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Fórum da Sociedade Civil na Unctad, em São Paulo, 14, 15 e 16 de junho de 2004 Um projeto Ibase, em parceria com ActionAid Brasil, Attac Brasil e Fundação Rosa Luxemburgo Hacia una nueva agenda del desarrollo en América Latina Constanza Moreira Después de dos décadas de aplicación casi irrestricta del modelo económico emanado del Consenso de Washington, América Latina se encuentra hoy más pobre y más vulnerable de lo que era entonces. Por más críticas que se le puedan hacer al desarrollismo económico y al populismo político que caracterizaron a los modelos latinoamericanos de la postguerra, lo cierto es que el liberalismo económico no ha conseguido superarlo, al menos, en términos de los objetivos del crecimiento económico. En efecto, el modelo liberal parece ser un fracaso, si comparado con el legado del desarrollismo anterior, al menos desde el punto de vista de sus logros económicos. Sin embargo, ni el desarrollismo ni el liberalismo, han conseguido dar cuenta de la enorme deuda social de América Latina. Los últimos años, además, parecen haber profundizado algunos aspectos de la misma, en especial, en materia de empleo y derechos sociales. Pero más allá de las consecuencias materiales de dos décadas de “reformas orientadas al mercado”, el liberalismo económico ha tenido otra consecuencia, menos material, y por ello, menos perceptible: haber abandonado el propio concepto de desarrollo. 1

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Page 1: Hacia una nueva agenda del desarrollo en América Latina · ¿Qué entendemos por desarrollo? ¿Es posible pensar en un modelo de ... la crisis del desarrollismo, y el ... A veces

Fórum da Sociedade Civil na Unctad, em São Paulo, 14, 15 e 16 de junho de 2004

Um projeto Ibase, em parceria com ActionAid Brasil, Attac Brasil e FundaçãoRosa Luxemburgo

Hacia una nueva agenda del desarrollo en América Latina

Constanza Moreira

Después de dos décadas de aplicación casi irrestricta del modelo económico

emanado del Consenso de Washington, América Latina se encuentra hoy más

pobre y más vulnerable de lo que era entonces. Por más críticas que se le puedan

hacer al desarrollismo económico y al populismo político que caracterizaron a los

modelos latinoamericanos de la postguerra, lo cierto es que el liberalismo

económico no ha conseguido superarlo, al menos, en términos de los objetivos del

crecimiento económico. En efecto, el modelo liberal parece ser un fracaso, si

comparado con el legado del desarrollismo anterior, al menos desde el punto de

vista de sus logros económicos. Sin embargo, ni el desarrollismo ni el liberalismo,

han conseguido dar cuenta de la enorme deuda social de América Latina. Los

últimos años, además, parecen haber profundizado algunos aspectos de la

misma, en especial, en materia de empleo y derechos sociales. Pero más allá de

las consecuencias materiales de dos décadas de “reformas orientadas al

mercado”, el liberalismo económico ha tenido otra consecuencia, menos material,

y por ello, menos perceptible: haber abandonado el propio concepto de desarrollo.

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No es sólo reducirlo a un problema de equilibrio macroeconómico y crecimiento

del producto: es haberlo abandonado como concepto.

1.Desarrollo: la historia de un concepto

¿Qué entendemos por desarrollo? ¿Es posible pensar en un modelo de desarrollo

que haga del legado de la desigualdad y la pobreza el principal objetivo de la

política económica y no un objetivo subordinado a la meta de la estabilidad y el

crecimiento? ¿Es posible pensar un modelo de desarrollo que asegure

condiciones dignas de vida para todos y cada uno de los seres humanos? ¿Es

posible pensar un orden político donde las preferencias de los ciudadanos sean

prioritarias a los imperativos de la gobernabilidad que imponen los organismos

internacionales, el sistema financiero mundial o las presiones de los grandes

grupos económicos? El desarrollo político, social y económico deben ser tres

aspectos del mismo proceso, de la misma manera que los derechos políticos no

pueden ser disociados de los derechos civiles y sociales. Pensar integralmente el

desarrollo, a partir de una perspectiva de los derechos, es parte del debate a ser

colocado para esta reunión. Para ello, vale la pena que revisemos los conceptos

de desarrollo que tenemos, en términos de su propia historia: su historia como

concepto, y la práctica política específica de los países de la región.

El concepto de desarrollo ha salido de la agenda después de al menos tres

fracasos: el fracaso del impulso “modernizador”, la crisis del desarrollismo, y el

agotamiento del Estado de bienestar. Ultimamente, ha sido sustituido por el de

“crecimiento económico”. Y sin duda, esto es parte del problema, ya que las

últimas décadas en América Latina han mostrado que se puede tener crecimiento

económico y “recesión” social. Cuando el modelo de crecimiento es inequitativo y

excluyente, esta conclusión se sigue por añadidura. Así, no todo modelo de

crecimiento es un modelo de desarrollo en sentido integral. Se puede crecer con

exclusión, reproduciendo pobreza, violando derechos civiles, y multiplicando el

hambre. El Brasil y el Chile de la dictadura son buenos ejemplos de este tipo de

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crecimiento. ¿Qué entendemos entonces por desarrollo?

El diccionario de Bobbio define tres conceptos de desarrollo: el primero, clásico,

que vincula el desarrollo al crecimiento económico; el segundo, que plantea el

desarrollo como un proceso en el que son discernibles fases (nosotros seríamos

“subdesarrollados”, o en versión optimista: en vías de desarrollo); y el tercero, que

entiende el desarrollo como un cambio de estructuras.

El desarrollo como crecimiento económico es parte inseparable de la ciencia

económica, pero como dijimos antes, es una definición que segmenta el

concepto, y lo aísla de sus consecuencias políticas y sociales. Se puede tener

crecimiento económico sin desarrollo social (manteniendo una porción sustancial

de la gente excluida de los frutos del crecimiento económico), y sin desarrollo

político (básicamente, sin democracia).

