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Fotografías de Rafa Pajares Baja laboral MONTSE PALLARÉS

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Fotografías de Rafael Pajares

Fotografías de Rafa Pajares

Baja laboral

MONTSE PALLARÉS

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Fotografía de cubierta y fotografías interiores: Rafa Pajares.

Textos: Montse Pallarés.

Madrid-Barcelona, 2016

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons

Los contenidos pueden ser utilizados de acuerdo a los términos de la

licencia Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

(CC BY-NC-ND 2.5 ES)

No se permite un uso comercial de la obra original ni la generación de

obras derivadas.

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Genética

Un lunes más.

Se levanta. Se ducha. Se toma un café. Y después otro. Fuma un

cigarrillo mientras intenta calcular la temperatura exterior y procura

elegir alguna ropa que ahuyente la rutina. Pero se da cuenta, abriendo

el armario mentalmente, de que la mayoría de su vestuario es negro, a

excepción de aquellos pantalones de pana, amarillos, en los que ya no

puede meterse, porque ha cumplido treinta y cinco años y ha aumentado

una talla, imperceptiblemente, como una prueba más de que el tiempo

pasa y los paraísos se pierden.

Esta mañana no puede sacudirse la pereza de encima. Anoche fue

al cine y, después, a tomar unos vinos y a cenar: demasiados vinos y

poca cena.

Enciende otro cigarrillo y se deja a medias las tostadas con mer-

melada de naranja amarga. No le apetece la mermelada. Hoy, ya no le

apetece nada.

Se imagina que no va a trabajar. Que llama a la oficina y pone una

excusa razonable. Tal vez lo hace. Se imagina, también, que la suerte la

acompaña –haciendo caso de las trilogías cinematográficas de su infan-

cia más temprana, cuando todo estaba por hacer y mañana era siempre

todavía– y que el día será magnífico, estará cargado de maravillas dignas

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de la película de anoche, y que encuentra la fortuna, esperándola en la

primera esquina de su calle.

Suspira. Porque no tiene la facultad de convocar prodigios.

Se pasará el día paseando por la ciudad bulliciosa.

A mediodía no habrá mejor solución que un gin-tonic o un vermut

muy seco. El alcohol no combatirá la soledad, ni la hará más llevadera,

sino todo lo contrario; a la segunda copa se sentirá más desamparada y

perdida que nunca, pero la ayudará a transitar por las horas rápidamente,

con la conciencia esponjosa y la mirada brillante, en un perfecto simulacro

de felicidad. A la hora de comer, la tristeza será tan grande que le quitará

el hambre y le instalará la inquietud en las venas.

Volverá a casa después del aperitivo. Hará mucho viento. Su pelo,

que empieza a tener más canas de las que puede arrancarse, se le meterá

entre la cara y las gafas de sol y hará dibujos de ramas y de telarañas. Y

cuando llegue a casa, después de subir los siete pisos andando, porque

alguien, una vez más, se ha dejado la puerta del ascensor abierta en el

ático, descubrirá que los papeles que había dejado encima del escritorio

están desordenados por el suelo, formando pequeños rompecabezas de

caligrafía apretada en tinta negra. Apartará con los pies las hojas, dejan-

do las huellas de las botas marcadas en las esquinas blancas, y cerrará la

ventana del dormitorio.

Es posible que no tenga muy buena cara a esta hora. Tendrá, tal

vez, ganas de llorar, o de reír. Tendrá ganas de romper el silencio que se

interpone entre ella y el resto de su cuerpo, pero no lo hará. La condena

no es vivir ni morir. La condena es saber que no existe escapatoria una vez

que ha visto a dónde conducen todos los caminos. Cambiará la comida

por dos porros de marihuana. Beberá té verde, porque sabe que oxigena

y purifica. Se echará una pequeña siesta con regusto de tabaco y, al des-

pertarse, desconcertada, en el sofá del comedor, con la luz de las tres de

la tarde entrando a raudales a través de la puerta de vidrio y sin cortinas

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de la terraza, no recordará ninguno de los sueños que podrían salvarle la

vida. Y entenderá que ha llegado a un callejón sin salida.

Saldrá otra vez, más tarde, con el crepúsculo, como las golondrinas

o los murciélagos. Sobrevolará las farolas y los tejados, sin estrellarse,

todavía, contra el vértigo. Cenará en aquella pizzería que hace esquina,

con manteles de cuadros blancos y rojos y camareros sonrientes que

miran con desconcierto inclinado su desolación sin remedio, y beberá

una botella entera de vino tinto, como sangre aguada. Dará un paseo y

enfilará el camino de Huertas. Entrará en un bar y después en otro, y se

quedará más rato en el Café Central, sentada en la barra, simulando que

le interesa el concierto.

Un desconocido la invitará a una copa y reirá con él, camino de

ca sa, con sus voces estrechándose en un abrazo pegajoso y plagado de

tópicos. Y buscará su cuerpo, y un motivo para no tener que morir hoy.

Hará el amor o, mejor dicho, follará, con el hombre que la ha invitado

a dos rones en el Central y apartará de su vista, después de atarlo, como

si el semen pudiera escaparse, el preservativo que no le parece que huela

a ella, sino a otra cosa, que tal vez también guarda dentro, pero que no

reconoce como propia. Cuando él se vaya de casa, a petición suya y des-

pués de remolonear un rato, porque le dirá que ella le gusta de verdad,

que si puede llamarla, que hacía tiempo que no se reía tanto con alguien,

se sentirá todavía peor que al inicio del día. Habrá encontrado placeres

fugaces. Ella, que aspiraba a la solidez, que siempre había buscado la

fascinación de los momentos eternos.

Dos horas después, y antes de que salga el sol, se vaciará en el estó-

mago los tranquilizantes con media botella de ginebra. Se dormirá, y no

se despertará nunca.

Deshipnotiza los ojos del cigarrillo consumido y de las tostadas.

Mueve la cabeza (clic-clac) para desterrar todos estos pensamientos y

hasta casi cree que sonríe.

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Bien pensado, es mejor que vaya a trabajar. Tal vez si mete barriga

y aguanta la respiración pueda embutirse dentro de los pantalones

amarillos.

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Meteorito

¿Qué es lo que hace que la sombra de la ropa tendida sobre la pared

del patio me asuste? Recuerdo, como si me lo hubieran explicado y no

como si se tratara de mi propia vida, los tiempos antiguos en los que

podía coger un avión y esperar emocionado la embestida que lo elevaba.

A veces me pregunto dónde ha quedado el optimismo de aquel hombre

que era yo antes, dónde han ido a parar las esperanzas y, sobre todo, qué

se ha hecho de las certezas, las pocas certezas que tenía entonces; porque

eran bien pocas, es verdad, pero eran inexorables y eran mías. Ahora todo

son dudas y mi cerebro es un mapa del infierno que ni Dante, en la más

terrible de sus alucinaciones, hubiera podido imaginar.

Sé que pareceré un cantante de tangos, un misógino o un escritor de

poesía simbolista de finales del siglo xix –a menudo pienso que estas tres

categorías vienen a ser la misma y, aunque me quisieras hacer creer que

Mallarmé, Rimbaud, Gardel y Juan Pablo II no tienen nada en común,

yo podría hacer toda una tesis doctoral de cuatrocientas páginas donde

evidenciaría que son almas gemelas–; primero, porque sólo podemos

acceder a la verdad a través de la hermenéutica de sinestesias inacabables y

evocadoras y, segundo, porque a veces pienso que una mujer es la culpable

de mi desdicha. A pesar de que son necesarios unos cuantos matices que

no sé si tendré la paciencia de explicar. Porque este pensamiento, como

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casi todo lo que es etéreo e indemostrable, escapa al análisis y a la síntesis,

y es imposible de verificar.

Antes de que el desastre se inaugurara en mi vida –de la misma

manera que se inauguran las avenidas, los pisos compartidos, las guerras

ganadas contra enemigos menores y los cursos universitarios–, el equilibrio

mental era una realidad que yo no cuestionaba. Pero eso, como ya te he

dicho, fue antes del desastre. Podía estar triste, alguna vez, y la tristeza

era mejor compañera que esta angustia que no me deja dormir por las

noches. De vez en cuando, soy capaz de acercarme a la ventana y mirar

hacia fuera. Pero la simple anécdota de la rama de un árbol meciéndose

con el viento me deja extenuado durante días, y ahora hace ya meses

que no he visto el cielo, porque sólo de pensar en levantar la cabeza ya

siento vértigo.

La vida transcurría, no diré que plácida, pero sí sin sobresaltos. Vivía

en un piso pequeño que mis padres, al ser yo hijo único, me dejaron en

herencia, mucho antes de decidir que querían pasar la jubilación en el

pueblo donde nacieron. Mi madre, con sus continuos reproches contra el

mundo –reproches, por otro lado, y conociendo su historia, que estaban

más que justificados– y contra mí –éstos lo estaban menos, aunque a veces

pudieran tener algo de razón– consiguió hacer de mí un hombre inseguro

y poco preparado para el compromiso. Nada de lo que yo hacía en la vida

le parecía nunca suficiente para su estirpe y respiré aliviado cuando, una

tarde de finales de junio de hace más de cinco años, me dijeron que se

iban y que no tenían intención de volver. Yo, entonces, ya trabajaba en

el departamento de contabilidad de una empresa mediana, sin tener más

méritos que una diplomatura en ciencias empresariales y haberle caído

en gracia a la jefa de personal. Y durante unos cuantos años me pareció

que era feliz y que ningún hecho intrascendente perturbaría mi felicidad.

Creía, hasta no hace tanto tiempo, y a pesar de que mi sentido común

insista en no reconocer esta memoria como propia, que las enfermedades

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mentales eran un recurso de los filósofos y de los poetas –volvemos con

los poetas, pero es que les tengo una manía especial, fruto de no haberlos

entendido nunca y de haber suspendido siempre las asignaturas relacio-

nadas con ellos, incluida la del amor–; porque todo el mundo sabe a qué

atenerse con los narradores, ya sean periodistas, cronistas, novelistas,

cuentistas (éstos, menos) o retorcidos funcionarios de la administración

pública, pero ¿qué hacer ante un poeta?, ¿cómo comportarnos cuando

la persona que deseamos espera de nosotros poesía y solamente somos

capaces de aproximarnos a los rudimentos de la épica? A mí me gustaban

las narraciones concisas, la prosa diáfana y los hechos exactos, eludía los

circunloquios y presumía de una clarividencia mental que ahora está muy

lejos de mis posibilidades. Porque entonces yo no sabía que la angustia

genera más angustia (y ahora es demasiado tarde para descubrirlo), que

un pequeño error conduce a otro, que una vez que has entrado en la

rueda de la locura es imposible salir indemne y así, amigo mío, hasta el

cataclismo. En definitiva y para ser sincero, que aunque hubiera pensado

siempre lo contrario, yo no controlaba nada en absoluto.

A los ojos de un espectador poco minucioso podría parecer que el

desastre se inició en mi existencia el mismo día que Olivia cogió su ce-

pillo de dientes de mi baño y desapareció, tragada por el misterio de su

partida. Pero, visto en perspectiva, me doy cuenta de que los síntomas

de la enfermedad, aunque casi imperceptibles al principio, siempre han

formado parte de mi vida. Si me detengo a pensarlo y analizo el pasado

con mirada crítica, me doy cuenta de que siempre he tenido tendencia a

la neurosis y a la hipocondría; lo que ocurre es que, entonces, totalmen-

te ignorante de estos trastornos, no sabía reconocerlos. Ahora me dirás

que la memoria es tramposa y que las señales y los indicios del pasado

sólo adquieren sentido en las dimensiones de un presente manipulador.

Estamos de acuerdo, así que desterraré los recuerdos de mi vida lejana

para que no pienses que quiero enredarte tergiversando los hechos y te

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explicaré mi historia desde el día fatídico en el que Olivia se desvaneció,

como absorbida por un agujero negro.

Aquella mañana, a pesar de ser domingo, salí a correr muy temprano,

siguiendo la costumbre de todos los días, y a las ocho ya había hecho mi

ruta habitual por el parque y el barrio. Volví a casa por en medio de la

calle, pensando en el café que me esperaba en la cocina y en las sábanas

tibias donde Olivia dormía todavía y aceleré el ritmo, en dirección a

la panadería, para comprar cruasanes recién hechos y pan del día. Te-

nía el cuerpo empapado de sudor y mi sangre galopaba por el esfuerzo

cardiovascular. No oí el sonido del coche que se acercaba, y el grito del

copiloto, en vez de hacerme reaccionar, me dejó clavado en medio de la

calzada, como un canguro paralizado por la luz de unos focos en medio

del desierto austral (un conejo, teniendo en cuenta mi envergadura, es

demasiado menudo para elaborar el símil). No tuve tiempo de apartarme

ni de saltar a la acera y después del golpe, que no estoy seguro de si fue lo

que me hizo caer o si, por el contrario, fueron los reflejos los que hicieron

que me tirara al suelo, quedé tendido sobre el asfalto, como un fardo.

El coche circulaba a muy poca velocidad y la conductora, una mujer

sensata en cuyo camino yo me acababa de interponer, quiso llevarme

al hospital. Me levanté, sacudiéndome la suciedad de la camiseta y los

pantalones y dándome cuenta de que no tenía ni un rasguño. Me negué,

pese a su insistencia, y ella me dio su teléfono y me pidió el mío, y me

dijo que me llamaría por la noche, para ver cómo me encontraba; insistí

en que no era necesario, pero hasta que no accedí no pareció quedarse

tranquila. La verdad es que me había hecho mucho más daño un mes

antes, cuando, estando encaramado en el último peldaño de mi escalera

de aluminio portátil para cambiar una bombilla, la escalera cedió y yo me

precipité al suelo, clavándome los filamentos venenosos de la bombilla

en la yema de los dedos de la mano derecha. Me despedí de la mujer y

del copiloto con palabras alentadoras, aunque el susto no se me pasó del

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todo hasta que llegué a la panadería, ya sin correr, y la dependienta, que

me conocía, me deseó buenos días y los efluvios de pan precocido recién

calentado ocuparon mi mente por completo.

Entré en casa sin hacer ruido, dejé la bolsa de pan en la cocina, me

bebí medio litro de agua mineral y me metí en la ducha, sin prestar

atención a los utensilios que me rodeaban, sin darme cuenta de que los

objetos cotidianos de Olivia habían desaparecido del mueble del baño.

Unos minutos después, envuelto solamente con la toalla, preparé la ca-

fetera y puse los cruasanes y el zumo en una bandeja, con la mantequilla

y la mermelada, mientras esperaba a que saliera el café, despacio, con su

sonido de gruta subterránea. Había pocas cosas entonces que me produ-

jeran tanto placer como aquel ruido cavernario y el aroma del café recién

hecho. No sé si es significativo que, desde entonces, no he podido volver a

probarlo y que sólo la insinuación de su olor en el aire me pone enfermo.

Cuando entré en el dormitorio y llamé a Olivia, con los ojos entor-

nados en la oscuridad, no estaba preparado para encontrar que no estaba,

que no había nada más que una carta, bien doblada, dentro de un sobre

de papel reciclado, decorado con pétalos de flores muertas.

Ahora no te explicaré qué decía en aquella carta, pero se veía a la legua

que no la había escrito con rapidez; era evidente que se había tomado

su tiempo. Reconocí la letra de filigrana que utilizaba para las grandes

ocasiones y la sintaxis era esmerada y cuidadosa. Sentado en la cama, me

quedé con la carta en las manos e imaginé todo lo que ella habría hecho

después de que yo le diera un beso de buenos días antes de salir a correr

mientras, seguramente, se hacía la dormida. Caminaría de puntillas y

descalza hasta la ventana del comedor y me espiaría hasta que desaparecí

corriendo al final de la calle. Sin ducharse, con las gotas escarchadas de

mi semen formando manchas cristalinas entre sus piernas, se vestiría con

rapidez. Habría sacado su mochila lila del fondo de mi armario y habría

abierto el cajón que yo le había adjudicado dos semanas después de co-

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nocerla, hecho que había supuesto para mí una rendición sin condiciones

a su sonrisa de catálogo de dentista y a sus habilidades felatorias. Pero

¿qué quieres que te diga? ¿Cuántos hombres se habrían resistido? Y no

quiero que pienses que eso era lo único que me interesaba de ella, pero sí

es verdad que fue lo único en lo que pensé mientras, después de nuestra

cuarta cita, vacié el cajón de mis camisetas viejas.

Ella habría guardado en la mochila su ropa interior y un par de

camisetas y buscaría alguna cosa que no encontró. En el comedor ha-

bría cogido los libros que me había dejado y también aquel CD de

Seu Jorge que yo siempre había pensado que era un regalo. Habría

regresado a la ventana, calculando el tiempo que le quedaría, y habría

escudriñado la calle, con las primeras luces del amanecer sobre las copas

peladas de los árboles de delante de casa. Después, habría regresado al

baño, se habría peinado y habría cogido su cepillo de dientes, su crema

hidratante facial con vitamina E y la seda dental. Se habría mirado en

el espejo y se habría dicho: «ahora o nunca, Olivia, ahora o nunca». Y

habría decidido que era ahora. Habría descolgado su bolso de una silla

y el abrigo de la percha de la entrada, habría sacado la carta que llevaba

doblada en el bolsillo interior del abrigo y la habría dejado encima de

mi almohada. Después, habría vuelto al recibidor, se habría puesto

el abrigo, se habría colgado el bolso y se habría echado la mochila a

la espalda, habría dejado las llaves de mi casa al lado del espejo de la

entrada, habría abierto la puerta y se habría ido, cerrando sin hacer

ruido y sin mirar ni una sola vez atrás.

Salí a la calle descalzo y con la toalla ondulando en mi cintura, para

escándalo de la vecina, que sacaba a pasear a su perro nauseabundo en

aquel momento. Pero no se veía ni rastro de Olivia y volví a entrar en

casa. Me senté en la cama y me dormí, a pesar del frío, y no me desperté

hasta la hora de comer. Pero no tenía hambre y me tumbé en el sofá,

intentando no pensar.

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Durante toda la tarde me sorprendió el ruido de los pocos coches

que pasaron por mi calle. No intenté nada, no hice ningún propósito

de acercamiento ni de reflexión, no la llamé y no intenté encontrarla;

su carta era categórica en ese sentido. Me limité a yacer en silencio y a

oscuras, hasta que oí que los vecinos, perro incluido, se iban a dormir.

Recordé a la mujer que me había atropellado por la mañana y también

recordé, como en un fogonazo, que el teléfono que le había dado era el

de Olivia, y no el mío. Y entonces todavía me sentí peor.

Aquella noche me desperté angustiado, busqué el cuerpo de Olivia,

sin recordar qué había soñado. Imaginé que tocaba su espalda, suave y

desnuda, y ella se giraba y me abrazaba y yo me separaba de su cuerpo

porque tenía calor. ¿Por qué, cuando una mujer nos deja, echamos de

menos hasta las cosas que nos molestaban y por las cuales habríamos

sido nosotros mismos los que habríamos hecho las maletas? Supongo

que son los misterios de la vida en pareja y, sobre todo, no me mires

así, si te parece todo tan evidente y tan tópico no te lo cuento, pero,

de hecho, te lo voy a contar, porque puedo no ser original y a todo el

mundo le ha pasado esto otras veces, pero a mí no; sobre todo, te decía,

es que sólo apreciamos el valor de determinadas cosas cuando las hemos

perdido. Y seguí durmiendo, confundiendo la realidad con la fantasía

y muy contento de que Olivia, aquella noche, no invadiera mi espacio

en la cama. Cuando se hizo de día y el sol golpeó las persianas bajadas

de mi dormitorio y abrí los ojos para mirar el reloj, me sorprendió

una sensación de desequilibrio, de estar flotando en un espacio hecho

de éter y de burbujas gaseosas y picantes. Recordé, de repente, el día

anterior y comencé a llorar sin poder detener mi llanto y sin entender

de dónde me salían tantas lágrimas, porque yo siempre había sido un

hombre bastante contenido en lo que refire a manifestaciones externas,

públicas o privadas, de sentimientos. Mi mano, reacia a la pérdida,

buscó entre las sábanas, y mi brazo era tenue, como el aire que asía.

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Entonces, por primera vez, me invadió la certeza de tener en las venas

mareas de estrellas y de sangre, certeza que no he dejado de tener, ni

por un segundo, desde aquel momento. Me dormí otra vez, como si no

fuera lunes, llorando e intentando controlar las náuseas. Tenía que ir a

trabajar, pero todo había dejado de tener importancia para mí. Y paré

el despertador y no contesté el teléfono, que no dejó de sonar en toda

la mañana. Antes de mediodía, al despertar de nuevo, todavía me sentía

más desconcertado, con un dolor de cabeza como un glaciar ruidoso

entre los ojos. La sensación de levedad se extendió a mis extremidades

y pensé que volaría con sólo dar un salto. Me duché y me vestí con di-

ficultad, reprimiendo las ganas de elevarme y levitar, esforzándome en

andar lentamente, poniendo todos los sentidos en cada paso. Llamé al

trabajo para decir que no me encontraba bien y salí a la calle para coger

un taxi, que me llevó hasta el hospital. Arrellanado en el asiento trasero

veía deslizarse las motos junto a mi ventanilla y pensé en meteoritos que

gravitaban por las galaxias, sin urgencia y sin descanso, en órbitas elípticas

de naturaleza impredecible, suspendidos en el aire, como lo estaría yo

si no fuera por el cinturón de seguridad. La médico de urgencias me

confirmó lo que ya sabía, y esto era que mi cuerpo estaba bien, aunque

yo no lo sintiera así. Y que lo que me pasaba era que no había comido

nada en las últimas treinta y seis horas.

Volví a casa con la sensación, una vez más, pese a las apariencias, de

que algo no funcionaba en mí. La tristeza era una causa poco común

para justificar mi estado físico de entonces.

La semana transcurrió lenta. Me paseaba medio sonámbulo por el

piso, buscaba en los rincones las dimensiones de mi dolor y medía las

paredes con unos dedos que investigaban más allá de cualquier convic-

ción posible. Era patético. Aquí y allá fui encontrando las pistas de una

existencia en común, pero las cosas que Olivia había desperdigado en

mi casa durante un año y pico de relación no daban ni para llenar una

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caja de zapatos. No había olvidado llevarse prácticamente nada de lo que

pudiera serle útil, y sólo encontré un paquete de compresas que yo le

había comprado en una farmacia de guardia (un domingo que la regla la

sorprendió en mi casa), un pendiente sin pareja y un pañuelo de algodón

en el cesto de la ropa sucia.

La casa se me caía encima y todas las mañanas me despertaba con

el canto de gallos imaginarios en la ciudad, para certificar, una vez más,

que no hacía falta que me levantara todavía, que no tenía que levantarme

nunca más, porque no había ningún motivo para permanecer despierto,

ningún motivo para seguir vivo. Un mes después de que Olivia se fuera,

a mí ya me habían diagnosticado una depresión nerviosa, estaba de baja

laboral y ya había empezado a hablar en voz alta, como si alguien, además

de yo mismo, pudiera sentir el rumor de mi tristeza.

Al principio pensé que era la nostalgia, por otro lado justificada,

que acompaña a todas las despedidas, la que me hacía permanecer en

aquel estado catatónico, y no les di demasiada importancia a los extraños

fenómenos que experimentaba mi cuerpo ni a los efectos que los sueños

dejaban por la mañana sobre mi consciencia y mi estado de ánimo. Pero,

a medida que pasaban los días, los síntomas empezaron a ser tan evidentes

que no pude ignorarlos por más tiempo.

A principios de diciembre, más de dos meses después de la desapa-

rición de Olivia, la sensación de naufragio se había agravado tanto que

ya no recordaba cómo era la vida antes de aquel cambio. Era consciente

de todos los hechos que acontecían a mi alrededor, pero también de las

cosas lejanas, que ni siquiera había podido imaginar antes. Como si mi

percepción del mundo hubiera cambiado o tal vez era, efectivamente,

que mi percepción del mundo había cambiado.

Me pasé la mañana yendo arriba y abajo, del dormitorio a la cocina

y de la cocina al comedor y del comedor al lavabo y del lavabo al pa-

sillo, sin ser capaz ni de abrir una ventana ni de subir las persianas; ni

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siquiera me atreví a asomarme a la nevera, porque me daba miedo que

fuera la entrada a un mundo del cual yo quería huir a cualquier precio.

Por la tarde, a pesar de encontrarme totalmente recuperado de aquel

vértigo repentino, me levanté de la siesta con la seguridad de ser una

partícula muy pequeña en un universo inmenso y esta constatación,

por otro lado obvia, aunque muchas veces inidentificable para el resto

de la humanidad, no me consternó, sino que me hizo pensar, por pri-

mera vez en la vida, que había alguna cosa que de verdad era absoluta.

Cené sin ganas y vi la televisión dos horas. Estaba sentado en el sofá

con una manta y tenía las piernas estiradas, con la particularidad de

que nada las sostenía debajo. Fui a la cama levitando a un palmo del

suelo, pensando que seguramente había tomado alguna cosa que me

había sentado mal. Quizá los tres últimos vasos de ginebra con vermut

que me había preparado para combatir el insomnio, mezclados con los

seis comprimidos diarios de diazepán que me había recetado el médico

de cabecera, o quizás no.

