora del Espíritu.

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En el extremo opuesto tendríamos que situar a los cristianos que, ante las dificultades del momento presente para llevar a cabo la evangelización y ante la falta de resultados tangibles en la acción evangelizadora, consideran que no es posible evangelizar y, por tanto, es conveniente esperar la llegada de tiempos mejores. Suelen ser personas incapaces de aceptar los consejos y testimonios de los demás, defensores de las prácticas religiosas de tiempos pasados, aunque comprueben su ineficacia. Unos y otros han olvidado que «ni el que planta ni es nada, ni tampoco el que riega; sino Dios, que hace crecer» (1 Co 3,7). Todos somos colaboradores de Dios y servidores de Cristo.

Ante estas tentaciones una vez más debemos poner nuestros ojos en el Señor. Él experimentó las tentaciones durante los años de su vida pública y nos enseñó a vencerlas con la oración, el ayuno y, sobre todo, con la fuerza de la Palabra de Dios, escuchada y meditada en la comunión eclesial: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). d) La tentación del desaliento El beato Juan Pablo II y el Papa Benedicto XVI, además de invitarnos a recuperar el ardor misionero de los primeros cristianos para impulsar la nueva evangelización, nos proponen con insistencia la necesidad de buscar nuevos métodos pastorales, nuevas formas de proponer la fe. Estamos ante una realidad social y cultural totalmente nueva y esto nos exige a todos encontrar nuevos caminos y nuevas formas para la transmisión de la fe. La búsqueda de estos nuevos caminos es lenta. En ocasiones preferimos la seguridad de los caminos recorridos en otros tiempos para transmitir la fe, aunque veamos que no son adecuados ni producen los frutos esperados. A todos nos cuesta escuchar la voz de Dios, que nos habla desde la realidad de increencia e indiferencia religiosa, para responderle con decisión y valentía y para emprender nuevos caminos en la acción pastoral. En otros casos, estamos dispuestos a dar el paso pero nos falta el apoyo de los hermanos y preferimos esperar a que todos los descubran. Estas indecisiones personales y la falta de fe de bastantes bautizados, especialmente jóvenes, pueden llevarnos al desaliento y a la huida, al comprobar que las acciones pastorales que proponemos no encuentran el

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apoyo esperado. Todos corremos el riesgo de cerrarnos en el grupo de amigos y de permanecer en la añoranza del pasado. Ante las tentaciones, el Señor nos invita a permanecer vigilantes y a escucharle para descubrir qué podemos y debemos hacer en cada momento de la vida. En este sentido, hemos de tener siempre muy presente que Dios no nos pide nunca cosas imposibles sino la realización del bien posible. Por eso, en medio de las dificultades, nadie puede impedirnos amar a Dios y a los hermanos, buscando en todo momento la voluntad del Padre. Teniendo en cuenta la realidad de indiferencia religiosa y pensando con criterios humanos, no podemos esperar grandes resultados de la acción pastoral, pero a nosotros el Señor nos pide que sembremos la buena semilla en todos los terrenos. Sólo a Dios le corresponde señalar el tiempo de la cosecha y el fruto de la siembra. Esto nos impulsa a poner toda nuestra confianza en el amor del Padre, en la gracia de Nuestro Señor Jesucristo y en la acción del Espíritu Santo. Impulsados por este amor de Dios y por la promesa de su presencia en medio de nosotros hasta el fin de los siglos, hemos de pedir la ayuda divina para superar los cansancios del trabajo diario y la fuerza necesaria para seguir sembrando cada día, aunque nos parezca que no existen resultados. Lo que ocurre en el interior de cada persona sólo Dios y el interesado lo conocen.

