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Fragmento de la novela catalonia paradis

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Fragmentos de catalonia paradis de josé Vaccaro

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La novela Catalonia Paradís comienza así: Carles Granell i Sobrevíes, Director de Urbanismo de la Generalitat de Catalunya desde hacía seis años levantó su Parker de la hoja escrita y releyó atentamente aquellas manchas de negro sobre blanco que debían ser el último testimonio de su paso por este mundo. Solamente añadió una coma, lo firmó y lo introdujo en un sobre con indicación del destinatario: “Para Marta”. El texto lo tenía decidido y memorizado desde hacía días, por eso le fue posible escribirlo de corrido. Era un mensaje de despedida corto y preciso propio de su estilo, en él pretendió resumir el cariño que le significaba su mujer, y al tiempo pedirle perdón por haber edificado aquellos más de treinta años de convivencia sobre una simulación y una mentira. Se levantó, dejó el sobre cerrado encima de una de las dos banquetas del recibidor de su antiguo despacho profesional para que quien entrara lo viera inmediatamente y regresó al taburete colocado frente a su mesa de dibujo, en la cabecera de la hoy desierta sala de delineantes. Allí, donde tiempo atrás había desarrollado su trabajo de arquitecto liberal ahora, de vez en cuando, acudía a lamerse las heridas que la vida y su labor al frente del urbanismo catalán le deparaban (claudicaciones, complicidades, verdades a medias, codicias y miserias), y que en aquel lugar, como si del útero materno se tratara, completamente a solas y en silencio con sus pensamientos era capaz, tras horas de reflexión, de cicatrizar y cerrar. Abrió el cajón del mueble auxiliar situado entre los caballetes que sostenían el tablero de la mesa, sacó la pistola Astra 300, comprobó que estaba cargada y le quitó el seguro, al tiempo que la miraba como algo extraño a pesar de la cantidad de ocasiones en que la limpió, engrasó y usó. Veía la cuadrícula del grabado en relieve de la negra culata, la oscuridad y el rayado del ánima de seis estrías del cañón, su peso, el roce frío del metal y el pavonado del acero dotados de un sentido y una imagen distintos a lo habitual. Posiblemente esa diferente percepción del arma, tantas veces empuñada y disparada en Montjuich, respondía a la conciencia de ser el instrumento de muerte elegido para acabar con su vida.

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Página 154: Tenía apenas quince años y el alcalde del pueblo donde nació en la provincia de Badajoz la desvirgó. El tipo era un alférez provisional franquista que en su vida disparó un tiro al aire, pero que como mérito contaba con la protección del gobernador militar de la época. Después supo que ese día, cuando su madre la envió al Ayuntamiento lo hizo a sabiendas de lo que la esperaba tras su arreglo con don Damián, la omnipotente primera autoridad y cacique del lugar, para ofrecerle a aquel viejo lascivo de mirada torcida y pene arrugado y hediondo la flor temprana que habitaba en su casa, “su niña Engracia”, le dijo mientras cerraba el precio. El aliento fétido del anciano, su barriga, sus adiposos pectorales aprisionándola hasta casi impedirle respirar y el sudor que despidió durante los quince minutos que precisó para culminar aquello por lo que pagó cincuenta duros la marcaron de por vida. Cuando regresó a su casa llevaba el himen abierto de par en par, el paso corto para evitar que la hemorragia procedente de la herida le chorreara por los muslos y la sangre represada en un pañuelo embutido dentro de las bragas que se colocó en la entrepierna a modo de tapón. Su madre la esperaba y le tenía preparado un barreño con agua caliente y una pera de goma. Le señaló ambos objetos instalados en medio de la cocina, junto a un taburete, y sin más la conminó: -¡Anda, lávate! Y luego te metes en el coño el líquido de la pera. Pero bien adentro, ¿eh? Siguieron nuevas citas con don Damián, y un precio de veinte duros que supo pagaba el viejo por cada encoñamiento, cantidad que servía para mantener a la familia. Se empleaba, además de para comprar comida, para costear las garrafas de ocho litros de vino peleón que una tras otra su padre borracho, que ni sabía ni quería saber de dónde procedía el dinero, bebía como si fuera agua del grifo. A partir de la tercera vez fue ella misma quien tuvo que calentarse el agua para lavarse y a continuación meterse el brebaje contenido en la pera de goma, un líquido espeso y maloliente que tenía la función, según le explicó su madre, de evitar su embarrigamiento. Pensó si era por las pocas ganas que tenía de ser abuela o porque de serlo se acabó el negocio.