Cuando salió el sol el malestar no desapareció, sino todo lo con-

trario; con la llegada de la luz la sensación de estar flotando en el aire

fue tan intensa que tuve que atarme los tobillos a la cama para no salir

disparado hacia el cielo. Había soñado que flotaba, paralelo al techo,

pero en mis uñas había restos de pintura blanca y por eso sospeché que

no había sido un sueño. Fui consciente de que la fuerza de la gravedad

había dejado de involucrar a mis átomos, mientras oía el runrún de los

astros al fondo del cerebro y podía ver las galaxias lejanas. Las manchas

de sol me hicieron bajar todas las persianas de la casa. Desconecté el

teléfono de la mesita de noche, saqué la batería del móvil y desenchufé

todos los electrodomésticos, contaminados de ondas interestelares. Los

días siguientes empecé a controlar mi nuevo estado de ingravidez. Pero,

ahora, alguna cosa ya había cambiado definitivamente. Dejé de caminar

y descubrí que era mucho más fácil deslizarse a pocos centímetros del

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suelo, con un simple impulso de mi aliento, que mover los músculos y

levantar los pies, como hacen los humanos, y ya no me atreví a salir más a

la calle. En casa tenía suficiente comida para ir tirando durante unos días

y, luego, ya vería: latas de conserva, chocolate, galletas y botes de miel,

de mi última estancia en el pueblo de mis padres. Ya no era necesario

controlar mis impulsos de saltar, de flotar, de volar; y me pasaba las horas

colgado de las paredes, como un hombre araña sin mallas, antes de poder

reunir la fuerza necesaria para volver de nuevo al suelo.

Unos días después los bomberos se presentaron en casa; supongo que

esperaban encontrarme muerto. Tiraron la puerta abajo con un estrépito

que me hizo recordar los orígenes del universo y el rumor del Big Bang

repitiéndose hasta el infinito, un sonido que, si prestas atención, también

podrás oír tú, porque no ha dejado de redoblar en el espacio y no cesará

nunca, hasta que el universo mismo se extinga, si es que eso es posible.

Pero el olor a cadáver que había alertado a los vecinos no provenía de

mi cuerpo en descomposición, sino del congelador, donde un bistec de

ternera y una sepia que yo había olvidado, goteaban su podredumbre

orgánica. Yo llevaba cuatro días, una vez que se me habían acabado las

conservas, las galletas y el chocolate, alimentándome de agua del grifo con

miel. Mi orina emanaba un hedor dulzón que atraía a las moscas todavía

más que el tizne negruzco que rezumaba de la nevera. Estaba sentado en

el comedor cuando los vi entrar, encima de la lámpara que colgaba del

techo y que soportaba mi peso como el de una pluma. Los bomberos me

miraron estupefactos, tapándose la boca y la nariz con sus mascarillas, y

dejaron pasar a un hombre que iba vestido como ellos pero que imaginé

que sería personal sanitario. Sé que me hablaban, aunque no podía ver

sus bocas, pero de la misma manera que el alimento no entraba en mi

cuerpo si no me esforzaba en tragar, las ondas sonoras de la voz de aque-

llos hombres escapaban de mis oídos, incapaces de captar nada que no

fuera el sonido primigenio. No recuerdo cuánto rato tardé en bajar de la

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lámpara, pero sí recuerdo que, cuando me sacaron de casa, atado a una

camilla, era de noche y las luces navideñas estaban encendidas en mi calle.

Ahora, la verdad es que tampoco tengo muy claro cuánto tiempo

hace que estoy encerrado en esta habitación blanca. Hay demasiada luz

para mi gusto, creo que ya me he quejado de eso otras veces. La luz no

escapa a la fuerza de la gravedad, pero mis ojos lo hacen constantemente

y, aunque los mantenga abiertos, puedo ver, siempre que quiero, que

todo lo que me rodea es negro, como la materia oscura que nadie percibe,

pero que constituye la esencia del universo. Me tienen sedado y atado

la mayor parte del tiempo, y pienso en el momento en que alguien se

olvide de ajustarme las correas y abra la puerta o una ventana y yo saldré,

engullido por la ingravidez, disparado hacia las estrellas, sin que nadie,

ni yo mismo, pueda hacer nada para evitarlo. Y atravesaré la troposfera,

la estratosfera, la mesosfera, la ionosfera, la exosfera... Pienso en Ícaro y

en su vuelo de necio engreído hacia el sol, pero yo no tengo alas de cera

que se puedan derretir con el calor.

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Grechen

Grechen vestía una túnica ceñida de color púrpura y llevaba el coño

totalmente depilado por estrictas necesidades del guión. Se había he-

cho famosa, en éste y el otro lado del océano, gracias a la maravillosa

facultad de tragarse cucharas con la vagina y escupirlas, totalmente

dobladas, siete segundos después de haberlas engullido. Su historia de

musa maldita había empezado un anochecer de otoño, hacía más de

veinte años, cuando todavía era una adolescente que huía de la rutina

y buscaba aventuras de heroína romántica. Pues bien, teniendo en

cuenta lo que sabemos de su historia, no podemos decir que sus sueños

se cumplieran con demasiada fidelidad. Aquella tarde lejana, Grechen

había ido a la última de las dos funciones diarias que ofrecía el Circo

Lazslo durante las fiestas de su pueblo. Allí, comiendo palomitas y

manzanas azucaradas, sufrió la primera indigestión de su vida. No

sabemos si fue gracias a eso, o al ambiente de bohemia que exudaba

aquella carpa ajada, pero cuando el trapecista salió a escena, haciendo

una arriesgada exhibición de valentía, Grechen quedó irremediable-

mente atrapada en el hilo invisible que tejían sus filigranas aéreas. A

medianoche, en vez de volver a casa con sus amigos, se presentó ante

el mismísimo Lazslo y le pidió trabajo. Él no le preguntó quién era ni

de dónde venía, y le dio una manta para que durmiera en el barracón

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con el resto de las mujeres que no tenían la suficiente categoría artística

para ocupar una caravana.

Durante años y kilómetros, antes del éxito implacable que la obliga-

ba a esconder la cara tras un antifaz de fantasía, había sido la ayudante

del mago; él la metía dentro de baúles de pirata y fingía que la aguje-

reaba con espadas, sables y floretes, y ella salía del interior de armarios

aterciopelados con doble fondo, con los cabellos electrizados en un

simulacro de terror. Había adiestrado a los cachorros de la leona, había

limpiado las cuadras y había hecho de taquillera cuando Eugidia estaba

demasiada borracha para cortar las entradas al público. Pero, sin duda,

la más dura de sus tareas en el circo fue la de amortajar el cuerpo del

trapecista cuando éste se tiró en picado desde lo más alto de la curva de

su trapecio volante, en plena actuación, un día que debía practicar el

doble mortal sin arnés ni red, poco después de enterarse de que la bella

y ebria Eugidia, que le había prometido amor eterno, la engañaba con

el enano contorsionista. Cuando el trapecista se mató, Grechen lloró

(porque siempre lo había amado en secreto, desde aquel primer día en

que lo había visto desafiar la ley de la gravedad con su equilibrio extra-

terrenal) y Eugidia entonó el mea culpa y abandonó el circo y al enano.

Al morir el trapecista, y perdidas todas las esperanzas de amar de

nuevo, Grechen fue a buscar a Lazslo por segunda vez en todo aquel

tiempo y le propuso el número de contorsionismo vaginal. Ella había

descubierto el poder de sus músculos casi sin querer, hacía muchos años,

cuando estuvo a punto de cortar el miembro de su primer y único amante.

El chico no quiso volver a saber nada de ella y Grechen se juró que nunca

más volvería a hacer el amor con un hombre. Aunque un día, mucho

después de aquella primera noche de su juventud, habría de olvidar su

promesa para romperla sin remordimiento y con consecuencias fatídicas.

Después de la primera impresión y del escepticismo inicial, Lazslo

quedó abrumado y maravillado con aquel prodigio de la naturaleza;

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y, en pocas semanas, nació una nueva Grechen, reinventada condesa

eslava, que llevaba el apodo de la Voraginosa. Ahora, con cientos de ac-

tuaciones a su espalda, Grechen era la máxima atracción del circo, una

estrella controvertida y misteriosa que no dejaba indiferente a nadie y

que nadie sabía, tampoco, quién era en realidad; nacida a un pueblo de

cuarenta mil habitantes y bautizada cristianamente, la misma Grechen

había olvidado sus orígenes.

El circo de Lazslo se hacía pasar por un circo normal, con fieras,

funámbulos, payasos y domadores, pero cuando se acababan las funcio-

nes de la tarde, desarbolaban los trapecios y las redes, bajaban los focos,

difuminaban la luz y sonaba música de saxo, Grechen aparecía erguida

sobre un elefante, con su túnica tornasolada, acompañada de un mucha-

cho embobado que carreteaba una cubertería entera, compuesta sólo por

cucharas de diferentes materiales, colores y formas.

Aquellas funciones no eran aptas para los menores de edad, para los

enfermos del corazón, para las feministas ni para los votantes de parti-

dos democristianos. Algunos hombres pagaban mucho dinero e iban a

verla todas las noches que había espectáculo. Fueron muchas las veces

que le pidieron eufemísticas noches de amor. Ella sonreía roncamente

tras su antifaz y disimulaba un acento extraño y profundo, para acabar

desestimando todas las ofertas, en aras de la prudencia y como homenaje

a su amor (secreto) por el trapecista difunto. Incluso aquella vez que un

concejal municipal le había prometido un piso en la promoción que

su cuñado llevaba a cabo (en unos terrenos declarados zona verde que

todavía no habían sido recalificados por el ayuntamiento) a cambio de

una única noche de lujuria. Y es que no era fácil decir siempre que no.

Abrumada por el éxito y convencida de que su suerte no duraría eter-

namente, pensó que era el momento de retirarse o de pedir un aumento

de sueldo. Lazslo no quiso ni oír hablar de la desaparición de su estrella.

Le dijo que no podía retirarse, que estaba en el momento más dulce de

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su carrera, que podía esperar cinco años y que, entonces, podrían reti-

rarse juntos. Grechen sólo dijo que no. Y Lazslo enfureció. Le respondió

que si le aumentaba el sueldo debería introducir alguna innovación en

su número; que, quizás, podría tirar al blanco con cuchillos sobre algún

espectador, alguno supuestamente elegido al azar... Grechen se tapó la

cara, más asqueada que horrorizada; no llevaba el antifaz, con Lazslo no

hacía falta. Buscó un lugar donde sentarse y apoyó su cuerpo elástico en

el sofá que Lazslo tenía en la caravana. No dijo nada y lo miró. Tenía

buen carácter, así que no le gritó, como era costumbre entre el resto de

los trabajadores del circo. Contó hasta diez, contó hasta veinte y cuando

llegó al 98 encaró su mirada expectante.

–¿Cómo has podido decir alguna vez que me amas? –le preguntó.

Pero él no dijo nada y se sentó en el suelo. Desde que el tigre asiático

le había devorado la mitad de la nalga izquierda encontraba que era más

cómodo que cualquier silla; habían pasado más de diez años desde que

eso ocurriera, pero una vez cogida la costumbre era difícil de eludir. Re-

cordaba aquella noche con una precisión que se volvía inexacta en el resto

de su vida. La noche había sido espléndida. Grechen apenas empezaba

a despuntar, todavía se sentía entumecida por la muerte del trapecista y

sus números no eran tan formidables como lo llegarían a ser unos años

después. De todas maneras, la noche había sido casi perfecta, con un

lleno total y una euforia entre el público que era difícil de encontrar

en las diferentes paradas, a lo largo y ancho de la geografía europea. Él

estaba encerrado en la jaula del tigre, con la bestia; su número era el que

venía después del de Grechen, aunque, desde aquel día, la actuación de

Grechen siempre sería la última que programara el circo. El público estaba

conmocionado y un tanto disperso a pesar de la euforia, o gracias a ella,

y para llamar la atención Lazslo pasó por alto protocolos que siempre

insistía en mantener. El caso es que cuando se giró para saludar, haciendo

una graciosa reverencia de 360 grados, todavía tenía un buen pedazo de

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carne cruda entre las manos, el tigre se alteró –también debía de detectar

que el público no estaba concentrado aquella noche– y le saltó encima.

No recordaba el dolor del mordisco, ni la embestida de las garras, ni los

gritos del público, ni siquiera podía recordarse a sí mismo tirado en la

arena y aullando como sólo pueden hacerlo los hombres lobo. Sólo re-

cordaba a Grechen, entrando en la jaula y tirando cucharas contra el tigre

para quitárselo de encima. Esto era mucho más de lo que nunca nadie

había hecho por él y, dejando a un lado que soñaba con tener su pene

entre aquellos muslos y aquella vagina que prometía placeres ilimitados,

se enamoró de ella, aun a sabiendas, como todo el mundo reconocía,

como incluso había sospechado la adúltera y huidiza Eugidia antes de

desaparecer, de que Grechen nunca amaría a nadie que no fuera el tra-

pecista difunto. Ella pasó horas al lado de su cama, leyendo en voz alta

novelas que a él no le interesaban en absoluto, porque nunca había sido

un tipo leído e incluso era incapaz de concentrarse en las revistas porno,

pero se embriagaba de su voz; y del olor de su cuerpo, que le recordaba

a las bestias salvajes. Grechen hizo que la recuperación no fuera ni tan

larga ni tan aburrida como había pensado en un principio, aun cuando,

como ya se ha apuntado, no volvió a estar cómodo sentado en una silla.

Así, desde el suelo y sin mirarla, le propuso doblar cuchillos y te-

nedores, o hacer puntería con dardos sobre una diana, puesto que no

quería hacerlo con un espectador. Grechen, esta vez, sólo pudo contar

hasta veintitrés.

–Estás loco, ¿es que quieres que me desangre? ¡Eres un chalado, un

majadero, un idiota!

En aquel momento Lazslo no pensó en nada más y, desesperado, le

pidió que fuera su amante.

–Sabes que te amo, Grechen, sabes que te amo aunque no siempre

quiera decírtelo y aunque me esfuerce, contra mi voluntad, en demostrar

lo contrario. Hace más de diez años que nos conocemos.

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Calló y la miró desde el suelo, y estuvo mirándola hasta que ella se

decidió a contestar.

–Hace quince años, Lazslo, hace quince años que nos conocemos y

precisamente, Lazslo, precisamente...

Lazslo gimió:

–¿Por qué me rechazas siempre? No encontrarás a nadie que te quiera

como yo. Yo te conozco, sé quién eres; dime, ¿quien más podría quererte

a sabiendas de quién eres en realidad? ¿Qué hombre querría darte hijos

después de enterarse de que doblas cucharas con el coño?

Grechen lo miraba desde su altura, con ojos de no creerse lo que es-

taba pasando y, por primera y última vez en la vida, se permitió ser cruel.

–Lazslo, antes de venir aquí no tenía claro si te dejaría o no, pero

ahora ya lo sé.

Se levantó y se fue de la caravana, cerrando la puerta con suavidad

mientras sentía los sollozos inconsolables de Lazslo.

No estaba muy segura de lo que podía hacer en la vida, pero tenía di-

nero suficiente como para no tener que preocuparse durante unos cuantos

años y estaba decidida a cumplir su amenaza si las cosas no mejoraban

en muy poco tiempo. Pese a las advertencias hechas a Lazslo, sabía que

todavía se podía permitir unos días más.

Y esos días pasaron. Grechen esperó a que acabara la función y que todo

el mundo hubiera ido a dormir para visitar a Lazslo. Él la esperaba; había

abierto una botella de vino y había encendido una luz tenue en la caravana.

Ni siquiera se saludaron. Grechen cerró la puerta y apoyó la espalda en

el panel de madera de imitación, con los brazos cruzados sobre el pecho.

–¿Qué me propones? El tiempo se ha acabado.

Lazslo le dijo:

–Cásate conmigo, cásate conmigo y compartiremos el circo.

No esperó su respuesta y llenó dos copas de vino. Grechen no se

movía de la puerta y él continuaba hablando:

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–Todo a medias, Grechen, todo lo que tengo, todo lo que soy. ¿Qué

mayor prueba de amor quieres?

Había llegado hasta ella y le ofreció una copa de vino. Ella dio un

sorbo, sin esperar a brindar.

–El matrimonio no entra dentro de mis planes, me tendrías que dar

el circo entero y sin esperar nada a cambio, si fuéramos justos, pero no es

eso lo que te estoy pidiendo. Yo sólo quiero que me dupliques el sueldo.

Volvió a tomar un sorbo de vino, mientras procuraba que no le

temblaran las manos.

–Grechen, Grechen –Lazslo dio tres pasos atrás, dos adelante, uno a

la izquierda, dos a la derecha, otro atrás y después se mesó el pelo de su

peluquín con la mano derecha–. ¡Tienes que casarte conmigo!

–No puedo casarme contigo a cambio de una cosa que he ayudado

a crear. Por favor. No. Por favor. No. Por favor, por favor... ¡Que te he

dicho que no!

Entonces Lazslo le explicó que le había dicho a todo el mundo que

se casaban y que habría un mes y medio de vacaciones pagadas mientras

ellos estaban de luna de miel.

–Estás como una cabra, Lazslo, como una puta cabra.

Grechen se acabó la copa de vino de un trago, la dejó en el suelo,

abrió la puerta y salió sin cerrar, con su paso felino alejándose sobre la

tierra mojada.

Aquella madrugada, Grechen cogió sus maletas y se fue, sin decir ni

una palabra a nadie. Encontraron su caravana vacía y una nota pegada

con chicle en el espejo del tocador en la que se despedía de todo el mundo

y pedía que no la buscaran.

Se cortó el pelo y desterró, para siempre, el color púrpura de su

vestuario. Para cambiar, y para ver cómo le sentaba el sedentarismo,

dejó de viajar y se instaló en una ciudad costera; porque Grechen, a

pesar de haber nacido en el interior, siempre había sentido predilección

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por el mar. No se puso en contacto con su familia, que la había llorado

cuando desapareció con el circo pero que nunca más se había vuelto a

preocupar por ella. Alquiló un piso de sesenta metros cuadrados junto

a la plaza de una iglesia y se apuntó a clases de inglés y de aerobic. Des-

pués de un par de meses sin hacer nada pensó que le iría bien tener un

negocio, más por estar entretenida que porque necesitara el dinero y, con

una parte de los ahorros que había reunido durante todos los años de

estrella enmascarada, abrió una mercería en el barrio, donde se podían

encontrar desde calzoncillos térmicos para los viejos más frioleros hasta

ropa interior femenina comestible, que muchas clientas se llevaban sin

saber que estaban consumiendo pornografía. Y así, poco a poco, se ganó

una fama merecida de buena vecina y mujer trabajadora.

La vida iba transcurriendo sin sobresaltos, los meses pasaban, las

estaciones se sucedían y el cielo casi siempre era azul. Hasta que un día

llegó un nuevo monitor al gimnasio donde recibía las clases de aerobic.

Lo había visto un par a veces saliendo de una de las salas y la visión de

aquel hombre fibroso y en mallas la llevó a recordar al trapecista, al ena-

no y a Eugidia, y todos aquellos años de amor malgastado. Una noche

esperó que él se quedara solo en recepción para acercarse y, con el primer

pretexto que se le ocurrió, una pregunta absurda sobre el horario de las

clases de danza, le habló.

Él sonrió, y ella imaginó que quizás fuera tímido.

–Lo siento, no lo sé –le respondió él con una voz monótona y baja

que no tenía nada que ver con la del trapecista difunto, pero que no la

desanimó, porque, ¿quién se fija en las voces, hoy en día? Hasta los actores

de más renombre y más atractivos tienen voces lamentables y, además,

en su gran mayoría, tampoco vocalizan.

Esperó. Él la miraba impasible y con una media sonrisa, como si

fuera idiota. Grechen, al fin, viendo que él no diría nada más, se excusó

diciendo que lo había confundido con el profesor de danza; como no

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lo conocía personalmente, alguien se lo había descrito, y como los dos

llevaban mallas... El hombre dejó la media sonrisa para sonreír abierta-

mente. Le explicó que era una confusión muy común y que ya le había

pasado muchas veces, pero que no, que él no daba clases de danza, sino

de yoga. Grechen no dijo nada más y se despidió antes de que llegara la

recepcionista y se viera obligada a preguntarle.

Ella no se atrevió a dar el primer paso y no osó apuntarse a las clases

de yoga; por un lado, le parecía demasiado evidente y, por otro, no sabía

qué debía hacer allí. Muchas veces, porque había aprendido los horarios

y costumbres del profesor de yoga, se lo encontraba en la esquina de la

calle del gimnasio y caminaban juntos unos metros, hasta que él cogía el

camino de la estación de tren. Cuando la recepcionista de la tarde echaba

el cierre del gimnasio, él le sostenía el candado y Grechen lo esperaba

escondida en el bar de la esquina; la dueña de aquel bar era asidua de

su tienda y podía estar allí, sin despertar sospechas de ninguna clase,

mientras comentaba un pedido y se bebía una botella de agua mineral.

Las semanas pasaron sin que Grechen detectara ningún cambio en

la actitud del profesor de yoga y perdió la esperanza. Así, como había

hecho más de diez años antes, cuando tomó la decisión de no competir

con Eugidia por el amor del trapecista difunto, se replegó sobre sí misma

y dejó de frecuentar el bar de su clienta, con la excusa de que ahora tenía

mucho trabajo pendiente por hacer en la tienda cuando cerraba. Ahora

sólo coincidía con él de vez en cuando; continuaba siendo amable, pero

no lo buscaba por todas partes e, incluso, empezó a evitar pasar por el

gimnasio a horas en que sabía que podía encontrarlo.

Al final del trimestre la gerencia del gimnasio hizo una fiesta y se reu-

nieron todos los talleres que funcionaban en el centro: el taller de aerobic,

el taller de danza, el taller de sevillanas y el taller de yoga. Aquella noche,

mientras Grechen se ponía el abrigo que había dejado colgado a la entrada,

el profesor de yoga se situó a su lado, la ayudó a meterse las mangas y estiró

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el borde de las solapas mientras le preguntaba si querría ir con él a cenar.

Ella dijo que sí sin acabar de creérselo y sin darle las gracias por haberla

ayudado. Fueron a un restaurante de comida macrobiótica que habían

abierto en el centro. Porque el profesor de yoga, que se hacía llamar Kat-

mandú, era vegetariano, no fumaba, no bebía y no tenía más de ochenta

pulsaciones por minuto (fueran cuales fueran las circunstancias). Despúes

del tofu a las hierbas y antes de las deliciosas infusiones de cola de caballo,

Katma le regaló a Grechen un libro de tantra, en lo que fue una insinuación

descaradísima y en toda regla para un varón como él, acostumbrado a que

los machos alfa, los beta y hasta los omega siempre se llevaran, no ya a las

mejores hembras, sino a todas las hembras en edad fértil.

Así, la primera vez que hicieron el amor, un mes y pico después de

la primera cita, mientras Grechen rompía antiguas promesas de pruden-

cia ante el deseo, Katma no pudo hacer nada más que maravillarse al

comprobar lo rápido que asimilaba aquella mujer los fundamentos de la

filosofía oriental y el control de la respiración.

–Eres una buena alumna –le murmuró, exhausto, y la abrazó muy

fuerte, sin saber a dónde mirar, mientras sus pupilas daban vueltas con-

céntricas en las cuencas de sus ojos desorbitados.

Grechen, a duras penas, sí le había mostrado los rudimentos de su

poderosa musculatura y él estaba tan encantado con aquella vagina pro-

digiosa que, unos días después, le pidió que se casara con él.

En primavera ocuparon el piso de sesenta metros cuadrados que

Grechen había alquilado al llegar al municipio. Katma era austero, no

tenía ni muebles ni libros, y él mismo ocupaba poco espacio y se movía

con sigilo, así que Grechen tuvo la agradable sensación de haber adop-

tado una mascota extremadamente cariñosa y pulcra, nada que ver con

los gatos que llenaban su casa cuando era pequeña y que ella detestaba;

porque la vida con el profesor de yoga tenía, a los ojos de Grechen, todas

las ventajas de la convivencia, pero sin los inconvenientes.

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Todo iba como una seda; hacían el amor cada anochecer, antes o

después de la cena, y parecían felices, y quizás incluso lo fueran, cuando

se decían cosas al oído y se pasaban el kéfir por encima de la mesa y

escuchaban música relajante antes de ir a dormir.

Pero, un día, Grechen no pudo contener por más tiempo los espas-

mos orgásmicos y Katma fue ingresado de urgencias, con pronóstico

reservado y peligro de amputación. Grechen lloró a la puerta del qui-

rófano y, mientras operaban al profesor de yoga, recordó las lágrimas

inconsolables de Lazslo. Durante su estancia en el hospital, atontado

por los calmantes, Katma intentó consolar a Grechen y no paró de

echarse las culpas, porque todavía no se hacía cargo de la dimensión

del desastre.

–Guapa –le decía–, no es culpa tuya, fui yo, haciéndote leer esos

libros sobre tantra.

Grechen todavía lloraba más al oírlo decir aquellas cosas y los médi-

cos lo miraban sin atreverse a decir nada. No creyeron su versión de la

historia, en la que ella se ahorró hablar de su profesión anterior, y, hasta

que Katma manifestó que no quería interponer ninguna denuncia contra

Grechen y juró y perjuró que había sido un accidente, no dejaron de

mirarla con suspicacia.

El miembro de Katma quedó inutilizado para tareas amorosas para el

resto de su vida; llevaba una sonda y ni siquiera el yoga consiguió curarle

la tristeza. Sin relaciones sexuales y con un hombre destrozado, Grechen

cayó en el antiguo entretenimiento de doblar cucharas, entretenimiento

que ahora practicaba en soledad y con melancolía. Katma se adentró

en el estudio de las filosofías orientales y prescindió completamente del

contacto con la realidad. Grechen lo cuidaba y lo acompañaba pero, en

los años que siguieron, no se dirigieron una palabra. Y ella no fue capaz

de abandonar aquella situación porque se sentía responsable de lo que le

había ocurrido al antiguo profesor de yoga.

