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1 i Jeffry A. Frieden ([2006] 2007) Capitalismo global (Capítulos 4 y 5) 1 d FRIEDEN, Jeffry A. ([2006] 2007): "Fracasos en el desarrollo" ; "Problemas de la economía global" — Capítulos 4 y 5 (pp. 115-170 y notas p. 632-634) de: Capitalismo global : El trasfondo económico de la historia del siglo XX / Jeffry A. Frieden ; prólogo de Paul Kennedy ; traducción de Juanmari Madariaga — Barcelona : Crítica, 2007 — 726 pp. — (Memoria Crítica) — ISBN-13: 978-84-8432- 855-1 — [Traducción de: Global Capitalism : Its Fall and Rise in the Twentieth Century — New York ; London : W. W. Norton, 2006] 4 Fracasos en el desarrollo El cónsul británico en la colonia conocida como Estado Libre del Congo se desesperaba contemplando los infortunios de sus oprimidos habitantes. «Uno se pregunta en vano —escribía en 1908— qué beneficios ha obtenido esta gente de la supuesta civilización del Estado Libre. En vano buscaríamos ningún intento de recompensarlos de algún modo por la enorme riqueza que vierten al Tesoro del Estado. Sus industrias nativas están siendo destruidas, se les ha arrebatado la libertad y su número decrece.» 1 Pese a la revolución económica de la Edad de Oro, la mayor parte del mundo permanecía horrorosamente pobre. Aunque las regiones de rápido desarrollo iban trepando por la escalera del éxito industrial, gran parte de Asia, África y Oriente Medio, e incluso partes de Rusia, del este y el sur de Europa y de Latinoamérica se deslizaban a niveles cada vez más bajos. Casi todas las regiones del mundo crecían, pero había grandes disparidades en sus tasas de crecimiento. Las diferencias en cuestión —un punto porcentual acá o allá— pueden parecer pequeñas, pero el efecto de un crecimiento más lento se iba acumulando durante décadas. En 1870, por ejemplo, China y la India eran un 20 por 100 más pobres que México en términos de producción per cápita (una diferencia aproximadamente equivalente a la que existía en 2000 entre Europa occidental y Estados Unidos). Durante los cuarenta años siguientes la tasa de crecimiento de los gigantes de Asia era alrededor de un punto y medio menor que la de México. En 1913 México era tres veces más rico que los dos países asiáticos (una diferencia casi equivalente a la que existía entre Estados Unidos y México en 2000). 2 En general, Europa occidental, las áreas de reciente colonización y Latinoamérica crecieron unas cuatro veces más rápida que Asia y una vez y media más rápida que el sur y el este de Europa.

FRIEDEN - 2006 - Fracasos en El Desarrollo - Cap 4 Problemas de La Economia Global

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1 i Jeffry A. Frieden ([2006] 2007) Capitalismo global (Capítulos 4 y 5) 1 d

FRIEDEN, Jeffry A. ([2006] 2007): "Fracasos en el desarrollo" ; "Problemas de la economía global" — Capítulos 4 y 5 (pp. 115-170 y notas p. 632-634) de: Capitalismo global : El trasfondo económico de la historia del siglo XX / Jeffry A. Frieden ; prólogo de Paul Kennedy ; traducción de Juanmari Madariaga — Barcelona : Crítica, 2007 — 726 pp. — (Memoria Crítica) — ISBN-13: 978-84-8432-855-1 — [Traducción de: Global Capitalism : Its Fall and Rise in the Twentieth Century — New York ; London : W. W. Norton, 2006]

4Fracasos en el desarrollo

El cónsul británico en la colonia conocida como Estado Libre del Congo se desesperaba contemplando los infortunios de sus oprimidos habitantes. «Uno se pregunta en vano —escribía en 1908— qué beneficios ha obtenido esta gente de la supuesta civilización del Estado Libre. En vano buscaríamos ningún intento de recompensarlos de algún modo por la enorme riqueza que vierten al Tesoro del Estado. Sus industrias nativas están siendo destruidas, se les ha arrebatado la libertad y su número decrece.»1

Pese a la revolución económica de la Edad de Oro, la mayor parte del mundo permanecía horrorosamente pobre. Aunque las regiones de rápido desarrollo iban trepando por la escalera del éxito industrial, gran parte de Asia, África y Oriente Medio, e incluso partes de Rusia, del este y el sur de Europa y de Latinoamérica se deslizaban a niveles cada vez más bajos.

Casi todas las regiones del mundo crecían, pero había grandes disparidades en sus tasas de crecimiento. Las diferencias en cuestión —un punto porcentual acá o allá— pueden parecer pequeñas, pero el efecto de un crecimiento más lento se iba acumulando durante décadas. En 1870, por ejemplo, China y la India eran un 20 por 100 más pobres que México en términos de producción per cápita (una diferencia aproximadamente equivalente a la que existía en 2000 entre Europa occidental y Estados Unidos). Durante los cuarenta años siguientes la tasa de crecimiento de los gigantes de Asia era alrededor de un punto y medio menor que la de México. En 1913 México era tres veces más rico que los dos países asiáticos (una diferencia casi equivalente a la que existía entre Estados Unidos y México en 2000).2 En general, Europa occidental, las áreas de reciente colonización y Latinoamérica crecieron unas cuatro veces más rápida que Asia y una vez y media más rápida que el sur y el este de Europa.

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Las clases dominantes de esas sociedades eran los principales responsables de su incapacidad para aprovechar las nuevas oportunidades económicas. Muchos gobernantes eran incapaces o no deseaban crear las condiciones para un crecimiento económico sostenido. Algunos de ellos representaban a potencias coloniales extranjeras y utilizaban medios venales y parasitarios para explotar a la población local. El Congo era quizá el ejemplo más sobresaliente de una sociedad abrumadoramente explotada por los colonialistas.

EL REY LEOPOLDO Y EL CONGO

William Sheppard era un misionero afroamericano que llegó al África central con la intención de convertir a sus habitantes al presbiterianismo. Por accidente se vio complicado en un escándalo mundial que puso en la picota a uno de los regímenes coloniales más asesinos de los tiempos modernos.3

Sheppard nació en Virginia en las últimas semanas de la guerra civil estadounidense, en una familia de negros libres. Fue ordenado como pastor presbiteriano a la edad de veintitrés años y pronto se presentó voluntario para el trabajo misionero en África. En 1890, Sheppard y un pastor estadounidense blanco, Samuel Lapsley, crearon una misión en Luebo, en la remota región de Kasai en la cuenca central del Congo.

La presencia de los jóvenes estadounidenses en aquella región aislada se debía a los extraordinarios designios y la insistencia de un monarca europeo obsesionado por las riquezas de África. En la época en que Sheppard llegó a África, el rey Leopoldo II de Bélgica llevaba veinte años construyendo un imperio personal en el continente. Leopoldo sabía que Bélgica no podría nunca conquistar por sí misma una colonia, ya que no tenía armada ni marina mercante, y el propio Leopoldo era prácticamente el único belga destacado con ambiciones imperiales, por lo que se presentó como un benefactor que pretendía llevar el cristianismo a la población africana. Criticó con especial dureza la trata de esclavos en el continente, que una vez que las potencias europeas suprimieron la trata transatlántica en la década de 1840 se había convertido en una cuestión interna entre esclavistas árabes e indígenas. Leopoldo predicaba que la explotación de «seres humanos totalmente inocentes, brutalmente reducidos a la cautividad, condenados en masa a trabajos forzados ... es motivo de vergüenza para nuestra época.»4

El rey Leopoldo II comenzó su carrera en África como patrocinador de exploradores, financiando la expedición de Henry Stanley que fue el primero en seguir el río Congo desde su nacimiento hasta el Atlántico (1879-1884). Una vez establecidas sus credenciales, Leopoldo II convenció a las potencias europeas para

que le concedieran la autoridad personal sobre toda la cuenca del Congo, una área tan grande como Europa occidental y de la que se suponía que acumulaba enormes riquezas naturales*a. Su éxito en obtener el control del Congo no fue consecuencia de su capacidad ni de la influencia geopolítica de Bélgica, ambas ínfimas. Para las potencias europeas que se estaban dividiendo África, el nuevo Estado Libre del Congo era un útil amortiguador que separaba las colonias francesas, británicas, alemanas y portuguesas de la región. Leopoldo aceptó permitir a todos los extranjeros igual acceso a las riquezas del área, así que los europeos no tenían necesidad de preocuparse de que la región quedara fuera de sus ambiciones.

Sheppard, Lapsley y otros misioneros protestantes estadounidenses sirvieron a los propósitos de Leopoldo. Contrarrestaban la influencia de los misioneros católicos portugueses y franceses, de los que Leopoldo sospechaba que favorecían a su patria respectiva. Como estadounidenses podían recabar apoyo en Estados Unidos para las ambiciones belgas. Los protestantes también podían ayudar a abrir áreas en el interior del Congo para el Estado Libre de Leopoldo, cuya influencia estaba limitada por la vastedad del país. Leopoldo se reunió con Lapsley cuando los dos misioneros se dirigían a África y el ingenuo pastor de veinticuatro años quedó conmovido por la «evidente simpatía del Rey hacia mi misión ... Su expresión era muy amable y su voz igualmente agradable ... Me asombra hasta qué punto ha podido Dios cambiar las cosas para que un rey católico, sucesor de Felipe II, pueda hablar de misiones en el extranjero con un chico estadounidense presbiteriano.»5

Leopoldo aconsejó a Lapsley que acompañara a Sheppard a la región de Kasai; le dijo que las tropas de su Estado Libre podrían protegerlo mejor allí que en otros lugares. De hecho, Leopoldo quería que los jóvenes estadounidenses fueran a Kasai porque era un área que las autoridades del Estado Libre no conocían ni controlaban, y las misiones podrían ayudar a asegurar la influencia y autoridad de la administración de Leopoldo.

Sheppard le cogió cariño a África y a sus habitantes desde el primer momento. Aprendió las lenguas locales y construyó una red de amigos y aliados. Cuando Lapsley murió antes de cumplir dos años en la misión, Sheppard dirigió solo durante cinco años la misión presbiteriana en Kasai. Estudió la sociedad indígena con gran interés y éxito, consiguiendo finalmente entrar en la corte del poderoso y prácticamente desconocido reino de Kuba. Impresionó al público europeo y estadounidense con sus informes y su colección de artefactos, y en 1893 se convirtió en el primer afroamericano y uno de los más jóvenes en ser elegido para formar parte de la Royal Geographic Society británica, probablemente el más alto honor que se podía conceder a un explorador. La Royal Geographic Society también bautizó a un lago de la región de Kasai con el nombre de Sheppard, que lo había «descubierto».

El descubrimiento por aquella época de una contabilidad más doméstica tuvo

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mayor impacto en el Congo. A finales de la década de 1890 Edmund Dene Morel trabajaba para la línea naviera británica Elder Dempster que disfrutaba del monopolio del transporte de mercancías desde Boma hasta Amberes, ciudad que visitaba a menudo para controlar sus negocios. Morel creía firmemente en el libre comercio y al principio era un entusiasta partidario de la iniciativa de Leopoldo II, pero acabó observando un hecho sospechoso. «El Congo —escribía Morel más tarde— exportaba crecientes cantidades de caucho y marfil por los que, teniendo en cuenta las estadísticas de importación, los nativos no recibían nada o prácticamente nada ... No les llegaba nada a cambio de lo que salía de allí.» Casi lo único que la Elder Dempster transportaba al Congo desde Amberes eran armas y municiones para los soldados del Estado Libre. Y tampoco les podía llegar por otra vía, ya que la línea de Morel tenía el monopolio. A los africanos del Congo no se les permitía utilizar dinero, así que, si no se les pagaba en especie, es que no se les pagaba en absoluto por el suministro de marfil y caucho. Morel sacó la inevitable conclusión: «Trabajos forzados terribles y continuos eran lo único que podía explicar tales beneficios inauditos ... Trabajos forzados de los que el gobierno del Congo era el beneficiario inmediato; trabajos forzados dirigidos por los socios más cercanos del propio Rey.»6

Morel había descubierto así la lógica económica del reino africano de Leopoldo. Este esperaba obtener enormes beneficios en el Congo; pero primero había que conquistar la región y gobernarla, y esto era inmensamente caro, tan caro que Leopoldo II tuvo que endeudarse mucho para conseguir que su Estado Libre funcionara. Durante una década el marfil de la región proporcionó parte del dinero necesario, pero a mediados de la década de 1890 el caucho sustituyó al marfil como producto más importante de la colonia. La demanda mundial de caucho crecía meteóricamente a medida que las innovaciones técnicas hacían el material más versátil y que inventos como la bicicleta y el automóvil multiplicaban la necesidad de neumáticos de caucho.

El caucho salvaje del Congo era un recurso muy cómodo para el rey sediento de dinero, ya que se producía naturalmente y no costaba nada plantarlo. El problema era que reunirlo resultaba dificil y doloroso: las lianas de las que se extraía estaban dispersas en la selva, donde llovía incesantemente y no había senderos, y a menudo la única forma práctica de convertir el látex en caucho era que el cosechador lo repartiera sobre su cuerpo hasta que coagulara y se secara, arrancándoselo después junto con el vello corporal. La cosecha era de hecho tan difícil que los administradores coloniales no podían inducir a los congoleños a cosechar el caucho voluntariamente a cambio de otros artículos, así que el Estado Libre recurrió a la fuerza, estableciendo un «impuesto» que los nativos debían pagar en caucho.

Los soldados del Estado Libre utilizaban infinidad de métodos para obligar a la población a cosechar el caucho crudo. A veces secuestraban a las mujeres y los

niños de las aldeas, manteniéndolos como rehenes hasta que los varones entregaban la cuota establecida de caucho. A veces sobornaban a los caciques locales para que obligaran a sus súbditos a proporcionar el caucho. Cuando todo eso fallaba, los soldados quemaban y arrasaban las aldeas recalcitrantes hasta los cimientos y masacraban a sus habitantes como escarmiento para las aldeas vecinas.

Las noticias sobre las fechorías cometidas en el Estado Libre acabaron filtrándose fuera del Congo. En 1899 el nuevo encargado de la misión presbiteriana, William Morrison, envió a Sheppard a investigar los informes sobre el conflicto entre el reino de Kuba y una tribu caníbal comerciante en esclavos llamada de los zappo-zap. Sheppard regresó a la capital de Kuba*b y comprobó con horror que la región había sido devastada. El brutal sistema de recogida de caucho del Estado Libre había llegado a Kuba, que se había resistido viéndose reducida su población a trabajos forzados. El Estado Libre de Leopoldo II había contratado a los zappo-zap y los había enviado a pacificar Kuba, sobre la que establecieron un reinado del terror.

