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1 ANTOLOGOGÍA DEL CUENTO MEXICANO

Gramática

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teoría y ejercicios de gramática

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ANTOLOGOGÍA

DEL

CUENTO MEXICANO

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Lara Zavala, Hernán

Nació en la Ciudad de México el 28 de febrero de 1946. Narrador,

ensayista y editor. Estudió la maestría en letras en la FFyL de la

UNAM e hizo estudios de posgrado en la Universidad de East

Anglia, Inglaterra. Ha desempeñado cargos como los de profesor

en la FFyL; director de Literatura en Difusión Cultural de la UNAM

(1989-1996); coordinador del Centro de Estudios Literarios del

Instituto de Investigaciones Filológicas (1999-2000), coordinador

del Programa del Posgrado en Letras en la FFyL (2000-2001);

coordinador general de Difusión Cultural de la Rectoría General

de la UAM. Gerente Editorial del Fondo de Cultura Económica

(2001-2002) y Director General de Publicaciones y Fomento

Editorial de la UNAM (2002-2004). Becario del International

Writing Program, Universidad de Iowa, 1987, y del Consejo Británico, 1979, 1990 y 1992.

Miembro del SNCA 1994-2000. Premio Latinoamericano de Narrativa Colima para obra

publicada 1987 por El mismo cielo. Reconocimiento Universitario a la Creación y la Difusión de

la Cultura 1995. Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares 1995 de la UACJ, Chihuahua

por su libro Después del amor y otros cuentos. Premio Orden por la Cultura Nacional 1996

otorgado por el Ministerio de la Cultura de la República de Cuba. OBRA PUBLICADA:

Antología: Antología del cuento inglés del siglo XX, UNAM, 1987. || Los mejores cuentos

mexicanos, Planeta, 1999. || Líneas cruzadas. Nueva poesía de México y Estados Unidos,

Sarabande Books, Louisville, Kentucky, 2006. || Crónica: Equipaje de mano, IMC, Cuadernos

de Malinalco, 1995. || Viaje al corazón de la península, SEP/CONACULTA, Cuadernos de viaje,

1997. || Cuento: De Zitilchén, Joaquín Mortiz, 1981; CONACULTA, Lecturas Mexicanas, Tercera

Serie, 1994. || El mismo cielo, Joaquín Mortiz, 1987; Alfaguara, Punto de Lectura, 2005. ||

Antología personal, UV, Ficción, 1990. || Flor de nochebuena y otros cuentos (plaqueta), IMC,

Cuadernos de Malinalco, núm. 37, 1992. || Después del amor y otros cuentos, Joaquín Mortiz,

Serie del Volador, 1994. || Cuentos escogidos, Seix Barral, 1997. || Cuentos de aquí y de allá,

Biblioteca del ISSSTE, 2000. || Rumbo a la historia, Aldus/CONACULTA, La Centena, Narrativa,

2001. || Muñecas rotas, El Ermitaño, Minimalia, 2002. || Cuentos Jóvenes, UNAM/Dirección

General de la Escuela Nacional Preparatoria, 2004. || Entrevista: Erotismo de hilo fino,

Universidad de Colima, 1998. || Ensayo: Las novelas en el Quijote, UNAM, Biblioteca de Letras,

1989. || Contra el ángel, Vuelta, 1991. || Literatura para niños: Tuch y Odilón,

Corunda/CONACULTA, La Tortuga Veloz, 1992. || Jesusito, e.a., 2000. || El viaje de Víctor, e.a.,

2003. || Novela: El hombre equivocado (colectiva), Joaquín Mortiz, Nueva Narrativa

Hispanoamericana, 1988. || Charras, Joaquín Mortiz, Novelistas Contemporáneos, 1990;

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Alfaguara, Narrativa Actual Mexicana, 1995; Planeta/CONACULTA, 2000. || Península,

península, Alfaguara, 2008.

Con el diablo de su parte

Miriam ya había oído que las pacientes del doctor Martínez Nájera la habían visto después de

dar a luz. Algunos pensaban que se trataba tan sólo del efecto del cloroformo, con lo que

entonces se las anestesiaba, que lanzaba a las mujeres encintas al despeñadero de sí mismas y

que las angustiaba en una prolongada caída llena de alucinaciones y de imágenes disparatadas.

Había escuchado también el rumor que circulaba por el viejo Hospital Inglés que se encontraba

en las calles de Mariano Escobedo, ahí donde está el Hotel Camino Real, y que entonces se

consideraba casi en las afueras de la ciudad. Se lo había contado otra paciente, en la sala de

espera del consultorio cuando se enteró de quién era su ginecólogo. "¿Cómo? ¿Te estás

atendiendo con Martínez Nájera? ¿Y vas a dar a luz en el Hospital Inglés? Qué valiente". Y

entonces le refirió aquello de que con Martínez Nájera había trabajado una enfermera de unos

dieciocho años, de ojos color ámbar y de abundante cabello castaño que era conocida por su

belleza y por el trato delicado que les daba a las pacientes al aplicar las inyecciones, al medir la

presión, al quitar y poner los sueros. "Yo estaba medio adormilada cuando me dijo voltéese que

la voy a inyectar, me puso la ampolleta y cuando me volví no lo pude creer. . ." Miriam le

preguntó a otra de las enfermeras qué tanto había de cierto en lo que se rumoraba. Ella le

contestó que alguna noche había escuchado un llanto en el sótano pero que no se había

aventurado a bajar por temor a encontrársela aunque en realidad, que ella supiera, nadie, salvo

las que da ban a luz y todas las clientes del doctor Martinez Nájera, porfiaba haberla visto. Pero

el caso es que Miriam ni siquiera había sido anestesiada.

Fue un jueves del mes de febrero del 46. Miriam iba a ir con su marido a la Plaza México, recién

inaugurada y que venía a sustituir el Toreo de la colonia Condesa, a ver lidiar a Manolete,

cuando empezó a sentir las primeras contracciones. Prefirió no ir a los toros y le cedió su

codiciado boleto a Jorge, su cuñado, el marido de su hermana, que era un aficionado perdido.

Como iba a dar a luz por primera vez en su vida y no sabía lo que le esperaba trató de estar lo

más presentable: se bañó, se lavó el cabello, se puso loción por todo el cuerpo y se dispuso a

esperar. Cuando Víctor, su marido, llegó feliz de los toros luego de una estupenda faena, a la

casa en las calles de Artes, en la colonia San Rafael, hicieron un pequeño veliz, y pasaron por la

madre de Miriam, para que la acompañara. Fueron al hospital. Serían cerca de las nueve de la

noche cuando llamaron al doctor Martínez Nájera. No estaba en casa, se había ido a una cena y

regresaría tarde pero le darían el recado tan pronto volviera. El doctor de guardia auscultó a

Miriam. No hay urgencia, dijo. Tanto Víctor como la señora, comentó refiriéndose a la madre

Miriam, podían retirarse. El bebé nacería hasta el día siguiente. La calma y la paz que había

conservado Miriam hasta entonces se empezó a perturbar. No te vayas, le pidió Miriam a Víctor.

Vengo mañana temprano, le contestó él sin dar pie a mayor discusión. Mamá, ¿tú no te

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quedas? Pero como era otra época y otras costumbres, su esposo intervino: "una vez que nazca

el bebé, por ahora es mejor, como recomendó el doctor, que trates de descansar".

Se cambió de ropa, la enfermera en turno le tomó los generales y antes de salir le dijo: si

necesita cualquier cosa timbre por favor y vengo en seguida. Salió de la habitación y la dejó

completamente sola. Entonces no había televisión, ni interfón para comunicarse con las

enfermeras. Miriam vio su habitación: sórdida, vieja, de techos altos, las paredes pintadas de

color crema, con muchas puertas y todas muy altas: la que daba al pasillo, la que daba al

Jardín, la que daba al baño, al estilo inglés, con perilla sólida y una placa de metal para

enmarcarla Los pasillos del hospital eran estrechos, larguísimos: en una iluminación tenue y

mortecina. Cuando uno iba a visitar a alguien tenía la sensación de haber ingresado en un

laberinto donde sólo se veía una puerta tras otra en un caos informe y confuso. Había concluido

el horario de visitas y reinaba silencio sepulcral en el sanatorio. No se le ocurrió otra cosa para

mitigar su miedo que ponerse a rezar el rosario. No se pudo concentrar. Oraba mecánicamente.

Por una parte las contracciones seguían y por la otra la historia de la enfermera había vuelto a

su mente ahora que se había quedado sola. El rumor era que el doctor Martínez Nájera, que era

un hombre casado y con hijos, se había enamorado perdidamente de su ayudante. Que con el

tiempo se habían hecho amantes y tenían una relación muy intensa. A partir de que ella lo

aceptó, el doctor acostumbraba llevarla a todos los viajes que hacía al interior de la república

con el pretexto de que iba como su enfermera. Hasta que una noche, camino a Guanajuato,

sufrieron un accidente en el automóvil: chocaron contra un camión de redilas estacionado sin

luces en el acotamiento. El doctor, que era el que conducía, salió ileso pero a la enfermera, que

iba a su lado, se le arrancó la cabeza de cuajo.

Las contracciones la despertaron. El dolor era cada vez más intenso y más prolongado. La

fuente estaba rota. No quiso desesperarse. Decidió aguantar. El médico de guardia le había

asegurado que el bebé no nacería antes de doce horas así que no tendría mucho caso

molestarlo. Recordó lo que le había dicho el doctor Martínez Nájera en cuanto a la frecuencia y

duración de las contracciones, los síntomas previos al nacimiento. El dolor fue en aumento

hasta que se hizo casi intolerable. Las contracciones duraban ya mucho. Decidió tocar el timbre.

