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HATAJO DE SUEÑOS
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“La gente trabaja tanto que se olvida de quererse”.
Albert Camus.
La verdad se halla siempre muy cerca, pero solamente se deja ver en la
distancia. ‘No tenía otro sitio adonde ir’ era la respuesta. ‘¿Qué demonios estaba
haciendo yo allí?’, la pregunta. Ahora lo tengo claro. En su día nadie me contestó.
Debo admitir que en un principio me sentí muy raro, entre toda aquella gente. No
recordaba muy bien cuánto tiempo llevaba en la calle, quizá habrían pasado ya
tres o cuatro Navidades. Digo Navidades, porque durante esas fiestas
comíamos, por eso… como para olvidarse de ellas. Algunos días, los más
señalados, comíamos, merendábamos y cenábamos: almacenábamos reservas
en previsión de los malos tiempos, cuales osos.
El vagabundeo es como un estado letárgico, te lleva la marea pero ni te
acerca a la orilla ni te arrastra a alta mar. Es un eterno ir, sin lugar al que llegar, ni
hogar al que volver. Te encuentras sobre el cadalso, ante el gran público, a la
espera del verdugo… que nunca aparece. Y me parece que la muerte debe
acontecer tan rápida que no te da tiempo a verlo, al verdugo, ni a decirle lo
pedazo de cabrón que es. Injusticias de la vida.
En mi tercer día en aquel submundo, se presentó una patrulla de
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policiudadanos para retirarme la pulsera verde de mi muñeca derecha y
proporcionarme otra.
Ɣ Ciudadano seis mil novecientos treinta y uno. La acreditación
permanentemente en su muñeca izquierda. Queda notificado, siendo las
nueve horas treinta y nueve minutos cincuenta y dos segundos –dijo un
portavoz y se largaron.
La nueva era de color rojo, de unos cuatro dedos de ancho, con los dígitos
6 9 3 1 bien visibles en negro. Bienvenido a la familia, me susurró Ernesto
señalando el brazalete, ponte la esclava cuanto antes y más vale que no la
pierdas. Me llamó la atención la palabra esclava. Le va al dedillo el puto
nombrecito, pensé.
Cuando aterricé, éramos cinco: Ernesto, Julián, Hassan, Salazar y yo. El
día en que decidí abandonar nuestra glorieta del Somontano, sólo quedábamos
dos. Fue entonces cuando me propuse ir escribiendo anotaciones sobre mis
vivencias, gracias a las cuales, hoy puedo relatar con más detalle ésta, mi
historia.
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Lunes, 32 de Noviembre de 2043.-
Todavía hay un despertador más cabrón que el hambre: el frío. Los
cartones y las mantas no tienen mucha culpa, los pobres, hacen lo que pueden.
Por aquella época nos alimentábamos del Sol de mediodía en la glorieta del
Somontano, según la llamaban los veteranos. Yo no vi nunca un cartel: quizá se
olvidaron nominarla los del ayuntamiento. Era de cuarta categoría, el parquecito,
por lo que podíamos permanecer allí tranquilamente, de momento. Unos cuantos
bancos (de sentarse), una fuentecita de agua potable (se rumoreaba que las iban
a retirar) y varios rincones con setos de plástico; todo ello empotrado sobre frío
cemento pintado a grandes cuadrados rojos y verdes, he ahí nuestro a-hogar.
Se hallaba entre la calle Santander y la calle Asturias, en uno de esos
recovecos que dejan para nosotros. Siempre nos reservan un hueco, no son tan
egoístas, al fin y al cabo. Porque si no existiésemos los pobres, tampoco ellos
podrían ser Ricos. Hay que diferenciar los roles, piensan los del rolex. Por eso no
acaban con nosotros, sólo por eso.
Aquel lunes me desperté con los primeros tranvías, debían ser las cinco y
media o así. Inmóvil, comprobé durante unos instantes la magnitud de mi resaca:
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únicamente un par de grados en la escala Yeltsin. El silencio era frío y oscuro. La
noche acechaba con sus ojos negros bien abiertos. Las farolas de las calles
dormitaban una luz tenue sobre las aceras de acero. Eché a un lado mi mantita
rígida y marrón y me puse en pie. Me costó despabilar mis ateridos músculos y
reubicarlos. Parecían estar todos reunidos en secreto, abrazados para mantener
su calor corporal. Me dolían las orejas a rabiar, las imaginé amoratadas a punto
de explotar. Apenas sentía las manos y mis radios y cubitos no eran sino unos
cubitos de hielo largos como radios de bicicleta.
Comenzó a andar mi rutina. Buscar por entre las aceras y los vehículos
estacionados. Al llegar casi a la esquina con la calle Santander, justo enfrente de
una agencia de viajes, me topé con una cartera. Era de cuero negro, refulgía
como la noche… para el Sol. Aquí estoy, abrázame, soy tuya, me dijo. No lo podía
creer. Me agaché y mis gélidos dedos entraron en calor al acariciarla. ¡Preciosa!,
le dije y la besé. Desde entonces me llamo Lev Kaliayev. Ruso, nacido en San
Petersburgo, en 1997. Empecé una nueva vida, sin lugar a dudas. Lev no me dejó
herencia, sólo unos cuantos union en calderilla… Su legado: un pasaporte
indescifrable, su visado (de donde sonsaqué mis datos) y una foto de una rubia
preciosa de ojos verdes: mi Claudia rusa.
Hubiera preferido morir antes que deshacerme de mi cartera. Todavía no
serían las ocho de la mañana (no había peligro de que me sorprendiera alguna
patrulla de policiudadanía transitando una calle principal) cuando me dirigí al
veinticuatro horas de la calle Santander. Era un horno aquello; yo, el pan duro, tan
duro que casi ha olvidado ya de que es pan, en realidad. La listilla de la cajera me
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escudriñó con su mirada. Le respondí mostrándole mi preciosa cartera y
tintineando orgulloso mis monedas. Enseguida bajó la vista hacia su revista. El
poder del dinero, sin duda.
Olía a vainilla que alimentaba. Me dediqué a pulular por la tienda. Aquel
calorcito penetraba por mis poros en un grato cosquilleo. Había de todo allí.
Observé cada producto con detenimiento, gustándome. Cogí una tableta de
chocolate de las caras y me llevé un buen susto cuando el código de barras se
transformó en unas luces rojas. Pensé que igual no se podía tocar, que sería una
alarma antirrobo o algo así. Me giré hacia la cajera y la jodida me estaba mirando
de soslayo y descojonándose para sus adentros y para sus afueras. Al rato
comprendí que cuando palpabas cualquier código de barras se convertía en los
dígitos del precio del artículo. ¿Hace cuánto no entro aquí?, me dije.
Conque esas teníamos. Coloqué en el mostrador, suave y altivamente, tres
tarros de caviar de medio kilo, uno tras otro, bajo las narices de la cajera, que me
escupió una mirada láser. Seguí con mi compra. Pulsé en los códigos de barras
de todos los productos. Uno (el de un bote de garbanzos) se trastabilló y quedóse
intermitente. No quise pasarme de listo, por si las moscas, y me dirigí a pagar.
No me alcanzaba para todo, casualmente, y me privé del caviar. Sonreí,
petulante, al apoquinar. La cajera, que evitó mirarme en todo momento, me
devolvió dieciséis céntimos de union. Los rechacé. Para propinas, dije. Perdía mi
fortuna pero ganaba el duelo. Ella me despidió secamente con un exiguo y leve
adiós bañado en fuego. Que tenga usted un buen día, proferí, y salí victorioso del
establecimiento. Comenzaba a desperezarse algo el cielo: los primeros bostezos
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azules del amanecer. Los edificios seguían de mala leche, entumecidos,
aprisionados unos contra otros, sin poder estirar los brazos. El tráfico ya era
viscoso y multicolor. Me acerqué hacia mis compañeros. Dormían. Nunca los
despertaba, pero aquél era un día muy especial.
Ɣ ¡Zar!, ¡ya somos compatriotas! –anuncié–, ¡vamos, Hassan!, ¡a desayunar!
Salazar gruñó y asomó la cabeza. Abrió las persianas de sus ojos lo justo
para percatarse de lo que ocurría ahí fuera. Me vería sonreír con cara de panoli,
digo yo. Esa hilaridad tan tempranera no era muy común en mí, por lo que se
irguió y me preguntó con un gesto. Le enseñé la cartera. Divisó la bolsa bajo mi
mano, embarazada de compras.
Ɣ Vamos, Hassan, que nos han traído el desayuno a la cama –exclamó hacia
los cartones.
No hubo respuesta y el Zar volvió a la carga: ¡Ciudadano 8.653!, ¡levántese
enseguida o disparo!, voceó imitando a un agente. Los cartones, observándonos,
parecían decir: no hay manera, por mucho que insistáis.
Dejamos al lirón bajo su antifaz. Seguramente no tardaría en despertarse.
El Zar y yo nos repantingamos en un banco (de sentarse). Informé a mi
compañero sobre mi cambio de nombre, hecho sobre el cual no perdonaría un
error, advertí. Lev, Lev Kaliayev, ¿te acordarás no? Es importante que te
acuerdes, ¿me comprendes Zar?
Comía de un a gusto que era para verlo. Sus carrillos semejaban los de un
hámster que acumula un millón y medio de pipas. Masticaba hasta su sonrisa.
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Repetí mi nombre: Lev Kaliayev. Puedes llamarme Lev, es fácil. Es ruso, como tu
apodo. Pero no te pienses que ahora yo voy a ser un campesino y tú el zar, ¿eh?
Eso aquí nada tiene que ver. Aquí somos todos iguales, ¡ya lo sabes!
Ɣ Todavía no llevas en la calle lo suficiente –comenzó su diatriba, con su
habitual tono amenazante–, te queda mucho que aprender, chaval… no
tardarás en olvidarte de tus tonterías de poeta y esas gilipolleces… y ya
verás lo que te pasa si te pillan esos cabrones con una cartera… te
mandarán a la Guerra… yo que tú me andaría con ojo... ¡Lev!
Hablaba el Zar como si escondiese una sierra mecánica en la garganta.
Justo antes de pronunciar palabra, tosía, como para encender la sierra. Podría
haber talado alguna de las antiguas secuoyas, simplemente hablándoles al oído.
Estoy casi seguro.
Me puse a comer como un loco también. El pan era tan cálido y esponjoso
que parecía absorber todos mis problemas. Podías haber cogido algo pa
acompañar, hombre… inquirió el Zar. Contesté sacando un cartón de vino de la
bolsa y él me mostró su agradecimiento echando un buen trago.
Ya serían las nueve pasadas. Giré mi cuello hacia nuestro campamento,
instalado en un pequeño soportal que hacía las veces de salida de emergencia de
unos almacenes. ¿Qué le ocurre a éste?, pregunté. Estará soñando con Paquita,
como siempre… respondió el Zar.
Fui a ver. Directamente removí los cartones y las mantas. Allí surgió la fea
durmiente, en posición decúbito supino, cual faraón. ¡Hassan!... vamos,
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¡despierta!, ¡que tenemos desayuno!... Al no hacer mención, le propiné unas
bofetadas en la cara, que su tupida barba convirtió en caricias. Ni siquiera abrió
los ojos. Comencé a alarmarme. Lo palpé, así sus manos. Estaban frías, lo que
era normal. Pero aquel frío me resultó algo extraño, como artificial. Lo examiné
durante unos instantes, reafirmándome en mi sensación inicial: su muerte era
ineluctable. Su rictus atisbaba una plácida sonrisa. Me sentí miserablemente
sucio… quise echarme el mundo entero a las espaldas como Atlas: ¡ahí lo tenéis,
Culpables!, ¡contempladlo y rendidle homenaje!... Deseé ir a la calle Santander,
sacarme el pajarito y mear hectolitros delante de todos los tranvías y de ocho mil
patrullas de policiudadanía. No pude llorar. Hace tanto calor en el desierto que las
lágrimas se evaporan nada más entrar en contacto con la atmósfera. Aquel rincón
nuestro se convirtió por unos instantes en el Mausoleo de la Humanidad. Sin
flores, sin ataúd y sin bandera. Así es como debe ser.
Ɣ ¡Zar! ¡Trae la barra de pan de Hassan! –grité.
Con gesto contrariado, se acercó el Zar y observó la escena. Se cagó en la
puta muy lentamente con su voz de pizzicato. Yo tomé la barra de pan y la coloqué
dentro de la vieja chaqueta de Hassan: ya que no nació con él, por lo menos que
muriese con un pan bajo el brazo.
Ɣ Allá en la otra vida seguro que le ofrecen algo de chorizo y salchichón…
para acompañar –apuntillé.
Comunicamos la tragedia al pescadero y no tardó en llegar una
ambulancia. Se llevaron a nuestro compañero en un santiamén. No conectaron las
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alarmas al irse. Ni Dios escuchó un amén.
De vuelta a nuestro banco (de sentarse), acometimos al vino. Apareció
Paquita al otro lado de la plazoleta y nos saludó con la escoba. Quizá ella
tampoco lo echase de menos. Hassan estaba enamorado de aquella mujer. Yo
nunca lo entendí, pues no era muy agraciada que digamos. Hassan solía bromear
con Paquita, le pedía que lo llevase a pasear por el cielo con su escoba. Ella
contestaba que son las brujas las que vuelan sobre escobas, no las barrenderas.
Él sonreía y replicaba: ¡qué más dará bruja o princesa!... ¡lo importante es volar!
Cuando se acercó Paquita le comenté lo tarde que venía. Es que
cambiaron la hora anteanoche, alegó. ¡Qué no pueden hacer si son capaces de
alterar el tiempo!, pensé.
Ɣ Hassan ha muerto, quizá aprovechase el cambio de hora y esté ahora en
alguna otra dimensión desconocida por nosotros.
Ɣ ¡Qué me dices!... tú y tus bromas, Adrián.
Me sentó como una patada en el culo que me llamase Adrián, pues yo ya
era Lev. Pero no me sentí con fuerzas en aquel momento para explicarle toda la
historia de mi cambio de nombre. El Zar anunció la muerte del Ciudadano 8.653
con su voz rasgada. ¡Hassan!, rectifiqué yo, ¡se llama Hassan!
La noticia sorprendió a Paquita y nos dio el pésame, de corazón. Quizá
aquel pésame fuese el único, pero me valió más que una condolencia del palacio
de la presidencia.
Como todos los expresidiarios y parados, Paquita llevaba una pulsera
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amarilla. ¿Qué habría hecho?, me preguntaba yo a menudo, pues no tenía mucha
pinta de yonki ni de criminal ni de nada por el estilo. Se fue alejando barriendo y
barriendo, haciéndole cosquillas al suelo. Añoré los árboles. Imaginé lo preciosa
que estaría nuestra plazoleta rodeada por ellos; y para entonces, época de la
caída de la hoja, tapizada con una alfombra turca de matices ocres. De chaval,
había trabajado temporalmente en las brigadas de limpieza de la hoja. Nunca
entendí esa tarea. ¿Por qué quitarles el protagonismo? Con lo bucólicos que
resultaban antes los parques… ¿Qué pensarían en aquellos tiempos los árboles?
Cuando les arrebatábamos a sus hijas, muertas a sus pies. La retirada de la hoja
suponía un doble atentado: contra la naturaleza y contra la poesía.
Seguimos comiendo y bebiendo en silencio hasta agotar existencias. El
Zar y yo últimamente no hacíamos muy buenas migas. Unas cuantas palomas se
acercaron a por las migas. A ellas les parecían buenas. No veáis con qué ímpetu
picoteaban, como intentando horadar el asfalto. Me crucé de brazos,
observándolas. Los animales no tienen que andarse por las ramas (alegoría que
perdió su sentido), con protocolos de convivencia; hacen lo que les pide el cuerpo
en cada momento. Si aquellas palomas representaban los instintos más básicos
de la naturaleza, la sociedad que nos execraba se encontraba en el lado opuesto:
en la artificialidad más falaz y deformada. Nosotros permanecíamos mucho más
cerca de las palomas: eso me alivió un poco. Seguí contemplándolas y advertí
cómo y cuánto mueven el cuello esas pícaras. ¡No paran nunca!
Me recordaban a Ernesto, las palomas; desde que ocurrió lo que ocurrió,
las pasadas Navidades. Su hazaña fue, durante una buena borrachera,
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desabrocharse la esclava y colgársela del cuello a una de ellas. Casi nos
morimos todos de la risa. Le costó mucho despegar, a la torpe ave, pero al final lo
logró y desapareció por entre los tejados. También desapareció Ernesto: esa
misma noche se lo llevó una patrulla y hasta ahí.
Ɣ ¿Dónde crees que estará Ernesto? –materialicé mis pensamientos.
Ɣ Ya sabes lo que dicen… que los mandan a la Guerra de la Antártida
–contestó de mala gana el Zar.
Seguidamente se armó con su zarrapastrosa muleta y me propuso ir a la
puerta del súper. De acuerdo, dije, y en un conato de rebeldía, como para vengar
a Hassan, a Ernesto y al resto de la Humanidad, sugerí que fuésemos por la calle
Santander. El Zar se negó en rotundo. Ya sabes lo que pasa si te pillan a estas
horas por ahí, ¿te has vuelto majareta?, replicó con su voz de recortada, si te
quieres suicidar, suicídate solo. Entiendo, entiendo, recapacité, y nos pusimos en
marcha, a su modo.
Serían las cinco pasadas cuando llegamos. Para esas fechas, el Sol se
echaba a dormir cada vez más temprano. Allí andaba, al fondo de la avenida
Duquesa Villahermosa. Casi daba pena verlo y todo. Parecía tan triste. Como si
se le hubiese muerto un familiar cercano o algo así. Llora, ¡llora!, le animaba yo
desde mis adentros, y me imaginaba una gran lágrima de fuego desprendiéndose
muy pero que muy lentamente de aquel colosal ojo amarillo y provocando un
gigantesco incendio en algún rincón del universo.
Eso hizo que recordase a los míos. Acaricié la piedrecita de ámbar de mi
colgante, regalo de mis padres. Pensé en mi hermano, en un tic que tenía muy
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gracioso de estirarse la camiseta a la altura de la tripa, en las comidas familiares
de los domingos, en que jamás me perdonaría no volver a verlos sonreír. A mí
también se me escapó alguna lagrimilla, algo más grande que la del Sol. El
incendio, en mi interior.
Si no te das cuenta lo borracha que va la gente a tu alrededor es que tú les
ganas. Había encontrado un bolígrafo cerca de un contenedor, y reflejándome en
el espejo retrovisor de una furgoneta, me había escrito en la frente LEV (creo que
hasta sangré un poco y todo, de lo que recalqué aquellas tres letras). Me suena
que en la puerta del súper discutí con una vieja. Solían requerir mi acreditación,
pues yo tenía la manía de resguardar mis brazos del frío sacándolos de las
mangas e introduciéndolos por dentro de mi chaqueta, al igual que un niño.
Seguramente le diría que era una vieja verde (por el juego de palabras con el
color de las pulseras de los ciudadanos normales), ya que me daba por ahí
cuando iba bolinga. El Zar se enfadó de lo lindo conmigo. Me espetó que si no
era serio, que para pedir en la calle había que serlo y dar pena y mostrar la
esclava ¡siempre! y que me fuera a tomar por el culo con mis historias, con mis
libros y con mis ‘mi-er-das’.
Le hice caso.
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Domingo, 11 de Diciembre de 2043.-
El ejército de inmigración de Estados Unidos exigía superar unas
determinadas pruebas para obtener el visado mejicano. Ya sólo me restaba la
última y más compleja: permanecer inmóvil bajo unos tubos que expectoraban
óxido de nitrógeno. Mientras tanto, varios soldados nos encañonaban con sus
rifles de precisión. Yo no podía ver el láser rojo proyectado en mi frente, pero no
os imagináis cómo me ardía el dichoso puntito. Tenía la sensación de que me
estaban trepanando el cráneo, olía a chamuscado… en mi cerebro. El nitrógeno
de por sí amarillento se tornaba negruzco si tu cuerpo revelaba alguna tara o
bacteria o virus. En ese caso: disparaban. Cuando empezamos, seríamos unos
quince aspirantes. Se habían escuchado ya seis tiros.
Mantenía la vista anclada en mi soldadito, que me señalaba serio con su
arma. Soñaba con escapar. Ansiaba salir con vida para embarcarme en la nave
espacial que me trasladaría a México, cuando irrumpió en la sala Ella. Todos los
rifles se olvidaron de nosotros y pintaron de rojo su frente, a modo de cuadro
puntillista monocromo.
Ɣ ¡Intrusa! ¡Identifíquese! –proferían las voces robóticas, cada vez más
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insistentes.
Un miedo atroz congeló mi cuerpo. La observaba paralizado. Imposible
mover los labios, parpadear, realizar cualquier mínimo gesto para intentar
salvarla. Me sentí el mayor de los cobardes. Ella, ajena a las amenazas policiales,
bajó lentamente la cremallera de su chaqueta negra de piel y mostró una gran
bomba atada a su cintura. Aquel tic tac hizo callar al mismísimo silencio. Justo
antes de la explosión, Claudia me miró y tiñó todo el universo de verde.
*** *** *** *** *** ***
Decidí convertirme en nómada hasta encontrar un buen sitio. En compañía
de mi multitudinaria soledad, comencé a escribir mis sueños, así como ideas y
tonterías varias que se me iban ocurriendo. El del ejército de inmigración de
Estados Unidos fue el primero de aquellos sueños. Algunos los deseché porque
me resultaba muy complicado redactarlos (ojalá algún día lo consiga). Introducía
mis escritos en una vieja caja de habanos (junto con mi colgante, bolígrafo,
pasaporte, visado y foto de mi Claudia rusa) y los escondía por ahí. Con mi
retorno a la Literatura, lamenté una barbaridad no poseer una copia de Ariadna,
mi humilde e inédita ópera prima, pues disponía de toda mi eternidad para pulirla
y abrillantarla.
Aunque, no tener tiempo para nada y tener todo el tiempo del mundo
producen una idéntica sensación de asfixia. Según parece, también necesita
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respirar, el tiempo. Y no pide permiso. Arrambla con tu oxígeno y, si te he visto, no
me acuerdo. Jamás en mi vida me he tropezado con gente más metódica y
egocéntrica que con el tiempo.
Confiando en no enmendar mi propósito, hice el propósito de enmienda de
beber algo menos, ya que cuando andaba muy piripi no acertaba a escribir tres
frases seguidas con sentido. A veces, releía mis papelajos y me reía como un
niño de medio año cuando su padre le pone cara de gilipollas para que se ría.
Ay… si los críos hablaran, dirían: papá, querido, déjalo estar… no me estoy riendo
contigo, sino de ti.
Asimismo, proyecté visitar alguna biblioteca municipal. Quizá diese con
una sita en calles secundarias, a la que podría acceder con menos problemas.
Tenía muy claro el tipo de libro que asaltaría: uno de ésos de mujiks, isbas,
samovares, maestros de postas, kvas, levitas, verstas, urogallos, troikas, iconos,
kopeks… ¡oh!, alabado sea, ¡amaba esos relatos rusos! Encima, yo, que ya no
era Adrián Azcona, sino Lev Kaliayev, flamante compatriota de los Pushkin y
compañía.
En fin, emigrar de la plazoleta del Somontano fue como visitar nuevos
países. Iguales, pero nuevos países. Y habría recorrido un par de kilómetros a la
redonda, no más. Paseaba por un parquecillo de los nuestros, investigándolo
todo, cuando se cruzó en mi camino una 5A (así llamábamos a las patrullas de
cinco agentes a pie). Me dieron el alto. Dudé un momento si aquel sucio espacio
era de cuarta categoría… Sí, sí, seguro, me dije, vi el cartel al entrar. Uno de los
de la 5A me plantó en las narices una esclava roja de ciudadano. Era la mía, con
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mi número bien clarito. ¡Joder!, pensé, ¿dónde diablos me la habré dejado?
Ɣ Ciudadano seis mil novecientos treinta y uno. Segundo extravío de
identificación. Apercibimiento. Queda notificado, siendo las diez horas
treinta y dos minutos cuarenta y siete segundos –declamó un agente,
dejando caer el brazalete en el suelo, a mis pies.
Antes, hacía como unas seis o siete Navidades –me explicó Ernesto en su
día–, las esclavas iban selladas; te las colocaban directamente los
policiudadanos, de tal forma que resultaba imposible quitártela u olvidarla en
cualquier sitio. Ahora simplemente te las proporcionaban, siendo el cierre un
sencillo botón; si la extraviabas, era tu problema. A la tercera, te llevaban
detenido. Resumiendo: necesitaban soldados para la Guerra de la Antártida, o al
menos ése era el rumor más extendido…
Sonó un clic cuando se reunieron los dos extremos de mi esclava. Me
acerqué a una fuente. Pulsé el botón y no salió lo que tenía que salir. Aquello
acrecentó mi sed, de venganza. Tomé asiento en un banco (de sentarse). Detrás
de mí, a unos dos metros, bajo un absurdo arbusto de plástico, dormiría
plácidamente mi cajita de habanos, con mis apuntes y mis documentos
reservados. Mis planes de futuro planeaban sobre mi cráneo pero ninguno se
decidía a aterrizar. Manejaba dos opciones principales: una era marchar río
abajo, lejos de la ciudad, construirme un refugio y buscarme la vida por allí; la otra,
olvidarme la esclava adrede y averiguar lo que sucedía realmente cuando te
apresaban los malos. Sin embargo, otros muchos pensamientos se
entremezclaban y entorpecían mi resolución: por ejemplo, la ilusión de haber
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vuelto a escribir me llenaba, a veces, hasta el estómago (lo prometo). Asimismo,
la sempiterna imagen de Claudia… no quería morir sin verla una vez más. Y, por
supuesto, mi nueva identidad secreta: Lev, Lev Kaliayev. Me encantaba el nombre
entonces y me sigue encantando ahora.
Las uñas de los pies me estaban matando. Crecían desenfrenadamente.
Comenzaban ya a dar la vuelta por debajo de mis dedos con la intención de
formar una especie de suela córnea, bastante incómoda, por cierto. Me descalcé
y saqué de mi bolsillo mi navajita para darles matarife. Eché un vistazo en
derredor. Objetivo: comprobar si había cristianos en la costa. Me sorprendí
cuando mis ojos tropezaron con los de una mujer de unos sesenta años que
permanecía de pie a escasos tres metros, observándome. Ella no desvió su
mirada. Fruncí el ceño, desconfiado. Me remangué para revelar mi esclava roja.
Ella me imitó. Su pulsera era verde (las verdes no contenían dígitos y eran mucho
más estrechas). Todavía me extrañé más. Con los parques de que disponen los
ciudadanos normales, con sus piscinas climatizadas, su hilo musical, sus
hologramas arbóreos… pensé, ¿qué diablos estará haciendo esta señora aquí?...
Por fin, dijo:
Ɣ ¿Puedo sentarme a su lado?
Ɣ Está bien –murmuré, muy intrigado, y le hice sitio.
Se presentó como Emma. Su voz era dulce y profunda. Me impresionó.
Jamás había escuchado a nadie hablar así. Sus densas palabras flotaban en el
ambiente, nos acompañaban. Gesticulaba suavemente con sus manos muy
abiertas, como amasando sus frases. No tenía miedo. Aparentaba ser libre, tan
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libre como un muerto.
Ɣ Busco a mi hijo Ernesto, desde hace ya diez meses. Lleva mucho tiempo
en la calle. Discutía con su padre a menudo y al final se hartó y se fue de
casa. Es alto y fuerte, con el pelo rizado, barba y las cejas muy pobladas,
de cuarenta y dos años de edad… Por casualidad, ¿no lo habrá visto o le
sonará de algo?
Sin lugar a dudas, sí. Sobre todo, por el detalle de las cejas
superpobladas. De hecho, Hassan lo llamaba de vez en cuando: Cejo. Muy buena
gente y gran compañero, Ernesto… hasta que desapareció el fatídico día en que
colocó su esclava en el cuello de una paloma.
Ɣ Encantado, señora. Mi nombre es Lev –dije, tendiéndole la mano–. No, no
me suena su hijo… ¿por qué zona se movía?
Ella no lo sabía con exactitud. Lo lamenté y me ofrecí para ayudarla en todo
lo que estuviese en mi mano (o sea: nada).
Ɣ Le voy a proponer algo, ¿cómo ha dicho que se llamaba?
Ɣ Lev, señora, Lev. Soy ruso.
Ɣ ¡Ah!, disculpe… Habla muy bien el castellano… Quizá le parezca raro lo
que le voy a decir, pero he de encontrar a mi hijo y no voy a parar hasta que
lo consiga.
Mientras la escuchaba, me mordía la lengua. Y me alegré muy mucho de
hacerlo. Porque si le hubiese sido sincero, confesándole que a su hijo Ernesto se
lo llevó una patrulla, quizá a la Guerra de la Antártida, seguramente no me hubiese
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propuesto irme a vivir a su casa. El caso era que yo debía cuidar de su marido,
incapacitado, hasta que ella diese con su hijo. No lo podía creer, cómo me alegré,
debí estirar mi sonrisa por detrás del cuello. De repente, la visión de mi esclava
aniquiló todas mis ilusiones recién nacidas.
Ɣ Señora, le agradezco mucho la propuesta… pero, ¿qué vamos a hacer con
esto? –pregunté, señalando mi brazalete.
Ɣ Dispongo de inhibidores… es arriesgado, también para usted. Pero el
riesgo es la mejor vitamina para el espíritu. ¿Qué me dice?
Me embelesó su definición de riesgo. No me quedó otra que asentir. Poco
tenía que perder, de todas maneras. Aguarde un momento, por favor, solicité, y fui
en busca de mi caja de habanos.
Ɣ Esto es todo lo que tengo, he de llevarlo conmigo –anuncié, sosteniendo
sobre las palmas de mis manos mi pequeño tesoro.
Ɣ No hay problema –contestó su voz de terciopelo, mientras se levantaba.
No le importaba un ápice lo que hubiese dentro de mi caja. La introdujo en
su bolso sin el menor interés. El Sol se hizo hueco entre las nubes e iluminó su tez
descubriendo multitud de finísimas arrugas. Sus labios fláccidos asomaron bajo el
carmín carmesí. Su mirada era noble, limpia. Emma encontraría a su hijo, tarde o
temprano, vivo o muerto, pero lo encontraría, sin duda, pensé.
Ɣ Disculpe, ¿le puedo hacer una pregunta?
Ɣ Sí, claro.
Ɣ La frase ésa de que el riesgo es la mejor vitamina para el espíritu me ha
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encantado, ¿es suya?
Ella asintió con una sonrisa y nos dirigimos hacia su casa evitando las vías
principales. La calle Barcelona serpenteaba vivaracha por entre el barrio de Las
Reliquias. Mi bienhechora, aparentemente tranquila, sin dejar de caminar, sacó un
inhibidor de su bolso y lo activó. Estamos llegando, me dijo, nada más entrar en el
portal, quítese la esclava y déjela en la acera. En varios segundos se
desintegrará.
Ɣ ¿Y luego? –pregunté, nervioso.
Ɣ Tardará usted una temporada en salir a la calle. Buscaré una solución. No
se preocupe por eso, Lev. Confíe en mí, por favor.
Obedecí. Me liberé de mi esclava. Emma vivía en el entresuelo izquierda,
en el número 35. La casa era vieja, la oscuridad acrecentaba la vejez y ambas
dos sumaban tristeza. El primer cuarto que visité fue el baño. Emma me invitó a
tomarme mi tiempo. Lo agradecí. Llené la bañera con agua calentita que parecía
provenir directamente de los géiseres del paraíso. Mi cuerpo desprendía residuos
de Cloaca Máxima. Me froté con una esponja rebosante de jabón verde
fosforescente hasta sacarme brillo. Mientras me secaba, el espejo me devolvió
una imagen de alguien que no era yo. Pero, ¿se ha equivocado alguna vez un
espejo? El espejo no yerra, sólo refleja el error. ¡Ése era yo! ¡Madre mía, cómo
había envejecido! Así una tijera y arramblé con mi barba y pelambrera. Puse todo
perdido. Entreabrí la puerta y llamé a Emma. Al fondo, se oía la televisión a un
volumen excesivo. Tuve que gritar: ¡Emma, disculpe!
Emma no surgió de la habitación del ruido, sino de otra: la de enfrente.
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Más adelante averigüé que se trataba de la cocina. Amablemente me propinó un
saco atestado de ropa usada que olía a lavanda. Señalando los matojos de pelo
del suelo, me dijo que no me preocupase, que ella lo limpiaría todo.
Ɣ ¡Ah! –añadió con una confidencial sonrisa–, le he dejado su maletita en su
cuarto.
Oculté mi timidez con una toalla enrollada en mi cintura. Ocupé la
habitación de enfrente del baño. Había una cama al fondo. Sobre la mesilla se
hallaba deslumbrante mi cajita de habanos. Me enganché al cuello mi preciado
colgantito de ámbar. Lo acaricié. Me acarició. Un armario se empotraba en la
pared, de la que pendía un reloj muy cuco. El resto, libros apilados y
desperdigados por doquier: las estanterías invisibles del caos. Evoqué
Opernplatz y confié en que nadie viniese a quemarlos. Nada más acceder a mi
suite, rememoré algunas de esas novelas en que el personaje principal se
encuentra en un lugar extraño, rodeado de Literatura. Me encantaba cuando leía
algo así, y ahora me sucedía a mí en la vida real. ¿Qué más podía pedir?