En cuanto al concepto de desarrollo como “fases”, no es muy diferente del

concepto de modernización; aquél que concebía a las poblaciones indígenas

latinoamericanas como “el pasado del hombre”. En esta interpretación, los países

partirían de una economía primitiva o tradicional, atravesarían unos estadios

intermedios y finalmente llegarían a un nivel de desarrollo similar al de la moderna

sociedad industrial. El subdesarrollo serías uno de esos estadios intermedios, y

distintos autores han tratado de encontrar la explicación a su consolidación como

“tipo de desarrollo”, más allá de su carácter transitorio, basandose en algún factor

específico. Las teorías del capital humano (el subdesarrollo como consecuencia

de la insuficiente acumulación de nuestros países en capital humano,

especialmente educación); las teorías culturalistas (la herencia “ibérica” que

generó un tipo de sociedad donde los valores individuales no ayudan al

disciplinamiento de la mano de obra necesario para la meta del crecimiento), entre

otras, son ejemplos de esta concepción. A veces se piensa este proceso como

“trunco”, o incompleto: de esta forma, cuando se habla de Brasil como un “nic”

(new industrialized countries) abortado, se habla de un proceso incompleto, no de

la forma de un proceso.

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La tercera versión del desarrollo, y sin duda la menos ingenua de las aquí

mencionadas, es la del desarrollo como cambio de estructuras. Aquí se ubica el

grueso de la literatura latinoamericana sobre el tema, en especial las

contribuciones de la Comisión Económica para América Latinal: existen procesos

que regulan las relaciones económicas entre los países “centrales” y “períféricos”.

Nuestro “subdesarrollo” es funcional al desarrollo de otras regiones del mundo:

por eso no lo superamos. Cuando Fernando Henrique Cardoso, en el Congreso

Internacional de Ciencia Política del año 1991 se refirió a su propio teoría

dependentista, la declaró superada. Ahora ni siquiera se trata de dependencia,

afirmó: si no nos integramos al mundo vamos a caer en el agujero negro de la

historia. La globalización y sus ubicuidades habían tomado el lugar de la vieja

teoría de la dependencia, con sus dependencias asimétricas entre capital y

trabajo, y entre centro y periferia.

El ¿desarrollo? de América Latina como región, ha revelado, en sus distintas

fases, la propia historia del concepto. Primero, era la región del atraso y la

barbarie, destinada a procesar en poco menos de dos siglos, los cambios

modernizadores que las sociedades europeas habían superado ya hacía tiempo.

Modernizarse implicaba no sólo una dimensión material (expandir la

infraestructura, urbanizarse, alfabetizar a la población, y controlar su crecimiento),

sino un cambio de valores. Pero los procesos de modernización no fueron

acompañados del impulso industrializador de la vieja Europa, y los procesos de

modernización, que variaban de país a país, muchas veces quedaban truncados,

incompletos (países altamente urbanizados y con una industrialización mínima,

incapaz de absorver los contingentes de mano de obra que el campo expulsaba,

por ejemplo). Luego, comenzamos a pensarnos como “subdesarrollados”, hasta

que la aparición de las izquierdas desencantadas con el tipo de modernización

excluyente que se procesaba en América Latina, vió la necesidad de redefinir

nuestras relaciones de dependencia asimétrica con los países del “capitalismo

central”. Luego, las izquierdas y los movimientos sociales refractarios al impulso

“modernizador” que implicaba una cada vez mayor explotación en la mano de

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obra, fueron silenciadas, reprimidas y los golpes de Estado se sucedieron en

América Latina.

Muchas dictaduras, sobretodo en los países que habían sido pioneros en la

revolución (como Chile), implantaron el que ahora llamamos de “modelo

neoliberal”: desmovilización de la mano de obra, abolición de los derechos

sociales, reducción del rol del Estado, y apertura externa, Ello aseguraría el

crecimiento económico, decían. La desmovilización de la mano de obra era

necesaria para ajustar salarios y condiciones de trabajo al “capitalismo

competitivo”, la reducción del rol del Estado era necesaria para “incentivar al

mercado”, la abolición de los derechos sociales era fundamental para estimular la

inversión y el empleo, y la apertura externa permitiría el ingreso de los capitales

externos, al tiempo que haría que triunfaran los competitivos y se depurara el

ineficiente sistema industrial que se tenía.

Hacia inicios de los 90s el giro ya estaba dado, y la propia Cepal mostraba la

tibieza de su argumento “post-desarrollista” pregonando el “crecimiento con

equidad”. Para ello, no era necesario cambiar el modelo de acumulación vigente

(el del Consenso de Washington), sino impulsar políticas sociales. Palabras como

“política social” y “servicios sociales” comenzaron a ser usadas entonces, aunque

ya ni recordemos cómo ni cuándo, y por supuesto, tendieron a despolitizar el

lenguaje, de la misma manera en que se depolitiza el debate si yo, en vez de

hablar de “ciudadano”, hablo de un “usuario de los servicios sociales”.

2.Un breve repaso al desarrollo latinoamericano.

América Latina ha tenido un legado colonial que marcó desde el inicio la desigual

apropiación de los frutos del crecimiento económico. La explotación de las

poblaciones nativas, la concentración de la tiera en pocas manos, y los modelos

de acumulación basados en la explotación intensiva de la mano de obra sin

contraparte de derechos sociales, generaron desde el siglo XIX modelos

fuertemente excluyentes. Asimismo, la velocidad y el ritmo del proceso de

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modernización e industrialización fueron muy diferentes entre países. Mientras

que algunos se modernizaron e industrializaron en la primera mitad del siglo, otros

países conocieron procesos de industrialización acelerados y tardíos (como el

Brasil de los 70s), y otros, no completaron nunca estos procesos.

Los modelos de industrialización sustitutiva de la post-guerra, en algunos casos

relativamente exitosos (vale citar los países del Cono Sur en esta perspectiva),

fueron de la mano con una relativa ampliación de los derechos sociales, a

menudo de la mano de lo que fueron conocidos como “regímenes populistas”.

Pero los procesos de radicalización política de los 60s, y la crisis económica de

los 80s, truncaron estos procesos de crecimiento y desarrollo social, y volvieron a

colocar a América Latina como un continente signado al mismo tiempo por la

incertidumbre de su desarrollo económico, social y político.