Sin bajarse de la cama buscó el cable, cogió el interruptor y se prendió de él como para

amortiguar el dolor que con cada minuto se hacía más intenso. Empezó a sudar frío. En lo que

le pareció una eternidad oyó finalmente que se abría la puerta y vio entrar a una enfermera.

Antes de que dijera cualquier cosa Miriam balbuceó "Creo que ya va a nacer. . .". La enfermera

la descubrió: "sí, creo que está a punto. . .", afirmó la misma Miriam. La enfermera se dispuso a

ir por el doctor. "No se vaya", le pidió Miriam agarrándola del delantal Y en ese momento

Miriam pensó en lo grande y lúgubre del hospital, en todo el tiempo que le había llevado a la

enfermera llegar hasta su cuarto, en el dolor, en el miedo y la inseguridad que sentía ahora que

iba a tener a su primer hijo. Así que se aferró a la falda de la enfermera y con voz decidida le

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dijo: "usted no sale de aquí, usted no me va a dejar sola en este horrible cuarto. . . " Y entre el

forcejeo y su dolor perdió la sensación del tiempo.

Cuando Miriam se dio cuenta estaba escuchando el llanto de un niño y el doctor Martínez

Nájera se hallaba junto a ella mirándola con ojos benévolos y comprensivos. "Mire qué valiente,

le comentó él, tuvo un varoncito sin ayuda de nadie. Vine tan pronto como recibí su recado. Ya

le llamé la atención al doctor en turno por su diagnóstico desatinado y a las enfermeras por no

haberla acompañado". "¿A las enfermeras?", preguntó ella. "Sí, respondió el doctor, cuando yo

entré a su habitación usted estaba dando a luz completamente sola".

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Primavera

Parece que el señor era pueta. Pueta y profesor por que trabajaba en la luniversidá. Italiano.

Diunos cuarentaitantosaños.Viudo. Su esposa murió en un accidente, fíjese. Un choque. El se

salvó porque no nuiba con ellos. No, no fue aquí, fue en ¿cómo dicen? Colorado, o no sé qué.

Estados Unidos, creo. De cuatro quiban con el coche sólo se salvó Corina questaba todavía

rechamaquita. También murió la cuñada del señor, su hermana de la señora, y pobre, también

su hijo, el sobrinito del señor. No sé si usté llegó a ver la cicatriz que la niña traia en la pierna.

Fue desdentonces, cuando ellapenas tenía dos años. ¿Aquí? Al principio vivían ellos dos solos

sin nadien que les ayudara. Pero era harto trabajo paél: hacía el desayuno, la llevaba a

lescuela, siba a trabajar, luego la comida. Una lata. Cuando yo la conocí ella yera mayorcita:

tenía comunos diez años. A mi me recomendó la dueña del edificio. Pa qué le digo que no me

hallé luego luego. Me levantaba a hacer el desayuno, arreglaba la casa, cocinaba, lavaba y en

las tardes cuidabalaniña. La escuincla estaba retebién chula: tenía unos ojotes verdes así de

grandotes y el pelo chino y güerillo. Crecidita pa su edad. El señor decía que se parecía mucho

a la mamá quesquera degipt. Es de que se conocieron por allá, por la tierra della y pos por allá

también se casron. Y es quel señor era bien patadeperro. Le gustaba andar de un lado paotro.

Antes dirse me dijo que llevaba quince años sin ver su tierra, ¿usted cree?.

Si, la Corina estaba chula. Aunque luego era medio malhora, no crea. Les levantaba las

enaguas a las amigas del señor para verles los calzones. Les hacia pasar unas penas. A veces

hasta conmigo se protaba canija. Le gustaba darme clases ditaliano y me ponía unas regañadas

porque yo no podía hablar comuella que pa qué le cuento. Claro, luego era retetierna. Aunque

me hacía hacer muinas me quería. Como no tenía mamá el día de las madres yo lacompañe a

lescuela y me regalunacajita de madera quella barnizó y pintó con sus propias manitas. Y hasta

me dijo que leandaba pa que su papá se volviera a casar. Pobrecilla,quería una mamá.

¿Que le cuente dél? Pos... era callado y más bien serio. Alto él. Un amigo suyo, el señor Sergio,

que también erataliano, le decía que tenía una nasso mundano o algo así y los dos se reiban

harto cada vez que don Sergio le decía eso. Y es que mi patrón era narigudo. Le gsutaba cada

cosa: lavena con sal, los pepinos con llogur y el espaguetti quesque al diente quera así como

medio crudón. Al principio meandaba andaleando: todo tiene su tiempo pastar en la lumbre. me

decía. Hasta que me compró unos desos relojitos con su campanita pa que yo pudiera guisar.

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Pero cuando estaba de beunas se volvía reguasón. Hacía comoque siba a trabajar parirse a

luniversidá y se despedía de Corina, risirisa, le decía quiba sin zapatos y él se pegaba en la

frente, alzaba las cejas retechispa y regresaba a ponérselos.

¿Novia? Ya parece... ¿No le digo quera rebien tímido? Fíjese, habia una muchacha, una tal

Delia, que lehablabaileablaba todo el santo día. Al principio el señor le contestaba pero ya

después se negaba. Y es quella era diun rogona. Ah y no crea también le gustaba a la dueña

del edificio, la que me recomendó con ellos. Que luinvitaba a cenar, que le prestaba su

calentador por que el departamento era más bien frío, que sacaba a la niña a pasiar, ¡uy! diun

amable que ¡digo! Peruél era más rejego. A veces subía a cenar con ella pero tan luego

acababa se retachaba posqué.

La verdá es que en la casa se la pasaba leilei. Ahí de vez en vez venía el señor Sergio y se

sentaba en la sala platiquiplatica de puetas y tomitomi. Yo les preparaba la cena y miba

acostar a la niña. El señor se paraba de la mesa, volvía a la sala y se ponía a recitar

manotiando y decía quiba como un puerco por el mundo y que la panza diuna señora era

común zócalo con solecito y que sus chiches eran como dos iglesitas ondél deso pedía su

lismona y no sé qué tantos cochinadas más.

¿Qué quién más quería con él? Uy le sobraban, fíjese. Había otra que se llamaba Maru. Venía a

cada rato: que a comer, que de visita, que a tomarse un cafecito. Luego por eso el señor que

me decía, oiga, dice, va a venir la señorita Maru, dice, no me vaya a dejar solo con ella. Tons

yo me bajaba el burro y me ponía a planchar en la cocina. Yo nomás veía que la seño se paraba

a espiar si ya me habiaido. Pero yo no me movía deahí pos qué. A veces me quedaba hasta

bien noche: planchaba las camisas del señor, la ropa de la niña y luego hasta mis trapos pero

yo no miba hasta que siba la señorita Maru. Ya, diarito.

Que yo me acuerde nomás una persona le gustaba: la vecina del seis, que vivía en el

departamento denfrente. Eruna señora joven, macisita ella, grandotota sin ser caballona, del

norte creo, desas que se ríen con los ojitos. Lástima ques casada, le decía yo al señor. No le

aunque, me respondía él, no le aunque. El señor le puso un apodo pa que Corina, quera medio

pinga, no supiera de quién hablábamos. La primavera. Oiga me decía cuando la niña no estaba

o cuando estaba distraída, ¿no ha visto a la primavera? Y yo nomás vía cómo se le iluminaban

los ojitos.

¿Que por qué le puso primavera? La mera verdá no sé. Que se me hace que porque se vestía

así como muy florida. El señor siempre la andaba chuliando. Esa primavera me ha hecho

reverdecer, decía. Oiga Jovita, ¿usté cree que la Primavera voltearía a ver a un narigón como

yo? No crea, a veces también el señor era medio mustio.

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¡Entrél y la Primavera? Pos si viera que la verdá nunca supe bien. Al principio se encontraban

en las escaleras y el señor la saludaba muy serio, comueraél. Y a veces, cuandiba yo sola y me

encontraba a la Primavera ella me preguntaba así, medio de guasa, qué cuenta tu patrón, dice,

a poco a ti te platica de puetas. Pos luego, contestaba yo.

¿Su amistá? Déjeme ver... Ah, sí el día del cumpleaños de la niña quera el dieciseís de junio. El

señor queleorganiza una fiesta. Invitaron a una bola de chamaquitos: los de lescuela, los del

parque y hasta algunos papases. Como teníamos poquitas sillas no había dónde sentar a la

gente, sobre todo a los señores, ya ve que los niños se acomodan ahí onde caiga. En eso que

se oye el timbre yimagínese: era la Primavera para prestarnos sus sillas del comedor.

El señor lueguito la vio y se le iluminó la cara. La ayudó con las sillas y linvitó a pasar y esa

tarde estuvieron güirugüiri. Luego menteré, por otra de las vecinas, que la Primavera había

dicho que mi patrón era muy simpático, que le caiba, aunque le parecía un poco bohemio, usté

sabe, por aquello de quera pueta. ¿El? Uyy, nihabla. A cada rato me decía que su corazón había

vuelto a cantar, ¿cómo iba?... quesquel invierno de sus desdichas se habíacabado. Voooy.

Desdeldía de la fiesta platicaban harto. El señor se pasaba las tardes en la casa y a veces,

cuando Corina y yo retachábamos del parque, cuando ya estaba pardeando encontrábamos a la

Primavera tomando café con él. sólo un pueta puede ver la luz de tus ojos, oí que decía mi

patrón, y ella, medio chiviada, sólo le contestaba locuras, miesposo nopina lo mismo, yo no

sirvo pa nada, ni sé cocinar. Y ella se atacaba de risa.

Una vez la Primavera y su esposo los invitaron a cenar a él y a la niña. Él dijo que tenía un

compromiso. Pero nuera cierto. Lo que pasaba es quel licenciado, el marido de la Primavera le

caiba retebiengordo. Y cuando yo decía el licenciado, el señor de la Primavera, mi patrón

senojaba y decía, nues su señor, dice, ella nues de nadien, menos diunlicenciadillo. Yaa ¿Usté

cree?