Sheppard tropezó por fin con un grupo de zappo-zap que lo llevaron ante su jefe, Malumba N'kusa. Este creyó que era belga y se jactó ante él de haber destruido aldeas enteras. El propio Sheppard vio montones de cuerpos a los que habían cortado trozos para consumo de los soldados. Según escribió Sheppard, el jefe Malumba «nos condujo a un armazón de estacas bajo el que ardía un fuego lento, y allí estaban las manos derechas de los cadáveres. Llegué a contar ochenta y una en total.» Malumba le explicó a Sheppard: «Aquí está nuestra prueba. Siempre les corto la mano derecha a los que matamos para mostrar al Estado cuántos hemos matado.»7 La lógica de Leopoldo II también funcionaba allí. El Estado Libre suministraba armas y municiones a sus mercenarios pero temía que los utilizaran más para cazar que para los asuntos del Estado. Para hacer ver que estaban cumpliendo con su deber, los soldados tenían que demostrar que las armas y municiones del Estado se estaban utilizando para finalidades militares. Las manos derechas ahumadas de sus víctimas demostraban que el dinero del Estado Libre no se estaba dilapidando.

Al cabo de unas semanas el informe de primera mano de William Sheppard sobre las atrocidades en la región de Kasai apareció en las primeras páginas de los periódicos de todo el mundo. Entretanto Edmund Morel había proseguido sus investigaciones sobre el fraude comercial de Leopoldo II con un esfuerzo sistemático por revelar al mundo la realidad congoleña. Comenzó un diario que publicó página tras página los horrorosos detalles sobre la brutalidad de la administración belga. Pocos meses después de las revelaciones de Sheppard un hombre de negocios estadounidense, Edgar Canisius, fue testigo de una expedición de castigo de los soldados del Estado Libre. En el transcurso de seis semanas, según Canisius, las tropas habían «matado a novecientos hombres, mujeres y niños

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nativos», con el objetivo de «añadir ... veinte toneladas de caucho a la cosecha mensual.»8 Tras la difusión de estos informes, en 1903 la Cámara de los Comunes británica protestó oficialmente ante Leopoldo II de Bélgica. El Foreign Office británico envió a su cónsul en el Congo a realizar una investigación que duró meses por todo el interior y que confirmó las críticas más severas contra Leopoldo.

La Asociación de Reforma del Congo de Morel movilizó a la opinión mundial contra el saqueo del Congo. El movimiento ganó fuerza rápidamente, recibiendo el apoyo de antiimperialistas como Mark Twain, cuyo Soliloquio del rey Leopoldo de 1905 es una amarga obra maestra de sátira política. Hasta convencidos imperialistas se unieron al clamor contra Leopoldo II porque sus desmanes desacreditaban el dominio colonial «responsable». En enero de 1905, de hecho, uno de los principales imperialistas estadounidenses, el presidente Theodore Roosevelt, recibió a William Sheppard en la Casa Blanca y respaldó sus esfuerzos en pro de los congoleños. A las potencias europeas, más pragmáticas, les preocupaba que Leopoldo no estuviera cumpliendo su compromiso de mantener el Congo abierto al comercio y la inversión de otros y estuviera reservando las oportunidades de beneficio a sus propios sicarios.

El poderoso Partido Obrero y otros reformadores belgas se unieron al ataque, pidiendo que el imperio africano del rey quedara bajo administración del gobierno belga para ser regido de forma más responsable por un poder colonial adecuado. Sólo los más radicales concebían la posibilidad de la independencia, ya que, aparte de las repúblicas blancas del sur de África, en aquel momento sólo había dos países independientes en toda el África subsahariana.*c Leopoldo II respondió nombrando una comisión de investigación, pero incluso ésta encontró pruebas contra él: «La exacción de un impuesto en trabajo es tan opresiva que los nativos a los que afecta no tienen apenas libertad ... Los nativos son prácticamente prisioneros en su propio territorio.» La comisión condenó las frecuentes «expediciones punitivas ... con el propósito de aterrorizar a los nativos y que paguen un impuesto... que los comisionados consideran inhumano.»9 El rey se vio finalmente obligado a ceder el control de la colonia al gobierno belga, que suprimió los peores excesos.

Sin embargo, los conflictos de William Sheppard con las autoridades congoleñas no habían acabado. En 1907 describió elocuentemente cómo los comerciantes de caucho habían destruido la estructura social del medio millón de habitantes de Kuba:

Hace tan sólo unos pocos años, los viajeros que llegaban a este país encontraban a sus habitantes viviendo en grandes casas, cada una de ellas con entre una y cuatro habitaciones, amando y viviendo felizmente con sus mujeres e hijos; era una de las tribus más prósperas e inteligentes de toda África, aunque viviera en uno de los lugares más remotos del planeta ... Pero durante esos tres últimos años, ¡cuánto han cambiado las cosas! En

sus tierras de cultivo crecen matorrales y jungla, su rey es prácticamente un esclavo, sus casas ya sólo son habitáculos semiconstruidos y están muy abandonadas. Las calles de sus ciudades no están limpias y bien barridas como solían estarlo; incluso sus niños lloran pidiendo pan. ¿Por qué este cambio? La respuesta se puede resumir en pocas palabras: hay centinelas armados de las compañías estatutarias comerciales que obligan a los hombres y mujeres a pasar casi todos sus días y noches en los bosques de la región recogiendo caucho, y el precio que reciben es tan bajo que no pueden vivir de él.10

Los ofendidos directores de la compañía comercial estatutaria local, la Compagnie du Kasai, presentaron una denuncia por difamación contra Sheppard en un tribunal congoleño. Morel y los presbiterianos crearon una red mundial en su apoyo cuando iba a ser juzgado en Léopoldville [actual Kinshasa]. El gobierno estadounidense protestó contra el juicio y el dirigente del Partido Obrero Belga*d

Émile Vandervelde se apresuró a viajar al Congo para actuar como abogado de Sheppard. Aquel espectáculo puso aún más de relieve la naturaleza cruel del dominio de Leopoldo II y los beneficios que obtenían sus compañías preferidas; finalmente el juez rechazó las acusaciones contra Sheppard. Después de casi veinte años en el Congo, éste optó por regresar a casa. Se retiró del trabajo misionero y pasó sus últimos veinte años como pastor en Louisville, Kentucky. El propio Leopoldo II murió en 1909, poco después de la absolución de Sheppard, en un estado tan próximo a la desgracia como podía estarlo un monarca reinante.

El Estado Libre del Congo de Leopoldo II fue el epítome de los males coloniales modernos. Sir Arthur Conan Doyle, el autor de los relatos protagonizados por Sherlock Holmes, llamaba a la explotación de Leopoldo II en el Congo «el mayor crimen de la historia, el mayor por haber sido llevado a cabo bajo una odiosa pretensión de filantropía.»11 Por exagerado que pudiera parecer este juicio, expresaba la repugnancia popular frente a los horrores del dominio colonial, una repugnancia expresada gráficamente por el poeta jazzista estadounidense Vachel Lindsay en su poema épico El Congo:

Escuchad los alaridos del fantasma de LeopoldoArdiendo en el averno por el cerro de manos cortadas.Oíd cómo los demonios se chancean y aúllancortándole las manos allá abajo en el infierno.

Los veinticinco años de desgobierno, saqueo y crueldad de Leopoldo II causaron la muerte violenta de millones de congoleños, pero provocaron un daño aún mayor: la destrucción de gran parte de la estructura social de la región. Los amos coloniales descoyuntaron o devastaron las comunidades locales, exacerbaron los

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conflictos entre los habitantes del área y no dieron a los congoleños la oportunidad de adoptar y adaptar lo que les pudiera ser útil de la metrópoli. La administración colonial imposibilitó prácticamente a los habitantes de una región con extraordinarios recursos naturales su utilización para desarrollar su economía. Leopoldo II nunca visitó el Congo; su interés era financiero y político, no personal. Pero el soberano feudal ausente y su Estado Libre hicieron un daño enorme a la región. Fueron los principales responsables del decepcionante rendimiento económico de la colonia centroafricana mientras la gobernaron y de su estancamiento en las décadas siguientes.

COLONIALISMO Y SUBDESARROLLO

Mark Twain llamaba a Leopoldo II y sus colegas «el trust de las bendiciones de la civilización». Sobre ese trust escribió: «Hay en él más dinero, más territorio, más soberanía y otros tipos de privilegios que en cualquier otro juego en el mundo.»12

Muchos miembros del trust estaban decididos, como Leopoldo II, a exprimir el valor de sus posesiones. Extraían todos los recursos que podían en enclaves cerrados con minas de cobre u oro o plantaciones de bananas o caña de azúcar. Los propietarios, clientes y a veces hasta los trabajadores de esos enclaves no tenían ningún interés a largo plazo en la región, y el efecto sobre la economía local era mínimo. Con cierta frecuencia, cuando las explotaciones necesitaban trabajadores, como en el Congo, las autoridades coloniales imponían trabajos forzados a los residentes locales.

La economía de tales enclaves era poco más que saqueo organizado. Se extraían recursos valiosos sin dejar tras ellos ninguna riqueza, tecnología o formación. Los colonialistas sometían a veces a los habitantes indígenas a condiciones próximas a la esclavitud, trastornando su modo de vida normal y destruyendo la economía local. Leopoldo II en el Congo y los portugueses en sus colonias fueron los principales explotadores coloniales. Aquellos regímenes eran tan depredadores que incluso en aquella época la difusión de las revelaciones sobre sus pillajes despertó una indignación general, como en el caso del Congo.

Las concesiones comerciales eran sólo un poco menos perniciosas que los enclaves extractivos. Constituían un retroceso a los días del mercantilismo europeo de los siglos XVII y XVIII, cuando a las compañías estatutarias por acciones como la Compañía Holandesa de las Indias Orientales o la Compañía de la Bahía de Hudson se les cedía todo el control sobre regiones enteras. En casos más recientes, el poder colonial asignaba el control de una región prometedora a un concesionario comercial, cuyo objetivo era obtener beneficios, no desarrollar la economía local.

En palabras de uno de los dirigentes de la Compañía Británica del Sur de África, que administraba Rodesia del Norte (ahora Zambia), «el problema de Rodesia del Norte no es un problema de colonización. Es ... el problema de cómo desarrollar una gran hacienda sobre lineas científicas de forma que se pueda sacar de ella el máximo beneficio para su propietario.»13 Si el éxito comercial y el desarrollo económico iban de la mano, bien estaba, pero cuando entraban en conflicto, la primera responsabilidad de los concesionarios era la que tenían con sus accionistas.

Cuando pequeños grupos europeos colonizaban áreas con grandes poblaciones indígenas, existía la misma posibilidad de abuso que en el caso del pillaje colonial desnudo. Ese colonialismo era fundamentalmente diferente de la emigración en masa de europeos a áreas tan escasamente pobladas como las praderas de Canadá o la Pampa argentina, donde los inmigrantes y su descendencia constituían prácticamente la totalidad de la población local. Un asentamiento de colonos, en cambio, era gobernado por una casta importada que dominaba y controlaba grandes poblaciones indígenas. Algunas autoridades coloniales alentaban el asentamiento de colonos a fin de desarrollar fuentes de abastecimiento agrícola; y había quienes consideraban a los colonos como un bastión frente a la población nativa y otras potencias coloniales. Pero el desarrollo económico mediante el asentamiento de colonos era casi siempre un fracaso.

El asentamiento de colonos se solía promover entregando tierra a los europeos para que cultivaran plantas que la población indígena no cultivaba. La experiencia de los colonos demostraba a menudo la sabiduría de los habitantes de la región al no pretender cultivos que fracasaban miserablemente. Los colonos perturbaban a veces deliberadamente las actividades económicas tradicionales a fin de obligar a los «nativos» a trabajar para ellos en las nuevas explotaciones. Muchos colonos sólo tenían éxito en la agricultura comercial gracias a las subvenciones de las autoridades: créditos, reducciones de impuestos, infraestructura barata, acceso privilegiado a los mercados, expropiación de los propietarios locales. A fin de que seis mil europeos se establecieran en Kenia en 1913, los británicos tuvieron que ceder tierras prácticamente gratis cerca de una nueva vía férrea, expulsar a miles de masais y kikuyus de sus territorios, imponerles tributos de capitación en dinero, o por sus chozas, o sobornar a los caciques locales para inducir a los africanos a trabajar para los colonos. Aun así, la agricultura de los colonos en Kenia fue en gran medida un fracaso.14

Hubo algunos éxitos importantes, en los que los colonos consiguieron desarrollar cultivos productivos. En Argelia, una vez que se consolidó el dominio francés a mediados del siglo XIX, cientos de miles de europeos se establecieron a lo largo de la costa mediterránea. La región era semejante a la del sur de Francia en clima y topografía y adecuada para cultivos muy conocidos por los franceses. Pronto los colonos estaban exportando grano y vino, con su posición competitiva apuntalada

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6 i Jeffry A. Frieden ([2006] 2007) Capitalismo global (Capítulos 4 y 5) 6 d

por una política colonial favorable y una mano de obra local barata. Al otro extremo del continente también hubo éxitos económicos en zonas del sur de África como Rodesia y la provincia de El Cabo, en las que las economías de los colonos acabaron siendo rentables y productivas, sobre todo en cultivos para el mercado.

Sin embargo, incluso las sociedades de colonos más dinámicas estaban basadas en políticas que les reservaban los beneficios económicos —ya fuera en Argelia o en Rodesia— y excluían a los habitantes locales. Los colonos rodeados por sociedades indígenas populosas exigían un tratamiento distinto y desigual al de los nativos; si se hubieran concedido iguales derechos al resto de la población, la situación privilegiada de los colonos se habría visto amenazada por la competencia de árabes y africanos dispuestos a trabajar más duro por menos salario. Lo que muchos colonos querían no era el desarrollo general de la agricultura indígena sino una fuerza de trabajo cautiva y barata. Los esfuerzos por mejorar la situación de los "nativos" podían desvanecerse frente a la necesidad de los colonos de mano de obra barata. La mayoría de ellos se oponían pues a la asimilación de otros súbditos coloniales al sistema social, económico y político.

Los colonos que se oponían a incluir a la población local en el sistema colonial entraban a veces en conflicto con los propios poderes coloniales.15 En un primer momento los gobiernos coloniales dieron la bienvenida a una capa de franceses y británicos llegados para supervisar sus posesiones; sin embargo, la población local no podía quedar subyugada por la fuerza para siempre y los poderes imperiales pretendieron más adelante alentar la participación de los nativos en la sociedad colonial, integrarlos en el nuevo orden. Los colonos se oponían a esa integración porque implicaba una reducción de sus privilegios especiales. Si a los musulmanes argelinos o a los negros keniatas o rodesianos se les concedía derecho pleno a la tierra, los servicios públicos o incluso el voto, pronto surgirían poderosas presiones para eliminar los favores concedidos a los europeos.

La oposición de los colonos a la integración de los nativos en el sistema colonial bloqueaba a menudo una integración económica internacional de amplia base y en general el desarrollo económico. Los colonos restringían el acceso a la prosperidad a ellos mismos y a sus aliados más cercanos; la marginación de la mayoría de los nativos excluía la posibilidad de un crecimiento de amplia base. Una Argelia o una Rodesia más inclusiva económica, social y políticamente podría haber ampliado las oportunidades económicas para la metrópoli colonial, una razón, junto con la mayor gobernabilidad, por la que Francia y Gran Bretaña optaron finalmente por tal integración. Cuando los colonos bloqueaban la democratización, también bloqueaban el desarrollo social y económico de la región, prefiriendo un trozo más grande de una tarta más pequeña.