En particular, la crisis de los años 80s y el legado autoritario, introdujeron la

“teoría” del “goteo”, según la cual sólo asegurando el crecimiento económico,

podía esperarse algún “goteo” de los frutos del mismo hacia los estratos más

pobres. Esto fue complementado con la idea que la única manera de imponer un

“ahorro forzado” a los países, era a través de la instalación de regímenes

autoritarios, que reprimieran fuertemente la demanda, y desmovilizaran a los

sectores afectados por las reformas económicas en boga. Nuevamente, la política

social fue relegada a un lugar subordinado a las recetas de política económica

que se impusieron en masa, producto de la crisis de la deuda, y de la “hegemonía

intelectual” del paradigma neoclásico.

El modelo económico privilegiado durante la década de los 80s y 90s en América

Latina y los procesos de reforma económica subsiguiente, implicaron la

eliminación o disminución de aranceles proteccionistas y subsidios internos,

redujeron el gasto público, privatizaron empresas y actividades estatales, y

desregularon los mercados financieros y laborales. Los costos sociales, como

muestra la evolución de la pobreza y la desigualdad en el período, fueron muy

altos. Sin embargo, las élites domésticas “compraron” el paradigma neoclásico, en

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parte porque estaban obligadas a ello, en parte por la legitimidad que comenzaron

a tener estos modelos: en cualquier caso, estos paradigmas ofrecieron “una

matriz teórica que permitía justificar los costos sociales en el corto plazo. Como

fuera dicho anteriormente, con el perverso ejemplo de la “teoría del goteo”, el

desarrollo social pasó a depender del crecimiento económico, por lo cual todos los

objetivos de corto plazo debían encontrarse subordinados a este principio

orientador del crecimiento.

Las recetas del Banco Mundial y los organismos multilaterales, frente a los

problemas de pobreza y distribución que enfrenta la América Latina de los 90s y

del presente, se redujeron a tres factores básicos, que se suponía tenían un

impacto decisivo sobre los niveles de desarrollo social: aumentar el crecimiento

económico, incentivar la “inversión en capital humano” (básicamente educación), e

instrumentar políticas sociales específicas para “proteger” a los sectores más

vulnerables.

Sin embargo, ni el crecimiento económico ni la “inversión en capital humano” son

posibles, si no se alteran los patrones distributivos de los modelos de desarrollo.

El efecto distributivo que tuvieron las estrategias para enfrentar la crisis de los 80

aparece como un factor tan determinante como la propia crisis, para explicar la

“recesión social” de esos años. Además, entre 1980 y 1993, el PBI per cápita de

estos países permaneció estancado, en tanto los niveles absolutos de pobreza se

incrementaron. Evidentemente, el “goteo” no funcionó.

El propio modelo de crecimiento fue excluyente: los efectos agregados de la

liberalización del comercio exterior, de la reforma fiscal y de las reformas del

mercado laboral, en el corto y mediano plazo, implicaron una caída del salario

real, un incremento del desempleo y una caída del salario mínimo: ello afectó los

ingresos de los más pobres, incrementó la desigualdad de ingresos y aumentó la

aumentar la pobreza.

Los efectos inmediatos de la liberalización del comercio exterior, fueron una caída

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del empleo y el salario. Los efectos de la reforma fiscal redundaron en una caída

del empleo estatal y de la inversión pública. Los efectos de la flexibilización del

mercado de empleo en contextos de ajuste y/o alta competitividad es la

disminución del empleo (dado que se facilita el despido) y los salarios (ya que

queda minimizada o derogada la aplicación de salarios mínimos y pautas

salariales sectoriales). Finalmente, la “resistencia política” a estos procesos,

desde los sectores organizados afectados por los mismos (como el sindicalismo),

fue mínima en contextos autoritarios, y fue notoriamente más reducida que en el

pasado, en aquéllos países que efectuaron el ajuste en democracia, dado que las

sociedades que emergieron de la dictadura, habían perdido los niveles de

cohesión y la capacidad organizativa que las habían caracterizado antes de los

golpes de Estado.

La crisis de Asia Oriental y de Rusia, el desplome de los precios de los productos

básicos, la volatilidad de los capitales externos, las crisis financieras recurrentes, y

el deterioro de la relación de nuestros países con los orgnismos crediticios

internacionales, han hecho “entrar” a América Latina al siglo futuro, por la puerta

trasera.

3.La media década perdida

América Latina se encuentra hoy clasificada como una región de “desarrollo

económico medio”, aunque su clasificación como región obscurece el hecho de

que existe una enorme heterogeneidad regional: los países latinoamericanos

ofrecen variaciones tan importantes en sus niveles de ingreso, que pueden

encontrarse algunos con un promedio similar al de los países desarrollados, y

otros con niveles de ingreso similares al promedio africano. El ritmo de progreso

económico de América Latina ha sido pobre si lo comparamos con los promedios

mundiales, las economías han sido casi siempre inestables y los patrones de

redistribución fuertemente regresivos, lo que hace ostentar a América Latina el

deshonroso título de la región más inequitativa del mundo. El nivel promedio de

ingresos per cápita de las economías de la región hoy es de menos de la tercera

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parte del ingreso per cápita de los llamados “países desarrollados”, inferior al de

los países del Sudeste Asiático, Medio Oriente y Europa del Este, y sólo supera al

del resto de Asia y a Africa.

Como resultado de las reformas emprendidas en América Latina en los noventa y

en línea con los dictámenes del consenso de Washington, América Latina retomó

la senda del crecimiento, y logró un control efectivo de la inflación, un mal que se

había vuelto casi endémico en algunos países. Sin embargo, la llamada “crisis de

los mercados emergentes”, el desplome de los precios de los productos básicos y

la volatilidad de los capitales externos, produjeron un desaceleramiento de la tasa

de crecimiento en muchos de los países afectados y cuestionaron la

sustentabilidad de los resultados obtenidos a través de las reformas. El impacto

de las crisis financieras de los países emergentes, ha sido determinante en este

escenario negativo

Más allá de la crisis financiera reciente, las reformas no produjeron los resultados

para los que fueran diseñadas. En primer lugar, los países no experimentaron una

recuperación económica tan importante y ésta hoy parece fuertemente jaqueada

por las crisis financieras de la segunda mitad de los noventa. De hecho la tasa de

crecimiento del producto bruto interno regional fue 50% menor que la que la

región había experimentado con anterioridad a la “década perdida” de los

ochenta. En segundo lugar, aunque la inversión externa creció y la tasa de

inversión tendió a recuperarse, no se tradujo en la dinámica de crecimiento

esperada, y reveló un patrón de dependencia acentuada frente a los altibajos del

financiamiento externo, en especial después de la gran inestabilidad de los flujos

de capital a partir del efecto "tequila". Los procesos de devaluación

experimentados en el Cono Sur a partir de la crisis asiática y la crisis rusa, así

como la crisis financiera experimentada en Argentina y Uruguay recientemente,

son una clara señal de esta dependencia.

