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Gabriel Cebrián y Néstor Dickinson 1 Diente de león Gabriel Néstor Dickinson Cebrián

Gabriel Cebrián / Diente de león

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Primera parte de la "Trilogía de Cratilo", seguida por Taraxacum erythrospermum" y "Homo Dialecticus"

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© STALKER, 2001. [email protected]

www.editorialstalker.com.ar Fotografía de tapa: Gabriel Cebrián. Fotografías de interior y contratapa: Mario Ruiz.

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“SÓCRATES.- Mi querido amigo, tengo en el espí-ritu todo un enjambre de sabias explicaciones. HERMÓGENES.- ¿Qué explicaciones? SÓCRATES.- Parecerán sin duda ridículas; sin em-bargo, no dejan de ser verosímiles.”

Platón (Cratilo, o del lenguaje) “Quiero decir que no puedo plegarme a la creencia tradicional que postula un divorcio entre la naturale-za de la objetividad del sabio y la subjetividad del escritor, como si uno estuviera dotado de “libertad” y el otro de “vocación”, ambas adecuadas para esca-motear o para sublimar los límites reales de su situa-ción; reclamo vivir plenamente la contradicción de mi tiempo, que puede hacer de un sarcasmo la con-dición de la verdad.”

Roland Barthes

(del Prólogo a la primera edición de “mythologies”)

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Soplo un vilano de diente de león y veo a las semillitas diseminarse plácidamente en vientos as-cendentes que quién sabe adónde las conducirán a desarrollar su amarilla y efímera sexualidad, y pien-so que la pluma de la naturaleza descansa en su ca-rácter trascendental e inmanente, y luego me pre-gunto si no es cuestión de codificar esa frecuencia, o al menos intentarlo, para asegurar un trazo mínima-mente topográfico en términos de percepción, exten-der as long as I can los lúbricos fermentos percep-tuales en una franca apuesta a instancias superiores de conciencia, contra la banca del inmenso mare-mágnum alucinatorio que rodea el misterio y reduce estos tímidos balbuceos a su entidad real, ésto es, la idea, la esencia del abstracto tejiendo afanosamente su viejo cordel de brisa en medio de la omnipresente tempestad, entre silencios disfrazados por su propia mueca insignificante y dramática si no fuese por exi-gua incluso respecto de lo nimio, que hace guiños desde el fondo de mi vaso. En todo caso, sepan dis-culpar, siempre que tomo de más me inmiscuyo en este tipo de lucubraciones y luego no sé hacia dónde salir. Porque... ¿qué hay más a mano que las ine-luctables magnitudes de lo eterno? ¿Es que acaso u-no puede referirse a otra cosa sin incurrir fatalmente en una falacia de composición tan insoslayable como farragosa hasta la exasperación y generadora de ob-sesiones paranoides que no dan resuello ni aún pa-rapetándonos detrás de inocencias más o menos fal-

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sas? “La atmósfera existe porque existe el vacío”, podrán decirme. Pero yo supongo que el vacío es lo único que existe, la atmósfera es nada más que una isla de negatividad que sirve, simple y virtualmente para asentar el apodíctico. Y si no lo vemos así, sim-plemente no estamos viendo. Y si lo vemos así, tam-poco estamos viendo, de todos modos. La vieja pro-blemática del nominalismo se cierne sobre cualquier intento ideal y el campo óntico crece como una bola de nieve que se va llevando a través del fantasma que bebe vino barato cualquier aterrizaje posible en reales ultranzas. El realismo crítico comienza una vez más a desarrollar la escenografía en la que pro-yectará, con mayor o menor virtuosismo, su espectá-culo de sombras chinescas, sobre un fondo tan in-mensurable que corta el aliento e invita a diluir el yo que atosiga desde su cabal contingencia. Apuro el whisky con impronta cartesiana para poder luego de-cir: “Estoy borracho, luego existo”, y agregar des-pués el ácido ser de un vómito en cualquier calleja de mala muerte. Entro en el bar de costumbre. El barman me sirve sin que yo se lo pida, es como un pacto tácito. Él sabe que yo siempre pago, y siempre, también, después de la quinta copa invita una o dos, y aunque tal vez el dinero no me importe mucho, encuentro que saben mejor. Pero no quiero entrar en este tema, el fantasma de Marx agita desde los desiertos ma-

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croeconómicos y sólo se trata de unas cuantas copas, en este caso. Casi nunca intercambiamos más que un par de palabras. Él sirve, friega y escucha por la ra-dio los resultados de todas las quinielas, tómbolas, loterías y carreras de caballos. Y tango, qué otra co-sa van a pasar en esos programas para timberos. Es-tuve pensando un patrón secuencial para anticipar los sorteos, intentando encontrar martingalas o pene-trar en la aparentemente caótica dinámica del azar, cuando caí en la cuenta que, se trate de cantidades o cualidades, es simplemente más de lo mismo, querer cortar el asado con un cuchillo romo de goma blan-da. Debo, previamente a cualquier empresa, tonifi-car y afilar mi herramienta, y la única piedra de a-molar que conozco es el alcohol. Al menos alcoholi-zado siento menos miedo a la terrible marejada del infinito que estrecha su círculo para fagocitar el tré-mulo islote de mi individualidad fantasmática. La noción de mi entelequia es lo único que tengo, y de nada me vale debatirme desde esta abisal inconsis-tencia. Unos cuantos palurdos juegan al mus en las mesas del fondo, de vez en cuando alborotan y ano-tan porotos que ostentan valor simbólico tal y como lo hace el dinero. Creen a pie juntillas en la entidad del sustrato material que los compele a comer, be-ber, y a veces a fornicar; y tal vez tengan razón, tal vez las meras figuras de sus naipes, espoleadas por la atención que les dispensan, posean en rigor una existencia más patente que la mía propia en términos metafísicos. Si pudiera, elegiría ser el Rey de Copas.

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O en todo caso de Bastos, si se da el caso de tener que intervenir en una pelea de ésas en las que me in-miscuyo sin mayor pasión de la que empleo en mis permanentes reducciones mentales a fallidas instan-cias unívocas. Hace algunos días estaba bebiendo, como siempre -aunque más que otras veces, a decir verdad-, cuando entró Pepe y no pude evitar darle traslado de mi verborragia pseudofilosófica, ya que Pepe es un tipo piola y es capaz de entender algunas cuantas cosas que los borrachines habituales no en-tienden y por ello apelan directamente a la burla co-mo técnica para exorcizar cualquier eventual mérito intelectual que mi críptico –para ellos- discurso pu-diere tener. Pepe, en cambio, me escuchó con aten-ción, de vez en cuando asentía con la cabeza. En un momento –raro, por cierto- en el que mi ímpetu al-canzó un remanso, me preguntó: -Loco, ¿por qué no escribís, todo eso que me estás diciendo? -¿Te parece? -Claro, boludo, hay gente que paga por leer toda esa gilada. “Estás loco”, pensé en voz alta. Aunque des-pués de darle un par de vueltas me pareció era una e-ventualidad probable dentro de tan inmensurable a-banico de posibilidades. Escribir... eso es lo que es-toy haciendo, pues. Claro que me es imposible ceñir-me a una línea. Dejaré pues a mi hálito desperdigar sus ideas como el viento lo hace con el capullo del diente de león.

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DIOS, por ejemplo. De ese eterno inmarcesi-ble que a algunos esperanza al tiempo que a otros as-fixia en su nadidad inmediatamente correlativa poco puede decirse sin antropomorfizar o hilomorfizar tan esquivo fenómeno. “Dios es el que es” dirán con to-no exclusivo los monoteístas, reduciendo inmediata-mente cualquier expectativa individual a una suerte de participación atomista inconciente de su singula-ridad y sumergida en un panteísmo difuso y muy pa-recido al caos primigenio que, curiosamente, es asu-mido como demoníaco por las mismas vertientes i-deológicas. Se dice que el conocimiento de él es i-nefable, y no obstante quienes así lo sostienen elabo-ran innumerables tratados, glosas y sumas, escudán-dose en la arbitraria franquicia que hace hincapié en una metafórica aproximación a sus atributos. Puede ser, aunque no pueda yo dejar de husmear en esos manipuleos intelectuales cierto tufillo de melodías a-rrancadas al Flautista de Hamelin. Prefiero seguir siendo rata de bares suburbanos a despeñarme en el abismo al que conducen los predicadores, todos los predicadores, al margen de los quilates que su dis-curso pudiere ostentar. Si Dios fuera tal y como ellos dicen, por cierto que no necesitaría de unos cuantos payasos parafreaseando su mensaje. Aparte yo cono-cí a Dios. Fue en Ciudad del Este, Paraguay. Tal vez no sea la prueba de San Anselmo, pero para mí re-sultó contundente. La cosa fue más o menos así:

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Había acompañado a un amigo que se dedi-caba a bagayear mercadería importada, comprándola en los free shops de Paraguay para luego venderlos acá con más del 50 % de recargo, como tantos deso-cupados que tienen que rebuscárselas de algún mo-do. Era un buen programa, podía conocer Iguazú y de pasada ver si pegaba una buena piedra de algo pa-ra hacer una diferencia yo también. De pronto me encontré en una ciudad extraña, rodeado de margina-les guaraníes y de orientales poderosos, donde el ca-lor y la humedad agobiantes fundían una gestalt de culturas y de idiomas pluralísima, a la vez que ha-cían fermentar toda suerte de detritus orgánicos que soltaban un desagradable olor omnipresente. Me lla-mó la atención ver la diferencia abismal que existía entre los dos polos de esa sociedad; tremendos auto-móviles de primera clase mundial con vidrios polari-zados circulaban entre millares de personas despoja-das de todo, inclusive de su espíritu, el que quedaba relegado en virtud de la cotidiana batalla feroz por la subsistencia que debían librar sin resuello. Después de una larga visita a las Cataratas –donde por un mo-mento sentí que quizás fuera posible conectarse con los mundos sutiles- fuimos de shopping y a poco es-taba ya cansado de perfumes, whiskyes, indumenta-rias, chucherías, etcétera. Dejé a mi amigo en tales menesteres y comencé a repetir mi rutina de deam-bular por los bares, sólo que esta vez eran nuevos y relativamente exóticos. Llegó la noche, y pese a que había sido impuesto acerca de los peligros que un

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desavisado turista podía enfrentar en tal circunstan-cia, continué con mi expedición alcohólica. Dado que -sobre todo en los suburbios- podía beberse es-cocés a precios muy bajos, no tardé en entrar en ese estado en que el piloto automático debe estar bien a-fiatado para seguir funcionando medianamente. Vol-viendo hacia el Down Town, me sorprendí al ver u-na gigantesca ruleta sobre el techo de un edificio no muy grande, y decidí jugar unas fichas. Entré. Atra-vesé una recepción bastante paqueta, subí unas esca-leras e ingresé en un amplio salón en semipenum-bras a lo largo del cual se distribuían las mesas de juego. Me proveí de unas cuantas fichas y fui a sen-tarme a una. Inmediatamente se acercó una morena y me sirvió una copa de champagne. Como estiré el cuello para ver de qué se trataba, la morena me acla-ró con aire suficiente: “Es champagné francés, se-ñor”. Levanté mi copa como brindando, me la bebí de un saque y la estiré hacia ella, que volvió a llenar-la, y se fue. Advertí entonces que la crupier era otra morena, uniformada igual que la que servía y que todas las demás que andaban por allí sirviendo o haciendo rodar la bola o dando cartas o quién sabe cuántas cosas más, porque a mí no me la vendían: e-ran todas profesionales de la carne -dicho con todo respeto por tan noble profesión-, algunas en ascenso y otras en descenso, ustedes saben como es la vida en los sistemas liberales. Frente a mí un joven japo-nés vestido con un traje finísimo fumaba un habano, bebía champagne y se comportaba como si fuese

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Scarface, secundado por dos ponjas más, que festeja-ban ampulosamente los chistes que decía en esa es-pecie de gorgoteo nasal de vocales que constituye su lengua. Un tipo francamente desagradable. Esperaba que la crupier anunciara que se terminaba el tiempo de apostar para efectuar sus jugadas, la mujer las de-volvía y él volvía a poner las fichas otra vez. Cada bola sucedía lo mismo, la mina se fastidiaba, yo me fastidiaba y se fastidiaba todo el mundo, pero el pon-ja seguía haciéndose el Humphrey Bogart y sus dos ponjitas festejando. Perdí un par de manos y el fas-tidio crecía. Perdí la tercera y supe que tenía que ha-cer algo para cambiar la suerte o al menos para evi-tar que el oriental siguiera rompiendo las pelotas. Simplemente me dirigí a él y le dije: -Mirá, Hiroito, no sé si me entendés, pero te sugiero que vayas a joder a otra mesa. Ya bastante te sopor-tamos en ésta, y queremos jugar tranquilos. El tipo me miró con una mezcla de odio y sorpresa. Mantuve la mirada unos segundos. No dijo nada. Agarró un pilón de fichas impresionante y lo amontonó sobre la primera docena. Se nota que que-ría demostrar que él dejaba el vento y por eso hacía lo que le venía en gana. Salió el 28. Lo tenía yo. El ponja me miró con un odio encendido y se fue. Los payasos laderos intentaron remedar su expresión, y yo levanté mi copa a modo de saludo. Se fueron de-trás de él. Y mi suerte cambió. O tal vez haya sido que la mina aquella sabía tirar muy bien la bola, y me estaba gratificando por haberle sacado de encima

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a aquellas bolsas de mierda amarilla con ojos sesga-dos de gato pajero, como bien dijo Güiraldes.

Salí con algo más de cinco mil dólares ameri-canos, Caminé unas cuadras buscando un taxi que me condujera al hotel de Foz do Iguaçú en el que es-tábamos parando, cuando una voz detrás de mí me indicó que el asunto de los ponjas no había quedado ahí. -Hey, Maradona porra. Me volví y los ví a los tres, en idéntica dispo-sición a la que observaban en la mesa de ruleta. -Qué tal, muchachos, tanto tiempo –dije, no tan se-guro de seguir haciéndome el poronga. Uno de los esbirros sacó una cadena, el otro golpeaba un puño de acero sobre la palma de su mano y el del traje fi-no desenvainó una katana con aires de samurai. Los tres sonreían, y yo me dije que tal vez fuera cierto eso de que la noche allí podía ser peligrosa. Pensé en ofrecerles las cinco lucas, mas inmediatamente me dí cuenta que a más de quedarse con mi dinero me iban a dar la zandunga igual. Tal vez pronto sería a-limento para los peces habitantes de las grandes a-guas, pero había que mirar el lado positivo: tal vez pronto, también, supiera algo acerca de la eventual existencia de ultramundos. Como el ataque se demo-raba, pensé que me estaba comportando como una especie de matón de barrio patinado por la angustia Kierkegaardiana. Todo aconsejaba salir disparado de allí como alma que lleva el diablo, pero sin embargo me quedé, al tiempo para ver venir desde detrás de

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ellos a una trotacalles muy atractiva, rubia natural, vestida con una ajustada blusa púrpura y pollera y botas de cuero blanco, al igual que su cartera. Pasó al costado de la brigada nipona sumiéndola en una especie de estupor que me resultó incongruente con el cuadro. Se acercó, tomó mi brazo y nos fuimos caminando calle abajo. Yo estaba como en trance, aunque una parte de mí esperaba de un momento a otro ser atravesada por el acero. De repente la mina se volvió y los miró; ellos, como si hubieran sido chicos de colegio, guardaron las armas y se fueron en dirección contraria. -¡Eso fue por Pearl Harbor! –Les grité, mientras elevaba el dedo medio a modo del agravio yanki hoy globalizado. -Pará, no te hagás el boludo que si no fuera por mí ya estarías en pedazos –me dijo la mina. -¿Sos argentina? –Pregunté sorprendido. -No, ¿por? -Dale, no jodás. “pará”, “boludo”, eso lo dicen los porteños, que yo sepa. -No, pelotudo, no soy argentina. -No te creo. -Hablo todos los idiomas y todos los dialectos de este mundo y de todos los demás. Yo soy Dios. -¿Cómo? -Como, oís, pendejo. Soy Dios. Jehová, Ormuz, Bra-hma o como mierda quieras llamarme. Me da igual. -Ah, bueno... -No me creés, ¿verdad?

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-No, sí, cómo no te voy a creer. Lo que pasa que a mí siempre me mostraron barbudos con cara de ma-los, así que esta versión es lejos la que más me gusta –traté de seguirle la corriente, ya que evidentemente debía la conservación de mi pellejo a una esquizo-frénica. -Tengo muchas. Ésta, a decir verdad, no me desa-grada tanto. Aparte la paso bomba. -Seguro, seguro. -¿Querés venir a mi casa? Es por acá nomás. -¿Qué? ¿Hay una iglesia, por acá? -No te hagás el vivo. Digo un lugar donde podamos echarnos un buen polvo. -¿No será demasiado pronto, Mi Señor? Es nuestra primera cita. -No sé si la tenés, pero yo escupo de mi boca a los tibios. -Si, mi amo, escupime y decime Belcebú. Lo que quieras. -Está bien, pero mirá que no es gratis. -Sí, eso suelen decir los hermeneutas de la biblia. No sé muy bien a qué te referís, pero voluntad de pago, eso sí que tengo. -Sabés muy bien a lo que me refiero.

Poco después entramos en una casa de lo más común y, a pesar de mi borrachera, nos echamos u-nos fierros celestiales. Por un momento creí que ha-bía dejado de ser un paria en términos metafísicos; creí, sinceramente, que amaba a Dios. Luego de o-blar la módica suma de quinientos dólares –hay que

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tener en cuenta que el salvador había hecho bien su trabajo y, consecuente con su función, me había sal-vado de los ponjas- me iba a retirar cuando me invi-tó a un bar cercano a tomar unas copas. Acepté, por supuesto.

Entramos a un barsucho bastante rústico, nos sentamos en los taburetes de la barra y pedí vino, qué otra cosa iba a pedir pensando en términos eu-carísticos. Al cabo de un rato yo estaba dispuesto a consentir, cuanto menos de la boca para afuera, todo ese rollo divino sin pestañear.

Al rato ingresaron tres muchachones de as-pecto poco tranquilizador, pidieron unas cervezas y unas fichas de pool. Resulta que Dios hizo girar su taburete, cruzó las piernas y les enseñó una buena parte del misterio. Los morochos se excitaron visi-blemente, y no podían dejar de mirar entre tiro y tiro el valle de la tierra prometida. Yo no sabía bien cuál era el plan del creador, pero quién era yo al fin y al cabo para saberlo... aparte creo que me puse un poco celoso, por más Dios que fuera no se jugaba así con la imagen de un pobre mortal. Uno de los jóvenes se envalentonó, a tenor del manifiesto interés que la blonda divinidad trasuntaba por sus personas, y le o-freció jugar. -Está bien, yo rompo –fue la respuesta celeste. El joven se apresuró a colocar las bolas para la apertura. Dios se acercó a la mesa, y apartando con un ademán el taco que se le ofrecía, simplemen-

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te miró la bola blanca, se concentró y su disparo te-lekinésico fue tan violento y certero que la totalidad de las bolas fueron a parar al interior de alguna bu-chaca. Luego se dirigió hacia la puerta y me arrojó un beso con la mano. Yo me persigné, a modo de sa-ludo. Y luego se fue, sin más ceremonia. Terminé el vino y seguí con whisky. Los pibes me miraban, co-mo esperando algún tipo de explicación de mi parte. Justo, mirá vos.

Esa noche fue una de las pocas que recuerdo en las que no maldije mi suerte. Había conocido per-sonalmente a Dios. Y me habían quedado U$ 4.500.

* * * Sería una locura seguir adelante con esto sin presentarme, ¿verdad? Y aquí encallamos, como de costumbre en la cuestión del Nominalismo, de los U-niversales, las Categorías y toda esa vieja parodia de meter el anzuelo en la pecera. Podría decir que soy pedro, juan, zutano, mengano o fulano. E incluso a-gregar una inicial mayúscula y un punto, entre pro-cesos y metamorfosis; o mandar un signo y hacerme el Prince, obtuso e ingenuamente freak, qué sé yo, mil posibilidades más... así que voy a optar por una salida en términos escolásticos y determinante en cuanto a su fuerza predicativa: nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu.∗ Entonces, para de-

∗ Nada hay en el entendimiento que no haya estado antes en los sentidos.

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jarlo claro si ya no lo estaba, y para que su imagen mental responda a un patrón más fidedigno que si le dijera cualquier otra cuestión genérica o propia, soy un vago más del barrio, y mi nombre es... digamos... Cratilo. Eso es, Cratilo. Es sabido que Cratilo opina-ba que no era posible hablar acerca de cosas en per-manente mutación, sólo podía señalárselas con el de-do; y esto último, aún con reservas. Idéntico método se me impone, a partir de mi propensión personal a temas gnoseofilolosógicos, entremezclando de modo caprichoso en este neologismo problemáticas atinen-tes a cuestiones lógicas, filosóficas, gnoseológicas y filológicas. Hay que sostener semejante propuesta, ¿no? Más cuando uno es, como ya dije, un vago más del barrio; pero ése es mi handicap, y si aprendí algo en la vida es a pelearla.

Para empezar, el nombre de Cratilo me vin-cula inmediatamente con los filósofos presocráticos, especialmente con Heráclito. Pero prefiero retrotra-erme a la idea general de la historia de la filosofía, que considera a los Milesios los primeros exponen-tes del ejercicio especulativo sujeto a lógicas de ne-cesidad . Particularmente, se tiene a Tales como “el primer pensador de la physis∗”, aún reconociendo rudimentos de elaboración metódica de ideas en He-síodo, e incluso en Homero. También llamados natu-ralistas, estos primeros “filósofos oficiales” se ocu-paban de bucear en pos de los orígenes y caracterís-ticas de los fenómenos naturales. Ahora bien, ¿es da- ∗ Naturaleza, en la más amplia acepción del término.

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ble, por ejemplo, considerar más riguroso y metódi-co un pensamiento que habla de mundos planos flo-tando en los elementos primordiales que el que desa-rrolló la técnica de la rueda, por decir, o del arco y la flecha? ¿No es acaso la idea de Apeirón∗ perfecta-mente analogable a la del eterno y omnipresente Brahma, aún cuando ésta última carece de las capri-chosas simetrías aglutinadoras de mundos infinitos en número pero perfectamente ordenados? Los pu-ristas dirán que es obvio que el nacimiento del razo-namiento filosófico, desprendiéndose de milenios de tradición mítica, esté viciado por ésta y aún consti-tuídas sus propias estructuras por elementos toma-dos del único acervo asequible entonces. De manera que ponen en acento en la nueva impronta como sín-toma inequívoco de la divisoria de aguas que preten-den sustentar. Tal vez sea cierto, lo único que el cor-te de una a otra modalidad parece demasiado taxa-tivo y arbitrario. En todo caso sería válido considerar desde una perspectiva evolucionista el fenómeno hu-mano y situar el origen del pensamiento metódico hacia el paleolítico inferior, y aún más, en la anima-lidad mal llamada infrahumana. ¿Acaso los chim-pancés no utilizan piedras para cascar nueces? ¿Aca-so no existió Pavlov? Para mí, qué quieren que les diga, mal que le pese a Nietzsche, el origen de la tra-gedia se sitúa mucho más atrás de los albores de la civilización griega. Todo ese pretenso rigor, que ad- ∗τό άπειρον: Ilimitado, sustantivo del que parece haberse valido Anaximandro para graficar sus atisbos metafísicos.

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quirió características acromegálicas con el correr de las distintas vertientes escolásticas, fue dirigido a es-pejismos respecto de los cuales las más arrevesadas criaturas de la Teogonía resultan harto plausibles y mucho más operativas, aún admitiendo en éstas úl-timas la intención de adoctrinar que es moneda co-mún entre quienes parafrasean lo inefable. Siguiendo la tradición, y circunscribiendo nuevamente el asun-to a los griegos, la cuestión adquiere ribetes de com-petencia juglaresca: los Atomistas, los Estoicos, Em-pédocles, Anaxágoras, los Eleatas, los Escépticos, los Epicúreos, los Sofistas, el propio Sócrates, el Platonismo, los Peripatéticos, desde nuestra mirada dirigida hacia la escenografía del drama histórico... ¿no se nos aparecen como adversarios de una olim-píada intelectual? ¿Y acaso no podría decirse otro tanto de las discusiones que tan acaloradamente sos-tuvieron los existencialistas, nada más que por refe-rirnos a pensadores más cercanos en el tiempo? Pero allí estaba Heráclito, apartándose del re-baño y afirmando crípticamente que para muchos, la muerte será una sorpresa. Y yo compro, qué quieren que les diga. No en vano me llamo Cratilo. Y trans-curro –al menos eso creo- en un universo en cons-tante mutación. Y ante la certeza desquiciante de que no soy el mismo que escribió la frase que antecede, huyo y me refugio en Parménides. El ser es uno e in-mutable, y todo movimiento que se crea percibir, es simplemente apariencia. ¿Qué se puede decir des-pués de esto? Aún más, ¿cómo refutarlo? Un profe-

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sor de filosofía antigua dijo una vez que Parménides había descubierto el agujero del mate; ahora yo digo: ¿por qué nos empeñamos en querer introducir la bombilla en una calabaza cerrada? ¿No será por inte-reses sectoriales o de clase más o menos inconcien-tes? El Eleata acabó con las posibilidades de enten-dimiento metafísico de este lado de la eternidad, co-mo bien admitiera Heidegger involucrando también en la maniobra al Oscuro de Éfeso. Lo demás es un despliegue de sofismas alentados por un orgullo in-decente a tenor del objeto bajo la lupa, que excede cualquier óptica menor que la más amplia posible, ya utilizada al máximo por estos dos curiosos agua-fiestas. Tal vez haya sido sugestión, tal vez sea que el ser estático e inmutable constituye el infierno, la cosa es que en cierta oportunidad tuve una experien-cia que me llevó a esta duda, que ojalá fuera única-mente metódica, aunque sospecho que no lo es. Sim-plemente imaginemos el mundo real –cotidiano, el mundo de los objetos en donde se desarrolla el peri-plo angustioso de nuestro dasein- como una proyec-ción holográfica. Dejemos de lado la eventual exis-tencia del proyector y aún más la del que lo maneja. Mientras formamos parte de esa proyección, pode-mos interactuar normalmente en una especie de sue-ño cuya concreción aporta esa verosimilitud a veces insoslayable. Sólo cuando despertemos de esa pseu-dorrealidad podremos eventualmente averiguar si

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más allá de ella se esconde el estado de gracia nir-vánico o algunos de los monstruos que encarnan el terror humano ante lo desconocido. Lamento ser pe-simista a este respecto, mas ciertamente, tuve un a-tisbo que no me permite abrigar mayores esperanzas, y como soy bien hijo de puta, voy a socializarlo.

Una tardecita iba llegando al bar y vi que la mujer del bolichero estaba baldeando la vereda con acaroína, seguro que a algún pendejo se le había ido la mano con el escabio y le había vomitado cerca de la puerta. Todos esos noveles curdas deberían hacer un curso propedéutico puertas adentro y salir a chu-par una vez conseguido el mínimo plafón, para no joder al prójimo. Entré y me alegré de ver a Pepe y a Abdul tomando birra y morfando una picadita. -Hola, muchachos, ¿qué onda? -Hola, vieja, acá andamos. Un poco ansioso, viste cómo es la cosa... –me respondió Abdul. -¿Qué cosa? –Pregunté, mientras le zarpaba el vaso a Pepe y le pegaba un buen trago. Todavía hacía mu-cho calor. -Cómo, boludo, ¿no sabés que mañana se juega el clásico? -¿Qué clásico? -¿Pero en qué planeta vivís? Gimnasia Estudiantes, loco. -Sabés qué pasa, Abdul –aclaró Pepe-, para el kía és-te el único clásico es Platón, o alguno por el estilo. -Como para vos el tetris, pelotudo. -No te hagás el boludo y devolveme el vaso.

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-Tá bien, canuto, ahora me pido otra. Che, Abdul, a-flojá, no te vas a poner nervioso por eso. -Ah, ¿no? ¿Y por qué me voy a poner nervioso, a ver? Aparte no estoy nervioso, estoy ansioso. Ansio-so por romperles el culo a esos pinchas sucios. En la cancha y afuera de la cancha. -¡Gallego, me traés otra birra y un vaso! La verdad, es increíble que te vuelvas tan loco con esa historia. -Es una pasión, boludo, qué vas a entender vos, si sos más frío que un pescado. ¿Sabés lo que se siente cuando entrás con los trapos cantando y después su-bís a la tribuna a alentar con los muchachos de la gloriosa 22? Vení, vas a ver lo que se siente, vieja. -No, querido, ya fui y no me pareció la gran cosa. Pan y circo. -Entonces fuiste a otro lado, jetón. En todo caso es choripán y fulbo, que es otra cosa. Aparte, ¿adónde vamos a parar, así? Este pelotudo que se pasa el día colgado de la computadora, vos que venís con no sé qué historia de la filosofía y qué se yo que moco de palabrerío para unos cuantos boludos que después salen a la calle y no saben dónde tienen el culo... ¡Andá a cagar! No sé que mierda hago acá hablando con dos pajeros mentales. Llegó el gallego con la birra y un plato de maníes. Pepe aprovechó y le dijo: -Che, gaita, ¿no se te ocurrió poner una computadora acá? -¿Para? –Preguntó sorprendido el Gallego. -No le des pelota, está mamado –terció Abdul.

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-Cómo, para... ¿No viste que la onda ahora es de los cyberbares? -¿Ciberqué? -Bares con internet, gil. De pasada te hacés una mo-neda extra. -No le des pelota, te dije. -Mirá, Pepe, acá me parece que la mano viene por las barajas, viste. Este es un bar tradicional, un cen-tro de fomento barrial. A mí dejame de pelotudeces. Si querés bar con aparatitos andate al centro. -Epa, loco, ¿así se trata a los clientes? -Tiene razón, gil –lo increpó Abdul. -Si querés ma-quinitas, andate a 8 y 48, ponete una escafandra, co-nectate y dejate de hinchar las pelotas. El Gallego se fue, meneando la cabeza. Pepe masculló algo acerca de los reaccionarios de siempre que ponen palos en la rueda del progreso, y sirvió la cerveza. Abdul miró el escaso contenido que quedó en la botella luego de llenar los tres chops sin espu-ma y pidió otra más. Como venía la mano el Galle-go iba a dejar un surco. -Que berretín, tenés, con la informática –comenté a Pepe. -Y, ya vez, cada uno con lo suyo. Éste, con el fútbol, vos con la filosofía y yo con una nueva herramienta que aleja los horizontes de las posibilidades de cono-cimiento humano. -¿A qué te referís? -¿Cómo, a qué me refiero?

