Halperin - Una nación para el desierto argentino

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  • 7/27/2019 Halperin - Una nacin para el desierto argentino

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    Una nacin parael desierto argentino

    Tulio Halperin Donghi

    CENTRO EDITOR DEAMRICA LATINA

    BIBLIOTECABSICA

    ARGENTINA

    Este material se utiliza con finesexclusivamente didcticos

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    NDICE

    Una nacin para el desierto argentino .................................................................................... 7

    La herencia de la generacin de 1837 .................................................................................. 10

    Las transformaciones de la realidad argentina.................................................................... 19

    La Argentina es un mundo que se transforma..................................................................... 26

    Un proyecto nacional en el perodo rosista .......................................................................... 29

    Treinta aos de discordia ...................................................................................................... 55

    El consenso despus de la discordia ................................................................................... 109

    La campaa y sus problemas .............................................................................................. 120

    Balances de una poca .......................................................................................................... 138

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    UNA NACIN PARA EL DESIERTO ARGENTINO

    A Carlos Real de Asa

    En 1883, al echar una mirada sin embargo sombra sobre su Argentina, Sarmiento crea an posiblesubrayar la excepcionalidad de la ms reciente historia argentina en el marco hispanoamericano: en toda la

    Amrica espaola no se ha hecho para rescatar a un pueblo de su pasada servidumbre, con mayorprodigalidad, gasto ms grande de abnegacin, de virtudes, de talentos, de saber profundo, de conocimientosprcticos y tericos. Escuelas, colegios, universidades, cdigos, letras, legislacin, ferrocarriles, telgrafos,libre pensar, prensa en actividades... todo en treinta aos. Que esa experiencia excepcional conservaba parala Argentina un lugar excepcional entre los pases hispanoamericanos fue conviccin muy largamentecompartida; todava en 1938, al prologarFacundo1, Pedro Henrquez Urea crea posible observar que susentido era ms directamente comprensible en aquellos pases hispanoamericanos en que an no se habavencido la batalla de Caseros. He aqu a la Argentina ofreciendo an un derrotero histrico ejemplar y hoyeso mismo excepcional en el marco hispanoamericano.

    En qu reside esa excepcionalidad? No slo en que la Argentina vivi en la segunda mitad del sigloXIX una etapa de progreso muy rpido, aunque no libre de violentos altibajos; etapas semejantes vivieronotros pases, y el ritmo de avance de la Argentina independiente es, hasta 1870, menos rpido que el de la

    Cuba todava espaola (que sigue desde luego pautas de desarrollo muy distintas).La excepcionalidad argentina radica en que slo all iba a parecer realizada una aspiracin muycompartida y muy constantemente frustrada en el resto de Hispanoamrica: el progreso argentino es laencarnacin en el cuerpo de la nacin de lo que comenz por ser un proyecto formulado en los escritos dealgunos argentinos cuya nica arma poltica era su superior clarividencia. No es sorprendente no hallarparalelo fuera de la Argentina al debate en que Sarmiento y Alberdi, esgrimiendo sus pasadas publicaciones,se disputan la paternidad de la etapa de historia que se abre en 1852.

    Slo que esa etapa no tiene nada de la serena y tenaz industriosidad que se espera de una cuyocometido es construir una nacin de acuerdo con planos precisos en torno de los cuales se ha reunido ya unconsenso sustancial. Est marcada de acciones violentas y palabras no menos destempladas: si se abre con laconquista de Buenos Aires como desenlace de una guerra civil, se cierra casi treinta aos despus con otraconquista de Buenos Aires; en ese breve espacio de tiempo caben otros dos choques armados entre el pas y

    su primera provincia, dos alzamientos, de importancia en el Interior, algunos esbozos adicionales de guerracivil y la ms larga y costosa guerra internacional nunca afrontada por el pas.

    La disonancia entre las perspectivas iniciales y esa azarosa navegacin no poda dejar de serpercibida. Frente a ella, la tendencia que primero domin entre quienes comenzaron la exploracinretrospectiva del perodo fue la de achacar todas esas discordias, que venan a turbar el que deba haber sidoconcorde esfuerzo constructivo, a causas frvolas y anecdticas; los protagonistas de la etapa se nosaseguraba una vez y otra queran todos sustancialmente lo mismo; en su versin ms adecuada a lacreciente popularidad del culto de esos protagonistas como hroes fundadores de la Argentina moderna, suschoques se explicaban (y a la vez despojaban de todo sentido), como consecuencia de una sucesin dedeplorables malos entendidos; en otra versin menos frecuentemente ofrecida, se los tenda a interpretar apartir de rivalidades personales y de grupo, igualmente desprovistas de ningn correlato poltico ms general.

    La discrepancia segua siendo demasiado marcada para que esa explicacin pudiese ser consideradasatisfactoria. Otra comenz a ofrecerse: el supuesto consenso nunca existi y las luchas que llenaron esostreinta aos de historia argentina expresaron enfrentamientos radicales en la definicin del futuro nacional.Es sta la interpretacin ms favorecida por la corriente llamada revisionista, que de descubrimiento endescubrimiento iba a terminar postulando la existencia de una alternativa puntual a ese proyecto nacionalelaborado a mediados del siglo; una alternativa derrotada por una srdida conspiracin de intereses,continuada por una igualmente srdida conspiracin de silencio que ha logrado ocultar a los argentinos loms valioso de su pasado.

    Lo que ese ejercicio de reconstruccin histrica en que la libre invencin toma el relevo de laexploracin del pasado para mejor justificar ciertas opciones polticas actuales tiene de necesariamenteinaceptable, no debiera hacer olvidar que slo gracias a l se alcanzaron a percibir ciertos aspectos bsicos deesa etapa de historia argentina. Aunque sus trabajos estn a menudo afectados, tanto como por el deseo de

    llegar rpidamente a conclusiones preestablecidas, por una notable ignorancia del tema, fueron quienes1 Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Buenos Aires, Centro Editor de Amrica Latina, Biblioteca ArgentinaFundamental, n 18, 1979.

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    adoptaron el punto de vista revisionista los que primero llamaron la atencin sobre el hecho, sin embargoobvio; de que esa definicin de un proyecto para una Argentina futura se daba en un contexto ideolgicomarcado por la crisis del liberalismo que sigue a 1848, y en uno internacional caracterizado por unaexpansin del centro capitalista hacia la periferia, que los definidores de ese proyecto se proponan a la vezacelerar y utilizar.

    Aqu se intentar partir de ello, para entender mejor el sentido de esa ambiciosa tentativa de trazar unplano para un pas y luego edificarlo; no s buscar sin embargo en la orientacin de ese proyecto la causa de

    las discordias en medio de las cuales debe avanzar su construccin. Ms bien se la ha credo encontrar en ladistancia entre el efectivo legado poltico de la etapa rosista y el inventario que de l trazaron susadversarios, ansiosos de transformarse en sus herederos, y que se revel demasiado optimista. Si la accin deRosas en la consolidacin de la personalidad internacional del nuevo pas deja un legado permanente, suafirmacin de la unidad interna basada en la hegemona portea no sobrevive a su derrota de 1852. Quienescrean poder recibir en herencia un Estado central al que era preciso dotar de una definicin institucionalprecisa, pero que, aun antes de recibirlo, poda ya ser utilizado para construir una nueva nacin, van a tenerque aprender que antes que sta o junto con ella es preciso construir el Estado. Y en 1880 esa etapa decreacin de una realidad nueva puede considerarse cerrada no porque sea evidente a todos que la nuevanacin ha sido edificada, o que la tentativa ele construirla ha fracasado irremisiblemente, sino porque haculminado la instauracin de ese Estado nacional que se supona preexistente.

    Esta imagen de esa etapa argentina ha orientado la seleccin de los textos aqu reunidos *. Ellaimpona tomar en cuenta el delicado contrapunto entre dos temas dominantes: construccin de una nuevanacin; construccin de un Estado. El precio de no dejar de lado un aspecto que pareci esencial es unacierta heterogeneidad de los materiales reunidos; justificar su presencia dando cuenta del complejoentrelazamiento de ideas y acciones que subtiende esa etapa argentina es el propsito de la presenteintroduccin.

    La herencia de la generacin de 1837

    Se ha sealado cmo, al concebir el progreso argentino como la realizacin de un proyecto de nacinpreviamente definido por sus mentes ms esclarecidas la Argentina de 1852 se apresta a realizar unaaspiracin muy compartida en toda Hispanoamrica. Muy compartida sobre todo por esas mentes

    esclarecidas o que se consideran tales, y que descubren a cada paso con decreciente sorpresa, pero no conmenos intensa amargura hasta qu punto su superior preparacin y talento no las salva, si nonecesariamente de la marginacin poltica, s de limitaciones tan graves a la influencia y eficacia de suaccin que las obligan a preguntarse una vez y otra si tiene an sentido poner esas cualidades al servicio dela vida pblica de sus pases.

    Es decir que esa concepcin del progreso nacional surge como un desidertum de las lites letradashispanoamericanas, sometidas al clima inesperadamente inhspito de la etapa que sigue a la Independencia.Esta indicacin general requiere una formulacin ms concreta: en la Argentina esa concepcin ser el puntode llegada de un largo examen de conciencia sobre la posicin de la lite letrada posrevolucionaria,emprendido en una hora critica del desarrollo poltico del pas por la generacin de 1837.

    En 1837 hace dos aos que Rosas ha llegado por segunda vez al poder, ahora como indisputado jefede su provincia de Buenos Aires y de la faccin federal en el desunido pas. Su victoria se aparece a todos

    como un hecho irreversible y destinado a gravitar durante dcadas sobre la vida de la entera nacin. Esentonces cuando un grupo de jvenes provenientes de las lites letradas de Buenos Aires y el Interior seproclaman destinados a tomar el relevo de la clase poltica que ha guiado al pas desde la revolucin deIndependencia hasta la catastrfica tentativa de organizacin unitaria de 1824-27. Que esa clase poltica hafracasado parece, a quienes aspiran ahora a reemplazarla, demasiado evidente; la medida de ese fracaso estdada por el triunfo, en el pas y en Buenos Aires, de los tanto ms toscos jefes federales

    Frente a ese grupo unitario raleado por el paso del tiempo y deshecho por la derrota, el que hatomado a su cargo reemplazarlo se autodefine como la Nueva Generacin. Esta autodefinicin aludeexplcitamente a lo que lo separa de sus predecesores; implcitamente, pero de modo no menos revelador,alude a todo lo que no lo separa. No lo distingue, por ejemplo, una nueva y diferente extraccin regional osocial. Por lo contrario, esa Nueva Generacin, en esta primera etapa de actuacin poltica, parece considerarla hegemona de la clase letrada como el elemento bsico del orden poltico al que aspira, y su apasionada y a

    * Este texto fue publicado por primera vez como prlogo a una extensa antologa: Proyecto y construccin de una

    Nacin (Argentina 1846-1880), Caracas, Biblioteca Ayamucho, 1980, CII + 600 pgs.