El tipo de manejo macroeconómico colaboró a incrementar la vulnerabilidad de la

región a los flujos de capital, incrementó las crisis financieras nacionales y generó

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serios problemas de reestructuración de los sectores productivos. Uno de sus

principales dispositivos, la política cambiaria, ha sido responsable de los serios

problemas de ajuste que han enfrentado los sectores productores de bienes y

servicios comercializables en varios países, y de los ataques especulativos que

han acentuado la inestabilidad y los riesgos de crisis financieras. Las crisis

financieras nacionales en la década de 1990 han sido recurrentes en muchos

países, absorbiendo enormes recursos fiscales, y la década del 2000 presenta el

mismo patrón.

Si, como señala Stiglitz “la economía no es una ideología, sino el uso de la

evidencia disponible y la aplicación de la teoría” (y se pregunta: “¿qué evidencia

sugirió que liberalizar los mercados de capital en los países pobres resultaría en

un crecimiento económico más rápido”), cabe también preguntarse si las recetas

emanadas del Consenso de Washington no son hoy más una ideología que el

resultado de un análisis serio de nuestras economías y sus condicionantes. La

sustentabilidad del crecimiento de nuestras economías está más que puesta en

duda; las crisis financieras se han hecho cada vez más recurrentes, el déficit fiscal

aumentó, y algunas de las economías de la región más “prometedoras” (como

Argentina) están en situación de quiebra.

La tasa de crecimiento de mediano plazo ha caído sustancialmente desde la

segunda mitad de los noventa. A partir de 1997 –año récord desde un punto de

vista del desempeño macroeconómico- se debilita el proceso de crecimiento

económico en la región, para registrarse una media década perdida a fines de

2002. Como parte de este proceso, el coeficiente de inversión de 2002 (18% del

PIB) fue inferior al de fines de los años ochenta y el desempleo regional superó el

9% de la población activa, la tasa más alta registrada desde que se dispone de

mediciones comparables a nivel regional.

En los últimos tres años, la expansión del producto tuvo una marcada

desaceleración; la tasa promedio de variación del PIB apenas superó el 1% anual

y el producto por habitante decreció. La contracción de las economías como

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Argentina y Uruguay (con significativas caídas del producto) y el pobre desmpeño

de Brasil y México, dan buena cuenta de este resultado. Pero el resto también se

desempeñó mal (en 2002 sólo crecieron Perú, República Dominicana y Ecuador):

el escaso aumento de la demanda de EEUU afectó a los países en su “área de

influencia”: México, Haití, Panamá y República Dominicana; Chile y Perú se vieron

afectados por el deterioro de sus términos de intercambio; y las crisis financieras,

los movimientos especulativos, y las dificultades de acceder al financiamiento

internacional afectaron al Mercosur y a Bolivia indirectamente. En Ecuadro,

Venezuela y Colombia, la propia situación política interna emperó las expectativas

económicas en su conjunto.

La expresión “media década perdida” tiene que ver con la naturaleza de la crisis

que afecta a la región. La recesión en 2001-2002 y, por ende, la recuperación

esperada para el año 2003 contrasta en naturaleza y profundidad con las

anteriores crisis que afectaron a la región. El deterioro del crecimiento económico

en América Latina comenzó en 1998 y se profundizó y consolidó en el año 2000.

El ciclo de estancamiento y recesión ha sido más largo y profundo que en

episodios anteriores: existe un debilitamiento de varios factores productivos, y el

tiempo de recuperación de la economía después de un “bajón”, se ha multiplicado

por dos, en sólo diez años.

El repunte esperado para estos años no permite esperar un crecimiento por

encima de entre el 2% y el 3%. Con los niveles de desigualdad existente (y que

dos décadas de neoliberalismo sólo han consolidado) las metas sociales,

llamadas ahora “del milenio” estarán lejos de ser alcanzadas. Los estudios del

Banco Mundial y del PNUD señalan que se requiere un crecimiento “x” para

reducir la tasa de pobreza, dependiendo del padrón de desigualdad que exista.

Olvidan que es la propia base del crecimiento (es decir, el modelo de

acumulación) el que está impidiendo que los frutos del crecimiento puedan ser

aprovechados por todos. Si este crecimiento estimula la exclusión (por ejemplo,

de los pequeños campesinos), o la sobreexplotación de algunos (la mano de obra

no calificada), y no participan de él todos por igual (dada la tasa de desempleo

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estructural que el actual modelo de acumulación promueve), ninguna meta social

será alcanzada. El desarrollo social se volverá incompatible con el modelo de

crecimiento económico. A desigualdad igual o creciente, precarización del trabajo

y aumento de la desocupaciión, lo que está en cuestión es el propio modelo de

desarrollo latinoamericano. Y la “recesión social” parece un resultado inevitable

del modelo de desarrollo.

4.Desarrollo económico y desarrollo social: los resultados de dos décadasde liberalismo en términos del “desarrollo social”: empleo, pobreza,desigualdad

Tres variables tomaremos en cuenta para hablar de “desarrollo social”: empleo,

desigualdad (social y de género) y pobreza. Estas tres dimensiones están

intrínsecamente vinculadas entre sí, y con el modelo actual de desarrollo

económico.

