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Garnacha

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La Señora Garnacha es menuda y llenita.

Tiene la piel fina, tersa y morena como la de una

muchacha en verano.

Junto a sus hermanas de racimo parece un joyero de

perlas negras.

En esta mañana septembrina, de sol rojo, ha

despertado perezosa entre el rocío del amanecer, oyendo el

balido unánime de un rebaño que pasta y rumia tiempos.

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La Señora Garnacha ha nacido en Cenicero. O tal vez

en Fuenmayor.

También ha podido nacer en Casalarreina, San

Vicente, Alcanadre, Abalos, Autol…

La Señora Garnacha ha nacido en La Rioja, pero tiene

familia en todo el mundo.

Hermanas de cepa cubren toda España: desde Galicia

a Cataluña por el norte, hasta las rubias, alegres, llenas de

cante y sol de Andalucía, saltando luego el mar hasta las Islas

Canarias y Baleares…

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Pero Garnacha ha nacido entre jotas. Es una uva

riojana.

A la sombra de hojas y pámpanos verdes aguanta el

sol, oyendo el galope del otoño que se acerca.

Y con él… La Vendimia. Días de

plenitud, transformación y futuro.

Pero vamos por partes. Cuando Garnacha nació era

un mínima bolita de aljófar verdoso, perdida entre pampanitos

y apretada junto a sus hermanas.

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Para entonces el labrador, ¡cuánto había trabajado en la

viña, cuidando su cepa madre!

Un día de invierno podó los sarmientos viejos, como

aquel que lleva a su niña a la peluquería para verla más guapa.

Solamente le dejó pequeños tocones, alguno más

largo, de donde un día de primavera saldría una nueva y

hermosa cabellera de hojas color verde lechuga.

La verdad es que entonces Garnacha no se veía muy

agraciada, pelona como una oveja recién esquilada.

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Pero toda la viña se veía igual.

Un mar de cabezuelas

grises, marrones, arrugadas, como muñones que surgieran de

la tierra en perfecta formación, unas al tresbolillo, otras al

cuadrado…

Garnachita había tenido su depresión y había pasado

mucho miedo, oyendo a las viejas cepas contar cómo lo habían

pasado de mal antiguamente, con terribles enfermedades que

si no se atajaban a tiempo, acababan con sus vidas o las

dejaban malparadas.

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Igual que los niños enferman de viruela o

sarampión, Garnachita tenía el peligro de coger enfermedades

como la filoxera, el oidium, el mildiu… etc., unas más graves

que otras, que, atacando sus raíces, hojas y tronco, las llena

de pecas o produce anemias mortales.

Pero un día, el labrador, que siempre estaba pendiente

de ella, llegó con su aparato de sulfatar.

La neblina de botica plaguicida jugaba al arcoiris

cayendo entre las hojas como una loción

protectora, salpicando de azul el racimo de Garnacha.

¡Y cómo reían bajo aquella ducha saludable!

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Los tordos salían volando sorprendidos y las

picarazas, al borde de la viña, balanceando las negras levitas

de sus colas, miraban extrañadas aquella llovizna artificial.

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Y llegó el mes de julio, con el sol que caía como plomo

derretido entre las cepas.

Y después agosto, alternando el azul de su cielo con

tormentas repentinas.

Varios chaparrones lavaron el polvo que la sequía había

puesto sobre la piel de Garnachita que ya era una moza

brillante, turgente y llena de vida.

Una tarde después del mediodía, sopló el viento con

más fuerza que otras veces, mientras el racimo se balanceaba

alegremente como un chiquilla en su columpio.

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¡Pero aquel viento ya se estaba más que pasando!

Sobre el horizonte de un azul intenso apareció una nube

de grafito y el miedo aleteó sobre el viñedo.

Las viejas cepas se estremecieron, pues sabían lo que

venía.

Un fusilazo bajo la nube y un trueno largo, como de

piedras rodando en el Iregua.

El terror se cuajó entre las hojas con un tembloroso

rumor: ¡¡El granizo… el pedrisco…!!

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Durante unos minutos que parecieron horas, una

extraña sombra pareció ametrallar el suelo con ráfagas

heladas, que pronto cubrieron de blanco la tierra del entorno

hasta unos pocos metros de las cepas.

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Cesó el viento. Paró el pedrisco. El cielo volvió a quedar

azul.

Garnachina y el viñedo se habían salvado de milagro.