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El tiempo pasó. Ella se volvió taciturna y dejó de hacer aerobic,

porque todo el tiempo que Katma dedicaba a la contemplación y la

relajación ella lo gastaba en su tienda y en el ejercicio de sus antiguas

excelencias acrobáticas.

Un día de comienzos de la primavera, casi cinco años después del

accidente que le había costado a Katma la razón, llegó un circo al pueblo.

Grechen recordó sus tiempos de estrella enmascarada y rutilante; durante

tres días evitó la tentación de ir a ver la función pero, a la cuarta noche,

ya no lo pudo resistir más y compró una entrada. En el interior de la

carpa era como si el cielo, otro cielo, hecho de cuerdas, trapecios y tela

remendada, la rodeara. El olor de las palomitas, del serrín, de los animales;

los movimientos de aquellas mujeres y hombres ajetreados y vagabundos

le eran familiares, próximos y remotos a la vez. Nunca había dado dema-

siada importancia a las intuiciones pero, cuando acabó la función, tenía

una sensación de náusea y de vértigo, y pensó que no era por cualquier

cosa que sufría la segunda indigestión de toda su vida precisamente allí.

Se dejó guiar por su instinto recién nacido y ni siquiera se sorprendió

cuando se vio llamando a la puerta de la dueña del circo con una emoción

sólo parecida a la que había experimentado muchos años atrás, mientras

explicaba a Lazslo los motivos insignificantes por los que quería formar

parte de su troupe.

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Lipotimia

Hace un calor asfixiante. Tengo la sensación de que todo el sol del mundo

se concentra en este vagón de tren, a esta hora, sobre los poros de mi

piel. Él ha ido al vagón restaurante; debe de ser el único sitio refrigerado

en cien kilómetros a la redonda, si es que lo es. Pero tarda mucho en

volver. Sólo ha ido a buscarme una maldita agua fría, ¿qué es lo que está

haciendo, que no ha regresado ya? Parece que hace horas que se ha ido o

¿es que, tal vez, el tiempo se ha detenido? Siempre igual, cuando necesito

que esté cerca, se encuentra a años luz. Es siempre lo mismo, y ya no

soporto este calor. Me estoy fundiendo.

El tren flota por la planicie de arena, aplasta lagartijas y vierte su

sangre fría sobre los raíles. Tal vez tener una lagartija en la frente me ali-

viaría el calor, el vértigo. La locomotora continúa avanzando, engullendo

hectáreas de desierto, supongo, pero no noto la velocidad y el paisaje es

siempre el mismo. El sol no se mueve, no se mueve nada, sólo las gotas de

sudor entre mis pechos, en mi espalda, en la nuca, debajo del nacimiento

del pelo, goteando con cosquillas líquidas.

Las ventanas no pueden abrirse y el aire acondicionado no funciona.

Pero ¿qué es este olor a goma quemada? Ya no sé nada. Igual se

me está derritiendo el cerebro. ¿Pero es, de verdad, mi cerebro el que

tiene este olor a chamusquina de plástico? ¡Idiota! Me doy cuenta de

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que mis neuronas se han trasladado a la suela de la sandalia, apoyada

en la calefacción.

¿A quién se le puede haber ocurrido encender la calefacción en un día

como éste, en un lugar así? Supero el desconcierto y retiro el pie de encima

del radiador de rejillas metálicas. Miro los cristales de las ventanas, llenos

de polvo, herméticos, y miro a los viajeros que me rodean; la mayoría

duermen o mueren, apoyados sobre los hombros de otros viajeros, y los

pocos que parecen conscientes se dan aire con revistas, con pañuelos o

con abanicos imaginarios.

Imagino que rompo con el puño una de esas ventanas. ¿Por qué

nadie las rompe? Pero me miro la mano, llena de un sudor que ya no sé

si es mío o de los que me rodean, y no hago nada. Y, también, suspiro.

Mi camiseta está mojada, como mi pelo y el pantalón corto de algo-

dón, hasta un punto que me hace pensar que me estoy licuando. En la

boca siento cómo se espesa la saliva.

Sacudo la pereza de mis pensamientos y me pongo en pie. Aparto a un

lado el bolso de lona, sin que me importe dejarlo allí, a merced de algún

posible ladrón que tenga suficiente aliento para escabullirse por el averno.

Busco los servicios más próximos. Cruzo dos coches, oscilando y

tambaleándome, y tengo que sujetarme a los respaldos de los asientos que

me encuentro por el camino, como si en vez de ir en tren por una llanura

fuera en barco durante un temporal. El paisaje continúa siendo ardoro-

so, monótono, a través de mis ojos, llenos de niebla o de tormentas de

arena. Entre vagón y vagón el traqueteo me tira contra los asientos, entre

un escándalo de ruedas de metal. Abro de un tirón la puerta del lavabo,

entro y la cierro con el cuerpo, apoyándome contra la pintura blanca. La

manecilla de la puerta me hace un moratón a la altura del riñón derecho.

Respiro profundamente, con la cara entre las manos. La ventana de este

sitio es la única que se puede abrir y bajo la tapa del inodoro, me subo

encima y asomo la cabeza. Tomo aliento, con los cabellos volando en el

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infierno, pero me lleno los pulmones de polvo ardiente y el aire seco me

corta la respiración. Es la misma sensación que me asaltaba cuando, de

muy pequeña, mis padres me llevaban, junto con mis hermanos, a vera-

near a un pequeño pueblo de Almería donde mi tía Esperanza se había

casado, en segundas nupcias, hacía pocos años. Las larguísimas tardes de

verano, después de la siesta obligatoria, la arena de un desierto que no era

de ninguna manera imaginario, llenaba nuestros juegos de una dimensión

casi mágica. Entonces, durante la infancia, el calor era mucho más sopor-

table que ahora. Y nos entreteníamos, mientras nuestros padres, nuestros

tíos y sus amigos bebían sin parar –agua, gazpacho,cerveza, coca-cola,

cualquier cosa que todavía no se hubiera evaporado–, acechando hasta

la muerte a escorpiones sorprendidos debajo de piedras calientes. Ahora

me siento como uno de aquellos escorpiones, sacados de su refugio de

sombra y de frío, rodeada por una rueda de fuego y sin poder ver nada

más que un cielo incendiado.

Vuelvo adentro y abro el grifo: ni una gota. Miro la cisterna y tiro del

mecanismo que la acciona, pero tampoco hay agua allí. Salgo, todavía más

mareada que antes, y tengo que dejar que el centro gravitacional de mi

cuerpo tome tierra. Allí, sentada, parece que los minutos no tengan que

pasar nunca. Y es posible que no pasen, porque, aunque sienta que estoy

horas ante aquella puerta, no ocurre absolutamente nada. Con un último

esfuerzo consigo levantarme. Pienso que el vagón restaurante está en la

otra dirección, dos coches después de mi asiento. Ando como sonámbula

y ya no me fijo en la gente. Cuando consigo sentarme de nuevo en mi

sitio parece que el tiempo se haya detenido en mis ojos. He olvidado que

quería ir a buscar agua, porque incluso he olvidado que había pedido

a mi compañero que me la trajera. Pero sí que recuerdo, de la misma

manera que recordaba en la infancia, un verano tras otro, hasta que fui lo

suficientemente convincente para persuadir a mis padres de que prefería

pasar los veranos en casa de mi abuela materna en la ciudad –con la excusa

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de que le hacía compañía–, que no puedo fiarme de él, como tampoco a

los nueve años podía fiarme de mi primo, que siempre nos dejaba tirados

a los más pequeños entre las dunas o en los montículos, rodeados de

culebras, alacranes ocultos y arbustos de tomillo. Bajo un sol eterno que

se hinchaba como un globo antes de desaparecer y sumirlo todo en el

silencio de los grillos y los zorros y las aves nocturnas. Cuando la noche

era una anécdota y lo único que era eterno era mi aburrimiento infinito.

Extiendo los dedos hacia el radiador; todavía está caliente, todo está

caliente y yo también tengo fiebre. Alejo el cuerpo de la calefacción

y aprieto los párpados cerrados: el rumor del desierto y los cadáveres

imaginarios de las lagartijas me reconfortan. Quizás sonrío. Y caigo en

un sopor pesado, cargado de presagios, donde el pasado y el presente se

confunden. Me adormezco con el ruido de un viento inexistente en mis

oídos y sueño que bebo y que, pese a beber, como en las siestas de aquel

verano en que tenía nueve años, no puedo saciar mi sed.

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Verde

Habíamos pasado todo el día en la playa. El agua transparentaba nuestros

cuerpos, agotados de sol y de arena, y dibujaba manchas de sal sobre la

piel, que nos borrábamos jugando, empujándonos entre la espuma. Hasta

que el sol dejó de calentar y se hizo la hora de volver a casa.

Aquella noche su frente no estaba fresca y, por la mañana, un vómito

leve había salpicado el embozo de la sábana de algodón. Los ojos, dulces,

castaños, se le habían empañado de fiebre.

–Mañana ya estarás bien –le dije–; eso es que has tragado demasiada

agua.

Y le pasé la mano por los cabellos suaves y ajusté silenciosamente la

persiana de su dormitorio.

Se pasó el día durmiendo y sudando, sin querer comer nada. Al día

siguiente la fiebre persistía y las pupilas le centelleaban. A mediodía vo-

mitó de verdad, vaciándose el estómago de jugos gástricos y de posibles

peces. El médico, amable, distante, le recetó unas inyecciones.

–Esto no es nada, chico –pero me miró a mí mientras acababa la

frase–; estas purgas van bien de vez en cuando. De aquí a dos días, como

nuevo.

Y después de dos días lo llevé al hospital, donde lo ingresaron sin

dudarlo. Le revolvieron el cuerpo buscando la clave de su enfermedad

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y después de dos semanas inacabables el nuevo médico me llamó para

hablar conmigo.

–Escúcheme –me dijo–. Ya sé que esto le parecerá muy extraño, pero

tengo que hacerle una pregunta.

–¿Sí?

–Verá, ¿ha estado su hijo expuesto a algún tipo de radiación?

Yo no entendí la pregunta, y me la repitió pacientemente hasta cuatro

veces más antes de que yo pudiera contestar que no, que no lo sabía, que

bien, que seguro que no, pero que no lo podía jurar, porque en el colegio

ya se sabe. La angustia me atascó los pensamientos y la lengua y no fui

capaz de hacer ninguna pregunta a mi vez, así que el médico tuvo que

interpretar mi mirada mientras intentaba explicarme aquello que nadie

podía discernir.

–Su hijo es incomprensible genéticamente. No encuentro ninguna

explicación, ni dentro ni fuera del ámbito de la medicina, para entender

qué es lo que le está pasando.

Fue la segunda vez en mi vida que me desmayé pero, a diferencia

de la primera, no me quedé un día a la intemperie, esperando que

alguien me encontrara. Volví en mí un minuto después, estirada en

una butaca, con una de mis manos entre las del médico y su voz

susurrando mi nombre muy bajito, mientras me daba golpes suaves

encima de los dedos. Estuve a punto de desmayarme otra vez, pero

alguien me acercó un vaso de agua con azúcar mientras me lo pensaba,

y bebí sin decir nada.

Ante la imposibilidad de contactar con el padre de Esteban me

empezaron a hacer pruebas a mí. Análisis de sangre, de orina, de

heces, muestras de tejido, radiografías, escáneres, incluso una pun-

ción lumbar que me dejó tres días postrada en la misma habitación

que mi hijo, con un dolor de cabeza que no se asemejaba a nada que

hubiera sentido antes.

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A mis ojos, y a los ojos de quienes lo conocían bien, Esteban se iba

volviendo más y más pálido y sus pupilas se iban aclarando, cada vez más

verdes, cada vez más vegetales, de una manera casi imperceptible pero cons-

tante. No me lo inventaba, cuando le explicaba a mi madre que su pelo olía

a bosque y que sus manos se abrían y se cerraban como los pétalos de una

flor carnívora. Después de varios días exasperantes, de rellenar formularios y

de sufrir la experimentación médico-tecnológica en mi cuerpo, los médicos

resolvieron que mi hijo y yo no teníamos nada que ver genéticamente. Y

volvieron a insistir en la necesidad de encontrar a su padre.

–Necesitamos datos de él.

–Pero yo no sé quién es.

–Señora, mire, esto es importante.

–Ya les he dicho que no sé nada de él.

Me miraban en silencio, juzgándome pero, por supuesto, sin atreverse

a hacerlo en voz alta, y yo tenía que seguir justificándome.

–Señora, mire, es muy importante poder localizarlo. ¿Es que no lo

entiende? Tenemos que encontrarlo.

–No sé cómo se llama ni de dónde es, ni si él o su familia tienen

antecedentes de esta enfermedad. ¿Lo han entendido ya?

No sé si lo entendieron o si, tal vez, simularon comprenderme. Yo

estaba demasiado asustada por lo que le estaba ocurriendo a Esteban y el

hecho era que, después de aquella conversación, dejaron de hacerme pre-

guntas al respecto. La nueva investigación se centró en los primeros años

de vida del niño, en mi embarazo, en las enfermedades que había tenido

de muy pequeño. Después les hicieron pruebas a mis padres, a mi abuela

viva, a mis hermanos y a dos de mis tías. No encontraron nada, mientras

pasaban las estaciones.

No recuerdo casi nada de lo que hice en aquellos meses; sólo me

recuerdo a mí misma, sentada al lado de Esteban, sin ser capaz de

mirarlo, porque cada vez que lo veía de nuevo, aunque sólo hubieran

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pasado unos segundos, notaba en él cambios sorprendentes que me

sobresaltaban cada vez.

Sé que continuaba yendo a trabajar algunas mañanas y que alguna

noche salí con amigos, que no sabían qué hacer conmigo. Alquilé el

apartamento donde vivía con mi hijo a la amiga eslovena de una amiga,

que había venido a hacer un máster a la ciudad, y me trasladé a vivir

con mis padres, que, de repente, habían envejecido y se deslizaban

por el piso arrastrando los pies y hablando en susurros. Yo me negué

a tomar los antidepresivos que cada día, en el hospital, me ofrecían

con una insistencia que me recordaba a los vendedores de droga que

se apostaban a la puerta del instituto durante mi adolescencia; sé to-

das esas cosas pero no estoy segura de recordarlas. Y poco antes de la

llegada de la primavera tomé una decisión.

Las primeras semanas de marzo fueron las peores. El cuerpo de

Esteban se desgajó en ramas y su pelo se volvió delicado y blanco. Su

respiración era imperceptible y silenciosa, como el movimiento de las

raíces bajo tierra, y su voz desapareció, subterránea, abrumada por el

peso terrible de los cambios. Comprendí que algo irreversible estaba

ocurriendo cuando su pelo se volvió definitivamente de liquen y el

musgo no cesaba de crecer entre los dedos de sus pies, aunque yo lo

recortara cada mañana con unas tijeritas de plata.

Después, pocos días antes del equinoccio, su respiración volvió a

cambiar. Respiraba despacio, y sólo durante la noche, pero por las ma-

ñanas, cuando el sol brillaba alto, tenían que conectarlo a una máquina

y él sufría, y gritaba, y se retorcía y para mí era evidente que no quería

respirar, que no le hacía falta, pero los médicos no lo entendían. Entonces

lo hice. Antes de que acabara convertido en un espécimen del famoso

circo Lazslo, porque ni en los zoológicos lo querrían, a no ser que fuera

para alimentar a herbívoros. Así que una noche, cuando ya lo habían

desconectado del respirador, me lo llevé escondido en un tiesto.

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Compré dos billetes de ida a Atenas y me despedí de mis padres, que

siempre habían sospechado la naturaleza trágica de mi destino, desde

que estaba en el vientre de mi madre y decidieron llamarme Dafne.

Llegué a las montañas donde me había alojado hacía tantos años,

antes de que mi hijo fuera nada más que una semilla imaginaria en mis

pensamientos, y pedí cobijo en el mismo monasterio de mi memoria.

Los monjes nos recibieron con los recuerdos de un pasado que ellos

tampoco habían podido olvidar. Esteban ya hacía mucho tiempo que

había dejado de parecer humano, y aquellos hombres lo observaron

con lástima y desconcierto, pero nadie me hizo preguntas. Nos ins-

talaron en una habitación de paredes blancas, con una ventana que

se abría a los acantilados, y nos dejaron descansar toda la tarde. Por

la noche, un monje me llevó la cena en una bandeja y miró a mi hijo

con ojos interrogantes, como preguntándome qué podía hacer por

él. Yo moví la cabeza negativamente y él se marchó sin decir nada y

sin mirarme.

Media hora después, otro monje vino a buscar la bandeja. Llamó

a la puerta y después de que lo invitara a pasar se quedó muy quieto, a

dos metros de mí.

–Has tardado mucho tiempo –me dijo mientras me miraba.

Yo le sostuve la mirada y no dije nada, hasta que me pareció que él

no hablaría si no lo hacía yo antes.

–¿Te conozco?

Movió la cabeza, enrojeciendo de golpe.

–Sí –me dijo–, sí, sí que me conoces, aunque quizás hayas querido

olvidarme, y lo entiendo. Soy Basili.

Lo escudriñé bajo la penumbra que había llenado la habitación y,

fuera, las montañas, los arbustos y el bosque. Y el agua oscura de los

riachuelos y el sueño de los animales.

–No te recuerdo; quizás sí que he querido olvidarte, no lo siento.

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Él asintió

–Yo era más joven entonces.

–Yo también lo era, yo también lo era –repetí.

–Estaba con los pastores que te encontraron en el bosque, bebiste

de mi cantimplora.

Entonces se giró, encendió la luz y se colocó bajo el resplandor do-

rado de la bombilla.

–¿Te molesta?

Dije que no y entonces lo recordé.

–Eras un niño –dije. Su cabeza, recortada contra un cielo incendiado,

fue lo primero que yo había visto después de horas sin poder abrir los

ojos–. Ahora sí que me acuerdo de ti.

–¿Sí? Me alegro, disculpa, pero sí que me alegro.

Yo le dije que habían pasado muchos años; él volvió a mover la cabeza

y le pregunté qué hacía en el monasterio. Por primera vez sonrió, con una

sonrisa tímida, de dientes blancos y pequeños, y me mostró su hábito co-

mo respuesta y su cara se puso seria de nuevo. Le seguí la mirada y vi que

observaba a Esteban. Yo también lo miré. Esteban parecía dormido bajo

sus párpados de liquen. Volví los ojos hacia Basili, que ahora me parecie-

ron dulces, pero no podía recordar si cuando lo conocí también eran así.

–Nos queda poco tiempo. Poco, no lo sé, tal vez hasta el próximo

equinoccio, pero poco más. Me iré mañana pero estaré aquí tan pronto

como pueda. Hablaremos entonces.

Me miró unos instantes antes de irse y me dijo adiós con la mano.

No le pude hacer ninguna pregunta; tal vez fuera eso lo que pretendía,

que yo no tuviera opción de preguntar, ni de decidir. Cuando cerré

la puerta después de que él hubiera desaparecido por el pasillo me di

cuenta de que no se había llevado la bandeja.

El otoño se apresuraba y dentro mí crecía la sospecha de que Este-

ban se moría sin remedio; las hojas se le habían empezado a caer y las

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flores, que se habían extinguido a comienzos del verano, no volvieron

a brotarle. En su lugar, ahora aparecían costras de leña que se volvían

duras como el diamante, como las escamas de su sangre clorofilada.

Pasó un mes entero en el que yo no dejé de esperar ni un solo instante

el regreso de Basili. Hasta que una noche, cuando salí de mi habitación

para respirar, paseé hasta los acantilados y contemplé el paisaje bajo

la luna creciente. La tentación del vértigo me estremeció. Habría sido

fácil saltar entonces y olvidarme de toda mi carga de responsabilidades

de madre; sumergirme en el sueño exasperante de la muerte y dejar de

sufrir, de una vez y para siempre. Pero entonces, mientras ya dibujaba

la curva ficticia de mi cuerpo cayendo en picado desde las alturas, un

haz luminoso rasgó el cielo y se hundió en el mar, tan lejos que yo no

podía sino intuir su resplandor tras las montañas. Di un paso atrás y

tropecé con uno de los monjes; murmuré un perdón y me di cuenta

de que era Basili.

–¿Has visto la estrella fugaz? –le dije, cogiéndolo de una de las mangas

de la camisa.

Cuando él negó con la cabeza, como si fuera una cuestión menor que

yo me pudiera preocupar por la astronomía, perdí la última esperanza

que conservaba.

–Ya he vuelto.

Yo dije que sí. Le pregunté dónde había estado, en vez de hacer la

pregunta oportuna, la que seguramente él esperaba que hiciera.

–Da igual –me miró a los ojos–. Sé dónde puedes encontrarlo.

Yo estuve a punto de decir algo, aunque no recuerdo qué. Lo sé

porque Basili esperó mis palabras, pero me llevé una mano al pecho y

no dije nada. Entonces me cogió del brazo:

–Ven conmigo.

Y mis impulsos, fueran los que fueran en aquel momento, desapa-

recieron en la determinación de aquella orden. Lo seguí por los pasillos

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en penumbra. El rumor de la noche repicaba contra las piedras y sentía

como si el eco de mi cuerpo percutiera en cada una de las paredes del

monasterio. En la cocina me invitó a sentarme junto a la mesa. Se sentó

a mi lado y, con un gesto repentino de la mano derecha hacia atrás, se

levantó las faldas, que ondearon un instante antes de caer de nuevo, con

un ruido imperceptible, sobre el suelo. Entonces sacó un mapa de su

bolso y lo desplegó encima de la mesa; yo me acerqué.

–¿De dónde has sacado este mapa?

No me respondió; miraba el mapa y sus dedos reseguían con obsti-

nación los nombres de las montañas y de los ríos, y el relieve de las islas

lejanas. Lo miré seria. Él tomó aire y lo expulsó ruidosamente antes de

hablar.

–¿Lo quieres saber? ¿Quieres saber dónde puedes encontrarlo?

Yo no dije nada por el momento, aunque sabía que sólo había una

respuesta posible. Cogió mi mano y la puso encima del mapa.

–Mira.

Bajé los ojos y rocé los caminos que señalaban sus dedos. Basili

insistió:

–¿Lo quieres saber?

Dije que sí con la cabeza.

–Yo me haré cargo de tu hijo.

Me puso una mano en el hombro, pero yo no me sentí nada recon-

fortada. Después se levantó y me dejó sola en la cocina, con aquel mapa

del infierno ante mí, sin haberme dado tiempo a decirle que estaba muy

agradecida, pero que por qué las cosas debían ser así, que por qué tenía

que hacer una cosa que no quería hacer, que por qué debía sacrificarme

por un hijo que nunca había deseado tener, aunque lo quisiera más que

a nada en el mundo.

Desembarqué en la isla a mediodía. El guía me advirtió que el

último ferry saldría a las nueve de la noche y yo le sonreí, como si en

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realidad necesitara aquella información cuando, en el fondo, no me

hacía ninguna falta. Esquivé los tenderetes para turistas que había en

la primera línea de la costa y me alejé del bullicio y de las calles empi-

nadas y blancas del pueblo. Me adentré en el bosque, abandonando el

camino de ronda, y anduve durante toda la tarde entre senderos llenos

de maleza y de espinas, y seguí la pista de diferentes torrenteras, sin

encontrar la que buscaba. El cuerpo de Esteban, lejos de mí, parecía

haberse vuelto insoportable en mis brazos, como si en la distancia yo

todavía fuera capaz de sostenerlo.

Pero la noche cayó y me paré para descansar. Me senté sobre una

piedra plana al lado de un riachuelo y me cubrí con la manta que me

había dado Basili, tres días antes, cuando salí del monasterio. Hacía frío,

para ser verano, y el cielo era un desierto de estrellas y el viento calaba

mi ropa, como si fuera agua. Miré la luna; empezaba a elevarse tras las

ramas que se balanceaban, y sentí que todo callaba y que el viento se

detenía en mi cara. Me quedé en el mismo sitio, pero me puse de pie,

con la manta sobre los hombros, y observé la oscuridad; sin embargo,

ahora ya no importaba lo que pudiera descubrir porque antes de verlo

aparecer yo ya sabía que era él.

Caminó hacia mí. Se paró a unos pocos metros, antes de que yo

hubiera podido ni reaccionar, y me miró; parecía triste y la luna le dibu-

jaba dedos de plata en la cara. Sentí que su voz emergía, como si fuera la

misma tierra la que hablara.

–Yo no puedo hacer nada contra mi destino –empezó a decir, pero

no lo oí acabar.

Me giré hacia el río y miré las piedras blancas llenas de sombras

que bailaban, y pensé en Esteban, y pensé en mí, vegetal, subterránea,

como si las piernas y los brazos ya me hubieran empezado a pesar. Y

lloré, sin saber si lloraba por mí o por mi hijo. Y pensé, mientras mis

pies empezaban a arraigar en el cauce del riachuelo, que yo sí que podía

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hacer algo contra mi destino, pero que, esta vez, diez años después de

la primera ocasión, no lo haría. Y las lágrimas cristalizaron en mis ojos,

que ya no podían ver.

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Alejandría o la muerte, en extrañas circunstancias,

del narrador

Anoche, otra vez y sin querer, extenué mis fuerzas.

Ayer esperaba tentar a la suerte, resolver el enigma, adivinar el mis-

terio. Ayer me creí infalible, dotada de unos poderes que siempre fueron

falsos y que nunca marcaron señales en mi camino. Ahora ya sé, aunque

ayer también lo sospechara, que el azar no puede convocarse y también

sé, como sabe Vila-Matas, como sabía Wilde, que los presagios no exis-

ten, porque el destino no pierde el tiempo enviando heraldos. Tal vez

Alejandro lo haya sabido alguna vez, después de tantos años. Clarice

siempre lo supo, mordiendo su manzana en la oscuridad, lejos, muy

lejos, del corazón salvaje.