Incluso allí donde el dominio extranjero no era tan pernicioso como en el colonialismo extractivo y de colonos, podía frenar el crecimiento local. Algunas

potencias imperiales restringían el comercio de una forma que recordaba al mercantilismo europeo contra el que habían combatido los movimientos independentistas en el Nuevo Mundo y los liberales metropolitanos. Los mercantilistas habían obligado a las colonias a comprar y vender en el mercado metropolitano, sobrecargando a las colonias por lo que compraban y pagándoles menos por lo que vendían. Además de los precios discriminatorios contra las colonias, los mercantilistas solían desalentar o prohibir la industria local. Algunas potencias imperiales modernas utilizaban políticas de estilo mercantilista para obligar al comercio y la inversión a utilizar los canales coloniales, con lo que negaban a las colonias un acceso pleno a las mercancías, capital y tecnología de una economía mundial en auge. Algunas grandes potencias también obligaron a países subdesarrollados independientes a firmar tratados desiguales que proporcionaban a los países industriales un trato preferente.

Los tratados comerciales neomercantilistas y neocoloniales suponían un obstáculo para el desarrollo, pero no sustancial. Los imperios británico y alemán eran librecambistas, como lo era toda el África central; los aranceles formales eran bajos, cuando se llegaban a imponer; y la desviación del comercio informal no les costaba mucho a las colonias. Los tratados comerciales desiguales también tenían efectos limitados: los países que querían imponer altos aranceles, como Brasil, Rusia y Estados Unidos, nunca los aceptaban, y los que los aceptaban tenían poco interés en que los aranceles fueran demasiado altos. De hecho, cuando países como Siam y Japón quedaron liberados de los tratados comerciales desiguales, apenas modificaron su política comercial. Así pues, aunque las potencias imperiales manipulaban su comercio con los países pobres, esa manipulación no era tan radical como para retrasar de forma importante el crecimiento económico.

De hecho, la mayoría de las potencias imperiales pretendían que sus colonias participaran en la economía internacional, y no por pura benevolencia imperial, sino más bien porque hacer llegar los recursos de las colonias al mercado solía requerir una participación local activa. En muchas colonias los productos para la exportación eran producidos por los campesinos locales, como sucedía en gran parte del África occidental, Ceilán y el sureste de Asia, y los gobiernos coloniales en esas regiones y en otros lugares se esforzaban por llevar sus productos al mercado mundial. Construían vías férreas, carreteras y puertos, establecían un orden judicial y monetario y alentaban a los comerciantes a buscar productores y consumidores tierra adentro.

Ahora bien, los gobernantes coloniales a menudo hacían poco por facilitar el acceso de las colonias a los mercados internacionales. A veces esto se debía a que la potencia imperial había adquirido el territorio por razones no económicas, como acuartelar tropas o guarecer y avituallar sus barcos. Otras veces se debía al abismal retraso de la potencia colonial, como en el caso de las colonias portuguesas y

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españolas, y otras a que el poder en la colonia dependía de gobernantes locales que temían los efectos de la economía internacional Sobre su control social. A este respecto, la inadecuada oferta de oportunidades económicas a los súbditos coloniales —especialmente a los súbditos coloniales no blancos— era una deficiencia importante de la mayoría de las potencias coloniales.

Sir Arthur Lewis analizó las consecuencias del colonialismo, incluso el más benevolente, con su característica elocuencia y moderación. Escribiendo sobre su experienciá personal —fue el primer súbdito colonial (había nacido en Santa Lucía, en las Antillas) y la primera persona «de color» que obtuvo un premio Nobel en Economía—, decía en la década de 1970:

El retraso de los países menos desarrollados en 1870 sólo lo podía modificar gente dispuesta a alterar ciertas costumbres, leyes e instituciones, y a desplazar el equilibrio del poder político y económico arrebatándoselo a las viejas clases terratenientes y aristocráticas. Pero las potencias imperiales se aliaron en su mayoría con los bloques de poder existentes. Eran especialmente hostiles a los jóvenes instruidos, a los que, discriminándolos por su color, impedían el acceso a puestos en los que se podia adquirir experiencia administrativa, ya fuera en el servicio público o en negocios privados. Esa gente, decían entonces, no podía ocupar puestos destacados porque le faltaba experiencia gestora, así como el tipo de fundamento cultural en el que ésta florece. Una consecuencia de esa actitud fue desviar a largas y enconadas luchas anticoloniales a muchos talentos brillantes que se podrían haber utilizado creativamente para el desarrollo.16

Pero ésos eran pecados de omisión más que de comisión. Evidenciaban una atención inadecuada a los requisitos del desarrollo económico más que una oposición activa a éste; pero aun así eran lo bastante reales e importantes como para coadyuvar a los fracasos del desarrollo en los años anteriores a 1914.

El colonialismo obstaculizó el desarrollo en la medida en que obstruía la integración económica de las colonias con el resto del mundo o la posibilidad de que los súbditos coloniales participaran en ese proceso. Esta conclusión contradice la opinión que entiende como principal problema la inversión y el comercio internacional. Muchos activistas anticoloniales de la época hacían críticas anticomerciales de ese tipo, que siguen siendo aún populares en algunos círculos. Acusaban a las grandes potencias de arrojar despiadadamente a las colonias a las turbulentas aguas de la economía global, sometiendo a regiones pobres a las constricciones del mercado mundial. Esta acusación es errónea, al menos en dos sentidos. En primer lugar los gobiernos coloniales más perjudiciales y objetables utilizaban las restricciones sobre el comercio, no el libre comercio, para extraer recursos de sus colonias. En segundo lugar, la inserción en el mercado mundial

solía incrementar espectacularmente el crecimiento económico de las colonias. No es una coincidencia que los países latinoamericanos de crecimiento rápido comerciaran más del triple que los países asiáticos de lento crecimiento en proporción a la economía, y más del séxtuplo en relación con el PIB per cápita. Cuando se les daba una oportunidad, los pueblos de las regiones pobres aprovechaban enérgicamente las posibilidades de enriquecimiento ofrecidas por el capitalismo global. Las áreas coloniales que crecían más rápidamente eran aquéllas cuyos gobiernos eran más eficaces en la apertura de vías hacia los mercados globales. Los problemas de desarrollo eran más severos allí donde los regímenes coloniales estaban poco dispuestos o eran incapaces de permitir a los pueblos de las colonias aprovechar lo que la economía global les podía ofrecer.

El colonialismo era uno de los muchos factores que afectaba al crecimiento en el mundo subdesarrollado, y no era siempre negativo. El dominio colonial eficaz aceleraba el avance económico, del mismo modo que la explotación colonial corrupta lo retrasaba. Económicamente, la mayoría de las colonias estaba entre esos extremos: dotadas con un mínimo de servicios administrativos y de otro tipo; sometidas a tributos y cierta discriminación comercial. La relativa irrelevancia del colonialismo para las cuestiones del desarrollo se constata claramente desde una perspectiva más amplia: las diferencias de desarrollo eran tan grandes entre los países no coloniales como en las colonias. Por ejemplo, aunque gran parte de Latinoamérica creció rápidamente, áreas de Centroamérica y del noreste de Brasil se estancaron de forma desesperante. Dos de los casos más obvios de estancamiento, el de China y el del imperio otomano, no se debían al dominio colonial, ya que eran independientes. Algunos países coloniales se estancaron y otros crecieron rápidamente, como sucedía con los países independientes. Con excepción de casos de saqueo directo del estilo del Congo o del asentamiento de colonos privilegiados, el colonialismo no solía ser un obstáculo insuperable para el desarrollo económico.

MAL GOBIERNO Y SUBDESARROLLO

La política económica de los gobernantes de un país era el factor principal que determinaba su desarrollo económico, ya se tratara de gobernantes coloniales o autóctonos. El crecimiento económico requería inversión, un fácil contacto con los clientes nacionales y extranjeros, formación técnica y acceso al capital y a la tecnología extranjera. Nada de esto podía tener lugar sin el apoyo, o al menos el permiso, de los gobernantes.

Las sociedades pobres de finales del siglo XIX y principios del XX eran en su

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cuatro quintas partes agrícolas y su agricultura estaba extraordinariamente atrasada. En comparación, en 1700 Gran Bretaña era menos rural y sus explotaciones agrícolas eran más productivas.17 Para modernizarse, los campesinos necesitaban mejorar su tierra, aprender nuevos métodos y plantar nuevos cultivos. En las áreas que crecían rápidamente —las tierras bajas de Tailandia y Birmania donde se cultivaba arroz, las regiones del cacao de África occidental y las zonas del café de Brasil y Colombia— abundaban los agricultores independientes que desarrollaban sus tierras, y sus gobiernos les facilitaban el aprovechamiento de las oportunidades económicas.

Un requisito del crecimiento económico era la infraestructura, servicios que facilitaran la actividad económica. Los agricultores necesitaban información sobre técnicas y mercados, medios de transporte que les hicieran llegar maquinaria y en los que pudieran expedir sus cosechas, y crédito. Los gobernantes interesados en el crecimiento económico se esforzaban por que su población dispusiera de transporte, comunicaciones, finanzas y una moneda fiables.

El desarrollo también requería condiciones políticas y legales más sutiles, especialmente garantías para los derechos de propiedad. La protección de la propiedad privada no beneficiaba exclusivamente a los más privilegiados: en las sociedades pobres los principales propietarios eran agricultores con pequeñas parcelas. Para poder aprovechar las nuevas oportunidades económicas, tenían que reservar tiempo, energía y dinero para mejorar el suelo. Un agricultor tenía que arriesgar su sustento para plantar cafetos, roturar nuevas tierras o establecer un sistema de regadío.¿Y cómo podía emprender inversiones tan arriesgadas si no estaba seguro de poder conservar sus ganancias porque los bandoleros le podían robar sus animales o quemar sus campos o los funcionarios del gobierno tenían autoridad para arrebatarle cualquier riqueza que hubiera ahorrado e incluso la administración nacional podía llevarse con los impuestos todos sus beneficios?

La formación para mejorar las habilidades de los trabajadores y su alfabetización también tenían un efecto directo sobre la productividad. De hecho, los éxitos económicos reproducían casi exactamente el nivel de escolarización. En Estados Unidos y Alemania tres cuartas partes o más de los niños en edad escolar iban a la escuela; en Japón, la mitad; en Argentina y Chile, la cuarta parte. Además de la educación, también eran importantes la higiene y la sanidad pública, por razones sociales y porque permitían a la gente convertirse en miembros fructíferos de la sociedad.

El mal gobierno era el obstáculo principal para el crecimiento económico. El mal gobierno impedía a los agricultores y mineros despachar sus productos al mercado mundial. El mal gobierno impedía a los africanos del este o a los centroamericanos mejorar sus tierras y ciudades. El mal gobierno, ya fuera de las autoridades coloniales o de gobiernos independientes, impedía incuestionablemente el

desarrollo; y muchos gobernantes, independientes o coloniales, eran indiferentes u hostiles a las necesidades del desarrollo económico.

Signos evidentes de mal gobierno eran la ausencia de una red de transportes y comunicaciones adecuada, la escasez de bancos y la desconfianza popular hacia la moneda nacional. La primera linea ferroviaria en China fue construida veinticinco años después que en la India, por comerciantes extranjeros, y un año después el gobierno chino la levantó y la arrojó al océano.18 En 1913, China tenía todavía un sistema ferroviario más raquítico que el del minúsculo Japón y sólo una quinta parte del kilometraje de las lineas férreas de la India.

Otra señal de mal gobierno era la ausencia de un claro compromiso con un entorno económico fiable, de forma que la gente pudiera aprovechar las oportunidades que les ofrecía el crecimiento de la economía mundial. Los gobernantes tradicionales eran a menudo reacios a garantizar los derechos de los inversores; después de todo, respetar los derechos de propiedad privada significaba restringir las prerrogativas del gobierno. Hasta los primeros años del siglo XX no dio China el paso elemental de adoptar un código empresarial que permitía a las empresas funcionar normalmente, e incluso entonces los funcionarios acostumbraban a vulnerar los derechos de los ciudadanos privados.

El mal gobierno también suponía una falta de compromiso por parte de la administración para mejorar la calidad de la vida humana y de los trabajadores. En la India sólo un niño de cada veinte iba a la escuela.19 En 1907 el 92 por 100 de la población adulta de Egipto era analfabeta, y no había signos de interés por parte del gobierno para reducir ese porcentaje.20 Muchos gobernantes —independientes, coloniales o neocoloniales— se despreocupaban absolutamente de proporcionar educación básica, saneamiento o salud pública.

¿Por qué condenaban las clases dominantes a sus sociedades al estancamiento? En las colonias la respuesta podía ser que los gobernantes imperialistas no estaban interesados en la situación económica del país; pero muchos de los fracasos del desarrollo no dependían de la política, y cabe presumir que la mayoría de los gobernantes preferían que sus sociedades crecieran más que declinaran, aunque sólo fuera para generar más tributos. No se trataba pues solamente de falta de democracia; en casi todas partes los gobernantes eran oligarcas, tanto en los países pobres como en los ricos. Algunos soberanos estaban simplemente menos dispuestos o eran menos capaces que otros para facilitar un desarrollo económico de amplia base.

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ESTANCAMIENTO EN ASIA

Los fracasos más sobresalientes en el desarrollo eran los de China, el imperio otomano y la India. Las tres civilizaciones más viejas del mundo tenían, evidentemente, largas historias de compleja organización social. Como en la Europa premoderna, su economía consistía casi enteramente en pequeña agricultura de subsistencia y artesanía y se había mantenido durante mucho tiempo en cierto equilibrio, suficiente para alimentar y vestir a la población, aunque no para proporcionar un excedente sustancial susceptible de ser utilizado para la inversión y el desarrollo. Los gobiernos eran expertos en administrar sus amplias sociedades, proporcionando estabilidad social y seguridad militar. Los pocos sectores avanzados de la economía —las finanzas y el comercio a larga distancia y con el extranjero, la industria incipiente— corrían a cargo de grupos muy concretos, a veces de una etnia distinta. Esas islas de actividad económica eran cuidadosamente controladas para evitar el surgimiento de centros de poder alternativos.

Las clases dominantes de esos tres grandes países temían que el desarrollo económico pudiera provocar cambios sociales que los hicieran ingobernables, o al menos ingobernables por sus elites de la época. Los gobernantes otomanos, chinos e indios estaban principalmente preocupados por la estabilidad de su orden social y el crecimiento económico los podía desestabilizar. Alentar el surgimiento de un próspero sector privado significaba comprometer a los gobiernos a respetar los derechos de sus súbditos de forma desacostumbrada. Crear la base para un desarrollo económico moderno significaba incorporarse a la economía mundial, cargar con impuestos a los ricos, educar a los pobres, mejorar el transporte rural, desarrollar mercados de crédito local. Casi todo esto implicaba cambios sociales poco deseados por las clases dominantes locales. Ninguno de los tres gobiernos hizo esfuerzos reales por superar la inercia secular hasta finales del siglo XIX, cuando ya era demasiado tarde. El tradicionalismo bloqueó la modernización.21

Los partidarios de esos tres gobiernos argumentaban que la necesidad política los obligaba a subordinar el desarrollo a los objetivos de política exterior. Al parecer, los imperios otomano y chino tenían que afrontar amenazas a su soberanía que exigían demorar el desarrollo económico. Por ejemplo, una razón esgrimida para defender la hostilidad del gobierno chino a los ferrocarriles era que los militares, comerciantes o misioneros extranjeros los podían utilizar para comprometer la seguridad del país. Pero la propia decisión era reveladora, ya que suponía que los propios chinos no eran capaces de adoptar las nuevas tecnologías, incluido el uso militar de los ferrocarriles, mientras que los japoneses ya lo estaban haciendo; por otra parte, negar al país una revolución en los transportes simplemente para impedir el acceso a él de los extranjeros implicaba que la amenaza a la influencia del gobierno tenía más peso que las oportunidades de

crecimiento económico. El poder y la estabilidad imperial eran más importantes que el desarrollo. El gobierno imperial cambió finalmente de opinión después de utilizar ferrocarriles para trasladar rápidamente tropas del gobierno durante la rebelión de los bóxers de 1899-1900 y emprendió un programa de construcción de vías férreas, sólo que cuarenta años tarde. El argumento de la necesidad militar estaba evidentemente equivocado: las crecientes vulneraciones de la soberanía china y otomana durante el siglo XIX y principios del XX eran consecuencia de su retraso económico, no su causa.