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    ratos despiadada exploracin de las culpas de la lite revolucionaria parte de la premisa de que la principal eshaber destruido por una sucesin de decisiones insensatas, las bases mismas de esa hegemona, para dejarpaso a la de los tanto ms opulentos, pero menos esclarecidos, jefes del federalismo. La hegemona de losletrados se justifica por su posesin de un acervo de ideas y soluciones que debiera permitirles darorientacin eficaz a una sociedad que la Nueva Generacin ve como esencialmente pasiva, como la materiaen la cual es de responsabilidad de los letrados encarnar las ideas cuya posesin les da por sobre todo elderecho a gobernarla. Es poco sorprendente, dada esta premisa, que la Nueva Generacin no se haya

    contentado con una crtica anecdtica de losfaux-pas que los dirigentes unitarios acumularon frenticamentea partir de 1824; que, se consagrase en cambio a buscar en ellos el reflejo de la errada inspiracin ideolgicaque la generacin revolucionaria y unitaria haba hecho suya.

    Es an menos sorprendente que, al tratar de marcar de qu modo una diferente experiencia formativaha preservado de antemano a la Nueva Generacin de la reiteracin de los errores de su predecesora, sea ladiferencia en inspiracin ideolgica la que se site constantemente en primer plano. El fracaso de losunitarios es, en suma, el de un grupo cuya inspiracin proviene an de fatigadas supervivencias delIluminismo. La Nueva Generacin, colocada bajo el signo del Romanticismo, est por eso mismo mejorpreparada para asumir la funcin directiva que sus propios desvaros arrebataron a la unitaria.

    Esta nocin bsica la de la soberana de la clase letrada, justificada por su posesin exclusiva delsistema de ideas de cuya aplicacin depende la salud poltica y no slo poltica de la nacin explica elentusiasmo con que la Nueva Generacin recoge de Cousin el principio de la soberana de la razn, pero esprevia a la adopcin de ese principio y capaz de convivir con otros elementos ideolgicos que entran enconflicto con l. La presencia de esa conviccin inquebrantable subtiende el Credo de la Joven Generacin,redactado en 1838 por Esteban Echeverra, y brinda coherencia a la marcha tortuosa y a menudocontradictoria de su pensamiento. Para poner un ejemplo entre muchos posibles, ella colorea de modoinequvoco la discusin sobre el papel del sufragio en el orden poltico que la Nueva Generacin propone ycaracteriza como democrtico. Que el sufragio restringido sea preferido al universal es acaso menossignificativo que el hecho de que, a juicio del autor del Credo, el problema de la extensin del sufragio puedey debe resolverse por un debate interno a la lite letrada.

    El modo en que esa lite ha de articularse con otras fuerzas sociales efectivamente actuantes en laArgentina de la tercera dcada independiente no es considerado relevante; en puridad no hay en laperspectiva que la Nueva Generacin ha adoptado otras fuerzas que puedan contarse legtimamente entre

    los actores del proceso poltico en que la Nueva Generacin se apresta a intervenir, sino a lo sumo como unode los rasgos de esa realidad social que habr de ser moldeada de acuerdo a un ideal poltico-social conformea la razn.

    Sin duda ello no implica que la Nueva Generacin no haya buscado medios de integrarseeficazmente en la vida poltica argentina, y no haya comenzado por usar una ventaja sobre la generacinunitaria menos frecuentemente subrayada que su supuestamente superior inspiracin ideolgica. Los msentre los miembros de la Nueva Generacin (un grupo en sus orgenes extremadamente reducido de jvenesligados en su mayora a la Universidad de Buenos Aires) pertenecen a familias de la lite portea oprovinciana que han apoyado la faccin federal o han hecho satisfactoriamente sus paces con ella, y el papel.de guas polticos de una faccin cuya indigencia ideolgica le haca necesitar urgentemente de ellos, nodej de parecerles atractivo. El grupo surge entonces como un cercle de pense, decidido a consagrarse porlargo tiempo a una lenta tarea de proselitismo de quienes ocupaban posiciones de influencia en la

    constelacin poltica federal, en Buenos Aires y el Interior. Es la inesperada agudizacin de los conflictospolticos a partir de 1838, con el entrelazamiento de la crisis uruguaya y la argentina y los comienzos de laintervencin francesa, la que lanza a una accin ms militante a un grupo que se haba credo hasta entoncesdesprovisto de la posibilidad de influir de modo directo en un desarrollo poltico slidamente estabilizado.Juan Bautista Alberdi, el joven tucumano protegido por el gobernador federal de su provincia, se marcha alMontevideo antirrosista; un par de aos ms y Vicente Fidel Lpez, hijo del ms alto magistrado judicial delBuenos Aires rosista, participar del alzamiento antirrosista en Crdoba y Marco Avellaneda, amigo ycomprovinciano de Alberdi, llegado a gobernador de Tucumn luego del asesinato del gobernador que habaprotegido las primeras etapas de la carrera de ste, sumar a Tucumn y contribuir a volcar a todo el Nortedel pas al mismo alzamiento. Pero los proslitos que la Nueva Generacin ha conquistado y lanzado a laaccin son slo una pequea fraccin del impresionante conjunto de fuerzas que se glora de haberdesencadenado contra Rosas. Desde la Francia de Luis Felipe y la naciente faccin colorada uruguaya, hasta

    los orgullosos herederos riojanos de Facundo Quiroga y santafesinos de Estanislao Lpez (los dos grandesjefes histricos del federalismo provinciano), desde el general Lavalle, primera espada del unitarismo, hasta

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    sectores importantes del cuerpo de oficiales de Buenos Aires y el propio presidente de la Legislatura e ntimoaliado poltico de Rosas, el censo es, en verdad, interminable.

    Pero como resultado de esa aventura embriagadora, la Nueva Generacin slo podra exhibir el nomenos impresionante censo de mrtires a los que Esteban Echeverra dedica con melanclico orgullo suOjeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el ao 37. Cuando la publica en1846, est desterrado en un Montevideo sitiado por las fuerzas rosistas (all ha de morir tres aos mas tarde).De esa gran crisis la hegemona rosista ha salido fortalecida: por primera vez desde la disolucin del Estado

    central en 1820, un ejrcito nacional que es ahora en verdad el de la provincia de Buenos Aires, ha alcanzadolas fronteras de Chile y Bolivia. La represin que sigui a la victoria rosista fue an ms eficaz que sta parapersuadir al personal poltico provinciano de las ventajas de una disciplina ms estricta en el seno de unafaccin federal que Rosas haba convertido ya del todo en instrumento de su predominio sobre el pas.

    El fracaso de la coalicin antirrosista es el de una empresa que ha aplicado no sin lgica losprincipios de accin implcitos en la imagen de la realidad poltica y social adoptada por la NuevaGeneracin. Para ella se trataba de enrolar cuantos instrumentos de accin fuese posible en la ofensivaantirrosista. El problema de la coherencia de ese frente poltico no se planteaba siquiera: sera vano buscaresa coherencia en la realidad que la Nueva Generacin tiene frente a s; slo puede hallarse en la mente dequienes suscitan y dirigen el proceso, que son desde luego los miembros de esa renovada lite letrada. Ellocrea una relacin entre sta y aqullos a quienes ve como instrumentos y no como aliados, que no podra sinoestar marcada por una actitud manipulativa; el fracaso se justificar mediante una condena pstuma delinstrumento rebelde o ineficaz. Para Echeverra, su grupo no lleg a constituirse en la lite ideolgica ypoltica del Buenos Aires rosista porque Rosas result no ser ms que un imbcil y un malvado que se rehusa poner a su servicio su poder poltico; si Rosas no fue derrocado en 1840, se debe a que Lavalle no era msque una espada sin cabeza, incapaz de aplicar eficazmente las tcticas sugeridas por sus sucesivossecretarios, Alberdi y Fras (tambin ste recluta de la Nueva Generacin). Esa experiencia trgica sloconfirma a Echeverra en su conviccin de que la coherencia que falta al antirrosismo ha de alcanzarse en elreino de las ideas; en 1846, luego de una catstrofe comparable a la que a su juicio ha condenado parasiempre a la generacin unitaria, cree posible justificar la trayectoria recorrida por su grupo, a partir de unanlisis menos alusivo de lo que ideolgicamente lo separa de la tradicin unitaria.

    La conexin entre la errada inspiracin ideolgica de la generacin unitaria y su desastrosainclinacin por las controversias de ideas, es subrayada ahora con energa an mayor que en la Creencia de

    1838. La nocin de unidad de creencia herencia saintsimoniana que no haba desde luego estado ausenteentonces ocupa un lugar an ms central en la Ojeada retrospectiva. Esa exigencia de unidad se traduce enla postulacin de un coherente sistema de principios bsicos en torno a los cuales la unidad ha de forjarse, yque deben servir de soporte no slo para la elaboracin de propuestas precisas para la transformacinnacional, sino para otorgar la necesaria firmeza a los lazos sociales: ese sistema de principios es, en efecto,algo ms que un conjunto de verdades transparentes a la razn o deducidas de la experiencia; es en sentidosaintsimoniano un dogma destinado a ocupar, como inspiracin y gua de la conducta individual ycolectiva, el lugar que en la Edad Media alcanz el cristianismo.

    El problema est en que la existencia de este sistema coherente de principios bsicos es slopostulada en la Ojeada retrospectiva; al parecer Echeverra haba llegado a convencerse de que eraprecisamente ese sistema lo que haba sido proclamado en la Creencia de 1838; esa conviccin parece sinembargo escasamente justificada: el eclecticismo sistemtico de la Nueva Generacin tiene por precio una

    cierta incoherencia que el estilo oracular por ella adoptado no logra disimular del todo; es por otra partedemasiado evidente que algunas tomas de posicin, cuya validez universal se postula, estn inspiradas pormotivaciones ms inmediatas y circunstanciales.

    La adhesin a un sistema de principios cuya definicin nunca se ha completado y cuya internacoherencia permanece slo postulada es el nico legado que esa tentativa de redefinicin del papel de la liteletrada dejan en la evolucin del pensamiento poltico argentino? No, sin duda. En la Creencia, como en laOjeada retrospectiva (y todava ms en los escritos tempranos de quienes, como Juan Bautista Alberdi oVicente Fidel Lpez, han comenzado bien pronto a definir una personalidad intelectual, vigorosa eindependiente, en cuya formacin los estmulos que provienen de su integracin en el grupo generacional de1837 se combinan ya con otros muy variados) se hallarn anlisis de problemas y aspectos de la realidadnacional (y de las alternativas polticas abiertas para encararlos) que estn destinados a alcanzar largo ecodurante la segunda mitad del siglo, e incluso ms all (tambin es cierto que, en esas consideraciones de

    problemas especficos por el grupo de 1837, el legado de ideas de las generaciones anteriores es mucho msrico de lo que la actitud de ruptura programtica con el pasado hara esperar). Aun as, si es posible rastrearen los escritos de madurez de Alberdi, de Juan Mara Gutirrez, de Sarmiento, temas y nociones que ya

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    estaban presentes en las reflexiones de 1837, no es siempre sencillo establecer hasta dnde su presenciarefleja una continuidad ideolgica real; hasta tal punto sera abusivo considerar el inters por esos temas ynociones, encarados por tantos y desde tan variadas perspectivas antes y despus de 1837, la marca distintivade una tradicin ideolgica precisa.