Hasta hace bien poco, hasta hace nada, el encuentro era inevita-

ble; me gustaría creer, incluso, que necesario. Y me dejaba un jadeo

extraño al fondo de los pulmones, como si habitara en la Montaña

Mágica y mis únicas preocupaciones fueran los baños de sol y la os-

cilación del mercurio a lo largo del día. Pero ahora ya no es así, y las

ilusiones se ciernen sobre una mirada que ya no me mira –que ya no

me mirará nunca– como antes; con una rémora de tiempo perdido.Y

es que París se acaba alguna vez y la mujer manuscrita borra la tinta

de su piel desnuda. Ahora, que tal vez es otro día, ahora, que estoy

bajo los efectos de una luna que pronto será nueva, me adelanto a lo

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que sentiré de aquí a dos noches, o tal vez durante el resto de mi vida,

y escribiré que te añoro.

Esta Alejandría, que para mí todavía no ha desaparecido del todo,

tuvo, hasta no hace tanto, una voluntad de descubrimiento y de conspi-

ración que me reclamaba a la lucha y a la locura, al amor y a la lujuria.

Me iré. Me iré e idealizaré todo lo que dejo atrás. Y puede que algún

día vuelva, o puede que no, y ese día todo será como antes, es decir, como

es ahora. Me sentiré la mujer que era, la mujer que soy, y recuperaré la

luminosidad, esa luminosidad que creo que ya no tengo desde que sé que

me voy, bueno, desde que sé que tal vez nunca he estado aquí.

Esta Alejandría es como el paraíso antes del pecado original –ya sé

cómo suena el tópico gastado, debes pensar, y yo también lo pienso, pero

sabes qué es lo que quiero decir cuando digo eso, sabes perfectamente lo

que quiero decir, no me hagas explicarlo con otras palabras–; es el lugar

mítico donde todos los sueños pueden convertirse en realidad. Cumpliré

un castigo antiguo de nostalgia retroactiva y no olvidaré, te juro que

no olvidaré, cuando regrese de nuevo a la ciudad, a esta ciudad, a esta

Alejandría. Tal vez me convierta en la turista accidental que nunca quise

ser, una peregrina efímera, que buscará en las calles del pasado, las que

ya no existirán, el recuerdo de una vida que desapareció, destruida por

la reconstrucción de una memoria falsaria.

Los viajes que ya no son iniciáticos –como éste, imaginario– sirven

para constatar que los paraísos son una imagen errónea, una suposición

manipulada por evocaciones y, si quieres, un contrato con Settimbrini

o con un Mefistófeles juguetón y poco serio. Un fraude, en definitiva.

Sé que no soy ordenada en esta reflexión un punto precipitada; parece

que escribo los pensamientos tal y como brotan, anulando la coherencia

del discurso. Pero mi discurso nunca ha pretendido ser coherente cuan-

do se ha tratado de ti. Mis ideas son como pequeños insectos brillantes

que estuvieran habitando en la oscuridad, a la espera de la ocasión más

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Alejandría , o la muerte en extrañas circunstancias del narrador

propicia para escabullirse en tus sueños. Como imaginar lo imposible.

Como inventar el viaje perfecto. Como creer que todavía me amas.

Decía Kavafis que, vayamos donde vayamos, llevamos nuestras alejan-

drías dentro; decía Durrell, un Durrell enamorado de Justine –tomando la

idea del poeta– que una ciudad se convierte en universo cuando amamos

a alguno de sus habitantes. Y yo me pregunto ¿qué es lo que pasa cuando

dejan de amarnos? ¿En qué se convierte la ciudad que antes había sido

universo? ¿En qué te conviertes tú?

Pero esta mañana de domingo, mientras agonizas con mi saliva seca

sobre tu piel, esa mujer (la mujer asesina, la mujer que no pudo seguir

siendo víctima, la mujer que se cansó de reír como los idiotas enajenados

de tus novelas), esa mujer, digo, todavía no soy yo.

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La noche amarilla

Paula llegó a Río por la mañana, muy temprano. Bajó del avión cansada

del viaje, mareada y con dolor de cabeza, un dolor de cabeza insistente

que amenazaba con convertirse en migraña. La agregada del consulado

la esperaba, con un cartel con su nombre y una sonrisa forzada, y la

acompañó hasta el coche oficial, negro, con los cristales tintados, que

las esperaba en el aparcamiento de vuelos internacionales. El chófer co-

gió el equipaje y lo depositó en el maletero y después le abrió la puerta

trasera, haciendo un gesto para que entrara en el vehículo. Se sentó y la

agregada se sentó a su lado. Durante el trayecto entre Niteroi y Río la

agregada la bombardeó con información que tal vez fuera necesaria, pero

que fue incapaz de retener por culpa del cansancio y del aburrimiento.

Recuerda que le habló del estado de las carreteras, de los lugares que no

podía dejar de visitar –y, si hacía falta, se ofreció a acompañarla, invita-

ción que Paula rechazó con un movimiento de cabeza que no fue muy

amable– y de los sitios a los que no debía ir bajo ningún pretexto. Intentó

ser educada pero, mientras la agregada le hacía preguntas sobre el viaje

y le hablaba de las últimas novedades culturales del país, desconectó y

dejó que desahogara su incontinencia sin hacer nada más que pronunciar

alguna frase de cortesía de vez en cuando. Hasta que se cansó de sostener

un monólogo con una invitada tan adusta y calló. El último tramo del

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viaje lo hicieron en silencio y pudo apoyar la cabeza sobre la ventanilla

del coche sin prestar atención a lo que la rodeaba. Tenía ganas de cerrar

los ojos y de no abrirlos hasta que le dijeran que había llegado, pero los

mantuvo abiertos, mirando, sin ver, a través de los cristales cerrados. Al

llegar a destino y nada más salir del coche, percibió un olor que no había

detectado al bajar del avión: una mezcla de océano, de gas y de fruta

madura. Olisqueó el aire de la mañana con la cabeza erguida y las aletas

de la nariz temblorosas, como un conejo o como una ardilla. La agregada

la miró, como si hubiera perdido la cordura, pero cuando encontró sus

ojos, sonrió y adoptó una expresión de esfinge.

–Pues ya hemos llegado. La acompañaré a su apartamento.

De repente, Paula se dio cuenta de que había dejado de tutearla, tal

vez, pensó, porque había decidido que prefería mantener las distancias,

a causa de su actitud taciturna. La tomó del brazo mientras el chófer las

seguía con el equipaje hasta el interior del edificio. La agregada le pre-

sentó al portero y le explicó que siempre había alguien de guardia en la

portería y que no tenía que preocuparse por la puerta exterior, porque,

también siempre, estaba abierta. Miró dentro del cubículo del portero y

vio que al fondo había sentado un hombre, vestido de paramilitar, que

hojeaba una revista y acariciaba el borde negro y brillante de una porra

que tenía apoyada en el muslo. Llevaba una pistola y supuso que también

esposas. Estuvo a punto de preguntarle a la agregada si todos los edificios

de Río tenían un portero armado, pero no dijo nada. La agregada apretó

el botón del ascensor mientras le dejaba en las manos el llavero, cogía

el asa de su maleta de ruedas y despedía al chófer con una amabilidad

que le pareció claramente hostil. Paula tomó la maleta de las manos de

la agregada, que sonrió.

–No tenía intención de quedármela –le dijo

Y ella la miró, no se dio cuenta de qué manera, pero la agregada

apartó los ojos y no dijo nada más hasta que llegaron a la quinta planta

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y se abrieron las puertas automáticas del ascensor. El apartamento, en

Ipanema, a un minuto de una de las playas más famosas del mundo, le

pareció correcto. Era un piso franco que el consulado tenía alquilado

durante todo el año, para visitas inoportunas como la suya, y que debía

de ser mucho más barato, imaginó, que la estancia en los lujosos hoteles

de la zona. La agregada la acompañó en un breve recorrido de identifi-

cación. Le explicó cómo funcionaban el teléfono, el aire acondicionado

y la calefacción. Paula la miró con condescendencia; todavía no eran las

ocho y media de la mañana y ya estaba sudando. La nevera estaba llena

de yogures, zumos y frutas tropicales, y había una bandeja con un bufé

frío, por si prefería descansar hasta última hora –le dijo la agregada, con

un tono que no pudo interpretar– y no le apetecía salir hasta la hora de su

ponencia. La cafetera estaba preparada al lado de un cesto con cruasanes

y salgados. Sin embargo, aunque el comedor era amplio y luminoso y el

baño y la cocina eran más que adecuados, lo mejor fue ver el dormitorio.

Las sábanas de la cama doble eran de algodón suave y blanco, y la ven-

tana tenía unas cortinas bordadas de flores menudas y amarillas y unas

persianas venecianas de madera auténtica y hermética.

–La esperaremos a las seis de la tarde en la puerta de recepción y

la llevaremos al museo. No se preocupe por la hora, porque el acto no

empezará hasta las siete, tenemos tiempo de sobra. Si necesita cualquier

otra cosa, aquí le dejo mi teléfono.

Asió el papel que la agregada le tendía, mientras le decía que muchas

gracias, que era muy amable pero que seguro que no era necesario.

–No es ninguna molestia, vivo en este mismo edificio, la tercera

puerta a la izquierda, en esta planta.

Paula rió.

–Espero, de verdad, no tener que molestarla.

La despidió, pasó la llave, después de cerrar la puerta, y puso el seguro,

como la agregada le había dicho, porque tenía la certeza de que estaba

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escuchando al otro lado. Cuando oyó cómo los pasos de la agregada, con

un taconeo irregular que la moqueta amortiguaba, se desvanecían en el

pasillo se metió en la ducha, sin ni siquiera abrir el equipaje, y se pasó agua

fría por el cuerpo, sin mojarse el pelo, que todavía llevaba recogido. Había

un bote de jabón de coco que se frotó contra la piel con cierta fiereza

enfadada y volvió a abrir el agua fría para aclararse. Después, descalza y

envuelta en una toalla grande y blanca que habían dejado bien doblada

sobre la cómoda del lavabo, fue hasta el dormitorio, abrió la cama, cerró

las persianas y ajustó la puerta y, dejando caer la toalla en el suelo, se

estiró sobre las sábanas, dispuesta a recuperar las horas de sueño perdidas

en el vuelo transoceánico.

Pero no pudo descansar. Hasta sus oídos llegaba un rumor de mar,

de rebelión y de juego que se mezclaba con sus sueños. El dolor de ca-

beza, que casi había olvidado al subir al coche, la asaltó de nuevo. Y una

hora después de la ducha, casi a las diez de la mañana, se levantó y fue

al comedor, donde había dejado el equipaje. Lo abrió, buscó el neceser

y cogió un analgésico. Entre las compresas, el yodo y la pasta dentífrica,

vio la bolsa de seda de color granate donde guardaba un vibrador con

la batería cargada. La tomó sin pensar. Fue a la cocina, abrió la nevera

y desenroscó el tapón de un zumo de naranja. Se puso la pastilla sobre

la lengua y se la tragó con un sorbo de zumo. Volvió al dormitorio con

la bolsa de seda en las manos y puso el despertador a las tres y media de

la tarde. Cerró los ojos, intentando no pensar en la tarde y la noche que

la esperaban, dejó la bolsa de seda debajo de la almohada y se durmió.

A las seis en punto, después de haber comido, haberse duchado y

secado el pelo, y repasado sus apuntes, estaba en la puerta de entrada del

edificio. La agregada hablaba con el chófer con un gesto divertido que

la hacía parecer mucho más joven que cuando la había conocido por la

mañana, pero su expresión cambió enseguida que la vio. Y pensó en dos

cosas, que la alegraron y entristecieron a la vez; una, sobre la que había

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discutido en noches inacabables de esnobismo literario: que no era su

mirada la que hacía cambiar a los otros, sino que eran los otros los que

cambiaban bajo su mirada, como un experimento de laboratorio que

nunca será igual en condiciones no observadas, porque el mero hecho

de observar condiciona al observado, aunque sean un puñado de células

en un laboratorio, y ese pensamiento no le gustó; y dos: que entre la

agregada y el chófer había una complicidad que sugería muchas cosas, y

ese pensamiento sí que era genuinamente suyo, propio de unos tiempos

anteriores de su vida, cuando era capaz de imaginar la pasión en cada

rincón de la existencia de los otros, antes de que el academicismo, por

llamar de alguna manera a lo que le había acontecido desde que acabó el

doctorado y empezó a trabajar en la universidad, hubiera hecho que su

vida dejara de ser emocionante e imprevisible. Y los dos pensamientos

quedaron confirmados por la reacción del chófer y de la agregada. Se

miraron de un modo curioso, cosa que le hizo pensar que se confirmaba

su primer pensamiento, y se pusieron serios, hecho que corroboró el

segundo. La agregada fue a su encuentro mientras el conductor abría la

puerta trasera del coche para dejarla pasar y se repetía el mismo ritual

que por la mañana, con la excepción de que esta vez Paula no llevaba

equipaje y conservó consigo la cartera negra en la que tenía sus notas.

La ponencia fue desastrosa. Mientras hablaba de manera mecánica y

las ráfagas de aire acondicionado le ponían la piel de gallina, clasificó al

público asistente en dos categorías: los insomnes y los letraheridos, aunque

había un par de personas que podían ser las dos cosas a la vez o ninguna.

Una mujer de unos sesenta años que se vestía como si fuera la mismísima

Clarice Lispector llegada del más allá, y se peinaba de la misma manera,

y un muchacho que todavía tenía acné y que no paraba de mordisquear

la punta de un lápiz, exactamente como habría hecho un conejo, y pensó

en las aletas de su nariz. Paula se aburría mientras hablaba y ellos debían

de aburrirse también, pero no dejarían que se notara demasiado. Su por-

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tugués, del que tanto había presumido en casa, no era lo suficientemente

bueno como para dirigirse a un auditorio con vehemencia y la traduc-

tora le pedía con la mirada que fuera más despacio. Cuando finalizó la

charla y Paula dio las gracias al público por su asistencia, comenzaron

a aplaudir, primero discretamente y después con más fuerza. No hubo

ninguna pregunta y eso la inquietó, aunque también lo agradeció con

cierto alivio. El cónsul la tomó del brazo cuando bajó del estrado y le

presentó a las personalidades venerables con las que cenaría aquella noche.

El dolor de cabeza le oprimía las sienes y la hacía estar de mal humor,

con la mirada extraviada, incapaz de concentrarse en lo que la rodeaba,

pero consideró que era de mala educación decir que no se encontraba

bien. Sirvieron un cóctel en la sala noble del edificio y después fueron a

cenar a un restaurante que estaba sólo a un par de minutos caminando.

Durante la cena Paula no probó el alcohol y comió muy poco, intentado

ser amable con todo el mundo, a pesar de que le molestaban la luz y el

sonido de las voces que retumbaban a su alrededor. Era la mujer menos

brillante del mundo, aquella noche, pero lo único que le importaba era

que el dolor no aumentara. Al salir, rechazó el ofrecimiento de ir a tomar

una copa. Se disculpó, con los ojos empequeñecidos y la voz ahogada,

y el chófer volvió a abrir la puerta trasera del coche, que esperaba en la

esquina del restaurante. Esta vez la agregada no los acompañó y le pareció

que los ojos del chófer estaban tristes. En los veinte minutos que tardó en

devolverla al apartamento, pensó, en un delirio de migraña que le hacía

ver luces azules que emanaban de su aliento adormecido, que tal vez él

y la agregada habían discutido y que esperaba que no fuera por culpa

suya, a pesar de que no tenía claro cómo se podían haber peleado dos

desconocidos por su culpa. Y todavía pensó que, si eran tan necios para

discutir por ella, se merecían lo que les pasaba.

Cuando llegó al apartamento estaba cansada, pero tenía los horarios

cambiados y no estaba segura de si podría dormir. El bochorno era con-

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siderable, pero la brisa del Atlántico entraba por las ventanas abiertas,

así que decidió prescindir del aire acondicionado. Dejó la cartera negra

encima de la mesa del comedor y volvió a ducharse. Se tomó un anti-

inflamatorio porque sabía que, si no, por la mañana, la migraña sería

insoportable. Cuando se metió en la cama, pasadas las doce, descubrió,

con sorpresa, la bolsa de seda y esta vez ni el sueño ni la migraña le im-

pidieron tener unos cuantos orgasmos, mientras pensaba en el muchacho

con acné atado a la cabecera de su cama.

Al día siguiente por la mañana paseó, medio desconcertada todavía

por la resaca del dolor de cabeza, por el jet lag y por el olor persistente y

húmedo que se enganchaba a la piel. Tomó un autobús hasta Copacabana

y continuó caminando por el paseo al lado del mar. El aire del océano

le despejó la cabeza. Y empezó a disfrutar de lo que la rodeaba. En los

márgenes del paseo había quioscos llenos de cocos verdes colgantes, en la

playa niños y adolescentes jugaban a fútbol y la gente paseaba tranquila,

tal vez incluso feliz. Vio a unos niños arrastrando cajas y utensilios para

limpiar cuero; paraban a los pocos turistas que no llevaban sandalias y se

ofrecían a limpiar sus zapatos. Sonrió cuando uno de aquellos niños la

miró y le enseñó sus pies semidescalzos. Se acercó a ella y puso una mano

sobre su bolso, que ella apartó con suavidad y con un nudo de terror

en la garganta, y buscó en el bolsillo de sus pantalones una moneda que

depositó en esa misma mano, arrugada y con grasa en las uñas, y siguió

caminando sin volver a mirar. Tomó aire y pensó que, en el futuro, en un

futuro muy lejano, cuando ya hiciera muchos años que hubiera olvidado

este viaje, recordaría el olor de Río y a ese niño.

El olor de Río y, también, los colores de Río. El amarillo y el verde. En

las sucarias la fruta colgaba en racimos gigantes: los plátanos, las papayas,

incluso las naranjas eran de color amarillo; también eran amarillos los

taxis y los autobuses. Y el verde. También recordaría el verde, las dife-

rentes tonalidades de verde, como una acometida de certeza esmeralda:

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el verde de los morros, el verde de las piedras verdes. Y el clima húmedo

que lo impregnaba todo y que le hacía descubrir su condición de vegetal

bajo la piel. Anduvo sonriente, como si llevara un secreto de felicidad

escondido, pero era sólo que la luz la molestaba y que había olvidado las

gafas de sol en casa, y tenía que entornar los ojos y enseñar los dientes

para evitar caer en el vértigo. Los hombres que se cruzaron en su camino y

que miraron su escote y le sonrieron debieron de pensar que sonreía para

ellos. Y es que devolvió todas las miradas que salieron a encontrarla. Venía

del invierno más feroz y su piel estaba sedienta de nuevas sensaciones, de

sol y de brisa. Daba igual todo lo que había dejado atrás. Miró el reloj y

calculó la hora y llamó a su oficina sólo para decirle a su ayudante, que,

en el fondo, no le caía muy bien, que hacía muy buen tiempo y que la

ponencia, que él había ayudado a preparar, había ido bien.

A mediodía, exhausta de sol, con la cabeza descolocada por la

inmensidad de un Atlántico que parecía legendario, fue a buscar el

contacto en la ciudad que su amigo Tiago le había dado. Las oficinas

del Embratur (la agencia estatal de turismo brasileño) estaban escon-

didas en un edificio de veinte plantas en el centro de la ciudad y tuvo

que coger otro autobús. Para poder acceder a la oficina del amigo de

Tiago, le hicieron enseñar el pasaporte dos veces y tuvo que escribir su

nombre en el registro de recepción. Cuando salió del ascensor, en la

octava planta, una mujer con traje de chaqueta negro y camisa blanca,

muy joven, peinada impecablemente y maquillada con discreción, le

preguntó qué quería. Era tan guapa que dolía mirarla y la admiró y la

deseó a la vez. Se vio reflejada en las mamparas translúcidas del fondo.

Y volvió a mirar a la mujer y le dijo que buscaba a Fabião de Almeida

y ella sonrió y la hizo esperar junto a su mesa, después de que firmara

otra vez y, otra vez más, enseñara su pasaporte, mientras desaparecía

por un pasillo. Esperó un minuto, en el silencio blanco de aquel lugar

luminoso en el que, aun así, no se veía ni una rendija de sol; y escuchó

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rumor de pasos en el mismo pasillo por el que la chica había desapa-

recido. Cuando lo vio, antes de que él hablara o sonriera, sintió que

un millón de mariposas enloquecidas en la garganta la advertían del

peligro. Él acabó de salir del pasillo falso de mamparas translúcidas

y se acercó. Paula retrocedió un paso y dejó una mano encima de la

mesa de la chica del traje de chaqueta negro. Él sonrió, le tendió la

mano y preguntó, en un castellano atlántico, en qué podía ayudar.

Ella le dijo quién era y qué había ido a hacer allí, mientras estrechaba

su mano sin demasiada convicción. Él señaló un despacho, abrió la

puerta y la dejó pasar. Entró y se sentó en la silla que él le ofrecía,

mientras daba la vuelta a la mesa de madera oscura y se sentaba al otro

lado del escritorio. Paula le volvió a decir su nombre –recordando in-

mediatamente que lo acababa de hacer– mientras sacaba de la cartera

el dossier con el proyecto de Tiago y una tarjeta. Le dio el proyecto,

pero volvió a guardar la tarjeta con timidez. Fabião hojeó el pliego de

papeles de Tiago durante unos segundos, lo dejó encima de la mesa

y la miró a los ojos.

–Estuve en tu conferencia ayer por la noche –dijo–, me gustó mu-

cho. Fui a presentarme, pero no encontré el momento adecuado y pensé

que ya encontraría un momento más adecuado para saludarte. Pensaba

llamarte mañana por la mañana, al consulado o la universidad, pero me

alegro de que te hayas adelantado.

Paula movió la cabeza, mirando el montón de papeles que había

quedado a su izquierda.

–Me parece que no te vi.

Él sonrió.

–Claro que no, había mucha gente. ¿Cómo está Tiago? No echa de

menos Brasil, ¿verdad?

–Está muy bien –dijo Paula–. Todavía es demasiado pronto para

añorar nada, sólo hace seis meses que se marchó.

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Fabião rió.

–Tengo una reunión en un cuarto de hora, pero me gustaría que nos

encontráramos para cenar, hoy o mañana, si te va bien. Miraré el dossier

de Tiago y podrás explicarle qué pienso.

Aceptó, sin hacer caso de la bandada de mariposas que le impedían

respirar con regularidad, y lo miró, deseando otros propósitos bajo sus

palabras.

–Mañana, me va mejor mañana, esta noche tengo una cena en el

consulado.

Le dio una tarjeta con su nombre y su teléfono y la acompañó hasta

la puerta del ascensor.

–Si no pudieras quedar, llámame, por favor; si no, pasaré a buscarte

por el consulado mañana a las siete.

Y el día después, el día de su muerte, se levanta, sin tener ni idea de

qué es lo que le depararán las horas siguientes, pero a sabiendas de que

será una jornada excepcional. El comité de personalidades venerables ha

preparado una recepción en su club de lectura y se pasa la mañana y la

hora de comer compartiendo experiencias absurdas con desconocidos

absolutos. Las horas pasan lentas, pero de golpe, a las seis, se da cuenta de

que sólo queda una hora para encontrarse con Fabião. Querría haber ido

al apartamento a ducharse y a cambiarse de ropa, pero no tiene tiempo, y

es mejor, piensa, no estar impecable que llegar tarde. A las siete en punto

se encuentran en la puerta del consulado. Toman un tranvía hasta el barrio

de Santa Teresa. Durante el trayecto, tres chicos, niños, de hecho, suben

en marcha y saltan de un convoy a otro entre los gritos de los viajeros.

Paula no entiende por qué la gente grita, pero Fabião permanece callado

y ella no se atreve a decir nada.

Cenan en un restaurante pequeño, junto al Parque das Ruinas. Des-

pués de los postres, él le dice que podrían dar un paseo por los jardines

del museo.

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–Las vistas desde allí arriba son impresionantes –dice–, incluso de

noche.

Lo sigue entre los caminos iluminados por farolillos de mentira. La

noche es húmeda y cálida y el viento silba en su pelo y sus pies se llenan

de guijarros. Fabião no para de hablar. Le explica que ha vivido en Panamá

durante los últimos cuatro años y que sólo hace dos meses que ha vuelto.

Paula le pregunta que cómo va el regreso y piensa en Tiago, mientras

Ulises toma el cuerpo y la voz de este hombre.

–Quería volver antes incluso de haberme ido –dice él–; bien, de hecho

no quería irme. Es una historia muy larga.

Aparta con una mano esa historia que no quiere explicar y ahuyenta

moscas imaginarias.

–Ahora que estoy otra vez aquí encuentro que han cambiado muchas

cosas. O quizás todo continúa como antes y el que ha cambiado soy yo,

o mi perspectiva.

–O las dos cosas –le dice Paula–, pueden haber cambiado las dos

cosas.

Al salir del museo toman un taxi hasta Copacabana. Pasan por la

avenida del Atlántico y comparten un agua de coco. Todavía hay gente

haciendo deporte a las nueve de la noche. En la avenida, rótulos amarillos,

inmensos, de plástico inflable anuncian con estrépito silencioso que el

deporte es vida, que renuncies a las drogas y a la violencia. Él no puede

leerle los pensamientos, pero le pasa un brazo por el hombro desnudo.

–Ésta no es una noche para estar tristes –le dice.

Paula siente su mano grande encima de la piel y de nuevo experimenta

el efecto de las mariposas batiendo su aleteo de animales desesperados

por sus venas; y piensa en ellas.