Sin pedirlo, Emma me acercó una bandeja con un gran plato de sopa
humeante, pan y embutidos. Será mejor que coma y que descanse, me aconsejó.
La sopa era un pequeño y sabroso mar. Mi cuchara, cual remo gigante,
provocaba un impetuoso oleaje. Mi sed desencadenó la sequía. Pesqué todas las
blancas anguilas que flotaban moribundas por la superficie y me las comí. No me
detuve hasta contemplar el fondo. Era gris con motivos florales. Escuché el
réquiem proveniente de mi estómago. Un par de horas más tarde se celebró el
funeral.
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Mientras tanto, seguía arribando el ruido de fondo de la habitación secreta.
Documentales de los nuevos desiertos del Planeta. Imaginé allí a su marido,
postrado en una silla de ruedas, babeante y con la mirada perdida en la gris
sabana africana. Con la tripa llena, me desnudé por completo y me introduje en la
cama. Las sábanas no eran de seda pero eran de seda. Hojeé varios libros,
concretamente Der Steppenwolf, de Hermann Hesse, me extrañó sobremanera
verlo en alemán. Con el interrogante todavía en la cabeza, me invadió un
cansancio devastador y me quedé profundamente dormido.
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Plúteno, 12 de Diciembre de 2043.-
Aquella noche soñé algo increíble. Recuerdo que al despertar saqué
rápidamente el bolígrafo de mi caja de habanos para apuntar las ideas
principales en una hoja, porque temía olvidarlo. Estaba realmente encantado con
el sueño, incluso llegué a pensar que obtendría un gran éxito aquel relato, por lo
original y lo inquietante. Pero lamentablemente, no conseguí escribir ni una
palabra. Se esfumó de mi mente en milésimas de segundo. Así, sin más. Se fue
por patas como un dibujo animado, sin dejar siquiera el reguero de polvo. Lo
lamenté muy mucho. Con absoluta concentración, hurgué durante un buen rato en
mi memoria, en vano. Claudia, en su día, me explicó que siempre soñamos,
todos. Lo que sucede es que sólo recordamos lo que nos permite nuestro
cerebro, que es algo así como un juez, un inquisidor de sueños: éste puede usted
recordarlo… éste no. Y parece ser inapelable, su sentencia.
Por lo tanto, y aunque esté convencido que nada comparable con aquel
sueño perdido, añadiré a continuación uno que tuve hace unos meses. Dice así:
Miré el reloj despertador. No lo podía creer. O se había estropeado el
dichoso aparatito o estaba alucinando. Un extraordinario vórtice de luz solar
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inundaba la habitación. Me levanté muy despacio de la cama, con la vista
ancorada en la ventana. Noté cómo mis pupilas se agazapaban tras mis ojos,
intimidadas por aquel sublime resplandor. Volví al reloj, confié haberme
equivocado. Nada, seguía igual. Marcaba las 3:28. Me acerqué a la ventana y la
abrí. El Sol se hallaba en el cénit, soberano, cegador. Resultaba imposible dar
con el disco. El cielo níveo, casi transparente, abría los brazos reverberando el
poder de su amo. Volví al despertador: 3:29. Por lo menos, eso funciona bien, me
dije. Me dirigí al cuarto de estar para verificar la hora en el reloj de pared: estaban
de acuerdo. Aturdido, me senté un momento en el sofá. La luz penetraba por
todos los rincones. A un lado y al otro del piso. Era como si hubiese un millón de
soles ahí afuera. Fui a la cocina y salí a mi pequeño balconcito. De nuevo, el
resplandor. Numerosos vecinos poblaban las galerías de la comunidad. Miraban
hacia todos lados, atónitos, como buscando una explicación. Colocaban sus
manos a modo de visera, procurando escrutar al Astro Rey, pero bajaban la
cabeza rápida e irrefutablemente. Cuando entré de nuevo en mi cocina, me topé
con el reloj del horno. Parecía decirme: sí, sí, las 3:30 de la madrugada, ¿se
puede saber qué diablos está pasando aquí?, ¡con tanta luz es imposible dormir!
Llamé a casa de mis padres. Contestó mi hermano, completamente
alterado.
Ɣ ¡Adrián!... ¡ay, la leche!, ¿qué está pasando?, ¿allí también es de día?...
¡esto es brutal!… León está como loco, no para de ladrar. ¡Algo malo va a
pasar, hermano!
Nada más colgar el teléfono, encendí la televisión. En casi todos los
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canales intentaron venderme algún producto irrisorio. Evoqué la famosa frase de
que la revolución no será televisada.
El portátil me dio la bienvenida con su clásica obertura. En internet sí
obtuve respuestas. Tanto en el continente americano, como en África, en Asia y
en las Antípodas, era de día. ¡En todo el mundo era de día! Y la noche… ¿adónde
se habría ido?
Lamenté no tener en la agenda el teléfono de H.G. Wells para que me
ilustrase. Seguí cavilando e imaginé el Planeta Tierra como una pizza gigante
gratinándose al Sol.
Las 3:47. Permanecí un rato asomado a la ventana contemplando la calle.
Extrañísimo verla tan vacía bajo un Sol tan formidable. Hacía bastante calor. El
silencio era artificial, molesto, filoso. ¿Y los pájaros?, me dije, ¿qué diablos
estarán haciendo? Por no haber no había ni palomas.
Todo el mundo planteándose las mismas cuestiones. Súbitamente me
asedió un miedo atroz. Por primera vez, pensé en el apocalipsis. Nostradamus.
Me vestí aprisa, con la intención de estar listo para no sé qué. Para correr, para
huir, para luchar, para llorar… Preparé café y, mientras lo saboreaba, me propuse
mantener la calma y estar muy atento. Ningún comunicado oficial. Ni en la red, ni
en la televisión ni en la radio. Me los imaginaba sentados en los formidables
sillones de sus despachos, a los mandatarios, nerviosos, hablando un millón de
conversaciones a la vez; sus asesores pululando por las salas contiguas,
devanándose los sesos, hambrientos de heroicidad.
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Eran ya las 5:18. Sobre las siete y media amanecía por aquella época del
año. Sin embargo, aquel día se había adelantado un poquito.
Telefoneó mi madre.
Ɣ Ay, hijo mío… ¿qué haces?
Ɣ Aquí, mamá. Esperando a que alguien diga algo.
Ɣ Tu padre dice que esto es lo contrario de un eclipse, ¿puede ser?
Ɣ No tengo ni la menor idea, mamá. Sólo sé que en tooooodo el Planeta es
de día, cosa que no es muy normal, que digamos.
Ɣ Ya, ya… madre mía, ¡si parece el fin del mundo!
Ɣ Bueno, hemos de estar tranquilos, mamá, que nosotros no podemos hacer
nada… sólo esperar a ver qué pasa.
Ɣ Hijo mío, casi que podrías venir aquí, con nosotros, con tu padre y con tu
hermano. Estoy muy preocupada. Juntos estaremos mejor.
Ɣ Mamá… no seas tan tremendista, mujer. No creo que sea el fin del mundo.
O por lo menos, no creo que ocurra todo tan rápido.
Ɣ Espera un momento, que se quiere poner tu padre.
Ɣ ¡Adrián!
Ɣ Sí, papá, aquí estoy. ¡Qué pasada!, ¿verdad?
Ɣ Jo que sí. Oye… y digo yo, esto es como un eclipse, pero al revés, ¿no
crees?
Ɣ Sí, algo así, papá. Me da que ni los científicos de la Nasa sabrán qué es lo
que está sucediendo en realidad. Es como si se nos acercase otra estrella
y tuviésemos, por un lado, el Sol de siempre, y por el otro, el nuevo astro.
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No sé, digo yo…
Ɣ Algo así debe ser, sí. Voy a ver si hace más calor afuera.
Escuché cómo se abría la puerta de la galería. Aquel sonido me era muy
familiar.
Ɣ Uf… madre mía… ¡qué calor, por Dios!, ¡se me va a joder la huerta!,
¿estás ahí, hijo mío?, ¿te has fijado que hace mucho más calor que cuando
ha amanecido a las tres de la madrugada?, ¡es sofocante!... ¡nos vamos a
asar!, ¡esto es el fin!
Intenté tranquilizar a mi padre mientras comprobaba que tenía razón. Abrí la
ventana del salón y en varios segundos comencé a sudar. El pastoso bochorno
(casi visible) invadió la estancia. Me entró un canguelo de campeonato. Mis
piernas tenían todavía más miedo que yo. Menudo tembleque. Me senté en el
sofá.
Ɣ Papá, ¿estás ahí? –se oía de fondo gritar a mi madre histérica y a mi
hermano pedir calma, no menos histérico.
Ɣ ¡Adrián!, ¡cierra las ventanas!, ¡cada vez hace más calor!, ¡cierra las
ventanas, enseguida! –voceó mi padre al otro lado de la línea.
No sólo le hice caso sino que, además, bajé todas las persianas de casa.
Le propuse hacer lo mismo. Se oyó un grito: ¡Martina, cierra todas las persianas!,
¡rápido!
Atisbé por una rendija que muchos de mis vecinos habían obrado de igual
modo; otros estaban en ello: el ruido de las persianas semejaba al de dar cuerda
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a un reloj gigante. Realmente era como darnos cuerda a nosotros mismos, en un
feroz instinto de supervivencia; como si nos rebelásemos contra el cambio,
negándonos a asimilarlo. Pero aquella rebelión se me antojaba cobarde. Y no
creo que casen mucho los términos rebelión y cobarde. Cerrábamos los
párpados de nuestras ventanas y nos sentábamos a esperar en nuestros hogares.
Cuales ciegos farsantes. Imaginé que comenzaban a llover padrenuestros.
Millones de ave maría habrían saturado las líneas telefónicas divinas. A pesar de
ejércitos de última generación, de bombas nucleares, de escudos antimisiles: la
humanidad estaba inerme. Sólo podíamos mirar al cielo, y ni siquiera lo
hacíamos. Confiar exclusivamente en Dios es decir adiós a tu valor.
El timbre del teléfono disipó mis elucubraciones.
Ɣ ¡Adrián!, ¿has visto?, ¡madre mía!, ¿qué diablos está pasando en el
mundo?, ¡esto es una locura!, ¡joder!, ¿allí también sucede?
Escuché atónito aquellas atropelladas palabras de mi hermano. Preferí no
preguntar y comprobarlo por mí mismo. Subí con decisión la persiana de mi
cuarto de estar y me quedé boquiabierto. Lo que vi me desconcertó por completo.
Enarqué las cejas, estupefacto. Mis ojos se abombaron. No fui capaz de articular
una palabra durante varios segundos. Los segundos en los que constaté que era
otra vez de noche. Como si Dios, tan campante, pulsando un simple interruptor,
hubiese apagado la luz de nuevo. Como si a Dios le hubiese despertado un
hambre atroz, y después de la comilona se hubiese acostado otra vez. Brutal.
Por fin, el pánico me concedió una tregua y respondí a mi hermano con
más exclamaciones asombradas. Nos aventuramos en la búsqueda de alguna
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explicación, y ya podíamos haber rastreado en las entrañas del infinito, que nanay.
El reloj marcaba las 6:02 y era de noche, como de costumbre. Una hora y media
más tarde amaneció. Así pues, alrededor de dos horas y media duró aquel
extraño amanecer en medio de la noche. Todo volvió a la normalidad.
Los días postreros, el mundo entero era un rumor. Sólo hubo un
comunicado oficial de Naciones Unidas, refrendado por la totalidad de los países,
con la excepción de Suazilandia. Sin embargo, desde Kamchatka hasta Ushuaia,
la gente hablaba y comentaba lo sucedido. Aquel torbellino de chismorreos me
hizo recordar lo que le ocurrió a Chíchikov en Las almas muertas de Gógol,
cuando toda la ciudad de N. conjeturó sobre él.
La versión de Suazilandia (mejor dicho, la de su rey), minúsculo estado del
Sur de África, fue la que sigue: aquel amanecer improvisto constituyó un punto de
inflexión; desde entonces, el tiempo iba marcha atrás. Y cuando desanduviese
todo el camino, ADIÓS. Sin lugar a dudas, me gustaba esa opción muchísimo
más que la ofrecida por Naciones Unidas: la formidable onda lumínica expansiva
provocada por la explosión de la estrella Haven, a trece millones de años luz.
Ahora, turno de rumores y anécdotas. Como era de suponer, los más
religiosos estaban convencidos de que todo había sido obra de Dios, a modo de
advertencia. El miedo es el maná de las religiones. Un camionero de Illinois
afirmó que, minutos antes del insólito amanecer (así es como se bautizó al
acontecimiento), divisó una espectacular nave extraterrestre en el cielo. En la
zona de Asia era de día cuando sobrevino el incidente. El fenómeno consistió allá
en que las nubes y las lluvias se esfumaron como por arte de magia. El gobierno
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de Malasia acusó a Singapur de rociar gases tóxicos en la atmósfera para
erradicar a las hijas de Néfele y atraer el turismo. Los raelianos de Corea del Sur
se reunieron en un poblado a las afueras de Seúl, para aguardar juntos la llegada.
Sermonearon que más temprano que tarde comparecerían los alienígenas para
dejar las cosas claras, entre ellas, que son nuestros creadores. En Japón, se hizo
muy famoso el bebé recién nacido del primer ministro. Se ve que caía una tromba
de agua descomunal sobre Tokio y, en el mismo instante de su alumbramiento,
desvanecióse la lluvia y brilló un Sol imponente. Con sólo unos días de vida, ya
estaba llamado a ser el futuro presidente. Le apodaron el samurái del sol
naciente.
Y así podríamos seguir contando las mil y una. El insólito amanecer se
convirtió en el mercado emergente más rentable. Se olvidaron el hambre, las
guerras, los robos, las catástrofes naturales, los asesinatos, la opresión, las
pandemias. No había suficientes científicos para tanto medio de comunicación
correveidile.
El domingo era apacible. Habían transcurrido tres semanas ya desde el
incidente. Leoncito siempre me esperaba en la puerta. ¡Hola chulo!, saludé, y le
hice un par de minutos de caricias. Seis besos en total: para mi padre, mi madre
y mi hermano. El menú, de plato único: rancho. ¡Me encantaba! Bien de patata, de
chorizo y de caldo. Salí a la terraza. Al fondo se divisaba la ciudad como una
mancha de prisa. Ya en la mesa, dale que te pego al rancho, me extrañó bastante
que no saliese a relucir el tema del momento.
Ɣ Bueno, ¿y qué pensáis vosotros?, ¿habéis escuchado algo nuevo?
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Ɣ ¿Sobre qué? –contestó mi padre frunciendo levemente el ceño.
Mi hermano y mi madre también me interpelaron con sus miradas.
Ɣ Pues sobre el insólito amanecer, ¿sobre qué si no?
Ahora el entrecejo de mi padre se arrugó pero de verdad. Mi madre y mi
hermano hendieron en mí sus ojos. Parecían molestos. Como si hubiesen
prohibido hablar del tema y yo estuviese quebrantando la norma. Esperaban mi
respuesta, y yo, sorprendido ante su extraña actitud, no atinaba a contestar. En un
arranque de sentido común, prorrumpí:
Ɣ ¡El insólito amanecer!, ¿qué pasa?, ¿no lo recordáis?, ¡si está a todas
horas en la tele y en la radio!, ¡pero si no se habla de otra cosa!... ¡os
comportáis raro!... como si os hubiesen lavado el cerebro o algo así…
Muy lentamente, se pusieron en pie, los tres a la vez, maquinalmente, sin
dejar de mirarme. Yo los observaba atónito, ¡patidifuso!... ¿qué diablos les estaba
ocurriendo?, ¿sería una broma?... Durante unos segundos cruzaron miradas entre
ellos y por fin alguien rompió aquel opresivo silencio.
Ɣ Ciudadano seis mil novecientos treinta y uno –dijo mi padre con voz
robótica, mientras se quitaba la máscara, desvelando el rostro de un
agente policiudadano–, muéstreme su esclava.
Mi corazón comenzó a palpitar desde su púlpito. Gotas de sudor perlaron
mi frente. Busqué compasión en mi madre y en mi hermano pero se habían
convertido también en policiudadanos. Tanteé con la mirada mi esclava roja, pero
no tenía brazo izquierdo. Tampoco derecho. Preso de la histeria, intenté
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levantarme para echar a correr. Me resultó imposible. Estaba anclado en una silla
de ruedas. Vi sonreír al que antes era mi padre. Se me acercó pausadamente y
me agarró del cuello del jersey. Cual muñeco de trapo o bolsa de la compra, me
bajó por las escaleras. Ya en la calle, me arrojó a la parte trasera del coche
patrulla, como una colilla. Quedé boca arriba en el pétreo asiento. Giré el cuello y
vislumbré mis piernas (aunque no tenía la sensación de que fuesen mías,
precisamente): formaban dos raquíticas, sinuosas y penosas eses. Comencé a
llorar amargamente. Camino a Dios sabe dónde, anocheció.
*** *** *** *** *** ***
Al despertar ese plúteno me costó lo mío saber dónde demonios estaba.
Reposaba sobre una cama, desnudo, y no tenía frío ni me dolían los huesos. Tras
un chispazo en mi cerebro, recordé a Emma. Suspiré lentamente y sonreí como
un tonto feliz. Ya hice referencia anteriormente al fallido intento de transcribir mi
sueño de aquella mi primera noche en el número 35 de la calle Barcelona.
Las manecillas del reloj de pared señalaban las once y cuarto. Tenía
bastante mono de vino. Llamémosle sed concreta. Me dio los buenos días a su
manera el funesto volumen del televisor, que atravesaba la pared y se erigía en
dueño absoluto de la casa. Podía entender perfectamente que el documental
trataba sobre los últimos leones marinos de Península Valdés. Me levanté de la
cama y me vestí con un chándal gris. Me iba gigante. Probé con otra ropa:
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idéntico problema.
Con los pantalones a rastras y las mangas colgando, abrí la puerta de mi
habitación y me asomé al pasillo. El cuarto de la televisión estaba tan cerrado
como el día anterior. Pasé al baño y me llevé un buen susto al verme reflejado en
el espejo: ¡menudos trasquilones!
Ɣ ¡Señora Emma!, ¡disculpe! –dije alzando la voz, combatiendo el cuantioso
volumen del televisor.
Al no obtener respuesta, volví a intentarlo, elevando mi tono. Nada. Avancé
por el pasillo hacia el ruido. Mi curiosa oreja derecha se apoyó en la puerta del
pandemónium. Ahora les tocaba el turno a las liebres de Península Valdés,
también llamadas maras patagónicas, según aclaraba el narrador. Llamé y la
madera dijo toc toc. Enseguida abrió Emma. El ruido del televisor estalló en mi
cara. Buenos días, Lev. Pase, tenemos que hablar.
Aquel cuarto tenía mucho de especial. La penumbra creaba una densa
atmósfera, como cargada de innumerables secretos. Ésa fue mi primera
sensación. La única luz provenía de la pantalla de la tele. En la pared en la que
debería hallarse una ventana, se erigía un mueble estantería hasta el techo,
repleto de libros y discos de vinilo. El marido de Emma ni siquiera me miró (yo
hice lo contrario). Presidía la habitación en su silla de ruedas, absorto en el
televisor. Cubría sus inertes piernas una recia manta, sobre la que dormitaba un
gato rubio con las patas blancas. Tomé asiento junto a Emma, en un cómodo
aunque frío sillón de piel.
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Había que gritar pero bien para hacerse entender allí. Emma, forzando
muchísimo su voz, me presentó a su marido Emilio y comenzó a explicarme su
historia. Ya no era tan dulce su entonación, sino estridente. Vo-ca-li-za-ba mucho,
luchando contra el estruendo. Me preguntó qué tal había dormido y me anunció
que en unos minutos me ofrecería algo para desayunar. No os imagináis cuánto
me irritaba el estrépito del puto televisor, me penetraba por las sienes y me
estallaba en la cabeza. Pensé en lo molesto que debía ser para los vecinos.
Pensé en por qué diablos no lo bajaban un poco. Pensé en que me importaba una
mierda que Península Valdés estuviese desapareciendo del mapa. Pensé en que
apenas me dejaba respirar semejante barahúnda. Pensé en que el señor Emilio
quizá estuviese también hasta el gorro del bullicio. Creí volverme loco, y apenas
llevaba un par de minutos en el cuarto. De verdad que no había manera de
concebirlo. Emma debió leer mi pensamiento, porque cogió el mando a distancia,
pulsó el mute y se hizo el silencio.
La madre de Dios. ¡Cómo se puso aquel vejete! Como si rociases a
Mefistófeles con un litro y medio de agua bendita. ¡Catatonia! Era todo espasmos
y convulsiones, a una velocidad de vértigo. Un cruel exorcismo. Igual que
presionar el forward en el radiocasete del tiempo. El gato salió volando y se
escondió bajo una mesita. Prefería yo, sin duda, el bullicio de la tele a ver aquel
señor así. Qué diablos, ¡añoré el alboroto televisivo!... Daba la sensación de que
Emilio estaba al borde del colapso. Aquellos pocos segundos se me hicieron
eternos. Recibí con un suspiro balsámico el disparatado volumen del televisor,
puesto que el vejete se tranquilizó por completo. ¡Qué alivio!
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De aquel extraño modo Emma me lo explicó. Comprendo, le dije con una
cómplice mirada. Ya no me resultaba tan estruendosa la tele. Qué cosas.
Digamos que lo acepté con resignación.
De repente el tigrecito en miniatura regresó a escena y de un saltito se
acomodó en su manta.
Las palabras de Emma crearon en mí cierto desconcierto. Mientras la
escuchaba vociferar de nuevo, escruté a Emilio combatiendo la penumbra y
ayudado por los flashes que proyectaba el televisor. Su marchito rostro parecía
maleable. Sus ojos me recordaron a los relojes blandos de Dalí. Era
completamente calvo, con numerosos lunares salpicados por su cara y cuero
cabelludo. Tenía sesenta y nueve años, pero semejaba nonagenario. Vestía una
bata marrón oscura. Su rictus carecía de emociones. Estiraba el cuello, como si
su cabeza intentase escapar de su cuerpo. Observaba maquinalmente la tele,
abúlico. Quizá hubiese contemplado con el mismo desinterés una pecera repleta
de incansables carpines rojos acompañados por un par de serios y orgullosos
peces payaso olisqueando las piedras del fondo marino en búsqueda de comida
con tres sonrientes peces loro jugando al escondite por entre unas rocas
abovedadas y un solitario y tímido pez león inspeccionando cada detalle de un
velero hundido réplica exacta del famoso Vasa… que una pecera vacía.
De tanto que había chillado Emma, imaginé sus cuerdas vocales de acero
fundido. Su última frase:
Ɣ He de encontrar a mi hijo.
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Fue a la cocina y me trajo en una bandeja un vaso de leche con galletas. El
gato levantó su cabecita esponjosa y me observó desayunar, con envidia felina.
No te voy a dar, pensé.
En el pasillo, de vuelta hacia mi cuarto, pregunté a Emma sobre el Lobo
Estepario: ¿hablan ustedes alemán? Ella me explicó que pulsando en unas
casillitas de la contraportada de los libros podía elegir el idioma. Una vez
tumbado en la cama, me fijé en mi chándal: ya no me sobresalía por todas partes.
Se había reajustado a mi cuerpo. Ropa inteligente. Modernidades en una casa
cuyo mobiliario se remontaba al siglo XX. Mientras hojeaba una vieja y preciosa
edición del Ulises de Joyce, tumbado en la cama, retorné a las palabras de
Emma. Sentí muchísima pena por su marido. Creí por completo todo lo que me
contó. A primera vista, quizá resultasen teorías un poco descabelladas, pero en
los tiempos que corrían cualquier cosa era posible.
A partir del lunes debía hacerme cargo de Emilio. Emma recorrería la
ciudad de cabo a rabo en busca de su hijo y sólo vendría a casa a dormir.
Pobre… me dije, y me volví a sentir algo bastante miserable por no revelarle que
conviví con Ernesto en la plazoleta del Somontano. Me enseñó la cocina y me dejó
todas las instrucciones para el cuidado de su marido apuntadas en un folio.
Medicamentos varios, dieta y limpieza de la sonda, básicamente. Asimismo, su
número de pulsera, para llamarla en caso de emergencia (las pulseras verdes
eran algo así como ordenadores personales). Según me comentó Emma, todas
las esclavas (rojas, amarillas y verdes) contenían un nanoprocesador que
informaba a las autoridades a tiempo real de nuestras actividades diarias. Los
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gobernantes mantienen un control atroz sobre la población, si no, fíjese lo que le
han hecho a mi marido, señaló.
Menos mal que, para el mundo y también para ésta, mi historia, desde
Lucifer, no han dejado de existir rebeldes.
Ya con el pijama puesto y arropado entre las mantas, tropecé en el Ulises
con la siguiente frase: ‘Pensamiento es el pensamiento del pensamiento’.
Permanecí un rato pensando en ella. Mientras tanto, a saber en qué estaría
pensando mi pensamiento.
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Sábado, 18 de Diciembre de 2043.-
Otro problema añadido. Aunque no es muy decoroso llamar a un hijo:
problema. Lo siento, hijo mío, pensé, mientras lo miraba y le acariciaba la
espalda. Lo había encontrado a mi lado nada más despertar, jugueteando por
entre la cama. Debió nacer esa noche, no sé si por esporas o por huevos, pero
allí estaba. Sonriente, estrenando vida, mirándome con ojitos tiernos y
penetrantes. Más raro que su inesperado alumbramiento era su tamaño: me cabía
en la palma de mi mano, todo él. Mejor, me dije, menos problemas para
esconderlo. Además todavía no hablaba. Gesticulaba muchísimo, pero no emitía
un solo sonido por su boquita de piñón. Vestía un mono vaquero muy gracioso. No
sé quién diablos se lo habría puesto o si nació con él, pero así iba el tío. Estaba
más majo que las pesetas. Me gustó mucho, mi hijo, la verdad sea dicha. He de
añadir que para nada en el mundo me lo esperaba, como podréis imaginar. Sin
embargo, desde el primer momento me sentí padre. Como con un diploma de un
curso de formación parental de 500 horas pegado en la frente.
Un padre sabe perfectamente si un hijo es suyo o no. O no. Yo sí lo sabía.
¡Era igualito a mí! Qué feo va a ser el pobrecito, pensé… podía haber salido a su
madre. Cuando se enterase Claudia se iba a armar la marimorena. De eso se
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trataba: de que no lo supiera. Porque… a ver cómo le explicaba yo que teníamos
un hijo.
No viene a cuento ahora, pero irrumpió en mi cabeza la siguiente reflexión:
¿a qué fin las universidades invisten tan a menudo con su Doctor Honoris Causa
a politicuchos del tres al cuarto? Queda escrito.
Me levanté de la cama y me vestí. Mi hijo no dejaba de mirarme. La madre
que lo parió si era majo y divertido. Preparé café y le eché un poco en un chupito.
Joder cómo le gustaba al pícaro. Bebía como un gatito, haciendo revolotear su
lengua. Le ofrecí más. Se puso como una moto. Cómo bailoteaba por encima de
la mesa, ¡por Dios!... lo teníais que haber visto. Cual bebé gorrión ebrio que
todavía no ha aprendido a volar. La alegría personalizada. ¡No paraba de reír!...
Menos mal que no le añadí unas lágrimas de whisky al café...
Hala, hijo mío, vámonos, ¡al tajo! ¡Lo que me voy a ahorrar en guarderías!,
me dije, lo metí en el bolsillo interior de mi chaqueta y nos largamos. Camino a la
oficina, anduve eligiendo un nombre para él. Porque lo tendría que bautizar,
¿no?... Estaba pensando en Federico, cuando me telefoneó Claudia. ¡Qué
nervioso me puse! Sólo quería saludarme y preguntarme qué tal. Algo debió notar
porque me insinuó que estaba raro. Voy con prisa, me excusé, luego te llamo.
Decidido: Federico. Abrí mi chaqueta furtivamente y ahí estaba el tío, tan
campante. Me sonrió. Federico, le dije, te voy a llamar Federico, ¿te gusta?
Volvió a sonreír. ¡Vaya, le encantaba! Qué alegría me llevé. Entré a trabajar con
una sonrisa que casi no quepo por la puerta.
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Menudo expediente me tocó fotocopiar. Como ocho mil páginas. Una a
una, ya que era muy antiguo y no me permitían quitar las grapas, no se fuera a
desmontar. Comencé a preocuparme seriamente por Federico. Probablemente
no sería muy saludable para él, tan joven, la emisión de los rayos ultravioleta de la
fotocopiadora. Así que me dirigí al despacho del director.
Ɣ Disculpe, señor. Me estoy mareando. He pasado una mala noche, voy a
bajar un momento al bar, con su permiso.
Ɣ Está bien, Azcona, está bien. Tómese un descanso –accedió, y añadió
enseguida–… pero vuelva.
Ɣ Claro, señor, claro, descuide.
En la calle inspiré libertad y espiré esclavitud. Decidí ir al parque con mi
hijo, no volver al trabajo. De vez en cuando lo miraba. Estaba dormidito, Federico.
Sobresalía su cabecita del bolsillo interior de mi chaqueta. ¡Para comérselo!
A la altura del hospital me pitó un coche. ¡Era Claudia! Paró su vehículo y
me preguntó adónde me dirigía. Nada, de recados, contesté. Ella disponía de
algo de tiempo libre y me propuso tomar un café. No me quedó otra que aceptar.
¡Joder!, ¡qué mala suerte!... Menos mal que Federico dormía, que siguiese así un
rato, ¡por Dios!, supliqué a no sé quién, quizá a Hipnos.
Pues ni caso. Mientras Claudia me estaba contando algo sobre una tarta
de manzana que planeaba cocinar, notaba que Federico se estaba despertando.
Me hacía cosquillas el bribón. Miré de reojo a mi chaqueta. Miré a Claudia: ella
también miraba hacia mi chaqueta. ¡Mierda!
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Ɣ ¿Se puede saber qué llevas ahí, Adrián?... ¿algún pajarico o algo así?, ¿es
que te has vuelto loco?
Ɣ Sí… Sí… un estornino, me lo he encontrado antes por ahí, moribundo…
ahora lo soltaré por el parque.
Ɣ A ver… enséñamelo…
Prefería bajarme los pantalones y exhibir mi pajarito delante del todo el bar
que mostrarle a mi Federico.
Ɣ No, no, será mejor que no, Claudia… está muy asustado. Dejémoslo
descansar tranquilamente. He leído que estos pájaros de bebés padecen
fotofobia.
Aceptó Claudia mis pretextos. No obstante, durante nuestra plática,
Federico se movía cada vez más y más. Mi chaqueta cobraba vida propia. Recé
al Dios de las Jaulas para que no se escapase de mi bolsillo. Demasiado tarde,
porque con una espectacular pirueta se posó Federico en la mesa, tan radiante
como siempre.
De una pieza se quedó Claudia. Balbució algo y me lanzó una mirada de
hielo y fuego. Mis hombros se encogieron, presa del pánico. De todas maneras,
me dije, yo no soy culpable. Yo no he encargado que me trajesen hoy a Federico.
Ha nacido él porque sí. Intenté explicárselo pero Claudia no me escuchó. Se
metió a mi hijo en su bolso y salimos del bar pitando.
Ɣ ¿Adónde vamos? –pregunté aterrado, ocupando el asiento del copiloto del
coche.
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Ɣ Espera y verás –contestó seria.
Ajeno al hostil ambiente, Federico asomó por el bolso de Claudia y
comenzó a investigar y a dar vueltas por el coche como un loco. Me quedé
observándole: no había visto una cosa más salada en mi vida. Su cara de granuja
me recordó un poco a los macacos de la cordillera del Atlas (salvando las
distancias).
Ɣ Es muy majo –le comenté a Claudia, señalando a Federico.
Ɣ ¿De dónde lo has sacado? –replicó enfadada.
Ɣ Ha aparecido en mi cama, esta mañana. De verdad, ¡créeme!
Nada, no había manera. Seguía igual de enfurecida, conduciendo a
volantazos, acelerones y frenazos.
Ɣ Claudia, tranquilízate un poco, por Dios –lo seguí intentando–. Es nuestro
hijo. ¿Por qué no lo aceptas?, ¿acaso crees que no es tuyo?
Silencio.
Súbitamente Federico inició su escalada por el cambio de marchas y con
una agilidad fabulosa se instaló en el salpicadero. Observó tras los cristales. ¡Qué
rápido va el mundo!, debió pensar.
Ɣ Federico –anuncié–, se llama Federico. Se me ha ocurrido de camino al
trabajo. ¿Te gusta?
Claudia ni siquiera me miró. Sólo conducía velozmente hacia Dios sabe
dónde. Procuré calmarla varias veces más, en balde. Sin embargo, recibí la
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inesperada ayuda de mi hijito Federico. Bajó éste hasta las piernas de Claudia y
se acurrucó contra su barriga. Claudia lo observó, y aunque se intentó hacer la
dura, a punto estuvo de caérsele la baba (hubiera duchado a Federico). Sonreí al
contemplar la tierna estampa.
Ɣ Míralo –dije–, te quiere. ¿Aún no te das cuenta de que eres su mamá? Si
no, ¿por qué busca el calor corporal materno?
Al fin se suavizó mi querida Claudia. Acarició con un dedo a Federico en la
cabecita. Éste se refrotaba como un gatito contra su esponjoso jersey.
