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1 Hacia una sociología histórica sobre las elites en América Latina. Un diálogo crítico con la teoría de Pierre Bourdieu Artículo en proceso de revisión por pares Por favor no citar ni divulgar sin autorización del autor Cristóbal Rovira Kaltwasser 1 La figura intelectual de Pierre Bourdieu es fascinante. Sin duda alguna es uno de los sociólogos franceses de mayor influencia contemporánea y que – particularmente en América Latina – ha sido recibido de forma prolífica. En efecto, su teoría sobre la cultura como un campo de poder autónomo ha sido utilizada por diversos intelectuales latinoamericanos. Ejemplo de ello son los estimulantes análisis de Beatriz Sarlo (1988) y Néstor García Canclini (2001). Ambos autores se apoyan en la arquitectura heurística bourdieuana para explicar la constitución de una sociedad que está cruzada por procesos de hibridación cultural. De este modo, es posible aproximarse a América Latina como a una suerte de laboratorio de la modernidad caracterizado por una dialéctica entre la apropiación de formas culturales foráneas y su adaptación a la realidad propia. Sin embargo, la obra de Pierre Bourdieu no sólo debe ser leída como una sociología de la cultura. Se trata también y, por sobre todo, de una sociología del poder que define al conflicto como una dimensión constitutiva del orden social. Es así como en un diálogo crítico con el marxismo, Bourdieu construye una singular teoría política que deja de ver a la economía como única y primordial estructura que determina la constitución de las clases sociales. De tal manera, este autor analiza cómo los individuos poseen diferentes magnitudes de capitales provenientes de diversos campos de poder (economía, cultura, política, etc.). Además investiga el rol que juegan aspectos subjetivos – tales como el gusto, el lenguaje corporal y los modales – en la constitución de las clases sociales, recurriendo para ello a la noción de ‘habitus’. 1 Sociólogo de la Universidad de Chile y Doctor en Ciencias Sociales de la Humboldt-Universität zu Berlin. Actualmente es investigador post-doctoral del ‘Social Science Research Center Berlin’ (WZB). El autor agradece las sugerencias y comentarios de Matthias Bohlender, Klaus Eder, Daniela Jara, Wolfgang Knöbl, Wolfgang Merkel y Herfried Münkler.

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Hacia una sociología histórica sobre las elites en América Latina.

Un diálogo crítico con la teoría de Pierre Bourdieu

Artículo en proceso de revisión por pares

Por favor no citar ni divulgar sin autorización del autor

Cristóbal Rovira Kaltwasser1

La figura intelectual de Pierre Bourdieu es fascinante. Sin duda alguna es uno de los

sociólogos franceses de mayor influencia contemporánea y que – particularmente en

América Latina – ha sido recibido de forma prolífica. En efecto, su teoría sobre la cultura

como un campo de poder autónomo ha sido utilizada por diversos intelectuales

latinoamericanos. Ejemplo de ello son los estimulantes análisis de Beatriz Sarlo (1988) y

Néstor García Canclini (2001). Ambos autores se apoyan en la arquitectura heurística

bourdieuana para explicar la constitución de una sociedad que está cruzada por procesos de

hibridación cultural. De este modo, es posible aproximarse a América Latina como a una

suerte de laboratorio de la modernidad caracterizado por una dialéctica entre la apropiación

de formas culturales foráneas y su adaptación a la realidad propia.

Sin embargo, la obra de Pierre Bourdieu no sólo debe ser leída como una sociología de la

cultura. Se trata también y, por sobre todo, de una sociología del poder que define al

conflicto como una dimensión constitutiva del orden social. Es así como en un diálogo

crítico con el marxismo, Bourdieu construye una singular teoría política que deja de ver a la

economía como única y primordial estructura que determina la constitución de las clases

sociales. De tal manera, este autor analiza cómo los individuos poseen diferentes magnitudes

de capitales provenientes de diversos campos de poder (economía, cultura, política, etc.).

Además investiga el rol que juegan aspectos subjetivos – tales como el gusto, el lenguaje

corporal y los modales – en la constitución de las clases sociales, recurriendo para ello a la

noción de ‘habitus’.

1 Sociólogo de la Universidad de Chile y Doctor en Ciencias Sociales de la Humboldt-Universität zu Berlin. Actualmente es investigador post-doctoral del ‘Social Science Research Center Berlin’ (WZB). El autor agradece las sugerencias y comentarios de Matthias Bohlender, Klaus Eder, Daniela Jara, Wolfgang Knöbl, Wolfgang Merkel y Herfried Münkler.

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Más allá de la novedad y la evidente contribución sociológica que implica la obra de

Bourdieu para el estudio de las clases sociales, puede establecerse la pregunta en torno al

lugar que detenta el concepto de elite en su teoría. ¿Se trata de un sinónimo de la noción de

clase dominante o posee la palabra elite un status propio? ¿Es posible establecer un diálogo

entre los conceptos de clase dominante y de elite, es decir, entre dos tradiciones asentadas en

la teoría política? Esta pregunta no es baladí ni hace referencia a una mera exégesis

heurística. Pues elites y clases sociales son conceptos diferentes, los cuales ofrecen

interpretaciones disímiles sobre la historia y el cambio social. Es por ello que el presente

trabajo aborda la pregunta señalada en detalle y para ello se divide en cuatro apartados.

En primer lugar (I), se recurre a la clásica teoría de elites (Michels, Mosca y Pareto) para

marcar la diferencia con el concepto de clase social y proponer así cuál es la singularidad de

una sociología histórica de las elites. Tal como se verá más adelante, detrás del concepto de

elite subyace una teoría del cambio social que en cierta medida problematiza el pensamiento

de Bourdieu respecto a la reproducción del orden social. De hecho, un análisis de longue durée

permite observar cómo a lo largo de la historia han emergido minorías de poder, las cuales

no necesariamente poseen grandes cuotas de los diferentes capitales que están en juego, pero

a pesar de ello pueden determinar la conducción de la sociedad.

A continuación (II), se hace una breve introducción a la teoría de Bourdieu, revelando su

uso frecuente de la noción de clase dominante y su práctica omisión del concepto de elite.

Esta decisión tiene un costo para la teoría sociológica desarrollada por este autor, ya que al

enfatizar la existencia de clases dominantes y obviar la presencia de elites, tiende a repetir el

pesimismo característico del estructuralismo marxista. En consecuencia, es posible plantear

que la teoría de Bourdieu resulta útil para dar a entender fenómenos de reproducción de

poder, pero tiene dificultades para explicar procesos de cambio social. Dicha dificultad es

ejemplificada mediante una breve reflexión en torno a los procesos latinoamericanos de

Independencia y la Revolución Mexicana.

