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Gracias por permitirme soñar Gloria Valencia de Castaño (1927-2011)

Gloria Valencia de Castaño

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Gracias por permitirme soñar

Gloria Valencia de Castaño(1927-2011)

2011

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Gracias por permitirme soñar

Oficina de PublicacionesUniversidad de IbaguéIbagué, ColombiaMayo de 2011

© Universidad de Ibagué, 2011© Gloria Valencia de Castaño, 2011

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Gracias por permitirme soñar

Gloria Valencia de Castaño(1927-2011)

Buenas noches a todos. La verdad es que no tengo palabras. Eso se dice con frecuencia y

suena a lugar común, a algo llevado, traído y gastado pero, de verdad, hay un momento en

la vida en el que no hay palabras. Este es uno de esos momentos. Es un momento

maravilloso o, como dijo Doris hace un rato, es un momento mágico.

¿Saben qué pasó? Que al oír esa larga enumeración de Leonidas, me di cuenta:

¡Dios mío! ¡Como estoy de vieja! ¿A qué horas hice esa cantidad de cosas? ¿Fueron cosas

mías? No. Fueron piruetas de la Virgen que se puso a ayudarme para que saliera adelante

en todo. Ella me iluminó y me ayudó. Claro que ahí estaban, por supuesto, Álvaro,

incomparable, con quien tengo una permanente deuda de amor y Rodrigo y Pilar, las dos

mitades de mi corazón; Guillermo, mi amigo entrañable; mamá y Eduardo, mis polos a la

verdad del Tolima.

Y, bueno, el Tolima se me ha metido en todas partes siempre. No lo he dejado de

tener conmigo. A todas horas, en todos los lugares a donde voy, siempre llevo al Tolima.

Siempre, en algún momento, me suenan las notas del Bunde o alguno de esos bambucos

maravillosos de las orillas del Magdalena. Pero ¿saben qué? Cuando me han entrevistado

hoy, me han pedido que hable de mi vida. Yo les contesté que les hablaría, como en esa

canción que todos ustedes conocen y aman, la de El Regreso, que se refiere a la pelota de

trapo y el barquito de papel.

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Voy a hablarles de mi infancia, pero quiero que sea corto, para que les guste. Me

voy a referir al momento en que se terminó mi infancia, una infancia maravillosa, una

infancia de un Ibagué que no tenía esos Ocobos a los que ustedes están cantando ahora, y a

los que, con toda la razón, les hacen todos los homenajes posibles. Ibagué era una ciudad

sin árboles. No tenía más sombra que la tutelar del gran mango del Parque Murillo Toro,

con su inmenso follaje, un follaje maternal, de un verde rotundo, por el que se asomaban,

como milagros verdaderos, los frutos de colores que eran la alegría, por supuesto, de las

caucheras de los muchachos de San Simón, de los picos de los loros. Ese era el mango y ese

mango era, de verdad, el corazón de Ibagué.

Esa ciudad pequeña empezaba en la Plaza de Bolívar y terminaba en el Cementerio.

Digo que empezaba en la Plaza de Bolívar porque mamá, que me llevaba allí una vez por

semana, por lo menos cuando estaba chiquita, para hacer una peregrinación por la Carrera

Tercera, la empezaba justamente en la Plaza de Bolívar, cuyos límites no pasé nunca. Yo

jamás pasé hacia el Barrio de La Pola. Jamás supe cómo era. Nunca caminé de esas calles

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hacia arriba. Allá vivían otras señoritas y yo estaba abajo del Colegio de La Presentación,

abajo de la Oficina de los Correos y Telégrafos, abajo de la Policía, pero ahí estaba el

parque. Yo no necesitaba más. Ahí estaba esa estatua maravillosa. ¿Podría haber en el

mundo una estatua más linda que esa, que tenía una fuente? No había una fuente más bella

que esa en la mitad del parque y unos árboles mejores que los que estaban allí, en el parque.

Pero, todo no empezaba ahí. Comenzaba cuando, con mamá, llegábamos a donde

las señoritas Santos, que era la primera escala. Allí, nos acercábamos a ese mostrador, con

dulces de manera maciza y encima, los grandes recipientes de vidrio con los bizcochos que

soñábamos: las polvorosas, los bizcochos de manteca, los liberales, los panderos. Todos

estaban ahí para nuestro deleite. Mamá los seleccionaba, los ponía en un taleguito y nos

íbamos a una banca del Parque a sentarnos un rato para deleitarnos. Los saboreábamos

despacio y después empezábamos el recorrido.

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Los invito a soñar conmigo: Era un recorrido que empezaba en la esquina de La

Catedral. Enfrente quedaba la Farmacia y Droguería del señor Eustacio Rivera, en la

esquina. Era famosa y tenía unas columnas pintadas de amarillo en la parte de afuera.