El coche se detuvo. Claudia introdujo a Federico en su bolso y nos
apeamos. Sentí un escalofrío al advertir que nos hallábamos en el cementerio. La
miré horrorizado en busca de una explicación. Ella seguía su camino sin
prestarme atención. Atravesamos la zona de los panteones repletos de flores y
arribamos a los nichos de los mortales. Claudia se detuvo. Cuando leí el nombre
del difunto casi me da algo. ¡Era el mío!, ¡mi tumba!, ¿mi tumba? Grité como un
poseso. ¡Claudia, estoy aquí!, ¿pero qué diablos estás haciendo?, ¿a quién
pertenece esa tumba?, ¡estoy vivo!, ¡tócame!, ¡por Dios!
Siguió sin mirarme. Debía ser invisible yo. O estar muerto realmente. Sentí
un brutal combinado de impotencia, pena y rabia. Como lo que deben sentir en
África. Claudia sacó a Federico del bolso y ambos, cabizbajos, quedáronse un
rato contemplando mi tumba. Mi epitafio rezaba lo siguiente:
“El tiempo que pierdes en vida lo utiliza tu muerte para vivir eternamente”.
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*** *** *** *** *** ***
Mi sed concreta perdía fuerza. Si la vida me brindaba esta oportunidad,
¿por qué no bebérmela antes que el vino?... Cuando entré en la cocina, eché de
menos el platito con las medicinas de Emilio que todos los días me dejaba
preparado Emma. En busca de su hijo, se levantaba muy temprano y llegaba muy
tarde por la noche. No la había visto desde el lunes.
De todas formas, un folio manuscrito me recordaba las instrucciones.
Tropimascina, rolestigmina, seldontamina, ginbikolina, lesodiazepina y vitaminas
B9 y B12. Preparé el mismo platito con las pastillas. Advertí que era la última
cápsula de seldontamina. Lo apunté en una nota y la dejé encima de la cama de
Emma.
Lo menos bueno de mi nueva vida seguía siendo el estruendo del
televisor, sobre todo por las noches. Enseguida me hice muy amigo del gato. No
tenía ni la menor idea de cómo se llamaba y lo bauticé a mi gusto: Federico (en
honor al sueño que había tenido esa noche). Supuse que sería varón. Emilio no se
movía, no hablaba, sólo veía la tele. O eso aparentaba. ¿En qué diablos estaría
pensando? No dejaba de preguntármelo. Quizá viviese en una continua
ensoñación, o quizá su mente se integrase en un universo miasmático. Me
producía una pena horrible. Sus ojos eran tan tristes como: el mejor caviar ruso
servido en una bandeja de cerámica turca sobre la arena blanca de una playa de
las Islas Seychelles bajo un cielo dorado por el Sol: pudriéndose. Sentado a su
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lado, observándole, escribí:
‘El humor canceroso del alma. El anhelo de ingravidez de una bomba
atómica. El silencio viscoso. La vacuna del sida tetrapléjica y muda. La tristeza es
el paraíso de la muerte. El aborto de la rabia. La suciedad invisible. El onanismo
del hermafrodita estéril. La tristeza es la sonrisa del patíbulo. Las muletas del
camino. El muñón de Dios. La tristeza lo es todo’.
Según me contó Emma, Emilio trabajaba en el DCD (Departamento de
Control Digital). Era una persona completamente sana y de una semana para otra
enfermó de tal modo. Estaba segura de que le inocularon un virus. Sus jefes
sospecharon que Emilio había sustraído algunos elementos del laboratorio, pero
no consiguieron demostrarlo. Y de aquel amistoso modo se lo quitaron de
encima. En efecto, Emma me confesó que su marido había hurtado algún
inhibidor y varias esclavas, con la intención de facilitar a su hijo Ernesto la vuelta a
casa.
A las nueve en punto de la noche, cambié la bolsa colectora de la sonda de
Emilio y lo acosté. Me fui a mi hermoso cuarto, plagado de Literatura Universal.
Los libros son muy orgullosos, solitarios y cerrados para con sus congéneres;
pero muy próximos, amables y abiertos para con los humanos.
Yo, cada vez más, me sentía libro humano.
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Domingo, 19 de Diciembre de 2043.-
Yo no era invisible. Simplemente un hiperhombre. Emigré de la Tierra en
busca de semejantes. Piloté mi nave durante largos espacios de tiempo a través
de la gran noche cósmica. Hambriento, ultradescendí a un pequeño planeta
ignoto. La alegría me desbordó cuando advertí que pequeñas y misteriosas
criaturas se acercaban para recibirme. ¡Por fin alguien conseguía verme!
El suelo oscilaba. Estaba recubierto por una película líquida, viscosa y muy
oscura de unos cincuenta centímetros, debido (aparentemente) a que la
atmósfera se licuaba constantemente. Algo así como alquitrán flotante. Aquellos
extraños seres asomaban sus cabezas justo por encima de la pátina que tapizaba
la superficie. No logré distinguir si poseían extremidades inferiores. Quizá sólo
fuesen cabezas andantes. Se arrastraban muy lentamente hacia mí. Habría
alrededor de tres mil unidades.
Súbitamente, se agruparon todas las cabezas y crearon una imponente
estructura helicoidal. La gigantesca tuerca comenzó a girar endiabladamente,
como si Dios estuviese perforando el planeta con su taladro percutor. Sentí cómo
se resquebrajaba la corteza. El estrépito era insoportable. El líquido viscoso se
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esparcía por doquier: una explosión de oscuridad.
Cuando retornó la calma, mi nave, la gran tuerca y la película viscosa
habían desaparecido. Me hallaba en una especie de desierto. Todo era desierto.
El cielo era desierto. No era capaz de distinguir un horizonte. Me rodeaba un
abismo cercano. Comenzó a faltarme el aire, como si el desierto me estuviese
engullendo. Me vi dentro de un pequeño reloj de arena. Ésta, caía en cascada
sobre mí, irremediablemente.
*** *** *** *** *** ***
Desperté con un miedo espantoso. Jadeante. Asimilé, lentamente, que
sólo se trataba de una pesadilla.
La intriga me condujo hacia la habitación de Emma. La nota que le había
dejado el día anterior, seguía durmiendo allí, sobre su cama. Tampoco había
venido esa noche a casa. El rostro exangüe de Emilio cubierto de vómito
exacerbó mi desasosiego. Lo lavé rápidamente. Respiraba. Respiré. Temí que la
causa de su indisposición fuese la carencia de seldontamina. Resolví llamar a
Emma, incluso me reproché no haberlo hecho antes.
Sólo tuve que pulsar en una pantalla táctil que se encontraba en el pasillo
los veintiséis dígitos que me indicó: el número de su pulsera verde. La verdad es
que me quedé ahí en medio, esperando una respuesta, como un tonto, mirando
hacia todos lados, buscando un altavoz que me hablase o algo así. Pero nada.
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Sólo el silencio del ruido del televisor. Volví a llamarla como unas diez veces más
a lo largo de la mañana, con idéntico resultado.
Me encantaría que los humanos ronroneásemos. Aunque me temo que si lo
hiciésemos, no seríamos humanos. ¡Dejemos de serlo entonces!... Después de la
comida, tumbado en la cama, con Federico ronroneando a mi lado, blandí mi
bolígrafo. Antes de escribir un solo trazo, pensé en los grandes, como Nietzsche,
Zola o Dostoievski. Las frases realmente buenas son aquellas en las que es
imposible sustituir una sola palabra, me dije. Por tanto, el silencio es perfecto.
Pero demasiado fácil, luego su perfección es fútil. Escribí: ‘Yo sólo pretendo
seguir pretendiendo’. Guardé la hoja, el bolígrafo y mi colgantito de ámbar
(siempre me lo quitaba para dormir) en mi caja de habanos y en un santiamén
concilié el sueño.
Me levanté medio zombi de la siesta y preparé la cena de Emilio. Federico
se acercó contoneándose entre mis piernas. Le lancé varios trozos de jamón de
york. Se los zampó al vuelo. Sus ojos melindrosos me rogaron: ¡más! No me dejé
persuadir.
Ɣ Vamos, Federico. Es hora de cenar para tu amo.
El taimado felino se dirigió hacia el fragoroso cuarto oscuro. Le seguí.
Con el estruendo televisivo no advertí que habían entrado en casa. La
figura hostil de un policiudadano surgió tras la puerta mientras le daba de cenar a
Emilio. Del susto, se me cayó el plato de susto, digo, de puré, de las manos. El
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gato salió volando. Quise ir tras él pero yo no cabía debajo de la mesita. El agente
me gritó que apagase la televisión inmediatamente. Difícil, mi cerebro no me
obedece, pensé. Mi cerebro era miedo gris. Ágilmente, el agente irrumpió en la
habitación, cogió el mando a distancia y apagó el televisor. Aquello originó el
desquiciante ataque epiléptico de Emilio. El policiudadano le roció con un bote de
spray. Ni caso: Emilio prosiguió con sus agónicas convulsiones. El intruso lo miró
asombrado. Dirigió el bote de spray hacia mi cara y (yo sí) entré en un fulminante
estado letárgico de sumisión.
La televisión quedó apagada. ¡Por Dios!, ¡deseé decirles que la
encendiesen!, ¡Emilio la necesitaba o moriría de un ataque al corazón!... Sin
embargo, me resultó imposible mover los labios, su spray me había paralizado
por completo. La amargura me embargó. Emilio seguía removiéndose
endemoniadamente cuando me obligaron a salir de la habitación. El pasillo
estaba infestado de agentes. Me arrancaron para siempre del número 35 de la
calle Barcelona y abandonaron allí al pobre Emilio, en aquel lamentable estado
espasmódico.
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Martes, 27 de Enero de 2044.-
Los privilegios, cuanto más limitados más preciados. Por un lado, me sabe
mal que la mayoría de los humanos no puedan (o no sepan que pueden) volar. Por
otro, NO.
A pesar de que suene a tópico: ¡cómo llega a cambiar tu vida en tan sólo
un instante! Imaginad que me estaba suicidando… y ahora me hallo aquí, sentado
tranquilamente, describiendo mis aventuras aéreas. ¡Así es!
No os voy a dar la murga con todas las circunstancias que me empujaron al
vacío. Resumiendo: estaba realmente jodido. No tenía ganas ni de respirar. Me
dolía una barbaridad el simple hecho de respirar. Como si me sondasen los dos
orificios nasales. Insoportable. Que yo sepa, no existe anestesia para ese tipo de
dolor. Tampoco la busqué. No aguantaba más y punto.
Subir a la azotea, asomarme al precipicio y lanzarme: ¡futesa!, ¡nadería!
Eso de que el suicidio es un acto de cobardía pero también de valentía:
pamplinas. ¿Quién demonios ha dicho eso? Si estás realmente jodido, te
suicidas y punto. El valor, se lo dejas todo al dinero, o a quien le importe
realmente. Más os voy a decir. La última vez que inspiraba (eso pensaba yo, al
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menos), todavía me molestó más. De pie, sobre la cornisa, al borde del abismo,
sentí cómo aquel aire enemigo arañaba mis conductos respiratorios y abrasaba
mis pulmones. Aquello fue la guinda: me lancé.
El suicidio es como estampar un pastel en la cara. El pastel eres tú y la
cara es el suelo.
Moraleja: has de tomar decisiones. Si aquel día yo no hubiese resuelto
suicidarme, hoy no sabría que soy capaz de volar. ¡Merece la pena!, ¿verdad?
Confío que estas palabras no inviten al suicidio masivo de la población,
sólo por el hecho de comprobar la capacidad de vuelo. Quizá podéis intentarlo en
camas elásticas o algo así…
Al tema. Mientras estaba cayendo, a un segundo de la muerte, me
sobrevino una fuerza interior extraordinaria. Como una inyección de litro y medio
de adrenalina y metanfetamina o las descargas de un desfibrilador de plutonio. Y
de ese modo, casi sin quererlo, comencé a desviar mi trayectoria y alcé el vuelo.
Me sentí como se debió sentir Dios cuando creó el mundo. A su imagen y
semejanza.
La gente me miraba, me señalaban, desde la calle, desde las ventanas.
Creí estar en peligro. Temí que me apresaran y me convirtieran en cobayo o rata
de laboratorio. Busqué refugio en un parque de las afueras. Nadie me vio
aterrizar. Caminaba, pero seguía volando, pensando en mi asombrosa suerte…
Había renacido, ¡y sin necesidad de morir!… Jesucristo, según dicen, precisó tres
días… yo, ¡ni un segundo!
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No estaba solo. El Sol ofrecía un masaje psicoanalítico a un par de
jubilados. Éstos, aposentados plácidamente en un banco, ofrecían al Astro sus
rostros, con los labios de sus ojos y los párpados de sus bocas sellados. Sólo las
ventanas de sus narices se abrían de par en par. El Sol parece ser el único que
entiende a estos vejetes, cavilé. Es posible que ni siquiera se comprendan entre
ellos. Sólo el Sol solapa su soledad. No quiero dar ideas… pero imaginé que un
futuro próximo los estados cobrasen por los masajes solares… Toda una vida
trabajando para un baladí minuto de silencio. Los directores de las empresas, a
las que han dedicado buena parte de sus vidas, deberían telefonearles todos los
días para agradecerles su fiel trabajo. ¡Mínimo! En cambio, la sociedad los
abandona como cazadores a galgos tras la temporada de caza. No es el hombre
quien está en peligro de extinción sino la humanidad. El porcentaje de humanidad
de cada ser humano desciende inexorablemente. Probablemente, la media actual
sea del 3%. Deberían cambiar el nombre de la especie. Pero no seré yo quien
proponga un nuevo término, porque yo ya soy pájaro.
*** *** *** *** *** ***
Cuartel General Alef 4. Islas Georgias. Mar del Scotia. Océano Atlántico
Sur. Adiestramiento para la Guerra de la Antártida. El elevado número de mi
celda (84.391) invitaba al pesimismo. Mucha gente, demasiada… La guerra es la
única enfermedad sin cura. Quizá para acabar con las guerras habría que liquidar
al hombre. La vacuna sería nuestra extinción. Desesperanzador... Reflexiones de
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un mes de acuartelamiento.
Gentes de ambos sexos y de todas las edades. Completamente
uniformados de blanco: el color del camuflaje para la Antártida. A los mandos no
les importaba tanto nuestro estado físico como nuestra agilidad mental. Digamos
que los verdaderos soldados eran los exoesqueletos, nosotros sólo los pilotos. La
mayoría de los pulseras amarillas y los pulseras rojas. Allí estábamos. Aparte del
presidio y del entrenamiento y aunque resulte lamentable decirlo, nuestras
condiciones no eran malas. Lo peor, el frío: debíamos adaptarnos al clima polar.
Los vagabundos, ya acostumbrados a las gélidas calles, disfrutábamos de una
cama, agua y comida. Un lujo. El cuartel era una colosal estructura cerrada,
dividida en numerosos pabellones. La inmensa cubierta abovedada, de unos diez
metros de altura: nuestro cielo. No salíamos del recinto. Daba la sensación de que
no existiesen puertas comunicantes con el exterior. Tampoco nosotros
parecíamos necesitarlas. Yo no recordaba mi llegada, el modo en que accedí al
cuartel, supongo que debido a los poderosos calmantes que me suministraron.
Miles de focos abarrotaban techumbres, paredes, suelos… desde las nueve de la
mañana hasta las diez de la noche. Un universo níveo que se extinguía cuando
apagaban las luces. Entonces, el recinto se sumía en la más absoluta oscuridad.
Sólo los susurros de la maquinaria del aire acondicionado. Silencio ónix.
Nadie reparaba en que a la vuelta de la esquina esperaba la guerra.
Menuda paciencia la suya. Siempre espera, la guerra. Inmóvil, orgullosa, armada
con su guadaña filosa, sabedora de su victoria. Los antecedentes históricos la
hacen ser optimista. Y una espera optimista no es tan desesperante.
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Las drogas. Todos éramos conscientes. Pero se trataba de una agradable
consciencia. El plácido ambiente resultaba demasiado artificial. Hombres y
mujeres compartiendo aislamiento y sin noticia del sexo. Y ni siquiera estaba
prohibido, simplemente debían haber inhibido la libido. Ningún problema de
convivencia. Sin necesidad de connivencia. Ausencia de cualquier síntoma de
síndrome de abstinencia. Conversaciones y diálogos se antojaban innecesarios.
En una lánguida cadencia, todos teníamos algo que hacer en cada momento. Las
maniobras de la mañana duraban cuarenta y cinco minutos. Las vespertinas,
treinta. Un total de cinco o seis sesiones, según los días. En los breves ratos de
ocio, aprovechábamos para leer los manuales del armamento, lavar nuestros
exoesqueletos… la preferida, sin duda, era tumbarse en la cama de la celda para
disfrutar de los espectaculares documentales en tres dimensiones sobre la
Antártida. La gran pantalla se insertaba en el techo de la celda. Sentía cómo la
ventisca que peinaba las dunas de hielo se colaba por mis oídos, ululando en mi
interior y congelando todo mi cuerpo. El azul eléctrico de los icebergs de formas
imposibles me hipnotizaba y me transporta a otro planeta. Era como visitar un
museo al aire libre, concretamente, la galería dedicada a un escultor muy
especial: Dios.
Excepto los uniformes grises de los superiores, el resto era blanco. Las
paredes. Los suelos. Los techos. Nuestros atuendos. Los exoesqueletos. Hasta la
comía parecía blanca. De día, Alef 4 era como una piscina de leche. Como un
gran folio blanco, vacío e imborrable donde todo estaba escrito. Disponíamos de
un maletín, también blanco. En él, un neceser con lo básico para nuestra higiene y
varios folletos con los horarios de las maniobras, comidas y normas elementales
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del recinto. Tras los panfletos anotaba mis sueños y vivencias. Fabriqué una
especie de bolígrafo con unas cuantas púas de un cepillo de dientes. Un tubito
extraído de un bote de gel hacía las veces de mango y, como tinta, usaba
mercromina. Me resultaba harto latoso escribir y progresivamente lo fui dejando.
En Alef 4, pensar durante cinco minutos seguidos era estrujarse el cerebro, y no
en sentido metafórico. Mucho peor que correr una maratón. Algo así como sudar
por dentro de tu cuerpo. Este sudor es mucho más espeso y viscoso, se aferra a
tus pulmones y apenas te permite respirar. A pesar de empeñarme en combatir
esa desgana literaria, aquel dulce belicismo místico me vencía casi siempre, se
erigía ante mí como el más poderoso de los ejércitos. El eterno romper de las
olas suaviza.
La atmósfera era muy apacible. Yo, maleable. Todos flotábamos. Paz para
la guerra. La guerra se alimenta de paz. Cuando se sacia: ¡estalla! Yo comía y
bebía lo mínimo, porque sospechaba (¡error!) que ahí escondían los narcóticos.
Pero no me quedaba otra que alimentarme. Se rumoreaba que las huelgas de
hambre terminaban con un atracón… de mortíferos rayos gamma.
Mi breve estadía (hacía ya una eternidad) en la casa de Emma me hizo
reflexionar. Aquellas obligaciones, incluso la otrora latosa rutina, se convirtieron en
nuevas ilusiones. Me sentí útil de nuevo. Debía aferrarme a mi vida presente y
futura, acariciarla, confiar en su supervivencia (valga la redundancia), marcarme
objetivos por los que luchar. Me propuse recuperar mi colgantito de ámbar, que
quedó dentro de mi caja de habanos, en casa de Emma. Iría a buscarlo tras la
guerra. Insistir en resistir es subsistir. Mi querida Claudia, ¿qué estaría haciendo?,
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¿pensaría en mí?... También echaba de menos al pobre Emilio, a Emma, al gato
Federico, a Hassan, ¡incluso al Zar!... y aquel pequeño dormitorio que ocupé en el
número 35 de la calle Barcelona: mi cuartito de bolsillo pero de tapas duras…
Recordaba a menudo a mis padres y a mi hermano, en un ejercicio masoquista.
Mi culpa seguía ahí, y ahí debía seguir. Jamás me desprendería de ella. Pero
ahora debía alejarla todo lo posible, sumergirla en lo más profundo de mi interior.
Aunque lamentablemente, en Alef 4, echaba de menos… cada vez menos.
Atravesaba yo un largo pasillo cuando creí verla. Salía de unos lavabos
femeninos. Pertenecía al personal de limpieza. ¡Qué diablos!, ¡no puede ser!, me
dije. Mientras me acercaba hacia ella, me asaltaron un millón de preguntas. ¿Qué
le habría ocurrido?, ¿por qué no volvió a casa?, ¿qué estaba haciendo allí?, ¿me
habría delatado?, ¿dejó morir a su marido?...
Emma me saludó con un gesto. No parecía muy sorprendida de verme.
Ɣ Hola, Lev. Hoy, en la cena –me susurró, miró en derredor y prosiguió–…
siéntese en la mesa 128 del pabellón 3.
De esa forma, aquella noche me enteré. Me costó bastante tiempo
asimilarlo. Mi cerebro iba al ralentí. Digamos que recibí una silenciosa bofetada
de realidad. Mientras todos masticaban sub-sonrientes sus filetes de carne,
Emma me hablaba deprisa, secreta y entrecortadamente, como leyendo un
telegrama. En teoría, todo lo que me confesó era la verdad. Y su verdad distaba
mucho de lo que la gente pensaba allí adentro. Si es que alguien pensaba por sí
mismo, claro está… Comienzo, pues:
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No había ninguna guerra en la Antártida: he ahí el descomunal subterfugio.
Nos hallábamos al Sur de Chipre, diez kilómetros al este de Lárnaka. Alef 4 era
un experimento cuyo único objetivo radicaba en la sumisión y control mental de los
individuos. Transmitían las drogas por los conductos de aire, flotaban en el
ambiente: las respirábamos. Las primeras conclusiones referían que, tras dos
años en el acuartelamiento, la mente del sujeto quedaba limpia, lista para la
reinserción.
No hubo tiempo para más. Retumbó la sirena y todos nos levantamos de
las mesas como teledirigidos. Emma me citó apresuradamente para la comida
del día siguiente en la mesa 598 del pabellón 6. Tres millones y medio de
interrogantes revoloteaban en mi cabeza. Llegué a mi celda. Era como entrar en
un globo ocular. Una cama, una mesilla con un par de cajones y un lavabo con su
espejo. Había que fijarse bien para distinguir el mobiliario, pues el pequeño
recinto, de unos seis metros cuadrados, semejaba ser una sola pieza blanca. Me
vestí con el uniforme nocturno y me cepillé los dientes. Parecían más blancos que
nunca. Me tumbé en la cama y me arropé hasta el cuello con la finísima manta que
no abrigaba esperanzas de abrigar. Comenzó el documental. Una sinfonía marcial
atronó en el Cielo. Se abalanzó sobre mí un exorbitante iceberg. Me sentí el
Titanic. Suspiré y cerré con fuerza mis ojos y mis oídos. Naufragué en mis sueños.
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Miércoles, 28 de Enero de 2044.-
¿Qué diablos…? No me dio tiempo ni a concluir mi reflexión. ¡Estaba
desnudo!, ¡en plena calle!... ¿Me habría vuelto loco?, ¿cómo es que se me había
olvidado vestirme? Menos mal que lo advertí recién salido del portal, ya que todos
los viandantes se desternillaron al verme. Podría haber sido peor, pensé, con la
calle vacía, y habiendo recorrido diez manzanas. Así que, aterrado y con la mayor
de las prisas, comencé a subir las escaleras de tres en tres (no había ascensor y
yo vivía en la novena planta). Con semejantes zancadas verticales, temí golpear
mis delicados cataplines contra algún escalón.
Vaya con la diosa fortuna, no conoce el término medio. O es
magnánimamente dadivosa, o es fulana hasta decir basta. Fíjense ustedes que,
en mi terrible situación, me topé con una mudanza. En primer lugar, un colchón,
que parecía descender solo. Tuve que ceder el paso. Afortunadamente, el colchón
me sirvió de escudo y quien lo bajase no se percató de mi presencia. Respiré:
uno menos. Esperé a los siguientes, entre la segunda y la tercera planta,
acurrucado contra un rincón. Mis manos hacían el ridículo papel de calzoncillos.
Me miré ahí abajo: no se me veía. Tardaban lo suyo. Muebles pesados, pensé.
Sentí algo de alivio cuando se apagó la luz de la escalera. ¡Bendita penumbra!...
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Por poco tiempo, ya que no tardaron ni tres segundos en encender de nuevo mi
desnudez. Eran dos apuestas jóvenes rubias quienes transportaban el mueble. Se
asustaron al verme. Enseguida debieron incidir en lo absurdo de la escena,
puesto que comenzaron a reírse pero que muy a gusto. Apoyaron el armario en el
suelo. Seguramente, las risas debilitarían sus brazos. ¡Putas!, pensé. Una de
ellas, apagó la risa de su cara y me pidió amablemente y por favor que le
sostuviese un trapo. Como es natural, le ayudé. Yo siempre me había comportado
como un caballero. Craso error: ¡quedó al descubierto mi pajarito! He de revelar a
mis queridos lectores que la terminación -ito no se debe a un término cariñoso o
coloquial, sino al reducido tamaño de mi pájaro. Vamos, que se descojonó de mí
hasta el mueble. Así, sin parar de esputar carcajadas, las zorras malvadas
desaparecieron escaleras abajo. Dos menos, me dije, intentando animarme.
Escuché un nuevo estruendo. No me daba tiempo siquiera de remontar una
planta. Recé al Señor Dios Todopoderoso Creador de la Luz y de la Vida que
pasasen pronto, a poder ser, sin verme; a poder ser, hombres. Anhelaba
vestirme. Aunque sólo fuesen unos calzones color beis pasados de moda. La
vergüenza es fría como Plutón… ¿Desde cuándo había empresas de mudanzas
con operarias sólo rubias y atractivas? Ahí tenía a otras dos. ¡Joder! Calcos de
las anteriores. Éstas bajaban con sendos y opulentos sillones de piel de leopardo,
tigre o sucedáneo. Lo mismo. A troncharse. ¡Hijas de puta!, pensé, mientras
permanecía mimetizado en la pared, pero no lo suficiente. Hicieron un receso, en
mis narices. Sin embargo, una de ellas mostró un atisbo de humanidad para con
mi persona. Me preguntó:
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Ɣ ¿Qué te ha ocurrido?, ¿por qué estás desnudo?
Cuando me disponía a responder, me quedé en blanco. ¿Qué decir?, ¿que
había salido a la calle desnudo, por descuido? Entonces saqué mi mala leche a
relucir y contesté:
Ɣ Vengo de cazar zorras. Por el gran bosque. Pero si llego a saber que
estáis todas por aquí, no me hubiese ido tan lejos.
Cómo me arrepentí de aquellas palabras. Sobre todo cuando me vi el
tortazo en la cara. ¡Plaaaaash! Sonó como en los cómics. Me hizo un daño brutal.
¡Con el frío que hacía!, ¡con lo sensible que yo estaba! Sentí una tremenda presión
en la mejilla, como si me fuese a estallar. Lo único bueno fue que cesaron de reír.
Algo es algo.
Se oían ruidos como en la sexta o séptima planta. Reemprendí mi
ascensión con la peor de las suertes: justo cuando pasaba por el 4º B, salía de su
casa Eustaquia ‘la loca’. Me quedé petrificado delante de ella. Me saludó y me
miró de arriba abajo. Sentí cómo mi colita se hacía invisible. La puta loca (porque
no se me ocurre otro modo de llamarla), me dijo:
Ɣ Hijo mío, si yo pensaba que eras hombre. Ay, madre mía, cuando le diga a
toda la gente que eres un transexual de ésos…
Rabioso como la rabia de Monrovia hacia la tiranía rubia, y a punto del
infarto, continué subiendo hasta que en la séptima, nuevamente, hube de ceder el
paso a los muebles. ¡Dos rubias más!, ¡la madre que me parió! Se me ocurrió
escudriñar los rincones en busca de cámaras ocultas o algo por estilo. Ni rastro.
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Lamentablemente, aquello era mucho peor que una broma. Esta vez bajaban
cuadros. Réplicas de Las majas de Goya: la vestida y… la otra. Las rameras
rubias teñidas creídas, a lo suyo: a reírse a mi costa. Por lo menos, no me lo
veían. Les haría gracia la situación, no mi humilde pene. Me tapaba con todas mis
fuerzas, con las dos manos. Ansié tener las de Gaznategrande, Gargantúa,
Pantagruel y Panurgo (las manos). Por fin, encontré el camino expedito hasta mi
casa.
Cuando llegué a mi puerta, se me cayó el mundo encima. ¿Y las llaves?
*** *** *** *** *** ***
¡Qué mal rato pasé con el dichoso sueño! Me vestí con el uniforme diurno
antes incluso de salir de la cama. Durante toda la mañana, en los entrenamientos,
continuaba digiriendo las confesiones de la noche anterior de Emma. Semejante
despliegue de medios técnicos, de armas de última generación: una inmensa
falacia. El extraordinario gasto que supondría simplemente la luz artificial
generada para aquel inmenso cuartel: una sublime barbarie. A pesar de todo, me
gustaba pilotar mi exoesqueleto. Temí que fuese efecto de las drogas. Era como
un juego. Seguramente, en el campo de batalla hubiese sido otro cantar. De todas
maneras, nadie parecía reparar en un próximo campo de batalla real, que, en
realidad, jamás existiría. Más que nunca sentí el deseo de escapar.
En la comida me reuní con Emma. Hablaba rapidísimo, pero vocalizaba
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mucho y se le entendía bien. Quizá tuviese experiencia, pensé. Más novedades.
Su hijo se hallaba recluido en Alef 4 desde el 29 de Diciembre de 2042. Solicitó
que lo buscase y me las ingeniase para hacerle tragar una pastilla. La otra es
para usted… confío en que no sea demasiado tarde para Ernesto, musitó,
mientras introducía sigilosamente varias fotos de su hijo y las dos cápsulas en uno
de los numerosos bolsillos de mi uniforme. Ya lo conozco, no hacían falta las
fotografías, pensé. Inexorablemente, tarde o temprano, descubriría mi martingala.
Emma no tenía facultad de acceso a los pabellones numerados del 11 al
20. Ernesto debía estar allí. Me dijo que sintió no volver a casa, pero se le
presentó esta oportunidad única de encontrar a su hijo, que no podía dejar
escapar. Se le humedecieron los ojos. Supuse que debió recordar a su marido
Emilio. Rememoré con una tenue sonrisa interior el estruendo del televisor de su
cuarto. Emma era una buena mujer, sin duda. Así lo intuí desde el primer momento
en que la vi, en aquel parque de cuarta categoría. Continuó departiendo
telegráficamente, me habló de una especie de sociedad internacional rebelde, de
la cual formaba parte. Mantenía contacto con el exterior cuando limpiaba en la
sala de ordenadores de los mandos. Cabía la posibilidad de fuga, insinuó, pero
no debía hacerme ilusiones, ni cometer el mínimo error. Rechinó la sirena. Emma
aprovechó la barahúnda producida por la recogida de bandejas y el éxodo hacia
las celdas y me emplazó para el plúteno, en la cena, mesa 89, pabellón 4. Venga
con Ernesto, por el amor de Dios. Mucha suerte, añadieron sus profundos ojos.
Había depositado su confianza en mí, de nuevo. En otras condiciones, y un
par de meses después, yo seguía siendo su única esperanza, no sólo para
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reencontrarse con su hijo, sino ahora para salvarlo.
Durante el resto de aquel día busqué en vano a Ernesto. Ardua tarea. Lo
recordaba con sus pobladas cejas, barbas y pelambreras de vagabundo. En
cambio, todos los presentes en Alef 4 llevábamos la cabeza rapada. A las
mujeres se les permitía un gorro blanco (Emma lo usaba, la mayoría no). Además,
ni a mí ni a nadie nos crecía la barba, sospechosamente. Formábamos una
plantación de bolas de billar brotando de un uniforme albino refulgente. Ni un
negro, ni un gitano, ni un chino, ni un marroquí… al parecer, sólo españoles,
blancos. Para no desentonar con el monocromático Alef 4.
Después de cenar, mientras contemplaba el último documental de la
jornada (sobre las tormentas de nieve antárticas: nevascas o blizzards), evoqué a
mi hermano. Ese día hubiese cumplido cuarenta y tres años. A modo de las
camisas de fuerza que describía Jack London en El Vagabundo de las Estrellas,
me estrujó mi eterno sentimiento de culpa, que guardaba adrede, para no
olvidarlo nunca, en un rincón de mi corazón. Mi querido Javier. Ojalá Darrel
Standing tuviese razón y viviésemos un montón de vidas. De ese modo, quizá
algún día mi hermano podría perdonarme. No obstante, lo principal es perdonarse
a uno mismo, y para eso… primero, hay que expiar la culpa y mi culpa, cuando no
se mostraba, me espiaba, no expiaba… Ni viviendo un millón y medio de vidas
podría agradecer a mis padres y a mi hermano todo lo que hicieron por mí. El
modo en que me quisieron. ¿Por qué demonios no era capaz de llorar? Con lo
llorón que yo era. En realidad, sólo conseguía llorar cuando bebía. Mi culpa no
dejaba sitio ahí adentro para nadie más, ni siquiera para la escurridiza rabia. Mi
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culpa era la Hidra de Lerna, pero yo no me sentía ningún Heracles. La culpa lo
colma todo, como la guerra. Culpa y guerra. Menuda combinación. Ya sólo el
término guerra semeja una detonación. Es como si fuese siempre entre signos de
exclamación invisibles. Guerra. No he escrito los signos, pero estoy seguro de
que los podéis percibir. Cada vez que alguien pronuncia la palabra guerra debe
fallecer alguien en ese mismo instante. Seguía sin poder llorar, hacia afuera.