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-Claro, boludo; ¿qué entendés por “conocimiento humano”? ¿Una simple sarta de información inme-diata y aleatoria o la vieja cuestión gnoseológica? -Si se van a poner a hablar pelotudeces, me voy a la mierda –dijo Abdul. -Conocimiento, Cratilo, conocimiento. Me parece que hay una única interpretación para esa palabra. -Entonces no podemos seguir hablando. -Claro, me había olvidado que según tu criterio no se puede hablar de nada. Te gusta hacerte el difícil. -El difícil, y una mierda –respondí, algo airado. -Si hay algo que me molesta terriblemente es que me digan que me hago el difícil. -Por algo será. -Si, porque a la mayoría le gusta simplificar todo y refugiarse en una isla de insensateces tan ficticia co-mo intrascendente. -Sí, vieja -intervino Abdul-, a mí me gusta simpli-ficar todo y si no se dejan de hablar boludeces les voy a simplificar la dentadura, la reputa que los pa-rió. Dejamos de discutir, ya que las amenazas de Abdul solían efectivizarse en forma contundente y sin dejar resquicio a segundas interpretaciones. En eso entraron cuatro tipos que no solían frecuentar el lugar y se sentaron en la mesa que da a la ventana de la 41. Uno de ellos llevaba puesta una camiseta de Estudiantes. Abdul puso cara de oler mierda y lo miró con expresión de rottweiler enfu-recido. No hacía falta ser Nostradamus para vatici-

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nar lo que vendría. Pepe entonces comenzó a hablar nerviosamente acerca de las ventajas que venían a-parejadas con la creación del espacio informático, aunque la intención velada era distraer la atención de Abdul. Yo comencé a hablar de la relación directa con los objetos y me puse a especular acerca de lo que hubiera dicho Berkley en caso de haber conoci-do el concepto de realidad virtual, aunque la inten-cionalidad de mis comentarios tenían idéntica fun-ción subrepticia que los de Pepe. Mas el rottweiler había focalizado su presa, y no escuchaba nada de lo que estábamos diciendo. -Abdul, dejate de joder –le dije-, no le des bola. -Mirá, vieja, que venga y se siente acá en nuestro bar con esa camiseta mugrosa vaya y pase, pero don-de se ponga a hablar giladas te juro que voy y le rompo todos los huesos –me respondió en un tono lo suficientemente alto como para que lo escucharan todos los presentes. Un par de curdas y el Gallego pararon la oreja y miraron algo preocupados. Los de la mesa del pincha se sonrieron como al tanto de algo que solamente ellos sabían. El pincha llamó al Gallego y le dijo algo en voz baja. El Gallego volvió al estaño, destapó dos cervezas y las trajo a la mesa nuestra. -¿Quién te pidió algo? –Le preguntó Abdul, al tanto de la maniobra. -Invita el señor de aquella mesa –aclaró el Gallego, intentando imbuir de un ánimo componedor a sus palabras.

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-Señor de la concha de su madre. Llevate eso de acá o rompo todo. -Eh, pará, dejate de joder –traté de calmarlo, mien-tras manoteaba una de las birras y me servía. Fui a escanciar en su vaso y él lo sacó de modo tal que tiré un poco sobre la mesa. -Salí, puto, ni que fuera la última birra del mundo. ¡Che, pincha del orto, metete la birra en el culo! ¿Me oís, homosexual? El pincha se dio vuelta y preguntó: -¿A mí, me decís? -A vos, puto, metete la birra en el orto. El pincha levantó su chopp a manera de brin-dis y continuó conversando con sus amigotes. Noso-tros nos quedamos mirando a Abdul que no les qui-taba la vista de encima. Para colmo el pincha, si bien en principio se había morfado la puteada como un duque, empezó a hablar en voz alta también y a decir cosas como que los triperos eran unos muertos, que nunca habían ganado nada y que nunca iban a ganar. Abdul comenzó a mover la pierna descontrola-damente, en una descarga a tierra previa a otro tipo de descarga –de golpes-, síntoma que yo ya conocía desde hacía mucho. Era como una manera de cargar el compresor que después arrojaría un infierno de destrucción. Como la atmósfera que se va cargando antes de descerrajar el rayo. Para colmo el pincha seguía con su perorata, ajeno a la hecatombe que se estaba echando encima. De repente Abdul se incor-poró, abrió sus brazos al cielo y exclamó:

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-¡GRACIAS, BARBA, POR HABERME MANDA-DO ESTE PEREJIL DE APERITIVO POR LOS PINCHAS QUE ME VOY A COGER MAÑANA! Y se dirigió a paso resuelto a la otra mesa. El pincha lo vio venir y se paró como para pelear, pero Abdul dio dos o tres pasitos de corrección como los tenistas y lo embocó de manera que el loco salió a través de los vidrios y cayó en la vereda, como en las películas. Sólo que éste se debe haber hecho mierda en serio. Uno de los otros lo agarró de la re-mera nada más para que Abdul lo cogotee y lo lleve como chicharra de un ala a lo largo del salón. Antes de llegar a la pared se llevaron puesta una mesa de mus y botellas, cartas y porotos rodaron por el salón, más un viejo que quedó en el camino y se fue con silla y todo al piso. Mientras Abdul lo cacheteaba y le anunciaba la paliza que le iba a dar, otro de los tíos salió con intenciones de agarrarlo de atrás. Yo salté como un resorte y lo agarré del hombro, lo di vuelta y lo serví. Entonces escuché un estallido de vidrios; y de pronto, todo estaba detenido. Me encontré de pronto en un universo con-gelado. La inmensa mano derecha de Abdul estaba levantada y a punto de ser estrellada contra la cara del demudado contrincante, que había paralizado u-na mueca de espanto ante el descalabro inminente. Me salí de mi cuerpo como de un capullo pegajoso y pude asistir atónito a la imagen de mi asesinato, es decir, vi perfectamente el impacto de una botella de Quilmes en mi occipital, y al cuarto pincha que me

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la había surtido de atrás. Era impresionante de obser-var los fragmentos de vidrio flotando en el aire, la cara de Pepe –alucinado para siempre unos pasos detrás de mi agresor-, la expresión de fastidio e ira del Gallego -por razones obvias-, el vejete que había rodado a causa de la enjundia de Abdul tratando de reincorporarse desesperado, etc. etc.. De los muebles y esas cosas no hago mención porque generalmente no se mueven, si no son movidos; entonces no lla-maba la atención que se quedaran quietos. ¿O debe-ría? Examiné mi rostro. Tenía los pelos un poco volados, por el impacto. Los ojos parecían a punto de salir despedidos de sus órbitas, y mi boca se había contraído en un rictus que la hacía verse como de pez. Me pareció macabro quedarme observando la escena de mi muerte, así que salí a la calle para tra-tar de ver de qué se trataba todo aquel asunto. Afuera, la misma historia. Autos en mitad de la calle con conductores como maniquíes, un perro orinando contra un árbol una hipérbole amarillenta para toda la eternidad, el humo del escape de un óm-nibus de la 561 como sombreando una pintura cita-dina, gente caminando en posiciones en las que ja-más podrían haberse quedado estables si no hubiese sido por el stop existencial. ¿Eso era la muerte? ¿U-na especie de yo, idéntico al anterior pero convertido en un fantasma móvil en medio de un universo in-mutable? ¿O simplemente me había desmayado y tanto boludear con Parménides estaba soñando in-

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sensateces hindoeuropeas? En todo caso, me produ-cía un gran fastidio la situación, ya que parecía que después de la vida terrena había todavía menos cer-tezas, y para colmo se me daba como que el mundo era incluso mucho más aburrido e igualmente inal-canzable, cual si una especie de toque de Midas ne-fasto desde el mero principio me hubiera sido dado a través del botellazo. Pensé entonces en tratar de bus-car el lado positivo de aquel asunto, mas aún deva-nándome los sesos, me fue imposible. Condenado a una eternidad de movimiento vacuo entre la omni-presente quietud, hice lo que hago siempre que me pongo nervioso: caminar. Y fue de ese modo que descubrí algo, que no sé si es muy importante pero, ya que estamos, se los comento. Iba por el diagonal 73 bajando hacia Plaza Moreno cuando me percaté que en esa dirección algo me hacía más pesada la marcha de modo ostensible. Caminé entonces en di-rección contraria, y la cosa se tornaba mucho más llevadera, a pesar que iba en subida. Era de lo más loco, me hizo pensar en la eventual verosimilitud de la teoría que se refiere a los llamados centros mag-néticos. Mas enseguida me avivé: era el viento. Ya sé, ustedes dirán que el viento es aire en movimien-to, y toda esa historia de la presión atmosférica y los ciclones y anticiclones. Pero yo sé que no es así. El viento es un vector de fuerza que responde a entes que están más allá de los fenómenos perceptibles para el ser humano vivo y en vigilia. En todo caso estos vectores son los que después mueven el aire, o

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crean presiones diferentes aquí o allá, o lo que quie-ran. El aire estaba quieto, el vector trascendental se-guía operando. Tal vez el alma sea una cosa así, un vector que no obstante la detención de los epifenó-menos ilusorios sigue operando en un nivel distinto, pero anclados irremediablemente sus sentidos en la única realidad operativa perceptualmente hablando y que ha devenido inmóvil. Dinámica fantasmal y a-leatoria encerrada en un continente rígido ad infini-tum. Entonces oí nuevamente el estallido vítreo que me había arrojado a aquel paréntesis de lo mudable y todo fundió a negro, un negro tan total y absoluto como jamás puede la imaginación figurarse. A poco estaba volviendo al mundo congelado cuando el bo-tellazo sonó otra vez, atravesé otra zona de máxima oscuridad y de pronto me encontré mirando el techo de un hospital. Resulta que había estado dos días en coma, y superé un par de crisis en las que habían tenido que darme con el desfibrilador. Tuve un coá-gulo que afortunadamente se reabsorbió, y tal pare-cía que la cosa no iba a pasar a mayores. Minutos después que recobré el conocimien-to apareció mi vieja. Hacía fácil seis meses que no la veía. Para no perder la costumbre, sin abandonar ni por un momento ese tono de ternura que en realidad es el mero camouflage de ingentes psicopatadas, co-menzó a lloriquear y a preguntarme cuándo iba a de-jar la vida miserable que llevaba.

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-Mamá, dejame de joder, me duele la cabeza -fue to-da mi respuesta. Ella lloriqueó un rato más y des-pués se fue. Hasta dentro de seis meses. Al otro día cayó Pepe. -¡Mirá, boludo...! –Me dijo.- Parecés el dibujo ése que le hizo Picasso a Apollinaire cuando le estalló un obús en el balero. -Sí, vos reíte, la puta que te parió. Bien que te que-daste en el molde como el cagón que sos. Tengo la i-magen tuya grabada: mientras me la daban de atrás vos estabas a diez metros y sin ninguna intención de ayudarme. -¿Y cómo voy a pensar que el mierda ése te iba a dar un botellazo? -¿Y para qué iba a venir de atrás con la botella? ¿A convidarme? Andá, cagón buscate otra excusa. Pero igual dejá, ya sé con los bueyes que aro. -No, en serio, chabón, no me dieron tiempo. -Tá bien, dejalo ahí. ¿Y cómo terminó, la historia? -¡Y cómo va a terminar! Abdul vio cuando te bajaba el otro y casi los masacra a los tres que quedaban en pie. Todavía está en cana. Te manda saludos. Vos podés creer que el hijo de puta dice que por culpa de los tipos ésos se perdió el clásico, y que cuando sal-ga los va a buscar y los va a matar en serio... -Sí, puedo creer. Yo que esos tipos me voy del país. -Estuviste jodido, me dijeron. -Sí, estuve jodido, pero espiritualmente. Lo otro fue un viaje de ésos que los yanquis después escriben

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libros y se los venden con títulos tales como “Hay vida después de la muerte”, y ese chamuyo. -¿Y qué viste? Contame, dale. -No, papá. Si querés te doy un botellazo. -Me imagino que lo vas a escribir, por lo menos, ¿no? A ver si levantamos la puntería. -¿Qué querés decir, con eso? -¿Viste los escritos esos que me diste la otra vez? Bueno, los publiqué en mi sitio de internet. -¿Ah, sí? Mirá vos, che. ¿Y qué onda? -Entraron a leer y dejaron mensaje como cincuenta personas... -A la mierda. -Cuarenta y nueve te putean. Sobre todo por esa tesis tan original tuya que dice que Dios es una puta para-guaya. ¿Cómo se te ocurrió semejante cosa? -Primero una cosa: ¿quién carajo te dijo que yo sos-tuve ahí que dios es una puta paraguaya? En todo caso, dios está en todo y en todos, según dicen. En-tonces ¿quién discrimina? Vos, Pepito. ¿Porqué dios no puede manifestarse a través de una mujer para-guaya, independientemente de su profesión? ¿Qué clase de cristiano sos? -Bueno, parece ser que la mayoría opina que sos un irreverente y un blasfemo que debería estar ardiendo en el infierno. -Es la impresión que suelo causar. -Bueno, tratá de causar otra porque así no nos va a leer ni el Círculo Satánico.

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-No te creas. La gente necesita putear, más que nada, y hay que darle canales. -Puede ser. Vamos a ver como evoluciona. Pero te dije que cuarenta y nueve te puteaban. Hay otro mensaje más. -¿A éste le gustó la historia? -No sé, pero me parece que es uno que está más de-mente que vos. Es un psiquiatra, un tal Dickinson. Delira, se enganchó con el rollo ése tuyo de analizar las ideas de pensadores que la gente no conoce o que conoce de oídas, nada más, y te manda de vuelta al-go que también está escrito con forma de esa pero-rata que no le interesa a nadie. -Traeme una copia. -Mirá que te aviso que delira más que vos, eh. -Vos traemeló. -Está bien, después te lo traigo. Y te aclaro una cosa, si estás pensando trenzarte en una discusión acadé-mica de baja estofa, y seguís con ese sesgo, tu carre-ra de escritor aborta al toque. -¿Qué carrera de escritor? -Y, boludo, gracias a mí escribiste una pelotudez y ya te leyó medio centenar de personas... -Ah, cierto, muchas gracias. Me gustaría saber cuán-to facturás por cada uno de esos cincuenta pelotudos. -Nada, gil, y en todo caso, la página la banco yo. -Ya vamos a hablar cuando me dejen rajar de acá. Y decime una cosa, ¿le contestaste, a ese Dickinson?

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-Por supuesto. Le dije que si quería aportar algo, que te brinde una ayuda profesional, según su especiali-dad, en lugar de alimentar tus obsesiones. -Yo no necesito ayuda profesional -Bueno, esa es tu opinión. ¿Y cómo salió, Gimnasia, al final?

Esa misma tarde pasó Pepe otra vez y me de-jó un par de hojas que contenían el mensaje del tal Dickinson.

“Argumentos sobre vilanos del diente de león disemi-

nándose plácidamente en vientos ascendentes. Argumento 1 :

Dice Kant∗ que hay dos cosas que llenan su mente de creciente y renovada admiración y respeto: los cielos estrellados sobre su cabeza y la ley moral en su interior. La primera de es-tas dos simboliza para él el problema de nuestro conocimiento acerca del universo físico∗∗ así como el problema de nuestro lu-gar en el universo. La segunda corresponde a lo invisible, a la personalidad humana, a la libertad del hombre. Mientras que la

∗ Immanuel Kant (1778) Besch luB (págs. 281-285) “Crítica de la ra-zón práctica” ∗∗ Para Kant, dicho conocimiento se halla representado por la astro-nomía, es decir, la mecánica newtoniana, incluyendo la teoría de la gravitación.

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primera aniquila la importancia del hombre considerado como parte del universo físico, la segunda eleva inconmensurable-mente su valor como ser inteligente. Cada vez que vuelan vilanos en vuelos ascendentes, luego de un soplido reflexivo se destruye todo un universo. Ca-da vilano, cada uno de ellos, es un yo: fines en sí mismos, como diría Kant. Me he propuesto plantear una serie de problemas en relación al materialismo dialéctico según la cual los hombres son máquinas. Pero aclaremos, no trato de ofrecer lo que en ocasiones se denomina una ontología. Observando al materialis-mo como movimiento filosófico, el mismo ha resultado una ina-gotable fuente de inspiración para la ciencia. Uno de ellos se re-fiere a la teoría del Plenum de Parménides, que se transformó en la teoría de la continuidad de la materia y que con Faraday, Maxwell, Riemann, Clifford y, en nuestro tiempo con Einstein, Schrodinger y Wheeler, se transformó en la teoría de campos de materia y en la geometrodinámica cuántica. Otro de ellos es el Atomismo de Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio, que ha terminado por desembocar en la teoría atómica moderna y en la mecánica cuántica. De hecho, por lo tanto, fue la misma física la columna vertebral más sólida en contra del materialismo. Incluso Descartes se vio superado por la gravitación newtonia-na. Pienso ahora en el diente de león, en sus flores amari-llas, en vientos ascendentes y en trascendentes leyes de grave-dad. No es tan grave, al menos por el momento.”

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¡Joder con el Argumento 1! El Dr, Dickinson parece estar refiriéndose a una especie de inconcien-te colectivo que predetermina férreamente los pará-metros que la ciencia occidental tiene en cuenta para desarrollar sus métodos objetivos. Es bueno encon-trar sorpresas tales como que un profesional de la sa-lud de nuestra sociedad es capaz de hilvanar una te-sis –delirante o no-, que apunta a desentrañar el pun-to con el que fue tejida la malla del cosmos que nos toca. Probablemente él tenga algunas objeciones que formular acerca de la sucinta interpretación que antecede, pero es la que para mí trasunta con clari-dad meridiana. En todo caso, el mensaje fue para mí, así que asumo el rol de intérprete sin condiciones at all. La figura del diente de león se incardina en el texto como poéticamente, pero el © es mío. Y fun-damentalmente, sepa usted Dr. Dickinson, que me preocupa saber específicamente a qué se refiere con eso de que “No es tan grave, al menos por el momento.” Pe-ro éste no es lugar ni momento para dirimir cues-tiones personales con un autoconvocado brain scan-ner. Me detendré en su referencia a Epicuro, por me-ra afición.

Epicuro fue quizás el primero en advertir expresamente que la gran diosidad∗ de los dioses los colocaba mucho más allá de cualquier interés por las

∗ Me pareció oportuno destacar el lexema “diosidad” para lla-mar la atención acerca de que, al menos desde el lenguaje, se pueden universalizar abstractivamente aún las nociones consi-deradas últimas.

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cuestiones humanas, con lo que nos dejó en bolas y con un terrible complejo de inferioridad, cuya etiolo-gía más evidente parece ser Nietzsche. No puedo de-jar de pensar acerca de toda esa gente hincada rezan-do a dioses que siquiera “en su grandeza desdeñan destruirnos” (según cierta traducción de una elegía de Rilke, y que se refería a meros ángeles). Posible-mente la física moderna deba su estructura relacional a los primeros pensadores helenos; lo que es seguro es que Epicuro, nativo de Samos como Pitágoras, debe su inspiración al oriente brahmánico. Tanto el concepto de ataraxia∗, como la reducción al mínimo de las necesidades personales en todo sentido, tienen un evidente sesgo védico. A la manera de un exis-tencialista anacrónico, para él también la muerte es una puerta cerrada, y encuentra que hay que pasarla lo mejor posible mientras se pueda. Claro que se ha-ce el mesurado y somete su edoné a una presunta templanza conferida por la condición de filósofo. ¡Impresionante e ingenua justificación! No sé si ha-brá sido un gran pensador, y dudo absolutamente de la originalidad de sus ideas, pero no se puede negar que era un genio para las relaciones públicas.

(A cuento de esto, y antes de referirles un ca-so de doble moral quizás didáctico, me gustaría ha-cer notar respecto del Argumento 1 que tal vez no en vano hayan sido considerados en él, entre otros, dos pensadores con profundo hincapié en la cuestión éti- ** Estado en que no se sufre pena, dolor, preocupación, miedo o cualquier otra sensación desagradable.

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ca como lo son Epicuro y Kant. Hablando del mol-des cognitivos que operan más allá de las épocas y de las condiciones socioculturales –aún soslayando piadosamente las más que probables “influencias”-, me permito observar la tremenda analogía que existe entre la intuición epicúrea, operativa a partir de prin-cipios primarios e imperceptibles del cosmos, y las categorías a priori del intelecto humano a las que e-cha mano Kant cuando las reducciones no le dejan más asidero.)

Es corriente, en términos sociológicos, hablar

de una “moral pueblerina”. Tal parece que cuanto más pequeño es el poblado, más cruento el anatema ante la menor transgresión; remítome en síntesis al adaggio popular que reza “pueblo chico, infierno grande”, que bien expresa la a veces melodramática interpretación heterónoma de los principios éticos. No puedo sino ofrecer experiencias tan limitadas cuanto cada persona humana es, como decía muy bien el amigo Protágoras; de Abdera, polis conflicti-va si las hubo...

Por cuestiones de laburo que no voy a incluir aquí en virtud de su prosaica condición esencial, me vi arrojado a vivir tres meses en un pueblo del in-terior de la Provincia de Buenos Aires. Ustedes sa-ben, la gente trabaja, hace compras, mira televisión y espía por las rendijas. Los pendejos van a “la con-fitería” y los hombres mayores, al “clú”. Si bien me aburrí como un hongo, al menos tuve un poco de

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tiempo para chupar solo, ejercicio que considero al-tamente recomendable para ser efectuado por cual-quier persona de inquietudes délficas, al menos de cuando en cuando.

Tuve oportunidad de frecuentar el restauran-te del gordo Pichón, donde se morfaba bien y barato y uno se encontraba en un ambiente familiar, de esos que resultan reconfortantes en tanto no es la propia familia. El gordo era un tipo bonachón y servicial, chupaba lindo y parejo nada menos que Don Valen-tín, y cuando la clientela se iba retirando me llamaba a su mesa y le dábamos entre los dos. Una vez se quedó con nosotros el cura párroco, un gringo rubi-cundo y a todas luces temperamental. Hablamos ge-neralidades, después ellos se pusieron a comentar varias vicisitudes de vecinos que me dejaban fuera de cuestión y poniendo cara de “qué interesante”. No tardé en desviar la conversación a los trascendenta-les, y el que quedó afuera esta vez fue Pichón. Ahora bien, es obvio el galimatías que puede generarse en un tipo de discusión así, entablada a través de len-guas moradas y dendritas laxas por el tinto, así que solamente voy a referir que yo pretendía que aquel sacerdote me explicara, de modo que yo pudiera mí-nimamente comprenderlo, el por qué se establecía como abstracción final y primer motor inmóvil a lo que parecía tan sólo ser una instancia arbitrariamente dispuesta como última, en una simple inferencia de tercer o cuarto orden frente a la infinita secuencia de posibles procedimientos abstractivos. El cura ni si-

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quiera pestañeaba cuando aseguraba que la sana ló-gica evidenciaba que lo último, origen a su vez de todo, es necesariamente lo que se encuentra más allá de todas las generalizaciones imaginables, y que pre-cisamente en eso consistía el concepto de lo trascen-dental, únicamente aplicable en sentido estricto al creador. La cosa se puso bastante buena, en ningún momento el gringo dio la impresión de querer evan-gelizarme, limitando la cuestión a un mero ejercicio intelectual, cosa que fue la primera vez que me pasó en oportunidad de conversar con miembros del cle-ro. Tan es así que comencé a visitarlo en su casa pa-rroquial, me prestaba libros y pasábamos tardes en-teras en la vieja parodia del relativista versus el exé-geta de la moral divina. Pese a que la cosa difícil-mente alcanzaba brillantez alguna, lográbamos en-tretenernos y hasta acalorarnos a veces, aunque sin alcanzar situaciones incómodas. Finalmente conse-guí que reconociera que varios pecadillos a los que soy afecto no son pasibles de condenación eterna, pero no pude hacerlo transigir en lo que hace a los llamados pecados “mortales” bajo ningún respecto. Las Tablas de la Ley eran la voluntad de Yahveh tal como se la había dictado a Moisés, y había que cum-plirlas “al pie de la letra”, dado que nadie podía arro-garse el rol de aventurar, desde su contingencia, la pertinencia o no del mandato en determinadas cir-cunstancias.

Poco después pude comprobar lo endebles que pueden ser los principios, por internalizados que

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estén, frente a las tormentas del ánimo. Un sábado al mediodía fui invitado por el párroco a comer un cor-dero al asador. Allí fui, y mientras el cuadrúpedo adquiría las tonalidades cobrizas pertinentes, fuimos picando unas morcillitas frías y sorbeteando algunos Martinis. Me pareció un poco violento someter a jui-cio el problema de la gula, al menos en ese contexto, así que lo dejé para otra oportunidad.

En eso estábamos cuando vi salir por detrás de la casa parroquial a un contingente de niños a-compañados por el sacerdote asignado a esa capilla como ayudante del gringo. Éste también los miraba, frunciendo el ceño de modo ostensible. -¿Qué pasa, don? –Le pregunté. -Nada, son los pibes de scout. -¿Y le preocupa algo? -No, los pibes no. Es ese tipo, que no me gusta nada. -¿Cuál, el cura? ¿Y por qué no le gusta? -Porque no me gusta. Tiene mirada torva, parece medio ladino. Lo mandaron castigado, acá. -Ah, ¿sí? -Sí. Y me parece que tiene mañas raras. Lo tengo vi-gilado, pero me parece que en cualquier momento muestra la hilacha. Comimos el cordero y luego permanecíamos en una agradable sobremesa filosófico-etílica de ésas que tanto nos gustaban, cuando vimos tres o cuatro pibes pasar corriendo por delante de la iglesia. El gringo no más verlos se levantó como un resorte y los llamó, pero venían alarmadísimos, y apenas si

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gritaron que el cura había visto un basilisco en el parque, y los había mandado corriendo a sus casas. -¡Un Basilisco, hijo de puta, yo te voy a dar, un ba-silisco! –Dijo, encendidos sus rojos naturales por la ira, mientras ingresaba como exhalación en la casa para salir inmediatamente con una 9mm en su dies-tra. Casi corría rumbo al parque. Troté un poco para darle alcance. -¡Eh, jefe! ¿Qué está haciendo? -Con razón el hijo de mil putas se pasó toda la se-mana hablándoles del basilisco, y qué sé yo cuántos, se la estaba preparando. -Oiga, padre, contrólese... vaya a ver primero y des-pués saca el chumbo, qué le pasa... –noté que en la desesperación le había dicho “padre”. Será que tam-bién me caben las generales de la Ley. Ingresamos al parque y parecía desierto, aun-que frondosos árboles de copa baja dificultaban una visión exhaustiva. Sin embargo el gringo, estimula-dos sus sentidos por una dosis quizá excesiva de a-drenalina, divisó un lienzo negro detrás de un ligus-tro. Me hizo señas muy imperativas para que guar-dara silencio, y caminamos sigilosamente hasta un lugar en donde pudimos ver una escena deplorable: un niño de unos siete años estaba con su cabeza lite-ralmente metida dentro de la sotana del degenerado. Sí que le estaba mostrando el basilisco. -¡Aaaaah, bastardo! –Rugió el gringo, y su tez alcan-zó el punto máximo de rojez. El pibe, lloroso, se dio vuelta y apenas tuvo tiempo de quitarse antes que el

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cargador de la 9 fuera vaciado en el cuerpo del pede-rasta, que ni alcanzó a enfundar. Quedó allí tirado, contra el ligustro, mientras su vida y su erección de-clinaban acompasadamente. No obstante alcanzó a decir: “Gracias, padre, por haberme liberado de este infierno.” Nunca sabré a qué padre se refería, si al que lo había baleado o al Jefe.

El pibe ahora lloraba a gritos, y el gringo era la imagen misma de la desolación empuñando un smokin’ gun. Tomé al pibe de la mano y me lo llevé. Lo acompañé hasta su casa pensando en qué podía decirle para paliar un poco el daño que le había sido infligido, pero no se me ocurrió nada, y como esta-ban las cosas, más valía no improvisar. Rumbo a la pensión traté de arribar a alguna conclusión que jus-tificara semejante experiencia, mas las cosas eran, esta vez sí, muy claras para mí: el Basilisco, como los sacerdotes, podían matar tras un mero golpe de vista. La cagada que los sacerdotes sí existen.

Es bueno poder expresarse con palabras, aún

cuando lo que quiere decirse finalmente excede ge-nerosamente el marco del lenguaje; mas he de con-fiar en toda polisemia -natural o artificiosa- y conti-nuaré apostando a asociaciones irredentas, de las que espero al menos lleguen a ser efectivas por fortuitas.

Pero en realidad quería decir que debo a Pepe el haber encontrado ésta vertiente catártica que no solamente me permite extroyectar mi malambo in-

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terno y de esta forma objetivarlo, sino también abri-gar serias esperanzas en cuanto a una resolución schopenhaueriana de esta purga estética.∗

El hecho de volcar al papel lo que antes sim-plemente pensaba, me ha obligado a sistematizarme. O dicho de otro modo -más para no ofender a los sis-témicos que en rigor de verdad-, me ha obligado a sustituir un sistema por otro, más ordenado, si se quiere, aunque respetando cualquier relativización que se les ocurra (tengo la impresión de estar inmer-so en un vertiginoso slalom ideológico, pero ya se me va a pasar). Lo cierto es que el tríptico chupar-pensar-desesperar devino en chupar-pensar-escribir, y no digan que esto no es un avance. Los papeles escritos es como que se llevan la mugre afuera, co-mo si me baqueteara con ellos y la birome y quedara a punto para descargar otra andanada de pensamien-tos gráficos.

∗ Parece ser que para los primeros griegos, el vocablo

κάθαρσι̋ –katharsis-, primero intentó designar la idea de pu-rificación, incluyendo especifícamente en su intención signifi-cante la regla de las hembras, por ejemplo, o la poda de los ár-boles. Ya en Aristóteles, la noción había alcanzado el grado de sutileza –cómo podía ser de otro modo, con Platón de por me-dio- como para considerar catárticas las pasiones liberadas a partir de disciplinas artísticas, especialmente la tragedia y la música. Y Arturito afirmó, con tanto o más criterio que cual-quier otro glosador, que éste modo, circunscripto al plano esté-tico, era simplemente un paso hacia la catarsis metafísica; así que... quién les dice...

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Ahora bien, inmerso en este Juego de Abalo-rios patéticamente actualizado∗ por el tiempo, en esa cultura folletinesca tan bien vislumbrada por Hesse y antes aún por Spengler –¿será casual que ambos se-an alemanes?- hoy firmemente apuntalada por la ci-berinformación, voy a permitirme considerar algu-nas aristas, etéreas, si se quiere, de la cuestión angé-lica. Aunque hay que tener cuidado de lo que se en-tiende por angélico. Sin llegar a extremos (como por ejemplo argumentar prima facie que Satán también fue un ángel, y cosas por el estilo que no hacen más que maniquear un asunto por demás espinoso), me permito no obstante recordar que el llamado Doctor Angélico, Tomás de Aquino, conspiró para ejecutar al pobre Sigerio de Bravante -muerto finalmente a manos de su propio amanuense-, por preferir en todo caso las certezas provinientes de la reflexión filosó-fica a las que se sostenían por supuestas revelacio-nes. Si así fueran los ángeles, su paso sería recono-cido no por golpes de aire sino de hacha. Son otros ángeles a los que me refiero, y seguramente a los que se refería Tomás, siempre y cuando no se metie-ran en su kiosco.

