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En Del amor y otros demonios (1994) Gabriel García Márquez parecía confiar en lectores a los que la lectura pone al borde del llanto. Se diría que así como ante- riormente había escrito novelas que lo esperaban casi todo de la risa, de la crítica o de la nostalgia, ésta nos c o n voca a llorar. En la lección del poeta Ga rcilaso de la Vega, que es el paradigma de expresividad que la no- vela propone, el llanto es un arrebato sublime; y por lo mismo, la elocuencia mayor del arte de contar. Sólo que en la tradición retórica del lenguaje de las lágrimas, en esta novela la agonía amorosa se da en una mayor: la del fin de los tiempos y mundos conocidos, al comien- zo de la catástrofe moral de la Colonia, cuando el pai- saje de la carencia ha reemplazado a todos los lenguajes de acopio y reserva y dominan, ahora, las versiones de la peste, la prohibición y la muerte. 1 En efecto, en cinco capítulos que equivalen a las cinco canciones del enamorado poeta español renacen- tista, esta novela conmueve primero por la aceleración dramática de su pulso alterno de personajes desvalidos y episodios impositivos, que se precipitan en la fatali- dad de los hechos, inapelables. Ésta es una fábula (tan delicada como acerada) que viene de la historia, o al menos de la leyenda, si nos atenemos al testimonio del autor en su nota prologal; pero viene también del periodismo, de una crónica que él hizo, según afirma, en l949, en torno al descubrimiento de una tumba en el convento de Santa Clara, en Cartagena de Indias. Pero, a diferencia de El general en su laberinto (1989), donde la fábula es inscrita en la historia para leer la página en blanco de los últimos días de Simón Bolívar; aquí la fábula huye de la historia factual, para oponer- García Márquez posmoderno El relativismo de la verdad Julio Ort e g a 1 En la historia de la lectura falta el capítulo sobre leer en llanto. Esta sería la historia de una lectura sentimental, y podría estar al cen- tro de la composición del melodrama y su estrategia de reemplazar el suspenso con las lágrimas. Pero también alcanza a la retórica de la con- fesión, cuando las lágrimas son la autoridad más persuasiva, porque dicen más que las palabras; como en el famoso poema de sor Juana Inés REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 69 A cuarenta años de la aparición de Cien años de soledad, la obra de García Márquez ha ido creciendo hasta convertirse en una de las piezas fundamentales de la literatura en nuestra lengua. El crítico peruano Julio Ortega nos ofrece una re- flexión acerca de la vigencia indiscutible de la novelística del gran escritor colombiano. de la Cruz, donde a los reproches de la persona amada se le muestra el corazón deshecho en llanto. O sea, la verdad desnuda como trofeo retórico. Confesarse en llanto, por lo demás, es hacer del culpable la víctima, máxima estrategia del sujeto confesional. Desdémona respon- de a la historia de Otelo con suspiros y piedad. El llanto disuelve a la lectura en una “historia de vida”, novelescamente mutua.

García MárEl r elativismo de la verdad · le la extraordinaria historia de una marquesita de doce años, sacrificada por el fanatismo veraz de su tiempo inverosímil. Si la fábula

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En Del amor y otros demonios (1994) Gabriel GarcíaMárquez parecía confiar en lectores a los que la lecturapone al borde del llanto. Se diría que así como ante-riormente había escrito novelas que lo esperaban casitodo de la risa, de la crítica o de la nostalgia, ésta nosc o n voca a llorar. En la lección del poeta Ga rcilaso dela Vega, que es el paradigma de expresividad que la no-vela propone, el llanto es un arrebato sublime; y porlo mismo, la elocuencia mayor del arte de contar. Sóloque en la tradición retórica del lenguaje de las lágrimas,en esta novela la agonía amorosa se da en una mayor: ladel fin de los tiempos y mundos conocidos, al comien-zo de la catástrofe moral de la Colonia, cuando el pai-saje de la carencia ha reemplazado a todos los lenguajesde acopio y reserva y dominan, ahora, las versiones dela peste, la prohibición y la muerte.1

En efecto, en cinco capítulos que equivalen a lascinco canciones del enamorado poeta español renacen-tista, esta novela conmueve primero por la aceleracióndramática de su pulso alterno de personajes desvalidosy episodios impositivos, que se precipitan en la fatali-dad de los hechos, inapelables. Ésta es una fábula (tandelicada como acerada) que viene de la historia, o almenos de la leyenda, si nos atenemos al testimoniodel autor en su nota prologal; pero viene también delperiodismo, de una crónica que él hizo, según afirma,en l949, en torno al descubrimiento de una tumba enel convento de Santa Clara, en Cartagena de Indias.Pero, a diferencia de El general en su laberinto (1989),donde la fábula es inscrita en la historia para leer lapágina en blanco de los últimos días de Simón Bolívar;aquí la fábula huye de la historia factual, para oponer-

García Márquez posmoderno

El relativismode la verdad

Julio Ort e g a

1 En la historia de la lectura falta el capítulo sobre leer en llanto.Esta sería la historia de una lectura sentimental, y podría estar al cen-tro de la composición del melodrama y su estrategia de reemplazar elsuspenso con las lágrimas. Pero también alcanza a la retórica de la con-fesión, cuando las lágrimas son la autoridad más persuasiva, porquedicen más que las palabras; como en el famoso poema de sor Juana Inés

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A cuarenta años de la aparición de Cien años de soledad, laobra de García Márquez ha ido creciendo hasta convertirse enuna de las piezas fundamentales de la literatura en nuestralengua. El crítico peruano Julio Ortega nos ofrece una re-f l exión acerca de la vigencia indiscutible de la novelística delgran escritor colombiano.

de la Cruz, donde a los reproches de la persona amada se le muestra elcorazón deshecho en llanto. O sea, la verdad desnuda como trofeoretórico. Confesarse en llanto, por lo demás, es hacer del culpable lavíctima, máxima estrategia del sujeto confesional. Desdémona respon-de a la historia de Otelo con suspiros y piedad. El llanto disuelve a lalectura en una “historia de vida”, novelescamente mutua.