Además, las lágrimas no son válidas para la guerra. Sólo para el antes y el
después. Continué meditando durante varios minutos más acerca de la guerra sin
caer en la cuenta de que todo era un embuste.
Me equivocaba con los días. Aquél no era el cumpleaños de mi hermano.
Según me explicó Emma posteriormente, curiosamente el tiempo transcurría más
lento ahí adentro. Ése 28 de Enero en que todos nosotros creíamos vivir, en el
mundo real, equivalía a principios de Marzo.
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Plúteno, 33 de Enero de 2044.-
¡Parecía sangre! No lo podía creer. Me alarmé. ¡Pero si el cuerpo humano,
en teoría, era inmune a nuestros proyectiles de ondas químicas! Olvidé por un
momento la batalla y acerqué mi exoesqueleto a unos dos metros de mi rival.
Permanecía con los ojos muy abiertos, como terriblemente asustado. No
parpadeaba. Emanaba de su boca un reguero de sangre viscosa color carmesí…
Los exoesqueletos superaban los tres metros de altura. Una película de
aluminio transparente recubría la cápsula que ocupábamos nosotros, los pilotos.
Los enormes armazones blancos se tornaban negruzcos cuando eran derrotados,
como el caso de mi adversario vencido. Pero, ¿y la sangre?, ¿y su estado
catatónico?
Ɣ ¡Oye!, ¿estás bien? –grité terriblemente asustado hacia mi compañero
herido.
No recibí la respuesta esperada, sino la que surgió desde los altavoces de
mi cabina.
Ɣ Exoesqueleto 84.391. ¿Desde cuándo se habla durante la guerra?
¡Prosiga su lucha!
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Eché un vistazo hacia los habitáculos que ocupaban los mandos, insertos
en la parte superior de la sala. Vislumbré sus siluetas. Obedecí. Enseguida
apareció otro enemigo. Recibí varios impactos en zonas no vitales. El juego era:
todos contra todos. Los exoesqueletos caídos abandonaban la gran sala durante
setenta segundos y retornaban para reiniciar la lucha. Combatí con mi nuevo
adversario, no me quedó otra. Amagué el disparo. Él se echó hacia un lado y
aproveché su maniobra para descargar mi proyectil en su cabeza. Su armazón
ennegreció. Sonreí. Miré en derredor en busca de más enemigos. Sin embargo,
me paralicé al advertir, en la misma posición donde había quedado mi primera
víctima, un árbol majestuoso. Era un arce muy frondoso, con las hojas rojas, en
todos sus matices, rutilantes, húmedas, henchidas de vida. Contemplé absorto
cómo goteaban sangre. Era espectacular, de una belleza sobrenatural. Bajo el
árbol, un pastoso charco granate se esparcía lentamente. Ensimismado por
semejante obra de arte, sentí un cosquilleo tras los párpados: mis depósitos
lacrimales, dispuestos a evacuar.
Ɣ ¡Exoesqueleto 84.391! –de nuevo la misma voz en mi cabina–, ¡prosiga su
lucha!
Me invadieron unas terribles ganas de matar. No de jugar. ¡Más árboles!
Teñir todo el cuartel con aquella fastuosa rojez. Que el charco anegase Alef 4. No
me importaba morir. Mi ansia se incrementó cuándo me topé con un segundo
árbol. Impresionante. Se trataba de mi anterior víctima. ¡Más!, me dije. Hostigué a
otro enemigo. Un primer proyectil, un segundo. Un certero. Un tercer árbol. Más.
¡Más!
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Los dos primeros charcos de sangre se habían unido y avanzaban más
rápido, conquistando el territorio a su paso. Mi rabiosa agilidad mental se
intensificó. Di muerte a más y más enemigos. Un majestuoso bosque comenzaba
a colonizar la sala. La sangre chapoteaba al paso de los exoesqueletos. Yo
proseguía matando sin dificultad. Me sentía muy superior a aquellos aprendices.
El nivel de la sangre se acercaba a la altura de las rodillas de mi armazón.
Rastreando nuevos adversarios, cuando rodeaba los arces, sus copas
cosquilleaban mi exoesqueleto. ¡Prodigiosa sensación! ¡Inyección de odio!
El campo de batalla se convirtió en el más fabuloso de los lienzos. El edén
de la guerra. Aquél parecía ser el último exoesqueleto con vida. Le cogí por
sorpresa y me resultó muy fácil acertar en su desprevenida testa. Esperé a que se
convirtiese en árbol. Extrañamente, le costaba demasiado. Me acerqué a unos
dos metros de mi rival. Permanecía con los ojos muy abiertos, como terriblemente
asustado. No parpadeaba. Emanaba de mi boca un reguero de sangre viscosa
color carmesí…
*** *** *** *** *** ***
Quizá esa extraña pesadilla se debiese al efecto de la píldora que me
entregó Emma. Notaba algo así como una descompresión en mi cerebro. Una
grata sensación de alivio. Similar a cuando, por fin, se descongestiona la nariz del
sempiterno paciente resfriado. No sé por qué, pero sentía una constante (casi
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obsesiva) necesidad de música. Un agujero en mi interior que colmar con
melodías ocres de violín y piano y estallidos de percusión. Sueños de
efervescencia.
¿Hacía más frío que de costumbre o era también consecuencia de la
pastilla?... El sábado 31 de Enero, sobre las cinco de la tarde, por fin encontré a
Ernesto. Sus cejas seguían tan pobladas como siempre. Era el único rasgo que
coincidía con mis recuerdos de la glorieta del Somontano. Cuánto había
cambiado. De aquel aspecto rugoso, tenaz y vivaracho a ese rostro suavizado por
el cincel absurdo de la censura. Asaz barniz falaz.
Habitaba la celda 6.342. Apenas me conocía. Su lavado de cerebro debía
estar centrifugando ya. Con una placentera sonrisa, me invitó a acompañarle. Le
dije que había conocido a su madre, que trabajaba en el servicio de limpieza de
Alef 4, y que me había encargado buscarle. Casi no me escuchaba. Se dirigía a
limpiar su querido exoesqueleto. Subido a una grúa, mientras le sacaba brillo, no
dejaba de alabar a su Titán (así lo llamaba). Al día siguiente, me senté a su lado
en la comida. Conseguí despistarle e introduje la pastilla en su panecillo.
Comprobé que se lo comiera. Suspiré aliviado. Pensé en Emma. Misión
cumplida.
Hoy plúteno, a mediodía, tras las segundas maniobras, Ernesto parecía
otro. Más expresivo, pero sobre todo: más reflexivo. Lo abordé, pues no había
tiempo que perder. Se mostraba pusilánime, con los ojos entornados, como si
luchase contra sí mismo, ansioso por despertar. Se atisbaba una luz. Esta vez,
cuando le nombré a su madre, sonrió ampliamente. Sus ojos relampaguearon.
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Confié que su corazón tronase y se desatase la tormenta en su interior.
Durante las maniobras de la tarde pensé todo el tiempo en los fantásticos
árboles de mi pesadilla. Recordé el viaje de fin de curso con el colegio a Canadá,
para otoño. Tendría yo catorce años o así. Se hablaba del peligro de extinción de
los árboles pero nadie lo tomaba muy en serio. En el tren de Montreal a Québec,
con Claudia (mi futura novia) sentada a mi lado, no dejamos un solo instante de
mirar por la ventana. Atardecía. Millones de arces con sus hojas verdes, amarillas
y rojas en todas las tonalidades nos lanzaban saludos fugaces: fulgurantes
destellos de los últimos rayos solares. ¡Buen viaje!, ¡buenas noches!, parecían
decir.
La cita que tanto esperaba. Por fin Emma se reencontraría con su querido
hijo. Estaba orgulloso de mi trabajo. Sentado a la mesa, con Ernesto a mi lado
izquierdo, esperando a que su madre se acercase con su bandeja de comida,
miré hacia el cielo y me di de bruces con el inmenso pináculo del recinto, atestado
de focos, vigas, conductos y travesaños. Lo atravesé. Un Cielo lapislázuli me
acogió en sus brazos. Distinguí tres personas en la lejanía que se acercaban
rápidamente a mi encuentro. Eran mis padres y mi hermano. Me fundí con ellos en
un abrazo inenarrable.
Sonó la alarma y todos nos lanzamos a devorar nuestras raciones de puré
de zanahoria y pollo con patatas. Emma no acudió.
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Miércoles, 1 de Febrero de 2044.-
Vendí los cinco dedos de mi mano izquierda por 3.500 union. Con esa
cantidad me propuse vivir durante todo un año. Sin embargo, el invierno fue muy
frío y las elevadas facturas de gas me chafaron los planes. Completamente
desnudo, posé frente al espejo durante un buen rato. Decidí vender mi brazo
izquierdo, enterito. Pedí 8.500 union por él, me ofrecieron 5.800 y el 3 de Marzo
firmamos la transacción por 6.650 union. Todos mis problemas económicos se
esfumaron. Ni siquiera me coloqué una prótesis ni nada. Iba todo el día con la
manga colgando.
Fue en primavera, con los primeros calores, cuando me arrepentí un poco.
Para entonces, ya me manejaba bien sólo con el brazo derecho. Pero llegó la
primera de las multas: 2.500 union por hurgarme la nariz en la vía pública. En los
hechos de la denuncia, referían los agentes que el día 4 de Marzo, a las 9 horas
23 minutos 38 segundos, el ciudadano X se hallaba sentado en un banco de la
avenida X hurgándose el caño derecho de la nariz con el dedo índice de la mano
izquierda. Yo recurrí la sanción, porque para esa fecha ya no tenía brazo izquierdo
ni su correspondiente mano izquierda con cuyo dedo índice supuestamente me
había sacado un moco. ¡Fue un día justo después de la venta! Lo demostré con el
72
contrato de compraventa pertinente. Lamentablemente, la palabra de los agentes
iba a misa. Yo fui a misa a rezar a Nuestro Señor Dios Todopoderoso y éste me
insinuó que vendiese alguna otra cosa.
Nuevamente, el espejo reflejó mi desnudez. Joder, no estaba seguro. Me
costó lo mío, y al final opté por las orejas, las dos. Las vendí enseguida por 4.260
union y con ellas pagué mi multa y expié mi culpa, quedando en paz con la excelsa
Administración Pública.
Cuando recibí por correo certificado la sanción de 8.625 union por
escuchar música con auriculares en la plaza España, me quedé petrificado. Me
cabreé, la verdad. Pero tenían razón. Los hechos acaecieron cuando todavía
poseía orejas. Esta vez, no fui a misa, directamente me desnudé y me planté de
nuevo delante del espejo. Resultó muy duro, mas no me quedaba otra. Vendí mis
dos piernas por 21.760 union. Confié tener un poco de tranquilidad durante una
buena temporada. Incluso proyecté realizar algún viaje. Pero, sinceramente, me
costó bastante adaptarme a mi nueva vida en la silla de ruedas. Mi único brazo, el
derecho, se fortaleció como el de Conan (me refiero al personaje de la película,
no el creador de Sherlock Holmes). En casa, solía arrastrarme por el suelo, a
gatas como un bebé. Mucho más cómodo.
Cuando atisbé otra carta certificada en el buzón me eché a temblar. Al
borde del síncope, pensé en dejarla ahí. Pero debía abrirla. Y lo hice. Lloré
amargamente. Lo confieso. Multa de 19.520 union por correr en la vía pública. Fue
un día que se le escapó el perro a una viejecita y fui tras él. Ocurrió cuando aún
tenía piernas, como podéis imaginar. Así lo relaté en el escrito de apelación.
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Nada. Declararon firme la sanción. La pagué a tocateja y me quedé a dos velas.
El espejo del que os he hablado ya no era el mismo. Ahora se apoyaba en
el suelo, en medio del pasillo. De esa manera podía observarme todo entero. No
era muy agradable verme, que digamos. Busqué y busqué pero no encontré nada
que vender. Mi brazo derecho, ni tocarlo, me dije. ¿Y un ojo?, me pregunté al fin.
Vendí mi ojo derecho por 10.500 union, justos. Elegí el derecho para
equilibrar un poco: quedaba con el brazo derecho y el ojo izquierdo. Me juré y
perjuré que sería lo último. Al día siguiente, cuando vi otra carta certificada en el
buzón, casi me desmayo. Gracias a la silla de ruedas, si no, me caigo al suelo.
Qué mal rato pasé. Me imaginé de qué se trataba y acerté. Una chica que me
gustaba. Me gustaba mucho. Trabajaba en la floristería, a diez metros de mi casa.
Siempre que pasaba por ahí le guiñaba un ojo. No lo podía remediar. Era todo lo
que hacía. La saludaba alzando mi único brazo y le lanzaba un guiño picarón con
mi ojo derecho. Ni siquiera recurrí esta vez. Para más inri, la infracción tuvo lugar
cuando disponía de los dos ojos. La sanción por escándalo sexual ascendía a
25.400 union. Mi ruina.
Me refugié en casa. No salí en una semana, no sabía qué pensar, qué
hacer. No paraba de llorar por mi único ojo. Trabajo doble para el pobre. Jamás
podría pagar semejante cantidad. Estaba muy deprimido. Incluso pensé en el
suicidio.
Un buen día, mejor dicho, un mal día, pero el primero que bajaba a la calle,
me topé con un individuo. Me estaba esperando en el portal. Era un tipo mayor,
canoso, trajeado. Portaba un maletín negro. Debía conocer mi sordera, pues me
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mostró un folio manuscrito con el siguiente mensaje:
Ɣ Sr. Azcona. Soy escritor y estoy atravesando una mala racha de
inspiración. Pretendo comprar su relato por 180.000 union. El precio es
negociable...
Le ofrecí mi cara de asco como respuesta. Volví hacia el ascensor y subí
de nuevo a casa. Me eché a llorar. Abrí el portátil y leí las últimas frases del relato
que había puesto a la venta meses atrás, decían:
Incrusté una bala en cada recámara del tambor. Empuñé mi revólver con
mi poderoso brazo derecho. Encañoné mi boca. Con mi único ojo, el izquierdo,
sólo alcanzaba a ver el perfil derecho del arma. Refulgía el metal. Sentí varias
gotas de sudor recorriendo mi frente. Lentamente. Traspasaron los vellosos
muros de contención y salpicaron mis mejillas. Apreté el gatillo con todas mis
fuerzas. No pude oír el clic, pero retumbó en mi cerebro.
*** *** *** *** *** ***
Tres días de desesperación. Temí que a Emma la hubiesen apresado. El
cálido frío me envolvía de nuevo. Los conductos de aire y sus drogas me hacían
guiños. Mi deseo de música se desvanecía lentamente. Decrescendo. Renacía mi
interés por los documentales sobre la Antártida. Sonreía al pilotar mi
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exoesqueleto. Gritos de auxilio en mi interior: ¡una pastilla!, ¡que no se apague la
música!, ¡Emma!...
Tras las segundas maniobras matutinas la vi. Me contuve de echar a correr
hacia ella. Formaba una brigada de limpieza, junto con cuatro mujeres más. Sólo
Emma cubría con gorro su cabeza. Se cruzó en mi camino y me susurró
velozmente:
Ɣ Por Dios, dígame que ha dado con mi hijo.
Ɣ Sí, sí –contesté muy agitado.
Ɣ Oh, gracias. Gracias –dijo conteniendo su alegría y mirando al Cielo–. Está
bien. Escúcheme, Lev, todo está preparado. Este viernes, en la comida.
Pabellón 2, mesa 161. No pueden fallar. Venga con mi hijo. Nos largamos.
Jamás en la vida se me olvidará la sonrisa con la que pronunció ‘nos
largamos’. Continué avanzando por el pasillo de la esperanza. Mi corazón daba
brincos. Él también quería escapar, sin duda. No podía borrar de mi cabeza sus
palabras. Encontré refugio en mi celda. Me tumbé en la cama, embriagado de
ilusión. Durante la resaca, fui en busca de Ernesto, para participarle la buena
nueva. No lo encontré. Debía hacerlo al día siguiente, cuanto antes, maquiné.
Cenamos filete de ternera a la plancha, puré de patata, una manzana y dos
galletitas de chocolate. Lo justo y necesario para saciar mi hambre. Ni un gramo
más. Parecían tener controlado hasta eso. El documental de aquella noche
trataba sobre geografía antártica. El temido Mar de Weddell, por donde otrora
creían que se accedía al fin del mundo. La curvatura del indlandsis. El volcán
Erebus. Los imponentes montes Trasantárticos. Los tres polos: el geográfico, el
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magnético y el de frío. Los sastruguis o dunas de hielo. Las morrenas de la
Península Riiser Larsen. Las escarpadas costas de Tierra de San Martín. El lago
subglacial Vostok. La cumbre de Verterkaka (nombre que no me produjo ni una
leve sonrisa en el momento de escucharlo).
Una vez finalizada la sesión, se desvaneció la pantalla del techo y todo el
acuartelamiento se sumió en las profundidades. La leche se tornó petróleo. Sólo
el cuchicheo flotante de los conductos de aire. Pensé en cómo diablos íbamos a
salir de allí. Me invadió un pesimismo negro azulado y me sumergí en él.
77
Viernes, 3 de Febrero de 2044.-
Paseaba tranquilamente por la acera. A mi bola. Olfateándolo todo, como
siempre. Qué ganas de llegar al parque. Yo quería ir más deprisa, pero la correa
tiraba lo suyo cuando aceleraba el paso. La vieja manda, ¡qué remedio! La
quiero, de todas formas. Sin ella, a saber qué y cuándo iba a comer. Estaba
convencido de que ella cascaría antes que yo. Tendríais que haber oído cómo
tosía. Mala pinta.
Cuando me liberó, eché a correr sin sentido hacia todos lados. Intentaba
abrazarme al parque, cosa imposible. Me divertía una barbaridad. Qué felicidad.
Corretear por aquí y por allá sin rumbo fijo. Orinar un poco bajo ese holograma
arbóreo, otro poco sobre la pata de aquel banco… ¡Libertad!
Regresé raudo hacia la vieja cuando la vi sacar mi pelota del bolsillo
derecho de su chaqueta. Allí la guardaba siempre. No podéis imaginar cuánto me
gustaba ir tras ella. Morderla. Sentirla en mi poder. Amagó un par de lanzamientos
y por fin descargó. No tenía mucha fuerza la pobre, pero la pelota botaba y botaba
y se alejaba rápida. Enseguida fue mía. Estaba hecho todo un velocista. La
devolví a mi dueña. Me acarició. Le agradaba que le retornase la pelota, no sé por
qué. Lo importante es que volvió a lanzarla. Ahora en otra dirección. ¡A por ella!...
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Y así un buen rato. Ya no podía más. Mi lengua cobraba vida propia. Sentía los
latidos de mi corazón palpitar bajo mis papilas gustativas. Menudo alivio cuando
guardó la pelotita y me anudó el collar. Para casa. ¡Qué hambre me entró de
camino! Meé un par de veces más. Unas gotitas aquí y otras allá. No por orgullo,
sólo por dejarme ver un poco.
Entramos en el portal de casa. Mi dueña pulsó el botoncito del ascensor.
Lo hacía muy bien, pues casi siempre venía rápido. En cambio, esa noche algo
raro pasaba, pues el ascensor no apareció. Maldijo la viejita a no sé quién y nos
dirigimos hacia las escaleras. Vivíamos en la tercera planta. Yo encabezaba la
expedición. El hambre me espoleaba. Olía a comida por todas partes. En la
puerta derecha del primero, estofado de ternera con salsa de zanahoria. En la
izquierda, pollo asado con patatas fritas. ¡Delicioso! La correa tiraba lo suyo. Me
molestaba el roce con mi cuello pero me daba igual. ¡Hambre!...
Sin embargo, súbitamente, la correa dejó de presionarme y salí
esprintando. ¡Qué extraño que me suelte por las escaleras!, pensé, y bajé en
busca de mi dueña. Estaba agonizando. Se había derrumbado, al lado de la
ventana, justo debajo del extintor. Entre la primera y la segunda planta. Comencé
a ladrar como un loco. Tenía mala pinta la cosa. De su boca emanaba una
espuma blanca burbujeante. Me acerqué a probarla. Puaggh: asquerosamente
ácida. Enseguida apareció la vecina del primero derecha, la del estofado.
Encendió las luces. Pronto, comenzó a venir más y más gente. Yo, aproveché el
revuelo y me colé en casa de los del primero izquierda. No os podéis hacer una
idea de lo sabroso que estaba el pollo con patatas.
79
*** *** *** *** *** ***
Por nuestra parte, a punto. Ernesto y yo acudimos a la zona de
avituallamiento, y una vez provistos de nuestras bandejas de comida, nos
sentamos en la mesa 161 del pabellón 2. Enseguida compareció Emma y se hizo
un hueco entre nosotros dos. He ahí el anhelado reencuentro madre e hijo. Debido
a la gran afluencia de comensales (unos doce o trece), tuve que disimular y me
abstuve de mirarles. Retumbó la sirena, señal de todos a comer. Mientras
devoraba mi plato de judías verdes con patata, imaginé cómo aquella madre
acariciaría bajo la mesa la mano de su hijo. Cómo lo abrazaría con una mirada
sesgada. Cómo le gritaría te quiero en silencio. Sólo él podría oírla. Yo
permanecía en un estado de tensión increíble. Nadie hablaba en la mesa.
Únicamente el tintineo de tenedores y cuchillos sobre las blancas bandejas.
Ojeaba de soslayo la vivaracha glotonería de aquellos pálidos y robóticos rostros
de nuestros compañeros de mesa. Según palabras textuales de Emma: durante
la comida. ¿Qué diablos iba a suceder durante la comida?, me preguntaba yo
una y otra vez. El tiempo se echaba encima y nada extraordinario ocurría. Yo
confiaba en una gran explosión o algo así. Un magnífico helicóptero de combate
que, aprovechando el gran orificio provocado en la cubierta, descendería a por
nosotros y saldríamos volando de allí. Mi corazón bombeando inquieto también
parecía alentar el bombazo final. Nada de eso.
Emma requirió mi atención con un sutil golpe de rodilla. Me ofreció una
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píldora bajo la mesa. Me la tragué en un santiamén. Supuse que a su hijo le habría
proporcionado otra. La sirena proclamó el final de la comida. A desfilar.
Aprovechando el bullicio, Emma nos susurró que la acompañásemos. Mientras el
enjambre se dirigía hacia sus celdillas, Ernesto y yo seguíamos la imponente y
blanca figura de Emma. Acercó sus ojos a un escáner de retina instalado en la
puerta y penetró en un cuartito exclusivo para el servicio de limpieza sito al
principio de un largo corredor. Nos hizo un gesto y accedimos tras ella. Por el
simple hecho de haber traspasado esa nimia frontera me sentí infinitamente libre.
Una bombilla escuchimizada que colgaba del techo iluminaba tibiamente la
estancia. Guiñaba su ojo, la bombilla. Agradecí esa leve avería, ante el fatuo y
pluscuamperfecto funcionamiento de Alef 4. Cajas de material de limpieza
diverso amontonadas por doquier y escobas y fregonas apoyadas
anárquicamente en las paredes. Bendito dadaísmo.
Emma se abalanzó a los brazos de su hijo y le roció besos por toda la
cara. Sus ojos se anegaron. Hijo mío, decía. Oh, hijo mío, repetía, qué alegría
volver a verte. Cuánto he deseado este momento. Te quiero, te quiero muchísimo.
Tu padre también, aunque te haya hecho sufrir tanto. Quizá ahora mismo te esté
pidiendo perdón desde el cielo. Ernesto comenzó a llorar. Yo tragué saliva.
¿Conocería realmente o sólo supondría la muerte de su marido?... Me sentí un
poco incómodo, como intruso, ante aquel aluvión de sentimientos.
Mediante un sonoro beso, Emma se separó de su hijo. Hurgó en una caja
de estropajos y extrajo tres anchas esclavas de color negro. Ponéoslas, son
inhibidores de presencia, dijo, mientras se colocaba la suya.
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Ɣ Échese a un lado, Lev –solicitó.
Ernesto sonrió al escuchar mi nombre, pues ya le había contado la historia
del hallazgo de la cartera. También le hice saber la pérdida de Hassan, pero nada
referí sobre mi estancia en casa de sus padres. Obedecí, pues, y me eché a un
lado. Emma se agachó, pulsó simultáneamente con sus pulgares en sendas
baldosas contiguas y se abrió automáticamente una trampilla. El hueco era muy
estrecho, pero lo suficiente como para comenzar a descender por la escalerita
metálica fijada a la pared. Bajó primero Emma, después Ernesto y, por último, yo.
La trampilla se cerró a mi paso automáticamente y una densa oscuridad nos
engulló. El calor, acrecentado por la elevada humedad, era insoportable. Me
recordó a los túneles de Cu Chi. Intenté tranquilizarme, en vano, pensando que
enseguida veríamos la luz, que aquel era el camino de la libertad. En pocos
minutos llegaremos al túnel principal, anunció Emma. Menos mal, pensé. Al cuarto
de hora de tinieblas, más o menos, finalizamos el descenso de la escalera. Por
delante, seis largos kilómetros de un pasadizo subterráneo que conectaba con la
superficie. Durante los primeros cincuenta pasos, caminamos erguidos. Sin
embargo, el conducto se estrechó más y más, hasta que no quedó otra que
avanzar gateando. No soy capaz de concretar el tiempo que transcurrió ahí
adentro. Una eternidad en bucle. Pensé que no sería capaz de conseguirlo. Me
invadió una claustrofobia terrible. Nuestros jadeos descompasados sonaban
enlatados en el angosto pasaje. Mi cuerpo chorreaba sudor. El uniforme pesaba
como un muerto. Me asfixiaba. A menudo, miraba al frente, ansiando descubrir un
punto de luz en el horizonte. Una meta a la que aferrarme. Pregunté a Emma unas
cuantas veces cuánto restaba, como un niño pequeño que, antes de salir de viaje,
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ya está solicitando llegar a destino. Ella nos animaba. Admiré su condición física,
rondaría los sesenta y allí estaba, en cabeza, alentando a su endémico ejército.
Ernesto tosía frecuentemente. El túnel semejaba un negro estertor, una
interminable lengua de jirafa. Casi no creí cuando escuché decir a Emma:
Ɣ Ya llegamos… ¡lo hemos conseguido!
El aire proveniente del exterior nos envolvió. Cuánto lo agradecí. Olía a
vida. Mis pulmones más. No obstante, no sobrevino el vórtice de luz solar que
tanto ansiaba. Ahí afuera nos esperaba la noche. El susurro del batir de las olas
nos dio la bienvenida al mundo real. Nos abrazamos. Emma volvió a cubrir de
besos a su hijo. Resultaba formidable inspirar la brisa marina. Nos hallábamos en
una inmensa playa agreste cercana al cabo Greko, al suroeste de la isla, a unas
cien millas de la costa del Líbano. Nubes grisáceas formaban un vasto telón
cósmico, que ocultaba los actores principales: los astros y planetas que brillan
con luz propia en el firmamento. Sólo la espuma de las crestas de las olas y
nuestros blancos trajes centelleaban en la oscuridad. La temperatura ambiente
rondaría los quince grados. Clima tropical, comparado con el adulterado frío del
acuartelamiento. Nos sentamos sobre una gran roca, devolviendo lentamente
nuestras pulsaciones a su cadencia habitual.
Ɣ Debemos aguardar aquí –dijo Emma con voz marítima, abrazada a su
hijo–. Confío en que vengan pronto a rescatarnos. Como imaginaréis,
nuestro delito de sedición es castigado con pena de muerte. Ya estamos
sentenciados. Debemos huir para siempre.
Mientras esperábamos, Emma nos desgranó todos los entresijos
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maquiavélicos de Alef 4. Mutaciones adulteradas en el tiempo, narcóticos por
doquier: en comidas, en bebidas, en el aire acondicionado, en forma de
radiaciones en los habitáculos de los exoesqueletos, en las imágenes de los
documentales… El objetivo a corto plazo radicaba en la reinserción de los grupos
de riesgo, como pulseras rojas y amarillas. Alef 4 suponía el cuarto estadio de la
prueba original, iniciada en el año 2023, en las islas Azores. El propósito final
consistía en el control mental de toda la población. Tras estas primeras
pinceladas, Emma prosiguió su cuadro verbal explicándonos la construcción del
túnel. Aprovecharon una red subterránea que recorría toda la isla, establecida en
1975, con motivo de la instalación de la base internacional militar de RAF Akrotiri,
al sureste de la isla. Tomaron su nombre del lago salado cercano a las
instalaciones aeroportuarias. Mediante degradadores de materia, varios
compañeros de Emma crearon una vía que comunicó el viejo pasadizo con Alef 4.
Cuando nos hablaba de un tal Isaac, pieza clave de su organización, apareció de
repente una pequeña lancha surcando la noche en silencio. Respondiendo a sus
señales luminosas, nos pusimos en pie y rápidamente, primero chapoteando, y
después nadando, nos dirigimos a su encuentro. Resultaba muy costoso avanzar
con los pesados uniformes de Alef 4, pero tras varios minutos, por fin
embarcamos ayudados por los dos tripulantes.
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Lunes, 7 de Marzo de 2044.-
La fecha del encabezamiento corresponde al mundo real, fuera de Alef 4.
Sin tiempo para dormir. Sólo un único sueño: escapar. La zódiac apenas
cabeceaba, rugía rabiosa, deslizándose ingrávida sobre la queda y tenebrosa
mar. La isla de Chipre desapareció enseguida a nuestras espaldas, devorada por
la noche garganta abajo. Thomas, que hacía las veces de patrón, empuñaba el
prolongador del timón que sobresalía del motor fuera borda. Yasser se hallaba
sentado a su lado, ojo avizor. Emma, Ernesto y yo ocupábamos la parte de proa,
agarrados firmemente a los asideros de babor y estribor.
Por fin nos libramos de nuestra empapada vestimenta. Yasser nos acercó
una mochila a cada uno, instándonos a cambiarnos de ropa. Cuando hayáis
terminado, meted en ella vuestro uniforme junto con la esclava negra (la que nos
había entregado Emma para escapar del acuartelamiento), añadió. La oscuridad
mitigó nuestra timidez. Se trataba de zapatillas de deporte y cómodas prendas de
algodón, de tallas muy grandes, pero que enseguida se adaptaron a nuestros
cuerpos. Casi olvido que en uno de los bolsillos de mi uniforme había guardado
en una bolsita de plástico todos mis apuntes escritos en los folletitos de Alef 4.
Los trasladé a un bolsillo con cremallera de mi flamante chándal. Nada más
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poseía. Confiaba en que mi preciada caja de habanos siguiese en casa de
Emma, esperándome. Allí reuniría todos mis apuntes. ¡Paciencia!, imploraba en la
distancia. Cuando hubo recibido las tres mochilas, Yasser las roció con un spray y
las lanzó al agua. ¡Hasta siempre!, apuntilló.
Ɣ Tenemos suerte con la bonanza –anunció Thomas–. En poco más de tres
horas llegaremos a la Trípoli del Líbano. Después, volaremos en hidroavión
hasta las Islas Príncipe, cercanas a Estambul. Allí descansaréis,
compañeros. Imagino que a Emma no le habrá sido posible hablar mucho
con vosotros dentro de la cárcel… Cuando hayamos expurgado su
asquerosa droga de vuestros cerebros, departiremos largo y tendido.
La noche surgía del fondo de las aguas y devoraba la atmósfera. La mar,
como la pez. La zódiac no emitía señal luminosa alguna; únicamente la blanca
estela que se formaba y desvanecía rápidamente a nuestro paso. Escruté los
rostros de Yasser y Thomas. La noche sólo me permitió advertir una larga y tupida
barba en el de Yasser. El seseo en la dicción de éste apuntaba a su origen árabe.
Thomas, por su parte, hablaba perfectamente el castellano. Nos ofrecieron agua.
Mi cuerpo chorreó sudor diciendo gracias. El agudo estruendo del motor, cual
carraca dentro del tímpano, nos obligaba a gritar para hacernos oír. Ernesto
preguntó a su madre si nos estarían buscando.
Ɣ ¡Por supuesto! –irrumpió Yasser entre risas–. Nunca dejarán de buscarnos,
pero somos mucho más listos que ellos y jamás nos encontrarán. No se
preocupe, Ernesto, está en buenas manos. Fíjese en su madre, no ha
parado un segundo hasta salvarle y lo ha conseguido… y aquí estamos,
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¡camino de la salvación!
Las palabras de Yasser goteaban tímidas de su boca, pero al unirse en
frases, se consolidaban y erigían orgullosas su significado. No se trataba de un
optimismo fatuo. Más adelante confirmé mis cábalas: su mente era realmente
prodigiosa.
Durante el trayecto, Emma cuestionaba a su hijo sobre sus años de
vagabundeo. Fue entonces cuando descubrió mi engaño. Ernesto hizo referencia
a los buenos ratos que pasó junto a mí en la glorieta del Somontano. Súbitamente,
sentí cómo Emma incrustaba su mirada punzante en mi alma. Toda su habitual
suavidad se tornó furia. Comenzó a chillarme:
Ɣ ¿Lo conocías?, ¿conocías a mi hijo y te lo callaste?... ¡No me lo puedo
creer! Te ofrezco mi casa, te confío mi corazón… ¿de esta forma me lo
pagas?... No, no lo puedo creer… ¡no lo puedo creer!, ¡no puede ser
verdad! ¡A qué clase de persona estamos liberando! –exclamó,
dirigiéndose hacia Yasser y Thomas–, propongo que lo dejemos en el
Líbano. No podemos fiarnos de él.