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4. ALGUNAS CUESTIONES QUE DEBERÍAMOS CLARIFICAR PARA VIVIR Y CONFESAR LA FE La misión de la Iglesia y, por tanto, la de cada cristiano es la evangelización. En estos momentos, el Santo Padre nos invita a una “nueva evangelización”. Pero, para evangelizar, además de conocer la realidad a la que somos enviados por el Señor y de avanzar en nuestra renovación espiritual, pues nadie puede dar lo que él no cree o vive, deberíamos tener en cuenta un conjunto de condicionantes que son una rémora para impulsar la actividad pastoral. Asumiendo que el Evangelio es un bien y un regalo de Dios para cada ser humano, hemos de salir al mundo con la profunda convicción de que todos, aunque no lo manifiesten explícitamente, necesitan conocer a Jesucristo para llegar a creer y convertirse a Él, para gozar de su amistad y para alcanzar la vida eterna. Ahora bien, antes de salir al mundo, hemos de clarificar un conjunto de tópicos o de expresiones populares que están muy extendidos entre los creyentes y entre quienes no lo son, pues de lo contrario será imposible abrazar con alegría el don de la fe. Por supuesto, en esta enumeración de dificultades no pretendo ser exhaustivo. Cada uno podrá añadir otras que considere necesario tener en cuenta para vivir la propia fe y para poder comunicarla a los demás. a) Creer es mucho más importante que no creer Con alguna frecuencia nos encontramos con personas que no se atreven a formular el acto de fe, porque no la consideran necesaria ni fundamental para explicar su vida y su quehacer en el mundo. Junto a estos hermanos, también podemos descubrir a bastantes católicos que tienen miedo a confesar públicamente su fe en Jesucristo, viven acomplejados y no tienen razones fundadas para defender sus convicciones religiosas. El ambiente de increencia, las críticas sesgadas a la Iglesia y el desprecio de lo religioso por parte de algunos sectores sociales están influyendo muy negativamente en la vivencia de la fe por parte de bastantes bautizados y les están condicionando a la hora de manifestar públicamente sus convicciones religiosas.

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La toma de conciencia de esta realidad tendría que ayudarnos a los creyentes a valorar y cuidar con esmero y dedicación el don de la fe, pues ser creyente es mucho más importante que no serlo. La fe no puede ser algo extraño a la persona ni algo opcional. Cuando el ser humano prescinde de la fe y de la relación con Dios es siempre un poco más pobre, pues sin la fe en Dios la existencia humana queda frustrada. Quien no conoce a Jesucristo o lo rechaza positivamente no podrá decir nunca que haya logrado la plenitud de su humanidad. La verdadera vida humana es, ante todo, vida de relación y de amistad con Dios y con los hermanos, por medio de Jesucristo. Las personas que no hayan tenido la dicha de haber experimentado esta relación de amistad se quedan a medio camino en la realización de su propia humanidad. Si alguien se cierra a esta oferta, está negando la verdad de su humanidad y, consecuentemente, está deformando lo que él mismo es y tiene. El ser humano es uno en cuerpo y alma. Por tanto, cuando es visto solamente como pura materialidad, no experimentará la necesidad de Dios ni de su salvación. Pero, si el ser humano, además de materia, es espíritu, necesitará en todo momento de un ser espiritual, eterno y omnipotente, que sea capaz de saciar las aspiraciones de eternidad y los deseos más profundos del corazón humano. San Agustín, refiriéndose a estos sentimientos del corazón humano, oraba así a Dios: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Quien cree en Dios puede experimentar lo que significa ser hijo suyo, pertenecer a una familia de hermanos, recibir el perdón de los pecados, asumir los sufrimientos de la vida y la misma muerte en comunión con los padecimientos de Cristo, confiando siempre en sus promesas de heredar un día la vida eterna. Quien no cree en Dios o vive de las pequeñas esperanzas de cada día solo encontrará respuestas pasajeras a los interrogantes de la existencia, pero no encontrará nunca las respuestas permanentes y definitivas a sus ansias de infinito y deseos de eternidad. Todo su quehacer, todas sus inquietudes y preocupaciones quedarán truncados con la muerte física. A la hora de valorar y de cuidar nuestra fe, no deberíamos perder nunca de vista que el testimonio público de la misma, no es sólo una ayuda valiosa para mostrar la verdad de nuestra identidad cristiana, sino que es la forma más eficaz de hacer llegar el amor y la salvación de Dios a nuestros