–Arriba del Corcovado –le dice–, arriba del Corcovado he visto ma-

riposas tan grandes como mis manos.

Fabião le mira las manos; las coge.

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–Tus manos son pequeñas –dice–. Yo he visto mariposas mucho

más grandes.

Continúan paseando; ahora su mano se ha quedado en la espalda

de Paula y ella tiene que acercarse más a su cuerpo para no deshacer ese

abrazo y seguirle el paso. Piensa que él puede sentir los latidos de su co-

razón en sus costillas. Cuando llegan a la altura del hotel Copacabana,

Fabião se lo muestra. Parece un faro o una estrella en medio de la noche.

Él ríe. Su alegría desafía todas las leyes de la mala fortuna.

–¿Quieres entrar? –le dice. Y Paula responde que por qué no.

Se cuelan en el vestíbulo, cogidos de la mano, ante la mirada inqui-

sitiva de un conserje con sayo rojo y gorra negra. Dentro, los suelos son

de mármol, hay espejos en todas las paredes, maderas nobles, butacas

forradas de terciopelo y seda, y del techo cuelgan arañas de cristal que

resplandecen como el sol. Al fondo del vestíbulo, después de un pasillo

acristalado, se abre un patio lleno de vegetación exuberante, con una

piscina de agua azul y cristalina. El ruido del océano queda amortiguado

por los sonidos de bossa nova de una orquesta situada entre el bar y el

jardín, junto a la piscina. Se quedan un rato mirando la orquesta, de pie,

a un lado de la gente que baila.

–Te invito a una copa –le dice Paula–. ¿Te apetece?

–Este sitio es muy caro.

–A cambio de la cena –insiste.

–Me podrías invitar a cenar diez veces por lo que aquí cobran por una

caipirinha. Conozco otro lugar mucho más adecuado, ¿vamos?

–Vamos.

Cogen de nuevo un autobús abarrotado que lleva una veloci-

dad increíble y que los deja en Ipanema en quince minutos. Paula

piensa que en Río lo más peligroso no son las aguas contaminadas

de sus playas superfamosas, donde los surfistas desafían las leyes

del viento y de las marejadas; ni los ladrones que se piensan que es

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rica (y es que seguramente lo es, en esta ciudad donde no existe la

clase media); ni los asesinos que entran al cine (aunque sean estu-

diantes de medicina o gracias a eso) porque quieren experimentar

si la sensación de matar a sangre fría e indiscriminadamente es tan

maravillosa como en las películas y que concluyen que en la tele

es mejor, milagrosamente. En Río, lo más peligroso de todo, más

que coger el bondinho a Santa Teresa con sus asaltantes intrépidos,

o más que subir al Pao de Açúcar o al Corcovado y no caer desde

sus alturas vertiginosas, son los conductores de autobuses urbanos,

eso; eso y la sonrisa de este hombre.

Fabião le explica que en Copacabana existe el porcentaje más alto

de ancianos de todo Brasil. No es que los brasileños vivan más años en

Río que en cualquier otro lugar, es que está lleno de jubilados europeos

que establecen aquí su residencia para agonizar entre la exuberancia de

la naturaleza y del clima. Le dice que alguien les debería advertir que

la humedad no va bien para los huesos. Caminan por la calle Vinicius

de Moraes mientras Fabião explica la historia de la canción y señala el

Garota de Ipanema, en la esquina izquierda, que cambió su nombre en

honor a la canción y a la mercadotecnia.

–Ahora se ha convertido en una atracción turística más, ya ha perdido

todo su carácter venerable –dice y Paula le pregunta si lo conoció en la

buena época, en la época dorada. Él dice que no–. No –insiste–, pero

me engendraron en sus lavabos.

Ella no le cree, pero asiente y ríe. Continúan paseando en dirección a

la Lagoa, por la misma calle, pero, antes de llegar, Fabião la hace girar a la

izquierda y diez metros después se para ante unas escaleras que bajan a un

semisótano escasamente iluminado, con olor a humedad, a fruta y licor

dulce. Es un lugar más bien pequeño, pero todavía queda alguna mesa

libre. Paula deduce que todavía debe de ser temprano o que quizás este

lugar no salga en las guías que consumen compulsivamente los turistas.

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Se sientan en un rincón, en una mesa pequeña que los obliga a estar muy

cerca; al fondo, una orquesta hace bailar a buena parte de la clientela.

Paula pide dos caipirinhas sin mirar a Fabião; las beben en un minuto,

haciendo un brindis que ella no recordará (quizás desea olvidar algo)

y en seguida pide otra ronda. Cuando acaban la segunda copa, Fabião

parece mirarla más profundamente que en toda la noche, o quizás es que

la percepción de la realidad de Paula se ha alterado por la cachaça. Tiene

muchas ganas de reír, porque sí, porque está viva, porque está borracha.

Ríe de Fabião, de su expresión sorprendida, de sus ojos luminosos en la

oscuridad del bar.

–Pareces un pirata –le dice, sin pensar.

–Tú también pareces un pirata –dice él y le aprieta una mano–; como

mínimo, bebes tan rápido como si lo fueras.

Paula, levantando la mano libre, pide dos copas más, para confirmar

su observación. Y él la mira y dice que quizás no conozca los efectos no-

civos de las caipirinhas con ese clima y Paula le dice que la avise cuando

deba dejar de beber, y él ríe, y todavía no ha soltado su mano y le dice

que hace dos copas que lo habría tenido que dejar y, cuando el camarero

retira los vasos vacíos y deja los nuevos, Fabião vuelve a poner aquella

mirada profunda que ella ha alejado con su risa. Y dice que le gusta su

sonrisa, y ella lo mira, a punto de hacer el brindis, y algo se le hiela por

dentro y hace tintinear su vaso contra el vaso de Fabião y le dice que es

normal, después de dos caipirinhas, y hay algo en sus ojos que la obliga

a echarse hacia atrás en la silla y la bandada de mariposas se detiene, para

tomar aliento, en su estómago. Calcula el grado de peligro que proponen

sus ojos, pero tiene todas las facultades anuladas, incluso la intuición.

Siente en las venas la sangre galopando, o quizás sea el alcohol.

Fabião, de repente, se levanta, la mira y le tiende una mano.

–Me gustaría mucho bailar contigo.

–No, no, por favor, no sé bailar.

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–Déjate llevar.

Su resistencia dura lo que él tarda en volver a sonreír. Está perdida,

y la idea le gusta, quizás porque ya ha bebido demasiado. Bailan. Bailan

una canción, dos, tres. Paula se pregunta cómo no se puede amar a un

hombre que baila así, por muy peligroso que sea ese amor. ¿Cómo? Está

conmocionada por la música, por el clima, por el alcohol, por la calidez

y la elasticidad de Fabião. Y por su erección, que siente a través de su

vestido.

Cuando el bar cierra y salen de nuevo a la calle, a Paula le parece

que la noche carioca es la más dulce y perfumada de todas las noches del

mundo. Camina enlazada al cuerpo de Fabião, respirando su sudor y el

jabón de su camisa blanca. La sospecha de que no volverá a encontrarlo

la vuelve osada y le pide que pase la noche con ella. De camino al apar-

tamento del consulado, que está sólo a dos manzanas de donde pasean

ahora, un hombre bajito, con una camiseta amarilla donde puede leerse

«Jesús te ama», se acerca a ellos. La cachaça ha desactivado la sensación de

peligro y Paula sonríe, mientras percibe que el cuerpo de Fabião se tensa

a su lado. Discuten y Paula no entiende qué está pasando hasta que el

hombre bajito saca una pistola y los apunta con una mano que tiembla,

mientras con la otra toca los pendientes de Paula. Mira a Fabião, que le

pide, con una voz que parece querer tranquilizarla, que le dé al hombre

los pendientes y el bolso, mientras él le ofrece su cartera. Paula tiene la

sensación de estar muy lejos, en otro lugar, y que eso no le está pasando

a ella. Al otro lado de la calle los paseantes nocturnos siguen su camino

como si nada. Aparta la mano del hombre, como ayer por la mañana

apartó la del niño, y se desabrocha los pendientes, que vibran entre sus

dedos, y siente en la boca un gusto de hierro o de sangre. Y cuando está

a punto de depositarlos en la mano del hombre alguien surge de entre

las sombras y se abalanza sobre el tipo bajito. Oye el ruido de lo que le

parece un disparo mientras ve desplomarse al hombre de la camiseta

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amarilla, a la vez que Fabião la abraza y la obliga a agacharse. Nota un

líquido caliente sobre el estómago y luego sobre el vientre y ve que la

camisa blanca de Fabião está llena de sangre, y no sabe si es él quien

está herido o si es ella. Intenta aclarar sus ideas entre un murmullo de

gritos de otros, un rumor de rebelión y de juego y de mar, y la mano de

Fabião que le aprieta los dedos cada vez más fuerte, cada vez más fuerte.

Como si ya estuvieran juntos sobre las sábanas blancas de algodón del

apartamento de Ipanema.

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Los desaparecidos

El dieciséis de enero era un domingo claro y muy frío. Había nevado

por todas partes, excepto en el centro de la ciudad, y Natalia tenía la

sangre y los pies helados. Llevaba un pañuelo blanco en la cabeza y, en el

rótulo que colgaba sobre su pecho, se podía leer, en letras bien amarillas

y un poco combadas, «a 1 euro». La vi apoyada en la pared de fuera

del bar, mientras sostenía las rosas con una mano, azul por el invierno.

Parecía indiferente a la gente que iba y venía y a la que se quedaba, y

si no hubiera sido por su mirada imperturbable de yonqui antigua la

hubiera tomado por una de las madres de la plaza de Mayo. Cuando

yo ya llevaba tres vinos para calentarme el corazón en aquel mediodía

escarchado de encuentros y desencuentros, me vi reflejada en sus ojos

y le compré una rosa. «¿A cuál de tus desaparecidos reivindicas con

este silencio?», le pregunté y ella me sonrió sin contestar, guardando la

moneda que yo le había dado en el fondo ruidoso de un bolso de tela

oscura. Desapareció calle arriba y yo continué asomándome a la tarea

de la conversación y la risa, sin volver a acordarme de ella. Pero más

tarde, cuando volvía a casa, me di cuenta de que había perdido la rosa

en alguno de los bares que había visitado aquella tarde y me sentí triste,

sin ningún motivo; sólo porque una flor huérfana se marchitaría en

alguna barra llena de vasos vacíos.

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Durante aquel invierno fui encontrando a Natalia por las calles y las

plazas de la ciudad, siempre silenciosa, siempre con aquella mirada que

se negaba a reconocer la existencia de los demás. Como si se defendiera

de las hordas de gente que, como yo, fingía ser feliz entre copas de vino

y vasos de cerveza. No supe si siempre había estado persiguiéndome por

los lugares por donde paseaba y yo no lo había averiguado hasta entonces

o si, al contrario, había aparecido de repente aquel enero, como la nieve,

como el hielo, como los cielos arrasados por el viento.

Un sábado por la noche, camino de casa, la encontré tendida en una

calle oscura. Tenía los ojos cerrados, quizás una mirada perdida dentro

de los párpados herméticos, y el cuerpo rodeado de rosas descabezadas

y mustias. Llevaba la ropa tan enganchada que era difícil diferenciarla

de su piel y en la cabeza tenía uno de aquellos sombreros absurdos que

habían estado de moda en alguna década del siglo pasado. No contestó

a mis gritos, pero sentí los latidos de su corazón en las venas del cuello,

y su respiración era un aliento de dióxido de carbono caliente en mis

manos. Llamé a una ambulancia y la acompañé al hospital; durante todo

el trayecto siguió sin decir nada, mientras yo me tambaleaba sobre un

asiento duro y me preguntaba qué estaba haciendo allí.

Fui a visitarla cada tarde y el lunes, una semana y un día después

de descubrirla inconsciente, había desaparecido de su habitación. Una

enfermera me dijo que le habían dado el alta aquella misma mañana y

que se había marchado sin decir a nadie a dónde iba.

Pasaron unos meses hasta que la volví a ver de nuevo. Alguna vez

había pensado en ella, porque se había convertido en una imagen per-

manente en el paisaje de todos mis días festivos de invierno y añoré su

presencia sin saber, en realidad, que lo hacía; hasta que una mañana

calurosa de domingo me la volví a encontrar. Le sonreí y ella me ofre-

ció una rosa a cambio de un euro y medio (la inflación, imaginé) pero,

cuando fui a preguntarle por su salud y qué había sido de su vida desde

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que no la veía, fingió que no me conocía; o quizás es que no me conocía

de verdad.

Aquel mismo día, una hora después, la volví a ver en una esquina y

me ofreció una rosa de nuevo, como si no se diera cuenta de que yo ya

llevaba una de sus flores en la mano. Rechacé el ofrecimiento con ama-

bilidad y continué mi ronda dominical. La tarde pasó densa y calurosa

y, tras muchas horas de dar vueltas, me metí en el cine. El aire acondi-

cionado era como un bálsamo y los fogonazos de luz sobre la pantalla

sedaban mis ojos.

Al salir a la calle, el ambiente cargado de la noche que empezaba en

la ciudad me golpeó la cara como si estuviera delante de un calefactor y

entonces, como despertándome, descubrí que ya no llevaba la flor con-

migo, sin ser capaz de recordar dónde la había extraviado.

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Insectos

Cada mañana, al despertarse, había una muchedumbre de insectos muer-

tos alrededor de la cama, diseminados por el suelo de la habitación, bajo

la alfombra, enredados en los hilos de tejido amarillo, encima de los libros

que se amontonaban en la mesita de noche, en las rendijas del aparato

de música, dentro de los engranajes de su despertador.

Se pasaba horas recogiendo los pequeños cadáveres y tirándolos a la

basura. Y se preguntaba cuán interesante sería aquella situación si ella fuera

una entomóloga o si en su corazón latiera alguna curiosidad profesional

por aquellas criaturas.

Al principio no había aceptado el hecho, totalmente aterrorizada, y

pensó que tal vez fuera la broma macabra de algún enemigo no declarado.

Pero después de días de observación minuciosa, de cerrar las puertas y las

ventanas y de darle muchas vueltas, comenzó a sospechar que aquél era un

hecho sobrenatural que, inexplicablemente, solamente tenía que ver con

ella y con sus sueños. Pero ¿qué es lo que soñaba para convocar aquellas

presencias muertas? ¿Qué era lo que soñaba, que nunca podía recordarlo?

Su terror se transformó en lástima a medida que iba acumulando

pérdidas y barría cuerpecitos inocentes.

Durante la noche no era capaz de oírlos zumbar en la oscuridad.

Muchas veces se había quedado despierta para verlos llegar, pero siempre

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acababa vencida por el sueño y por la mañana el espectáculo era siempre el

mismo: alfombras de antenas y de patitas resplandecientes extinguiéndose

mientras ella abría los ojos.

Había intentado dormir en diferentes lugares de la casa. Incluso

cuando dormía en otros lugares o en otras ciudades, la historia se repetía:

insectos por todas partes. Y abandonaba las habitaciones de los hoteles

despavorida, pensando que irían a buscarla para pedirle explicaciones,

acusándola de asesina o de practicar las artes de la hechicería; pero contra

su temor, y de manera inexplicable, eso nunca sucedió y llegó a pensar

que los insectos eran sólo fruto de su imaginación.

Solamente había una manera de ahuyentar a los insectos, y era dormir

acompañada. No sabía por qué pero, cuando compartía la habitación

con otra persona, los insectos no aparecían, como si sólo ella pudiera ser

testimonio de aquel espectáculo. Las noches siguientes, sin embargo, su

presencia se duplicaba o se triplicaba o se volvía innumerable. Y aunque

sospechara que aquellos insectos sólo existían en su imaginación y jamás

podrían dañarla físicamente, desistió de compartir su vida para siempre.

Tenía miedo de que una noche en la que tuviera que dormir sola por

alguna circunstancia, todos aquellos insectos expulsados durante noches

y noches sepultaran toda la casa y su cuerpo y pudiera morir asfixiada

bajo la presión de millones de cuerpos diminutos.

Fue entonces cuando decidió emigrar al norte, buscando lugares

donde las condiciones meteorológicas fueran tan adversas para los insectos

que su presencia, a la fuerza, tuviera que ser un acontecimiento mágico

o patológico. Pero también allí, en el lejano norte, asistió sorprendida a

la masacre y desistió de la tarea de huir.

Pasaron los meses y unos pocos años y, un día, de la misma manera

que habían llegado, los insectos desaparecieron. Pensó que su locura por

fin se había curado o que tal vez sus ruegos habían sido escuchados por

el gran escabarajo dorado.

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Regresó a su país y comenzó a llevar una vida normal, sin sobresaltos,

sin convertirse, ya nunca más, en la forense de muertes que no entendía.

Cuando se despertaba, siguiendo el ritual de los años pasados, recorría

la casa, registrando todos los rincones, pero nunca, ni en los días más

calurosos del verano, volvió a descubrir un cadáver de insecto.

Pocos meses después de la desaparición de los insectos muertos tu-

vo un sueño. Cuando se despertó lo podía recordar con exactitud y se

sintió dolorida y cansada. Había una pequeña mariposa dorada sobre

su almohada que palpitó unos segundos. Y después volvió a dormirse,

porque todavía no había amanecido y el sueño había sido agotador, lleno

de calles repletas de gente, de conversaciones, de paseos, de copas frías

de cerveza, de besos antiguos.

Por la mañana, mientras el sueño desaparecía en la certeza de una

nueva vigilia, comprobó con alegría que los insectos habían vuelto, pero

ahora estaban vivos y, cuando abrió la ventana para que la luz dispersa-

ra la noche, salieron en una desbandada que vibraba brillante. Los vio

alejarse en una nube compacta y oscura, más allá de los cielos, pero no

pudo recordar nada de lo que había sucedido en sus sueños, ni siquiera

el latido de alas mágico de la mariposa sobre su nariz.

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Lisboa

Decides alojarte en aquel hostal junto al Telho sólo porque cuando te

enseñan la habitación el balcón está abierto de par en par. La luz de la

mañana llena de centelleos la superficie del río e imaginas que la brisa

murmura palabras, o signos. Aprietas los labios mientras miras el cielo y

simulas que no ves la cucaracha negra haciendo círculos infinitos en la

cerámica del lavamanos. Después de que la mujer salga de la habitación

abres el grifo y lloras mientras observas cómo la cucaracha se escabulle

del agua y busca un escondrijo en algún rincón fuera de tu vista. El bolso

de viaje está encima de una de las camas; tocas la lona negra, pero un

pensamiento te detiene. Sacas la silla al balcón y te sientas mirando el

mar de Palha. Las manos te tiemblan mientras los colores del cielo van

cambiando y el viento arrastra nubes doradas; pero has dejado de llorar.

Sólo sales porque tienes ganas de fumar y acabaste el último cigarrillo

anoche, mientras esperabas en la cola para subir al autobús con un billete

húmedo entre los dedos. Compras un paquete de rubio en el colmado de

la esquina y arañas el plástico con una sonrisa triste: recuerdas los días en

que eras capaz de abrir las cosas sin arruinarlas. Respiras profundamente y

andas hacia el río o hacia al mar. El olor es salado y grandes barcos de velas

blancas surcan tus pupilas. Fumas, de pie, como si miraras el horizonte.

Pero no te ves más que a ti misma y sientes la cadencia vertiginosa de tu

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dolor: hay una mancha de sangre que se te come por dentro. El mapa que

has comprado junto a la parada de autobuses se ha quedado en la mesilla

de noche, en la habitación del hostal; pero no vas a buscarlo. Deambulas

sin destino, primero siguiendo el paseo junto al río, pero cuando llegas a

la estación de tren dejas el mar atrás y a la izquierda y subes por calles de

piedra de sombras acogedoras. Erras por la Alfama y recorres el Mercado

de los Ladrones: no es tan diferente de los mercados de tu barrio; quizás

ya habías visto mujeres fugitivas en tu casa sin poder identificarlas, por-

que ¿quién puede reconocer los estigmas de la pérdida si no los ha visto

nunca? Un día más te olvidas de comer. La tarde es cristalina cuando

llegas a las murallas del Castelo de São Jorge. Paseas por los jardines

resecos y das una moneda a una mujer que mendiga en la entrada. Entre

las almenas, las torres y las troneras descubres que lo buscas todavía, por

costumbre, que lo buscarás siempre, incluso aquí, sin ninguna esperanza

de encontrarlo. Te pasas horas apostada al cielo, confundiéndote con el

aliento de los tejados y de las últimas golondrinas que no se han exiliado

por el otoño; unos pantalones tendidos dibujan rayas amarillas y negras

que vuelan siempre al mismo lugar, debajo, en la ciudad, prendidos en

cuerdas invisibles que tú no puedes ver. Presientes la humedad en el aire

y el viento enreda tus cabellos. Miras tus rodillas, como si desplegaras un

plano imaginario, y te pones de pie, decidida a enfilar el camino hacia la

Baixa, a sabiendas de que encontrarás las calles que llevan hasta allí. Te

vas del castillo como si caminaras sonámbula, concentrada en los colores

del cielo. Un tranvía pasa tintineando, atropellando tu sombra sobre el

empedrado y te aferras a una pared, respirando con dificultad y viendo

cómo el tranvía desaparece calle abajo: piensas que es el momento de

llamar a casa. Tu hermana coge el teléfono a la tercera señal. Sientes su

voz próxima, como si estuvierais en la misma habitación y durante un

segundo no eres capaz de contestar. Ella repite la pregunta y hablas, sin

reconocer el significado de lo que pronuncias.

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–María, María, soy yo.

–...

–Estoy en Lisboa, estoy bien.

–...

Sientes que las lágrimas vuelven a brotar de nuevo, se amontonan

como aves negras latiendo en tu pecho y sus plumas ahogan tu respiración.

–Sí, sí, todavía estoy aquí.

–...

–Es una ciudad preciosa, ya lo sabes, claro, ya has estado aquí. Llegué

ayer. Ya sé que tendría que haberte dicho a dónde iba, pero cuando dejé

al niño en tu casa todavía no sabía que me escaparía. Debes de pensar

que me he vuelto loca.

–...

–No sé cuándo volveré.

Lo que en realidad quieres decir es que no sabes si volverás.

–Abandono de hogar... ya lo sé, pero es que ahora no puedo pensar

y no puedo tomar ninguna decisión.

Cuando cuelgas el teléfono te quedas dos segundos muy quieta. La

encargada del locutorio te pregunta si te encuentras bien y tú mueves la

cabeza, diciendo que sí. Sales a la calle. La luz se ha transformado en un

nueva dimensión en la que las cosas parecen diferentes, un parámetro más

para medir los espacios y las distancias. Respiras el aire de la tarde salada

y andas pesadamente, porque las cuerdas de tus zapatos echan raíces en el

suelo. Llegas a la plaza del Comercio a la hora de la puesta de sol; el mar

se abre ante ti y los tranvías se paran con un ruido de siglos pasados. Los

edificios están llenos de borrones de escombro y piensas que aquélla no es

la mejor ciudad para olvidar una pena. De hecho, eres consciente, por un

instante, de que éste es el peor lugar de todos los que conoces, y quizás de

todos los que conocerás nunca, para olvidar. La mancha de sangre llena

el mar de reflejos que no son de crepúsculo. Sigues los pasos de la gente

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que anda hacia el Bairro Alto. A la entrada del café A Brasileira, la imagen

esfíngea de Pessoa sugiere un enigma. Entras. Miras las mesas, llenas de

gente, los espejos de agua negra, la barra y las botellas que resplandecen

en la pared de vidrio hasta el techo. Las voces resuenan en la caja de tu

pecho. Sólo hay una mesa libre y te sientas allí, mirando hacia la entrada.

La noche parece dulce y tibia, como el vino que beberás en unos minutos.

Poco después, cuando empiezas a saborear una copa de oporto y lees

una de las revistas que has cogido de la barra, un hombre se sienta en

la misma mesa que tú, sin preguntarte si lo puede hacer, pero parece la

costumbre del lugar y decides no molestarte. Sigues concentrada en tus

pensamientos, en la lectura fingida de la revista y en el sabor de tu copa,

sin mirar al desconocido. Pero él escribe y escribe, hojas que empieza,

como una carta, con la palabra Coimbra escrita a la derecha del papel.

Durante unos minutos consigues dominar la curiosidad y no mirarlo,

pero cuando el montón de papeles arrugados llega a la docena levantas los

ojos. Él finge que no se da cuenta de tu mirada y continúa concentrado

en sus palabras, que no puedes descifrar desde esta distancia; pero tú ya

no miras sus papeles. Tiene un cabello oscuro, salpicado de canas, que le

llega hasta la nariz y que te impide ver sus ojos. Lleva una camisa blanca

y, por más que te esfuerzas, no ves su brazo derecho. Cuando intuyes

que él te mira vuelves a la lectura y por un instante olvidas tu dolor; la

mancha roja parece desvanecerse en la atmósfera del café y en los papeles

amontonados sobre la mesa. Mueves los labios en silencio, resiguiendo

un párrafo que no lees y acabas de un trago tu copa de oporto. Sientes

como él dice algo o como si llamara a alguien y por un momento tu

corazón se acelera porque piensas que se puede estar dirigiendo a ti, pero

finges no advertirlo. Cuando el camarero llega a la mesa oyes que él te

llama y lo miras, disimulando desconcierto, mientras te pregunta, en

un portugués que te conmueve porque suena muy diferente del que has

escuchado hasta ahora, si quieres otra copa. Tu educación te hace sonreír

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y decir que no; y si hubieras sabido cómo hacerlo te habrías ido de allí en

aquel mismo momento. Pero el bar está lleno de gente y deberías saltar

encima de quince personas y pagar tu cuenta antes de llegar a la salida.