No acerté a contestar nada. Era consciente de que tarde o temprano se
enteraría, de que aquel momento llegaría, pero nunca calibré sus funestas
consecuencias. De todas formas, Emma tenía todo el derecho de enfadarse.
Ernesto me exculpó, aduciendo que todo el mundo hace lo posible por dormir
bajo un techo. Además, prosiguió, en las pésimas condiciones en que
convivimos, le había demostrado que era buena persona. Emma no parecía
escuchar el alegato a mi favor de su hijo, seguía encolerizada, esputando ¡no me
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lo puedo creer!, ¡embustero! y similares. Agradecí las conciliadoras palabras de
Thomas:
Ɣ Comprendo tu cabreo, Emma. Pero ahora no es momento de tomar
decisiones improvistas. Sería demasiado arriesgado para todos.
Hablaremos de ello en Büyükada... Entiéndelo.
Suspiré.
Yasser llamó nuestra atención señalando al frente. Se vislumbraba en el
horizonte la silueta de la ciudad, flotando sobre el mar, desparramándose
horizontal, típicamente oriental, encabezada por las sombras de imponentes
minaretes y un grupúsculo de rascacielos. Suaves pinceladas de púrpuras y
violáceos comenzaban a teñir el cielo. Las nubes malhumoradas, últimos reductos
de la noche, desfilaban lentamente hacia el ocaso. Las aguas se tornaban menos
aterradoras. Como si el gran cíclope que es el mar, abriese lentamente su
inmenso ojo azul zafiro. A lo lejos se escuchaban los plañideros graznidos de las
gaviotas. El motor descansó. Sentí su silencio en mi interior. Permanecimos a la
deriva durante varios minutos, entre miríadas de pequeñas y efímeras olas.
Escuchad, indicó Yasser. Era la llamada a la oración en la ciudad, que llegaba a
nosotros en forma de leve susurro vibrato.
Un monumental estruendo hizo girar nuestros cuellos: un hidroavión
amerizaba varias millas a estribor. Thomas puso a rugir el motor incontinenti y nos
dirigimos raudos a su encuentro.
La aeronave se erguía esbelta sobre sus dos alargados flotadores. Como
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una gran ave posada sobre las aguas. En la cola figuraba una bandera turca. Los
trazos árabes del nombre de la compañía aérea serpenteaban en rojo vivo,
contrastando con el blanco del fuselaje. Se abrió una compuerta y apareció la
figura de una mujer. ¡Vamos muchachos!, exclamó, ¡bienvenidos a casa! Thomas
desembarcó en primer lugar. Tendiéndonos su mano, nos ayudó al resto a
acceder a la cabina de pasajeros, ascendiendo por el flotador, bajo el ala. Me
extrañó la presencia de hélices, ofrecía el aspecto más romántico de la aviación.
El último en bajar fue Yasser. Sacó de su mochila una especie de pastilla de
jabón. La lanzó sobre la zódiac vacía y ésta no tardó en zozobrar, desapareciendo
para siempre bajo las aguas. ¡Buen trabajo, querida!, voceó entre carcajadas. A
su paso, cerró la compuerta y besó apasionadamente a Louise.
La luz artificial me permitió destripar a mis acompañantes.
Supuse que Thomas, robusto, nacido en Barcelona, tendría antecedentes
nórdicos, debido a sus rubias y salvajes melenas, ojos azules y tez marmórea. El
piloto del hidroavión era su hermano Isaac, más joven, de treinta y pocos, muy
parecido a Thomas, aunque muy delgado y con el pelo más corto. Louise, mujer
de Yasser, aquilina, de ascendencia francesa y nacionalizada turca, rozaría los
cincuenta. Erguía su cuello cual ganso o como si la estuviesen midiendo a cada
instante, a pesar de sacarle un palmo de altura a su marido. Éste, muy moreno y
con vivaces y minúsculos ojos negros, se acariciaba constantemente (a modo de
tic) su selvática e indómita barba, que ya había entrevisto en la zódiac.
Y por otro lado, las tres bolas de billar: Emma, Ernesto y yo. Ella pidió algún
gorro o similar con que cubrir su cabeza y Louise le acercó amablemente un
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pañuelo. No había otra cosa. El enfado de Emma para conmigo parecía remitir,
cuando en un chispeante cruce de miradas me demostró lo contrario.
Thomas repartió un sándwich para cada uno. Isaac se dirigió a la cabina
de mandos para preparar el despegue. Como se trataba de un hidroavión de
mercancías, los asientos se anclaban en las paredes del fuselaje. Por delante un
par de horas de vuelo.
Antes de abrocharme el cinturón de seguridad, me acerqué a Yasser, el
más simpático de todos, con creces, y le pregunté si disponían de algún aparato
reproductor de música. Cualquier cosa, me daba igual, pero música. Jamás en la
vida hubiera podido imaginar su respuesta.
El sándwich pasado y frío de jamón york y queso más suculento crujiente y
sabroso de toda mi existencia gracias al prodigioso nocturno en mi bemol mayor
ópera nueve número dos del Señor Frederic Chopin que crepitaba a través del
hilo musical de la aeronave.
De postre, me postré ante Morfeo.
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Viernes, 35 de Marzo de 2044.-
Llamaron a la puerta. Casi siempre eran comerciales plastas. Yo
permanecía en absoluto silencio y en quince segundos se largaban. Comprobado.
Los observaba desde la mirilla. Pero aquella vez se trataba del contador del agua.
Es decir, el trabajador que se dedica a ir por las casas anotando las cifras de los
contadores de agua que luego se convierten en hermosas facturas. Creo que
queda claro. Sigamos.
Le abrí. Vestía uniforme azul. Muy apropiado. Muy acuático. Era un tipo
rudo, con la voz muy grave. Buenas tardes, saludó. Correspondí. Amablemente, le
hice pasar a la cocina. Le señalé la puertecita del armario, bajo el grifo, donde se
escondía el contador. Y hasta ahí recuerdo.
Lo siguiente ya no resulta tan gracioso, por lo menos para mí. Sentía un
dolor agudo en la cabeza y me encontraba maniatado y amordazado. Sólo podía
emitir sonidos de 0’0002 decibelios como máximo. Resumiendo: total
indefensión. A merced del contador del agua.
¿Cuáles eran sus pretensiones? ¿El robo? ¿La violación? ¿La violencia
gratuita? ¿El tráfico de órganos? Nada de eso. ¡Ojalá!
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El muy cabrón no me explicó sus planes. Me obligó a tragar una pastilla
amarilla. Le costó lo suyo, porque la escupí en su cara como unas cinco veces. Se
cansó de mi rebeldía y me propinó un feroz puñetazo en la tripa. Aprovechó el
momento en que me doblegaba como una bisagra para encestar la dichosa
pildorita en mi boca. Entró hasta dentro y me hizo efecto enseguida. Lo siguiente
fue mucho peor, para mí, claro está… porque para él… ya lo dudo.
No os lo he contado, pero soy un tipo bastante normal. Sin embargo, mi
novia no. Mejor será que no os la describa, para que no tengáis pensamientos
impuros. Seáis hombres o mujeres, da lo mismo. Sé de alguna que ha pensado
visitar la isla de Lesbos por culpa de Natacha, mi novia.
Sigamos con los hechos. ¡Pues el muy hijo de puta del contador de agua
se había convertido en mí! El cómo lo hizo se lo deberíais preguntar a él. Ni puta
idea. Disculpad mi lenguaje pero estoy bastante enojado, como podréis imaginar.
Bien: si él era yo; yo, ¿quién era? He ahí el quid. Yo era el canario Eustaquio.
¡Nuestro precioso canario!, ¡el que habíamos comprado Natacha y yo en Gran
Canaria!, ¡el mismo que nos despertaba todos los días con dulces cantos!, ¡el de
los colores verdes y dorados dignos de las aves del paraíso!
Cuando fui consciente de mi nueva identidad, ya había llegado Natacha a
casa. Y no perdía el tiempo, el intruso, ¡estaba en la cama con ella dale que te
pego! Para más inri, el amable y encantador farsante había trasladado mi jaula al
dormitorio. ¡Se estaba tirando a mi novia en mis narices! O quizá debería decir:
¡en mi pico!
Me puse como un pájaro loco. Imaginaos. Nada de melodías. No cantaba:
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¡chillaba! Me dolían hasta las plumas de tanto gritar. ¡Natacha!, ¡estoy aquí,
secuestrado!, ¡soy yo!, ¡SOCORRO!
Natacha, ni caso. Sólo decía ¡oh! ¡oh! ¡oh! ¡oh!... y no imitaba a Papa Noel,
precisamente. Visto que desgañitarme no me sirvió de nada, comencé a
cagarme por toda la jaula hasta vaciarme por completo.
Ellos seguían a lo suyo. Ni siquiera olieron mi protesta de mierda.
Cuando acabaron la faena, el impostor, el muy cabrón, me guiñó el ojo y
me dirigió una sonrisita. Natacha comentaba lo chillón que estaba Eustaquio, o
sea yo. Se levantó de la cama en pelota picada y me colocó en el salón, mi lugar
habitual. Tranquilo, Eustaquito, tranquilo, me decía con ñoña voz de niña buena.
Volví a gritar ¡Natacha!, a un palmo de su cara, con todas mis fuerzas de ave. En
vano.
Si hay por ahí algún científico que pretende sostener que los canarios
tienen cerebro, les diré lo siguiente: ¡y una puta mierda! ¡Me resultaba imposible
pensar!, ¡urdir mi venganza!... Con la oscuridad me entró un sueño brutal y me
quedé frito al instante. De pie. Raro eso de dormir de pie, por cierto.
Aquella noche soñé que era un humano. Mi novia estaba realmente
buenísima. La envidia de todo el bloque… ¡qué diablos!, ¡de toda la ciudad!...
Veía la televisión tranquilamente tumbado en el sofá cuando llamaron al timbre.
No me levanté. Imaginé que se trataría de algún comercial pesado. Insistieron. Fui
a ver. Entreabrí la puerta y se presentó ante mí el contador del agua. Saludos
cordiales, por ambas partes. Lo invité a acompañarme a la cocina, donde se
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hallaba el contador. Pero extrañamente, él replicó que no debía revisar ese
contador sino el otro. ¿Cuál otro?, pregunté yo, sorprendido. Acompáñeme, dijo y
se dirigió hacia la jaula del canario. A éste me refiero, apuntó, señalando al mini
depósito de agua de la jaula. Me apresó el pánico cuando advertí que el canario
estaba dentro del recipiente ahogándose, luchando por salir a flote. Rápidamente,
acudí en su ayuda pero nada pude hacer para salvarlo. Se quedó pajarito. Saqué
el cadáver y … ¡ERA YO!
Tras semejante pesadilla, me desperté temblando y con una sed horrible.
Gracias a Roc y al Ave Fénix que mis queridos dueños Natacha y Eustaquio me
llenaron enseguida el bebedero. En señal de agradecimiento, les canté una
preciosa aria: La Donna e mobile, perteneciente a la ópera Rigoletto, de
Giuseppe Verdi.
*** *** *** *** *** ***
Cómo había cambiado mi vida tras poco menos de un mes de estancia en
Büyükada, la mayor de las Islas Príncipe, sitas en el mar de Mármara, frente a la
parte oriental de la ciudad de Estambul. Emma me perdonó, aunque le costó lo
suyo. Me crecía el pelo y me propuse dejarme barba, por lo menos, tan larga
como la de Yasser. Aquél era el último día en que Ernesto y yo tomábamos la
pastilla. Nuestro cuerpo se había purificado por completo de los narcóticos de
Alef 4.
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La isla de Büyükada era antiguamente el paraíso vacacional de la clase
adinerada de la gran ciudad. Provista de idílicos bosques de pinares y monte
bajo, playas rocosas y arenosas, casas coloniales, hermosos paseos marítimos,
rúas adoquinadas, angostas y serpenteantes, magníficos restaurantes,
piscifactorías y hotelitos entrañables. Hasta que el gran incendio de 2018 asoló
por completo la isla. Fallecieron más de mil personas. Casualmente los árboles
fueron declarados extintos de la faz de la Tierra dos años después. En la
disidencia, al período del 2015 al 2020 se le conocía como ‘el lustro del fuego’.
Lostruth (‘la verdad perdida’ en castellano, así se denominaba nuestra
organización) mantenía que los desastres naturales fueron provocados por los
gobiernos siguiendo un programa secreto multinacional que sembraría las bases
del futuro control absoluto sobre la población mundial.
Büyükada estaba poblada por un centenar de campesinos, antes también
pescadores. Sin embargo, la pesca de bajura fue terminantemente prohibida.
Sólo permitían la pesca con caña desde la costa. Las capturas fueron
decreciendo hasta desaparecer casi por completo. Más del noventa por ciento de
la producción de alimentos se monopolizaba en las factorías propiedad de las
multinacionales, a las que también pertenecían los grandes barcos pesqueros. En
la era de la agricultura sintética, muy pocas plantas se elevaban más de dos
palmos del suelo. La vegetación del Planeta consistía en pequeñas huertas, cada
vez más en desuso. La venta de semillas era controlada férreamente por los
gobiernos. Por su parte, vacas, cabras y ovejas malcomían malas hierbas y
pienso de alfalfa. Digamos que habían arrancado el terciopelo del Planeta: un
nuevo vellocino de oro. Ya podían buscar Jasón y los argonautas, que sólo
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hallarían esqueleto telúrico. El mar parecía apropiarse del color verde, en peligro
de extinción en la superficie terrestre, como luchando por su conservación.
Asimismo, no debemos olvidar que más de la mitad de las especies animales del
Planeta vivían en las zonas tropicales. Miles de ellas se extinguieron junto con los
árboles. Dependiendo de la estación seca o lluviosa, las antiguas selvas variaban
de grandes desiertos a inmensas balsas de agua. Las cordilleras montañosas,
completamente grises, aparentaban más escarpadas, más salvajes, sin el manto
arborescente en sus faldas. Dada la escasez de animales exóticos, la mayoría de
los zoológicos se habían convertido en acuarios. Asolaron las gélidas taigas y
estepas con agentes químicos, convirtiéndolas en exánimes llanuras sin fin.
Gracias a los relatos de Gógol, Chéjov, Pushkin y compañía, que hoy resultan
eclógicos, podemos evocar aquellas inolvidables estampas, como paisajes
fósiles de museo.
Vivíamos todos juntos en una enorme casa de campo al Sur de la isla,
cercana a la antigua avenida Adalar. Villa Sumac se llamaba, en honor a Albert
Camus. Sumac era el anagrama del apellido del magnífico escritor que, poco
antes de morir, confesara: mi obra todavía no ha empezado. Un buen escondite,
sin duda. A unos cien metros de una playa riscosa muy escarpada. Disponíamos
de un embarcadero natural. En unas cuevas formadas entre las rocas por el tenaz
cincel de la erosión, guardábamos varias zódiac como válvula de escape.
Nadie repararía en aquella sobria edificación de ladrillo, con las paredes
estucadas a jirones, sin pintar y cubierta por techos de uralita. Telas de saco
hacían las veces de cortinas. Materiales de construcción, ripios y cascotes
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desperdigados por doquier le daban un aspecto de inacabada. Semejaba ser el
hogar de otra familia de agricultores y/o ganaderos. El último escalafón de la
sempiterna pirámide social. Podríamos decir que los vagabundos estaban algo
mejor vistos que los campesinos. Pero lo impresionante de aquella destartalada
edificación estaba en el interior. Siempre lo realmente impresionante está en el
interior.
La residencia era muy cómoda, sencilla y espaciosa. Un desnutrido
tabique de yeso separaba la parte habitable de la destinada a la investigación
científica, supervisada por el Doctor Yasser Malik. La entrada, muy amplia y
acogedora, era el centro neurálgico de la casa, donde comíamos y nos
sentábamos a charlar. En las paredes colgaban cuadros de diferentes tamaños,
la mayoría de ellos, grabados con motivos religiosos. Un abanico de taburetes
correteaban anárquicos cerca de su madre, una hermosa mesa horizontal de
piedra, y en un rinconcito, se hallaba una mesa camilla donde permanecían largas
horas sentados Biddu y Usha. A través de un estrecho pasillo, se accedía a los
diez pequeños dormitorios, todos con camas de matrimonio. El diáfano corredor
comunicaba con la zona de laboratorios, invernaderos y sala de ordenadores.
Disponíamos de tres baños comunales y cuatro duchas individuales. No había un
número fijo de residentes en Villa Sumac. Isaac, el hermano de Thomas,
pernoctaba muy de vez en cuando, ya que trabajaba con el hidroavión como
repartidor de semillas en una gran compañía. Él era nuestro infiltrado. Como
podéis observar, me sentía parte de Lostruth, desde el primer día en que nos
libraron de las blancas garras de Alef 4. Además, yo venía de prestado, porque
por suerte me colé en la vida de Emma. Había escuchado antes el nombre de
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Lostruth, en las noticias, y lo relacionaba equivocadamente con el terrorismo, tal
como hacían creer los conspiradores medios de comunicación a sus masas. El
apuesto Thomas ejercía de patrón de una pequeña embarcación turística a través
del Bósforo. Emma y Louise, ambas ingenieras informáticas, se encargaban
principalmente del contacto con los compañeros y amigos esparcidos por todo el
mundo, a través de nuestra intranet. Usaban un complejo lenguaje cifrado.
Obteníamos financiación mediante la venta clandestina de semillas (sobre todo
de tabaco) y de pequeñas donaciones. Nosotros formábamos sólo una estrofa
más, entre los cientos que se esparcían por todo el Libro.
Los anfitriones y reales dueños de aquellas tierras eran Biddu y Usha, tíos
de Yasser, nativos de la vecina isla Sedef Adasi, la más oriental del archipiélago.
Se casaron muy jóvenes. Sus padres sufrieron la expropiación de su hacienda
cuando las Islas Príncipe se convirtieron en el destino turístico de moda. Tras el
gran incendio, Biddu y Usha decidieron comprar aquella porción baldía de terreno
que con el tiempo se convertiría en Villa Sumac.
Propuse a mis compañeros que me llamasen Lev, en lugar de Adrián,
relatando el hallazgo de mi cartera y argumentando que aquella nueva identidad
me había traído suerte. Ernesto y yo, que todavía no habíamos salido de la isla,
preparábamos los envíos de antídotos por correo para nuestros compañeros
difundidos por todo el mundo y ayudábamos en los laboratorios clandestinos a
Yasser. Éste tenía varios proyectos en fase de ejecución y desarrollo y otros
muchos gorgoteaban todavía en su cerebro. Era un tipo genial. Siempre
sonriente. Daba gusto trabajar con él, para él, o lo que fuese, quiero decir, que
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daba gusto estar con él. Aparte del riego, los abonos y nitratos, todos los días
inyectaba en sus semillas La cabalgata de las valkirias de Wagner y el cuarto
movimiento de La sinfonía del nuevo mundo de Dvorak, a todo volumen. No sé a
ellas, pero a mí me hacían volar, caer, suspirar y sonreír, al mismo tiempo.
Permanecíamos en silencio los tres, Ernesto, Yasser y yo, escuchando. Sin duda,
si hubiese que escoger un himno para la revolución, propongo cualquiera de esos
dos. No los hay mejores. Quizá me quedaría con Dvorak, por su mayor
humanidad, contra el antisemitismo manifestado por Wagner, pero ciñámonos a
la música, más allá de las personas.
Casualidades de la vida: Yasser se parecía físicamente a Dvorak. Si bien
el checo, seguramente no se acariciaría tanto la barba como nuestro amigo el
turco.
Todo el mundo que entraba y salía de la casa besaba a Biddu y Usha.
Preciosa costumbre. Ya octogenarios, siempre ofrecían sus mejillas con una
sonrisa. Se dedicaban a las labores básicas del hogar, sobre todo a la cocina.
Permanecían largos ratos en la sala de estar, sentados en torno a la mesa
camilla, calentando sus pies en el brasero, escuchando la radio y jugando a las
cartas. No salían de la isla para nada, por lo menos durante mi estancia.
Encantados con su papel de anfitriones, siempre ofrecían té y café a cualquier
visita. El café turco, llamado kahve, era una auténtica bomba. Lo servían en una
minúscula taza. En un par de sorbos acababas con él, y tras unos segundos,
notabas cómo fluía por tus venas, se estiraba tu cuello y te sentías listo para la
acción. Aunque no sabían una palabra en inglés, Biddu y Usha tampoco hablaban
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mucho turco, ni entre ellos ni con el resto. Daba la sensación de ya lo habían dicho
todo. En vida, descansaban en paz.
Mi habitacioncita se componía de una cama y una mesita. No había
ventana, como en el escandaloso cuarto de la tele de la casa de Emma y Emilio.
Utilizaba yo varias sillas como armario. Disponía de un ordenador portátil que
apenas usaba. No necesitaba más. La estancia contigua la ocupaban Yasser y
Louise. Hacían el amor to-das-las-no-ches. Para ellos, constituía una especie de
religión o rito o algo así. Su particular rezo nocturno a Afrodita. Y no eran muy
silenciosos, que digamos. Louise semejaba ser la mujer que instauró en Francia
el erotismo. De todas maneras, nadie se quejaba ni decía nada al respecto. Sólo
a veces bromeábamos al respecto Ernesto y yo. Su placer periódico se había
convertido en uso social. Las leyes populares de la costumbre.
Cenábamos muy temprano, sobre las seis y media de la tarde. En aquella
época del año, la temperatura era muy agradable. Tras el kahve, yo solía marchar
a pasear con Omi, el perro de la casa, un cariñoso pastor belga. Provisto de algún
libro (en Villa Sumac había miles, desperdigados por estanterías o por el suelo),
descendía hasta la playa, escogía alguna roca plana y tomaba asiento. No hay
mejores acompañantes que un Libro y un Mar. Hubiese rechazado los tronos más
distinguidos de los más suntuosos palacios de los más afamados monarcas. El
Sol, en el horizonte, se introducía pausadamente en el agua, como un venerable
anciano. Seguramente le pareciese muy fría, debido al contraste, de ahí su lentitud
en sumergirse. Las aguas se sonrojaban ante la presencia de tan distinguido
invitado. Los enormes cargueros comenzaban a guardar cola respetuosamente
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con la intención de atravesar el estrecho del Bósforo durante la noche, con destino
al Mar Negro.
Se rumoreaba por entonces que Turquía estaba a punto de acogerse al
plan de las pulseras que tan buenos resultados ofrecía a numerosos países de
todos los continentes, caso de España.
Gracias a Yasser, sobre todo, Villa Sumac era casi autosuficiente. Aparte
de semillas, inhibidores de todo tipo, degradadores de materia, pastillas
antidroga, micro y nanochips de cualquier clase y especie, generábamos la
energía para toda la casa, sembrábamos los productos que nos alimentaban,
potabilizábamos el agua del mar…
Me hubiese llevado noventa y cinco mil vidas, como poco, aprender los
conocimientos científicos que ponía en práctica a diario Yasser. En una de las
habitaciones, el cerebro, como la llamaba él, cualquiera se hubiese vuelto loco tan
sólo contemplándola unos minutos. Tubos de ensayo, probetas, placas de Petri,
matraces, balanzas, soportes, embudos, mecheros de alcohol, mecheros Bunsen,
rejillas, pipetas… Ni en las películas había visto yo semejante despliegue. La
realidad supera a la ficción y se le ríe en la cara.
Cuando regresé a casa tras el paseo vespertino, me dirigí al laboratorio a
echarle una mano a Yasser. Parecía excitado. Nada más verme, me dijo:
Ɣ Lev, no te puedes imaginar lo que sería capaz de hacer si dispusiese de
ámbar.
Ansioso, me palpé instintivamente el cuello en un gesto reflejo. Pero no
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estaba. Ya lo sabía. Lamentablemente, mi colgante de ámbar quedó en casa de
Emilio y Emma cuando me detuvieron los policiudadanos. Se lo expliqué.
Ɣ Una verdadera pena, quizá nos podría servir –murmuró Yasser, entornando
sus ojos.
Me declaré ignorante absoluto sobre el tema del ámbar. El Doctor me
ilustró amablemente en la materia. Resumiendo: La mayoría de los yacimientos
databan del Cretácico. La resina que exudaban los árboles, sobre todo las
antiguas coníferas, precisaba miles de años para polimerizar y convertirse en
ámbar. Pese a su optimismo natural, no confiaba mucho en hallar su anhelada
piedra preciosa. Según dijo, le resultaba prácticamente imposible producirla en
su laboratorio. Además, sabía que los otrora exuberantes yacimientos de países
caribeños y bálticos habían desaparecido, seguramente debido a los diferentes
expolios gubernamentales.
Ɣ Pero… ¿por qué es tan importante el ámbar?, ¿qué pretendes hacer con
él?
Yasser sonrió, consciente de haber descubierto algo extraordinario. Sus
ojos brillaron y, tras unos segundos clavados en los míos, se humedecieron. Me
susurró, por fin, su secreto:
Ɣ Como dijo Ralph Waldo Emerson, la creación de mil bosques está
contenida en una bellota… Lev, creo que puedo resucitar a nuestros
queridos árboles.
102
Jueves, 7 de Abril de 2044.-
“Queridos humanos:
Nací hace más de mil millones de años. Terminé de dar el estirón hace dos
millones de años. Aunque la mayoría de la gente no conozca este dato, sigo
creciendo unos pocos milímetros al año. La verdad es que no me puedo quejar,
pues soy la más alta. Todo el mundo me conoce. En su día, he de reconocer que
la popularidad se me subió un poco a la cabeza. Se congelaría, aquí arriba, digo
yo, porque últimamente he estado muy tranquila. El chino no está mal, pero
prefiero el nombre con el que me conocen los tibetanos: Qomolangma (madre del
universo). Resulta muy poético. Muy cósmico. Además, no me caía muy bien Sir
George Everest, un tipo bastante altivo. Nunca entendí por qué le rindieron
semejante homenaje.
Tengo muy pocos vicios. Me encanta la época de las migraciones, cuando
miríadas de aves me sobrepasan camino al Sur. Les cuesta lo suyo, a las pobres,
hasta que toman la corriente buena que les impulsa hacia el cielo. Los
escaladores son lo mejor. Me producen un cosquilleo fantástico. Me encanta.
Algunas veces, tanto gusto me provoca unas leves convulsiones. Es entonces
cuando los montañeros se quedan para siempre conmigo. Mis nieves se
103
convierten en sus sudarios. Advierto que lloráis sus muertes y lo siento de veras.
Quiero que sepáis que no lo hago adrede, es un movimiento reflejo, ingobernable.
Poseo unas vistas magníficas. He sido testigo de las formaciones
kársticas, de la vergonzosa pérdida del Mar de Aral, de los viles incendios del
lustro del fuego, del trepidante crecimiento vertical de Shanghái, de los
conmovedores atardeceres del golfo de Bengala, de las sempiternas guerras de
Oriente Medio... Océanos han hecho todo lo posible para venir a saludarme. Casi
lo consiguen el 26 de Diciembre de 2004. Lamentablemente, nuestros pequeños
gestos tienen consecuencias funestas para vosotros. He aquí el objeto de mi
carta. El día 5 de Agosto de 2044 va a acontecer el mayor de los maremotos en la
historia de la Tierra. Me lo ha confesado Aconcagua. Ella se enteró porque el plan
se fraguó en el Océano Pacífico. Ojalá estuviese más cerca, Aconcagua. Es muy
latoso conversar con ella, sólo llegamos a unas dos frases por año, y no muy
largas. Hemos de utilizar con destreza las traicioneras corrientes de aire. Fijaos
que una vez, un par de palabras mías llegaron hasta Gunnbjorn, en Groenlandia.
Pues eso, que me encantaría ver a Aconcagua. He oído hablar maravillas sobre la
montaña más alta de América (oh, mi desconocida América), pero ella es muy
humilde y siempre se quita importancia.
Lo dicho: 5 de Agosto de 2044, es la fecha. Confío en que todos los
medios de comunicación emitirán la noticia, evitando así la catástrofe humana
más devastadora de todos los tiempos.
Les saluda atentamente:
104
Qomolangma
Literal. Éste es el fax que llegó a la sede central de nuestro periódico,
donde yo trabajaba como redactor. De primeras, pensamos que se trataría de
una broma. En cambio, ese mismo fax fue recibido a la misma hora en todos los
medios de comunicación de todo mundo. Se armó la marimorena. Los teléfonos
echaban chispas. ¿Qué hacer?, ¿publicar o no? Enseguida, la noticia se filtró a
los gobiernos. Celebraron una cumbre secreta en París con representantes de los
veinte países más poderosos. Pese a los vehementes esfuerzos de China, el
dictamen fue: no publicar.
No lo podía creer. Llegaron a amenazarnos con el despido en caso que
revelásemos el secreto. Aquello era una locura. ¿Una montaña que habla?, y no
sólo eso… ¿qué también conversa con sus semejantes?… Por lo menos,
¿habrían consultado a los científicos sobre la posibilidad del tsunami? Ojalá sí…
me decía. Por otro lado, publicar crearía una alarma social innecesaria,
provocando un éxodo masivo de la población afectada, con sus consabidas
consecuencias. Cada mañana, en la redacción, releía el dichoso fax una y otra
vez, no saliendo de mi asombro.
Los servicios de inteligencia de los gobiernos buscaban en balde al
misterioso emisor del fax. ¿Desde dónde lo habrían enviado? Nadie lo sabía.
Restaban un par de meses para el supuesto cataclismo. Me moría de ganas por
contarlo. A mi mujer, a mis hijos, a mis padres, a mi hermano, a mis amigos, a
mis vecinos. Silencio.
105
El 5 de Agosto, me repetía.
Irremediablemente, la noticia se coló en internet. Se enredó en la red de
redes y se erigió cual Coloso de Rodas. No quedó otra que publicar. Se
rumoreaba que había sido el gobierno chino el culpable de la filtración. No se
hablaba de nada más en la Tierra. El fax del Everest. ¡Pero si no le gusta ese
nombre!, pensaba yo… Comenzó el éxodo del litoral del Índico y del Mar de
Arabia. Pakistán, India, Malasia, Indonesia, Tailandia, Myanmar… Se armó el
caos. A pesar de que los gobiernos decidieron cerrar sus fronteras, la población
se las ingeniaba para escapar a toda costa. Líneas clandestinas de transporte
marítimo hacían su agosto trasladando a otras latitudes a innumerables y
temerosos viajeros. ¡Todo por un fax enviado a los medios de comunicación por
una montaña! ¡Tamaña locura! Visto así: increíble. Sin embargo, increíblemente
cierto. Los gobiernos acabaron por sellar a cal y canto sus lindes. Desplegaron
sus ejércitos. Huir ya no era una opción.
Por fin llegó la fecha señalada en todos los calendarios del Planeta. El 5 de
Agosto no ocurrió nada reseñable. Ni tsunami, ni nada parecido. Como mucho,
alguna insignificante tormenta tropical en el Caribe.
Tardé la friolera de nueve años en conocer la verdad. Durante la penosa
resaca de la III Guerra Mundial, se cayó el mito de las montañas que hablan.
Siendo yo redactor jefe, a punto de jubilarme, llegaron a nuestras manos unos
documentos reservados del servicio de inteligencia del gobierno chino. No
dudamos ni un instante en publicar. El mundo entero se hizo eco de la primicia.
Todo resultó haber sido una macabra estrategia de China. Debido a sus
106
problemas de superpoblación, proyectaba ocupar sus países limítrofes, y utilizó el
ardid del fax de Qomolangma para no ocasionar tantas muertes en sus
preconcebidas guerras de conquista. Como su confabulación no llegó a buen
puerto, inició al poco tiempo, como es sabido por todos, los primeros conflictos
que desencadenaron la III Guerra Mundial.
*** *** *** *** *** ***
Aquel jueves era el primer día en que Ernesto y yo salíamos de Büyükada.
Provistos de falsos pasaportes españoles y esclavas verdes, visitamos la gran
ciudad cuales turistas. Emma nos acompañó. Thomas había solicitado unos días
de vacaciones y como otros tantos compañeros de Lostruth, se hallaba perdido
por el mundo, en busca del ansiado ámbar. Yasser trabajaba duro en su
laboratorio. Incluso, algunas noches, se echaba de menos su sonoro amor con
Louise. Los rumores de la instalación del sistema de esclavas en Turquía se
confirmaron y concretaron: el 1 de Septiembre. Nuestra situación corría peligro,
sobre todo, la de Emma, la de Ernesto y la mía. Constábamos como fugitivos en
los registros internacionales de la I.P. (Policía Internacional), a los que nuestra
organización accedía furtiva y habitualmente.
Por otro lado, seguíamos conociendo la existencia de más y más primos
hermanos de Alef 4. Las fábricas de producción de oxígeno, necesarias para la
supervivencia humana tras la desaparición de los árboles, comenzaban a
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expulsar a la atmósfera otros gases enmascarados. Sudamérica parecía ser el
conejillo de Indias. Uno de los datos que apoyaba esta tesis era la rápida
disolución de los otrora combativos grupos disidentes de aquella parte del Globo.