La palabra ángel significó originariamente “mensajero”, a secas, antes de convertirse en esa es-pecie de transmisor entre el mundo humano y lo di-vino. Una especie de anticipo mágico de la manifes-tación del Verbo, generalmente aparecido ante per-sonas muy piadosas o de profunda espiritualidad. ∗ En sentido aristotélico, o sea, puesto en acto.

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Los testimonios, percibidos en circunstancias donde los cimientos espaciotemporales parecen estremecer-se, nos recuerdan esa situación ajena a tales catego-rías –lugar fuera del espacio, instante fuera del tiem-po- común a cualquier experiencia extática. El pro-blema, yo creo, arranca cuando quiere transmitirse a los sentidos “mundanos” esa visión extracósmica. Comenzamos: que tipos luminosos, o con alas, o áu-ra satelital, o venados, coatíes, o luces parlantes, o cualquier otra cosa que se le haya ocurrido a alguien alucinar o en todo caso querer decodificar. Eso, sola-mente en cuanto a lo perceptual. Después empeza-mos a querer establecer basa respecto de cuestiones tales como si son corporales o esencialmente espiri-tuales, qué grado de participación tienen con la divi-nidad, si son substancias separadas e intelectuales, hasta llegar a pretensiones extravagantes como la de Dionisio el Areopagita, quien los organizó –a partir de cábalas, revelaciones apostólicas y necesidades institucionales- en nueve coros y tres jerarquías.

Y después también está la funcionalidad, más o menos un ángel para todo, desde los primordiales –anunciadores, de la muerte, protectores- hasta los textos new age que tienen un ángel para cada forma de melancolía o signo zodiacal. Salvo algunas cultu-ras orientales o americanas, donde la noción parece estar vinculada a cuerpos superiores que eventual-mente pueden desarrollarse a través de prácticas as-céticas y/o esotéricas de altísima concentración, el

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resto parece un grotesco paródico del pensamiento objetivo, si es que lo hay.

Yo, la verdad, de ángeles no sé mucho. Sin embargo, por circunstancias de la vida pude corro-borar una lectura cuando tuve la impresión que den-tro de uno hay alguien que, si no lo sabe todo, sabe mucho más que uno (no en vano me referí a Hesse más arriba, creo que fue en Demian que lo leí). The Big Brother.

Invierno. Cratilo caminando por la montaña,

mochila al hombro; sin un cobre porque acaba de ser echado por una histérica que lo llevó hasta allá y lo largó duro. Cratilo camina, hace dedo, pero na-die lo aventa un mísero Km. Cae la tarde. Se termi-na la última petaca de whisky. Cae la noche, cae Cratilo.

‘Va a estar duro’, pensó, mientras trataba de

cobijarse con una campera a modo de manta. En e-so vio venir bailoteando la brasa de un cigarrillo. -Buenas noche’ –dijo una sombra con forma huma-na detrás de la brasa. -Buenas noches –respondió Cratilo, algo alarmado. -¿Qué macanas anda haciendo, usté joven, por acá? -¿Puedo saber quién me lo pregunta? -Sí, como no. Ió soy el Aparecido. -¿Cómo? -Sí, el Aparecido, pué. ¿Qué esperaba? ¿A Yul Brin-ner?

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-No, pero me parece que usted está loco. -Ah, ¿sí? ¿Y qué voy a estar haciendo acá sinó, ca-gándome de frío como un güevón en medio de la no-che?¿No sabe que por acá hay pumas? -Eh, tío, la concha de su madre, déjese de joder... ¿no le parece que ya estoy bastante asustado? -¿Por mí, por el Aparecido? -No, por usted no. Digo por los pumas, y cualquier otro bicharraco que se le ocurra. -Ah, qué lástima. -Déjese de joder, hombre con eso del Aparecido. -No, güevón, en serio te digo. -¿Y cómo es, su historia? -No muy distinta de muchas, según tengo entendido. Estaba podrido de todo, viste muchacho, y me man-dé flor de cagada y me boletié. Y juí allá y me di-jeron no, vos no sos para acá, y todas esas cosas que dicen los jefes. Y me dijeron ‘vos andá y apare-cete’. Y bué, ió me vengo y me aparezco. -No le puedo creer... -Y es qué tal vez ése es el castigo. Me mandan acá, ió espero un montón para que aparezca alguno como vos, de noche... -¿Y? -Y güeno, cuando aparecen, ió me les aparezco y en vez de asustarlos les digo que no sean güevones, que si se duermen no se despiertan más por el frío y que caminen, que a dos horas más o menos hay una es-tación de servicio. Más que para asustar me parece que me pusieron de guardaparque.

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-¿En serio, me lo decís? -¿Qué, lo del Aparecido? -¡Pero no, boludo, lo del frío! -Claro, güevón, si ya casi no sentís los pies -era cierto.- Más vale que empieces a caminar. -¿Y qué hago, en la estación de servicio? -¡Y qué vas a hacer! ¡Pedir! ¡Pedir por tu vida! ¿O te sobra alguna ficha? A lo mejor te dejan dormir en el baño. Y por ahí te dan un café, o un sánguche. -¿Voy de parte suya? -Y, vos fijate... por ái se piensan que estás drogáo y te sacan a los chumbos. Cratilo caminó durante horas, automática-mente en bajada, penosamente en subida. Ahora sí, lo sabía, su marcha era de supervivencia. El miedo era concreto. “La angustia hace patente la nada”∗, recordó, mientras sus entrañas se agitaban por el esfuerzo, y sorprendido ante la tenaz compulsión del instinto de supervivencia. No vio una estación de servicio ni siquiera en espejismos. Sin embargo, en-trada el alba, encontró un galpón y durmió hasta el mediodía. Después anduvo en trenes de carga, y vi-vió magramente de la caridad; justo él, tan misán-tropo que es. Respecto del Aparecido, jamás pudo Cratilo siquiera suponer si tuvo lugar fuera de su mente, o si en todo caso se trató de un divertido montañés do- ∗ Heidegger, Martin, “¿Qué es metafísica?”, Siglo Veinte, 1974.

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tado de un fino sentido psicológico. La incertidum-bre parece lo más cercano a la objetividad. Crean, si pueden, en ángeles, inmanentes o trascendentes. Pero tampoco exageren, eh. De: [email protected]

Para: [email protected]

Fecha:Viernes, 15 de Diciembre de 2000 03.23 a.m.

Asunto: - - - . . . - - - (¡S.O.S.!)

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Cratilo insiste en reducir altos problemas filosóficos a circunstancias concretas que parecen guardar vin-culación con los primeros pero que resultan en grue-sas falacias de composición (inferencias de las partes al todo) y con ello pretende demostrar que los siste-mas de pensamiento simplemente son burdas inten-tonas de sistematizar un caos que revienta por todas las hendiduras, nivelando las más excelsas construc-ciones intelectuales con los delirios más aviesos, ya que -según cree- frente a lo irreductible, todo vale lo mismo; y que incluso lo menos pretensioso parece más “real” en términos fenoménicos. Lamento ad-vertir que ya estoy hablando como ustedes. Pero hay

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una cuestión: Cratilo ya situó un avatar de Dios en una puta paraguaya; luego contó la historia de dos curas, uno que en colisión con sus principios y presa de emoción violenta se convierte en un asesino, y el otro que es un pederasta. Y ahora se abocó al tema de los ángeles, como usted habrá leído. Tal vez sea que la historia de la filosofía –occidental- se desarro-lló según esos cánones, o tal vez sea producto de un trauma o una obsesión digna de estudio. Quizá us-ted, Dr. Dickinson, pueda darle una mano.

Argumento 2:

A Cratilo: Si lo frustro, es que me pide algo: que le responda. Pero sabe bien que sólo serían palabras. Como las que obtiene de quien desea. Ni siquiera es seguro que me las agradezca si fue-sen buenas palabras; menos aún si fuesen malas. Estas pala-bras, no me las pide. Me demanda. . ., sólo por el hecho de hablar: su demanda es intransitiva, no supone ningún objeto. Por medio de la demanda, todo el pasado se entreabre. Demandar, ud. nunca hizo otra cosa, no ha podido vivir más que por eso y yo tomo la continuación. Si logramos establecer una distinción entre conoci-miento objetivo y valorización sentimental, tendemos un puente sobre el abismo que nos separa de su incierto deseo y nos asombramos de ver que Cratilo aún vive. Cuidémonos de sub-estimar esta impresión; este conocimiento nos enseña que su conflicto elemental conserva una identidad propia indepen-

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diente del tiempo y del espacio. . . simplemente logramos olvidar el leitmotiv. El diagnóstico, aún inespecífico, permanecerá aplazado, por el momento; pero es de destacar que su gravedad no nos re-mite a niveles de peligrosidad. No se apure. No se detenga. No se meta en líos ni en el medio. Cuente conmigo. Esta reflexión se descompone. Se des-compone, digo, en dos tiempos en los cuales su articulación, o sea la transición del tiempo pareado al espacio y su monogamia ba-sada no en condiciones naturales, sino en condiciones económi-cas. Permítame otra reflexión: la selección natural habría cumplido su cometido en la exclusión siempre más rigurosa y no le queda más que hacer en ese sentido. Dr. Dickinson Un cierto tufillo paternalista me da indicios claros de que Pepe anduvo intercediendo ante ese tal Dickinson, que de buenas a primeras a-bandonó casi por completo su tesis sobre el materia-lismo y los modos del conocimiento y parece apun-tar a una relación más personalizada e íntima. Pero no obstante, mi fino olfato me permite husmear el o-culto meollo de su crítica∗, que está dirigida a poner

∗ En sentido Kantiano: crítica como función propedéutica, co-mo la elaboración de una herramienta que permita, finalmente, el desarrollo ulterior de un ya cabal sistema filosófico.

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el acento en, precisamente, la cuestión del lenguaje. “Pero sabe bien que sólo serían palabras. Como las que obtiene de quien desea.” ... “Me demanda. . ., Sólo por el hecho de hablar: su demanda es intransitiva, no supone ningún objeto.” Y co-sas por el estilo. Que pretenden reducir mi demanda a meros flatus vocis. Menos mal que no soy influen-ciable, que si no, tal vez hubiera entendido como ne-fasta mi tendencia a buscar alquimia en almas aje-nas. Todo, en el universo, se enciende según medida y se apaga según medida -de acuerdo al logos hera-cliteano-, y espero que si continúa con la lectura de mis escritos, el Dr. Dickinson pueda encenderse sin tratar de orinar en mi hoguera, incluso si Pepe llega a sobornarlo. Tal vez mi demanda sea intransitiva, tal vez sea yo una especie de buberiano desplegando aires de autosuficiencia, cargado de vanidades y re-clamando inconcientemente un poco de atención a la manera que los resentidos lo hacen. Mas considero que la única instancia de superación posible consiste en tirar la flecha primero y después dibujar el blan-co. En todo caso, su incipiente diagnóstico tran-quilizó mis estructuras newtonianas y eso sí que le agradezco. ¡Va una por usted, doc! ¡Y aguante la es-peculación! ¡Que Pepe se dedique a piratear núme-ros viejos de “Selecciones del Reader’s Digest! Eso sí, a cara de perro. Dejemos de lado, por ahora, la cuestión se-miótica, para intentar echar una ojeada a lo que se puede conocer. Es común encontrar, en diversas cul-

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turas desperdigadas en tiempo y espacio, separacio-nes tajantes entre lo que es susceptible de ser conoci-do y lo que no; con mayor o menor grado de sofisti-cación, la idea es la misma. Ese incognoscible, por macrocósmico o microcósmico, o por óntico, cosa en sí, o lo que fuere, es la medida de la angustia. Trémulos de confianza en milenios de corroboración casuística y paranoide nos arrojamos a desentrañar el drama fáustico, y es como encender una cerilla en la superficie del sol. Es esa irritante manía que tienen las cosas –objetos y cuasi-objetos∗- de ensimismarse la que nos provoca ese ansia insaciable de abordaje intelec-tual; que nunca podrá ser realizado, muchachos, por-que el ensamblaje es imposible: contamos, a este fin, con dos enchufes hembra. Millones de gametos teó-ricos intentarán penetrar un único y esquivo óvulo de trascendencia gnoseológica, y sólo lo logrará el más apto. También la selección natural descarta pro-lijas articulaciones de ideas, solamente por exceso de pulcritud, quizás. Si lo real fuera, por caso, aca-badamente pulcro, nosotros no existiríamos. Y ojo que no estoy dando por descontado que lo hagamos. Puede que lo real sea, algo acabadamente pulcro; en cuyo caso, no pertenecemos a ello, o pertenecemos de un modo imperfecto, o todas las variantes que desde el platonismo nos han venido ofreciéndo. En-

∗ Los cuasi objetos estarían constituídos por las distintas partes de nuestro cuerpo físico (terminología utilizada por Donceel en su antropología filosófica).

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tonces el Big Bang simplemente se aparece como u-na eyaculación divina de cosas en sí que a veces al-canzan el grado de tara suficiente como para querer averiguar por qué una ventosidad divina los arrojó a esa existencia en grado negativo, suerte de cáncer en el tejido idílico de la autorrealización luminosa. Des-pués no quieren que tipos como Baudelaire se reve-len... A riesgo de recalar una y otra vez en los mis-mos temas sin avanzar un ápice, me permito llamar la atención acerca de la desmesurada relación exis-tente entre la profusa verbo-rragia divina –que ge-nera una extravagante avalancha de cosas-en-sí, en-tre otras- y las casi nulas posibilidades de nuestro entendimiento frente a magnitudes que no compor-tan sólo los fenómenos susceptibles de ser percibi-dos sino también las modalidades que éstos y aún o-tros podrían asumir en los distintos planos dimensio-nales, teóricamente infinitos. Acaso la palabra fin no tenga fundamento in res, o lo tenga solamente cuan-do determina un cierre operativo de esos episodios i-lusorios que llamamos “experiencias de vida”, en tanto todo prosigue en una inmensidad que aúna y sintetiza -en un plano inaccesible a humanas herra-mientas-, el Todo y la Nada. A tamaña cuestión ú-nicamente podemos enfrentar lo que hemos defini-do∗ como “pensamiento especulativo, pensamiento

∗ Definir, marcar los límites. Me viene a la mente el pensa-miento de Artaud que expresaba que las ideas acabadas son ideas muertas...

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que “especula”, o sea que refleja (reflexiona) a la manera de los espejos∗. Y como éstos, no puede sino ofrecer una imago tal vez análoga pero sólo superfi-cial, bidimensional, feta insignificante teniendo en cuenta todas las profundidades imaginables; y nos congela en la isla de lo aparente, nos obliga a mo-vernos en una estrecha recta respecto de la cual toda fisura resulta inmediatamente en abismos de indis-criminación tan pavorosos para nuestro hambre de certidumbres. Por detrás de la pátina especulativa habita el centro del terror al vacío. Y si no fíjense en la siguiente anécdota. Una noche de verano de ésas que no se puede dejar de exudar h2o con otras substancias desagradablemente odoríferas, me encontraba caminando por la Ensena-da de Barragán, después de haber estado tomando u-nas cuantas ginebras en el Bar “La Marina”. Cami-né por la calle principal, dejé atrás la Iglesia de Nuestra Señora de La Merced, la plaza, e ingresé en una zona oscura y cada vez más suburbana. Pensé en llegarme hasta el río, pero tanto las tinieblas como la irregularidad de los terrenos conspiraban en contra, así que seguí la calle hasta que las edificaciones ra-learon. Recordé que años atrás había ido por allí con

∗ ... y la traición de los magos a Quetzalcóatl, quienes lo condenaron a su periplo nefasto mostrándole su propio reflejo, inspirados por Tezcatlipoca (“espejo humeante”), deidad nega-tiva y representante del principio de dualidad.

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un amigo y habíamos entrado en un bar de chapa, donde me había presentado a su abuelo, ex matarife del Swift y cuchillero de averías. No tuve dificultad en encontrarlo. Pese a lo avanzado de la hora, estaba abierto. Allí estaban el bolichero y el abuelo de mi amigo, dos octogenarios de ésos que parecen viejos calentadores que continúan irradiando a base de al-cohol. No me reconocieron, y me cuidé muy bien de darme a conocer. Sin embargo, me pareció una des-cortesía ir a sentarme a una mesa, así que arrimé un desvencijado taburete al estaño, pedí ginebra y me quedé conversando generalidades con ellos, casi to-das referidas a illo tempore, cuando las mujeres sa-bían darse su lugar, los hombres eran machos y to-das esas cosas con las que no me costaba gran cosa acordar. En todo caso, mientras asentía con la cabe-za, analizaba internamente la tendencia gravitatoria que sitúa el ser más íntimo de las personas en el pasado, anclando su intencionalidad en las épocas en las que sus páginas aún estaban por escribirse; y al propio tiempo otorgan una cualidad fantasmal a su actualidad sin proyección posible. Esa teleología in-vertida, difícilmente acepta una argumentación en contrario sin estallar, así que, a tenor de ello, respon-dí a pie juntillas al discurso de los gerontes, de los cuales uno al menos sabía manejar bien un filo que, por otra parte, tenía atravesado en la faja, en la parte trasera de su cintura. Me distraje mirando la orgullosa aunque pol-vorienta ornamentación de aquel humilde dispendio

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de bebidas. Un montón de aves, peces y hasta esos marsupiales criollos –puta, no me acuerdo como se llaman... ¡comadrejas!-; cabezas de tiburón, un la-garto overo... -Soy taxidermista –explicó el bolichero. -Mire usted. Son realmente notables. -Bué, no crea que son para tanto. -Hay algunas que parecen vivas. -Desde luego, desde luego. Los ojos de la perdiz ge-neralmente brillan poco, vió, entonces con un cachi-to de vidrio pulido... uno se las arregla. -No, realmente me parecen muy profesionales. -Es el berretín, m’hijo. ... -Y bueno, después están las otras –retomó el embal-samador-, las que uno hace desde el afecto, ¿vio? -Alguna mascota, claro. -No, algo más cercano. Un amigo. -Ah, ¿sí? –Pregunté, advirtiendo cómo las paralelas euclideanas comenzaban a juntarse en algún rincón del viejo estaño. -Sí. El Felipe. Cómo lo queremos, al Felipe, ¿no, Pardo? -Viejo sucio hijué mil puta. -Qué, ¿lo embalsamó? -Bueno, dicho así... en este caso es distinto. Vea, al Felipe le gusta mucho jugar al ajedrez, y jugamos partidas todas las tardes desde hace treinticinco a-

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ños. Una vez, por allá por cuando ganó el Turco la primera elección, el guacho me dijo que el turco era un ganador y yo le dije que se vaya a la puta que lo parió; estábamos los dos mechaditos y la discusión subió de tono y me dijo que el Turco era un ganador como él y que él me iba a seguir ganando hasta des-pués de muerto. “embalsamame, vas a ver que te si-go ganando”, me dijo. ... -¿Y? –Pregunté, tras lo que supuse una pausa dra-mática demasiado prolongada. -Y tal cual, vea. Nunca le pude ganar una partida. -Ah, todavía vive –aventuré, algo desconcertado. -No, se murió unas semanas después, acá, ahí mis-mito donde está usté. Y yo lo agarré y lo embalsamé. -Ah, (glup) lo embalsamó. -¡Pero y claro! ¿Qué iba a hacer? ¿Acaso no me lo había pedido? Cuando un amigo que se va a morir le pide algo, mocito, uno tiene que cumplir. O por lo menos así era antes, ¿no’cierto, Pardo? -Tal cual. -No, claro, sí, visto así. -¿Por qué no lo traés al Felipe y se lo presentás al mozo? –Propuso el Pardo. -Sí, lo traigo y de pasada le hago una partida. El bolichero fue hacia adentro y su socio sa-có el facón de la cintura, se extrajo como medio kilo

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de carbón de la uña del índice de la mano derecha, sopló la punta del acero y lo enfundó de nuevo. Al cabo volvió el bolichero, con un viejo di-secado de traje, funyi y anteojos en una silla de rue-das. No tanto la piel del rostro me causaba impresión –lucía algo apergaminada y como si se hubiera que-mado-, sino sus manos, que parecían las garras de un buitre apenas suavizadas por un pellejo desagrada-ble. -Podrías ir a buscarlo vos, alguna vez, ¿no? –Dijo al Pardo. -Viejo sucio hijué mil puta. -¿Cuál es su nombre, joven? -Cratilo. -Bueno, Cratilo, éste es el Felipe. Felipe, él es Crati-lo. Se quedaron mirándome. -Ah, sí, encantado, Don Felipe. El bolichero dejó a la momia ajedrecista fren-te al estaño, al lado mío, y se puso a acomodar las fi-chas en un tablero. El Pardo ganó la cabecera del an-gosto mostrador, así que quedamos casi enfrentados. Mientras, el bolichero le decía al tal Felipe (R.I.P.) que yo era bastante bueno para el ajedrez. Se quedaron mirándome.

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-Sí, cuando quiera –aventuré, deduciendo con buen criterio que me había desafiado. Los dos vivos, al menos, parecieron satisfechos con mi respuesta. Por supuesto, el muerto jugaba con negras. El bolichero, por su parte, abrió con la clásica movida de peón cuatro rey. Entonces, casi inmediatamente, fue el Pardo quien movió el peón del alfil dama al cuarto casillero. -¿Usted juega ajedrez? –Le pregunté sorprendido y medio capciosamente, ya que se presuponía que el que debía jugar era el finado. -No, yo no sé jugar –ambos me miraron sorprendi-dos.- ¿No oyó cuando me dijo “poné esa ficha ahí”? -Ah, sí, disculpe. No interrumpo más. Entonces asistí a una partida en la que un ma-tarife -que según yo había entendido “canalizaba mediumnímicamente” a un ajedrecista disecado- de-sarrollaba un juego agresivo y arriesgado, bien al es-tilo Bobby Fischer; mientras su rival, el bolichero, se abroquelaba tras una variante clásica (no tardó en efectuar el enroque corto, cosa que denotaba, a mi humilde criterio, que no tenía un plan muy definido).

Tal como se preveía, el medio juego se carac-terizó por una tendencia de las negras a mantener o-culta una ofensiva inminente, aún resignando even-tuales disposiciones tutelares. El fiambre, a través del matarife, mantuvo el rey en su casillero y, cuan-

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do fue tiempo, desplegó -abiertamente ya- su ataque en forma sostenida y permanente, de modo tal que las blancas perdieron por completo su iniciativa e-sencial. El muerto ganaba la partida. -¿Sabés una cosa, Pardo? Me parece que me ganó o-tra vez –reconoció el bolichero, visiblemente contra-riado. -Viejo sucio hijué mil puta –expresó con tono mono-corde el cuchillero, mientras echaba mano al facón y se lo hundía al muerto en donde alguna vez debió estar su hígado.∗ -¡Epa, amigo! ¿Cuántas veces te tengo que decir que no lo apuñalés más de ese lado, que ya está he-cho mierda, el pobre? -Y bueno, soy zurdo, qué carajo querés. Aparte yo no te digo cómo tenés que hacer tu laburo. -¡Jé! ¡Bueno sería! -Ah, te hacés el pija... ¿querés que te hilvane a vos, querés? -¿Sí? Dale, a ver... ¿y quién nos embalsama, des-pués? -Tenés razón. Desde mañana mismo me empezás a enseñar. -Tiempo es lo que sobra, ¿no es cierto, Felipe?

∗ No pude evitar, en ese momento, asociar la escena con la famosa secuencia del Baghavad Gita en la cual Arjuna, al frente de su ejército, se lamenta ante Krishna de la desgracia que supone levantar armas contra familiares y amigos, a lo que el avatar responde que no se apure, que de todos modos no se puede matar lo que ya está muerto.

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Unos segundos después ambos estallaron en carcajadas. Me gustaría saber que les dijo el finado. Pero no me atreví a preguntar. Me apresuré a pagar mis copas y, luchando para disimular la ansiedad, conseguí articular algo así como un saludo. -Vuelva por acá cuando quiera, mozo, ha sido un placer conversar con usted –me dijo el bolichero. -Y tráigase una faca, si quiere, que le enseño el arte de la pelea criolla. Salí de aquel bar que parecía un iceberg del pasado derritiéndose en las calientes aguas del nuevo milenio. Ya estaba amaneciendo. Yo, como de cos-tumbre, me hallaba confundido y presa de un sinnú-mero de hipótesis que jamás dejarían de ser eso, me-ras hipótesis. Mas de una cosa estaba seguro: no vol-vería a poner un pie en ese boliche, ni muerto. De : [email protected]

Para: [email protected]

Fecha: Miércoles 20 de diciembre de 2000 0701 a.m. Asunto: Argumento 3 – Dirigido a Pepe, transmisor de Cratilo, al diente de león y a Cratilo sin más. __________________________________________

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Es mi intención mandarle a Ud. el más calificado instrumento de la belleza es imprescindible decirle de mi vanidad ante las cosas no puedo hacer promesas sin embargo la forma de Cratilo es una forma análoga La ilustración es entonces imprescindible me gustaría saber manejar un tren con respecto a Cratilo debo decirle creo que está loco sin embargo mis datos de la realidad en general comienzan a ser sistémicos quiero decir no hay un loco sin un sano por lo tanto todo intento es vano Estas ilustraciones pertenecen a los dos primeros argumentos me limitaré de ahora en más a la obligación sistemática de ilustrar e ilustrarme antes de emitir veredicto alguno la gravedad también es sólo newtoniana P.D. Todos mis dichos están hechos chaucha todos mis poderes hechos choto mis instintos tontos también él intenta tanto todo el tiempo que retonto me esfuerzo.

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AA? La ia. . . ¿ululayé? Yelá! Ulayu laripapeto! Larisasy. . . Checha teiola? Cantasorio curulacho Tentú lachú Chonga? Chillenaaaa. . .!

Sinceramente: Dr. Dickinson

Yo no sé si habrá sido un efecto calculado, lo cierto es que con ésta última declamación eufónica el Dr. Dickinson quitó definitivamente del medio a Pepe, que se declaró incompetente en cuanto a su in-termediación, aunque continuará entregando cíclica y sistemáticamente mis lucubraciones a la red, lo que hace sospechar que las acciones van en alza. Ahora bien, no sería honesto si no doy tras-lado aquí de un subrepticio cambio que he venido experimentando de un tiempo a esta parte, y se re-fiere a una voluntad de supervivencia tanto más ma-nifiesta a medida que pasan los acontecimientos: he observado, por ejemplo, que la amenaza de los japo-neses en Ciudad del Este me produjo una sensación interna de lo que podría denominarse temor, mucho

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menos ostensible que las que experimenté con poste-rioridad -en crecimiento gradual-, durante las demás vicisitudes en las que me quedé en el medio. Y ello, ¿saben por qué? No lo tengo muy claro, pero me pa-rece que es porque siento por primera vez que estoy desarrollando una OBRA, cuyo modo de existencia supera con creces el del ocasional e ilusorio vehículo que la extroyecta (pero del cual siento que debo cui-dar para seguir filtrando naderías desde el galpón de lo posible a las cisternas nerviosas de una desconcer-tada e incierta posteridad). Ustedes piensen: si unos cuantos párrafos atrás supuse que las barajas de los borrachines del Bar de Pedro quizá tuvieran un sus-trato existencial más patente que el de mi dudosa hu-manidad, cuánto más lo tendrá esta especie de tes-timonio de mis cuasipercepciones arrojado al papel o al espacio informático -esa suerte de ortopedia para los sistemas nerviosos humanos de potencialidad y virtualidades desquiciantes-. Sea como fuere, y fiel a la tradición artaudiana∗, rescato ésta, mi contribu-ción personal al sinsentido, desde una despreciable encarnadura que sin embargo se me ha vuelto im-prescindible para generar algo tal vez un poco más trascendente, a la manera de una grotesca y nausea-bunda crisálida ablandada por alcoholes... pero basta

∗ Ver el texto “Del tiempo en que el hombre era un árbol”, en el que Artaud, palabra más, palabra menos, resalta que el equilibrio entre la producción espontánea (heces) y la creación mágica (poemas) está muy lejos de ser mantenido. Unos cincuenta poemas frente a miles de apestosas cagadas.

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de ésto, que me hace aparecer como alguien que está a punto de doblar las rodillas. Antes que eufonizar alexias Dicky dicky dickinsón Prefiero decir al final del tritocosmos (Cosmos humano, según Ouspensky) lo que dijo Assurbanipal

luego de arrasar el Elam: “He suprimido en el campo la voz del hom-

bre, el paso de los rebaños, los gozosos gritos de alegría, y los he sustituído por onagros, gacelas y demás animales salvajes”∗ De modo que, en patente coherencia con los principios aleatorios que signan una única puerta re-lativamente cierta hacia eventuales posibilidades re-lacionales, me valdré del I Ching, obra ésta que de alguna manera reivindica la vertiginosa dinámica del caos, desde un trasfondo matemático; pero sin llegar a los peligrosos niveles de ingenuidad mostrados por la ética basada en axiomas geométricos de Baruch de Spinoza, y toda esa tradición hasta Russell- Whi-tehead. Más bien se incardina en mareas orientales, órfico-pitagóricas... Ojalá hubiese consultado el I Ching las otras tardes, antes de ir al boliche. Estaban allí, como siempre, Pepe y Abdul. Pepe me tiró los impresos de ∗ Historama (I), 1965. Págs. 102 y 103.

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un par de mails de Dickinson. Seguro que el chabón no tiene mucho que hacer. Al rato Abdul empezó a decir que le habían batido una buena línea, que con-seguía un cuarto kilo de merca polenta por tres lu-cas. -Te felicito, pero yo no tomo –le respondí. -No, vieja, yo tampoco, pero sabés la teca que te podés hacer... -¿Ponerme a vender? ¿Otro laburo más, y encima con stress? No, querido, gracias. Hacela vos. -Sí, yo la hago. Pero me falta una luca. -Por “ahi” cantaba Garay –dijo Pepe. -Sí, pendejo, ¿cuál es? ¿Alguno tiene una luca para prestarme? Se la devuelvo al toque. Nada de andar estirando ni haciendo papelitas. Un par de manos ¡tac-tac! Y a otra cosa. -¿Es así de corta? –Pregunté. -Claro, papá. Hacemos cinco en dos días. -Entonces no te la presto. Pongo la luca que falta, y pasado mañana me das... una luca seiscientos, ¿no? -Ah, claro, la concha de tu madre, entonces yo tra-bajo para vos. -Vos necesitás una luca, y yo la tengo. Soy una parte de la producción ejecutiva, Abdulcito. ¿Eso no vale nada? -Sos una liendre, hijo de puta. -Bueno, está bien. Arreglamos en luca y media de-recho. -Está bien. Pero venís conmigo a hacer la transa. -¿Estás loco?

