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HERNANDO LONDOÑO JIMÉNEZ...nal, para no privar de ella sino cuando sea absolutamente necesario. Aquí doy testimonio de ello, para confirmar las tesis defendidas en comisiones redactoras

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HERNANDO LONDOÑO JIMÉNEZ

LA JUSTICIA

PENAL

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HERNANDO LONDOÑO JIMÉNEZ

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~l!-0 LA JUSTICIA PENAL

ISBN 978-958-769-069-9 © Hernando Londoño Jiménez

© La presente obra ha sido registrada por LEYER Editores. En consecuencia, las características internas y externas de esta publicación, su denominación comercial y marcas son de su exclusiva propiedad. Queda, por lo tanto, prohibida la reproducción total o fragmentaria de su contenido, así como la utilización de alguna de dichas características que puedan crear confusión en el mercado.

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A Mariana, Santiago y Susana, mis pequeños nietos y Bisnieta;

Con inmenso amor.

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ÍNDICE GENERAL

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Capítulo I DERECHOS HUMANOS Y JUSTICIA PENAL

1. Finalidad del proceso penal ............................................................... 11

2. Los derechos humanos y la justicia penal ........................................ 14

3. La captura ............................................................................................. 16

4. La incomunicación ............................................................................... 18

5. Violación del derecho a la honra ....................................................... 20

6. La tortura .............................................................................................. 21

7. Las pruebas secretas e ilícitas ............................................................. 24

8. La detención preventiva ..................................................................... 29

9. El principio de igualdad ante la ley .................................................. 35

10. El derecho de defensa ....................................................................... 38

11. Las penas ........................................................... ; ................................. 41

12. Bibliografía ......................................................................................... 48

Capítulo II LA JUSTICIA PENAL DESPUÉS DE LA CONSTITUYENTE

I. La comisión especial legislativa ......................................................... 53

II. El Decreto 2700 de 1991 ...................................................................... 54

III. Los Decretos 1155 y 1156 de julio 10 de 1992 ................................. 54

IV. La Ley 15 de 1992 ............................................................................... 54

V. El Decreto 264 de febrero del1993 ................................................... 55

VI. La Ley 81 de 1993 .............................................................................. 55

VII. La Ley 600 de 2000 ( C.P .P.) ............................................................. 56

VIII. El Acto Legislativo 003 de 2002 .................................................... 56

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La justicia penal

IX. El Acto Legislativo 002 de 2003 y la Ley que'l~ desarrolla (Estatuto Antiterrorista) ................................................. 57

X. La Ley 890 de 2004 ............................................................................... 57

XI. La Ley 906 de 2004 (C.P.P.) .............................................................. .57

XII. La Ley 1142 de 2007 .......................................................................... 62

XIII. Conclusión ............................... , ........................................................ 65

Capítulo III MEMORIAS DE UN CONSTITUYENTE SOBRE LA JUSTICIA

Memorias de un constituyente sobre la justicia ................................... 67

Capítulo IV LA JUSTICIA, EL DERECHO Y EL AMOR

La justicia, el derecho y el amor ............................................................. 87

Capítulo V AL TERNA TIV AS A LA PRISIÓN

1. Introducción ................................................................................ .-....... 105

2. Alternativas a la prisión ..................................................................... 112

a) Medidas compensatorias .............................................................. 112

b) La multa .......................................................................................... 115

e) La probation ...................................................................................... 118

d) La suspensión condicional de la ejecución de la pena ............. 124

e) La libertad condicional .................................................................. 129

3. Otros sustitutivos de la pena y la detención preventiva ............... 133

Capítulo VI LA JUSTICIA

La justicia ................................................................................................. 13 7

Capítulo VII EL DOLOR DE UNA INJUSTA CONDENA

El dolor de una injusta condena ........................................................... 147

IV

Índice general

Capítulo VIII LA AUDIENCIA DEL SIGLO

La audiencia del siglo ............................................................................ 157

Capítulo IX CREDO SOBRE EL DERECHO Y LA JUSTICIA

Credo sobre el derecho y la justicia ..................................................... 165

Capítulo X EL ABOGADO Y LA JUSTICIA

El abogado y la justicia ......................................................................... 171

Capítulo XI LA JUSTICIA EN LA LITERATURA JUDICIAL

La justicia en la literatura judicial ....................................................... 181

V

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PRÓLOGO

Si la justicia penal ha estado tan compenetrada en mi vida, desde estudiante de derecho en cargos judiciales, en gratísimas investiduras de fiscal y de juez, en las cátedras, libros, congresos, conferencias, ensayos, comisiones redactores de códigos penales y de procedimien­to, en estrados judiciales ejerciendo la profesión, nada más placentero espiritualmente que la publicación de este libro sobre dicho tema.

Se trata de una selección de ensayos y conferencias que tuvieron su expresión en determinados momentos de mi vida, pero todo bajo el hilo conductor de la justicia penal. En sus páginas ha quedado el re­gistro de una constante en la lucha por el derecho y la justicia, para que el primero sea justamente creado por el legislador, y la segunda, para que los jueces la administren, cumpliendo el sabio precepto de dar a cada uno lo suyo, según se proclamó desde el antiguo derecho romano.

Pero al recrearme en esos temas, también he sentido la indigna­ción por la forrna injusta como a veces se administra la justicia penal, o como se legisla atropellando deliberadamente la conciencia jurídica de una nación, o como las altas Cortes, con ser las guardianas de la integridad y supremacía de la Constitución, la violan en el ejercicio de la altísima dignidad de su investidura.

El libro tiene también un denominador común, una idea que se refleja en la totalidad de sus páginas, como es la defensa de los Dere­chos Humanos, porque sin el respeto a estos, las leyes serán inicuas y las sentencias judiciales contrarias a los valores eternos que tutelan la dignidad del hombre.

Además, por el honor de ser uno de los coautores de la Carta Polí­tica del 91, como testigo de excepción me duelo en estas páginas, no solo de las batallas jurídicas que fue necesario librar en el seño de la Asamblea Nacional Constituyente para evitarle a Colombia una Constitución de corte fascista que se nos quiso imponer, sino tam­bién por los memoriales de agravios que hemos tenido que escribir

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La justicia penal

después de su promulgación, no solo para defe~~erla, sino para cen­surar a quienes desde todos los poderes la han violado y la siguen violando, cuando lesionan los derechos fundamentales del hombre.

Claro que aquí hay un claro reflejo de mi pensamiento sobre los valores que son la razón de ser del derecho y de la justicia y por los cuales he luchado con impaciencia y suma devoción. U no de esos valores es el respeto por la libertad individual dentro del proceso pe­nal, para no privar de ella sino cuando sea absolutamente necesario. Aquí doy testimonio de ello, para confirmar las tesis defendidas en comisiones redactoras y en mis libros.

En estas páginas también subyace un clamor de justicia, como en el epígrafe en otro libro mío de esta misma Casa Editorial:

No basta ser un juez sabio, conocedor de las intimidades de la ciencia jurídica, profundamente versado en la doctrina de autores y jurispruden­cias de tribunales, sino que también le es indispensable tener muy arrai­gado el sentimiento de la justicia, firmemente acendrada la excelsa virtud de la equidad Esto último no se aprende en los códigos, ni son enseñan­zas explícitas que le surninistran las leyes que deben aplicar, sino que son mandatos morales de la conciencia, principios eternos que se embellecen y dignifican cuando se tiene que ejercer ese poder inmaterial y grandioso de JUzgar.

VIII

Capítulo I DERECHOS HUMANOS Y JUSTICIA PENAL*

* Del libro Lecciones de Derecho Penal Procedimiento Penal y Criminología. (Homenaje a la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia B?livariana .en su 75° aniversario). Biblioteca Jurídica Dike, Medellín, 2011. (Coordmador: Ricardo Molina López).

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El tema de los DERECHOS HUMANOS Y JUSTICIA PENAL, tiene para nosotros una significación especial, por la amarga experiencia que nos ha tocado vivir en nuestra propia patria. Es así como apoyados en simples razones de Estado y en la nefasta filosofía de la Seguridad Nacional, nuestro ordenamiento jurídico en el campo penal y proce­sal penal, se ha visto en épocas no muy lejanas, afectado en forma muy sensible por la violación sistemática de los Derechos Humanos en virtud de legislaciones especiales de Estado de Sitio y Estados de Conmoción Interior. De ello ha resultado que los principios rectores en uno y otro de esos campos del Derecho han sido menoscabados y desconocidos con el pretexto de luchar contra cierto tipo de delin­cuencia y de restablecimiento del orden público.

Pero ya a nivel general, porque los problemas que incumben al Derecho y a la Justicia son universales, no sólo por las influencias que unas legislaciones traen sobre otras, sino porque los correctivos al delito tienden a unificarse, conviene entonces un análisis tanto sobre las consagraciones normativas como de las situaciones de hecho que por sí mismas entrañan una flagrante violación de los Derechos Humanos. El balance final será completamente desolador, no obstan­te que la lucha por esos derechos ha sido una constante de la huma­nidad hasta estos umbrales del tercer milenio. En todas partes y en todas las épocas de la historia, el hombre ha sido sometido a vejáme­nes por su semejante. Ha habido dictaduras, despotismos, tiranías que han ensombrecido la vida de los pueblos, que han arrasado con todos los valores de dignificación de la persona humana, y, que inclu­sive han pretendido hasta el exterminio de un pueblo, de una etnia, de un partido, de la oposición política, etc.

La mayor afrenta que en dicho sentido ha sufrido el género huma­no, fue en la Segunda Guerra Mundial, cuando a nombre de una tenebrosa ideología se buscó el criminal holocausto de un pueblo. Ha sido esa la época más oscura y terrible que ha presenciado la humani­dad, cuando se multiplicaron los campos de concentración como antesalas infernales de las cámaras de gas y de los hornos crematorios,

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La justicia penal

para en los más horripilantes genocidios que recuerde la historia, hacer perecer allí a millones de seres humanos.

El recuerdo de ese horror contra la dignidad humana convocó al mundo libre, que reunido en una solemne asamblea, promulgó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la cual se plas­mó la filosofía de un nuevo orden, pero principalmente de un orden moral y ético para el estricto cumplimiento del mismo en el devenir histórico de los pueblos. Se dijo en ese entonces que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen como base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana. Se consideró que el desconoci­miento y el menosprecio de los Derechos Humanos ha originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad y que deben ser protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no sea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión. Por eso anotaba, con razón, EUSEBIO FERNÁN­

DEZ, que «la defensa de los derechos humanos fundamentales se pre­senta como un auténtico reto moral de nuestro tiempo, la piedra de toque de la justicia del Derecho y de la legitimidad del Poder (para muchos Estados, la simple mención de los derechos humanos les re­sulta, felizmente, un molesto compañero de viaje) y el procedimiento garantizador de la dignidad de los seres humanos contra todo tipo de alienación y manipulación (política, cultural, económica, etc.). Por estas razones no es extraño que, para muchos estudiosos de este im­portante y complejo tema, la teoría de los derechos humanos se pre­sente como «la plasmación histórica de las exigencias contemporáneas de justicia»I.

Enfocado el tema desde una perspectiva de la justicia penal, diría­mos que habría que recorrer un largo camino, ya que hablar de los derechos humanos en dicha dirección ha sido siempre motivo de re­flexión sobre los principios demoliberales que le han servido a la humanidad para enfrentar el delito y someter al delincuente. Su sola enunciación ya nos representa mentalmente la exigencia de un marco jurídico en donde esté garantizado el respeto por la dignidad humana

1 FERNÁNDEZ, Eusebio. "El problema del fundamento de los derechos humanos". En

Anuario de Derechos Humanos, 1984, pp. 81-82.

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Derechos humanos y justicia penal

y la exclusión absoluta de cualquier procedimiento que entrañe un menoscabo de las reglas éticas y morales que deben regir la investiga­ción de los delitos, la captura, juzgamiento y condena de los culpables del hecho punible.

Pero es evidente que mientras en otros campos de la ciencia de los delitos y de las penas, los tratadistas se entregan al análisis frío y es­quemático de las normas que someten a una especie de disección ju­rídica, el derecho procesal penal apunta más al hombre que real o presuntamente ha violado la ley penal. Y apunta hacia él, pero no para caracterizar fundamentalmente actos represivos en su contra, sino para reconocerle un sabio catálogo de derechos y notificarle las garantías que puede reclamar y servirse de ellas. Y cuando esto ocurre, es que estamos humanizando el derecho, le estamos suministrando una dimensión espiritual acorde con el destinatario de las normas, estamos realizando la verdadera justicia, para que en su nombre sepan los pueblos que ella es su garantía y su escudo en las vicisitudes de la vida.

l. Finalidad del proceso penal Nosotros entendemos que la finalidad del proceso penal no es, no

puede ser el jus puniendi del Estado, no es contra un culpable, no es para esclarecer . un delito, sino para establecer si se ha cometido un hecho previsto como punible, y en caso afirmativo, quién o quiénes son sus autores y partícipes, y si obraron o no dentro de alguna causal de justificación o inculpabilidad. El jus puniendi nace es con la sen­tencia condenatoria, no antes. De ahí que LORCA NAV ARRETE diga con absoluta propiedad que «al binomio: fin del proceso-imposición de la pena, es necesario contraponer la síntesis: proceso penal­derechos humanos»z. Podemos entonces decir que la finalidad del proceso penal no es evidenciar la norma sustantiva penal, sino garan­tizar la búsqueda de la verdad real o histórica. El fin del proceso penal no es la pena, ni establecer un culpable. Son más las veces que la in­vestigación sirve para definir que en la conducta investigada no se presentó la tipicidad del hecho, ni la antijuridicidad, ni la culpabili-

2 LORCA NAV ARRETE, Antonio María. Derecho procesal como sistema de garantías,

Madrid, 1988. p. 54.

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La justicia penal

dad, o que se trató simplemente, de un caso f~~tuito, de una fuerza mayor, de un caso de inimputabilidad o la no exigibilidad de otra conducta.

Con razón ha dicho RAMÓN BRIONES ESPINOSA3 que «no resulta rigurosamente cierto que el proceso tenga como única finalidad pes­quisar un delito y ubicar al delincuente para sancionarlo. Tiene tam­bién la de proclamar la inocencia, que no fue desmentida por las pruebas que se buscaron, de aquel que fue injustamente imputado por el error. El Estado como tal también tiene interés en que esa im­putación inmerecida se desvanezca».

Es también cierto que el cometido del derecho procesal penal es el de servir de instrumento legal para la efectividad del derecho penal material que busca como es obvio la restauración del orden jurídico quebrantado con la conducta punible. De donde resulta que esa dico­tomía a la que sirve nos presenta las dos hipótesis, la una, que tiende a la declaratoria de culpabilidad del procesado, y la otra, a la de su inocencia. Es que si el proceso penal es el mecanismo para la realiza­ción del derecho penal material, éste participa también de la misma filosofía del procesal, porque además de estructurar el hecho punible, es decir, la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad, tiene normas que excluyen la una o la otra. Todo depende de la conducta humana y de las pruebas que en su contra o a su favor haya logrado recoger el proceso penal, por lo cual no parece que fuera acertado lo dicho por eminentes juristas, con CARNELUTTI, FLORIÁN y MANZINI a la cabe­za, quienes sostienen que las normas de procedimiento penal deben considerarse fundamentalmente dirigidas al «castigo del culpable». Cuando lo cierto es que en los códigos de procedimiento penal siem­pre están previstas las normas para decretar una cesación de procedi­miento, cuando resulte comprobado que el hecho no ha existido, que el sindicado no lo ha cometido, o que la conducta es atípica, o que está demostrada una causal excluyente de antijuridicidad o de culpa­bilidad. Además, un código respetuoso de los derechos humanos del acusado, protector de sus garantías para el debido proceso que se le

3 BRIONES ESPINOSA, Ramón. (1974): "El procedimiento en Relación con laAntijuri-

dicidad y la Culpabilidad". Editorial Jurídica de Chile, santiago de Chile.

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Derechos humanos y justicia penal

ha incoado, debe consagrar normas en las que se obligue al instructor investigar tanto lo que pueda perjudicar al acusado, como lo que pueda favorecerlo, a establecer tanto las circunstancias de agravación punitiva, como las que tiendan a atenuar su acto o a eximirlo de toda responsabilidad, en síntesis, a practicar todas las pruebas que puedan conducir tanto a una condena como a una absolución.

Si el proceso penal puede llevar tanto a una sentencia condenatoria como a una absolutoria, al declarar la inocencia o la culpabilidad, no podría entonces decirse que su finalidad sea la de declarar la punibili­dad del acusado. La ecuación proceso-pena resultaría ser una herejía jurídica, una escandalosa tesis procesal en pugna con el ideal demo­c~~tico y liberal que debe regir la filosofía procesal penal. Contra po­Siciones de esa naturaleza se rebela BETTIOL cuando dice:

«El origen del proceso penal no está en la defensa social sino en la necesidad de la defensa del derecho. Y en tal contraposición radican dos concepciones opuestas del pro­ceso, porque la defensa de la sociedad podría en ciertos ca­sos llevar a legitimar incluso la violación del derecho indi­vidual albergando el peligro enunciado salus publica su­prema lex est, lo que en el derecho penal no puede conce-derse porque sustituyéndose el dominio de la utilidad al dominio. (que es el solo legítimo) de la justicia, conduce las leyes a ·la violencia: mientras que por el contrario la fór­mula defensa del derecho no admite posible esto. Bajo tal aspecto, el proceso penal puede, por tanto, entenderse como instrumento de tutela de los valores éticos (Justicia) sobre los que el derecho reposa. Quitados de en medio estos valo­res éticos, el proceso puede terminar en el arbitrio y en el error»4.

Como de lo que se trata realmente es de los «fines del proceso» y no del «procedimiento», el estudio de dicho aspecto ha sido muy pro­lífico en la doctrina, buscando con ello señalar los caminos precisos que le corresponden. Dicho principio en su elaboración legislativa tendría una clara tendencia represiva, desconocedor por lo tanto de

4 BETTIOL, Giusseppe. "Instituciones de Derecho Penal y Procesal", Bosch Casa Edi­

torial, Barcelona, 1977, pp. 181-182.

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La justicia penal

toda la filosofía en que se inspira el derecho procesal penal moderno, si únicamente se contentara con expresar que la «finalidad del proce­dimiento es la efectividad del derecho penal material». Pero aún den­tro de este restrictivo concepto que fuera, en sus alcances generales habría también que considerar toda una serie de tutelas jurídicas que deben mantenerse presentes en la mente del instructor y del fallador. Estas tutelas tienen que ver fundamentalmente con la estructura del delito, con los elementos que le configuran, como los de tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. Los tres representan una garantía fun­damental, por cuanto se necesita la concurrencia de todos para poder dirigir un reproche penal al procesado y hacerle pasible de una pena prevista en el ordenamiento jurídico. De ahí que las leyes deban prohibir dictar sentencia condenatoria sin que obre en el proceso prueba que conduzca a la certeza del hecho punible y de la responsa­bilidad del procesados.

2. Los derechos humanos y la justicia penal Cuando entremos en detalles sobre las diversas formas que en la

justicia penal se violan permanentemente los derechos humanos, ten­dremos que aceptar que en este campo permanecemos todavía en las oscuras épocas de la Inquisición. Empezando por los mismos legisla­dores, bien sean los ordinarios bajo un régimen auténticamente de­mocrático, o sus gobernantes en los Estados de Excepción, lo mismo que los organismos secretos del Estado, la Policía Judicial, los funcio­narios de instrucción y de conocimiento, todos tienen un momento en el que pueden atentar contra los derechos fundamentales del pro­cesado. Los unos, en la elaboración misma de las leyes, cuando al hacerla desconocen los principios elementales del debido proceso, cuando restringen indebidamente las esenciales garantías procesales, cuando, en síntesis, con abuso del poder, legislan en contravía de la dignidad humana y las libertades públicas. Y los otros, cuando cum­plen la misión que se les ha encomendado de recaudar las pruebas frente a la notitia criminis, instruir el respectivo proceso penal y to­mar las decisiones judiciales que el caso amerita. Por eso, la justicia

5 LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. Tratado de Derecho Procesal Penal, Tomo I, Edit.

Temis, Bogotá, 1989. p. 65.

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Derechos humanos y justicia penal

penal que se imparte es con inusitada frecuencia una justicia violato­ria de los derechos humanos y que por lo mismo se convierte en es­candalosa injusticia, en abuso del derecho, en la arbitrariedad a nom­bre de la Ley, en el atropello judicial a los principios que trazan los derroteros para decidir sobre la conducta humana sometida a un jui­cio penal.

IGNACIO BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE, en un juicioso ensayo ha conceptuado:

«La garantía de los derechos humanos en todas las foses por las que transcurre el sistema penal constituye, sin du­da, un criterio político criminal bdsico. La asunción del mismo responde a un determinado punto de partida ideo­lógico, aquel que propugna un modelo social personalista, esto es, de orientación hacia el individuo, de consideración del Estado como instrumento al servicio de la persona, co­mo medio para lograr la vigencia real de los denominados derechos humanos y no a la inversa, de entender que el individuo y sus derechos solamente tienen sentido dentro del Estado, que adquiere una consideración autónoma respecto a aquellos que le integran»6.

A veces los pueblos, a través de sus legisladores, reaccionan contra los sistemas penales inicuos, contra los códigos de corte fascista, con­tra las leyes violatorias de consagrados derechos y principios para la debida aplicación de la justicia penal. Se crean así grandes ilusiones sobre un restablecimiento del Estado de Derecho, cuando inclusive la misma Carta Fundamental del respectivo país eleva a rango constitu­cional determinadas garantías procesales para proteger en mejor for­ma los derechos del acusado. Muchas veces para alcanzar ese punto de avanzada jurídica fue menester esperar muchos años, escribir infi­nidad de libros contra el sistema, crear desde la Universidad y los medios de comunicación una conciencia jurídica sobre la necesidad de una reforma, para al final de todo ello, lo alcanzado, lo conquista­do normativamente no trascienda mayor cosa en la aplicación de la

6 Cfr. BERDUGO GÓMEZ DE LA TORRE, Ignacio. "Derechos Humanos y Derecho Pe­nal": en Nuevo Foro Penal, No 39, Edit. Temis, Bogotá.1988, p. 43.

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La justicia penal

ley, bien porque a través de un control constitucional se tergiversen las conquistas jurídicas alcanzadas, o porque los jueces reacios a la

· nueva filosofía, se empecinan en no prohijada, en continuar apegados a las caducas interpretaciones legales, en seguir apuntalando un pro­ceso penal reñido con todas las tutelas promulgadas para la protec­ción de los derechos del procesado. Tiene razón entonces EUGENIO

RAÚL ZAFFARONI, cuando dice:

«Es absurdo pretender que los sistemas penales respeten el principio de legalidad, el de reserva, el de culpabilidad, el de humanidad y, sobre todo, el de igualdad, cuando sa­bemos que, estructuralmente, estdn armados para violarlos a todos. Lo que puede lograrse -y debe hacerse- es que la agencia judicial ponga en juego todo su poder en forma que haga descender hasta donde su poder se lo permita el número e intensidad de esas violaciones, operando como contradicción dentro del mismo sistema penal y obtenien­do de este modo una constante elevación de los niveles de realización operativa real de esos principios»7.

Veamos ahora cómo esos principios de que habla ZAFFARONI, y otros de igual y mayor importancia y que pueden catalogarse dentro de los derechos humanos, se violan en todas partes del mundo. Baste con hacer un recorrido por todas las etapas del proceso, desde la cap­tura del presunto autor o partícipe del hecho punible, hasta la provi­dencia judicial en que se profiera una absolución o condena. En cada uno de dichos momentos procesales existe el riesgo de una vulnera­ción de los derechos humanos, el peligro latente de un desconoci­miento de las garantías procesales, por lo cual, en uno y otro caso las consecuencias pueden ser sumamente graves, como la de un error judicial al condenar como culpable a un inocente.

3. La captura No se puede negar que esta medida cautelar debe cumplirse siem­

pre que se sorprenda a una persona en flagrante delito, y aun sin el

7 ZAFFARONI, Eugenio Raúl. "En busca de las penas perdidas. Deslegitimación y dog­mdticajurídico penat', 2a edic., Edit. Temis, Bogotá., 1990, p. 192.

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Derechos humanos y justicia penal

estado de flagrancia, en forma facultativa, cuando en virtud de indi­cios .qu~ ya figuran dentro de la investigación, hagan aconsejable im­partir dtcha orden. Pero lo grave es la proliferación de las órdenes de captura completamente arbitrarias, porque ningún motivo serio las justificaba, como cuando se cumplen sin el lleno de los requisitos de ley, por el talante simplemente abusivo del funcionario que imparte la orden, o como en los grandes crímenes, cuando la autoridad para simular eficacia en la investigación, o por darle satisfacciones a la so­ciedad ofendida con el delito, quiere mostrar «un culpable».

En todas esas circunstancias se le ha inferido un grave daño moral al capturado y a su propia familia. El estigma que ha recibido el pri­mero ante la sociedad, probablemente nunca se borre del todo, a pe­sar de su libertad posterior al declarársele completamente inocente de los hechos imputados. Pero cuando ello ocurra, ya las consecuencias perjudiciales se habrán producido, tal vez una bancarrota económica, la pérdida definitiva del empleo que ocupaba, la interrupción de los estudios de los hijos, la cesación en sus pagos, el repudio de la socie­dad, etc. Esa captura arbitraria ha producido ya una verdadera trage­dia moral y económica en el hogar y con dañinas repercusiones socia­les, de la cual quién sabe cuándo podrá recuperarse, según las secuelas que de diverso orden le haya dejado esa privación de su libertad.

Esas capturas que deliberadamente buscan ofender la dignidad humana, cuando para su cumplimiento se prefieren los lugares que más puedan afectar moralmente al capturado, como cuando innece­sariamente se realizan en su propio hogar, en su sitio de trabajo, en los precisos momentos en que se cumple una labor a la vista del pú­blico, constituyen un censurable desbordamiento del poder, una forma inicua de buscar la comparecencia del acusado ante la autori­dad judicial competente, cuando dicha medida pudo haberse tomado con más discreción, con más prudencia, con menos notoriedad pú­blica, sin inútiles despliegues de fuerza, ni uso de armas de corto y largo alcance, ni mucho menos con el acordonamiento de todo un sector residencial o industrial, con un pie de fuerza numeroso, para capturar a un conocido hombre público o a un indefenso ciudadano que de haber sido citados al despacho judicial, habrían comparecido en forma inmediata. Es juiciosa al respecto la advertencia de MANZINI:

«El magistrado moderno no debe seguir criterios ciega­mente policíacos, precisamente porque es magistrado. En

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esta materia debe ser guía el criterio de la necesidad: cuando el mandato de captura (facultativo) no aparece necesario por no haber motivo para la fuga del imputado o una actividad suya peligrosa para los intereses de la jus­ticia, no se le debe emitir. Si las cualidtzdes morales, no ya sociales del imputado son tales que den garantía de que se mantendrd obediente a las órdenes de la justicia y no ac­tuard contra los intereses de ella, el mandato de captura representaría una evidente injusticia y una absurd~ afl~­cación del principio de la igualdad ante la ley, prznczpzo que no hay que llevar hasta el absurdo de igualar a los desiguales»s.

4. La incomunicación Dicha institución es un remanente oprobioso de la tristemente cé­

lebre época de la Inquisición y de algunas legislaciones autoritarias y tiránicas del mundo moderno. La incomunicación de los acusados de un delito se ha tenido como sistema legal para preservar la investiga­ción de interferencias que podrían ser perjudiciales, pero en el fondo, es una tortura moral, física, sicológica con la cual se ha pensado siempre que es un buen recurso para lograr la confesión del reo. Esa incomunicación viola los derechos humanos, porque además de lo innecesaria que resulta para los fines de la investigación, generalmen­te se cumple en la forma que le haga sentir más al capturado la aflic­ción de la pérdida de su libertad, como cuando se le priva de los ser­vicios higiénicos más elementales, se le arroja a un calabozo en donde no se tiene ni el aire, ni la luz, ni el espacio suficiente para reposar, para dormir tranquilamente siquiera unas pocas horas, sin permitirle comunicarse con su familia o tener noticias de ella, sin posibilidades de continuar algún tratamiento médico que esté siguiendo. La pre­sencia de un abogado es allí una utopía, porque es precisamente el mayor celo que se pone en la incomunicación el de impedir el dere­cho de defensa desde el mismo instante de la captura.

En esas condiciones tan infamantes de la dignidad humana se deja al preso hasta el momento en que lo sacan a rendir indagatoria,

8 MANZINI, Vincenzo. Tratado de Derecho Procesal Penal Tomo III, Ediciones de Cultura Jurídica, Buenos Aires, 1987, pp. 583~584.

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cuando no es a torturarlo o desaparecerlo. Pero cuando es para some­terlo a dicha diligencia judicial, ya es una persona que ha perdido toda la serenidad espiritual y aplomo psíquico necesario para una indagatoria, ya que se encuentra desmoralizado, traumatizado, con ideas confusas sobre el drama que lo agobia, muchas veces sin saber la causa de su detención. En dichas circunstancias, es probable que las respuestas que suministre o las explicaciones que ofrezca no sean las más adecuadas, que por dicha causa se contradiga, aumentando con ello las sospechas en su contra. Bien lo ha dicho FERNANDO TOCORA

LÓPEZ, cuando al hablar de la incomunicación como un túnel corto pero suficientemente oscuro, expresa:

«Una gran deficiencia en el ejercicio del derecho de de-fensa reside en la oportunidad en que puede empezar a ac­tuar el apoderado, generalmente desde la indagatoria. Si tenemos en cuenta el período que transcurre entre la cap­tura y esa diligencia y las amplias facultades otorgadas a la policía, tendremos un túnel espacio oscuro y siniestro donde humanidad y dignidad resultan muchas veces lesio­nadas. La incomunicación del capturado se sumard a con-formar esta región inexpugnable en la que el Estado corta todos los hilos del ciudadano con su medio, dejdndolo a merced de gendarmes y carceleros. Es un túnel corto pero suficientemente oscuro para ejercer la coacción o propinar un castigo por la desviación, real o presunta. Se inaugura así un proceso con acusado disminuido e intimidado. Aunque no se ejerza violencia ni coacción, las tinieblas de la incomunicación y el aire enrarecido de los calabozos po­liciales ablandardn el espíritu del reo»9.

La inhumana medida que generalmente se cumple en las peligrosí­simas instalaciones oficiales de los organismos secretos del Estado, atenta igualmente contra el derecho de defensa, porque se le impide al incomunicado entrevistarse con el abogado que ha elegido para su defensa. Esta entrevista puede resultar muy necesaria y conveniente, bien para que el letrado vigile los términos para que el detenido sea

9 TOCORA LÓPEZ, Fernando. "Los procedimientos garantistas: sobre todo un modelo o­

ficial", en nuevo foro penal. No 43, edit.Temis, Bogotá, 1989, p. 64.

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remitido a los jueces o fiscales competentes, para hacer cesar la coac­ción a que pueda estar sometido, para librarlo de las torturas que puedan estarle ocasionando, y por qué no, para analizar con el dete­nido los términos de su próxima indagatoria. De todas maneras, hoy es consenso universal que la incomunicación absoluta es un procedi­miento atentatorio contra la dignidad humana, ya que no es sino una tortura moral aplicada a un hombre que está sujeto a la ley y, además, una coacción censurable hecha a nombre de la justicia1o. Con razón CLARIÁ OLMEDO la combatía, diciendo que la «incomunicación abso­luta significa un aislamiento total; esto no puede concebirse en nues­tros tiempos, ya que solamente significa una tortura moral del indivi­duo, que en nada favorece el propósito de las medidas coercitivas»11•

5. Violación del derecho a la honra Hay unas penas de diversa índole que se le imponen arbitraria­

mente al acusado desde el momento de la captura, y una de ellas es cuando se les obliga a posar para los medios de comunicación. Se violan entonces los derechos humanos cuando se le permite a la pren­sa hablada y escrita tomar fotografías y hacer tomas para la televisión, etc. Estos procedimientos completamente ilegales, están vulnerando en forma grave el derecho a la buena imagen, ya que desde el princi­pio de la actuación procesal, muchas veces sin haberse rendido siquie­ra la indagatoria, se muestra a todo un país o al mundo entero, a los presuntos responsables del crimen del momento. Muchas veces esto obedece a los afanes protagónicos de los investigadores que buscan la figuración ante la opinión pública en su supuesta calidad de expertos y hábiles pesquisidores. Lo que además de no traer ningún beneficio para la investigación, lo que hace es perjudicarla, ya que poco valor probatorio serían los reconocimientos posteriores de esos capturados como presuntos autores del delito, después de haberlos visto en ima­gen a través de la televisión o de la prensa escrita.

El ideal sería entonces que la imagen de todo capturado sindicado de un delito, nunca se le permitiera a la prensa para. su divulgación

10 LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. "De la captura a la excarcelación", 3a edición, Edit. Temis, Bogotá, 1993, p. 50.

11 cLARIA OLMEDO, Jorge. Tratado de Derecho Procesal Penal Tomo V, Talleres Gráficos E.J .E.A. Buenos Aires, 1966, p. 268.

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pública, porque se trataría de una especie de pena social tanto para el sindicado como para su familia y personas estrechamente ligadas a él. Se trata de una sanción pública infamante y odiosa que no está, no puede estar autorizada por ninguna legislación civilizada del mundo. La justicia penal ningún provecho reporta de esa circunstancia, sino que por el contrario se convierte en injusta vengadora de un crimen, al extremar en contra del capturado todo el poder de su magisterio penal. Al respecto, TOCORA LÓPEZ ha dicho: «Sobre el punto de la dignidad, hay que preguntarse también si el procesamiento periodís­tico que se hace de los delincuentes convencionales, con fotografías de reseña judicial, que implican la reacción desproporcionada y mar­ginadora de su medio social, atiende al principio de humanidad, o se constituye en la base de una pena superior a la impuesta judicialmen­te. U na pena altamente infamante»I2. U na pena, agregamos nosotros, impuesta villanamente por un funcionario público, tanto para satisfa­cer la morbosidad de los medios de comunicación, como para que dicho funcionario mejore su propia imagen a costa de la mala imagen del capturado.

6. La tortura Lo primero que hay que decir es que toda persona que se encuen­

tre a disposición de la autoridad en calidad de capturada, por cual­quier razón que sea, es una persona inviolable en su dignidad huma­na, que merece todo el respeto en su condición de tal. Esa persona capturada es sagrada para la ley, así sea el más tenebroso de los delin­cuentes, así esté acusada de los más execrables crímenes. Aprovecharse del hombre indefenso, amilanado, constreñido, intimidado, que se encuentra en su miserable condición en un oscuro y nauseabundo calabozo del Estado, es la mayor cobardía de la autoridad, es el acto más abyecto de la fuerza pública cuando a este detenido se le somete a tormentos, se le condena a suplicios espantosos, se le tortura en el cuerpo y el espíritu, físicamente, psicológicamente, moralmente, cuando se le amenaza de males irreparables y terribles. En ese mo­mento el capturado y presunto delincuente, deja de serlo para conver-

12 TOCORA LÓPEZ, "Los procedimientos garantistas: Sobre todo un modelo oficial", en

Nuevo Foro Penal. No 43, Edit. Temis, Bogotá. 1989, p. 73.

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tirse simplemente en la víctima de un delito grave a manos de un verdadero y real delincuente disfrazado de autoridad pública.

U na buena solución para evitar esta violación de los derechos humanos en su forma de tortura contra los detenidos y por parte de la policía y de los organismos de seguridad del Estado, sería la de las prohibiciones constitucionales o legales de poder capturar por su propia iniciativa, a no ser que se trate de un estado de flagrancia, y que todo capturado que por cualquier circunstancia se encuentre a su disposición, deba remitirlo en forma inmediata, en el acto, en el tér­mino de la distancia, a las autoridades judiciales o de policía compe­tentes para conocer de la acusación que existiere en contra de dicha persona. Esta es otra razón muy poderosa para enjuiciar la institución de la incomunicación del detenido, ya que tan precaria situación a que es sometida la persona, hace propicia la utilización de la tortura, facilita en el tiempo y en el espacio, el que se cometan atentados y vejámenes morales y físicos contra el incomunicado. Son indudable­mente delitos que atentan contra los bienes jurídicos de la vida, de la integridad física y la dignidad humana.