El camarero vuelve con una botella de oporto y dos copas que deja con

cuidado, procurando no tocar los papeles. El desconocido se aclara la

garganta, deja la pluma encima de un papel que acaba de girar, pero en

el que tú sabes que ha escrito Coimbra, y espera a que lo mires. Intentas

disimular que no estás desconcertada cuando él levanta su vaso y lo hace

chocar contra tu copa de oporto oscuro. Y bebes en silencio, sin poder

dejar de mirar su camisa blanca, allí dónde habría debido estar su brazo

derecho. No sabes quién empieza la conversación, pero te sientes a ti

misma explicándole que has ido a Lisboa a hacer turismo y que quieres

perfeccionar tu portugués, aprendido en una escuela de idiomas de tu

ciudad. Da igual que te crea o no, pero sonríe.

–Vayas donde vayas, te dice, tu dolor irá contigo –no sabes por qué lo

dice, pero continúa hablándote, como si hubiera retomado en su mente

una conversación antigua–. Sólo si te fueras muy lejos, en el tiempo y

en el espacio, serías capaz de exorcizarlo.

Los dedos de su única mano pliegan y despliegan una esquina del

papel que ha girado. El vino te calienta el estómago. No dices nada y

lo miras.

–Quizás morir sería una manera de olvidar o de sobreponerse al

dolor, pero no lo sabemos.

–No soy una suicida –le dices, con un hilillo de voz, que no sabes si

desmiente tus palabras. Él sonríe.

–Los suicidas reales nunca tienen conciencia de serlo, porque cuando

podrían descubrir su condición verdadera ya están muertos.

No sabes si ha querido hacer una broma, pero piensas que sí y buscas

con la imaginación lugares donde nada pueda evocar el pasado, pero en

esta ciudad, que no conocías, todo parece recordarte quién eres y qué

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haces aquí. La idea del viaje en el tiempo te divierte. Quizás, si pudieras

echar atrás las horas y los días, antes de la catástrofe, las cosas podrían

cambiar. No sabes si serías capaz de reírte de ti misma si aterrizaras en la

prehistoria o en la Barcelona de la Rosa de Foc. Pero no lo dices y llenas

de nuevo tu copa, y ya te sientes ebria porque no has comido nada en

todo en el día.

–Mejor arrancarse el corazón y así dejar de sentir –le dices.

Él sonríe, te parece, sin sonreír. Tal vez sus ojos o el desajuste entre el

brillo de sus ojos y la opacidad de los tuyos te lo ha hecho creer.

–Yo soy un hombre sin corazón. ¡No quieras estar en mi lugar!

Tú ríes, la primera risa que te has permitido en las últimas semanas,

pero no te das cuentas de su excepcionalidad, aunque las costillas te

duelan por la falta de costumbre.

–No me creo que no tengas corazón.

Pero ¿qué narices haces hablando tan alegremente con un descono-

cido? Lo piensas un segundo y luego te das cuenta de que no importa,

de que nada de lo que has hecho, desde que dejaste a tu hijo en casa de

tu hermana con la excusa de que ibas al dentista y le escribiste la nota a

tu marido esta mañana diciéndole lo mismo, importa.

–No quiero decir que sea un hombre despiadado, sólo quiero decir

que no tengo corazón.

No entiendes dónde quiere ir a parar. El pelo todavía le tapa buena

parte de la cara y sólo eres capaz de ver uno de sus ojos, que no tiene edad.

–Una vez, cuando era muy pequeño, vi a una sirena en las aguas de

Río y la vi muchas veces más después de la primera vez.

–¿No eres portugués?

Ahora entiendes qué es lo que te ha conmovido al oírlo hablar. El

uso implacable del você.

–Pensaba que con tus conocimientos de mi lengua te habrías dado

cuenta ya –pero no espera que contestes y continúa hablándote–. Cuando

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bajaba hasta la playa de Ipanema a jugar a la pelota y a soñar que sería

una gran estrella del fútbol, me la encontraba apoyada en las rocas del

Arpoador o haciendo acrobacias, saludándome de lejos, entre los surfis-

tas en la playa del Diablo. Ella siempre me sonreía y me saludaba, pero

nadie más que yo parecía poder verla. Nos hicimos amigos y durante

años aquella amistad me hizo feliz. Hasta que un día, quizás porque

crecí, abandoné el sueño de imitar a Pelé y dejé de frecuentar la playa.

Encontré un trabajo que me gustaba y cambié. Pasaron unos cuantos

meses, pasaron unos cuantos años y yo no aparecía en nuestros antiguos

lugares de encuentro. Yo no la recordaba, se había quedado al fondo de

mi memoria, llena de la inmediatez de otras cosas. Es extraño, entonces

no la recordaba y ahora no me la puedo sacar de la cabeza, y no puedo

recordar nada más que esta historia. Es muy curiosa, la memoria.

Dices que sí con la cabeza, más porque consideras que es lo que él

quiere que hagas que porque en realidad sientas la necesidad de hacerlo. O

quizás sus deseos, en esta noche, que empieza a ser extraña, se convierten

en inexcusables para ti.

–La pequeña sirena de ojos de espuma dejó de columpiarse entre

las olas y desistió de reír o de soñar. Esto yo lo supe después. Ella se

fue volviendo triste y silenciosa, pero los dioses no permitieron que

muriera o que olvidara. Y un día, años después, volví. Ella supo que

yo había regresado, lo supo, me dijo, porque el cielo era más azul y la

brisa arrastraba mi voz por todos los rincones de la ciudad y del mar.

Una mañana, cuando la añoranza ya no le cupo más en su cuerpo de

plata, la sirena se adentró en la bahía. Nadó todo un día por la costa

de Botafogo, y otro día, y otro, con la esperanza que yo la viera o la

intuyera. Pero yo no la sospeché en la voz del viento, ni en la forma de

las nubes, ni en la espuma de las olas. Y ella abandonó su búsqueda.

Una noche, aun así, no sé qué me hizo evocarla; la recordé tantísimo

que tuve que ir a buscarla. Anduve insomne durante unas cuantas

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noches, recorriendo las playas de Río, como un sonámbulo o como un

loco, hasta que el viento se apiadó de mí y me explicó que mi amiga se

moría no demasiado lejos del lugar dónde charlábamos. «Llévame con

ella», le dije. Y el viento, tan poco amigo de hacer favores a los hombres,

accedió, pero me advirtió que debería pagar un precio muy alto por su

favor. «Pidéme lo que quieras», le dije y él me contestó: «Yo siempre he

querido tener brazos, tú tienes dos. Quiero tu brazo derecho». Acepté

y, sin brazo, subí a la espalda invisible del viento. Cuando llegamos

junto a la sirenita, ella casi se moría. Sus escamas resplandecieron y

sus ojos brillaron y cogió la mano que me quedaba con sus deditos de

fiebre. El viento se fue con su brazo nuevo y nos dejó solos entre las

rocas y las olas. Abrazado a la sirena con mi único brazo, llamé a gritos

a todos los dioses pero no me respondieron, porque, seguramente,

estaban demasiado ocupados en asuntos más importantes que el arre-

pentimiento de un mortal por una amistad traicionada. Sólo una de las

diosas, la más pequeña y tímida de todas, se ofreció a ayudarme. «Pero

necesitaré tu corazón», me dijo. Y así, dejé que las manos inexpertas

de la diosa cavaran una herida desde debajo de mi oreja derecha hasta

el lado izquierdo de mi cintura.

Intentas imaginártelo; cómo sería antes de esta gran catástrofe. Cual-

quiera de nosotros antes de la desgracia. Suspiras y llenas las dos copas

de oporto, aunque no estén vacías.

–No era demasiado buena cirujana, las cicatrices todavía me duelen

cuando tiene que llover y se vuelven rojas a veces, pero los dioses no

acostumbran a ser perfectos. No sentí ningún dolor, justo es decirlo;

sólo una sorpresa, una angustia extraña, cuando noté aquellas manos

revolviéndome por dentro. En lugar de mi corazón, que ahora latía en

el pecho de la sirenita, me cosió entre las costillas una enorme caracola

de sal, o de fósil, y zurció mi carne remendada con hilos brillantes de

pescar. Salvé a mi amiga, y me salvé a mí mismo, de mi remordimiento

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y de mi culpa, y durante algunos días volvimos a ser los viejos ami-

gos que alguna vez habíamos sido. Diez días después de encontrarla,

la sirenita murió. Reclamé responsabilidades a la pequeña diosa que

me había ayudado. Pero ella no podía hacer nada, nadie podía hacer

nada. Debía dar las gracias por los días regalados que mi amiga había

disfrutado y que no estaban destinados a su existencia. La vida de la

sirena había sido un obsequio, y los obsequios no se recurren, aunque

te hayan costado el corazón y un brazo y la esperanza. La felicidad es

un espejismo en los parámetros establecidos por los dioses tramposos y

los paraísos se pierden; y no hay libro de reclamaciones en el Olimpo.

No lo hay. ¿Lo sabías?

Estás a punto de decir que lo sospechabas, pero bebes un trago de

oporto denso y él continúa hablándote.

–Decidí irme de Río porque aquel cielo y aquel océano se obstinaban

a recordarme mi antigua energía, mi fuerza y mi juventud extinguidas,

y yo ya no quería nada más que morir u olvidar. Pero yo ya había ago-

tado la cuota de deseos que debía gastar en mi vida. Desde entonces,

no puedo decirte cuánto tiempo hace, erro sin saber qué busco ni qué

espero. Si es que los hombres como yo son susceptibles de buscar o de

esperar alguna cosa.

Permanecéis unos segundos en silencio, hasta que el camarero trae una

jarra llena de agua con cubitos y él se sirve un vaso y lo bebe. Lo miras,

intentando averiguar si cree en lo que dice. Y él lee tus pensamientos.

–¿Quieres una prueba?

Inicia el gesto de desabrocharse la camisa, pero tú lo detienes, horro-

rizada ante la idea de tener que ver su pecho recosido.

–No, no, por favor, no es necesario.

Su mano es fría al tacto y entre los pliegues del cuello de la camisa

que tiene sujetos ves el final de una fea cicatriz roja. Mira por encima de

tu cabeza, atrás, y te das cuentas de que comprueba qué hora es.

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–Se ha hecho muy tarde para mí –te dice.

Recoge sus papeles en un momento y se despide. Lo ves irse. Anda

con una pronunciada cojera y cuando sale por la puerta lo pierdes de

vista, tragado por la noche.

Durante un minuto no eres capaz de sentirte a ti misma, vuelves a

estar sola en aquella mesa y piensas que todo podría haber sido fruto de

tu imaginación; quizás nadie se ha sentado enfrente de ti, pero la copa de

oporto llena y la botella que habéis compartido continúan allí; o quizás

sí que ha llegado un hombre, pero se ha limitado a escribir y no te ha

dicho nada. Tu corazón vuelve a latir rápidamente y la gran mancha roja,

que parecía controlada, se expande por tus pulmones. Antes de irte el

camarero te informa de que el desconocido ha pagado la cuenta por ti y

sales del café sin prestar atención a la figura de Pessoa, oscura y silenciosa,

que ha dejado de plantearte enigmas por esta noche. Paseas sin fijarte

en lo que te rodea hasta que llegas al hostal. Subes a la habitación. El

balcón todavía está abierto y la noche ya se ha extendido fuera. Encima

de la cama, el equipaje continúa sin deshacer. Llenas un vaso de agua

en el lavabo y te lo bebes con una píldora pequeña y redonda. Después

apagas las luces y sales al balcón, donde la silla permanece inmóvil, pero

con el tapizado erizado a causa de la brisa nocturna. Te sientas, fumando

un cigarrillo y oyendo las voces amortiguadas que te llegan de la calle y

de las habitaciones próximas. Es como si tuvieras algodón en los oídos y

una telaraña en los ojos. Y te quedas adormecida, con la cabeza apoyada

sobre el brazo que tienes en la barandilla. El frío te despierta con la bo-

ca seca y un mareo que reconoces. Corres al lavabo y tienes tiempo de

llegar a vomitar un líquido verde. Tu cuerpo se convulsiona todavía un

minuto y tus manos tiemblan más que nunca. Cuando te acuestas apoyas

la cabeza sobre la almohada, encima de tus manos, que vibran como los

colores de un colibrí. Son más de las ocho cuando un ruido de agua te

saca de tus pesadillas. Miras el techo y te remueves en la cama. Cierras

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los ojos; la gran mancha de sangre todavía está ahí dentro. Después, bajo

la ducha, cuando el agua fría toca tu espalda das un grito, pero no abres

el agua caliente. Lloras ahora, y después, envuelta en la toalla, mientras

te peinas. Antes de salir a la calle miras el mar desde el balcón: otro día

resplandeciente. Aquella mañana compras un billete de autobús para

ir a Coimbra. La gente espera con paciencia el retraso, sentada en los

bancos de la calle. El billete está mojado de sudor en tu mano derecha,

mientras en la izquierda sostienes el último cigarrillo que te queda y que

estás fumando ahora.

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Dieta vegana

¿Por qué quieres explicar mi historia? ¿Es para vender más periódicos?

¿O es que piensas que te darán el Pulitzer por este reportaje? Si es eso,

quitátelo de la cabeza ya, porque no va a ser así. Ahora, si lo único que

quieres es entender lo que pasó quizás me ayudes a discernir el sentido

de todo. Porque después de tantos años encerrada he acabado por olvi-

dar quién era aquella mujer que se hacía pasar por mí en la juventud.

Empecemos, entonces.

Él me decía que mi amor lo podía todo. Desmantelaba los silencios,

conjuraba los sueños y movía placas tectónicas bajo nuestra cama. «Lo

puedes todo. Todo lo puedes», cuchicheado al oído después del amor

(menudo eufemismo, pensarás, hablar de amor cuando todo rezuma

líquidos corporales). Pero yo entonces lo creía así y ahora, tantos años

después, todavía no he tenido motivos para dejar de creerlo. Me decía que

era brillante como las estrellas y que tenía fuerza. «Tienes tanta fuerza...

Tu fuerza es tu amor». Amor inmenso. Catástrofe telúrica. Aquellos días

yo andaba sonámbula, esperando que nuestros cuerpos se encontraran.

Me perdía en sus manos y sólo encontraba el descanso, es curioso, en sus

palabras. Yo era muy joven entonces, demasiado joven, y no entendía que

el amor también puede acabarse, un día. Según él, te cuento este trozo de

historia siempre según él, porque yo no tenía voluntad en aquella época

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y mis opiniones, aunque yo pensara lo contrario, estaban inducidas por

las suyas. Según él, te decía, mi capacidad de amar (otro eufemismo, ca-

pacidad de amar, como si eso pudiera medirse, como si él no se estuviera

refiriendo a otra cosa que no era solamente amor) lo sorprendió desde

la primera vez y lo continuó sorprendiendo, o eso afirmaba él, hasta que

una noche me dijo que me abandonaba, que su mujer lo mataría si le

pedía la separación, que se volvería loca, que también me mataría a mí.

Me quise despedir cómo correspondía, sin tristeza, sin exigencias, sin

reproches, con el placer inesperado que nos había acompañado desde

la primera tarde que pasamos juntos. Te juro que me tragué mi orgullo

herido y que pensé: «si es esto lo que quieres, es esto lo que tendrás».

Hicimos el amor como tantas otras veces. Se la chupé, no me mires así,

tienes cara de haberte comido muchas más pollas de las que yo nunca

oleré, los hombres sois mucho más promiscuos que nosotras. Sin duda

alguna. Se la chupé, te decía, como él me había enseñado a hacerlo, sin

cesar, sin darme cuenta de sus espasmos y de sus gemidos. Me tragué su

esperma y su orina. Él se debatía debajo de mí; me golpeó, primero en

broma, pero luego con más fuerza, supongo que estaba asustado, pero

yo no podía desengancharme y, cuanto más gritaba él pidiéndome que

lo dejara, más ganas tenía yo de aferrarme. No puedo recordar cuándo

dejó de combatirme. Porque cuando sentí en mi estómago su sangre,

un hambre disparatada me creció adentro. Me tragué todos sus líquidos

y saboreé asqueada las tripas, el cerebro, los trocitos de desecho que se

agolpaban en su interior. Pero en el instante en que mi paladar tropezó

con el gusto exquisito de su hígado supe que aquello no era un accidente

que pudiera pasarle a cualquiera. Estaba predestinada. Me encontré en su

cama, en su cama matrimonial, con la barriga llena y la boca entumecida,

buscando en sus ojos desorbitados alguna clase de respuesta. Y lloré como

nunca había llorado en la vida. Me pasé la tarde vomitando en su lavabo y

durante dos semanas tuve la cara llena de moratones. Le expliqué a todo

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el mundo que había tenido un accidente haciendo deporte y a mis padres

les dije que había tenido un problema con una de las bandas del barrio,

que ya estaba resuelto y que era necesario hacer como si nada hubiera

pasado. Y nadie me hizo preguntas. Yo, como el resto de la población,

asistía sobrecogida al espéctaculo que había provocado el terrible asesinato

de nuestro profesor de inglés. Los medios acusaban a una secta satánica, la

polícia quería relacionarlo con el tráfico de drogas y en el instituto nadie

sabía qué pensar y todo el mundo manifestaba su horror y su desolación,

pero también corrían los chistes macabros y en los lavabos de los mayores

aparecieron pintadas que costaron más de una expulsión.

No me implicaron en las investigaciones. Nadie sabía lo nuestro.

Todo había empezado con la revisión de un examen y la propuesta de

darme clases gratis en su casa, sin que lo supieran mis padres, que eran

gente humilde y no podían costearme el refuerzo, ni su mujer, que siem-

pre estaba viajando por negocios. No me mires así; yo no soy idiota y

tampoco era idiota entonces. La primera vez que fui a su casa creo que

ya me imaginaba algo. No todo, por supuesto, pero él a mí también me

gustaba mucho.

Ya te digo, entonces, las investigaciones me dejaron al margen; su-

pongo que nadie podía imaginar que una chica de quince años insegura

y flaca (como, por ejemplo, yo) hubiera podido provocar aquella masa-

cre. Siempre fuimos muy discretos. Él siempre había sido muy discreto

en vida. Toda la discreción que perdió cuando murió, qué broma más

injusta... Perdona. Después de eso yo nunca más sería la misma. Nunca

más he sido la misma. Normal, claro, debes pensar. Y sí, es verdad, a veces

dudo de quién soy en realidad. ¿Cómo no dudarlo?

Él fue el primero, pero no fue el único; eso también lo sabes ya, por

supuesto. Aunque debo confesarte que no he vuelto a querer nadie de

aquella manera voraz. Cuando me recuperé del terror, unos meses después,

entré en una espiral de sensaciones irrepetibles e incontrolables. Tenía

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hambre, y mi hambre no se saciaba fácilmente. No tenía suficiente con

saborear sangre y chupar algún trocito de carne. Siempre quería más. Las

víctimas siguientes siempre fueron casuales. Noches de borrachera que

acababan en el piso de alguien, en el asiento de atrás de algún coche o

en algún solar. Yo no sabía de dónde me salía aquella hambre. Durante

minutos o quizás horas, podía permanecer en un estado de conmoción,

doloroso y terrible. Cuando volvía a casa vomitaba toda aquella suciedad y

lloraba, jurando y perjurando que no volvería a pasar. Pero algunas noches,

cuando la luna era llena y las estrellas se agrupaban en configuraciones

de desastre, yo tenía que salir a recorrer las calles de la ciudad, buscando

un cuerpo donde satisfacer mi inquietud. Había ido desperdigando mi

culpabilidad por todas partes, sin poner atención en el peligro. Porque

nada de lo que yo hacía en aquella época era premeditado. Pese a esto,

pasaron años antes de que pudieran pillarme.

La primera prueba que tuvieron contra mí fue mi confesión. No

había ningún testigo ni ninguna otra evidencia que mi palabra. Durante

muchos días insistieron en que dijera el nombre de mis cómplices; estaban

convencidos de que había más gente implicada en el asunto. Todavía

ahora pienso que no me creyeron cuando dije que había sido yo sola la

culpable de aquellas muertes. ¿Cuántas? ¡Veintisiete! ¡Veintisiete hombres

torturados y devorados! Es increíble, ¿verdad?

Hace unos años conocí en la cárcel a una desquiciada, creo que se

llamaba Carmen; acababa de matar a su marido porque se pensaba que

estaba bajo los efectos de una droga y en realidad estaba tomando un

placebo. Pobre cretina. Ella me dijo que todos aquellos hombres merecían

morir por haber mantenido relaciones, a sabiendas, con una menor. Evi-

dentemente, lo que hicieron no estuvo bien, pero no por eso debían morir.

Aquellos tres años, de los quince a los dieciocho, el sexo y la muerte

eran la misma cosa para mí. Ya, te preguntas, ¿por qué confesé? Llegó un

momento en que ya no pude vivir más de aquella manera desordenada

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y dependiente; buscando víctimas, tejiendo mentiras y escondiéndome

como una apestada. Necesitaba pararme, descansar de la oscuridad que

me habitaba en el cuerpo; y pensé que la única manera era buscar ayuda

en la medicina y en las estructuras de la justicia. Las terapias me han

ayudado a tolerar el monstruo que se esconde dentro de mí, pero no creo

que me hayan curado en absoluto. Estoy segura que, si me dejan irme,

volveré a matar y volveré a matarme. Por eso es necesario que escribas

que no debo salir, que soy un demonio, que mi mal no tiene remedio.

Sí, sí. Ya he oído los comentarios. Pero no son verdad. Yo nunca volví a

disfrutar del sexo. Lo que me empujaba hacia aquellos hombres no era

el deseo ni la lujuria, ya te lo he dicho, era una necesidad enfermiza y yo

no podía hacer nada por evitarlo. Una vez que mi cuerpo, o mi mente, se

transformaban había algo, que no era yo, guiando mis actos y usándome

para sus fines. No, no, por supuesto que nunca he creído en posesiones

demoníacas.

Pero ¿qué es lo que me pasaba? ¿Qué es lo que me pasa, todavía?

Mi enfermedad tiene un nombre clínico. Ya lo sé, pero ¿y mi hambre?

¿De dónde sale esta hambre que yo no tengo? Mírame. ¿Es que no lo

entiendes? ¿Es que no te parece increíble? A mí sí que me lo parece y a

veces creo que todo eso no lo hice yo, que esas cosas terribles no me pa-

saron a mí. Maté a hombres que pesaban el doble que yo y me los comí.

A mí me continúa pareciendo inexplicable. ¿Qué piensas? En el fondo,

da igual; cuando hayas publicado el artículo, envíame una copia. Tú no

te asemejas a ninguno de los médicos y psiquiatras que me han visitado

durante estos años; quizás tengas una explicación que no sea científica ni

demoníaca. Y, perdona, una advertencia antes de irte: cuando te vayas a

la cama con alguien, procura no tener hambre; no se sabe nunca cómo

empiezan estas cosas pero yo sí que sé cómo pueden acabar.

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Arquitectura

Cuando conocí a Max ya habían pasado más de cuarenta años desde la

única vez en que había encontrado y extraviado el amor. Otras mujeres

habían ocupado sus noches desde entonces y otros misterios le habían

perturbado el sueño, pero él continuaba insistiendo en la vigencia de

aquella primera pérdida irreversible.

Todos los jueves por la noche me lo encontraba sentado en la última

mesa del bar Manolo, con la mejor botella de vodka de que disponía la

casa y un platito de pepino cortado que masticaba pausadamente, antes

o después de cada trago. ¿Cómo saberlo?

Después de unas cuantas copas siempre repetía la misma frase y

todos los que lo conocíamos ya sabíamos que aquellas palabras eran el

preludio inevitable a su historia y la consecuencia del vodka, que seguía

bebiendo, como Proust saboreaba magdalenas, para evocar la boca de la

bella y misteriosa Irina.

«Soy infeliz por culpa de la arquitectura soviética –decía, y te mi-

raba a los ojos con una tristeza solemne, perdida, tal vez, en paisajes de

hormigón y de nieve.

»Llegué a Moscú con veintidós años recién cumplidos. La compañía

había recibido una invitación del gobierno de los sóviets para representar

nuestra versión muda de La ópera de cuatro peniques. Seguramente fue

Aquest conte va resultar finalista del premi Vent de Port en la seva quinzena convocatòria,

i va ser publicat per Pagès Editors dins el recull Lladre d’amor i altres narracions,

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un error que nos contrataran, pero la obra no decepcionó ni al público

ni las expectativas del comisario de cultura: era magnífica –y, al decir

esto, Max siempre suspiraba–. Nos habíamos hecho famosos en todo

el mundo por hacer mimo y subvertir el orden lógico de los musicales,

presentando aquél en silencio, con una coreografía de manos enguan-

tadas y caras hieráticas y pálidas. Éramos los más originales y los más

atrevidos, y nuestras ideas nos habían llevado incluso a enfrentamientos

con la intelectualidad francesa de la época y con otras compañías de

teatro. Enfrentamientos, todo hay que decirlo, que no pasaban de la

pantomima narcisista de directores de teatro, escenógrafos e, incluso,

maquilladores que se creían el mismo Brecht. O Stanislavski. Pero ¿qué

tenían que saber ellos, todos, del significado del arte? –ahuyentaba

moscas imaginarias con una mano mientras con la otra volvía a llenar

su copa.

»Yo era otro actor joven más, lleno de esperanzas y de talento –sonreía

muy quedo y te miraba, malicioso–. O eso pensaba yo entonces: que

tenía talento. Un talento que envidiarían los más brillantes y los más

sabios porque nacía de la convicción de que el único arte revolucionario

y, por lo tanto, real era aquel que no hacía pactos ni con la burguesía ni

con el capital.