En el caso de la India se alega a veces su estatus como joya militarmente crucial de la corona británica para explicar el retraso en el crecimiento debido a la falta de atención por parte del imperio a las necesidades económicas. Cierto es que las necesidades militares absorbieron la mayor parte del gasto británico en la India en la construcción de una extensa red de carreteras y vías férreas. Pero lejos de retrasar el desarrollo, el ferrocarril era probablemente el cauce más importante para cualquier éxito económico que registrara la India, aunque por sí solo fuera insuficiente. Tanto los británicos con sus aliados en la India, como los gobernantes de los imperios chino y otomano, estaban preocupados ante todo por mantener el control político y miraban con suspicacia las políticas desarrollistas más audaces.22

Durante las últimas décadas del siglo XIX quedaron claras las desastrosas consecuencias del retraso en el desarrollo, y en los tres países aparecieron movimientos reformistas. Había muchos agentes lúcidos y bien intencionados del cambio, incluso dentro del gobierno, pero en la mayoría de los casos sus esfuerzos se vieron obstaculizados por la prolongada resistencia imperial.

Algunos de los gobernantes chinos, por ejemplo, eran partidarios de la reforma económica y política; pero las credenciales reformistas del gobierno eran sospechosas, como mostró la emperatriz regente china al respaldar la rebelión antioccidental de los bóxers. Hasta los cambios que el gobierno chino puso en práctica se veían distorsionados por la influencia de las clases dominantes tradicionales.

Una de las tareas más acuciantes era el desarrollo de una industria moderna, que prácticamente no existía en China; pero los pocos gobernantes nacionales o regionales que alentaban la industria lo hacían sobre todo para ampliar su propia influencia. El gobernador provincial de Hubei-Hunan, por ejemplo, estableció una acería en Hanyang bajo su amparo personal. El mismo realizó los encargos de equipo a través del embajador chino en Londres, insistiendo en que quería lo último en equipo británico. Dada la ignorancia siderúrgica del gobernador, no cabe sorprenderse de que el alto horno encargado fuera inadecuado para el mineral local, mientras que el carbón con el que se pretendía que funcionara era inutilizable. Para empeorar aún más las cosas, se construyó en una localidad demasiado pequeña y demasiado húmeda, pero que tenía la virtud de estar a la vista del palacio del

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gobernador. Aquel alto horno costó una fortuna y fracasó miserablemente. El historiador de la economía Albert Feuerwerker ha estudiado muchos de esos intentos de última hora del gobierno imperial de estimular la industria. En un caso tras otro los planes emprendidos enriquecieron a unos pocos comerciantes y funcionarios pero no sirvieron en absoluto para enderezar la economía del país. «La abrumadora mayoría de la elite aristocrática ilustrada —escribía en 1995— se oponía o era indiferente a la industrialización.»23

Dado que los intereses creados bloqueaban la reforma, los adversarios de las clases dominantes enarbolaron la bandera de la renovación nacional. Los nacionalistas indios que querían mayor autonomía para la colonia encabezaron el movimiento por el desarrollo económico. Los oficiales de rango intermedio del ejército fueron la punta de lanza del impulso por la reforma en el imperio otomano. Los Jóvenes Turcos tomaron el poder en 1908-1909, pero sus planes se vieron desbordados por la Primera Guerra Mundial. La guerra demostró lo calamitoso que había sido el retraso, con masivas pérdidas otomanas frente a los extranjeros y a los movimientos nacionalistas autóctonos. Cuando el imperio se hundió, otro joven oficial, Mustafá Kemal (Atatürk), dirigió los restos del imperio hacia la modernidad como la nueva Turquía laica y republicana. El relativo éxito de la Turquía de Atatürk sólo sirvió para poner aún más de relieve la naturaleza retrógrada del régimen al que sustituyó.

Las nuevas fuerzas económicas y sociales también tuvieron que esperar a la revolución para ocupar el primer plano en China. El programa de reformas del gobierno imperial era excesivamente apocado y en 1911 una coalición de oficiales del ejército sublevados y opositores civiles derrocó la monarquía. Sun Yat-sen y su Partido Nacionalista encabezaron el movimiento rebelde que proclamó la república el 29 de diciembre; pero al igual que en el imperio otomano, la reforma llegaba demasiado tarde para evitar el deterioro de la situación del país. Los señores de la guerra dividieron China en feudos regionales, dejando al país casi indefenso mientras un Japón más poderoso e industrializado ampliaba su control sobre territorio chino. Ningún grupo o persona parecía capaz de unificar el país para combatir contra los japoneses o para renovar el gobierno nacional. El resultado fueron casi cuarenta años de guerra civil e invasión japonesa, una calamidad tras otra que demostraban hasta qué punto el sistema imperial había dejado al país poco preparado para la era moderna. La civilización milenaria china, como la del imperio otomano o la de India, bloqueaba más que permitía la adopción de, y adaptación a, las actividades económicas modernas.

ESTANCAMIENTO DE LAS PLANTACIONES

Los intereses creados podían obstaculizar el desarrollo económico incluso allí donde el peso de la historia no era tan abrumador. Los gobernantes que necesitaban peones para sus plantaciones o mineros para sus minas dispuestos a trabajar por una miseria podían perder la base de sus privilegios si los trabajadores se desplazaban a actividades más lucrativas. Los que dependían de trabajadores cautivos tenían poco interés en facilitar la transición de las masas a un nuevo orden económico. Las elites que no precisaban tanto una mano de obra barata, en cambio, podían beneficiarse del incremento general de prosperidad, actuando como banqueros o agentes a comisión para los pequeños agricultores prósperos, encargándose del lucrativo comercio de exportación-importación o como intermediarios entre los extranjeros y la población local.

La compatibilidad de los intereses de las clases dominantes con el desarrollo dependía en parte de la naturaleza de la economía. Diferentes cultivos o materias primas conducían a estructuras económicas basadas en las plantaciones, en minas enormes o en granjas familiares, y esto tenía efectos duraderos sobre la organización social.24 Algunas actividades eran particularmente proclives a la creación de oligarquías retrógradas que retrasaban el crecimiento económico; otras alentaban la incorporación de la población a la vida económica y política estimulando un mayor desarrollo.

Los cuatro principales cultivos para la exportación en los trópicos contrastaban notablemente en su organización de la producción y en las sociedades que generaban. Café, algodón, azúcar y arroz suponían juntos más de la mitad de las exportaciones agrícolas de los trópicos en 1913, y su impacto sobre las sociedades tropicales no podía ser más diferente. Era una opinión muy difundida que la caña de azúcar y el algodón eran cultivos «reaccionarios», mientras que el café y el arroz eran «progresistas», y los subsiguientes estudios han confirmado en gran medida esa opinión. Los primeros eran productos de plantación y dieron lugar a algunas de las sociedades más desiguales y anquilosadas del mundo; los últimos se cultivaban en pequeñas granjas y proporcionaban oportunidades para un amplio crecimiento económico.

Los propietarios de plantaciones solían cultivar la caña del azúcar y el algodón con trabajadores forzados. Los capataces supervisaban el avance a través de los campos de hileras de trabajadores estrechamente vigilados, sin tener que recompensar ninguna iniciativa individual ni ofrecer motivación alguna. Por ésta y otras razones, en el cultivo de la caña de azúcar y el algodón había sustanciales economías de escala: las grandes explotaciones eran más eficientes que las pequeñas, y los pequeños agricultores independientes no podían competir con las grandes plantaciones.

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El café y el arroz, en cambio, eran cultivos ideales para pequeños agricultores. En el caso del café, esto se debía en parte a que su cosecha exige una gran atención al detalle; las bayas maduran a diferente velocidad y el recolector debe observar meticulosamente lo que está recogiendo.25 A diferencia de lo que sucedía con la caña de azúcar y el algodón, el trabajo forzado a gran escala no era eficaz. En los casos del café y el arroz no cabían economías de escala y los pequeños agricultores dominaban su producción. Y allí donde el cultivo dominante era llevado a cabo por pequeños propietarios independientes, solían darse pautas de desarrollo político más equitativas y con una base más amplia.

En Latinoamérica había tanto sociedades «reaccionarias» basadas en la caña de azúcar como «progresistas» basadas en el cultivo del café. La caña de azúcar, como el algodón y el tabaco, se cultivaba originalmente en plantaciones de esclavos. Tras la abolición de la esclavitud, la tecnología y la competencia solían dictar que se siguiera cultivando en grandes plantaciones con salarios muy bajos. Allí donde los antiguos esclavos tenían la posibilidad, evitaban esas plantaciones como una plaga. Los plantadores se esforzaban por incrementar la oferta de trabajo y mantener bajos los salarios. En las islas del azúcar del Caribe y en la costa de Perú, los plantadores importaron miles de indios y chinos, a menudo con una servidumbre contratada. En el noreste de Brasil los propietarios de las plantaciones hacían lo que podían para mantener a «sus» peones ligados a las ellas: limitaciones a la movilidad, deudas, coerción. El problema se exacerbó cuando los europeos comenzaron a cultivar remolacha y a subvencionar la exportación de su azúcar, haciendo bajar notablemente el precio mundial.26

La amarga consecuencia del dominio del azúcar era una terrible desigualdad. La elite rica dominaba señorialmente un empobrecido depósito de mano de obra, con pocos incentivos para alentar el desarrollo económico, social o humano, que habrían apartado a los trabajadores de las plantaciones de caña. Una situación parecida prevalecía en las regiones donde se cultivaba el algodón en grandes haciendas con mucha mano de obra. En el noreste de Brasil se cultivaba algodón además de caña de azúcar, condenando doblemente su estructura social. El orden económico y político reforzaban la posición de los ricos terratenientes y comerciantes que no veían razón para mejorar la calidad del gobierno, las infraestructuras o la enseñanza.

Los resultados solían ser pavorosos. En Venezuela, por ejemplo, la tierra buena de las grandes haciendas estaba rodeada por las pobres chozas de los campesinos sin tierra. Los grandes terratenientes —hacendados— utilizaban menos de la tercera parte de su tierra pero se negaban a arrendar el resto a los campesinos pobres ya que, si hubieran dispuesto de la tierra ociosa, éstos no habrían estado dispuestos a trabajar por un salario de miseria en las plantaciones, y los hacendados se habrían visto privados de los trabajadores necesarios para hacer económicamente

viables sus grandes haciendas; por eso la mayoría de las tierras fértiles permanecían ociosas. A largo plazo eso no podía favorecer los intereses de los terratenientes, ya que la perpetuación de la miseria de los campesinos sin tierra limitaba severamente el mercado nacional, por no hablar de la conflictividad social siempre a punto de estallar. Pero la oligarquía terrateniente estaba más interesada por su riqueza y poder aquí y ahora que por el desarrollo a largo plazo.27

Esas pautas se repetían en una región tras otra y producto tras producto. El azúcar tuvo un impacto social retrógrado sobre las Indias Orientales Holandesas, Filipinas, Fiyi y Mauricio. El algodón tenía en Egipto efectos comparables a los del noreste de Brasil, reforzando la posición de las clases dominantes terratenientes y comerciantes. Algunos nuevos cultivos, como los de bananas en Centroamérica y el árbol del caucho (Hevea) en Malasia, dieron lugar a nuevas economías plantadoras en tierras en gran medida desocupadas, dominadas en ambos casos por empresas extranjeras que empleaban a peones sin tierra, a menudo importados expresamente de otras regiones pobres con esa finalidad.

Los países o regiones de Latinoamérica donde se cultivaba café, en cambio, consiguieron los mayores éxitos en el desarrollo en las décadas inmediatamente anteriores a la Primera Guerra Mundial. Evidentemente no es una coincidencia que el café, como el arroz o el trigo, fuera fácil de cultivar con costes muy bajos en pequeñas explotaciones. Bastaban unos pocos años para que maduraran los nuevos cafetos, por lo que los campesinos no necesitaban mucho crédito ni ahorros, y a diferencia de las plantaciones de caña de azúcar o algodón los pequeños cafetales podían ser extraordinariamente rentables. Más de la cuarta parte de la producción del oeste de Colombia durante aquel período provenía de pequeñas explotaciones de menos de tres hectáreas. También era posible, evidentemente, cultivar el café en grandes plantaciones, y la producción de Sáo Paulo provenía desproporcionadamente de grandes haciendas; pero en la región también abundaban las pequeñas explotaciones.28 De hecho, una de las ventajas del café era que los pequeños agricultores podían cultivar maíz, yuca, frijoles o plátanos entre los cafetos, obteniendo así tanto alimentos básicos para sus familias como un lucrativo producto para el mercado. Y allí donde los campesinos disponían de la posibilidad de establecer su propio cafetal, los grandes terratenientes se veían obligados a pagar salarios más decentes a sus peones.

Ya se cultivara en pequeñas explotaciones o en grandes haciendas con peones relativamente bien pagados, el café se asociaba con la prosperidad general. Esto no se debía únicamente al alto precio de mercado —entre 1899 y 1913 el algodón tenía precios sustancialmente más altos que el café, el arroz y el cacao29— sino porque el café, por la propia naturaleza de su producción, conducía a un desarrollo económico de amplia base, y sus beneficios no se podían limitar fácilmente a una pequeña elite.

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Había otros cultivos "progresistas" además del café, y el arroz era el más importante. Birmania, Tailandia e Indochina, que suponían las tres cuartas partes de las exportaciones mundiales de arroz, experimentaron un crecimiento extremadamente rápido que era casi tan inclusivo como en las regiones del café.30

Lo mismo sucedía en África central con el cacao, un cultivo de pequeñas explotaciones. Y allí donde cereales como el trigo se podían cultivar rentablemente en pequeñas explotaciones, como en el Cono Sur latinoamericano y en parte del norte de la India, las perspectivas de una prosperidad general eran mayores.