Llegando a la esquina, frente a nuestro famoso Mango, en el Parque Murillo Toro, estaba el

Café Niza. Ahí, los señores jugaban tresillo y tomaban café. Enfrente, un poco más abajo,

quedaba la Librería del señor Niño y siguiendo, bajábamos despacio con mamá, para

encontrarnos con las vitrinas estrechas, pero que a ella la maravillaban, porque eran las

vitrinas de los Hakim y los Estefan, con sus telas maravillosas, expuestas allí. Mamá se

detenía porque esas eran las telas que ella les aconsejaría después a sus clientas de costura.

Mamá no entraba a comprarlas; ella le compraba sus telas al Turco Omar quien

llegaba con su maleta de cartón que desplegaba como una caja mágica, encima de la mesa

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de costura y de ahí salían sedas orientales, organdíes que venían de Italia, de Niza, telas

inverosímiles. Él las iba sacando una a una, se las mostraba a mamá, y ella seleccionaba

una o dos para mí, naturalmente. Mamá las pagaría en cuotas de $1.oo mensual, que había

que cumplir con rigor. Pero, $1.oo era mucho dinero; era la cantidad que mamá le daba

todos los días a doña Flora de Garzón, la mamá de Darío Garzón, quien pasaba a la casa por

ese dinero, que era el de su diario; era el valor que nosotros le pagábamos por el

arrendamiento de la casa en donde vivíamos.

En el Almacén de los señores Jiménez había telas nacionales, que no se conseguían

en donde los Hakim ni en donde los Estefan. No. Eso era un sacrilegio. En cambio, los

Jiménez sí vendían telas nacionales. Más abajo, en frente, estaba la zapatería del señor

Fonseca. ¡Qué maravilla lo que alcanzábamos a ver! Mamá, ingeniosa como siempre,

resolvió un día mandarme a hacer un par de zapatos que tuvieran lengüetas de distintos

colores y ¿saben para qué? Para que yo pudiera cambiarme las lengüetas de acuerdo con el

vestido y así me diera la ilusión de que tenía distintos pares de zapatos. Eso se lo inventaba

siempre para mí.

Frente al señor Fonseca estaba un almacén que a mí me encantaba porque, cuando a

mamá le alcanzaba la plata de las costuras, me compraba allí los Cuentos de Callejas. Era la

librería de los hermanos Tovar. Un poco más abajo estaba el Cuartel con sus palmas de

abanico y, pasando el Cuartel estallaba de pronto, como un castillo maravilloso de artificio,

la alborada, la algarabía de Santa Librada. La Plaz, llena de gritos, llena de colores y de

alegría. Santa Librada era un reflejo del Tolima de entonces. Allí se ofrecía la forcha y los

raspaos de distintos colores; allí se cogían los viajes al Salado.

Más abajo estaba el Hotel Lusitania y un sitio en donde mi hermano soñaba con

llegar. Un lugar en donde vendían bolas para jugar, importadas, y colombinas importadas

también. Creo que mi hermano no alcanzó a llegar nunca en mucho tiempo. Pero, no les he

dicho que, en la algarabía, sonaba siempre una corneta más fuerte: la que anunciaba las

funciones del Teatro Colombia, en cada esquina. Era la corneta de un pregonero increíble.

Ese era un Ibagué que ustedes no conocen. Un Ibagué que dejó de existir. Un Ibagué que

desapareció.

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Apenas recuerdan a Martín Pomala, que era el poeta de entonces; a Nicanor

Velázquez con su sombrero vueltiao; a Luz Estela, la poetisa gorda y envuelta en tules; al

doctor Estrada, al doctor Sarmiento, los médicos inefables de nosotros.

Esa era la Ibagué que nosotros transitábamos con mamá y luego subíamos despacio

por el Camellón, para llegar hasta la Carrera Quinta, hasta nuestra casa. Era una casa

maravillosa, con dos patios inmensos. Ahí estaban los árboles, cargados de frutas. En la

mitad del primer patio, mamá tenía su máquina de coser. Ahí estaba el jazminero, la

inmensa mata de jazmín que florecía todo el año, puesta, plantada al lado de un naranjo que

también daba frutos todo el año, lo mismo que el limonero. No me pregunten por qué, pero

no había nada de cosecha. Todo se regalaba todo el año.

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Allí en ese lugar de maravilla, allí debajo de ese árbol de naranjo, mamá Eloísa

ponía a calentar agua a mamá y a la abuela, un platón con agua de manzanilla, a la que le

ponía jazmines, para bañar allí el pelo de mis trenzas. Y, ese olor de los jazmines de

entonces, de los jazmines del patio, es un olor que se me entró al alma, que se me quedó

para siempre, que ha viajado conmigo para todas partes. Ese olor me llevó a golpes de aire.