»Aquella noche, antes de que comenzara la función, yo estaba más

nervioso de lo que nunca antes había estado en la vida. Tal vez era lógi-

co, porque era muy consciente de la importancia de aquel tour y de las

repercusiones que podría tener en mi carrera en el futuro. Pero había algo

más, ¿cómo explicarlo? Sentía una desazón, una inquietud extraña, ¿cómo

os lo podría decir para que lo entendierais? Como si presagiara alguna

cosa, como si las estrellas me estuvieran poniendo sobre aviso. A pesar de

que entonces, os lo aseguro, no lo hubiera expresado con estas palabras.

Ahora la pausa era más larga. Llenaba el vaso de nuevo, miraba a

los clientes despistados que no lo conocían, y que se sentaban en el otro

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extremo del bar, y que lo miraban o lo ignoraban, y volvía a retomar el

hilo del monólogo, justo ahí donde lo había dejado.

»Yo, entonces, sólo creía en la dialéctica y en el marxismo y no podía

sospechar que aquella estancia en Moscú marcaría definitivamente mi

concepción del azar. Y Rimbaud, Rimbaud tuvo mucho que ver, ¿por qué

no admitirlo? –y Max golpeaba con la palma de la mano la mesa, la botella

se tambaleaba y la audiencia murmuraba sorprendida–. La representación

tuvo un éxito sin precedentes para nosotros. Tuvimos que salir cuatro

veces para acoger las demostraciones de entusiasmo y de afecto de aquel

público entregado. Después, tuvo lugar una gran fiesta en el vestíbulo.

»Yo, como mis compañeros, me mezclaba con la gente, hacía bro-

mas en francés, porque no entendía ni pizca de ruso, y miraba con ojos

de enamorado a todas las mujeres que había. Era una buena pieza, con

veintidós años –enderezaba la espalda, sonreía, hacía un gesto exagera-

do con las manos y se mostraba a él mismo–, e iba de un lado a otro,

observando, contento por el éxito y muy pagado de mi talento ante las

felicitaciones. Pero en aquel momento, a la vez que la orquesta atacó la

primera polca, ella apareció. Era alta y pálida y tenía cara de cansancio,

como si el hecho de llegar hasta allí le hubiera supuesto un gran esfuerzo.

Y me pareció diferente a todo el resto de las chicas, a pesar de su vestido

gris y su abrigo, cortado idénticamente a todos los otros abrigos que había

en la habitación. Quizás fuera que sus mejillas estaban encendidas y sus

ojos azules brillaban desafiando el otoño.

»Bailamos polcas, y reímos. Reímos muchísimo, porque yo no tenía

ni idea de bailar y ella, en aquel francés suyo que me parecía tan curioso,

me intentaba explicar los pasos que tenía que dar para no pisarla constan-

temente. Bebimos vodka y comimos pepinos. Sí, pepinos. ¿Sabíais que

los eslavos comen pepinos cuando beben vodka? Irina me lo enseñó. Y

volvimos a bailar y volvimos a reír hasta que nuestros cuerpos se encon-

traron, encima de todos los tropiezos y de todas las vueltas que dimos

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sobre la pista de baile. Y nos fuimos de allí. Sin tenernos que decir nada

y sin tener que decir nada a nadie.

»Yo seguí a Irina, sin fijarme muy bien a dónde me llevaba. Pero ¿qué

podía importar eso? ¡Como si me hubiera llevado al mismísimo infierno!

Cuando bajamos del autobús anduvimos unos minutos. Sé que hacía

mucho frío, pero yo no lo sentía, abrazado a aquel cuerpo de muchacha

ardiente. Y de golpe, al atravesar una plaza, la fisonomía de la ciudad

cambió totalmente. Ante mis ojos se desplegaba la extensión de hormigón

y de asfalto más increíble que he visto en la vida. Una ciudad dentro de

la ciudad. Perfectamente cuadriculada, simétrica y descorazonadora. Era

como un mar petrificado, como un cementerio de piedras artificiales.

Un despropósito urbanístico. No pude calcular las manzanas de casas

idénticas que atravesamos aquella noche. Los edificios eran altos y grises

y las calles tenían poca iluminación. Imaginar las dimensiones de aquella

arquitectura era una tarea imposible. Por primera vez vi los indicios de

la locura en la expresión de la razón. Por primera vez.

»Irina tenía una habitación en uno de aquellos bloques, con un la-

vabo al fondo del pasillo, que compartía con tres personas más, y una

cocina comunitaria en la planta baja que prácticamente no usaba nadie.

Allí dentro, todo cambió y mi angustia desapareció. Nos quitamos los

abrigos y las botas y nos miramos riendo. Aquel apartamento era acogedor

a pesar de su ubicación, y yo sentí que entre aquellas cuatro paredes se

concretaba el paraíso.

»Encima de la cama se amontonaban algunas mantas y almohadas

que Irina tiró al suelo, sobre la alfombra, para que pudiéramos sentarnos.

Puso en marcha una pequeña radio donde continuaban sonando polcas,

o eso me pareció, aunque seguramente me equivoco, y sacó del armario

que había en la entrada una botella de vodka y un par de vasos. Junto a la

cama había una estantería con libros que no me atreví ni a hojear después

de mirar el alfabeto cirílico; pero encima de la mesilla de noche vi un

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volumen de poemas de Rimbaud, en francés, marcado en una página. Y

mientras ella desocupaba la mesita y llenaba los vasos yo leí en voz alta:

»“La science, la nouvelle noblesse! Le progrès. Le monde marche!

Pourquoi ne tournerait-il pas?” –decía aquel verso. ¿Por qué no tendría

que girar?

»Nos miramos, callados de golpe, como atrapados en un descubri-

miento nuevo y desconcertante. Compartimos los pepinos y brindamos

para alejar todos los fantasmas posibles convocados en aquellas palabras.

Cuando la botella se quedó vacía y los pepinos se acabaron, nos queda-

mos unos minutos quietos, mirándonos en silencio. Entonces, la tuve

que besar. No puedo explicaros nada más, si no quiero dejar de ser un

caballero –llegados a este punto, Max siempre sonreía, o reía, mirándonos,

a pesar de que yo siempre pensé que, en realidad, no era capaz de ver a

nadie–. Sólo puedo deciros –seguía– que nos amamos como si siempre

lo hubiéramos hecho. Como si siempre tuviéramos que continuar ha-

ciéndolo. Era necesario que nuestras pieles se mezclaran para que no se

sucedieran los desastres en el mundo. Aquella noche era como si nosotros

fuéramos el eje sobre el que la tierra gira. Y ¿por qué no tendría que girar?

Muchas veces, cuando Max estaba demasiado triste o demasiado

borracho, paraba aquí la historia, convocándonos para el siguiente jue-

ves. Parecía dar igual que la mayoría de nosotros ya supiera cuál era el

final, porque él siempre sabía cómo materializar nuestro interés y cómo

despertarnos la sed de sus palabras.

»Después del amor, vino el amor otra vez. Sin haber dormido nada,

me di cuenta de que ya era mañana. Habíamos hablado de todo, sin haber

hablado de nosotros. La cabeza de Irina descansaba sobre mi pecho. Me

deshice de su abrazo blando con un sentimiento de pérdida y de terror

que no entendí; quizás, otra vez, las estrellas me estaban poniendo sobre

aviso pero, como ya os he dicho antes, yo sólo creía en la dialéctica y en los

designios de la razón; así que salí de la cama y, descalzo y sin ropa, busqué

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algo para preparar el desayuno a Irina y renovarle así el deseo, pero no

había nada en aquella habitación. La observé dormida. Veía aquellos ojos

cerrados y los recordaba abiertos, grandes, claros y tan azules que no podía

imaginarlos. Me vestí y le di un último beso en la mejilla. Le susurré en mi

propia lengua palabras antiguas de celebración y de encuentro; sabiendo

que no hacía falta que ella entendiera mis palabras, porque entendía mis

actos. Salí al frío, decidido a encontrar el mejor desayuno que se pudiera

comprar en aquella parte del mundo. Había poca gente en las calles, era

domingo y no era fácil para un extranjero que no hablaba ni una palabra

de ruso encontrar algún lugar donde comprar pan fresco y un poco de

café. Quizás anduve durante veinte minutos y al final, decepcionado,

pero sin querer dejarme vencer por las circunstancias, decidí volver para

pedir consejo a Irina. En la esquina de una plaza compré unas flores

que me eran totalmente desconocidas, sin olor, de colores pálidos como

la mañana. Llevaba mi alegría y las flores en las manos, y volví hacia la

habitación donde ella, quizás, ya se había despertado.

»Anduve veinte minutos y continué andando un rato más, porque

había perdido la noción del tiempo y pensaba que todavía no había lle-

gado al lugar de donde había salido. Cuando me di cuenta de que quizás

llevaba demasiado rato paseando, eché hacia atrás mis pasos y deshice el

camino sin encontrar el apartamento de donde había salido hacía casi

una hora. No sólo no recordaba el piso ni la puerta o el número de la

finca, sino que era incapaz de recordar en qué calle nos habíamos meti-

do ni a qué manzana de casas –aquellas manzanas inmensas– era hacía

donde debía encaminarme. Todos los edificios que por la noche ya me

habían parecido ominosos, se me aparecieron en su verdadera condición

de monstruos idénticos de hormigón y acero. Todas las ventanas y las

puertas estaban cerradas. Di vueltas y más vueltas y, al final, llegué a

una plaza que me pareció reconocer. Giré dos calles más arriba y entré

dentro de un pasillo estrecho, oscurecido por el tamaño de las sombras

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que las casas proyectaban. Respiré aliviado; era allí. Subí los tres pisos

y vi la misma puerta. Llamé, con el aliento cortado por la imminencia

del reencuentro, angustiado y nervioso. Hasta que la puerta se abrió

y salió una mujer delgada, asustada, que después de verme empezó a

gritar. Detrás de la mujer salieron dos hombres, con cara de quererme

zurrar; y entendí que me había equivocado de piso. Les intenté explicar

que buscaba a otra persona, pero no me entendían y tuve que salir, por

miedo a que me partieran la cara. Me pasé el día entero yendo arriba y

abajo; llamando a puertas que nunca eran la que esperaba; corriendo y

recorriendo calles, como en una condena mitológica. En algún momento

pensé que aquello no se acabaría nunca, que me pasaría el resto de mi vida

persiguiendo una habitación que no existía en ninguna parte más que en

mi cabeza. No podía pensar y no podía tomar ninguna determinación

que me pareciera sensata y cuando se hizo de noche, sin esperanzas ya

de volver a ver a Irina, me eché a llorar como un niño.

»Sin ser muy consciente de lo que hacía, cogí un taxi que me dejó

en el hotel donde se alojaba la compañía. Me olvidé las flores dentro del

coche. Y aquello, que ya no podía tener ninguna importancia, me hun-

dió en una desesperación todavía más profunda. Evidentemente, aquella

noche llegué tarde a la representación. Y ni éste ni ningún otro día pude

interpretar mi papel. Durante las dos semanas que pasé en Moscú me

mezclé con el público, esperando verla aparecer durante las funciones.

Hice preguntas sobre ella a todo aquel que quiso escucharme, pero nadie

la conocía, nadie sabía de dónde había salido ni de dónde era. Moscú es

una ciudad muy grande, me decían. Y volví a recorrer aquella geografía

arquitectónica, que empezó a repetirse en mis pesadillas y que me perse-

guirá hasta que muera y mi memoria ya no sea un castigo de recuerdos

fantasmales. Cuando acabamos las representaciones en Moscú mi direc-

tor me envió de vuelta a París. Todos en la compañía se compadecían

de mi tristeza, pero yo ya no era el joven actor con talento, pagado de

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sí mismo. Me había convertido en un aparecido, en una alma en pena

que deambulaba entre las butacas increpando al público y provocando

situaciones incómodas. Así que volví a casa y dejé el teatro. Lo que he

hecho desde entonces y hasta ahora no puede tener tanta importancia

como aquellas dos semanas de pesadilla. A veces, pienso que mi vida se

resume en aquella noche, que mi espacio natural es aquel apartamento

acogedor en medio de la barbarie de los urbanistas soviéticos. Ellos y su

maldita arquitectura funcional. No puedo evocar el mundo más allá de

aquellas cuatro paredes. El ardor del vodka en mi garganta. Las polcas y

aquellos ojos de muchacha enamorada. Y el mundo continúa girando.

¿Por qué no tendría que girar?»

La historia de Max siempre acababa con esta pregunta. El público

se dispersaba y sólo yo, alguna vez, me atrevía a cogerle una mano que

nunca respondió a mis caricias, y me bebía una copa con él, en el silencio

que estos casos requieren.

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Las pastillas de la felicidad

La última vez que la viste, Candela se separó de ti con una sonrisa medio

enigmática, medio traviesa.

–No te preocupes, mujer –te dijo–; estas pastillas no tienen nin-

gun efecto secundario. Yo no creía en estas estupideces del karma y

de los ciclos de la luna y de las mareas, tú lo sabes, pero mira, ¿qué

quieres que te diga? Después de ver los efectos en otras compañeras

de la clase de yoga, me decidí, asesorada, eso sí, por nuestro profesor

Katmandú; deberías venir un día a hablar con él, posee una paz... A

mí me han cambiado la vida. Ahora veo las cosas de otra manera. No

pueden hacerte ningún daño. Te dejarán ser tú misma. Durante los

dos o tres primeros días no notarás casi nada, pero después, después

ya verás, te liberarás...

Y te lo dijo así, con convicción, como si fuera un proceso natural

que la gente agarrotada por los tópicos y por la vida, como por ejemplo

tú, se pudiera eximir fácilmente, como si nada.

–¿Estás segura? No sé si creerte, la última vez me engañaste bien con

el gel anticelulítico...

Te miró con ojos de sentirse muy ofendida y no quisiste insistir; al

fin y al cabo, no le tenías que pagar si no te hacían efecto. Era el acuer-

do al que habíais llegado. Tú probabas las pastillas y si te iban bien le

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dabas el dinero y si no, no. Así que te tomaste una de las píldoras con el

café con leche y las otras las guardaste en el bolsillo interior del abrigo.

Antes de acabarse el café se levantó de la mesa que compartíais y se

acodó en la barra; seguramente esperaba a otra estúpida a la que engañar

con sus timos de maruja renacida por el yoga y las energías de la Tierra.

Te acordaste de tu padre y de lo que insistía en que siguieras estudiando,

y una vez más, como cada día desde hacía diez años ininterrumpidos,

le diste la razón.

Pagaste el café de las dos y te fuiste del bar, con la sonrisa de gato

de Alicia en el País de las Pastillas que te dedicó Candela desde la barra

bailándote delante de los ojos.

Hoy tambíen llegas muy cansada del trabajo. No has podido comprar

queso, porque el que estaba de oferta se ha acabado antes de que te llegara

el turno y has discutido con una de las mujeres que hacían cola porque te

ha parecido excesivo que se llevara todo lo que quedaba. Las dependien-

tas te han mirado con sorpresa y has podido ver cómo todo el mundo

se quedaba de piedra ante tu reacción airada. Pero no tienes tiempo de

pensar en eso ahora; los niños llegarán en seguida del colegio y todavía

queda toda la tarde por delante. Tienes que hacerles la merienda, acabar

de fregar la cocina, planchar, hacer la cena, acabar de coser unas blusas...

Dejas las bolsas de la compra en la cocina, te desatas los cordones de

los zapatos y te quitas el abrigo.

Tienes un cuarto de hora escaso, antes de que los niños lleguen,

para descansar un instante, antes de que todo se convierta en ruido. Tus

hijos, pequeños monstruos, ¿por qué se parecerán tanto a su padre? ¿Por

qué no se parecen un poco más a ti? Serían mucho más agradables si se

parecieran un poco más a ti.

Te sientas en el sofá. Todo está limpio y ordenado en el comedor.

Estiras las piernas. Te miras las varices, gruesas en los tobillos, como

culebras oscuras, y telarañas rojizas en los muslos. Parir no fue terrible;

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lo horroroso fueron los embarazos, los pospartos y el trabajo que dan tus

tres hijos. En realidad, piensas en un instante de lucidez y de nostalgia

por la juventud perdida, tus hijos también son horrorosos.

Pero no, Carmen, no. No puedes pensar eso de tus propios hijos.

¿Y tu instinto maternal? Si tu madre, en paz descanse, pudiera leer tus

pensamientos... Seguro que sus cenizas se removerían con el viento de

pura indignación en la montaña esa en la que quiso que las depositarais,

en una colina adusta que domina su pueblo de immigrantes, el pueblo

de tu marido, tu propio pueblo, aunque tú sientas, ahora, que ese sitio

no te debe nada, sólo un acento propio y unos recuerdos de una infancia

que queda tan lejos como tu antigua cintura de avispa.

Hace años que no vas, desde que enterraste (es un decir) a tu madre allí

y el mayor de tus hijos tenía sólo un año y estabas ya embarazada del segun-

do. Piensas en tus hijos como si no tuvieran nombre: David, Raúl, Israel...

Nombres que tú no elegiste; es tal vez por eso por lo que no puedes pensar

en ellos sino como el primero, el listo (a quién habrá salido), el segundo, el

agresivo y tonto (clavado a su padre), y el tercero, el sensible (si al final será

marica, pero eso no te preocupa, mientras a él no le suponga problemas y

de momento gasta la misma mala leche que el segundo). Como tampoco

elegiste quedarte preñada una vez detrás de otra, aunque eso fuera con lo

que soñabas cuando tenías quince años. Los motivos para no volver a tu

pueblo de vacaciones han sido siempre de índole económica, o eso le has

dicho a tu padre, que viene a visitarte una vez al año, por Navidad, haciendo

todavía más infernales esas fiestas. Pero, en el fondo, te das cuenta de que

no has vuelto porque no quieres aparecer sola con tus tres hijos, en el coche

de línea, mientras tu marido se queda de juerga en la ciudad, aduciendo

que tiene mucho trabajo. Si tuviera tanto trabajo como dice no tendrías

que trabajar los fines de semana en el restaurante de un paisano (favor que

te hace), ni limpiar escaleras y coser el resto del tiempo. Y te pasarías el

mes de agosto viviendo de la caridad de los parientes, sin ingresos extras

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y sin poder corresponder a su hospitalidad, siempre mezquina, siempre

interesada. Te das cuenta de que te alegras de no haber regresado nunca;

te dan por culo los putos pueblos, especialmente el tuyo.

Seguro que donde descansaban las cenizas de tu madre ahora han

construido una autovía, un centro comercial o alguna majadería seme-

jante, y tu madre, mejor, sus cenizas, yacen bajo toneladas de acero y

hormigón y cristal. Pero, ¡qué cojones! Está muerta y ni siente ni padece,

y se murió de puro mala que era. Tú no le gustabas mucho a ella, pero

¿quién dice que tienen que gustarte tus hijos sólo porque los ha parido y

los has criado? A ti no te gustan los tuyos. Los quieres, qué remedio, y eso

debería ser suficiente. También son hijos del imbécil de Luis. Pero, para

ser sincera, tampoco los querrías más si fueran hijos del Robert Redford.

Aunque, como mínimo, no tendrían ese ademán de salvajes en la mirada.

Eres un monstruo. Es mejor que empieces a preparar la merienda. Suena

el teléfono; inmediatamente piensas en Candela. Ya hace una semana que

la viste por última vez, le deberías decir que aquellas pastillas carísimas

son un fraude y que no piensas pagárselas y que irás a su puta clase de

yoga a partirle la cara al idiota de su profesor. No le tenías que haber

hecho caso. Aquella vez que te vendió el gel anticelulítico ya te enredó

de mala manera. Pero esta vez parecía tan sincera...

–Hola, linda, soy yo... tu marido.

–Ya, ya, me lo imaginaba que no podías ser el faraón de Egipto.

–Hoy tienes uno de aquellos días, ¿no?

Lo odias cuando dice eso. Lo estrangularías, lo estrangularías con tus

propias manos. Cuando hace esos comentarios no eres capaz de ver nada

más que su cuerpo aplastado y lleno de sangre y de gusanos que le comen

los ojos, y te ves a ti misma mirando la escena y riendo.

–No he vuelto a tener uno de aquellos días desde que dejaste de po-

nerte condones y tomo anticonceptivos; te recuerdo que aunque todavía

tenga la regla ya no ovulo.

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Tu tono de voz no es duro, pero Luis suaviza el suyo.

–Mira, niña, es que no vendré a cenar hoy, ¿sabes? Ha salido una

complicación en el trabajo y no sé a qué hora volveré...

–Mejor, mejor, es mucho mejor que no vengas. Te dejaré la cena en

el microondas.

Ahora ya sabes, bien, hace tiempo que ya lo sabes, por qué insistió

tanto en comprarte un micro. «Una gran inversión», decía, una gran

inversión para él, está claro. «Con algo de suerte estaré dormida cuando

llegues». Lo piensas, pero no lo dices, tu cabeza es mucho más rápida que

tu lengua. Siempre habías creído que eso era una virtud, un privilegio de

contención: Carmen la discreta, Carmen la mosquita muerta, Carmen

la que lo soporta todo. Ahora ya no lo tienes tan claro.

–¿Qué clase de complicación?

Es lo único que tienes ánimo de decir.

–Pues una complicación del trabajo, mujer, ¿qué clase de complica-

ción quieres que sea? Papeleo atrasado, esas cosas, ya sabes...

–No, no sé... Pero me importa un pepino. Puedes llegar cuando te

dé la gana.

Tu voz incita a la discusión, pero se ve que Luis tiene prisa, porque

no cae en tu trampa.

–Está bien, está bien. Nos vemos después.

Cuando cuelgas el teléfono oyes que los niños ya están en casa: nadie

más puede hacer tanto ruido al abrir una puerta.

–Mamá, el pan no tiene el gusto de siempre.

Es el primero. Te lo dice desafiándote, para que le des otra cosa de

merendar. Pero hoy no cuela. Ya basta de exigencias, las normas hoy las

pones tú. Te ríes; a lo mejor las pastillas, al final, sí que te están haciendo

efecto.

–¿Que el pan no tiene el gusto de siempre? ¿Me estás diciendo que

el pan no tiene el gusto de siempre? ¿Y de qué se supone que debe tener

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gusto el pan?

No has gritado, sólo le has clavado aquella mirada que ya no recor-

dabas que tenías, bueno, tal vez no la has tenido nunca y sólo habías

imaginado que eras capaz de crearla.

Sonríes, no quieres que tu hijo mayor te tenga miedo. Aun cuando la

idea es tentadora. Ahuyentas ese pensamiento con un gesto imperceptible;

él te mira con el trozo de chocolate en la mano y el pedazo de pan dentro

de la boca. No contesta.

–Pues si te parece que el pan no tiene el gusto de siempre, ve y

se lo dices a la panadera. Y si ella no te parte la cara te la romperé

yo, por idiota y por andar enredando con tonterías. ¿Es que no te

has enterado todavía que en esta casa no hay dinero para bollicaos? Y

haz el favor de masticar con la boca cerrada, que cada día te pareces

más a tu padre.

Cuando Luis llega del trabajo, es un decir, ya hace rato que estás dor-

mida, y él, como tiene por costumbre, te despierta con cualquier excusa.

Esta vez es que le calientes la cena. El pretexto de que no encuentra ropa

limpia para ducharse ya lo usó la semana pasada.

–No pienso levantarme, Luis. Ya sabes cómo se usa el microondas;

fue idea tuya comprarlo, pues adelante, ya es hora de que lo empieces

a utilizar.

–Linda, venga, que tu maridito está muy cansado.... ¿No quieres

hacerle la vida más fácil a tu hombre?

Ese tono de voz presagia que tiene ganas de juerga. Querrá empujarte

contra el colchón durante dos minutos, antes de correrse gritando como

el cerdo que es... Por lo menos hoy no se ha gastado el dinero en putas.

Deberías estar contenta.

–Al final sólo he podido tomar un bocadillo asqueroso.

La Carmen de cada día habría mascullado algo, se habría frotado

los ojos y habría ido directa hacia la cocina, con tal de no escuchar las

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quejas. Pero la Carmen de hoy se da la vuelta en la cama y no dice nada

más. Él insiste un rato y tú, como si no fuera contigo. Grita y se enfada

y, cuando acerca su cara sebosa para escupirte, sientes su aliento de gin-

tonic. Esquivas el lapo con su almohada. Está borracho, para variar, y

mañana te dirá que no se acuerda ni de los insultos ni del escupitajo.

Grita más alto y oyes cómo los niños se despiertan en la habitación de al

lado, pero todavía no te mueves. Se cansa y decide gastar el esfuerzo en ir

directamente hacia la cocina. Cuando se pone a dormir hace más ruido

del que es necesario para poner en marcha un avión. Ocupa parte de tu

espacio en la cama y te da un codazo en las costillas; se disculpa, pero

oyes su risa por debajo de la nariz. «Hijo de puta malnacido», piensas.

Te ha desvelado, pero finges que duermes. No quieres darle el gusto de

saber que estás despierta por culpa suya. Cuando sus ronquidos vuelven

insoportable el aire a tu alrededor y el hedor de sus pedos de borracho

ocupa todo el oxígeno, te levantas y te vas a dormir al sofá.

Al día siguiente por la mañana, Luis no se levanta y ronca con la

boca abierta y un hilillo de saliva repugnante, poniendo de manifiesto

que la resaca será importante. Llevas a los niños al colegio, de camino al

trabajo, y después pasas por la modista, a dejarle las últimas blusas que

has cosido. Cobras lo que te debe y vas al mercado. Las sardinas están de

oferta. Compras dos kilos; sólo te gustan a ti, pero comeréis sardinas tres

días seguidos si hace falta. Cuando llegas a casa Luis se acaba de levantar.