    En cambio, esa avasalladora pretensin de constituirse en guas del nuevo pas (y su justificacin porla posesin de un salvador sistema de ideas que no condescienden a definir con precisin) est destinada aalcanzar una influencia quiz menos inmediatamente evidente pero ms inequvocamente atribuible al nuevo

    grupo generacional de 1837. Heredera de ella es la nocin de que la accin poltica, para justificarse, debeser un esfuerzo por imponer, a una Argentina que en cuarenta aos de revolucin no ha podido alcanzar suforma, una estructura que debe ser, antes que el resultado de la experiencia histrica atravesada por la enteranacin en esas dcadas atormentadas, el de implantar un modelo previamente definido por quienes toman asu cargo la tarea de conduccin poltica.

    Pero si la directa relacin entre ese modo de concebir la tarea del poltico en la Argentina posrosistay la asignada a la lite letrada por la generacin de 1837 es indiscutible, no por eso deja de darse, entre uno yotro, un decidido cambio de perspectiva. La generacin de 1837, absorbida por la crtica de la que la habaprecedido, no haba llegado a examinar si era an posible reiterar con ms fortuna la trayectoria de sta; nodudaba de que bastaba una rectificacin en la inspiracin ideolgica para lograrlo. Tal conclusin era sinembargo extremadamente dudosa: la emergencia de una lite poltica (que era a la vez halagador y engaosodefinir exclusivamente como letrada), dotada de una relativa independencia frente a los sectores populares ya las clases propietarias, se dio en el contexto excepcional creado por esa vasta crisis, uno de cuyos aspectosfue la guerra de Independencia; a medida que avanzaba la dcada del cuarenta, comenzaba a ser cada vezms evidente que la Argentina haba ya cambiado lo suficiente para que el poltico ilustrado, si deseabainfluir en la vida de su pas, deba buscar modos de insercin en ella que no podan ser los destruidosprobablemente para siempre en el derrumbe del unitarismo. Al legislador de la sociedad que atento a unarealidad que se le ofrece como objeto de estudio le impone un sistema de normas que han de darlefinalmente esa forma tan largamente ausente, sucede el poltico que, aun cuando propone solucioneslegislativas, sabe que no est plasmando una pasiva materia sino insertndose en un campo de fuerzas con lasque no puede establecer una relacin puramente manipulativa y unilateral, sino alianzas que reconocen a esasfuerzas como interlocutores y no como puros instrumentos. La futura Argentina, que se busca definir a partirde un proyecto que corresponde al idelogo poltico precisar y al poltico prctico implementar, est definida

    tambin, de modo ms imperioso que en las primeras tentativas de la generacin de 1837, por la Argentinapresente.Y esto no slo en el sentido muy obvio de que cualquier proyecto para el futuro pas debe partir de

    un examen del pas presente, sino en el de que ningn proyecto, por persuasivo que parezca a quienes aspirana constituirse en la futura lite poltica de un pas igualmente futuro, podra implantarse sin encontrar en losgrupos cuya posicin poltica, social, econmica, les otorga ya peso decisivo en la vida nacional, unaadhesin que no podra deberse nicamente a su excelencia en la esfera de las ideas.

    Pero no es slo la evolucin de una Argentina que est cambiando tanto bajo la aparente monotonade ese dorado ocaso del rosismo, la que estimula la transicin entre una actitud y otra. Igualmente influyentees la conquista de una imagen ms rica y compleja, pero tambin ms ambigua, de la relacin entre laArgentina y un mundo en que los avances cada vez ms rpidos del orden capitalista ofrecen, desde laperspectiva de estos observadores colocados en un rea marginal, promesas de cambios ms radicales que en

    el pasado, pero tambin suponen riesgos que en 1837 era imposible adivinar del todo.

    Las transformaciones de la realidad argentina

    En 1847 Juan Bautista Alberdi publica, desde su destierro chileno, un breve escrito destinado acausar mayor escndalo de lo que su autor esperaba. En La Repblica Argentina 37 aos despus de su

    Revolucin de Mayo2 traza un retrato inesperadamente favorable del pas que le est vedado. Sin duda,algunas de las razones con que justifica su entusiasmo parecen algo forzadas: el nombre de Rosas se hahecho aborrecido, pero por eso mismo vastamente conocido en ambos mundos; debido a ello la atencinuniversal se concentra sobre la Argentina de un modo que Alberdi parece hallar halagador, las tensionespolticas han obligado a emigrar a muchos jvenes de aguzada curiosidad intelectual, y es sabido que losviajes son la mejor escuela para la juventud... Pero su lnea de razonamiento est lejos de apoyarse en esosargumentos de abogado demasiado hbil: a juicio de Alberdi la estabilidad poltica alcanzada gracias a la

    2 Juan Bautista Alberdi, Obras selectas, edicin de Joaqun V. Gonzlez, tomo V, Buenos Aires, La Facultad, 1920.

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    victoria de Rosas no slo ha hecho posible una prosperidad que desmiente los pronsticos sombrosadelantados por sus enemigos, sino al ensear a los argentinos a obedecer ha puesto finalmente las basesindispensables para cualquier institucionalizacin del orden poltico. Si el mismo Rosas toma a su cargo esatarea que puede ya ser afrontada gracias a lo conseguido hasta el momento bajo su gida, dejar de sersimplemente un hombre extraordinario (digno an as de excitar la inspiracin de un Byron) paratransformarse en un gran hombre. Con todo, Alberdi no parece demasiado seguro de que esa supremametamorfosis del Tigre de Palermo en Licurgo argentino haya de producirse, y su escrito es ms que ese

    anuncio de una inminente defeccin que en l vieron algunos de sus lectores la afirmacin de una confianzanueva en un futuro que ha comenzado ya a construirse a lo largo de una lucha aparentemente estril. Esefuturo no se anuncia como caracterizado por un ritmo de progreso ms rpido que el al cabo modestoalcanzado durante la madurez del orden rosista (y que el Alberdi de 1847 halla al parecer del todosuficiente); su aporte ser, esencialmente, la institucionalizacin del orden poltico que el esfuerzo de Rosasha creado.

    Ms preciso es el cuadro de futuro que dos aos antes de Alberdi proyecta Domingo FaustinoSarmiento en la tercera parte de su Facundo. En 1845 este sanjuanino reclutado por un extrao predicadoritinerante de la Creencia de la Nueva Generacin, .ha surgido ya de entre la masa de emigrados arrojados aChile por la derrota de los alzamientos antirrosistas del Interior. Periodista, estrechamente aliado a latendencia conservadora del presidente Bulnes y su ministro Montt, ha alcanzado celebridad a travs de unencadenamiento de polmicas pblicas sobre poltica argentina y chilena, y todava sobre educacin,literatura, ortografa... Por esas fechas, se ve an a s mismo como un remoto discpulo del grupo fundadorporteo; la originalidad creciente de sus posiciones no se refleja todava en reticencia alguna en lasexpresiones de respetuosa gratitud que sigue tributndole. En Facundo esa deuda es an visible de muyvariadas maneras; entre ellas en la caracterizacin del grupo unitario, que retoma, de modo ms vigoroso, lascrticas de Echeverra. Si en las dos primeras partes del Facundo la distancia entre la perspectiva sarmientinay la de sus mentores parece ser la que corre entre espritus consagrados a la bsqueda de un salvador cdigode principios sobre los cuales edificar toda una realidad nueva y una mente curiosa de explorar con rpida ypenetrante mirada la corpulenta y compleja realidad de los modos de vivir y de ver la vida que siglos dehistoria haban creado ya en la Argentina, en la tercera se agrega, a esa divergencia irreductible, la queproviene de que el Sarmiento de 1845, como el Alberdi de 1847, comienza a advertir que la Argentinasurgida del triunfo rosista de 1838-42 es ya irrevocablemente distinta de la que fue teatro de las efmeras

    victorias y no menos efmeras derrotas de su hroe el gran jefe militar de los Llanos riojanos.Su punto de vista est menos alejado de lo que parece a primera vista del que adoptar Alberdi.Como Alberdi, admite que en la etapa marcada por el predominio de Rosas el pas ha sufrido cambios quesera imposible borrar; como Alberdi, juzga que esa imposibilidad no debe necesariamente ser deplorada porlos adversarios de Rosas; si Sarmiento excluye la posibilidad misma de que Rosas tome a su cargo lainstauracin de un orden institucional basado precisamente en esos cambios, an ms explcitamente queAlberdi convoca a colaborar en esa tarea a quienes han crecido en prosperidad e influencia gracias a la pazde Rosas. La diferencia capital entre el Sarmiento de 1845 y el Alberdi de 1847 debe buscarse ms bien queen la mayor o menor reticencia en la expresin del antirrosismo de ambos en la imagen que uno y otro seforman de la etapa posrosista. Para Sarmiento, sta debe aportar algo ms que la institucionalizacin delorden existente, capaz de cobijar progresos muy reales pero no tan rpidos como juzga necesario. Lo msurgente es acelerar el ritmo de ese progreso; en relacin con ello, el legado ms importante del rosismo no le

    parece consistir en la creacin de esos hbitos de obediencia que Alberdi haba juzgado lo ms valioso de suherencia, sino la de una red de intereses consolidados por la moderada prosperidad alcanzada gracias a ladura paz que Rosas impuso al pas, cuya gravitacin hace que la paz interna y exterior se transforme enobjetivo aceptado como primordial por un consenso cada vez ms amplio de opiniones. El hasto de la guerracivil y su secuela de sangre y penuria permitirn a la Argentina posrosista vivir en paz sin necesidad decontar con un rgimen poltico que conserve celosamente, envuelta en decorosa cobertura constitucional, laformidable concentracin de poder alcanzada por Rosas en un cuarto de siglo de lucha tenaz. Rosasrepresenta el ltimo obstculo para el definitivo advenimiento de esa etapa de paz y progreso; nacido de larevolucin, su supervivencia puede darse nicamente en el marco de tensiones que moriran solas si eldictador no se viera obligado a alimentarlas para sobrevivir. Aunque la imagen que Sarmiento propone deRosas en 1845 es tan negativa como en el pasado, no por eso ella ha dejado de modificarse con el paso deltiempo: el que fue monstruo demonaco aparece cada vez ms como una supervivencia y un estorbo.