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-Ah nó, pajero, es mi auto, es mi nafta... -¿Y eso que tiene que ver? -...es la primera vez que voy. Dale, haceme la gam-ba. Aparte, por quinientos, te das un paseo por El Tambo. -¿Qué tambo? -El Tambo, la villa ésa por ahí por La Matanza. -Estás pirado. Ni en pedo. -Dale, boludo, me van a dejar solo. -Perdón, ¿por qué me incluís? –Preguntó Pepe. -Qué, ¿no me vas a hacer la gamba? -¿Sos loco? ¿Y qué gano, yo? -¿Y qué querés ganar, vieja? ¿Fama? Vení, puto, ha-ceme la gamba que si sale bien, la próxima te habi-lito unos buenos mangos de onda, y te pago un asa-do. -¿Y si sale mal? -Si sale mal me la morfo yo. Me hago cargo. -Sí, claro, y a nosotros nos piden disculpas y nos condecoran –ironicé. -Bueno, está bien váyanse a la reputísima madre que los parió –dijo Abdul, mientras se incorporaba para irse. Cuando iba saliendo, le dije: -Esperá. Me convenciste. Te acompaño. Y atrás mío se vino Pepe. Pasamos por mi casa a buscar la guita y rato después nos estacionamos frente a una casa de ma-terial a medio terminar en la esquina donde comen-

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zaba una villa que se perdía hacia el horizonte. Baja-mos Abdul y yo, ya que Pepe prefirió quedarse en el auto. Golpeamos las manos, un perro grande ladró y a poco salió un tipo de unos cuarenta años, pelo lar-go y ondulado castaño oscuro, barba y cara de pocos amigos. -¿Sí? -¿Usted es Santiago? -Sí, ¿y usted? -Mire, yo vengo de parte de Mingo, el de la pensión de allá de La Plata... -Ah, sí, Mingo –se acercó.- ¿Y qué andás buscando? -Y, me dijo el Mingo que tiene el cuarto a tres lucas. -Le dijo bien. Pasen. -Entramos. El tal Santiago nos sirvió un whisky. Un ovejero alemán parecía estar atento al más mínimo de nuestros movimientos. En la pieza de al lado una mujer y un niño jugaban y se reían. El tal Santiago hizo las maniobras de pesaje, Abdul tomó la bolsa, metió los dedos y se los pasó por las encías. Movió un poco el contenido y repitió la operación. -Había sido desconfiado el hombre –observó el tal Santiago. -No, sabe que pasa, maestro, que no quiero tener problemas, después. -Está bien, yo tampoco. Pruébela todo lo que quiera. Es de primera especial. -Sí, parece que sí. -Aparte usted viene de parte de Mingo. -Sí, le manda saludos.

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Abdul pagó, y nos fuimos. Una vez en el au-to, Pepe insistía en saber cómo nos había ido y yo le comentaba, exultante, que había sido a piece of cake. Mientras le contaba observé que Abdul permanecía serio y ausente a nuestra conversación. -Houston, we have a problem –dije, para seguir con los anglicismos. -¿Qué pasa? –Preguntó Pepe. -No sé, forro. La actitud de ese tipo no me gustó na-da. -Yo no noté nada raro –acoté. -No, puede ser. Pero tengo un pálpito que no me gusta nada. Detuvo el auto, abrió el capot, sacó unas he-rramientas de la guantera, agarró la bolsa y salió. -¿Qué hace, boludo? –Me preguntó Pepe. -No sé, me parece que fue a esconder la merca. -Todavía no tomó y ya se puso paranoico... -Mientras el pálpito no se le cumpla... Abdul volvió y arrancó. A nuestras preguntas confirmó que había metido la merca adentro del fil-tro de aire. -¿Y no se pianta, de ahí? -No, tarado, no la hubiera puesto, si se pianta. Unas cuadras después un patrullero atravesó la calle por la que veníamos y otro, con sirenas, nos cerró de atrás. Los conejos estaban en la trampa. -Viste, te dije, hijo de mil putas. El muy turro estaba entongado con la yuta –dijo Abdul, mientras detenía

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el coche.- ¿Ves cómo es, la mano? Estos ahora van y se la devuelven, y la vuelven a vender. -Estamos hasta las manos. -Déjenme hablar a mí –dijo Abdul con tono impera-tivo. Yo mientras me veía a mí mismo convirtiéndo-me en una especie de Boecio posmoderno escribien-do en la cárcel mi propio De consolatione philoso-phiae. Un sargento gordo se apeó del auto que tenía-mos adelante y se dirigió hacia el nuestro con un par de agentes secundándolo. Estaba sudando un sebo que, dada su cualidad grasosa, casi adoptaba un co-lor blanco mate semitransparente. Se inclinó en la ventanilla de Abdul, oteó un rato el interior del ve-hículo y después dijo, lisa y llanamente: -Gordo, sabés qué, dame la bolsa. -Primero, yo no soy gordo. Y segundo, “flaco”, no sé de qué bolsa estás hablando. -No te hagás el pija. Sabés muy bien de qué bolsa estoy hablando. La que acabás de pegar. -Yo no acabo de pegar nada. Vine al casamiento de mi prima y no sé de qué me estás hablando. -¿Querés que te revise? Si te reviso te comés por lo menos un par de años. -Sí, como no. Pero me revisás en la comisaría. Acá no. Vamos a la comisaría y me revisás todo lo que quieras. -Ah, te hacés el poronga... -Dale, subí, vamos hasta la comisaría y me revisás todo lo que vos quieras. Pero en la comisaría, eh. A-cá, ni en pedo.

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-Andate de acá, gordo hijo de mil putas, antes de que te mate. Y no se te ocurra hacer ninguna, que ya te tomé la patente. Abdul le hizo la venia y arrancó. Se subió al cordón para esquivar el auto de la esquina y así sali-mos, indemnes, del encuentro con “La Ley”. -Estás loco –le dijo Pepe. -No, chabón –lo corregí.- El loco no solamente tiene huevos, sino que también tiene cabeza. Se te tiene que ocurrir, esa, y encima, la tenés que hacer. -Claro, vieja, el tipo no nos puede llevar a la taque-ría, porque le salta la ficha. Aparte yo quería que él creyera que ya habíamos descartado el paquete, y se lo creyó. Si no, minga que nos iba a dejar ir. Pero yo ésta no me la como. Pegó la vuelta y agarró de nuevo para lo del tal Santiago, ante las protestas, puteadas e incluso ruegos que le formulábamos con Pepe. Aunque yo sabía que era al pedo, ya que el auto se mecía con las contracciones que su pierna derecha transmitía al acelerador∗. Paramos unas cuadras antes, compramos u-nas birras de ésas que vienen ahora con envase des-cartable y nos parapetamos a unos cincuenta metros de la casa, en una especie de enramada oscura muy bien dispuesta para los fines de Abdul. Pepe sobre todo, aunque yo también, seguía insistiéndole para que abandonara el asunto y nos fuéramos, con todo tipo de argumentaciones. Rato después salió el tal ∗ Ver página 29, último párrafo.

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Santiago con su perro y una bolsa para mandados. Se dirigió para el lado donde estábamos nosotros. Abdul fue hasta una pila de escombros unos metros detrás nuestro, separó un fierro groso de fundición y un palo de escoba. Nos dio uno a cada uno. -Ustedes encárguense del perro –dijo, y salió abier-tamente al encuentro del tal Santiago. Nosotros lo seguimos. -¡Hey, buchón! –El tal Santiago respin-gó. El perro se le vino al humo, mas Pepe y yo nos adelantamos y lo agarramos a garrotazos. En una ca-si le gana la línea interna a Pepe –que para estas co-sas es medio boludo - y yo lo aparté de una patada y casi no le pude seguir dando, ya que el loco, presa del cagazo y del furor –uno lleva al otro- le daba y le daba y le daba y le daba. Como el can ya estaba casi hecho papilla, me detuve a mirar como Abdul le da-ba y le daba y le daba y le daba al tal Santiago. A-blandado, inconciente y contra la pared, no se caía sólo porque Abdul lo sostenía con la zurda del cuello mientras lo ponía de derecha. -Dejalo, chabón, que ya no sirve ni para repuesto de mogólico –le dije. Entonces le soltó el pescuezo, lo agarró de la oreja, se la retorció y le dijo: -¿Viste, putito, lo que es meterse con uno de la 22? Y le metió un derechazo en el rostro sangui-nolento; tan fuerte, que se quedó con gran parte de la oreja en la mano. -Mirá, vieja –dijo, mostrando el macabro souvenir. -¡Qué impresionante! –Dijo Pepe

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-Qué impresionista, querrás decir –corregí.- Decí si no es una onda Van Gogh –dije, arrastrando aire en-tre palabras debido a un par de arcadas. -Vamos de una vez, Tyson, antes que vengan los amigos de uni-forme. -¿Y con ésto qué hago? –Preguntó Abdul, con cierta sorna, mientras sacudía entre su índice y su pulgar el arrancado pabellón (qué ícono). -Y qué sé yo –respondió Pepe.- Colgátela del cuello, como hacían los marines en Viet Nam Emprendimos un raudo regreso hacia La Pla-ta. Pasado el cruce de Alpargatas todo hacía parecer que nuestro periplo por el conurbano violento ten-dría finalmente una feliz resolución. Pero faltaba al-go para redondear aquella noche de perros, y qué mejor que un perro. Un perro que se nos cruzó cuan-do veníamos echando putas por la quinientos veinte (¡casi en casa!). Abdul volanteó, mordió la banquina y me vi metido en un carrousell de ésos que tanto jo-der con el caos y el caos esta ahí y no lo podés parar y el cerebro anda tan rápido que congela una cuasi eternidad de pavor y estás ahí y nada podés parar y el materialismo se vuelve de repente algo concreto que está a punto de desaparecer para siempre... ufffff... Fuego en el ojo derecho. Puerta abierta por la que salgo arrastrándome. Abdul que me ayuda a in-

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corporarme pero que tiene una gamba que casi no puede pisar. Sangre en el ojo que me saco con el dorso de la mano mientras Abdul me dice ¿cómo es-tás? ¿estás bien? “tengo sangre” balbuceo como un cagón. No es nada, eso, es un corte chiquito, ¿estás bien? “Sí, sí, un poco mareado” -¡Ayúdenme, la concha de su madre! –Nos gritó Pe-pe, luchando para abrir la puerta trasera que estaba medio trabada por la torsión. En el tumbo final ha-bíamos dado de trompa contra el borde de una zanja. Y todo, motor, filtro de aire, ¡Frula! Se habían ido al carajo. Tres mil al excusado del vacío. Ayudamos a salir a Pepe, que tenía un buen chichón amoratado y un golpe cortante en la rodilla. Nada grave. Después Abdul se puso a preparar una buena fogata con el vehículo. -¿Qué hacés, boludo, estás loco? –Le preguntó Pepe. -Que voy a hacer, gil. Tengo seguro contra todo da-ño. Aparte la merca ya la perdimos. ¿Querés que sal-te en el peritaje? -Eso es lo que yo llamo tener todo bajo control –co-menté, mientras me enjugaba las gotas que corrían superciliar abajo. Mientras el fuego iba creciendo, nos marcha-mos como pudimos. Heráclito y la puta que te parió.

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Argumento 4 Teoría del paralelismo como forma de identidad. Trasfondo em-pírico del paralelismo psicofísico.

Tras la influencia de Descartes como de los empiristas ingleses, se dio forma a una Teoría de los acontecimientos o pro-cesos mentales. Dicha teoría mostraba básicamente la concien-cia como una secuencia de ideas elementales. Si esas ideas son átomos inanalizables o moléculas, carece de importancia ya que lo importante se refiere a que existen ideas elementales y que la conciencia es un fluir sistemáticamente ordenado de tales i-deas.

Posteriormente una parcela de cartesianos infirió que a cada idea corresponde un suceso cerebral específico. Como resul-tado emerge el paralelismo psicofísico.

Si miro un diente de león, cierro los ojos e inmediata-mente los abro y veo, ambas percepciones serán tan idénticas que puedo dar cuenta de la segunda como repetición de la pri-mera. Pero también es de suponer que mi cerebro ha aprendido una información del medio ambiente y me informa de este he-cho: “Éste es el mismo diente de león que antes”. Dicho de otra manera: la segunda vez he experimentado una repetición, cosa que en la primera mirada no ocurrió. Precisamente, si nuestros estados de conciencia no son un fluir de ideas, no son una se-cuencia de sucesos elementales, entonces no está definido qué co-rresponde a qué.

Si recobro la conciencia luego de un período de incon-ciencia emerge un problema típico: ¿dónde estoy?

En la teoría pitagórica de las esencias inmateriales o-cultas, los números y las relaciones entre ellos, como “razones”

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o “armonías”, ocupan el lugar de los principios elementales de la filosofía jonia: el agua de Tales, lo indeterminado de Anaxi-mandro, el aire de Anaxímenes, el fuego de Heráclito. Así, una melodía no es asunto cuantitativo, sino cualitativo.

Aristóteles es un optimista cosmológico, Platón es pe-simista. Aristóteles es teológico en tanto todo progresa hacia la perfección. Para Platón es el mejor mundo desde la creación: no progresa hacia nada mejor. Más, la entelequia de Aristóteles, como la de Cratilo, es progresiva: tiende a un fin, a un objetivo.

He mostrado un flanco, y advierto con bene-

plácito que de alguna manera el Dr. Dickinson se comporta con una determinación digna del Capitán Ahab∗. Mas si me permiten una pequeña arrogancia, les diré que los animales no guardamos rencor, en tanto no estemos demasiado humanizados. Y menos los sui generis.

Así que tiendo a un fin Fin fin fin Fin fin fin fin Fin. Una octava, con

mayúsculas en los intervalos sin los relativos soste-nido-bemoles. Una palabra. Una octava primaria, o-tra secundaria, otra terciaria y poco después la abis-mal arborescencia del habla. Yo no demando pala-bras. Yo digo que mientras nadie tenga la PALA-BRA FINAL todas las teorías son igualmente vá-lidas. Mi fin es precisamente abolir, en términos es-tructurales, la idea de fin, objetivo, terminación, o cualquiera de sus asociaciones lexicales. La serpien- ∗Personaje de Herman Melville. Patrón del ballenero “Pequod”, obsesionado por vengarse de Moby Dick.

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te que se muerde la cola, algo así como una crotoxi-na metafísica. El círculo de Kali.

Pero me temo que me estoy dispersando mu-cho, más aún de lo que conviene a un vilano. El fin principal que me planteé al principio, fue el de esta-blecer que el llamado pensamiento racional no tuvo comienzo en Jonia, a no ser que reconozcamos como verdadera una grotesca tradición de distorsionada y arbitraria pretensión, ajustada a moldes de prejuicios exasperantes. Un chino ve el mundo distinto que yo, y mi vecino también. Pero hubo uno, o quizás va-rios, que vieron el brote en la semilla, y se les ocu-rrió plantarla y favorecerle la existencia. Ése/os me interesa/n.

Todo responde a un ecosistema, por acá. Por ejemplo, todos los días hacia las cinco de la tarde, me hago unos mates porque me pica el bagre y mientras me los tomo comienza a sonar un desper-tador en el departamento de al lado. Nunca hay na-die, mas el turro siempre suena durante un minuto, hasta que el mecanismo se detiene. ¿Para quién sue-na? ¿Acaso algún aparecido deberá despabilarse pa-ra salir de rondín? ¿O acaso suena para mí? De cual-quier modo, soy el único que lo escucha. Entonces, suena para mí. Cualquier sabio primitivo hubiera a-cordado conmigo en esto; y estoy seguro, tendría razón. Más allá de la función primaria del símbolo, todo desarrollo ulterior de éste abre la puerta al enig-ma binario, la creación.

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Argumento 5 debemos descerrajar los rollos sobre la estructura de los dientes de leones histriónicos y vilanos fervientes la cámara capturará cada cadencia del caso y el diente reflejará tu propia figura cual espejo esmaltado en tus caninos animales los dientes florales los leones al fin uno no sabe a qué atenerse. . . decididamente parece imprescindible descerrajar varios rollos sobre esta planta amarilla hasta los huesos y tan ingrávida como la liviandad difusa de la aurora varios rollos para que ella pose solemne inmensa y amarilla pero sólo en ocasiones blanca o como pasa a veces inerte o desaparecida

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Argumento 6

No se puede obtener más respuesta que la interpreta-

ción del propio deseo. Soy un psiquiatra a quién se le habla, y se le habla li-

bremente. Estoy aquí para eso. ¿Qué quiere decir esto? A lo que me dicen no tengo nada que decir, si no comprendo nada de ello; o si algo comprendo, estoy seguro de equivocarme. Eso no me impide responder. Es lo que hago en semejante caso. Me callo. Y todos concuerdan en que frustro al hablante, y si bien a él en primerísimo lugar, también a mí mismo. ¿Por qué? Si lo frustro me pide algo: que le responda. Pero sabe bien que serían sólo palabras.

Dr. Néstor Dickinson

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Al iniciar –a instancias de Pepe- esta crónica de mi cruzada contra los dogmatismos que encauzan la interpretación de los datos sensoriales, me propu-se obviar la cuestión de las mujeres, ya que no me parecía relevante en modo alguno la cuestión para los intereses filosóficos a los que deseaba abocarme. Salvo la cuestión acerca de la virginidad de María, en la Edad Media, o los sospechosos enconos de Schopenhauer y Nietszche, poco y nada relevante ha producido este tema en occidente. Pero determinadas circunstancias, por demás dramáticas y de alto con-tenido simbólico, me impulsan a referirme a tales a-suntos, de los cuales el Dr. Dickinson seguramente obtendrá bastante tela para cortar luego.

Se dice que originalmente, las sociedades hu-manas fueron de estructura matriarcal. También se dice que por ello tales grupos eran fraternales e igua-litarios, cosa ya mucho más difícil de aceptar, ha-biendo mujeres de por medio. Pero supongamos que fue así. Concurrentemente, varios estudiosos del te-ma consideran que el habla fue desarrollada por las mujeres, y ésto sí que parece factible. Mientras los boludos homínidos se cagaban a palos con cuanta tribu enemiga o fiera salvaje anduviera por allí, o simplemente atendían a sus actividades de caza, pes-ca y recolección, las hembras se sofisticaban para ejercer los primeros rudimentos del chusmerío y la difamación del hombre (macho). Eso sin contar inci-pientes prácticas de lesbianismo, para las cuales, his-tóricamente, reconocen haber tenido una sensibili-

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dad mucho más amplia. Lo que por otro lado, dio lu-gar a una de las prácticas masculinas por excelencia: el voyeurismo.

Pero dejemos de lado todos estos extremos que no por evidentes dejan de ser muy difíciles de comprobar. Mucho más claro es el asunto desde una perspectiva oriental; por ejemplo, desde el Taoísmo. De acuerdo al mismo, el principio femenino (yin), si bien representa la fecundidad de la hembra y la ge-nerosa fertilidad de la tierra, constituye a la vez el principio oscuro y se lo asocia con lo extenso e in-discriminado. Tal vez sea por eso que para muchos de nosotros, sobre todo los de temperamento bien yang (creativo y luminoso), el asomarnos al interior de una vagina nos hace entrar en un vértigo que casi indefectiblemente, nos abisma.

Lo que es yo, no tengo una gran experiencia en este tema. Mis enredos con mujeres han sido lo suficientemente sórdidos e intrascendentes como pa-ra no dejar secuelas. Y dudo que alguna vez lo ha-gan, a tenor de la impresión que me causó la trágica resolución de un asunto amoroso en el que se vio in-volucrado un amigo mío y del cual resulté testigo forzado, por imperio de las circunstancias.

31 de diciembre de 2000. Último día del si-glo XX. Mientras casi todo el mundo en occidente prepara banquetes, yo solamente trato de hilvanar u-nos cuantos pensamientos en el cuaderno “Mis A-puntes” cuyas hojas después arrancaré para dárselas a Pepe. Cada tanto las explosiones producidas por

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los petardos y otros explosivos detonados por niños -o por grandotes pelotudos- me sacan de concentra-ción, así que decido interrumpir la escritura y me voy hasta el supermercado de los chinos a comprar unas cuantas botellas de champagne. Si todo el mun-do va a festejar una predeterminada cuestión relativa a calendarios inciertos, pues bien, yo también iba, sino a festejar, a hacer las veces. Pero como de cos-tumbre, estaba equivocado.

Cuando vuelvo, la luz del contestador está parpadeando. Acciono el play: “Cratilito, hijo, espero que vengas a pasar el año nuevo con nosotros. Dále, hijo, vení, van a estar los de siempre∗ y te quieren ver. Dale, hijito, ¿sí? Dáaa-le, no seas como tu padre. Te quiero mucho, hiji-to.Un beso. Llamáme, sinó, eh?” Meto un par de tubos en el congelador, otros en la heladera para ir subiendo y abro una, me sirvo en un vaso y le meto hielo. Champagne con hielo, vea. Usted dirá que un bebedor jamás lo hace, y yo le digo error, un bebedor no espera nunca a que la bebida esté fría. ¿Qué ésa es la diferencia entre un buen bebedor y uno malo? Sí, ésta, les digo, mien-tras me agarro las partes. Se bebe o no se bebe, y en todo caso, la cuestión es entre el bebedor y el vegetal

∗ Razón suficiente para declinar cualquier arrebato de piedad filial.

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fermentado. Ningún orate organizado me va a decir a mí cómo hay que beber. Salud. Enciendo la tele y todo el mundo habla del siglo XXI y que el siglo XXI esto, y lo otro. Me prendo una pipa –que siempre me gusta con el champagne-, estiro las piernas y como en un reflejo, inevitable de tanto 2001, recuerdo “2001 Space Odi-tty”, en este orden: primero, la canción de Bowie, después la novela de Clarke y recién después, la pe-lícula de Kubrick; lo que me lleva a caer en la dis-quisición del Argumento 4 de Dickinson, me altero y vuelvo a la película. El astronauta David Bowman contra HAL, la computadora que no quiere dejar li-brada la responsabilidad de una importante misión a eventuales errores humanos... ¿no resulta hipertrófi-co? Golpean a la puerta. Abro la mirilla y veo a un compañero del laburo cuyo nombre preservaré y a quien identificaré como Yang -ya que a cualquiera de nosotros, machos en ejercicio, nos cabe en mayor o menor medida-. Lucía desesperado. -Pasá, loco –dije, mientras sacaba el pasador y lo de-jaba entrar. -Qué hacés, Cratilo –saludó, con expresión de Sócra-tes frente a la copa de cicuta. -Yo, me estaba tomando una copita. ¿Querés? -Bueno, dame. -¿Te pasa algo? Pregunté, a pesar de lo obvio. -Sí me pasa. Tenía dos: o me iba a casa y me pegaba un tiro o venía acá. Vos siempre me escuchás.

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-No, yo... -Sí, Cratilo, vos siempre me escuchás, y ¿Sabés qué? Vos sos el único que me entiende. -Pará un poquito, ¿De qué estás hablando? ¡¿De pe-garte un tiro?! ¡¿Por?! -Y, es largo de contar. -¿No decís que yo siempre te escucho? Dale, desem-buchá. -No, lo que pasa que tuve un quilombo grande con la Elvira. -Bueno, loco, son cosas que pasan. Ya va a pasar... -No, esta vez no. Vos no sabés. -Sí, no sé, pero siempre hay una historia para hacer... no por eso te vas a andar boleteando, gil, ¿de qué es-tás hablando? -Claro, pero yo la amo, a la Elvira. -¿Sabés que se te nota? Pará un poco, chabón, está fuerte, pero no es la única mina del mundo. -Para mí sí. -Entonces jodete... hacete cura, o puto, pero no te a-masijés. Me parece que va a ir para largo, así que... ¿por qué no te vas hasta los chinos y te traés un par de tubos más? Es Año Nuevo, Yang, Siglo Nuevo. Todo son ciclos Todo empieza de nuevo. ¡Ánimo! –díganme si no parecía un conductor de TV.- ¡Y traé-te algo para morfar! –Le grité cuando ya estaba en la puerta del ascensor. Yo lo escuchaba siempre, así que estaba bien que fuera él quien me compensara a mí, y no viceversa.

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Me quedé cavilando en esta cosa rara que son los afectos. A poco no tardé en convencerme de la situación ideal en la que he recalado, un poco por a-fición personal y mucho por fortuna: no tengo afec-tos que me incomoden o que puedan limitarme en modo alguno. No me disgusta estar solo, y en todo caso siempre hay un fantasma a mano con quien compartir un cacho de soledad, la que nunca resulta mayormente incómoda y menos ahora, que escribo. Nadie que tironee de mis ropas, ni de mis neuronas. Lo único parecido a un afecto para mí son los mu-chachos, Pepe y Abdul, pero eso es distinto. Cada u-no hace la suya, y puedo vivir sin ellos, del mismo modo que ellos pueden vivir sin mí. Eso da una gran tranquilidad.

Oí el ascensor, ahora debía bancarme la des-dichada historia de yang y su corazón roto. Yo pen-saba, como Zappa, que broken hearts are for ass-holes, aunque, por cierto, no iba a decírselo. -Te traje unos sánguches de miga, ¿está bien? Yo no voy a comer. -O.K., por mí está bárbaro. Nos sentamos a la mesa. Puse la MTV. Todo el mundo en pedo, por supuesto. -¿Y? ¿Qué onda? ¿Qué pasó? -No, nada, no te voy a venir a tirar el rollo a vos. -¿No querías hablar? -No, dejá, está bien.

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Otra vez “Happy Xmas (war is over)”, de John Lennon, que está bien, pero ya rompe las pelo-tas. Miré el cuaderno sobre la mesa, y lo cerré, e-jecutando el cálculo mental que si bien ya no dispo-nía de la tarde para escribir, tal vez el sujeto éste me diera algún material de análisis que elaborar poste-riormente, y tal vez la tarde del último día de un gris bisiesto no estuviera del todo perdida. Esperaba que no fueran sólo sollozos feminoides durante el resto de la velada... Los videos eran bastante mediocres, y para colmo Yang moqueaba regularmente y de vez en cuando se mandaba uno de esos quiebres de faringe (o de por ahí) que tan mal suenan en un hombre, al menos por esos temas. -Hacela corta, che. Nacimos pa’ sufrir, pero tampoco exagerés. -Dejá, dejá, no me des pelota. -No, loco, pero es mucho. Aflojate el lazo, boludo. ¿Cuál es? ¡Te dejó una mina! Escribite un tango y salí de garufa, viejo; dejáte de joder... -No, ella no me dejó. -Ah, entonces te caga. Y bueno, viejo, ya fue. Qué vas a hacer. -No, qué voy a hacer una mierda. Vos no me enten-dés. -Sí, boludo, entiendo lo que vos no entendés porque estás caliente, ¿estamos? Porque si no te entiendo, listo, viste.

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-No, disculpame. Lo que quiero decir es la forma, que me enteré. -Bueno, igual ya está. ¿Qué mierda te importa la for-ma? ¿Sos boludo o sos masoquista? Si ya fue, YA FUE. ¿You know what I mean? -Te hubiera querido ver a vos. -¿Tan caliente? -No, no es así. Es amor. Yo la amo. -Dale, Luis Miguel. Acordate lo que dijo el gringo. -¿Qué dijo? -Que todas las conchas son iguales. Elegí bien, la próxima, y chau. -Sí, muy fácil. Vos porque no te pasó. Hasta hace un par de horas estaba ilusionado, hasta le había com-prado una medallita con mi nombre, ¡mirá vos qué tarado! (Sollozos). -Ufa, tampoco recaigas todo el tiempo en esa clase de boludeces. -¡No son boludeces! -Bueno, llamále detalles. No hacen al fondo de la cuestión. Si te concentrás en cada detalle terminás loco, cuando la cuestión es muy simple: te cagó, (¿vos estás seguro?) ... sí, tá bien, tá bien, te cagó –me apuré a conceder, ante el gesto dramático del pobre Yang,- lo comprobaste y te mandaste a mudar. Listo. All right. Tudo bem. “Hasta la vista, baby”, como dijo Terminator. Ahora agarrá y andá a algún baile de fin de año y listo. -¿Vos me estás jodiendo a mí? -No, en todo caso vos, me estás jodiendo a mí.

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-No, lo que pasa es que volví a casa con el regalito, un pan dulce, unas botellas y resulta que no estaba. La Elvira, digo. Dejé las cosas en la cocina y me fui al cuarto a ponerme pilchas más frescas. Cuando saqué la malla se cayó un sobre para atrás... (snif) ¡¿Y SABÉS QUÉ ERAN?! ¡FOTOS DE LA ELVI-RA META Y PONGA CON CUATRO TIPOS! -¿Cómo? –Pregunté, realmente sorprendido. –¿Con cuatro? -Sí. Como oís –respondió, entrecortadas las breves sílabas por cortos espasmos diafragmales. -Y bueno, parece bastante contundente para detalle –observé, temiendo realmente que como a él se le escapaban los sollozos bien podía escapárseme una carcajada. -Con cuatro, la hija de mil putas. Tendrías que ver-la. Turra de mierda... no le quedaba agujero dispo-nible. A una la tenía que agarrar con la mano. -Bueno, boludo, ésos sí son detalles, y no abundés porque hace bastante que no la pongo. Y no contaste al fotógrafo. -Decime, gil, ¿vos me estás bardeando a mí? -No, te estoy queriendo decir que te regodeás su-friendo por los detalles. Nada más. Aparte por ahí las fotos son de antes, qué sabés... -No, qué mierda van a ser de antes. Son de ahora, o te creés que no la conozco. -Bueno, sí, pero capaz que son de antes. Hace poco que viven juntos, ¿no? -Un año (snif).

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-Ves lo que te digo, por ahí son de antes. -Una mierda de antes, Ya tiene las puntitas rubias ésas que se hizo hace dos o tres meses. ¿Te creés que no me fijé? -No, por favor; cómo me voy a creer eso. Pero mirá, antes que nada, averiguá cómo son las cosas. Hablá con ella, preguntale por qué lo hizo, si de fiestera nomás, o por laburo. Vos sabés cómo están las co-sas... -No. Nunca más. -Entonces mejor. Lo que yo te decía. Entonces siguió hablando de la ingrata, de la guita que había puesto en la casa (Marx y Freud a-brazados para la foto), de lo traicioneras que son las minas y ese rollo tan ajustado a patrón que no voy a reproducir aquí; por obvio, y para evitar atosigarlos como lo fui yo entonces. Entrada la noche nos tomamos casi todo el champagne, y eso que era mucho. Como también es cierto que no era situación para escatimar garganta o para andar con remilgos. Yang caminaba por el co-medor con dificultad y seguía balbuceando una y o-tra vez las mismas pavadas. Yo trataba de hacer pie en el televisor pero las imágenes me daban vértigo. Más respeto por el Federico de Alvear, me dije, mientras apuntaba a la puerta del baño para desago-tar la vejiga. Después, apuntar al inodoro, con el cuerpo que parece que quiere rumba. Todo en la vi-da es apuntar. ¿Quién se piensan que es uno? ¿Gui-llermo Tell? ¿O los fusiles de Dallas? Uf.