Muchos estudios han señalado que más allá de la evaluación pesimista que

ofrece la región en términos de su desarrollo social, algunos aspectos “macro” hay

que destacar y no deberían ser olvidados en una evaluación. Así, estos estudios

señalan que la esperanza de vida aumentó en el período (de hecho, aumentó en

un año en el último lustro), se redujeron la tasa de mortalidad infantil y el

analfabetismo, y aumentó el acceso al agua potable y saneamiento.

Sin embargo, la propia Cepal señala que la mejora de estos indicadores no es

resultado de esta década sino la continuación de un proceso de más larga data

iniciado en los años ochenta. Asimismo, los promedios globales impiden visualizar

las enormes diferencias entre países y al interior de los países en términos del

desarrollo social. Así,m mientras en Costa Rica la esperanza de vida llega a 77

años, en Bolivia es de 61 años, en tanto que en Haití la población vive en

promedio tan solo 57 años. La población analfabeta de 15 años y más es del 3%

en Cuba, pero llega a 36% en Nicaragua, y a la mitad de la población haitiana. La

tasa de mortalidad de menores de cinco años en Hait (109 por mil nacidos vivos)

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es diez veces superior a la de Cuba, de 10 por mil.

Los caminos al bienestar están todos relacionados: los países con menor pobreza

y desigualdad, son los que tienen los mejores indicadores sociales (Chile, Costa

Rica y Uruguay): asimismo los países caracterizados por altos niveles de pobreza

e indigencia, como Bolivia, Guatemala y Nicaragua, registran las mayores

carencias sociales.

Asimismo estos logros son muy contradictorios con la tasa de crecimiento

sostenida de los países de América Latina al menos durante la primera mitad de

los 90, lo cual nos hace preguntarnos: qué desarrollo é esse? Finalmente, también

es contradictorio el legado social con la democracia: Cuba es un buen ejemplo de

esto. El desarrollo de la demcoracia en los países no-democráticos, no resultó en

un mejoramiento de las condiciones de vida.

Una de las dimensiones más clásicas del desarrollo social es la “pobreza”. Sin

condiciones básicas de vida, ningún ser humano podrá ejercer sus derechos más

elementales cívicos, y menos aún políticos. América Latina no sólo no ha

superado el legado de pobreza que le dejó la “década perdida” y en algunos

países, las más sangrientas dictaduras, sino que en algunos casos, este legado

se ha profundizado.

En “El Panorama social de América Latina 2003”, se evidencia un un deterioro de

la pobreza y la indigencia en América Latina en los últimos cuatro años. Los

valores de pobreza e indigencia están hoy más o menos en el mismo valor que en

1990 (48% y 19% respectivamenbte), pero además, habiendo experimenbtado un

descenso leve hacia el final del período de “bonanza” (1998-99), inmediatamente

se evidenció una recuperación de los niveles de pobreza, al comenzar el nuevo

siglo. Siguen existiendo, de acuerdo a estos cálculos, doscientos veinte millones

de pobres. De éstos, casi cien millones son indigentes; es decir, viven en la

pobreza extrema (representan casi la quinta parte de la población).

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Entre la población indigente se dibuja el mapa del hambre y la desnutrición. Más

del diez por ciento de la población latinoamericana está subnutrida, y el ocho por

ciento de los niños menores de cinco años, están desnutridos. Cincuenta y cinco

millones de latinoamericanos padecen algún grado de subnutrición. La mayoría de

estos indigentes se encuentran en países que producen menos alimentos que los

que su población requiere, pero en muchos casos, lo que ocurre puede ser

explicado por la falta de acceso de los indigentes a una sociedad rica en

alimentos. Parece imperdonable, ¿no? Pues estas desigualdades en el acceso al

consumo de alimentos aumentaron durante los años noventa. No es casual que el

primer gobierno “de izquierda” de América Latina, el gobierno de Lula, comience

su gestión con un “Plan de Combate al Hambre”.

Una dimensión menos “clásica” pero igualmente importante de la desigualdad

social es la desigualdad de género, que crece y se reproduce con la desigualdad

social, pero requiere una mirada específica, y por supuesto, un tratamiento

específico. Alrededor de la mitad de las mujeres mayores de 15 años no tienen

ingresos propios, y aunque la incorporación de la mujer al mercado de trabajo ha

aumentado, siguen existiendo muchas mujeres que no tienen autonomía

económica o financiera para tomar sus decisiones. Por otra parte, los cambios en

las relaciones familiares y conyugales, que determinan que la mujer quede a

cargo del hogar, han tenido impactos sobre el empobrecimiento de estos hogares.

Así, la pobreza va tomando “cara de mujer”. Dada la responsabilidad de

reproducción de la vida familiar y biológica que recae casi enteramente sobre las

mujeres (la maternidad, el cuidado de los niños, los viejos y los enfermos), y la

desigual apropiación de los bienes sociales por hombres y mujeres, la asimetría

tiene un lado trágico. Los niños de madres empobrecidas (en países como

Uruguay, la mitad de los niños que nacen, nacen en hogares pobres o indigentes),

serán la mano de obra del futuro, y reproducirán una sociedad más pobre,

material y culturalmente.

La otra dimensión “clásica” del desarrollo social es el empleo. Las

transformaciones en el mercado de trabajo en América Latina son muy profundas,

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e irreversibles en el corto plazo. El informe de CEPAL para América Latina

muestra que en la década, la evolución del empleo no acompañó a la de la fuerza

de trabajo ni al crecimiento del producto, con un consecuente aumento de la tasa

de desempleo, que se mantuvo en alrededor de 6% hasta 1993 y llegó al 10% al

final de la década. La absorción de la mano de obra se produjo principalmente en

el sector informal: la OIT observó que 85% de los nuevos puestos de trabajo

creados en América Latina y el Caribe se concentraron en actividades informales

en la década, y sólo una pequeña proporción de los empleos generados

corresponde a los sectores modernos de la economía: la gran mayoría

corresponde al sector privado de menor productividad relativa. El desempleo y la

precariedad laboral afectan a los sectores más vulnerables de la sociedad: a los

estratos de menores ingresos, a las mujeres y a los jóvenes.