    Es la imagen que de Rosas propone tambin Hilario Ascasubi, en un dilogo gaucho compuesto en1846 y retocado con motivo del pronunciamiento antirrosista de Urquiza. El poeta del vivac y el entrevero,cuyas coplas llenas de la dura, inocente ferocidad de la guerra civil, haban llamado a todos los combates

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    lanzados contra Rosas a lo largo de veinte aos, exhibe ahora una vehemente preferencia por la pazproductiva. Por boca de su alter ego potico, el correntino y unitario Paulino Lucero, que en el pasado lanztantos llamamientos a la lucha sin cuartel, expresa su admiracin por la prosperidad que est destinado aalcanzar Entre Ros bajo la sabia gua de un Urquiza que acaba de pronunciarse contra Rosas. Su viejoadversario, el entrerriano y federal Martn Sayago, observa que gracias a los desvelos de Urquiza ese futuroes ya presente. As responde sentencioso Paulino debiera proceder todo gobierno. Veramos que alinfierno iba a parar la anarqua. A esa universal reconciliacin en el horror a la anarqua y en el culto del

    progreso ordenado, slo falta la adhesin de un Rosas demasiado envidioso, diablo y revoltoso paraotorgarla.

    An ms claramente que en Sarmiento, Rosas ha quedado reducido al papel de un mero perturbadorguiado por su personalsimo capricho. Sin duda la conversin de Ascasubi es pasablemente superficial, y ellose refleja no slo en el desmao y falta de bros de sus editoriales en verso sobre las bendiciones del progresoy la paz, sino incluso en alguna inconsecuencia deliciosamente reveladora: as, tras de ponderar el influjocivilizador que est destinada a ejercer la inmigracin, propone como modelo del Hombre Nuevo a esecarcamancito que todava no habla sino francs pero ya ansa degollar a sus enemigos polticos.

    Pero si Ascasubi no ha logrado matar del todo dentro de s mismo al Viejo Adn, ello hace an mssignificativa su transformacin en propagandista de una imagen del futuro nacional de cuya aceptacindepende, antes que la efectiva instauracin de la productiva concordia por l reclamada, el triunfo de lasampliadas fuerzas antirrosistas en la lucha que se avecina.

    En Ascasubi, como en Sarmiento, la presencia de grupos cada vez ms amplios que ansanconsolidar lo alcanzado durante la etapa rosista mediante una rpida superacin de esa etapa, esvigorosamente subrayada; falta en cambio la tentativa de definir con precisin de qu grupos se trata, y msan, cualquier esfuerzo por determinar con igual precisin las reas en las cuales la percepcin justa de suspropios intereses y aspiraciones los ha de empujar a un abierto conflicto con Rosas. Sarmiento espera an enel honrado general Paz, cuya fuerza es la del guerrero avezado y no la del vocero de un sectordeterminado; Ascasubi est demasiado interesado en persuadir a su pblico popular de que la cada de Rosasofrece ventajas para todos, para entrar en una lnea de indagaciones que por otra parte le fue siempre ajena.Correspondi en cambio a un veterano unitario, Florencio Varela, sugerir una estrategia poltica basada en lautilizacin de la que se le apareca como la ms flagrante contradiccin. interna del orden rosista. Vareladescubre esa secreta fisura en la oposicin entre Buenos Aires, que domina el acceso a la entera cuenca

    fluvial del Plata y utiliza el principio de soberana exclusiva sobre los ros interiores para imponer extremasconsecuencias jurdicas a esa hegemona, y las provincias litorales, a las que la situacin cierra el accesodirecto al mercado mundial. Estas encuentran sus aliados naturales en Paraguay y Brasil; aunque lacancillera rosista no hubiese formulado, en la segunda mitad de la dcada del 40, una decisin creciente porterminar en los hechos con la independencia paraguaya que nunca haba reconocido en derecho, el solocontrol de los accesos fluviales por Buenos Aires significaba una limitacin extrema a esa independencia quela mantena bajo constante amenaza. Del mismo modo, el inters brasileo en alcanzar libre acceso a suprovincia de Mato Grosso por va ocenica y fluvial, hace del Imperio un aliado potencial en la futuracoalicin antirrosista.

    La disputa sobre la libre navegacin de los ros interiores se ha desencadenado ya cuando Varelacomienza a martillar sobre el tema en una serie de artculos de su Comercio del Plata, el peridico quepublica en Montevideo (serie que ser interrumpida por su asesinato, urdido en el campamento sitiador de

    Oribe); en efecto, la exigencia de apertura de los ros interiores fue ya presentada a Rosas por losbloqueadores anglo-franceses en 1845. Varela advierte muy bien, sin embargo, que para hacersepolticamente eficaz, el tema debe ser insertado en un contexto muy diferente del que lo encuadrabaentonces. Est dispuesto a admitir de buen grado que Rosas se hallaba en lo justo al oponer a las potenciasinterventoras el derecho soberano de la Argentina a regular la navegacin de sus ros interiores. Pero ahorano se trata de eso el futuro conflicto que Alsina busca aproximar no ha de plantearse respecto a derechos,sino a intereses, y se desenvolver en torno a las consecuencias cada vez ms extremas que bajo laimplacable direccin de Rosas ha alcanzado la hegemona de Buenos Aires sobre las provincias federales.

    Varela parte entonces de un examen ms preciso de las modalidades que la rehabilitacin econmica,lograda gracias a la paz de Rosas, adquiere en un contexto de distribucin muy desigual del poder poltico.Pero va ms all, al tomar en cuenta e implcitamente admitir como definitivos otros aspectos bsicos de esedesarrollo. Es significativo que al ponderar las ventajas de la apertura de los ros interiores y, en trminos

    ms generales, de la plena integracin de la economa nacional al mercado mundial de la que aqulla debeser instrumento, subraye que de todos modos algunas comarcas argentinas no podran beneficiarse con esainnovacin: sistema alguno, poltico o econmico, puede alcanzar a destruir las desventajas que nacen de la.

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    naturaleza. Las provincias enclavadas en el corazn de la Repblica como Catamarca, La Rioja, Santiago,jams podrn, por muchas concesiones que se les hicieren, adelantar en la misma proporcin que BuenosAires, Santa Fe o Corrientes, situadas sobre ros navegables. Sin duda, la desventaja que estas frasessentenciosas atribuyen exclusivamente a la naturaleza tiene races ms complejas: no la sufra el Interior enel siglo XVII. La transicin a una etapa en que, en efecto, las provincias mediterrneas deben resignarse a uncomparativo estancamiento, se ha completado en la etapa rosista y es resultado no slo de la polticaeconmica sino de la poltica general de Rosas. De la primera: si ella ha buscado atenuar los golpes ms

    directos que la insercin en el mercado mundial lanzaba sobre la economa de esas provincias, no hizo enverdad nada por favorecer para ellas una integracin menos desventajosa en el nuevo orden comercial. Perotambin de la segunda (aunque Varela est an menos dispuesto a reconocerlo) slo la definitivamediatizacin poltica de las provincias interiores, logrando mediante la conquista militar de stas en 1840-42 (y la brutal represin que se le sigui) hace posible que la propuesta de un programa de polticaeconmica destinado a reunir en contra de Rosas a la mayor cantidad posible de voluntades polticamenteinfluyentes con la sobria pero clara advertencia de que l tiene muy poco de bueno que ofrecer a esa vastaseccin del pas.

    En Alberdi, Sarmiento, Ascasubi, pero todava ms en Varela, se dibuja una imagen ms precisa dela Argentina que la alcanzada por la generacin de 1837. Ello no se debe tan slo a su superior sagacidad; essobre todo trasunto de los cambios que el pas ha vivido en la etapa de madurez del rosismo, y en cuya lneadeben darse como admiten, con mayor o menos reticencia, todos ellos los que en el futuro haran de laArgentina un pas distinto y mejor.

    Del mismo modo,. la transformacin en la imagen del papel que el mundo exterior est destinado atener en el futuro de la Argentina desde la de una benvola influencia destinada por su naturaleza misma afavorecer la causa de la civilizacin en esas agrestes comarcas se debe no slo a una acumulacin de nuevasexperiencias (entre las cuales las adquiridas en el destierro fueron, como suelen, particularmente eficaces)sino tambin a una transformacin de esa realidad externa, cuya gravitacin era a la vez modificada yacrecida por la placidez poltica y la prosperidad econmica que marcaron el otoo del rosismo, y cuyasambigedades y contradicciones fueron reveladas ms claramente que en el pasado a partir de la crisiseconmica de 1846 y la poltica de 1848.

    La Argentina es un mundo que se transforma

    Los cambios cada vez ms acelerados de la economa mundial no ofrecen slo oportunidades nuevaspara la Argentina; suponen tambin riesgos ms agudos que en el pasado. No es sorprendente hallar esaevaluacin ambigua en la pluma de un agudsimo colaborador y consejero de Rosas, Jos Mara Rojas yPatrn, para quien la manifestacin por excelencia de esa acrecida presin del mundo exterior ha de ser unaincontenible inmigracin europea. Esa ingente masa de menesterosos, expulsados por la miseria del viejomundo, ha de conmover hasta sus races a la sociedad argentina. Rojas y Patrn espera mucho de bueno deesa conmocin, por otra parte imposible de evitar; teme a la vez que esa marea humana arrase con lasinstituciones de la Repblica, condenndola a oscilar eternamente entre la anarqua y el despotismo.Corresponde a los argentinos, bajo la enrgica tutela de Rosas, evitarlo, estableciendo finalmente el firmemarco institucional que ha faltado hasta entonces al rgimen rosista.

    Es quiz a primera vista ms sorprendente hallar anlogas reticencias en Sarmiento. Las zonas

    templadas de Hispanoamrica, observa ste, tienen razones adicionales para temer las consecuencias delrpido desarrollo de las de Europa y Estados Unidos, que son necesariamente sus competidoras en elmercado mundial. Hay dos alternativas igualmente temibles: si se permite que contine el estancamiento enque se hallan, debern afrontar una decadencia econmica constantemente agravada; si se introduce en ellasun ritmo de progreso ms acelerado mediante la mera apertura de su territorio al juego de fuerzaseconmicas exteriores, el estilo de desarrollo as hecho posible concentrar sus beneficios entre los-inmigrantes (cuya presencia Sarmiento no lo duda ni por un instante es de todos modos indispensable) enperjuicio de la poblacin nativa que, en un pas en rpido progreso, seguir sufriendo las consecuencias deesa degradacin econmica que se trataba precisamente de evitar. Slo un Estado ms activo puede esquivarambos peligros. En los aos finales de la dcada del 40, el rea de actividad por excelencia que Sarmiento leasigna es la educacin popular; slo mediante ella podr la masa de hijos del pas salvarse de una paulatinamarginacin econmica y social en su propia tierra.