Brasil demostró el efecto de diferentes cultivos, ya que era un país en el que había tanto regiones fracasadas como con éxito. Su agricultura en el noreste estaba basada en grandes plantaciones de algodón y caña de azúcar. Los terratenientes propietarios de las plantaciones empleaban mano de obra antes esclava y ahora informalmente forzada para mantener sus haciendas en funcionamiento. Se esforzaban por mantener fijos a los peones, porque sin fuerza de trabajo cautiva las plantaciones se vendrían abajo. En el extremo sureste del país, en los alrededores de Sáo Paulo, se desarrollaba en cambio una trepidante economía agrícola basada en el café. Había una demanda constante de mano de obra para abrir nuevas tierras de cultivo. Muchas explotaciones eran pequeñas y muchos campesinos trabajaban para sí mismos; si lo hacían para otros recibían salarios decentes y se movían libremente de un patrono a otro. Aquí los ricos se resituaban por sí mismos en el sector exportador, las finanzas y el comercio. La elite paulista, no menos codiciosa que la del noreste, alentaba la roturación de nuevas tierras y el desarrollo de haciendas aún más rentables. El noreste se estancó mientras que el sureste prosperó.

Al país le podría haber ido mejor si la población del noreste hubiera emigrado hacia el sur, al cultivo del café, pero esto habría destruido la base económica de los plantadores del noreste, que hicieron cuanto estaba en su mano para mantener a la gente en las plantaciones: pasaportes internos, inexistencia de vías férreas, boicot a los intermediarios y a los contratistas de mano de obra. Ansiosos de mano de obra, los propietarios del sureste recabaron millones de labradores del sur de Europa; la demanda de trabajadores era tan grande que los gobiernos del Estado subvencionaban directamente sus pasajes.

La experiencia brasileña recuerda diferencias regionales análogas en Estados Unidos. Los cultivos reaccionarios en Estados Unidos eran el algodón, el tabaco y la caña de azúcar del sur, mientras que los cultivos progresistas eran el grano y el ganado del norte y oeste. Como en Brasil, las antiguas áreas de las plantaciones permanecieron atrasadas y estancadas durante décadas, mientras que los pequeños ranchos familiares crecían espectacularmente. De hecho el sistema de apartheid legal que reinaba en el sur de Estados Unidos —con su exclusión social y política de los descendientes de esclavos, el miserable sistema educativo, la hostilidad hacia

los contratistas de mano de obra y la escasa inversión en transportes y comunicaciones— era uno de los muchos mecanismos para mantener la empobrecida fuerza de trabajo cautiva en una región cuyos oligarcas dependían de una abundante oferta de mano de obra no especializada y barata.

El proceso no era simplemente económico, ya que no había razones intrínsecas por las que la agricultura de las plantaciones no pudiera ser eficiente y dinámica; en otros lugares, como en Cuba, la economía basada en el azúcar experimentaba un rápido crecimiento. Lo que importaba era el efecto en sentido amplio de la agricultura de plantación, con su creación de una diminuta elite que dependía de una gran masa de trabajadores con bajos salarios. En tal marco era fácil limitar la posibilidad de movilidad social y participación política y las tentaciones de la clase dominante para limitarla eran grandes. Y allí donde mucha gente tenía acceso a oportunidades rentables de pequeñas explotaciones, en cambio, le era más difícil —y menos necesario— limitar las oportunidades económicas a la población.31 Las sociedades basadas en las plantaciones y similares tendían a ser muy desiguales y polarizadas, dominadas por una elite autoritaria. Sus impasibles gobiernos rara vez estaban dispuestos a alentar el desarrollo socioeconómico —infraestructuras, finanzas y educación— necesario para que pudieran crecer libremente las fuerzas productivas del conjunto de la sociedad.

Un proceso similar, por el que la economía creaba intereses concentrados que mangoneaban el gobierno y bloqueaban el crecimiento económico, estaba asociado con varias materias primas. Cierta minería es similar a la agricultura de enclaves y su impacto económico queda restringido a las áreas donde se encuentran los minerales, y ese tipo de minería —cobre, plata, petróleo— tendía a crear grandes diferencias entre los productores de mineral y el resto de la sociedad. El alcance de ese fenómeno dependía de la importancia social y política de las minas. Una diferencia real entre la minería y la agricultura era que, como esas sociedades eran abrumadoramente agrícolas, la agricultura para la exportación en los países pobres solía abarcar a gran parte de la población, mientras que la minería solían llevarla a cabo pequeños grupos aislados de mineros.

La minería solía tener un gran impacto análogo al de la agricultura allí donde dominaba la economía local, y esto sólo sucedía en pocas regiones. Donde era así, como en los extraordinarios filones de oro del Transvaal, en Sudáfrica, el resultado solía ser la misma sociedad dual característica de las regiones de grandes plantaciones. La evolución social y política de Sudáfrica estuvo estrechamente relacionada con su dominio por agricultores exportadores y propietarios de minas que requerían una gran oferta de mano de obra barata.

Esas experiencias casi equivalían a una maldición de la riqueza en recursos naturales o al menos en cierto tipo de recursos. En las regiones idóneas para establecer plantaciones lucrativas o en las que había cierto tipo de depósitos

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minerales valiosos era probable que se desarrollaran estructuras sociales desequilibradas. Solían estar dominadas por elites muy blindadas y poco interesadas en proporcionar la infraestructura, educación o buena administración necesarias para que el desarrollo fuera más allá del boom inicial de los recursos naturales. Aunque había excepciones, el hecho llamativo es que la producción de cultivos y minerales valiosos en países pobres solía estar asociada con la pobreza y la desigualdad.

Pero no había nada determinista en el efecto de tales recursos naturales. Las características puramente económicas de la producción sólo eran el punto de partida para ese deterioro. Los efectos más sobresalientes de esos productos eran sociales y políticos, al crear poderosos grupos oligárquicos interesados en restringir el acceso al poder. La riqueza inicial se acumulaba en pocas manos y no se difundía, y sin una amplia movilización de la población no se producía la modernización económica. Ese proceso se podía evitar, pero en la mayoría de tales sociedades prevalecía la tendencia natural a que los gobernantes existentes utilizaran el boom de los recursos para consolidar su dominio, sin extender los beneficios del desarrollo al resto de la población.

OBSTÁCULOS PARA EL DESARROLLO

Había tantas razones para el estancamiento, declive y fracaso en el desarrollo de las regiones pobres del mundo como distintas sociedades en esas regiones. En algunos casos cabía culpar al saqueo colonial; en otros, el peso acumulado de siglos de tradicionalismo sofocaba el desarrollo económico moderno; en otros, la producción de las plantaciones y minas sustentaba el bienestar de una elite hostil o indiferente a las medidas necesarias para un desarrollo generalizado. Esa gente, procurando razonablemente su propio interés*e obstruía el desarrollo y destruía las perspectivas económicas de sus paisanos.

Los gobernantes locales desempeñaban un papel cuando menos cómplice en prácticamente todas las sociedades que no lograron aprovechar las oportunidades ofrecidas por la economía mundial antes de la Primera Guerra Mundial. Evidentemente, siempre había de por medio extranjeros codiciosos, ya fueran depredadores coloniales, colonos privilegiados o compañías monopolistas metropolitanas. Pero algunas sociedades se enfrentaron a ellos más eficazmente que otras, dejando abierta la cuestión de por qué fue así.

En los casos más escandalosos, la desigualdad social y política daba a las clases dominantes tradicionales pocas razones para alentar el desarrollo e incapacitaba a las masas para superar los obstáculos creados por sus amos corruptos o

incompetentes. Allí donde la organización social daba a la población acceso a las nuevas oportunidades económicas y los gobernantes apoyaban —o al menos no bloqueaban— esas nuevas oportunidades, el crecimiento solía ser rápido. Pero había muchas sociedades en las que esas condiciones al parecer mínimas no se cumplían.

Junto a la sugestiva visión de la gran riqueza que fluía desde la Pampa, la acelerada marcha de ciertas regiones pobres hacia la modernidad y la industrialización a toda velocidad de las más afortunadas, gran parte de África, Asia y América Latina permanecían desesperadamente pobres y económicamente inertes. Esas regiones representaban algunos de los problemas más difíciles y duraderos del orden internacional a punto de hundirse en la Primera Guerra Mundial.

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5Problemas de la economía global

Los principales desafíos al capitalismo global de la Edad de Oro provenían de los disidentes en el centro del sistema, no de las masas empobrecidas de África y Asia. Los industriales británicos cuestionaban el compromiso de su país con el libre comercio y el liderazgo económico global. Los agricultores estadounidenses objetaban el patrón oro. Los sindicatos europeos y los partidos socialistas pretendían poner fin a calamidades nacionales que durante mucho tiempo se habían tenido por naturales. Todos ellos se apartaban del consenso de la época clásica sobre la primacía de los compromisos económicos internacionales por encima de las preocupaciones nacionales.

¿LIBRE COMERCIO O COMERCIO JUSTO?

Durante la década de 1880 los británicos descontentos con la ortodoxia del libre comercio reivindicaban originalmente un comercio justo, lo que para ellos significaba represalias contra las barreras protectoras de ultramar. Los productores que afrontaban la competencia de países recientemente industrializados encabezaban la ofensiva. Los propietarios de fábricas textiles y metalúrgicas estaban indignados con que los europeos y estadounidenses vendieran libremente en el mercado británico, mientras que sus gobiernos imponían pesados aranceles a las mercancías británicas. Los nuevos competidores también desplazaban a los británicos en otros mercados: Latinoamérica, Asia, el este y el sur de Europa. Las principales industrias británicas dependían cada vez más de las ventas en el imperio, donde sus lazos empresariales y culturales les daban ventaja. En la primera mitad del siglo XIX la mitad de las exportaciones de tejidos de algodón del

país, además de un tercio de sus exportaciones de hierro galvanizado, iban a la India.1 En cierto sentido esto constituía un éxito del imperio en cuanto a disponer de un mercado cautivo, pero en otro ponía de relieve el preocupante hecho de que industrias británicas antes dominantes sólo podían competir con las extranjeras con el apoyo artificial del aparato imperial.

La reivindicación de un comercio justo se convirtió en un llamamiento más general en pro de una revisión de la política comercial británica. Esta ofensiva fue encabezada entre otros por Joseph Chamberlain, antiguo fabricante de tornillos que había sido alcalde de Birmingham, presidente de la Junta de Comercio y ministro de Colonias. Los fabricantes del norte que pedían protección se organizaron en la Liga por la Reforma Arancelaria, constituida en 1903. Solían vincular la petición de protección con propuestas en favor de preferencias imperiales, un sistema que proporcionaría a Gran Bretaña y sus colonias y dominios un acceso mutuo privilegiado a los respectivos mercados. Esto habría satisfecho los crecientes y poderosos intereses proteccionistas en el resto del imperio —especialmente en Canadá, Australia, Sudáfrica y la India— y también habría proporcionado un mercado cada vez más seguro a los fabricantes británicos con problemas.2

Los partidarios de la reforma arancelaria unían al proteccionismo la preocupación por la construcción del imperio y por las eventuales consecuencias para Gran Bretaña de la pérdida de preeminencia industrial. En palabras de Joseph Chamberlain:

Mientras que en otro tiempo Inglaterra era el mayor país industrial, ahora abundan cada vez más los empleos en las finanzas, en la distribución, en el servicio doméstico y en otras ocupaciones de ese tipo. Tal estado de cosas ... puede significar más dinero pero significa menos hombres. Puede significar más riqueza pero significa menos bienestar; y creo que vale la pena considerar —cualesquiera que puedan ser sus efectos inmediatos— si este estado de cosas no puede acabar provocando la destrucción de todo lo que hay de bueno en Inglaterra, todo lo que nos ha convertido en lo que somos, todo lo que nos ha dado nuestro poder y prestigio en el mundo.3

Las elecciones generales de 1906 fueron en gran medida un referéndum sobre el libre comercio. Los financieros de la City de Londres se movilizaron para defender la apertura de Gran Bretaña al comercio y contaron con el respaldo de los comerciantes y exportadores con éxito. Los proteccionistas sufrieron una derrota estrepitosa.4 Aquel mismo año Chamberlain, el principal portavoz del proteccionismo británico, sufrió un ataque al corazón que debilitó tanto al hombre como al movimiento que encabezaba. Joseph Chamberlain murió en 1914 y las demandas británicas de protección acabaron desvaneciéndose poco después de la

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Primera Guerra Mundial. Los industriales con problemas no habían conseguido revisar en su favor la política británica.

Pero aun así no se podía dar por seguro que Gran Bretaña fuera a aceptar indefinidamente las mercancías del resto del mundo. Estaba perdiendo su primacía económica internacional.

El declive de Gran Bretaña era sólo relativo. Entre 1870 y 1913 el tamaño de la economía británica se duplicó; incluso teniendo en cuenta el aumento de la población, la producción británica per cápita creció más del 50 por 100 durante aquellos años. Pero la diferencia entre Gran Bretaña y el resto del mundo iba menguando poco a poco. Los industriales británicos estaban siendo desplazados por la competencia en los mercados exteriores e incluso en el propio mercado británico. Estados Unidos y Alemania eran los motores industriales del mundo; el Reino Unido mantenía su primacía sólo en servicios como la banca, los seguros y el transporte. Ya no cabía estar seguro de que la siguiente central eléctrica o vía férrea construida en África o en el este de Europa fuera a ser británica; era igualmente probable que fuera alemana, francesa o estadounidense. Incluso en las inversiones internacionales, los centros financieros continentales y Nueva York desafiaban la supremacía de Londres. Aunque pocos suponían que el abrumador liderazgo industrial de Gran Bretaña fuera a durar para siempre, la velocidad de su erosión llevó a muchos británicos a preguntarse cómo había podido suceder, como siguieron haciéndolo una generación tras otra de historiadores de la economía.

Una explicación muy extendida es que el entusiasmo de los inversores británicos por las aventuras en el extranjero fue moderando el crecimiento de la economía británica mientras que aceleraba el de las receptoras de capital británico. Después de todo, los inversores del país enviaban la mitad de sus ahorros al extranjero y los prestatarios británicos a veces se quejaban de que los créditos habrían sido más baratos de no tener que competir con canadienses o argentinos por el favor de los tenedores de bonos londinenses. Ahora bien, las inversiones rentables en el país no tenían problemas para encontrar financiación; además, el dinero invertido en el extranjero obtenía grandes beneficios, que volvían al país incrementando su riqueza y renta nacional.5

Los británicos no supieron, se dice a veces, adoptar nuevas técnicas de producción y de gestión. Países como Alemania y Estados Unidos tenían la ventaja de haber llegado más tarde; podían crear nuevas industrias con los avances más recientes. La desventaja opuesta era la de haberse industrializado cincuenta años antes que los demás, por lo que introducir nuevas tecnologías podía significar desperdiciar el equipo existente, a menudo todavía rentable. De hecho, la creciente dependencia de los mercados del imperio para los productos tradicionales del país posponía la modernización industrial al proporcionar una salida a productos que no requerían cambios tecnológicos. En palabras del historiador de la economía Charles

Kindleberger, las exportaciones imperiales «permitieron a la economía eludir las exigencias de cambio dinámico y seguir dedicándose a los tejidos de algodón, hierro y acero, planchas de hierro galvanizado y cosas parecidas, en lugar de ... los productos de las nuevas industrias.»6

Las prácticas de gestión británicas también provenían de una época anterior a las revoluciones en las comunicaciones y el transporte de finales del siglo XIX y al auge del consumo de masas de bienes duraderos y de la producción en masa. Las firmas británicas solían ser más pequeñas que las alemanas como Siemens y AEG o las estadounidenses como General Electric y U. S. Steel. Además, solían estar organizadas menos como corporaciones modernas que como empresas familiares, lo que seguían siendo muchas de ellas. No es evidente, sin embargo, que esto fuera tan malo. Es posible que las empresas estadounidenses fueran grandes porque Estados Unidos era grande, que las empresas alemanas fueran grandes porque estaban agrupadas en cárteles monopolistas, y que las nuevas formas de gestión no fueran apropiadas para las relaciones industriales y laborales británicas.