El matrimonio de mi nieta me llevó a golpes del Tolima, con la madre de mis dos

nietos, Juan y Manuela, que nació en Ibagué: Ana María Rueda. Ahora, un muchacho

maravilloso se ha casado con mi nieta María, mi nieta mayor. Este muchacho tiene la más

rancia estirpe tolimense, ni más ni menos que María Fernanda. Son las raíces del Tolima,

de ese Tolima que yo no conocí y que quedaba arriba de La Pola. Ese al que yo no pasé

nunca, pero al que ahora seguramente podría pasar. El papá de María Fernanda, Fidel

Peláez casado con Eva Vira, fue precisamente el hombre a quien mi papá recomendó para

que me dieran el primer trabajo en Bogotá. Esa es la vida. Ellos son los suegros. Son cosas

que teje y desteje a favor de nosotros. No sabemos por dónde las va a tejer, ni a destejer. Es

una cosa de magia, de prodigio, de milagro. Pero bueno. Aquí estamos y la vida sigue

pasando. Todo sigue transcurriendo.

Este no es el Ibagué de entonces. Yo espero que, para mejor, ustedes llenen un

Ibagué de Ocobos. Nosotros teníamos el Ibagué del Mango, de Santa Librada con sus gritos

y sus pregones. Ustedes tienen otro Ibagué que progresa, que tiene puentes. Yo, el único

puente que conocí era el que había sobre el Río Combeima. Me parecía el puente más

maravilloso del mundo. Creía que no podía existir un puente más grande ni más fuerte, y de

hierro. Todo lo que yo viví era lo mejor del mundo. Todo fue mágico.

Mi papá llegaba a la casa por las tardes, alrededor de las tres. Llegaba haciendo

sonar sus llaves, con los brazos cruzados en la espalda, caminando despacio. Se sentaba

frente a la máquina de coser de mamá, quien no dejaba de coser mientras lo oía. Él llegaba

a ver las tareas. Llegaba a hablarnos, a contarnos, a inventarnos, porque era un grandioso

inventor de historias. Se estaba con nosotros inventando, hablando, diciendo, y era una cosa

maravillosa en el momento en que se paraba, igual a como había llegado, con los brazos

cruzados en la espalda y las llaves sonándole en la mitad de las manos. Se iba cuando caía

la tarde.

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Un buen día llegó papá, se sentó en el lugar y, con una cara distinta, con una cara

seria, entre seria y triste, le dijo a mamá: “Mercedes, Gloria no puede seguir en Ibagué.”

Yo, que jugaba alrededor de ellos, me quedé quieta. No entendí muy bien qué era lo que

pasaba y papá siguió: “Gloria no sigue en el colegio.” Yo estaba en el mejor colegio que

había y no llevaba allí mucho tiempo. Era el Colegio de la señorita Enelia Rivera. Pero,

bueno, ¿por qué no podía seguir? “No puede seguir. Gloria tiene que irse para Bogotá. Ya

le conseguí colegio. Ya tiene un cupo y se va interna. No va a estudiar más en Ibagué.

Mercedes, después hablamos.”

Se fue mi papá. En ese momento yo sentí que un telón había caído suavemente

sobre mi infancia, que algo había pasado, que algo comenzaba y se había roto a la vez.

Siempre, en los comienzos, hay algo que se rompe, como en los nacimientos. Ese fue el

final de mi niñez, de mi infancia. Fue el comienzo de otra vida, de otros sucesos, de otras

cosas, posiblemente reunidas en todas esas cosas, que creo haber hecho, pero que, a lo

mejor, no ha sido así. Como en Borges, las cosas son paraísos perdidos. A lo mejor no las

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hice nunca. La verdad es que, en este momento, lo único que sé es que, gracias a la

invitación de Doris, yo he logrado que se enciendan esos maravillosos cocuyos de mi

infancia, que se enciendan e iluminen esa cortina tenue que cayó, esa tarde en que papá

dijo: “Gloria se va de Ibagué a estudiar a Bogotá”.

Gracias por permitirme soñar.

En marzo del 2007, la Fundación Musical de Colombia invitó a Gloria Valencia de Castaño a Ibagué y la exaltó con la Orden Garzón y Collazos. La Gobernación del Tolima le impuso la condecoración Cacique Calarcá y la Universidad de Ibagué la invitó a dirigirse a los estudiantes y amigos de la Institución, en un acto presidido por el rector Leonidas López Herrán. En esa ocasión, Gloria Valencia pronunció las palabras que arriba publicamos. La grabación se tomó de la Emisora HJCK, El mundo en Bogotá, en marzo de 2011. Las fotografías se tomaron de la revista Jet Set, abril 6 de 2011.

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