Hace dos siglos que BECCARIA censuró tan vituperable procedi­miento con palabras que hoy siguen teniendo amarga vigencia, por­que la tortura es el sistema nefando que utilizan las policías secretas de todo el mundo:

«Una extraña consecuencia, que necesariamente se si­gue del uso de la tortura, es que al inocente se le pone en peor condición que al reo; pues si a ambos se les aplica el tormento, el primero lleva las de perder, ya que, o confiesa el delito y se le condena, o se le declara inocente, y ha su-frido una pena indebida. En cambio, el culpable tiene una posibilidad en su favor, toda vez que si resiste con firmeza la tortura, debe ser absuelto como inocente, con lo cual ha cambiado una pena mayor en otra menor. Por consiguiente, el inocente no puede mds que perder, y el culpable puede ganar»13.

13 BECCARIA, Cesare. De los Delitos y de las Penas. Edit. Temis, Bogotá, 1987, p. 24.

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En todo caso, el injusto penal que hay en la tortura, por los bienes jurídicos que vulnera, produce un mayor impacto en la conciencia social que el que puedan ocasionar la mayor parte de los delitos pre­vistos en el catálogo punitivo. Por ello la figura del torturador es to­davía más odiosa que la del mismo verdugo encargado de ejecutar la pena capital, por cuanto este es un oficio público atribuido por la ley, mientras que aquel realiza un hecho ominoso y depravado, sin justifi­cación alguna en ningún precepto legal o moral. Llegar al esclareci­miento de un delito, así sea el más pavoroso e indignante, apelando a tan repudiables procedimientos, no puede ser signo de tranquilidad en las decisiones judiciales, ni honroso título de éxito para sus autores que con dicha mácula se hacen indignos colaboradores de la justicia. Con ello pierden toda autoridad moral para seguir ostentando una investidura oficial, la que por el mismo acto cometido debería trans­mutarse en la del presidiario. Tratar de penetrar así en el santuario del alma, en el templo de la conciencia, en la intimidad del corazón del ser humano, es uno de los actos más proclives del hombre, por sí solo suficiente para cubrirlo de infamia y de baldón por el resto de su vida. Desde luego que la tortura más grave es la que se ejerce contra la integridad física de la persona, ya que por medio del dolor, del insoportable sufrimiento físico, se busca que la víctima se debilite en sus frenos inhibitorios, pierda toda su capacidad de control de sus ideas y sus pensamientos, para que al final, vencido, agotado, sin re­servas para seguir soportando la cruel iniquidad, diga todo lo que sus torturadores y verdugos quieren que «confiese»14.

No podía faltar FRANCESCO CARRARA, como defensor apasionado del respeto por los derechos humanos en la justicia penal, para decir­nos:

«La mds bdrbara, execrable e indigna de las sugestiones reales, es la tortura, pues, al someter a tormento al interro­gado, se presupone que sabe lo que dice que ignora; se pre­supone verdadero lo que niega; se le presupone culpable; en una palabra, se presupone como ya probado, lo que toda-

14 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. Derechos Humanos y justicia Penal, Edit.

Temis, Bogotá, 1988, pp. 306-307.

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vía es objeto incierto de investigación. Ad~mds, se somete al mal grave y efectivo de los tormentos a un hombre de quien todavía se duda si es inocente o culpable, o si sincero o mendaz en las declaraciones a cuya retractación quiere obligdrsele. En fin, se violan los preceptos de la ley natural porque se usa del cuerpo humano como de un instrumento para nuestros deseos»Is.

Hombres sometidos, en nombre de la justicia, a los peores tor­mentos físicos, al vejamen de los suplicios corporales, cuando se revi­ven las nefandas épocas de la Inquisición, en donde se ensayaron los métodos más espantosos y vituperables para obligar a las personas a confesar delitos que no habían cometido, o admitir la culpabilidad de los mismos. Esa crueldad, esa humillación al ser humano, ese escarnio a la libertad individual que mancha y ensombrece la conciencia del hombre, es la más degradante violación de los derechos humanos. Por culpa de esos verdugos, muchos inocentes han subido al patíbulo, o han sido aherrojados sin clemencia a las sórdidas prisiones conde­nados por los más abyectos crímenes. Por ello, la historia de la pena es, en parte, la historia de la infamia del hombre cuando ha querido buscar por ese camino tortuoso la verdad que no pudo resplandecer librementei6,

7. Las pruebas secretas e ilícitas

Si algo viola en forma directa los principios del debido proceso, el de lealtad entre las partes, el de contradicción, el de defensa, el de la publicidad, etc., son las pruebas secretas e ilícitas, las que atentan contra la dignidad del ser humano, las que tratan de invadir el secreto santuario de la conciencia, las pruebas que no se pueden controvertir sino en una etapa ya avanzada del proceso. La justicia penal no debe­ría transitar por estos vedados y perniciosos caminos inquisitoriales, ya que sus actos deben estar ceñidos a la más absoluta probidad y

15 CARRARA, Francesco. "Programa de Derecho Criminal, Parte General", Vol. II,

No 2, Edit. Temis, Bogotá.l957, p. 422. 16 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. "Derechos Humanos y justicia Penal", Edit.

T emis, Bogotá 1988, p. 264.

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ejercidos a la luz pública, para que no quede una sola sombra de sos­pecha de sus actuaciones.

Conocemos legislaciones, principalmente las que se promulgan en estado de sitio o dentro de los Estados de Excepción (como ha ocu­rrido en Colombia en los últimos años), en donde se consagra la re­serva de decisiones y pruebas judiciales hasta etapas posteriores de la investigación. Cuando la justicia no puede tener secretos, no puede jugar a los escondidijos, la justicia no puede esconderse en cajas de seguridad ni en las secretas gavetas de un juzgado o una fiscalía para que no las conozcan los abogados de la defensa. El proceso penal tie­ne que estar abierto a todas las partes que en él intervienen, para que sea totalmente transparente, imparcial, para alejarlo de toda sospecha, de toda duda, de todo interrogante. Las pruebas no se pueden ocultar hasta un momento en que ya pueda ser difícil controvertidas, bien porque no quedan espacios legales para ello, o porque dado el trans­curso del tiempo en que estuvieron únicamente bajo el conocimiento del funcionario judicial, desaparecieron los testigos que podrían des­mentirlas o se borraron las huellas que podrían dejarlas sin funda­mentación incriminativa alguna. Se trata por ello del más violento y agresivo atropello contra el derecho de defensa. Son los ardides de una justicia penal reacia al debate dialéctico, a la controversia proba­toria, a la confrontación de tesis opuestas.

Dentro de un auténtico Estado de Derecho es inconcebible que el proceso penal pueda dirigirse sobre la base del ocultamiento de prue­bas o de la práctica ilícita de las mismas. La verdadera seguridad jurí­dica que ofrezca un sistema probatorio afianzado en el debido proce­so, tiene que ser dándole la oportunidad a las partes de conocer las pruebas desde el momento mismo en que se produzcan, permitiéndo­les inclusive participar en su recepción.

Ya BECCARlA se había pronunciado contra estas desviaciones de la justicia de su tiempo, pero que hoy, después de más de dos siglos de haber escrito su pequeño tratado Dei delitti e delle pene, siguen pre­sentándose bajo gobiernos autoritarios y adversos al Estado de Dere­cho. Su pensamiento no admite dudas:

"Evidentes, pero consagrados desórdenes son las acusa­ciones secretas, y en muchas ocasiones admitidos como ne­cesarios por la flaqueza de la constitución. Semejante cos-

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tumbre hace los hombres falsos y dobles ... ¿Cudles son los motivos con que se justifican las acusaciones y penas secre­tas? ¿La salud pública, la seguridad y conservación de la forma de gobierno? ¿Pero qué extraña constitución es aqué­lla donde el que tiene consigo la fuerza, y la opinión que es mds eficaz, tema a cada ciudadano? ¿Pretende, pues, la indemnidad del acusador? Luego las leyes no le defienden bastante; y serdn de esta suerte los súbditos mds fuertes que el soberano. ¿La infamia del delator? Luego se autoriza la calumnia secreta y se castiga la pública. ¿La naturaleza del delito? Si las acciones indiferentes, si aún las útiles al público se llaman delitos, las acusaciones y juicios nunca son bastante secretos ... "t7.

Emparentado estrechamente con las pruebas secretas, tenemos la reserva de la identidad de los testigos de cargo a lo cual acuden algu­nas legislaciones, principalmente dentro de específicos procesos pena­les por las características o naturaleza de los delitos que se investigan. Esto, además de violar el principio de la igualdad ante la ley, el dere­cho de defensa, el principio de contradicción, es una odiosa normati­vidad que repugna lógicamente al Estado de Derecho y prostituye la filosofía que inspira las corrientes contemporáneas de un derecho procesal demoliberal.

Bien sabido es que la prueba testimonial está muy desacreditada dentro del proceso penal, por lo cual ha sido necesario vigilada muy escrupulosamente, controlarla, analizarla. De los contra interrogato­rios a los testigos de cargo y a los de inocencia, se han podido evitar infinidad de errores judiciales, como habría sido absolver a un culpa­ble o condenar a un inocente. Se podría decir que la mejor garantía que puede tener un procesado por los cargos que le hacen los testigos, es el contra interrogatorio que pueda hacerles el defensor del reo. Y si esto se prohíbe, es obvio que se está atentando contra el derecho de defensa y colocando al acusado en una situación sumamente desven­tajosa y perjudicial para enfrentar los cargos que pesan en su contra. Es que este derecho no está reconocido dentro del proceso penal por la sola circunstancia de existir un Defensor debidamente posesiona-

17 BECCARIA, Cesare. "De los delitos y las penas". Estudio Preliminar de Nódier A­

gudelo Betancur, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1994, p.p. 35-36.

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do, que presente alegatos de excarcelación, de preclusión de la ins­trucción, de cesación de procedimiento, de sentencia absolutoria, de inimputabilidad. N o. El verdadero derecho de defensa radica funda­mentalmente en poder hacer uso del principio de contradicción en todas las instancias y grados del proceso.

Para los países signatarios de los Pactos Internacionales de Dere­chos Civiles y Políticos aprobados por la ONU en el año 1966, resulta un compromiso muy solemne el no poder incluir en su normatividad jurídica la prohibición de interrogar a los testigos de cargo. Allí se dijo que todo reo que haya sido acusado de la comisión de un delito, tiene derecho a exigir que los testigos de cargo comparezcan al proce­so para ser interrogados por el procesado o su defensor. Es entonces un mandato internacional adquirido ante el mundo entero, es un compromiso moral ineludible ante la conciencia jurídica universal. Además nadie entiende cuál pueda ser la razón de política criminal, el motivo plausible desde el punto de vista de la justicia penal, para este interés por los testigos secretos. Al contrario, la justicia tiene que estar con los ojos abiertos y no vendados, no estar interesada sino en el descubrimiento de la verdad real o histórica, por lo cual debe descon­fiar mucho de esos testigos secretos, sin identidad dentro del proceso, que no puedan ser sometidos a un examen crítico a través de un in­terrogatorio sobre sus incriminaciones. Por eso, NÓDIER AGUDELO BETANCUR, en su profundo y jurídico estudio de la obra de BECCA­RIA, escribe:

''El autor sabía que la justicia escondida propicia la justicia corrompida; sabía de las delaciones secretas, de pruebas practicadas en la oscuridad de la noche, de la no exhibición de las pruebas, de los testigos premiados y nego­ciados, en fin, todas esas prdcticas opuestas a la forma de administrar justicia en un Estado republicano y, por el contrario, prístinas manifestaciones de tiranía: «¿Quién puede defenderse de la calumnia cuando estd armada del secreto, el mds fuerte escudo de la tiranía?»18•

De otra parte nadie puede poner en duda el pleno derecho del acusado a no ser sujeto de pruebas que atenten contra su dignidad o

18 AGUDELO BETANCUR, Nódier. Estudio introductorio de la obra "De los delitos y

de las penas", de Cesare Beccaria, Universidad Externado de Colombia. 1994, p. XXV.

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violen la intimidad de su conciencia. Todo esto viene a indicamos que para los fines que persigue el proceso penal son completamente inadmisibles los procedimientos y técnicas que atentan contra la con­ciencia del acusado, los que buscan socavar arbitrariamente su fuero interno, los que quebrantan su libertad para que guarde silencio o minan de algún modo su capacidad de resistencia para conseguir que confiese el hecho que se le imputa. Quienes así proceden no son los leales servidores de la justicia, los funcionarios íntegros al servicio de tan noble causa, sino indeseables personajes que bien se merecen el estigma de torturadores o verdugos. De esa manera es como más se desdibuja la fisonomía jurídica de una nación, se destruyen los perfi­les de civilización y cultura de un pueblo, los rasgos de identidad de una democraciat9.

El narcoanálisis o sueros de la verdad, el hipnotismo, la tortura fí­sica, moral o psicológica, son unos clásicos ejemplos de estas pruebas ilícitas que jamás deben consagrarse en un código, ni permitirse en la administración de justicia, por lo que bien vale la pena recordar el pensamiento de FLORIÁN, cuando dice:

« ... Con todo y ser así, antes que en la ley jurídica la li­bertad de los medios de prueba encuentra un límite en la ley moral y en la conciencia pública, razón por la cual no pueden aceptarse medios de prueba inmorales u obtenidos con procederes violentos»zo.

Como consecuencia procesal y jurídica de esta situación, es apenas de elemental lógica y justicia que los indicios de culpabilidad prove­nientes de una prueba expresamente prohibida, o que no siéndolo, sea inmoral, atentatoria de la libre voluntad y conciencia del imputa­do, deba rechazarse en forma absoluta para que no pueda servir de apoyo a una providencia privativa de la libertad o de imposición de una pena. HERNANDO DEVIS ECHANDÍA dice sobre el particular:

"Cuando por razones sociales, morales o de otra índole, la ley prohíba investigar un hecho, las pruebas que por

19 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. Tratado de Derecho Procesal Penal, Tomo 1,

Edit. Temis, Bogotá 1989, pp. 10-11. 2° FLORI.ÁN, Eugenio. "Elementos de Derecho Procesal Penal", Bosch Casa Editorial,

Barcelona.1967, p. 176.

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error del juez se practiquen sobre éste, quedan viciadas de nulidad, por objeto ilícito. Por consiguiente, el juez no puede reconocerle valor alguno al indicio que resulte de un hecho que la ley prohíbe castigar, ni a los indicios que si bien consisten en hechos cuya prueba estd permitida, tie­nen por objeto demostrar la existencia de otro hecho cuya investigación prohíba la ley" n.

En suma, una prueba ilegal o ilícitamente producida dentro del proceso penal, es irrelevante probatoriamen-· te. Sería una monstruosa contradicción de principios el que se pudiera hacer la declaratoria de ilegalidad o ilici­tud de una prueba, y al mismo tiempo pudiera ser aco­gida como tal en contra de la situación jurídica del procesado. En Colombia, con la nueva Carta Política de la cual honrosamente somos corredactores, se le pu­so punto final a cualquier eventual controversia sobre la materia, cuando se consagró que "es nula de pleno derecho la prueba obtenida con violación del debido proceso" (art. 29).

8. La detención preventiva Está fuera de toda duda que la medida cautelar de la detención

preventiva viola los derechos humanos. Un breve repaso sobre los argumentos que buscan justificarla, nos evidencia esa realidad como causa de muchos males en detrimento de la dignidad y el buen nom­bre de la persona humana:

a) Para impedir que se borren o alteren las huellas del delito. Si hasta dicho momento de resolverse la situación jurídica del imputado ha sido necesario privársele de su libertad, porque fue capturado en esta­do de flagrancia, o porque hubo confesión de su parte al momento de rendir su indagatoria, o porque los indicios en su contra resultaron ser graves y contundentes, una vez practicadas esas diligencias judicia­les sobre las huellas dejadas por el delito, ya no debería tener razón la detención preventiva sino en aquellos· casos de suma gravedad del

21 DEVIS ECHANDfA, Hernando. "Compendio de Pruebas judiciales", Edit. Temis,

Bogotá, 1969, p. 580.

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delito y cuando la prueba contra el sindicado ofreciere las mayores garantías de credibilidad.

b) Para asegurar el cumplimiento de la pena eventual. Fuera de re­presentar este argumento una flagrante violación al principio de la presunción de inocencia, lo invierte al presumir la responsabilidad penal, con lo cual se estaría corriendo el enorme riesgo de una deplo­rable injusticia, porque la sentencia podría llegar a ser absolutoria. Y en este caso, en forma injusta, si no también arbitraria, se habría mantenido en prisión al sindicado, quién sabe por cuánto tiempo, tal vez años, sometido a un inexcusable error judicial.

e) Para darle satisfacción a la sociedad y ejemplarizar. Es lo que ocu­rre con alguna frecuencia a raíz de aquellos crímenes que por su monstruosidad o por la calidad de las víctimas conmueven más hon­damente el sentimiento de la sociedad. Pero esto es convertir al sujeto de la relación procesal en un chivo expiatorio, en utilizarlo para darle tranquilidad a la opinión pública y entregarle así implícitamente el mensaje de que el delito no será amparado por la impunidad. Con­vertir al procesado de esa manera en un objeto que no interesa al pro­ceso penal, es desvirtuar en la forma más escandalosa los fines orto­doxos que debe perseguir toda investigación criminal. Por lo demás, no puede valerse de un acusado que puede ser inocente para dar un ejemplo a la potencial delincuencia, para convertirlo en objeto de intimidación a la sociedad, que aun siendo culpable, es un abuso de poder utilizar al hombre sometido a la autoridad judicial para buscar en otros la disuasión al delito.

d) Para evitar la reincidencia del detenido. Con este criterio, en ca­sos diferentes a los de la confesión libre y la flagrancia, se estaría su­poniendo tanto la autoría como la culpabilidad. Es una tesis peligro­sista, un determinismo criminológico que ninguna doctrina inserta en los principios garantistas del proceso penal puede aceptar.

e) Para asegurar la comparecencia del imputado al proceso. Esta po­sición podría ser defendida tratándose de la gravedad de ciertos deli­tos, con una prueba muy seria sobre autoría y culpabilidad y con fundados motivos de que el acusado en caso de ser dejado en libertad, se declararía en contumacia, se negaría a acudir a los nuevos requeri­mientos de la justicia. De ahí que CLARIÁ OLMEDO y ALFREDO VÉLEZ

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MARICONDE sostengan que "con razón dice JOFRE, de acuerdo con CARRARA, que la prisión preventiva se justifica sólo en las causas gra­ves, porque en las leves el procesado no tiene interés en la fuga, de manera que el peligro de esta es más imaginario que real: nadie aban­dona su hogar, su pueblo, el centro de sus afecciones y el medio al cual ha adaptado sus actividades, por el peligro de ser condenado a uno o dos años de prisión"22. De donde surge clamoroso el argumen­to contra quienes sostienen la otra tesis de que la detención preventi­va se justifica para evitar que el incriminado se fugue u oculte.

Tanto viola los derechos humanos la detención preventiva, que la mayoría de la doctrina la considera como una pena anticipada. De allí la censura de CARRARA, quien llegó a decir:

"Afirmo también que la excesiva precipitación para en­carcelar antes de la condena definitiva y el afdn tan gran­de de hacerlo, por simples sospechas a veces levísimas, son una poderosa causa de desmoralización del pueblo. Tal es la convicción que he adquirido desde hace cuarenta años. La custodia preventiva desmoraliza a los inocentes que por desgracia son víctimas de ella, y desmoraliza por naturale­za propia, y mds todavía, por la forma como es preciso efectuarla "23•

Su carácter entonces aflictivo de pena se puede confirmar con el hecho de que la persona detenida preventivamente sufre en la prisión el mismo régimen a que están sometidos los condenados. Aunque no puede faltar en estos temas el oscurantismo de ciertas doctrinas que para defender el estado infrahumano de las prisiones, llegan a soste­ner que en ellas los detenidos pasan menos hambre, sufren menos frío, soportan menos incomodidades que muchos pobres de los cin­turones de miseria de las grandes y opulentas urbes. Son los amantes de la represión, los personeros de la iniquidad, los deshumanizados anfitriones de teorías que pasan por sobre la dignidad del ser huma-

22 ClARIÁ OLMEDO, Jorge y VÉLEZ MARICONDE, Alfredo. "Uniformidad procesal en América Latina". En: Temas de derecho penal colombiano. No. 9. Medellín: Colección Pequeño Foro, 1971. p. 63.

23 CARRARA, Francesco. "Opúsculos de Derecho Criminal", Vol. 1, Edit. Temis, Bo-gotá; 1976, p. 225.

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no, con tal que ello les reporte un grado más de tranquilidad en su existencia.

Por todo esto nadie puede escandalizarse porque se afirme que la detención preventiva viola los derechos humanos. Los viola en mayor grado cuando la libertad del procesado se ha restringido con exceso, sin necesidad alguna, con abuso del derecho, con notoria injusticia; lo mismo cuando en el cumplimiento de la detención preventiva no se observan las reglas mínimas de garantías a los reclusos. Estos dere­chos humanos quedan socavados igualmente, no sólo cuando sin una justificación procesal previa se vincula a una persona al sumario, en calidad de sindicada, sino también cuando sin los requisitos de ley se le priva de su libertad o se le niega el derecho a la excarcelación. En esta misma línea de violación, y por tanto del principio de libertad personal, se está cuando el juez mantiene su indiferencia absoluta ante la nula o precaria defensa del acusado, porque con ello se está poniendo en peligro su libertad. También hay violación cuando a las fianzas o las cauciones para poder disfrutar de la libertad se les da un perfil elitista, haciendo nugatorio el derecho a la libertad de los indi­gentes y de escasos recursos económicos, al paso que favorece a los que gozan de una buena fortuna24.

En aras entonces de la preservación de los derechos humanos de­ntro de la justicia penal, las legislaciones deberían tomar muy en serio la sustitución de la detención preventiva por otras medidas de mayor eficacia en la política criminal al respecto. Se deberían elevar al rango de instituciones procesales, la detención en el propio lugar de trabajo, la detención domiciliaria, el trabajo voluntario en obras de interés social, las excarcelaciones, la conciliación mediante indemnización de perjuicios, en aquellos hechos punibles que lesionan un interés jurídi­co más privado que público. Las lesiones personales, aún las que de­jan secuelas de perturbaciones funcionales o pérdidas de órganos o miembros y hasta delitos contra el patrimonio económico en los que la víctima estaría más interesada que le cubrieran el valor de lo hurta­do o aprovechado ilícitamente o a que le indemnizaran todos los da­ños y perjuicios ocasionados con el delito. Sería una plausible política

24 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. Tratado de Derecho Procesal Penal Tomo I, Edit. Temis, Bogotá, 1989, p. 27.

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criminal que además de enderezarse a la restitución del derecho vio­lado y provocar el arrepentimiento del acusado, vendría a favorecer a la víctima que no estaría tan interesada que el autor del hecho fuera a la prisión.

Esta situación tanto ha preocupado a ALESSANDRO BARATTA, que lo ha llevado a proponer lo siguiente:

c'En una concepción social del Estado, los derechos de las víctimas deberían ser cubiertos a través de un fondo económico adecuado, para que éstas no queden indefensas con respecto a la . mayoría de las situaciones delictivas en las cuales el sistema penal no ha logrado establecer respon­sabilidades individuales ni identificar a los autores de los delitos, o estos no tienen los recursos ni la voluntad de reparar" 25•

Frente a este tremendo drama de la detención preventiva, no pue­de uno menos que rebelarse contra el pensamiento de JIMÉNEZ DE

ASÚA cuando sostiene que basta con la demostración ue la tipicidad del hecho para poder detener al acusado. Y agrega que los juicios de valoración sobre la antijuridicidad y el de reproche sobre la culpabili­dad, no corresponden al instructor sino al juez o tribunal que dicta sentencia. Dice así:

c'El juez de instrucción debe limitarse, por un lado, a probar la existencia del tipo, como cardcter descriptivo, y a recoger, con escrupulosa imparcialidad, todas las pruebas sobre la característica antijurídica del hecho, y sobre la participación personal dolosa o culposa, del procesado, absteniéndose de valorar la primera, salvo en lo que toca a los elementos normativos y subjetivos de lo injusto inclui­dos en ciertos tipos legales, no pudiendo entrar en la se­gunda, que requiere un juicio de culpabilidad "26•

Lo anterior significa, ni más ni menos, la entronización de la res­ponsabilidad objetiva para privar de la libertad a una persona acusada de la comisión de un delito. De donde resulta que los juicios valorati-

25 BARATTA, Alessandro. Requisitos mínimos del respeto de los Derechos Humanos en la ley penal en Nuevo Foro Penal. No 34, Edit. Temis, Bogotá,l986, p. 428.

26 JIMÉNEZ DE ASÚA, Luis. Tratado de Derecho Penal Tomo III, Edit. Losada, Bue­nos Aires,1965, p. 931.

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vos sobre la antijuridicidad y la culpabilidad le estarían vedados al instructor para efectos de sostener una detención preventiva. Es decir, a contrario sensu~ que quien haya obrado en legítima defensa de su vida, honra o bienes, dentro de un evidente estado de necesidad o alguna de las causales de inculpabilidad, no podría alegadas ante el instructor para reclamar una excarcelación, sino que tendría que espe­rar hasta el pronunciamiento de la sentencia para que el juez le reco­nozca esa causal de justificación o de inculpabilidad. Situación abe­rrante, insólita, contra todo derecho y justicia, merecedora por lo tanto de ser calificada como kafkiana. Pensar que una persona que realmente no ha cometido el delito por el que se le acusa, porque en el reproche a su conducta no se pudo ofrecer la prueba de uno de los elementos del mismo, el de la antijuridicidad o el de la culpabilidad, sin embargo de lo cual tenga que perrnanecer muchos meses y hasta años en la prisión, porque sólo el juez de conocimiento en la senten­cia puede reconocerle esa circunstancia y absolverlo, es una mons­truosidad que atenta contra los derechos humanos.

A nuestro juicio es más ostensible la violación del principio de pre­sunción de inocencia cuando se priva de la libertad a una persona con base exclusiva en la tipicidad del hecho, o sea, en la presunta respon­sabilidad objetiva, que cuando se procede sobre juicios valorativos de antijuridicidad y de culpabilidad. Si ello no fuera así, habría que proscribir de los Códigos de Procedimiento las causales de excarcela­ción por la ausencia de estas circunstancias. En la primera hipótesis se estaría presumiendo una responsabilidad penal por la simple realiza­ción del hecho típico, no obstante obrar pruebas sobre la justificación del hecho o de la inculpabilidad, mientras que en la segunda hipótesis se estaría dentro de la misma presunción, de carácter transitorio, pero con fundamento en pruebas sobre probable antijuridicidad y culpabi­lidad. En este evento, indudablemente se garantiza en mejor forma la libertad individual y el derecho de defensa, por cuanto el sindicado, desde el mismo momento de la providencia privativa de la libertad en su contra, tiene la oportunidad de rebatir los cargos en dichos aspec­tos, bien para establecer una culpa en lugar de dolo, o para que se disminuya el grado de culpabilidad en la conducta dolosaz7.

27 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. "De la captura a la excarcelación", 3a edi­ción, Edit. Temis, Bogotá.1993, p. 169.

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Derechos humanos y justicia penal

9. El principio de igualdad ante la ley Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos se dijo

que todos son iguales ante la ley y tienen sin distinción derecho a igual protección de la misma. Es un principio universal que casi nun­ca falta en ninguna Constitución, en Pactos Internacionales sobre derechos civiles y políticos, en Convenciones y Tratados sobre reco­nocimiento y protección de los derechos humanos. Pero si miramos en la justicia penal lo que pasa, nos encontraremos que la desigualdad ante las leyes es lo que con mayor frecuencia se presenta.

Se pueden violar los derechos humanos cuando se legisla agresi­vamente y con ostensible aversión contra ciertos sectores de la delin­cuencia, como aquellos que más en peligro se mantienen de llegar al delito, por su sórdida existencia llena de apremios y necesidades. A esa familia pertenecen los acosados por el hambre, los que carecen de techo y abrigo, los que no tienen empleo, en fin, todos los abandona­dos a su suerte por la insensibilidad del Estado y la deshumanización de la sociedad. Contra esos infractores de la ley por atentar contra la propiedad privada, se reclaman airadamente penas severas, cuando lo que se debiera hacer es una política criminal de «protección al indivi­duo para no ser delincuente»zs. Con razón la famosa ironía de ANA­

TOLE FRANCE cuando hablaba de esa igualdad ante la ley que permite tanto al pobre como al rico pedir limosna en las calles de París o dormir bajo los puentes del Sena.

Condicionar en forma absoluta, por ejemplo, la concesión de un subrogado penal como el de la condena de ejecución condicional, al pago de perjuicios a la víctima o a los perjudicados con la infracción, consagra indudablemente una legislación elitista, porque permite al rico satisfacer en forma inmediata las exigencias de la ley, mientras que el pobre, por su precaria situación económica tendría que seguir en la prisión, de donde se desprende la desigual posición frente a la ley: El rico, por serlo, puede recuperar su libertad, mientras que el pobre, también por serlo, tiene que seguir entre rejas como prisione­ro. Por lo que vale la pena recordar a PIERO CALAMANDREI:

28 Cf. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. "Derechos Humanos y justicia Penal", Edit.

Temis, Bogotá, 1988, p. 261.

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"Para que no vacile la fe en la justicia~ tampoco debe ser admisible la sospecha de que la libertad personal de los humildes valga menos que la de los potentados; o que la justicia sea mds rdpida cuando se trata de arrestarlos a ellos y mds lenta en dejarlos en libertad, cual si para las familias de los pobres el encarcelamiento del padre no costa­ra~ mds que para los ricos~ hambre y dolor"z9.

El mismo fenómeno se presenta frente a la conciliación en el pro­ceso penal. Las legislaciones que lo permiten, para cierto tipo de de­lincuencia que generalmente no vulnera sino intereses privados, alla­nan el camino de la libertad del procesado si se llega a alguna tran­sacción económica con la víctima. Se trata de políticas criminales que tienden tanto a favorecer a los ofendidos con el hecho punible, como a permitir atenuar la gravedad del injusto por parte de su autor. Pero al igual que en el caso anterior, quien tiene expedito el camino hacia la libertad, es el rico que puede entrar en conciliación con la víctima, indemnizándole los perjuicios ocasionados, mientras que el pobre tendrá muy frecuentemente que quedarse en prisión hasta el total cumplimiento de la pena, muchas veces por un atentado contra el patrimonio económico cometido en estado de necesidad, pero que la justicia no se preocupó por establecerlo así. Juicioso entonces el crite­rio de BARA TTA:

"Por lo que respecta a los pobres~ la construcción dog­mdtica y la ley penal deben compensar su situación de des­ventaja~ teniendo en cuenta la real distribución de los es­pacios de alternativas de conductas en los grupos sociales y las causas específicas de inexigibilidad de comportamiento conforme a la ley~ debido a las situaciones de presión en las cuales se pueden encontrar los individuos pertenecientes a los grupos sociales mds débiles. Se trata~ en suma~ de inver­tir la dirección del impacto de los conceptos tradicionales de estado de necesidad y eximentes que~ como la mayoría de los conceptos de la dogmdtica penal han funcionado

29 CALAMANDREI, Piero. "Elogio de los jueces escrito por un abogado", E.].E.A., Bue­

nos Aires 1956, p. 241.

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Derechos humanos y justicia penal

hasta el momento beneficiando a los ricos y perjudicando a los pobres~ contribuyendo a reproducir las relaciones socia­les de desigualdad" 30

Con las fianzas o cauciones que generalmente se exigen para ga­rantizar una libertad condicionada, se violan los derechos humanos a la libertad, además de representar en la práctica, una odiosa desigual­dad ante la ley. Hay funcionarios judiciales que ante el perentorio mandato legal de una excarcelación, expresan su descontento con la medida liberatoria, exigiendo elevadas cauciones que muchas veces es consciente que el detenido no puede otorgar, por su difícil situación económica. Ello representa la arbitrariedad del funcionario, porque está impidiendo la realización de los fines de la ley. El preso pobre tendrá esta vez que quedarse también en la cárcel, mientras el rico puede cómodamente cumplir la exigencia de la caución y salir inme­diatamente en libertad. Por eso aconseja MARIO CHICHIZOLA:

"La fijación de la caución para el otorgamiento de la libertad o de la eximición de prisión debe ser fijada pru­dencialmente por el órgano jurisdiccional teniendo en cuenta no solo su finalidad sino también la situación eco­nómica del imputado~ para no exigir cauciones que por su monto puedan llegar a hacer ilusoria la concesión de los mencionados beneficios y dar lugar a una privación de la libertad o su prolongación que no resulten necesarias para cumplir el objeto que se persigue en el proceso penaf''3t.

La justicia penal también alienta la desigualdad ante la ley, cuando consciente o inconscientemente hace discriminaciones en la investi­gación de los delitos, según sean sus víctimas. El robo a un pobre no despierta la misma diligencia que el cometido a un rico. Y cuando se trata de homicidios, sí que se encuentran bien marcadas las diferen­cias, según sea la categoría social, económica, cultural, política de la víctima. Cuando el personaje es de nombradía por cualquiera de los títulos anteriores, todo el aparato estatal se moviliza para tratar de

30 BARATTA, Alessandro. "Requisitos mínimos del respeto de los Derechos Humanos en

la ley penat', en Nuevo Foro Penal. No 34, Edit. Temis, Bogotá.1986, p. 432. 31

LEVENE, Ricardo (h) (Coordinador), "Excarcelación y eximición de prisión", en Temas Penales, No. 1, Buenos Aires, Edit. Depalma, 1986, p. 22.

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descubrir y capturar a sus autores. Se nombran equipos especiales de investigadores, los cuerpos secretos del Estado rivalizan por tener éxi­to en el total esclarecimiento del delito, y los altos funcionarios judi­ciales o del gobierno emiten declaraciones públicas prometiendo que el crimen no se quedará impune, y que sobre sus autores se hará caer todo el peso de la ley. En cambio, por la muerte dolosa del pobre, la justicia marcha lentamente, sin afanes ni angustias investigativas.

De otra parte, cuando las mismas autoridades se convierten en jus­ticieros por su propia mano, o cuando los tenebrosos escuadrones de la muerte se arrogan el derecho de hacer lo que llaman "una limpieza social" ajusticiando a delincuentes, a sospechosos de actividades delic­tivas, a prostitutas, mendigos, dementes que deambulan por las calles, homosexuales, basuriegos, esos crímenes permanecen en la más indig­nante impunidad, por la inhumana insolidaridad que hacia las vícti­mas sienten las autoridades de todos los órdenes y jurisdicciones. En cambio, cuando se trata de extorsiones o secuestros extorsivos que afectan a las clases más adineradas, la justicia se vuelve otra vez elitis­ta, porque hasta se promulgan legislaciones especiales para castigar severamente esas conductas delictuosas, se crean jurisdicciones espe­ciales para la instrucción y conocimiento de dichos procesos y se ele­van las penas a tan altos niveles, que muchas veces conllevan a la pri­sión perpetua. Es tan clasista esta justicia en nuestro país, que en el procedimiento a seguir se restringen las garantías del debido proceso, los jueces, fiscales y magistrados que han de conocer de los respecti­vos procesos, lo mismo que los peritos y Policía Judicial, están preser­vados en su identidad, en lo que se ha dado en llamar la "justicia sin rostro", que es también mejor remunerada que la justicia llamada ordinaria.

1 O. El derecho de defensa Este es uno de los derechos que consagran las Constituciones y los

Códigos de Procedimiento, en virtud del principio general de la igualdad ante la ley. Pero resulta que sólo unos pocos pueden benefi­ciarse de él en forma real. Si se hiciera una encuesta dentro de la clientela de las prisiones, resultaría indudablemente que un poco por-

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Derechos humanos y justicia penal

centaje de los reclusos tienen su defensor de confianza, elegidos por ellos mismos. Se trata entonces de un derecho que en la mayoría de las veces no se puede ejercer y que no beneficia a la mayoría.