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Página 183: -Esa recalificación tan bestia de trescientas hectáreas la han bautizado sus promotores con el sonoro nombre de Catalonia Paradís. Parece que en las alturas gusta mucho la conjunción de los dos sustantivos -adoptó la cara de filósofo de que se investía cuando pretendía trascender-: A mí ese nombre me suena a puticlub, creo que hubiera sido mejor apellidarlo con algo parecido a “Visca el pam quadrat requalificat” [Viva el palmo cuadrado recalificado]. –Viendo que su ocurrencia no tenía respuesta se encogió de hombros-: En fin, ellos sabrán. –E hizo un gesto con las manos para volver a aterrizar: -Vayamos a lo importante, porque ahora es cuando aparece Granell. La Modificación del Plan General Metropolitano de que te he hablado, de trescientas hectáreas, afecta a un suelo actualmente destinado a reserva aeroportuaria. Allí ese Catalonia Paradís, de tener luz verde, permitiría construir en un futuro más de veinte mil viviendas, una arriba o una abajo, y varios complejos comerciales y administrativos. C’est a dire, de no poder hacerse prácticamente nada, del cero patatero, se pasa al equivalente de una ciudad de ochenta mil habitantes. Las plusvalías y los beneficios que eso comporta para los propietarios del suelo ni te lo cuento, ¡son de cagarse y de orinarse! El cambiazo desde la situación actual, cuando solo se pueden plantar coles y esperar a la expropiación para instalar allí los GPS de los aviones al uso residencial, con esa densidad de viviendas, permite obtener unos beneficios astronómicos. ¡La releche! -¿De cuánto estaríamos hablando? -Pues mira, si la repercusión por vivienda en el Baix es, con crisis y todo y por lo bajini, de unos doscientos mil euros, añadiendo lo del comercio y las oficinas, el valor del suelo una vez urbanizado sería, céntimo más o menos, y si las matemáticas no me fallan, de cinco mil millones de euros. ¡Una auténtica pasada!, ¡joder tío, hay días que yo no los gano! -Veinte mil viviendas son muchas. ¿Ya caben? -¡Buena pregunta, Watson! Sí que caben, sí. Pero, ¿tú sabes cómo se consigue que quepan? ¡Hostia macho!, te estoy dando un curso-chapuza acelerado, ¿te das cuenta, no? -¿Cómo se hace para que quepan? -le cortó. -¡Pues apiladas!, en vertical, guapo, ¡en vertical!, ¡una encima de otra! La ley prevé que hay que hacer una reserva mínima a ras del suelo de zonas verdes por cada cien metros cuadrados de techo que se construya. Y como puedes entender, si tanta cantidad de edificación se quiere meter, tanto se busca edificar, la única posibilidad de liberar terreno para cumplir esa proporción es haciendo edificios altos, cuanto más altos mejor. No es que se construya en altura porque sea más lindo, más moderno o más ecológico, ¡no! Se construye en altura porque así se consigue el espacio necesario para

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colocar las zonas verdes que de otra forma no cabrían. –Hizo un alto para comprobar que Jover lo entendía, y concluyó-: Aunque cueste más pasta levantar rascacielos, gratacels –pronunció arrastrando la erre y la ele- que edificios canijos. -¿Y ese Catalonia Paradís? -¡Ése se lleva la palma! Torres de veinticinco y treinta plantas. ¡Que viva el progreso, el vino y las mujeres! –Le obsequió con una mirada de suficiencia: -Lo dicho, te estoy desasnando. Por aprender cosas como éstas la gente tiene que hacer un master y pagar una matrícula. Y yo aquí, dándote clases gratis en una sobremesa de medio tenedor.