Otro factor al que se ha achacado la relativa moderación del crecimiento de la economía británica es su sistema educativo. Los críticos culpaban a las escuelas del país por su inadecuada atención a la formación técnica, una rigidez de clase excesiva e insuficientes principios meritocráticos de promoción y ascenso. No se puede negar que en la sociedad británica se mantenían obcecadamente una serie de prejuicios cuyo efecto potencialmente sofocante sobre el progreso económico fue bien captado por la novelista estadounidense Margaret Halsey: «En Inglaterra haber tenido dinero ... es tan honorable como tenerlo ... Pero no haber tenido nunca dinero es imperdonable, y sólo se puede compensar honorablemente no tratando nunca de conseguirlo.»7 Aunque la estructura social del país quizá no recompensara adecuadamente el espíritu empresarial y su estructura educativa no reflejara el liderazgo industrial que había ejercido sobre otros países europeos, no está claro que estos fallos tuvieran efectos económicos sustanciales.

Cualesquiera que fueran las razones del lento crecimiento de Gran Bretaña a partir de 1870 —y probablemente hay algo de razón en cada uno de los argumentos mencionados—, esa desaceleración afectó al país y al mundo entero. Muchos británicos llegaron a cuestionarse verdades antes incuestionables sobre su política económica, como el libre comercio y el liderazgo financiero global. No es sorprendente que los industriales británicos que afrontaban la presión de la competencia desearan una política gubernamental más protectora. Tampoco lo es, dada la importancia de los mercados del imperio y los dominios para las industrias en dificultades, que esto cobrara la forma de una reivindicación de barreras protectoras en torno al imperio británico. En todo esto el Reino Unido era muy parecido a otros países industriales importantes.

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Pero el papel central del Reino Unido en la economía mundial se debía en gran parte a sus diferencias con los demás países industriales desde la década de 1840. El compromiso británico con el libre comercio y la apertura financiera era decisivo para la estructura y funcionamiento de la economía mundial. Pase que países tan marginales como Rusia o Brasil impusieran barreras proteccionistas; incluso en la Europa continental, esto tampoco amenazaba los cimientos del sistema; pero era difícil imaginar una prolongación de la Pax Britannica económica sin Gran Bretaña. Un pilar esencial del orden económico mundial clásico había comenzado a temblar.

GANADORES Y PERDEDORES EN EL COMERCIO

Aquéllos, aparte de Gran Bretaña, a los que tampoco les iba muy bien durante los últimos años de la Edad de Oro, también expresaban sus preocupaciones por las consecuencias de la integración económica. Incluso en los países que más crecieron durante las décadas anteriores a 1914, había muchos que se beneficiaban poco o nada en absoluto del crecimiento económico de su país.

Los instrumentos teóricos desarrollados por los economistas suecos Heckscher y Ohlin para entender el comercio internacional también permiten explicar quiénes eran los principales ganadores y perdedores en la integración. La teoría de Heckscher-Ohlin predice que los países ricos en capital exportarán productos intensivos en capital (y capital), mientras que los países ricos en mano de obra exportarán productos intensivos en trabajo (y mano de obra), y los países ricos en tierra exportarán productos intensivos en tierra. De hecho, Gran Bretaña, rica en capital, exportaba productos industriales intensivos en capital, mientras que Argentina, rica en tierra, exportaba productos agrícolas intensivos en tierra. Lo mismo se puede decir de las importaciones: un país con poco capital (Argentina) importaba capital y productos intensivos en capital, mientras que un país con muy poca tierra (Gran Bretaña) importaba productos intensivos en tierra.

Veinte años después de que Heckscher y Ohlin expusieran su teoría para explicar las pautas del comercio, dos jóvenes compañeros de clase y vecinos en Harvard la ampliaron para mostrar quién y cómo es beneficiado o perjudicado por el comercio. En un artículo de 1941 Wolfgang Stolper [Viena, 1912-2002] y Paul Samuelson [1915] partieron de la observación de que el comercio es particularmente beneficioso para los productores de bienes exportados, mientras que puede ser especialmente perjudicial para los productores que compiten con los importados. Por otra parte, la teoría de Heckscher-Ohlin predice que se exportará principalmente aquello en lo que cada país es rico: capital en los países ricos en

capital, tierra en los ricos en tierra, etc. Cuando aumentan las exportaciones, la demanda de recursos utilizados para producir los bienes que se exportan también crece: cuando un país rico en mano de obra exporta productos intensivos en mano de obra, la demanda de ésta aumenta, por lo que los salarios tienden a subir. Recíprocamente, los productores que compiten con las importaciones son los que disponen de lo que es escaso en el país: mano de obra en los países pobres en mano de obra, tierra en los países pobres en tierra. Cuando aumentan las importaciones y los productores locales se ven expulsados del mercado nacional, su demanda de los recursos que solían utilizar decrece; cuando un país pobre en mano de obra importa productos intensivos en mano de obra, la demanda de ésta disminuye y también lo hacen los salarios.

Stolper y Samuelson mostraron que el comercio aumenta los beneficios de los propietarios nacionales de un factor de producción abundante y disminuye los de los propietarios de un factor escaso. Los propietarios de recursos abundantes ganan con el comercio, mientras que los de recursos escasos pierden. Una forma fácil de comprobar esa relación es considerar un recurso tangible como el petróleo. En un país rico en petróleo, éste es barato y abrirse al comercio es bueno para los petroleros porque les permite vender petróleo al extranjero. En un país donde el petróleo es escaso, abrirse al comercio es malo para los petroleros porque facilita las importaciones de petróleo, que empujan a la baja el precio en el país. Aun si el recurso en cuestión es más genérico —tierra, mano de obra, capital—, se mantiene la misma lógica: la protección ayudará a los propietarios de recursos nacionales escasos, mientras que el comercio ayuda a los propietarios de recursos nacionales abundantes.8

Incluso en una época de rápido crecimiento, aun en los países que crecen rápidamente, y aun si el libre comercio es la mejor política posible para el conjunto de la economía, hasta los economistas más ortodoxos aceptan que en el libre comercio hay ganadores y perdedores. Unos y otros pretenden que se pongan en práctica planes que los beneficien: antes de 1914 los propietarios de recursos nacionales abundantes apoyaban el libre comercio, mientras que los propietarios de recursos nacionales escasos se oponían a él. Un país como Argentina, rico en tierra pero pobre en capital, exportaba productos (agrícolas) ricos en tierra e importaba productos intensivos en capital. Esto era bueno para los agricultores, pero no tan bueno para los capitalistas, por lo que los agricultores estaban a favor del comercio mientras que los capitalistas urbanos eran proteccionistas. Un país como Gran Bretaña, rico en capital pero pobre en tierra, exportaba productos intensivos en capital e importaba productos intensivos en tierra, por lo que los capitalistas urbanos estaban a favor del comercio mientras que los agricultores eran proteccionistas.

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El esquema de Stolper-Samuelson explica en gran medida la política comercial y más en general la actitud de unos y otros frente a la integración económica. Los propietarios de recursos nacionales abundantes —ya sean éstos capital, tierra, petróleo o mano de obra— tendían a favorecer los lazos económicos internacionales que les posibilitaban vender sus recursos o sus productos. Un país rico en tierra tenía una ventaja comparativa en los productos agrícolas y los exportaba, y esto favorecía a los agricultores; un país pobre en tierra tenía una desventaja comparativa en la agricultura e importaba productos agrícolas, perjudicando a los agricultores.

A finales del siglo XIX y principios del XX, de hecho, los agricultores en países ricos en tierra eran casi siempre partidarios del libre comercio, ya fueran propietarios de plantaciones en Malasia, rancheros de ganado en Australia o cultivadores de trigo en Canadá. También los inversores y fabricantes de productos intensivos en capital en los países ricos en capital solían estar a favor de la inversión y el comercio libres, como atestiguan las políticas generalmente abiertas de los países ricos del noroeste de Europa. El argumento de Stolper-Samuelson también era válido para los adversarios de la integración global; aquéllos cuyos recursos eran raros en su país eran hostiles al libre comercio. Los trabajadores de Australia, Canadá y Estados Unidos, donde escaseaba la mano de obra, eran proteccionistas, como lo eran los capitalistas industriales en países escasos en capital como Brasil o los agricultores en los países de Europa donde escaseaba la tierra.

Los grupos proteccionistas solían ser menos influyentes que los internacionalistas que dominaron la Edad de Oro: banqueros e inversores internacionales, comerciantes, industriales competitivos, agricultores para la exportación y mineros. Pero los proteccionistas siempre estaban presentes y eran poderosos en algunos lugares como Estados Unidos y Rusia, y en determinados momentos como durante las recesiones. Mientras la economía mundial creciera y los partidarios de la integración global pudieran demostrar a suficiente gente los beneficios del libre movimiento de mercancías, capitales y personas, las presiones en favor del aislamiento económico se podrían contener, pero no cabía suponer, sin embargo, que esto fuera a durar para siempre.

AMENAZAS DE LA PLATA CONTRA EL ORO

Si la oposición en el centro británico del sistema atentaba al pilar fundamental de la economía mundial clásica que constituía el libre comercio, los asaltos en la periferia de la economía mundial asestaban al pilar del patrón oro sus golpes más

duros. Los rebeldes raramente eran lo bastante poderosos o se concentraban en países lo bastante importantes como para trastornar el conjunto del sistema, pero aun así eran muy molestos. El hecho de que la antipatía al patrón oro internacional fuera habitual incluso en los mejores momentos no presagiaba nada bueno en cuanto a su capacidad para resistir las dificultades económicas.

Los agricultores y propietarios de minas que producían para el mercado mundial eran los más enérgicos adversarios del patrón oro. Esto se debía a que un país sometido al patrón oro no podía devaluar su moneda para proteger a los exportadores frente a eventuales reducciones del precio de sus productos. Muchos países dependían de unos pocos cultivos o minerales, y aun de uno solo, cuyo precio podía fluctuar enormemente de un año a otro. En un país que hubiera aceptado el patrón oro, esas fluctuaciones de precios afectaban inmediatamente a los productores locales, ya que la moneda nacional no era más que una versión local del oro, la moneda global. Una disminución de precio del 1 por 100 lo era ya se expresara en libras-oro, en dólares-oro, en pesos-oro o en cualquier otra moneda sujeta al oro. Todos los giros y virajes del precio mundial de los productos agrícolas o mineros se transmitían directamente a través del patrón oro a los agricultores y propietarios de minas. Cuando el precio mundial del trigo, el café o el cobre caía, los precios de esos productos en Argentina, Colombia o Chile caían en la misma proporción, siempre que la moneda del país estuviera vinculada al oro.

Los productores que afrontaban la competencia de importaciones baratas, como los agricultores europeos y los fabricantes estadounidenses, tenían una alternativa fácil: podían establecer aranceles para dificultar la entrada de productos extranjeros; pero los agricultores y mineros para la exportación no tenían esa posibilidad. Su mercado estaba en el extranjero y los aranceles para elevar el precio del café en Brasil, el precio del estaño en Malasia o el precio del cacao en Costa de Marfil les servían de poco. Los productores necesitaban protegerse frente a las caídas radicales de precios en el mercado mundial.

Una devaluación ayudaba a los exportadores aumentando la cantidad de dinero que obtenían por las mercancías que vendían en el extranjero. Si el precio del trigo, del café o del cobre bajaba, una devaluación de la moneda podía contrarrestar por sí sola esa adversidad manteniendo el precio de esos productos en Argentina, Colombia o Chile. Cuando el precio mundial del trigo cayó cerca del 50 por 100 a finales del siglo XIX, por ejemplo, su precio en Estados Unidos, vinculado al patrón oro, también cayó la mitad, de un dólar a cincuenta centavos el bushel. Pero en Argentina, que se desvinculó del oro y devaluó el peso, el precio que se pagaba a los agricultores por el trigo seguía siendo el mismo.

Antes de la Primera Guerra Mundial alrededor de la mitad de la producción mundial de cobre provenía de Chile, y el cobre constituía alrededor de la mitad de las exportaciones chilenas; pero durante un decenio el precio en Londres de una

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tonelada de cobre cayó continuamente, desde 70 hasta 40 libras esterlinas. Para los productores estadounidenses de cobre, que eran los principales competidores de los chilenos, esa disminución se transmitía directamente a los precios que podían cobrar por su cobre; con el dólar fijo frente a la libra esterlina, el resultado fue una caída equivalente del precio, de alrededor de 340 a unos 195 dólares la tonelada. Una caída parecida en Chile habría supuesto la ruina de los propietarios de minas de cobre, y con ellos de gran parte de la economía, por lo que el gobierno chileno devaluó el peso frente a las monedas sujetas al oro: en esos diez años el peso cayó de 0,18 a 0,10 libras esterlinas, o de 85 a 48 centavos de dólar, y esto contrarrestó el efecto del colapso del precio mundial del cobre: en pesos chilenos, aumentó de hecho de 401 a 403 pesos la tonelada.9

Pero una devaluación no podía operar milagros. Cuando una moneda se devaluaba, los productos extranjeros se hacían más caros. Esos aumentos de precio llegaban finalmente a la economía nacional y contribuían a la inflación. Cuando el peso argentino cayó, más pronto o más tarde otros precios en Argentina tuvieron que subir y las ventajas de la devaluación se fueron erosionando. Entretanto, no obstante, los cultivadores argentinos de trigo habían ganado un tiempo y un dinero muy valiosos, mientras que muchos agricultores estadounidenses habían tenido que abandonar sus explotaciones. Había otro grupo, el de los deudores, al que de hecho beneficiaba la inflación derivada de alejarse o mantenerse apartado del oro. Un ama de casa, un hombre de negocios o un agricultor con deudas en la moneda nacional podía esperar que la inflación redujera la carga real de éstas; un aumento del 50 por 100 en los precios hacía las deudas fijas la mitad de onerosas.

Los adversarios del oro también aborrecían las medidas gubernamentales necesarias para mantener la paridad de su moneda con el oro, obligando a los precios, beneficios y salarios nacionales a ajustarse a los cambios en la situación económica internacional de un país. El gobierno no podía responder a las eventuales calamidades económicas con medidas monetarias, sino que tenía que reforzar la austeridad impuesta por la situación frente al extranjero, porque se suponía que el patrón oro funcionaría mejor si los gobiernos permitían que sus efectos recesionistas siguieran su curso, disminuyendo los salarios, precios y beneficios para permitir una recuperación basada en el mercado. Se suponía que una economía del patrón oro debía corregirse para adecuarse al tipo de cambio, y no al revés.