¿Como sospechosas? No... aunque quien quita ora que lo dice... A veces ella llegaba con su

lista del super a platicar. Corina la quería mucho y siempre se sentaba junto de ella y lenseñaba

sus cuadernos y sus juguetes. Hasta que mi patrón me llamaba: hazle un favor a la señora,

dice, vayan tú y Corina a hacerle la compra a la Comercial. Yahí nos tiene a la niña y a mí

yendo por el mandadode la Primavera paquellos pudieran quedarse solitos. Al chico rato

volvíamos cargadas con la compra y bien cansadas. Ora que lo pienso como que se me acuerda

que la cama nuestaba como yo la tendía. Onde que a lo mejor no sabré hacer espagueti al

diente pero tender una cama... aunque tampoco hay que ser malpensados, ¿no?

Bueno y todo esto a usté qué. ¿Ah, el licenciado? Bueno. . . No, sobre todo hablaban,

platicaban. Ella venía mucho a la casa hastundía que el licenciado vino a hablar con mi patrón.

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Deje en paz a mi esposa, alcancé a oír desde la cocina, no le llene la cabeza dihumo, dice, ya

tenemos bastantes problemas paque usté se meta en lo que nole.

Yusté quién es pahablarmeasí, que le contesta mi patrón. Soy un ejecutivo, dice el licenciado.

Todos tenemos defectos, dice mi patrón ya enojado, dice, usté será licenciado pero yo soy

pueta y pareso nuhay escuela.

Al oír los gritos que sale la Corina de su cuarto bien espantada. Vayan un rato al parque, dice el

señor, tengo que hablar aquí con el licenciado. Los dos estaban rojos de coraje. ¿Que si

discutieron? Puequipior. Pero no sé porque nosotras nos salimos y cuando regresamos

encontramos a mi patrón serio y pensativo.

Al poquito tiempo la Primavera y el licenciado se cambiaron de casa. Yo no soy quién pa

decírselo ni usté pa saberlo pero luego del pleito mí patrón alcanzó a hablar solo una vez más

con ella. Luego ya ni la mentaba, ni siquiera por su apodo aunque la niña le preguntaba harto

por ella. Después que se cambió de casa nunca la volvimos a ver. ¿El señor? Tampoco. A veces

cuando yo contestaba el teléfono como que me afiguraba que era su voz pero siempre decía

quequivocado. . . pero a mí clarito ma latía querella pero como al señor no le gustaba

contestar. . .

Lo demás ya lo sabe: se volvió con la niña pa su tierra, con sus agüelos. Y a todo esto paqué

tanta pregunta. ¿Cuál divorcio? ¡No la! ¿Usté también es licenciado? Ah chirrión, a ver si no la

metí. No, él no se despidió más que del señor Sergio y de la dueña del edificio porque no le

quedaba de otra, imagínese, si lo andaba juchiliando todo el día. Ni de Delia, ni de la señorita

Maru. Ya parece que siba despedir de la Primavera.

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Soler Frost, Pablo

Nació en la Ciudad de México el 7 de octubre de 1965. Narrador.

Estudió lengua y literaturas hispánicas en la FFyL de la UNAM y

relaciones internacionales en El Colegio de México. Traductor de

Joseph Conrad. Colaborador de Artes de México, El Buscón, El

Economista, El Gallo Ilustrado, El Semanario Cultural, Sábado, y

Unomásuno. Becario del proyecto Robinson Jeffers. Miembro del

SNCA desde 1994. Becario del FONCA, Jóvenes Creadores, 1989.

Premio Nacional de la Juventud en 1986. OBRA PUBLICADA:

Aforismo: De batallas, SEP/CREA, Letras Nuevas, 1984. ||

Cuento: Birmania, Umbral, El Clan núm. 5, 1999. || El misterio

de los tigres, ERA, 2002. || Ensayo: Apuntes para una historia

de la cabeza de Goya luego de su muerte, Otumba, 1996. || Oriente de los insectos mexicanos,

UNAM, 1999; Aldus, 2001. || Legión, Aldus/CONACULTA, La Centena, Ensayo, 2006. || Ensayo

epistolar: Cartas de Tepoztlán, ERA, 1997. || Novela: Legión, UV, 1991. || La mano derecha,

Joaquín Mortiz, 1993. || Malebolge, Tusquets, Andanzas, 2001. || Edén, Jus, 2003. || 1767,

Planeta/Joaquín Mortiz, 2004. || Poesía: La doble águila, UAM, El Pez en el Agua, 1997. ||

Relato: El sitio de Bagdad y otras aventuras del Dr. Greene, seguido de lagartos terribles,

Heliópolis, 1994. || El misterio de los tigres, ERA, 2002. || Teatro: La alianza, Umbral, El Clan

núm. 3, 1999.

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El naufragio del buque México

-Yo iba a ir de médico de a bordo, pero un leve accidente a la altura de Novara (atropellé un

cebú) me impidió embarcar. Debo decirle que tenía mis dudas respecto al éxito de esta

aventura –me confió el doctor Greene una tarde muy hermosa, de grandes cúmulos blancos,

mientras nos emborrachábamos en el Loma Linda.

-El buque México estaba hecho de un raro material para un cáudex. Era una buque de

concreto. No sé qué ingeniero de Carolina o Virginia, al que en su país nadie pelaba, había

entusiasmado al secretario de Marina con su invento. El barco se había colado. Estaba listo para

botarse cuando llegué a Veracruz. El secretario leía un breve discurso frente al presidente, creo

que era Ávila Camacho, y a los muy envidiosos topete y un capitán de nombre Lubina que,

insolente, se había atrevido a augurar el inevitable naufragio…

-El barco, luego del también inevitable bautizo, se deslizó pesadamente. Entrar al agua y

naufragar: todo fue uno. El barco se fue al fondo del puerto con sus torretas de concreto, sus

grúas y sus cañones de metal, muchos mareados marineros. Al secretario un color se le iba,

otro le venía: sus órdenes se volvieron incomprensibles dada la excitación y el ruidero de la

gente, que, arremolinándose, quería acercarse al borde de la poza profunda que se tragaba

inexorablemente, al México.

-Yo di gracias al pequeño Vishnú.St. Lèger, por salvar mi vida y mis libros. Los del niño,

como bien sabe, se perdieron en el viaje de la familia volviendo a Francia: los volúmenes rojos

de Víctor Hugo, los negros de Lamrtine, los hermosos, equivocados de Bufón…Desde entonces

¿sabe usted?, sólo voy en barcos de madera; si los hubiera de mecate, ésos abordaría.

No recuerdo si algo añadió el doctor. La noche me devolvió de golpe la sobriedad, mientras

bajábamos de Las lomas, pasando el astillero que otro secretario construyó encaramado frente

a las feas fuentes de Chapultepec.

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La bandera de El Álamo

a mi hermano Francisco

Don Patrocinio Greene era pronto a tomar ofensa. Una vez en San Antonio, lo había invitado un

dueño de unos laboratorios a su gran casa, pero era el último. Todos los otros invitados ya

estaban allí. “Si te dije que iban nomós a verte, para ver cómo es un mexicano culto”; riendo

doña Cecilia, se lo había advertido.

Y el anfitrión, para colmo, para empezarlo todo con algo gracioso –aunque luego se

vuelvan serios como piedras, porque así son los del otro lado-, le había dicho, haciéndose el

confidente, cuando todos sabían que era uno de esos hombres que no saben lo que piensan

sino hasta que ya lo dijeron; y a mi paisano le había confiado, frente a todos sus otros

huéspedes, que era el primer mexicano al que convidaba a su casa, y que lo bueno ¡era que

tenía un apellido en inglés!

¡Como le dolió a don Patrocinio no haber sabido contestarle, más que un débil murmullo,

mientras se ponía granate! Me lo contó a mí, doña Cecilia, a la pobre señora Hûsli, una suiza un

tanto dura de oído, y a sus amigos de los desayunos de Sanborns, y a su amigo el embajador

Ulises; ya no sé cuántos norteamericanos, a los que le encantaba fastidiar por lo de las

reclamaciones del agua de río Colorado o las filibusteros mañas con que se apañaron Texas.

Don Patrocinio es, y ha sido siempre, irredentista, y ha apoyado reclamaciones croatas contra

Yugoslavia, españolas contra Caraza, contra Felipe II, Von Mannersfeldt y Von Wuthenau contra

la extinta DDr, del pueblo de Atalaya Etla contra las leyes juaristas, de los meridenses contra

campechanos, por supuesto la devolución de Nuevo México y de UTA y un largo etcétera…

como no le faltaban amigos que quisiesen probar lo contrario, don Patrocinio tenía incontables

motivos de ofensa, que nunca sé si perdonaba con un buen corazón del Sureste, o si las iba

guardando en una bolsa, como el cardenal Montalvo, para cobrarlas en un x día, por un

vengativo corazón, del sureste.

Un día desayunábamos con dona Cecilia, que tiene la execrable manía de vaciar su toronja

y beber su café mientras lee con matutinos. Por poco le da el soponcio.

-Patrocinio, ¿ya viste? Aquí dicen que “dentro de la discusión sobre el Tratado de Libre

Comercio, el estado de Texas pidió la devolución de la histórica bandera que ondeara en El

Álamo, obtenida por las tropas mexicanas durante el degolladero del fuerte del mismo nombre,

que los texanos consideran ara de su libertad”.

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Don Patrocinio no mostró el menor signo de cólera. Siguió comiendo feliz sus huevos

motuleños, y se sirvió más café.

-Pues que nos devuelvan de menos la momia de Fray Servando.

-Sí, o la isla de Santa Catalina –dijo dona Cecilia.

-O Guadalupe.

-O la Mesilla.