El desempleo viene subiendo en América Latina, pero la “media década perdida”

agudizó esta tendencia. La crisis reciente se caracterizó, salvo excepciones, por el

aumento de las tasas de desempleo en los países de la región. La tasa de

desempleo regional se situó en 9%: en los países de América del Sur, y en el

Cono Sur, el aumento fue aún más pronunciado.

Finalmente, la cuarta dimensión del desarrollo social, y tal vez la más importante,

porque limita todos esfuerzos que una sociedad haga para el bienestar de todos,

es la desigualdad. La vieja y conocida desigualdad, de la cual nos hemos ocupado

bastante menos que de la pobreza, o del crecimiento, y gracias a la cual los frutos

de este último tendrán un impacto más que relativo sobre el primero.

Es la persistencia (y aumento) de la inequidad en el continente más desigual del

mundo, lo que debe constituir el principal motivo para sospechar de la “bondad”

de nuestro modelo de acumulación.

En los países latinoamericanos una cuarta parte del ingreso nacional es percibida

por sólo el 5% de la población y un 40% por el 10% más rico. El 10% de los

hogares con más recursos capta una proporción del ingreso total que supera, en

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promedio, 19 veces la que recibe el 40% de los hogares más pobres. En la

mayoría de los países la situación no mejoró, e incluso empeoró durante los años

noventa, pese a la relativa recuperación del crecimiento económico y al aumento

del gasto social, que fueron los mayores logros del período. Esta situación de

desigualdad tendió a agudizarse durante el último trienio de la década. Durante

este período, en sólo cuatro de los países hubo un incremento en el porcentaje de

los ingresos recibido por el 40% de los hogares más pobres; en los demás casos,

incluidos aquellos más equitativos, la situación empeoró o se mantuvo estable.

Medido por el índice de Gini, los países de América Latina con mayores niveles de

concentración del ingreso en la actualidad son Brasil (0,64) y Bolivia (0,61). Se les

ha unido un país que nunca fue el campeón de la desigualdad, pero a la cual una

década de “hacer bien los deberes” ha deteriorado irreversiblemente: Argentina

(0,59), cerca de Honduras, Nicaragua y Paraguay.

Entre el 2001 y el 2002, la mayoría de los países exhibe deterioros en su grado de

distribución del ingreso, si comparados con 1997: son muy pocos los casos que

muestran una menor concentración del ingreso que en ese entonces. Por lo tanto,

la “media décadda perdida” no lo fue sólo desde el punto de vista del crecimiento

económico: también fue un período de “deterioro distributivo” generalizado

.

En síntesis: el “estancamiento social”, por parafrasear la terminología

economicista, se transformó en una verdadera “recesión” social. El modelo de

crecimiento no fue un modelo de desarrollo social: no hubo “crecimiento con

equidad”, ni siquiera goteo (salvo la que registra la reducción de la pobreza y el

aumento del crecimiento en la primera mitad de la década, y que no se sostuvo en

el tiempo). Hubo crecimiento económico y “recesión” social. Pero esto no es

extraño: de la misma manera que la modernización económica no lleva

necesariamente a la democracia (y esto lo evidenciaron los fenómenos del

nazismo y el fascismo en la Europa de la primera mitad del siglo XX), tampoco

lleva a un sociedad más igualitaria, más justa, y que promueva una vida más

digna de sus seres humanos. Para que ello se produzca, es necesario hacer

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esfuerzos deliberados, muchos de los cuales podrán conspirar contra el

crecimiento económico, la libre capacidad de acumulación de los individuos, y

todas las libertades de un mercado que, para ser libre, ha menudo ha esclavizado

a los individuos (como lo muestran las “transiciones hacia el mercado” inicada

bajo dictaduras, como en Chile, Argentina y Uruguay).

El hacer “esfuerzos deliberados” para producir algo, pertenece al territorio de lo

político, de lo público, de lo colectivo. Es construír agenda, e imponerla. El modelo

de relación Estado-mercado que se suponía iba a tener un impacto positivo sobre

el crecimiento fue construído políticamente, más allá del Consenso de

Washington. Fueron las élites políticas domésticas las que “compraron” el paquete

reformista: sin su consenso, nada hubiera sido posible en un mundo que desde

hace un par de décadas, también se ha vuelto democrático. Una nueva agenda de

desarrollo deberá ser también construída políticamente, pero tal vez, para ser

“nueva” requiera el concurso de las voluntades que no fueron incorporadas

políticamente hasta ahora: la de los movimientos sociales, las de la resistencia

ciudadana, las del sindicalismo, la de los movimientos de mujeres, las de los

gobiernos locales, las de las Ongs.

5.La crisis de legitimidad de los sistemas políticos de la región: El impactopolítico del modelo de acumulación económico: la democracialatinoamericana en el banquillo

Durante la década de los noventa, se vivió, con cierto optimismo, la instalación o

reinstalación de los regímenes democráticos en la mayor parte de los países de la

región. Los años noventa fueron escenario de un proceso democratizador amplio

en la región, caracterizado por la reinstitucionalización de los derechos civiles y

políticos y la elección de las autoridades como base del funcionamiento del

sistema político.

Sin embargo, el último tercio de la década y, especialmente, los primeros años de

la década del 2000 levantan señales de alarma sobre el funcionamiento del

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sistema político en algunos países de la región. Tal es el caso de ciertas

transiciones presidenciales en los límites institucionales del sistema, como las que

caracterizaron el tránsito de De la Rúa a Duhalde en Argentina, o las destituciones

de Bucaram y Mahuad en Ecuador, o el tránsito de Fujimori a Toledo en Perú

(incluyendo, claro está, el propio “autogolpe” de Fujimori durante su primer

mandato en este país). El caso de Venezuela, se ha transformado en el caso más

paradigmático de este tipo de “transiciones”, y más allá de que el golpe de Estado

contra Hugo Chávez no haya prosperado, la situación política en Venezuela está

lejos de resolverse. Finalmente, la campaña de desestabilización protagonizada

por las “calificadoras de riesgo” en Brasil, ante el eventual triunfo de un partido de

izquierda en ese país, muestra con sobrada largueza la fragilidad propia de las

democracias en la región.