Tenéis una bronca monumental. Le pides la paga semanal, que no te ha

dado todavía, y te dice que ya te la dejó junto al teléfono, el miércoles,

o sea, ayer. Que a lo mejor la han cogido los niños.

–Eres un embustero, los niños no cogen nada que tú dejes ahí. Los

tienes acojonados y, si me la dieras en mano, no habrían estos malen-

tendidos.

Eso quiere decir que deberás hacer más horas para pasar el mes,

también quiere decir que se lo ha gastado en juergas y que no podrás

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comprarle al pequeño los zapatos de invierno que habías visto rebajados.

Se te lleva la rabia y, mientras él te sigue gritando, coges el bolso y el

abrigo y te vas. Sale al balcón.

–A mí no me deja ninguna puta como tú con la palabra en la boca,

¿te enteras? Te vas a arrepentir de esto, zorra, te vas a arrepentir.

Dejas de oírlo cuando cruzas la calle y sigues andando hasta que

encuentras una cabina. Llamas a Candela. No está y le dejas un mensaje

en el contestador.

–Candela, estas pastillas tienen unos efectos secundarios muy ex-

traños. Yo no me encuentro mejor. Al contrario, cada día estoy más

nerviosa. Llámame cuando puedas y no te preocupes, que no te haré

mala propaganda.

Hoy es jueves y tienes que ir a hacer la escalera de los vecinos. Te

pagan poco, pero entre eso y la costura y el trabajo del restaurante ganas

más de lo que Luis te da en dos meses para mantener a sus hijos y pagar

las facturas. Rosa, la fascista, viuda del estanquero, que siempre está

criticando cómo quitas el polvo, te pregunta por tu cara seria de hoy.

–Mi marido y yo nos hemos peleado –le dices, en un alarde de indis-

creción que no te pertenece– y además ando un poco estreñida, es eso,

pero nada que vaya a interferir en cómo quito el polvo.

Ella te mira con los ojos agrandados detrás de sus gafas y se va sin

decir nada; mientras baja las escaleras ves que lleva el moño grapado a la

peluca. Los dedos no se le ven del oro que lleva encima, la muy roñosa,

y es incapaz de comprarse una peluca nueva. Eso sí, tiene todos los docu-

mentales del nodo y no se pierde un disco nuevo que salga de copla. Re-

masterizados y en 3D y todo, los debe tener. Ahí se pudra con su dinero,

aunque te sientes un poco culpable por lo que acabas de decirle, porque

es una vieja y las viejas, siempre, desde que eras bien chica, te han dado

pena. Siempre te viene a la cabeza una andrajosa que se sentaba en la plaza

de tu pueblo y que vivía de la caridad de las vecinas; a aquella le faltaba

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un hervor, eso estaba claro, pero tampoco era culpa suya. Y recuerdas,

también, a las otras mujeres que vestían de negro, encorvadas sobre su

miseria, paseando silenciosas por las calles empedradas y comprando los

restos que nadie quería en el mercado de los sábados. Mujeres esclavas

durante toda su vida, sirviendo a los demás, y que se morían en silencio,

sobre mecedoras chirriantes, por culpa del monóxido de carbono de es-

tufas mal encendidas, o quemadas vivas en sus mortajas de viudas, o de

hambre, casi siempre dignas y todas las veces de manara absurda e inútil.

Mientras pasas el mocho por el suelo, con furia, piensas que quizás

todavía estés a tiempo. Piensas que no quieres pasarte la vida al lado de un

hombre que odias. Si no fuera por los niños lo mandarías todo al carajo

y harías la maleta de una vez. Pero están los niños. Tienes que pensarlo.

Por la noche Luis vuelve achispado. Tenéis otra bronca. El teléfono

está cortado por falta de pago, pero no te importa. Lo que te saca de quicio

es no tener el dinero para pagar la factura de la luz; el aviso de corte de

suministro ha llegado esta mañana. La vecina de al lado ha firmado por

ti, te ha dicho, porque tu marido no quería abrirle la puerta al de correos.

Esta noche te vas a dormir directamente al sofá. Luis entra y sale

encendiendo la luz, que tú apagas cada vez, hasta que deben de ser las

tres o las cuatro y el sueño y los gin-tonics rinden su mala leche.

Por la mañana haces el desayuno a los niños y te ríes con ellos. Te

preguntan por los gritos de anoche; y haces más broma sobre el tema. Ya

no son tan pequeños y está claro que se dan cuenta de todo.

Decides que ya es el momento de acabar con esta historia. Y con la

nueva decisión tomada te sientes mejor de lo que te habías sentido en

los últimos años. Tienes tanta sangre fría que no te lo acabas de creer.

Quizás al final Candela tenga razón y estas píldoras llevan la semilla de

la felicidad. Los niños se despiden de ti en la puerta; has resuelto que

cuando vuelvan todo habrá cambiado. Te sientes algo mareada, ante

la imminencia de lo que vas a acometer, pero la medicina tántrica de

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Candela te da fuerzas. ¡Gracias a eso! Suena el timbre, pero no abres

la puerta. Vas hacia el dormitorio; Luis todavía duerme la borrachera,

como el cerdo que es. Coges de la mesita de noche aquella lámpara que

te regaló tu padre cuando te casaste y que nunca te ha gustado nada,

con su bombín de cristal casi opaco, basto, y su pie de bronce y se la

aplastas a Luis en la cabeza, sin mucha convicción y sin mucha fuerza.

Él se despierta, intenta levantarse, te coge por el brazo y te lo retuerce,

te hace daño, te dice algo y te mira sin entender qué está pasando;

todavía lleva la mona encima. Tú no le dices nada y vuelves a darle,

esta vez con ganas, una vez, dos, tres, hasta que deja de moverse. El

cristal hecho pedazos le ha hecho cortes que no sangran en la frente.

Te separas de la cama, te arreglas el pelo y la ropa. Está claro que tienes

la muñeca rota. Vas hacia la cocina, das un par de vueltas, intentando

recoger los platos del desayuno, pero sin tino; es imposible que puedas

concentrarte en algo y empiezas a cantar, en voz muy baja, para darte

ánimo. Vuelves al dormitorio y verificas que Luis está muerto, seco

como un bacalao. Parece que vaya a levantarse de un momento a otro

para devolverte los golpes. Pero esta vez no se levantará. No se levantará

nunca jamás. Vuelves a salir de la habitación y cierras la puerta. Vuelves

a la cocina. Tienes costura pendiente, pero no sabes dónde la pusiste

anoche. El timbre de la puerta vuelve a sonar; no eres consciente de si

no ha parado de sonar en todo el rato, tal vez sólo han pasado un par

de minutos. Abres la puerta y encuentras a Candela. Se asusta cuando

te ve, salpicada de sangre, con el brazo en cabestrillo y cojeando del

pie derecho.

–Ha sido el hijoputa de tu marido, ¿no? ¿Está en casa? Pero ¿por

qué no le pones una denuncia ya? ¿Quieres que nos vayamos? Tienes

que llamar a la policía.

–No te alteres Candela, no te alteres. Él no está. Pasa, bueno, sí que

está, pero no. Pero entra, coño, no te quedes en la puerta.

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Te mira horrorizada mientras la haces pasar a la cocina.

–Tranquila, que no puede oírnos.

–Reina, yo venía a decirte que las pastillas que te di son las que le

damos a mi madre, para que se piense que la medicamos. Es hipocon-

dríaca, ya lo sabes, y le ponemos dosis de sacarina. Las confundí el otro

día con las prisas; las tuyas son éstas –te las da–. Te juro que te irán bien.

Continúa hablándote pero tú ya no la escuchas. Te ríes, algo nerviosa,

te ríes más, algo histérica.

Candela se queda muda y cesa con sus disculpas y explicaciones, y

te mira como si hubieras perdido la cabeza, con un punto de terror en

los ojos.

–Ese hijo de puta te ha dado en la cabeza y te has vuelto loca, o te has

vuelto loca de tanto tragar mierda, que también podría ser. Katmandú

nos dice que hay que exteriorizar los miedos, decir lo que pensamos...

–Claro, Candela, claro.

–¿Me puedes explicar que está pasando? ¿Seguro que no quieres que

vayamos a mi casa?

–Candela, la he hecho buena.

–¿Qué quieres decir? Explícate de una vez que me va a dar algo.

–Acabo de cargarme a mi marido, y me pensaba que estaba bajo los

efectos de las pastillas.

–¿Que has hecho qué? Oye, estas pastillas no te vuelven asesina y,

además, tú te tomaste las otras, la sacarina. No me eches a mí la culpa.

Te indignas y te dan ganas de ir a buscar lo que queda de lámpara

para clavársela a Candela entre los ojos.

–Siempre pensando sólo en ti, Candela, qué egoísta, qué amiga tan

egoísta que eres. No te preocupes, que no les voy a echar la culpa a las

pastillas. ¿Tú has entendido bien lo que te he dicho o no?

–Que te has cargado a Luis, que lo has... ¿matado?

–Eso es.

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–Pero ¿por qué? Quiero decir, que motivos no te faltaban, pero ¿por

qué?, ¿por qué hoy?, ¿por qué ahora?

Sonríes.

–Pues mira, porque me he liberado. Porque estaba hasta el coño.

Porque ya no podía más. Porque anoche la gota colmó el vaso de mierda.

Por eso, supongo.

–Pero, ¿seguro que está muerto?, ¿no estará dormido?, ¿o borracho?

Bueno, pues no te preocupes, dices que lo has hecho en defensa propia.

No digas nada de las pastillas, porque podrían pensar que estábamos

compinchadas, hay que llamar a la policía ahora mismo... Me quedo

contigo, yo acabo de llegar, yo los llamo...

–Nos han cortado el teléfono, Candela, tendrás que llamar desde

el móvil.

–Claro, claro, no te preocupes, pero salgo un momentito, que aquí

no tengo cobertura.

Cuando la ves salir sabes que no la verás más en mucho tiempo,

menuda cobarde. Llamas al piso de la vecina de al lado y le pides que,

por favor, llame a la polícia para que venga a tu casa, que tu marido y tú

habéis discutido, que él estaba borracho, que por favor llame ya y no te

mire con esa cara. Y que, por favor, llame también a tu padre para que

venga a hacerse cargo de los niños y que, mientras no llegue, si ella sería

tan amable de ocuparse.

Te dice a todo que sí.

Mientras esperas que llegue la policía, piensas que vas a seguir el con-

sejo del tal Katmandú: lo vas a cantar todo, hasta lo del gel anticelulítico

y lo de las viejas que te dan pena.

Se van a enterar todos ahora de quién eres.

De quién eres de verdad.

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Nómadas

Pero el lunes llegarás a la ciudad, esta ciudad, por segunda vez en tu vida.

Tú, que no habías repetido nunca hasta ahora ninguno de tus recorridos

por el mundo, buscando siempre alguna cosa imposible de definir. Parada

obligatoria, parada deseada, antes de llegar al punto de partida. Sin saber

cuál será ese punto, sin saber que serás tú mismo, o que podrías serlo.

El tren entrará en la vía, con su chirrido de metal de animal prehistó-

rico, y el sol blanco de invierno reverberará sobre los tejados y los raíles.

Los viajeros sacarán sus maletas y recogerán sus pertenencias.

Bajarás del tren y subirás las escaleras mecánicas hasta el vestíbulo de

la estación; adivinarás el aire de la ciudad y tendrás la misma sensación

que la primera vez que viniste aquí. Tal vez, tendrás una premonición de

descubrimientos o, tal vez, no.

Hace casi diez años que llegaste a este mismo lugar. En aquellos

días, que ahora te parecen tan lejanos, tu enfermedad era todavía una

bestia escondida que te acechaba todos los inviernos, todavía por mos-

trarse totalmente. Era septiembre –y aún era verano– y dejabas atrás,

por primera vez, los universos conocidos. Tenías solamente veintiséis

años y no podías saber que el tiempo pasa muy rápido, incluso cuando

la felicidad es esquiva y la mediocridad se desea como el mejor de los

bienes del mundo. Cogiste un taxi a la salida de la estación. Arrastrabas

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una maleta de ruedas torcidas y el taxista detectó en tu acento que podría

estafarte, pero, a pesar de tus prejuicios y de la evidencia, no lo hizo. Tres

cuartos de hora después de que el tren llegara llamabas al timbre de la

pensión que te habían recomendado. Rellenaste un formulario con tu

nombre y tus datos personales y subiste las escaleras, porque el ascensor

estaba estropeado, carreteando la maleta de ruedas inservibles, como la

carga de una vida muy antigua. No te cambiaste de ropa y no abriste el

equipaje; sólo ajustaste la ventana, cerraste la puerta y te fuiste. En la

calle, buscaste una cabina telefónica y marcaste un número que todavía

sabes de memoria. Aunque ya no sirva de nada recordarlo, porque se-

guramente ya no existe o ya no pertenece a la misma persona. Te parece

que llovía, pero eso puede ser muy bien un recurso melodramático de

tu memoria tramposa. Porque te ves a ti mismo, la primera noche de

quince años de exilio, solo, extranjero, con lágrimas que igual sólo son

lluvia, mientras la mujer que amas decide que, pase lo que pase, no te

esperará, con ningún pretexto, ahora que tú la has traicionado yéndote

tan lejos, porque, aunque no te hiciera ningún reproche ni pronunciara

ningún discurso cuando fue a despedirte, reconociste en su aliento la

deserción y la pérdida.

Quedamos, entonces, en que llovía, la primera noche que pasaste

en esta ciudad y tu princesa de ojos de espuma no estaba en casa. Había

salido a emborracharse, en el principio de toda una serie de noches de

dolor y venganza, para borrarte de su vida. No tenías nada que objetar.

Tú ni siquiera le habrías dado la posibilidad de explicarse, si te hubieras

encontrado en su lugar. Todavía hoy sigues sin entender cómo pudo

tener tanta paciencia, cómo pudo perdonarte por tantas cosas. Pero las

mujeres son pacientes, o determinadas mujeres lo son, o acostumbraban

a serlo, ahora ya no sabes. Y ella asumió el papel de víctima –aunque

se acostara con otros hombres, pero ¿cómo podía no hacerlo?–, por lo

menos durante un tiempo que a ti te pareció más que exagerado. Un

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día, sin embargo, dos estaciones después de tu huida, el mismo días que

cumpliste veintisiete años, te dijo que volvías o volvías. Tuviste ganas

de aplaudir, la admiraste y la quisiste más que nunca (te quise más que

nunca, como no sé si todavía te quiero), y pensaste que no eras lo sufi-

cientemente bueno para ella, pero éste es un triste consuelo para los que

desertamos y no se lo dijiste. Asumiste el naufragio y te sentiste aliviado,

porque ya no había nadie en el mundo que sufría por tu culpa. Ahora

piensas que, a lo mejor, fuiste un poco egoísta, pero no podías actuar de

ninguna otra manera, porque no sabías, porque había muchas cosas que

todavía te quedaban por aprender.

La vida no fue nada fácil al principio. Recuerdas aquel otoño como

el peor de tu vida, aunque sabes, ahora mismo, que eso no es verdad.

Las cosas no fueron tan terribles como quieres hacerte creer. No te costó

tanto adaptarte, a pesar de que tuvistes que cambiar tres veces de piso en

solamente cinco meses, hasta que encontraste un lugar donde te sentías

feliz. Te enamoraste de otra mujer, a la que todavía recuerdas y a la que,

de tanto en tanto, evocas de manera vaga, y piensas ahora que tal vez

ella sea el verdadero motivo por el cual vuelves aquí, como si ella fuera

el motor de tu vida desde los tiempos lejanos en que os conocisteis y os

tuvisteis que separar.

Tomarás el metro y enfilarás el camino, como un antiguo habitante,

a ciudades que siempre son la misma, múltiples reflejos de una única

realidad, hacia tu destino. Pero la ciudad ya no será la misma; es una

cosa que has podido comprobar con el paso de los años y de los viajes:

las ciudades nunca son los mismas y el cielo es otro cielo, con diferentes

constelaciones que se dibujan tras las nubes. Y no existirán ni conciuda-

danos que te esperen ni Penélopes que tejan tapices con una paciencia

desconsolada e infinita. Quemaste las naves, hiciste de tu memoria un

país deshabitado, un no-lugar (una utopía) de desaliento y desastres. Pero

lo hiciste sin querer.

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Al día siguiente de llegar te levantaste muy temprano; a pesar de tus

predicciones dormiste como un tronco y te sentías fresco y despierto.

Compraste el periódico y un mapa de la ciudad y anduviste por las calles

del centro, bajando siempre, hasta lo que te pareció que debía ser el mar;

aunque supieras, de manera precisa y definitiva que el mar no existía aquí,

que el mar, en realidad, no existe ya en ninguna parte. Intuiste o imaginaste

las brumas marinas, la calina. Te sentaste en una terraza –ya no llovía, tal

vez no había llovido nunca–, bajo un sol mineral que hacía, sin embargo,

que las cosas crepitaran y parecieran más vivas que nunca, y pediste un

café. Mientra esperabas, desplegaste el mapa sobre la mesa, con un presagio

de alas blancas batidas por el viento. Y es que siempre es así, estás fascina-

do por las geografías falsas que se apuntalan entre coordenadas de papel.

¿Cómo podrás alguna vez ser consciente de las dimensiones del universo

si, a duras penas, eres capaz de imaginar las dimensiones de una ciudad?

Porque continúas siendo el mismo, en eso no has cambiado.

Cuando la camarera te trajo el café ya estabas seguro de que el mar

no estaba allí. Lo tendrías que haber sabido antes, porque no habías visto

gaviotas en el cielo pálido ni habías percibido los intestinos del océano

en la brisa, pero es que, como ya has pensado antes, el mar no existe

para ti. Es un lugar mítico solamente apto para hombres que se llaman

Ulises u Odiseo.

Igualmente, hiciste la pregunta.

Ella se inclinó hacia ti para oírte y sonrió, una sonrisa soñolienta –era

muy temprano– y un punto escéptica. «Me tomas el pelo, ¿verdad?», te

dijo. Y tú le contestaste que no, que en absoluto, que lo que pasaba era

que nunca habías sido un buen geógrafo. Y se alejó con el tintineo de los

vasos vacíos de las otras mesas entre los dedos.

Pero igualmente hiciste la pregunta.

Confirmaste que el café era buenísimo mientras seguías estudiando las

calles; sus nombres evocaban un pasado de gloria y fanatismo –como en

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todas las metrópolis del mundo– y también una sencillez sin referencias

que te hacían preguntarte, desubicado, quién sería la persona encargada

de nombrar lo que es nuevo, lo que nace de repente.

De vuelta a la ciudad, sentado al lado de la ventanilla del tren, te

sorprenderá la increíble puesta de sol. Viviste un tiempo aquí, tal vez el

suficiente como para que algunas cosas dejaran de tener una naturaleza

inesperada, pero, como el primer día, sentirás que aquella luz tendrá vo-

luntad de origen y de cataclismo. Pero no te preocupa la supuesta voluntad

de la luz. Y nunca te acostumbrarás, ahora ya lo sabrás, a los cielos secos,

infinitos, de la misma manera que siempre, vayas donde vayas, no dejarás

de buscar el mar (vaya donde vaya, mi corazón siempre estará contigo).

Aquella tarde, después del trabajo y de la siesta, vas al supermercado.

Septiembre se obstina todavía en la perpetuación de una canícula sin

sentido y el cielo es blanco, como si bajo la cúpula resplandeciente no

hubiera una ciudad de edificios, escombros y asfalto, sino desiertos y

montañas de dunas. Son las ocho de la tarde, pero el sol continúa cayendo

con persistencia de solsticio. Sin embargo, sabes que los días caminan

hacia el invierno y ya detectas los primeros síntomas de la oscuridad que

está por llegar. (Pienso en tu novela favorita, pienso en Paul Bowles, y

en Jane, y sigo sin entender por qué ésa, entre todas las novelas que has

leído en tu vida de lectura voraz e infatigable, sigue siendo tu preferida).

A lo largo del otoño, y mientras acontecen los fenómenos extraños, la

inquietud se hace un sitio en tu vida. Cada vez necesitas dormir más horas

y te cuesta más levantarte por las mañanas. A las siete de la tarde, cuando

ya ha oscurecido, te metes en la cama, tu respiración se hace más lenta

y los latidos de tu corazón se vuelven imperceptibles y escasos. Mientras

tanto, los días se recortan y los ratos de sol disminuyen en el minúsculo

balcón de tu casa. Pronto, el mal tiempo ya no es un anuncio de nada y

las estaciones corren hasta el desencuentro. Y un día, de repente, llega el

frío y el augurio del invierno hace que la ciudad se vuelva gris y que el aire

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se detenga. La sospecha de la bestia escondida, de su realidad inapelable,

va creciendo a medida que pasan los días y las extremidades te pesan

y el sueño te barra los párpados. Nunca hasta entonces habías bebido

tanto café y una tarde en que el crepúsculo se cierne sobre los tejados y

las farolas decides hacer caso de una compañera de trabajo, que piensa

que tienes otros problemas diferentes a los que sí que tienes, y empiezas

a consumir. Al principio, te dices, sólo para mantenerte despierto, para

no caer desplomado sobre la mesa de la oficina, pero las dosis van cre-

ciendo a medida que el solsticio se acerca y para Navidad descubres que

eres un cocainómano, además de un posible licántropo clínico. Salís por

la noche, como sonámbulos, abrazados a la droga y a vosotros mismos.

Ella, que resplandece siempre, que es divertida, inteligente y no tiene tus

circunstancias, consume todavía más que tú. Y te enamoras, no porque sea

una inconsciente que no evalúa las consecuencias de su comportamiento,

sino porque está ahí.

Una noche de luna llena, como no podía ser de otra manera, pensa-

rás ahora, tienes que acompañarla a urgencias, porque ha tomado algo

que no le ha sentado bien. En el hospital os tratan con desprecio, con

arrogancia, mientras ella está estirada en un box, delirando en su dulce

lengua materna. Tú te acercas a una ventana y ves la salida del sol. Ella

también mira y te pregunta que por qué es verde, y tú la miras, con un

vaso de plástico con café en la mano, sin entender qué te dice, y también

te dice que tu café quiere ir hacia ella. Unos minutos después, o unas

horas después, los médicos te dicen que no tiene nada y que puedes

llevarla a casa. En la salida de urgencias se suelta de tu mano y se tira al

suelo, incapaz de caminar. Intentas convencerla para que os vayáis, pero

no consigues moverla; su cuerpo menudo se ha vuelto pesado y rígido y

su obstinación tiene más fuerza que tu cansancio. Te sientas a su lado y

la abrazas y un borracho que pasa a vuestro lado os insulta y os escupe.

Tienes ganas de echarte a reír o de dejarla allí, a su suerte, pero no lo haces.

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Al día siguiente, lunes, no consigues levantarte para ir a trabajar.

Piensas en la nieve, en las largas noches de oscuridad, en el cielo ciego

de estrellas y en la ausencia del mar, y sabes que tienes que irte, lejos, a

un sitio donde siempre sea verano. Pero decides esperar, midiendo tus

fuerzas, sólo un par de meses más; al fin y al cabo, lo peor de la oscuridad

ya ha pasado y no quieres separarte de ella. Y un día llega la primavera

y luego el solsticio y tú ya no consumes, y dejas de acompañarla en sus

aventuras nocturnas.

Y a finales del verano, el mismo día en que llegaste, te vas. No te

despides de nadie, y dejas tu piso y coges un avión y comienza una

nueva vida errante para ti. Has escapado este invierno, el primero, de la

castástrofe. Y has escapado de tu adicción.

Por eso no sabrás qué haces aquí de vuelta. Cuál es el motivo por el

que decides volver. No tendrás ninguna esperanza de responder a las in-

cógnitas. Tal vez, solamente, es que ya te has cansado de dar vueltas. Pero

¿por qué elegir esta ciudad? ¿Por qué elegir un sitio como éste? ¿Por qué

elegir el invierno cuando sabes los efectos que el invierno tiene sobre ti?

Pedirás una habitación en un hotel. Para una noche, dirás, y sonreirás,

ahora que ya conocerás lo que significa una noche en enero en este hemis-

ferio. Es invierno. Noche cerrada a las cinco de la tarde. Tienes curiosidad

por saber cuándo empezarás a notar los efectos de la oscuridad y del frío.

Algunos días, pocos en realidad, después del trabajo y de la siesta,

y antes de unirte al tumulto de las calles, en aquellas noches calurosas

y cortísimas del verano, previas a tu marcha, cuando ya no estás con

ella, te acostumbras a pasear, a la hora del crepúsculo, por los diferentes

miradores de la ciudad. Haces y deshaces las rutas, caminas como un

explorador, buscando los tonos de la agonía y la muerte. Cuando el sol

desciende tras el horizonte el mundo se detiene, sólo un instante, y todo

calla a tu alrededor, y del vientre de la tierra, o desde tu mismo corazón,

brota un único sonido, una vibración originaria estremecedora que es,

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sin embargo, perceptible muchas veces. Y continúas callejeando, enamo-

rado todavía, pensando en el dolor de la separación y la pérdida. Dolores

insignificantes, si los comparas con tu enfermedad, insistes en decirte.

Te meterás en la cama. Apagarás todas las luces, después de avisar

en recepción que te despierten a las ocho de la mañana. Te taparás con

las sábanas hasta la nariz y te cubrirás con el edredón suave. Antes de

dormirte, con los ojos cerrados, sentirás cómo se amortigua tu corazón

y la desaceleración de tu respiración.

No pensarás.

Y, tal vez, no te despertarás hasta la primavera.