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le la extraordinaria historia de una marquesita de doceaños, sacrificada por el fanatismo veraz de su tiempoinverosímil. Si la fábula debe, por lo mismo, desociali-zarla convirtiéndola en hija espúrea o indeseada, que essalvada y adoptada por las esclavas negras en la cocina;la escritura deberá, a su turno, liberarla a través de lapoesía, del discurso amoroso y fugaz que la humanizaen la prisión conventual y la tortura eclesiástica. Lanovela, al final, disputa a la historia su carácter inape-lable, y abre en las tumbas y claustros del pasado elcuento que lo reescribe y contradice. Pero la novelatambién disputa a la ideología (en este caso religiosa ysupersticiosa) la lectura sancionadora de los hechos, ydemuestra el carácter puramente construido de unarealidad tan artificial como feroz. Si a la historia le robauna vida, la más breve; a la religión le substrae un cuer-po deseoso. Y aunque la novela no puede sino confir-mar los hechos para poner a prueba su propio podercontradictorio, pocas veces estamos ante una novelaque logra la mayor lección clásica: haber convertido eldolor en belleza. Esa fuerza desolada, esa vehemenciade la agonía, se resuelven aquí en el arrebato de unapoesía tan límpida como emocional.

Si en La increíble y triste historia de la cándida Erén-dira y de su abuela desalmada (1972), García Márquezhabía ya contado la historia de una muchacha comouna versión del esclavo y del amo, lo había tenido quehacer desde mediaciones irónicas y paródicas, con la

distancia del humor que facilita la cru d eza episódicade lo abye c t o. Según Kristeva no hay sujeto fre n t eal Yo que ejerce abyección, sólo hay objeto, fetiche.2

En cambio, a la versión de Cenicienta y al interc a m b i oc a r n a valizado de la prostitución, que son los ejes deEr é n d i ra, sucede aquí una escritura pulcra y decanta-da que re vela, tras los códigos sociales, una historia delas mentalidades como historia real pero absurda. Po r-que se impone en esta novela la noción de que, poruna vez, la violencia de lo real le ganará la partida a lasrevisiones de la fábula.3 Contra el espacio cerrado delas mentalidades, la poesía debe tratar de subve rt i r,por la vía emotiva de su epifanía amorosa, las tenebro-sas lecturas codificadas de la ve rdad única y la autori-dad unive r s a l .

Como si esta breve novela fuese en sí misma uncurso completo sobre la historia de la novela, una suer-te de vademécum del arte de narrar, recomienza conella la lección narrativa por excelencia, la que confirmael mundo como una sobrecodificación cultural, histó-rica y social. Esta visión escéptica de la “sociedad disci-plinaria” (Foucault) es característica del pesimismosocial de la modernidad narrativa; pero también de lapráctica actual de desbasamientos y fragmentacionesdel relato postcolonial y postmoderno. En todo caso,el género mismo de la novela, desde esta perspectivasituada, supone siempre la ruptura de un código; yrevela, en consecuencia, el carácter no esencial sinoconstruido del mismo. En una variante de esa defini-ción robusta del género, García Márquez, con el talen-to que posee para hacer una tormenta narrativa en unvaso de agua histórica, trama en Del amor y otros demo-nios el breve derroche de una vida transculturada, elarabesco de un amor de convento, el auto sacramen-tal caribeño y colonial de ambos mundos; y, en fin, elcanto del amor gentil recobrado por un habla clara ycristalina, para contar la fábula de una muchacha defin de siglo colonial que contradice todos los códigosdel saber autorizado por la sociedad cerrada. Ella es unavíctima propicia, un cuerpo del sacrificio, inocente desu vida (clásica, renacentista) y de su muerte (románti-ca, folletinesca); libre, al final, en nuestras manos, comosi caminase sobre las aguas de la lectura. Advertimos,como en un criptograma, que García Márquez ha rees-crito en su obra el libro de la naturaleza desde el librode la sociedad como si fueran, ambos, otra lectura, la dellibro de la fábula. La lectura es el verdadero espacio delas transmutaciones: lugar de la abundancia, de la in-

2 La idea proviene de Bataille. La desarrolla Julia Kristeva en suPowers of horror, An Essay on Abjection, New York, 1982.

3 Antonio Benítez Rojo ha propuesto una lectura mítica de estafábula en “Eréndira, o la Bella Durmiente de García Márquez” en Cua-dernos Hispanoamericanos 448, Madrid, octubre 1987, pp. 31-48.

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Gabriel García Márquez

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terpretación favorable, donde todos los libros son unapágina, una rama de la lectura perpetua.