La tercera parte (III) del trabajo retoma la obra de Bourdieu y demuestra cuáles son sus

aportes para una sociología histórica de las elites. En particular interesa destacar cómo ciertas

herramientas heurísticas desarrolladas por este autor – tales como el concepto de violencia

simbólica o su incorporación del espacio como una dimensión sociológica – son de gran

utilidad para comprender los procesos de clausura social que activan las elites en

determinados momentos históricos. Para demostrar esta potencialidad de la teoría

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bourdieuana se ofrece un conciso análisis de la llamada belle époque latinoamericana y los

procesos de reforma urbana que las elites realizaron en aquel entonces.

Por último y en cuarto lugar (IV), se desarrolla una breve conclusión que resume cuáles

son los aportes y perjuicios de la teoría de Bourdieu para la elaboración de una sociología

histórica de las elites, es decir, un esquema interpretativo capaz de superar miradas tanto

románticas como pesimistas sobre América Latina y, que por tanto, permite observar la

contingencia propia al desarrollo histórico de todo orden social.

I. La clásica teoría de las elites y su concepción del cambio social

Sociedades sin elites no existen y en cada orden social éstas se constituyen de distintos

modos. Esta afirmación no es una invención propia, sino que fue elaborada por tres autores

clásicos de la teoría política: Gaetano Mosca (1858-1941), Vilfredo Pareto (1848-1923) y

Robert Michels (1876-1936). La obra de estos intelectuales se caracteriza por un realismo

político que se encuentra en tensión con los principios fundantes de la Ilustración. Ellos

observaron cómo a fines del Siglo XIX se fueron formando nuevos grupos de poder en

Europa, los cuales se apoyaban en ideologías laicas y fueron adquiriendo una creciente

influencia hasta lograr el ocaso del antiguo régimen. Desde este ángulo, la filosofía del

progreso o el materialismo histórico de Marx pueden ser concebidos como ‘religiones

políticas’: nuevas doctrinas ideológicas que ayudan a movilizar a las masas en contra de las

elites establecidas y que de tal manera catalizan el reemplazo de la clase dirigente en el poder

(Moscovi 1993)2.

En consecuencia, la propuesta de Mosca, Pareto y Michels enfatiza el rol de las elites

como motor del cambio social. Se trata de una propuesta teórica que parte del supuesto que

la transformación de toda sociedad descansa en conflictos, antes que en una ley sociológica –

2 Cabe indicar que Mosca, Pareto y Michels ocupan en diversos pasajes de sus obras el concepto de ‘religión política’ en un sentido similar al que posee este término en la teoría política contemporánea (Gentile 2004: 220). Al respecto resulta ejemplar el siguiente comentario de Vilfredo Pareto (1975: 143, traducción propia y cursivas en original): “Como bien señalan los socialistas en nuestros días, las revoluciones del siglo XVIII no han hecho más que posicionar a la burguesía en el lugar de las antiguas elites y estos nuevos señores incluso han incrementado aún más la subyugación. Pero los socialistas son a su vez de la opinión que una nueva elite de políticos podrá respetar mejor su palabra, en comparación a las elites que hasta ahora han llegado al poder. Dicho sea de paso, todos los revolucionarios dicen que las antiguas revoluciones terminaron por engañar al pueblo, siendo tan sólo la revolución que ellos proponen la única que será realmente verdadera. […] Desgraciadamente es esta verdadera revolución – la cual supuestamente traerá una indudable felicidad a las personas – nada más que una decepcionante fata morgana que nunca será realidad”.

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llámese evolución, materialismo o racionalización – capaz de determinar hacia adónde se

dirige la humanidad. A diferencia de lo pensando por la Ilustración, los autores en cuestión

son de la opinión que la historia debe ser comprendida como una eterna lucha entre elites

que persiguen sus propios intereses y que no necesariamente actúan según determinados

principios económicos, morales o psicológicos (Burnham 1949). Visto así, el ocaso de las

aristocracias europeas y su reemplazo por elites provenientes de la burguesía es analizado

como un proceso, según el cual, diversos grupos sociales fueron ganando influencia hasta

lograr que ascendieran líderes que reflejasen las nuevas relaciones de poder. Lo interesante es

que este proceso de circulación de elites fue definido por Mosca, Pareto y Michels como una

suerte de axioma histórico, de modo tal que todo orden social – sea éste autoritario o

democrático – es concebido como una entidad en donde una minoría ejerce el liderazgo y la

mayoría se somete a los designios de dicha minoría (Bottomore 1966).

Los mencionados autores no sólo instauraron el concepto de elite en las Ciencias

Sociales, sino que también desarrollaron una teoría para estudiar el cambio social que se

caracteriza por el siguiente principio: las sociedades se transforman en la medida que se

producen modificaciones en su clase dirigente (Dogan y Higley 1998). Dichas

modificaciones pueden acontecer de diversos modos, aunque en términos típico ideales es

posible distinguir tres variantes. En primer lugar, un proceso revolucionario: la constante

cerrazón de las elites establecidas genera un creciente malestar social, lo cual en su extremo

cataliza un levantamiento popular y el consecuente asentamiento en el poder de nuevos

grupos que transforman de forma abrupta el orden social hasta entonces existente (p. ej.: la

Revolución Mexicana). En segundo lugar, un proceso de renovación gradual: las elites ponen en

práctica una estrategia de cooptación selectiva, de modo tal que se va produciendo una lenta

modificación del orden social gracias a la incorporación de nuevos actores que con el tiempo

son capaces de llevar adelante reformas graduales (p. ej.: la época del Frente Popular en

Chile). Por último y en tercer lugar, un proceso de recambio ‘desde abajo’: grupos sociales

excluidos logran asociarse y aumentar su autoridad y poder en la sociedad, de modo tal que

tarde o temprano terminan por reemplazar a las elites establecidas, definiendo así un nuevo

rumbo para la sociedad (p. ej.: irrupción en 1945 del peronismo en Argentina).

Sin duda alguna, los tres tipos ideales recién indicados – proceso revolucionario, de

renovación gradual y de recambio ‘desde abajo’ – representan modalidades de cambio social

que nunca que se dan de forma pura en la vida real. A pesar de ello, es posible investigar si

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en algunas sociedades uno de estos tipos ideales tiende a tener mayor presencia que en otras.