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Volví y el grosero visitante había agregado una nueva modalidad a su diafragma. Ahora hipaba, además. Una especie de Coltrane con la boquilla rota y filtrado de dolor. Y eso que era blanco. Pero era hombre. Man is the nigger of the world, debió cantar ese Lennon, y no tanto Merry Xmas. Y yo que cuan-do se me pasa la mano me pongo así de pelotudo. En una Romeo se fue al baño y yo mientras luchaba para que no se rompiera el corcho de la últi-ma botella. Afuera los explosivos de distinto calibre se sentían como algo tribal, como un crescendo de tambores, o tal vez era el champagne. Conseguí abrir la botella successfully y me serví una copa con una dosis perfecta de cristalización. Salud. De repente explotaron bombas, sirenas, silbi-dos de artefactos que se elevaban al cielo para esta-llar; en fin: Heráclito, de parabienes. Fuegofuego-fuegofuegofuegofuego fuego. -Dale, Yang, vení que entramos en el nuevo milenio. No answer. -Dale, vení, vamos a brindar. ¿Qué estás, cagando? No answer. Entré al baño y lo encontré, en bolas y col-gando de la viga de la banderola. Lleno de baba y de mocos. Lo que es la determinación, ¿no? No sé ni cómo pudo hacer eso sin hacer prácticamente ruido. Lo contentos que se iban a poner los de la guardia de la Cuarta. Cratilo, hijo, vení con mamá. Todos fes-tejando y yo que entraba al milenio con un muerto

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en pelotas colgado de la viga de la banderola. En el piso, las fotos del escándalo, salpicadas por el semen del ahorcado en una eyaculación, si se quiere, maldi-ta, como la narcótica mandrágora.∗ No quise mirar mucho las fotos porque alguien más iba a resultar acogotado, y me refiero al de abajo. Dejé todo como estaba, me terminé la botella y salí para radicar la denuncia.

En varias esquinas incendiaban muñecos e-normes. Seguían las bombas y los misiles. Yo tenía acidez. Fuegofuegofuegofuego FUEGO. Argumento 7 : "El Secreto"

He intentado adentrarme en el mundo de Cratilo y el paralelismo obsevable entre su conducta y sus propias ideas. Las explicaciones que he ensayado parecen hoy, a la luz de su proceder, meras tautologías, una "virtud soporífera del opio" o "la importancia del agua en la navegación". Por el contrario, en el momento actual, intentaré abordar la cuestión no ya en la abstracción hueca de un hombre sino en su clase y sin descuidar que es a partir de la historia como se aclara el movimiento úl-timo de la conciencia.

∗ Me refiero a las antiguas leyendas que sostienen que del se-men de los ahorcados nace la mencionada planta; cuya raíz, por otra parte, suele asemejarse llamativamente a las formas del cuerpo humano femenino.

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Aceptemos lo que no habíamos comprendido: La psico-logía no posee en absoluto "el secreto" de los hechos humanos, simplemente porque "el secreto" no es de orden psicológico.

Muy bien. Si "el secreto" no es de orden psicológico, ¿de qué orden es?. Si yo mismo, como estudioso de la conducta humana, no tengo fundamento alguno para explicar el papel de la conducta de Cratilo, ¿quién podría dar cuenta? ¿Puedo preten-derlo? ¿ En qué situación se encuentra el entorno con respecto a él? ¿Podemos admitir que sea sólo una ilusión?

Tales son las preguntas, mas, a no olvidar, son sólo palabras.

La utilización de un concepto general para designar objetos particulares parece ser obvia y responder a una lógica controvertible y extraña. Sin embargo y subrepticiamente, si no se está atento, consecuencias teóricas completamente infun-dadas y desastrosas convergerán en las conclusiones.

¿Dónde está el error? En el uso de la abstracción que desconoce el aporte decisivo de la dialéctica materialista a la te-oría y a la práctica del conocimiento, uso al que las ideologías burguesas del individuo abstracto han contribuido en reforzar, en especial cuando se trata del hombre y de sus "secretos". ¿ Y qué nos enseña esta dialéctica? ¿Que la generalidad abstracta no existe, que la esencia no tiene valor?. En absoluto. No: el mo-vimiento que lleva los objetos particulares a la generalidad no es sólo una operación subjetiva del pensamiento, es también y primariamente, un movimiento real. No hay aquí ningún secreto. Ya lo dijo Borges, amigo Dickinson, más y más discusiones entre Aristotélicos y Platónicos. Me

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gusta mucho eso que dice, que "el secreto" no es de orden psicológico. Me gusta, sí, me gusta. Y ¿de qué orden es? No pretendamos, por favor, sustituir un orden por otro. La memoria, enemiga del caos si no lo en-tendí mal, tiende simplemente a detener el derrotero de lo real, que es fluido, congelándolo en escamas conceptuales que naufragan irremediablemente con-tra los acantilados del ser. Sólo palabras, bah, como usted bien dice. Nada nos constriñe entonces. Sólo esa argucia del sentido, del significado, del porqué. Una percepción, y otra, y a continuación un sistema de relaciones impostado topográficamente sobre al-go que no tiene superficie. ¿Extraño, no? Eso era lo que quería decir desde el principio; y supongo que la τέχνη cuenta, y está de su lado. Hágalo, por favor, déme su sistema, y tendré algo más en qué descreer. Mas no es en vano este descreimiento, como no es vano su silencio. Me gusta (no su silencio, sino su excusa para romperlo). Sin ir más lejos, podría yo advertir que se re-pite un síntoma en la observación del fenómeno cog-noscitivo que, según usted argumenta, parece im-pregnar las sucesivas percepciones que del diente de león tiene el sujeto. Fíjese si no... ha sido Ud. quien trajo a colación a Epicuro: pues bien, Diógenes La-ercio ha dicho de este buen señor atomista que sus doctrinas combinaban la canónica con la física. (Pero sabe qué quería decirle, en confianza... me viene una oscura sensación de paranoia que me compele a tomar, a moverme de un lado a otro y el

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mundo es un papel es como de papel y de repente te tiene agarrado de las pelotas UN PAPEL.) Demócrito tuvo una intuición trascendente, y a mí me da como la sensación de que pegó en el pa-lo. Y después como que la cosa siguió hasta que fue remachada la tachuela de la angustia ornamental, ya que las angustias primordiales deben haber sido mu-cho menos obsesivas, sin el eco idiota de los flujos cerebrales que tabulan conceptos. ¿Puede acaso aplicarse el método de concor-dancia de John Stuart Mill a una serie de carcajadas? ¿O es simple inercia aerofónica? “Yo esa cara ya la vi”, pensé, cuando un desconoci-do se sentó al lado mío y pidió Fernet con Cinzano. Y tuve otra sensación, producto tal vez de inciertas sinestesias: la de que algo estaba por ocurrir.

Le pedí al barman que suba la radio. Estaban pasando Sweet dreams (are made of this) de Euryth-mics. El tipo de al lado me preguntó: -¿Le gusta la música tecno? -No. Me gusta este tema de Eurythmics. ¿Por? ¿A usted le molesta? –inquirí a mi vez, y sonó mucho más intimidante de lo que me propuse. -No, por el contrario. Me gusta toda la música. -Ah, qué bien –dije, mientras no podía dejar de efec-tuar la reducción correspondiente. -Soy músico. -Qué bien (otra vez).

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... -Qué raro –proseguí, después de una nueva evalua-ción de datos-, que siendo músico, le guste toda la música. -¿Por? -Porque los músicos son, por lo general, más selecti-vos. Sobre todo los buenos. El tipo se sonrió y asintió con la cabeza. Lue-go dijo lentamente, y con voz muy queda y cantari-na: -Los buenos, puede ser. Pero usted sabe, los buenos no cuentan; hay muchos. Los que cuentan, son los mejores. Y a ésos nos gusta toda la música. -¿Incluye la bailanta? -Por supuesto. -Me quedo con los buenos, entonces. ... -Hable, muchacho, pero escúchese al mismo tiempo. -¿Qué quiere decir con eso? -Eso, que escuche la música que hay en su voz, mientras habla. Que escuche la musicalidad de sus palabras, de sus frases, de los sonidos que se le van amalgamando desde el entorno.... -Epa, maestro, ésa es vieja. No me venga con ésa de la música de las esferas... -¿Y de ahí? Qué pasa, ¿por vieja no es efectiva? ¿O es al revés? -No, digo que no me chamuye. A ver, ¿qué música hace usted? ¿Música concreta, de ésa... aleatoria?

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-Soy músico, le dije, y soy músico de un modo que usted, según veo, no puede comprender. Yo vivo la música. Yo soy la música. -A ver, tóquese algo –lo desafié. Entonces el tipo se tiró un pedo; bastante moduladito, hay que recono-cer. Y después se rió, en forma muy melodiosa, tam-bién. -¿Le gustó? -Estuvo bueno. Pero por favor, sea delicado, no haga bises. -Volvió a reír, y casi alcanza el registro de Farinelli. Todos nos miraron. -Controle, viejo, que mucho músico mucho músico pero ya parece una gallina ponedora. -Hágase cargo, en todo caso, de su incapacidad para apreciar mis corcheas. -Suena algo presuntuoso, ¿Sabe? -Lo mismo que usted con lo que escribe, mi estima-do Cratilo.

Lo miré a los ojos y me dije otra vez yo esa cara ya la vi, me sentí invadido y tuve una certeza: -Usted es Dickinson. -¿Por qué habría de serlo? -¿Quién le dijo que escribo? -Lo leí en internet. -¿Y cómo sabe que soy yo? -Bueno, amiguito, quien sabe oír escucha cosas que otros no, éso era lo que quería enseñarle; yo, que soy músico. -Le habrá dicho Pepe –acusé, ya que la línea estaba filtrada y la responsabilidad, en todo caso era de él.

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-Terminemos con esa farsa. Lo oí y ya está, ahora escuche usted: se hace llamar Cratilo, y ha elegido el lenguaje como modo de expresión; pues bien, escú-chese cuando habla, y así aprenderá a oírse cuando escribe. -Sabe que no suena nada mal. -Bue´, ahora me tengo que ir. -No sea así, dígame quién fue que le dijo. Dejó cinco mangos y comenzó a cantar, mientras se iba: “Did a vehicle come from somewhere out there just to land in The Andes? Was it round and did it have a motor or was it

something different”∗ Hijo de mil putas. La intriga estaba de su la-do. ¿Adónde lo vi, yo, a ese tipo? El Barman agarró los cinco pesos y los tiró dentro de la caja, así no-más. -Un tipo raro, ése, ¿no? Me dijo. -Sí, bastante. ¿Viene seguido por acá? -No. Es la primera vez que lo veo. ∗ Inca Roads, Frank Zappa & The Mothers of Invention, “One size fits all”.

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No le dije que me parecía conocido porque no me quise hacer cargo del bicho raro. Aunque no parecía ser el único, ya que tanto el mesero como la concurrencia me miraban con cierta curiosidad. -Así que usted escribe –soltó finalmente. -Ahá. ¿Cuánto debo?

Caía la tarde. Me iba a ir para el Bar de Pe-dro, que ahí saben que escribo pero no me toman en serio, por suerte. Qué garrón. ¿Quién era ese “músi-co”? ¿Acaso sería Dickinson? ¿O era un yuta? ¿O u-na advertencia velada? Los fundamentalistas existen, y a veces son medida de la existencia ajena. Paré en un kiosco y me compré una birra. La sed es la medi-da de la narcosis terapéutica. Como le decía, Dickin-son -haya sido o no haya sido usted quien departió tan musicalmente el otro día conmigo-, me viene una oscura sensación de paranoia que me compele a to-mar, a moverme de un lado a otro y el mundo es un papel es como de papel y de repente te tiene agarra-do de las pelotas UN PAPEL.

Llegué a lo de Pedro y estaban Pepe y Abdul.

No dije nada del encuentro previo, aunque no pude evitar mirar a Pepe con cierto recelo. -¿Qué te pasa, loco, que me mirás así? -Nada, le pasa –contestó Abdul por mí.- El chabón está un poco loco, viste, es eso nomás.

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-Debe ser por los golpes en la cabeza que me doy ca-da vez que estoy con vos, la concha de tu hermana. Te veo y me entra a doler el balero. Ah, encima te cagás de risa... -Bueno, entonces no te invito. -¿Adónde? -A pasar el fin de semana en Punta Indio. Salimos ahora. -¿Me prometés que no le vas a pegar a nadie? -Te prometo no pegarle a nadie que no me joda. -Bueno, está bien. Vamos. Pero primero déjenme cargar el tanque. Paramos en un camping. El sábado estuvo más bien movidito: a la tarde doma (mucho ¡hiajúúú hiajúúú! pero uno sólo salió en ambulancia) y a la noche, baile. Veníamos chupando desde la mañana, así que Pepe y Abdul andaban corriendo cuanta mi-na suelta andaba por ahí. Me empezó a doler la cabe-za en serio. ¿Podía considerarse un dolor en agudo crescendo una prueba de la existencia? “Me duele, luego existo”, suena medio gay. La angustia es muy parecida al dolor físico, y si no pregúntenle a Sócra-tes, adicto a este tipo de ensaladas. La palabra dolor evoca meramente un recuerdo, tal vez más que mu-chas otras. ¿Acaso existe solamente lo que puede ser asociado a una idea previa, y el resto es el torbellino de nada que amalgama la serie escalonada de iluso-rias consecuencias? Más pienso y más me duele. Tal vez debería andar correteando hembras, yo también,

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pensé, en todo caso tengo una buena excusa si no se me para. Intenté durante un rato hallar algo rescatable en lo que tocaba una orquesta típica realmente de-plorable. Me rendí, y para colmo, se acabó el vino. Me acomodé en la barra. La atendía una vie-ja. Le pedí un fernet. Se dio vuelta, tomó la botella de un estante, me acercó un vaso y mientras servía, masculló: -Cómo será el charco pa’ que el gato lo cruce al tro-te... No pude menos que reír, a pesar de la presión en las sienes. A mi lado, una morocha brutalmente maquillada y envuelta en un apretado vestido azul también rió, y me pareció un buen síntoma. Uno no deja de ser machista aunque se le parta la cabeza. -¿Tiene aspirinas, o algo así? –Pregunté a la vieja. -No, mozo, tengo uvasal, nada más. -No, está bien, deje. -Yo tengo algo –dijo la morocha, dándole con todo al chicle. -Ah, ¿sí? –Pregunté, doblemente interesado. -Sí, a ver... –comenzó a buscar en una minúscula cartera. Al cabo sacó un comprimido cuya envoltura estaba medio vieja. Era de color celeste. -¿Qué es? –Pregunté. -No sé, no me acuerdo cómo se llaman. Me los da mi novio, que es médico. Son joya. Te tomás una y se te pasa todo.

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La vieja me cabeceaba como diciendo “¿es-tás seguro de lo que vas a hacer?”; y yo, al borde de un estallido cerebral, no lo dudé: mandé pastilla con un buen trago de fernet. En todo caso, el fernet siem-pre ayuda. -¿Viniste sola o con tu novio? -No, con mi novio. Anda por ahí, me parece que se fue a revisar el auto. Ah, ahí está. Bueno, nos vemos, eh. Que te mejores. Seguro que la pasta esa te alivia, vas a ver. -Gracias. Chau. Y allí se fue la morocha con su novio y yo me quedé con su dudosa pastilla adentro. Al segundo fernet, mágicamente, los múscu-los de mi cuello se relajaron y el dolor comenzó a ceder. ¿Sería el fernet? ¿O era que cada vez estaba más en pedo? En todo caso, cuando era así, el dolor era cada vez peor; así que debía ser la pasta, nomás. La música empezaba a rascar en una zona gris que no me atrevería a localizar, y me acordé del músico pedorrero. ¿Cómo voy a hacer para contar este dislate musicalmente? Pensé, y la frase, repeti-da, me sonó a bolero. Tal vez estaba bien, de todos modos. ¡Qué pedo! Vinieron Abdul y Pepe. -¿Y? ¿Cómo fue? –Pregunté, con un arrojo tal que me hizo pensar que esas serían mis últimas palabras. -Y, cómo va a ir... la putas éstas no ven una pija ni en figuritas y se hacen las estrechas, viste.

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-Qué va’ she... -Loco, estás desfigurado. ¿Te sentís bien? –me dijo Pepe. -Josha, loco. -No, vieja, tás pa’tras –confirmó Abdul. –¿Por qué no te vas para la carpa? -Loco, vashan a persheguir minas y déjenshe... de romper las pelotas. Otro ferné, doña, -dije, y saqué uno de cien y lo agité entre el índice y el medio. -Qué hacés, boludo, guardá –se metió Abdul, y se hizo cargo de mi cuenta. Si sabía, me descontrolaba más seguido. –Andá a dormir. ¿Querés que te acom-pañe? -No, papá. Estoy “josha”. Jájájájá. Salí, y la noche no daba para ir a la carpa. Estaba buena, corría un poco de aire y el cielo era claro. Yo estaba algo mareado, pero como el dolor había cedido, la marcha era como un cross country muy atractivo. La luz y el bullicio, de lejos, parecían mucho más asimilables en términos de estética, y con la locura que tenía, la música estaba dentro de mí y yo era la música y la reputísima madre que lo parió. Aunque fueran cumbias de baja estofa. Llegué al campamento y me dio por pescar, cosa que nunca. Agarré una caña de Abdul, un tacho de carnada, el radiograbador y me fui para la costa. Se veía bastante poco. Con manos torpes pero avisa-das conseguí meter un filetito en el anzuelo. Tiré, ahí nomás, y casi me voy entre las piedras. Era un pe-

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dregullo bárbaro. Seguro que iba a enganchar la lí-nea, y el gordo después me iba a putear. Puse una casette de Charly. “Víctima de soledad víctima de un mal extraño mi corazón se ha partido en dos” El río y el viento se confundían con los tecla-dos. Mi percepción se ha partido en dos. “Y alguien va a caer”, dice Charly en la radio y me siento, para no ser yo. Yo soy la música y la caña es la antena. De repente se me ocurre que si pudiera quedarme ahí, no ir más a trabajar, y todo eso, tal vez hasta dejaría de chupar; pero pensándolo bien, no estaba muy se-guro. De repente, me cagué todo. Respigué, y un pe-rrito blanco con rulitos y pintitas negras que me esta-ba husmeando los fundillos se asustó a su vez, y re-trocedió unos cuantos pasitos. Pasado el susto, lo lla-mé y se acercó, tímidamente y sacudiendo la cola. Cuando fui a tocarlo, desapareció. “¿Estás seguro que estás bien?” “...la madre de mi hermana hizo un pacto con dios se inyectó mercurio y ahora te lo da a vos”

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La madre de mi hermana, qué carajo me ha-bía dado. Parece que el novio la pone reloca y la en-taruga, pero ¿yo? Bueno, en todo caso, era mejor a-lucinar un poco que el dolor de cabeza. “Yo sólo ten-go esta pobre antena”, y es mi caña, viva Charly, la filosofía barata y el aguante. Say no more. Siento unos tironcitos de la antena, y no creo que sea Heidegger. Me incorporo y recojo el nylon velozmente, al ritmo del bajo obsesivo de Calle (Ta-xi). Un bagrecito de quince centímetros, que más que picar, me parece que se suicidó. Intenté sacarle el anzuelo para devolverlo al agua, mas entre la lo-cura que tenía y la semioscuridad, temí que iba a cla-varme alguna de sus púas, o el propio anzuelo, así que tiré todo a la mierda y a la porra. “Fuck you” Estaba bardeando. Maté un pez al pedo, y tal vez el espíritu del lugar me aniquilaría por mi incon-sistencia moral. También había tirado al agua la caña de Abdul y se me dificultaba encontrarla. ¿Qué mú-sica de mierda ofrecen ahora las esferas? Si no fuera por Charly... De nuevo el perrito. ¿Quién carajo necesitaba un perrito? Se acercó, afectuoso, franco, sacudiendo su cola como antes. “Esta vez no me agarra”, pensé, y corté una rama de un arbusto y se la tiré. Corrió a buscarla, volvió con ella y la depositó a mis pies. Aquí estaba la rama. Repetí la operación, una y otra

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vez, con fervor epistemológico. Cada vez, la misma rama volvía a estar en mis manos sin moverme yo un ápice. Allí estaba la rama otra vez, ergo, debía haber un perrito. Fui a tocarlo otra vez. Volvió a desaparecer. Volví a buscar el radio.

“Come on baby to the locomotion”. El perro, podía desaparecer. Lo que era yo, estaba agarrado de las pelotas

por UN PAPEL.

* * *

Me quedé colgado con el rollo que me había tirado el músico. ¿Había una clave musical, aritméti-ca, en el principio de la creación? ¿Acaso no lo su-gerían algunas místicas sufíes, o pitagóricas? ¿Ten-dría que ver con distintas densidades de materia, y todo finalmente sería susceptible de ser reducido a fórmula, de modo tal que la química cerebral escoja un derrotero único entre un número finito o no de posibilidades?

El factor material. Materia es lo que más se consigue, y a la vez es algo imposible de poseer, al menos definitivamente. El aporte del materialismo

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se inutiliza cuando recae en el individuo arrojado a la existencia. El mito de la caída expresa en forma evidente esa sensación, y hay un ojo detrás de todo esto. Un ojo, pero también un oído. Sistemas percep-tuales conectados a una máquina con un reconocido y franco hipofuncionamiento que procesa en forma azarosa una vorágine de información esencialmente desmadrada. Tal vez el secreto no sea de orden psi-cológico, mas cuesta encuadrar al sujeto en relación de conocimiento fuera de esos parámetros, una vez establecida la dictadura del sociolecto.

“La música es lo único que nos permite via-

jar hasta lo eterno y regresar”, escribió Nietzsche en lo que parece ser una especie de delay del roman-ticismo. ¿Tan enamorado estaba de Wagner? Si hu-biera viajado a lo eterno no debería haber terminado sus días como objeto de museo, por más laudatorio que éste fuese. La treponema pallidum∗ existe. Lo e-terno tal vez designe un conjunto vacío, en todos los sentidos que pudieren convenir a este último térmi-no.

-Lóco, la cóncha de tu madre. -¿Qué pasa? -Estás en cualquiera. No sé qué carajo querés decir.

∗ Espiroqueta transmisora de la sífilis.

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-Es lo mismo que me pasa a mí todo el tiempo. Des-de que me escucho mientras hablo no puedo enten-der ni lo que digo ni lo que me dicen. -Ah, entonces estás loco. Me quedo tranquilo. -Igual voy a hacer un esfuerzo: lo que quiero decir es que nadie tiene garantías, aunque casi todos las o-frezcan; entonces, si no acusás cierta banca respecto de una especie de Wall Street axiológico, you’re out. Sinceramente, me parece que es muy bueno que no nos entendamos. -Tampoco te hagás el Mariano Grondona, perejil, de qué la vas... -Ah, ves como ésa la entendés. -No, no entendí un pomo, y a mí no me hablés en in-glés porque no sé si me estás putiando. Yo juego de güín derecho y vos de güín izquierdo, cada uno en su quintita, viste, vieja. -Güín es palabra inglesa. -No me chicaniés, no me chicaniés que te reviento... -En todo caso debemos ir los dos por el medio, por eso chocamos. -Jájá. Ésa te la entendí. -Yo no. -Igual, seguí así. -¿Viene Biaggini al Pincha? (NOTA MENTAL: el arte literario no figura-tivo toma el remedio antes que se produzca la do-lencia; como que lo único que logra es invertir un proceso causal que, fatalmente, frustrará su asei-

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dad. Yo jamás sería tan ingenuo como para intentar hacer algo así.) -Hey, boludo, ¿me estás escuchando? -Sí... no... ¿qué decías? -Que unos gomías cortaron un par de valijas. -Ah, que buenos amigos que tenés... ¿y? -Y, que se quedaron con unas cámaras, otras bolude-ces y con la guita; y me descartaron a mí las tarjetas de crédito. -Mirá vos. ¿Y qué pensás hacer? -Tengo un amigo que tiene un supermercado, medio chico. Me las pasa sin los documentos. Rato después descargábamos en casa ocho cajones de cerveza y seis botellas de escocés. La ma-no venía de indoor games. Podía seguir un par de dí-as buscándole el agujero al mate, y con el gaznate bien mojadito. Un aporte a la cultura. Gracias a la involuntaria colaboración de los códigos del merca-do. “You’ve got the whole world in your hands...” -¡¿QUÉ HORA ES?!!!! –Grita destempladamente el vecino, y acciona el tic tac de mi cerebro. Pienso en escribir a Dickinson que C. S. Peirce, quien también negó la validez del psicologismo, cuando le tocó cla-sificar (muy prolijamente) a los signos, se despachó con la friolera de... ¡59.049 TIPOS DE SIGNOS!

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Parece joda, ¿no? Yo así no juego, eso es algo exce-sivo. El chabón estaba enfocadísimo. Meta zoom y zoom y zoom y de repente cerró, y dijo: hasta acá. Y punto. Ya tenemos bastante, ¿no creen? La lógica de la perinola. Más allá, el caos. Bullshit, a pure & ge-nuine American bullshit of Harvard, Cambridge, Mass. Una clasificación de este género denota una hipertrofia analítica que más que pragmática parece ser tan sólo una obsesión etiquetadora desatada luju-riosamente a través de laberintos de anaqueles. En la Edad Media lo hubiesen quemado, y tal vez no ha-bría sido mala idea. Vayamos, en consecuencia, pisando cuidado-samente dentro de los parámetros convencionales, no nos volvamos locos en un sentido o en otro. Sau-ssure estuvo mucho más piola en lo que a clasifica-ciones de este tipo se refiere, mas presupongo –te-niendo en cuenta la impronta de Ud., Dr Dickinson- que lo encontrará demasiado platónico-cartesiano.

Disculpe si me pongo escéptico entonces, pe-ro si el secreto no es de orden psicológico, quiero in-ferir (a pesar de toda la jurisprudencia que he sen-tado en contra) que por ello es aconceptual; ergo, incognoscible. Si hay otro modo de aprehensión que nos permita captar la esencia de algo que pueda de-nominarse realidad, deberíamos llamarlo de otro modo, y nos retrotraemos así a un problema que pa-rece morder su propia cola. Cuidado con las metaló-gicas. Tampoco me parece posible una noética clá-sica. Sólo me queda un desconcierto trapense para el

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cual siquiera tuviese agallas. El estado de las cosas parece haber alcanzado un punto tal que solamente destripando el signum podemos conservar las tripas, o sea el significatum. Bailamos como ratas en la cuerda floja del arbitrio conceptual de una época, y no hace falta ser Foucault y andar sodomizándose para ser considerado un transgresor y desde allí de-nunciar la dictadura semántica pequeñoburguesa. Basta con dejar de prestar oídos a un par de códigos de más y la realidad puede volverse algo patético. Pero hay un antídoto altamente preventivo, tal vez no muy gravoso en términos económicos pero sí en su arduo modo de ingestión: un par de semanarios de actualidad y al menos cuatro diarios por mes. Si eres capaz de soportarlo, todos cuantos te escuchen que-darán absolutamente convencidos de que estás en tus cabales.

La cosa es que después de una maratón alco-

hólica (durante la cual no hice sino poner en crisis este doble juego de relativizar en todos sus términos el objeto que había devenido en mi leitmotiv), me dije “al diablo con el absurdo” y salí a dar una vuelta por ahí. Paré en el quiosco de la diagonal 73 y me compré una birra. Una birra con mucho gas. Cuando saqué la chapita haciendo palanca con el en-cendedor, la presión se distribuyó en forma desafor-tunada para mí, dado que me pegó en un incisivo su-perior y me lo cachó. ¿Era un signo? ¿Debía quedar-me en casa? Me empiné la botella y le pegué un

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buen trago. Cratilo no creía en los signos más prima-rios, apenas si daba un crédito a los ocho trigramas y sesenta y cuatro hexagramas del I Ching, cuya es-tructura interrelaciona un sistema perfectamente aná-logable al del ajedrez (ojo por ahí, muchachos me-tódicos, que capaz que salta la liebre).

Me toqué con la lengua. Era un pedacito, y no me dolía. Atravesé Parque Alberdi y seguí para el centro.

Por la calle 11 escuché música en vivo en un bar y decidí entrar. Fui hasta la barra, ya que no quería que me sorprendieran otra vez con el fraudu-lento “derecho de espectáculo”. -Oiga, jefe, ¿se paga derecho de espectáculo? -No –me contestó el morocho de colorida guayabera. -¿Cuánto está el Grant’s? -Cinco pesos. -Menos mal... -¿Cómo? -Nada, ta’ bien, déme uno. Me lo sirvió con evidente mala onda. Yo de todos modos controlé que me diera una medida le-gal, al menos. Sobre un entarimado, los jazzmen de siempre se solazaban con una especie de batucada de ésas que sólo divierten a los que tocan, mientras el público acompaña con la cabeza por el mero hecho de demostrar al entorno que son personas “sensi-bles”. Después, los consabidos solos alternados onda me cago en la música y miren qué bien que toco. Todo me pareció volverse intolerable. Unos pelotu-

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dos sacudiendo las bolas y haciéndose los parches verborrágicos, un pianista zarpado de digitación, so-pladores de bronces que parecían estar probando la prestación de sus boquillas y un violero que fraseaba una escala y una escala y una escala y la misma, absolutamente ajustado a escala. ¡¡¡¡BASTAAA!!! Tiré cinco mangos sobre la barra y me fui, despavorido. Tal vez no debí pagar. Tal vez ellos de-bieron pagarme a mí, que no era capaz de hilar tan fino como el enigmático músico que había conocido noches antes. Para mí eso era tan sólo una excusa para quedarse con un pedazo a costa del buen gusto y a base de una manipulación de presupuestos estéti-co-ideológicos. Caminé, y llegué a la Plaza Rocha. Me com-pré una birra en el kiosco, y me fui a sentar en un banco de piedra. Hacía calor, pero la botella estaba bien fría. Intenté abrirla de un golletazo contra el banco, pero el pico se resquebrajó. Qué mal andaba, cada vez que quería abrir una botella, algo se fisu-raba. ¿Sería un signo? ¿Sería capaz de establecer una especie de mecanismo tabú a partir de una creparo-mancia∗? Esa especie de mensaje cifrado en la con-catenación de circunstancias extrañas repitiéndose, se me aparecía como harto evidente y sujeto a rigor por donde se lo mire, y guarda con el ojo. Arrojé un poco a la tierra, para evitar de-sagradables fragmentos vítreos en mi SISTEMA, y ∗ Del latín crepare, estallar y del griego µαντεία,práctica a-divinatoria.