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semejantes. El hombre de hoy cree más a los testigos que a los que enseñan y, si escucha a estos, es porque también dan testimonio15. b) Asumir las dificultades para la transmisión de la fe Hoy todos experimentamos dificultades para la transmisión de la fe. Aunque nos parezca lo contrario, la Iglesia siempre ha encontrado obstáculos para evangelizar. El mismo Jesucristo prevenía a sus discípulos ante las dificultades que encontrarían en el cumplimiento de su misión cuando les recordaba que la suerte del discípulo no podía ser distinta a la del Maestro. Si el Maestro fue rechazado y despreciado a pesar de la radicalidad de su vida y de sus comportamientos, el discípulo deberá estar siempre preparado para aceptar de buen grado los desprecios y la incomprensión de sus semejantes (cfr. Mt 10,24-25; Jn 15,18). Por lo tanto, hemos de esperar las dificultades y contar siempre con ellas. Como ya he señalado anteriormente, estas dificultades, en ocasiones, proceden del exterior, de los criterios de la secularización y del relativismo cultural; pero, en otros casos, proceden del interior de la Iglesia, de la secularización interna de la misma y de la falta de ardor en los evangelizadores. No voy a referirme ahora a estas dificultades, sino a aquellas que provienen de los destinatarios de la misión y que hemos de tener siempre muy presentes a la hora de evangelizar. Cuando contemplamos las dificultades para la vivencia de la fe por parte de algunos hermanos y cuando pensamos en la posibilidad de transmitirla a otros, deberíamos tener muy en cuenta el ambiente familiar y las relaciones sociales en las que cada persona ha vivido. Pueden existir condicionamientos personales de tipo cultural, familiar o social que hacen difícil responder positivamente a Jesucristo por parte de algunas personas. La carencia de amor y de afecto en el hogar familiar durante la niñez, la falta de un verdadero despertar religioso en el momento adecuado, las falsas imágenes de Dios y el influjo de algunos comportamientos negativos por parte de los cristianos pueden estar condicionando la respuesta generosa a Dios por parte de algunos hermanos. En la acción evangelizadora y, por tanto, en la transmisión de la fe a nuestros semejantes, hemos de tener muy en cuenta los condicionamientos anteriormente señalados. Esto nos ayudará a cuidar la acogida cordial y el 15 Cfr. Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 41.

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acompañamiento personal, sabiendo escuchar y esperando el momento oportuno para presentar a Jesucristo. Si no eliminamos las dudas y las dificultades, que impiden creer, mediante la adecuada preparación, muchos hermanos no podrán acoger a Jesucristo como Buena Noticia para sus vidas. Tenemos que proclamar el Evangelio a todos y tenemos que ayudar a cada uno a vivir el encuentro personal con Jesucristo, convencidos de la fuerza del mensaje y de la importancia del mismo para el hombre de todos los tiempos, pero, en estos momentos, como ocurrió también en tiempos pasados, hemos de dedicar tiempo a la escucha para conocer la situación concreta de cada persona y para ayudarle a responder en su momento a la llamada de Dios con la ayuda de la gracia divina. El Papa Pablo VI señalaba en su día que el evangelizador, además del amor fraternal hacia aquellos a los que quiere evangelizar o transmitir la fe, debe también respetar su situación religiosa y espiritual. «Respeto a su ritmo, que no se puede forzar demasiado. Respeto a su conciencia y a sus convicciones, que no hay que atropellar»16. c) Fe y razón Los progresos de la ciencia y los avances de la técnica en las últimas décadas han suscitado en algunos ambientes de la sociedad la convicción de que sólo son admisibles aquellas verdades que se pueden demostrar científicamente. Partiendo de esta visión de la realidad, habría que llegar a la conclusión de que la religión y las convicciones religiosas no tienen sentido, puesto que no son demostrables científicamente. Como mucho deberían quedar relegadas al ámbito de la propia conciencia, pero sin ninguna manifestación pública. Quienes sostienen que sólo existe aquello que es demostrable científicamente, seguramente no se han parado a pensar que la razón humana tiene distintos usos y, por tanto, lo irracional sería reducirla a un solo uso, como ellos pretenden. Lo que no se ajusta a la razón científica o la supera no es irracional, pues todos sabemos muy bien que existen distintas dimensiones de la persona, en las que nos jugamos el presente y el futuro de la existencia, para las que no habría respuestas convincentes al no ser demostrables con argumentos científicos. 16 Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, n. 79.

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Además, si reducimos la actividad de la razón humana solamente a los conocimientos científicos, nos veríamos obligados a relegar a un segundo plano el conocimiento ordinario. Y, sin embargo, este tipo de conocimiento nos dice que el conocimiento científico tiene muy poca importancia cuando se trata de responder a las preguntas últimas de la existencia humana, como pueden ser el sentido de la vida, el porqué de la muerte y el más allá de la existencia terrena. La experiencia nos dice que las respuestas convincentes a estas preguntas últimas, que todo ser humano tiene que plantearse en algún momento de su peregrinación por este mundo, sólo pueden encontrarse en las creencias y en las experiencias religiosas vividas por cada uno a lo largo del camino. Estas convicciones de fe pueden no ser demostrables científicamente, pero esto no debe preocuparnos demasiado, pues la ciencia sólo puede responder al “cómo” de las cosas, pero no al “porqué” de las mismas. De acuerdo con lo dicho, queda claro que no podemos cesar en la búsqueda de soluciones y de respuestas racionales a los problemas e interrogantes que la vida nos plantea. Pero, al hacerlo, hemos de tener muy presente que la fe no es ningún obstáculo para encontrar las respuestas más adecuadas y convincentes a dichos interrogantes. Al contrario, la fe estimula e impulsa a la razón a plantearse las cuestiones más profundas que afectan al sentido último de la existencia humana. d) Fe y vida