Conviene decir algo más sobre la función configu-radora del código. Se trata aquí de una codificacióne s t ructurante, que parte de la noción de “edad oscu-r a” asignada por la historiografía latinoamericana a lossiglos de la Colonia; suma a ello, enseguida, la organi-zación social esclavista, que en esta pintura de Cartage-na de Indias del siglo XVIII supone el poder religiosocomo central y el poder político español como volun-tariosamente ilustrado. Y añade a ello la prolija codifi-cación sociocultural, que es aquí una jerarquía colonialespañola pero, en sus márgenes, una hibridez afroca-ribeña. Digamos que la codificación disciplinaria, reli-giosa, institucional de América supone la noción deverdad del discurso dominante colonial; y que la dife-rencia americana es percibida como enigma de la natu-raleza indócil; y una prueba, por lo mismo, que Diosha interpuesto a la capacidad de lectura de sus doctoresde la fe. Los signos más decisivos de la autoridad sonreligiosos, y hacen aquí del “exorcismo” (más abyectoque programático) una prueba de su misión evangeli-zadora; porque la disputa con el demonio no es sóloespiritual sino cultural, ya que éste representa la entro-pía americana, el caos de la herejía africana o nativa, esano cultura que es preciso incorporar o extirpar. En ellaboratorio histórico que había visto Alejo Carpentieren el Caribe (el anfiteatro enigmático de un poema deWallace Stevens), García Márquez introduce la varian-te, más novelesca que polémica, de una clase criolla ve-nida a menos, sin destino en el discurso nacional delromance familiar que pronto impondrán los naciona-lismos, que en América Latina son creaciones de lamodernidad, y no al revés. (Es decir, se demoró dema-siado la modernidad en aquellos países donde la Ilus-tración y los procesos de emancipación colonial nogestaron fuerzas de afirmación nacionalista o regiona-

lista.) Mal avenida, la pareja paterna propicia el sacrifi-cio de la hija, que se mueve del desamor del origen alamor libre de los esclavos, para terminar en el amorpetrarquista del cura literato que no puede salvarla.Ella es sacrificada para demostrar la precaria trama delo social, allí donde perece sin entender su propio papelde víctima propicia.

Esta sobrecodificación convierte al mundo en untexto interpretado literalmente y en todos los sentidos.Por ello, la lectura de los códigos será un malentendidopermanente, que no sólo extravía el sentido común y lacertidumbre de los hechos, sino que torna a la vidamisma en materia arbitraria. Sin capacidad de arbitrio,la vida humana está sujeta a la interpretación reduccio-nista, que la obliga a hacer sentido (sinsentido) en laracionalidad (demencial) del código que la forma yextravía.

Quizá por eso los padres de Si e rva María, el mar-qués sentimental y desangelado, incapaz de leer porcuenta propia su lugar en la tragedia; y Be r n a rda, lam a d re truculenta y silve s t re, abandonada al desengaño;no sólo no se aman, sino que se desentienden de la hija,y la abandonan primero a los esclavos, como huérf a n asocial; y luego al convento, como endemoniada. Radi-calmente otra, la niña es así desheredada del discursofamiliar; y su desocialización (es casi un emblema dela cautiva romántica, salvada por la filosofía natural de lacultura subalterna) propicia su carácter de víctima detodos los códigos. Como el héroe epónimo del re l a t oromántico (aquel sujeto rebelde que se acrecienta en sulucha tenaz contra la sociedad que lo recusa), aquí estaniña inocente delata la aberración del código, el va c í osocial de un destino cultural alterno, hecho por losh u é rfanos del orden, cuya identidad ya no es española;y convierte, como en un espejo inverso, al mundo quela condena en un espectáculo absurdo, cruel y siniestro.Como en la novela histórica clásica (Dickens, To l s t o i ,

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Plaza de la Aduana, Cartagena, 1990

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Dumas), las leyes que hacen el mundo son incólumes, yp ro m u e ven la miseria y la desdicha. Así, esta nove l ahace de su héroe trágico el contrahéroe del discurso,p o rque su tragedia contradice punto por punto el dis-curso que lo explica; y su ruptura del código equivale auna refutación del mundo. Esta heroína posee en ello lalógica impecable de una construcción caldero n i a n a ;p e ro también la ironía mundana, no exenta de horro r,de la sabiduría cervantina.

Todo se sostiene en la interpretación y, por tanto,todo se decide en la lectura. Esta conclusión de la nove-la no es ajena a la obra de García Márquez, que ya en Elcoronel no tiene quien le escriba (1958) había forjadouna parábola de la lectura como enigma de la historiasocial y política: la fe en el código remoto de la autori-dad victoriosa sostiene a ese lector trágico, que cree enla verdad de la letra, y que sólo tiene en sus manos algallo del hijo muerto como emblema del azar ilegible.Cien años de soledad (1967), ciertamente, construye elmundo como un acto de lectura múltiple, al punto quela novela se escribe como traducida en voz alta, y el lec-tor lee por sobre el hombro del personaje que se lee,revelado. Crónica de una muerte anunciada (1981) es elintento deliberado por descifrar el código que haimpuesto su letra sacrificial, más por fatalidad que porconvicción. Y, en fin, El general en su laberinto es unahipérbole cervantina de la lectura: de tanto leer histo-ria bolivariana, el Narrador decide escribir la páginaque haga legible al héroe.