En segundo lugar, llama la atención la evolución de los indicadores de opinión

pública en la mayoría de los países, testeado a través de las encuestas de opinión

pública permanentes –Latinobarómetros- que se realizan anualmente. La

insatisfacción con la democracia ha aumentado desde 1996 en el promedio de los

países, y también han aumentado las preferencias por regímenes autoritarios

(aunque siguen siendo minoritarias), en países como Bolivia, Ecuador, Paraguay y

Perú. El dato más alarmante a este respecto es la confianza en las instituciones

del sistema político. Sólo la quinta parte de los ciudadanos entrevistados declara

confiar en sus partidos políticos, y poco menos de la tercera en instituciones como

el parlamento. En cambio, la Iglesia, el Ejército (en algunos países), o los medios

masivos de comunicación, concitan amplios márgenes de confianza entre los

ciudadanos. El descrédito de las instituciones políticas es alto y creciente. A ello

se suma la evolución que los latinoamericanos hacen de la corrupción en las

instituciones públicas. La gran mayoría de ellos creen que la corrupción ha

aumentado, o ha aumentado en forma significativa.

En tercer lugar, los indicadores de opinión señalan que la mayoría de

latinoamericanos cree que sus países se encuentran en mala situación

económica, que en generaciones anteriores se vivía mejor, que la pobreza ha

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aumentado mucho y que la distribución del ingreso es injusta. Tan sólo cerca del

10% de los encuestados de todos los países manifiestan que la situación

económica actual es buena o muy buena, casi un 40% la encuentra regular, y

prácticamente la mitad de la población la considera mala o muy mala. El

pesimismo es generalizado, como puede verse en el siguiente gráfico.

Para entender el vínculo entre crisis de legitimidad de las instituciones políticas,

pesimismo económico y reformas estructurales, es necesario entender que las

democracias “de la tercera ola” que se vivieron en los países de la región, fueron

de la mano con transformaciones profundas en el Estado y la economía. Estas

transformaciones distan de ser aceptadas por las poblaciones de los países,

quienes crecientemente responsabilizan a la clase política por sus resultados.

Asimismo, los elencos gobernantes que llevaron a cabo tales políticas, se

encuentran hoy cada vez más maniatados en los márgenes de maniobra

disponibles, para controlar sus propias variables económicas. El propio proceso

de globalización ha agudizado la incapacidad de los países de controlar las

variables económicas domésticas, y esto se ha convertido en una fuente de

debilidad de los sistemas políticos, con el consecuente desgaste de los gobiernos,

y la insatisfacción generalizada de la ciudadanía, de la que el colapso institucional

de Argentina es un buen ejemplo.

Ello no es ajeno al cambio en el rol del Estado que el espíritu reformista ha

preconizado. El decaecimiento de las instituciones públicas es en alguna medida

el resultado de ideologías “antipáticas” al Estado. En la mayor parte de los casos

en América Latina estos Estados ya eran endebles y se han vuelto mucho más a

lo largo de la década.

La debilidad de los gobiernos y del Estado en general se producen en un cuadro

de fuertes desigualdades sociales, altos niveles de pobreza, falta de densidad

democrática y desorganización creciente de la sociedad civil. Esta última se

expresa tanto en la creciente incapacidad de aquéllos grupos más afectados por

una década de reformas de actuar colectivamente en la defensa de sus intereses

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(y la desarticulación del movimiento sindical en aquéllos países donde fue

tradicionalmente fuerte es un ejemplo de ello), como en la incapacidad del sistema

político de representarlos, obligándolos a menudo a actuar en los límites del

sistema. Como resultado, se produce un proceso de distanciamiento y alienación

de la ciudadanía con el sistema político, una ciudadanía que se vuelve

crecientemente refractaria no sólo a la política, sino también muchas veces, a la

propia legalidad, como lo muestra el crecimiento de la actividad delictiva en el

continente en los últimos años. Los datos de las encuestas de opinión pública son

concluyentes en este sentido: los latinoamericanos no están satisfechos con los

órganos de gobierno.

Las democracias latinoamericanas distan de contar con un sistema político con

capacidad de representación de todos los intereses de grupos y sectores, y con

gobiernos que puedan ser controlados por sus ciudadanos. Todo ello supone un

sistema político robusto, y partidos políticos estables y legítimos ante sus

electores. Estos requerimientos están lejos de ser cumplidos en la mayor parte de

los países de América Latina. Pero, ¿puede consolidarse un sistema democrático

en el escenario de crisis económicas recurrentes como el que creemos se está

consolidando en la América Latina del siglo XXI?

Las democracias de la “tercera ola” surgieron con una enorme expectativa, y el

giro hacia el siglo XXI muestra hasta qué punto esas expectativas (en particular,

las de asegurarle una mejor vida a la gente) han sido frustradas, en especial en

estos últimos años, cuando las fragilidades de las economías de América Latina

están tan de manifiesto. La democracia no está nunca asegurada, y como

régimen de gobierno, es extremadamente inestable y frágil. No puede pensarse

separada de la economía; antes bien, hay que repensar esta última antes de que

la democracia se nos transforme en un concepto vacío, en una práctica estéril, o

ya no represente nada. Hay que repensar la economía para afirmar la

democracia. La satisfacción de los latinoamericanos, además, no se logrará sólo

con el recurso a “políticas sociales activas” (como los “progresistas” de los

organismos financieros multilaterales preconizan), sino repensando los modelos

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de acumulación, en la búsqueda de una alternativa de desarrollo menos

excluyente. Basta constatar cómo creció no sólo el producto sino el gasto público

social en la mayor parte de los países de América Latina en los noventa, y

observar, concomitantemente, el deterioro del mercado de trabajo y el aumento de

la desigualdad, para percibir la profunda asimetría que existe entre crecimiento y

desarrollo social y la enorme dependencia que tiene este último, del tipo de patrón

de crecimiento que se escoja como rector de la política económica.

6.Elementos para una nueva agenda del desarrollo

El informe sobre “El desarrollo de la Democracia en América Latina” editado

recientemente por PNUD (2004) llama la atención sobre los indisolubles vínculos

entre democracia, pobreza y la desigualdad. América Latina, sostiene el informe,

ha consolidado sus democracias en la última década, y los derechos políticos

están hoy vigentes en la mayor parte de los países. Sin embargo, en muchos de

ellos, los derechos civiles ni siquiera están vigentes en todo el territorio, y la

pobreza y la miseria impiden a grandes contingentes humanos de ejercer sus

derechos en forma libre.