    Encontramos as, en Sarmiento como en Rojas y Patrn, un eco de la tradicin borbnica queasignaba al Estado papel decisivo en la definicin de los objetivos de cambio econmico-social y tambin uncontrol preciso de los procesos orientados a lograr esos objetivos. Pero por debajo de esa continuidad en

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    parte inconsciente de una tradicin administrativa e ideolgica, se da otra quiz ms significativa, queproviene de la perspectiva con que quienes estn ubicados en reas marginales asisten al desarrollo cada vezms acelerado de la economa capitalista. Por persuasivas que hallen las doctrinas que postulanconsecuencias constantemente benficas para ese sobrecogedor desencadenamiento de energas econmicas,su experiencia inmediata les ofrece tantos testimonios que desmienten esa fe sistemtica en las armonaseconmicas que no les es posible dejar de tomarlos en cuenta. Aunque el respeto por la superior sabidura delos escritores europeos (y la escasa disposicin a emprender una revisin de las bases mismas de un saber

    laboriosamente adquirido) los disuaden de recusar, a partir de esa experiencia inmediata, las hiptesispresentadas como certidumbres por sus maestros, en cambio no les impide avanzar en la exploracin de larealidad que ante sus ojos se despliega, prescindiendo ocasionalmente de la imperiosa gua de doctrinas cuyavalidez por otra parte postulan. As, si en Sarmiento se buscar en vano cualquier recusacin a la teora de ladivisin internacional del trabajo, es indudable que sus alarmas no tendran sentido si creyese en efecto queella garantiza el triunfo de la solucin econmica ms favorable para todas y cada una de las reas enproceso de plena incorporacin al mercado mundial.

    Convendra, sin embargo, no exagerar el alcance de estas reticencias, que no impiden ver en laaceleracin del progreso econmico en las reas metropolitanas un cambio rico sobre todo en promesas quelas perifricas deben saber aprovechar. Hay otro aspecto del desarrollo metropolitano que da lugar a msgenerales y graves alarmas: su progreso parece favorecer la agudizacin constante de las tensiones sociales ypolticas; he aqu una innovacin que no quisiera introducirse en un rea en que ni siquiera una indisputadaestabilidad social ha permitido alcanzar estabilidad poltica. En Sarmiento esta consideracin pasa a primerplano en el contexto de una imagen muy rica y articulada de la Europa que conoci en 1845-47; en ms deuno de sus contemporneos se iba a traducir en un simple rechazo de la lnea de avance econmico, social ypoltico que en 1848 les pareci a punto de hundir a la civilizacin europea en un abismo; junto con motivosinmediatos, el temor nuevo frente al espectro del comunismo comienza a afectar la lnea de pensamientos dealgunos entre los que se resuelven, en los ltimos aos rosistas, a planear un futuro para su pas. Ese temorno slo inspira posiciones tan claramente irrelevantes que estn destinadas a encontrar la despectivaindiferencia de la opinin pblica rioplatense; ella contribuye a facilitar la transicin en la imagen que la liteletrada se hace de su lugar en el pas. En 1837 la Nueva Generacin, que se vea a s misma como la msreciente concrecin de esa lite, se vea tambin como la nica gua poltica de la nacin. Si hacia 1850 se vecada vez ms como uno de los dos interlocutores cuyo dilogo fijar el destino futuro de la nacin, y

    reconoce otro sector directivo en la lite econmico-social, ello no se debe tan slo a que largos aos de pazrosista han consolidado considerablemente a esta ltima, sino tambin a que las convulsiones de la sociedadeuropea han revelado en las clases populares potencialidades ms temibles que esa pasividad e ignorancia tandeploradas: frente a ellas, la coincidencia de intereses de la lite letrada y de la econmica parece habersehecho mucho ms estrecha.

    Un proyecto nacional en el periodo rosista

    La cada de Rosas, cuando finalmente en febrero de 1852, no introdujo ninguna modificacinsustancial en la reflexin en curso sobre el presente y el futuro de la Argentina: hasta tal punto haba sidoanticipada y sus consecuencias exploradas en la etapa final del rosismo. Pero incit a acelerar lasexploraciones ya comenzadas y a traducirlas en propuestas ms precisas que en el pasado. Gracias a ello iba

    a completarse, en menos de un ao a partir de la batalla de Caseros, el abanico de proyectos alternativos quedesde antes de esa fecha divisoria haban comenzado a elaborarse para cuando el pas alcanzase talencrucijada. Proyectos alternativos porque si existe acuerdo en que ha llegado el momento de fijar un nuevorumbo para el pas el acuerdo sobre ese rumbo mismo es menos completo de lo que una imagenconvencional supone.

    1) La alternativa reaccionaria. La presentacin articulada y consecuente de un proyectodeclaradamente reaccionario es debida a Flix Fras. Primero desde Pars y luego desde Buenos Aires, eltemprano secuaz salteo de la generacin de 1837 propone soluciones cuya coherencia misma le restaatractivo en un pas en cuya tradicin ideolgica el nico elemento constante es un tenaz eclecticismo, ycuyo conservadorismo parece tan arraigado en las cosas mismas que la tentativa de construir unainexpugnable fortaleza de ideas destinada a defenderlo parece a casi todos una empresa superflua.

    Fras no slo comienza su prctica desde Pars: sus trminos de referencia son los que proporciona laEuropa convulsionada por las revoluciones de 1848. Las enseanzas que de ellas deriva, son sin dudaescasamente originales: la rebelin social que agit a Europa es el desenlace lgico de la tentativa deconstituir un orden poltico al margen de los principios catlicos. De Voltaire y Rousseau hasta la pura

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    criminalidad que a juicio de Fras fue la nota distintiva de la revolucin de 1789, antes de serlo de la de 1848,la filiacin es directa e indiscutible. Pero ya en los franceses a los que sigue el argentino (Montalembert oDupanloup) la condena del orden poltico posrevolucionario no se traduce en una propuesta de retorno puroy simple al ancien rgime; esa propuesta sera an menos aceptable para Fras. Muy consciente de queescribe para pases que la Providencia ha destinado a ser republicanos, se apresura a subrayar que su deseode ver restaurada la monarqua en Francia no nace de una preferencia sistemtica por ese rgimen.

    Ms que a la restauracin de un determinado rgimen poltico, Fras aspira en efecto a la del orden; y

    concibe como de orden a aquel rgimen que asegure el ejercicio incontrastado y pacfico de la autoridadpoltica por parte de los mejores. Ello slo ser posible cuando las masas populares hayan sido devueltas auna espontnea obediencia por el acatamiento universal a un cdigo moral apoyado en las creenciasreligiosas compartidas por esas masas y sus gobernantes.

    Si el orden debe an apoyarse en Hispanoamrica en fuertes restricciones a la libertad poltica, ellose debe tan slo al general atraso de la regin. Este atraso slo podr ser de veras superado si el progresoeconmico y cultural consolida y no resquebraja esa base religiosa sin la cual no puede afirmarse ningnorden estable. Catlico, acostumbrado a recordar su condicin de tal a sus lectores aun a sabiendas de questos se han acostumbrado a ver eliminada de los debates polticos toda perspectiva religiosa, Fras no parecedesconcertado porque los nicos pases que se le aparecen organizados sobre las lneas por l propuestas noson catlicos. El ejemplo de los Estados Unidos, que invoca a cada paso, no lo lleva en efecto a revisar suspremisas, sino que le sirve para mostrar hasta qu punto la perspectiva tico-religiosa por l adoptadaadquiere particular relevancia en un contexto republicano y democrtico.

    Sin duda, Hispanoamrica no est todava preparada para adoptar un sistema poltico como el de losEstados Unidos (Fras va a marcar vigorosamente por ejemplo sus reservas frente a la preferencia por elmunicipio autnomo y popularmente elegido que caracteriz a la generacin de 1837). Pero aun esa plenademocracia slo alcanzable en el futuro significar la consolidacin ms bien que la superacin de unorden oligrquico que para Fras es el nico conforme a naturaleza: las formas democrticas slo podrn seradoptadas sin riesgo cuando la distribucin desigual del poder poltico haya sido aceptada sin ningunareserva por los desfavorecidos por ella.

    La desigualdad se da tambin en la distribucin de los recursos econmicos, e igualmente aqu esconforme a naturaleza. Sin embargo, la tendencia a desafiar ese orden natural no ha sido desarraigada dequienes menos se benefician con l, y el riguroso orden poltico que Fras postula tiene entre sus finalidades

    defender la propiedad no slo frente a la arbitrariedad dominante en etapas anteriores de la vida del Estado yla amenaza constante del crimen, sino contra la ms insidiosa que proviene del socialismo. Tambin aqu lautilizacin del poder represivo del Estado significa slo una solucin de emergencia, es de esperar quetemporaria: la definitiva nicamente se alcanzar cuando la religin haya coronado, bajo la proteccin de lospoderes pblicos, su tarea moralizadora y al encontrar eco en el poder cuyo infortunio consuela lo hayalibrado de la tentacin de codiciar las riquezas del rico.

    Pero ese programa de conservacin y restauracin social y poltica es compatible con el desarrollodinmico de economa. y sociedad que Fras lo admite de buen grado Hispanoamrica requiere con msurgencia que nunca? La respuesta es para l afirmativa: no se trata de traer de Europa ideologaspotencialmente disociadoras, sino hombres que ensearn con el ejemplo a practicar los deberes de lafamilia y puesto que estn habituados a vivir con el sudor de su frente, a cultivar la tierra que les da sualimento, a pagar a Dios el tributo de sus oraciones y de sus virtudes se constituirn en los mejores

    guardianes del orden.Fras va ms all de la mera disociacin entre la aspiracin a un progreso econmico y social ms

    rpido y cualquier ideologa polticamente innovadora: subraya la presencia de un vnculo, para l evidente,entre cualquier progreso econmico ordenado y la consolidacin de un estilo de convivencia social y polticabasado en la religin. Sin duda, ese estilo de convivencia impone algunas limitaciones quienes, por suposicin socioeconmica, estn destinados por el orden natural a recoger la mayor parte de los beneficios deese progreso, y Fras va a deplorar que la ley dictada por el estado de Buenos Aires contra los vagos, sifulmina a quienes visitan las tabernas en das de trabajo, no reprime a quienes lo hacen en el Da del Seor.Pero esas limitaciones son extremadamente leves, y Fras insiste ms en el apoyo que los principioscristianos pueden ofrecer al orden social que en las correcciones que sera preciso introducir en ste paraadecuarlo a aqullos.