Hay muchas maneras de violar este derecho. Una de ellas es la de instruir el proceso penal a espaldas del acusado, para sorprenderlo en un momento ya bien avanzado de la investigación, cuando se han recogido en su contra el mayor número de pruebas y que por ello le resulte difícil controvertidas. Esto indudablemente viola los derechos humanos, porque sin un justo motivo se ha privado al imputado de especiales oportunidades para el ejercicio de su defensa, como presen­tar pruebas de descargo, establecer la falsedad de los testigos, los erro­res de los peritazgos, la parcialidad de la investigación, etc. Así queda­ría consagrada la arbitrariedad judicial, la deslealtad del juez hacia la propia administración de justicia, cuando es por su propia iniciativa que acuden a estos indebidos y censurables procedimientos. Que cuando es la misma ley la que los autoriza, como también el de dife­rirla controversia de la prueba para una etapa posterior del proceso, su calificativo no puede ser sino la de la iniquidad legislativa, la de un agravio a la propia dignidad de los jueces a quienes con disposiciones de esa naturaleza no se les puede investir de facultades para consumar atropellos judiciales de los cuales no puede quedar bien librada la imagen de la justicia.

La verdad es que los pobres que caen atrapados en las redes de la justicia penal, al no poder elegir un abogado de su confianza para que asuma su defensa, quedan muy desprotegidos en el ejercicio de sus derechos, cuando tienen que aceptar un defensor de oficio. Estos re­presentantes del reo casi nunca cumplen la sagrada misión encomen­dada, porque se desentienden de la causa al no interrogar los testigos de cargo, no solicitar y presentar pruebas, no impugnar providencias, no reclamar, en fin, los derechos y garantías del acusado. Por eso abundan los inocentes en todas las prisiones del mundo, por eso se producen tantas condenas injustas. En cambio, el procesado adinera­do, el potentado económico tiene la ventaja de estar asistido desde un principio por su propio abogado, quien por esa sola circunstancia ya tiene mayores probabilidades de una mejor defensa y con resultados más positivos. TOCORA LÓPEZ dice sobre la materia:

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"El derecho de defensa, por ejemplo, se ha visto seria­mente disminuido, particularmente para los desposeídos, a quienes se les suele designar un abogado de oficio o de po­bres, cuya actuación casi siempre es una parodia. La igualdad de las partes se desdibuja muchas veces en el cú­mulo de influencias que obran sobre policías, jueces, fun­cionarios subalternos, peritos y auxiliares de la justicia. El poder económico puede propiciar, en octzsiones, transac­ciones entre ofensor y víctima, ventajosas para quien no tiene la urgencia y el apremio de la necesidad La actua­ción selectiva de los cuerpos policiales y el órgano judicial con respecto a la extracción socioeconómica de los involu­crados en un hecho presunta o realmente delictuoso, ha atentado también contra el principio de igualdad. Así se van abriendo paso los medios ilegales de la coacción y la tortura que abonarán el terreno para el advenimiento de los procesos sumariales, cruentos y ocultos de los regímenes de seguridad naciona/"32.

Desde luego que la norma, en un acto soberano de justicia y respe­to por los derechos humanos, debe asegurar que esa garantía procesal no se torne ilusoria para quienes no están en capacidad económica de elegir una defensa técnica y letrada. En dichas circunstancias, el acu­sado deberá siempre estar asistido por un defensor de oficio o defen­sor público a cargo del Estado. De lo contrario no podría tener vi­gencia el principio de contradicción, ni estar garantizado el derecho de defensa, por lo cual el debido proceso resultaría viciado en sus más fundamentales garantías. Sería un proceso afectado de nulidad abso­luta, por falta de defensa. Por eso ha dicho don ÁNGEL OSSORIO:

"Constituye la defensa de los pobres una función de asistencia pública, como el cuidado de los enfermos menes­terosos. El Estado no puede abandonar a quien, necesitado de pedir justicia, carece de los elementos pecuniarios indis­pensables para sufragar los gastos del litigio "33.

32 TOCORA LÓPEZ, Fernando. "Los procedimientos garantistas: Sobre todo un modelo

oficial", en Nuevo Foro Penal. No 43, Edit. Temis, Bogotá 1989, p. 62. 33

OSSORIO, Ángel. "El alma de la toga". En Breviario para abogados. Bogotá. Leyer (s/f).p.145.

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Derechos humanos y justicia penal

Pero si se quisiera una prueba clamorosa sobre cómo el acceso a la justicia está más cerca de los ricos que de los pobres, lo tenemos en las últimas instancias que proceden ante los altos Tribunales. El re­curso de casación, por ejemplo, exige la ley que debe ser sustentado por abogado titulado, cuyo patrocinio obviamente no pueden tener sino los reos pudientes económicamente.

Si lo que hemos dicho atrás no constituyera más un imperativo moral que legal, querría decir que la justicia estaría más cerca y más pronta al lado de los poderosos que de los humildes, y que, como consecuencia de ello, los mecanismos procesales destinados a la de­fensa de la libertad individual resultarían más ágiles y expeditos en favor de los primeros que de los últimos 34• Es el summum ius, summa iniuria.

11. Las penas La pena viola los derechos humanos, cuando es la pena de muert~,

la de prisión perpetua, la de destierro; cuando es absolutamente retn­butiva; cuando por alguna razón no es necesaria; cuando no guarda proporción con el bien jurídico lesionado; cuando impide la resocia­lización del condenado; cuando no se permite redimirla por el trabajo y el estudio; cuando se impone sin la plena certeza de la autoría y de la culpabilidad del acusado; cuando ha sido la culminación de un proceso sin el ejercicio del derecho de defensa; cuando es el resultado de una justicia secreta; cuando, en fin, son penas crueles, degradantes e inhumanas.

Una pena que no pretenda la prevención especial del reo, es una pena inhumana e injusta. El Estado, por lo ~anto, a través d~ s~s ad­ministradores de justicia, no puede convertirse en el deposttano de una venganza pública contra el hombre que ha violado la ley penal. El acento retributivo de la pena ha quedado agotado dentro de la sentencia condenatoria, por lo cual, de ahí en adelante se trata del cumplimiento de la misma, pero en condiciones humanas, respetan­do todos los derechos de la persona como tal. Por eso ha dicho JUAN

FERNÁNDEZ CARRASQUILLA:

34 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. Tratado de Derecho Procesal Penal Tomo I, Edit. Temis, Bogotá, 1989, p. 55.

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"El poder jurídico estatal es fuego y la pena es en él el punto de mayor calor [. .. }. El fuego de la pena es social­mente necesario, pero no debe quemar mds de lo necesario. Sólo si se usa con ciertos criterios de moderación, pruden­cia, utilidad, necesidad y justicia, ese (o cualquier otro) fuego es útil y productivo. Los derechos humanos han de pesar en su papel de barrera externa de contención al in­manente y esencial de elemento interno autorregulador de la amplitud e intensidad del fuego punitivo estatal· y ello, no porque no cumpla la primera función, sino porque po­see aun rnayor capacidad de rendimiento y sin su introyec­ción el derecho anda al garete en busca de sus primeros fundamentos de justicia material y social" 35

Ingenuamente muchos legisladores consideran que el mejor ins­trumento jurídico para combatir el delito es elevando las penas en forma desproporcionada, lo que hacen, o implícitamente en un acto anticipado de venganza estatal contra el delincuente, o con la cando­rosa tesis de que con ello harán disuadir a los delincuentes en poten­cia. Pero eso no es más que un terrorismo de Estado enfrentado al terrorismo de los criminales, una batalla que muy frecuentemente ganan los últimos. Cuando lo importante de las penas es la certeza y seguridad en su aplicación y cumplimiento, y con ello, siendo justas, es suficiente para las pretensiones del jus puniendi del Estado. Para recoger y adaptar un pensamiento crítico de MANUEL DE RIVACOVA y RIVACOVA, diríamos que se violan los derechos humanos "gravando en forma inmisericorde las penas, sin proporción, muchas veces, con la entidad de los delitos respectivos, y proponiéndose con ellas un fin de intimidación, o sea, convirtiéndolas en arma de terror, que petrifi­ca a los hombres y preserva así el poder"36

Existe una conciencia universal que repudia en forma absoluta las penas crueles, degradantes e inhumanas. Sería extenso el catálogo de

35 FERNÁNDEZ CARRASQUILLA, Juan. "Los Derechos humanos como barrera de con­

tención)' criterio auton·egulador del poder punitivo". Nuevo Foro Penal. No. 39, 1988. p. 72.

36 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. "Derechos Humanos y justicia Penal", Edit.

Temis, Bogotá 1988, pp. 34 y ss.

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pronunciamientos que a nivel internacional se ha producido para demandar de los legisladores de todo el mundo excluir de sus códigos ese tipo de sanciones atentatorias de la dignidad humana. Al hombre pasible de una pena, no hay por qué hacérsela sufrir más allá de la naturaleza de la misma como privación de su libertad. Eso ya sería despotismo gubernamental, tiranía judicial, iniquidad institucional, perversidad penitenciaria o maldad humana. Castigos a pan y agua en aislamiento absoluto y en inmundos calabozos, indiferencia absoluta ante la inminencia de peligros contra la vida e integridad personal de algún recluso o mantenerlo en los lugares reservados a los aquejados de enfermedades contagiosas, son prácticas violatorias de los derechos humanos que no pueden ser en ningún caso parámetros en la ejecu­ción de las penas, como lo enfatiza ZAFFARONI:

"No caben en este sentido argumentos formales. Sería también inadmisible, por ejemplo, sostener que <<penas crueles» sólo pueden ser las que imponen los jueces en for­ma racional Sin duda que los jueces pueden imponer pe­nas crueles, pero no vemos la razón para considerar tales sólo a las que impone la jurisdicción y dejar por fuera del concepto las que no sólo imponen sino también ejecutan funcionarios del sector ejecutivo o subordinados que, por su mayor arbitrariedad y falta de forma son mds lesivas, mds peligrosas y mds inconstitucionales. Repugnaría a la racionalidad republicana que sólo se tomasen en cuenta como penas crueles las de los jueces y que quedasen fuera del concepto las que mds lesionan a la Constitución, a los ciudadanos y al prestigio del país"37

Pensando en las atrocidades que en las prisiones se cometen contra los reclusos, lugares en donde sólo impera el concepto de la pena co­mo castigo, como retribución, como un estar allí apenas para cumplir una sanción, haciéndola sentir aflictiva y traumatizante, todos los juristas de hoy debieran rebelarse, a la manera de BERISTAIN, para reclamar de las legislaciones en que haga falta, que la ejecución de las sentencias sea permanentemente vigilada por los mismos jueces que las pronunciaron. Dentro de dicha obligación podría estar la facultad

37 ZAFFARONI, Eugenio Raúl. "Las penas crueles son penas", Derecho Penal y Crimi­

nología. No. 47/48, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1992, pp. 31-32.

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de hacer cesar todo acto o situación infamante d~- que se haga víctima al condenado. Es una hermosa y dignificante lucha que se inició hace dos siglos con BECCARIA, se continuó con ROEDER, se prolongó con CARRARA, CONCEPCIÓN ARENAL y DORADO MONTERO, y que hoy se mantiene con encendida mística y renovado fervor con ANTONIO

BERISTAIN, quien ya finalizando este siglo, está sembrando afanosa­mente para el próximo la semilla de un derecho penal, con el pensa­miento puesto más en el hombre que en el delito, es decir, en un humanismo vivificador3s.

Y ya que tanto hemos citado a BECCARIA, recordemos su luminoso pensamiento sobre esta n1.ateria:

"Consideradas simplemente las verdades hasta aquí ex­puestas, es evidente que el fin de las penas no es atormen­tar y afligir a un ente sensible, ni deshacer un delito ya cometido. ¿Se podrd en un cuerpo político, que bien lejos de obrar con pasión, es el tranquilo moderador de las pa­siones particulares, se podrd, repito, abrigar esta crueldad inútil instrumento del furor y del fanatismo o de los débi­les tiranos? ¿Los alaridos de un infeliz revocan acaso del tiempo, que no vuelve, las acciones ya consumadas? El fin, pues, no es otro que impedir al reo causar nuevos daños a sus ciudadanos y retraer a los demds de la comisión de otros iguales. Luego deberdn ser escogidas aquellas penas y aquel método de imponerlas, que guardada la proporción hagan una impresión mds eficaz y mds durable sobre los dnimos de los hombres, y la menos dolorosa sobre el cuerpo del reo"39.

La pena no debe tener entonces otro fin distinto que el de la reso­cialización del condenado, el de rehabilitado para reinsertarlo en so­ciedad, el de estimularlo con un tratamiento respetuoso de su digni­dad humana en el cumplimiento de su pena. Por eso en las cárceles no pueden existir lugares de oprobio para castigos, ni éstos pueden

38 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ Hernando. "Derechos Humanos y justicia Penal", Edit.

Temis, Bogotá; 1988, p. 76. 39

BECCARIA, Cesare. "De los delitos y de las penas", Universidad Externado de Co­lombia. (Estudio preliminar de Nódier Agudelo Betancur), Bogotá, 1994, p. 30.

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consistir en la privación de los elementos necesarios para una decoro­sa subsistencia, como de la alimentación, del lecho para dormir, del aire, de la luz, del espacio físico, de la visita de sus familiares. Es de­cir, lugares en donde la persona humana no pierda sus derechos co­mo tal, sino aquellos que están supuestos en su condena. Por eso tampoco pueden existir como penas, la pena de muerte, la prisión perpetua, la de destierro, las que puedan sobrepasar la normal subsis­tencia del hombre. Son penas crueles, degradantes e inhumanas, principalmente la pena de muerte, en cualquier forma que se cumpla, bien mediante un pelotón de fusilamiento, de la horca, de la guilloti­na, del garrote, de la cámara de gas, de la silla eléctrica, etc.

Es una pena que no permite la rehabilitación del condenado, ni reparar el error judicial que se hubiera podido cometer, como cuando se condena a un inocente, error en que siempre ha incurrido la justi­cia de todos los tiempos. El sólo recuerdo de los tremendos e irrepa­rables errores judiciales que han estigmatizado a la justicia humana, ya es suficiente para pensar en el rechazo que debe despertar tan peli­grosa y cruenta medida, como lo enfatizaba VÍCTOR HUGO, cuando decía que la guillotina le recordaba a LESURQUES, la rueda a CA­

LAS, la hoguera a JUANA DE ARCO, el hacha a TOMÁS MORO y la cruz a JESUCRIST040

La pena de privación de la libertad, dentro de un auténtico Estado de Derecho y de una clara filosofía demoliberal del Derecho Penal, debe sufrir una revisión en sus fundamentos y en sus fines, para que resulte ser respetuosa de la dignidad humana y de los derechos fun­damentales del hombre. Si la sociedad, como se ha dicho, tiene los delincuentes que se merece, si son su propio producto, y si el Estado mismo en una u otra forma ha generado parte de esa delincuencia, por lo menos ese grado de culpa en la criminalidad de todos los días, los debería llevar a propiciar la humanización de las penas, a desarro­llar políticas criminales firmemente encaminadas a que las condenas se cumplan con el menor sufrimiento y aflicción posible de los reos. Eso no es sentimentalismo a ultranza, sino obedecer unos simples mandatos morales y a renovados sentimientos de humanidad.

4° Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. "El Derecho y la justicia': Ediciones Jurídi­cas Gustavo lbáñez, Bogotá. 1994, p. 393.

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La justicia penal

Por esto han luchado siempre los filósofos, l~s juristas, los crimi­nólogos, los sociólogos, etc. ZAFFARONI, por ejemplo, al hablar sobre el principio de respeto mínimo a la humanidad, ha dicho:

"Cuando a título de previsión abstracta o, en el caso concreto y por circunstancias particulares del mismo, la pena repugne a elementales sentimientos de humanidad, implique una lesión gravísima para la persona en razón de su circunstancia o agregue un sufrimiento al que ya padeció del sujeto en razón del hecho, la agencia judicial en función del principio republicano de gobierno, tiene que ejercer el poder de prescindir de la pena o de imponer­la por debajo de su mínimo legal lo que es jurídicamente admisible, puesto que puede ser supralegal pero intra­constitucional"41. Y BARATTA, al hablar sobre el principio de humanidad en la aplicación de las penas, expresa:

"Este principio prohíbe penas que violen el derecho a la vida y a la dignidad de cada individuo, en particular la pena de muerte y las penas que impliquen condiciones in­famantes de vida'~.

Pero para infortunio del derecho penal y de la ciencia penitencia­ria, para desengaño de las enseñanzas que en varios siglos hemos reci­bido sobre la humanización de las penas, en el mundo de hoy, dichas penas siguen siendo infamantes, crueles, degradantes e inhumanas. Son todos temas apasionantes y profundos de la justicia penal y que tienen que ver con la protección y respeto por los derechos humanos del justiciable, por lo cual nada más oportuno que recordar aCARRA­RA en sus protestas:

"Contra el empleo inútil e insensato de la detención preventiva, contra la mala fe y contra el fanatismo de los investigadores, contra las viles artes policíacas, disfrazadas de formalidades procesales y saludadas como prodigios de crítica judicial· contra los testigos anónimos u ocultos entre

41 ZAFFARONI, Eugenio Raúl. "En busca de las penas perdidas. Deslegitimación y dog­

mdticajurídico penal': 2a edic., Edit. Temis, Bogotá. 1990, p. 197. 42

BARATTA, Alessandro. "Requisitos mínimos del respeto de los Derechos Humanos en la ley penal': en Nuevo Foro Penal. No 34, Edit. Temis, Bogotá.1986, p. 424.

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Derechos humanos y justicia penal

bambalinas, o contra los testimonios pagados o recogidos sin suficientes precauciones; contra las confesiones arran­cadas mediante engaño o felonía, o mediante torturas ma­lignamente prolongadas en los calabozos; contra las coar­taciones de la defensa, o contra una defensa mutilada, atormentada, perseguida, o tardíamente concedida; contra las infamias de los confidentes y de los delatores premiados; contra la infidelidad de las actas; contra la falta de control de la investigación y la falta de sanciones suficientes que protejan la observancia sacramental del procedimiento; en una palabra contra toda esa selva salvaje de vejdmenes y de sistemas tirdnicos, que sin hacer mds cierto el castigo de los delincuentes, exponen a los hombres de bien a perennes molestias y a tremendos peligros"43

Y una justicia que se atreva a recorrer este tenebroso camino, es una justicia que no merece la credibilidad de la sociedad, ni la con­fianza en sus fallos, porque está inspirada en la iniquidad, fundamen­tada en el atropello y la arbitrariedad, una justicia que en su equivo­cado celo por luchar contra la delincuencia, no hace sino atentar con­tra lo más sagrado del hombre, como son sus derechos humanos. Bien ha escrito entonces el eminente tratadista y catedrático FER­NANDO VELÁSQUEZ VELÁSQUEZ, cuando al referirse a la potestad punitiva del Estado, invoca, entre otras peculiaridades, la de ser humana:

"Se le asigna este rasgo, pues, -como ya se dijo- , el De­recho Penal se inspira en el principio de la igualdad humana, verdadera columna vertebral del Estado social y democrdtico de derecho. Como se expresó entonces, este axioma mds general arropa dentro de sí el del respeto a la dignidad del ser humano, esto es, el imperativo en cuya virtud se debe preservar a toda costa la indemnidad personal o la incoluminidad de la persona como ser so-cial -principio de humanidad propiamente dicho- de tal manera que los medios utilizados por el legislador, para el caso, la pena, no atenten contra la dignidad concreta del individuo y se conviertan en un instrumento de someti­miento y ae desigualdad Ello explica, por supuesto, la

43 CARRARA, Francesco. "Opúsculos de Derecho Criminal", Vol. V, Edit. Temis, Bo­

gotá, 1977, pp. 17-18.

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prohibición de imponer sanciones penales,~penas y medi­das de seguridad) y de tratos crue!es, inhumanos y degra­dantes; la proscripción de la desaparición forzada; la erradi­cación de los apremios, las coacciones y las torturas, ( .. ) 44.

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44 VELÁSQUEZ VELÁSQUEZ, Fernando. Manual de derecho penaL Parte General. Bo­

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Capítulo II LA JUSTICIA PENAL DESPUÉS DE LA CONSTITUYENTE*

*Del libro Derecho penal y crítica del poder punitivo del Estado. Homenaje al profe­sor Nódier Agudelo Betancur, Bogotá, Grupo Editorial Ibáñez, 2013.

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No fueron fáciles las batallas jurídicas libradas en el seno de la Asamblea Nacional Constituyente para que en la Nueva Carta Fun­damental quedaran consagrados unos severos principios sobre tutela de los derechos fundamentales y garantías ciudadanas; que no son de ahora, sino que tienen una arraigada tradición de siglos, que están incorporados en los códigos y constituciones del mundo civilizado, por lo cual bien puede decirse que son patrimonio jurídico de la humanidad. Pero contra estas dignidades normativas, contra estas directrices del derecho y de la justicia se alzó la soberbia y despotismo del poder, la tiranía del legislador que ha buscado entronizar en la justicia penal la subversiva filosofía de la seguridad nacional y de las abusivas razones de Estado. Por ello, poco nos duró el tiempo de ufa­narnos con una Carta Política que había logrado rescatar el Estado de derecho y que respondía al pensamiento jurídico y filosófico de las más avanzadas corrientes liberales y democráticas del mundo con­temporáneo. Pero nos engañamos, porque ese grandioso telar donde se tejieron las normas del derecho para transformar nuestras institu­ciones y regir la. vida civil de la República, lo han convertido en un oprobioso instrumento de poder, en arma alevosa al servicio del más empecinado autoritarismo en nombre de la Constitución y de la Ley. Quisiéramos detenernos a profundidad en cada una de esas legisla­ciones, las cuales apenas enunciaremos, para reservar el espacio dis­ponible al análisis de las normas que han regulado la libertad dentro del proceso penal. Veamos, en síntesis, ese tortuoso camino legislati­vo:

l. La Comisión Especial Legislativa La rebelión jurídica contra la Carta Política la inició la Comisión

Especial Legislativa cuando al aprobarle al Ejecutivo por diez años más la legislación de Estado de Sitio en materias penales y de proce­dimiento, regresó en la letra y espíritu a la Constitución de 1886, derogada expresamente por la Carta del 91.

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11. El Decreto 2700 de 19,§1

Es el primer Código de Procedimiento Penal expedido después de la Constitución del año 91, el cual se caracterizó por su acento inqui­sitivo, con exceso en la restricción de la libertad individual, en contra deltnandato constitucional que abogó por un sistema acusatorio, uno de cuyos principios fundamentales es el de preferir la libertad del procesado. Dicho código se colocó frecuentemente en contravía de las corrientes jurídicas universales en dicha materia. Otro de sus fu­nestos excesos fue el de prohibir la libertad a las personas absueltas en primera instancia y en determinada jurisdicción. Por fortuna su vi­gencia jurídica fue efímera, porque fue derogado por la Ley 600 de 2000. Pero desde allí, en pleno albor de la Constitución del 91 em­pezó una barbarie legislativa en materias penales y de procedimiento que aún perdura con la normatividad vigente.

111. Los Decretos 115 5 y 1156 de julio 1 O de 1992 A sólo un añ_o de la proclamación de la Carta Política del 91, con

estos decretos amparados en la conmoción interior, abiertamente inconstitucionales, se violó directamente, entre muchos otros, el ar­tículo 29 de la Constitución en cuanto al derecho para todo sindica­do "a un debido proceso público sin dilaciones injustificadas". Para no suministrar sino un sólo ejemplo de barbarie jurídica y atropello a la libertad individual, se prohibió la libertad de las personas declaradas inocentes en primera instancia, esto es, cuando en los delitos de com­petencia de los jueces regionales se dicte preclusión de la instrucción, cesación de procedimiento o sentencia absolutoria.

IV. La Ley 15 de 1992 Contra toda una tradición procesal en el país, prohibió unas cau­

sales de libertad provisional vigentes. Tan violatorias de la Carta Polí­tica fueron esas prohibiciones, que la Corte Constitucional las declaró inexequibles. Sin embargo, el gobernante de turno, el doctor César Gaviria Trujillo, -en cuyo mandato se violó la Constitución del 91 más veces que durante los ciento cinco años de vigencia de la Carta Política del 86, de corte autoritario-, en abierto desafio de poder, dictó un decreto desconociendo dicho fallo. Lo hizo tan deliberada y

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cínicamente, que escandalizó al país diciendo: "No fui capaz de resis­tir a la tentación de hacerlo". ¡Un golpe de Estado contra la Corte Constitucional! Su olímpico desdén por la Carta Fundamental fue de tal magnitud que nunca pudo refutar con razón la gravísima acusa­ción que le hizo el Consejo de Estado, en su Sala plena y por unani­midad, de haber violado repetidamente la letra y el espíritu de la Constitución. Tan comprometido estaba en su conspiración contra la Carta Política, que llegó a expresar: "Ya no me emociona ni la poe­sía". Aquél fue un decreto represivo, autoritario e inconstitucional, para seguir su línea de conducta de alergia jurídica en todo su manda­to a las expresiones, libertad, excarcelación, debido proceso, presunción de inocencia, hdbeas corpus, derecho de defensa, etc. Para citar sólo un e~emplo, a los sindicados de delitos de competencia de los jueces re­gionales, sólo se les podía conceder la libertad por el cumplimiento de la pena o haber llegado a la edad de 70 años.

V. El Decreto 264 de febrero de 1993 Creó la odiosa figura del delator. U na institución tan perniciosa y

perjudicial dentro del proceso penal, que los grandes juristas, desde BECCARIA y FRANCESCO CARRARA, la enjuiciaron severamente en sus obras inmortales. Se llegó a tal extremo de protección legal de los delatores, que hasta se les garantizó que en ningún tiempo podrían ser objeto de investigación, ni de acusación por los delitos que hubie­ren confesado ante la justicia. Es decir, que por arte de magia legisla­tiva, el asesino, el terrorista, el narcotraficante, el guerrillero, el se­cuestrador, el extorsionista, quedaban ciudadanos de honor, sin man­cha judicial por los delitos relacionados en su testimonio, con tal de que se hubieran presentado a la justicia a dar cuenta de su conducta pero delatando a otras personast.

VI. La Ley 81 de 1993 ¡La barbarie legislativa! Inspirada en los Decretos 1156 de 1992 y

264 de 1993. Una sola frase basta para decirlo: Prohibió la libertad provisional para los declarados inocentes en primera instancia acusa-

1 Cfr. LONDONO JIMÉNEZ, Hernando. Yo acuso, Bogotá, Edit. Leyer, 1996, pág.

276.

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~os por delitos de competencia de jueces regi~nales. Se prohíbe la libertad por suspensión condicional de la ejecución de la sentencia, por preclusión ~e la investigación, cesación de procedimiento y sen­tenCia absolutona. ¡El horror legislativo! Y agregó la maldita ley, la prohibición de la libertad por exceso en las causales de justificación y por los delitos contra el patrimonio económico, cuando antes de dic­tarse sentencia se restituye el objeto material del delito o su valor o se indemnice por los perjuicios causados por el hecho punible. En la cornpetencia de los jueces ordinarios, mantuvo las tradicionales cau­sales de libertad provisional.

. Pero la_inspiración en a~uellos decretos, no fue tanto para negar la libertad, s1no para concedersela a los peores criminales. Aquel Decre­to 264 de 1993, declarado inexequible por la Corte Constitucional (sobre delatores y demás colaboradores de la justicia), porque le daba un tra~o más favorable a cierto tipo de delincuentes, fue reproducido postenormente por la Ley 81 de 1993. Aquí se llegó a tanta aberra­ción del derecho y de la justicia, cuando por la consagración de la rese_rva de identidad de los testigos, una persona podía ser privada de su libertad, acusada o condenada por un delito, sin que pudiera llegar a saber quién era su acusador. ¡La réplica del Proceso de Kafka!

VII. La Ley 600 de 2000 ( C.P .P.)

Esta ley fue como un oasis jurídico después de la barbarie legislati­va anotada antes. Bastaría simplemente anotar que derogó el nefasto Código .de Procedimiento Penal (Decreto 2700 de 1991), restringió las med1das de aseguramiento, amplió las causales de libertad, esta­bleció la detención domiciliaria y consagró los subrogados penales de la libertad condicional y suspensión condicional de la ejecución de la pena. Además, desarrolló sus normas conforme al debido proceso del mandato constitucional.

VIII. El Acto Legislativo 003 de 2002 Aquí el legislador estuvo inspirado en principios garantistas sobre

la libertad individual, propios del sistema acusatorio que se iniciaba con esta legislación y las leyes que después se dictaron en su desarro­llo, las cuales, como veremos, representaron unas legislaciones proce­sales oscurantistas y violatorias de la Carta Magna y principios uni­versales del derecho procesal.

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IX. El Acto Legislativo 002 de 2003 y la Ley que lo desarrolla (Estatuto Antiterrorista)

Aquí se reveló una vez más la posición antidemocrática del legisla­dor, su obsesión por dar al traste con todas las normas constituciona­les protectoras de la libertad individual y dignidad humana. Abrió las puertas legales para las capturas, allanamientos, registros e intercepta­ción de comunicaciones sin orden judicial por parte de las autorida­des :nilitares y de policía. Empezaba la era de la seguridad democrdtica de Alvaro U ribe V élez. En la Constitución del 86 se podía hacer lo mismo, al amparo del nefando artículo 121, pero era necesaria una declaratoria de Estado de Sitio, mientras que aquí se pretendió una legislación permanente, previo un Acto Legislativo. Derogaba el ar-. tículo 28 y otros de la Carta Política, donde se consagran dichas fa­cultades exclusivamente para la autoridad judicial. Por fortuna, la Corte Constitucional declaró su inexequibilidad.

X. La Ley 890 de 2004 De entrada, consagra la prisión perpetua prohibida por la Carta Po­

lítica, porque no otra cosa significa una pena hasta de sesenta años de prisión. Además, restringió la concesión de los subrogados penales y la detención domiciliaria. Como se advierte, se trata de legislar con el torpe criterio, como principio de política criminal, de que la lucha eficaz contra el delito es el aumento desmesurado de las penas y las restricciones a la libertad individual. Las penas se aumentaron en la tercera parte el mínimo y en la mitad en el máximo. (Se cuenta la triste anécdota del aumento de las penas para poderlas rebajar des­pués con base en la delación y otras figuras judiciales. Un perverso engaño jurídico del legislador al futuro delincuente).

XI. La Ley 906 de 2004 (C.P.P.) Para empezar, digamos que tal vez es el Código de Procedimiento

Penal más retrógrado de toda la historia jurídica de Colombia. Quie­nes lo concibieron y aprobaron (inspirados en el talante autoritario y represivo del eslogan de la seguridad democrdtica), lo que hicieron fue mirar, para burlarlas, todas aquellas normas de la Carta Política del 91, para desfigurarlas, relativas a la libertad individual, al debido pro-

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ceso, entre ellas, a las garantías procesales sobf~ presunción de ino­cencia, fue convertida en una presunción de culpabilidad. Fueron los fieles discípulos de DRACÓN, quien en la Grecia antigua se caracterizó como un legislador especialmente severo en el campo de la ciencia penal. Daremos sólo algunos ejemplos de dicho Código de Procedi­miento Penal vigente, no sólo para demostrar que desnaturalizan principios rectores de la Constitución del 91, sino la filosofía garan­tista del sistema acusatorio que se pretendió in1plantar con dicha le­gislación.

l. Con el fin de ampliar las posibilidades de restricción de la liber­tad (art. 295), deja al juez una facultad absoluta para calificar la nece­sidad de la privación de la libertad, por las causales previstas en la norma. U na de ellas basta como ejemplo: "la protección de la comu­nidad". Esto es legislar con un criterio de prevención general, que nunca puede ser un principio legal para una detención preventiva.

2. Para dictar una medida de aseguramiento se prescinde por com­pleto de toda tarifa probatoria, como los dos indicios que exigía la Ley 200 de 2000. Ahora basta con que el juez "pueda inferir razona­blemente" la autoría y participación en el delito investigado. Como se trata de una apreciación meramente subjetiva, la medida de asegura­miento la dictará la simple apreciación personal del funcionario judi­cial. Lo peor de la norma es que introduce en nuestra legislación la teoría del peligrosismo social, desterrada desde hace mucho tiempo de los códigos de avanzada jurídica en el respeto por la libertad indivi­dual. Ahora el juez está facultado para dictar medidas de asegura­miento cuando "el imputado constituye un peligro para la seguridad de la sociedad o de la víctima" (art. 308). Este despótico instrumento de poder ha causado tanta perplejidad en la sociedad, que con fre­cuencia se asombra cuando para conceder la libertad o negarla, se alega por el funcionario que el sindicado era o no un peligro para la sociedad. Y así es, como se ha visto, que a personas de intachable conducta anterior se les ha negado la libertad con el argumento de su peligrosidad social, cuando a otros se les ha concedido, teniendo ante­cedentes penales y estar acusados de delitos de mayor gravedad. La norma incluye en forma soterrada una presunción de culpabilidad, cuando autoriza la medida de aseguramiento por la probabilidad de

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que el acusado "no cumplirá la sentencia". Se desvirtúa así, de un tajo, el principio rector y universal de la presunción de inocencia.

3. La presunción de culpabilidad que viola el artículo 29 de la Carta Política sobre presunción de inocencia, es reincidente en esta legisla­ción, además de seguir consolidando su nefasta filosofía sobre el esta­do peligrosista del acusado, como argumento esencial para privarlo de su libertad o negarle la excarcelación. Son los postulados consagrados en el artículo 31 O de dicho código, donde se consagra que "para esta­blecer si la libertad del imputado resulta peligrosa para la seguridad de la comunidad, deberán tenerse en cuenta las siguientes circunstan­cias ... ". Y la primera de ellas es "la continuación de la actividad delic­tiva". Con esta frase determinista se está, además, presumiendo la autoría y responsabilidad del delito por el cual se dicta medida de aseguramiento. El derecho penal no puede pronosticar la comisión de un posible nuevo delito para privar de la libertad a quien presume inocente, por mandato constitucional. En cambio, por el principio de oportunidad se consagra la libertad inmediata, además de la irnpuni­dad por graves delitos confesados. Es la barbarie jurídica. Es el despo­tismo judicial. Es la tiranía de la ley. Es el abuso del derecho. Es la abierta violación de la Carta Magna. Es la dictadura legislativa. Es el horror jurídico. Viola el principio de la presunción de inocencia. Con razón ha escrito LUIS GONZALO VÉLEZ OSORIO al comentar dichas normas:

"Contra la libertad y la inocencia conspira la necesidad de aplicar un derecho penal peligrosista, que anticipa el encierro de quien ya es perseguido no solo por su pasado, bajo el entendido de que el delincuente siempre serd tal sino también por lo que pueda hacer en el foturo. La pro­babilidad termina siendo el factor que permite rotular de "peligroso" a quien se encuentre en alguno de los presu-puestos que el mismo legislador artificiosamente ha dise­ñado. El principio in dubio pro homine, manifestación de la presunción de inocencia y garantía de la libertad, es arrebatado sin piedad al justiciable, como manera de ga­rantizar la seguridad pública. Mediante dicha norma se crea una presunción de peligrosidad para legitimar el en-

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caree/amiento del imputado, al tiempo que se deja en sus manos la carga de demostrar que no es un delincuente y que, mds infame aún, tampoco lo serd en el futuro y por tanto su libertad no pone en riesgo la pretendida 'seguri­dad de la comunidad"''z.