Como siempre, después de la tragedia vinieron los

comentarios agitando sarmientos y racimos. Pero al día

siguiente todo se había olvidado.

El agua y el sol que calentó después hicieron que

Garnacha se llenara de azúcar y el racimo morado destilara

lágrimas de miel, que atraía abejorros, avispas y golosos

pajarillos.

Garnacha había dejado de ser una uva-niña, había

madurado y llegaba a un nuevo y definitivo ciclo de la su vida.

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Al amanecer de aquel día sonaron los tractores y los

pasos de las bestias, el crujir de los ejes de los carros y las

voces de la gente.

Comenzaba la Vendimia.

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Llegó el labrador con su familia, sus amigos, los

breceros afilando los corquetes…y poco a poco los melosos

racimos fueron pasando a los cestos de rogo, que luego

colocados en los remolques del tractor, partían traqueteando

hacia la bodega.

En uno de aquellos cestos, envuelta en jugos, un poco

aturdida y mareada, entró Garnacha.

Como en un sopor sentía los vaivenes del remolque

sobre las piedras del camino, las voces de los hombres, las

risas de los niños y al cabo de un rato, la parada y el volquete.

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Miles de Garnachas cayeron en una catarata de color

violeta, llenando a rebosar los lagos de cemento.

En la viña solamente quedaron sus hermanas más

pequeñas, algunas enfermizas, otras olvidadas, esperando la

mano cariñosa que iniciara la racima.

En el lago, Garnacha, al calor de la apretura y

mezcolanza comenzó a sentir una sensación extraña.

Un suave hormigueo la invadía y su jugo se espesaba

rompiendo los granos, y junto con el de sus hermanas caía

hacia el fondo del lago.

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Y así pasaron las horas. Y algunos días.

Una mañana llegó la gente de la bodega y pisando y

apretando, exprimieron aquella esponjosa masa azucarada.

Abrieron la canilla del lago y fluyó un chorro de líquido espeso

y ambarino donde ya Garnacha estaba incorporada.

¡El primer mosto de primera lágrima!

Garnacha tuvo la suerte de salir en él.

En aquel mosto especial para el mejor vino Garnacha

pasó a los tinos, donde tras unas manipulaciones con raras

vasijas la metieron en una vieja cuba de roble.

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En aquella cálida y oscura cuna de madera, en el

silencio de claustro del calao, Garnacha comenzó un largo

sueño de transformación definitiva.

La oruja de sus hermanas bajó hacia las prensas que la

estrujaron a conciencia, hasta que, el líquido, parecido al que

salió con Garnacha, pasó a otras barricas a dormir, puestas en

filas unas sobre otras, trabadas como tréboles gigantes a

esperar su despertar en las distintas trasiegas.

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Con los raspones, vueltos a exprimir, salió otro mosto

más sucio y espeso, un hermano segundo de

Garnacha, áspero por los palos de los racimos, pero que un

día sería un gran tipo, de carácter fuerte y agresivo: el orujo o

aguardiente.

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Se hizo el silencio durante casi un año.

Un silencio, que a los pocos días en la soledad del

calao, sonaba a hervores y murmullos como de ronroneo

gatuno, mientras el tufo salía por las lumbreras.

Garnacha estaba fermentando; su azúcar se hacía

alcohol, que mezclado con otras sustancias le harían

definitivamente adulta, transformada en vino de Rioja.

Al cabo de un tiempo Garnacha ya era vino del año.

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Pasó a las botellas de cristal verde oscuro, y fue

taponada en otra fiesta en la bodega.

¡Pero qué maja era!

Aún tenía aguja, ese pequeño burbujeo que alegra la

lengua y las encías.

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Pero que se va a hacer. La historia de Garnacha llega a

su fin.

Aunque podrían contarse otras muchas cosas de su

vida.

Cómo algunos la preparan con tratamientos

delicados, igual que se maquilla una moza o una artista, para

transformarla en un vino especial, con marca y etiqueta, título

de nobleza y certificación de origen.

Cómo muchas viajan por todo el mundo, como sus

hermanas que llegaron a los palacios, a los restaurantes y

mejores hoteles.

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Otras, en grandes pellejos y botas se fueron a las

aldeas, bares y tabernas.

¡Pero Garnacha prefirió quedarse en la calle Laurel!

En la próxima primavera volverá a nacer entre

pampanitos una pequeña bolita de aljófar verde y Garnachita

seguirá viviendo en La Rioja.