    Esa era una de las facilidades que debe concederse, porque sabe demasiado bien que su prdica se

    dirige a un pblico cuya indiferencia es an ms difcil de vencer que una hostilidad ms militante. Si lasapelaciones a una fe religiosa que ese pblico no ha repudiado no parecen demasiado eficaces, tampoco loson ms las dirigidas al sentido de conservacin de las clases propietarias. La prdica de Fras ser recusada

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    sobre todo por irrelevante, y nadie lo har ms desdeosamente que Sarmiento. Segn el alarmado paladn dela fe, observa Sarmiento en 1856, estamos en plena Francia y vamos recin por los tumultos de junio, lostalleres nacionales, M. Falloux ministro, y los socialistas enemigos de Dios y de los hombres. Sarmiento,por su parte, prefiere creer que est en Buenos Aires, y que ni el errante espectro del comunismo ni elautoritarismo conservador y plebiscitario tienen soluciones vlidas que ofrecer a un Ro de la Plata queafronta problemas muy distintos de los de la Francia posrevolucionaria.

    2)La alternativa revolucionaria. Si la leccin reaccionaria que Fras dedujo de las convulsiones de

    1848 fue recibida con glacial indiferencia, la opuesta fue an ms pronto abandonada. Sin duda al fin de suvida Echeverra salud en las jornadas de febrero el inicio de una nueva era palingensica abierta por elpueblo revelador, suerte de Cristo colectivo que santific con su sangre los dogmas del NuevoCristianismo. Sin duda crey posible en su entusiasmo abandonar as las reticencias que frente a la tradicinsaintsimoniana haba an juzgado ineludible exhibir slo un ao antes en su polmica con el rosista Pedro deAngelis; sin duda fue an ms all al sealar como legado de la revolucin el fin del proletarismo, formapostrera de esclavitud del hombre por la propiedad.

    Pero ese entusiasmo no iba a ser compartido por mucho tiempo. Al conmemorar en Chile el primeraniversario de la revolucin de febrero, Sarmiento se apresura a celebrar en ella el triunfo final del principiorepublicano, luego de un conflicto que ha llenado casi tres cuartos de siglo de historia de Francia. Del restodel mensaje revolucionario ofrece una versin que lo depura de sus motivos ms capaces de causar alarma:Lamartine, Arago, LedruRollin, Louis Blanc no deja de recordar a sus lectores chilenos han proclamadoel principio de la inviolabilidad de las personas y de la propiedad. Pero incluso esa edulcorada del programasocial de algunos sectores revolucionarios es condenada por irrelevante en el contexto hispanoamericano;sera oportuno dejar que en Pars los primeros pensadores del mundo discutan pacficamente las cuestionessociales, la organizacin del trabajo, ideas sublimes y generosas, pero que no estn sancionadas an por laconciencia pblica, ni por la prctica. Ello es tanto ms necesario porque cualquier planteamientoprematuro de esos problemas podra persuadir a muchos de que las insignificantes luchas de la industria sonla guerra del rico contra elpobre. Esa idea lanzada en la sociedad, puede un da estallar. Para evitar queeso ocurra, la represin del debate ideolgico no parece ser demasiado eficaz, sobre todo porque ladisposicin a imponerla parece estar ausente. La educacin, en cambio, har ineficaz cualquier prdicadisolvente: ya que no imponis respeto a los que as corrompen por miedo, o por intereses polticos, laconciencia del que no es ms que un poco ms pobre que los otros, educad su razn, o la de sus hijos, por

    evitar el desquiciamiento que ideas santas, pero mal comprendidas, pueden traer un da no muy lejano. Laconmemoracin de la revolucin desemboca as en la defensa de la educacin popular como instrumento depaz social en el marco de una sociedad desigual. Pero aun esa aceptacin tan limitada y reticente de latradicin revolucionaria parecer pronto excesivamente audaz: en las acusaciones recprocas que en 1852 sedirigirn Alberdi y Sarmiento, la menos grave no ser la de tibieza en la oposicin al peligro revolucionario.Muy pocos, entre los que en el Ro de la Plata escriben de asuntos pblicos en medio de la mareacontrarrevolucionaria que viene de Europa, dejan de reflejar ese nuevo clima marcado por un crecienteconservadorismo. Lo eluden mejor quienes creen an posible, despus de las tormentas de 1848, proponervastas reformas del sistema econmico-social en las que no ven el objetivo de la accin revolucionaria de losdesfavorecidos por el orden vigente, sino el fruto de la accin esclarecida de un poder situado por encima defacciones y clases.

    3) Una nueva sociedad ordenada conforme a razn. En esos aos agitados no podrn encontrarse

    entre los miembros de la lite letrada del Ro de la Plata muchos que sean capaces de conservar esaconcepcin del cambio social.. Es comprensible que la obra de Mariano Fragueiro se nos presente en unaislamiento que sus no escasos admiradores retrospectivos hallan esplndido, y que sus contemporneospreferan atribuir a su total irrelevancia. Este prspero caballero cordobs, de antigua lealtad unitaria, contentre los maduros y entusiastas reclutas de la Nueva Generacin. Las tormentas polticas que lo llevaron aChile no alcanzaron a privarlo de una slida fortuna, que lo ocup ms que la accin poltica, y en su pas dedestierro public en 1850 su Organizacin del crdito3. Encontramos en ella la misma apreciacin de lasventajas que para cualquier orden futuro derivarn del esfuerzo de Rosas por dar uno estable a las provinciasrioplatenses, que tres aos antes haba expresado Alberdi. Fragueiro halla ese legado de concentracin delpoder poltico tanto ms digno de ser atesorado porque como intentar probar en su libro ese poder debetomar a su cargo un vasto conjunto de tareas que en ese momento no ha asumido en ninguna parte delmundo.

    3 En Cuestiones argentinas y organizacin del crdito, Buenos Aires, Solar Hachette, 1976.

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    Toca al Estado, en efecto, monopolizar el crdito pblico. La transferencia de ste a la esfera estatales justificada por Fragueiro a travs de una distincin entre los medios de produccin sobre los cuales el.derecho de propiedad privada debe continuar ejercindose con una plenitud que no tolera ver limitada y lamoneda que en cuanto tal no es producto de la industria privada ni es capital; moneda y crdito nointegran, por su naturaleza misma, la esfera privada. La estatizacin del crdito debe hacer posible al Estadola realizacin de empresas y trabajos pblicos, casas de seguros de todo gnero, y todo aquello de cuyo usose saca una renta pagada por una concurrencia de personas y de cosas indeterminadas, como puertos,

    muelles, ferrocarriles, caminos, canales, navegacin interior, etc., que sern tambin ellos de propiedadpblica. En la exploracin de nuevos corolarios para su principio bsico, Fragueiro no se detiene ante laprensa peridica; aqu la iniciativa del Estado concurrir con la privada, pero slo la prensa estatal podrpublicar avisos pagados, y toda publicacin, peridica o no, que haya. sido financiada apelando al crdito,slo ver la luz si un cuerpo de lectores designados por el gobierno le asigna la clasificacin de til.

    Sin duda el edificio de ideas construido por Fragueiro no carece de coherencia, pero no parece quede l puedan derivarse soluciones fcilmente aplicables a la Argentina que est dejando atrs la etapa rosista.As lo entendi Bartolom Mitre; este recluta ms joven y tardo de la generacin de 1837 tras de rendirhomenaje a la intencin generosa de su antiguo compaero de causa la juzgaba de modo efectivista pero nototalmente injusto, al sealar que el medio descubierto por Fragueiro para asegurar la libertad de prensa erala reimplantacin de la censura previa. La imposibilidad de confiar la solucin de los problemas argentinos aun conjunto de propuestas cuyo mrito principal deba ser su adecuacin a una nocin bsica juzgada deverdad evidente, parece haber sido advertida tambin por el mismo Fragueiro cuando luego de la cada deRosas compuso sus Cuestiones Argentinas. All propone una agenda para el pas en trance de renovacin, yaunque algunas de sus propuestas reiteran las de Organizacin del crdito, el conjunto est caracterizado porun marcado eclecticismo. Ello no aumenta necesariamente el poder convincente de su obra; si como quiereRicardo Rojas las Cuestiones Argentinas son un libro gemelo de las Bases de J. B. Alberdi, basta hojearlopara advertir muy bien por qu ese demasiado afortunado hermano lo iba a mantener en la penumbra, pese alos esfuerzos de tantos comentaristas benvolos por corregir esa secular indiferencia.

    4)En busca de una alternativa nueva; el autoritarismo progresista de Juan Bautista Alberdi. Comola Organizacin del crdito, el programa ofrecido en lasBases haba sido desarrollado a partir de un nmeroreducido de premisas explcitas; a diferencia del Fragueiro de 1850, Alberdi haba sabido deducir de ellascolorarios cuyo ms obvio atractivo era su perfecta relevancia a esa coyuntura argentina.

    Ya e n 1847 Alberdi haba visto como principal mrito de Rosas, su reconstruccin de la autoridadpoltica. Por entonces haba invocado, del futuro, la institucionalizacin de ese poder. De ese cambio que sele apareca como valioso en s mismo, esperaba que ayudase a mantener el moderado avance econmico queestaba caracterizando a los ltimos aos rosistas. En las Bases4 va a reafirmar con nuevo vigor ese motivoautoritario, que se exhibe ahora con mayor nitidez porque la reciente experiencia europea y en primer lugarla de una Francia que est completando su vertiginosa evolucin desde la repblica democrtica y social alimperio autoritario parece mostrar en l la inesperada ola del futuro; Alberdi desde 1837 ha intentado sacarlecciones permanentes del estudio de los procesos polticos que se desenvuelven ante sus ojos, y no estinmune al riesgo implcito en esa actitud; a saber, el de descubrir en la solucin momentneamentedominante el definitivo punto de llegada de la historia universal.

    Pero si el ejemplo europeo incita a Alberdi a articular explcitamente los motivos autoritarios de supensamiento, la funcin poltica que asigna el autoritarismo sigue siendo diferente de la que justifica al de

    Napolen III. La solucin propugnada en lasBases tiene sin duda en comn con ste la combinacin de rigorpoltico y activismo econmico, pero se diferencia de l en que se rehsa a ver en la presin acrecida de lasclases desposedas el estmulo principal para esa modificacin en el estilo de gobierno. Por el contrario, laparece como un instrumento necesario para mantener la disciplina de la lite, cuya tendencia a las querellasintestinas sigue pareciendo como cuando primero fue formulado el Credo de la Joven Generacin la mspeligrosa fuente de inestabilidad poltica para el entero pas. Del mismo modo, Alberdi permanecer sordo alos motivos sociales que estarn presentes en el progresismo econmico como lo estn ya en elautoritarismo de Luis Napolen. Para ste, en efecto el bienestar que el avance de la economa hace posibleno slo est destinado a compensar las limitaciones impuestas a la libertad poltica, sino tambin a atenuarlas tensiones sociales dramticamente reveladas en 1848.