4. Una medida de aseguramiento fundada, entre otras razones, en la probabilidad de que el imputado no comparezca al proceso, se tor­na más inaudita, cuando se presume esa no comparecencia por "la falta de arraigo en la comunidad, determinado por el domicilio, asiento de la familia, de sus negocios o trabajo ... ". (Art. 312). O cuando, según la misma norma, por "la gravedad del daño causado y la actitud que el imputado asuma frente a este". En otras palabras, si la actitud del imputado frente al daño causado es la del silencio, por­que es inocente, o de indiferencia porque no tiene manera de resarcir el daño causado con el delito, se está presumiendo su culpabilidad y violando el principio sobre presunción de inocencia. El mensaje entre líneas de la ley es muy claro: la generosidad judicial frente a la in1pu­tación siempre y cuando admita que cometió un delito grave y está dispuesto a resarcir los perjuicios. Se ha usado tanta retórica legislati­va, que siempre encontrará el juez alguna norma para la medida de aseguramiento o prohibir la libertad. Y la "falta de arraigo en la co­munidad", la misma norma descubre su contenido elitista y des­humanizado. Favorece a quienes tienen "domicilio, asiento de la fa­milia, de sus negocios o trabajo ... ". La disposición amenaza a quienes carecen de esos privilegios, a los desprotegidos por el Estado, la socie­dad y la familia, a quienes se les ha negado la ocupación laboral, etc. Expresa e implícitamente encierra dicha norma una contradicción de principios, porque, cuando de una parte le abre al justiciable las puer­tas de la libertad, siempre y cuando se declare culpable, mostrando arrepentimiento, voluntad de resarcir los perjuicios, implícitamente le niega esa libertad al inocente, quien por su mismo estado de inocencia no puede cumplir aquellas exigencias. Son normas violatorias del

2 VÉLEZ OSORIO, Luis Gonzalo. Otra cara del sistema acusatorio. Menosprecio de la

libertad individual y autoritarismo penal Medellín, Universidad de Antioquia. Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, 2012, p. 92.

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principio de presunción de inocencia, fuera de contradecir elementa­les postulados de justicia.

5. En la regulación de la detención preventiva (art. 313) convirtió en legislación permanente la política propia de los Estados de Excep­ción, cuando ordena esa medida de aseguramiento "en los delitos de competencia de los jueces penales de circuito especializados", con lo cual viola abiertamente los principios rectores del proceso penal con­sagrados en la Carta Política del 91, entre ellos, los de igualdad ante la ley de presunción de inocencia. Por el único hecho de ser acusado de un delito de la justicia especializada, merece la detención preven­tiva, satisfechos los otros requisitos de la ley. El sólo tipo penal de­termina la detención preventiva y una presunción de responsabilidad. Porque mientras que un acusado confeso de su delito, recobra su li­bertad por el principio de oportunidad, el inocente acusado de un delito de competencia de los jueces especializados, tendrá asegurada su detención preventiva. Es la monstruosidad legislativa en pugna también con la Convención Americana de Derechos Humanos y Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que rigen para toda la humanidad. Todo esto resultó ser letra muerta en nuestros legisladores para estructurar unos códigos a espaldas de aquellos prin­cipios tutelares de la libertad y dignidad humanas. No fue sino que se expidiera la Carta Política del 91, la más liberal y garantista dentro de todas nuestras constituciones, para que el legislador colombiano, con la anuencia muchas veces de las altas cortes, fracturara gravemente la columna vertebral de aquella Constitución, principalmente en lo que concierne a los principios que rigen el debido proceso.

6. Lo anterior se observa con mayor énfasis, cuando se consagran las causales de libertad (art. 317). En principio, dejaron de reconocer­se varias de ellas que habían sido tradicionales en nuestras legislacio­nes, entre ellas, el código expedido en virtud de la Ley 600 de 2000. Curiosamente, por una parte, la norma restringe severamente las cau­sales de libertad, y, por la otra, en mayor escala, introduce causales de impunidad del delito, cuando a los verdaderos delincuentes confesos les abre el camino de la libertad a través de "cláusulas de acuerdo" o "como consecuencia de la aplicación del principio de oportunidad".

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Para apreciar hasta qué punto ha llegado esta legislación en la res­tricción de la libertad individual, bastaría compararla con el artículo 365 de la Ley 600 de 2000 (numerales 7 y 8), en el cual se consagró como causales de libertad en los delitos contra el patrimonio econó­mico, que el sindicado restituya el objeto material del delito, o su valor e indemnice íntegramente los perjuicios ocasionados; y cuando en los procesos por peculado haya cesación del mal uso, la reparación del daño o el reintegro de lo apropiado o extraviado, o su valor, y la indemnización de los perjuicios causados. En cambio, el Código de Procedimiento Penal, en plena concordancia con su absurda y severa filosofía de propugnar por la prisión, llega al extremo de prohibir al imputado disminuir las consecuencias jurídicas del delito, cerrarle las puertas para un camino de resocialización, fuera del perjuicio para las víctimas del hecho punible, quienes por una falta de estímulo al im­putado, no recibirían los beneficios previstos en los numerales antes citados de la Ley 600 de 2000. En cambio, por "acuerdos judiciales o principio de oportunidad" se concede la libertad por delitos más gra­ves. Hay bienes jurídicos de mayor protección jurídica, y sin embargo los acusados de su violación, pueden disfrutar de la libertad, aún con­fesándolos, por lo cual se puede afirmar que estamos en presencia de una legislación caótica, contradictoria, absurda, de una nefasta políti­ca criminal, contra toda lógica jurídica, fuera de lo violatoria de prin­cipios universales de orientación legislativa y de grave ofensa y desaca­to a la Constitución del 91.

XII. La Ley 1142 de 2007 Aquí se legisla en un tono autoritario y represivo. Modifica el Có­

digo de Procedimiento Penal, (Ley 906 de 2004). La inspira el crite­rio de que la libertad de los sindicados es un peligro para la sociedad. Al reglamentar la captura sólo la somete a una inferencia del funcio­nario judicial sobre autoría o participación en el delito que se investi­ga. (art. 19). La norma lo faculta a proceder "por motivos razonable­mente fundados". Es el puro eufemismo legislativo, buscando encu­brir a base de retórica, que las órdenes de captura queden sometidas al capricho de quien la solicita (el fiscal), y de quien la imparte (el juez). Es evidente que busca violar el principio constitucional de lega-

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lidad, por cuanto al dejar a la discrecionalidad judicial la decisión de ordenar la captura, está en contravía del mandato de la Carta Política del 91 (art. 28), al consagrar que nadie puede ser " ... reducido a pri­sión o arresto, ni detenido ... sino en virtud de mandamiento escrito de autoridad judicial competente, con las formalidades legales y por motivo previamente definido en la ley'~ Como se advierte, estos últi­mos requisitos fueron los que se esquivó exigir en la ley.

Pero lo que no se había visto en legislaciones anteriores, fue el gra­do tan extremo al que se propuso esta ley, cuando llegó a deshumani­zada, sin consideración alguna, sin importar "la vida personal, labo­ral, familiar o social del imputado", circunstancias que precisamente exige la norma para el otorgamiento de la detención domiciliaria (art. 27). Y así fue como los nuevos discípulos de DRACÓN se embriagaron tanto con su espíritu carcelero cuando en el extenso parágrafo de la norma analizada, establecieron que "no procederá la sustitución de la detención preventiva en establecimiento carcelario, por detención domiciliaria cuando la imputación se refiera a los siguientes deli­tos ... " Y viene una extensa enumeración de los tipos penales por los cuales se prohíbe la detención domiciliaria en delitos de competencia de los jueces penales de Circuito especializados. Es decir, que se pro­híbe esa detención domiciliaria a los acusados mayores de sesenta y cinco años, cuando a la imputada le falten dos meses o menos para el parto o durante los seis meses siguientes a la fecha de nacimiento de la criatura; a los acusados que estuvieren "en estado de grave enfer­medad"; cuando la imputada o acusada fuere madre cabeza de familia de hijo menor de 12 años o que sufriere incapacidad mental perma-nente ... "

La barbarie normativa de esta ley consiste en repartir caprichosa­mente la aplicación humanizada del derecho, según sea el delito o el funcionario competente para conocer del mismo. Tan perverso crite­rio carece de antecedentes en toda la historia jurídica de Colombia.

Pero veamos otra de sus normas que también rompe con una tra­dición jurídica, jamás interrumpida antes, en relación con las restric­ciones absurdas a la libertad. Su artículo 32 consagra, como artículo 68a del Código Penal, (Ley 599 de 2000):

"Exclusión de beneficios y subrogados. No se concede­rdn los subrogados penales o mecanismos sustitutivos de la

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pena privativa de libertad de suspensión condicional de la ejecución de la pena o libertad condicional· tampoco la prisión domiciliaria como sustitutiva de la prisión; ni habrd lugar a ningún otro beneficio o subrogado legal ju­dicial o administrativo, salvo los beneficios por colabora­ción regulados por la ley, siempre que ésta sea efectiva, cuando la persona haya sido condenada por delito doloso o preterintencional dentro de los cinco (5) años anteriores':

Aquí hay, en primer lugar, una implícita presunción de culpabili­dad por el delito actual, por el sólo hecho de una condena anterior, "dentro de los cinco años anteriores", no importa la poca gravedad punitiva o lesión al bien jurídico protegido: unas lesiones personales dolosas con una incapacidad que no pase de treinta días, con una pena mínima de un año de prisión. En segundo lugar, el mismo ejemplo puede servirnos para detnostrar la mentalidad carcelera del legislador, cuando quiso en las hipótesis de la norma, que el acusado tuviera que permanecer en la prisión, el ciento por ciento de la pena impuesta, la cual pudo haberse cumplido en detención preventiva. En este caso, la libertad sería, no por el tradicional subrogado penal de la libertad condicional, sino por pena cumplida en su totalidad. Aquí, el legislador no quiso ser generoso sino con los delatores, con los delincuentes que buscando el principio de oportunidad con sus inmensos beneficios, confiesan sus propios delitos y de paso le revelan a la justicia los nombres de los coautores y partícipes en el hecho pu­nible. De donde se advierte la enorme paradoja: a los delincuentes que verdaderamente merecen estar en prisión, el legislador les prome­te generosamente la libertad y hasta el perdón de la pena, mientras que a quienes por el solo hecho de tener un antecedente judicial de condena en los cinco años anteriores, se le cierran todos los beneficios de la ley, todos los caminos a su libertad. Y esa legislación se encabezó con la retórica "de especial impacto para la convivencia y seguridad ciudadana': parienta indiscutible de otras legislaciones de ingrato recuerdo, como el Estatuto de Seguridad, el Estatuto para la Defensa de la justicia, el Estatuto para la Defensa de la Democracia y el mismo Estatuto Antiterrorista.

Para que se comprenda todo el caos legislativo sobre esta materia, vino después la Ley 1453 de 2011, (art. 28) la cual modificó la 1142 de 2007 (art. 32), para agregar todo un catálogo de delitos por los

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cuales también se prohíbe los subrogados penales y demás beneficios. Pero también agregó un parágrafo para corregir en parte la barbari­dad de la Ley 1142 de 2007, cuando en su artículo 32 prohibió la detención domiciliaria para las personas allí mencionadas, como se analizó antes.

Pero como los errores de aquella ley habían sido tan enormes, también se acordó en esta nueva legislación, -para ampararlos con los mismos beneficios de la sustitución de la detención preventiva por la del lugar de residencia-, a "los eventos en los cuales se aplique el prin­cipio de oportunidad, los preacuerdos y negociaciones y el allana­mientos a cargos".

Y por tercera o cuarta vez se adiciona la legislación en un mismo artículo (68 del Código Penal), para decir: "Tampoco tendrán dere­cho a beneficios o subrogados quienes hayan sido condenados por delitos contra la Administración Pública, estafa y abuso de confianza que recaigan sobre los bienes del Estado, utilización indebida de in­formación privilegiada, lavado de activos y soborno transnacional".

XIII. Conclusión Lo visto hasta aquí, sintetizado apenas en lo que se refiere al tema

de la libertad dentro del proceso penal, tal como se ha legislado sobre la materia después de la Constituyente del 91, evidencia que los dis­tintos legisladores no han hecho otra cosa que violar la Constitución Política. Otro tema cautivante sería analizar los diferentes pronun­ciamientos de la Corte Constitucional en torno a demandas de inexequibilidad de las normas analizadas.

Por lo analizado, no se puede sino recordar las severas críticas de FRANCESCO CARRARA3:

"contra el empleo inútil e insensato de la detención preventiva, contra la mala fe y contra el fanatismo de los investigadores, contra las viles artes policíacas, disfrazadas de formalidades procesales y saludadas como prodigio de crítica judicial· contra los testigos anónimos u ocultos entre

3 CARRARA, Francesco. "Opúsculos de Derecho Criminal", Vol. V, Edit. Temis, Bo­gotá, 1977, pp. 17-18.

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bambalinas, o contra los testimonios pagaJos o recogidos sin suficientes precauciones; contra las confesiones arran­cadas mediante engaño o felonía, o mediante torturas ma­lignamente prolongadas en los calabozos; contra las infa­mias de los confidentes y de los delatores premiados . .. " 4

4 Cfr. LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. Yo acuso, Bogotá, Edit. Leyer, 1996, p. 296

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Capítulo III MEMORIAS DE UN CONSTITUYENTE SOBRE LA JUSTICIA*

* Ensayo para unas lvfemorias sobre la Asamblea Nacional Constituyente del año 91.

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El Vía Crucis de la Carta Política del año 91 que honrosamente contribuimos a redactar, es algo que asombra, en primer lugar, por las intensas batallas jurídicas que fue necesario librar para sacar ade­lante la Constitución promulgada; en segundo lugar, por las intensas jornadas ideológicas para librarnos de la Carta Política que otros que­rían imponer; y, en tercer lugar, porque ese Vía Crucis se ha prolon­gado en el tiempo, cuando desde la misma Corte Constitucional, desde el Ejecutivo y el Congreso de la República, al poco tiempo de haber empezado a regir esa Carta Magna, empezaron las afrentosas violaciones a la misma. En esta carrera por violar la letra y el espíritu de la Constitución no existe excepción alguna, ni en los diversos pe­ríodos de la Corte Constitucional, ni en ninguna de nuestras legisla­turas, ni bajo ninguno de los gobiernos, porque todos a una, como en Fuente Ovejuna, a sabiendas de lo que hacían, han desconocido, han atropellado, han violado nuestra norma de normas. Al conmemorar los 22 años de dicha promulgación, nos declaramos recompensados en nuestra labor, por todos los logros alcanzados, pero al mismo tiempo sentimos una inmensa defraudación, porque en lugar de ver un ortodoxo desarrollo de los principios de la Carta Política, lo que hemos visto, día a día, es el propósito deliberado de ir desfigurando la orientación civilista que quisimos imprimirle con su extraordinario marco de derechos fundamentales y garantías constitucionales.

Lo primero que nos tocó enfrentar en aquella Magna Asamblea fue un Proyecto de Reforma Constitucional presentado por el Ejecu­tivo, de inspiración netamente fascista, por lo cual nadie quiso tener­lo en cuenta como orientación para nuestro estudio y deliberaciones. Para no suministrar sino dos ejemplos, se pretendía la creación del cargo de Fiscal General de la Nación pero dependiente del Ejecutivo, y unos Estados de Excepción que en materia de restricción de los derechos fundamentales, como las libertades públicas, resultaban más severas de lo que fueron en todos los gobiernos anteriores las legisla­ciones sobre Estado de Sitio a la luz del famoso artículo 121 de la

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Constitución del 86, obra de los hutnanistas RAFAEL NÚÑEZ y MIGUEL

ANTONIO CARO. Lo que se propuso en esta materia fue una verdade­ra dictadura constitucional porque se pretendió consagrar una facul­tad al Congreso de la República para que por medio de una Ley se autorizara al ejecutivo para prohibir la libertad de prensa en determi­nadas materias, restringir el derecho a la propiedad, establecer impuestos destinados al restablecimiento del orden público, ordenar la privación de la libertad, practicar allanamientos e interceptar las comunicaciones pri­vadas sin previa orden judicial restringir la libertad de empresa y la libertad de movimiento, etc. Cuando escuchamos tamaña monstruosi­dad preguntamos asombrados e indignados que quiénes eran los au­tores de ésa barbarie jurídica que ni siquiera fueron capaces de res­ponsabilizarse con sus firmas; fue cuando un constituyente levantó la mano y dijo que él era el autor. Y como no se atrevió a pronunciar una sola palabra en defensa de su Proyecto, inmediatamente se desig­nó una comisión especial para redactar las normas concernientes a los Estados de Excepción. Nuestra protesta dio origen a una comisión especial encargada de redactar las normas sobre estados de excep­ción que quedaron blindados con la prohibición de suspenderse dentro de dicha legislación los derechos humanos y las libertades fundamentales.

La propuesta constitucional del Gobierno fue la de que el Fiscal General de la Nación creado por nuestra iniciativa, fuera de libre nombramiento y remoción del Presidente de la República, con el peregrino argumento de que las funciones que iría a cumplir serían de carácter administrativo, cuando lo cierto es que las funciones que se le asignaban eran nada menos que las de poder ordenar capturas, dictar medidas de aseguramiento, entre ellas, la de privación de la li­bertad, calificar el mérito del sumario, bien con cesación de procedi­miento o resolución acusatoria, medidas eminentemente jurisdiccio­nales. Se quería nada menos que la justicia penal en la etapa de la instrucción hasta la del comienzo de la causa estuviera en manos del Ejecutivo, con lo cual se rompía con una tradición civilista y demo­crática, porque dicha función no podía estar a cargo de un poder po­lítico como el del Ejecutivo, por lo cual se violaba entre otras, la De­claración Universal de los Derechos del Hombre, cuando proclamó que "toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no haya sido

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asegurada, ni tampoco establecida la separación de los poderes, no tiene Constitución ':

Se imagina lo que. hubiera ocurrido, si se hubiera abierto camino la tesis del Fiscal General de la Nación, de libre nombramiento y remoción del Presidente de la República, cuando ese mismo Gobier­no que así lo pretendía, después, ya en vigencia la Carta Política, pre­tendió dictar normas sobre interpretación de las leyes, sobre valoración de las pruebas, calificación de los indicios y otras aberraciones jurídicas peores. Sus ministros, el de Gobierno y el de Justicia se atrevieron a proponer la monstruosidad jurídica dentro de las funciones de la Fis­calía General, la de diferir el derecho de defensa para la etapa del juicio. Así se pretendía la mayor probabilidad de condenas, cuando se quería dejar que el acusado no se pudiera defender durante la investigación, para de dicha manera poder controvertir, refutar las pruebas de cargo, los argumentos de la acusación fiscal. Y cuando demostramos tamaña barbaridad, trataron de enmendarla diciendo que lo que se quería proponer era la de diferir la controversia probatoria para la etapa del juicio, como si en el fondo no fuera casi lo mismo, esto es, negar el derecho de defensa en la etapa fundamental de la instrucción del su­mario, para permitirla únicamente en la final etapa del juicio, cuando ya posiblemente no se pueda ejercer ese derecho ante la inminencia de una condena por falta de una mejor oportunidad para defenderse.

Algo extremadamente grave se presentó con algunos textos ya aprobados definitivamente, pero que manos atrevidas modificaron o suprimieron las decisiones soberanas aprobadas por la Asamblea N a­cional Constituyente. Esto ocurrió en las comisiones codificadoras o de estilo que se designaron para revisar las decisiones constitucionales ya aprobadas. Sería un tema demasiado extenso, pero sólo suminis­tramos dos ejemplos sumamente graves que ocurrieron. Uno de ellos se presentó con la figura de la non reformatio in pejus, la cual se pro­puso en los siguientes términos: "El superior no podrá agravar la si­tuación jurídica del apelante único". Y una de esas famosas comisio­nes decidió redactarla, tal como quedó en la Constitución: "El supe­rior no podrá agravar la pena impuesta cuando el condenado sea ape­lante único". Con la primera redacción, el superior no podía agravar en caso del apelante único, ninguna providencia contra éste, por ejemplo, una resolución acusatoria, y con la redacción que quedó en

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la Carta Política, sólo se le prohíbe agravar la pena. La diferencia es sustancial. Si se hubiera dejado como lo aprobó inicialmente la Cons­tituyente, no se habría presentado un caso reciente en donde una persona con Resolución Acusatoria por homicidio culposo, al conver­tirse en apelante único, el superior le agravó la situación jurídica mo­dificándole la calificación de homicidio culposo por la de homicidio intencional.

El otro caso fue mucho más grave, porque de un tajo se cercenó una garantía y protección constitucional para la institución del hdbeas corpus. Se aprobó un inciso que decía: "Este derecho no puede ser sus­pendido ni limitado en ninguna circunstancia': N o hubo un solo voto en su contra, sin embargo, en una de esas endemoniadas comisiones alguno o algunos de mentalidad retrógrada, se robaron el inciso, lo sacaron de la norma para ser aprobado como está. Queríamos evitar que ése mismo Gobierno enemigo de la institución, suspendiera con cualquier pretexto el hdbeas corpus dentro del proceso penal, como ocurrió en efecto con las nefandas legislaciones posteriores a la pro­mulgación de la Carta Política.

No faltó en aquella Magna Asamblea quién fuera capaz de decir con desfachada insensatez, que lo fundamental de una Constitución era lo que pudiéramos consagrar sobre protección a la propiedad pri­vada; como quien dice, para él sobraban, era pura retórica constitu­cional ocuparnos de ése grandioso capítulo consagrado a los Dere­chos Fundamentales. Tal vez el respeto y la protección a la libertad humana quedaría en sus inquietudes constitucionales relegada a un segundo plano; pero ese fue apenas un alarido de la caverna jurídica, ya que los derechos fundamentales, la libertad y la dignidad humanas ocuparon un rango constitucional de preeminencia en la nueva Carta Política, porque tuvimos presente el pensamiento luminoso del trata­dista LUIS CARLOS SÁCHICA: "No se olvide que la libertad es una di­mensión humana, la medida del hombre. El grado, la cantidad y la calidad de libertad que conquiste, que asuma, que sea capaz de ejercer responsablemente, da su estatura moral, la hondura de su humani­dad, la envergadura y el calado de su alma".

Faltaba lo más vergonzoso, como fue el infame intento de claudi­cación del poder que nos había otorgado el pueblo soberano. Se nos ungió con el voto popular para que redactáramos una Constitución

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que inspirada dentro de un Estado Social de Derecho propendiera a establecer un marco de derechos, deberes y garantías para que los distintos poderes públicos del Estado encaminaran el discurrir civilis­ta y democrático del pueblo colombiano. Fue cuando se intentó nue­vamente proponer una dictadura constitucional representada en for­ma omnímoda en el Jefe del Estado, renunciando así la Constituyen­te a ejercer el mandato supremo que se nos había encomendado. Se trató del que se llamó Acuerdo Político de la Casa de Nariño, en donde como consecuencia del ignominioso contubernio entre cierta clase política representada en la Constituyente y el Presidente de la Repú­blica de ese entonces, se pretendió la claudicación de la Constituyen­te, se ofendió la dignidad de los Delegatarios, cuando se quiso que renunciáramos al mandato recibido, que nos convirtiéramos en los idiotas útiles al servicio del Jefe del Estado, para que fuera él el único en legislar, en desarrollo de la Carta Magna, en reemplazo del Con­greso de la República que íbamos a disolver. Textualmente se propu­so lo siguiente:

"Durante el receso del Congreso de la República sesio­nard una Comisión integrada por 18 miembros que po­drdn ser o no delegatarios, elegidos por cuociente electoral en sesión plenaria de la Asamblea Constituyente especial­mente convocada para ese efecto el 2 de julio de 1991. La función de la Comisión serd rendir concepto previo no obligatorio sobre los decretos que el Presidente de la Repú­blica vaya a dictar ... ':

Así se nos ultrajó por cierta clase política aliada con el Gobierno de ese entonces. Se quiso, en primer lugar, como se ha visto, una se­sión especial para dicha elección, dos días antes de firmarse la Carta Magna; en segundo lugar, que los miembros que habrían de confor­mar la citada Comisión podían no ser Delegatarios, es decir, personas completamente ajenas al compromiso moral de Constituyentes, tal vez políticos adictos al régimen o testaferros ideológicos de la clase dirigente; en tercer lugar, la elección se haría por cuociente electoral, lo que significaba que la mayoría de los integrantes de esa Comisión pertenecerían a los tres grupos políticos mayoritarios de la Constitu­yente, y por su puesto, los mismos tres grupos políticos que pactaron el Acuerdo de la Casa de Nariño; y en cuarto lugar, lo más grave, la

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gran claudicación consistía en que dicha Comisión tendría como función rendir concepto, pero no obligatorio, sobre los decretos dicta­dos por el Ejecutivo en desarrollo de la Constitución.

Resultaba evidente que la autorización implicaba unas facultades para imponer una Dictadura Constitucional en cabeza del Presidente de la República, autorizada nada menos que por la propia Asamblea Nacional Constituyente; se autorizaba, en el fondo, al Primer Man­datario, a imponer una Carta Política con su único criterio, con el criterio fascista que quiso aprobar en la Magna Asamblea; se le quería dar la oportunidad de que todas las batallas que dio a través de sus ministros y en todas las cuales resultaba derrotado, después las ganara con la expedición de simples Decretos Ejecutivos autorizado por la misma Constituyente. Esto habría sido una traición al pueblo, al Constituyente primario, porque quienes teníamos una concepción altamente liberal, de pleno respeto por la democracia, de incansables defensores de los Derechos fundamentales y de la dignidad humana, no podíamos entregarle el desarrollo de la Carta Política, el desarrollo de los principios que consagramos en la Constitución, al Gobierno que había dado elocuentes demostraciones de representar todo lo contrario.

Dijimos en aquella oportunidad que "de haberse aprobado, la Constituyente habría disminuido su estatura histórica, perdido en su dignidad institucional, claudicado en su soberanía, traicionado el sagrado mandato recibido por el pueblo colombiano. Esa amenaza y las muchísimas probabilidades de cristalizarse por los rebaños de los partidos políticos que en su mayoría estaban inclinados a ratificar la componenda palaciega, nos abrió un irresistible y cautivante campo de batalla ideológica. La dimos desde el primer día, con vehemencia, con pasión, con angustia, con un agudo dolor colombianista, por ver cómo unos intereses electoreros y políticos estaban poniendo en serio peligro la verdadera interpretación y desarrollo de la Carta Política. Pero hay que decirlo con toda la crudeza y énfasis del caso, que cuan­do el señor ministro de Gobierno retiró el inciso de los poderes abso­lutos, no fue un acto de generosidad, ni en aras de rectificar el tre­mendo error cometido, sino porque después de un conciliábulo con los tres Presidentes de la Constituyente, coautores del nefando Acuer-

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do Político de la Casa de Nariño, presintieron la estruendosa derrota en la Asamblea".

Pero esta derrota a las tesis fascistas que se quisieron imponer en la Constituyente no fue sino un estímulo para sus autores quienes ma­ñosamente aprovecharon los últimos momentos de la Constituyente para proponer casi lo mismo del Acuerdo Político de la Casa de Nari­ño, pero ya como artículo transitorio de la Constitución por medio del cual se creaba una Comisión Especial Legislativa con facultades de Improbar por la mayoría de sus miembros, en todo o en parte, los proyectos de decreto que prepare el Gobierno sobre normas que or­ganicen la Fiscalía General y las normas de procedimiento penal.

Y a sabíamos que el Gobierno y sus testaferros ideológicos en la Constituyente estaban luchando por imponer una legislación penal, a la sombra de la Carta Política, en oposición absoluta a los principios garantistas y demoliberales que nos proponíamos consagrar en la norma de normas. De ahí que con el fin de reemplazar aquel fatídico art. 121 de la Constitución del 86 sobre facultades para legislar en épocas de Estado de Sitio, el Gobierno presentó a la Constituyente, a través de su ministro de Justicia, un Proyecto de reforma constitucio­nal en donde con el eufemismo de unas facultades al Ejecutivo para garantizar la eficacia de la investigación y la seguridad de los intervi­nientes en el proceso penal por determinados delitos, se encubría el propósito de continuar con la justicia sin rostro, sin garantías del de­bido proceso, con la abolición del hdbeas corpus, con las pruebas se­cretas, sin el principio de contradicción, sin derecho de defensa en la etapa fundamental de la indagación preliminar, con testigos pagados por los dineros del Estado, con la creación de la odiosa figura del de­lator, con la justicia militarizada, con la incomunicación, con la abu­siva versión espontánea ante los organismos secretos del estado y sin defensor, con las órdenes genéricas de allanamiento, con la despro­porción de las penas, con la investigación de sus propios delitos por parte de las fuerzas militares y de policía, etc.

La amenaza para las instituciones jurídicas seguía siendo muy gra­ve, porque desde el poder, tanto del Ejecutivo como de la Constitu­yente, se seguía conspirando contra las tesis, principios y teorías para una Constitución respetuosa del Estado de Derecho y de todas las garantías sobre el debido proceso. Lo curioso es que todo cuanto

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proponíamos en dicha materia, se nos contestaG-a que eso eran nor­mas y principios para los Códigos Penal y de Procedimiento, pero no para una Carta Política.

Y a promulgada la Constitución empezó la gran expectativa del pueblo colombiano a la espera de sus resultados y del desarrollo de la misma. Los nostálgicos de la Constitución del 86 enfilaron sus bate­rías contra ella, diciendo unas veces que era muy extensa, y otras, se dolían dizque porque era demasiado garantista, además del grave in­conveniente de recortarle muchas facultades al Ejecutivo. Les dolía sin duda éste grandioso capítulo sobre los Derechos Fundamentales y los caminos jurídicos para protegerlos y hacerlos valer. Y como que­rían una dictadura constitucional en manos del Presidente de la Re­pública, se lamentaron que le hubiéramos recortado todos los poderes de los cuales disfrutaba, principalmente en materia de legislación con motivo de los estados de excepción y en la expedición de códigos judiciales.

Ya vimos cómo el Gobierno de ése entonces luchó denodadamen­te por darle a la nueva Carta Política unos lineamientos antidemocrá­ticos, atentatorios del Estado de Derecho y de la fisonomía civilista de la República. En ése sentido perdió muchas batallas, pero en for­ma habilidosa aprovechó para que alguno de sus constituyentes ami­gos introdujera el artículo transitorio sobre la creación de una Comi­sión Especial con facultades de improbar los decretos que prepare el Gobierno Nacional en desarrollo de la Constitución Nacional. Y éste fue el más grande error de la Constituyente, porque a sabiendas de las ideas lideradas por el Gobierno en contra de la Constitución que es­tábamos por aprobar, le otorgó patente de corso para violarla cuantas veces quiso. Para ello le sirvió la famosa Comisión Especial que se dio en llamar "Congresito", la cual le aprobó todos sus decretos de estado de sitio que habían perdido su vigencia con la nueva Constitución. En virtud de ello, se expidió un Código de Procedimiento Penal de puro corte fascista en el cual se consagró la barbarie jurídica, sin antece­dentes en la historia jurídica de la humanidad, que las personas absuel­tas en determinada jurisdicción, por no haber cometido el delito impu­tado o porque el hecho no era constitutivo de violación a la ley penal, no podía obtener en forma inmediata su libertad, sino cuando se con-firmara la absolución por el superior, lo cual podía durar muchos

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meses o varios años, por cuanto los funcionarios competentes eran muy pocos y radicados en la capital de la República. Esa nefasta Co­misión Especial de ingrata memoria solo cumplió la infeliz e indigna misión de aprobarle al Gobierno la prolongación por diez años mds los decretos dictados durante el Estado de Sitio al amparo de la Constitución del 86, cuando nuestro regocijo al aprobar la Constitución del 91 fue creer que habíamos sepultado con la nueva Carta Política, todo el engendro, toda la ignominia consagrada en esos decretos violatorios del Estado de Derecho, atentatorios de las libertades públicas y ofen­sivos de la dignidad humana. U no de ellos fue el mal llamado Estatu­to para la defensa de la justicia, donde se pueden encontrar más de cincuenta violaciones a la Carta Fundamental que acabábamos de promulgar, porque se prohibía interrogar a los testigos de cargo, se·ocul­taba su identidad dentro del proceso penal; porque se obligaba al detenido a rendir una versión libre ante la Policía judicial sin la pre­sencia de abogado; se concedía el escaso término de cinco días para alegar (aún en procesos con miles de folios); se difería la controversia probatoria para la etapa del juicio; se consagraba la facultad del juez para ocultar pruebas y decisiones judiciales; se autorizaba a la Policía Judicial para no agregar al proceso las pruebas que quisiera, esto es, ocultar las pruebas de inocencia para así procurar la condena infame de los reos; se prohibía expedir copias del proceso al defensor y no permitirle asistir a la prdctica de pruebas. Ahí seguía consagrada la ignominiosa justicia sin rostro, y el decreto que la delineaba se atrevieron a llamar­lo los Dracones de nuevo cuño, dizque Estatuto para la defensa de la justicia, como si los caminos para la defensa de la justicia no fueran todo lo contrario, como el respeto por la libertad individual, por el derecho de defensa, por la presunción de inocencia, por el acatamien­to a los principios del favor rei y del in dubio pro reo, por el principio rector de contradicción, las garantías jurídico penales de la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad, etc.

Que todo esto y muchísimo más se hubiera aprobado cuando se acababa de promulgar la nueva Constitución de Colombia, fue algo que nos deshonró ante la historia, ante el mundo entero, ante las nuevas generaciones, ante la clase pensante del Derecho y la misma justicia. Era que así se estaban contradiciendo en forma palmaria mu­chos de los principios de la Declaración Universal de los Derechos

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Humanos, lo mismo que los Pactos Internaciod~es de Derechos Ci­viles y Políticos de la ONU, al igual que la Declaración Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica, con el agra­vante de que todos esos Pactos y Convenciones de carácter Interna­cional y universal quedaron incorporados, para su fiel cumplimiento, a la Carta Fundamental.

Ese famoso Estatuto, que no era como se le llamó, para la defensa de la justicia, sino para instaurar desde el Gobierno una dictadura jurídica, resultó indigno de nuestras instituciones, por representar una afrenta a la misma justicia, por estar lleno de emboscadas proce­sales y acechanzas judiciales contra el sujeto pasivo de la acción penal y su defensor, porque nunca se llegó a tanto dentro de las declarato­rias de Estado de Sitio a la luz de la Constitución del 86, ni bajo nin­gún gobierno en toda la historia de la República.

Así fue como se inauguró la entrada en vigencia de la nueva Cons­titución con tres decretos sobre Estados de conmoción interior, todos ellos, con el exclusivo propósito de impedir las excarcelaciones consa­gradas en la ley, como si los detenidos acreedores de esos derechos hubieran sido causa de la mentirosa conmoción interior, y como si la misma Carta Política no hubiera consagrado en forma terminante en su artículo 214, que en los Estados de Excepción "no podrán suspen­derse los derechos humanos ni las libertades fundamentales".