Por esas razones la mayoría de los países exportadores de productos agrícolas y mineros se mantenían desvinculados del oro o sólo intermitentemente vinculados a él. Las dos alternativas al oro eran el papel moneda y la plata. La mayoría de los países de Latinoamérica y el sur de Europa emitían papel moneda no convertible, no intercambiable por oro, tal como sucede con el papel moneda hoy día, que es emitido por los estados y su valor se establece en los mercados monetarios. El

gobierno actuaba para mantener el valor del peso o la lira al nivel que quería. En palabras de un senador antiaurífero por Nebraska, «creemos posible regular la cuestión del dinero de forma que tenga aproximadamente el mismo valor todo el tiempo». Otro decía: «El principal artículo de fe del populismo ... es que el gobierno puede crear la cantidad de dinero que considere conveniente, al margen de cualquier otra sustancia, sin otra base que él mismo.»10

La segunda alternativa al oro era una moneda basada en la plata. De hecho, en la mayoría de los países se habían utilizado el oro y la plata de forma indistinta durante siglos hasta 1870. En aquel momento una oleada de descubrimientos de filones argentíferos disminuyó el precio de la plata frente al oro en más de la mitad, y los gobiernos optaron en general por uno o por otra. Casi todos los países industriales siguieron a Gran Bretaña con el oro, pero China y la India tenían monedas basadas en la plata desde hacía siglos y prefirieron mantenerla como patrón. Lo mismo hicieron los principales productores de plata como México. Para muchos otros países mantener la plata o pasarse a ella ofrecía ciertas ventajas. El precio de la plata disminuyó en general frente al oro durante las décadas que precedieron a la Primera Guerra Mundial, por lo que las monedas basadas en la plata eran débiles. Si el precio de la plata caía un 10 por 100, lo mismo sucedía con todas las monedas basadas en ella. Esto tenía los mismos efectos que una devaluación, con lo que los países de la plata proporcionaban a sus exportadores una ventaja competitiva en los mercados mundiales.

Durante la década de 1890 la mayoría de los países industriales mantenían como referencia el patrón oro y la mayoría de los países subdesarrollados la plata o papel moneda. Los países de la plata y el papel moneda obtenían ventajas palpables. Al aumentar el precio del oro frente a la plata, las regiones exportadoras basadas en la plata resultaban más baratas en las monedas del patrón oro del mundo industrializado. Las reducciones del precio mundial de los productos agrícolas y las materias primas se veían compensadas por descensos análogos en sus monedas respaldadas por la plata o de papel, por lo que los agricultores y mineros recibían poco más o menos el mismo precio en su propia moneda. La ventaja competitiva de la plata no importaba demasiado a la mayoría de los países ricos, ya que las regiones subdesarrolladas vendían en su mayoría mercancías que los países industriales no producían. Si una rebaja de la plata hacía el cobre mexicano o la seda china más barata en los mercados europeos, eso no molestaba a nadie.

Sin embargo, los que producían las mismas cosas que las regiones de la plata y el papel moneda se veían ante una fuerte amenaza competitiva de esas monedas devaluadas. Entre los afectados estaba sobre lodo Estados Unidos, especializado en muchas de las mismas materias primas y productos agrícolas que Argentina, la India, Brasil, China y Rusia, con monedas débiles todos ellos: minerales, trigo, algodón, lana, tabaco... De forma que los agricultores, ganaderos y mineros

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estadounidenses perdían ventaja frente a los países basados en la plata (o en el papel moneda). Y como Estados Unidos se mantenía vinculado al patrón oro, las reducciones en el precio mundial del trigo o de la lana disminuían las ganancias de los agricultores, ganaderos y mineros. Los granjeros estadounidenses en dificultades que se sumaban a la campaña populista contra el patrón oro y en favor de la plata pensaban, en palabras de uno de ellos, que «el hombre amarillo que utiliza el metal blanco tiene a su merced al hombre blanco que utiliza el metal amarillo.»11 Desde finales de la década de 1880 en adelante la irritación populista volvía a cobrar fuerza cada vez que los precios agrícolas bajaban, mientras los granjeros y mineros trataban desesperadamente de que el dólar se desvinculara del oro.

En 1896 el candidato demócrata-populista a la presidencia William Jennings Bryan clamaba: «¡No crucificaréis a la humanidad en una cruz de oro!». Los distritos agrícolas y mineros de Estados Unidos compartían la rebeldía de Bryan. En lo que fue probablemente el primer movimiento de masas en la historia de Estados Unidos, millones de personas acudían a oír a fieros oradores denunciar al Trust del Dinero y su poder absoluto, respaldado por el oro, sobre la economía estadounidense. La plataforma populista insistía en que se tomaran inmediatamente medidas para abandonar el oro. La consiguiente devaluación invertiría los efectos del declive del precio mundial de los productos agrícolas y mineros, y cualquier inflación que pudiera venir después ayudaría a aliviar la carga de los muy endeudados granjeros.

Bryan casi alcanzó la presidencia en 1896, en el momento de mayor malestar agrícola; volvió a presentarse y a perder, como candidato demócrata, en 1900 y 1908. Esto convirtió a Estados Unidos en el único exportador importante de productos agrícolas y materias primas que permanecía vinculado al oro durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, si dejamos a un lado regiones que formaban parte de los imperios europeos como Australia y Sudáfrica. Todos los demás exportadores primarios independientes —desde México a Rusia y Japón y desde China hasta Argentina, incluso la India británica— pasaron todo o gran parte de aquel período con un dinero basado en la plata o en el papel moneda.

Estados Unidos era diferente porque económicamente estaba formado por dos inmensas regiones con opiniones diametralmente opuestas sobre el oro. Las regiones agrícolas y mineras del sur, el medio oeste, las Grandes Llanuras y el oeste eran la mayor fuente de riqueza agrícola y mineral del mundo; pero los propietarios de fábricas, comerciantes y banqueros del noreste y el medio oeste industrial constituían el motor fabril del mundo. El conflicto de intereses era directo. Cualquier aumento de los precios agrícolas encarecía los alimentos para los obreros urbanos y elevaba la factura salarial de la industria. Del mismo modo, cualquier aumento de los precios industriales, incluido cualquier arancel, perjudicaba a las

familias campesinas que dependían de las ciudades para su vestido, insumos agrícolas y otras necesidades.

Quizá sea aún más relevante que los banqueros y comerciantes de Nueva Inglaterra y del noreste apostaran su reputación internacional a la adhesión del país al patrón oro. La credibilidad financiera de Estados Unidos dependía de su plena participación en el club de los países ricos, cuya tarjeta de pertenencia era el patrón oro. J. P. Morgan y sus colegas se esforzaron tenazmente por mantener el dólar vinculado al oro, y lo hicieron tanto en el terreno financiero como en el político. En el primero, Morgan concertó una serie de créditos internacionales que permitirían al Tesoro estadounidense defender al dólar cuando fuera atacado en los mercados monetarios y mantenerlo vinculado al oro. En cuanto a la política, todos los candidatos antipopulistas desde McKinley recibieron enormes sumas de los grandes hombres de negocios del noreste que les facilitaban su elección. Y los escarabajos de oro estadounidenses consiguieron derrotar a las hordas populistas. Sin embargo, la división del país parecía inminente cuando McKinley sólo consiguió el 51 por 100 del voto popular. La geografía de la división estaba clara: un mapa codificado en color de las elecciones de 1896 muestra nítidamente el bloque compacto de los estados partidarios del oro en el noreste, llegando hasta el Medio oeste industrial, más Oregón y California en el otro extremo del país, mientras que todo el sur y las Grandes Llanuras votaron por Bryan (por la plata).*f

El compromiso con el patrón oro no se podía dar por garantizado para siempre. Un descenso sustancial de los precios mundiales desataría fuertes protestas en todos los rincones de la tierra y una estampida de abandonos del patrón oro. Poderosos grupos de todo el mundo estaban dispuestos a abandonar el compromiso rígido de su país con el oro en cuanto llegaran tiempos difíciles.

El conflicto con respecto al oro reflejaba las fricciones que afectaron a la economía mundial clásica antes de 1914. Por un lado, la plena participación en la economía global podía ser extraordinariamente lucrativa, tanto para los países como para los individuos. Por otro lado, tal participación solía exigir sacrificios. En el caso del patrón oro, la ciudadanía financiera de primera clase sólo estaba a disposición de los países dispuestos a subordinar las necesidades de su economía nacional a su compromiso con el oro. Aceptar el patrón oro y permanecer vinculado a él significaba renunciar a la posibilidad de devaluar la moneda para mejorar la situación competitiva. Significaba renunciar a estimular la economía en tiempos difíciles reduciendo los tipos de interés o imprimiendo moneda. Significaba privilegiar el estatus internacional de la moneda por encima de la situación de la economía nacional.

Esos sacrificios parecían merecer la pena a aquéllos cuyos ingresos dependían de la economía global, y los defensores más vehementes del patrón oro en todo el mundo eran los banqueros, inversores y comerciantes internacionales. Y esto se

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debía naturalmente a que los sacrificios que conllevaba rara vez afectaban directamente a esos grupos internacionalistas; los financieros rara vez tenían que afrontar la amenaza del desempleo o la sequía. Pero los grupos cuyos intereses se veían sacrificados no veían la razón para sufrir a fin de mantener un orden económico global que no les concernía y que incluso les perjudicaba. El conflicto entre las preocupaciones internacionales y nacionales estaba presente también en otros ámbitos: en la política comercial, en la inmigración, en la actitud hacia los prestamistas extranjeros. Mientras la economía mundial creciera, la tensión entre las preocupaciones nacionales y globales se podría contener, pero no siempre iba a ser así.

EL MOVIMIENTO OBRERO Y EL ORDEN CLÁSICO

El desarrollo del movimiento obrero también llegó a representar un desafío para el orden establecido. Y no es que los obreros se opusieran a la integración económica global —de hecho, en muchos países, los sindicatos y los partidos socialistas apoyaban firmemente el libre comercio—, sino que las reivindicaciones obreras chocaban con la predilección del sistema liberal clásico por los salarios flexibles y un gobierno reducido a la mínima expresión.

Hacia el momento del cambio de siglo los obreros industriales constituían el grupo ocupacional más amplio en la mayoría de las sociedades avanzadas, habiendo llegado a superar con mucho a los campesinos en el Reino Unido, e incluso, aunque en menor proporción, en países tan agrarios como Estados Unidos y Alemania. Los obreros también habían desarrollado organizaciones sindicales de gran amplitud y sofisticación. Frente a la hostilidad del gobierno y los patronos, los sindicatos agrupaban a muchos de los obreros cualificados de Europa occidental, Norteamérica y Australia. Los no cualificados no estaban tan organizados, pero a medida que se ampliaba la escala de la producción fabril, también ellos se iban incorporando a los sindicatos.

En 1914 los sindicatos británicos contaban con cuatro millones de miembros y los sindicatos alemanes con tres millones, bastante por encima de la quinta parte de la mano de obra industrial en uno y otro caso. La organización de la clase obrera tenía aún más éxito en Escandinavia y era moderadamente fuerte en Norteamérica; los sindicatos estaban presentes pero eran menos poderosos en Francia y el sur de Europa. Pese a las diferencias, los sindicatos obreros constituían un rasgo destacado del panorama económico y político en todos los países industriales e incluso en países semiindustriales como Argentina o Rusia.

La clase obrera añadía a su capacidad de negociación colectiva una creciente presencia política, ya que en muchos países los trabajadores varones obtuvieron el derecho de voto en las décadas previas a 1914. El consiguiente auge de los partidos socialistas habría parecido impensable, tanto a los capitalistas como a los propios obreros, una generación antes. En vísperas de la Primera Guerra Mundial los partidos basados en la clase obrera y con un mensaje decididamente anticapitalista contaban en muchos países industriales con más de la cuarta parte de los votos. En la mayor parte del norte de Europa, los partidos socialistas obtenían alrededor de un tercio del voto popular: 35 por 100 en Alemania y 36 por 100 en Suecia. Los representantes de las clases laboriosas ya no quedaban relegados a los márgenes irrelevantes de la vida política. Los descendientes intelectuales e ideológicos de Marx y Engels habían logrado, quince años después de la muerte de este último, un peso electoral que difícilmente habrían podido imaginar ambos fundadores del socialismo moderno.

Los trabajadores y sus organizaciones a veces se interesaban por la política económica internacional, especialmente allí donde el movimiento obrero era hostil a la libre inmigración y al libre comercio. Así sucedía en países donde la mano de obra era tradicionalmente escasa, como en Norteamérica y otras áreas de reciente colonización europea, donde las limitaciones a la inmigración constituían una de las primeras reivindicaciones del movimiento obrero. El flujo de gente que llegaba de la Europa con bajos salarios (y peor aún, del Asia con bajos salarios) operaba como deflactor salarial, y el movimiento obrero deseaba ponerle freno. Por la misma razón, el flujo de artículos baratos fabricados por obreros con bajos salarios en Europa deprimía los salarios en Norteamérica y Australia, y esto llevaba al movimiento obrero de esos países al proteccionismo. La actitud contraria a la inmigración cuadraba mal con las expresiones socialistas convencionales sobre la solidaridad por encima de las fronteras; esto puede ayudar a explicar por qué el movimiento obrero en esos países no se orientó hacia el socialismo europeo tradicional.

Aun así, en muchos países el movimiento obrero era favorable al libre comercio y a las fronteras abiertas. Así solía ser en Europa, especialmente porque el objetivo más importante de la política comercial europea era proteger a los campesinos, y el proteccionismo agrícola encarecía los alimentos para los obreros urbanos. Así pues, allí donde el flujo migratorio apuntaba hacia el exterior, como sucedía en Europa, la subsiguiente reducción de la oferta de mano de obra servía para elevar los salarios, no para reducirlos. Además, muchos europeos trabajaban en sectores industriales muy dependientes de las exportaciones y no podían permitirse el lujo de que mercados importantes tomaran represalias. En algunos casos la confrontación se daba entre distintos sectores industriales más que entre clases: los mineros británicos del carbón, producto que se exportaba al extranjero, eran partidarios del

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libre comercio, mientras que los muy explotados trabajadores de la industria textil reclamaban la protección preferencial imperial tanto como sus patronos.

Aunque los intereses del movimiento obrero en la política económica internacional —por o contra la protección comercial, por o contra los controles a la inmigración— tenían mucho que ver con la macroeconomía realmente existente, los trabajadores no solían participar activamente en los debates que se ocupaban explícitamente de la economía internacional porque esas cuestiones les parecían de importancia secundaria. Pero la indiferencia relativa de las organizaciones obreras ante importantes cuestiones relativas a las relaciones económicas internacionales no estaba en proporción con las consecuencias del fortalecimiento del movimiento obrero para la economía mundial.

Las preocupaciones más generales del movimiento obrero eran mucho más molestas para el orden establecido que sus posiciones políticas específicas sobre el comercio o la inmigración. A medida que aumentaba la proporción de la clase obrera en la población de los países industriales, sus necesidades parecían cada vez más incompatibles con importantes rasgos de la economía abierta clásica de finales del siglo XIX y principios del XX. La más importante era la necesidad que experimentaban los obreros de una protección frente al desempleo. Los campesinos, el otro gran sector del pueblo llano, podían contar con su tierra, sus cultivos y sus aldeas cuando llegaban malos tiempos; podían cultivar lo bastante para comer o valerse de la ayuda de los parientes o vecinos si el problema afectaba específicamente a su parcela. Pero los obreros de las grandes ciudades, cuando se quedaban sin empleo, no tenían propiedades ni forma de producir lo que necesitaban para sobrevivir, y la anónima vida de la sociedad urbana reducía (aunque no eliminaba del todo) la posibilidad de recurrir a la ayuda de los colegas. Todo lo que tenían a su alcance era el mínimo alivio de la pobreza ofrecido por la caridad privada o los vestigios de la ayuda oficial medieval a los indigentes, viudas y huérfanos.