En Del amor y otros demonios asistimos a un verda-dero espectáculo de la lectura como construcción, ver-sión, y disputa del mundo. Hay que decir que al termi-nar la novela (el lector puede verificarlo en su propiacomunidad de lectura) uno experimenta la zozobra delo leído como fatalidad (alguien, cruelmente, muere) ycomo precariedad (el código que la mata ejerce la vio-lencia más arbitraria). Ocurre que la niña muere en laquinta sesión de exorcismo, tal como nuestra lecturacesa en el capítulo quinto: nos conmueve la crueldad,pero la lectura interna de los hechos queda irresuelta ennuestra propia lectura. Sintomáticamente, el lectorvuelve las páginas de la novela: busca la huella de supropia lectura, como si la zozobra de leer pudieseencontrar otra ruta entre los caminos de la interpreta-

ción. Descubre, entonces, que de algún modo toda lahistoria tiene un carácter de relectura: los personajesvienen de la historia, del linaje narrativo del autor, dela mitología colonial. La novela misma parece remon-tarnos a la poesía petrarquista: los “fieles de amor” eranya un horizonte del discurso de Florentino, como sunombre lo anuncia, en El amor en los tiempos del cólera(1985); pero también al teatro del Siglo de Oro, a laimpecable codificación ideológica de Tirso de Molinao a la elocuencia fervorosa de Lope de Vega; mientrasque la hechura del mundo como una trama de lecturascambiantes remite amenamente a Cervantes, sin olvi-dar que la aventura de un sujeto desheredado que seenfrenta al mundo es de filiación decimonónica y per-suasión romántica; tanto como es moderna la formacíclica de la novela, en la que un narrador equivalentea la memoria nacional asume la baraja de la interpola-ción; y es postmoderno el desmontaje radical de lo re-p resentado como pura relatividad. Ésta es la novela másemotiva del autor, pero es también la más literaria.

Pero lo que sí ocurre por primera vez es esta mila-grosa, epifánica actividad de una lectura novelada: deun mundo leído como otra novela, y de una historiaque se hace en la lectura que sus personajes interponen.Si la tradición de esta mirada irónica es cervantina, suentramado fabuloso es del todo marqueziano; esto es,de este mundo (americano) y del otro (poético).

Al autor debe haberle ocurrido otro tanto con supropia lectura de la novela que escribía; al punto que alterminarla debió releerla desde su propia historia. Enefecto, la nota introductoria que Gabriel García Már-quez firma en “Cartagena de Indias, 1994,” sólo pudohaber sido escrita después de la novela (cuya primeraedición es de abril de 1994). Su propósito prologal esestablecer un triple origen discursivo del relato: el delperiodismo inmediato, el de la memoria popular y l e-gendaria, y el del enigma de una palabra de la muerte.Este gesto de inscribir el origen en el fin, demuestraque pre valece la escritura (los poderes de la ficción)s o b re la arbitrariedad de la historia, la tiranía de la ideo-logía, y la vulnerabilidad misma de la vida. Escrita contrala normatividad inflexible de la Ley, esta novela implicaque se escribe también contra la historia que naturali-za la violencia; lo que equivale a decir que se inscribe

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Quizá Del amor y otros demonios nos dice que, tanto a finales del siglo XX como a comienzos

del XXI, la verdad se alimenta de la mentira al punto de hacerse indistinguible.

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como un acto poético contra la muerte. De allí el em-blema subrepticio de este prólogo: el Narrador se sitúaen el azar cotidiano de una lectura latente (“Date unavuelta por allá a ver qué se te ocurre”, le dice el jefe deredacción del diario); y, en efecto, su crónica de ese 26de octubre de l949 (el día en que vacían las criptas delc o n vento colonial de las Clarisas) da cuenta de una visiónemblemática de la novela:

Así que mi primera visión al entrar en el templo fue unalarga fila de huesos, recalentados por el bárbaro sol deoctubre..., y sin más identidad que el nombre escrito alápiz en un pedazo de papel. Casi medio siglo despuéssiento todavía el estupor que me causó aquel testimonioterrible del paso arrasador de los años.

Una de las tumbas es de Sierva María de Todos losÁngeles, muerta hacía doscientos años, cuya cabellerainsólita “medía veintidós metros con once centíme-tros”. El Narrador recuerda entonces una leyenda quele contaba su abuela sobre la marquesita de doce años ylarga cabellera que había muerto del mal de rabia, “yera venerada en los pueblos del Caribe por sus muchosmilagros”. Y concluye, simétricamente: “La idea deque esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia deaquel día, y el origen de este libro”. Así, el relato nacede la muerte, por mediación del cuento matriarcal(que estaba también en el origen de Cien años de sole-dad); sólo que la atribución de la leyenda a la historia(de la memoria infantil a las ruinas del pasado) ya esuna forma de lectura, de interpretación asociativa, quealegoriza los orígenes con las sumas de la letra. Ya lavisión de los huesos nombrados crudamente en unpedazo de papel sugiere la lectura de un alfabeto fune-rario, donde se consagra la precariedad de lo vivo, conlección moral y figuración poética; si esa lección es tra-dicional, esa figuración es el primer gesto de una lectu-

ra poética (“estupor”, “testimonio”). Y, en fin, la leyen-da anónima adquiere un nombre en el lenguaje de lamuerte: la tumba da nombre al cuento; la lectura, otravez, permite las asociaciones y figuraciones de la escri-tura. Este acto poético de leer los huesos y leer la tumba,para representar el estupor de la carencia humana y res-ponder con la imaginación, con la vida (imaginaria) deuna niña capaz de subvertir los órdenes de la historia,anuncia que esta novela, desde su pretexto, es un actocomplejo de la formidable empresa de escribir leyen-do; de leer en la inscripción del relato el desciframientodel mundo, desatado por la muerte, y retrazado porla ficción.