Hubo decretos sobre conmoción interior que sobrepasaron todas las barreras del abuso del derecho y de flagrantes violaciones a laCar­ta Política, como aquel en donde se consagraba que "la libertad pro­visional en los únicos casos en que ella es viable, como en el cumpli­miento de la pena en detención preventiva solo apodrd hacerse efectiva cuando esté en firme la providencia que la concede", por delitos de competencia de los jueces regionales. Esto significaba el absurdo de que ni aún cumplida la pena en su totalidad, el reo no podía entrar a disfrutar de ella en forma inmediata, como ha sido de elemental justi­cia en todas las épocas de la historia del derecho, aún bajo las más oprobiosas dictaduras; pero aquí no, porque esa libertad sólo podía hacerse efectiva cuando el superior confirmara la sentencia de primera instancia; cumplida la pena tenía que seguir en la prisión tal vez por años, una libertad en turno de ser concedida por un llamado Tribunal Nacional radicado en la capital de la República, encargado de la se-

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gunda instancia de los miles de procesos llegados de todo el país; es decir, que por un infame decreto del Ejecutivo no bastaba haber cumplido la pena impuesta para recuperar la libertad, sino que el reo tenía que pagar una pena mds, muchas veces hasta de años, mientras el superior la confirmara. No creemos que en toda la tradición jurídi­ca universal hubiera existido una legislación tan monstruosa; pero lo más grave radicaba en el hecho, de que no eran sólo los condenados que habían cumplido ya su pena, sino los declarados inocentes en pri­mera instancia, quienes tampoco podían recuperar su libertad en di­cho momento procesal. Así, no podían obtener su libertad al amparo de una absolución en primera instancia, en virtud de un auto o senten­cia de cesación de procedimiento o absolución, cuando de la investiga­ción aparecía plenamente comprobado que el hecho no había existi­do, o que el sindicado no lo había cometido, o que la conducta era atípica, o que estaba plenamente demostrada una causal excluyente de la antijuridicidad o de culpabilidad, o que la actuación no podía iniciarse o proseguirse, según todas las hipótesis del procedimiento penal. Es decir, que tenían que seguir privados de la libertad aquellos sindicados absueltos en primera instancia por no haber cometido el delito, o porque el hecho imputado no constituía infracción a la Ley pe­nal o porque había obrado en legítima defensa de su vida, su honor o sus bienes. ¡Cuántos principios fundamentales de la Carta se violaban con dicho decreto del Ejecutivo! Para no mencionar sino algunos: el de presunción de inocencia, porque, qué mayor presunción que la de un Juez de la República declarando esa inocencia en una sentencia judi­cial de primera instancia; además, se violaba el derecho fundamental de la libertad consagrado en la Constitución en el capítulo sobre los estados de excepción, donde se prescribe que dentro de dichos esta­dos "no podrdn suspenderse los derechos humanos ni las libertades fun­damentales". Y para que la afrenta al derecho y el ultraje a la justicia fueran más de frente, desde la omnipotencia del poder se consagró la consulta de todas las providencias judiciales de primera instancia en los procesos por delitos de competencia de los jueces regionales, la consulta, decimos, de todas las sentencias absolutorias, las providencias sobre cesación de procedimiento o los autos inhibitorios que implicaran devolución de bienes. Como quien dice, la consagración legislativa de poder mantener encarcelada la inocencia por tiempo indefinido, mien-

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tras llegaba el angustioso turno de los interminlles trámites judicia­les de la segunda instancia.

Y para que se aprecie el repudio de esa infame legislación por los sagrados principios tutelares del debido proceso, en uno de esos de­cretos sobre conmoción interior se dejó a voluntad del funcionario judicial los términos para calificar el mérito del sumario. Es decir, cuando quisiera, así existiera en el proceso la prueba cierta de la ino-cencia del acusado, aunque con ello se desmintiera aquella expresión tan manoseada pero tan poco cumplida, de la pronta y cumplida justi­cia. Y es que hasta la mentira y el cinismo se hicieron sentir en las motivaciones de esos decretos que al regular en la forma como lo hemos visto las materias relacionadas con la libertad y la detención, se dijo textualmente que dichas regulaciones se hacían adentro del debido proceso", cuando lo evidente fue que legislaron arbitrariamente vio­lando todos sus principios, como se ha visto con claridad meridiana. Y como se pudiera seguir analizando, si nos detuviéramos en el tema, de que en dichos decretos, por primera y única vez en toda la tradición jurídica de Colombia, repetida invariablemente en nuestras constitu­ciones, se quebrantó el principio de que uen materia penal la ley per­misiva o favorable, aun cuando sea posterior, se aplicará de preferencia a la restrictiva o desfavorable". Y tan inconstitucional resultaba toda esta legislación al amparo de la conmoción interior, que las tres o cuatro veces que la decretó el Ejecutivo de aquél entonces, lo hizo a pesar de la prohibición de la Carta Política, porque se legisló sin el cumpli­miento de la Constitución que dispuso: "Una Ley Estatutaria regula­rá las facultades del Gobierno durante los Estados de Excepción y establecerá los controles judiciales y las garantías para proteger los derechos de conformidad con los tratados internacionales ... ". Y a falta de esa ley, el Gobierno no podía sustituirla por su on1nímoda voluntad. Aquí no podía presentarse la sustitución de poderes en ma­terias de tanta trascendencia. Y prueba de ello, es que muy poste­riormente el Gobierno presentó ante el Congreso de la República su fascista Proyecto de Ley sobre regulación de los Estados de Excep-

• 1

CIOn.

En aquellas legislaciones al amparo de la conmoción interior se vio­ló abiertamente la Constitución Política, porque se trataba de la tipi­ficación de nuevos delitos, el aumento torpe y caprichoso de las pe-

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nas, lo mismo que la consagración de unos procedimientos judiciales breves y sumarios, propios de una insolente dictadura. Cuando la Asamblea Nacional Constituyente, sin una sola excepción de sus 73 delegatarios consagró en forma clara y terminante que dicha facultad de expedir códigos era de la exclusiva competencia del Congreso de la República. Y para que nada faltara, la Corte Constitucional, la encar­gada precisamente de la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución, en una decisión sin razones válidas que pudieran con­vencer a nadie respetuoso del Estado de derecho, declaró exequibles todas las normas sobre dichas materias. Y para no mencionar sino un ejemplo de las barbaridades jurídicas declaradas exequibles por la Corte Constitucional, se consagró que los menores entre los 14 y 18 años de edad que fueren capturados en estado de flagrancia, el plazo judicial para condenarlos sería sólo de nueve días, cuando para el resto de delincuentes regían las normas comunes del procedimiento penal con sus derechos y garantías para poder ejercer el sagrado derecho de defensa. Como si una captura en estado de flagrancia se constituyera en una presunción de derecho o indicio necesario de la culpabilidad. Fuera de todos los principios garantistas de un debido proceso, como el de la presunción de inocencia, el de contradicción, el de derecho de defensa y muchos otros más, se violaba así la categórica norma consti­tucional que prescribe que aaun durante los estados de excepción de que trata la ConstituCión en sus artículos 212 y 213, el gobierno no podrá suprimir, ni modificar los organismos ni las funciones básicas de acusa­ción y juzgamiento". Es decir, que por el solo hecho de ser unos me­nores de edad, se les cambiaron los procedimientos de acusación y de juzgamiento, cuando hasta los peores criminales disponen de meses y hasta de años para ser conducidos procesalmente hasta una sentencia condenatoria. Pero la mentalidad prevaricadora de una Corte Consti­tucional se negó a declarar inexequibles normas de tan flagrante vio­lación de la Carta Magna, por hacerle venias indebidas a otros órga-

. nos del poder público, en desmedro de la majestad de su encumbrada jerarquía constitucional. Como si al adolescente capturado en estado de flagrancia dentro de un estado de necesidad para la subsistencia propia o de su familia, y que no reclama una condena, como lo exigía el insólito decreto, sino una absolución, mereciera unos mayores rigo­res de la ley penal que el genocida, que el secuestrador, que el asesino.

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Para los adolescentes capturados en flagrancia se abolieron todos los derechos de defensa y garantías constitucionales y legales.

La frustración por ese abierto ataque a la Carta Magna, ataque da­do nada menos que por quienes tenían la obligación de preservarla y defenderla, desató la indignada crítica de uno de sus magistrados, el jurista Ciro Angarita Barón, quien dijo, apostrofándola: "Es frustran­te en alto grado, por decir lo menos, que sea precisamente la Corte, vale decir, la guardiana de la integridad y supremacía de la Constitu­ción, la misma que declara a todos los vientos que las aspiraciones de millones de colombianos a su normal funcionamiento de sus institu­ciones jurídicas y dentro de los marcos propios de la nueva legalidad, estdn aun lejanas'~ Esa Corte, decimos nosotros, de ingrata memoria, careció de grandeza histórica, traicionó los mandatos recibidos por la Carta Fundamental, golpeó con fiereza el Estado de Derecho y man­cilló la tradición civilista de Colombia. Esa exequibilidad de dichos decretos resultaba imposible constitucionalmente porque no se había cun1plido el requisito constitucional de una Ley Estatutaria que re­glamentara los Estados de Excepción. Y hasta dónde llegó en su atro­pello a la Carta Magna, que posteriormente declaró exequible el ar­tículo de una ley que abolía el hdbeas corpus, puesto que desnaturalizó la institución al decir que sólo se podía intentar ante el mismo funcio­nario que conocía del proceso, lo que hacía ineficaz el derecho, puesto que la garantía constitucional consistía precisamente en ejercerlo ante el funcionario judicial distinto para conocer sobre la viabilidad o no de la libertad. Se valieron de eufemismos, de tácticas perversas para desconocer el mandato constitucional del hdbeas corpus, el cual, preci­samente y por nuestra iniciativa quisimos elevarlo a rango constitu­cional para precaverlo de leyes y decretos arbitrarios y autoritarios. Con razón tres eminentes magistrados que salvaron su voto, los doc­tores Carlos Gaviria Díaz, Jorge Arango Mejía y Alejandro Martínez Caballero, dijeron en su salvamento de voto: "Es lamentable que por perseguir, con el celo de la Inquisición a una clase de delincuentes, se haya limitado, desvirtuándolo, el hdbeas corpus en perjuicio de todos los residentes en Colombia".

Por eso, antes de esta ley que en el fondo abolía la esencia del hdbeas corpus, se dejó intacto, pero con la maquiavélica determina-

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ción de que sólo un fUncionario podía conocerlo y radicado en la ciudad de Bogotd, cuando en forma terminante la Carta Fundamental había consagrado que se podía "invocar ante cualquier autoridad judicial". Este cinismo legislativo, esta manera perniciosa de violar la norma constitucional significó el que nunca se pudo invocar dicha figura jurídica, porque representó su abolición absoluta, porque simplemen­te constituyó una despreciable pantomima legislativa para encubrir la afrenta, para pretender disimular el burdo atropello a una institución que si~m~re ha ennoblecido el Estado de Derecho y dignificado las ConstituCiones que la han consagrado. Y por el contrario, en donde el hdbeas corpus es abolido y sacrificado en el altar de las razones de Estado, es porque quien así lo hace y lo cohonesta, está más cerca de la. filosofía fascista que de la rica cantera de los postulados y princi­pios que engrandecen los ideales democráticos de una N ación.

Para mayor asombro, la Corte Constitucional que funcionó en el ~ño 1994, declaró la exequibilidad, ¡quien lo creyera!, de un decreto de estado de sitio del año 1970, es decir, de 21 años antes de la Carta del año 91. Ese decreto consistía, entre otras decisiones, en la facultad para las autoridades de policía para poder proceder a la captura de personas sin previa orden judicial, cuando el nuevo Estatuto Consti­tucional ordenaba que nadie podía ser detenido sino "en virtud de mandamiento escrito de autoridad judicial competente, con las for­malidades legales y por motivo previamente definido en la ley", salvo los casos de flagrancia. Cuando quisimos darle respetuosa sepultura a la Constitución del 86, esta insolencia jurídica contra la Carta del 91, fue capaz de declarar conforme a los postulados de ésta, decretos de Estado de Sitio dictados dentro de la vigencia de aquélla. Y fue tan monstruoso ese atentado contra la Carta Política, que el mismo Di­rector Nacional de la Policía General Octavio Vargas Silva y el alto Comisionado para la misma, el jurista Adolfo Salamanca Correa, produjeron un comunicado público inmediatamente se conoció la sentencia de la Corte Constitucional, comunicado en el cual se re­glamentaba la puesta en práctica de la peligrosa sentencia, atenuando sensiblemente su aplicación frente a la categórica y arbitraria decisión de aquella Corporación. Y el mismo Defensor del Pueblo, doctor Jaime Córdoba Triviño, al comprobar los excesos y desmanes a que

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se estaba llegando con el citado fallo, lo increpó ~icien~o que. era "irracional, injusto, antidemocrático capturar y recluir a mi~es ?~ Ino­centes para buscar el encarcelamiento de un puñado de Individuos que la autoridad solicita". Allí empezaron la~ ~nfames redadas ~n los barrios populares pobres (porque nunca se hlCieron en los barnos de los ricos), lo que se hizo con tanto frenesí, autorizados nada men~s que por la Corte Constitucional, que hubo redadas hasta d~ tres mil personas en su inmensa mayoría inocentes, por lo cual el mismo De­fensor del Pueblo las recriminó diciendo que "no puede llegarse al extremo de hacer del territorio colombiano un gigantesco patio de reten­ción donde millares de personas permanezcan privadas de su libertad a la espera de que se establezca por la policía si hay o no contra ellas orden de captura'~

Volviendo al gobernante de turno, no contento con tanto atrope­llo a la Carta Magna, se atrevió a presentar al Congreso una Proyecto de Ley que lo facultaba para "regular los proce~imient~s judicial~s, y señalar los criterios excepcionales que deberdn aplzcar los ;ueces y tnbu­nales en el cumplimiento de sus funciones, dictar normas sobre valo­ración probatoria y establecer indicios que permitan justificar med~das de policía administrativa". Si quisiéramos detenernos a escrutar toda la perversidad jurídica de esta sola propuesta, llegaríamos a la conclu­sión de que en toda la tradición jurídica colombiana no se encontra­ría otra que se le pareciera. Aquí, para hacer una forzada síntesis, se proponía, en primer lugar, facultades para expedir códigos, una facu~­tad exclusiva del Congreso de la República y que n? po~ía ser .modi­ficado a través de una simple ley; se quería, a un Ejecunvo legislador absoluto en materias penales y de procedimiento; en segundo lugar, y ¡qué horror!, se reclamaban faculta~es p~ra. quitarle a ~os l:~eces la libertad de pensar y de tener sus propios cntenos en la aphcae1on de ~a ley, ya que en la sagrada función de administrar jus.tici~ sería el.Prest­dente de la República quien debería "señalar los crzterzos excepczonales que deberdn aplicar los jueces y tribunales en el cumplimiento ~e sus fun­ciones"; es decir, todos los jueces, incluyendo los de los Tnbunales y Corte Suprema de ] usticia sometidos a una dictadura intele~tual y jurídica encarnada en el gobernante de turno; creem_os que. n1 en el endemoniado régimen nazista, ni en las más oprob~osas dtctad.u~as fascistas que haya tenido el mundo, se pudo concebir una admtnis-

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tración de justicia más indigna, más sometida, más envilecida, porque para administrarla, de nada valía a sus jueces su propia conciencia, su apego a los principios universales del derecho y a los postulados natu­rales de la justicia, sino por lo que pensara el autoritario Jefe de Esta­do; en tercer lugar, se reclamaban facultades para establecer normas sobre valoración probatoria, es decir, ¡abajo las bibliotecas jurídicas", porque ya no se necesitarían a los grandes tratadistas de pruebas cri­minales que ha dado la humanidad, porque las directrices probatorias les seguirían llegando a los jueces de Colombia, desde el Palacio Pre­sidencial, por los amanuenses del gobernante, quienes sustituirían a CARRARA, a ENRICO FERRI, a BETTIOL, a CARNELUTTI, a FRAMARI­

NO, a GORPHE, a ELLERO, a DELLEPIANE, a MITTERMAIER, y a tantos maestros y sabios que en el mundo han sido; en cuarto lugar, se re­clamaban facultades para "establecer indicios que permitan justificar medidas de policía administrativa"; es decir, elaborar una teoría del indicio para sustituirla por el legado que en dicha materia nos han dejado en los dos últimos siglos los hombres consagrados a la ciencia del derecho y a despejar los caminos de la justicia.

V ale la pena recordar lo que fue el primer ignominioso decreto so­bre conmoción interior dictado al poco tiempo de la promulgación de nuestra Carta Magna. No había pasado un año de aquella fecha, cuando el mismo Presidente que quiso una Constitución de corte fascista, dictó un decreto violando abiertamente todas las prohibicio­nes constitucionales, porque pretendió censurar la prensa, implantar Consejos verbales de guerra para civiles, instaurar el terror de campos de concentración para los civiles y lugares de destierro para los mis­mos, cuando abogó por ello bajo el eufemismo para "delimitar zonas de confinamiento y dictar las condiciones de permanencia en las mis­mas", lo que equivalía al destierro y la imposición de residencia obli­gatoria en determinados lugares, poder ocupar industrias, fábricas, talleres, explotaciones, sustitución de jueces por empleados del Ejecu­tivo, expedir códigos y variar sus procedimientos.

Resultó ser tan universal el talante de inquisidor que tenía nuestro gobernante de ese entonces, que trajo profesores de EE. UU, Irlanda, Inglaterra, España y Francia para orientarlo en la lucha jurídica con­tra el delito. Y esa comisión a tan alto nivel instalada en el Palacio de la Inquisición, que en eso se había convertido la Casa de N ariño, le

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dio gusto a nuestro mandatario al proponerle invertir el principio uni­versal de presunción de inocencia por el de presunción de culpabilidad y mantener en secreto los testigos de cargo, fórmula tan escandalosa que pretendió herir de suma gravedad los postulados contrarios defendi­dos por las naciones civilizadas y proclamados a nivel universal tanto por la ONU como por los Pactos Internaciones de Derechos Civiles y Políticos aprobados en San José de Costa Rica.

Habríamos podido, y con qué placer intelectual y jurídico, escribir las merecidas alabanzas de nuestra Constitución o habernos concre­tado con disimulada vanidad a destacar las instituciones que se crea­ron por nuestra iniciativa o a nuestras diversas tesis jurídicas consa­gradas en normas de la Carta Política, pero creímos mejor, no obs­tante el inmenso desplacer de hacerlo, de mostrar apenas en una mí­nima parte, lo que ha sido hasta hoy el triunfo de las castas en el po­der, tanto en el ejecutivo como en el legislativo y el judicial, por romperle vértebras a la Constitución del 91. A pesar de los ataques que ella recibe con frecuencia y desde diferentes flancos; no obstante los poderosos enemigos y francotiradores que la acechan de continuo, no han podido herirla de muerte. Y no podrán conseguirlo, si la clase pensante del Derecho y los amantes de la Justicia y de la tradición civilista de Colombia, asumen la gratísima y honrosa misión de de­fenderla cuando quiera que surjan más amenazas contra ella, contra nuestra Carta Magna, una de las mejores del mundo, porque fue di­señada con rostro humano, porque en cada renglón escrito estaba entreverado el hombre con sus angustias y su esperanzas, con su debe­res y con sus derechos, con sus anhelos de Paz y de Justicia, y porque en ella, en la Constitución del año 91, palpita el alma de la N ación.

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Capítulo IV LA JUSTICIA, EL DERECHO Y EL AMOR*

* Conferencia en la ciudad de Pasto, con motivo de la fundación del Colegio de Abogados Penalistas de Nariño.

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Una de las más cautivantes y comprometedoras invitaciones que he recibido a lo largo de mi vida profesional de abogado, es la que rne han hecho ustedes tan generosamente para que hoy les hable sobre la íntima relación espiritual entre la justicia y el derecho con el amor. Yo hubiera querido tener para tamaño desafío intelectual, la más acendrada formación humanística para remontarme en los siglos pa­sados a todas las canteras del pensamiento universal y extraer de allí las más esplendorosas ideas que han acumulado los tiempos y con las cuales se ha enseñado a la humanidad que la justicia y el derecho no pueden estar divorciados del amor. Significaría ese un peregrinaje intelectual lleno de exquisitas sorpresas, porque sería el encuentro con todo ese quehacer filosófico y jurídico de quienes con su pensamiento contribuyeron a formar ese legado cultural que hoy es patrirnonio de todos los hombres. En ese apasionante recorrido por las páginas de la historia universal, tendríamos necesariamente que llegar a la edad de oro de las culturas clásicas del Derecho, como las de Grecia y de Ro­ma, para saber que en Aristóteles, Platón, Sócrates, de una parte, Pa­piniano, Celso y Cicerón, de la otra, sin faltar las Instituciones de Jus­tiniano, las Decreta/es de Gregorio I, las Reglas de Bonifacio III, y las Siete Partidas de don Alfonso El Sabio, de España, han sido para la posteridad del derecho y de la justicia, los sabios principios, áurea doctrina que ha embellecido la ciencia jurídica, porque siempre la quisieron resplandeciente de humanidad, tocada de espiritualismo, inundada de amor hacia el destinatario de las normas.

En esta incursión tendríamos también que llegar hasta el límpido abrevadero de las Sagradas Escrituras, al torrente espiritual de los Evangelios, para encontrar allí en Juan, Lucas, Marcos, Mateo, Eze­quiel, Isaías, Jeremías, Daniel, en los Salmos, y en los Proverbios, en las Epístolas y en el Deuteronomio, en los libros del Eclesiastés y de la Sabiduría, en todo ese hermosos caudal de enseñanza evangélica que le fue inspirada al hombre sobre la Tierra por el Supremo Legislador del Universo.

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Esta sería una descomunal empresa, pero parl'~un filósofo del dere­cho, como en verdad lo fue Luis Legaz y Lacambra, cuando al escribir sobre "El derecho y el amor", lo hizo con tanta profundidad y ampli­tud e ilustración, que casi resulta una audacia de la mente intentar decir algo distinto sobre lo mismo. Sin embargo, con mucha timidez vamos a hacer siquiera una aproximación al tema, pero dándole aquí a la palabra "Amor", una connotación amplia, aceptándola dentro del contexto de sus hermanas gemelas, por ese estrecho parentesco que las liga dentro del mundo del sentimiento humano, como la piedad, la caridad, la clemencia, la misericordia.

En un pequeño libro, El juez, de Rudolf Stamler, que debería ser a manera de breviario para todos los que administran justicia en el mundo, recuerda el autor que otro juez llamado Carlos Federico GOSCHELL, que vivió hace ya dos siglos en Alemania, al dejar por escrito para la posteridad todas las experiencias teóricas y prácticas en el ejercicio de su cargo que él supo desempeñar con la consagración y apostolado que se merece el abnegado ejercicio de tan sublime minis­terio. Recuerda Stamler, que para él, todo giraba en torno a una idea central: "La incorporación de la idea del amor a los problemas del derecho y la justicia", por lo cual llegó a concluir que "no existe dere­cho sin amor" y que "el derecho se identifica con el amor". Embele­sado, diría yo, con dichos planteamientos que apuntan más a lo espi­ritual que a lo jurídico del Derecho, enfatiza Stamler que en ese sen­tido, del "amor" como la verdad del Derecho, "no se pretende su­plantar el concepto del Derecho por la idea del amor, sino que se quiere que éste amor sea una descripción de la idea de justicia, una explicación de ésta idea". Por eso se explica el poema iluminado de Shiller: "¡Oh! texto amable de la ley, del Dios conservador del género humano, allí donde el férreo universo huyó del amor!". O los versos excelsos de Ruckert: "Sólo allí donde se enlazan la justicia y el amor se espía la culpa humana y se redime el pecador".

Ahora es Leibniz quien viene a decirnos que la justicia es "Charitas Sapientis", o sea caridad que sigue los dictados de la sabiduría. Y al agregar que es "Habitus Amandi Alios'', en la interpretación que de dicho pensamiento elevado hace Jesús Toral Moreno en su capítulo sobre "justicia y amor", en su apasionante "Ensayo sobre la Justicia", nos dice que resulta evidente que la justicia no se distingue del amor.

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Mucho es lo que ha ahondado la filosofía del derecho para tratar de llegar a comprender en su exacta dimensión este pensamiento de Leibniz sobre la justicia emparentada con la caridad. Esta concepción inquietó profundamente el pensamiento de Antonio Gómez Roble­do, quien en sus "Meditaciones sobre la Justicia", un Ensayo de sa­bias consideraciones filosóficas, nos dice que "afortunadamente la religiosidad de Leibniz, su amor por la· humanidad superaron fácil­mente esos obstáculos de orden metafísico para darnos una concep­ción de la justicia que es precisamente todo lo contrario de la clausura intermonádica". Y después, el mismo Gómez Robledo, al hacer un peregrinaje espiritual por toda la teoría leibniziana sobre la relación de la justicia con el amor, concluye: "A causa, pues, de nuestra socie­dad con Dios en la forma tan estrecha como acabamos de ver, la jus­ticia universal coincide totalmente con la piedad en el sentido clásico del término, como lo afirma Leibniz en su polémica con Pufendorf, quien trataba de limitar el derecho natural a la sociedad humana", que "es el amor, la caridad mejor dicho la que abre esta vez ventanas en las monadas, comunicándoles una intencionalidad amplia, tan activa, que no sólo abraza la totalidad de la perfección ética, sino que llega también al universo entero".

La justicia entonces se nos viene presentando como revestida de toda una filigrana amorosa, llevando en su mensaje los diversos acen­tos que la hacen trascender a lo humano de sus fines. Por eso su her­mandad con la caridad, la consideran gemela del amor, le encuentran parentesco con la misericordia y la clemencia, le atribuyen exquisitas afinidades morales con el sentimiento de la piedad. Tal vez esto fue lo que hizo decir a Jesús Toral Moreno en su "Ensayo sobre la Justicia": "Es obvio, que la justicia subjetiva exige alguna "dosis" de bondad, algún grado de amor a nuestros semejantes, pero también hemos ad­vertido que, en la esfera de los hechos de la realidad práctica, aún para el ejercicio de la justicia en su vertiente objetiva, no bastan la imposición de sanciones y la amenaza a la coacción, por lo cual la realización de actos justos, requiere, de ordinario, algo análogo del amor al prójimo o, en alguna medida, siquiera mínima, benevolencia hacia los demás hombres".

Bien cierto es que el hombre de hoy y el de siempre, está y ha es­tado muy lejos de este compromiso espiritual que nos fue dictado

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desde la sublime sentencia divina del "Amaos ld~ unos a los otros". Pero tal vez sea porque no hemos querido tener al menos esa inclina­ción que reposa dormida en el alma o escondida en los repliegues del corazón humano, la razón para que el mundo en que nos ha tocado vivir, respire tanto odio y venganza, se suma en tanta pasividad e in­diferencia frente al dolor ajeno, viva recorriendo caminos oscuros por donde no transitan sino las huestes del mal y los fieros batallones de la iniquidad y la desesperación.

Pero concentrándonos ya a la augusta misión que cumple el hom­bre al administrar justicia, valdría la pena preguntarnos cómo la im­parte, si al condenar a un hombre lo hace cumpliendo una simple rutina judicial, atendiendo al deshumanizado criterio positivista de consultar obsesivamente solo el texto frío de la ley escrita, o si por el contrario, tremendas angustias espirituales lo acosan cuando sabe que por su exclusivo y absoluto designio, un hombre tiene que perder su libertad por pocos o muchos años, y hasta su propia vida.

Es que dictar una sentencia condenatoria dentro de un proceso penal, es el cumplimiento de una tarea, el ejercicio de un oficio, tal vez el más amargo, el más ingrato, el más ímprobo que se le pueda haber asignado al hombre sobre la Tierra. Condenar a un reo, es par­tir en dos su vida, es ensombrecer el resto de su existencia que puede terminar allí, en la lobreguez de su celda, en la triste y miserable re­clusión de un presidio. Y si esto es así, ¿cómo puede el juez no sentir siquiera un poco de piedad por aquel hombre, que así haya cometido el más grave de los delitos, la más atroz de las conductas prohibidas, es un ser que merece mucha compasión, como mínimo, por no haber sido capaz de sobreponerse a la tiranía de sus pasiones, por no haber podido tener el dominio de las fuerzas ciegas que lo impulsaron hacia el mal?

Viene entonces al recuerdo todo lo que hermosamente enseñaba CARNELUTTI, cuando al hacer memoria de lo que para él fue un día estelar de su vida, decía que "Dios me permitió ver, a mi manera, que si el pintor no ama a su modelo, el retrato no vale nada, y si el juez no ama al inculpado, en vano cree alcanzar la justicia. Entonces com­prendí que ni la caridad está fuera del arte, como el problema del derecho, desde entonces, en lugar de resolverse se haya convertido en un misterio; pero mi espíritu logró, finalmente, la paz".

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Para poder llegar a estas alturas del pensamiento a las que alcanzó gozosamente CARNELUTTI; para poderse compenetrar de esta sublime filosofía sobre la comprensión de la caída del hombre, de su rompi­miento con la convivencia social, de su rebelión contra la armonía de los principios morales y éticos que debe regir la conducta humana, es preciso haber sentido rondar por los hontanares del espíritu, aquella gracia inefable que resplandece en la obra del verdadero cristianismo. De allí que el grandioso autor de "Las Miserias del proceso penal", al considerar que Cristo al colocar al preso, junto al enfermo, en la cima de la escala de los pobres, al hacerlo, hasta ahora, ha predicado en el desierto, porque en contraste con los progresos que ha alcanzado la humanidad con la medicina para el cuerpo, la medicina del espíritu sigue siendo muy incipiente. Y la causa de ello, tal vez se deba a lo que afirmaba el mismo Carnelutti: "Los sabios buscan el origen del delito en el cerebro: los pequeños no olvidan que, precisamente como ha dicho Cristo, los homicidios, los robos, las violencias, las falsifica­ciones, vienen del corazón. Es el corazón del delincuente al que, para curarlo, debemos llegar. Y no hay otra vía para llega a él sino por el amor. La cura de la que el preso tiene necesidad es una cura de amor ... ". Y agrega el más grande jurista del presente siglo: "El castigo no es en absoluto incompatible con el amor. El amor por el conde­nado no excluye en absoluto la severidad de la pena".

¿Condenar con amor, con caridad, con misericordia, con vivo sen­timiento de piedad, con espíritu de fraternidad, con compasión, será acaso mera sensiblería de ideólogos, puro sentimiento de teorizantes? Pues no. El hecho de que la realidad nos demuestre lo contrario, no avasalla el principio que ilumina todas las Sagradas Escrituras, embe­llece los Santos Evangelios, glorifica toda la Patrística y la Escolástica y es enseñanza gratificante de los grandes pensadores de la humani­dad y de los más excelsos filósofos del derecho. Se podría hacer un cautivante diccionario con las más preclaras sentencias, como la de Romagnosi: "Fría palabra es lo justo, sin el impulso moral de la cari­dad"; la de Radbruch: "La justicia que no está suavizada continua­mente por el amor lleva a la injusticia"; o la de José Vasconcelos: "Só­lo el amor comprende, y por ésto, sólo el amor corrige. Quien no se mueve por amor, verá que la justicia misma se le convierte en ven­ganza".

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Si uno se pusiera a rastrear en toda la filosofla antigua, principal­mente la que alumbró a la sombra de la Acrópolis en Atenas, allí en­contraría indudablemente el presentimiento de la verdadera justicia alimentada en el amor como la que vibra en el Nuevo Testamento. Es cierto que Platón, Sócrates y Aristóteles, por haber vivido siglos antes de la era Jesucristiana, no alcanzaron a conocer los resplandores del nuevo mensaje divino, pertenecían ya a la doctrina de Cristo en esta materia. Por ejemplo, Platón, según nos recuerda Kelsen, rechazó la doctrina del Antiguo Testamento de ojo por ojo y diente por diente, para proclamar que la nueva justicia era el amor. Y Aristóteles, para comprender que la Justicia como virtud, a pesar de su incomparable excelencia, no podía expresar cumplidamente la solidaridad social sin concurrir con la amistad, así lo declaró en su Ética a Nicómaco. En esta interpretación del pensamiento aristotélico, Gómez Robledo pudo decir en torno al mismo, que, "entre la justicia y la amistad (el amor podríamos decir), no hay, por supuesto, una línea divisoria rí­gida sino una zona intermedia que estaría cubierta precisamente para la equidad". Para agregar después que "son sentimientos de admirable elevación y con razón se ha visto en ellos la primera brecha, la prime­ra abertura amorosa en la lógica impasible de la justicia. Justicia y amistad son así, en las relaciones interhumanas, una etapa dialéctica en el proceso cósmico de esta sublime teología. De una y otra recibi­mos mejor su belleza y trascendencia cuando las contemplamos inser­tas en el gran poema que es el universo entero, y que "se forma por sí solo bajo el eterno influjo del pensamiento puro".

Podemos también afirmar que el amor en la justicia puede llegar a ser equivalente de la caridad en la misma. Y por eso, la primera, como virtud cardinal que es, tiene que ser hermana de la segunda, como virtud teologal. Y para que la primera cumpla cabalmente los fines que se le atribuyeron desde el mandato divino, tiene que estar abra­zada a la segunda, para resplandecerla y dignificarla. Sólo así puede sentirse el hombre como destinatario del sublime mensaje que brotó de las Bienaventuranzas y que quedó rubricado de amor hacia la humanidad sobre el ensangrentado madero de la Cruz en la tarde más sombría e ignominiosa que han conocido los siglos.

Tan compenetradas se encuentran estas dos virtudes, que Tomás Casares dice que la caridad es la plenitud de la justicia. Y si quisiéra-

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mos una representación realista de este pensamiento en el mundo que vivimos, bastaría echar una mirada sobre los cuatro puntos cardinales de la Tierra. No hay justicia en ninguna parte, porque hace falta la caridad. Lo sienten los pobres de Calcuta que sólo reciben el alivio de esas manos samaritanas de la divina Madre Teresa, esa mujer que más bien parece un retablo amoroso fugado de las Sagradas Escrituras; esa caridad que esperan y que han esperado siempre los niños hambrien­tos de Etiopía, las madres acobardadas de Cachemira y Camerún, los negros irredentos de Sudáfrica, los de Hiroshima y Nagasaki, las víc­timas injustas del horror del Vietnam, los mutilados de Beirut, los huérfanos y las viudas de ese infierno de Afganistán, los pordioseros que moran miserablemente al pie de todas las sinagogas y de los tem­plos, en las gradas de todos los palacios, al pie de todas las escalinatas y en los cinturones de miseria de las todas las urbes despiadadas, los afrentados y perseguidos indígenas de nuestra patria, todos los que en el mundo tienen hambre y sed de justicia. Quisiéramos convocarlos a todos, como en el estremecedor "Sueño de las Escalinatas" de Jorge Zalamea, para gritar desde aquí en un canto fúnebre y desolador, que el mundo está envenenado de odio y de venganza, porque en el cora­zón del hombre no se hospeda la caridad, no se anida la misericordia, no tiene su tabernáculo el amor. No han valido para nada las encícli­cas que fundan la justicia en la caridad y el derecho en el amor. Hace años, Paulo V1, terminando de cumplir su pontificado, proclamaba ante el mundo entero que "la justicia es la medida mínima de la cari­dad".

Tienen entonces la justicia y la caridad, trazado el mismo camino. O como lo decía Abelardo Rossi, ambas están enraizadas en la volun­tad como un sujeto propio, ambas deben andar completamente jun­tas y complementarse necesariamente. "La caridad -dice el filósofo del derecho- no dispensa de la justicia, la presume necesariamente. Más, a su vez, la asume, la engendra, la actualiza, la hace progresar ( ... ) El amor impulsa a cumplir con los deberes de la justicia, da el calor y la energía más profundamente humanos para instaurar estructuras más justas entre los hombres y liberar, transformando, situaciones de in­justicia". Y porque esto no se cumple, el mundo vive en guerra, s~ sublevan los pueblos, la rebelión en muchas partes del mundo, es casi un estado del alma permanente, por causa de legisladores que no tie­nen conciencia para hacer sus leyes, por razón de gobernantes insen-

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sibles .a los clamores del dolor y la desesperanza, por el motivo de que la sociedad de hoy sufre de una gravísima enfermedad del espíritu a cuya curación se niega, para poder mantener el reino de su injusticia y la apoteosis de su egoísmo.

Sin embargo, la Filosofía del Derecho sigue inmersa en ese adora­ble mundo donde subyacen las virtudes humanas, buscando desper­tarlas en la conciencia del hombre, para que la verdadera justicia te­ñida con aquellos sentimientos, se haga entre los hombres. Esa mi­sión tiene su aliento en la levadura evangélica, en las raíces hondas del cristi~nismo, en la palabra de verdad que ha resonado durante siglos, fundida en las retortas del espiritualismo de los grandes hombres de la historia universal, quienes por haber alcanzado esa inefable virtud, lograron dar un salto hacia la inmortalidad.