    Para Alberdi, la creacin de una sociedad ms compleja (y capaz de exigencias ms perentorias) quela moldeada por siglos de atraso colonial, deber ser el punto de llegada del proceso de creacin de una

    4 Juan Bautista Alberdi,Bases y puntos de partida para la organizacin nacional, Buenos Aires, Centro Editor deAmrica Latina, Biblioteca Argentina Fundamental, n16, 1979.

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    nueva economa. Esta ser forjada bajo la frrea direccin de una lite poltica y econmica consolidada ensu prosperidad por la paz de Rosas y heredera de los medios de coercin por l perfeccionados; esa litecontar con la gua de una lite letrada, dispuesta a aceptar su nuevo y ms modesto papel de definidora yformuladora de programas capaces de asegurar a la vez que un rpido crecimiento econmico para el pasla permanente hegemona y creciente prosperidad de quienes tienen ya el poder.

    Mientras se edifica la base econmica de una nueva nacin, quienes no pertenecen a esas lites norecibirn ningn aliciente que haga menos penoso ese perodo de rpidos cambios e intensificados esfuerzos.

    Su pasiva, subordinacin es un aspecto esencial del legado rosista que Alberdi invita a atesorar: por vaautoritaria se los obligar a prescindir de las prevenciones frente a las novedades del siglo., que Rosas habacredo oportuno cultivar para consolidar su poder. Que el heredero de ste es lo bastante fuerte para imponerdisciplina a la plebe, es para Alberdi indudable; es igualmente su conviccin (una conviccin nada absurda)que de esa plebe debe temerse, por el momento, ms el pasivo apego que cualquier veleidad de recusar demodo militante las desigualdades sociales vigentes.

    Crecimiento econmico significa para Alberdi crecimiento acelerado de la produccin, sin ningnelemento redistributivo. No hay se ha visto ya razones poltico-sociales que hagan necesario este ltimo; elautoritarismo preservado en su nueva envoltura constitucional es por hiptesis suficiente para afrontar elmdico desafo de los desfavorecidos por el proceso. Alberdi no cree siquiera preciso examinar si habrarazones econmicas que hicieran necesaria alguna redistribucin de ingresos, y su indiferencia por esteaspecto del problema es perfectamente, entendible: el mercado para la acrecida produccin argentina ha deencontrarse sobre todo en el extranjero.

    Entregndose confiadamente a las fuerzas cada vez ms pujantes de una economa capitalista enexpansin, el pas conocer un progreso cuya unilateralidad Alberdi subraya complacido. Sera vano buscaren l eco alguno de la actitud ms matizada y reticente que frente a las oportunidades abiertas por esaexpansin haban madurado en el mundo hispnico y que conservaban tanto imperio sobre Sarmiento. Que elavance avasallador de la nueva economa no podra tener sino consecuencias benficas, es algo que paraAlberdi no admite duda, y esta conviccin es el correlato terico de su decisin de unir el destino de la liteletrada, a la que confiesa pertenecer, con el de una lite econmico-poltica cuya figura representativa es elvencedor de Rosas, ese todopoderoso gobernador de Entre Ros, gran hacendado y exportador, que ha hechola guerra para abrir del todo a su provincia el acceso al mercado ultramarino.

    Ese proyecto de cambio econmico, a la vez acelerado y unilateral, requiere un contexto poltico

    preciso, que Alberdi describe bajo el nombre de repblica posible. Recordando a Bolvar, Alberdi dictaminaque Hispanoamrica necesita por el momento monarquas que puedan pasar por repblicas. Pero no se tratatan slo de ofrecer un homenaje simblico a los prejuicios antimonrquicos de la opinin pblicahispanoamericana. La complicada armadura institucional propuesta en las Bases, si por el momento estdestinada sobre todo a disimular la concentracin del poder en el presidente, busca a la vez impedir que elrgimen autoritario que Alberdi postula sea tambin un rgimen arbitrario. La eliminacin de la arbitrariedadno es tampoco un homenaje a un cierto ideal poltico; es por lo contrario vista por Alberdi como requisitoineludible para lograr el ritmo de progreso econmico que juzga deseable. Slo en un marco jurdicodefinido rigurosamente de antemano, mediante un sistema de normas que el poder renuncia a modificar a sucapricho, se decidirn los capitalistas y trabajadores extranjeros a integrarse en la compaa argentina. Que laeliminacin de la arbitrariedad no es para Alberdi un fin en s mismo lo revela su balance del rgimenconservador chileno: su superioridad sobre los claramente arbitrarios de los pases vecinos le parece menos

    evidente desde que cree comprobar que ella no ha sido puesta al servicio de una plena apertura de laeconoma y la sociedad chilena al aporte extranjero, por el contrario restringido por las limitaciones que lefija la Constitucin de 1833 y las igualmente importantes que las leyes chilenas conservan.

    Para Alberdi, en efecto, la apelacin al trabajo y el capital extranjero constituye el mejor instrumentopara el cambio econmico acelerado que la Argentina requiere. El pas necesita poblacin; su vidaeconmica necesita tambin protagonistas dispuestos de antemano a guiar su conducta en los modos que lanueva economa exige. Como corresponde a un momento en que la inversin no ha adoptado an porcompleto las formas societarias que la dominarn bien pronto. Alberdi no separa del todo la inmigracin detrabajo de la de capital, que ve fundamentalmente como la de capitalistas. Para esa inmigracin, destinada atraer al pas todos los factores de produccin excepto la tierra, hasta el momento ociosa se prepara sobretodo el aparato poltico que Alberdi propone. Pero ste no ofrece suficiente garanta en un pas que no esseguro que haya alcanzado definitivamente la estabilidad poltica, y Alberdi urgir al nuevo rgimen a hacer

    de su apertura al extranjero tema de compromisos internacionales: de este modo asegurar, aun contra sussucesores, lo esencial del programa alberdiano.

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    Sin duda Alberdi est lejos de ver en esta etapa de acelerado desarrollo econmico, hecho posiblepor una estricta disciplina poltica y social, el punto de llegada definitivo de la historia argentina. La mejorjustificacin de la repblica posible (esa repblica tan poco republicana) es que est destinada a dejar paso ala repblica verdadera. Esta ser tambin posible cuando (pero slo cuando) el pas haya adquirido unaestructura econmica y social comparable a la de las naciones que han creado y son capaces de conservar esesistema institucional. Alberdi admite entonces explcitamente el carcter provisional del orden poltico quepropone; de modo implcito postula una igual provisionalidad para ese orden social marcado por acentuadas

    desigualdades y la pasividad espontnea o forzada de quienes sufren sus consecuencias, que juzga inevitabledurante la construccin de una nacin nueva sobre el desierto argentino.

    Aunque Alberdi dedica escaso tiempo a la definicin del lugar de los sectores ajenos a la lite de esaetapa de cambio vertiginoso, cree necesario examinar con mayor detencin, aun en relacin con ellos, lanocin que hace de los avances de la instruccin un instrumento importante de progreso econmico y social.No es necesaria, asegura Alberdi, una instruccin formal muy completa para poder participar como fuerza detrabajo en la nueva economa; la mejor instruccin la ofrece el ejemplo de destreza y diligencia que aportarnlos inmigrantes europeos. Y por otra parte, una difusin excesiva de la instruccin corre el riesgo depropagar en los pobres nuevas aspiraciones, al darles a conocer la existencia de un horizonte de bienes ycomodidades que su experiencia inmediata no podra haberles revelado; puede ser ms directamentepeligrosa si al ensearles a leer pone a su alcance toda una literatura que trata de persuadirlos de que tienen,tambin ellos, derecho a participar ms plenamente del goce de esos bienes.

    Un exceso de instruccin formal atenta entonces contra la disciplina necesaria en los pobres-Traspuesta en una clave diferente, encontramos la misma reticencia frente al elemento que ha servido parajustificar la pretensin de la lite letrada a la direccin de los asuntos nacionales: su comercio exclusivo conel mundo de las ideas y las ideologas, que la constituira en el nico sector nacional que sabe qu hacer conel poder.

    Esa imagen que Alberdi ahora recusa propone una estilizacin de su lugar y su funcin en el pasque constituye una autoadulacin, pero tambin un autoengao, de la lite letrada. La superioridad de losletrados, supuestamente derivada de su apertura a las novedades ideolgicas que los transforma eninspiradores de las necesarias renovaciones de la realidad local, vista ms sobriamente, es legado de la etapams arcaica del pasado hispanoamericano: se nutre del desprecio premoderno de la Espaa conquistadora porel trabajo productivo. Que as estn las cosas lo prueba la resistencia de la lite letrada a imponerse a s

    misma las transformaciones radicales de actitud y estilo que tan infatigablemente sigue proponiendo al restodel pas. El. idelogo renovador no es sino el heredero del letrado colonial, a travs de transformaciones queslo han servido para hacer an ms peligroso su influjo.

    En efecto, si de la colonia viene la nocin de que los letrados tienen derecho al lugar ms eminenteen la sociedad, de la revolucin viene la de que la actividad adecuada para ellos es la poltica. No slo eso: larevolucin ha hecho suyo un estilo poltico que legitima las querellas superfluas en que se entretiene el ocioaristocrtico, aceptado desde su origen como ideal por la clase letrada. As se transforma sta en gravsimofactor de perturbacin. En nombre de qu? De ideales polticos tan intransigentes como irrelevantes, quetraducen casi siempre el deseo de adquirir el poder y utilizarlo, para satisfacer pasajeros caprichos, o en elmejor (o ms bien peor) de los casos, el proyecto an ms peligroso de rehacer todo el pas sobre la imagende su lite letrada.

    Este retrato sistemticamente sombro del grupo al que pertenece Alberdi, inspirado en un odio a s

    mismo que se exhibe, por ejemplo, en su identificacin como uno de esos abogados. que saben escribirlibros, deplorable tipo humano que es de esperar haya de desaparecer pronto del horizonte nacional, nocarece sin duda de una maligna penetracin. Pero induce a Alberdi a recusar demasiado fcilmente lasobjeciones que a su proyecto poltico, presentado con sobra maestra en el texto descarnado de las Bases,van a oponerse. No tendr as paciencia con un Sarmiento, que halla excesiva la pena de muerte que en EntreRos, se aplica a quien roba un cerdo. Esa absolucin inaudita del comunismo revela que Sarmiento no esde veras partidario de los cambios radicales que el pas necesita. Si quisiera los fines que dice ansiar tantocomo Alberdi, querra tambin los nicos medios que pueden llevar a ellos.