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tomé con cuidado para no cortarme la boca. La noche era casi sofocante. Me enjugué el sudor de la frente con el antebrazo. Miré adelante, y de pronto la vi: una rubia hermosa sentada en un banco a unos veinte metros, con un cachorro de doberman corre-teando en derredor. Estaba fumando un cigarrillo, medio acostada sobre el banco, ofreciendo un buen plano de piernas en un jean ajustado y con sensua-les botas. Pero sobre todo, amigos míos y amantes de las representaciones, esa mujer tenía una cara. Una cara de ésas, que hacen que uno crea que Rem-brandt todavía vive y anda por ahí diseñando rostros femeninos. Y un par de senos clásicos, esto es: dig-nos de ser imitados por cualquier cirujano plástico que se precie de tal. No hay peor batalla que la que no se libra, pensé, y tal vez hubiese sido mejor prestar atención a los signos que a los apotegmas, al menos en este caso. Envalentonado por esa virtud determinante que tienen los slogans, me incorporé y me acerqué a la diva, botella en mano. -Buenas noches –dije. -Buenas noches -me respondió. El cachorro vino co-rriendo, se plantó detrás de ella y me miró con fije-za. -¿Tenés problemas en que hablemos un rato? -No, yo, la verdad, que no tengo ningún problema. El que sí puede llegar a tenerlos es mi marido, que es ése que viene ahí.

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El hecho de enfocarme en esa beldad me ha-bía impedido la conciencia de los elementos de la periferia visual. Una especie de jugador de fútbol a-mericano pero con hombreras naturales se dirigía raudamente hacia nosotros. Estaba ya muy cerca, así que preferí excusarme antes que huir. -¿Qué te pasa, qué querés? –me increpó. -Nada, iba a hablar con la dama, no sabía que estaba con vos. -Tomátelas inmediatamente de acá. -Bué, tampoco la pavada, no me hablés así. -Salísalísalísalí –decía, mientras apuraba el pasito y se me venía encima. Quise agarrar la botella del pico para usarla de garrote, pero me corté y se me cayó. En eso, el grandote me embocó de lleno en la oreja, sentí un crack y caí, conciente pero incapaz de hacer pie, en un mundo que se balanceaba. -¡Vamos, Black! –llamó al perro, que gruñía y tiro-neaba de mis fundillos. Los vi yéndose, a los tres, hacia una formidable camioneta Toyota. Unos me-tros frente a mí, la botella expulsaba sus últimos bor-botones. Entonces allí, detenido el tiempo en un uni-verso de luces difuminadas y de zumbidos endocra-neanos, me dije otra vez “Yo esa cara ya la vi”, y entonces recordé: el tipo que se había presentado co-mo músico había sido profesor suplente de física en tercer año de la secundaria, durante sólo dos clases: en la primera, nos enseñó la mecánica y el uso de la Browning 9mm. En la segunda, se explayó en los rudimentos de la teoría del relativismo.

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Sólo hizo falta un buen golpe. Cuando pude levantarme, procedí a un che-queo de los daños. No había sangre, sólo un mareo y pérdida momentánea del equilibrio, por trauma en el oído. Qué paradoja, descubrir la identidad del músi-co a partir de un colapso auditivo. Sólo un dolor de cabeza. Un creciente dolor de cabeza, y ningún com-primido azul a mano. Levanté la botella y me tomé lo poco que ha-bía quedado. Fui a comprar otra, pero esta vez la abrí cuidadosamente. Tal vez las cosas fueran a cam-biar, de este modo. Entré en casa, y me serví un whisky. Estaba bastante bien, dentro de todo, aunque sin ganas de sacar muchas conclusiones. Alguien había tirado un par de papeles por debajo de la puerta. Parecía ser que ya se había obviado totalmente el vínculo infor-mático, ya que se trataba de otro Argumento de Dic-kinson. Cratilo : Éste es mi octavo argumento Éste es un argumento armado Más vale solo que mal acompañado

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La base es teórica el primer punto está constituido por argumentos que afirman que “todo fundamento debe reha-cerse” tres cincuenta y siete éste es un argumento armado las puertas hacen ruido sólo cuando se cierran silencio de blanca cuando se abren la esencia la conciencia la ciencia no es una abstracción inherente a un único individuo no se aísla de sus relaciones sociales sin embargo al abstraerse su ritmo cambia y todo cambio resulta provechoso la poesía existe por voluntad del poeta el argumento en todo su rigor intenta sustituir el intento por nada el teatro existe por voluntad del actor la ciencia es ciencia en tanto un científico éste es un argumento armado

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no suicida procesos en cuestión de segundos en mínimos instantes la condición de soldado guerrero que no detiene su marcha elucidación me gustaría saber manejar un tren mientras éste es un argumento armado las instituciones del totemismo reposan “sobre las necesidades psíquicas del hombre a las cuales expre-san”∗ la sociedad se explica inscripta en su organismo aceptar uno tras otro todos los corolarios Cratilo:

Has escapado de tu propia existencia desaparición en términos invariables

∗ S. Freud, “Totem und Tabu. Ueber oinige Uebereinstimmun-gen im Seelemben der wilden und der Neurotiker”, 1913.

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al menos en principio La audacia tan necesaria en estos casos continúa considerándose un atributo loco a todas luces parecida a la luz de un tren proceso esencial curva definición herencia ocurrente indispensablemente hereditaria escaparemos absolutamente se trata de saber intentar tanto todo el tiempo me gustaría saber manejar un tren éste es un argumento armado forajido incontenible fortuito e innecesario prescindible. . . verdaderamente inútil Sinceramente Dr. N. Dickinson

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No sabría decir, en todo caso, si era debido a la borrachera o a los golpes -que parecían lloverme, últimamente-, que me parecía entender el discurso del psychiatrist, algo críptico y dotado de una extra-ña impronta poético-epistemológica. Deprimido, fí-sicamente vapuleado y dolorido, me pareció desde e-sa desgraciada perspectiva que todo esto constituía una patraña sin cortapisas, y que más valía dejar co-rrer todo y concentrarme en el toma y daca sin dis-tracciones. Tal vez poner en condiciones el 38 (éste es otro argumento armado, y siento que me están sondeando). ¿Acaso la “filosofía” no nació de una grosera plusvalía? Pues bien, parece ser que yo ya tenía demasiado tiempo ocupado en trabajar, afilar mis lanzas, pulir mis hachas y anestesiarme. El he-cho de pensar sistemáticamente limaba mis reflejos y me ponía al alcance, me convertía en una especie de pararrayos. Tal vez me concentre en la acción y deje el trabajo sucio para Dickinson. Tengo fe en sus artimañas rapsódico-materialistas∗. De cualquier mo-do no podré evitar el formular comentarios o esbozar alguna que otra tesis que no hará más que agregar un nuevo disfraz al fenómeno, aunque tal vez lo real sea finalmente la suma total de las apariencias posibles. Intentar un método de acceso que sea abarcativo en estos términos metafísicos resultaría una tarea ím-proba incluso para el voluntarioso Hesíodo. Así que

∗ Tal vez los insectos comiencen a aparecer antes de lo previs-to. (N. del. t.) = (Nota delirium tremens).

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si insisto, por favor tengan en cuenta que lo hago mi-rando todo el tiempo por sobre mis hombros. A mí también me hubiera gustado saber ma-nejar un tren, ya que en un tren onda pulp fiction me mandé al día siguiente hasta el Departamento de Le-tras de la Universidad. Allí me entrevisté con un em-pleado, de quien había sido compañero en la secun-daria. Su nombre es Gualberto, y su característica es la memoria. Sabía que podía confiar en ese atributo tan prodigioso que le permitía registrar todo con una naturalidad tal que, sin el mínimo esfuerzo, regurgi-taba reminiscencias que eran capaces de explayarse sobre los detalles más sorprendentes. -Hola, Gualberto, cómo va. -¡Cratilo! ¿Qué hacés, por acá? -Venía a verte por una cosa. -¿Se reúnen los pibes? -¿Qué pibes? -Los del colegio, boludo, qué pibes van a ser... -No... ¿y qué sé yo, si se reúnen los pibes? -Ah, no venís por eso... no, porque me dijeron que se estaban por reunir, viste, pero me parece que era an-tes de fin de año. -No, ni me enteré. Estoy medio colgado, con la gen-te, sabés. -Y, siempre fuiste un poco ermitaño. -No, ¿sabés por qué venía? Para preguntarte si vos te acordás de un profesor suplente que tuvimos en fí-sica...

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-El gringo. Angelo Bonomi. -Pero la puta que te parió, ni me dejaste terminar la pregunta. Era uno que nos enseñó a usar un bufo. É-se, digo. -Pero sí, yo te digo porque aparte fue el único su-plente de física que tuvimos. -Angelo Bonomi, puede ser. -No, es, querido. Te lo aseguro. ¿Y por qué querés saber eso? -No, porque lo encontré los otros días y estuvimos charlando, y me dio no sé qué preguntarle el nom-bre. Y me quedé con la intriga, nada más. -Muy delicado. No te veo, viniendo acá solamente por eso. -Qué, boludo, ¿dudás de lo que te digo? Pasaba por acá, nada mas, y entré. Si no querés, no vengo más. -Está bien, no te calentés. Esperá un cachito. Manipuló el mouse de una computadora y unos instantes después me dijo: -Acá está. Anotá: Bonomi, Angelo, calle 57 n° 11.. tel. 479-... – -No, pará, no es para tanto. Con recordar el nombre suficiente. ¿Pero qué es, esto? ¿la S.I.D.E.? -No, boludo, es una oficina. Tengo cargada la guía en la compu, no sé que te parece raro. -Bueno, ya que estás... ¿cómo era? Caminé unos cuantos pasos y entré en un locutorio. -Hola...

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-Hola, Bonomi, ¿cómo está? –pregunté, mientras sentía que estaba convirtiendo el gol del empate. -Cratilo. Qué gusto volver a oírle.

Su voz no denotaba sorpresa ni incomodidad alguna. Aparte, había reconocido mi voz. Dos a uno. No supe qué decir. Pasaron unos segundos. -¿Le pasa algo? Lo oigo un poco agitado. -No, el calor, vio. Lo llamaba para ver si podía ha-blar otra vez con usted. -¿Es que le interesó lo que le dije? -Y, es obvio. ¿Qué le parece en el Bar de Pedro? -No, ningún bar. No suelo frecuentarlos, ¿sabe? El otro día fui solamente para hablar con usted. Hice u-na especie de chorus dramático, me entiende, para captar su atención. Si me hubiera quedado cuando me lo pidió, tal vez hubiera resultado muy llano para usted y no se hubiera preocupado en buscarme. -Es probable. Quizás sea que necesito desengañar-me. ¿Sería ésto algo gravoso para usted? -En lo más mínimo. Ya empiezo a preparar una bue-na disappointment song. Pero deberá oírla aquí, en mi casa. -¿El domicilio es el de la guía? -Por cierto. ¿Qué le parece hoy a las seis? -Vale. Estoy de vacaciones. -Tal vez entonces consiga darle un poco de trabajo. Fíjese qué casualidad, lo que estaba escuchando: Acercó el auricular a una fuente de sonido y pude oír claramente los acordes de la guitarra acús-tica de James Taylor. Era handy man.

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Ese día no chupé. A eso de las seis de la tarde venía subiendo por diagonal 74, preparándome para hablar con una especie de excéntrico profesor de física con enclave perceptual órfico-sinfónico. En vez de irme a Santa Teresita, o Mar del Tuyú. No comments. Cuando llegué al número correspondiente me encontré frente a un suntuoso chalet de dos plantas. Se nota que el fulano también prestaba buenos oídos a los corredores de bolsa, o vaya a saber a quién. Atravesé un escueto pero cuidado jardín de-lantero y toqué un llamativo ding dong. -Adelante, Cratilo; pase por favor, está abierto. -¿Señor Bonomi? –Pregunté, después de ingresar en una sala vacía, al parecer. Había un piano junto a los amplios ventanales que daban a la calle. También un arpa, y varios intrumentos clásicos desparramados por doquier. No hubiera estado del todo mal, si no hubiera sido por el desorden y el polvo, cosas que difícilmente tolero fuera de mi casa. -¿Se♪ñor Bono♪mi? ¿An♫gelo? -Volví a anunciar-me, a tono con las circunstancias. -Puede tomar esa silla y sentarse en el centro del ta-piz. Miré sobresaltado un televisor encendido, pe-ro sin imagen. La voz era la de Bonomi, y parecía que venía de un par de cajas acústicas grosas a los costados de la TV. De repente me sobresalté:

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¡SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM Can-ta, ven y can-ta, que la vi-da es bue-na ¡SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM SHH BÚM y no te ha- gás pro-blema can-ta ven y canta -¿Está loco, Jefe? –Grité, de acuerdo al volumen e-xagerado de la oprobiosa cantinela. Repentinamente, la oligoavalancha sonora cesó. -Está hablando con una grabación está hablando con una grabación está hablando con una grabación está hablando con una grabación está hablando con una grabación... se fue acele-rando la cinta y todo devino luego en una especie de bajada tonal inversa que desembocó en un acorde perfeito maior como el que reclamaba Caetano, me figuro. Se encendió la pantalla y yo, conmovido y curioso, puse la silla donde se me indicó y observé. Señal de ajuste. Apertura de negro – Angelo Bonomi sentado en ese mismo living y mirando sonriente a la cámara. -Escuche, Angelo... -“No intente hablar conmigo, esto está grabado. Está a punto de recibir, gratis, la primera lección de nues-tro Centro de Investigaciones en Phonontología. Y no lo prejuzge como un método compulsivo. Usted puede muy bien dejar todo aquí e irse, pero tenga en cuenta que lo conocemos muy bien; también que ha venido aquí por afán de conocimiento, y puede que

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nosotros, concurrentemente, tengamos expectativas de aprender algo de usted. Todavía está ahí, muy bien, asido sinápticamente al desarrollo de mi dis-curso. Un parpadeo en el flujo y todo cuanto con-tinúe diciendo quedará en agua de borrajas. Sin em-bargo, mucho me complacería enseñarle algo, dicho esto con toda humildad, desde luego. Voy a inter-pretar para usted, si no lo encuentra deplorable, la Sonata n° 2 en do sostenido menor para piano, opus 27, más conocida como Claro de luna, del compañe-ro Beethoven. Pero usted hará una cosa adicional: deberá decirme luego cuántos ómnibus pasaron por la puerta durante mi interpretación”. Pensé en cómo iba a hacer para decirle a una cinta de video el resultado de mi escrutinio, mas de todos modos me concentré. La situación era absurda, parecía que la patafísica se cernía sobre mí como en una de esas raras películas de Scorcese∗. Bonomi se lanzó en una versión muy sentida de la partitura anunciada y a poco escuché el rumor de un ómnibus, en el video. Entonces cavilé que muy bien ahí podía estar el fraude: la doble contabilización era impres-cindible para evitar cualquier engañosa disyunción. Advertí dos pasajes de ómnibus reales y dos gra-bados en lo que duró la sonata. Angelo Bonomi rotó el taburete, enfrentó la cámara y me dijo: -“Recuerde muy bien el cómputo. Ahora, si tiene a bien, lo invito a hacer un ejercicio similar: deberá ∗ Me refiero a After hours, o algo así.

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prestar atención a los videos que se emitirán a con-tinuación, y análogamente, deberá anoticiarme luego de cualquier sonido del entorno que le haya llamado la atención durante la proyección, la que carece por completo de banda sonora.” Cierre a negro. Apertura de negro – Fanfarria multi-color onda modernos FX. Muy pop-lisérgico, si se quiere. Me pareció reconocerlos, o eran de Ken Ru-ssell... o de Alan Parker... de pronto descubrí que no había prestado atención alguna al entorno acústico y sentí como que había perdido puntos. Por lo menos, iba ya cuatro a uno abajo. Oí los autos, algunas vo-ces lejanas, unos gorjeos, algún herraje que se cae quién sabe adónde, los destemplados graznidos de un ave ignota para mí, en fin, nada remarcable. De repente sentí un leve pero punzante impacto en la pierna derecha. Un pequeño dardo se había incrusta-do allí. -¡La concha de su madre, viejo, qué estamos ha-ciendo! –Exclamé, mientras me quitaba el pequeño proyectil. No era gran cosa, pero tampoco era el hecho. Tuve ganas, verdaderamente, de dar una pali-za al viejo puto ése. De cualquier modo, su rostro había ganado la pantalla. -“Sé que está muy enojado conmigo, y sin embargo debería estarme agradecido. Voy a glosar un poco el experimento que acaba de tener lugar. En la primera experiencia, a pesar de lo sublime de la música que tuve el honor de interpretar, la más excelsa que quizá se haya escrito, usted fue no obstante capaz de

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contabilizar, desde la periferia auditiva, los pasajes de ómnibus tanto “actuales” como “grabados”, ¿o no fue así?” –guiño. –“En la segunda experiencia, le fue mucho más difícil concentrarse en oír. Podría haber sido la diferencia entre la vida y la muerte. El dardo está completamente esterilizado, pero bien podría haber estado envenenado. Fíjese que ni siquiera fue capaz de distinguir un leve siseo como el que está o-yendo ahora...” Oí el maldito siseo y me puse en guardia. -“...y que, seguramente y si tiene los oídos limpios, dirigirá su vista hacia la cerbatana que le está apun-tando desde la cortina...” Tal cual. -“...y advertirá entonces una luz roja que se enciende y titila y le indica que tiene diez segundos para mo-verse y evitar que un nuevo dardo se le incruste en la pierna...” Salté de la silla y me ubiqué unos cuantos pa-sos detrás. La cerbatana me siguió. -¡La concha de su madre, déjese de joder! -“...y si escucha con atención podrá oír mis carcaja-das, ya que estoy del otro lado de la cortina dirigien-do la cerbatana.” -¡JÁ JÁ JÁ JÁ JÁ JÁ JÁ! El hijo de mil putas salió de su escondrijo y se recagó de la risa. Me puse rojo de ira, más porque sabía que no podría pegarle a un tipo mayor. -¡Vamos, vamos, já já, no se va a poner así por un pinchacito. Valió la pena, ¿o no?

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-Mire, viejo y la reputísima madre que lo parió. ¿Me tomó de boludo, a mí? Aclare los tantos porque le voy a llenar la cara de dedos, si no –el muy turro se-guía riendo y meneaba la cabeza. -Cálmese, cálmese. Mire, voy a compensarlo por lo que usted erróneamente considera un “mal momen-to” –Salió de la sala y al instante regresó con un bal-de de hielo bien grande del que asomaban dos bote-llas de Chandon. Sirvió unas copas, haciendo hinca-pié en el exquisito sonido que producían esas copas de fino cristal al entrechocarse, cosa que hicimos an-tes de beber. Observé que había traído tres copas, por lo que pregunté: -¿Espera a alguien más? -Antes de responderle, quiero llamar su atención ha-cia la facilidad que tiene usted para lo que se refiere a los asuntos visuales. Inmediatamente notó que, al parecer, sobra una copa; no ocurrió así con respecto a ciertos sonidos que se produjeron cuando salí de mi escondrijo tras las cortinas, unas leves y sofoca-das risillas que no fueron proferidas por mí, y que hubieran delatado al tercer invitado de esta tertulia. Oí entonces las malditas, leves y sofocadas risillas. Desde debajo de la escalera que conducía a la planta superior salió Gualberto; y ante mi sorpre-sa, rieron a dúo en lo que me pareció una delicada armonización. Me sentí invadido y tal vez algo peor: manipulado. -No lo puedo creer. ¿Qué hacés vos, acá?

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-Mientras terminaban de reírse en una suerte de sta-ccato, Angelo sirvió la tercera copa y volvió a llenar las nuestras, en tanto respondía por Gualberto: -Es mi asistente personal y miembro fundador del Centro de Investigaciones en Phonontología. -Salud –brindé, irónicamente. -¿Me parece a mí –pregunté, -o he sido objeto de u-na maniobra a vuestro cargo? -De ninguna manera, amigo Cratilo –explicó el pho-nontólogo.- No debe tomarlo de ese modo. Ha sido usted quien llamó nuestra atención con esos escritos tan particulares que está publicando en la red. He-mos notado que su interioridad arde en deseos de ob-tener certezas en cuanto a un posible abordaje gno-seológico de “la realidad”, y parte de nuestra misión consiste en llevar el resultado de las arduas investi-gaciones que venimos desarrolando a personas como usted. -Pero es algo compulsivo, fíjese... se comportan mu-cho peor que los evangelistas, viejo. -Sin embargo fue usted quien vino a golpear nuestra puerta, y no viceversa. Debe responsabilizarse aun-que sea mínimamente de sus acciones, ¿no cree? -No, no creo. -Ya, ya. Conocemos su talante. ¿Y no le dio por pen-sar que es este comportamiento azaroso e irresponsa-ble el que lo arroja una y otra vez a situaciones que comprometen su integridad acústica? -¿Cómo dice?

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-Hubiera esperado que le dijera “su integridad fìsi-ca”, ¿verdad? Lo cierto es que, stricto sensu, toda su configuración y sus mecanismos de conexión con el entorno consisten, en última instancia, en una deter-minada tonalidad. Usted es... a ver... un do sostenido menor, con quinta disminuída. -Y usted es una máquina de proferir dislates. -Lo mismo dijeron de casi todos los grandes audito-res de la historia. -¿Auditores? -Me resisto a llamarlos visionarios. -¿Tiene un glosario de disparates a mano? Digo, así podemos seguir conversando más o menos fluida-mente. -No se haga el cabeza dura; ya conoce los códigos, y poco le costará inferir a partir de ahora las sutiles ar-monías de nuestra semántica. Necesita destapar los oídos, nada más. El resto viene por añadidura. -Estoy esperando que diga aunque sea una cosa mí-nimamente coherente, a ver si engancho algo que despierte mi interés. -Oiga, Cratilo, en todo caso recuerde que vino aquí con intención de decepcionarse. -Si es por eso, creo que ya me puedo ir con el co-metido más que cumplido. -Frase estúpida y cacofónica, desde mi punto de vis-ta. -Lo siento por lo cacofónico. En el resto, no creo que sea más estúpida que cuantas he oído de usted.

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-Disculpe que disienta respetuosamente, mas debo señalarle que si de mi mensaje infiere estupideces, es culpa del receptor, que oye mal, y no del emisor, que emite frecuencias cabales y ajustadas a estética. -Doxa∗, mi querido Angelo. Pura doxa. Vamos al grano: ¿Qué creyó demostrar con esa farsa pseudo-experimental de hace unos momentos? -Que los datos auditivos, a veces esenciales para una mejor calidad de vida e incluso para la supervivencia del sistema acústico total –eso que mal solemos lla-mar “cuerpo físico”- no hallan complicación cuando se “respectan” a sí mismos. En cambio, cuando estos datos son correlatados por elementos provenientes del hipertrofiado sistema visual, éste ejerce su im-pronta hegemónica y nos priva absolutamente de la principal ligazón perceptual que poseemos con la esencia del mundo: la captación de las frecuencias de onda que constituyen la esencia de lo que podría llamarse real. El Hacedor, no olvidemos, ejerció el acto de creación a través de su Verbo. -Ahora sí que está hablando como un Testigo de Je-hová. Lo único que faltaba, que traiga arbitrariamen-te a colación una pelotudez simbólica tan primaria. Aparte, permítame un par de observaciones... -Va a decirme que es mucho más fácil advertir algo previamente establecido como el paso de los ómni-bus por el frente, que dejar sometida la observación auditiva a cualquier sonido del entorno, ¿verdad?

∗ δόξα : Opinión, materia opinable.

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-Sí, por ejemplo. Parece que da por presupuesto que es un punto a defender... -En todo caso, los distractivos juegan un papel muy secundario. Usted mismo se focalizó, espontánea-mente, en los estímulos de orden visual. Nadie, du-rante la primera parte del experimento, le indicó mi-rar el televisor. Pero lo hizo, como cualquier miem-bro de la humanidad visual hubiera hecho. Lo im-portante no era ver mi nuca en un monitor, o en el mejor de los casos mis manos solazándose con la in-terpretación. Lo importante era oír la música y, de modo accesorio, los ómnibus. A pesar de su com-pulsiva necesidad de visualizar, fue capaz incluso de advertir una probable artimaña de nuestra parte; esto es, la duplicidad de ómnibus actuales y los que pasa-ron durante la grabación del video. Una inferencia a-fortunada. No así la correspondiente a la segunda parte de la experiencia, en la que su sistema fue bombardeado por una profusión de imágenes tan proclives a obnubilarnos. A poco, seguramente –y dígame si no- comenzó a tratar de ubicar en su me-moria la fuente de las mismas y perdió de audio la consigna, a la que pudo volver tras gran esfuerzo y de una manera deficiente en franca depreciación de los elementos visuales y sus correspondientes refle-jos conceptuales, vinculados a la memoria social. -Diga que no es mi mètier, pero me encuentro ten-tado a decirle que la articulación de su lógica parece por demás incongruente.

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-No podría ser de otra manera. Usted visualiza los conceptos. Si los oyera, encajarían perfectamente. -¿Oír conceptos? Uno oye la palabra y se figura el concepto correspondiente de acuerdo a las conven-ciones vigentes, independientemente de los procesos perceptuales. Es, simplemente, un proceso de índole intelectual. O al menos eso me parece. -Ahora, le parece. Permítame señalar, también a mí, una incongruencia: no hace mucho usted se refirió, en sus escritos, a esa locución que reza nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu∗. El asunto es con cuál de nuestros vínculos con el mundo ali-mentamos el procesador intelectual. Nosotros soste-nemos que, de una manera completamente arbitraria y contraproducente, la humanidad contemporánea ha dado supremacía absoluta al aspecto visual, en total detrimento de los demás modos de aprehensión del entorno. Mis estudios de física vinieron a demos-trarme a las claras que todo en el universo -incluso las ondas lumínicas, -tiene valor sonoro y puede medirse según estos parámetros. Lo que hace de su captación el modo más cabal de aproximarse a una posible gnoseología. -Es simplemente una forma más del desatino que su-pone intentar tal empresa, a mi juicio completamente fuera de nuestro campo de posibilidades. No obstan-te, debo reconocer que es pintoresca. Parece un pre-socrático posmoderno -Armoniosa, querrá decir. ∗ Ver nota al pie de pág. 19.

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-Póngale como quiera. Pero sin síncopa. -Ahora es usted quien parece querer tomarme por tonto. -¿Y por qué habría de ser sólo usted el guasón? -Porque yo sé de lo que estoy hablando. Puedo oír-me. -Otra vez la chancha a los choclos. ¿Por qué supone que no me oigo? -Porque yo sí lo hago. Digo, oírlo a usted. Hace rato que vengo haciéndolo. Y desafina. Fíjese. Se levantó y fue hasta un equipo de audio. Lo encendió: “Soplo un vilano de diente de león y veo a las semi-llitas diseminarse plácidamente en vientos ascen-dentes que quién sabe adónde las conducirán a de-sarrollar su amarilla y efímera sexualidad...” -Lo he grabado y lo he oído una y otra vez, y si bien en algunas partes –por cierto breves y escasas- pare-ce dar con la nota, casi siempre deja la impresión que su diapasón está completamente deteriorado. -Doxa, Angelo, pura doxa. -Puede seguir relativizándolo todo. De todos modos, no irá así a ninguna parte. -En todo caso fue usted quien me habló del relati-vismo por primera vez. Y si no, pregúntele a su asis-tente, aquí presente, que parece haber hecho voto de silencio.

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-Eso es exactamente lo que ha hecho. Como ha co-menzado a comprender el intrincado pero seguro ca-mino de la audiorrealización, le he impuesto tal obli-gación. Viene aquí a oír, y no le está permitido emi-tir palabra o hacer ruido alguno. Hoy defeccionó un tanto, cuando no pudo evitar reírse frente al descon-cierto de usted, pero qué va... nadie en sus cabales podría haberse controlado más. Él comprende mu-cho mejor que usted la cuestión, y fue precisamente quien, a partir de algunas de sus desafortunadas rela-ciones escritas, ha podido reconocerlo. Ahora bien, respecto de lo que dijo antes... bueno, sí, he sido re-lativista. Eso, hasta que tuve oportunidad de conocer a un maestro taoísta ciego que me reveló la dimen-sión que podía alcanzar el pensamiento alimentado exclusivamente en base a estímulos perceptuales de orden auditivo, sin la acuciante y desmesurada ur-gencia de lo visual, fuente de toda necesidad peca-minosa. -Siga, siga nomás que probablemente Apollinaire y Jarry deben estar conmovidos, si es que pueden oír-lo. -Pronuncie bien, si se quiere hacer el listo. -Usted me entendió. ¿Qué coño es el pecado, para usted? ¿La vista? -Trate de abrir los diques de sus canales semicircu-lares, trate de ampliar su rango de frecuencia: dije “fuente de toda necesidad pecaminosa”. Considero necesidad pecaminosa a toda injerencia, voluntaria o no, de estímulos sensoriales que nos retrasan en el

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sendero evolutivo del conocimiento. Nada de diablos o infiernos, sino distracción respecto del trabajo de acceso al saber último. -Habla como si fuera un dato revelado. -¡Y lo es! Tales son los mecanismos de la revela-ción, mi buen Cratilo. ¿Acaso no son numerosísimos los testimonios acerca del carácter inefable y de la intransmisibilidad inherentes a las experiencias mís-ticas? Aunque para ser estrictos, otra vez, debería-mos estar hablando de resonancia, en lugar de reve-lación, que por vicio etimológico infiere un prejuicio visual. La experiencia mística consiste, y puedo dar fe de ello, en una resonancia plena con el cosmos. Por supuesto, tal frecuencia de rango es imposible de conceptualizar por un núcleo armónico cerebral tan desafinado por exceso de atención a estímulos sen-soriales que podrían ser caracterizados como secun-dum quid, y me refiero a los lumínicos. Como verá, en algunos aspectos sigo siendo relativista. Gualber-to, por favor, trae mas champagne. Y pon un poco de música, creo que ya hemos graznado en demasía. Gualberto acató sumiso las indicaciones. El phonontólogo prosiguió: -Espero haberlo decepcionado sinfónicamente. -No crea. No es frecuente para mí encontrar alguien que está mucho más loco que yo. Primero, Dickin-son; ahora, usted... van a terminar haciéndome creer que soy un nerd.

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-Bueno pues, antes de seguir degustando el cham-pagne (que no sería otra cosa que seguir adecuando nuestra escala tonal orgánica a la de tan noble armo-nía química, en provechoso contrapunto) déjeme de-cirle una cosa acerca de ese Dickinson: apesta. Ten-ga cuidado de prestarle oídos, su afán materialista está imbuído de un exasperante y patético prejuicio, a todos decibelios producto de su errónea dependen-cia de los datos visuales. Abre y cierra los ojos y el arbusto le impide percibir la maleza susurrando por detrás. Y para colmo tiene el tupé de “ilustrar” sus argumentos con fotografías que no hacen otra cosa que interrumpir el flujo sonoro –adecuado o no- del discurso. -Le digo la verdad, en todo caso, me parece mucho más coherente que lo suyo, discúlpeme, no, pero... está bien que por ahí poetiza, claro, pero el viejo Heidegger también lo hacía. Ser + tiempo = esclero-sis. -En el mejor de los casos, podría ser un buen repre-sentante del pensamiento de la vieja humanidad. -¿Acaso está pensando en una especie de Zaratustra orejudo? -Hablando de Zaratustra, no debió escribir eso de Nietzsche. Quizá esa frase de la cual usted saca ar--bitrariamente conclusiones tan impúdicas es una de las máximas más perfectas que han sido dadas al oí-do humano. Si existe un vehículo hacia lo eterno, es la música.