La persuasión poética de esta novela decide inclusola suerte de la representación. El mundo sólo es histó-rico en el paratexto, los personajes sólo son posibles enla leyenda, los hechos se inscriben en la resonancia míti-ca que los desencadena. Todo es ficción, hasta la cer-t i d u m b re misma. Todo viene de la literatura, de las ma-trices discursivas que dictan las formas inteligibles, elespacio proteico de la letra, el carácter radicalmente poé-tico del nombre como atributo de la cosa convocada.En este ejercicio asociativo, cada episodio resulta ser ellenguaje cifrado de otro discurso, como si la ficción secomplaciera en manifestarse a través de las variacionesde su alfabeto combinatorio; como si el mundo no fuesedistinto de la novela, que lo troca y trueca en y por susrenombres.

La primera escena (un perro rabioso muerde a Sier-va María) instaura en la serie de los hechos, en la fábu-la, el principio del desorden. En el mercado, el perroenfermo, “revolcó mesas de fritangas, desbarató ten-d e retes de indios y toldos de lotería, y de paso mor-dió a cuatro personas...”. En la tradición del caos conque se inician los relatos de carencia y sacrificio, deculpa y expiación, esta imagen es seguida por la deuna “mortandad inexplicable” en el barco negrero, que

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Calle del Curato, Cartagena, 1988 Calle de Santo Domingo, Cartagena

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suscita “el temor de que fuera un brote de algunapeste africana”. Ese mismo día el gobernador comprauna bella esclava abisinia “por su peso en oro”, y la no-vela sugiere que la trata es el negocio de la pro s p e r i-dad; hasta la madre de Sierva María, aparece signadapor esta economía, tan literal como simbólica: “Nadiehabía sido más astuto que ella en el comercio de escla-vos”. Veremos después que la sociabilidad misma es-tará frustrada por este régimen que impide reconoceral Otro y, por lo tanto, reconstruir la propia identidad.La economía simbólica de la esclavitud es otro desor-den, que niega la diferencia y produce carencia. No escasual, entonces, que la casa de los padres colinde “conel manicomio de mujeres”, otra metáfora de la pertur-bación de la comunalidad. Este establecimiento de losreferentes se rehace pronto en la interpretación: Sagun-ta, una “india andariega” entre bruja y adivina, anuncia“una peste de mal de rabia”, pero su visión es contesta-da por el padre, el marqués de Casualdero, con otrainterpretación: “No veo el porqué de una peste... Nohay anuncios de cometas ni eclipses que yo sepa...”.Sagunta replica que en marzo “habría un eclipse totalde sol”; y, en efecto, ese eclipse ocurrirá en la novela.Estos signos del desorden instauran en la re p re s e n t a-c i ó n el linaje discursivo del fin de los tiempos y delmundo al revés: pestes y eclipses son homólogos a la

decadencia y la aberración, que encarnan los padres,pero también al fanatismo y la violencia, que la Iglesiarepresentará.

Abrenuncio, el médico liberto, es un lector privile-giado: aunque su ciencia está imbuida de adivinación,es un ilustrado que promueve la razón y el sentidocomún, y al menos protesta la decisión del padre deentregar la niña al convento. Cuando examina a la víc-tima, leemos que “Lo único que no pudo interpretarfue el olor de cebollas en el sudor de la niña”, porq u e ella,desde otra lectura del accidente, ingiere las yerbas quelos esclavos le preparan para conjurar el mal.

Si e rva María nace, antes que en Cartagena de In d i a s,en el nuevo mundo del discurso: es un signo america-no, heteróclito, y emerge del lenguaje regional; ella sólopuede ser un signo irreductible a la lógica discursivadominante y, por eso, es casi presocial, indómita, salva-je; y en esa asociación canónica, demoniaca, posesa. Sudefinición como “endemoniada” es resultado de la in-terpretación equívoca que suscita en tanto signo ambi-guo, hecho en la hibridez. Su silencio, al igual que suanalfabetismo, sugieren la renuncia a la comunicaciónque la haría legible, identificable; tanto que cuando deberesponder, opta por la estrategia de la mentira. Perocomo de todos modos debe ser controlada por el có-digo, su interpretación como endemoniada prueba el

Claustro de San Francisco, Cartagena, 1969

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poder de la lectura dominante, cuya convicción es amuerte. Los signos insólitos de la cultura subalternasólo pueden ser explicados o tachados.

Se diría que lo americano sólo nace al precio de suextinción: se hace legible al costo de su extravío. Ya lospadres delatan, en su desamor, la carencia del Eros, queaparece desavenido, monstruoso; y que cuando irrum-pe en la pareja del cura enamorado y la niña cautiva,sólo será para consumirlos. Son padres del fin delmundo, del mundo al revés, de la carencia que propa-ga el líder haciendo perder al cosmos su sentido, susgranos y espigas.

El primer gran signo ilegible es la sintomatologíade la rabia. En ve rdad, no son visibles los indicios enla niña mordida por el perro, pero todos la condenan amuerte, incluso el médico ilustrado, que es el mayorlector de los males del cuerpo, en la medida que losfrailes lo son del alma. El padre intenta proteger a laniña, pero es incapaz de tomar decisiones propias. Poreso, cuando la Iglesia cree leer en la niña signos deposesión, el padre la entrega al convento. Allí las mon-jas no conocen la duda: le levantan las actas de la pose-sa, y ni siquiera distinguen los juegos y exageracionesde la niña, interpretándolo todo como un lenguaje ma-l i g n o. La creen nigromante, invisible, animal feroz, blas-fema y hereje. Es el Enemigo, el otro radical.