-Pero señores –dijo don Patrocinio-, si lo pasado, pasado, y todo eso. No vamos a

pelearnos por una antigua bandera, que conseguimos en una acción un tanto dispareja, y que

tan sólo a falta de verdaderos triunfos veneramos. Al lado de Lodi, por favor, qué es ese sitio

rascuache.

-Pues dirá usted misa –dijo Dona Cecilia, injertada en pantera-, pero les estuvo bien. Y esa

bandera nos la ganamos con sangre, y no se la devolvemos y sanseacabó.

Yo estaba sorprendido por el cambio de papeles: el patriota Dr. Greene, ecuánime: la

apacible dona Cecilia fuera de sí; hasta se despeinó.

No vi a don Patrocinio en los días siguientes, que ocupé en ir al Castillo de Chapultepec

para mirar la mentada bandera; pero ahí no estaba. Fui luego, entre peseros y motocicletas, a

Churubusco, a ver si allí. Pero nada. En la Sala de Armas General Alemán, tampoco, ni prestada

a un museo español ni en museo de Tacaba ni en Antropología, vaya ni en la vitrina de honor

de un amigo, hijo de un voraz almirante, coleccionista de objetos patrios.

Los periódicos dieron noticia del asunto. Un día me paseaba por Coyoacán y me encontré al

dr. Greene, que salía de unos laboratorios escondidos entre los pirules.

-Acompáñeme; vamos a tomarnos algo.

Paramos un taxi y fuimos a la cantina del centro de Tlalpan. Pero por mas que estuve

hablando de banderas, contándole repetidas veces lo extraño que se me había hecho que no

estuviera el trapo de El Álamo donde yo imaginaba, nada dijo, no chistó. Dos tequilas, nada;

varios tequilas; nada. Don Patrocinio me platicó de víboras y sí, de banderas (como la muy

tremenda Don Tread On Me) y de un libro muy interesante que estaba leyendo, The Status of

Tibetm de un jurista norteamericano espléndido, que demostraba a ciencia cierta la ilegalidad

de la ocupación china. Pero de Davy Crockett y de Santa Anna, ni una palabra: ni siquiera habló

mal de Zamora Plowes y bien de Salado Álvarez como era su costumbre cada vez que se habla

de la independencia de Tejas, ni murmuró algo contra las siestas y las patas de palo, ni se

refirió a unos grabaditos que hubiera a lo mejor comprado, Brave Good Soldier Sayung Good-

Bye to Life in the Hands of a ferocious Mexican o una hojita volante con Las Que Padecimos con

Santa Anna o Relato Verídico y Asombroso de la Incuria de Siestero, ni recito aquello de “As the

Executive claims the Spanish Province of Texas […] the same seans have for same time past

been put in operation ti wres it from its trae owner. Desperadoes have been instigated to raise

a rebolt, and reinforcements have been drawn from every quarter of the United Status to

support and enforce it…”

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Al salir, me entregó una bolsita de hilos de seda, como la que mi abuela usaba para

guardar alguna reliquia, o una espina del patio tercero del Convento de la Cruz, de los árboles

sembrados por fray Junípero Serra, o una hojita de la higuera rediviva de san Felipe de Jesús.

-Guárdela junto a su corazón: es un trocito de la bandera que ganamos a degüello en el

Álamo.

Quedé frío. ¿Qué había hecho don Patrocinio?

¿Habría robado la insignia? Abrí la bolsita y pareció un cuadrito de seda, blanco, raído,

sucio. Algo me dijo que en efecto, ese trozo de tela pertenecía a una bandera que los

descendientes de Houston reclamaban. Volteé hacia don Patrocinio, pero éste había

desaparecido por la calle Moneda. Necesitaba aclarar mis pensamiento, me senté en una

banquita frente a la iglesia, y después decidí entrar, atravesando el atrio con sus rosas

golpeadas por el agua y sus letreros lowrianos entre las plantas.

Recordé que dona Cecilia daba un té danzante esa tarde y fui, pues estarían sus hermosas

sobrinas, y tro amigo, poeta muy curioso a pesar de ello. Por supuesto que además sentía que

dona Cecilia poseería la clave del misterio, si acaso me concede el uso de tan manida

expresión.

Los tes danzantes de dona Cecilia

Habían perdido la cuenta desde cuándo

Tiene delante de sí el formidable mueble que mandó hacer para guardar sus

compactos. Siempre le ha gustado la finura, l elegancia, lo bien hecho. Todo en él lo delata: la

ropa, inevitablemente del mejor gusto, de la mejor calidad, aunque se trate de ropa para andar

en casa, o de un advertir que se trata de gafas italianas; la las plumas con las que escribe (en

ninguna circunstancia bolígrafo, salvo para firmar sus vouchers; siempre invariablemente,

pluma fuente, y punto de oro).

Está ante sus 400 compactos y no se decide cuál oír. Los tiene separados por géneros

(música clásica, jazz, salsa, ranchero, soundtracks, música afroantillana…). Desde luego sobre

todo la ópera. Aunque jamás se paro en un escenario, aunque nunca estuvo realmente en

compañía alguna, se le llena la boca cuando lo dice: fui cantante de ópera. Si tuviera más

dinero –reflexiona mientras revisa los lomos de sus compactos-, no mucho, sólo un poco más,

alquilaría una sala de conciertos, le pagaría a un pianista para que me acompañara y ofrecería

un recital inolvidable de arias y canciones napolitanas. Invitaría a todos mis amigos. Y desde

luego a la prensa, para que al día siguiente, o a los dos días, o a los tres, no importa,

apareciera mi nombre en los diarios y pudiera recortar las críticas. Ya estaba pensando de

vuelta en la fama. Pero no podía evitarlo. Su misma garganta parecía reclamárselo. Es decir,

todo su sistema nervioso, toda su sensibilidad, de pronto se concentraba en las cuerdas

vocales.

Sorbió un buen trago. Aún era temprano. Las diez cuarenta de la noche. A él la noche

lo embebía. Algo tenía la noche que lo atraía sin remedio. Nunca se lo había explicado. Pero la

atracción no podía disimularla. De ahí que prefiriera dormir la mayor parte del día y por las

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noches permanecer despierto, oyendo música, leyendo o mirando alguna película, alguna de las

muchas que en últimas fechas se había dedicado a adquirir.

Aún le quedaba un poco a su bebida. Llevaba cinco. Seis no. se conocía bien y sabía

exactamente cuando su pulso empezaba a temblar. Lo notaba en primera instancia en el

movimiento incontrolable de su párpado derecho. Se le movía sin cesar; como si tratara de

guiñar el ojo deliberadamente. No siempre había tenido ese tic. De haberlo tenido cuando

todavía estaba casado, su mujer se habría reído de él. No tenía ese defecto pero tenía otros;

quién no, se consolaba sonriendo; por ejemplo, pegarle a su mujer. Algo que solo le pasaba

cuando había bebido demasiado. Pero algo que no habría pasado si ella hubiera accedido a

complacer sus caprichos; que no eran gran cosa: cambiarse con la ventana abierta y la luz

encendida, no usar ropa interior cuando asistieran a alguna cena, dejarse tomar fotografías

pornográficas con una cámara polaroid… tampoco le pegó mucho. No recordaba más que ocho

o diez veces. Pero se había muerto. Porque después de quince años, su matrimonio había

pasado a aumentar la estadística de los matrimonios separados. Como no había hijos, las cosas

se habían resuelto del modo más expedito posible. Eso no estaba tan mal, porque hoy no tenía

más gastos que sus pequeños lujos. Arqueó las cejar al pensar en uno de ellos, bueno, no

exactamente un lujo sino un capricho: ¿Qué sucedería si un escritor se sentara a escribir un

libro alcohólicos?: ¿no incluiría a él?, ¿valdría la pena como borracho o resultaría

soberanamente aburrido? Bueno, si ese libro se escribiera, si ese escritor existiera, él lo

localizaría y lo obligaría a escribir sobre su vida. Y una sed por la siguiente copa lo obligó a

enfilarse hacía la sala, donde tenía, muy a la mano y muy discretamente, su bien surtida

cantina. Pues si quería figurar en ese libro, tendría que hacer méritos. Que buena excusa para

beber: figurar en un libro de dipsómanos –porque sin dudarlo admitía que lo era-, como si fuera

un gran honor, reflexionó, y una carcajada proveniente desde sus mismas entrañas lo obligó a

derramar el vodka y ensuciar el mueble.

Había perdido la cuenta desde cuándo, pero todas las noches le pasaba lo mismo.

Principiaba oyendo música o leyendo algo de los clásicos, de los que era lector devoto desde su

niñez, cuando sus padres lo internaron en un seminario; hacía una cosa o la otra, y poco a poco

el trago lo incitaba a revisar su pasado, a pensar en su vida, en sus clases de canto desde niño,

cuando formó parte del coro de la iglesia, en recordar su paso por el departamento de

contratación del banco –gracias a lo cual había podido hacerse de casa, autos y comodidades-,

en evocar a su esposa que, pese a todo, había sido su compañera, la única que lo había

aguantado, la única que no se había reído de sus extravagancias. Porque ni hablar que

intentado vivir con otra mujer en un par de ocasiones; si era un hombre de buena edad (no

tendría más de cincuenta o cincuenta y cinco años); lo había intentado, pues, pero no había

logrado nada, absolutamente nada más que desprecio.

Sirvió el equivalente de un vodka doble. Se veía bien: un vodka doble en su vaso old

fashioned. Le gustaba más ahí que en los vasos jaiboleros. Lo colmó de hilos y se regresó a su

“gran cuarto”, el área donde tenía sus libros, compactos, películas, aparato de sonido y sistema

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de video. ¿Por qué, se preguntaba, no había instalado allí, en esa estancia, su cantina? ¿Por

qué tenía que correr de una pieza a otra, con el riesgo de que el contenido se derramara?