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Como dramáticamente, arrancó Así habló Za-ratustra, de Richard Strauss, y yo recordé la película 2001 de Kubrick de nuevo, por una reminiscencia de orden auditivo (Dickinson rules). Volvió Gualberto con más botellas. -La última y me voy –dije, preparando la retirada. -¿Es que ya lo he decepcionado bastante? -Puede darlo por hecho –respondí, sintiendo que te-nía derecho a creer que estaba chiflado y a expresar-lo, además. -Bueno, es el cumplido más ofensivo que he recibido en mi vida... -No lo tome a mal, tampoco le dé tanta importancia. Es doxa, Don Angelo, pura doxa. -Recuerde usted una cosa: una pintura, por exquisita que sea, únicamente nos conduce al éxtasis en tanto la asimilamos en una suerte de gestáltica musicali-dad inherente. La música, nos conduce al éxtasis por sí misma. -Sabe que me cuesta, seguirlo... -No visualice. Sólo oiga. -Así sí que me cuelgo y no le entiendo un carajo. -De eso, se trata, al fin. Que cuando uno cree que en-tiende es simplemente que se acota a su campo vi-sual. Hay una forma de comprensión que reposa en el sonido. Lo visual cobra sentido únicamente cuan-do deja de atiborrarnos y empieza a ser analizado en términos filarmónicos.

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-Creo que Dickinson acordaría con esto. Oiga, ¿us-ted no estará haciendo todo esto solamente para in-gresar en mis relatos, ¿no? -En todo caso, sólo intento mejorarlos en términos musicales, o sea, esencialmente. -Bueno; en todo caso, se agradece, entonces. -Lo que sí es una lástima, es que deseche sin más mi ciencia. Lo digo por usted, que insiste en aferrarse a la escala modal equivocada. Así jamás conseguirá armonizar. -No vaya a creer. Desde que hablamos en el bar es-cucho más que antes. Me parece bien, es un buen e-jercicio y una fuente de información precisa y fide-digna, dentro de sus códigos. Pero tampoco me pare-ce que haya descubierto la arché∗, hombre. -Tal vez le ayude a creer. Aunque me parece poco digno de su parte no comprometer ningún esfuerzo, voy a hacerle un obsequio. -Deje, hombre, no hace falta. No necesito ningún caballo de Troya. -Pero mire que había resultado desconfiado. Habla como si fuéramos enemigos. -Bueno, ya recibí un dardo en la pierna. Y unos cuantos sobresaltos en breves minutos, así que... -Espere, ya le dije que era una forma muy poco gra-vosa para usted de alcanzar una cierta y mínima comprensión de la mecánica acústica que configura el cosmos. Ahora acepte mi obsequio, no se va a a-rrepentir. Es un instrumento musical muy raro y muy ∗ άρχή: Principio, elemento primordial.

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antiguo. Tal vez tenga un importante valor en metá-lico, pero sus características trascendentales lo hacen prácticamente invaluable. Esto último vale solamen-te para personas cuya capacidad auditivo espiritual alcance mínimos niveles, que le permitan capitalizar sus prodigiosas propiedades. -Dicho así, creo que no voy a poder desistir de acep-tarlo. Fue hasta un mueble y extrajo una especie de címbalo, compuesto de tres campanillas superpues-tas, con trozos de telgopor que evitaban el contacto entre ellas. El metal estaba finamente labrado con motivos helénicos, y la estructura se asentaba sobre una base que tenía un cajoncillo y un sostén con un pequeño mazo de ébano para tañirlas. Me lo tendió. Lo tomé entre mis manos y lo admiré. Mínimamen-te, se trataba de un objeto raro y fino, y su antigüe-dad parecía evidente. Tal vez todo aquello no había resultado en vano, al final de cuentas. -Amigo Cratilo, no vaya a considerar, por favor, este presente como el único elemento valioso que ha re-cibido hoy día –comentó, y yo sentí como que había oído mis pensamientos. –De todos modos, aliento u-na doble esperanza respecto de los flujos sonoros que hemos tenido oportunidad de intercambiar: una, que el presente que acabo de entregarle lo ayudará a brindar a mis rapsodias una entidad más cabal; la o-tra, que cuanto he tocado hoy para usted seguirá re-sonando en su interior, y lo que no comprendió del

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sonido original, seguramente podrá hacerlo a través de los ecos. -Pierda cuidado, Don Angelo, yo soy un rumiante de conceptos, sean sonoros o no. -Ese címbalo, dicen, perteneció al mismísimo Orfeo. -Qué lo parió. Y me lo regala, así nomás –tomé el pequeño mazo y me dispuse a tocarlo. -Espere, ¿qué va a hacer? No debe ser tocado en cualquier circunstancia. Disculpe que le llame la a-tención de este modo, pero podría mostrar un poco más de respeto, ¿no? -Bueno, y yo qué sé. Le digo la verdad, por más Bo-nomi que sea, me parece excesivo. Cuando la limos-na es grande... -¿A qué se refiere? -No, digo que si este instrumento perteneció al mis-mísimo Orfeo, aún suponiendo que realmente exis-tió, no veo cómo puede desprenderse de él con tanta ligereza. -Si me deja terminar de solfear la partitura, quizás pueda oír la armonía subyacente. Orfeo estimaba, y creo que con muy buen criterio, que debía ayudarse a las gentes comunes a percibir el concierto de las cosas mediante prodigios, pero sólo mostraba la o-bertura. El resto, debía ser analizado por los propios oídos. Hizo algunos tratos con Terpsícore, musa de la música (sepa disculpar la cacofonía, insalvable a-ún a pesar de estarnos refiriendo a tan excelsos moti-vos), y ésta le confirió un mantra para manifestarse solamente una vez ante la persona que, luego de ta-

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ñir siete veces el mágico instrumento, pronuncie tres veces la invocación inscripta en el papiro que está en el interior del cajoncillo. Luego, el invocante debe tañir siete veces más el instrumento y la magia de Terpsícore le concederá una gracia extraordinaria. Luego, el ejecutante deberá ofrecer el don a alguien más. Durante siglos y siglos la sabiduría combinada de Orfeo y Terpsícore han entregado generosamente dones a personas cuyos méritos particulares las han puesto en contacto con el singular instrumento, y es-ta vez ha sido usted el escogido. No porque su enten-dimiento comporte un gran mérito, sino que tal vez haya sido a causa de su afán de conocer. En una épo-ca de sordera como la actual, con poco y nada de tímpano uno puede hacerse acreedor a tesoros inau-ditos para la mayoría. Ya ve que no pierdo nada al entregárselo. Es más, es mi deber. -Quien tenga oídos, que oiga –cité, más para quedar bien que otra cosa. -Exactamente. -Oigamos por última vez el exquisito son del cristal de nuestras copas al entrechocarse. -¡Cheers!, Cratilo, que suena mejor que “salud”, y a-parte acompasa más con su tendencia a las variacio-nes anglofónicas. -Es la época, Don Angelo. Los modos de penetra-ción del capitalismo. Una última pregunta: a usted no le molestaría en lo más mínimo quedarse ciego, ¿no? -En absoluto.

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-Seguro. Ese Sábato es un hijo de puta. -Es un reflejo social. Este sistema detesta a los que oyen. Ellos son los que luego ven más lejos. Bebimos nuestras copas y me fui, en buenos términos -aunque bastante desconcertado-, de aquel curioso Centro de Investigaciones en Phonontología. Llevaba en mis manos un presunto prodigio que, a la luz -con perdón de la expresión- de cómo venían su-cediendo para mí las cosas, prometía funcionar, de algún raro modo u otro. Caminé por la diagonal 73 pensando si ésta me sale bien lo cagué a Chesterton, mientras exami-naba el bello artefacto con una codicia mínimamen-te pecuniaria y con hipótesis de máxima desquician-tes: Una invocación para Terpsícore. Tal vez no se-ría una mala idea coseguir una Les Paul. Entré en un supermercado y compré para hacerme unos sángu-ches, cerveza y una botella de ginebra. Uno nunca sabe. Llegué a casa bastante justo, ya que el bo-chorno se había encargado de juntar unos nubarrones negros que amenazaban descargar una tormenta de proporciones. Mientras comía y me tomaba unas birras, examinaba el címbalo. ¿Habría un papiro en el cajoncito? Y sí, seguro, el tipo no iba a ser tan grasa, por más trucho que sea. ¿A ver? Sí, acá es-taba. Doblado en cuatro, y de contextura cenicienta. A poco pensé que estaba tocando esa porquería, se-guramente rebosante en bacilos y bacterias, con las

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mismas manos con las que agarraba el sánguche. Puaj. Escupí el bolo en el tacho de basura y me en-juagué la boca y las manos. Bueno, tampoco debía ser para tanto. Habrás metido el hocico en lugares peores. Cuando me senté a continuar con la ingesta miré el papiro, que había quedado desplegado a mi frente. Una sola palabra en griego, evidentemente escrita mucho tiempo atrás:

φερσεΦόνη

Parecía decir “Perséfone”∗, aunque no estaba

seguro si se escribía así, y mucho menos de cómo se pronunciaba, pero ¡vamos!, tampoco hay que andar siendo tan crédulo. Igual, antes de venderlo lo iba a probar. Encendí el televisor y me puse a ver un pro-grama yanqui de ésos onda the wildest cop videos, o algo así. En una cagaron a tiros a un camionero y después dijeron que tenía merca, andá a saber. En otra un tipo toma de rehén a su mujer, y tal vez si no le hubieran metido un plomo en el cerebro habría

∗ Seguramente querían dárselas de Eleusinos.

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gozado del fervoroso apoyo de unos cuantos infeli-ces. Basta. Country channel, y a la lona. Afuera, la tormenta eléctrica comenzaba a arreciar y los true-nos sobre los acordes me recordaron el personaje estrambótico ése de Angelo Bonomi. Y del judas hi-jo de mil putas de Gualberto, que hace abuso de me-moria. Aquí estaba su extraño címbalo. Creo que lo que más tenía de extraño era la facilidad con la que se habían desprendido de un artefacto tal. En cual-quier caso, parecía demasiado valioso como para an-dar dándoselo al primer orate que pase a cambio de un rato de vano divertimento. Encendí un cigarrillo, estiré las piernas y me dispuse a fumar el cigarro de sobremesa. Sonó el te-léfono. -¿Hola? -Hola. ¿El señor Cratilo? -Sí, él habla –respondí con fastidio, ya que alguien más me había ubicado; y me sentí otra vez invadido, como que de repente te tiene agarrado de las pelotas UN PAPEL. -Le habla Lorenzo Castillo. -¿Quién? -Lorenzo Castillo, usted me envió una nota. -Discúlpeme, pero no recuerdo haber mandado una nota en años. -Bueno puede ser, pero aquí ante mi vista tengo una nota suya, que incluye su teléfono. (Toc-toc-toc) -Discúlpeme un segundo.

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Fui hasta la puerta y abrí. Era Pepe, todo mo-jado. -Que hacés, Cratilo... -Decime, ¿vos conocés a un tal Lorenzo Castillo? -No. ¿Por? -Porque está ahí, al teléfono, diciendo que tiene una nota mía. -A ver... sí, hola... no, no recuerdo... no, sabe lo que pasa, que tomamos las mismas drogas... ah, sí... sí... ¡ah, sí! Por favor disc... no, no es eso... sí, pero claro, fui yo el que le esc... no, lo que pasa es que vio co-mo son los artistas, es un tipo muy tímido, sí... sí, lo escucho –¿tenés papel y lápiz? Sí, un momentito, por favor –dale, boludo- sí, lo escucho... sí... sí... sí... (pausa un poco más larga. Ojos de Pepe abriéndose paulatinamente) sí, la obra ya está terminada, pero me tiene que dar unos dos meses, digamos, que Cra-tilo la tiene que revisar, sí... ¿cómo me dijo?... ah, bien, délo por hecho... sí, yo me comunico en breve, o me doy una vuelta por allá... señor Cas... sí, señor Castillo, no sabe lo que significa esto para noso-tros... quedamos a sus órdenes... un millón de gra-cias... adiós, adiós. (colgó). -¿Gracias a dios? –Pregunté. -Callate, boludo, ¡la pegamos! -¿Me querés decir qué carajo significa todo esto? -¿Sabés quén es el fulano éste? ¡El Presidente de la Fundación Heráclito! ¡Uno de los editores más im-portantes del país! ¡Y te quiere editar!

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-¿Y vos, hijo de mil putas, le escribiste en nombre mío y no me dijiste nada? -Bueno, me olvidé, qué querés. -Te voy a matar, te voy a cagar a trompadas. -¿Qué te pasa, gil? ¡Te llevo rumbo a la fama, y me decís eso! Sos un ingrato, y cabrón. -Rumbo a la fama... rumbo al abismo, querrás decir. Aparte, ¿quién sos vos para decir que la obra ya está terminada? -Callate, puto, si no fuera por mí no habrías escrito una sola línea. Mirá la teca que te armé y me venís con esos remilgos, ahora. Aparte te pedí dos meses, no sé si me oíste. -Yo, únicamente, decido cuando y dónde se termina la obra, ¿me oís? -Puede ser. Pero tenés dos meses. Si no, autorizo la edición esté como esté. -¿Con permiso de quién? -Mío, pelotudo. Mientras vos creés que estás hacien-do banana yo me tomé el trabajo de registrar en la o-ficina del derecho de autor todo lo que llevo publica-do en la red. A nombre mío. -Ahora sí vas a ver –dije, mientras lo corría alrede-dor de la mesa. En una movida se cayó el címbalo. TIRILÍN TIN TIN TIN TIN TIN tin. -Ves, hijo de puta, lo que me hiciste hacer –Dije, mientras me apresuraba a comprobar los eventuales daños. -¿Y qué es esa porquería?

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-Callate, ignorante. Es un címbalo antiguo que con-tiene un mantra para invocar a Terpsícore. -¿A quién? -Dejá, dejalo ahí. -Decime, ¿vos estás seguro que te sentís bien? -No. -¿Y quién carajo es esa tal...? -Terpsícore. Una de las musas. -Decime, loco, ¿de dónde sacás esos delirios? -Ojalá lo supiera. -Bueno, en todo caso, parece ser que son rentables. Acordate que tenés dos meses, eh. Bué, ya me voy. -¿Y a qué viniste con esta tormenta? ¿A atender el teléfono? -Ah, cierto, me olvidaba –sacó del bolsillo del im-permeable una bolsa de polietileno con unos pape-les. –La última producción de Dickinson. -Hablando de eso, ¿fuiste vos el que tiraste el Argu-mento 8 por debajo de la puerta? -Sí, gil, quién más. -No sé. Todos los días, casi, recibo sorpresas. -Bueno, mejor. Ya sabés, tenés dos meses. -Andá a la puta que te parió. No más terminó de salir, una luz tremenda flasheó en el living y casi inmediatamente resonó un trueno ensordecedor. La lluvia se intensificó y oí el sonido peculiar del granizo. ¡Bien por San Pedro! ¡Lluvia de piedras sobre la cabeza del bastardo de Pepe!

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Y el viento. Empezó a entrar agua por todos lados, y los vidrios se sacudían. Alcancé a bajar las persianas y a asegurar todo, cuando se cortó la luz. Manoteé el encendedor, fui por las velas y encendí un par, sobre una lata de capuccino invertida. Aquí estábamos, el viento sibilante como nunca antes lo había oído, las ventanas sacudiéndose, truenos, lu-ces, ¡sensación en los oídos de diferencia de presión atmosférica entre la chicha interior y el vendaval externo! No era joda, venía onda twister. Tal vez Terpsícore, Perséfone o quien fuese podrían parar el mambo elemental. ¿Acaso era tan cobarde como pa-ra malgastar el don en una paparruchada semejante? ¿O tan fetichista como para creer que aquel “don” era posible? Eso me arrojó a otras consideraciones más íntimas: ¿Era tan paranoico, al grado de sentir acoso por parte de toda persona que pudiere reco-nocerme asociativamente a través de mi propia expe-riencia, vertida al papel? ¿O tan fatuo como para en-vanecerme ahora que un pez gordo se interesaba en mí? Tal vez tenga razón Maharashi. Parece que mi ego está a punto de terminar conmigo.‘La muerte de un ignaro diletante’, señor Castillo, se llamará mi próxima obra. Dentro de seis meses, a mas tardar, se la entrego. Ahora lo dejo, tengo turno con mi a-nalista.’ Le estás escapando al bulto. ¿Le vas a dar o no, al cimbalito? Mientras me preparaba mentalmente, a la luz de velas y relámpagos, para efectuar el rito, asocié

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las dos series de siete y la de tres que indicó Angelo, con el Heptaparaparshinoj y el Triamazicamno Sa-grados, las Leyes de Siete y de Tres que según Gur-djieff regulan la creación. Tal vez tenía que ver con eso. No podía creer la especie de sobrecogimiento interior que experimenté al ejecutar la ridícula invo-cación. Por un lado me sentía expectante y por el o-tro un pelele. Para colmo, el sonido de las campani-llas y el ruido del viento se mezclaban y producían como un extraño flanger. Cumplí con la pauta, me serví una ginebra con hielo y la tomé con mano tem-blorosa. Si la condición previa del mecanismo aluci-natorio es la sugestión, creo que estaba en inmejora-bles condiciones. Mas nada parecía ocurrir. Sólo los vientos huracanados, pero eso ya estaba de antes. De repente se oyó un crac muy fuerte y un impacto posterior. A continuación, un par de alari-dos femeninos. Me dio la impresión que un árbol ha-bía caído sobre alguien. Levanté la persiana y ví el árbol del fondo en el piso, pero no parecía haber na-die abajo. Como las ventanas batían, bajé la persiana y me quedé escuchando. No mas gritos. Mejor así. Segundos después, golpean la puerta. Abro la mirilla –al pedo, por supuesto, porque no se veía un pomo. Cierro la mirilla. -¿Quién es? (Delicada voz femenina) -Disculpe, señor, estoy viviendo en la casa de al la-do, y estoy aterrada. ¿Usted tiene luz?

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-Es obvio que no, -dije, mientras abría la puerta. -No, quise decir, velas... disculpame, no. Ay, estoy aterrada. ¿Viste lo que es eso? Por la voz pensé que eras mayor, no, pero sos más o menos de mi edad. (Nota mental: mina muy prolija en términos estéti-cos y de temperamento desenvuelto. Danger.) -Sí, creo que sí. ¿Querés una ginebra? -Sí, dale, ¿no te jode? -Al contrario. Is my pleasure. -¿Como te llamás? -Cratilo, me llaman. Sobre todo últimamente. -¿Cómo? -No, nada. Cratilo, je. -Es un nombre raro. -A menos que te guste la filosofía. -Yo conocí un tipo que se llamaba Gorki. De nom-bre, te lo juro. -¿Y vos, cómo te llamás? -Ivana. Che, loco, ¿irá a parar? -Siempre que llovió paró. .Sí, ya sé, pero yo nunca vi una cosa igual... -Yo sí. Una noche en Gesell. Para colmo estaba en carpa. -¿Y qué hiciste? -¿Y qué voy a hacer? Rezar para que no me caiga un rayo en la cabeza, contar los vientos de la carpa que se van cortando, rezar para no irme volando con car-pa y todo, esas cosas. -Sos de rezar mucho, por lo visto.

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-Sólo durante los huracanes. ¿Vivís acá al lado, di-jiste? -No, les estoy cuidando la casa a mis tíos, que se fueron de vacaciones. ... -Y recién, ¿estabas rezando? -¿Por? –Pregunté, avizor. -No, como dijiste que rezabas sólo durante los hura-canes... -¿Te parece que será para tanto? -No sé. Vos sos el experto. Ya estuviste en uno, ¿no? -Me parece que estamos exagerando. Bueno, pero en cierta forma sí, estaba rezando. -¿Cómo es eso? -Estaba sonando ese címbalo que está ahí. -¡Ah! ¡Pero qué preciosura, mirá vos lo que es esto! Permiso, ¿lo puedo tocar? -Adelante. –Supuse que a Terpsícore no le disgusta-ría demasiado. -Ay, pero mirá vos... es una joya, Cratilo, ¿de dónde lo sacaste? -Mejor que ni te cuente. -Ay, pero por favor, me muero∗. Es precioso. Y muy antiguo, parece. -Parece. -¿Y decís que rezás, con esto?

∗ ¿Por qué las minas, cuando algo les fascina real o aparente-mente, dicen ‘me muero’?

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-Bueno, recién lo conseguí. Dicen que se usa para invocar a Terpsícore. La cosa es que lo toqué según la pauta y apareciste vos. -No te puedo creer... -Terpsícore es... -Sí, ya sé. ¿Sabés una cosa, boludo? Mirá lo que son las cosas, loco... yo soy musicóloga. -Con razón te gustó tanto. -¿Y te parece que seré yo, Terpsícore? -Qué querés que te diga. Si no sabés vos... -¿Necesitás inspiración? -¿A qué te referís? -Me refiero a si sos músico, o algo así... -No, yo escribo, y desde hace poco. -Bueno, tal vez te equivocaste de musa. -No creo. Tu presencia, para un solitario como yo, representa todo un manantial de ideas. -Ay, pobrecito, él... ¿y qué ideas te brotan? -Más vale que no te las diga. -No, decímelas. No es casual que nos hayamos en-contrado en estas circunstancias. -No, no es casual. Disculpame un momento; servite, si querés más. Me fui para el baño, y cuando fui a orinar me percaté que el compañero ya se había babeado. Pare-ce que veía venir la acción tanto tiempo postergada. Un ojo ve más que dos, a veces. Me higienicé bien, me lavé los dientes y me puse perfume. Miralo vos al Cratilo. Cuando volví, la tal Ivana había repartido sendas dosis de ginebra más.

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-Sos una cosita, te pusiste perfume... jájájájá, ¡te pu-siste perfume, no lo puedo creer! Me sentí un boludo, y probablemente lo fue-ra. -Y sí, nena, qué querés; estoy acá solo, me caés de manera totalmente inesperada y que querés, ¿que te apeste? Uno tiene su pudor, también. -Sos una cosita. -Vos sos una cosita, y no me hagás que te lo diga pe-ro me estás poniendo un poquito nervioso. -¿Querés que me vaya? –Preguntó, con un mohín... aaaahhh. -No. Quiero que te quedes a vivir. -Mirá que me quedo, eh. -Quedate, dale. -Bueno, hasta que pase la tormenta. -Entonces vamos a apurarnos. -No, querido. De arrebato nada. Esperá, no seas an-sioso. Está todo bien. Tomemos unos tragos y char-lemos. -Bué. ... -Ivana... -¿Qué? -¿Vos conocés a Angelo Bonomi? -No, qué es, ¿músico? -Algo así, me parece. -No, no lo conozco. ¿Por? -¿Y a Gualberto Iglesias? -No, tampoco.

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-¿A un tal Dickinson? -¿Quién, el cantante de Iron Maiden? -No, uno que es psiquiatra. -Loco, ¿te pasa algo? Me estás asustando. -No, disculpame, se me ocurrió una cosa, nada más. Está todo bien. -No, cortala, que los escritores son todos medio pa-ranoicos. No me hagás asustar. -No, está bien, quedate tranquila. Ya fue. Fijate, la tormenta amaina. -Ya me puedo ir. -Quedate a dormir. Por ahí se larga de nuevo. Aparte me puse perfume. -Bueno. Está bien. Pero para no desperdiciar perfu-me, nomás, eh. Vení, vamos a olernos. Nos besamos y nos fuimos a la cama, ginebra en mano. Creo que ni la propia Proserpina debía lu-cir mejor que aquella ninfa desnuda. Era demasiado para un bastardo como yo, y mi cerebro saturado de secreciones endócrinas fuera de todo balance que empezaba a enredar todo este discurso wertheriano... No voy a entrar en detalles por propia represión, no vayan a creer; mas es mi deber confesar que eyaculé precozmente, cosa que supongo que ya habrán pre-visto. Tampoco voy a andar mintiendo ni haciéndo-me el casanova. Cuando me disculpaba, atribuyendo las culpas a su excepcional belleza, me interrumpió: -No te hagás problema. Me encanta prestar servicios a la comunidad.

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Como había vuelto la luz, encendimos el te-levisor. Ahora la lluvia caía plácidamente, ahí afue-ra. En un canal de arte anunciaron “La flauta mágica”, de Mozart. Antes que terminara, habíamos copulado dos veces más. Con razón se me había escapado el primero. Plusvalía, que le dicen. Aca-bamos la ginebra. Me levanté y fui al baño y a buscar cerveza. Antes de hacerlo, nos besamos, y yo sentí como un fluído eléctrico al contacto de nues-tras mucosas. No saben cuánto lamento tener que re-ferir esta sensiblería. Entré en el baño y miré la viga de la bandero-la. Recordé a Yang y algo en mí dio señales de stop. No debía entusiasmarme con una incipiente relación, por mejor que pintara. Aparte ni sabía quién era, na-da. Volví a la cama, tomamos una lata y se me subió encima. -No creo que consigas mucho –le dije, abriendo el paraguas. -Vos dejame a mí –respondió, y lo hice. Para qué. Tuve un orgasmo que casi acaba conmigo. Ella, tuvo tres. No creo que se lo haya propuesto, pero esa mu-jer había conseguido enamorarme. Totalmente. Aho-ra, en la tele, sonaba Haydn. Sinfonía N° 45 en fa sostenido menor, mas conocida quizá como la sin-fonía de los adioses. Mal signo. Yo estaba acostado con una bella musicóloga que parecía haber sido un don de Perséfone, o de quien carajo fuera, y por su-puesto que no quería perderla. Cratilo doméstico. Tal vez la Phonontología fuera, finalmente, the big

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science. Aunque mi olfato me indicaba que proba-blemente muy pronto lo odiaría, hoy por hoy ese de-lirante de Angelo Bonomi me parecía, lisa y llana-mente, un benefactor, una suerte de maestro órfico- prometeico. La cagada que todos tenemos un Epime-teo, dispuesto a embelesarnos y estupefacernos fren-te a Pandoras con “corazón de zorra y temperamento de ladrón”∗.

Antes de desmayarme, pregunté a Ivana: -¿Siempre sos así? -No –respondió. –Sólo durante los huracanes.

* * *

¿Sabe qué pasa, Dickinson? Que me parece que mientras nosotros estamos acá conspirando para espiar por la cerradura escatológica, hay unos cuan-tos robots por ahí que articulan dos o tres conceptos -que tienen que ver con mercados y vectores de po-der- y que están decidiendo cuál es nuestro standard de vida y las cosas que tenemos que consumir. Allí arranca el ángulo ético que tan a bien tuvo hipertro-fiar Don Baruch, de Spinoza. Sin temperamento po-lítico, no nos queda otra que señalar con el dedo, co-mo Cratilo (el original), o apartarnos del rebaño, co-mo su maestro Heráclito, cuya Fundación vernácula

∗ Tal es como describen los relatos griegos a la primera mujer. (Jean-Pierre Vernant, L’univers, les dieux, les hommes)

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ahora nos da un par de meses para terminar con ésto. Sí, mi querido ciberloquero, usted también está invo-lucrado. Y ponga la cara. Tenga en cuenta que cuan-do pinte el metálico, si no, va a tener que demostrar que es quien es, cosa harto difícil aún sin contradic-tores. Asumámonos y aceitemos los fierros. Haga-mos un sprint que no nos dé siquiera tiempo de mi-rar atrás. Como una partida de ajedrez con reloj en la que ya hemos gastado demasiado tiempo. Fíjese que ésa precisamente es nuestra ventaja: ninguna clase de condicionamientos –a excepción de los tempora-les, señalados precedentemente-, nada acerca de lo que explicar o dar cuentas. Nada, que no sea el sano juicio∗, poder picar para cualquier lado, sólo que rápidamente; éso, eso es lo bueno de ser “el vilano de la película”. Y hablando de películas, gracias por las fotos. Están bárbaras. Me han ayudado mucho a enfocarme en algunas noéticas que, si bien páginas atrás convinimos que nunca alcanzarán el summum bonum, siempre ayudan a pasar el rato. Las noéticas, tanto como las fotos que las catalizan, parecen tra-suntar propiedades “mandálicas”. Aunque el alcohol y la música ayudan, vio. Tal vez tenga razón, aunque de un modo tangencial, don Angelo Bonomi, y nues-tro desorden mental sea lisa y llanamente producto

∗ Materia ésta cuya única definición aproximada que

conozco consiste en los predicados del citado Gurdjieff al refe-rirse a una posible ciencia objetiva.

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directo de un desorden perceptual cristalizado a tra-vés de innumerables generaciones.

Ahora, doc, estoy frito. Por primera vez me parece recibir una cierta presión por hacer que, de algún modo, mi verba aparezca potable a muchas personas al sólo efecto de consolidarme como “es-critor”, siendo que mi primera intención, a ultranza, fue en todo caso ser un “excretor”, usted me entien-de. Ya ni siquiera tengo la perplejidad angustiosa que me compelió en un principio, y que me desliga-ba de cualquier especulación secundaria, como por ejemplo, teorías de conocimiento “objetivas” desa-rrolladas teniendo en cuenta “objetos fantasmas”, cuya estructura final reside en algo inclasificable en términos cuantitativos, éso era lo que le quería de-cir. Estamos tabulando sobre hipóstasis geométricas sólo válidas para la cuestión contable, mecanismo éste muy eficaz pero absolutamente acotado su mera función, baladí si se quiere en términos metafísicos; finalmente, abstracción pura. Y déjeme decirle ésto: creo que es ese virus espacial al que se refería Bu-rroughs∗, el que sostiene los parámetros de una cul-tura que no puede sacudirse de encima el molde ma-temático, oculto y al acecho detrás todas esas glosas y parafernalias conceptuales que venimos articu-lando desde hace milenios, catedrales góticas que nunca alcanzarán al dios uránico que trasciende to-da humana posibilidad de elevación. La cosa parece

∗ El lenguaje.