Pero aun cuando el mal de rabia era entendido porlos padres como una afrenta al honor de su casa (enverdad habían ya perdido el honor y la casa), su desidiay decadencia son tales que la abandonan en el conven-to sin mayor trámite. El padre parece descubrir el amor

filial pero ya es tarde para esa responsabilidad. La fami-lia criolla está vaciada por dentro, privada de destinonacional: el romance familiar es aquí una inversión desus términos, una resta del sentido. Hegel habría com-probado en el padre ocioso el desgano vital que atribu-yó a los criollos.

Sierva María nace como un genuino signo enigmá-tico: es sietemesina, y el cordón umbilical estaba porestrangularla. Rechazada por la madre (“la odió desdeque le dio de mamar por única vez”), aprendió tres len-guas africanas, a beber sangre de gallo, y a deslizarse sinser vista ni sentida. Como una versión americana del“filósofo autodidacto”, la niña rehúsa ser socializada: seniega a la escritura. Su educación es premoderna, étni-ca, africana; y no tiene destino social en un medio quela condena a la semejanza siendo, como es, libre delespacio disciplinario de su tiempo. Sólo que su margenes incorporado y debe sucumbir al espacio serial. Hastael médico Abrenuncio ejerce con ella la autoridad de sufe en la lectura: “A él le bastó una mirada para ver sud e s t i n o”. Esa capacidad totalizadora de leer ilustra mejorque nada su condición moderna.

Al menos, Ab renuncio cree que sólo queda espe-rar los síntomas de la rabia, de por sí incurable; otrosmédicos, menos prudentes, practican curaciones supers-ticiosas y atroces. La tortura médica la hace revolcarsepor los suelos “aullando de dolor y de furia”. Y es estacrisis del cuerpo lo que lleva a los demás a interpre t a rsu supuesto mal: “Hasta los curanderos más audaces laabandonaron a su suerte, convencidos de que estabaloca, o poseída por los demonios”. Rabia, locura, pose-

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Entrada amable, Cartagena, 1980Calle de la Amargura, Cartagena, 1985

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sión, son versiones inapelables. Sagunta, con sus curase s p e c t a c u l a res, no hace sino confirmar lo peor. El Ob i s-p o, que sólo de oídas conoce el caso, tiene ya un vere-dicto. “Es un secreto a gritos —le dice al padre— quetu pobre niña rueda por los suelos presa de convulsio-nes obscenas y ladrando en jerga de idólatras. ¿No sonsíntomas inequívocos de una posesión demoniaca?”.El padre, espantado, pregunta: “¿Qué quiere decir?”. Yresponde el Obispo con la ley analógica que equipara lacrisis del cuerpo con la del espíritu: “Que entre las nu-m e rosas argucias del demonio es muy frecuente adoptarla apariencia de una enfermedad inmunda para intro d u-cirse en un cuerpo inocente”.

Al centro de esta interpretación hay una diferenciaentre las autoridades de la lectura: Abrenuncio, por unlado, que es descartado como nigromante, adivino, pe-derasta, libertino y ateo; esto es, como monstruo ilus-trado; y, por otro, Cayetano Delaura, hijo de la Iglesiay su mejor lector: estudiante de Salamanca, biblioteca-rio, erudito y devoto. El marqués intenta defender almédico pero el Obispo sentencia: “Por fortuna, aun-que el cuerpo de tu niña sea irrecuperable, Dios nos hadado los medios de salvar su alma”.

Esta división radical entre cuerpo y alma reproducela serie de antagonismos con que la lectura dominanteextravía lo real, violentándolo con su re d u c c i o n i s m o. La

sentencia del Obispo es ya una condena a muerte: “Dé-jala en nuestras manos”, concluyó, “Dios hará el re s t o” .

En esta lógica del contrasentido (orden del mundoal revés: desorden de la ley) el marqués, conmovido, des-cubre el amor filial, y siente “el gozo nuevo de que laamaba como nunca había amado en este mundo”; sóloque, de inmediato, toma “la determinación de su vida” :e n t regar a su hija al conve n t o. Es un Domingo de Ramos,y la niña va ataviada con la ropa estrafalaria de su abue-la. El padre le pregunta: “¿Sabes quién es Dios?”. “Laniña negó con la cabeza”. Es la víctima perfecta: igno-ra el sacrificio que consagra su vida a nombre de sumuerte. Sabiamente, el Narrador no repite la compul-sión de los personajes: no se propone leer a la niña, nipretende saberlo todo de ella. Al contrario, ella es unsigno llenado de las significaciones atribuidas por loso t ros, no por el Na r r a d o r, que la recuenta a distan-cia prudente, entre su voz memoriosa y nuestra mira-da a l e rta. Así ocurre en este paso crucial de su conde-na al convento: “El marqués la vio alejarse, cojeandodel pie derecho, y con la chinela en la mano. Esperó envano que en un raro instante de piedad se volviera amirarlo”.