Aunque la democracia electoral en la región se haya instalado, ésta muchas veces

carece de las garantías elementales para su ejercicio. Los modelos económicos

implantados, además, han erosionado algunas instituciones básicas para la

democracia, como el sindicalismo, por ejemplo, o al propio aparato del Estado. El

propio informe señala que los procesos de reforma económica y ajuste estructural

implementados en nuestros países, lo han sido a costa del sacrificio de millones

de personas, y prescindiendo del apoyo de la ciudadanía a los mismos. Se han

implantado aún cuando hubo hostilidad manifiesta de la población hacia los

mismos. En este contexto, las reformas estructurales de los noventa se han visto

acompañadas de un incremento de las libertades políticas efectivas, pero limitaron

los precarios derechos sociales y erosionaron la ciudadanía social.

Una nueva agenda del desarrollo tiene que comenzar por redefinir entonces, el

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propio concepo de desarrollo, y hacerlo desde la base, redefiniendo el concepto

de desarrollo económico. El desarrollo económico de los países no puede medirse

por el crecimiento y la estabilidad económica, sino por la situación de bienestar

generalizada de sus habitantes (algo a lo que el propio IDH apunta).

En segundo lugar, una agenda del desarrollo tiene que privilegiar el desarrollo

social como un componente inseparable del desarrollo económico, entendido

como un proceso destinado a proporcionar bienestar a los ciudadanos. El

concepto de desarrollo social no debe comprender sólo las dimensiones “clásicas”

con las que se miden logros hasta hoy: malnutrición, mortalidad infantil y materna,

esperanza de vida, educación básica (todos ellos indicadores que luego se

cuantifican para por ejemplo, diseñar el plan de las Metas para el Milenio).

Algunos elementos han faltado de esta conceptualización del “desarrollo social”:

empleo y desigualdad son dos de las ausencias más significativas. El empleo

tiene que ser hoy una dimensión esencial del desarrollo social, y el derecho al

empleo tiene que formar parte de cualquier agenda política. Asimismo, hay que

comenzar a considerar la desigualdad, e incorporarla transversalmente a todos

nuestros análisis. Sin un enfoque desde la desigualdad, los “promedios” de

acceso y uso de los servicios sociales nos dirán poco. Sin un enfoque desde la

desigualdad, la discusión sobre la pobreza quedará corta. Sin un enfoque desde

la desigualdad, se va a cifrar siempre las metas de reducción del hambre y la

pobreza al objetivo del crecimiento, sin entender que es nuestro propio modelo de

crecimiento el que está exigiendo la desigualdad.

Hace ya mucho tiempo que pobreza y desigualdad parecen haber dejado de

pertenecer a una misma discusión técnica y académica. Los estudios sobre

pobreza parecen tender a tipificarla como un fenómeno específico, que debe ser

combatida “técnicamente” a través políticas que estimulen el crecimiento

económico, la inversión en capital humano y la implementación de políticas

sociales eficientes. Cualquiera de los tres mecanismos son perfectamente

compatibles con las actuales políticas económicas que se aplican en nuestros

países. Sólo deben ser corregidas y mejoradas: los Estados deben ser menos

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corruptos, se debe buscar mayor articulación entre Estado y sociedad civil,

eliminar el clientelismo, y focalizar el gasto. Se olvida que el actual modelo de

desarrollo sólo tiende a incrementar o estabilizar la desigualdad, y no solamente al

interior de los países (entre aquéllos trabajadores que se cualifican y los que

permanecen como “analfabetos funcionales”, por ejemplo) sino entre países (que

se insertan exitosa o catastróficamente al mundo globalizado). La desigualdad no

se combate con mercado, se combate con Estado: no se combate con economía,

se combate con política.

En tercer lugar, está la dimensión del desarrollo político y de la vigencia de los

derechos civiles como inseparable del mismo. Cuando hablamos de desarrollo

político, no estamos hablando sólo de instituciones y partidos: también estamos

hablando de la gente. En América Latina las instituciones democráticas parecen

estarse consolidando en un número importante de países: pero no han alcanzado

aún una plena legitimidad ante los ojos de la gente. Como fuera mencionado

anteriormente, menos del veinte por ciento de los latinoamericano creen en

instituciones tan vitales para la democracia como los partidos políticos, o el

parlamento. Es que los partidos políticos se han preocupado más por gobernar

que por representar. Si las instituciones políticas enfrentan el descrédito de la

gente, es porque no han sabido canalizar la inmensa voluntad de participación

que han expresado siempre los latinoamericanos.

A menudo se habla de estrategias de “empoderamiento” de los pobres, como si

los pobres fueran unos seres pacíficos y sin voz. Se olvidan que desde el principio

de los tiempos, la resistencia de los pobres latinoamericanos siempre fue

manifiesta: se alzan los campesinos en Bolivia y Ecuador, continúa la guerrilla en

Chiapas, las izquierdas logran éxitos electorales en el Cono Sur, el movimiento de

los “Sin Tierra” hace sentir su voz a lo largo y a lo ancho de Brasil, los ex-

guerrilleros se incorporan a la arena política en El Salvador y los uruguayos votan

una y otra vez contra la privatización de las empresas públicas que sus gobiernos

promueven. Al mismo tiempo que los gobiernos suscriben acuerdos

internacionales donde la palabra “empoderamiento” se repite por decenas,

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reprimen o desmovilizan cualquier resistencia organizada a sus planes de

combate a la crisis, o de reconversión económica. Finalmente, los académicos

escriben sobre las “coaliciones de veto” a las reformas estructurales, no vacilando

en aconsejar estrategias que permitan “saltearlas”, “desarticularlas”, o

“desmovilizarlas”.

La dimensión del desarrollo político debiera incluír entonces no sólo una agenda

de consolidación democrática en el sentido estricto del término, sino una agenda

destinada a revitalizar y jerarquizar la participación y movilización ciudadana que

ya existe, y que los partidos políticos no canalizan.

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