Nótese que para determinar esto no basta con hacer investigaciones – ya sean cuantitativas o

cualitativas – de la actualidad, sino que es imprescindible recurrir a análisis que tomen largos

períodos de tiempo en consideración. De hecho, una de las principales enseñanzas que se

pueden obtener de las obras de Mosca, Pareto y Michels es la importancia que ellos le

otorgan al estudio de la historia. Pues el mayor potencial de un análisis sobre las elites radica

en la elaboración de una mirada de largo plazo, es decir, de una perspectiva que –

parafraseando a Fernand Braudel – sea de longuee durée. Ahora bien, ¿por qué resulta

necesario recurrir a la historia para investigar a las elites? Brindar una respuesta a esta

pregunta es simple: las elites no se forman de la noche a la mañana. Ellas se constituyen

mediante largas luchas de poder y su renovación resulta debido a la irrupción de

transformaciones de la sociedad, las cuales permiten la formación de nuevos grupos sociales

que presionan por la modificación del orden establecido (Münkler 2006).

En este contexto, cabe indicar un problema común en la interpretación de la obra de

Mosca, Pareto y Michels. Dichos autores hacen uso de los conceptos de clase dirigente y

clase gobernante como sinónimos de la noción de elite, pero rara vez utilizan el concepto de

clase dominante. Sin embargo, esta distinción semántica no es respetada en las traducciones

del italiano a otros idiomas, lo cual permite el planteamiento de un nexo inadecuado con la

teoría marxista (Finocchiaro 1999: 23, 243). Así por ejemplo, la obra principal de Gaetano

Mosca se titula en italiano ‘La classe politica’, mientras que en alemán ha recibido el nombre de

‘Die herrschende Klasse’ y en inglés el título de ‘The Ruling Class’. Este problema interpretativo es

de gran relevancia, ya que Mosca, Pareto y Michels estudiaron la obra de Marx en

detenimiento y, por lo tanto, estaban al tanto de la noción de clase dominante. Aún así ellos

prefirieron hablar de elites y esto no fue una decisión fortuita3. Su aparato conceptual debe

ser comprendido como una determinación deliberada para distanciarse del marxismo y de la

noción de clase dominante en tres aspectos medulares:

3 Este problema interpretativo ya fue notado en la pionera obra de Charles Wright Mills (1956: 277): “Ruling class is an economic term; rule a political one. The phrase, ruling class thus contains the theory that an economic class rules politically. […] Specifically, the phrase ruling class in its common political connotations does not allow enough autonomy to the political order and its agents, and it says nothing about the military as such. […] We hold that such a simple view of economic determinism’ must be elaborated by political determinism and military determinism; that the higher agents of each of the three domains now often have a noticeable degree of autonomy; and that only in the often intricate ways of coalition do they make up and carry through the most important decisions. Those are the major reasons we prefer ‘power elite’ to ‘ruling class’ as a characterizing phrase for the higher circles when we consider them in terms of power”.

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a) Sociedad sin clases como ilusión. Si en todo orden social existen elites, la pregunta por la

constitución de una sociedad sin jerarquías o sin clases sociales se torna utópica. Es por

ello que el establecimiento de un orden social comunista – que supuestamente permitiría

la emancipación de la humanidad – es visto así como una mera ilusión. Desde esta

perspectiva, el tránsito de un modelo de sociedad a otro no implica la desaparición de las

elites, sino que una modificación de sus formas de acción, organización y reclutamiento

(Bozóki 2003: 215). A su vez, esto significa un distanciamiento de las interpretaciones

‘románticas’ de la historia, ya que pierde sentido la pregunta por la existencia y la labor de

un sujeto popular capaz de lograr el fin del sistema capitalista o el ocaso de la

dominación. Es justamente en este sentido que la teoría de elites se distingue por un

realismo político que a principios del Siglo XX era profesado en ciertos circuitos

intelectuales europeos.

b) Crítica al materialismo histórico. Mientras la noción marxista de clase dominante explica

el desarrollo de la sociedad según las relaciones de producción y, por tanto, presupone

que las fuerzas económicas son el motor de la historia, el concepto de elite elaborado por

Mosca, Pareto y Michels asume la existencia de distintas esferas de poder donde se

conforman elites medianamente autónomas. De tal manera, procesos de transformación

cultural o política pueden permitir la emergencia de nuevas elites que son capaces de

conducir a la sociedad hacia un rumbo que no necesariamente está determinado por el

poder económico4. Esto implica una crítica radical al materialismo histórico, en cuanto se

asume la existencia de procesos de transformación social que son comandados por

actores y fuerzas que no necesariamente provienen de la economía ni actúan en función

de sus designios (Röhrich 1991: 31-32). Ejemplo de ello es la importancia que Mosca y

Pareto le otorgan al poder militar como factor determinante en el ascenso y caída de la

clase política tanto en el Imperio Romano como en las antiguas ciudades helénicas. 4 Al respecto es ilustrativa la siguiente formulación de Gaetano Mosca (2004: 107-108): “Si en una sociedad aparece una nueva fuente de riqueza, si aumenta la importancia práctica del saber, si la antigua religión declina o nace una nueva, tienen lugar al mismo tiempo fuertes cambios en la clase dirigente. Se puede decir que toda la historia de la humanidad civilizada se resume en la lucha entre la tendencia que tienen los elementos dominantes a monopolizar en forma estable las fuerzas políticas y a transmitirle su posesión a sus hijos en forma hereditaria; y la tendencia no menos fuerte hacia el relevo y el cambio de estas fuerzas y la afirmación de fuerzas nuevas, lo que produce un continuo trabajo de endósmosis y exósmosis entre la clase alta y algunas fracciones de las bajas. Las clases políticas declinan inexorablemente cuando ya no pueden ejercer las cualidades mediante las que llegaron al poder o cuando no pueden prestar más el servicio social que prestaban, o cuando sus cualidades y los servicios que prestaban pierden importancia en el ambiente social donde viven”.

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c) Elites y no clases sociales como motor de la historia. Los fundadores de la teoría de elites

se caracterizan por definir un objeto de investigación propio, el cual se distancia de la

pregunta respecto al rol que ocupan las clases sociales. Para estos autores resulta

primordial estudiar a las minorías de poder que luchan tanto por la conducción de la

sociedad como por el monopolio de las distintas esferas de poder. Es así como

proponen una singular solución al clásico problema de Hobbes, la cual consiste en una

suerte de complicidad entre elites y masas al momento de constituir y reproducir el orden

social: mientras las primeras asumen la función de la conducción social, las segundas se

reservan el derecho a formar nuevas fuerzas sociales o contra-elites que ejercen una labor

de fiscalización e incluso de sublevación en caso de máxima opresión (Tamayo 1998).