Quién sabe. Y como todas las noches, como venía aconteciendo desde hacía innumerables

noches, finalmente no le llevo tiempo alguno escoger su CD: el de Placido

Mendoza, Elmer

Nació en Culiacán, Sinaloa, el 6 de diciembre de 1949. Narrador.

Estudió ingeniería en comunicaciones y electrónica en la Escuela

Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica. Fundador de la

editorial El Cuchillo de Palo (Culiacán, Sinaloa); ha sido profesor

de la cátedra de letras clásicas en la Universidad Autónoma de

Sinaloa. Colaborador de El Sol de Sinaloa. Premio Nacional de

Literatura José Fuentes Mares 2002. Premio Tusquets de Novela

2007 por Quién quiere vivir para siempre, publicado con el título

Balas de plata. OBRA PUBLICADA: Crónica: Cada respiro que

tomas, DIFOCUR, 1991. || Cuento: Mucho que reconocer, Costa

Amic, 1979. || Quiero contar las huellas de una tarde en la

arena, Cuchillo de Palo, 1985. || Cuentos para militantes

conversos, UAS, 1987. || Trancapalanca, DIFOCUR, 1989. || El amor es un perro sin dueño,

IMC, Cuadernos de Malinalco, 1991. || Buenos muchachos, Cronopia, Guanajuato, 1995. ||

Novela: Un asesino solitario, Tusquets, Andanzas, 1999. || El amante de Janis Joplin,

Tusquets, Andanzas, 2001. || Efecto tequila, Tusquets, 2004. || Cóbraselo caro, Tusquets,

2005. || Balas de plata, Tusquets, 2008.

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Pequeña crónica de la más fea

El Cochi era el pistolero más pesado. El único cuyo nombre nadie quería oír. Colocaba su banda

frente a la policía judicial, soltaba una ráfaga de Ak-47 y nadie salía. Se paraba frente al

cuartel, disparaba durante cinco minutos y ¿se inmutaba usted? Igual ellos. Una auténtica

amenaza. Cuando los enemigos son tan desproporcionados el juego se vuelve ridículo. Así se

sentían los jefes de los cárteles de altas Algodones y de San Luis mientras analizaban la

situación y decidían el siguiente paso.

Imposible matarlo. Pregunten que quedó del cártel de Ojinaga o del comandante

Obregón.

Apresarlo era una tontería.

Planeaban controlar el tráfico de cocaína en las inmediaciones del río Colorado y lo que

menos deseaban era tenerlo de enemigo.

De manera que optaron por alegrarle el corazón.

No pudieron traer al Piporro ni a los Cadetes de Linares: andaban de gira y no hubo

cantidad de billetes verdes que los convenciera. Ese detalle no le gustó al de Algodones que

conocía los gustos del Cochi. Y su intransigencia. Nos va a tronar, comentó al de San Luis que

había contratado una banda sinaloense de esas que pasan coca en los instrumentos y que al

personaje le llegaban macizo.

Decidieron resolver el problema con mujeres. Por esos días se realizaba el concurso

Nuestra Belleza y las invitaron a todas. Él Olimpo en la arena, si señor. Era un contento verlas y

oírlas reír en la alberca de la residencia ubicada a unos cuantos metros de la línea fronteriza.

El Cochi llegó a la hora que quiso. Vestía un terno caqui de la marca Versage y olía a

lavanda. Botas de piel de avestruz, reloj de oro y esclava de diamantes. Los anfitriones salieron

a recibirlo: Querido amigo, qué gusto verlo. Vestían muy similar. Le anunciaron que había

comida especial, whisky y todas esas muchachas que se caían de preciosas. Algunos

achichintles bailaban. El Cochi y su gente se instalaron en mesas que les permitieran estar de

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espaldas a la pared. Más vale prevenir. Se hallaba tranquilo, esa tarde habían matado siete en

Mexicali y al día siguiente debían hacer lo mismo en Palm Spring, cerca de la casa de Bob Hope.

Tal parece que la gente nace pa que la maten, pensaba.

Rápidamente les sirvieron carne asada, camarones rancheros y pescado zarandeado

con tortillas recién hechas. La salsa era de chiltepín con un toque de vinagre. Con una sonrisa

en los labios despacharon la primera remesa tan rápido que el de San Luis ordenó a dos

meseras que se quedaran al lado, atentas para lo que se les ofreciera.

Con el whisky no fueron nada lentos. Mientras el de Algodones le presentaba a las

reinas de belleza que le coqueteaban sin el menor pudor, como bien saben la belleza es poder,

él paseaba sus ojillos de víbora por el lugar: una casa enorme con techo de tejas caballeriza al

fondo.

Varios de sus hombres querían bailar; sin embargo, nadie lo haría hasta que él eligiera.

Unos gringos de Las Vegas le mostraron sus respetos y le pidieron hablar en privado.

Un político mexicano de ojos azules le ofreció 20 millones de dólares por matar un candidato. A

ambos les dijo que no. Que cuando se divertía no trabajaba.

Pasaba el tiempo. Como suele ocurrir, la banda tocaba cada vez mejor y la bebida sabía

más rica.

El de San Luis y el de Algodones decidieron jugar su última carta. Querían quedar bien

con el Cochi y una ambición idiota no se los iba a impedir. Sin más, optaron por cederle las

muchachas que habían apartado para ellos y que coqueteaban felices y veían El Chavo del ocho

en una de las habitaciones.

Mi estimado, masculló el de San Luis, si no baila con ésta me va a hacer pensar mal. El

cochi la miró, hermosa, sonrió y bebió un trago corto. ¿Qué es lo que va a pensar, compita?,

desafió y sus pequeños ojos culebrearon, el otro soltó la risa y se llevó a la muchacha. El de

Algodones ni se acercó.

Algunas chicas se bañaban borrachas.

La matrona que las había llevado se entretenía con un joven pistolero. Ya ve cómo no

puede ser mi madre.

El Cochi se puso de pie. Sus hombres lo imitaron. Creyeron que iba al baño.

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Pero no, fue directamente a una de la mesera y la invitó a bailar. La chica, que era fea

y estaba con un mandil lleno de lamparones, se sorprendió. Sabía quien era el individuo. El de

Algodones rápidamente le ayudó a quitarse el aditamento, le soltó el pelo y la empujó a la

pista.

Las muchachas no lo podían creer. Qué pretendía ese hombre, ¿humillarlas? La mesera

poco a poco fue tomando confianza, estableciendo su territorio, hasta que se atrevió a emitir un

pequeño gesto de superioridad que las otras captaron de inmediato. Engreída. Piruja.

Conversaron de la vida como la esponja y la humedad. Cuando le hizo la crónica del día

ella comentó qué oficio tan interesante.

El Cochi se veía tan contento que esa misma noche se la llevó. Antes reiteró a sus

anfitriones que le pidieran lo que fuera. Al día siguiente envió una camioneta Ford al padre y

unas pacas de dólares. A la mujer le puso casa y fue la única que le dio hijos, que son un

desmadre, pero algo es algo.

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Borbolla, Óscar de la

Nació en la Ciudad de México el 8 de septiembre de 1949.

Ensayista, narrador y poeta. Obtuvo la maestría en filosofía en la

UNAM y el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid,

becado por el Instituto de Cooperación Iberoamericana. Ha sido

profesor de filosofía en la FES-Acatlán de la UNAM, titular en el

área de metafísica y ontología; maestro en la Escuela de

Escritores de la SOGEM; coordinador de talleres en

universidades, casas de cultura y el CNIPL del INBA; asesor del

secretario de Educación Pública; guionista de los programas radiofónicos “Ucronías

Radiofónicas” en Radio Educación y “La Carta Radiofónica” en Radio Trece; conferencista en la

mayoría de las universidades de la República Mexicana y en innumerables universidades de

Estados Unidos, Canadá y España; miembro de la Comisión Dictaminadora de la Dirección

General de Bibliotecas de la UNAM y de los consejos de redacción de Los Universitarios, Plural y

Blanco Móvil. Miembro de la SOGEM. Su obra ha sido traducida al inglés, francés y serbocroata.

Colaborador de Alfil, Blanco Móvil, El Día, El Nacional, Excélsior (columnista de Ucronías),

Galería, Los Universitarios, México en la Cultura (columnista de Reflexiones en el Sueño), Plural,

Revista Mexicana de Cultura, Revista Universidad de México, Sábado, Siempre!, y Sin Embargo.

Premio Internacional de Cuento Plural 1987 por Las esquinas del azar. Premio Nacional de

Humor La Sonrisa 1991 por Nada es para tanto. OBRA PUBLICADA: Autobiografía: Un

recuerdo no se le niega a nadie, Blanco y Negro, 1998. || Crónica: Dejé mi corazón en

Humanguillo, Secretaría de Desarrollo Social, 1999. || El ajonjolí de todas las soluciones,

Secretaría de Desarrollo Social, 2000. || Cuento: Vivir a diario, SEP, Piedra de Toque, 1982. ||

Las vocales malditas, e.a., 1988; Joaquín Mortiz, Serie del Volador, 1991; Nueva Imagen,

Biblioteca Óscar de la Borbolla, 2001. || <Relatos, INI, 1988. || EM>Los siete pecados capitales

(colectivo), CONACULTA-INBA/SEP, 1989. || El amor es de clase, Joaquín Mortiz, Cuarto

Creciente, 1994; la nueva edición corregida y aumentada se titula Dios sí juega a los dados,

Nueva Imagen, 2000. || La ciencia imaginaria, Selector, 1996. || Las esquinas del azar,

Biblioteca del ISSSTE, 1998. || Asalto al infierno, Nueva Imagen, 1999. || La risa en el abismo,

Nueva Imagen, Biblioteca Óscar de la Borbolla, 2004. || Ensayo: Introducción a la filosofía de

Nietzsche, ENEP-Acatlán UNAM, Cuadernos de Investigación, núm. 15, 1991. || La muerte y

otros ensayos, ENEP-Acatlán UNAM, Cuadernos de Investigación, núm. 18, 1993. || Filosofía

para inconformes, Nueva Imagen, 1996. || La rebeldía de pensar, Patria, 2006. || Material

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didáctico: Manual de creación literaria, Nueva Imagen, Biblioteca Óscar de la Borbolla, 2002.

|| Novela: Nada es para tanto, Joaquín Mortiz, Novelistas Contemporáneos, 1991; Nueva

Imagen, Biblioteca Óscar de la Borbolla, 2001. || Todo está permitido, Planeta, Narrativa 21,

1994; Nueva Imagen, Biblioteca Óscar de la Borbolla, 2002. || La vida de un muerto, Nueva

Imagen, 1998. || Periodismo ficción: Ucronías, Joaquín Mortiz, Serie del Volador, 1989. || La

ciencia imaginaria, Selector, Aura, 1996. || La historia de hoy a la... mexicana, Planeta, México

Vivo, 1996. || Instrucciones para destruir la realidad, Nueva Imagen, 2003. || Poesía: Los

sótanos de Babel, SEP/CREA, Letras Nuevas, 1986; edición corregida y aumentada, Times,

1998; Patria, 2007. || Varia invención: Mar urbe (fotos de Jorge Lépez Vela), Artes de

México/Secretaría de Cultura del GDF, Luz Portátil, 2006.