La disociación entre la fe y la vida es uno de los grandes pecados de nuestra época. De hecho, cuando contemplamos la realidad, todos podemos comprobar que, en los comportamientos de bastantes bautizados, las creencias y las prácticas religiosas avanzan en una dirección y los comportamientos familiares y sociales van en dirección opuesta. Lo que creen y conocen sobre Dios ocupa un espacio en su mente, pero lo que dicen y hacen puede no coincidir en nada con sus creencias y prácticas religiosas. Teniendo esto en cuenta, podríamos decir que la piedad derivada de este tipo de religiosidad sólo acompaña a las personas durante la participación en las celebraciones sacramentales y litúrgicas. Una vez concluida la participación en estas celebraciones de fe, se puede seguir viviendo tranquilamente de acuerdo con los criterios del mundo sin asumir la

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contradicción que esto supone. De este modo, muchos bautizados pueden estar viviendo una “doble vida” sin asumir la contradicción y la inconsecuencia que esto lleva consigo. Ciertamente es preciso valorar el testimonio valiente y consecuente de muchos cristianos sencillos que cada día oran con fe, participan en la celebración de la Eucaristía, atienden a los necesitados y ofrecen su servicio callado y humilde a quienes solicitan su colaboración. Pero, junto a estos hermanos, también encontramos a otros que viven de unas prácticas religiosas rutinarias y sin incidencia en la vida. En este sentido, es posible encontrar a bautizados que colaboran en las distintas actividades pastorales de la parroquia y no han asumido ellos mismos lo que están transmitiendo o enseñando a los demás. Todos somos pecadores y, por tanto, estamos necesitados de la misericordia divina, pero no podemos caer en la contradicción de servir a dos señores. Si nos ponemos ante el Señor con una actitud de fe y contemplamos sus comportamientos y enseñanzas, experimentaremos siempre la llamada a ser consecuentes y a no vivir con el corazón dividido. Lo que creemos tiene que impulsarnos a celebrarlo, vivirlo y confesarlo. e) Fe y prácticas religiosas En el análisis de la realidad afirmaba que un número muy importante de españoles manifiesta públicamente su pertenencia a la Iglesia católica. Sin embargo, sólo un grupo reducido confiesa ser practicante. Si tenemos en cuenta los resultados de las encuestas, podríamos concluir que algunos bautizados afirman ser católicos, pero no experimentan la necesidad de confesar su identidad creyente, participando con los restantes miembros de la comunidad cristiana en la celebración de los sacramentos, ni sienten rubor al manifestar que son “católicos, pero no practicantes”. Desde el profundo respeto que me merece cada persona, con cierta frecuencia me pregunto: ¿Cómo es posible afirmar que se cree en Jesucristo, muerto y resucitado por la salvación de la humanidad, y no acudir después al encuentro con su Palabra y con su Persona bajo las especies sacramentales del pan y del vino en la Eucaristía? ¿Cómo se puede rezar el Credo diciendo que creemos en la vida eterna y no acoger la Eucaristía como alimento de vida eterna? ¿Estaremos verdaderamente convencidos de que, bajo las especies del pan y del vino consagrados por la efusión del Espíritu Santo,