Por eso, otra de esas enseñanzas la recibimos de Santo Tomás, para quien "los preceptos de la justicia no bastan para conservar la paz y la concordia entre los hombres; es preciso, además, hacer reinar entre ellos el amor. La justicia basta a los hombres para impedir que uno cause dañe a otro, pero no puede hacer que un individuo reciba de otro los socorros de que tiene necesidad". Tal vez fue este pensamien­to el que inspiró al jusnaturalista Erick Wolff, para decir que el amor al prójimo es también la fuente mds pura de todo sentimiento jurídico, o para que Adolf Leinweber expresara que el amor es el gran impulso del derecho. Es ese amor que llevó a los padres de Vitoria y Las Casas, para que se legislara sobre el indio americano después del descubri­miento del Nuevo Mundo, con base en los derechos que tenían ad­quiridos de siglos, como poseedores de las tierras que habitaban y cultivaban; el mismo amor que llevó a la Reina Isabel la Católica, al dejar ordenado en su testamento que "no consientan ni toleren que los indios, ciudadanos y habitantes de dichas Indias y tierra firme ganadas o por ganar, reciban ningún detrimento en sus personas o en sus bienes; y que ordenen que sean bien y justamente tratados; y si sufriesen algún daño, que pongan remedio a ello". Esta es la humani­zación del Derecho por el amor de que habla Luis Legaz y Lacambra en un bello libro sobre "El Derecho y el Amor". Y que al terminar de leerlo, entre la fruición espiritual que producen sus páginas, se en­tremezcla el sentimiento amargo de que la humanidad ha permaneci­do casi siempre muy alejada de todos estos efluvios que podrían ate-

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sorarse en el corazón afligido de los hombres. De allí que el mismo Legaz y Lacambra proclamara con el encendido ardor de humanidad, que ante la situación anómala y de desamparo del delincuente, se le debería tratar con una mejor protección tutelar, no dándole a la pena "ese sabor de castigo de reacción vindicativa o retributiva, sino al contrario, con toda la dulzura amorosa, a la vez que con toda la inte­ligencia que sea posible, que es lo que se hace siempre que se procura remediar una necesidad o una desventura humana".

Si, en desventura humana, como lo afirma el filósofo del derecho, es cuando se condena a un hombre a sufrir una pena aflictiva de su libertad. Esa sentencia aprisionada entre incisos y parágrafos de los códigos, adornada con doctrinas y jurisprudencias, vaciada general­mente sobre párrafos y disquisiciones deshumanizados sobre los mó­viles del delito y la personalidad de su autor, jamás alcanza a com­prender todas las implicaciones y consecuencias que ella representa en el futuro existencial del reo.

Pero si desde el libro de la Sabiduría se elevó la plegaria llena de esperanza, para que ante el Supremo Juez fuéramos juzgados con mi­sericordia, ¿por qué no arropar también con esa virtud la justicia que se imparte entre los hombres? Está bien que se repudie el delito, que las acciones humanas cuando violan los principios de la convivencia social, sean rechazadas desde las instancias morales, éticas y jurídicas, pero el hombre que se anega en la maldad, el que se rebeló contra el orden establecido, el que por su propia voluntad ensombreció los caminos de su propia existencia, merece la compasión humana por la fatalidad de su destino, por haber sido abandonado de la gracia que acompaña a los hombres que recorren el camino del bien y de la bondad, porque en un momento aciago de sus triste discurrir por el mundo, no quiso seguir mirando hacia el norte de sus mejores sue­ños, sino hacia nublados horizontes de infelicidad.

Estas son ideas, que para decirlo con José Hijas Palacios, "donde a la par que se afirma el principio divino de la justicia, ponen de relieve cómo ésta va inseparablemente hermanada con la misericordia; ejem­plo vivo en donde el Juez ha de tomar su luz para perfeccionar la jus­ticia humana, juzgando con aquella misericordia que permitan tanto las leyes, como el bien de la sociedad, cuyo orden o equilibrio se rompió con la transgresión jurídica".

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No es misericordia que brota del simple sentimentalismo del hombre, sino que viene de los torrentes del Evangelio con destino al hombre para que empapado en ella, aprenda a juzgar a su semejante, sirviéndose de la ley escrita, quitándole el acento odioso de la misma y así saber transfigurarla en bondad más que en acrimonia. Fue la misma justicia que rociada de misericordia proclamó Jesús, cuando en la palabra de Mateo recriminó a los escribas y fariseos: "Estáis pendientes del detalle minúsculo de la ley y olvidáis las cosas más graves de la misma: El justo juicio, la misericordia y la buena fe".

Conviene entonces, por todo lo que hemos visto, como epílogo de este atisbo sobre el Derecho y la Justicia hermanados con el amor, con la piedad, y la misericordia, mirar siquiera una de las maneras de esa conjunción cuando se administra justicia en el campo penal. Po­dría bastarnos con decir que ese ideal quedaría cumplido, si por el sólo hecho de tener que condenar a un hombre, el juez sintiera cierta angustia al hacerlo. Y debería sentirla, porque saber que tiene a su disposición el ejercicio de un poder tan grande como el de privar de la libertad, tal vez hasta por el resto de la existencia del justiciable, es algo que no se debería hacer como cumpliendo un simple rito proce­sal, sino sintiendo que cada frase escrita en una sentencia condenato­ria, está llamando la voz de la conciencia y poniéndole sordina a la palabra estigmatizante y escarnecedora.

Por eso. Hijas Palacios, enriquecido de toda la fragancia espiritual que dejó su estudio sobre "La justicia y los jueces en la Sagrada Escri­tura", no pudo menos que concluir que al impartir justicia, debe hacerse con aliento de misericordia, "esto es, con amor, con compa­sión, calibrando la trascendencia de la resolución a que conduce la ley. Ya hemos advertido -agrega- que la misericordia tiene amplio juego en el campo penal, con los principios in dubio pro reo, favorabi­lia sunt amplianda et odiossa sunt restingenda; que la misericordia tomará en juego la personalidad del reo, la trascendencia del hecho, la perturbación social producida y la ofensa recibida por el perjudi­cado".

Un juez no puede ampararse en la ley para consumar una injusti­cia, ni su ciega obediencia lo puede conducir a infiltrarla de innecesa­rios relieves sobre la personalidad de su destinatario. Y si de pronto la ley es injusta, si no consulta realmente los fines que se ha propuesto,

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el juez debe proponerse suavizarla en su aplicación, atemperar los términos de la misma, para que su iniquidad desaparezca al momento decisivo de hacerla efectiva en la sentencia judicial. Tiene que liberar­la de los componentes normativos que la hagan odiosa y arbitraria, para que así el sumum ius summa iniuria no sea el sustituto de la equidad y la ecuanimidad.

Todo esto lo podríamos sintetizar diciendo que bastaría con que al Juez pudiera atribuírsele el título de ser un hombre justo. Con ello diríamos todo, porque si lo es verdaderamente, no puede estar des­prendido del amor y de la misericordia al juzgar a su semejante. Es lo que quería Don Quijote para Sancho, cuando le encomendó el go­bierno de la Ínsula Barataria. El premio que le dio al ignorante escu­dero, fue el de administrar justicia. N o lo instruyó en ninguna ley positiva, no le redactó ningún código que seguramente en su in­cultura no iría a ser capaz de comprender, sino que simplemente le aconsejó:

"Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez rigu­roso, que la del compasivo.

"Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.

"Al culpado· que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra y en todo cuanto fuera de tu parte, sin hacer agravio a la con­traria, muéstrate piadoso y clemente, porque aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia".

Podría decir alguno que esto no es sino una fantasía en la mente alucinada y delirante de Don Quijote, en el idealismo de una de las obras que más honda huella espiritualista han dejado en toda la histo­ria de la humanidad. Pero ya hemos visto cómo ello fue el reflejo y la enseñanza que nos vienen desde las mismas canteras del Evangelio; que fue el patrimonio moral y espiritual que se transmitió a todos los grandes pensadores de la historia; que fue el mensaje que se irradió por el mundo en pretéritas edades y que sigue siendo en el aquí y el

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ahora, el puerto de esperanza adonde deben confluir los hombres, para que toda la iniquidad que hoy ensombrece al universo, se con­vierta, por obra del amor y de la misericordia, en la verdadera justicia de la que tanto está sediento el género humano.

Por eso, Emil Brunner, al hablar sobre "justicia y amor" ha dicho que "dentro del mundo de las instituciones, el único medio que tiene de traducir su verdadera condición de cristiano, su amor, es actuar de un modo justo"; "la justicia es siempre el supuesto para el amor"; "sólo el amor garantiza que desaparezcan o dejen de actuar todos los motivos que se interponen en el camino de la justicia. El amor cum­ple todos los mandatos de la justicia, porque sabe ciertamente que él empieza su propia obra a partir de donde la justicia ha sido satisfe­cha"; "lo más que se puede pedir de las ordenaciones, de las institu­ciones, de las leyes, es que sean justas; mientras que, por el contrario, del ser humano se exige no solo que se comporte con justicia frente a los demás hombres, sino también, además, con amor".

Y ahora, conmemorando el primer centenario de la muerte de Francesco Carrara, el más grande artífice de la ciencia penal que ha conocido el derecho, conviene preguntarnos si también él alcanzó a iluminar su sabia doctrina con el acervo humanitario de estos princi­pios. Bien sabemos que él, siguiendo las huellas de BECCARIA, puso siempre su acento en la humanización de la ciencia de los delitos y de las penas. Para la posteridad supo adoctrinar a todos los jueces para que cuando inexorablemente tuvieran que llegar al dramático instante de tener que condenar a un hombre por haber quebrantado la ley positiva, lo hicieran con amor fraterno. Estas solas palabras suyas va­len por toda la armoniosa construcción científica de su obra:

"Sí, castigar, eternamente castigar es el destino inmodificable de la humanidad. Pero en el porvenir no se castigará ya con ímpetu de caprichosa locura, sino con amor fraterno; no se castigará ya envile­ciendo o aniquilando la personalidad humana, sino exaltando al hombre, por el camino del dolor, al sentimiento de la propia digni­dad, e induciéndolo al amor del bien; no se castigará ya para satisfacer fanáticas locuras o exigencias de tiranos, sino para proteger el orden eterno que Dios previó desde la eternidad y desde ella lo impuso al

/ h " genero umano .

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Si este bello ideal carrariano llegara a tener vigencia en la justicia de hoy y del mañana, el hombre que la imparta podrá estar más segu­ro de que hacia él se cumplirá el místico verso de San Juan de la Cruz: "En el atardecer de la vida, te juzgarán en el amor".

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Capítulo V ALTERNATIVAS A LA PRISIÓN*

*De la Revista Derecho y jurisprudencia, No. 1, Edit. Leyer, Bogotá, 2008.

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1.,

l. Introducción Es indiscutible que no obstante el auge preocupante de la crimina­

lidad y sus formas de refinamiento y hasta de tecnología, la ciencia jurídica y criminológica se afana por buscarle alternativas tanto a la detención preventiva como a la pena de prisión. Las razones para ello serían muchísimas. En primer lugar es necesario reconocer que la prisión está en crisis. Lo está, porque se ha abusado de ella a través de la ley, cuando se decreta para infinidad de delitos y de delincuentes que merecerían un tratamiento diferente. Está en crisis la prisión, porque los gobernantes no se han preocupado por la rehabilitación de los presos, por suministrarles oportunidades y medios para preparar su reingreso a la sociedad.

Está en crisis la prisión, por toda la criminalidad que allí se engen­dra, porque la cárcel es criminógena, porque allí, ni el Estado, ni la sociedad, ni la misma justicia ofrecen los medios necesarios para que los privados de la libertad no se sientan todos los días humillados y ofendidos, especie de maldita escoria humana que llevará el estigma de haber estado. intramuros carcelarios. Está en crisis la prisión, por­que sin hablar del sacrificio de la libertad, son más los perjuicios que beneficios que de diverso orden se le causan al detenido. Está en crisis· la prisión, porque no se la utilizó como la ultima ratio en el trata­miento del delito y del delincuente, sino que se la multiplicó con un generalizado criterio represivo por la simple y presunta violación de la ley, a lo cual se le suele agregar un acento retributivo anticipado de la sanción penal. Está en crisis la prisión, porque la mentalidad de los legisladores y de los gobernantes es la del facilismo de neutralizar con la prisión al delincuente, sin combatir las causas de esa delincuencia, sin una verdadera voluntad de volcar sobre prisiones unos eficaces equipos humanos, entre abogados, psiquiatras, psicólogos, religiosos, asistentes sociales, criminólogos, sociólogos, para encontrar la etiolo­gía del delito y atacar sus raíces; para tratar de recuperar al hombre que hay en el delincuente; para hacerle más llevadera la vida en la

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prisión; para hacer que se sienta una persona rescatable para su fami­lia, para la sociedad, para el Estado, para sí mismo. Todo lo cual nos hace recordar las palabras de JORGE KENT:

''Nunca antes vimos la prisión con deficiencias tan numerosas como graves, ni su descrédito ha sido mds uni­versal. Lo que necesitamos imperativamente en la actuali­dad, con mayor urgencia que nunca, es un nuez;o refor­mador penal un nuevo ]OHN HOWARD, que revise deta­llada y cuidadosamente toda la situación penal y sugiera los cambios indispensables. Para ello necesitard cantidades inagotables de inteligente comprensión y de sacrosanta pa­ciencia; la doble habilidad del político y del científico; por último, deberd pertenecer a ese grupo tan raro de verdade­ros pioneros, hombres de visión y sacrificio, capaces de pa­vimentar el nuevo camino que tendremos que seguir, a pe­sar de lo que sostengan los expertos y los profesionales de hoy. Es cierto que ese tipo de personajes -la levadura de to­da sociedad progresiva- no se prodiga en exceso y que sólo aparece en escena en enormes intervalos. Pero su aparición tampoco es imposible o milagrosa. Confiemos tan solo en que se haga presente lo antes posible ''t.

Si entendieran entonces los legisladores que la detención preventi­va y la pena de prisión no deben imponerse sino cuando sean absolu­tamente necesarias, el derecho penal y la criminología habrían ganado un terreno extraordinario dentro de los fines que cada uno persigue científicamente. U na sabia y ponderada reflexión y análisis haría que a las cárceles no fueran sino aquellos infractores de la Ley que de de­jarlos en libertad o de sustituirles la prisión, se crearía socialmente una fundada desconfianza en la fuerza coercitiva del derecho y en los fines superiores de la justicia penal. Frente a delitos que lesionan gra­vemente el bien jurídico tutelado, o de delincuentes que se han mos­trado reacios a las normas de convivencia, se les debe sustraer del seno de la sociedad para evitar que cometan mayores daños, para que la impunidad no sirva de mal ejemplo a otros delincuentes en potencia,

1 JORGE KENT, Sustitutos de la Prisión, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1987, pág.

115.

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para que quien ha violado la Ley penal tenga la oportunidad de saldar sus cuentas con la justicia y con la sociedad ofendida por su mala conducta. Pero nunca arrebatarles su libertad con un equivocado criterio de derecho penal de autor, sino cuando hayan sido captura­dos en flagrancia, hayan confesado sus delitos o los indicios en su contra tengan un mayor peso probatorio sobre su autoría y culpabili­dad.

Todo esto quiere decir, que la prisión preventiva debería ser algo excepcional, o al menos, de corta duración. Este es el pensamiento más coincidente en las corrientes doctrinarias más respetables de los dos últimos siglos. Precisamente, LUIGI FERRAJOLI, uno de los más grandes juristas contemporáneos, al hacer el recuento de ese pensa­miento luminoso y liberal sobre esta materia, ha dicho:

'~ .. Así, para HOBBES, la prisión provisional no es una pena sino un "acto hostil" contra el ciudadano, como "cualquier daño que se le obligue a padecer a un hombre al encadenarlo o encerrarlo antes de que su causa haya si­do oída, y que vaya mds alld de lo que es necesario para asegurar su custodia, va contra la ley de naturaleza': Para BECCARJA, "siendo una especie de pena, la privación de la libertad no puede preceder a la sentencia, sino en cuanto la necesidad obliga':· precisamente, "la simple custodia de un ciudadano hasta tanto sea declarado reo ... debe durar el menos tiempo posible y debe ser la menos dura que se pueda"; y "no puede ser mds que la necesaria o para impe-dir la fuga o para que no se oculten las pruebas de los deli­tos': Para VOLTAIRE, "la manera como se arresta caute­larmente a un hombre en muchos estados se parece dema­siado a un asalto de bandidos': De forma andloga se pro­nunciaron DIDEROT, HIANGIERI, CONDORCET, PAGANO, BENIHAM, CONSTANT, LAUZÉ DI PERET y CARRARA, denun­ciando con fuerza la "atrocidad': la "barbarie': la "injusti­cia" y la "inmoralidad" de la prisión provisional recla­mando su limitación, tanto en la duración como en los presupuestos, a las "estrictas necesidades del proceso" 2.

2 FERRAJOLI, Luigi. Derecho y Razón, Edit. Trotta, Madrid, 1995. pág. 552.

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A la tesis anterior puede agregarse que hay casi un consenso en los doctrinantes y en buena parte de las legislaciones latinoamericanas y europeas, sobre la inconveniencia de la ejecución de las penas privati­vas de la libertad de corta duración. Entre sus desfavorables conse­cuencias puede decirse que quienes no han padecido antes el ambien­te enrarecido de la prisión, con la pérdida de los valores morales al día, sin buenos ejemplos en ningún sentido, con todos los latentes peligros de ser víctima o victimario de algún delito, el cumplimiento de una pena corta traería enormes perjuicios al reo. Sin contar otros aspectos que se verían afectados con esa prisión, como el de la pérdi­da del trabajo que hubiera estado cumpliendo al momento del hecho, o cuando la familia se vería privada del jefe del hogar, faltándole por ello su autoridad, cuando no su propia subsistencia y la supresión de las actividades que pudieran haber estado cumpliendo los hijos, como la del estudio, por falta de los recursos económicos que suministraba el padre.

Desde luego que para poder llegar a una solución legislativa en es­ta materia, se necesita una especial cautela para poder discriminar en la forma más conveniente posible, aquellas conductas punibles que deberían sustraerse de una efectiva pena de prisión, para elaborar así una política criminal que sin desamparar los intereses de la sociedad por la sanción del delito, busque alternativas a la pena de prisión con la finalidad preponderante de unas medidas que tiendan a la preven­ción especial. En ese camino se debería pensar en aquellos hechos punibles que en mayor proporción lesionan bienes jurídicos indivi­duales y en los cuales las víctimas podrían estar interesadas en una conciliación, en un desistimiento, sobre la base de una indemnización de perjuicios.

Hay infinidad de ofensas a los bienes jurídicos tutelados por la ley penal, que sin mucho sacrificio del jus puniendi del Estado, éste po­dría estar más interesado en admitir un arrepentimiento del justicia­ble, en propiciar que éste enmiende siquiera en parte su falta contra la convivencia social, en permitir que en lugar de una pena de prisión, el acusado atienda a la víctima, cuando se trate de un delito contra la integridad personal, o que le restituya los bienes apropiados, si se trata de un hecho punible contra el patrimonio económico, o que le cubra los perjuicios ocasionados con la conducta reprochable, en caso

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de un comportamiento que la sociedad misma no miraría como una claudicación del Derecho o una permisividad intolerable de la justi­Cia.

Pensar en la prisión en forma indiscriminada, para todo el que habiendo sido autor de un hecho punible se le considere a la vez cul­pable del mismo, constituye un error muy grande de política crimi­nal, porque al aumentar en forma quizás innecesaria la población carcelaria, estará fomentando el hacinamiento, causa de tantos males. Piénsese, por ejemplo, en las prisiones que duplican, triplican o cua­druplican la capacidad para recibir reclusos, en cuyo caso todos verán suprimidos o limitados muchos de los derechos que tendrían sin di­cho hacinamiento.

No hay que escuchar entonces las voces draconianas que propug­nan por una represión sin contemplaciones al delito, por hacerle sen­tir siempre al delincuente el castigo por su conducta desviada, cuando hay formas alternativas, menos aflictivas, menos severas, menos traumatizantes, menos perjudiciales para ejercer un control social sobre el autor de la conducta reprochable. Es que no es lo mismo utilizar la fuerza punitiva de la ley contra quien ya es un veterano en los estrados judiciales, un inquilino de las celdas carcelarias que con frecuencia ha transitado por los prohibidos terrenos del Código Pe­nal, que quien llega allí por primera vez o es un joven que por espe­ciales circunstancias se vio involucrado en la comisión de un delito. El primero tal vez ya no sea susceptible de recibir perjuicios en su formación moral, pero los segundos seguramente que poseen unos valores y respetan unos principios que podrían verse en peligro en esa barahúnda y estrépito de las prisiones.

Pero es necesario destacar que las alternativas a la pena de prisión deben empezar a funcionar tentativamente desde los momentos pro­cesales en que podría haber lugar a la detención preventiva. Para ello deben entonces preverse sustitutivos a esta medida cautelar. De lo contrario, si el acusado debiera permanecer privado de su libertad hasta el tnomento de la sentencia, podrían ocurrir alguna de las si­guientes situaciones todas ellas perjudiciales para los fines persegui­dos: O ya el reo ha terminado o está por terminar de cumplir la tota­lidad de la pena impuesta, en cuyo caso sustituir la pena de prisión por otra medida procesal, significaría una burla a la institución y a los

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derechos del sentenciado, o ya el acusado habría sufrido en la cárcel todos los padecimientos y adversidades que la pena sustitutiva de prisión pretendía evitar. El ideal entonces sería que cuando se trate de alternativas a la pena de prisión, estén precisamente sometidas al principio de legalidad, para que desde el conüenzo de la instrucción, el acusado se encuentre por completo sustraído de la cárcel. N o vaya a ocurrir lo que no infrecuentemente sucede, que por diversas razones que no es la oportunidad de analizar ahora, los reos cumplen en de­tención preventiva todo el tiempo que habría de corresponderles co­mo pena en caso de una condena. Y lo más censurable: resultar ab­sueltos con una declaratoria de absoluta inocencia, después de haber cumplido la pena imponible privados de la libertad.

Con razón ha dicho FERRAJOLI:

"Yo pienso, por el contrario, que la misma admisión en principio de la prisión ante iudicium sea cual fuere el fin que se le asocie, choca de raíz con el principio de jurisdic­cionalidad, que no consiste en poder ser detenidos única­mente por orden de un juez, sino en poder serlo sólo sobre la base de un juicio. Por otra parte, todo arresto sin juicio ofende el sentimiento común de la justicia, al ser percibido como un acto de fuerza y de arbitrio. No existe, en efecto, ninguna resolución judicial y tal vez ningún acto de poder público que suscite tanto miedo e inseguridad y socave tan­to la confianza en el derecho como el encarcelamiento de un ciudadano sin proceso, en ocasiones durante años ... ". 3

Se podría anticipar que hay una constante legislativa sobre exigen­cias de una prognosis favorable en cuanto a que el acusado no volverá a delinquir, al menos durante el tiempo en que deba permanecer so­metido a la medida sustitutiva de la pena. Es la lógica y elemental contraprestación exigida, que cuando va acompañada en forma ex­presa de la condición de su cumplimiento so pena de ser revocada, constituirá sin lugar a dudas un motivo de coerción psicológica para la observancia de una ejemplar conducta. La amenaza expresa o im­plícita de la reversión de esa medida al cumplin1iento de una pena de prisión, es razón muy poderosa para abrigar fundadas esperanzas de

3 FERRAJOLI, ob. cit. págs. 555-556.

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los efectos preventivo especiales que se pueden conseguir con dichos sustitutos.

Pero además de la prognosis favorable, debe tenerse en cuenta la escasa gravedad del delito, la poca intensidad del injusto, si busca realmente la rehabilitación del reo, o evitarle el estigma de la cárcel, o procurar la protección de la familia, o la preservación del trabajo. En suma, es necesario mirar al pasado y al presente del acusado, para que sirviendo a manera de premisa mayor y menor del silogismo, conclu­yamos que al eximirlo de la pena de prisión, no estamos exponiendo seria y gravemente a la sociedad a ser víctima nuevamente de la des­ordenada conducta del reo. En estas consideraciones no necesaria­mente se deberían tener en cuenta los antecedentes judiciales del jus­ticiable, sino su personalidad en conjunto, para no caer en un censu­rable determinismo criminológico, en la revaluada tesis de la peligro­sidad social. Negar un subrogado penal o una medida alternativa de la pena de prisión con el argumento de la peligrosidad del procesado, sería regresar a épocas ya superadas por el derecho penal y la crimino­logía.

Otra exigencia que nunca debería hacerse en forn1a absoluta para acceder a la medida alternativa de la pena, es la de la reparación del daño causado, la indemnización de los perjuicios derivados de la conducta punible. Colocarla como condición sine qua non de la medi­da, sería un grave error de política criminal, porque estaría permi­tiendo un injusto favoritismo hacia las clases pudientes económica­mente, mientras que apartaría a los más insolventes del mismo bene­ficio. Repugnaría al Derecho, a la conciencia jurídica de una nación, a elementales principios de justicia y de equidad, que frente a la mis­ma violación de la norma penal, uno pudiera sustituir la pena por una reparación de perjuicios a la víctima y quedar en libertad, cuando el otro, al no poder hacer lo mismo, tendría inexorablemente que ir a la cárcel. A no ser que esa reparación se cumpliera pero teniendo en cuenta la capacidad económica de cada uno de los infractores de la ley, en cuyo caso el rico lo haría en forma mucho más generosa que el pobre.

Es obvio, como se ha dicho ya, que para acudir a este recurso de política criminal deben tenerse en cuenta dos criterios, el uno objeti­vo relacionado con la naturaleza y gravedad del delito, y el otro subje-

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tivo, que tiene que ver con la personalidad del reo, con las probabili­dades mayores de que sabrá hacer uso correcto de la medida alterna­tiva, fundamentalmente en el hecho de no cometer un nuevo delito y cumplir con todas las obligaciones que se le hubieran impuesto y es evidente que para la prognosis de no reincidencia se tienen que anali­zar muchos factores, según el delito de que se trate. En lo posible se debería sustraer al acusado del ambiente propicio a reincidir, para que de dicha manera no vayan a debilitarse los frenos y las fuerzas que lo mantienen dentro de un propósito de prevención especial.

2. Alternativas a la prisi6n

a) Medidas compensatorias

Una medida alternativa a la prisión, que podríamos denominar de doble vía o de doble efecto, porque tiende a favorecer tanto a la víc­tima como al victimario, es la indemnización de perjuicios ocasiona­dos con el hecho punible. No dejando de reconocer que puede pres­tarse a tnuchas injusticias, no por ello una eficaz política criminal sobre prevención especial puede sustraerse del ordenamiento jurídico. Esa indemnización de perjuicios nunca debe quedar desde luego a criterio de la víctima, porque naturalmente su tendencia sería a exa­gerarlos, sin descartar el riesgo del chantaje al reo para tratar de obli­garlo a acceder a sus pretensiones. Deberá ser entonces una facultad exclusiva del funcionario la fijación de esos perjuicios.

Hay muchos hechos punibles en que la sociedad no estaría intere­sada en su sanción; en que la administración de justicia miraría con mejores ojos una compensación económica por el daño ocasionado en lugar de llevar al acusado a la prisión; en que el ofendido recibiría mayores satisfacciones por la indemnización que por el encarcela­miento.

En efecto, hechos punibles en que el bien jurídico tutelado no traspasa o traspasa levemente los límites individuales o familiares, podrían dejarse a una conciliación entre las partes, mediante una jus­ta indemnización económica; de igual manera podría ser el trata­miento para aquellas conductas punibles en que la misma adminis­tración de justicia encontraría una respuesta adecuada allesionamien-

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Alternativas a la prisión

to del orden jurídico; o como en una buena suma de casos por delitos contra el patrimonio económico, en los que la víctima preferiría una compensación económica proporcionada a la cuantía del perjuicio recibido. De igual modo se podría hablar de los delitos culposos, en­tre ellos el homicidio y las lesiones, en los que los herederos o las víc­timas no tendrían por qué sentir una especial predilección por la cár­cel para el responsable, sino que éste se encuentre en condiciones de una indemnización económica satisfactoria.

Como en ésta hipótesis no serían infrecuentes las situaciones de insolvencia para cumplir aquellos fines por parte del acusado, tenien­do voluntad para ello, la medida podría ser sustituida por otra, ya que no resultaría justo el que por amparar los derechos de la víctima, se fuera a sacrificar una política que el legislador en su momento consi­deró prudente y aconsejable. A lo que nunca debería llegarse en la legislación de ningún país es a convertir la medida sustitutiva, cuando no pudiere cumplirse, por la de prisión. A no ser un caso grave de reincidencia. Recordaría la prisión por deudas excluida del derecho penal contemporáneo. Sería verdaderamente aberrante el que por un hecho punible que el mismo legislador consideró que no reclamaba para su autor una privación de su libertad, fuera a perder ésta por su estado de indigencia, por su reconocida y probada insolvencia dentro del proceso penal. Alguien con sobrada razón podría decir que se trata de la libertád para los ricos y la cárcel para los pobres. O que se trataría de una legislación elitista que así fuera en forma indirecta estaría violando el principio rector de la igualdad ante la ley, ya que si a todos se les ofrece la misma oportunidad, unos pocos podrían aco­gerse a ella. Como en la famosa ironía de ANATOLE FRANCE cuando recuerda que la ley le permite tanto a los ricos como a los pobres, pedir limosna en las calles de París o dormir bajo los puentes del Sena. Por eso los legisladores deben preocuparse por expedir leyes que verdadera­mente consagren alternativas a las penas de prisión, pero sin hacerlas igual o más aflictivas, ya que se correría el riesgo de un fin retributivo de la misma, en lugar de la prevención general y especial que se conseguiría con las medidas alternativas. Por eso bien vale la pena recordar las recomendaciones que a sus miembros hizo el VI Con­greso de las Naciones U ni das sobre "Medios alternativos del encarce­lamiento":

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"1) Examinen sus legislaciones con miras a hacer des­aparecer los obstdculos legales que se opongan a la utiliza­ción de los medios alternativos del encarcelamiento en los casos pertinentes, en los países donde existen tales obstdcu­los; 2) establezcan nuevos medios alternativos de la senten­cia de encarcelamiento que puedan aplicarse sin riesgos innecesarios para la seguridad pública con miras a incor­porarlos a la legislación; 3) se esfUercen por destinar los re­cursos necesarios para la aplicación de sanciones alternati-vas y garanticen, de conformidad con sus leyes nacionales, el uso adecuado de dichas sanciones en la mayor 1nedida posible, en particular teniendo presente la necesidad de responder a las necesidades concretas de los grupos desfavo­recidos y vulnerables en ciertas sociedades; 4) examinen medios para hacer participar de manera efectiva a los di­versos componentes del sistema de justicia penal y a la co­munidad en el proceso permanente de elaborar medios al­ternativos del encarcelamiento; 5) fomenten una partici­pación mds amplia de la comunidad en la aplicación de medios alternativos del encarcelamiento y en las activida­des destinadas a la rehabilitación de los delincuentes; 6) evalúen procedimientos jurídicos y administrativos cuya finalidad sea reducir, en la medida de lo posible, la deten­ción de las personas que se encuentran en espera del juicio o de sentencia; 7) desplieguen esfUerzos para informar al público de las ventajas de medios alternativos del encarce­lamiento, con objeto de fomentar la aceptación de estas medidas por parte del público':

Siendo recomendaciones todas de mucha importancia, vale la pena considerar un poco la última, ya que si la misma sociedad además de ser comprensiva del sustituto de la prisión, colabora en alguna forma para que la medida alcance los fines esperados, indudablemente que los resultados serán muy positivos. Porque si esa misma sociedad se encarga de perturbar en alguna forma el pacífico cumplimiento de la medida alternativa, seguramente que ésta no alcanzará sus frutos y hará incurrir al reo en el riesgo de la reincidencia. Este fenómeno de la reincidencia es bueno anotarlo de paso, se debe en buena parte a la

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sociedad que cuando el reo vuelve a los caminos de la libertad, des­pués de haber cumplido una pena de prisión, le vuelve la espalda, lo rechaza, le niega las oportunidades de una resocialización, lo estigma­tiza para la ocupación de un oficio lícito, etc., por lo cual los ánimos apacibles y la decisión reconciliadora con la sociedad, se transforman nuevamente en rebeldía, en enfrentamiento, en discordia, en pugna de intereses.

b) La multa Esta pena sustitutiva a la prisión sería de mucha eficacia si fuera

sometida a una reglamentación adecuada a las circunstancias del hecho punible y del sujeto pasivo de la acción penal. Porque no debe nunca olvidarse que las penas, cualesquiera que ellas sean, deben res­petar el principio de la proporcionalidad, según haya sido la gravedad del hecho punible y el grado de culpabilidad del autor.

Desde luego que frente a la presencia del mismo delito, la cuantía de la multa no puede tampoco ser la misma, porque de hacerlo así se irrogaría una iniquidad al sujeto procesal de menores o escasos recur­sos económicos. En tal virtud, debería siempre existir una discrecio­nalidad por parte del funcionario judicial respectivo, quien nunca debería imponer una multa en condiciones tan gravosas que el acusa­do no estuviera en condiciones de poder satisfacer. Eso sería un acto de deslealtad procesal, si no de muy mala fe, porque valiéndose del poder punitivo que está a su discreción, el juez habría utilizado toda su autoridad para burlar la misma Ley, para traicionar los intereses legítimos del procesado.

Esta pena sustitutiva a la de prisión resulta aconsejable en infini­dad de hechos punibles que no han trastornado hondamente la con­ciencia social y cuyo bien jurídico lesionado es de aquellos que admi­ten algún grado de reparación sin tener que apelar al encarcelamiento con todas sus deplorables secuelas, como lo ha advertido juiciosamen­te JORGE KENT, al decir:

"Es irracional someter a todos los delincuentes a la mis­ma disciplina de hierro y así es como se ha preguntado si no sería posible encontrar sustitutos a las innumerables penas de prisión de corta duración que los tribunales de represión pronuncian hoy en día en todas partes. Las penas

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de corta duración son onerosas porque, en fados los países, la manutención del detenido en la prisión cuesta dinero al tesoro público. Son inútiles, porque una pequeña estadía en la prisión, sea cual fuera la perfección del régimen pe­nitenciario, no será jamás un medio de enmienda ni de regeneración. Las penas breves no tienen eficto intimidati­vo sobre los delincuentes endurecidos que, en general cuando la detención es de corta duración, se encuentran mejor en la cárcel que en su casa. Son nocivas para los in­dividuos dotados aún del sentimiento de honor porque de­gradan y descorazonan al detenido, lo sustraen a la com­pañía de sus hijos y de sus amigos, debilitan en él la no­ción de dignidad personal y, en muchos casos, le privan de su empleo o de sus clientes o le empujan al alcoholismo y el vagabundaje ". 4

En lo transcrito hay toda una filosofía sobre política criminal cu­yos ideales no han podido cumplirse en una buena parte de las legis­laciones, porque el criterio represivo de la libertad individual es el que ha prevalecido en la mentalidad legisladora. Sin embargo consuelan posiciones como la de la Corte Constitucional de Italia cuando con referencia al quebrantamiento de la pena de multa con la consecuen­cia de su sustitución por la de prisión, declaró inconstitucional la norma que así lo consagraba. Por lo cual, frente a la probada insol­vencia del acusado para responder por la multa impuesta, jamás se debería apelar a la prisión, porque resultaría aberrante e injusto que la pobreza del ser humano fuera factor preponderante para convertirse en inquilino de una prisión. Más bien se debería pensar, dejándolo a discreción del juez y tal vez convenido con el mismo acusado, que éste asumiera un trabajo de utilidad social, de beneficio público no remunerado, desde luego bajo el control y vigilancia judicial. De to­das maneras, la prisión debería ser la última ratio a que tuviera que acudir el juez, en caso de una desafiante rebeldía del acusado en so­meterse a la pena sustitutiva.

Ese trabajo al servicio de la comunidad tendría indudablemente más ventajas que la misma multa, porque en muchos casos sería el camino hacia una verdadera resocialización, a la reinserción en la so-

4 KENT,Jorge. Ob. cit, pág. 43.

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ciedad. Por eso ha podido decir ÁNGEL DE SOLA DUEÑAS (y otros) que "nos encontramos ante una pena sustitutiva de libertad que parece concitar las esperanzas de la moderna política criminal. Realmente, reúne una serie de condiciones que la configuran como alternativa capaz de evitar la desocialización del condenado, permitiéndole adqui­rir en algunos casos el hábito laboral y conectándole con el mundo social en lugar de apartarle de él. Sin embargo, a nadie se le oculta que es una sanción con numerosos problemas de aplicación práctica, que obligan a delimitar sus características con especial cuidado"s.