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El paraguas de wittgenstein

1. Como la gente se conoce o no se conoce nunca, pero total a veces se enamora,

suponte que la lluvia te reúne con una mujer debajo de un paraguas. Tú le dices: ¿Me

permite? y ella, indecisa y sorprendida, sopesando los pros y los contras te contesta

que no, que el paraguas es suyo y que te vayas. Suponte que obedeces y te alejas

brincando los charcos y que al cabo de una calle, dos calles, tres calles encuentras un

techito para guarecerte y que ahí, precisamente ahí, se oculta el asesino que estaba

escrito habría de matarte y que te sale al paso con aquello de la bolsa o la vida, y tú

respondes que la vida, porque estás empapado y sientes frío y ganas de morirte o de

pedir una taza de café muy caliente, pero como en ese zaguán no hay servicio de

cafetería, pues te atraviesa con tremendo cuchillo y desde el suelo miras a tu asesino

perderse con tu reloj y tu cartera detrás de la cortina de lluvia de la que sale la

muchacha que no te quiso asilar bajo su paraguas, y cuando ella pasa: tú mueres.

1.1 Suponte que el cielo existe y que se te ocurrió morir a las seis de la tarde o, mejor,

que tu asesino te haya matado a esa hora o, si lo prefieres, que el tiempo que todo lo

coordina haya sincronizado con gran precisión los relojes para que murieras en tu país

a las seis de la tarde sin que tú ni tu asesino anduvieran preocupados por la

puntualidad. Si el cielo existe, a las seis y cuarto llegarías a sus puertas remolcado por

la columna de humo de alguna chimenea próxima al sitio donde habría quedado tu

cuerpo. Las puertas están abiertas de par en par, entras, caminas, buscas por uno y

otro lado, pero no hay nada, no encuentras a nadie: El cielo es un hangar infinito,

piensas y te pasa por la conciencia la imagen de la mujer que en mitad de la lluvia te

negó la sombra seca de su paraguas.

2. 1.1.1 Suponte que además de cielo, haya Dios: tu ascenso y llegada son los mismos,

sólo que ahora encuentras un mostrador y, detrás del mostrador, un mayordomo de

levita verde que te hace señas con su linterna de bencina para que te acerques. Das

unos pasos y en el acto descubres en el verde chillón de la levita que el cielo no es

lugar para ti, que a ti te corresponden otros pasatiempos: descifrar de por muerte las

razones por las que esa mujer se negó a compartir contigo su paraguas, y otros

asuntos por el estilo.

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3. 1.1.1.1 Suponte que haya Dios y que te está esperando, que cruzas la eternidad y el

infinito que no son otra cosa que una fila interminable de salitas de espera, salas y

antesalas de espera, y que al final, o lo que tú consideras el final, encuentras unos

muebles como de cafetería, con sillones confortables de plástico azul, imitación cuero, y

que tomas asiento convencido de que si Dios te aguarda: tú debes reunirte ahí con Él.

Palpas el forro azul del sillón y tus antiguos hábitos te hacen desear una leche

malteada; pero Dios, aunque te esté esperando, no llega y en su lugar, asociado por la

malteada y el deseo, lo que viene a ti es el recuerdo de la mujer que en la lluvia te dijo:

No.

1.1.1.2 Suponte que Dios llegue: el recorrido previo podría ser idéntico a excepción,

claro está, del color de la levita del mayordomo, porque si Dios llega la levita tendrá

que ser color obispo. Tú estás sentado en el sillón azul de plástico deseando una

malteada y en ese momento llega Dios disfrazado de camarero y sobre una charola trae

precisamente esa malteada que tú deseas; viene con corbata de moño y un higiénico

bonete en la cabeza. Tú te levantas respetuoso y lo invitas a sentarse, Dios accede y le

convidas un sorbo de tu leche, pero Él declina y te explica que acaba de comer, que te

lo agradece pero que no tiene apetito. Tú retrocedes apenado: comprendes que fue

impropia la manera confianzuda con la que le ofreciste el sorbo y, temeroso de haber

cometido una imprudencia, preguntas si se puede fumar. Te responde que sí y hasta te

acepta un cigarro. Tu mano tiembla por estar encendiendo fósforos humanos en la cara

de Dios. Sin embargo, Dios aspira y comenta: Son buenos sus cigarros, ¿tabaco rubio?

No, contestas sin darte cuenta de que corriges nada menos que a Dios, son de tabaco

oscuro. Está menos procesado, ¿verdad?, dice Él, y tú contestas que sí, que se trata de

cigarros baratos. Pues están magníficos, asegura Él. Tú aspiras el humo y piensas que

no son tan buenos, pero no te atreves a decirlo. Dios mira a su derredor y hace un

comentario a propósito del plástico azul de los asientos, algo acerca de que parece

cuero. Tú le das la razón, Dios termina su cigarro y dice: Bueno, pues Yo, usted sabe,

tengo que irme, ha sido un placer. Tú no atinas a decir nada y, cuando Dios se aleja

por entre los sillones que parecen forrados de cuero azul, recuerdas el modo como tu

asesino se alejó por la calle mientras llovía y la cara de la mujer que no quiso aceptarte

bajo su paraguas.

4. 1.2 Suponte también que no haya nada, que tú te mueres a las seis de la tarde porque

la lluvia te obliga a buscar dónde protegerte y el techo hospitalario que te pareció

inofensivo ocultaba al criminal que habría de matarte a resultas de que hubo una mujer

que no quiso compartir su paraguas contigo. La chimenea soltaría al aire su bocanada

sucia, la lluvia atravesaría el humo y lo bajaría al piso vuelto hollín, polvo finísimo

mojado que el agua arrastraría junto con tu último suspiro hacia la alcantarilla. Al día

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siguiente tu cuerpo lavado por la lluvia sería encontrado: Un muerto, gritarían; pero tú

no oirías nada, ni siquiera el sonido de la lluvia, ni los pasos de tu asesino, ni el no de

la mujer que te excluyó de su paraguas; no oirías ni verías ni sabrías nada: nada de

leches malteadas, ni de pláticas con Dios, ni mayordomos de levita, ni sillones que

parecen de cuero. No habría nada.

5. 2. Ahora suponte que abajo del paraguas ella te contesta: Sí, claro, acompáñame. Y tú,

indeciso y sorprendido por haber repasado algunas consecuencias de su negativa

anterior, comienzas a contarle que el "no" que te dijo en otro cuento te lanzó a las

manos de un asesino y a unas pláticas con Dios y a una serie de hipótesis que ella

festeja riendo, justo cuando pasan frente a la puerta donde está el asesino que espera

que tú llegues chorreando para matarte; pasan de largo y, como la tarde está de perros

y apenas son las seis, ella propone entrar en la cafetería que queda en la calle

siguiente, la cual, por supuesto, tiene los sillones azules. Entran, se sacuden la lluvia

que les perla la ropa, y ella pide una leche malteada y tú, un café.

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Ruvalcaba, Eusebio

Nació en la Ciudad de México, el 4 de septiembre de 1951.

Narrador, poeta, ensayista y dramaturgo. Editor de la página

literaria La Furia del Pez; director del suplemento cultural del

diario Tribuna. Corrector de estilo de la sección cultural de El

Financiero y coordinador cultural de la revista Vértigo. Se ha

puesto en escena su obra La visita (1986). Su novela Un hilito de

sangre fue filmada en 1995 por Erwin Neumayer. Colaborador de

Casa del Tiempo, Cronopio, El Día, El Financiero, Heterofonía, Jazz, La Mosca en la Pared, La

Semana de Bellas Artes, Milenio, Ovaciones, Péñola, Punto, Revista Mexicana de Cultura,

Summa, Tiempo Libre, Tribuna, y Vértigo. Becario del INBA/FONAPAS, en poesía, 1978; en

narrativa, 1979; y del CME, en teatro, 1981. Premio de Cuento El Nacional 1977 por Antisonata.