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Página 195: Esperaba de los reunidos su conformidad de entrar en la operación y la aceptación de una comisión para él del doce por ciento de los beneficios y la exclusiva de la comercialización, aparte del quince por ciento que tenía como propietario. Hasta tanto ese trato no se cerraba (aunque esperaba salir de la reunión con un acuerdo), recordó la evolución sufrida por la cajalada [mordida] en los últimos años. Si al principio se ponía como excusa por los políticos que paraban la mano el coste de las campañas electorales y la insuficiente financiación de los partidos, ahora ni se mencionaban. Se trataba, pura y simplemente, de comprar la voluntad de los miembros de la casta política (en este caso casta no tiene nada que ver con castidad, muy al contrario) con nombres y apellidos muy concretos. Y a la financiación de los partidos, que le den, entre otras razones porque la masa borreguil resultaba que seguía votando a las mismas siglas bajo las que se suponía estaban los suyos. Y si había abstención, pues miel sobre hojuelas, la dependencia de interinos, subvenciones y demás sinecuras por parte de afiliados y asociaciones afines hacía que, a menos votantes, mayor la proporción de los incondicionales estómagos agradecidos. En lo tocante a los pringues, y en pleno siglo veintiuno, todo quisque se había quitado la careta. Los bocadillos, como se llamaba a los paquetes de billetes de quinientos envueltos en papel de periódico habían ganando peso a un ritmo muy superior al del IPC. A sus destinatarios solamente les preocupaba que el tall [la substancia] que contenían fuera jabugo Cinco Jotas, aunque a un Joselito tampoco le hacían ascos.

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Página 300: Sabía que el Señor idolatraba a su única hija, una mujer tan orgullosa como su padre y enemistada con él. La cocinera que servía en la casa desde siempre le dijo en cierta ocasión que el Señor no aprobó la boda de Marta con Carles Granell, lo que ocasionó la ruptura de padre e hija después de una violenta discusión cuyos gritos aún resonaban en el palacete. El arquitecto se convirtió así en un abismo entre ellos. Marta Estruch, que recibió una suculenta herencia de su madre muerta de cáncer cuando ella tenía quince años, jamás volvió a hablar, visitar ni pedir ayuda al viejo, aunque éste, a distancia, nunca la dejó de vigilar y amparar. El propio Enrique en más de una ocasión fue el encargado de seguirla y velar por ella si consideraba que le rondaba algún peligro o simplemente el anciano quería enterarse de sus andanzas, cuando no era Pedrós a quien convocaba para informarse a sus espaldas de las cuitas del matrimonio. Así fue hasta hacía poco. Porque unas semanas atrás, a los cuatro días del suicidio de Carles Granell su viuda, por primera vez en casi treinta años se presentó en el palacete. Cuando estuvo ante el anciano se abrazó a él y rompió a llorar. Enrique, oculto tras una cortina contempló como el Señor, hecho un cuatro, se retorcía en su silla de inválido y esforzaba por alzarla y abrazarla, buscando sus bisbiseantes labios la frente y el pelo de la mujer. Marta se acuclilló como un bebé mientras dejaba que aquellos dedos artríticos acariciaran su cuello y sus mejillas igual que cuando era niña. No oyó de qué hablaron, apenas un murmullo ininteligible. Unos minutos más tarde, quince o veinte, la mujer se puso de pié y se fue. Aquella visita contenía una petición de ayuda a la que el viejo desde ese momento no había dejado de dedicarse en cuerpo y alma en la única forma que sabía. La venganza hacia quien le había causado daño.