En resumen, cabe señalar que la clásica teoría de elites se funda en un diálogo crítico con

la obra de Marx y construye una perspectiva teórica original. Para comprender esto, es

importante destacar que elites y clases sociales son dos conceptos diferentes. Mientras la

noción de clase social hace referencia a estructuras jerárquicas que se forman en base a las

condiciones económicas y/o el status social, el concepto de elite analiza a una minoría de

actores que posee las mayores cuotas de autoridad y poder, lo cual les permite ejercer la

conducción de la sociedad (Keller 1963).

Un buen ejemplo de esta distinción analítica entre elites y clases sociales se obtiene al

estudiar la modificación en la composición social de las Fuerzas Armadas que se produce a

comienzos del Siglo XX en América Latina debido a la profesionalización del poder militar.

Diversas investigaciones indican que en países como Argentina, Brasil y Chile se fueron

formando elites militares provenientes de las clases medias, las cuales fueron decisivas para la

transformación que estos países experimentaron desde la crisis económica de 1929 en

adelante (Centeno 2002; Loveman 1999; Nunn 1986, 1992; Rouquié 1984). Basta pensar en

el ascenso de figuras como Juan Domingo Perón en Argentina, Gaspar Dutra en Brasil o

Carlos Ibáñez del Campo en Chile, lo cual demuestra que quienes conducen una sociedad no

necesariamente se reclutan desde las clases altas o dominantes.

Una situación similar se puede observar en varios países europeos, aunque no tanto

debido a la profesionalización del aparato militar, sino que más bien gracias a la formación

de sindicatos fuertes y de un Estado de Bienestar. De hecho, el neo-corporatismo que surge

en Alemania después de la segunda guerra mundial puede ser concebido como un singular

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cartel de elites que está compuesto por actores provenientes del empresariado, los sindicatos

y el Estado (Streeck 2006: 149). De este modo se explicaría que por largo tiempo se pudo

realizar una negociación de intereses contradictorios con el consecuente logro de una

eficiente cooperación económica y política.

II. Pierre Bourdieu como teórico de las clases dominantes y de la inmovilidad social

Como bien es sabido, Pierre Bourdieu es el arquitecto de una singular teoría sociológica.

El desarrollo de su pensamiento debe ser ubicado en el contexto histórico de los años 1960,

en donde el estructuralismo tenía gran influencia en el mundo intelectual y por sobre todo en

la academia francesa. En aquel entonces, tanto la antropología de Claude Lévi-Strauss como

el materialismo histórico de Karl Marx eran referentes centrales en la discusión teórica, de

manera tal que la primacía de ciertas estructuras – ya sean económicas o lingüísticas – eran el

punto de partida de todo diseño heurístico (Castoriadis 1984). Sin embargo, Bourdieu

elabora desde temprano un relativo escepticismo frente a esta moda intelectual e intenta

elaborar una teoría que sea capaz de ofrecer una solución al clásico dilema sociológico entre

acción y estructura (Eder 1989).

Desde sus inicios, la propuesta bourdieuana critica la idea de que los individuos no son

más que marionetas que actúan en función de los designios dictaminados por el capital

económico u otras estructuras de poder. Desde el punto de vista de Bourdieu, los sujetos

tienen la capacidad de manipular las reglas existentes y de modificar los sistemas de

clasificación que ordenan el mundo (Joas y Knöbl 2004: 525). Esto no implica en todo caso

que los individuos dispongan de una libertad absoluta. Ellos no sólo nacen en un orden que

ya tiene códigos establecidos, sino que además actúan en función de la posición que tienen al

interior de la sociedad. Por esto es que para Bourdieu la unidad de análisis no es el actor – en

el sentido de un agente individual –, sino que más bien las relaciones que los actores

mantienen entre sí, es decir, las relaciones que se constituyen a partir de las posiciones que

ellos detentan en los campos de poder (cultura, economía, política, etc.) que existen en una

sociedad concreta (Schroer 2006: 89).

Por cierto que este esquema teórico mantiene un vínculo importante con el pensamiento

estructuralista. Sin embargo, al mismo tiempo se distancia de él, sobre todo en su

sensibilidad para observar cómo los sujetos consciente e inconscientemente elaboran

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estrategias que permiten la constante reproducción del orden social. Es por ello que la

propuesta de Bourdieu puede ser definida como una teoría de la estructuración: un enfoque

heurístico que intenta demostrar que son los propios individuos quienes en el día a día

construyen las estructuras sociales que determinan su actuar. En este sentido, el gran mérito

de la teoría de Bourdieu estriba en la elaboración de un enfoque analítico capaz de combinar

criterios ‘objetivos’ y ‘subjetivos’, tal y como queda demostrado en su concepción sobre la

formación y reproducción de las clases sociales: no sólo importa el dinero, sino que también

el apellido, el colegio donde estudian los hijos y la marca del automóvil que se tiene.

Bourdieu desarrolla su enfoque teórico en detalle en su célebre libro “La distinction: critique

sociale du jugement” (1987), el cual se sustenta en una excepcional combinatoria entre teoría y

empiria para explicar la reproducción de las clases sociales en Francia. En dicha obra, él

demuestra con particular ironía que la formación del ‘buen gusto’ es una construcción social

antes que una suerte de imperativo categórico en el decir de Kant. De este modo, es erróneo

pensar que los criterios estéticos evolucionan según algún tipo de principio universal o

trascendental. Clasificaciones y códigos que regulan la vida cotidiana – tales como lo que se

considera como ‘bello’, ‘razonable’ o ‘superior’ – son entonces construcciones sociales detrás

de las cuales existen luchas de poder por el establecimiento de jerarquías. Más aún, Bourdieu

(1992a) plantea que dichas construcciones sociales operan como mecanismos inconscientes y

ocultos – como el ‘habitus’ por ejemplo – que son decisivos para la reproducción tanto de

las clases sociales como de la desigualdad.

Intencionadamente o no, la propuesta bourdieuana invierte un supuesto básico de la

teoría de la modernidad, a saber: la idea de que en la medida que las sociedades se alejan del

orden tradicional y se fundan a partir de la razón, pierden fuerza los mecanismos de

distinción social y, por tanto, la igualdad de oportunidades se hace cada vez más factible.