Premio Punto de Partida de Teatro 1978 por Bienvenido, papá. Premio Nacional Agustín Yáñez

1991 para primera novela por Un hilito de sangre. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí

1992 por Jueves santo. Premio Internacional de Cuento Charles Bukowski 2004 por El despojo

soy yo, convocado por Anagrama. OBRA PUBLICADA: Aforismos: Heridas sin sutura,

Cuadernos de la Búsqueda, 2002. || Antología: La antología rosa, BANAMEX, 1987. ||

Forjadores del México contemporáneo, Planeta, 1990. || La sabiduría de Gustave Flaubert,

Planeta, 1996. || Crónica: Chiapas te extraña (coordinador), CONECULTA-Chiapas/Gob. del

Edo. de Chiapas, 1999. || Higinio Ruvalcaba, violinista. Una aproximación, CONACULTA,

Memorias Mexicanas, 2003. || Cuento: ¿Nunca te amarraron las manos de chiquito?, Planeta,

Fábula, 1990. || Jueves santo, CONACULTA/INBA/Joaquín Mortiz, 1993. || Cuentos eróticos

mexicanos (colectivo), Avelar, 1995. || Cuentos pétreos, Seix Barral, 1995. || Clint Eastwood,

hazme el amor, Nueva Imagen, 1996. || Memorias de un liguero, Daga, 1997. || Amaranta o el

corazón de la noche, Daga, 2000. || Desde el umbral. Antología personal, Ficticia, Anís del

Mono, 2002.|| El despojo soy yo, Anagrama, 2004. || Por el puro morbo, Daga, 2004. || El sol

le hace daño a los ancianos, Universidad Autónoma Chapingo, 2006. || Al servicio de la música,

Lectorum, Marea Alta, 2007. || Ensayo : Primero la A, Sansores y Aljure, 1997. || Las

cuarentonas, Sansores y Aljure, 1998. || Con los oídos abiertos, Paidós, 2001. || Diccionario

inofensivo, Lectorum, 2001. || Chavos: fajen, no estudien, IMC/Universidad Autónoma

Chapingo, Molino de Letras, 2003. || Una cerveza llamada Derrota, Almadía, Estuario, 2007. ||

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Epistolario: El hombre empuja al hombre, Cuadernos de El Financiero, 2003. || Literatura

para niños: El niño del paraguas, BANAMEX, 1985. || Me llamo Diego, BANAMEX, 1988. || Me

llamo Mozart, SITESA, 1991. || Novela: Un hilito de sangre, Gob. del Edo. de Jalisco/Planeta,

1991; RBA, España, 1994; Joaquín Mortiz/CONACULTA, 2001. || Músico de cortesanas, Planeta,

1993. || Desde la tersa noche, Aldus, 1994. || El portador de la fe, Seix Barral, 1994. || Lo que

tú necesitas es tener una bicicleta, Planeta, 1995. || En defensa propia, Sansores y Aljure,

1997. || El brindis, Sansores y Aljure, 1998. || Desgajar la belleza, CONACULTA/IVEC, Los

Cincuenta, 1999. || Banquete de gusanos, Colofón, 2003. || Temor de Dios, Oveja Negra,

Colombia, 2003. || Desde la tersa noche, Club de Lectores, 2004. || John Lennon tuvo la culpa,

Club de Lectores, 2004. || Los ojos de los hombres, Nula, 2008. ||Poesía: Atmósfera de fieras,

e.a. 1977. || Homenaje a la mentira, Signos, 1982. || Gritos desde la negra oscuridad y otros

poemas místicos I, Doble A, 1993; UAZ/Dos Filos, 1994. || En la dulce lejanía del cuerpo, Oasis,

Hermosillo, 1996. || Las jaulas colgantes y otros sonetos, BUAP/Asteriscos, 1997. || Con olor a

Mozart, UAM/Verdehalago, 1998. || El argumento de la espada, IPN, 1998. || Gritos desde la

negra oscuridad y otros poemas místicos II, Doble A, 1998. || El diablo no quedó defraudado,

Daga, 2000. || Jugo de luz, Los Absolutistas, 2000. || Poemas de un oficinista, Praxis, 2001. ||

El frágil latido del corazón de un hombre, Nula, 2006. || Teatro: Las dulces compañías,

Panfleto y Pantomima, 1984. || Lectura 5, Nutesa, 1987.

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Algo terrible y poderoso

Nada parecía distraerlo de su concentración. Ni siquiera la mujer que lo acompañaba parecía

sacarlo de su mutismo. Llevaba mucho tiempo así, quizás diez o quince minutos. Con los ojos

fijos en el vaso de ron blanco con coca. En otro vaso aún conservaba el vino blanco que había

pedido para la comida. La mujer no se esmeraba en volverlo a la realidad; más bien, había

empezado a buscar con la mirada a algún otro caballero. Tal vez menos atento de un simple

vaso con trago.

Llevaba cerca de tres horas ahí. Habían entrado en Les Ambassadeurs como los dueños y

ordenado lo más caro: los camarones "Alberto", el salmón con salsa de perejil, la langosta de

tres colores. Y, salvo los camarones, del cual había repetido dos veces el platillo, lo demás casi

no lo habían probado. Bastó con haber olido el salmón, para que el hombre lo regresara. Yo no

como pescado descompuesto, dijo. Ella, con un simple gesto, estuvo de acuerdo en que

también retiraran su plato. Desde luego fue inútil que el capitán se acercara cortésmente a la

pareja. Ni siquiera quiso cruzar palabra con el empleado. Con la bebida no pasó lo mismo.

Apenas se hubo sentado, el hombre había ordenado una botella de champaña. La cual se bebió

como si fuera agua de jamaica. Ordenó entonces una botella de vino. La más cara. Ante la

pregunta de que si prefería vino blanco, tinto o rosado, dijo que le daba igual, siempre que

fuera el más caro. (Y que no quiso tomar en copa, sino en vaso, "donde se debe beber".) Y

añadió: "Y de una vez me trae un bacardí blanco con coca. Digo refresco, no polvo, ¿eh?"

Levantó tanto la voz, que los comensales de las mesas vecinas se volvieron a mirarlo. Él

respondió la mirada sonriendo de oreja a oreja, seguro de que los demás celebrarían su

ingenio.

Pero ahora no le quitaba la vista al vaso. Cuando menos había bebido una docena de cubas. Lo

sabía porque las iba anotando en la servilleta. Así que era la trece, y bastó con que saliera en la

cuenta para que se encerrara en un silencio infranqueable. "¿Por qué no te la tomas, quieres

que nos vayamos?", le había preguntado la mujer cuando observó que el sudor le escurría por

las sienes y que se había limitado, con los antebrazos apoyados en la mesa a mirar

atentamente el vaso.

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Alguna vez comandante de la policía, ahora prestaba sus servicios a una agencia de seguridad.

Nunca sabía a quién le iba a corresponder cuidar; simplemente le pasaban el dato en una hoja

membreteada y él ponía su vida al servicio de esa persona. En ocasiones se le contrataba por

un solo día, y a veces por un año. Era de los recomendados. A pesar de sus 105 kilos de peso y

su uno ochenta y ocho de estatura, se consideraba aún un hombre ágil, buen tirador y -lo que

le había ganado el mote de El perro- dueño de una intuición que inevitablemente sorprendía a

sus compañeros, más avezados en situaciones de peligro. Porque adivinaba lo que iba a pasar.

Así había logrado evitar cuando menos dos enfrentamientos. Cómo se burlaba de aquella

película de El guardaespaldas. "Pendejo. Qué pendejo es ese baboso. Y puto", se había limitado

a comentar cuando su hijo le había preguntado qué opinaba de la película. La habían visto

juntos, en la sala de su casa. Su hijo. Se trataba de un joven universitario, cuyo único sueño

consistía en terminar la carrera de leyes en la universidad. Acababa de terminar la preparatoria.

Sus calificaciones habían sido las mejores, y cuando su padre le había ofrecido un vehículo de

premio, él dijo que prefería un viaje a Roma, "la cuna del derecho". Allá tú, le respondió el

hombre. Porque siempre le había dado gusto en todo. Tal vez por ser su único hijo, tal vez

porque físicamente era idéntico a su padre de él -bajo de estatura, delgado, de cabeza

prominente-, no podía negarle nada, aun esos detalles que él no terminaba de aceptar; como

hacer la carrera en una universidad popular y no privada, que era donde él lo hubiera querido

inscribir. "¿Y para qué quieres estudiar leyes?", le preguntó la vez que el muchacho le había

confesado su vocación. "Para defender a los débiles", había respondido en un tono más

enérgico que altivo. Y con ese grave timbre suyo, que parecía evocar el de un cantante de

ópera.

Un timbre que él hubiera querido, y que también su hijo había heredado del abuelo. A él la voz

no le iba con el cuerpo. Su timbre era delgado, casi exquisito, aterciopelado. Nadie desde luego

le había dicho nunca nada, quién se atrevería a mofarse, ni siquiera sutilmente, de él; pero

cada vez que abría la boca, el hombre se lamentaba de no hablar como su padre, o como su

hijo.

"Que pendejo, ese baboso, pendejo y puto", había dicho de El guardaespaldas. Pero tuvo que

confesarse que le costó trabajo decir groserías delante de su hijo. Cómo era posible, había

reflexionado, si él siempre había hablado así, sin detener su lengua. Parecía incluso que lo hacía

por fastidiar a los demás. En su casa o donde fuera, cada palabra que decía iba antecedida por

un "pinche", "pendejo", "puto..."

Como ahora mismo estaba diciéndole al mesero cuando se acercó a preguntarle si quería una

copa más porque ya iban a cerrar. "Putos. Putos", exclamó.

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Así le había gritado a una multitud que había intentado tomar el palacio municipal de Tepoztlán.

Los policías no habían logrado amedrentar a los hombres que se habían apostado delante del

palacio, armados de palos, picos y piedras. Vio toda la secuencia en su cabeza. Él estaba ahí

contratado por el presidente municipal como jefe de sus guardaespaldas. Vio lo que podía

sobrevenir. Vio una multitud que cada vez crecía más, que se enardecía hasta ser ingobernable.

Vio cómo entraban al palacio derrumbando la puerta principal, llegaban hasta la oficina de su

patrón y lo encañonaban. Vio eso y supo que en ese momento no habría nadie capaz de

controlar los ánimos. Y más que eso: en esas situaciones límite era muy fácil que alguien se le

fuera un balazo de una pistola sacada quién sabe de dónde; nadie sería responsable,

simplemente la culpa la tendría la multitud.