    Pero es cierto que son sos los nicos medios? Las objeciones que oponen al proyecto de Alberdiquienes entraron con l en la vida pblica en pos de transformaciones muy diferentes de las propuestas en las

    Bases, no son las nicas imaginables: el camino que Alberdi propone no slo choca con ciertas conviccionesantes compartidas con su grupo; se apoya en una simplificacin tan extrema del proceso a travs del cual el

    cambio econmico influye en el social y poltico, que su utilidad para dar orientacin a un proceso histricoreal puede ser legtimamente puesta en duda. Alberdi espera del cambio econmico que haga nacer a unasociedad, a una poltica, nuevas; ellas surgirn cuando ese cambio econmico se haya consumado; mientras

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    tanto, postula el desencadenamiento de un proceso econmico de dimensiones gigantescas que no tendra, nientre sus requisitos ni entre sus resultados inmediatos, transformaciones sociales de alcance comparable; ascree posible crear una fuerza de trabajo adecuada a una economa moderna manteniendo a la vez a susintegrantes en feliz ignorancia de las modalidades del mundo moderno (para lo cual aconseja extremaparsimonia en la difusin de la instruccin popular). Antes de preguntamos si ese ideal es admisible, cabeindagar si es siquiera realizable.

    Aun as, lasBases resumen con una nitidez a menudo deliberadamente cruel el programa adecuado a

    un frente antirrosista tal como la campaa de opinin de los desterrados haba venido suscitando: ofrece, ams de un proyecto de pas nuevo, indicaciones precisas sobre cmo recoger los frutos de su victoria aquienes han sido convocados a decidir un conflicto definido como de intereses. Y dota a ese programa delneas tan sencillas, tan precisas y coherentes, que es comprensible que se haya visto en l sin ms el de lanueva nacin que comienza a hacerse en 1852.

    Bien pronto ese papel fundacional fue reconocido a lasBases incluso por muchos de los que sentanpor su autor un creciente aborrecimiento: la conviccin de que los textos que puntuaron la carrera pblicatanto ms exitosa de sus grandes rivales pesan muy poco al lado del descarnado y certero en que Alberdi fijla tarea para la nueva hora argentina fue igualmente compartida. Aqu no se intentar recusarla; slo limitarlaal sealar que aunque, como suele, nunca la haya presentado de modo sistemtico Sarmiento elabor unaimagen del nuevo camino que la Argentina deba tomar, que rivaliza en precisin y coherencia con laalberdiana, a la que supera en riqueza de perspectivas y contenidos.

    5) Progreso sociocultural como requisito del progreso econmico. Se ha visto ya que Alberdiprefiri no verlo as: Sarmiento se atreve a dudar de la validez de sus propuestas porque es a la vez unnostlgico de la siesta colonial y de la turbulencia anrquica que sigui a la Independencia. Sin duda estediagnstico malvolo es ms certero que el de adversarios ms tardos de Sarmiento, que afectan ver en l elpaladn de un progresismo abstracto y escasamente interesado en lo que el progreso destruye. Sarmientosinti ms vivamente que muchos de sus contemporneos el vnculo con el pasado colonial, y sutemperamento se hallaba ms cmodo en el torbellino de una vida poltica facciosa que en un contexto deaccin ms disciplinada. Pero la pietas con que se vuelve hacia la tradicin colonial no le impide subrayarque est irrevocablemente muerta y que cualquier tentativa de resucitarla slo puede concluircatastrficamente, y su desgarrado estilo poltico fue compatible, por ejemplo, con una constancia en elapoyo al conservadorismo chileno, que iba bien pronto a tener ocasin de comparar favorablemente con la

    ms voluble actitud de Alberdi... No es entonces la imposibilidad congnita de aceptar un orden estable laque mueve a Sarmiento a recusar el modelo autoritario-progresista propuesto por Alberdi; es su conviccinde que conoce mejor que Alberdi los requisitos y consecuencias de un cambio econmico-social como el quela Argentina posrosista debe afrontar.

    Esa imagen del cambio posible y deseable, Sarmiento la elabor tambin bajo el influjo de la crisiseuropea que se abri en 1848. Como Alberdi, Sarmiento deduce de ella justificaciones nuevas para una tomade distancia, no slo frente a los idelogos del socialismo sino ante una entera tradicin poltica que nuncaaprendi a conciliar el orden con la libertad. Pero mientras Alberdi juzgaba an posible recibir una ltimaleccin de Francia, y vea en el desenlace autoritario de la crisis revolucionaria un ejemplo y un modelo,Sarmiento deduca de ella que lo ms urgente era que Hispanoamrica hallase manera de no encerrarse en ellaberinto del que Francia no haba logrado salir desde su gran revolucin.

    Esa recusacin de Francia como nacin gua haba sido ya preparada por el contacto que Sarmiento

    tuvo con el que Echeverra iba a llamar pueblo revelador, que no dej de provocarle algunas decepciones. DePars a Bayona se le revel toda una Francia por l insospechada, que se le apareca tan arcaica como losrincones ms arcaicos de Chile. En ese vasto mar, algunas islas de modernidad emergan, y en primertrmino Pars, que provoc en Sarmiento reacciones bastante mezcladas. Aunque Pars no podaproporcionarle una experiencia directa del nuevo orden industrial, le permita percibir la presencia detensiones latentes y contrastes demasiado patentes que confirmaban su imagen previa de las condiciones enque se daban los avances del maquinismo. Esas reticencias lo preparaban muy bien para proclamar, ante lacrisis poltico-social abierta en 1848, las insuficiencias del modelo francs y la necesidad de un modeloalternativo. Para entonces crea haberlo encontrado ya en los Estados Unidos.

    La seccin de los Viajes dedicada a ese pas, si mantiene el equilibrio entre anlisis de una sociedady crnica de viaje que caracteriza a toda la obra, incluye una tentativa ms sistemtica de lo que parece aprimera vista por descubrir la clave de la originalidad: aunque los estudios del texto sarmientino no dejan de

    evocar el obvio paralelo con Tocqueville, el inters que gua a Sarmiento y la leccin que espera de EstadosUnidos son muy distintos que en el francs. No le preocupa primordialmente examinar de qu modo se haalcanzado all una solucin al gran problema poltico del siglo XIX, la conciliacin de la libertad y la

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    igualdad, sino rastrear el surgimiento de una nueva sociedad y una nueva civilizacin basadas en la plenaintegracin del mercado nacional.

    A los arados de diseo y material cambiantes y casi siempre arcaicos que ofrece Europa, los EstadosUnidos oponen unos pocos modelos constantemente renovados y mejorados, y que comienzan ya aproducirse para toda la nacin en contados centros industriales: la misma diferencia se presenta en cocinas,aperos, ropas... He aqu una perspectiva que no se esforzaron por explorar ni siquiera los escasosobservadores que centraron su inters en la peculiaridad econmica, antes que en las poltico-sociales, de los

    Estados Unidos, y que permitira a Sarmiento aproximarse de modo nuevo a otros aspectos de la realidadnorteamericana. La importancia de la palabra escrita en una sociedad que se organiza en torno a un mercadonacional y no a una muchedumbre de semiaislados mercados locales se le aparece de inmediato comodecisiva: ese mercado slo podra estructurarse mediante la comunicacin escrita con un pblico potencialmuy vasto y disperso: el omnipresente aviso comercial pareci a Sarmiento, a la vez que un instrumentoindispensable para ese nuevo modo de articulacin social, una justificacin adicional de su inters en laeducacin popular.

    . Pero si esa sociedad requiere una masa letrada es porque requiere una vasta masa de consumidores;para crearla no basta la difusin del alfabeto, es necesaria la del bienestar y de las aspiraciones a la mejoraeconmica a partes cada vez ms amplias de la poblacin nacional. Si para esa distribucin del bienestar asectores ms amplios debe ofrecer una base slida la de la propiedad de la tierra (y desde que conoce EstadosUnidos, Sarmiento no dejar de condenar aunque con vehemencia variable segn la coyuntura laconcentracin de la propiedad territorial en Chile y la Argentina), para asegurar la de las aspiraciones serpreciso hallar una. solucin intermedia entre una difusin masiva y prematura de ideologas igualitarias (quehaba sealado en Facundo como una de las causas del drama poltico argentino) y ese mantenimiento de laplebe en feliz ignorancia que iba a preconizar Alberdi.

    Sarmiento vea en la educacin popular un instrumento de conservacin social, no porque ellapudiese disuadir al pobre de cualquier ambicin de mejorar su lote, sino porque deba, por el contrario, sercapaz a la vez que de sugerirle esa ambicin de indicarle los modos de satisfacerlas en el marco socialexistente. Pero esa funcin conservadora no podra cumplirla si esto ltimo fuese en los hechos imposible.

    El ejemplo de Estados Unidos persuadi a Sarmiento de que la pobreza del pobre no tena nada denecesario. Lo persuadi tambin de algo ms: que la capacidad de distribuir bienestar a sectores cada vezms amplios no era tan slo una consecuencia socialmente positiva del orden econmico que surga en los

    Estados Unidos, sino una condicin necesaria para la viabilidad econmica de ese orden. La imagen delprogreso econmico que madura en Sarmiento, porque es ms compleja que la de Alberdi, postula un cambiode la sociedad en su conjunto, no como resultado final y justificacin pstuma de ese progreso, sino comocondicin para l.

    . En la que Sarmiento presenta como modelo (ms mvil, si no necesariamente ms igualitario, quelas hispanoamericanas) la apetencia de la plebe por elevarse sobre su condicin, lejos de constituir laamenaza al orden reinante que tema Alberdi, puede alimentar los mecanismos que mantienen su vigencia.Sin duda esta imagen del cambio econmico-social deseable no deja de reflejar la constante ambivalencia enla actitud de Sarmiento frente a la presin de los desfavorecidos en una sociedad desigual; si quiere mejorarsu suerte, sigue hallando peligroso que alcancen a actuar como personajes autnomos en la vida nacional; laalfabetizacin les ensear a desempear un nuevo papel en ella, pero ese papel habr sido preestablecidopor quienes han tomado a su cargo dirigir el complejo esfuerzo de transformacin a la vez econmica, social

    y cultural, de la realidad nacional.El ejemplo de los Estados Unidos a la vez que incita a Sarmiento a prestar atencin al contexto

    sociocultural dentro del cual ha de darse el progreso econmico, hace para l innecesario definir losrequisitos polticos para ese progreso con una precisin comparable a la que busc alcanzar Alberdi.Sarmiento no slo no se form una idea muy alta del nivel de la vida poltica norteamericana (Tocqueville,que haba alcanzado un juicio tambin matizado, no haba dejado por eso de buscar en ella el ejemplo de unasolucin viable al dilema poltico de su tiempo); no parece tampoco haber advertido en esa esfera el anticipoan inmaduro de un orden futuro que crey descubrir, en cambio, en la social y econmica. Por eso mismono se empea en escudrar la presencia de un sistema de soluciones polticas detrs de las ancdotas a vecesgro