Si bien es cierto que en Alemania la multa representa un 80o/o de las medidas impuestas, tiene dicha política la desventaja de que si no se cubre, por la razón que sea, se sustituye por la de prisión. Lo que en el fondo le da un cierto tinte elitista, ya que quienes estarían más cerca a darle cabal cumplimiento serían los sujetos procesales de hol­gada solvencia económica. Lo que no deja de constituir una implícita desigualdad ante la ley, ya que si el pobre por el hecho de serlo tiene que pagar con pena de prisión la falta cometida, lo más probable es que la prisión no le va a producir ningún beneficio, ni a la sociedad, ni a la justicia. Y es que si el mismo legislador previó que si ante el bien jurídico lesionado no se justificaba que su autor tuviera que ir a la prisión, sino simplemente satisfacer la multa exigida, fue porque tanto la poca gravedad del delito, el grado menor de culpabilidad del autor, lo mismo que la prognosis positiva sobre su buen comporta­miento futuro, hacían innecesaria la prisión. Un error de política criminal sería entonces no dejar otra alternativa distinta a la prisión, el incumplimiento de la pena de multa.

Sobre el particular, son oportunas las palabras de KENT, porque re­flejan uno de los problemas más delicados que se pueden presentar en la praxis judicial: Resultan, pues, sanciones económicas, tanto desde el punto de vista dinerario, cuanto del personal afectado y, por sobre­todo, humanitarias habida cuenta que ocasionan un daño mínimo al ocasional infractor.

"Entiendo, por obvias razones, que deberían ser im­puestas en mérito a la capacidad económica del penado y al influjo de una dosificación que le permita enfrentar el

5 DE SOlA DUEÑAS, Ángel y otros. Alternativas a la Prisión, P.P.P., Barcelona, 1986,

pág. 62.

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pago, en aras de ensamblarlo en condiciones de poder sa­tisfacer la conminación evitdndose que se tome en una so­lución inalcanzable y proclive a un agravamiento o muta­ción de la pena "6.

e) La probation

Es una institución que ha arraigado principalmente en la legisla­ción anglosajona. Es muy semejante al subrogado penal de la conde­na de ejecución condicional que tan generalizada se encuentra en las legislaciones latinoamericanas. N o hay en el fondo una sustitución de penas, sino que únicamente se suspende el pronunciamiento de la condena a condición de que el acusado cumpla determinadas obliga­ciones que se le imponen, so pena de tener que someterse a la prisión para la prosecución del proceso, declaratoria de culpabilidad y fija­ción de la pena. Es entonces un período de prueba que se le exige al procesado, fundamentalmente la de no reincidir en el delito. Cum­plida a entera satisfacción de la justicia ese período de prueba, que no debe ser inferior ni superior al monto de la pena imponible, se debe declarar judicialmente como cumplida en su totalidad, se debe consi­derar que esa pena ya resulta innecesaria, por cuanto el acusado ha podido dar demostraciones evidentes de su resocialización, de que no representa peligro alguno para la sociedad, por lo cual ésta se debe considerar plenamente satisfecha por el tipo de reacción jurídica utili­zada contra el delincuente.

A nuestro juicio, y mirándolo desde el punto de vista de su in­fluencia psicológica sobre el reo, se trata de una institución que pro­pende por una eficaz prevención especial. El acusado sometido a un período de prueba, con una amenaza permanente de tener que regre­sar a la prisión a cumplir la pena que se le imponga si no cumple con las obligaciones contraídas, tiene que recibir con ello un estímulo muy grande para abstenerse de regresar a los caminos de la delin­cuencia. A no ser que se trate de un enfermo mental que no tenga el suficiente control y autodominio de su voluntad, o una persona irresponsable de sus deberes y obligaciones para con la sociedad, su familia y consigo mismo, o ya muy absorbido por el ambiente delin-

6 KENT, ob. cit., pág. 85.

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cuencial, seguramente que día a día, hora a hora se esforzará para no incurrir en la reincidencia, por demostrar que realmente sí se había hecho acreedor al beneficio consagrado en la ley, que no defraudará ~as esperanzas que en su buen comportamiento futuro se forjaron sus JUeces.

Esta medida constitutiva simplemente de suspensión de la pena, es una oportunidad que le suministra la ley al justiciable para que acepte la condición y el reto de ser impermeable a las influencias del delito mientras transcurre en libertad todo el término de la pena que habría de merecer. Por eso se ha dicho que la probation ha sido definida co­mo "una modalidad de penalización de fundamento sociopedagógi­co, caracterizada por una combinación de vigilancia y de asistencia. Es aplicada en régimen de libertad a delincuentes seleccionados en función de su personalidad criminológica y de su receptividad hacia un régimen cuyo fin es el de dar al sujeto la posibilidad de modificar su forma de vivir en sociedad y de reinsertarse en el medio social que estime adecuado sin riesgo de contravenir de nuevo una norma pe­nal"7.

A pesar entonces de las similitudes, una diferencia sustancial con la condena de ejecución condicional, es que al paso que en ésta hay pronunciamiento judicial de sentencia condenatoria, la cual se sus­pende por las razones de ley, mientras que en la probation lo que se suspende es el pronunciamiento de la sentencia condenatoria con su declaración de culpabilidad del autor de los hechos. Tiene entonces la enorme ventaja y beneficio sobre la llamada condena de ejecución condicional, que a diferencia de ésta, el reo no tiene que soportar el estigma de una condena, lo que implicaría un serio gravamen moral en su vida personal, familiar y social. Le quedaría como antecedente judicial, que mañana podría ser tenido en cuenta para agravarle su situación jurídica en otro proceso penal. De ahí que refiriéndose a esta institución haya dicho KENT lo siguiente:

'~ .. Tengo ademds el firme convencimiento de que resul­ta posible, siempre en los supuestos de delincuentes prima­rios, obtener la resocialización, lograr su recuperación co-

7 Cita de ÁNGEL DE SOLA DUEÑA y otros, ob. cit., pág. 71.

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mo ser útil en el seno de la sociedad, eviffr la posibilidad de que reincida en el delito, sin que resulte imprescindible la total tramitación del proceso hasta alcanzar sentencia que declare culpabilidad e imponga condena. Sentencia que importa una carga de efectos dañinos para el conde­nado, cargándolo con un estigma inconveniente que lo agobia y obstaculiza en su reinserción social':s

Por eso, sin apelar a la pena de prisión, este sistema puede recon­ducirnos a una favorable política criminal que pueda salvar al hombre que hay en el delincuente, rescatarlo para la sociedad prestándole la asistencia necesaria con esos fines. La vigilancia que será necesario mantenerle para el debido control de sus obligaciones para poder beneficiarse de la medida, deberá cumplirse con la mayor prudencia posible, sin innecesaria notoriedad, sin hacerle sentir a él, a su fami­lia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, que está disfrutando de una libertad muy precaria, que todavía tiene sobre sí la amenaza de una pena y el peligro de la prisión.

Si el reo analizara el inmenso contraste de las alternativas que le ofrece la ley, entre la prisión y la libertad, un amargo remordimiento le quedaría a su vida si por no poder manejar esta libertad condicio­nada, sucumbe en la prisión. Por eso la sociedad tiene que participar y ser solidaria con los buenos propósitos de reinserción del procesado, porque de no hacerlo así, éste podrá rebelarse nuevamente contra ella, y ya por un motivo más, por haberle negado su ayuda, por haberlo rechazado en sus buenos propósitos de servirle a la comunidad. Por eso ha dicho KENT:

"Muchos estudiosos de esta disciplina están absoluta­mente convencidos que la probation es la más importante y provechosa modalidad de tratamiento en libertad pues sus grandes ventajas no solo benefician al delincuente, sino también a la comunidad A aquél lo exculpan de las lace­rantes consecuencias de la cárcel de la pesadumbre que implica el encierro y del sentimiento de abominación e in­docilidad contra la sociedad, resguardándolo del ignomi­nioso estigma carcelario que, obviamente, también se ex-

8 KENT, ob. cit., pág. 93.

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tiende a su propia familia, envileciéndola, al par de culti­var sus hábitos ocupacionales" 9.

En algunas legislaciones se habla de la "suspensión del fallo", prin­cipalmente en favor de delincuentes primarios o menores de veintiún años, para buscar con ello que esa sentencia condenatoria de la cual se prescinde, no vaya a jugar un papel desmoralizador en la vida futura del procesado, antecedente que además puede afectarlo para muchas de sus actividades laborales en las cuales, por ejemplo, le exijan el llamado certificado de policía o de buena conducta anterior. La fór­mula más generalizada es la de declarar en todo caso su culpabilidad, pero prescindiendo de dictar la condena correspondiente. Los requisi­tos para ello son muy variables, según sean los criterios restrictivos o liberales de los legisladores.

Como resulta apenas obvio suponerlo, las finalidades que se bus­can son las de la prevención especial, ya que la aspiración de la ley es la de evitar la recaída en el delito. Por eso se deben disponer los me­dios adecuados para que el procesado no bordee esos peligros, para que se mantenga lo más alejado posible del riesgo de la reincidencia. Creemos entonces que la amenaza latente de recibir una condena a pena privativa de la libertad, servirá en una buena mayoría de ca­sos a que la buena voluntad del procesado esté siempre dispuesta a evitarla.

Consideramos que con llegar procesalmente hasta la etapa de una declaratoria de culpabilidad, es una condición conveniente a los fines perseguidos de la resocialización. Al hacerlo así, el procesado se senti­rá implícitamente condenado a una pena de prisión, lo cual le hará sentir el enorme compromiso consigo mismo para evitar que la justi­cia, en vista del no cumplimiento de las obligaciones impuestas, tenga que llegar al caso extremo de revocarle los beneficios para en su lugar imponerle una pena privativa de la libertad. Esa declaratoria de cul­pabilidad sin pronunciamiento de condena, indudablemente que representa una formidable coacción psicológica en el procesado y que lo obligará en la mayoría de los casos, a observar una conducta com­patible con las exigencias de la convivencia social.

9 KENT, ob. cit., pág. 60.

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Caso distinto es cuando se dicta la sentenci;~ se fija la pena que se deja en suspenso, en cuyo caso pueden variar los requisitos para ad­mitir esta modalidad, pero lo que no podrá faltar, por ser de la esen­cia de estas instituciones, es la prognosis favorable al comportamiento futuro del reo, quien se obligará a no cometer un nuevo delito. Es lo que en forma muy semejante ocurre cuando existe la llamada amones­tación con reserva de pena, en donde también hay declaratoria de cul­pabilidad y señalamiento expreso de una pena que no se ejecuta, sino que se releva de su cumplimiento previa una amonestación para so­lneterse a cumplir ciertas obligaciones y adquirir el compromiso de no reincidir en el delito. Y una fundamental diferencia entre la sus­pensión del fallo y la suspensión de la condena, es que el primero es una solución más benévola para el reo que la suspensión de la conde­na, evitándose el grado de estigmatización que supone la existencia de una condena, aunque sea suspendida en su ejecución. Ello obliga a plantearse que existen dos grupos diferenciados de casos respecto de los cuales está prevista cada una de estas opciones, de modo que para uno de ellos sea aconsejable evitar los antecedentes penales, y en cuanto al otro, sea necesaria la constancia de la condena.to

Un asunto que no puede perderse de vista es el relacionado con la víctima del delito. A sus espaldas y violentando sus derechos dentro del proceso penal, no se puede acordar sustitutivos de la pena sin que estén plenamente garantizadas las respectivas indemnizaciones de perjuicios. Pero llegar a una conclusión sobre el particular tampoco es nada fácil, ya que todo depende de la medida sustitutiva a imponer. No hay ningún problema cuando a raíz de una sentencia condenato­ria con fijación de pena de prisión, se exija para la sustitución por otra menos aflictiva y con tendencia resocializadora, satisfacer el pago de los perjuicios ocasionados con el hecho punible. Caso bien dife­rente es cuando precisamente la medida sustitutiva consiste en la sus­pensión del fallo a condición del cumplimiento de las obligaciones impuestas al reo. En este caso, se estaría obligando a una indemniza­ción de perjuicios sin haber sido previamente condenado, cuando lo normal y consecuente es que esa indemnización sea consecuencia de la condena penal. Para algunos, esa indemnización a la víctima podría

1° Cfr. DE SOLA DUEÑAS, Ángel. Ob. cit., pág. 156.

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significar una implícita aceptación de la culpabilidad, cuando otros podrían pensar que es una cierta coacción de la ley para que el acusa­do se incline al cumplimiento de esa obligación a fin de verse favore­cido con la medida sustitutiva. Sea lo que fuere, creemos que sin el pronunciamiento de la condena se puede perfectamente dejarle al acusado la opción de sustituir la eventual pena que podrían imponer­le, a cambio de satisfacer adecuadamente y dentro de sus capacidades económicas, los perjuicios ocasionados a la víctima. Por lo menos así está previsto en la legislación colombiana, ya que desde la misma eta­pa de instrucción, cuando apenas se está en la etapa de la detención preventiva, ante cierto tipo de delincuencia se puede hacer una espe­cie de transacción económica con la víctima. Criterio distinto es DEL

TORO citado por ÁNGEL DE SOLA DUEÑAS y otros, cuando dice:

"No puede compelerse al que todavía no ha sido conde­nado y cuya inocencia se presume~ a satisfacer las respon­sabilidades civiles derivadas del delito que se le imputa~ para con ello colocarse en la situación necesaria para que se suspenda el fallo "n.

Otro aspecto que no puede pasar inadvertido en el estudio de esta temática, es el buen juicio y la prudencia de funcionarios cuando después de haber impuesto una medida sustitutiva de suspensión del fallo, éste al fin se dicta con fijación de una pena que necesariamente deba cumplirsé. U na ligereza en esta situación, una imprudencia por parte del juez puede frustrar todo lo que en materia de resocialización pueda haber ganado el acusado en libertad. Si, por ejemplo, ya ha logrado obtener un trabajo útil y suficiente para su subsistencia, si ha conseguido reintegrar su hogar o que lo hubieran vuelto a admitir en donde se ocupaba laboralmente, si en fin, son muy positivos sus pa­sos de reinserimiento a la sociedad, funesto error de política criminal sería sacarlo de esa libertad que se disfruta para llevarlo a la prisión, perdiendo así trabajo, alejándolo así de su hogar y su familia, frus­trando así tal vez unos propósitos firmes de no volver a delinquir. Por eso, a no ser que se trate de la comisión de un nuevo delito, no se debe extremar el rigor judicial revocando la medida sustitutiva para en su lugar dictar un fallo de condena con pérdida de la libertad. Pe-

11 Ob. cit., pág. 158.

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ro es que ni aun así es fácil tomar esa decisión, ~,__orque la única mane­ra de no ir a cometer una injusticia y una equivocación en esta mate­ria, sería ya la evidencia de esa reincidencia, la cual no se puede en­contrar sino en una sentencia condenatoria debidamente ejecutoria­da. La simple sindicación no debería ser suficiente, porque bien po­dría tratarse de que el hecho imputado no fuera delito, o que el acu­sado no lo hubiera cometido, o que hubiera obrado dentro de alguna de las causales de justificación o de inculpabilidad. Pero aun no tra­tándose de estas hipótesis habría situaciones en que la reincidencia no debería ser suficiente para la revocación de la medida, si, por ejemplo, el primer hecho por el cual se disfruta del beneficio hubiera sido el hurto, cuando el segundo estando en libertad, hubiera sido unas lesiones persona­les. Si el espíritu de la ley en el primer caso de hurto es buscar la efec­tividad de una prevención social con respecto a dicho delito, esos propósitos no se pierden con la comisión de unas lesiones personales, bien sean dolosas o culposas. De la misma manera como un antece­dente judicial de condena, no debe ser obstáculo alguno para la susti­tución de una nueva pena, ya que la primera reincidencia no debe ser factor preocupante para la esperanza de una resocialización. Por eso ha dicho PIERRE CANNAT:

"El porvenir será del país que rnejor comprenda el in­menso problema de la pena; aquél en que el hombre se muestre comprensivo~ mds justo frente a sus semejantes~ más social, es decir~ más abierto a todas las miserias de otros y por este hecho, más inclinado a tender la mano, más decidido a no rechazar a priori a nadie, más persua­dido de que el ser~ aun el más bajo, aun deshonrado~ per­vertido, podrido por dentro y por fuera, todavía es una maravillosa creación de la naturaleza~ porque siempre lle­va en sí mismo, sin que se apague jamás~ lo esencial de su rescate... ~~12

d) La suspensi6n condicional de la ejecuci6n de la pena

Se trata de una de las instituciones de mayor acogida en las legisla­ciones penales de todo el mundo. Supone como es apenas obvio, la

12 Cita de KENT., ob. cit.

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terminación definitiva del proceso penal, con declaratoria de culpabi­lidad para el justiciable y la imposición de una pena. Es muy conoci­da con el nombre equivocado de condena condicional, el cual técni­camente no le corresponde, porque significaría la suspensión del fallo que impondría la pena respectiva, cuando de lo que se trata es real­mente de suspender el cumplimiento de la sentencia condenatoria ya dictada.

No es un factor de impunidad como pudieran pensar algunos. La pena sigue siendo aflictiva con consecuencias y gravámenes morales y jurídicos hacia el futuro del reo. Sigue teniendo sobre el procesado una intensa aflicción espiritual, aunque no esté privado de la libertad como consecuencia de ella. El sólo hecho de subsistir en su contra la amenaza de tener que cumplirla en su totalidad, si reincide en el deli­to o incumple las obligaciones que se le impongan, si bien es cierto que obra a manera de control y freno a la reincidencia, sigue siendo una pena con muchas connotaciones en la vida del reo. Por lo gene­ral, no procede por los delitos de alguna gravedad, para los cuales se tiene previsto en casi todas las legislaciones el otro subrogado penal de la libertad condicional.

Su fundamentación está orientada hacia la prevenc1on especial, por lo cual el juez debe partir de una prognosis favorable a esos fines. Es por ello que el legislador considera más perjudicial el cumplimien­to de la pena que la vida en libertad, dado el ambiente criminógeno de las prisiones, ante la circunstancia de que es sumamente difícil q.ue en los lugares de privación de la libertad se pueda operar una resoCia­lización, o al menos que el reo pueda tener allí una eficaz preparación para su reintegro a la sociedad.

Hay unas legislaciones que a nuestro juicio tienen una política equivocada con respecto a esta institución, ya que h~cen cumplir. ~~r­te de la pena en prisión, antes de suspenderla someuda a la cond1c1on de la no reincidencia. Es decir, que someten a prueba al condenado pero dentro del ambiente criminógeno de la prisión, y si de ello resul­ta una prognosis positiva, se suspende la ejecución del resto de la pe­na. Es un error tremendo de política criminal, porque a sabiendas de que la prisión está en crisis, porque no resocializa al delincuente,. no se puede pretender cumplir dicha misión en un ambiente de pehgro

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permanente para empeorar la capacidad de re~daptación social del acusado.

Cuando el ideal sería que frente a hechos punibles de no mucha gravedad y q~e l~galmente permitan este subrogado, se debería pro­curar q~e el sind~cado permaneciera el menor tiempo posible privado de su hbertad, sin esperar para hacerlo a que se dicte en su contra s~ntencia condenatoria con suspensión condicional de la pena. Ese tlempo que tendría que estar en prisión antes de recibir el beneficio de la :li?ert~d. condicionada, sería un tiempo inútil y perjudicial, por­que SI Imphcltamente ya tiene un derecho para cuando sea condena­do, qué importa anticiparle el reconocimiento de ese derecho estando en la etapa de la detención preventiva.

Pero .cua~do se' niega la eventual suspensión de ejecución de la pe­na y se Impide asi la excarcelación, puede ocurrir que al condenar sí s~ reconozca el derecho a la suspensión condicional de la pena. En dich~ evento po~ría ocurrir que ya la persona no podría aprovecharse ~e dicho .beneficio porque habría pagado en detención preventiva el tle~po fiJado e.n la condena, resultando que ya su libertad debe pro­ducuse ~o en virtud del subrogado penal, sino por haber cumplido ya la pena Impuesta. Por eso en la duda sobre si se concede o no desde la etapa sumarial, es .mejor. ~oncederla desde un principio, porque si se p~esenta una e~uivocaClon, queda la oportunidad de corregirla al dictar la sentencia negando el subrogado y revocando la libertad con­cedida, mientras que si se niega desde el principio se pueden llegar a cometer injusticias irreparables, como cuando se absuelve al reo, o el con~enarlo ya hubiera terminado de pagar la pena impuesta, no ~abiendo por ello lugar a la suspensión de la misma. Hay funciona­nos proclives a las injusticias dentro del proceso penal, como el de aquellos que mantienen acuñada una frase represiva y draconiana con la cual niegan constantemente los derechos de los acusados. Es cuan­do .escri?en: "En vista de la gravedad de los hechos y la capacidad de dehnquu del procesado, se niega ... ".

Al igual que muchas otras penas sustitutivas condicionadas a la no r~incidencia en libertad, transcurrido todo el tiempo de la condena sin que haya habido motivo para revocar el beneficio concedido, la pena se tendrá por cumplida en su totalidad.

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La indemnización de los perjuicios ocasionados a la víctima es casi regla general en las legislaciones. Pero aquí reiteramos nuestra tesis de que sería una injusticia y un grave error de política criminal el que siendo un condenado acreedor por muchos motivos a que se suspen­da en su favor la ejecución de la sentencia, no pudiere beneficiarse de esa medida por insolvencia económica. Tendría que quedarse en pri­sión o volver a ella si estuviere gozando de una excarcelación, sim­plemente porque carece de los medios económicos para una indem­nización de perjuicios. Situaciones de esta naturaleza tienen que pro­pender las legislaciones a resolverlas humanamente, con un criterio de equidad y de justicia, porque repetimos, así sea en forma indirecta, la ley no puede privilegiar el camino de la libertad a los ricos más que a los pobres. Por sobre todo, en esta materia y en todas las demás rela­cionadas con el régimen de la libertad en el proceso penal, deben tenerse en cuenta las normas rectoras tanto del Código Penal como del de Procedimiento.

En este aspecto creemos que la legislación colombiana es sensata y acertada. Si bien es cierto que se exige el pago de perjuicios a la víc­tima para poder ser acreedor a la suspensión condicional de la ejecu­ción de la pena, a quienes no puedan hacerlo en forma inmediata se le facilitan unos plazos prudenciales. Y sólo cuando sin una causa justificativa no lo hiciere, se ordenará el cumplimiento inmediato de la pena. Pero aún más: si dentro de los plazos señalados para cumplir esta condición no lo hiciere, el juez de ejecución de penas podrá pro­rrogarles el plazo para que cumplan con dicho compromiso. Y si de­finitivamente el condenado demuestra que se encuentra en la imposi­bilidad económica de atender a dicha indemnización, será eximido de dicha obligación. Sobre dicho subrogado habíamos escrito que "al igual que el anterior, hace pensar que una exagerada represión puniti­va no puede constituir la mejor política criminal en la lucha contra el delito y el tratamiento del delincuente". Sin embargo, es una desilu­sión que el maestro CARRARA, que tantos beneficios legó a la huma­nidad con tan sabias enseñanzas como las que han servido no solo para edificar el derecho penal moderno, sino para la aplicación de la verdadera justicia, haya sostenido fervorosamente lo siguiente:

"El principio de la defensa del derecho exige, como con­secuencia necesariamente lógica la irredimibilidad y la cer-

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teza de la pena, puesto que si la pena es una necesidad de la ley jurídica, que exige una sanción para ser ley y no simple consejo, esa sanción debe ser una realidad efectiva en todos los casos de violación de la ley, y exige que el mal de que estd integrada sea consecuencia cierta e inevitable de todo delito, y puesto que su razón de ser consiste en la violación del precepto, su aplicación debe ser indefectible, y no puede depender de hechos posteriores':

La tesis carrariana es inaceptable, pues no se ha demostrado que el cumplimiento inexorable de las penas haya reportado un mayor be­neficio a la sociedad, a la justicia, al reo. Dicha posición está muy a tono con su concepción retributiva de la pena, pero en el momento actual del derecho no se puede compartir, porque la pena tiene otras funciones como la preventiva, protectora y resocializadora. Por diver­sas razones, puede llegar el momento en que no sea necesario cumplir total o parcialmente la pena, por lo cual la ley debe propiciar los in­centivos para que el reo se merezca una u otra de esas situaciones.

Tal como se ha hecho énfasis en este ensayo, el juez debe hacer una rigurosa evaluación tanto del hecho punible como del procesado, para determinar en el primer caso, que no se trata de un delito grave, y en el segundo caso, la personalidad del reo, ya que si no registra antecedentes judiciales, si ha sido persona cumplidora de sus deberes sociales y familiares, si presumiblemente al volver a la libertad, se ocupará en algún oficio lícito, o reanudará el que interrumpió al momento de su conducta punible. Y si además ha dado demostracio­nes evidentes de arrepentimiento, si ha indemnizado económicamen­te a la víctima, si en fin, su personalidad moral lo exalta como a per­sona que no defraudaría los propósitos de la ley, dicho subrogado penal jamás debería negarse. Con razón ha dicho KENT:

"Sabemos que es facultativo para el juez estimar si co­rresponde o no conceder los beneficios de la condicionali­dad de la pena y, también, que este instituto estd destina­do a evitar el riesgo derivado del efectivo cumplimiento de las penas cortas de privación de libertad en delincuentes primarios de escasa peligrosidad y, con respecto a los cua-les, la advertencia contenida en el pronunciamiento de la

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pena en suspenso resulta suficientemente eficaz como me­dio de prevención especial"t3.

e) La libertad condicional Si la condena de ejecución condicional tiende a evitar el cumpli­

miento en prisión de las penas de corta duraci?n, la libertad con~i­cional provee a mitigar las penas de larga duraciÓn. En consecuencia, al condenado se le dará la oportunidad de demostrar que no era nece­sario el total cumplimiento de la sanción penal dejándolo en libertad sobre la condición de la no reincidencia y otras obligaciones, como la de observar buena conducta o procurarse una ocupación lícita que le permita su pronta reinserción a la sociedad.

Desde luego que para merecer este beneficio, el reo ha debido ob­servar una intachable conducta en la prisión, haber demostrado que no ofrece peligro alguno para el orden jurídico establecido y para la convivencia social. De ese comportamiento en prisión va a depender el pronóstico favorable o desfavorable que tenga presente ~1 juez para conceder o negar dicho beneficio. Así, quien haya cometido nuevos delitos dentro del propio centro de reclusión, quien hubiera intenta­do eludir la acción de la justicia mediante la fuga, indudablemente que con ello habrá creado una mala imagen para un pronóstico favo­rable sobre su libertad.

Lo que sí resultaría inadmisible desde todo punto. vista, porqu~ se­ría una forma insensata de concebir el subrogado, si se negara dicho beneficio con el argumento de la gravedad del delito cometido o de los antecedentes judiciales que tuviera el acusado.

Sobre dichas bases, sería arbitrario, injusto y violatorio del espíritu y la letra del subrogado, negar éste, ya que lo que cuenta para conce­derlo, no es el pasado del delincuente, sino la forma como se haya comportado en prisión. La inquietud entonces del funcionario judi­cial no debería ser sobre quién ha sido el justiciable en relación con el respeto al ordenamiento jurídico, sino sobre cómo sería su compor­tamiento en relación con lo mismo una vez dejado en libertad.

13 KENT, ob. cit, pág. 83.

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A nuestro juicio, la gravedad misma del hec6'~ punible o la perso­nalidad calificada como peligrosa del reo al momento de ser conde­nado, son precisamente los factores sobre los cuales debe mayormente ser el estímulo legislativo a merecer el beneficio, ya que, por ejemplo, el delincuente primario o el ocasional no necesitan de estos incentivos legislativos para ser acreedores al subrogado penal. Diríamos que con mayor razón de política criminal es a ellos a quienes debe dirigirse implícitamente la norma que muchos funcionarios de espíritu rotun­damente draconiano violan con la estereotipada frase para negar el beneficio: "vista la gravedad del hecho y la capacidad de delinquir del

" reo ....

U na consideración fundamental que nunca puede faltar en esta materia es si el cumplimiento del resto de la pena es o no necesaria. Lo será o no, según haya sido el comportamiento del reo en la pri­sión. Tiene por lo tanto este subrogado el carácter de prevención es­pecial, ya que apunta de manera esencial a la resocialización del acu­sado, la que por lo general no puede cumplirse dentro de las prisio­nes, por el carácter criminógeno de las mismas. V ale entonces la pena recordar la doctrina:

"Aun en los supuestos en que la pena impuesta deba ser cumplida realmente, bien sea por la gravedad del delito o por las circunstancias personales del delincuente, ha de quedar abierta la posibilidad de un acortamiento de dicho cumplimiento. Ello es así porque, si la pena ha de ser la necesaria pare satisfacer las exigencias de prevención gene­ral y especial cuando en el caso concreto se estime que tales exigencias pueden quedar atendidas sin llegar al agota­miento de la condena, no hay razón que justifique su rígi­do cumplimiento. Una pena excesivamente larga, cuando ya no resulta necesaria, no es por lo demds compatible con la preferente orientación constitucional hacia la reeduca­ción y la reinserción social"14.

Como en el fondo se trata de terminar de cumplir la pena en esta­do de libertad absoluta, con todas las posibilidades de reiniciar el tra­bajo suspendido o de buscar otro, de cohesionar su familia tal vez

14 DE SOLA DUEÑAS, Ángel y otros, ob. cit, pág. 90.

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dispersa por la prisión suya y muchos otros beneficios conseguidos con la libertad, ciertamente resultaría muy excepcional que el reo desaprovechara tan maravillosa oportunidad y se pusiera voluntaria­mente en peligro de tener que regresar a la prisión a cumplir el resto de la pena. Lo que le ocurriría si reincide en el delito. Por lo cual como consejo de orientación pedagógica, los funcionarios judiciales encar­gados de conceder este subrogado, deberían amonestar personalmente al reo, haciendo las claras advertencias sobre las desfavorables conse­cuencias que para su libertad tendría su mala conducta, su reincidencia durante el término que le falte de cumplimiento real de la pena.

Desde luego que de nada valen el buen comportamiento del con­denado dentro de la prisión, ni su sincero arrepentimiento por lo que hizo, ni su propósito de nunca más volver a delinquir, ni su real vo­luntad una vez en libertad de comportarse de acuerdo a las normas de convivencia ciudadana, si la sociedad lo rechaza, si lo persigue, si no le permite la oportunidad de demostrar que es una persona útil, que busca la solidaridad social, que quiere apartarse de toda oportunidad de delinquir. Si éste es el mundo que se encuentra al regresar a la li­bertad, seguramente que la reincidencia resultará muy probable, sin que él hubiera tenido la culpa de ello, sino la sociedad que no quiso volver a admitirlo en su seno. Por eso las juiciosas palabras de KENT:

"Me pregunto, frente a esta irrefutable verdad: ¿de qué sirve que el estudio de la personalidad arroje muestras que permitan consentir un aceptable cambio; que se haya ex­perimentado una clara mutación; que el tratamiento haya obrado de un modo positivo; que se hayan adquirido hdbitos útiles de labor, si luego de egresar de la prisión no se tiene alojamiento, si la familia lo ha descuidado por completo y si no se consigue ocupación que le permita sub­venir a sus mds elementales necesidades? Seguramente ese individuo volverd a sucumbir en el delito y, acaecido ello, no solo él sufrird una irreparable pérdida, sino también la experimentard la sociedad toda pues serd tan culpable de esa situación como lo fue aquél al violar oportunamente la ley pena/':1s

15 KENT, ob. cit., págs. 81-82.

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Con respecto a estas instituciones, la legislaci6~ panameña conser­va las que han sido tradicionales en las legislaciones latinoamericanas del presente siglo. Verbigracia, en cuanto al reemplazo de las penas cortas de privación de la libertad tiene consagradas la conversión a días multa y reprensión pública y privada. Es la oportunidad procesal que se le ofrece al reo cuando en su caso no hay lugar a la suspensión condicional de la pena. Por cuanto se refiere a la reprensión, bien sea pública o privada, de si delinque en el plazo de un año, se le hará cumplir la pena por el nuevo hecho punible y la que le fue sustituida por la de reprensión, es la sanción lógica y adecuada por haber dado una respuesta negativa al acto generoso de la ley.

En lo de la reprensión en audiencia ante el tribunal, nos parece que es un procedimiento acertado y llamado a surtir buenos efectos en el período de prueba a que queda sometido el reo. Sin embargo, la reprensión pública, de lege ferenda, debería suprimirse, por tratarse de una escena demasiado aflictiva, ya que es estigmatizadora, porque tiene capacidad de trascender a la opinión pública con consecuencias sociales desfavorables al justiciable. Si el delito por el cual se procedió permaneció en secreto, resultaría innecesario y además perjudicial y contraproducente hacer una pública reprensión frente al tribunal.

En cuanto a la libertad condicional, sus exigencias para poderla re­conocer son muy similares a las que se requieren en la legislación co­lombiana. Es así como se condiciona al cumplimiento de los dos ter­cios de la pena, tener a su favor índices de readaptación, prueba de buena conducta y cumplimiento de los reglamentos carcelarios. Sien­do que lo que más interesa son las mayores probabilidades de que el condenado al recuperar su libertad sabrá hacer uso de ella, convivien­do pacíficamente dentro de la sociedad, es decir, mirar hacia el futuro de su vida, poco importa que sea un reincidente para poder disfrutar del subrogado penal. Sólo que en dicho caso los plazos de cumpli­miento serán aumentados prudencialmente.

Con respecto a la suspensión condicional de la pena, la legislación pa­nameña exige más requisitos que los señalados para la libertad condi­cional, toda vez que tiene en cuenta el pasado del reo en materia de vida ejemplar y de trabajo, que haya mostrado arrepentimiento por su mala conducta sometida a juicio, que sea un delincuente primario y haya adquirido el compromiso de indemnizar a la víctima, además,

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obviamente, de no reincidir. Con acierto, ésta última condición, so pena de sede revocada dicha medida o subrogado, sólo se considera como tal, cuando exista una sentencia condenatoria en firme. Si no fuera así, se cometerían muchísimos abusos judiciales, cuando ante una mera sindicación, por considerarla ya como reincidencia, se revo­cara la suspensión condicional de la pena para que el condenado la cumpliera en su totalidad. En el fondo, sería presumir arbitrariamen­te una responsabilidad penal ante una simple sindicación que podría terminar con un sobreseimiento, cesación de procedimiento, preclu­sión de la investigación o sentencia absolutoria, por las diversas causas que tienen previstas las leyes procesales penales.

3. Otros sustitutivos de la pena y la detención preventiva Una segunda parte tendría que ver con otras alternativas a la pena

de prisión y sustitutos de la detención preventiva, dentro del marco de una aconsejable política criminal que tienda a evitar la prisión innecesaria, bien sea para el condenado o el detenido apenas preven­tivamente. Algunas de esas alternativas y sustitutos serían: La excarce­lación bajo ciertas condiciones, la libertad controlada, el arresto los fines de semana, la semidetención, la suspensión condicional del pro­cedimiento penal, el trabajo al servicio de la comunidad, la detención domiciliaria, la detención parcial en el propio lugar de trabajo, etc.