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Cristo resucitado se hacer real y verdaderamente presente para seguir salvando al mundo? Si queremos renovar nuestra fe y superar con decisión la disociación entre la fe y las prácticas religiosas, es preciso que cada uno responda con sinceridad a las preguntas formuladas anteriormente. Para ello, además de abrirnos a la acción del Espíritu Santo en nosotros, necesitamos profundizar en la relación con Dios a través de la oración y la formación cristiana. Esto nos ayudará a reconocer que no podemos seguir viviendo con una fe infantil e inmadura. La formación cristiana, recibida durante los años de la niñez a través de la catequesis familiar o parroquial, sirvió para vivir la fe en aquel momento, pero, con el paso de los años, al igual que ocurre en otros aspectos de la vida, necesitamos madurar y crecer en la formación cristiana para responder a los nuevos retos de la existencia. El cristiano no puede perder nunca de vista que, tanto el seguimiento de Jesucristo como el compromiso creyente en la vida pública, le exigen madurar en la búsqueda de la voluntad de Dios y en la formación cristiana. Quienes no estén dispuestos a asumir esta necesidad de la formación para crecer en la adhesión y en el seguimiento de Jesucristo, permanecerán siempre en la vivencia de una religiosidad infantil aunque cumplan años. En ocasiones, es verdad que todos podemos caer en las prisas o incurrir en la rutina a la hora de vivir la relación con Dios, pero esto no nos exime de la necesidad de encontrarnos con Cristo vivo, presente en su Palabra y en los Sacramentos, que sale constantemente a nuestro encuentro para que escuchemos con fe sus enseñanzas, para que nos alimentemos sacramentalmente de su Cuerpo resucitado y glorioso y, de este modo, podamos avanzar con decisión en el camino de la fe aprendiendo diariamente a ser discípulos.

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5. ACCIONES PASTORALES PARA FORTALECER LA FE La principal misión de la Iglesia es la evangelización. Esta siempre es nueva porque se trata de ofrecer a todos los hombres la novedad de Cristo, el único Salvador de los hombres y la respuesta definitiva a los interrogantes del corazón humano. Como señalan los Lineamenta del próximo Sínodo de los Obispos: «En el corazón del anuncio está Jesucristo, en el cual se cree y del cual se da testimonio. Transmitir la fe significa esencialmente transmitir las Escrituras, principalmente el Evangelio, que permite conocer a Jesús, el Señor»17. Partiendo de la centralidad de Jesucristo en la vida cristiana y teniendo en cuenta las aportaciones del Consejo del Presbiterio y del Consejo Pastoral Diocesano, además de invitaros a todos a participar en la solemne apertura y clausura del “Año de la fe”, os animo a formar pequeños grupos en las parroquias, en los movimientos apostólicos y en las restantes realidades eclesiales para llevar a cabo una lectura creyente y orante de la Palabra de Dios. Esta lectura meditativa y orante de la Palabra de Dios nos ayudará a crecer en la comunión eclesial, en la corresponsabilidad evangelizadora y, sobre todo, nos permitirá escuchar al Señor para crecer en la adhesión a su Persona, para descubrir la voluntad del Padre y para asumir la urgencia de formar comunidades misioneras, maduras en la fe y dispuestas a recorrer el camino de la santidad. Esta escucha orante de la Palabra de Dios deberá ser la fuente de donde mane el agua que riegue las restantes actividades pastorales y evangelizadoras. Al mismo tiempo que pedimos al Señor que renueve nuestra fe mediante la acción del Espíritu Santo, hemos de hacer también una revisión de las prácticas de piedad popular, de los procesos de iniciación cristiana, de la catequesis y del primer anuncio como medios adecuados para reavivar la fe o para suscitarla en los alejados. Esta revisión nos ayudará a prestar especial atención a la formación de los catequistas, a la acogida y acompañamiento de los padres que piden los sacramentos para sus hijos y a la animación de todos los miembros de la comunidad parroquial para que asuman con generosidad la acción misionera de la Iglesia. Además, puesto que el sacramento de la confirmación debiera ser el sacramento de la madurez cristiana, os animo a todas las parroquias a 17 Lineamenta para la XIII Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, n. 2.