Vio eso y, armado de una Uzi, enfrentó al grupo. Le bastó con dispararla al aire, para que la

gente se replegara. "Para entrar primero me matan, pero antes me llevo a veinte de ustedes",

les había dicho, porque esta tarugada dispara veinte balas por segundo" y disparó una vez más

al aire; los hombres notaron tal decisión en sus palabras que ninguno tuvo el valor para dar el

primer paso. "Ese paso se llama el paso de la suerte", había comentado más tarde cuando su

segundo le preguntó si de veras habría disparado. "Tú dirás", y le puso el seguro a la Uzi.

Ya eran los únicos en el restaurante. Las mesas en torno habían sido despejadas de los

servicios y ahora lo único que quedaba era un mantel color aguamarina. Y las sillas alrededor

como esperando a comensales invisibles.

-Mi amor, vámonos -le dijo la mujer. Él se volvió a mirarla, Y ella se sorprendió. Porque lo que

vio fue la mirada de un muchachillo indefenso. De un joven escuálido sin posibilidades de

sobrevivir. No era la mirada que ella había esperado ver, de rabia o furia reprimida.

Ciertamente, los ojos se encontraban atrozmente enrojecidos, las pupilas dilatadas acuosas;

pero había ahí algo que ella no pudo entender, que escapó a su comprensión. Como si

estuviera con otro hombre, y no con quien venía saliendo desde hacía casi un mes; como si

algo terrible y poderoso lo hubiera cambiado aun en contra de su voluntad. ¿O sería ella?, se

preguntó. ¿A lo mejor había tomado más de la cuenta y ahora veía cosas que no eran? Tal vez

sí, seguramente era eso. Porque un hombre como ese que estaba a su lado, que traía una

metralleta debajo de su asiento y que había conocido la vida por arriba y por abajo desde que

era un adolescente no podía cambiar así de la noche a la mañana; no podía sacar esa mirada

de la nada. Así, sin más ni más. Entonces era ella. Claro que era ella, se dijo, y suspiró aliviada.

Ya sólo restaba pagar la cuenta.

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Si gusta sentarse aquí, licenciado

Su andar es nervioso, cuando no atropellado. A todas luces se advierte que lleva prisa. Se

entiende con el mesero a grandes voces. Lo llama, gesticula, hace aspavientos formidables, que

irritan de sólo verlos. Por fin le dan una mesa. Cuenta los lugares y, por el gesto de labios y

ojos, es claro que evoca el nombre de los invitados. La mesa es redonda y pronto ocupa su

sitio. Ordena una bebida acompañada de coca cola, con seguridad un brandy Don Pedro. Da el

primer sorbo tan abruptamente, que un hilito de bebida le escurre por la comisura de la boca.

De pronto, hace su aparición un grupo de personas: cuatro hombres y una mujer. Es el grupo

que él espera. Todos vestidos con el riguroso traje oscuro y la corbata salpicada de colores,

marchan en forma compacta, salvo por uno de ellos, el líder, que va dos pasos adelante.

Él se pone de pie y jala la silla que está a su derecha. "Si gusta sentarse aquí, licenciado", dice

con los ojos revestidos de clemencia hacia su superior. El licenciado lo duda un poco; mira los

demás lugares, mira hacia la barra, mira a la mujer. Acepta, toma asiento y a la vez le hace una

indicación a la mujer para que se siente a su lado. Una indicación, por cierto, sutil, apenas

visible para los atentos.

¿Qué quiere tomar, licenciado?, pregunta el hombre, cuando el mesero se ha acercado. Un

Presidente con agua mineral, dice. Y él repite la orden, como si el mesero fuera sordo, o como

si hubiera estado distraído: Un Presidente con agua mineral para el licenciado, insiste. El

mesero termina de tomar la orden y se retira.

Son las dos de la tarde, justo la hora en que el calor parece depositarse como una gran concha

que lo cubriera todo. Quedan pocas mesas vacías en la cantina. En realidad se trata de una de

esas cantinas convertidas -a fuerza de una mano de gato en la decoración, de instalar su valet

parking en la entrada y de dotarla de iluminación indirecta- en restaurante de lujo para

burócratas o yupis de bajos vuelos. La clientela parece cortada con la misma tijera: piden lo

mismo, se visten igual, hablan de temas semejantes. En cada vértice de la estancia yace un

monitor encendido: cuatro televisiones transmitiendo videoclips por cable. El barullo es grande,

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se escuchan vasos que chocan entre sí, voces llamando a los meseros, ruidos de cubiertos,

conversaciones inconexas. Pero sobre todo, el sonido inconfundible de un conjunto musical: dos

guitarras y un arpa rubricando sones jarochos. El conjunto va de un lado a otro, por lo que la

música parece estar en todas partes.

Gruesas gotas de sudor escurren por la frente del hombre, por su nuca, por el cuello. No se da

abasto con el pañuelo, pese a que parece un pañuelo más grande de lo normal. Qué calor, dice,

y mira el enorme ventilador que cuelga del techo pero que, para desgracia de todos,

permanece apagado. Pero el calor de mi tierra no se compara. Es un calor seco, añade. Y, una

vez más, se enjuaga el sudor con el enorme pañuelo. Entonces levanta el vaso y brinda con el

licenciado.

No es un calor seco, aclara el licenciado cuando levanta el vaso, es calor húmedo. El calor de

Hermosillo es calor húmedo, no seco, de cuándo acá. Dice y bebe. El licenciado es gordo. Una

descomunal panza da idea de un apetito excesivo, de comilonas abominables, de tragos

acumulados a través de los años. Sus ojos son pequeños, como dos diminutas alcancías

horizontales puestas ahí por un demonio. Apenas brillan sus pupilas en medio de esas ranuras;

pero brillan lo suficiente como para remarcar su pensamiento.

Usted será de Hermosillo, apunta, pero está confundido. Para calores secos, el de Apatzingán.

Ése sí.

El hombre lo mira detenidamente. En sus ojos se adivina la réplica, que está a punto de

sobrevenir; pero también la prudencia, o algo parecido. Tiene razón, licenciado, se escucha

decir. Las palabras salieron débiles pero claras, casi a tirabuzón pero dichas con la precisión

indispensable, para que no hubiera lugar a dudas. Pero no es nada nuevo para el hombre

hablar así. Tan no lo es que el tono lo tiene ensayado a la perfección. Es como si hablara con

sordina, como si no dejara que su propia voz fuera a delatarlo. Desde niño había escuchado a

su padre hablar así cuando lo hacía por teléfono. Parecía que hablaba y no hablaba. Como si

tuviera miedo por anticipado. Así había sido su padre y así era él, se repetía cuando se

descubría haciendo lo mismo.

¿Gustan la botana?, preguntó el mesero. Todos dijeron que sí. O casi todos, porque antes de

ordenar la suya, el hombre le preguntó al licenciado: ¿Le pido su botanita?

Pronto la mesa se vio colmada de la siguiente ronda -la tercera- y la botana: consomé de

carnero, al que siguió arroz con tortillas a granel. El consomé hizo que todos sudaran

profusamente, incluso la mujer, que al pasar la servilleta por sus sienes dejó en el papel una

buena dosis de maquillaje color carne. Llévese estos platos, límpiele su lugar al licenciado, le

gritó el hombre al botanero cuando lo tuvo cerca. Y por ahí nos sirve otra, ordenó, buscando la

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aprobación del licenciado. Pero al licenciado no le fue posible responder porque en ese

momento besaba la mano de la mujer. Con suma delicadeza, depositó la punta de su lengua en

la piel más o menos blanca, más o menos morena, de la dama. La mujer sintió la superficie

acuosa, tenuemente rasposa, de la lengua, y, con el pretexto de que había gente alrededor,

retiró la mano con estudiada discreción.

Todos los demás parecieron no darse cuenta. Sirvieron la siguiente ronda, y el hombre espetó a

boca de jarro si podía hacer un brindis; lo prospuso, desde luego, con el vaso en la mano.

Cuando el licenciado dio su aprobación, el hombre dijo que brindaba por el gusto de estar ahí,

por la señorita Griselda que compartía con ellos la mesa, pero sobre todo por el licenciado,

porque trabajar a su lado significaba la oportunidad que muchos mediocres envidiarían;

aseguró, en un tono más de pelea que de fiesta, que para él era un motivo de agradecimiento y

que por eso estaba ahí, precisamente por estar al lado del licenciado. Y que aunque esto no era

la primera vez que ocurría y seguramente seguiría repitiéndose muchas veces más, él siempre

lo ponderaría lo mismo.

Ponderaría. Le gustaba decir ponderaría o palabras semejantes, palabras que le permitieran

exagerar lo que decía y que le hacían parecer elegante. Habría continuado su brindis, pero el

licenciado jaló hacia sí las tortillas y se preparó un abultado taco de barbacoa, con tan mala

surte que la salsa se escurrió y fue a caer exactamente en su corbata. ¡Con un carajo, me lleva

la chingada!, gritó, arrojando, por exabrupto, un pedacito de tortilla ensalivada; nadie supo qué

hacer, salvo el hombre que, con extremo cuidado y pidiéndole permiso al licenciado, tomó el

salero y espolvoreó la mancha que había dejado la salsa en la corbata. Así se corta la grasa, de

lo contrario la mancha nunca se quita, hizo la aclaración cuando vio sobre sí la mirada del

grupo.

Se percató entonces -aunque acaso por un segundo-, con cierto asombro y cierta tristeza, de

que aún no concluía su brindis; pero le pareció inoportuno levantar la copa y continuarlo; a la

primera oportunidad lo haría. Tarde o temprano, quizás la próxima semana, quizás en quince

días, comerían una vez más. Se dijo.