La guerra de la Antártida, siempre a punto de estallar, se diluía entre
interminables y enrevesados asuntos diplomáticos. Aparte de los trazados a gran
escala, los estados por sí solos o mediante alianzas puntuales, urdían sus propios
planes. Se hablaba de clonaciones de gobernantes en Japón y Singapur, de la
construcción de una gran metrópoli subterránea en la Luna por Estados Unidos y
Rusia, de la creación de corazones inmortales (incluso se decía que se pondrían a
la venta por un trillón de union), de la implantación de microchips cerebrales en
varios países europeos y un largo e inquietante etcétera.
Lostruth era, según la lista publicada recientemente por la I.P., la tercera
organización terrorista más peligrosa, tras Nayyar y Expressions. No está mal,
decía Yasser, esbozando una sonrisa, pero si encontramos ámbar, ya veréis qué
pronto ascendemos al primer puesto. Digamos que las tres entidades eran ramas
de un mismo tronco. Todos los gobiernos se encargaban de manchar nuestros
nombres con crímenes y falacias de todo tipo. Ellos poseían el sistema global de
comunicación y lo manipulaban a su antojo. El conjunto de la población asimilaba
todo aquello como la verdad. Lostruth era Pacifista. Aunque no sirva para mucho,
lo dejo aquí bien claro. El cambio climático, que tanto atemorizó al mundo a
principios de siglo, era un asunto más que liquidado. La producción artificial de
oxígeno fue bautizada como el invento de la Humanidad, la salvación del
Hombre, y similares. Su creador, David McCarthy, se erigió en la eminencia más
adulada de la Historia. Gutenberg, Newton, Fleming, Da Vinci… pasaron a un
108
segundo plano, quedaron ocultos tras el resplandor del nuevo redentor. Tras las
repetidas crisis mundiales, la inmensa mayoría no sólo se conformaba con un
trabajo sea cual fuere, sino que se enorgullecían de tenerlo y daban las gracias
por ello. Además de la progresiva reducción de las cifras de paro, la espléndida
marcha de la macroeconomía tras la instauración de la moneda única (el union), el
meteórico progreso de los Estados Unidos Africanos (eje principal de la industria
alimenticia), la hermandad de las religiones mediante tratados económicos… a
primera vista, se vivía una etapa de prosperidad insólita en los siglos pretéritos.
Sin embargo, la sonrisa del ciudadano no era sino el disfraz del esclavo.
Con todo aquel postizo bienestar, nadie parecía advertir la ampliación de los
calendarios laborales, los escasos salarios, la repatriación masiva de
inmigrantes, la censura, la supresión de la jubilación, los elevados precios (sobre
todo de los alimentos), los férreos controles de identidad…
Yo pensaba que, pese a que diésemos con el anhelado ámbar y
repoblásemos todo el Planeta, ¿qué sucedería después?... Yasser fabricaba
antídotos, pero a muy pequeña escala, para los nuestros, y pronto habría que
repartir diez mil millones de cápsulas diarias para evitar el control mental de la
población mundial. Imposible, me decía, cabizbajo y negando con la cabeza,
imposible...
Nuestra jornada turística comenzó en el antiguo barrio de los pescadores
(en el que ya nadie era pescador), en la parte oriental de la ciudad. Visitamos el
Museo del Bósforo y cruzamos su majestuoso puente colgante. Parada
obligatoria en el opulento Palacio de Topkapi. Después, ascendimos a la Torre
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de Gálata, disfrutando de las hermosas vistas del Cuerno de Oro. Un kahve
acompañado con baklavas (pastel de hojaldre típico) en la concurrida avenida
Istiklal y en la plaza Taksim tomamos un taxi hacia el Gran Bazar. En un
restaurante cercano, comimos lüfer, un delicioso pescado azul, típico del Bósforo.
Minaretes esparcidos por doquier, cuales enormes micrófonos vermiformes,
canturreaban en su obstinada llamada a la oración. Nosotros no contestamos.
Tras la visita a la imponente Santa Sofía y, cuando comenzaba a anochecer,
arribamos a la Mezquita Azul. Semejaba una gigantesca tarántula. Soberbia. La
rodeaban cientos de hologramas arbóreos, que haciendo las veces de jardín,
proyectaban unos formidables haces de luz roja que taladraban la atmósfera
camino del Cielo. Acabamos realmente agotados; incluso la incansable Emma,
se quejaba de calambres en sus piernas. Ya sólo nos restaba acudir hacia la
avenida Kennedy, para embarcar en el ferry de vuelta a Villa Sumac. La noche se
esparcía lentamente, incendiando la ciudad.
Mientras el gentío comenzaba a dispersarse, despidiéndose de la
Mezquita Azul ya casi negra, sentí que alguien me llamaba. ¿Adrián? Oí a mis
espaldas, una voz femenina que creí reconocer. Habituado a Lev, me resultó
extraño escuchar mi nombre real, y más en Estambul. En un primer momento,
pensé que deliraba debido al cansancio. Pero aquella interrogación volvió a
acudir a mis oídos. ¡No puede ser!, me dije, refutando la evidencia. Por fin, decidí
girarme y me topé con la persona que imaginaba.
Claudia.
Mi corazón bombeaba rimbombante. Tampoco él se lo esperaba. Sentí
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varias gotas de sudor frío recorriendo lentamente mi espalda. Como en un flash,
me sentí orgulloso de estar sobrio, sobre todo, de que Claudia me viese sobrio.
Ella permanecía inmóvil, observándome, incrédula. Se hallaba de pie, con un
grupo de amigas, al lado de un puesto de souvenirs. Haría como unos cinco años
que no la veía. Solicité con un gesto a Emma y Ernesto que me disculpasen un
momento y me acerqué hacia ella. Claudia avanzó a mi encuentro. Besó mis
mejillas. Primero la derecha y luego la izquierda. Me miró de arriba abajo. Dijo
estar muy sorprendida de verme, sobre todo, de no verme borracho.
Ɣ Tienes buen aspecto, Adrián –añadió, suavizando su comentario anterior.
Ɣ Yo también me alegro de verte –contesté, acercando todo lo posible mis
palabras sin restos de alcohol hacia su nariz–, ¡cuánto tiempo! –exclamé
tontamente.
Claudia seguía igual que siempre, henchida de fuerza vital. Preciosa. El
tiempo no pasaba por ella o pasaba de pasar por ella. Averigüé dónde residía
todo el color verde que le faltaba al Planeta: en sus ojos. Señaló a sus amigas y
me comentó que habían venido a pasar unos días, de turismo. Y emergió la gran
pregunta: ¿pero qué estás haciendo en Estambul?
Ɣ Vivo aquí, es largo de contar –alegué–. Tengo prisa, Claudia, es una pena,
pero hemos de tomar el último ferry hacia las Islas Príncipe o nos
quedaremos en tierra. ¿Te apetece quedar mañana y hablamos? Por
favor, me encantaría…
Frunció el ceño, visiblemente extrañada, como preguntándose dónde
diablos colocar a las Islas Príncipe en el mapa. Accedió a la cita. Mañana, a las
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doce en punto en la puerta principal del Gran Bazar, convinimos y nos
despedimos fugazmente. Yo con un hasta mañana y ella con un hasta entonces.
La noche había cerrado el cielo con cerrojo. En el ferry de camino a casa,
me sumergí en el mar de alquitrán. El reencuentro con Claudia me hundió, me
trajo a primera plana el accidente, por cierto, al cual todavía no he hecho alusión;
porque, a pesar de que sucedió hace mucho tiempo, me sigo sintiendo
asquerosamente culpable. Además, sé perfectamente que jamás me perdonaré,
porque ni puedo, ni quiero hacerlo. Y mi culpa, ajena a mí, se renueva día a día, se
mantiene con la misma fuerza, es inmortal. La culpa es el mayor de los parásitos.
Puedes encontrarte en buen estado de ánimo, incluso feliz, no acordarte de ella
durante semanas, pero siempre sigue ahí, en la sombra. Y justo se alzó ese día
tan importante para mí, tan deseado.
Desalmada.
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Viernes, 8 de Abril de 2044.-
Ya de antemano, anuncio que el relato que sigue tras este párrafo no se
trata de uno de mis sueños. Aquel día en que me reencontré con mi amada
Claudia no conseguí dormir. Rapiñé de la despensa una botella de raki y,
tumbado sobre mi cama, la vacié a grandes tragos.
Rondaban las tres de la madrugada. Volvíamos de las fiestas de un pueblo
vecino. Conducía yo. Claudia, a mi derecha, ocupaba el puesto del copiloto. Mis
padres y mi hermano se embutían en la parte trasera de mi ajado coche de
segunda mano. Convinimos en que yo no bebería y me encargaría del volante de
regreso a casa. Aunque Claudia y yo residíamos en la ciudad, aquella noche
dormiríamos todos juntos en casa de mis padres, pues el día siguiente habíamos
planeado una comida campestre.
Reíamos. Recordábamos alguna de nuestras tonterías, que a nadie harían
gracia, sino a nosotros. Como los pequeños hurtos en la huerta de mi padre, al
que, últimamente, le daba por decir que quería comprarse una escopeta (pero,
¡de fogueo!, ¿no?, apuntábamos el resto). Como lo horrible que llevaba el pelo mi
madre (era preciosa). Como el estricto orden con que mi hermano apilaba las
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latas de conserva en el garaje (el hombre método, le apodaba yo). Como las
tartas de chocolate que cocinaba Claudia (todos contemplábamos embobados lo
a gusto que las devoraba)…. Cualquier tontería de ésas.
No se veía un alma por aquella carretera secundaria que conocía yo como
el piano de Franz Liszt debería conocer las palmas de las manos de su dueño.
Dos kilómetros de trayecto, no más.
De vez en cuando, echaba un vistazo ahí atrás. Vislumbraba sus sonrisas
en el espejo retrovisor. Mi padre dibujó en su cara un amplio y sonoro bostezo.
Jamás olvidaré esa imagen. Fue la última vez que lo vi con vida.
Ya estábamos llegando. Quizá por los dos palmeros de whisky que llevaba
encima, cuando comencé a subir por el puente que sorteaba la autopista, perdí el
control del vehículo y caímos al vacío, a una altura de tres metros y medio. Tras el
impacto contra el asfalto, reventaron las lunas. Quizá también la del Cielo. Los
añicos centellearon anárquicos como indómitos fuegos de artificio. La parte
trasera del coche quedó expuesta en la calzada, en el carril derecho de la
autopista. Escuché gritar a mi madre, presa del pánico. Me giré hacia ellos pero
no llegué a verlos. Un camión colisionó brutalmente y los arrancó de mi vida para
siempre. Mi coche se partió por la mitad, quedando Claudia y yo, ilesos, en el
arcén.
Una vez más. ¿Por qué no pude verlos una vez más?
La ambulancia tardó unos veinte minutos en llegar. El resto no soy capaz
de relatarlo. No ahora. Beber es mi único modo de llorar. La bebida llueve en mí.
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La transformo en lágrimas. Lluevo. Y qué triste una lluvia que no se puede ver.
¿Habéis probado a miraos al espejo mientras lloráis? Mejor no lo hagáis. Es
como arrodillarse. Mi culpa está ebria, radiante. Me arrastró al alcohol. Me quiere
sólo para ella. Hizo que Claudia no soportase más. Me acompañó de
vagabundeo. Es tan firme y resistente como aquel maldito camión. Es él. Mi culpa
me obliga a dejar el bolígrafo sin despedirme.
A las doce menos cuarto del mediodía llegué al Gran Bazar. De poco me
sirvió ducharme y afeitarme. La resaca me martillaba las sienes y tenía la
sensación de que mi estómago pretendía salir de una pieza por mi garganta.
Claudia apareció a menos cinco. Caminamos hasta un bar cercano. La conocía
bien, su torva mirada denotaba que había advertido mi lamentable estado. Qué
mala suerte, ¡joder!, me decía, había aguantado más de tres meses sin beber, sin
apenas esfuerzo, y justo volvía a caer el día en que me reencontraba con ella. Eso
mermaba bastante mis posibilidades de reconciliación. Pedimos café.
Ɣ Has bebido –comenzó, mientras tomaba asiento.
Asentí. Para qué negarlo. Lamentablemente, no se me ocurrió nada que
alegar en mi defensa. Me quedé observándola, resignado. La resignación es la
materialización de la cobardía. Ella se mordió el labio inferior y meneó su cabeza
lentamente de izquierda a derecha. Yo podría haber permanecido callado durante
tres meses seguidos contemplando sus ojos. Era como introducir el Sol dentro de
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una esmeralda. Fuego verde. Le hubiese jurado y perjurado: anoche fue la única
vez que probé el alcohol desde Diciembre. Sin embargo, no me sentía con
fuerzas.
Silencio.
Ɣ Bueno, ¿y qué estás haciendo aquí? –continuó, por fin.
¿Por dónde empezar?, pensé. Me resultaba harto difícil, en mi situación,
relatar todo lo que me había sucedido. Claudia, impaciente de por sí, no estaba
por la labor de soportar mi cerrazón.
Ɣ He de irme –anunció, levantándose de la silla.
Seguía tan firme, tan esbelta, tan vivaz, tan radiante. Sólo reuní fuerzas para
pronunciar maquinalmente, como si la estuviese leyendo en algún lado, la
siguiente frase:
Ɣ ¿Me podrías hacer un favor?... Claudia, un último favor –añadí,
suplicándole con la mirada.
Sí que le debí dar pena, pues tornó a sentarse, instándome a hablar con un
leve movimiento de su cuello hacia arriba. Saqué del bolsillo las llaves que le
había pedido a Emma, las de su casa. Se las mostré a Claudia y le dije:
Ɣ En Zaragoza, en la calle Barcelona, número 35, entresuelo izquierda. Allí
guardé una cajita de habanos. Es todo lo que tengo. Unos papeles y el
colgantito de ámbar que me regalaron mis padres. Seguramente pensarás
que estoy loco, pero… esa pequeña piedra de ámbar puede cambiar el
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mundo.
Ɣ ¿Có-mo? –replicó estupefacta, arrugando su rostro.
Tomé un bolígrafo y apunté la dirección de Zaragoza en una servilleta. Por
el otro lado, anoté:
Biddu & Usha Boshle. Adalar Avenue, 793. Büyükada, Istambul (Turkey)
Ɣ Esa es mi dirección actual. Introduce la caja de habanos en un queso
grande y envíamela por correo. Te lo pido por favor, Claudia. El queso es
para que no detecten el ámbar. En teoría, no es una sustancia prohibida…
pero, ¿quién sabe?
Le entregué las llaves de casa de Emma y Emilio envueltas en la servilleta.
Quedó petrificada. Los astros de Claudia parecían salírsele de sus órbitas. No
parpadeaba. Emitía dos rayos de luz verde cuales sendos hologramas arbóreos.
Tras varios segundos en si sostenido, volvió a sí natural. Guardó la servilleta con
las llaves en su bolso y habló:
Ɣ No entiendo nada… ¿se puede saber a qué viene todo esto?, ¿ámbar?,
¿un queso?... ¿para quién trabajas?, ¿te has vuelto loco? Como no me lo
expliques todo al detalle, ni me voy a plantear el ayudarte. Dime la verdad,
Adrián. ¿En qué líos andas metido?
Está bien, murmuré. Pedí kahve para los dos, bebí el mío de un trago y
comencé mi sinopsis. El vagabundeo. La estancia en casa de Emma. Alef 4 y el
bulo de la Guerra de la Antártida. La zódiac y el hidroavión. Villa Sumac y
Lostruth. Ella se quedó sólo con el último nombre. ¡Lostruth!, exclamó, ¿ahora
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eres un terrorista?, por Dios, no me lo puedo creer. Miré hacia todos lados. Por
favor, supliqué, habla en voz baja.
Ɣ No te creas las estupideces que cuentan. Lostruth es una organización
pacífica. Nada de bombas, ni armas ni esas historias que repiten los
medios de comunicación para demonizarnos. Otra cosa no, pero sabes
que soy buena persona. Y sigo siendo el mismo de siempre. Y te diré más.
Ayer volví a beber, pero desde Diciembre no lo hacía. Verte me hizo
recordar toda aquella mierda del accidente. Lo siento, de veras, Claudia.
Ɣ ¿Qué pretendéis hacer con el ámbar? –interpeló seria.
Ɣ Resucitar a los árboles –afirmé orgulloso, como lo hubiese hecho Yasser.
Mi respuesta acabó de trastornarla. Imaginé en su cabeza un ring, con los
términos ‘ámbar’, ‘queso’ y ‘Lostruth’ practicando lucha libre todos contra todos.
Quizá debería haber sido algo más discreto, me recriminé… demasiado tarde.
Ɣ No sé, Adrián –concluyó–… no sé… Todo lo que me dices es tan
extraño… Quiero creer que has estado desde diciembre sin probar una
gota de alcohol, pero me cuesta mucho, la verdad. El resto, la Guerra de la
Antártida, Lostruth y todo eso que cuentas, sabes que no me interesa
mucho. Nunca me ha gustado la política.
Ɣ Lo sé, Claudia –interrumpí–, lo sé. Pero está yendo todo demasiado lejos.
Ya no se trata de política. Me he enterado de muchísimas cosas, y no son
suposiciones, precisamente. ¡En Alef 4 nos drogaban!, ¡no pensábamos
por nosotros mismos!, apenas hablábamos, nos parecía todo bien, incluso
a mí me encantaba el entrenamiento militar, ¡a mí!, ¡que siempre he odiado
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las guerras y toda esa mierda! ¿No te das cuenta? No es mi verdad, o
nuestra verdad, ¡es la verdad! Se rumorea que las fábricas de oxígeno
están comenzando a expulsar narcóticos: ¡pretenden sumir a la población
en un estado de subordinación y fidelidad perpetuas! En Alef 4 éramos
unos cuantos miles de cobayas, pero ahora van en serio. Pronto no
necesitarán esclavas, fronteras, controles, ¡nada! ¡Seremos todos sus
leales soldados!
Le costaba creerme, aunque lo intentaba. Todo esto es una verdadera
locura, musitó. Eso parece, añadí, pero es la verdad. Por favor, envíame la caja de
habanos. No sólo me harás un favor a mí. ¿No te apetece volver a pasear por un
bosque real? Y no me refiero a esos espectaculares pero postizos hologramas
arbóreos. ¡Árboles! Tú y yo los hemos conocido. Somos afortunados por ello. Los
jóvenes de hoy no distinguirían un pino de una secuoya. Todo comenzó con el
mayor incendio de la historia en el Amazonas, ¿recuerdas? En su día casi no
podíamos creer lo rápido que sucedió. Formaba parte de un gran plan, ¡digno de
Maquiavelo! El control mental de los ciudadanos es su meta. Y están a punto de
conseguirlo. ¡A punto!
No sé cómo irá tu vida, Claudia, proseguí, si tendrás pareja o no, imagino
que seguirás de profesora. Sabes que te quiero, y esto no te lo digo para dar
pena o para que vuelvas conmigo, porque, además, no creo que lo merezca. Te lo
digo porque tú eres una persona buena y cabal, y pronto, sin notarlo, serás otra.
Igual de feliz o más, supondrás, pero porque estarán manipulando tu cerebro a su
antojo sin que adviertas un mínimo cambio en tu vida. ¡De eso se trata! Aquí
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disponemos de antídotos. Si no me los hubiesen proporcionado a tiempo, quizá
habría salido limpio de Alef 4 y estaría ahora en Zaragoza, con una pulsera verde,
trabajando como un loco en una de sus fábricas, feliz, sin necesidad de beber,
¡sin necesidad de necesitar!... ¿Me comprendes, Claudia?
Apuró su café. Me contestó que sí me entendía, pero que le costaba mucho
asimilar que semejantes atrocidades fuesen ciertas.
Salimos del bar y paseamos un rato por el Gran Bazar. Compré té de
menta y ella de frutas del bosque. Regresaba a Zaragoza esa misma tarde. Sus
amigas la esperaban a comer y luego tomarían un taxi hacia el aeropuerto.
Gracias por escucharme, Claudia, te prometo que no bebía hace meses y no
pienso hacerlo más. Todo lo que te he dicho es la verdad. Dejé la caja de
habanos en el primer cuartito a la derecha. No hagas constar el remitente en el
paquete, de esa manera no tienes nada que temer. Por favor. Vuelve. Yo te puedo
facilitar antídotos. Recuérdalo: antes de que sea demasiado tarde.
Ella dijo que lo pensaría, pero que no me aseguraba nada. Tras los besos
de despedida, me miró una vez más.
En Villa Sumac, después de comer, salí a pasear con Omi. Lo observaba
curiosear cada recoveco, ladrar a las gaviotas, feliz, ajeno al mundanal ruido.
Quizá en eso nos convertiríamos, en fieles perros. El terreno agreste y baldío de la
isla contrastaba con el aterciopelado Mármara. El Sol se hallaba en el cénit,
ajeno, inalcanzable. Los enormes cargueros iban llegando en cuentagotas, en su
particular procesión, en su particular profesión de ir y venir sobre el voluble bulevar
120
azul.
121
Martes, 29 de Abril de 2044.-
Conformarse es no llegar a formarse del todo. Quedarse en zumo
existiendo el néctar…
Mantén la ilusión, me animaba, quizá los señores se alejen de su mansión
una larga temporada. Desde el magnífico salón, tras aquellas enormes cristaleras,
se contemplaba la vasta mar, la marcha eterna del subir y bajar las mareas... A
escasos treinta metros, se erigía un majestuoso acantilado. Las indómitas olas
del Cantábrico, al chocar contra las esculturas rocosas, se expandían en
maravillosas y etéreas formaciones acuosas… Además, llovía continuamente,
ésas eran las vistas: las gotas del mar y del cielo se fusionaban en excelentes
cuadros puntillistas… Allí, en aquel salón, la inspiración, la llegada de los dioses,
la crisálida y su olvido, el clín reverberante de la varita mágica, el hallado tesoro
hundido, frases refulgentes como largos travesaños de acero fundido... Fundado
en el verano de mil novecientos seis, sito cerca de Hondarribia, el caserío
pertenecía a una afamada y harto adinerada familia…
122
Aprovechaba yo cuando los señores no se hallaban en casa. En el salón,
escribiendo solo, de veras me la jugaba. Si me sorprendían allí, de una
espléndida bofetada, me despedían sí o sí, pero a pesar de todo me
aventuraba… El resto del servicio lo formábamos Elena, Lucrecia y Aparicio
Clemente, cocinera, señora de la limpieza y chófer, respectivamente. Yo, Dorian
Czoni, un servidor, ejercía el cargo de floricultor. Nosotros vivíamos en el sótano,
en cuartitos individuales. Compartíamos baño y guardábamos cola hasta para
hacer nuestras necesidades…
Los señores tenían cuatro hijos y quince nietos. Todos los domingos se
reunía la familia al completo. El señor siempre andaba con su cartera llena entre
manos, parecía embarazada, de piel marrón, muy ajada. El señor de la cartera, lo
apodábamos; cuando se enfadaba era un canalla… Un día pude verlo, al muy
cerdo, tras unos setos, abusando de uno de sus nietos. De Godofredo, en
concreto... La señora lo sabía y, empero, lo consentía. ¡Vergüenza me daría! A
ella, que leía libros por doquiera, a la luz del día o de una vela, la conocíamos
como a la señora de la novela… Había pensado mostrarle la mía, a mi novela,
me refería, una vez acabada. Pensaba yo que ojalá Dios le gustara. Con tantos
contactos en el mundo de la cultura, podría echarme algo más que una simple
mano, sin duda…
El problema era que mi novela sólo avanzaba en el salón. Allí, el fiero
Cantábrico me poseía, Poseidón por mí escribía. Jamás errático, mi estilo era ora
selvático ora flemático, pero fluía… como exponía Heráclito.
Rompióse la cadera el señor de la cartera. La ruina para mí y para mi
123
novela. Permanecía en el salón todo el día. Debía guardar reposo varios meses.
O urdía yo un plan enseguida o me arrojaría al abismo y el mar me devoraría como
a entremeses…
Decidido. Pegarles al señor y a la señora un tiro. Y así lo llevé a cabo,
mientras dormían, con sendos disparos acabé con sus vidas. A mis compañeros
los despertó el estruendo. Contemplaron los cuerpos inertes. Les repartí el dinero
de la caja fuerte y los despedí con un: ¡adiós, buena suerte!
Los enterré a los dos juntos. Me resultó duro el asunto de cavar un hoyo tan
hondo y profundo. Sin desayunar siquiera, me senté en el salón a continuar mi
novela. A las tres de la mañana de aquella aciaga jornada la terminé. Hoy,
cuarenta y cinco años después, recibo en este acto el Premio Nobel. Sin
embargo, aunque haya sobrevivido en libertad, me hallo recluido en mi celda
mental. Todavía me pregunto si estuvo bien o mal lo que hice en su día; empero,
gracias a ello creé mi genial ópera prima. El arte es un vendaval y el artista un reo
de su fuerza vital. Además, debemos diferenciar, que los señores fuesen buena
gente o carentes de humanidad…
Sea lo que sea, cada quien habrá de juzgar. Yo, de aquesta forma sin
parangón, en este opulento salón y ante todos los medios de comunicación del
mundo mundial: he decidido por fin confesar.
Tras el discurso de aceptación de Dorian Czoni, flamante Premio Nobel
de Literatura, un intenso murmullo se entremezcló con los primeros débiles e
instintivos aplausos en la Sala de Conciertos de Estocolmo. El mundo entero
encabezó sus noticiarios con esta insólita revelación de un asesinato. Al día
124
siguiente, Dorian fue detenido, y semanas más tarde, se encontraron los
cadáveres a los que aludía en su prédica. Su delito había prescrito y quedó en
libertad. Su primera novela fue reeditada y vendió millones de ejemplares en
todo el mundo. Dorian Czoni se suicidó meses después. En su escritorio, junto
al cadáver, se halló un manuscrito. No tardó en publicarse como obra póstuma.
A pesar de que no constaba título en el original, su editorial decidió nominarla
‘El testamento del asesino de las letras’. Dorian Czoni finalizó su obra con la
siguiente frase:
El silencio es el eterno cómplice del culpable. La sangre es ruido rojo.
*** *** *** *** *** ***
Si en castellano la palabra esperanza consta de cuatro sílabas, nada
menos, por algo será. Deberíamos estirarla todavía más, hasta que, por sí sola,
ocupe toda una frase.
Esperanza.
Así es. Colma la línea. De sobra. Tras ella, no son necesarios los puntos
suspensivos. Sólo para lectores obtusos. Esperanza. Que nos devuelva lo que es
nuestro o que se haga pedazos. La esperanza se crea y se destruye, pero jamás
se transforma. Cada día me acercaba caminando al embarcadero principal, en la
parte más septentrional de la isla, a la espera del buque correo. Casi siempre
125
pasaba de largo. Quizá fuese demasiado pronto, me decía yo. O, seguramente,
Claudia no habrá conseguido entrar en casa de Emma. O, simplemente, no habrá
querido. O habrán interceptado el paquete. O no, porque era una buena idea el
esconderlo dentro de un queso. O. O. O. O. O. Miles de oes. Por entonces, pocos
cambios en Villa Sumac. La cabeza de Yasser continuaba tan humeante como su
laboratorio. Nos honraba con su visita el introvertido profesor Lang, proveniente
de Pekín, especializado en nanoprocesadores. Ernesto disfrutaba cual mozalbete
ante todas aquellas maravillas de la ciencia. Por su parte, Biddu y Usha, siempre
en su mesa camilla, como sentados sobre sus placenteras sonrisas, a modo de
columpio, en un lento y eterno vaivén. En su sala de ordenadores, Emma y Louise
destripaban las redes de comunicación, constatando los peores presagios. Sin
noticia del ámbar, Thomas había retornado hacía varios días de los países
bálticos. Su hermano Isaac andaba repartiendo semillas en la Confederación de
Estados Africanos.
Las once horas y treinta y dos minutos de la mañana. Provisto de unos
prismáticos, permanecía yo sentado en el muelle, con las piernas colgando a un
palmo del suelo azul movedizo, observando al frente la ciudad, que se hallaba
sólo a tres kilómetros de distancia. Menudo contraste. La efervescencia de
aquella zona contra la quietud cadavérica de Büyükada. Alcanzaba a distinguir
perfectamente las matrículas de los coches que transitaban por Çetin Emeç
Boulevard. Menudo mareo. Descansé un rato de los prismáticos. Eché un vistazo
en derredor y, al Norte, avisté al buque correo, un viejo barco que semejaba
navegar rumbo a alguna de las salas del Museo del Bósforo. Me dio la sensación
que se dirigía… ¿a mi encuentro?... ¡a mi encuentro! Pensé que alucinaba debido
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a una sobredosis de esperanza. ¡Con lo pesimista que yo había sido siempre!
Como si me hubiese guardado el optimismo de toda mi vida en un tarro y me lo
estuviese bebiendo de un trago. Mi esperanza, a punto de morir, agonizaba en mi
interior. Se convertiría en tristeza o en alegría. A ella le da igual. Poco le importa,
porque muere. Cotejé con los anteojos lo que antes percibieron mis ojos. Me di
de bruces con la proa oxidada del buque correo. En efecto, se acercaba. Me puse
en pie. Lancé mentalmente una alfombra roja sobre el mar para mostrarle el
camino. Pretendía mimarlo para obtener mi regalo. El paquete de Emma. Mi caja
de habanos. ¡El ámbar!
¡Cómo corrí! Volaba. No pesaba el paquete. No pesaba yo. La isla no
pesaba, flotaba. No era una isla sino un iceberg. Se hundía en el Mar para
hacerme el camino más fácil. No sabía dónde meter mi sonrisa. Bajaba y subía
por entre los acantilados, mi sonrisa. Que fuese, me daba igual, sabía que volvería
a mi cara. Siempre era bienvenida. ¡Madre mía, cuando me viese aparecer
Yasser! Me imaginaba verde el yermo terreno sobre el que avanzaba. Me
imaginaba zigzagueando entre los árboles. Me imaginaba un millón de coloridas
aves tropicales revoloteando entre las ramas. No me dio tiempo a imaginar más:
irrumpí en casa. Atravesé el cuarto de estar. Con las prisas, olvidé a Biddu y
Usha. Volví tras mis pasos y los besé apresuradamente. Cuando retomé la
carrera, Omi se me echó encima, pero debido a mi velocidad no acertó a
relamerme. Salió rebotado. Su tenacidad perruna le obligó a seguirme hasta el
laboratorio. ¿Qué diablos está pasando aquí?, pensaría el can. Abrí la puerta.
Ernesto, Yasser y Lang, armados con guantes y tubos de ensayo, volviéronse
hacia mí. Jadeaba yo mucho más que Omi. Alcé el paquete. Era consciente de
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que portaba buenas noticias, pues cuando me lo entregó el cartero, lo abrí lo
suficiente como para olerlo.
Un hermoso queso gruyer. Gracias, Claudia, ¡te quiero!, ¡gracias!, chillaba
yo por mis adentros. Usamos un escalpelo para sacar a flote la caja de habanos.
¡Hela ahí! Más preciada que un fósil del Paleolítico. Mis papeles escritos, mi
bolígrafo, mi cartera (la de Lev Kaliayev, con la foto de mi Claudia rusa), y el rey
de la fiesta: ¡el colgantito de ámbar!
Abrazos, lloros, gritos, ladridos…
Con semejante alborozo, no tardaron en entrar Louise y Emma, incluso a
los pocos segundos aparecieron Biddu y Usha. Cuando se hizo la calma,
resolvimos sentarnos a comer y hablar con tranquilidad acerca del plan a seguir.
Louise y Emma se encargaron de propagar la noticia a través de nuestra intranet.
Nos bombardearon miles de emails. Lang hablaba a toda prisa en su idioma, en
el que todo el mundo parece hablar a toda prisa.
En Lostruth no había un típico líder que descarga un puñetazo en la mesa y
toma las últimas decisiones. Digamos que cada uno tenía su espacio, su zona de
operaciones. Costó muy mucho resolver el modo de proceder a partir de
entonces. Disponíamos de la llave que abre todas las puertas, pero debíamos
abrir la del salón principal. Nuestro objetivo era desbancar la verdad oficial.
Despertar a la gente. Oxígeno puro y fresco. Real. Yasser celebró la compañía de
su colega el profesor Lang, que aparentemente impasible, sonreía a través del
brillo de sus ojos. Anunció que, con la inestimable ayuda de todos sus
compañeros a través de intranet, aproximadamente en un mes, podría ultimar los
128
detalles de su experimento.
Ɣ ¿Y cuánto tiempo tardarían en crecer los árboles una vez plantados?
–cuestionó Ernesto, visiblemente excitado.
Ɣ Si todo funciona correctamente –se apresuró a responder Yasser,
acariciando su barba inquieto–, en dos meses alcanzaran su plenitud.
Nos quedamos pasmados. De hecho, aquello ya suponía una revolución.
La resurrección del color verde. ¡Claudia, ven aquí para verlo con tus ojos!,
pensaba yo.
Ɣ Deberíamos repartir una semilla a cada habitante del planeta… Querido,
¿cuántas eres capaz de fabricar al día? –preguntó Louise.
Ɣ No estoy seguro, cariño… no digamos fabricar, porque estamos hablando
de vida… El primer objetivo es clonar el ámbar. El proceso es muy
complicado, pero una vez conseguido, no habrá límites. Tendríamos que
readaptar algunas máquinas para aumentar la producción… Como ya os
he dicho, en tres o cuatro semanas podremos lograrlo.