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celebrar este sacramento conjuntamente el próximo año en la Catedral de Sigüenza y en la Concatedral de Guadalajara. Con esta celebración podremos vivir la fraternidad eclesial y la comunión en la misma fe. Las fechas de estas celebraciones se propondrán en el momento oportuno. Puesto que la fe nace de la escucha de la Palabra, os propongo también, especialmente a los sacerdotes, que sigáis ofreciendo momentos de oración en las parroquias, como ya lo estáis haciendo en algunas, para que todos los fieles tengan la oportunidad de crecer en la conversión a Jesucristo. Asimismo, como la fe no puede entenderse sin la caridad, os invito también a que sigáis cuidando la actividad caritativa de todos los miembros del Pueblo de Dios para que, además de la ayuda material a los necesitados, se produzca la entrega y donación de cada uno a quienes están solos, enfermos o abandonados. Teniendo muy presente el testimonio creyente de los primeros cristianos, os animo también a rezar cada día el Credo en comunión con todos los creyentes, especialmente con quienes sufren marginación o persecución por dar testimonio de su fe en Jesucristo. De este modo, recordando los compromisos asumidos en el bautismo, podremos guardar las verdades de la fe en el corazón para descubrir si realmente vivimos lo que decimos con los labios. La Santísima Virgen, además de intercesora nuestra ante su Hijo, es modelo de fe para todos los cristianos, pues creyó en el cumplimiento de las promesas divinas. Para meditar sobre la fe de María, en todos los arciprestazgos podría organizarse a lo largo del año una peregrinación a algún santuario mariano. Ella nos ayudará a confesar la fe en el Señor resucitado y nos impulsará a seguir transmitiendo a las generaciones futuras la fe de siempre. De forma especial quiero dirigirme también a los jóvenes, animándoos a vivir con alegría vuestra fe en medio de las dificultades de nuestro tiempo. Buscad en todo momento lo que el Señor quiere de vosotros y Él “os dará lo que desea vuestro corazón” (cfr. Sal 36). Pero para ello es necesaria la oración, el silencio, la escucha de la Palabra de Dios, la intimidad con Jesucristo. Como al joven rico, el Señor os invita a ponerle en el centro de vuestras vidas, renunciando a los “falsos dioses” que os roban la felicidad, ya que sólo el Señor puede colmar vuestros anhelos más grandes.

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También invito a los padres de familia a llevar a cabo con alegría la misión de transmitir la fe a sus hijos, haciendo del hogar familiar una verdadera “Iglesia doméstica” donde se anuncie y se celebre la Palabra de Dios y los hijos aprendan de los padres a crecer en el camino de la santidad.

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CONCLUSIÓN La fe tiene que ayudarnos a todos a conocer a Dios internamente, a escuchar sus enseñanzas y a seguirle como luz verdadera en el camino de la existencia y como esperanza segura para alcanzar un día la vida eterna. En definitiva, la fe tiene que impulsarnos a confiar menos en nosotros mismos y a poner incondicionalmente nuestra confianza en el Señor para que se cumpla en todo momento su voluntad sobre nosotros y sobre el mundo. Al pensar en la nueva evangelización hemos de tener muy presente que no se trata solamente de buscar nuevos métodos y nuevas formas para el anuncio del Evangelio, sino en ponernos cada uno a la escucha de la Palabra de Dios para vivir la experiencia de la comunión con Jesucristo mediante la acción del Espíritu Santo. De este modo podremos crear las condiciones necesarias para una fe pensada, celebrada, vivida y rezada. Que María, la mujer bienaventurada que se fió de Dios y puso en Él su esperanza, nos acompañe en este “Año de la fe” para que no tengamos miedo a ponernos en las manos de Dios y para que, como Ella, mantengamos siempre los ojos del corazón fijos en Jesucristo, el único Salvador del mundo. Con sincero afecto, invoco la bendición de Dios sobre todos vosotros

Guadalajara, 4 de octubre de 2012

+ Atilano Rodríguez Martínez

Obispo de Sigüenza - Guadalajara

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ÍNDICE:

1. CONTEMPLEMOS LA REALIDAD a) Debilitamiento de la fe y crisis de la conciencia b) Algunos apuntes sobre la realidad diocesana c) La realidad vista a la luz de Dios 2. LOS CATÓLICOS NECESITAMOS REVISAR NUESTRA FE a) La fe regalo de Dios y respuesta del hombre b) Profesamos la fe de la Iglesia c) Del encuentro con Cristo en su Iglesia a la conversión del corazón d) La fe sin las obras está muerta e) La fe es necesario alimentarla para que no se enfríe f) Alegres en el Señor 3. TENTACIONES CONTRA LA FE a) La tentación de la impaciencia b) La tentación de rechazar la cruz c) Las tentaciones del conformismo y del activismo d) La tentación del desaliento

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4. ALGUNAS CUESTIONES QUE DEBERÍAMOS CLARIFICAR PARA VIVIR Y CONFESAR LA FE a) Creer es mucho más importante que no creer b) Asumir las dificultades para la transmisión de la fe c) Fe y razón d) Fe y vida

e) Fe y prácticas religiosas 5. ACCIONES PASTORALES PARA FORTALECER LA FE CONCLUSIÓN