Bourdieu y sus colaboradores demuestran justamente lo contrario: una sociedad económica y

culturalmente desarrollada como la francesa se caracteriza por una débil movilidad social, de

modo tal que el sistema educacional no es más que una maquinaria de legitimación de las

desigualdades sociales y de (re)producción de una ‘noblesse d’État’, vale decir, una aristocracia

moderna asociada al aparato del Estado y a la empresa privada (Bourdieu 2004; Saint Martin

2003).

La perspectiva de Bourdieu respecto a las clases sociales representa una verdadera

revolución para el pensamiento sociológico. Su teoría no sólo critica un pilar básico de la

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teoría de la modernidad, sino que también va más allá del marxismo, en cuanto ya no tiene

sentido hablar de una clase dominante en singular, sino que es preciso hacer referencia a la

existencia de clases dominantes en plural (Krais 2001). Debido a la creciente diferenciación

de la sociedad se constituyen diversos campos de poder que cuentan con capital propio, de

modo tal que ciertas clases sociales pueden tener mucho capital cultural y poco capital

económico, mientras que otras clases sociales se pueden distinguir por la acumulación capital

económico y por su relativa escasez de capital cultural. Por otra parte, Bourdieu subraya que

una singularidad de las sociedades modernas es la creciente importancia que adquiere la

cultura, entendida como un campo de poder autónomo que establece distinciones estéticas y

semánticas que son decisivas para el ejercicio de la violencia simbólica y, por lo tanto, para la

reproducción de las jerarquías sociales (Mauger 2005).

Más allá de la novedad que implica la obra bourdieuana para el estudio de las clases

sociales, cabe volver la atención al interrogante central del presente trabajo. En consecuencia,

resulta pertinente establecer la pregunta en torno al lugar que detenta el concepto de elite en

la teoría de Bourdieu: ¿acaso se trata de un sinónimo de la noción de clase dominante o

posee la palabra elite un status propio? Una primera forma de responder esta pregunta es

observar cuán seguido utiliza Bourdieu el concepto de elite en sus obras. Así por ejemplo, en

su mencionado libro “La distinction: critique sociale du jugement” (1987) figura la palabra elite tan

sólo tres veces, mientras que en su obra “Homo academicus” (1992) aparece dicha palabra sólo

once veces. Sin embargo, los conceptos de dominación y de clase dominante son utilizados

constantemente en ambas obras.

¿Cómo dialoga entonces la obra de Pierre Bourdieu con la teoría de elites? ¿Existen

puentes entre estas dos tradiciones heurísticas? Una respuesta acabada a este interrogante es

otorgada por Michael Hartmann, quien es uno de los más destacados investigadores

contemporáneos dedicado al estudio de las elites. Como él bien indica, la teoría bourdieuana

debe ser leída como un intento de refundación del concepto de clase dominante y no como

una vía para reconstruir el concepto de elite (Hartmann 2005: 257). Esto obedece al interés

de Bourdieu en demostrar que los mecanismos que permiten la reproducción de las clases

dominantes deben ser buscados más allá de la economía y de las relaciones de producción.

Dicho de otro modo, su foco de investigación no es la pregunta por el cambio social y por la

posible irrupción de procesos que permiten la renovación de las elites, ya que su teoría

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enfatiza que en sociedades modernas existen clases dominantes que son capaces de

perpetuarse a lo largo del tiempo.

De lo anterior es posible concluir que la perspectiva bourdieuana es antes que nada una

teoría de la dominación y de la inmovilidad social. Esta afirmación tiene una singular

importancia, sobre todo al momento de aplicar el análisis bourdieuano a la historia de

América Latina. Pues la posición teórica de Bourdieu tiende a exacerbar el poder de las

clases dominantes y es así como termina por reproducir el determinismo del estructuralismo.

Esto conlleva una ceguera frente a ciertos períodos tanto de cambio social como de

renovación de las elites que sí han acontecido en América Latina, tales como los procesos de

Independencia, la Revolución Mexicana, la irrupción del peronismo e incluso actuales

transformaciones políticas en curso – basta pensar en el caso de Hugo Chávez en Venezuela

– que se observan en varios países de la región (Rovira Kaltwasser 2009). En otras palabras:

“una posición de esta índole hace urgente la pregunta por el potencial de la teoría

bourdieuana para explicar el cambio social, con lo cual ha surgido una crítica a Bourdieu por

una especie de hiperfuncionalismo (negativo). Pues según su teoría, aun cuando hay una

constante lucha en los campos poder, las – normativamente problemáticas – estructuras que

generan desigualdad social tienen la capacidad de reproducirse y estabilizarse, de modo que

la modificación de esta situación apenas puede ser conceptualizada como posible. Por

consiguiente, el aparato heurístico elaborado por Bourdieu ofrece muy pocos puntos de

referencia para poder desarrollar una teoría sobre el cambio social” (Joas y Knöbl 2004: 550,

traducción propia).

Ahora bien, si partimos de la definición antes indicada del concepto de elite (aquella

minoría de actores que poseen las mayores cuotas de autoridad y poder, lo cual les permite

ejercer la conducción de la sociedad), es factible elaborar un enfoque que problematiza el

pesimismo de Bourdieu respecto a la posibilidad tanto del cambio social como de la

modificación de las jerarquías de poder. Así por ejemplo, en momentos de la historia

latinoamericana han logrado posicionarse altos dirigentes militares y políticos en la elite, aun

cuando ellos no poseen las mayores cuotas de capital cultural, económico o simbólico y, por

lo tanto, no son parte de las clases dominantes. Dicho de forma provocativa y sarcástica: a lo

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largo de la historia de América Latina podemos observar momentos en donde acontece una

‘invasión de los bárbaros’5.