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haber funcionado así: una vez que dos homínidos, probablemente macho y hembra, tuvieron suficiente cuota de alimento y de seguridad ambiental, dejaron de pelear a golpes y dentelladas por carroña y su disputa derivó en cuestiones de segundo orden, las que probablemente, entre siseos y expresiones gu-turales, se referían al sol, o a la luna, con aires de-votos y reverenciales. Éllos, en ese momento, supie-ron todo cuanto se puede saber al respecto. Lo de-más es mera confrontación estadística. No crea que estoy tratando de excusarme, pero en estos términos prefiero esforzarme levemente, y terminar quizás los días de mi supuesta encarnadura escribiendo nove-las de amor para adolescentes oligorrománticos, re-pantigándome en mi humilde cabaña en los lagos del sur. Sí, tal vez exija mi parte de la plusvalía. Soy una rata, pero usted sabe, no tengo a mano ningún sistéma ético que garantice la más mínima verosimi-litud; y al héroe, que juegue otro. El champagne es la mejor medicina para mí, Doc, y sale bastante ca-ro. La que viene es una historia armada:

Entro en un hotelucho de Bahía Blanca y me

dan la llave de la habitación. 357. No es joda, 357. No puedo evitar la asociación con Dickinson, la re-ferencia a la magnum en su octavo argumento. Tiro la mochila, enciendo un cigarrillo y el televisor. Paso los canales y no encuentro nada medianamente pota-ble, ni siquiera en el pretensioso Discovery Channel.

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Descanso un rato mirando la MTV hasta que aparece el rico ese de Ricky Martin con “She bangs” y andá a la remil puta que te parió. Camino calle abajo –no, en realidad no re-cuerdo si abajo o arriba; iba para el lado de los su-burbios, quiero decir- por la avenida Colón. Entro, por supuesto, en una especie de bar-centro de fo-mento∗. A pesar de la acidez consigo colar tres Cria-dores. No puedo evitar ser abstraído hacia el aparato de TV, que con músicas rimbombantes copetea enfá-ticamente actualidades vertiginosas: se inundó otra vez Buenos Aires debido a una gran tormenta, y se ahogaron cuatro viejas en un asilo de Belgrano. Cua-tro muertes elementales, espíritus quizás preparados para el viaje pero que no esperaban que fuese por agua, seguramente. She moves in mysterious ways, pienso, con música de U2 y en referencia a la parca. Uno aglutina, día a día, minuto a minuto, una espe-cie de burbuja perceptual y de buenas a primeras las agudas puntas del infinito la desguazan, más tempra-no que tarde. Y quizás sean estas inciertas y tentati-vas esporas las que intentan rasguñar el centro de un modo difuso de permanencia, alcanzar esa atmósfera oscura y librada a una consistencia mínima, como el Hado de los griegos, dependiente y sometida a la mayor o menor capacidad de visualización del even-

∗ De esos tan abundosos en nuestro interior, y que debido a una proverbial falta de imaginación de los fundadores, son bautiza-dos con una referencia directa, en este caso, “Colón”.

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tual lector, jugada a escenografías dibujadas por e-lectroquímicas cerebrales de dispares amperajes. Si fueran honestos, los que traman publicarme a escala, deberían reservar en mi obra el derecho de admisión. No de presuntuoso, sino por una cuestión de legítima defensa propia. He de vivir una y otra vez las mis-mas pálidas historias, y lo mío no es nouveau roman para andar por ahí mostrando miseria y sometiéndo-me a morbosos coeficientes. Pero no, resulta que ya fue, y tengo mis pelotas, sopesables o no, agarradas por un papel que no obstante ahora, en forma de ser-villeta, no puedo dejar de atiborrar de vehículos grá-fico-conceptuales, soplando un vilano cada vez más magro y que va marchitándose a ojos vista. Soy sólo un cúmulo de referencias, y me tranquiliza pensar que a ultranza, todos lo somos. Soy esa especie de botón zumbador que expresa el dolor de quienes en-carnan la relación literaria. Pero soy el único, en e-lla, a quien no le cabe responsabilidad alguna. Unos, deberán escribir correctamente, según históricos cá-nones. Otros, deberán ejecutar las maniobras menta-les adecuadas para una correcta apreciación del/los mensaje/s. Yo sólo tengo mis incertidumbres; y es mi deber, según creo, espejar la impertinencia de sus groseras arbitrariedades. He escrito. Es algo así: de vez en cuando alguien –diga-mos, por decir, uno de cada diez-, tiene la peregrina idea que sus pensamientos ostentan el suficiente pe-so específico como para ser expresados por escrito para que alguien más los lea. Suddenly, this someone

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becomes a writer. Orgullo lábil y nada despreciable para quien pretende analizarse en público desde su abismal ignorancia, que es genérica. Mi nombre es legión puede considerarse muy propiamente como un apodíctico -tanto o más válido que las más radi-cales reducciones fenomenológicas-, sobre el cual e-rigir luego una penetración ambiental por parte de una cabal percepción humana, escaneada por angéli-cos antivirus. Quizás muchos místicos lo hayan di-cho ya, pero por eso –y aún a pesar de eso∗- debería-mos considerarlo: el verdadero conocimiento co-mienza con una negación, implícita o explícita, pero total, del concepto. Desde Delfos hasta Don Juan Matus, por doquier, las doctrinas afónicas aparecen como las únicas capaces de descorrer el Velo de Ma-ya. Así que dejémonos de joder y callémonos un po-co la boca. Esta lapicera que tengo en mi mano me hace acordar a que les estaba contando que clavé tres whiskyes y de repente veo un caño dentro de una mano que no es mi mano ni mi birome sino que es un caño de algo así como una 11.25 sin culata diri-gida a dedo por un tipo transpirado y de barba creci-da que me la pone en la jeta y prácticamente me dice DAME LA GUITA RÁPIDO Y VOS TAMBIÉN ABRI LA CAJA Y DAME LA GUITA QUE LO QUEMO AL BOLUDO ÉSTE y me llevó cuarenta mangos, qué lo parió. En desagravio pedí al boliche-

∗ Todos sabemos el grado nulo de credibilidad del que gozan los místicos para la cultura oficial; mas esta descalificación, de todos modos, se sustenta en meras y ditirámbicas tautologías.

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ro que me sirviera gratis, por lo menos, ya que no era capaz de garantizar la seguridad en su boliche. Con o sin osamenta a cuestas, yo también tengo mis derechos, y tanto me gustaría que esta cabal con-ciencia de lo contingente fuera práctica al momento en que la úlcera comienza a manifestarse. Especie de Segismundo encerrado en un texto, tampoco soy responsable de estas absurdas taras hereditarias. El tipo me miró con desprecio y me bajó la botella de Criadores, que tenía más de la mitad. Error. Me dio cosa pedir hielo, encima, así que, acidez, allá vamos. Mientras no sangre... Por supuesto que no sería Cratilo si no me hubiera propuesto tomar toda aquella bebida, costara lo que costara. Cratilo-Dylan Thomas. Con record póstumo y todo. Una obra breve pero contundente, y un final de esófago sangrante, como el de Poe, y o-tros tantos. Pero para qué inflamar vanidades, lo cierto era que si bien esa mugrosa botella de brebaje mal destilado no valía ni por asomo mis cuarenta mangos, iba a tomársela de garrón, nomás. Aunque con eso solamente conseguiría escaldar mi tubo di-gestivo, de pura angurria. La verdad, no me asustó el caño. El vacío no me inquietó, como aquella vez en Ciudad del Este, cuando Dios me salvó de los pon-jas. Como cuando no me tomaba en serio lo que es-cribía. Como antes de sentir que el virus abandonaba su estado letárgico y comenzaba su proceso destruc-tivo. Sepa disculpar, Dr. Dickinson, mis involunta-rias aproximaciones a Lacan. Atienda a la siguiente

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situación, en la que me hallo: asaltado en un mugro-so club de Bahía Blanca, cavilando acerca de la per-tinencia o no de mi entidad, o, lo que es peor, en as-cuas respecto de si estoy extinguiéndome o en vías de trascender, ignorando por completo las implican-cias de ambas posibilidades luego del avatar ser ahí que alguien tuvo a bien disponer para mí. Bajo nin-gún concepto pienso, en todo caso, pedir ayuda al sindicato de personajes “Luiggi Pirandello”, simple-mente porque, como dijo Luca Prodan, “yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos” (y al que también se le pinchó algun caño, dicho sea de paso.) Y no me dirijo a usted, don Dickinson, sino a ese hato de ig-naros que osarán analizar mis méritos literarios co-mo si, finalmente, ése fuera el cometido, y conde-nándome así una y otra vez a groseras configuracio-nes, por suerte y paradójicamente más difusas cuan-to más limitadas. En fin... Estaba por terminar la botella cuando por la radio pasan a U2. No hay caso. Cuando pienso mu-cho en una banda, de repente al rato nomás la oigo. En la radio, a través de las ventanillas de un auto que pasa, de donde sea, el hecho es que de modo fatal al rato eso ocurre. “But I still haven’t found what I’m looking for”, canta Bono. Carry on, dear Bono. La música endulza la zanahoria siempre un palmo fren-te a tu nariz. Tal vez el phonontólogo haya querido decir eso, que solamente podemos contar con una dulce eutanasia que se extiende sobre un pianísimo

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final. Todos los afanes y deseos fundiéndose suave-mente con negro del silencio. El silencio negro es la contrapartida del ruido blanco, o al menos lo pare-ce; y dejando de lado las sinestesias, que sólo expre-san la tiranía matemática en su carácter de moldes hipostasiados por el homo regula. Tal vez esté em-pezando a escucharme pensar, pensé, me oí y la co-nexión se hizo efectiva. Entré en un éxtasis difícil de explicar y más aún de disimular. Debería tener, en e-se momento, una expresión parecida a la de Parama-hansa Yogananda, cosa muy, pero muy poco prácti-ca, para enfrentar a la partida policial que en eso en-traba para anoticiarse de los pormenores del reciente ilícito. Meu limão, meu limoeiro, sonaba estúpida-mente en mi interioridad mientras para afuera daba traslado a un Sargento de mi experiencia, intentando parecer un ciudadano honesto que paga sus impues-tos y a quien habían despojado arteramente de sus bienhabidos emolumentos, de sus cuarenta denarios. La cosa devino entonces en que el fulano de tiras co-menzó a indagarme con aires acusadores, tal vez in-fluido por lo evidente de la experiencia transcenden-tal que tenía lugar dentro de mí o en un jardín de Pernambuco, oyendo tontas canciones como sugeri-das por el propio Angelo Bonomi. Creo que en un momento el uniformado con bigote tipo anchoíta di-jo que no me entendía, y no me pareció nada raro. Encima que me robaron debía establecer mi inocen-cia, y malditas sean las claves que determinan la au-toridad en un sistema tan choto y distorsionado. Yo

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oía un barbotar de limitadísimo simbolismo y me pa-reció por un momento que era una langosta la que me hablaba, usted me entiende. La langosta me pidió los documentos, elemento identificatorio del cual yo, obviamente, carecía en ese preciso momento. Meu limão, meu limoeiro... ¿cómo seguía? Ah, meu pè de jacarandâ, uma vez digo lelé, outra vez digo lalá.

Está bien, sé que dije unas cuantas cosas, pe-ro no era tanto como para llamar al otro botón que venía con él y hacerme llevar con el brazo doblado hasta el patrullero, mas eso hizo. Fuimos a dar un paseo hasta una taquería curiosamente distante. En los semáforos, cuando nos deteníamos, la gente me observaba con temor y desprecio, a la vez. “Hey, se-ñora, me acaban de robar y me llevan preso. ¿A us-ted le parece?” -“Callate, basura, porque te estam-po” -dice anchoíta. –“Me habían dicho que Bahía Blanca era una ciudad jodida, pero ¿Tanto?” –“Mirá, pendejo, callate porque si no va a ser peor, me entendés... Decidí concentrarme en el nexo audiomístico que, por imperio de las circunstancias, se estaba di-luyendo y que por otra parte era mi único salvocon-ducto hacia una desembocadura favorable de un nue-vo avatar con gente violenta, en este caso, estatal. Silencio exterior, samba interior y complaciente son-risa de Paramahansa como embozo. Pan comido.

No obstante la estrategia multifrontal, me de-jaron salir recién a la mañana siguiente. Con una no-che de hotel pagada al pedo, se hizo un menos 55.

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La acidez no me dejó dormir, y tampoco escuchar gran cosa. Será que la ubicuidad temporal nunca fue mi fuerte.

Aunque si vas por Bahía Blanca, compadre, ten tus documentos a mano; o al menos guárdate de canturrear estúpidas canciones en portugués durante los interrogatorios, o sea.

* * * Goin’ west, recalé en Gral. Roca, Provincia

de Río Negro. Cambio de Jurisdicción, cambio de institución policial, si es que esto es posible en un país, en la práctica, unitario como pocos. La idiosin-cracia admite variables, el principio de autoridad no. No soy muy suspicaz que digamos, pero es que la empirie tiene ese influjo, ese qué sé yo. La letra con sangre entra, dicen, y lo que no parece ser del todo discernible, al menos para mí, es qué es peor, si la violencia psicohematológica o el hecho que entre la letra. Adherirás al pie de la letra, aún más, respeta-rás el espíritu de la letra, o, en el mejor de los casos, serás anatemizado. Alguien ha dispuesto los cánones de normalidad y modales con anterioridad, y cantó pelito pa’la vieja. Aparte, en algunas recientes mani-festaciones del descontento popular, los muchachos rionegrinos demostraron que poco o nada tenían que envidiar a sus colegas bonaerenses. Tenía que andar con ciudado, toda vez que un fulano joven con una mochila cargada de libros de filosofía, seguramente

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podía ser acusado de agitador en caso de una even-tual protesta violenta durante su estadía. Parece pa-ranoia, ¿no? Je je. En este caso, no lo es. Ustedes sa-ben que cuando es, acuso. Dickinson, dígales si no, que ésta es mi mejor carta. Qué mejor, es la única. Pero es por eso que la quiero hacer valer. Pido una especie de Habeas Corpus psicológico, ya que pre-tendo, en todo caso, ser juzgado por agnósticos, por convicción intelectual o de puro anonadados, no im-porta. Cualquier cipayo inconciente puede reprimirte cuando lo único que tenés para argumentar son in-certidumbres, y la marea pirrónica sube y sube en tu líquido encefalorraquídeo. Run, rabbit run, dig that hole, forget the sun∗. Soy tán sólo un collage de vie-jas melodías con pretensiones phonontológicas, y, mal que me pese, debo asumir el credo de Bonomi con el mío propio, aunque mi lira parece resonar en el Hado (¡chau!) de la inconsistencia traumática, que es distinta de la de carácter extático, producto la pri-mera de una angustia existencial de segundo orden que viene a mi en los vericuetos conceptuales dibu-jados por una birome, asentada su empuñadura en un organismo que a su vez se sustenta en un banco de plaza (Nota mental: escribir también es peligroso a los ojos de la letra, así que no ponga cara de estar pensando y escriba rápido, como si fuera una carta pa’la mama. Si es posible, tenga a mano una hoja de nota familiar convencional para poner arriba, en to-do caso. Y si las circunstancias lo exigen y la ducti- ∗ “Breath”, Roger Waters (A dark side of the moon).

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lidad expresiva le da, hable con tono provinciano, que en Provincia el porteño no está muy bien “clasi-ficado”). Pero, ¿en qué estaba? Ah, sí, Un collage de recuerdos auditivos. El incesante pot pourri de un melómano que a partir de su encuentro con el avatar de su Altísima Armonía Don Angelo Bonomi perdió sus resguardos al advertir, de modo total y definiti-vo, la esencia de su aproximación empática a toda realidad posible. Alas de silencio surcando el vacío, islas de sonido que te guían hacia el archipiélago u-nitario, OM NAMA SHIVAYA∗. El Gong Primigenio cuyas vibraciones sistemáticamente abiertas impiden cualquier entropía posible. Nada desaparece, sólo se escucha más o menos, o mejor o peor. El secreto, al menos para mí, no es de orden psicológico, sino per-ceptual a secas y, específicamente, en clave auditiva. Los sacerdotes trompetistas que derribaron las mura-llas de Jericó eran siete, o al menos, el símbolo caba-lístico del cual derivan, lo que curiosamente (o no) concuerda con la cantidad de notas de la escala musical. En Jericó, también, dicen que el Maestro Jesucristo devolvió la vista a un ciego, no sin antes recordarle lo efímero y superficial de la facultad que le devolvía e instándolo a oír y propagar su mensaje. -No me debés nada –dicen que le dijo, –los ojos pro-yectan, los oídos internalizan –y quien crea que él, todopoderoso, no es capaz de anacronismos verba-les, está cometiendo una afrenta al Verbo, que es la letra, pero a lo bestia. El problema, en este caso, era ∗ Uma Nanda.

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para el ciego, que probablemente padeciera de esa sordera de segundo orden que en este caso sí, es de orden psicológico, y de la cual quería hacer reservas en cuanto a la admisibilidad al sonido de mi voz in-terior, pero ya dijimos que ello no era posible. Para el personaje histórico del Cristo, o al menos para sus exégetas, el libre acceso al mensaje debe ser garanti-zado, aún a pesar de las grotescas distorsiones que el mismo pudiera sufrir. El Maestro sin embargo, ob-viamente al tanto de la futilidad de que los hombres jueguen sin un cierto handicap, reservó los sones más sutiles para un escaso número de iniciados, pre-ferentemente individuos de oído absoluto. ¡Ni se i-maginen las orgías sapienciales que tenían lugar du-rante las veladas de danzas derviches! Y eso que aún no conocían el reggae. ¡Todos contra Babilonia! Y sepan dispensar este estentóreo Allegro. Imagino a Pepe, por ejemplo, descarrilando ante mi desaparición física y recibiendo periódica-mente estos mensajes disparatados acerca de una su-puesta comunión con un pseudofilósofo de ficción llamado Angelo Bonomi y pensando en entregar in-concluso un trabajo que, de todos modos, jamás po-dría tener un fin. Como cualquier otro sonido que es, en tanto energía absoluta, substancia dinámica del u-niverso (usufructuando en favor de esta tesis los tér-

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minos que tan bien delineara Ostwald∗). Mas todo esto, que parece ser una mera concesión literaria sin consideraciones armónicas, está escrito en clave de fa en cuarta, o sea, por lo bajo. Y así quedará. Aun-que Pepe quiera, jamás podrá decir a nadie adónde estoy. Sus resoluciones armónicas continúan siendo previsibles, en tanto que las mías son como ascuas que se van desembrozando de un modo extraño, aún para mí mismo. Me gustaría ver otra vez a Abdul aporreando a alguien. Y oírlo, por supuesto, vieja. Me gustaría también conformar en algo a Pe-pe, tal vez le mande algún final por E-mail. Camino unas cuadras. Compro unas manza-nas en un puesto callejero. Como una, y no me pare-ce gran cosa. No sé de qué se jactan tanto. Compro una cerveza. La cerveza sí es gran cosa, sobre todo en verano. Camino tomando de a dos o tres sorbos y mirando de coté, no vaya a ser cosa. Descarto la bo-tella en un basurero y me dirijo a un hotel que luce lo suficientemente barato. Entro y veo los precios. Diez, con desayuno. No está mal, siempre que tenga buena acústica. Un individuo moreno y cara de po-

∗ Wilhelm Ostwald, para quien las transformaciones de esa substancia energética producen todos los fenómenos en todos sus aspectos, incluyendo lo que denomina energía vital y ener-gía psíquica.

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cos amigos, de unos cincuenta y pico me da una lla-ve y me indica: -Tercer piso, joven. Habitación 357. Subí al ascensor sintiéndome como “el inqui-lino” de y por Polansky∗. Me están empujando. En-tré en una habitación pequeña y modesta, pero con TV por cable y todo. La encendí, me acosté, apagué la luz y bajé el brillo hasta que todo se ennegreció. Munido del control remoto, me dispuse a oír tele- “visión”. Lo hice. La 357 no estaba nada mal, final-mente. En un canal emiten Sweet Dreams (are made of this), de Eurythmics. Qué mejor. Gracias, Supre-ma Armonía, por Annie Lennox.

* * * Llegué finalmente a los cerros andinos. Me acordé cuando tiempo atrás el aparecido evitó que me durmiera en el hielo. Pero ahora era verano, y el hielo exterior -como el interior- apenas alcanzaba a cristalizar sólo a cierta altura, a cierta peligrosa altu-ra. Tal vez el aparecido era yo, que estaba, paradóji-camente, tratando de desaparecer. Mi búsqueda de certezas parece devenir fatalmente en una especie de pasamanos nervioso y compulsivo que intenta man-tenerse sostenido de nexos arbitrarios y cuasi-fortui-

∗ Estos tipos versátiles obligan abusar de las preposiciones.

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tos, ni más ni menos que cualquier científico o pen-sador sistemático honesto. Y conste que pongo todas las fichas en esta aproximación auditiva a la clave ontológica exclusivamente por endopatía, ya que, in-mersos en un universo que parece desarrollarse co-mo una teofanía dirigida a retroalimentar la afónica fuente de toda vibración, lo único que podemos pre-tender es una afinación gozosa y pasional de nuestro espectro sonoro y fundirnos así en el Magno Acorde que por siempre ramificará en cada ausencia de se-mitono. Pero advierto que estoy incurriendo en esa suerte de predicación espuria que, páginas atrás, de-nostaba taxativamente. Así que me callo, como Ril-ke ante los ángeles, para reunir mi silencio en esten-tóreas vertientes de resonancias magnéticas. Es de noche, y el viento del oeste hace decre-cer la térmica de modo más que ostensible. Entro en un cyberbar de ésos que tanto le gustan a Pepe. Pido un Cuba Libre e ingreso en mi correo electrónico. Hay siete mensajes de Pepe con nomenclatura cre-cientemente apocalíptica, a cuento de mi desapari-ción. Y uno de Dickinson, el Argumento Final. Parece que también el tordo tira la esponja. Leo únicamente este último:

Argumento "final"

"Sumemos aire sobre aire

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aguas sobre aguas sangre sobre almas

¿no ven acaso que ascuas de sentido mueren irremediablemente

Junto a las últimas atrocidades mientras interpretan

el nononono como bastardas marionetas de su propia especie?”

Cuando las cosas arden. . . si el fuego las devora. . .

decididamente habrá que recogerlas me animo a intentar que sin errores incluso aconteciéndonos deberemos dar

sinó la vida ¿qué otra cosa? Muy bien

nos acontecimos nos inundamos irremediablemente

nos sabemos tan bellos como inciertos por eso canto

Me gustaría saber manejar un tren Axioma 5 : ¡Todo pasa!.

¿Vamos a correr? quizá de eso se trata por decir palabras

al azar

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desordenadas como pez en el agua para desahogar las penas descolgadas del alma

Si te vas no te habré visto

habrás sido tan inútil como un poema

“La respuesta, mi amigo, está soplando en el viento”

B. D.

Dr. Dickinson Dicky: Me produce un inmenso placer el giro deci-didamente poético que ha tomado su glosa, que fuera en un principio epistemológica. Por su extraño y eru-dito camino ha llegado usted también, supongo, a una resolución que tiene que ver con una aproxima-ción empática a la musicalidad del lenguaje y su ca-pacidad azarosa pero implacablemente certera a ul-tranza, a través de los maremágnum espaciotempora-les. Sí, mi buen Dickinson, sus pacientes tendrán o-portunidad de gozar de su afinada verba terapéutica como yo lo hago. Celebro poder darle un genuino testimonio de gratitud por la partitura sobre la cual hemos tenido oportunidad de desarrollar nuestros contrapuntos. En plan de erigir parangones para una

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mejor ilustración, el ejemplo a imitar, digamos, el ser humano ideal -seguramente acordará conmigo- parece conjugar los atributos teóricos de Mallarmé sustentados sobre una amplia gama expresiva e in-terpretativa de la Música Total como, por ejemplo, la que tan exquisitamente supo desarrollar Hermeto Pascoal.

En el epicentro del ser late un tímpano, que se desdobla en la lujuria de su cíclico movimiento continuo. Tal vez Aristóteles lo haya vislumbrado, lo que es seguro es que no lo oyó. Tomo al azar un mensaje de Pepe, y sin le-erlo, por supuesto, me dispongo a responderle: Pepi: Mañana se juega el clásico de verano, así que por favor, tratá de contenerlo a Abdul y que no haga de las suyas. Te perdoné todo, pedazo de mierda, incluso que hayas sido vos quien me instó a ejercer la pros-titución en términos literarios. Hasta estoy tentado a decirte que me gustó jugar a la bataclana efectista, y despachar mechadas toda suerte de lucubraciones sa-turadas de un escepticismo paralizante; inútil, en tér-minos Dickinsonianos. Tal vez el Diente de León no se utilice ya solamente para adulterar café, sino que ha sido empleado para adulterar vanos intentos este-ticonceptuales. Mi universo cobra consistencia en tanto aglutino ondas sonoras enhebradas a birome, o,

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como ahora, acechando tribales detrás del no tan le-ve golpeteo a las teclas. Ése es mi mundo hoy, Pe-pito, la altura. El de la Fundación Heráclito puede incluso enternecerse e invertir un par de billetes más, qué te parece. The fool on the hill. Por acá, ya no molestan los guardianes del espíritu de la Letra. Aunque nunca hay que confiar-se, ¿oíste? Soy confuso, pero suena bien. Despedime de los muchachos (terminé el Cu-ba Libre, que de Cuba no tiene nada. Es rhum Negri-ta, así que voy a pedir gin tonic). Deciles que jugué al Prometeo de los nihilistas y se me rompió la ca-beza. O algo así. Y no me da para tanto barullo, qué sé yo. Me encantaría verte la cara de pelotudo que debés estar poniendo, pero ya no visualizo, mucho. Lo que pensás, puedo oírlo perfectamente, ¿oís? P.S.: Si pinta una grosa y te da un ataque de honesty, mandame un mail y yo te digo adónde hacer el giro. Pero no me jodas con que vuelva. A lo sumo, si no puedo sostenerme con mis manos rimbaudianas, y la cosa por allá marcha, quién te dice agarro de nuevo p’al Chantecler. Pero con afinador electrónico.

* * * El gin tonic estaba legal. La computadora a-quella al parecer no tenía placa de sonido, así que,

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mientras observaba cosas al azar, boludeando con el mouse, caí en una suerte de muestrario de salas de chateo. Una llamó mi atención, ya que estaba reser-vada a personas con inquietudes filosóficas y litera-rias. Ingresé a ver, solamente. En caso de oír algo in-teresante, me inmiscuiría. Leí cosas como ésta: EL NEOPLATÓNICO (A Clitemnestra): Finalmen-te, lo que importa es el Amor. Ésa es la Idea Supre-ma. La Ley más Alta. CRATILO: (A El Neoplatónico): Hey, chabón, ésa se la afanaste a Bono. “One”, de Zooropa, para más datos. CLITEMNESTRA (a Cratilo): ¿Y tú que te entro-metes? CRATILO (A Clitemnestra): No, lo que pasa que el señor Neoplatónico debería citar las fuentes. O ca-paz que fue de pedo, qué sé yo. Pero que quiere que le diga, doña Clite, entre helenos o helenistas... no podemos negar que el hiato freudiano existió, y este pirulo me parece que la está chamuyando. EL NEOPLATÓNICO (A Clitemnestra): Ingnóralo, mi dulce contertulia. Quítalo de tu receptor. Cretino, debería llamarse, y no Cratilo. ¿Es que acaso ése es un nombre? CRATILO: (A El Neoplatónico): ¿Es que acaso no lo reconoce? EL NEOPLATÓNICO (A Cratilo): ¿Es que acaso debería?

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CRATILO: (A Todos): ¿ES QUE ACASO HAY ALGO PARECIDO A UN SISTEMA NERVIOSO EN ESTA SALA? 357 (En secreto a Cratilo): Hello. Finally, I find you. CRATILO: (A Todos): ¿QUIÉN SOS? 357 (En secreto a Cratilo): Hablá en secreto. No quedés como un paranoico. CRATILO (En secreto a 357): Sí, fue la sorpresa que me distrajo. ¿Quién sos, la reputa que te parió? ¿Pepe? 357 (En secreto a Cratilo): Pequeño bastardo, para qué están los nicks. CRATILO (En secreto a 357): ¿Para sicopatear? 357 (En secreto a Cratilo): Pero no, bebé. CRATILO (En secreto a 357): ¿Cómo sabés lo del 357? ¿Dickinson? 357 (En secreto a Cratilo): Ufa. CRATILO (En secreto a 357): ¿Qué querés? 357 (En secreto a Cratilo): A vos. CRATILO (En secreto a 357): ¿Es una amenaza? 357 (En secreto a Cratilo): Siempre tan paranoico, vos. Aunque a veces, tenés razón. Hay manipulado-res detrás de cada uno de nosotros. Algunos tenenos más, otros menos. Pero cuantos menos tenés detrás, más tenés entre tus dedos. Ése es un axioma. Un a-xioma armado. 3-5-7. Magnum. Cuantas menos ma-nos por detrás, más marionetas hacia delante, ¿oís? Todo ello confluyendo hacia el Magnífico Gong que tan bien describiste. CRATILO (En secreto a 357): ¿Angelo?

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357 (En secreto a Cratilo): ¿Te podés dejar de jugar a quién es quién? CRATILO (En secreto a 357): Ponete en mi lugar. 357 (En secreto a Cratilo): Almost. CRATILO (En secreto a 357): ¿CÓMO? 357 (En secreto a Cratilo): Orfeo todo lo oye. El úni-co que lo manipula, a él, es el Acorde Perfecto Ma-yor. Y ahora me está diciendo que por visualizar, no te estás dando cuenta que están pasando nuestra can-ción∗. CRATILO (En secreto a 357): Me querés volver lo-co, ¿no? 357 (En secreto a Cratilo): ¿Es que acaso no lo estás, ya? CRATILO (En secreto a 357): Ah, qué suspicaz, que sos. 357 (En secreto a Cratilo): Sólo durante los huraca-nes. (¿...?) 357 (En secreto a Cratilo): Boludo, date vuelta. Es-toy dos mesas atrás tuyo. Me di vuelta precipitadamente, y allí estaba Ivana- Perséfone. Qué creían. -Hija de puta, ésa la sacaste de Jumpin’ Jack Flash, la película ésa con Whoppi Goldberg –acusé, mien-

∗ (Hasta ese momento no me había dado cuenta que estaba so-nando en aquel bar, como música ambiental, “La flauta mági-ca”, de Mozart.)

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tras –bien a lo Cratilo- la señalaba con el dedo y me dirigía hacia su mesa. -...Jumpin’ Jack Flash, it’s a gas. -It’s a gas, gas, gas. -¿Cómo anda sonando eso, hijo de puta? –Me espe-tó, y nos fundimos en un abrazo polifónico. -¿Cómo me encontraste? -Orfeo te encontró. Y me envió a buscarte. -¿Angelo? -Prefiero llamarlo por su nombre más antiguo, sabés. Aparte es más musical. -Sí, claro, ni hablar. Hablando de hablar, me gustaría que nos escucháramos como aquella vez, you know... -Y, lo que se dice viento, hay bastante... -Sí. Oí, oí como silba. Pago y nos vamos. -Qué suerte que hayas resuelto finalmente venir con nosotros. Qué bueno que hayas comenzado a oírte. -No creo haber tomado tal resolución, al menos con-cientemente. De todos modos, la opción era algo es-calofriante. -En el país de los sordos, el hipoacúsico es rey. Salimos al aire frío de la noche. Lo que ocu-rrió después, deja de ser de su incumbencia a partir del mero momento en que den vuelta esta página.