Cuando Thomas regresó de su eterno pasear turistas arriba y abajo del
Bósforo, me abrazó al recibir la inesperada buena nueva. Me dio las gracias con
una transparente mirada azul. Abracé sus palabras. A media tarde, nos sentamos
a degustar el fabuloso queso gruyer, cuya tripa embarazada de ámbar alumbraría
los futuros bosques del Planeta. Salimos a tomar el aire Ernesto, Emma y yo. Omi
se apuntó, como siempre. Una tarde espléndida. Varias nubes salpicaban el
cielo, como despistadas. El mar a cuadros azules y verdes formaba un anárquico
puzzle precioso. Madre e hijo hablaron de Emilio. Tenían informaciones de que lo
129
habían enterrado en una fosa común cercana al cementerio de Torrero de
Zaragoza. Donde yacían los pobres y marginales. Es curioso, comentaba Emma,
si en realidad los detestan, ¿por qué los entierran tan cerca de los muertos
buenos? Hipócritas…
Ɣ Yo supuse que registrarían vuestra casa, después de apresarme –dije.
Ɣ Seguramente. No sabemos cómo la encontraría Claudia cuando entró. De
todas maneras, ellos sabrán que entró. Probablemente se va a meter en
líos, Lev –expuso Emma, visiblemente preocupada.
Ɣ ¿Y si la han seguido?... si han localizado el paquete, ¡darán con nosotros!
–conjeturó Ernesto.
Ɣ Confiemos que no –contestó su madre, intentando transmitir calma–. De
todas maneras, los acontecimientos se aceleran y apenas disponemos de
tiempo. Debemos arriesgar.
Ɣ Como bien dijo alguien: el riesgo es la mejor vitamina para el espíritu
–añadí.
Emma sonrió.
Al llegar a un acantilado, punto más cercano a la vecina isla de Sedef
Adasi, dimos media vuelta. La visión de aquella pequeña porción de tierra
resultaba desoladora. A escasos mil metros, frente a nosotros, emergía afligida,
desértica, como el gigantesco caparazón de una gigantesca tortuga muerta. Unas
cuantas gaviotas revoloteaban por allí, negándose a olvidarla. Otrora fue la idílica
isla que vio nacer a nuestros queridos Biddu y Usha.
Una vez solo en mi habitación, sumergido en la noche, en mi noche,
130
permanecí vestido sobre la cama releyendo mis apuntes de la caja de habanos y
los de Alef 4 y cavilando un millón de cosas. Emma tendría razón. Estarían
vigilando a Claudia. Lo último que pretendía era causarle más daño. No debería
haberla metido en aquel lío. Me maldije. Estuve rondando en varias ocasiones
acercarme a la despensa a por una botella de raki. Me reprimí, por ella. Se lo
debía. ¡Qué menos!… ¿Y por qué no habría incluido en el paquete una cartita?
Sólo unas líneas donde me hablase. Ansiaba conocer sus reflexiones sobre todo
lo que le conté, sobre su vida actual. Lamentablemente me había bebido todo mi
optimismo aquella mañana esperando al buque correo. Tardaría en bullir de
nuevo. Quizá, mediante el envío, Claudia me estuviese diciendo adiós. Su beso
de despedida. En la habitación contigua, Yasser y Louise lo estaban celebrando
por todo lo alto. A pesar de que la envidia comenzaba a corroerme, sonreí. Pero
la envidia no tardó en ganar la partida e hizo que me colocase los auriculares en
los oídos y que el fabuloso primer concierto para piano de Tchaikovski acallase el
amor de mis vecinos. Sentí el amor de la música. El odio de la música también es
amor. Pensé que si colocasen semejante hilo musical en las ciudades, nadie
podría asestar un navajazo en el pecho ajeno, ni en el suyo propio. El hombre
debería estar compuesto de música. Música es humanidad. Dejad que suene
vuestra música. Escuchadla y hacedla escuchar. Yo, que era muy dado a los
sueños, estaba viviendo uno de ellos, sin duda. En una humilde habitación de un
caserón que escondía laboratorios clandestinos de una sociedad internacional
prohibida. En una isla olvidada por el mundo. No es que me hallara en otro siglo.
No sabría datarlo. Unos pobres campesinos armados con las más novedosas
tecnologías. Aquello era atemporal, etéreo, efímero. Poético. Pronto acabará, me
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dije. Y es muy difícil que termine bien. Nos atraparán tarde o temprano. Aunque
resucitemos los árboles. Y luego, ¿qué? Fue el primer momento de mi vida en
que abracé la muerte, hice las paces con ella. Ven cuando quieras, le dije.
Cuando no tienes nada que perder, no te conformas con el empate. Si con mi
sangre hubiese que pintar la v o la i o la c o la t o la o la r o la i o la a. Adelante.
Con la trágica muerte de mis padres y mi hermano, me quedó Claudia. Me aferré
a ella, a mi vida. Luego, el alcohol me la arrebató. Mis quiméricos anhelos de
escritor se encontraban en algún balneario natural de alta montaña. Inmersos en el
agua a veinticinco grados, contemplando las gélidas cumbres tapizadas de
blanco. Allí permanecerían embalsamados para siempre. Susurros embotellados.
Ciegos testigos de la eternidad.
Me estaba conformando.
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Plúteno, 32 de Mayo de 2044.-
Corrige las costumbres riendo, dijo Moliere. Seguramente con un hijo
como el nuestro no hubiese dicho lo mismo. El que nuestro hijo no sonriera se
convirtió en una auténtica pesadilla. Nadie acertaba a dar con la causa. Nos
estábamos dejando los pocos ahorros de que disponíamos en afamados
pediatras, psicólogos, pedagogos, sociólogos... Ni Freud hubiese sido capaz de
explicarlo.
Los primeros días ya nos extrañó sobremanera. Pusimos todo tipo de
caras raras para hacerle reír. Pedos con la boca. Cosquillas en cada rinconcito de
su cuerpo. Lo reflejamos en un espejo. Juguetes. Música variada. Desde Brujería
hasta Händel. Rodolfo, el enorme gato de la vecina. Luces de colores.
Marionetas. Incluso invitamos a casa a Benita, la prima de Claudia, mi mujer, que
era horripilante (horripilante no mi mujer Claudia sino Benita su prima). Todo el
mundo se desternillaba al ver a Benita. Benita la feíta, la apodaban. Pues no
había manera. Yo casi me meo cuando la vi aparecer por la puerta, pero nuestro
hijo, nada de nada. Seriedad absoluta.
El doctor que cortó el cordón umbilical de nuestro hijo debió anunciar:
Señores, he aquí su hijo serio.
133
Como mucho muchísimo, ponía cara de pocos amigos, o de mala leche.
Es decir, de la seriedad, sólo descendía hacia los infiernos de la ira. No
agradecía el pecho de su madre. Cuando le salieron los dientes, sus primeros
trocitos de jamón. Nada, ni una sonrisa. El tío se los comía de buena gana. Otra
cosa no. Pero su pequeña boca parecía no estirarse ni con bisturí.
Empezó a hablar. ¡Pero lo hacía como un presidente de gobierno!
Vocalizaba mecánicamente. Cual robot enfadado. Era increíble. Claudia y yo nos
estábamos volviendo completamente chalados. Será una enfermedad insólita, o
la atrofia de algún músculo de la cara, o el anquilosamiento de las neuronas de su
cerebro encargadas de los sentimientos… ¡Qué decir!
Por la calle, todo aquel que lo veía, murmuraba: ¡qué niño más serio!... ¡Y
con razón! A sus tres años, que debería estar como unas castañuelas… Cuando
fuese mayor, meditábamos, ¿qué será de él? ¡Qué triste! Toda una vida sin
sonreír.
Fue creciendo y más de lo mismo. Nuestro hijo era educado, buen
estudiante, pero un cubito de hielo para con nosotros. En la primera tutoría con el
director del colegio nos enteramos. La mayor sorpresa de nuestras vidas.
¡Sonreía! Según palabras textuales del director:
‘Es buen estudiante, muy trabajador y aplicado. Al principio le costó
adaptarse, pues los otros niños no se lo pusieron fácil… ya saben… los niños son
crueles… pero como bien dijo el magnífico príncipe Hamlet: ‘debo ser cruel para
ser amable’… y su hijo enseguida comenzó a hacer amigos y ahora es un chaval
muy simpático, muy querido por el resto del grupo… y muy sonriente, por cierto.
134
No tienen de qué preocuparse’.
¿Cómo? No lo podíamos creer. Si en casa… jamás lo hemos visto
sonreír… alegamos, disgustados… El director nos lanzó una desdeñosa mirada y
espetó: algo estarán haciendo mal, ustedes.
La noche que nos enteramos de que sonreía, ni Claudia ni yo pegamos
ojo. La culpa era nuestra, sin duda. Pero, ¿en qué diablos nos habíamos
equivocado?, ¿por qué estaba tan enfadado con nosotros?... éramos sus padres,
lo queríamos más que a nuestras vidas… ¡no nos merecíamos ese castigo tan
feroz de un hijo al que amábamos!
A la mañana siguiente, durante el desayuno, le habló su madre. Ayer
estuvimos con tu director, ¿no eres feliz en casa? Nos comenta que allí te
diviertes, tienes muchos amigos… Sin embargo, en tu hogar, con tus padres que
te quieren lo que más del mundo… no sonríes. Jamás nos has regalado una
sonrisa. Ni siquiera pensábamos que fueses capaz de hacerlo. ¡No sabes lo que
significa para nosotros! ¿Qué hemos hecho mal? ¿Qué te ha molestado de tus
padres, desde el primer día en que naciste? ¿Qué?... Claudia comenzó a llorar.
Nuestro hijo se largó pitando. Fui a consolar a mi mujer. ¡Qué pena me dio!
Regresó a casa por la tarde. Claudia y yo tomábamos café en la cocina.
Dejó caer encima de la mesa unos papeles y se encerró en su cuarto. Nos
quedamos de una pieza. ¿De qué se trataba?, ¿qué contendrían esos impresos?
En aquel momento se resolvió nuestro fatídico rompecabezas. Se trataba de una
solicitud formal para el cambio de nombre. Según parece, no le había gustado lo
135
más mínimo el que con tanto mimo habíamos elegido para él.
Al tiempo, cuando por fin nos perdonó, poco a poco comenzamos a
bromear con el asunto. Él nos recriminaba, sonriendo, que cómo diablos no nos
habíamos dado cuenta. Nosotros aducíamos que, desde siempre, éramos muy
dados a la ufología y nos encantaba el nombre de Marciano. Si os hubieseis
fijado bien, nos achacaba él, cuando lo escuché por primera vez, aún en la tripa,
dejé de dar patadas.
Ɣ ¡Es verdad!... ¡pues si que te creó un buen trauma, porque para que tengas
recuerdos de tu etapa de feto!, ¡como Dalí!, ¡eso no debe ser muy común!
–exclamó Claudia y continuó preguntándome–, ¿te acuerdas que te lo
decía, Adrián?, decía… este niño no sé si está vivo o muerto, ¡no da
pataditas!
Ɣ ¡Claaaaaaro! –añadí–, e iba yo y te acariciaba la tripita diciendo: ¡qué te
pasa, Marcianito!, ¿te escondes como tus amiguitos del Espacio?... Ay,
Rudesindo… no sabes lo que me ha costado acostumbrarme a tu nuevo
nombre.
*** *** *** *** *** ***
Tras doce años trabajando en el proyecto, las nuevas semillas estaban a
punto. Yasser suponía que germinarían coníferas, pero dudaba acerca del tipo
específico, si pinos, cipreses o híbridos, ya que la información que le
136
proporcionaba el ámbar no era del todo precisa. Había incluido nutrientes para
acelerar el crecimiento y un circuito integrado en un nanoprocesador de grafeno
que efectuaba la fotosíntesis sin necesidad de elementos exteriores, mediante un
microgenerador de energía lumínica y dióxido de carbono. El oxígeno producido
era reutilizado por la misma planta para respirar: un flujo constante de dióxido de
carbono y oxígeno. Transpiración, fotosíntesis y respiración. Eso era todo. Casi
nada. Sorprendentemente, Yasser no sonreía tanto como de costumbre, quizá
esperase a dibujar su sonrisa final, cuando su experimento se convirtiese en
realidad. Pero restaba muchísimo por hacer. Ahora, el objetivo inmediato de
Yasser y sus colegas, con los que mantenía contacto permanente por intranet, era
la fabricación de abejas. Así las llamaban. Como todos sabemos, tras la extinción
de la mayoría de las flores del planeta, las abejas, en paro, pasaron a mejor vida.
Nuestras abejas ejercerían de transportistas, como Isaac pilotando millones de
hidroaviones al mismo tiempo, esparciendo las semillas por toda la corteza
terrestre. Como proveer a Dios de un gran bote de spray para que con un simple
movimiento de su dedo índice rociase todo el planeta. De eso se encargarían las
nuevas abejas. Pero… ¿cómo reemplazar a aquellas antiguas y maravillosas
polinizadoras?
Lostruth se hallaba en estado de ebullición. Que continuase así. Isaac
había solicitado unos días de descanso tras sus interminables repartos de
semillas por el continente africano. Él sería uno de nuestros baluartes. Seguiría
repartiendo semillas, pero las nuestras, en lugar de las que le proporcionaba la
multinacional. Mediante una de las pequeñas lanchas del embarcadero secreto
de Villa Sumac, dedicamos toda la mañana a trocar la mercancía. El hidroavión,
137
henchido de savia nueva, despegó rumbo al Mar Negro con destino a Constanza
sobre las tres de la tarde.
El principal obstáculo que encontrábamos era la escasez de zonas
cultivables en las ciudades. Disponíamos de nuestro olvidado archipiélago, pero
reforestándolo apenas hubiésemos llamado la atención, sólo para delatarnos a
nosotros mismos. Los parques erigían sus hologramas arbóreos sobre cemento u
otros materiales. Ni rastro de tierra en la mayoría de las urbes del mundo. En caso
contrario, nos encontraríamos ya unos cuantos de nosotros haciendo las veces de
aspersores humanos, rociando las semillas por todo Estambul.
La voluntad final de nuestra organización consistía en destapar la verdad
oficial, pero el tiempo jugaba, qué diablos jugaba, competía en nuestra contra.
Digamos que, en breves, el mundo se convertiría en un gigantesco Alef 4, y sin
antídoto, no habría remedio. Lo ideal sería que nuestras coníferas expulsasen a la
atmósfera el antídoto, o que nuestras abejas lo dispersasen… pero quedaba
tanto para eso… infinitos espejismos de horizontes de distancia… Todavía
debíamos resolver otra de las incógnitas: ¿cómo propagar la noticia de la
resurrección de los árboles? La red global, atestada de ciberpolicías, resultaba un
medio cenagoso y difícil, bastante arriesgado. La opción más votada consistía en
utilizar la cumbre internacional del primer plúteno de Junio en Nueva York, hacia
donde señalarían todos los medios de comunicación con su hercúleo y
embaucador dedo índice.
Desde el año 2014, aquella fecha se convirtió en la más importante del
calendario. Supuso un hito en la historia. Con la instauración de un nuevo día, el
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plúteno (en honor a la desaparición de Plutón tras la colisión con el asteroide
Aphophis), cada año contaba con la friolera de 417 días. Adiós al mes sinódico
lunar y al popular código mnemotécnico de utilizar los nudillos de las manos para
recordar cuántos días tenía cada uno. Todos los meses, que continuaban siendo
los doce de toda la vida, contaban con 35 días, excepto el siempre desamparado
Febrero, con 32. El domingo pasaba a ser laborable, quedando únicamente como
festivo el plúteno, por tanto, sumando miles de horas más de trabajo a los
ciudadanos cada año. Los gobiernos ocultaron ese leve dato con la promesa de
que de esa forma habría empleo para todos, refiriendo que las épocas de crisis
eran vestigios del pasado y que la prosperidad regaría en un futuro muy cercano
todo el planeta Tierra (y, en efecto, regaron… pero antes quemaron). Las
protestas callejeras que florecían por doquier eran violentamente aplacadas por
los ejércitos y fuerzas y cuerpos de seguridad de los estados y acalladas por sus
secuaces medios de comunicación. Fue entonces cuando adquirió más fuerza
Lostruth, así como Nayyar, Expressions y otras muchas, que más tarde se
integrarían en alguna de las tres únicas que finalmente sobrevivieron.
Las cumbres fueron magnificándose. Se celebraba cada año en una
ciudad distinta, saltando siempre de continente. Los países, mientras tejían sus
planes secretos, engatusaban al mundo con lo que esperaba oír. Los dirigentes
colmaban sus bocas con palabras tales como progreso global, era del bienestar,
abolición del paro, estabilidad climática… A toda esa propaganda política la
denominábamos sonrisa digital. Las cumbres más célebres fueron la del año
2022, en que se establecieron los tratados de hermandad religiosa, y la del 31,
139
con la creación de los Estados Unidos Africanos.
Debido a la avalancha de pensamientos que recibe mi bolígrafo
directamente desde mi cerebro, mediante alguna especie de sinapsis existente
entre ambos, no he encontrado un lugar para hablaros de lo mucho que amaba el
kebab. Carne que gira, significa. Aquella tarde, Usha lo preparó de cordero, con
arroz, salsa de pepino y cilantro. Lo acompañó de unas deliciosas sopas de trigo,
y para postre, exquisito sütlaç, un tipo de arroz con leche. Una verdadera
ambrosía. Usha era toda una maestra de la cocina, nunca nos dejaba de
sorprender.
Solamente restaba una semana para el primer plúteno de Junio en Nueva
York. Debíamos determinar el modo de anunciar al mundo entero el retorno de los
árboles. Yo tenía muy claro que me presentaría voluntario para lo que hiciese falta.
Ansiaba tomar partido. Aunque, realmente, no se trataba de valentía. Más bien de
lo contrario. Quizá estuviese buscando mi final. Tentando a la suerte. Sólo así
podría quedar en paz conmigo mismo. Sólo así podría acabar con ella. Mi culpa,
ajena a mis reflexiones, flamante como el magma del corazón del volcán, ocupaba
toda mi cama. Tras su erupción, eructaba arrogante. Estiraba sus extremidades
como el Hombre de Vitruvio.
Mientras me dirigía hacia las butacas, ora cómodas, ora punzantes, desde
donde presenciaba mis sueños, me reprendí: ¿cómo diablos no me he bañado
todavía en las aguas del Mármara? Mañana sin falta, llueva o truene.
140
Plúteno, 5 de Junio de 2044.-
“La sospecha es la llama del pensamiento. El humo es la mirada. La locura
es el incendio mental”.
En la azotea, mi rifle de precisión no era sino una prolongación de mis
brazos. Yo todavía no apuntaba a nadie. Sin embargo, el Sol hacía un rato que me
apuntaba a mí. El sudor perlaba mi frente. No disponía de agua para beber o para
refrescarme la nuca. Sólo mi arma cargada y el maletín donde la recogería una
vez concluida la misión. Las diez y cincuenta y uno. Faltaban tres minutos. El cielo
era un océano desierto. Ni una brizna de viento. El termómetro de mi fusil
marcaba cuarenta y ocho grados. Pensé en la ducha fría que tomaría después,
quizá en menos de media hora. El edificio sobre el que me hallaba era el más
elevado de la ciudad. Nada quedaba a mi altura. Allá lejos, se atisbaba el palacio
de congresos, como un espejismo entre la bruma. Tras efectuar el disparo,
descendería en un ascensor privado hasta el sótano. Allí un vehículo me estaría
esperando. El objetivo era dar muerte a un peligroso mendigo. Nosotros siempre
utilizamos dar muerte en lugar de matar. Son las reglas. Dar muerte resulta más
causal, más racional. Matar es pasional. Y a nosotros no nos mueve la pasión,
141
sino la razón. El mendigo sedicioso se llama Adrián Azcona, pero no tiene
nombre. Dejó de tenerlo cuando infringió las normas. Éstas se crean simplemente
para cazar a estos elementos disidentes, para llevar a cabo la purga. Ellos se
creen listos, pero no son más que unos famélicos ratoncillos. La ley es la trampa;
el objeto prohibido, el queso. Siempre pican. Si mañana decidiésemos vetar
cualquier tontería, como por ejemplo, correr por la calle; seguramente, muchos de
ellos se lanzarían a la carrera. Caerían como moscas. De eso se trata. Nos
facilitan el trabajo. Cuando reduzcamos el círculo, sólo quedaremos los
ciudadanos ejemplares y obedientes. Ya no habrá más Adrianes Azconas,
aunque siempre debemos permanecer al acecho, porque en cualquier momento
puede surgir alguno de entre las sombras. Si me preguntan cómo lo hemos
descubierto, les remitiré a la frase del principio entrecomillada. “La sospecha es
la llama del pensamiento… blablablá”. Basura filosófica insurgente. La
encontramos anoche en su bloc de notas, en el bolsillo derecho de su chaqueta.
Las diez y cincuenta y tres minutos y cincuenta segundos. Ahí viene Adrián
Azcona, el subversivo. Hasta siempre.
*** *** *** *** *** ***
Amanecía en Nueva York. Más bien semejaba que amaneciese para
Nueva York. Todo estaba listo. La celebración de la cumbre internacional del
primer plúteno de Junio en el Central Park Mausoleo. Mis vehementes nervios
iniciales se iban disipando. Pero no las tenía todas conmigo. Mi eterno
142
pesimismo. Aunque nuestro plan se ejecutase correctamente hasta el final, otra
cosa era que luego la noticia se propagase como debiera, y eso ya no dependía
de nosotros. Ahora sólo quedaba esperar. La esperanza oculta la espera.
Cuando aquella desaparece, ésta se torna angustiosa. Llevábamos tres días en la
capital del mundo. Habíamos partido de Büyükada el martes de madrugada. Isaac
nos acercó en su hidroavión hasta Venecia. Desde allí, en autobús para Milán,
donde embarcamos en un avión hasta Boston. En el aeropuerto, nos esperaba
John Ridenhour, compañero de Lostruth, y pieza clave en nuestra confabulación.
John trabajaba como responsable, transportista y montador de sanitarios móviles
en la multinacional WorldCleaning.
Ɣ Todo preparado –nos saludó en la zona de llegadas de la terminal,
mientras nos estrechaba la mano–, se van a cagar, ¡nunca mejor dicho!
Hablaba castellano, lenguaje en que nos entendíamos todos, con un fuerte
deje mexicano. Según sus palabras, era hijo de Malcom X. Muy gordo y tranquilo
o tranquilamente gordo, con ojos grandes y cansados, como a punto de salírsele
de las cuencas para irse a dormir a cualquier lado. Se deshizo en halagos hacia
Yasser.
Ɣ Gracias a tus antídotos, brother, si no… porque por aquí la cosa está ya
muy jodida –repetía una y otra vez…
Dormimos una noche en la capital de Massachusetts y tomamos el primer
tren de la mañana hacia nuestro destino final. John se quedó, ya que él debía
dirigirse por carretera al día siguiente, transportando los sanitarios. Habíamos
evitado pasar por alguno de los aeropuertos internacionales de Nueva York,
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infestados de agentes anti inmigración. Nuestro aspecto físico difería muy mucho
de las fotografías publicadas por la I.P. Los hombres, nos habíamos afeitado la
barba y cortado y engominado el pelo como ejecutivos. Vestíamos trajes oscuros
de pantalón y chaqueta. Emma y Louise, de falda y chaqueta. Todos olíamos a
perfume caro, a perfectos ciudadanos. Formábamos un comité de control interno
de la empresa WorldCleaning. John Ridenhour nos había proporcionado las
identificaciones falsas. Ernesto, Emma y yo portábamos pasaportes españoles y
pulseras verdes en la muñeca derecha. Qué raro me sentía otra vez con la maldita
esclava; verde, roja o amarilla, me daba igual. Los colores que no son libres no
sirven de nada. Si el cielo fuese finito, su azul sería deplorable. Mi esclava pesaba
como un yugo al cuello y el traje me creaba sarpullidos en el alma. Tenía unas
ganas terribles de acabar con todo el asunto de la cumbre, aunque sólo fuese por
deshacerme de ambos. Una vez en el castillo de proa, es terrible descender a
galeras. El conocimiento es el mayor de los inconformistas. Recordaba mi baño,
días atrás, en el sedoso Mármara. Me sentí como un bebé dentro de una inmensa
bañera. Asomaba la cabeza y divisaba los gigantes e ingrávidos cargueros de
acero, como enormes barcos de juguete de corcho.
Yasser y Louise, que parecían otras personas, se valían de pasaportes
franceses y, todos nosotros, de visados tipo turista, válidos para un mes.
Menudos cinco. Nos tuvimos que contener más de una vez para no romper a
carcajadas. Y también para no echar a correr. La risa y el miedo, buenas
compañeras de viaje. Louise, enhiesta, con lo alta que era, semejaba una mujer
de estado. El resto hubiésemos pasado perfectamente por próceres. Para ser un
comité de control interno de una empresa de limpieza, más que suficiente. No
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hace falta decir que nuestros pasaportes eran más fraudulentos que los discursos
políticos que lloverían sobre todo el mundo esos días. Los cinco tomábamos el
antídoto. Sospechábamos (y John nos lo ratificó) que las fábricas de oxígeno
cercanas a la gran urbe andarían expectorando drogas oficiales al estilo de los
conductos de aire de Alef 4. Y, sobre todo, para esas fechas de la cumbre, donde
no se podían permitir ninguna fisura en su sistema de seguridad. Dos eran los
temas principales a tratar: la Guerra de la Antártida (nuevos tejemanejes
diplomáticos, amenazas cruzadas entre varios países para seguir haciendo el
paripé) y el pleno empleo. Alardeaban de que la tasa de paro mundial se
acercaba al 0,1%. Menuda fiesta. Con este dato se ganaban a toda la población:
el simple hecho de poseer un trabajo era algo así como una bendición.
El invernadero de Villa Sumac encumbró a Yasser a la cima de la ciencia.
Por lo menos, en la disidencia. No obstante, para nosotros ya era un genio, sin
necesidad de sus creaciones. Sólo su sonrisa ya era genial. Se había ganado la
eternidad. La eternidad es el recuerdo incandescente reservado para los únicos.
El resto, permanecemos en las tumbas del silencio. Las coníferas habían tocado
techo, literalmente. Varios centenares se alzaban hambrientas de cielo, se daban
de bruces con la cubierta de plástico del invernadero y giraban su copa ante la
imposibilidad de seguir por ese camino. Como un pívot de baloncesto debe torcer
su cuello para atravesar las puertas de las viviendas corrientes. Igual. Yasser
había bautizado a sus árboles, una mezcla entre pino y ciprés con un
nanoprocesador de grafeno inserto en la raíz, con el nombre de Combat.
Desconocía cuánto llegarían a medir, pero suponía que lo suficiente como para
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llamar la atención.
Nos alojábamos en un enorme y palpitante albergue, en la calle 37 con la
cuarta avenida, destinado específicamente para prensa y personal autorizado.
Cuatro calles más arriba del Empire State y cinco más abajo de Times Square.
En el meollo. Estaba hasta los topes. Nuestra habitación disponía de 16 camas
litera. Visitantes de todas las nacionalidades hacían y deshacían maletas por
doquier, con sus equipos de grabación, cámaras fotográficas, micrófonos,
cuadernos, portátiles, cables y papeles pululando por el edificio, como ansiosos
por salir a dar una vuelta por la gran manzana… La sala de recepción era un
auténtico hervidero de compañeros que esperaban ser acomodados en alguno
de los cientos de dormitorios comunales. Un verdadero caos. Se formaban largas
colas para ducharse. Yo opté por hacerlo antes de acostarme, cerca de
medianoche, aprovechando la nocturnidad con alevosía. Aquellos días, ¿se
abstendrían Yasser y Louise de su amor nocturno? Supuse que lo harían en las
duchas o en los baños.
A las ocho y media de la mañana, ya embutidos en nuestras fariseas
vestiduras, y con la acreditación de la empresa pegada a la solapa, nos sentamos
los cinco en una mesa a desayunar. Por fin había llegado el gran día. Nuestro tren
salía a las diez y cuarto de la mañana de la Grand Central Terminal, unas calles
más abajo. Después de desayunar, y sin conocer el resultado de nuestra acción,
partiríamos hacia Boston. Allí recogeríamos a John Ridenhour, que en breve se
convertiría en la persona más buscada de Estados Unidos y del mundo entero, y
volaría con nosotros de regreso. Hogar, dulce hogar.
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El viernes discutimos acerca de visitar o no el Central Park Mausoleo.
Ernesto se negaba en firme. Blandiendo su puño, argumentaba que tras lo que
habían hecho con los árboles, ir allí suponía besarles el culo (sic). Su madre, con
voz melosa, intentó convencerlo arguyendo que estábamos haciendo lo correcto,
que aquello no iba a cambiar nada. Nuestra dignidad permanecerá siempre
impoluta, profirió, insinuándole que se lo tomase como una visita turística más.
Ernesto, de mente rocosa, seguía en sus trece. Yo escuchaba, callado. Quizá
unos cuantos años ha, antes del vagabundeo, también hubiese pensado como él.
Sin embargo, ya sentía que el final se aproximaba y mis fuerzas escaseaban.
Ansiaba estar de vuelta en Büyükada, bañarme de nuevo en el Mármara entre los
cargueros… me aferraba a una tibia esperanza de que Claudia volviese. De
todas maneras, tanto Ernesto como Emma tenían su parte de razón. Yasser y
Louise manifestaron su deseo de ir. Le quitaban hierro al asunto, alegando que el
mal ya estaba hecho. Esto no va a cambiar nada, Ernesto, nosotros seguimos
siendo los mismos, apuntilló Yasser. A éste sólo le delataba su sonrisa. Serio, sin
barba y tan elegante con su traje negro, hubiese sido imposible reconocerlo. En el
último momento, Ernesto resolvió ir. Supuse que lo hizo por su madre, para que
ella no se lo perdiese, pues se empeñaba en esperarnos con su hijo en el
albergue. De tal palo…
Así pues, el sábado visitamos el Central Park Mausoleo, el otrora pulmón
verde de la ciudad. Cada entrada costó la friolera de ciento cinco unions. El
conjunto arquitectónico estaba formado por la descomunal figura de un árbol de
cristal. Todos habíamos visto miles de fotos, ya que era una de las construcciones
más famosas del mundo, pero estar allí y palparlo con los ojos resultó
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impresionante. Vergonzoso, pero impresionante. El punto más alto de la copa del
árbol alcanzaba los 859 metros de altura. La estructura era achatada, para
adecuarse a la planta rectangular del espacio inicial que ocupaba el Central Park.
La base del tronco, de 2 kilómetros de largo por 800 metros de ancho, abarcaba
desde la calle 72 hasta la 95. En la planta 50, comenzaba a ensancharse la copa
del árbol, y a partir de la planta 143 se estrechaba para finalizar en un
observatorio en la cima. Compartían el espacio interior: hoteles, museos,
balnearios, comercios, gimnasios, salas de congresos y un largo etcétera. El gran
árbol refulgía como toda una constelación, día y noche. Más de cinco millones de
bombillas LED proyectaban una fulgurante luz blanca. Se divisiva desde todos los
rincones de la gran ciudad. El monumento a la crueldad, sentenció Emma,
mientras nos alejábamos por la quinta avenida dirección downtown.
Los gobernantes accederían al Central Park Mausoleo por la entrada
principal (la entrada sur) del gran tronco de cristal. Una vasta alfombra roja,
fabricada para la ocasión, encaminaría a las delegaciones de los países más
poderosos del mundo desde el Museo de Arte Moderno, en la calle 53, siguiendo
por la quinta avenida hasta el Last tree (‘último árbol’, otro nombre, más popular,
con que era conocido el Central Park Mausoleo). Unos veinte minutos a pie. Pero
la comitiva era extensa y el desfile se alargaría varias horas. Cientos de miles de
curiosos, así como innumerables medios de comunicación se agolparían a lo
largo de todo el camino y en los alrededores del Last Tree para conseguir la
ubicación con mejores vistas. Un escudo especial invisible (antibalas,
antiproyectiles y antibombas) protegía todo el recorrido. Además, la ciudad de
Nueva York fue, en su día, una de las pioneras en instalar ese tipo de protección
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para salvaguardar su área metropolitana de posibles ataques terroristas.
Numerosos helicópteros zumbarían en el cielo, ojo avizor. Y por último, y para
nosotros, lo más importante: los sanitarios portátiles de WorldCleaning. Un total
de 550, esparcidos por las aceras y los aledaños del Last Tree. Y en el interior de
55 de ellos se hallaban nuestros árboles, listos para cuando se alzase el telón,
hecho del que se encargaría Yasser mediante un mando a distancia. Os explico.
El jueves, a mediodía, llegó nuestro compañero John Ridenhour con su lento y
suculento tráiler, sonriente, luciendo por última vez su uniforme de WorldCleaning.
Comenzó a descargar los sanitarios en los puntos convenidos. Todos estaban
numerados. Nuestros árboles se encontraban en las decenas: en el 10, en el 20,
en el 30, en el 40, así hasta el 550. Los 55 sanitarios en cuestión, en lugar de una
taza de wáter, contenían una gran maceta con un combat. Habíamos elegido los
más esbeltos para nuestra humilde exposición universal. Emma, Ernesto, Louise,
Yasser y yo pululábamos por la zona fingiendo supervisar el trabajo de John.