De tal manera, aquello que para Bourdieu resulta impensable para la sociedad francesa

efectivamente ha sucedido en ciertas épocas en las sociedades latinoamericanas. Sujetos sin

altas cuotas de capital cultural y económico han logrado ascender socialmente hasta llegar a

ser parte de la elite que conduce la sociedad. Es posible plantear entonces que en

Latinoamérica en determinados contextos históricos han acontecido procesos de circulación

de elites que desde la teoría bourdieuana son difíciles de explicar. Esto se debe a que

Bourdieu se concentra en exceso en analizar los procesos de reproducción de las clases

dominantes y, por tanto, deja poco espacio para estudiar casos de circulación de elites que

permiten el ascenso de nuevos grupos sociales (Dogan 2003: 25). Con esto no se quiere

plantear que lo propio de la sociedad moderna sea una movilidad social ascendente, sino que

tan sólo interesa subrayar la existencia de procesos de renovación de elites, lo cual viene a

problematizar la idea de que las clases dominantes tienen la capacidad de reproducirse

eternamente. Para darle mayor plausibilidad a esta tesis conviene describir de forma breve

dos ejemplos, a saber, la emancipación política latinoamericana y la Revolución Mexicana.

a) Los procesos Independencia. En general existe un consenso entre historiadores que en

América Latina los procesos de emancipación política deben ser comprendidos como

una lucha entre elites (Lynch 1987). La rivalidad entre peninsulares y criollos fue

escalando a lo largo del tiempo, sobre todo porque estos últimos, a pesar de ser cada vez

más decisivos para mantener el orden colonial, no tenían acceso a los máximos puestos

de poder (Smith 1992: 32). La invasión francesa de la península Ibérica fue una

oportunidad para readecuar las relaciones entre peninsulares y criollos, ya que la

detención de Carlos IV abrió un limbo legal que fue aprovechado por las elites criollas

para declarar la Independencia de ‘sus’ territorios de la Corona de España (Halperin

Donghi 2001: 83-92). Visto así, las luchas latinoamericanas por la emancipación política

no son en absoluto equivalentes a la Revolución Francesa, en tanto la burguesía

5 Tal como demuestra el célebre ensayo de Reinhart Koselleck (1989: 211-259), la distinción semántica entre ‘civilización’ y ‘barbarie’ debe ser entendida como un par conceptual asimétrico – esto quiere decir que no puede existir un concepto sin el otro – que tiene una larga tradición en el pensamiento sociopolítico. En el caso de América Latina, la clásica obra de Domingo Faustino Sarmiento (2003) aplica esta división semántica para analizar la realidad del continente y, como bien indica Maristella Svampa (2006), se trata de un par conceptual que hasta nuestros días sigue teniendo vigencia.

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prácticamente no jugó rol alguno y los sectores excluidos de la sociedad tampoco

tuvieron una participación decisiva (Centeno 2002: 47-52). En efecto, la Independencia

de América Latina no trajo consigo una rápida y profunda transformación de las

estructuras de poder del orden colonial. La principal consecuencia de dicho proceso

político fue más bien una abrupto reemplazo de las elites en el poder, en cuanto los

criollos ganaron terreno a costa de los peninsulares (Knight 1992b: 15). Por cierto que

los procesos de emancipación política se desarrollaron a lo largo de América Latina de

diferentes modos. Así por ejemplo, en México se dio una participación popular

importante, mientras que en un país como Chile esto no fue así. Pero más allá de las

diferencias, lo destacable es que en todos los casos se produjo una renovación de las

elites en el poder, siendo más políticamente exitosos aquellos casos en donde

peninsulares y criollos encontraron prontamente un nuevo equilibrio de poder. Al

respecto es ejemplar el desarrollo histórico de Brasil, sobre todo por el traslado de la

Corona de Portugal al territorio brasileño y la implementación de una efectiva política de

cooptación selectiva de elites (Carvalho 1980).

b) La Revolución Mexicana. Sin duda alguna, la Revolución Mexicana representa uno de los

episodios más interesantes de la historia política de América Latina. Lo particular de este

levantamiento popular radica en la alianza efectiva que se gestó entre la clase media

urbana y el campesinado en contra de las elites que sustentaban el régimen de Porfirio

Díaz (Craham y Smith 1992). Consecuencia de ello, se desarrolló una verdadera guerra

civil a lo largo del país y surgieron una serie de grupos comandados por diferentes

caudillos que reivindicaban ideas e intereses sumamente divergentes (Womack 1991).

Más allá de los costos económicos y humanos que este conflicto trajo consigo, una de

sus herencias más decisivas fue la llamada ‘familia revolucionaria’: una generación de

elites que directa e indirectamente participaron en la guerra y a partir de entonces fueron

estableciendo un sistema de poder para ir ocupando el Estado y lograr gobernar al país

(Meyer 1991: 239). Dicho sistema se cristalizó posteriormente en el Partido

Revolucionario Institucional (PRI), una maquinaria de generación de elites y de

resolución de conflictos políticos que más allá de su déficit democrático, logró establecer

el efectivo control civil de las Fuerzas Armadas y generó una solución a la constante

disputa respecto a la sucesión presidencial (Knight 1992a). En efecto, el PRI fue

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constituyendo a lo largo del tiempo un singular régimen político que, tal como ha sido

descrito por Enrique Krauze (2004), puede ser concebido como la sucesión de ‘sexenios

imperiales’: el ascenso de un nuevo Presidente implicaba una renovación de gran parte de

las elites establecidas, las cuales difícilmente prolongaban su estancia en el poder más allá

del período presidencial de seis años. En este sentido, la originalidad del PRI radicaba en

su capacidad para generar continuidad y cambio simultáneamente. Por un lado, se

institucionalizó una política de expansión y de uso clientelístico del Estado y, por otro

lado, se estableció un mecanismo que permitía un gradual y continuo recambio de las

elites en el poder (Hernández 2002).

Los dos ejemplos brevemente descritos dan cuenta de procesos de circulación de elites

que difícilmente pueden ser concebidos mediante la teoría bourdieuana. Esta última se

concentra en el análisis de la reproducción de las clases sociales y, por tanto, brinda pocos

elementos para hacer análisis de largos períodos históricos que efectivamente vienen a

comprobar aquel axioma histórico formulado por Mosca, Pareto y Michels: las elites están

inexorablemente destinadas a sufrir procesos de renovación. Cabe notar que dichos procesos

están usualmente relacionados con conflictos armados y guerras, es decir, con temas que han

sido escasamente tomados en cuenta tanto por Bourdieu como por la teoría sociológica

contemporánea (Joas 2002; Joas y Knöbl 2008). De hecho, en la obra de Pierre Bourdieu – al

igual que la de teóricos como Niklas Luhmann o Jürgen Habermas – no hay una definición

de algo así como un campo de poder militar ni tampoco se brindan referencias respecto a

cuál es rol de las Fuerzas Armadas en el orden social.