La preocupación central de las organizaciones obreras era pues la protección frente al desempleo. A medida que la clase obrera crecía, fue organizándose en sociedades de ayuda mutua que crearon sus propios seguros de paro. Los sindicatos obreros de la ciudad industrial de Gante, en Bélgica, proporcionaban desde muy antiguo a sus miembros un ingreso básico en caso de que perdieran su empleo. Sólo los miembros del sindicato podían recibir esos subsidios, lo que propiciaba la organización de los trabajadores. Pero esas prácticas instituidas en Gante —un seguro de paro para los miembros del sindicato de una sola ciudad— sólo eran eficaces si el desempleo era disperso y limitado. Cuando un serio declive económico golpeaba ciudades y regiones enteras, gran parte de la población obrera del área podía quedar desamparada y el depósito de reserva constituido con las cuotas sindicales se agotaba pronto. A medida que los fondos de desempleo locales

iban a la quiebra, los ayuntamientos y finalmente los gobiernos nacionales se fueron haciendo cargo de ellos.

En 1913 muchas ciudades y regiones europeas contaban con programas de cobertura del desempleo, aunque eran muy insuficientes y los sindicatos obreros reivindicaban sistemas más amplios, financiados por el Estado. Entretanto algunos patronos y otros habitantes de las ciudades llegaron a entender que esos planes de protección tenían sus ventajas. Estabilizaban el mercado laboral local y frenaban la conflictividad social, y dado que el gobierno imponía cotizaciones a escala nacional, sus consecuencias presupuestarias eran limitadas.

Aun así, había una sustancial resistencia de los empresarios a esa «interferencia» en el funcionamiento del mercado laboral. En ausencia de subsidio de desempleo, cuando llegaban los malos tiempos los trabajadores no tenían otra opción que aceptar salarios más bajos, porque la única alternativa era el hambre. Al establecer un «mínimo» para los ingresos de los trabajadores, el seguro de desempleo —junto con los planes de bienestar social anejos— limitaba la capacidad de los patronos para reducir los salarios. La creciente organización en sindicatos de los trabajadores había limitado ya el control de los empresarios sobre los salarios; los nuevos programas sociales lo condicionaron aún más.

Como los sindicatos obreros y los programas sociales restringían la capacidad de los empresarios para fijar los salarios, suscitaron la oposición de los capitalistas más recalcitrantes. Cuanto más control tenían los obreros sobre sus vidas, menos podía la patronal fijar a su voluntad sus salarios y condiciones de trabajo. Los sindicatos obreros pretendían garantizar a los trabajadores unos ingresos mínimos, y eso significaba reducir la flexibilidad de los salarios y jornadas laborales.

La sindicalización de la clase obrera y su acción política a fin de limitar la capacidad de los mercados para establecer libremente los salarios tuvo profundas consecuencias para el capitalismo global. Contravenía directamente la importancia central de la flexibilidad salarial para el funcionamiento de la mayoría de las economías nacionales y su relación con la economía internacional. En un momento de recesión la sola amenaza del desempleo era lo bastante terrible para obligar a los trabajadores a aceptar grandes reducciones salariales, por lo que las recesiones y las depresiones conducían típicamente a ese resultado. Los capitalistas podían reducir los salarios y los precios de sus productos, lo que les ayudaba a restaurar las ventas y mantener los beneficios. Así, aunque los declives económicos provocaban dolor y sufrimiento, su impacto sobre las ventas y beneficios quedaba mitigado y normalmente se superaba al poco tiempo. De hecho, la facilidad con que se podían reducir los salarios daba a los patronos pocas razones para despedir a los trabajadores, de forma que el desempleo solía ser moderado y de corta duración. Todo esto significaba que los gobiernos no se veían apenas obligados a intervenir para suavizar el efecto de las oscilaciones en la economía de mercado.

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La libertad de los empresarios para reducir los salarios era también esencial para el funcionamiento del patrón oro. Los países adheridos a él estaban obligados a mantener el valor en oro de su moneda, haciendo que la economía nacional se adecuara a éste. La forma más habitual de obligar a una economía a mantener su paridad con el oro (tipo de cambio) era reducir los salarios. Si un país con un déficit comercial persistente necesitaba restaurar el equilibrio, procuraría aumentar sus exportaciones reduciendo los salarios. Si los productores nacionales tenían que afrontar la competencia de las importaciones o se veían en dificultades en los mercados exteriores, reducirían los salarios hasta que sus productos volvieran a ser competitivos.

De hecho, bajo el patrón oro era habitual que los países en los que aumentaban los precios invirtieran simplemente el proceso y los indujeran a caer. El nivel de precios en Estados Unidos se duplicó o más después de que el país se desvinculara del oro durante la guerra civil; para regresar a éste, el gobierno apretó los tornillos macroeconómicos hasta que los precios se redujeron en más del 50 por 100. Hoy día resultan muy controvertidas las medidas de austeridad para reducir la inflación, esto es, para evitar que los precios suban. Sería de hecho impensable pretender una reducción de precios del 20, el 30 o el 80 por 100, debido a la práctica imposibilidad de imponer a los trabajadores mermas salariales tan drásticas; pero tales reducciones eran algo corriente bajo el patrón oro; de hecho, eran esenciales para el funcionamiento de ese pilar de la economía mundial clásica. En la medida en que los sindicatos y programas sociales como el seguro de desempleo limitaban la capacidad de los empresarios para reducir los salarios, complicaban el proceso de mercado que mantenía en pie el patrón oro.

La carga del ajuste en la época clásica caía sobre los trabajadores. Si la situación de los empresarios empeoraba, reducían los salarios. Habitualmente disminuían también los precios, de forma que una gran caída en los salarios monetarios podía tener un impacto modesto sobre el nivel de vida. Los beneficios también sufrían, pero lo esencial en el ajuste eran las reducciones salariales. Bajo el patrón oro había que reducir los salarios a fin de restaurar la competitividad de un país en los mercados de exportación e importación. La flexibilidad salarial, y del mercado laboral en general, eran reglas esenciales del juego liberal clásico; pero la flexibilidad salarial se convirtió en el principal objetivo a batir por el movimiento obrero si quería impedir que los trabajadores fueran las víctimas principales de las medidas destinadas a asegurar un funcionamiento suave de la economía mundial. A medida que el movimiento obrero ganaba poder e influencia, era cada vez más capaz de proteger a los trabajadores frente a los dictados de los mercados nacionales e internacionales. Sin embargo, esa protección ponía en cuestión el propio funcionamiento de esos mercados o al menos la forma en que funcionaban durante la época del patrón oro.

Las tensiones entre los esfuerzos de los trabajadores por protegerse frente a una situación de mercado adversa y el comportamiento de los empresarios a los que disgustaba la intervención estatal en los mercados eran todavía muy incipientes en los años anteriores a 1914. En ocasiones y lugares particulares era una cuestión abierta y controvertida, pero durante la mayor parte del tiempo no pasaba de ser una molestia poco relevante. Aun así, las dificultades para satisfacer simultáneamente las demandas de un creciente movimiento obrero y de una economía global integrada se fueron agravando con el tiempo.

PÉRDIDA DE LUSTRE DE LA EDAD DE ORO

Los líderes económicos y políticos de las décadas previas a la Primera Guerra Mundial apoyaron enérgicamente el capitalismo global. Los gobiernos estaban comprometidos en casi todas partes con el movimiento libre de mercancías, dinero y personas y las reglas del patrón oro. También estaban decididos a limitar su participación en los mercados nacionales. El orden económico resultante aportó crecimiento económico y cambios sociales a una parte sustancial de la humanidad; produjo una riqueza inconcebible para los países desarrollados, amplió los beneficios del desarrollo industrial a las clases media y obrera y ofreció la esperanza de la modernidad a regiones hundidas durante mucho tiempo en la pobreza.

Pero en la economía mundial clásica había grietas. Los países más poblados del mundo, China y la India, se beneficiaron poco del gran crecimiento de finales del siglo XIX y principios del XX. Grandes zonas de África, Asia y América Latina quedaron atrás. Incluso en regiones que se desarrollaban rápidamente, los beneficios del crecimiento se distribuían de forma muy desigual. Mucha gente, incluso en los países con mayor éxito, resultaba perjudicada. Y el crecimiento económico y el cambio en las economías de rápido crecimiento socavó el apoyo social y político a las prescripciones clásicas de la integración global y el gobierno minimalista.

Los logros económicos de finales del siglo XIX y principios del XX fueron impresionantes, pero aquella fase del desarrollo del capitalismo global no terminó bien. El orden económico internacional se desmenuzó en la carnicería de la Primera Guerra Mundial y no se pudo reconstruir. El patrón oro se vino abajo y nunca volvería a restaurarse del todo. El consenso global en cuanto al movimiento libre de mercancías, capitales y personas fue rechazado o seriamente cuestionado a medida que un país tras otro iba cerrando sus fronteras al comercio, a la inmigración y a la inversión.

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El consenso aparentemente sólido como una roca de la era clásica sobre la primacía de los compromisos económicos internacionales se fue erosionando a partir de 1914 y se desvaneció totalmente cuando el crash de 1929 abatió la economía mundial. Los defensores de elite del antiguo régimen abandonaron su apoyo al internacionalismo del siglo XIX. Nuevos grupos empresariales y de clase media, para los que la economía mundial era una preocupación lejana cuando no una amenaza, entraron en la escena política; y la clase obrera ejerció nuevas presiones sobre los gobiernos para que resolvieran los problemas sociales de cada país.

Sería absurdo esperar la perfección de ningún orden económico. Pero cualesquiera que fueran los fallos de la economía mundial clásica, y por muy justificadas que estuvieran las quejas de los críticos de la época, era infinitamente mejor que lo que vino después, porque durante los treinta años posteriores a 1914 se produjo la serie más devastadora de colapsos económicos, políticos y sociales de la historia. El único fallo innegable de la economía mundial durante las décadas que precedieron a 1914 es que fue incapaz de evitar —y de hecho puede que propiciara— lo que vino tras ella.

N o t a s

4. FRACASOS EN EL DESARROLLO

1. Phipps (2002), p. 164.

2. Maddison (2001), pp. 264-265.

3. Este material procede de Hochschild (1998), Kennedy (2002) y Phipps (2002).

4. Phipps (2002), p. 21.

5. Citado en ibid., p. 17.

6. Hochschild (1998), pp. 180-181.

7. Citado en ibid., p. 164.

8. Ibid., p. 193.

9. Phipps (2002), p. 159.

10. Ibid., p. 162.

11.11. Citado en ibid., p. 171

12. Zwick (1992).

13. Citado en Slinn (1971), p. 371.

14. La comparación con Uganda, donde los campesinos indígenas tuvieron mucho más éxito en los cultivos para la exportación, es instructiva. Hickman (1970), pp. 178-197.

15. Para una exposición magistral de las experiencias irlandesa y argelina (y también la israelí), véase Lustick (1993).

16. W. Arthur Lewis (1978), p. 214.

17. Bairoch (1975), p. 160, ofrece estimaciones del empleo por sectores.

18. Latham (1978), p. 20.

19. Mitchell (1998 a, b, c), passim.

20. David Reynolds (2000), p. 320.

21. El imperio otomano resulta difícil de categorizar y medir. En él había algunas regiones relativamente más avanzadas pero en general estaba muy subdesarrollado. Era enorme, aunque sus fronteras no estaban muy bien definidas. Probablemente sólo le superaban en población China y la India, pero no podemos afirmarlo con seguridad.

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22. Tomlinson (1979), pp. 1-29, ofrece un resumen sobresaliente de la experiencia india.

23. Feuerwerker (1995a), p. 181. Los estudios detallados están en las pp. 165-308. Véanse también Feuerwerker (1995b) y Philip Richardson (1999). Para una panorámica general, véase Spence (1990). La visión más optimista de Waley-Cohen (1999) se concentra en las opiniones más avanzadas de los reformadores, aunque su propio examen deja claro que la puesta en práctica de planes guiados por esas opiniones solía quedar bloqueada por poderosos grupos privilegiados.

24. Esto es una derivación de la teoria de recursos o productos básicos desarrollada por investigadores canadienses. Schedvin (1990) ofrece un repaso útil, y ese mismo enfoque ha sido aplicado y ampliado por Engerman y Sokoloff (1997).

25. Por ejemplo, De Graaff (1986).

26. Stover (1970) es un buen resumen de los cambios en precios y cantidades de las exportaciones tropicales durante este período.

27. Norbury (1970), pp. 138-142.

28. Bates (1997), p. 56.

29. Stover (1970), p. 50.

30. Ibid., p. 57.

31. Tampoco era tan determinista como se presenta aquí. Nugent y Robinson (1999) argumentan convincentemente que determinados factores políticos influyeron sobre la organización de las economías del café, mostrando que los regímenes oligárquicos de El Salvador y Guatemala promovieron el cultivo del café en grandes haciendas, mientras que en Costa Rica y Colombia regímenes más inclusivos favorecieron las pequeñas explotaciones. Hay que entender pues que se trata de una tendencia más que de una relación inexorable.

5. PROBLEMAS DE LA ECONOMÍA GLOBAL

1. Kindleberger (1964), pp. 272-273.

2. Bairoch (1989), pp. 83-88; Cain y Hopkins (1993a), pp. 202-225. Marrison (1983) ofrece un útil análisis de los partidarios y adversarios de la protección en la industria.

3. Citado en Cain y Hopkins (1993a), p. 211.

4. El análisis definitivo de la relación entre la política económica y ese resultado electoral es el de Irwin (1994).

5. Cain y Hopkins (1993a), pp. 181-201, y Kindleberger (1996), pp. 125-148, ofrecen breves repasos de los debates y pruebas.

6. Kindleberger (1978), p. 224.

7. Citado en E. L. Jones (1996), p. 704.

8. Rogowski (1989) es una excelente presentación y aplicación. El uso más habitual del teorema de Stolper-Samuelson es para anticipar el apoyo a la protección comercial, pero también explica, por supuesto, el apoyo a la liberalización del comercio.

9. Przeworski (1980).

10. Citado en Hicks (1931), pp. 316-317.

11. Moreton Frewen, citado en Stanley Jones (1964), p. 14.

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Notas del traductor (N. del t)

*a En la Conferencia de Berlín (1884-1885), en la que también participó Estados Unidos. (N. del t.)

*b Nsheng, la actual Mushenge. (N. del t.)

*c Se refiere a Liberia y Etiopía. (N. del t.)

*d Y presidente de la Segunda Internacional desde 1900. (N. del t.)

*e Alusión irónica a la famosa Theory ofJustice de John Rawls (1971): «Rational people ... acting in their own interest would agree on the basic principie that all social values —liberty and opportunity, income and wealth, and the bases of selfrespect— are to be distributed equally». (N. del t.)

*f Véase la página web http://en.wikipedia.org/wiki/1896_election. (N. del t.)

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