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HECTOR TIZÓN. ENTRE LA BELLEZA DEL MUNDO Y EL ÚLTIMO RESPLANDOR DE LA HOGUERA Lucas Daniel Cosci Y aspiro a permanecer aquí hasta que las sombras del atardecer se oscurezcan y el resplandor de la hoguera se extinga. Hector Tizón, Yala, 2008 Y el resplandor de la hoguera se ha extinguido al fin. Héctor Tizón se ha ido hoy. ¿Un viaje más? Quizás. Pero esta vez no será del exilio y del regreso. Porque se ha muerto para siempre,/como todos los muertos de la tierra , diría el poeta Andaluz, cuya casa visitaría alguna vez el jujeño en Fuetevaqueros, año 1976, tiempos de exilio. Quisiera recordarlo con un libro. Se llama “La Belleza del Mundo”, publicado en el año 2004. Es su última novela. Después se dedicaría a escribir memorias. Enunciación soberbia y pretenciosa, el título le cabe desde el principio hasta el fin de sus deleitosas páginas. Es el mismo libro desde siempre. Con distintos nombres. “A un costado de los rieles”, “El hombre que llegó a un pueblo”, “Extraño y pálido fulgor”, son algunos. Pero siempre el mismo. Aquel viaje, siempre. Un irse en busca de ser otro y un volver sin nunca llegar del todo. Siempre aquel Ulises que no encuentra su Itaca. Porque –como lo 1

Hector Tizón UN VIAJE

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HECTOR TIZÓN. ENTRE LA BELLEZA DEL MUNDO Y EL ÚLTIMO

RESPLANDOR DE LA HOGUERA

Lucas Daniel Cosci

Y aspiro a permanecer aquí hasta que las sombras del atardecer se oscurezcan y el

resplandor de la hoguera se extinga.

Hector Tizón, Yala, 2008

Y el resplandor de la hoguera se ha extinguido al fin. Héctor Tizón se ha ido

hoy. ¿Un viaje más? Quizás. Pero esta vez no será del exilio y del regreso. Porque se ha

muerto para siempre,/como todos los muertos de la tierra, diría el poeta Andaluz, cuya

casa visitaría alguna vez el jujeño en Fuetevaqueros, año 1976, tiempos de exilio.

Quisiera recordarlo con un libro. Se llama “La Belleza del Mundo”, publicado

en el año 2004. Es su última novela. Después se dedicaría a escribir memorias.

Enunciación soberbia y pretenciosa, el título le cabe desde el principio hasta el

fin de sus deleitosas páginas. Es el mismo libro desde siempre. Con distintos nombres.

“A un costado de los rieles”, “El hombre que llegó a un pueblo”, “Extraño y pálido

fulgor”, son algunos. Pero siempre el mismo. Aquel viaje, siempre. Un irse en busca de

ser otro y un volver sin nunca llegar del todo. Siempre aquel Ulises que no encuentra su

Itaca. Porque –como lo dice en esa hermosa autobiografía que es El resplandor de la

hoguera- “nuestra vida tiende a localizarse. Nunca se es de todos los sitios, sino de

algunos, y ese lugar que nos vio nacer es también el que nos verá desaparecer cuando el

hechizo de vivir se eclipse. De él venimos y hacia él marchamos, como Ulises al cabo

de sus periplos…”. La narrativa de Héctor Tizón – y acaso la de todo escritor - no es

sino un solo y mismo viaje de quien, huyendo de sí, vuelve hacia sí mismo y no se

encuentra. Y esa dis-locación entre el lugar dejado y el lugar reencontrado es lo que él

ha llamado “la cicatriz de Ulises”. En el prólogo a la reedición de su primer libro (A un

costado de los rieles) nos dice que “en el primero de los trabajos ... ,está, creo, el

corazón de casi toda mi obra posterior, que trata del tiempo, del viaje, del exilio y del

regreso. Mi cicatriz de Ulises”.

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Creo que estas cuatro palabras encierran una clave para leer la novela. Ahí está

cifrada “La Belleza del Mundo”.

Texto breve, pausado, conjuga con acierto la velocidad del tiempo narrativo con

la reflexión filosófica sobre los acontecimientos desde cierta sabiduría de vida. Una

prosa llana y austera que, sin embargo, lograr llevar el lenguaje a niveles de

expresividad poética inusitados. Hay pasajes maravillosos en donde emerge una poesía

fresca e intensa. Donde la palabra se desnuda y nos seduce con su belleza primordial, y

a la vez se conjuga con la reflexión sobre el misterio de la existencia. Así, por ejemplo,

cuando escribe “Todo estaba en silencio, pero no un silencio simplemente de ausencia

de sonidos, sino algo infinitamente más real que los sonidos. Hay un silencio en la

belleza del mundo que es como inaudito y extraño, que nos hace olvidar la suerte y la

desdicha y el destino personal”. Se trata de la feroz belleza del extrañamiento. Esa

belleza que nos asalta en medio de la angustia y nos cobija de la tormenta. La novela es

justamente eso. La historia de un extrañamiento. Y esa historia se construye con

aquellas cuatro palabras de su prologo: el tiempo, el viaje, el exilio y el regreso.