III. Los aportes de Bourdieu para desarrollar una sociología histórica sobre las elites

en América Latina

El presente trabajo ha elaborado hasta ahora una lectura crítica de la obra de Pierre

Bourdieu, sobre todo al momento de aplicar sus categorías de análisis para explicar la historia

de América Latina y los procesos de cambio social que se han dado en esta región. Pero su

teoría también brinda importantes contribuciones. Es por ello que a continuación interesa

demostrar cuáles son los aportes de la perspectiva heurística de Bourdieu para desarrollar

una sociología histórica sobre las elites en América Latina. Tal como se mostró con

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anterioridad, el enfoque bourdieuano tiene problemas para elaborar una perspectiva que de

cuenta que a lo largo del tiempo no siempre están los mismos sujetos en el poder. Pero este

déficit puede ser visto también como un potencial, ya que la teoría de Bourdieu es

particularmente valiosa para estudiar procesos de clausura social. Con esto se hace referencia

a períodos históricos en que las elites implementan estrategias de mantenimiento en el poder

con éxito.

De hecho, Bourdieu demuestra en su libro titulado ‘La noblesse d’État’ (2004) cómo en

Francia con posterioridad a la segunda guerra mundial se fue conformando un sistema

educacional sui generis, el cual se caracteriza por la constitución de un reducido número de

universidades públicas de elite. Es allí donde estudia un reducido grupo de personas que

provienen de los estratos sociales altos, estableciéndose así desde temprana edad redes de

contacto que son fundamentales para acceder a la elite del país. El punto es que dichas

instituciones educacionales no hacen un reclutamiento que opere necesariamente según

criterios de mérito. Las pruebas de acceso incluyen una serie de preguntas que miden

habilidades culturales aprendidas en el entorno familiar y que son prácticamente imposibles

de encontrar en personas provenientes de las clases medias y bajas. Es por ello que Bourdieu

postula que en una sociedad como la francesa existe una clase dominante capaz de auto-

reproducirse y que impide la irrupción de procesos de circulación de elites a favor las clases

bajas y medias.

Esta tesis de Bourdieu resulta particularmente valiosa para observar momentos de la

historia latinoamericana, como por ejemplo, la llamada belle époque. Este período histórico

suele ordenarse entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, tratándose de un lapso

de tiempo en donde en países como Argentina, Brasil, Chile y México se fue produciendo

una alta integración entre las elites y una cooptación selectiva de potenciales actores capaces

de conducir la sociedad. Diversos estudios históricos demuestran cómo en las capitales

latinoamericanas empezaron a establecerse instituciones distinguidas – tales como clubes

privados, museos de alta cultura y salas de opera – que servían como lugares de encuentro

para las elites (Baldasarre 2006; Balmori, Voss y Wortman 1984; Collado Herrera 2006;

Needell 1987). Es así como nuevos y viejos miembros de la elite establecieron un tipo de

relación social que les permitió ir desarrollando una imagen común del orden deseado. En

efecto, Manuel Vicuña (2001) demuestra en su estudio sobre la belle époque chilena, que la

escisión de elites producto de la guerra civil de 1891 logró ser superada en gran medida

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gracias a la constitución de estos lugares de encuentro, en donde antiguos rivales podían

interactuar y superar sus antiguas desavenencias.

Para comprender este período de la historia latinoamericana y de cómo se comienzan a

formar verdaderos carteles de elite, resulta la teoría de Bourdieu particularmente valiosa.

Cabe mencionar que en varios países de la región recién a fines del siglo XIX se consolidan

las fronteras de los territorios nacionales y emerge una capital como lugar donde se

concentra el poder. No en vano, en ciudades como Buenos Aires, Ciudad de México, Rio de

Janeiro y Santiago de Chile se llevaron adelante reformas urbanas que buscaban demarcar la

superioridad de las elites en el poder (Carmagnani 1984: 112-113). Siguiendo la obra de

Bourdieu, es posible decir que las elites de aquel entonces comenzaron a recurrir a estrategias

culturales de distinción social para mantenerse en el poder. Es de este modo como las elites

fueron definiendo códigos de interacción social y del buen gusto, mediante los cuales ellas se

fueron posicionando como los únicos actores válidos para ejercer la conducción de la

sociedad.

Lo interesante es que este proceso de cerrazón de las elites cumplía una doble función.

Por un lado, el encuentro entre actores posicionados en la cúspide de la sociedad se hacía

más fluido. De este modo, antiguas rivalidades pasaban a un segundo plano, tornándose así

más fácil la definición de aquello considerado como un orden comúnmente deseado. Por

otro lado, la cerrazón de elites servía a su vez para marcar una diferencia hacia el resto de la

población y, por lo tanto, se trató de una dinámica que permitió a las elites establecidas ir

consolidando su autoridad y poder. Ejemplo de ello fueron las reformas de las capitales

latinoamericanas, las cuales se basaban en la planeación urbana que el Barón Hausmann

realizó en el París de mediados del Siglo XIX. Dicha intervención urbanística renovó el

centro de la ciudad, ya que ensanchó una serie de calles y las transformó en avenidas. Estas

últimas conectaban entre sí mediante rotondas con grandes esculturas – generalmente héroes

de la nación – y daban mayor notoriedad a nuevos edificios públicos y privados, en los cuales

residían y trabajan las elites en el poder.

Ahora bien, en el caso de América Latina, las reformas que buscaban consolidar a las

nacientes metrópolis son un reflejo de la formación de un cartel de elites que persigue su

homogeneidad. Se trata de un intento de generar una delimitación geográfica de un ‘barrio

decente’, en donde se escenifica un estilo de vida propio y distinguido. Pero la reforma

urbana de las nacientes metrópolis latinoamericanas es a su vez una estrategia que escenifica

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la constitución de un nuevo orden hacia fuera, es decir, hacia los países occidentales que son

considerados como cúspides de la civilización. De este modo, la imitación de la arquitectura

británica y francesa era una forma de mostrar una cercanía con ‘la civilización’ y de arraigar

una determinada imagen de sociedad como modelo ideal. Es así como las elites desarrollan

una estrategia de posicionamiento de la ciudad como centro de poder que busca

diferenciarse de ‘la barbarie’ propia del mundo rural (Romero 2001: 275).