El formidable capítulo tres es una apoteosis de la lec-tura. Mutua, equívoca, normativa, fanática, la lecturaes la materia inteligible del mundo, aun si lo extravía,

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Minarete Baluarte de Santa Catalina, Cartagena

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p o rque es su forma razonada, su disputa permanen-te, su textura histórica. En esta demostración (donde laironía crea una distancia crítica) la novela ilustra el ca-rácter cultural de lo real, y el implacable fundamentalis-mo de cada hora. Situándose en la crónica del siglo X V I I I,este capítulo recuenta primero la historia del conventode clausura: el mapa del claustro re p roduce a la sociedadcerrada, en cuyo “rincón de olvido” encierran a SiervaMaría. Esta referencialidad se hace necesaria al relatop o rque sitúa en lo ve rosímil las pruebas de su deba-te. Porque la novela implicará en su fábula una demos-tración moral de los hechos (contrastando las interpre t a-ciones con las evidencias). Por su parte, el Narradori m p l icará que su omnipresencia en el habla incluye lahistoria, el “n o s o t ro s” y el “aquí” haciéndose así más ve-rosímil que novelesco; al modo de un piloto de la navede la lectura (de la locura de un mundo ejemplar, ho-mólogo al actual en el drama de la verdad perdida entreversiones contrarias y feroces). Inevitablemente, esteNarrador de la ciudad del habla compartida, de la letrahistoriada y re f rendada, va siendo novelado por la mismafábula; no necesariamente como personaje sino comocómplice (irónico) del lector (dramático) en el devela-miento (trágico) de los hechos.

En todo caso, las novicias que tratan de comunicar-se con Sierva María concluyen que es “sordomuda” o“alemana” porque no comparte el código que las iden-tifica. Sierva María rehúsa asumir una identidad legi-ble, y para ello se vale del silencio y, cuando la cosaaprieta, de la mentira. Mentir es siempre ser otra; y noes casual que Abrenuncio opine que ella irá a ser, talvez, poeta. Pero ella reconoce su identidad subalternacuando las esclavas negras le hablan en yoruba.

En cambio, la abadesa posee una identidad robus-ta: la del fanático, que se alimenta de todo aquello quelo desmiente. No conoce duda, y de antemano perc i-be a la niña como “engendro de Satanás”. En la prisióndel convento, la escritura es ley: se empiezan a leva n-tar actas a la posesa, y los testimonios de las noviciasadquieren valor de verdad. La letra, otra vez, sostiene alos poderes que la controlan, que dividen el bien y elmal entre lo legible y lo no legible. Las actas (la escri-tura) sancionan como verdad la mera superstición (elhabla). No obstante, la niña contamina con su leyendael orden conventual y sus poderes supuestos son unahipérbole de la comunicación cuando se le pide “quesirva de estafeta con el diablo”. Es interesante, en estepunto de breve humor, que Sierva María (“analfabetaabsoluta”) imite “voces de ultratumba, voces de dego-llados, voces de engendros satánicos”, porque la ora-lidad es el margen disforme, lo otro, lo entrópico. Lasn ovicias son lectores literales, mientras que Si e rva Ma r í a ,más libre de la repetición, de la hegemonía, de la seme-janza, es un signo capaz de fracturar el principio de

identidad pero también el de no contradicción. En otraparte, se dice que ella imita el lenguaje de los pájaros, yya sabemos que es capaz de hablar tres lenguas africa-nas. Hegel creyó las lenguas americanas imitaban el hablade los pájaros; pero la niña ejerce la polifonía de lo oral,paródica y libremente, demostrando su signo america-no alterno, hecho en la cultura de las diferencias.

Pe t r a rquista hasta por su nombre, Cayetano De l a u r apromueve su oficio de lector (“su dignidad de lector”),tanto como la tradición de la lectura (la biblioteca quecontrola es el centro del palacio, todo lo demás es rui-na); pero ya en una sesión de lectura (“aquella tardehistórica”), trastabilla, se salta una página, y el Obispolo advierte: “¿En qué estabas pensando?”, lo interroga.“En la niña”, responde Cayetano. Como una fuerzaanterior a la letra pero posterior a la lectura literal, laniña interfiere aquí con la rutina de leer, al modo de unbalbuceo, de una página en blanco. Cayetano Delauraha soñado con ella, y el sueño emblemático (come deun racimo de uvas, consumiendo su tiempo vivo) irá aser soñado por la niña dos veces, la última antes de sup ropia muerte. Así, el sueño anticipatorio aparece comouna visión en el espacio de la lectura hermética: leer elsueño es acceder a un enigma mayor, pues hace de lasuvas un emblema de la lectura descifrada. La novela secita a sí misma dentro del sueño soñado como su últi-ma verdad. No en vano, cuando Delaura visita el con-vento, la abadesa le señala el jardín de la abundancia:“Igual alarma le causaba el jardín florecido con tantoímpetu que parecía contra natura... había flores de tama-ños y colores irreales, y algunas de olores insoportables.Todo lo cotidiano tenía para ella algo de sobre n a t u-r a l”. La abundancia, en la tradición escolástica, es s i g n ode exc e s o. En la re p resentación autoritaria, se trata derestarla por vía ascética a nombre de la didáctica de lacarencia.

De este modo, el signo maligno de la niña adquiereahora el valor pagano de una deidad fecunda. La aba-desa lee esos hechos en su clave literal: lo monstruosorevela la operación diabólica, porque “lo que estamosviendo habla por sí”. Delaura asume, en ese antagonis-mo, el papel de abogado del diablo: “A veces atribui-mos al demonio ciertas cosas que no entendemos, sinpensar que pueden ser cosas que no entendemos deDios”. Apelando a Santo Tomás, la abadesa replica: “Alos demonios no hay que creerles ni cuando dicen lave rd a d”. Delaura introduce no sólo el valor del no sabersino el principio de la duda: leer desde la duda contra-dice la interpretación literal.