El tiempo es el eje vertebral del texto. Se trata del tiempo vivido, el de la

experiencia del humano ser-en-el-mundo, el tiempo irrepetible de la historia personal.

Ese tiempo por el cual devenimos en una existencia humana, biográfica e histórica. El

texto narra el proceso del desencuentro del personaje principal – cuyo nombre

tardíamente revelado es Lucas – consigo mismo, en un proceso que se estructura en tres

capítulos cuyo centro es la subjetivación del tiempo narrativo desde un presente que

resignifica los acontecimientos: I Antes, II Transcurrieron veinte años, III Ahora. Los

tres capítulos dividen los momentos de la trama.

Antes narra los tiempos felices. Los días del protagonista hasta ser sorprendido

por un suceso aciago que lo llevará a hacer un corte con el pasado.

Transcurrieron veinte años es el tiempo del extrañamiento en un proceso en que

emprende un viaje - más interior que exterior - , de alejamiento de sí mismo.

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Ahora es el tiempo del regreso nunca consumado. El tiempo del Ulises que al

regresar no encontrará su Itaca.

El viaje es el escape de sí para borrar la escoria de una herida que no cierra. El

abandono del lugar adonde habitan los símbolos que dan sentido a la existencia es una

alegoría de la búsqueda de otro sentido u otro sí mismo, ya que lo que lo que el

personaje quiere es ser otro. Este es un tema recurrente en la narrativa de Tizón. Sus

personajes optan por asumir una identidad que no es la propia a partir de un acto de

decisión inspirado en una carta inesperada (Extraño y pálido fulgor) o son sorprendidos

por una identidad ajena que los toma por asalto y a la que como una fatalidad no pueden

eludir (El hombre que llegó a un pueblo). Pero en todo caso el viaje se consuma como

una migración desde el lugar del sí mismo hacia el lugar de el otro. Es, acaso, sin forzar

ningún sentido, la identidad narrativa del sí mismo como otro, de Ricoeur. Es lo que en

el texto se menciona como “la aporía de ser otro”. Y es una aporía porque se resuelve

negativamente, como toda aporía. Nunca se llega de un modo definitivo e irreversible a

ese lugar. Por eso la experiencia será vivida como exilio.

El exilio es el momento de mayor tensión del desencuentro. Es el exilio de sí

mismo. Lucas – el personaje de Tizón – ha dejado para siempre de ser el que era, pero

no acierta en una identidad ni encuentra un lugar desde el cual constituir un sentido para

su existencia. Es el extrañamiento que nos asalta en la lejanía – tanto en el espacio como

en el tiempo- , la imposibilidad de construir sentido desde otro lugar, la imposibilidad

en definitiva del arraigo. Imposibilidad consumada en un vagar sin rumbo entre lugares,

personas e historias de las cuales también tendrá que finalmente escapar.

El regreso. A partir del exilio como extrañamiento nos asalta el deseo de

regreso, hacia ese lugar y ese tiempo de los que hemos huido. La Itaca de Ulises que ya

no será recobrada, ese lugar que no tiene sitio y desde el cual nos constituimos. Lucas

regresará de su viaje de veinte años y de muchos puertos, a su pueblo originario. Pero

sólo encontrará retazos sueltos de lo que alguna vez fue su lugar, algunas huellas

oscuras que apenas reflejan pálidos destellos del ayer. Como un arqueólogo se esforzará

en reconstruir, porque ahora se ha quedado sin historia. Huérfano de padres desde casi

niño, Lucas ahora será un huérfano de historia y de lugar. ¿Puede haber acaso orfandad

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mayor que la de haber quedado sin arraigo y sin historia? “Ahora estaba aquí, por fin y

al cabo; ahora debía reencontrarse con su propia historia, después de un largo camino

por el desierto, un desierto poblado de voces y de rostros fríos, distantes, ajenos, tal vez

meros pretextos casuales para llegar, ahora, a sentir su propia vida deslizarse veloz, sin

alegría, sin belleza, solo para saber, para conocer todo aquello de lo cual había huido

furtivamente para intentar la aporía de ser otro”. El saldo del regreso es el despojo. El

descubrir que se ha quedado con las manos vacías. Su lugar ha sido usurpado. Sin

embargo descubre que este quedarse sin nada, el vaciamiento existencial al que ha sido

llevado, puede ser el comienzo de un extraño modo de ser libre. Esa libertad –y otra vez

Ricoeur- no es sino la libertad de poder narrarse a sí mismo de otro modo. La libertad de

no llevar la carga de un pasado, la libertad de no tener ya que huir ni recobrarse, de solo

dejarse llevar por la corriente de la vida. Una libertad, en definitiva, mezquina, pobre,

casi una parodia, pero que es la única instancia desde la cual se justifica el acto de

existir. De allí que...

“Ya nada le importaban las cosas ni los lugares ...

Por fin era un hombre libre, que nada tenía que perder o ganar, ni siquiera los recuerdos.

Que era un hombre despojado”.

Entonces solo le queda una cicatriz, la cicatriz que queda luego del viaje, del exilio y del

regreso. Y esa es la única belleza.

La belleza del mundo es la cicatriz de Ulises.

La belleza del mundo es también la memoria de Héctor Tizón.

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