Para parafrasear una célebre frase de Bourdieu, las reformas urbanas en cuestión no eran

en absoluto un acto desinteresado. Detrás de ellas existían elites que intentaban consolidarse

en el poder. Para ello pusieron una serie de medidas en práctica, las cuales buscaban definir

un particular orden social que puede ser catalogado como oligárquico. En consecuencia,

resulta plausible decir que la obra de Bourdieu es particularmente provechosa para estudiar

procesos de clausura social, como por ejemplo aconteció en el período de la belle époque

latinoamericana. Las elites de aquel entonces establecieron estrategias de violencia simbólica

y utilizaron el consumo de bienes de lujo como un mecanismo para ejercer la distinción

social. Asimismo, la elites fueron creando instituciones de encuentro que sirvieron para

generar estabilidad, ya que allí no sólo se mantenían los lazos y se resolvían potenciales

conflictos, sino que también se cultivaba una cooptación selectiva para sujetos que con el

tiempo eran necesarios para ejercer la conducción de la sociedad.

IV. Más allá de lecturas románticas y pesimistas de la historia de América Latina

Después de esta exposición en tres apartados resulta pertinente hacer una breve

conclusión para resumir cuál es la aproximación a la obra de Bourdieu ofrecida en este

trabajo. Sin duda alguna, Pierre Bourdieu es uno de los sociólogos más influyentes del siglo

XX y su obra tiene una singular vigencia para analizar la situación del mundo actual. Obras

suyas como “Homo Academicus” o “La distinción” son verdaderos clásicos del pensamiento

sociológico que permiten observar cómo tras aparentes actos, gestos o gustos supuestamente

espontáneos y desinteresados existen disputas de poder.

Sin embargo, al leer la obra de Bourdieu con detención es posible observar un excesivo

énfasis en la conformación de estructuras de poder de difícil modificación y, por tanto, de

una clase dominante que se logra reproducir a lo largo del tiempo. Tal como se ha propuesto

en este trabajo, esta interpretación de la realidad social tiene una validez parcial, sobre todo si

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interesa analizar largos períodos históricos. Siguiendo la obra de autores clásicos como

Mosca, Pareto y Michels, es posible indicar que en toda sociedad acontecen procesos de

circulación de elites, ya que ante ciertas transformaciones sociales las elites pierden su

hegemonía, produciéndose así inevitablemente su decadencia. Por cierto que la forma y la

velocidad de estos procesos de circulación varían de sociedad en sociedad. Pero más allá de

las diferencias, a lo largo de la historia siempre se observa una renovación y constitución de

nuevos mecanismos de legitimación de las elites.

De hecho, Pareto es de la opinión que la historia no es más que un ‘cementerio de

aristocracias’, ya que a lo largo del tiempo siempre suceden transformaciones sociales que

ponen en jaque a las elites establecidas y así surgen nuevas elites que se posicionan en el

poder. En base a esta perspectiva es posible desarrollar una interpretación de la historia de

América Latina que se distancia de interpretaciones románticas y pesimistas. Fenómenos

como la Independencia política de España y Portugal, la irrupción de la Revolución

Mexicana, el surgimiento del peronismo o la propagación de los llamados regímenes

burocráticos-autoritarios (O’Donnell 1972) pueden ser estudiados como procesos de cambio

social que estuvieron marcados por disputas entre elites y no tanto como procesos de lucha

de clases caracterizados por los intentos de constitución de un sujeto popular. Pues en todos

ejemplos se puede observar cómo antiguas elites fueron reemplazadas por nuevos actores

que imprimieron su sello propio al momento de ejercer la conducción de la sociedad. Visto

así, clases sociales y elites son dos conceptos diferentes, los cuales abren preguntas y ejes de

análisis de distinta índole (Bozóki 2003). Lo central del concepto de elite es su sensibilidad

para observar procesos de renovación de los cuadros dirigentes, aunque esto no siempre ni

necesariamente implica movilidad social en el sentido de un ascenso generalizado de grupos

excluidos. Pero renovación sí significa que los actores establecidos pierden su hegemonía y

son reemplazados por nuevos grupos de poder. En consecuencia, la conducción de la

sociedad debe ser comprendida como un proceso contingente, el cual no está del todo

determinado por estructuras ni está exento de avatares propios a las luchas de poder entre las

elites.

Más de alguien se preguntará por qué optar por la noción de elites y no por la noción de

clases dominantes propuesta por Bourdieu para desarrollar un abordaje histórico de la región

latinoamericana. Esta opción se sustenta en la necesidad de elaborar nuevas miradas que

trasciendan dos interpretaciones establecidas sobre América Latina: una interpretación

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romántica y una interpretación pesimista. Es así como diversos autores glorifican la labor de

las clases dominadas para lograr la emancipación de la sociedad y, por lo tanto, conciben la

historia de América Latina como una constante lucha de clases (lectura romántica). Al

mismo tiempo, hay otro grupo de intelectuales que tiende a analizar la historia de la región

como una persistente reproducción de las clases dominantes, ya que existirían estructuras

culturales, económicas y políticas que prácticamente imposibilitan la movilidad social (lectura

pesimista). No obstante, la modernidad – tanto europea y latinoamericana – debe ser

analizada como una dinámica ambivalente, la cual no prescribe un destino determinado

marcado por la evolución o por la decadencia de la especie humana (Knöbl 2007). La gracia

de una sociología histórica radica justamente en la posibilidad de superar este tipo de

interpretaciones maniqueas, dejando así tanto el romanticismo y el pesimismo de lado, para

en vez de ello analizar las contingencias inherentes a todo proceso de desarrollo social.

De lo acá dicho no se debe concluir que en América Latina no hay desigualdad o que la

movilidad social es una constante. En efecto, un sinnúmero de investigaciones demuestran

una enorme brecha entre ricos y pobres, así como también lo difícil que resulta conseguir el

ascenso social. Sin obviar esta situación, en el presente trabajo tan sólo interesa plantear que

en nuestro continente ha existido mucha más circulación de elites de lo que usualmente

pensamos. La tesis central propuesta es que para desarrollar esta mirada de la historia de

América es necesario mantener un diálogo crítico con Bourdieu. De él podemos extraer

ciertas herramientas conceptuales para comprender los momentos históricos en que las elites

se establecen en el poder y llevan adelante procesos de clausura social. Pero de Bourdieu a su

vez debemos distanciarnos, puesto que así podemos entender que en América Latina han

acontecido procesos de circulación de elites y, por tanto, las clases dominantes no logran

perpetuarse en el poder por siempre. O mejor dicho, las elites siempre han existido y siempre

existirán, pero es no es posible determinar de antemano cómo éstas se componen, ni qué

tipo de conducción social ponen en práctica y, menos aún, por cuánto tiempo se quedan en

el poder.

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