Mientras tanto, colocamos en los sanitarios señalados un sensor que bloqueaba
su puerta de entrada. Poco antes de marchar, mediante un simple control remoto,
Yasser desarmaría la estructura del sanitario (de plástico), debilitando las juntas
de las paredes y el techo, y los árboles quedarían al descubierto, ante el inmenso
gentío y las cámaras de los medios de comunicación de todo el mundo.
Isaac, como casi siempre, se había encargado del trabajo sucio. Trasladó
en su hidroavión los 55 árboles desde nuestra Büyükada hasta El Cairo. Allí se
encontraba la factoría de WorldCleaning. En el puerto, esperaban dos buenos
compañeros de John Ridenhour. Colocaron los combat dentro de los sanitarios y
un camión de la empresa acercó el pedido al aeropuerto. Horas después, un
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avión correo descargó el material en Boston, donde fue recogido por el hijo de
Malcom X en su tráiler.
A las nueve horas, seis minutos y treinta y dos segundos, Yasser accionó el
control remoto. Un instante que alteraría el curso de la Humanidad o sólo un
instante más. ¿Quién lo sabía? El viaje en tren y la posterior espera en el
aeropuerto Logan de Boston resultaron de una lentitud exasperante. Miles de
interrogaciones nos hostigaban. La principal: ¿habrían quedado los árboles al
descubierto? Según Yasser, el dispositivo era casi infalible. Él se mostraba
completamente seguro que había funcionado. Yo lo quería creer, pero me costaba
una barbaridad. Louise insinuó telefonear a algún compañero para enterarnos de
lo que estaba sucediendo. Dejémoslo estar, mejor en casa, allí disponemos de
una red segura, rebatió Emma. Todos conformes. Me daba la sensación de que
los policías y guardias de seguridad nos acechaban, con miradas acusadoras,
como esperando una orden interna para proceder a nuestra detención. En un par
de ocasiones, Ernesto me susurró que disimulase un poco e intentó
tranquilizarme. No había manera. El más calmado era el que menos debía estarlo:
John Ridenhour. En unas horas, miles de agentes de la I.P. andarían tras él.
También viajaba con identidad falsa, para evitar que nos estuviesen esperando a
nuestra llegada en Milán. John se despedía de su antigua vida. Nunca había
visitado Europa. Debería permanecer oculto una larga temporada en Villa
Sumac. No parecía tener miedo. Me recordó cuando vi por primera vez a Emma.
Él era muy distinto en las formas pero no en el fondo.
Intenté leer para evadirme un poco. Tampoco. No alcanzaba a encontrar el
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sentido de las Ilusiones Perdidas de Balzac. Las palabras semejaban reunidas al
tuntún. Culpa mía, no de Honoré de. Cuando sólo restaba media hora para
embarcar, opté por colocarme los auriculares y escuchar algo de música.
Seleccioné en mi reproductor Dream de John Cage. Me llegó al alma. Mi corazón
se ralentizó al ritmo del piano. Cuánto le debo a Bartolomeo Cristofori di
Francesco… ¿Pero cómo agradecérselo?... Mis lágrimas, presas, se amotinaban
tras los muros de mis presas de contención. Con un poco de vino o raki hubiesen
salido de allí a borbotones.
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Jueves, 17 de Junio de 2044.-
Desde que tenía un par de páginas fui consciente de mi existencia.
Enseguida cogí mucho cariño a mi creador. Al principio, temía que me
destruyese, pues hacía y deshacía, me alteraba párrafos enteros, apuntaba ideas,
luego las borraba… No sé cuántas veces habrá cambiado la frase de mi primera
parte. Debía ser muy importante para él, pues le daba vueltas y más vueltas. Sin
embargo, no comienzo con ella. Empiezo en la quinta parte. Cosas suyas. A mí no
me importa, en absoluto. Es muy nervioso, pero se nota que disfrutaba
escribiéndome. Me quería y me sigue queriendo muchísimo y yo estoy encantada
con él. Llegará a ser un gran escritor, sin duda. Cuando estaba muy inspirado,
podía llegar a escribirme treinta páginas seguidas sin descansar a tomarse un
café siquiera. Para mí era un auténtico gustazo, como un masaje. Algunas
madrugadas, se despertaba exclusivamente para añadirme un par de frases. Era
como si me diese un beso de buenas noches y me arropase en la cama. Qué
agradecida le estoy. Le costó bastante bautizarme. Dudaba entre varios nombres,
hasta que se decidió por Ariadna. Me pareció perfecto, pero, ¡qué iba a decir yo!,
no era muy objetiva, la verdad... Yo, una novela, y con nombre de mujer:
¡Maravilloso! A los cincuenta y seis días de mi primera palabra, me finalizó. Me
repasó un par de veces. Una coma allí. Un punto allá. Algunas variaciones de
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palabras. Me leía y releía. Estaba ansioso por terminarme. Javier Lahoz, amigo
suyo, escritor y librero, me leyó muy despacio y me corrigió algunas erratas. Mi
creador se lo agradeció mucho. Jamás en la vida se me olvidará cuando me
imprimió por primera vez. Era como un regalo de los dioses. Como un renacer.
Sentía que volaba. Y todo fue a más. Me leyó Claudia de principio a fin, a pesar
de que ya me conocía. Muchos días, cuando ella llegaba a casa, mi creador leía
alguna de mis partes. Claudia le miraba y sonreía. Está muy bien, Adrián, de
verdad, le decía. Luego se besaban. Yo le debo mucho a Claudia, pues ella fue
quien convenció a mi creador para que me escribiese. Al poco tiempo, me
imprimió algunas veces más y me presentó a sus padres y a su hermano. Su
familia me leyó encantada. Hablaban muy bien de mi creador. Y de mí también.
Se rieron y lloraron conmigo. Eso es justo lo que pretendía mi creador. Le
llamaban por teléfono para darle la enhorabuena. Qué feliz era él. ¡Y yo más! Con
el tiempo, me leyó un montón de gente. Sus amigos, los amigos de Claudia… La
madre de mi creador no paraba de hablar de mí. Me paseaba de mano en mano.
Me leyó su querida amiga Lina, después, la hija pequeña de ésta, Laurita y su
marido Gelo, gran pescador, por cierto. Y seguí pululando. Me sentía abrazada
por doquier. Fue mi época dorada, sin duda. Pero arribaron los malos tiempos
para mi creador. Yo no pedía nada más. Sé que a muchas las imprimen miles de
veces, en varios tamaños, de bolsillo o de tapas duras, las compran en librerías,
les estampan una ilustración en la portada, incluyen una biografía de su creador,
una sinopsis en la contraportada, portan un código de barras, así como un código
ISBN (el número estándar que nos dan), etcétera, etcétera… ¡pero eso a mí no
me importa! Por supuesto que me agradaría contener un grabado de Gustave
153
Duré, pero yo soy feliz como soy, viendo sonreír a mi creador y a los suyos.
Cuánto daría por poder decirle que estoy orgullosa de él, que no se preocupe de
que me editen y me vendan en librerías. Me da mucha rabia verle triste. Me ha
enviado por correo a un par de concursos, aunque tardarán varios meses en
elegir un ganador. Y somos muchas las candidatas. Pase lo que pase, yo confío
plenamente en su talento… Pero, ¡qué voy a decir yo!
Postdata: ¡Madre mía qué contenta estoy!, ¡¡¡¡voy a tener una hermanita!!!!
Según parece, se va a llamar Hatajo de sueños. Aunque conociendo a mi
creador, seguramente cambie mil veces su primera frase… de momento, mi
hermanita comienza así: “La verdad se halla siempre muy cerca, pero solamente
se deja ver en la distancia”.
*** *** *** *** *** ***
Tras el desayuno, besé a Biddu y Usha y descendí entre las rocas hasta
playa. Desde la vuelta de los Estados Unidos de América, había convertido en
rutina mi baño matutino. Omi me acompañaba siempre. El tiempo también
acompañaba. El Sol se bañaba en el cielo y se secaba en el Mar, junto a
nosotros. Omi chapoteaba. Entraba y salía del agua. Ladraba su alegría. Yo
inspiraba fuertemente y flotaba. Me dejaba llevar. Mi resaca era mucho mayor que
la del Mármara. Nuestro plan había fracasado. Peor que eso. El mando a
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distancia de Yasser funcionó correctamente y los combat surgieron imponentes
de sus caparazones. Hasta ahí todo correcto. Pero jamás nos hubiésemos
imaginado lo que siguió. Enseguida procedieron a acordonar la zona y se las
ingeniaron para explosionar los árboles pocos minutos después. Como
consecuencia, murieron ciento treinta y siete personas, cinco de ellos policías.
Ellos los asesinaron. Todo para vender la noticia en los medios como un atentado
terrorista perpetrado por Lostruth. De ese modo nos devolvieron la pelota,
envuelta en llamas. Quedamos abatidos ante semejante iniquidad, tanto en Villa
Sumac, como tantos y tantos compañeros del resto del mundo. Cuando la tristeza
se apodera del odio no hay lugar para la venganza. Quizá con el tiempo. Lostruth
acarrearía con el múltiple atentado para siempre. Tiñeron de sangre nuestro
nombre, tantas otras veces salpicado por sus embustes. Tras su abyecto crimen,
colocaron la pistola homicida en nuestras manos. Aquella era la verdad oficial.
Ahora, el silencio nos ahogaba en casa. Suponía una verdadera lástima
contemplar a Yasser. Se refugiaba en sus laboratorios, en el cerebro, cabizbajo,
Louise no se despegaba de él. Ernesto hacía lo propio con Emma, cuyo rostro
semejaba una lágrima seca. Incluso, el grandullón de John Ridenhour (el principal
ejecutor del atentado, según ellos) lloró durante alguna comida, ante todos
nosotros. Los fríos semblantes de Thomas e Isaac parecían derretirse por dentro.
Biddu y Usha nos ofrecían continuamente té, café y pastas, haciendo lo posible
por esbozar una sonrisa con la que dulcificar nuestro pesar. A mí me acompañaba
el raki todas las noches. Caí de nuevo. El alcohol me sumía en la pausa, en un
estado de vagabundeo mental donde no había pasado ni futuro, sólo el presente,
la nada, el no sueño. Pronto descubrieron la falta de botellas de raki de la
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despensa y me asediaron con discursos paternalistas. Nada que decirles.
Asentía. Les prometí que intentaría dejarlo. Emma me insinuó que me cobijase en
los libros y me acercó uno: Los justos, de Albert Camus. Se trataba de una obra
de teatro muy corta. Me propuse leerla esa misma noche. Sin raki.
Pero aquel jueves recibí un paquete por correo. No constaba el remitente,
aunque no podía provenir de nadie más. Justo la noche anterior había soñado con
ella. Pues bien, Claudia me envió Ariadna, mi novela. Adjuntaba la siguiente carta
mecanografiada:
“Querido Adrián:
A pesar del riesgo que supone escribirte, me sentía obligada a hacerlo. He
visto tu cara en la televisión miles de veces estos días, así como tu fotografía en
innumerables carteles colocados por toda la ciudad. Mis amigas, vecinos y
conocidos me comentan despectivamente en qué te has convertido. ‘Adrián… un
terrorista’, dicen. Yo hago todo lo posible por creerte, porque siempre has sido
una buena persona, incluso preso del alcohol. Me niego a pensar que seas capaz
de tan cruel atentado. Recuerdo tus palabras de Estambul. Según las noticias, los
árboles que explotaron cerca del Last Tree eran réplicas artificiales. Nadie creería
hoy que se trataba de los viejos árboles. Quiero pensar que así era, que la
piedrecita de ámbar que te envié sirvió para algo. Sin embargo, no hago otra
cosa que darle vueltas y vueltas al asunto en mi cabeza. Resulta todo tan irreal.
Los árboles. Tú, en Lostruth, buscado por la Policía Internacional. Es una
verdadera locura.
Mi dirección es la siguiente: c/ Ilustrísimo Alcalde Belloch, 54, 4º, 4ª. 50003
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Zaragoza. No la hago constar en el sobre por si acaso. Escríbeme cuanto antes,
por favor. Quiero creerte. Explícame cómo ocurrió todo. Si el experimento dio sus
frutos. Dime que lo que había dentro de los wáteres de Nueva York eran árboles
de verdad. Envíame alguna foto, alguna prueba. He planeado ir a verte. Si nos
están drogando a través de las fábricas de oxígeno, como me explicaste, quiero
largarme de aquí y tomar el antídoto. Adjúntame alguna píldora en el sobre, por
favor.
Adrián, te quiero. Nunca he dejado de quererte. Tuve que tomar la decisión
de romper contigo porque aquel borracho no eras tú. Lo sabes bien.
En Zaragoza, a nueve de Junio de 2044.
Posdata: Te adjunto tu querida novela. Por favor, escríbeme cuanto antes.
Con cariño,
Claudia”.
Guardé a Ariadna en un cajón de mi mesilla y leí y releí la carta de Claudia
como unas treinta y nueve veces. Redacté la contestación, con la intención de
enviarla al día siguiente. Incluí en el sobre una ramita de combat y un bote de
píldoras de antídoto, junto con un inhibidor de presencia, para enmascarar la
mercancía en los controles.
No tuve tiempo para Los Justos de Camus, pero tampoco para el raki. La
esperanza de reencontrarme con Claudia me abrazaba en la cama. En la
habitación contigua, Yasser y Louise no hicieron el amor durante aquellas
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silenciosas noches. La tristeza se reproduce por esporas. El Mar ronroneaba ahí
afuera. Imaginé los mercantes, cargados de noche, en fila india, en su diáspora,
atravesando lentamente el Bósforo camino del Mar Negro más negro que nunca.
Medité. Soñé despierto que Claudia venía a vivir conmigo. Villa Sumac se había
convertido en mi hogar y mis compañeros en mi familia. Ella era el máximo de
felicidad al que podía aspirar. Mi culpa me limitaba, se encargaba de decirme:
hasta aquí puedes llegar. Si alguna vez, inconscientemente, superaba esa
barrera, mi culpa se me revelaba como un leviatán emergiendo de las lóbregas
aguas y me engullía hacia las profundidades. Veía entonces a mis padres y a mi
hermano. Me contemplaban aterrados, desde la parte trasera de mi coche,
instándome con sus ojos a arrancar el motor para salvar sus vidas. Súbitamente,
sin tiempo para reaccionar, el camión los arrancaba de mi vista y el estruendo me
devolvía al estado inicial. La pesadilla finalizaba. Ya podía comenzar a rellenar mi
tubo de felicidad, completamente vacío. Cuando tornaba a sobrepasar el límite
impuesto por mi culpa, otro recuerdo o alucinación nefastos, similares al anterior,
lo derramaba de nuevo. Y así sería siempre. Todas las aspiraciones de Lostruth,
el particular Codex Atlanticus del genial Doctor Yasser Malik, se habían
convertido en una utopía. Y sólo el término utopía resulta inalcanzable. Así nos lo
han hecho creer, estirando el adjetivo irrealizable hasta el infinito. Enviar la carta a
Claudia al día siguiente, eso era todo lo que me sentía capaz de hacer. Sin
fuerzas para más. Non plus ultra.
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Viernes, 18 de Junio de 2044.-
El cielo formó una bóveda recubierta por un colosal arco iris. A mí me
sorprendió mientras paseaba por el barrio. Serían las diez y media de la mañana.
Ocurrió de repente. Era algo así como una gran nube multicolor tapizando el
firmamento. En pocos minutos, las calles se abarrotaron. Los que en un primer
momento se asomaron a las ventanas para contemplar la majestuosa estampa,
no tardaron en bajar para obtener un campo visual más amplio. Los vehículos se
pararon. Tanto conductores como pasajeros se apeaban para observar la
escena. No parpadeaba nadie. Una densa y rutilante luz polícroma bañaba la
atmósfera. Daba la sensación de que la podías acariciar con la mano. Muchos
hacíamos el gesto de coger algo en el aire. Aunque, realmente, ese algo era luz
intangible. Los colores estaban perfectamente delimitados. Cada franja ocupaba
alrededor de un metro. A mí me bañaba el verde. Di un paso a la izquierda y
cambié al amarillo. Seguí avanzando y me invadió el naranja y el rojo. Luego volví
sobre mis pasos hasta saborear todos los colores. Me detuve en el añil. Era lo
más hermoso que había visto en mi vida. Todos debíamos pensar lo mismo. La
ciudad quedó paralizada ante semejante obra de arte de la naturaleza. Tras unos
minutos de extraordinario silencio, la muchedumbre comenzó a exclamar y a reír.
Un prolongado ¡oh! reverberó en el ambiente. Me recordó a los fuegos artificiales.
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Pero lo que estaba ocurriendo no parecía tener nada de artificial. Temí que se
acabase enseguida, que fuese fruto de algún fugaz fenómeno óptico. El gentío
comenzó a hablar, a comentar el suceso. Entremezclaban lo extraño y lo precioso.
No puede haber nada más bonito en el mundo, dijo un vejete a mi lado, pero se
equivocaba. Porque comenzó a llover. Las gotas cambiaban de color al entrar en
contacto con la multitud de bandas que dividían el espacio. Como si el gran arco
iris que era el cielo se estuviese licuando. El mundo al revés: se bajaba el telón y
daba comienzo la función. Las gotas eran muy gruesas, descendían lentamente,
chocaban por doquier y se deshacían como rellenas de pintura. Yo abrí las palmas
de mi mano. En la derecha salpicaban un verde oscuro y en la izquierda un cálido
naranja. Sin embargo, no manchaban la ropa, ni el suelo, ni la superficie sobre la
que caían. Cuando el color eclosionaba, se diluía hasta desaparecer y
transformarse en agua corriente. La multitud adoptó la misma postura. La de los
brazos abiertos con las palmas hacia arriba. La de suplicar perdón. Incluso vi a
más de uno arrodillarse. Llovía con más fuerza. A nadie le importaba. Resultaba
inimaginable que alguien se cubriese con un paraguas. Era como si Dios fuese el
pintor y nosotros su lienzo. El gran arco iris continuó deshaciéndose durante
media hora. Después, tan rápido como había comenzado, todo volvió a la
normalidad. El cielo se tornó azul mate y el Sol emergió sobrio, impasible, como
si nada extraño hubiese ocurrido. Nadie encontró una explicación científica para
tan insólito acontecimiento.
Cuando terminé de leer en braille el anterior relato, maldije mi ceguera.
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Desde los siete años, cuando perdí por completo la visión, nunca me había
molestado tanto no poder ver. Pero sentía como si hubiese contemplado
aquella extraña lluvia. De todas maneras, felicité a mi madre por su relato y la
besé. Le dije que para mí era la mejor escritora del mundo. Palpé la sonrisa de
su cara. Era preciosa, larga y soleada como una playa de arena. Después ella
me besó y me dijo que me quería muchísimo. Noté su cálido aliento. Olía a
terciopelo azul. Me arropó con las mantas y escuché el clic de la lámpara de mi
mesita. Antes de cerrar la puerta, me dijo: Buenas noches, mi amor. Te quiero.
*** *** *** *** *** ***
Me despertaron los graznidos quejumbrosos de las gaviotas. Tomé el ferry
de las ocho y cuarenta y tres hacia la ciudad. Ernesto me acompañó. Tras
depositar la carta para Claudia en la oficina de correos de la calle Açir Efendi, en
el barrio antiguo de Fatih, anduvimos por el puente Gálata, abarrotado de
pescadores. Todas aquellas cañas, resignadas a su suerte, próximas a la
extinción, parecían hablar unas con otras, rememorando los viejos tiempos en que
capturaban más de veinte piezas diarias. Ernesto se rebelaba lentamente contra
el varapalo sufrido en Nueva York. Su rostro volvía a adoptar sus formas de
siempre, tan rugosas, tan expresivas. Bajo sus enormes cejas, exhalaba una
mirada mordaz.
Ɣ No debemos rendirnos, Lev –me dijo firmemente, tratando de
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soliviantarme–, lo que han hecho es una atrocidad. Todo el mundo debería
saberlo.
Ɣ Ya, Ernesto –respondí yo, mucho más calmado, como anestesiado–.
Todos estamos muy enfadados. Pero cada vez es más difícil. Hoy en día,
Lostruth es la encarnación del mal. Y encima, nos han cargado con el
muerto, nunca mejor dicho…
Ɣ Tendríamos que pensar más… algo se nos tiene que ocurrir. No podemos
arrojar la toalla, después de todo. ¡Eso jamás!
Asentí, cabizbajo. Tenía toda la razón del mundo. Quizá si Claudia
volviese… me inyectaría fuerzas para seguir luchando. Me invadió una brutal sed
concreta. Hube de contenerme muy mucho para no insinuar a Ernesto tomar un
raki antes de regresar a casa. Pero debía permanecer sobrio. No me perdonaría
otro error. Ni Claudia, ni yo. A la altura de la torre Gálata, propuse dar media
vuelta hacia el muelle. Ernesto continuó con su arenga el resto del trayecto hasta
Villa Sumac. Pretendía despertarme, volver a ilusionarme, me zarandeaba con
sus férreas palabras. Agradecí su aliento y excusé mi escasez de ánimo alegando
las noticias de Claudia y mi recaída en el alcohol.
Ɣ Claro, amigo –dijo, tendiendo su brazo por encima de mis hombros–. Sé
muy bien lo que estás pasando. Yo también anduve muy enganchado… ¿o
no recuerdas en la plazoleta del Somontano? Pero si te lo propones en
serio, no es tan difícil dejarlo. Sólo se trata de ser fuerte aquí arriba –y con
el puño cerrado golpeó varias veces su cráneo.
Entramos en casa. El mimoso Omi se acercó a saludarnos. Le hicimos
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unas carantoñas y nos acercamos hacia Biddu y Usha, que nos miraban
sonrientes, sentados en torno a su mesa camilla. Les besamos de bienvenida y
nos sentamos con ellos a disfrutar de un delicioso çay (té turco). Al rato, nos
dirigimos hacia la sala de operaciones de Louise y Emma, que andaban con
muchísimo trabajo escudriñando la red tras el aciago incidente de Nueva York.
Pregunté por John. Louise contestó, con su mirada fija en la pantalla del
ordenador, que andaba con Isaac y con su marido, en el laboratorio. Se oía a lo
lejos la música proveniente del invernadero. Se trataba del Sueño de amor de
Liszt. Imaginé a los combat extasiados con el melancólico sonido del piano,
llorando a rabiar la pérdida de sus cincuenta y cinco compañeros. Thomas no
tardaría en llegar. Me encantaba que nos reuniésemos todos durante la cena.
Emma nos informó que estaban reclutando muchísima gente para Alef 4.
Ɣ Mirad –dijo, acercándonos un montón de papeles impresos–, todos éstos
son de Zaragoza. Ingresaron el 33 de Mayo, lunes.
Había como unos cincuenta folios. En cada folio, diez fichas. Éstas
contenían una fotografía con nombre, apellidos y dirección. Eché un vistazo,
cotilleando, por si conocía a alguien. Igual me encuentro con el Zar, cavilé, aunque,
probablemente, él habría pasado ya por allí; para entonces, sería un robot más,
insertado en la sociedad con esclava verde. Me quedé petrificado cuando creí ver
la foto de Claudia. Retrocedí varias páginas y, en efecto, era ella. A punto estuve
de desmayarme, tomé asiento, sin apartar mis ojos de su ficha. Todos me
observaron, extrañados.
Ɣ ¿Qué ocurre, Lev? –preguntó Emma, preocupada–, ¿conoces a alguien?
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Tras unos segundos, recuperé el sentido. Le acerqué el folio donde se
encontraba la ficha de Claudia. Mi Claudia.
Ɣ ¿Estáis completamente seguras de que ingresaron el día 33 de Mayo?
–pregunté aterrorizado, mirando fijamente a Louise y Emma.
Ɣ Ciento por cien –contestó muy seria Louise.
Emma asintió con lentos y tristes movimientos de cuello. Me dirigí
corriendo hasta mi habitación y regresé con la carta de Claudia. Databa del 9 de
Junio de 2044, fecha posterior a su ingreso en Alef 4. Y si no era ella la que me
había escrito, estaba claro de quién se trataba. De nuestra perdición.
En la cena, intentamos abordar el asunto pero el asunto nos abordaba. Una
inmensa inquietud flotaba en el ambiente, flameaba los alimentos. Debíamos
adoptar una decisión ya. No sabíamos cuándo vendrían a por nosotros. Sin
embargo, era seguro que conocían nuestro escondite. Además, les había enviado
una ramita de combat y un bote con antídotos. Lo tenían todo. Yo no hablé. No era
capaz. Miraba a mis compañeros, uno a uno, y se me caía el mundo encima. El
leviatán se agitaba en mi interior. Tras mis padres y mi hermano, ahora había
engullido a Claudia. Probablemente, la descubrirían al entrar en casa de Emma,
por mi culpa, para recoger mi caja de habanos. No probé bocado. Todos mis
compañeros me intentaban animar, diciéndome que eso le hubiese ocurrido a
cualquiera. John Ridenhour me guiñó un ojo transmitiéndome su apoyo y su
perdón. Agradecí su gesto encogiéndome de hombros. Me fijé en Biddu y Usha.
No podía soportar la pena que sentí. Cataratas de lágrimas en mi interior. Mi error
los arrancaría de sus raíces. Desaparecerían sus sonrisas para siempre. Y el
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resto, lo mismo. Toda aquella buena gente quedaría a la deriva por mi culpa.
Necesitaba estar solo. Me levanté con la intención de dirigirme hacia mi
habitación, pero Ernesto, a mi lado, me echó de nuevo el brazo encima y me
susurró:
Ɣ Tranquilízate, Lev. Aquí vamos todos a una. Ahora debemos permanecer
juntos, más que nunca. Todo saldrá bien.
Mientras volvía a sentarme, me topé con la torva mirada de Louise. Me
recriminaba en silencio. Yasser, a su lado, no despegaba sus ojos de su plato de
pollo humeante. Isaac dictaminó que deberíamos largarnos cuanto antes. El resto
lo confirmó, pero, ¿adónde?... Thomas habló con su característica frialdad
nórdica:
Ɣ Ellos no saben que nosotros lo sabemos. Disponemos de algo de tiempo.
No nos precipitemos. Debemos marchar, sin duda. Pero antes hablemos
las cosas, pensemos. Es una decisión muy importante. La más importante.
Observaba a mis compañeros. Los únicos que comían eran Biddu y Usha.
Seguramente, después de tantas experiencias, los que menos miedo tendrían.
Los que más me afligían. Todos se habían hecho a la idea excepto yo. Me negaba
a aceptar la nueva situación, por mí provocada. Omi pululaba inquieto por toda la
estancia, probablemente olería nuestro desasosiego. Súbitamente, apareció por
debajo de la mesa, me lanzó una mirada compasiva y se postró a mi lado. Bebí
agua para deshacer mi nudo en la garganta. Mi corazón daba tumbos bajo mi
pecho. El leviatán andaría divirtiéndose con él. El tiempo transcurría muy
despacio. La decisión final no llegaba. Me hubiese encantado poder eliminar de
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allí mi presencia, junto con las consecuencias de mi acto. Desaparecer, en una
palabra. Sin mí, aquello derivaría en una plácida cena familiar. Yo la estaba
corrompiendo. Yasser se levantó de la mesa, anunciando que se disponía a hacer
las maletas de los laboratorios para ir adelantando trabajo. Louise lo acompañó.
Emma hizo lo propio, con la intención de salvaguardar los discos duros
imprescindibles y desinstalar el sistema operativo de la sala de ordenadores. Me
crucé con una tierna mirada de Usha que me partió el alma. Thomas e Isaac,
avanzando en la resolución final, se preguntaban si en varias zódiac o en el
hidroavión. Tanto Ernesto como John se decantaban por la segunda opción.
Ɣ Podríamos llevar con nosotros muchas más cosas, incluso árboles –
argumentó Ernesto–. Además, es mucho más cómodo y nos permite ir
más lejos. No hay muchas opciones. Ya sólo resta decir adónde.
John consultó mi opinión. ¿Qué iba a decir yo? Suspiré como respuesta.
Isaac se levantó como un resorte y se adentró por el pasillo camino de los
laboratorios. A los pocos segundos, regresó diciendo:
Ɣ Todos están de acuerdo. Voy a por él.
Thomas lo siguió. El hidroavión pernoctaba en el embarcadero principal de
la isla, al Norte, a unos dos kilómetros de distancia. Nosotros deberíamos ayudar
ahí adentro, insinuó Ernesto, irguiéndose. Quedaron solos en la sala de estar los
anfitriones Biddu y Usha. Como despidiéndose de su querido rinconcito, se
sentaron por última vez en la mesa camilla para saborear su tacita de kahve. En
un cuarto de hora, la entrada rebosaba maletas, maletines, cables, bolsas y
demás bultos. Asimismo, cinco combat se erigían en sus macetas como
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gigantescos trofeos. El hidroavión se convertiría en nuestra particular Arca de
Noé. Desconocíamos cuándo arreciaría el diluvio. Sólo quedaba por resolver
nuestro lugar de destino.
Biddu y Usha trajeron consigo únicamente una bolsa de mano. Ya en el
salón, ella descolgó un pequeño cuadro (una imagen religiosa) y lo introdujo en su
equipaje. Entré a despedirme de mi cuarto y tomé la vieja caja de habanos con mi
cartera de Lev Kaliayev y mis recuerdos manuscritos. Abandoné a Ariadna, mi
novela, porque no la sentía mía; había formado parte de su vil engaño y estaba
corrompida. El hidroavión gruñó a lo lejos. Yasser y Ernesto se encargaron de
fletar una zódiac para acercar a los hermanos a tierra. Ellos fueron los últimos en
preparar sus maletas. Todo listo. Reunidos en el zaguán de Villa Sumac,
debíamos decidir nuestro destino.
Afuera, el crepúsculo teñía el Mármara de púrpura. El cielo estaba de
nuestra parte, nos facilitaba la huida anocheciendo.
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Ɣ ¿Qué haces, Lev?, ¿escribes?
Ɣ Sí… no puedo dormir.
Ɣ Ya, es normal… yo de momento tampoco… pero no estés nervioso,
hombre, que todo va a salir bien. Anímate y quítate esa maldita culpa de
encima.
Ɣ Claro, claro…
Ɣ Todavía nos queda un largo viaje hasta Bautino… No había oído el nombre
de esa ciudad en mi vida. ¿A ti te suena de algo?
Ɣ No, no, nada.
Ɣ Según han dicho, está en Kazakhstan, a orillas del Mar Caspio. Al fin y al
cabo, aquí comienza otra etapa de nuestras vidas… Seguro que en poco
tiempo nos hacemos con una nueva Villa Sumac. Ya lo verás.
Ɣ Ya… Ojalá.
Tras esta breve conversación que mantuve con él, Lev Kaliayev, Adrián
Azcona o Dorian Czoni, como vosotros prefiráis llamarlo, siguió escribiendo en
su diario, es decir, el libro que ahora estáis terminando de leer. Lev miraba
constantemente a Biddu y Usha, que dormían plácidamente agarrados de la
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mano, a su lado. No lloraba, pero su cara estaba descompuesta por el dolor.
Alrededor de dos horas más tarde, aprovechando que todos dormíamos, se
desabrochó el cinturón de seguridad, se levantó, abrió la compuerta del
hidroavión y se lanzó al vacío. Sobrevolábamos el Mar Negro. Su querida
noche lo acogió para siempre. Nada pudimos hacer, sino seguir hacia nuestro
destino: la ciudad de Bautino, a orillas del Mar Caspio. En su honor,
recordemos las últimas frases de su diario:
La sombra alienta la imaginación, mucho más que la luz. Primero fue la
sombra, antes que la nada. Hay mucho por lo que luchar, siempre lo hay, pero ya
no me quedan fuerzas. Es preferible la derrota a la resignación. La resignación es
el paseo triunfal de la derrota, es su victoria. La noche es la posada de la muerte.
La noche es una sopa caliente de whisky y alquitrán. La noche es la creación
increada. La filantropía te conduce inexorablemente a la misantropía y viceversa.
Cuando ambas llegan a su punto álgido, se rozan levemente y todo estalla. El odio
y el amor se funden y confunden y retorna la calma, el caos silencioso, donde la
noche fluye y confluye en armonía. Una puerta es una elección. Donde no hay
puertas, sólo hay muerte. Una puerta siempre está viva, aunque te encamine a la
muerte. Alégrate de poder elegir. Alégrate de estar vivo. Alégrate de estar triste.
Entristece tu alegría hasta hacerla llorar. La muerte te permite llorar como, cuando
y cuanto quieras. Sólo falta el donde. La muerte es el donde. La muerte es un
envase vacío. La muerte es generosa, acoge a todo el mundo en su seno senil,
porque no tiene nada que ofrecer. El recuerdo siempre resulta demasiado breve.
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Cerrad los ojos y abridlos ahí adentro. ¿Qué veis? Oscuridad infinita. Muerte.
Cread vuestra propia luz. No hay límites ni reglas. Ahí se encuentra la felicidad. La
vuestra. El amanecer del crepúsculo. El Mar que baña el Cielo bajo el Sol.
Lágrimas riegan sonrisas. Los ojos son eternos manantiales. De ahí que la boca
intente acercarse hasta ellos cuando sonríe. Llorad en vida, cuanto más, mejor,
pues más sonreiréis durante el resto de vuestras muertes.
Si mueres en busca de la libertad, la libertad te hará resucitar.
Postdata:
170
Papá, Mamá, Hermano. Allá voy.
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