Pero el eclipse y sus signos de desorden no dejanduda: “En el convento, desde luego, nadie dudó de queSi e rva María tuviera poderes bastantes para alterarlas leyes...”. Pero cuando Delaura logra comunicarsecon Si e rva María, ella demuestra que puede hablar

EL RELATIVISMO DE LA VERDAD

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con hipérbole y humor: “Soy más mala que la peste”, ledice, atribuyéndose la identidad diabólica que le hanasignado en esta comedia de la lectura. Hijo de la letra,Delaura acude a su propia libertad, la poesía de Garci-laso, y responde con versos del toledano. El diálogoentre ellos se precipita en la intimidad amorosa (galeo-to no fue el libro, pero si el endecasílabo) y viven ellos,en el secreto del convento, el escándalo improbable dela égloga.

Pero el drama de la lectura se precipita: Delaura dis-puta al Obispo la sanción de la niña, y éste le replicaque “las barajas del Señor no son fáciles de leer”, peroDelaura se rebela: “no creo que esa criatura esté poseí-da”. No pueden darse dos lecturas, y la tragedia seimpone: tratando de salvarla con su amor, Delaura laabandona en manos del Obispo.

Todavía otras instancias de la lectura se interponen,retardando el desenlace. El nuevo virrey es un ilustradoque cree en la educación y los tiempos de renovación.La biblioteca de Abrenuncio (como la del judío erran-te) contiene el libro que Delaura no terminó de leer deniño, el Amadís de Gaula. Otro fraile, el padre Aquino,enseña a la niña que los demonios de Europa y Améri-ca son los mismos, “pero su advocación y su conductason distintos”. Desengañada, Si e rva María entiende quesu libertad depende “sólo de ellos mismos”, de la pare-ja incierta; pero Delaura no cree en la fuga y esperaalguna salida legal; él mismo termina siendo interpre-tado como endemoniado. El Obispo concluye que el

poder diabólico de Sierva María exige toda su convic-ción; y el combate final entre la niña y el religioso es elúltimo antagonismo de una novela que ha alternado sujuego de oposiciones para demostrar el carácter irre-ductible de la mayor tragedia: la del entendimiento po-seído por el demonio de la verdad única.

Con una vehemencia lírica a la vez precisa y absor-ta, la novela culmina albergando a su heroína: se cita así misma en el sueño final de la niña, como si el cantodormido de la memoria recobrara en la escritura laintimidad de la víctima, salvada por las palabras, por lalectura, que ya no requieren despertarla.

Otro de los milagros de esta novela (de este brevetratado del arte del relato) es que cada página sea mejorque la anterior: más cierta, más conmovedora, másfatal. Hija de esa poesía, Sierva María de Todos losÁngeles es una víctima propiciatoria de la fábula de lalectura, que esta novela consagra como lección deamor y canto de consolación.

Al final, el radical relativismo de las interpre t a c i o n e sno implica que la realidad sea disuelta por la raciona-l idad o irracionalidad de cada discurso. Al contrario,cuanto más absurda es, la versión razonada de lo real sep royecta como más ve rdadera y, por eso, más autorita-ria. Esta escéptica parábola sobre la autoridad es tam-bién una reflexión íntimamente desencantada sobre estetiempo presente, hecho de nuevos fundamentalismos ymás víctimas. Po rque si la ve rdad es improbable, y suvida está en manos de la autoridad, de su capacidadde violencia, quiere decir que las muchas lecturas noson, en sí mismas, un principio de libertad sino uno dee s c e pt i c i s m o. La melancolía no es una nostalgia sinouna pérdida, un estado de luto. Quizá la novela nos diceque, tanto a fines del siglo X X como a comienzos del X X I,la ve rdad se alimenta de la mentira al punto de hacerseindistinguible. Sa l vo, ciertamente, para las víctimas. Ta lvez la historia ha dejado de contarlas; pero esta nove l ano se resigna a la lectura que las descuenta.4

4 Carlos Rincón en su estimulante libro La no simultaneidad de los i m u l t á n e o, postmodernidad, globalización y culturas en América Latina,Bogotá, 1995, destaca el carácter de metaficción narrativa en Ga rc í aM á rq u ez. So b re la lectura y la fábula en Cien años de soledad puede ve r s emi Gabriel Ga rcía Márquez and the Powers of Fiction, 1988. De la ampliabibliografía sobre el autor son importantes para nuestra perspectiva lostrabajos de Michael Bell, Gabriel Ga rcía Márquez, Macmillan, Mo d e r nNovelists, London, 1993; Gene Be l l - Villada, Ga rcía Márquez, The Ma nand his Wo rk , Chapel Hill, The Un i versity of No rth Carolina Pre s s ,1990; Peter Earle, editor, Ga rcía Márquez, El escritor ante la crític a ,Ta u rus, Madrid, 1981; Ma rtha Canfield, Gabriel Ga rcía Márq u e z , Pro-c u l t u r a , Bogotá, 1991; George R. Mc Mu r r a y, Critical Essays on Ga b r i e lGa rcía M á rquez, Hall & Co., Boston, 1987. So b re el método de lectura /escritura del propio autor, que en cada novela supone una interaccióno p e r a t i va distinta, queda mucho por decir. Un buen ejemplo de ello sed o c u m e n t a en el artículo de Ed u a rdo Posada-Carbó “Fiction and Hi s t o-ry: The b a n a n e ras and Gabriel Ga rcía Márq u ez’s One Hu n d red Years ofS o l i t u de” , Jo u rnal of Latin American Studies n ú m e ro 30, CambridgeUn i versity Press, 1998, pp. 395-414.

Ciénaga de la Virgen, Cartagena, 1960

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