Todas estas medidas, como resulta apenas obvio suponerlo, apun­tan más hacia la prevención especial que general, porque buscan darle al sindicado o condenado una oportunidad extraordinaria para que reflexione positivamente sobre su conducta, para que demuestre su sincero arrepentimiento por su reprochable proceder, para que evi­dencie con su alejamiento de la reincidencia un propósito firme para una existencia sin choques con la sociedad. Al respecto, en otra opor­tunidad escribimos:

"No podríamos hacer ahora un exhaustivo estudio so­bre infinidad de temas estrechamente conectados con la función de prevención especial de la pena, como es el de la resocialización del condenado, cuya perspectiva infunde ciertamente mucho pesimismo, si se tiene en cuenta la in­diferencia estatal y la insensibilidad de la sociedad por la

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suerte de quienes permanecen en prisión o cuando salen de ella. En torno a dicha perspectiva habría que enfrentar el serio problema del tratamiento, tanto para los imputables como para los inimputables, para ver hasta dónde las téc­nicas y los procedimientos empleados han sido los mds ade­cuados, los mds respetuosos de la autonomía personal de los fueros inviolables de la conciencia, en síntesis, de la dignidad humana, lo que ha hecho decir a FOUCAULT,

que los presos son la parte mds desdichada y mds oprimida de la humanidad En dicho enfoque, no podría faltar el andlisis de los derechos de los reclusos, constantemente vio­lados en las prisiones, violaciones que han engendrado fre­cuentemente situaciones de empeoramiento de la vida en prisión, creando con ello agudos obstdculos a la resociali­zación, por lo cual no ha faltado razón para afirmar que las prisiones son "un cuartel estricto, una escuela sin in­dulgencia, un taller sombrío; pero en el límite, nada de cualitativamente distinto. Por lo mismo habría que entrar a fondo en las instituciones encargadas de la ejecución de la pena, para encontrarnos con el espectdculo que anotara FRANCO BASAGLIA, cuando dice que "quien atraviesa la puerta de la cdrcel de la penitenciaría o del manicomio criminal entra en un mundo donde todo actúa para des­truirlo (al sometido a pena o medida de seguridad), aun cuando esté formalmente proyectado para salvarlo. En fin, tendríamos que hacer una taladrante y dolorosa disección de nuestra sociedad, desde el punto de vista moral econó­mico, cultural y político, para concluir en la infamante realidad de que ella ha engendrado por su culpa, dadas las deficientes estructuras de su organización, la criminalidad que hoy y siempre padece y ha padecido la humanidad"16.

Como epílogo de estas reflexiones nada más oportuno que pensar en la ayuda que debe recibir el recluso una vez en libertad. Desampa-

16 LONDOÑO JIMÉNEZ, Hernando. Derechos humanos y justicia penal Edit. T emis,

Bogotá, 1988, págs. 70-71.

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rarlo por el estigma que lleva consigo de venir de la prisión, sería una enorme injusticia. El Estado y la misma sociedad deberían cooperar en los fines de la resocialización, en permitirle encontrar caminos que lo puedan alejar de la reincidencia, porque si así lo hacen, seguramen­te serían más las probabilidades de rescatarlo para la convivencia y el respeto a los derechos de la comunidad, que regresar en forma volun­taria a las sendas de la delincuencia. ¿Por qué las puertas de las fábri­cas, de los talleres, de las oficinas, en síntesis, del trabajo en todas sus vertientes, se le cierran tan injustamente al hombre sólo por regresar de la prisión? ¿una condena, así haya sido por homicidio, puede ser razón suficiente para que socialmente ese hombre o esa mujer no puedan acceder al empleo privado o público? Por eso deberían existir casas para liberados, tanto los que lo son condicionalmente, como los que ya terminaron de pagar su condena, para que allí reciban orienta­ción a su nueva vida en libertad, para que les ayuden a conseguir ocupación laboral, en fin, para que en esos primeros momentos tan difíciles y traumáticos de recuperación de la libertad, tengan al menos un lugar en donde puedan darle un bocado de pan y un sencillo es­pacio para dormir. Los consejos sobre este particular nos vienen del mismo JORGE KENT, quien por una de sus experiencias en uno de esos albergues encontró que "día a día se iba descubriendo al hombre en su magnitud de angustia, cuando la solución de sus afligentes pro­blemas se postergaba y en su plenitud de vida deseada, de amor con­tenido de necesidad de familia y de amigos, que no existen. Perma­nentemente se debía luchar por alcanzar el indispensable equilibrio compartiendo, comprendiendo, perdonando y solucionando conflic­tos, algunos ancestrales, en razón de permanecer en sus protagonistas y eclosionar, de diferente manera, las penurias acumuladas y las lógi­cas secuelas de todo encierro. Adviértase, en este derrotero, cuando el principio del tratamiento en libertad se asocia pieza con celda, nom­bre con alias, asistente con guardia, ingredientes estos que dificultan los primeros pasos encaminados a transmitirles confianza, bondad, esperanza, hasta lograr la entrega de un ser humano maculado y el brote espontáneo de un corazón abierto y de una sonrisa franca"I7,

17 KENT, ob. cit., págs. 62-63.

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Capítulo VI LA JUSTICIA*

* Conferencia en la Universidad Eafit, con motivo de la presentación del libro De­recho pena/liberal y dignidad humana, Edit. Temis, Bogotá, 2005

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Este conmovedor homenaje podría servir para infinidad de temas: un breve y merecido elogio para cada uno de los eminentes juristas quienes con su colaboración quisieron honrar mi nombre en este libro, principalmente para quienes tuvieron la iniciativa de su publi­cación; o una oración de perfil académico sobre algún apasionante tema de la ciencia jurídica; o recordar con viva emoción a estas horas de mi vida lo que ha representado mi existencia al servicio del Dere­cho, de la Justicia, de la defensa de los Derechos Humanos y la dig­nidad del hombre; o deleitarme en un fervoroso panegírico de la pro­fesión de abogado; o una oración de contenido político en la más alta y digna concepción de la palabra, para señalar la enorme responsabi­lidad que hoy tiene la Universidad en la formación de los profesiona­les del Derecho frente a la crisis de valores que hoy atormenta y aflige a la sociedad entera; en fin, innumerables temas para recrear la pala­bra en este acto tan solemne y de tan profunda resonancia en mi exis­tencia; porque para decirlo sin pedanterías intelectuales, pero tam­bién sin falsa modestia, es un homenaje que me llega al alma y halaga mi vida, porque escribir un libro en nuestro homenaje, con la colabo­ración de tan eminentes pensadores del Derecho, tanto nacionales como del extranjero, es el máximo galardón al que pueda aspirar un abogado que ha tenido la inmensa pasión por el Derecho y un pro­fundo amor por la Justicia. Aún así, no puedo dejar de mencionar al doctor J. Guillermo Escobar Mejía, quien me acaba de abrumar con la elocuencia y generosidad de su luminosa palabra; él ha sido uno de los grandes de Colombia, por su humanismo, por su probidad, por su ejemplo, por sus enseñanzas, por su inteligencia; al doctor Fernando V elásquez V elásquez, me bastaría con decir que su nombre lo llevo en el alma, por lo cual todo elogio de sus méritos y de su persona sobra­rían; sin embargo, hace muy poco en una misa de conmemoración de un cumpleaños suyo, conocí otra de las maravillosas facetas de su enriquecida existencia, cuando escuché de sus propios labios la alegría

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La justicia penal

de su profunda espiritualidad; entonces me dik: esta rica veta inaca­bable de su vida es la que más vale, la que más me emociona, la que más admiro, más que la de ser el más grande tratadista de Derecho Penal de Colombia y entre los primeros de América Latina; al doctor Nódier Agudelo Betancur, desde cuando nos conocimos en sus pri­meros pasos por estos amados caminos del derecho penal, presentí que llegaría a ser una de las grandes figuras del Foro; un jurista que merece ser paradigma de los actuales y futuros abogados de Colom­bia, porque en su ejercicio profesional ha sabido dar ejemplo de honestidad, de sabiduría en sus cátedras universitarias y de maestro en sus tratados sobre la ciencia jurídica y en el perfil de quienes la han construido a través de los siglos; al doctor ] uan Oberto Sotomayor Acosta bastaría con decir de él que se merece todas las glorias y títulos que se le puedan conceder a un jurista y catedrático, como reconoci­miento por sus valiosísimos aportes a la ciencia del Derecho y a la formación de las nuevas generaciones; y al doctor Alfonso Cadavid Quintero, quien a pesar de su juventud ya ha recibido merecidos re­conocimientos, porque constituyen honores muy grandes, primero, tener el privilegio de formar parte de esa escuela del saber, de esa cá­tedra del pensamiento jurídico que se agrupa en la Revista Nuevo Foro Penal, y el otro galardón, el de ser profesor en la ilustre Facultad de Derecho de Eafit. ¡Todos ellos, Maestros que quisieron honrarme con este abrumador homenaje que hoy recibo con la publicación de este libro que también debo agradecer a la Editorial Temis, a través de nuestro común amigo, el doctor Erwin Guerrero Pinzón, quien quiso con mucho calor humano, con premura y con una bella presen­tación editorial de la obra, hacer posible este homenaje.

Pero como a estas horas de la existencia no se vive sino de memo­rias y de recuerdos, es posible que no vengamos a decir nada nuevo, pero si repetimos las ideas que hemos dejado en tantos libros escritos, no hacemos nada distinto que hacerle nuevamente honor a los ideales defendidos y ratificar nuestra inquebrantable fidelidad a ellos.

Pero si desde mis lejanísimos tiempos de estudiante de Derecho, hace ya sesenta años, cuando ejercía como oficial escribiente en Fisca­lías de Juzgados y del Tribunal Superior, he permanecido en contacto permanente con la justicia, no puede haber un tema más obligante en

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esta hora de mi existencia, cuando para decirlo con el poeta, transito ya por los últimos tercetos del soneto.

Se trataría entonces de un asomo a la justicia como supremo valor moral, como apetencia del espíritu, como son también la Verdad, el Bien y la Belleza. El tema apenas sí permite una breve y superficial aproximación como móvil de una conmovedora acción de gracias como la que incita ahora mi palabra. Se podría decir que es una de las expresiones sobre las cuales más se ha detenido el pensamiento del hombre a través de los siglos, porque ha servido para darle un cimien­to moral a los Estados y establecer armónicamente la relación entre los mismos, porque en su nombre se han inspirado las Constituciones civilizadas del mundo y se han redactado los códigos que han de regir las conductas humanas en cuanto tienen que ver con la armonía del orden social y la trasgresión a sus principios tutelares. De ahí que uno de los campos en el cual más se menciona es en el de la actividad judicial. Esas solemnes aulas de la justicia representan los sagrados lugares donde el abogado, el fiscal, el juez y magistrado, cada uno a su manera, buscan afanosamente encontrar los esquivos caminos de la verdadera justicia. Por eso en dicho escenario los abogados sienten estremecimientos de alegría o de amargura, y los jueces, angustia y preocupación por el fallo que deban dictar. Esta misión, además de lo sublime en sí, hace pensar con CALAMANDREI cuando escribió bella-mente:

"Todo abogado vive en su patrocinio ciertos momentos durante los cuales, olvidando las sutilezas de los códigos, los artificios de la elocuencia, la sagacidad del debate, no siente ya la toga que lleva puesta ni ve que los jueces estdn envueltos en sus pliegues; y se dirige a ellos mirdndoles a los ojos de igual a igual, con las palabras sencillas con que la conciencia del hombre se dirige fraternalmente a la con­ciencia de su semejante a fin de convencerlo de la verdad. En esos momentos la palabra justicia vuelve a ser fresca y joven, como si se la pronunciase entonces por primera vez; y quien la pronuncia, siente en la voz un temblor discreto y suplicante, como el que se percibe en las palabras del cre­yente que reza".

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Esta ha sido la eterna preocupación del hom6,~e, porque cuando se acierta en la aplicación de la justicia, la conciencia se tranquiliza, pero cuando se equivoca, condenando, por ejemplo, a un inocente, el error judicial perturba la conciencia de toda la humanidad. Todo juez creyente debería elevar plegarias cotidianas para huir del error, para evitar las equivocaciones al juzgar, para librarse de las condenas injus­tas y de las detenciones arbitrarias.

La triste historia judicial de los pueblos se encuentra llena de estos ejemplos que han quedado como un imborrable tatuaje moral en la conciencia de la humanidad. Sería un tema cautivante para cualquier foro sobre la justicia, pero baste con recordar los procesos infames contra Sócrates y Jesucristo, que nunca se olvidarán mientras exista el hombre. FRAMARJNO DE MALA TESTA decía dramáticamente:

';·Recuérdese siempre aquella misa solemne a que asis­tían en París todos los años los magistrados con sus trajes rojos! ¡Se conmemoraba la sangre de una pobre inocente con la cual se había manchado la justicia humana! ¡Re­cuérdese también aquellas voces solemnes con que antes de toda sentencia capital se llamaba la atención de los jueces de Venecia hacia la suerte del pobre panadero!¡ Tales voces evocaban la sombra del inocente Pedro Tasca, sacrificado también por la cruenta justicia humana!'~

No sabemos si ha existido más justicia o injusticia en el mundo. Ese secreto indescifrable se encuentra silencioso en los amarillentos archivos judiciales de todos los pueblos. Y entre las múltiples causas de esas injusticias indudablemente debe contarse entre las primeras, cuando al resolver el conflicto que a veces se presenta entre el derecho y la justicia, se decide a favor del Derecho con sacrificio de la justicia. Si así se procede, se le rinde un culto servil a la letra escrita, a los pa­rágrafos e incisos de los códigos, cuando apenas son letra muerta que espera el soplo vivificante que despierte su alma invisible que es la justicia; algo así como el artista que a golpes de cincel va despertando del mudo e inerte bloque de mármol, la belleza de sus imágenes, la majestuosidad de su obra creadora. Por eso escribió hermosamente BERNARDINO MONTEJANO:

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"Aunque un escultor no tenga ningún determinado ideal de belleza o un juez o legislador no sienta la mds mínima preocupación por problemas de justicia, la estatua por una parte y la sentencia y la ley por otra, por el hecho de existir como tales, encarnan, respectivamente, belleza y fealdad, justicia o injusticia'~

Estas dos palabras han resonado siempre en todos los estrados ju­diciales del mundo; se ha invocado la una y servido de reproche la otra en los febriles alegatos de los abogados, en su angustiosa oratoria desde las tribunas de la defensa o de la acusación; con ellas se han escrito tratados de filosofía, de literatura jurídica, de hermenéutica probatoria. Desde la antigüedad hasta hoy, casi no ha existido gran pensador que no se haya ocupado de las mismas para trazarle seguros caminos a los legisladores y a los jueces; desde las edades de oro del pensamiento griego y romano; desde la Divina Comedia del DANTE hasta don Quijote de la Mancha, de CERVANTES; en las páginas ilu­minadas de sabiduría de las Sagradas Escrituras, las palabras justicia e injusticia han desvelado al hombre para el encuentro de la primera al servicio de la conducción de los pueblos y evitar la segunda para bus­car la felicidad de la humanidad. En el Eclesiastés se expresa el dolor por la injusticia: "Debajo del sol vi la iniquidad ocupando el lugar de la justicia". Y la imprecación amarga de Isaías conmueve el alma: "1'iemblan, dice Dios, los cimientos de la Tierra cuando se comete una injusticia. Todo se conmueve ... y tü el responsable".

Lo cierto es que las injusticias han dejado más profunda huella de dolor en el alma de los hombres, porque una sola cometida contra uno de ellos, es una injusticia en contra de la humanidad. Por eso, siempre que se conoce la condena de un inocente, la misma sociedad, a través de sus prohombres representativos, se ha encargado de levan­tar la voz de protesta y de la revisión del fallo injusto; como ocurrió con la pena de muerte que se le impuso a Juan Callas, acusado del asesinato de su propio hijo, pero que de no haber sido porque VOL­

TAIRE se encargó de defender moralmente su memoria, no habría sido declarado inocente cuatro años después de su ejecución por el crimen que no había cometido; o como ocurrió con el proceso Drey­fos, que si no es porque EMILIO ZOLA, convencido de su inocencia, no habría logrado que lo absolvieran después de años de estar pagan­do una injusta condena en la Isla del Diablo, en Francia.

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Hasta en la literatura jurídica o en la narr;~va de ficción, un solo acto de justicia o de injusticia han servido para que perdure su re­cuerdo en la memoria de los tiempos, bien en las humanizadas pági­nas de una sentencia o en la cautivante trama de una novela. Por ejemplo, el buen juez, como se le llamó en Francia a Magnaud, siendo apenas un humilde juez de provincia, pasó a la inmortalidad por la justicia de sus sentencias, así se apartaran de la aplicación del derecho escrito o de las pomposas jurisprudencias de las cortes y tribunales que casi siempre le revocaban sus fallos, pero cuyos nombres, al con­trario del juez Magnaud, no los recuerda la historia de la humanidad; en una de sus sentencias donde se absolvía a una pobre mujer acusada de haberse robado un pan cuando llevaba treinta y seis horas sin co­mer, la apelación de dicha sentencia por parte del fiscal produjo tan­ta indignación en el pueblo, que el mismo VOLTAIRE exclamó que dicha impugnación "significaba formular querella contra la mds bella de las virtudes, la clemencia, era como instituir una jurisprudencia de antropófagos':

Y un caso idéntico, pero oprobiosamente más grave en sus conse­cuencia, es el de J ean V aljean, protagonista de Los miserables, la in­mortal novela de VÍCTOR HUGO, quien por robarse también un pan porque se moría de hambre junto a los siete niños hambrientos de su hermana que tenía a su cargo, fue condenado a cinco años de galeras, los que se le fueron aumentando a diecinueve, por fugas o intentos de fuga. Una justicia cruel entristeció su alma y amargó su vida. Según el propio VÍCTOR HUGO, "Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había entrado deses­perado; salió de él sombrío. ¿Qué había pasado en su alma?"

¿Y por qué no recordar también la triste suerte del verdulero en la breve novela de ANATOLE FRANCE? El pobre Crainqueville, ya de sesenta años empujaba su carrito de verduras por las alegres calles de Monmartre en la Ciudad Luz. ¡Coles, nabos, zanahorias, espárragos, gritaba por las calles donde ya conocían su cascada voz! U na señora interesada en la compra de sus verduras lo hizo detenerse mientras traía de su casa ahí cerca el dinero. Pero a medida que se demoraba, el agente de tránsito lo conminaba a seguir en movimiento para no per­turbar el tránsito vehicular, a lo cual él se negaba por el derecho que le asistía de esperar el pago de sus legumbres. De pronto, el represen-

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tante de la autoridad se sintió ofendido con unas palabras que nunca pronunció el pobre vendedor ambulante. Y por eso se lo llevó a la Comisaría de Policía, mientras su carrito de verduras quedaba aban­donado en la calle. No valió que un anciano taciturno que presencia­ba el drama callejero con la autoridad, le increpara al agente que el verdulero no lo había ofendido. Después rindió su testimonio a favor del acusado, y no valió que se tratara de un médico famoso que había sido condecorado con la Legión de Honor. ¡Cuando salió libre, nadie quiso volver a comprarle sus verduras! ¡Primero lo condena una justi­cia cruel a perder su libertad, y después la sociedad también lo con­dena a morirse de hambre!

Uno quisiera entonces que los jueces se parecieran más a Mag­naud, el buen juez que con sus sentencias sacudía la amodorrada ju­risprudencia de tribunales y cortes de justicia de Francia, que a los jueces que condenaron aJean Valjean, por haberse robado un pan, y a Jerónimo Crainqueville, quien después de cincuenta años de ejercer su humilde oficio, quedó convertido en la indefensa víctima de una justicia ensañada contra los pobres, y a consecuencia de la cual no pudo seguir con su carrito de verduras por las alegres calles de Mon­martre.

Razón tuvo entonces Lamennais al sentenciar que "cuando pienso que un hombre estd encargado de juzgar a otro, me estremezco". Pero es un estremecimiento, interpretamos nosotros, frente al peligro de condenar a un inocente y no tanto de absolver al culpable. Por eso, para asumir la honrosa investidura de administrar justicia, se deberían tener siempre unos atributos especiales, más allá de la versación jurí­dica, una exquisita sensibilidad humana que le permita comprender, para tratar de suavizarlas un poco siquiera en sus fallos, el alma cons­telada de amarguras del reo. Más bellamente lo dijo el filósofo LEGAZ y LACAMBRA: "Juez bueno no es el que siempre está buscando lama­nera de no condenar a nadie, sino el que sabe asimilar los problemas ajenos y vivirlos, el que comprende las debilidades humanas y penetra con hondura en las vidas que a su lado se entrecruzan y palpitan".

Todas estas distintas clases de jueces las he conocido en sesenta años que llevo mirando y sintiendo administrar justicia. La imagen buena o desfavorable que han dejado en mi vida, está descrita en mis dos tomos sobre Confesiones de un penalista, donde en abstracto en-

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salzo sus virtudes o censuro sus deficiencias, donde alabo la dignidad con que representan la majestad de la justicia o cómo han mancillado sus togas.

Y como mis palabras van adquiriendo el sentido de un testamento espiritual, no puedo sino decir que es necesario amar la justicia y con­fiar en ella, porque si así no fuera, los caminos para buscarla se torna­rían más difíciles e inciertos. Y ese camino es el Templo de la Justicia donde moran los jueces que no pueden constituirse en los ciegos eje­cutores de la ley, porque en su sagrado ejercicio deben ser mejor los sabios y humanos intérpretes de la misma, como la mejor manera de colocar el derecho al servicio de la justicia. Lo otro sería un insensato servilismo a la ley escrita ya condenado por Jesús en la vibrante pala­bra de Mateo, hace veinte siglos desde las tierras santificadas por sus pasos: "Estáis pendientes del detalle minúsculo de la ley y olvidáis las cosas más graves de la misma: el justo juicio, la misericordia y la buena fe".

Esta es la justicia detrás de la cual hemos caminado casi toda nues­tra vida; al pronunciar esta palabra en susurro o en la efervescencia oratoria de las acaloradas salas de audiencia, siempre hemos sentido que al pronunciarla pareciera que nos emerge de lo más profundo del alma. ¡Es como nuestra amada inmortal, y por ello la querremos hasta el último instante de la vida!

La queremos, como la entendía el pensador español JOAQUÍN RUIZ PÉREZ, cuando dijo: "Y es que la justicia es más una religión que una ideología; sin dejar de ser una técnica, es también un arte de profun­da humanidad; es, en fin, más una fuerza que una estructura. ¿No es la justicia -se pregunta Casamayor-, madre de las leyes y del progreso, la palabra clave de todos los lenguajes, el interrogante que cada uno plantea a su destino, el eterno reto del hombre, la vida misma?" Sí, la vida misma, agregaría yo, porque la he puesto al servicio de la justicia con acendrado amor, y porque es la vida misma que mañana con infinita esperanza entregaré en las misericordiosas manos de Dios.

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Capítulo VII EL DOLOR DE UNA INJUSTA CONDENA*

*Prólogo al libro Grandezas y miserias del proceso penal, Bogotá, Edit. Leyer, 2003.

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Las páginas más amargas que he escrito, tanto en los libros publi­cados como en mis alegatos forenses, están aquí, con inmenso dolor de mi alma. La razón de ello es que nunca antes había visto y enfren­tado tantas injusticias en un proceso penal, ni tanto desprecio por la augusta misión de la Defensa. Y jamás como ahora se me habíamos­trado la justicia con tan alto tono de arrogancia, de indiferencia por las verdades procesales, de tan engreído enfrentamiento a la sabiduría científica de autores consagrados, de tan ciega solidaridad con la rampante acusación, de tanta deshumanización del derecho, de tanta afrenta a la justicia, de tan refinada crueldad judicial con quien com­parece ante el banquillo de los acusados.

Después de medio siglo de estar ejerciendo esta bendita y hermosa profesión de abogado, mi vida se ha colmado de muchos sinsabores a causa de este proceso, me ha lastimado mis sentimientos de venera­ción por la justicia, al punto que con frecuencia me pregunto sobre las verdaderas razones por las cuales se pudo llegar a condenar a una persona contrariando las evidencias procesales que reclamaban una absolución. Lo cierto es, como se podrá apreciar con la lectura de este libro, que se prescindió en forma tan increíble que no podía sino producir asombro, de darle la importancia que se merecía a infinidad de pruebas en favor de una tesis absolutoria.

¿Sería entonces que la condena de la acusada a 25 años de prisión fue el resultado de una mentalidad proclive a mostrarse con la máxi­ma severidad en el noble apostolado de administrar justicia? Si así fuera, querría decir que se equivocaron de camino en la vida, porque deberían haber escogido otros rumbos distintos al de oficiar en el altar sagrado de la justicia. ¿O sería más bien el insensato prurito de preferir la solidaridad con cuanto dijera la acusación y sostuviera el psiquiatra irresponsable que en mala hora estuvo aquí de auxiliar de la justicia? La verdad es que siempre el juzgador estuvo de su lado frente a todas las tesis sostenidas por la defensa.

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Cualquiera que haya sido el móvil de dicha,lnjusta condena (que habría sido entre 40 y 60 años, si la misma se hubiere proferido cinco meses antes, en vigencia de la Ley 40 de 1993), se sublevan los áni­mos y se enardece el espíritu al pensar que un ser humano pudo ser condenado por el resto de su vida, por haberle tocado en suerte un juez que no supo mirar en la hondura del drama judicial ninguno de los abiertos y múltiples caminos procesales para una sentencia absolu­toria.

Las siguientes fueron las siete tesis científicas y jurídicas propuestas por la Defensa y que el Juez Promiscuo del Circuito rechazó, no obs­tante la abundante prueba que a favor de las mismas figuraban en la causa:

1 a. La nulidad. Con fundamento en que la prueba que sirvió para acusar a la procesada, se practicó a sus espaldas, con evidente viola­ción a los mandatos constitucionales y legales.

2a. Trastorno paranoide. Al mismo aludió en forma fundamentada el dictamen emitido por la Psicóloga del Hospital de Santa Rosa de Osos, a las pocas horas de la tragedia.

3a. Psicosis puerperal. Que fue otra circunstancia a la que aludió la Psicóloga, en una ampliación del dictamen emitido inicialmente.

4a. Crisis parcial compleja (A causa de la epilepsia), dictaminada por el Neurólogo que la trató en el Hospital Pablo T obón U ribe de la ciudad de Medellín.

sa. Inocencia. Una familiar que estuvo siempre aliado de la acusa­da en la noche del alumbramiento hasta la muerte de la criatura, de­claró que aquélla no había sido la autora del homicidio.

6a. Inmadurez psicológica. A ella aludió el dictamen de la misma Psicóloga, después de haber entrevistado por varias veces a la proce­sada y que al ser estudiado y analizado por eminentes tratadistas de derecho penal, concluyeron que el dictamen ubicaba a la sindicada dentro de un estado de inimputabilidad.

7a. Duda. Con fundamento en que una testigo presente al mo­mento del parto, negó rotundamente que la procesada hubiera sido la autora de los hechos, y porque aun habiéndolo sido, la duda sobre su imputabilidad surgía de los dictámenes que contra el del psiquiatra

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profirieron favorablemente la Psicóloga doctora Martha Cecilia Res­trepo Osorio y el Neurólogo doctor Rodrigo Isaza Bermúdez, quienes abundaron en conceptos científicos sobre la grave anomalía psíquica de la acusada, conceptos que a la luz de nuestra normatividad penal prohibían una condena. Por eso se dijo en la sentencia absolutoria del Tribunal Superior Judicial de Antioquia: "Los conceptos de los doc­tores Martha Cecilia Restrepo Osorio y Rodrigo Isaza Bermúdez cier­tamente tienen soporte científico por que no son descartables desde ningún punto de vista, establecido que la sindicada padece epilepsia, es también claro que esa patología puede ocasionar pérdida transito­ria de la conciencia ( ... )"

Las siete tesis propuestas por la Defensa, respaldadas todas ellas en un vigoroso y abundante material probatorio, fueron rechazadas por el Juez del Circuito con los desconcertantes argumentos que son ana­lizados y rebatidos dentro del libro. Pero las inmensas dudas por las cuales pasaron como por sobre ascuas y con olímpico desdén los fun­cionarios de primera instancia, fueron analizadas y valoradas por el Tribunal Superior de Antioquia, al conocer del recurso de apelación interpuesto contra la sentencia de primera instancia, quien al consta­tar su real existencia y la imposibilidad de absolverlas, profirió sen­tencia absolutoria aduciendo para ello: "( ... ) Dichas dudas no solo recaen sobre la autoría del homicidio, sino también sobre la imputa­bilidad de la acusada, en el evento de que hubiera sido quien le dio muerte a su hijo".

V arias razones me impulsaron a publicar esta defensa: la primera, porque errores judiciales de esta magnitud no pueden quedar sepul­tados en los archivos judiciales, sino que deben salir a la luz pública para que sirvan de ejemplo sobre cómo se pueden evitar las injusticias en el campo penal, y la segunda, para que sirva de enseñanza a mu­chos funcionarios judiciales y sepan que mientras más grave sea el hecho punible imputado, más cuidado deben observar en el análisis de la prueba para condenar.

Los autores, cómplices y auxiliadores de esta dolorosa desviación de la justicia, son: El Juez, porque teniendo ojos para ver y oídos para escuchar, no quiso hacer ni lo uno ni lo otro; porque en sus manos la balanza de la justicia la indinó en contra de la verdad; porque infa­tuado en su arrogancia y en su vanidoso estribillo de ser el "perito de

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peritos", se atrevió a desconocer el pensamiento ilustrado y luminoso de unas veinte eminencias de la Psiquiatría Forense, de la Psicología, de la Antropología Criminal, de la Medicina Legal, de la Neurología y del Derecho Penal, quienes en su sabiduría le mostraron los cami­nos que no quiso seguir, los principios científicos que se negó a admi­tir, las enseñanzas contra las cuales se rebeló para aliarse mejor con la acusación injusta y con el atropello a las verdades científicas que des­preció en su vanidad y autoritarismo judicial. Por estos motivos y muchos más, lo acuso ante las generaciones venideras amantes del derecho y de la justicia y ante la magistratura colombiana, por la in­sensatez y osadía judicial de haber fundamentado su sentencia con­denatoria en los dictámenes de la Psicóloga y del Neurólogo que comparecieron al proceso, cuando lo cierto es que con dichas piezas procesales no se podía llegar a una infame condena, sino a una justa absolución, que fue la conclusión a la que llegó por unanimidad la Sala del Tribunal Superior Judicial de Antioquia, precisamente con fundamento en los mismos dictámenes.

Acuso al Fiscal, porque a la manera de los antiguos acusadores an­te el Santo Oficio, adelantó un proceso penal a espaldas de la acusa­da, sin darle oportunidad de defensa durante parte esencial del proce­so, en clara violación de los mandatos legales y constitucionales; por­que entreveró en su acusación pública varias inexactitudes en materia grave, y porque para poder ensañarse contra la acusada, omitió inves­tigar otra hipótesis sobre la autoría del homicidio que en forma con­creta apareció desde el comienzo de la investigación, cuya trascen­dencia fue tal que sirvió para absolver en segunda instancia a la acu­sada.

Acuso a la representante del Ministerio Público, porque su impie­dad en la acusación le cegó por completo el espíritu y le entumeció el alma para quedar completamente liberada de toda sensibilidad humana hacia quien en el banquillo de los acusados estaba sufriendo la más abrumadora tragedia de su vida.

Acuso a la Fiscal del Tribunal Superior Judicial de Antioquia, porque cuando conoció por apelación de la Resolución Acusatoria, al no encontrar móvil alguno por parte de la acusada en la muerte de su hijo recién nacido, con estupor e indignación le leímos su despiadada providencia (que por la fecha de la misma y con la agravante que le

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agregó, significó solicitar implícitamente una pena entre 40 y 60 años de prisión) donde se inventó el infame motivo de que para evitar un peligro contra su propia salud si se provocaba un aborto, prefirió es­perar el nacimiento de su hijo para asesinarlo; algunos de sus despia­dados conceptos fueron: "buscó la ocasión propicia para deshacerse del bebé, cuando ya éste hubiese nacido y el hecho no presentara riesgo para su propia salud"; la acuso, porque como mujer con pre­sumible vocación de maternidad debió haber respetado al menos ese sagrado sentimiento amoroso que la misma naturaleza ha sembrado en el alma de la madre por el hijo que palpita en sus entrañas y que según el proceso esperaba con alegría.

Por último, coautor de esta nefanda conspiración contra la verdad procesal está el psiquiatra forense de la oficina Médico Legal de Me­dellín. Lo acuso porque luego de una superficial y presurosa entrevis­ta con la acusada, 175 días después de la tragedia, sin fundamento científico alguno la declaró como persona sana de mente al momento de los hechos, sin que le hubiera importado para nada la epilepsia que sufría la acusada, ni la demencia de la madre quien había estado cinco veces en el hospital mental de la ciudad de Medellín. Y lo acuso desde estas páginas ante la humanidad entera, porque en sus intervenciones en la audiencia pública, para defender su equivocado dictamen, apeló a la mentira; lo acuso ante el Tribunal de Etica Médica de Colombia porque cuando se le solicitó un nuevo dictamen psiquiátrico, en vista de las nuevas pruebas que se habían recogido sobre la personalidad de la acusada y su deficiente estado mental al momento de los hechos, no solo se negó a entrevistarla nuevamente, sino que arreció su posi­ción en contra de ella; lo acuso, porque su indolente y pobre actua­ción en este proceso, es la prueba más demostrativa de que sus servi­cios como perito psiquiatra de la justicia colombiana, son una peli­grosa y preocupante fuente de errores judiciales.

Todas estas conductas apenas insinuadas aquí, estarán demostra­das hasta la saciedad en las dramáticas páginas que siguen. Y además se confirman con la sentencia absolutoria proferida por el Tribunal Superior Judicial de Antioquia, corporación que al revocar la injusta condena, supo volver por los fueros del Derecho, por los más daros caminos de la Justicia y la más rotunda adhesión a los imperativos mandatos de la verdad que habían escondido y mancillado. Es el mé-

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rito insigne que ahora llevan los Honorables M~gistrados que la ab­solvieron, los doctores Sigifredo Espinosa Pérez, el autor de la ponen­cia, y los magistrados Jaime N andares V élez y Sonia Gil Molina.

A un juez se le puede disculpar un error judicial, porque es de la condición humana que el hombre se pueda equivocar, que llegue a errar al administrar justicia, por la complejidad de la ciencia de los delitos y de las penas junto a las ciencias auxiliares que tienen que ver en un momento dado con una causa penal; además, los abogados no siempre somos los depositarios de la verdad. Pero cuando una impre­sionante mayoría de pruebas procesales pregonaban una absolución y el juez prefiere desconocerlas para condenar, es una conducta judicial que merece el más severo e indignado reproche de la sociedad entera, porque se ha violado así la confianza depositada en el funcionario para impartir una justicia según los sagrados cánones, porque de ma­nera injusta o arbitraria se le ha arrebatado la libertad por muchos años a un ser humano. Con mayor razón merece cuestionarse dicha conducta, cuando para negarse a una absolución, no quiso atender las sabias enseñanzas que para dichos fines le aconsejaban los más califi­cados tratadistas en diversos campos de la ciencia y llevados al debate público. Sus textos allí leídos y explicados sólo le sirvieron para ma­linterpretarlos en su contenido y para tergiversarlos en su aplicación, como se comprobará con asombro en el último capítulo del libro.

No creo, por lo tanto, que después de tan injusta condena, el se­ñor juez de la causa logre llegar a tener la paz espiritual que pueda llevar a sus labios o a su vanidoso corazón esta estremecida plegaria de un buen juez contenida en una hermosa página de nuestro venerado PIERO CALAMANDREI: "Señor, querría al 1norir estar seguro de que todos los hombres a quienes he condenado han muerto antes que yo, porque no puedo pensar en que deje en las prisiones de este mundo, sufriendo penas humanas, a aquellos que fueron encerrados por or­den mía. Querría, Señor, cuando me presente a tu juicio, encontrar­los en espíritu en el umbral para que me dijeran que saben que yo juzgué según justicia, según lo que los hombres llaman justicia. Y si con alguien, sin darme cuenta, he sido injusto, a él más que a otros quisiera encontrar allí, a mi lado, para pedirle perdón y decirle que ni una vez, al juzgar, olvidé que era una pobre criatura humana esclava

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del error, que ni una sola vez, al condenar, pude reprimir la turbación de la conciencia, temblando ante una función que, en última instan­cia, puede ser solamente tuya, Señor".

Un día, el inmenso poeta SHELLEY escribió con acento dramático: "He visto el asesinato en mi camino, y tenía la cara de Castleraugh". Parodiándolo ahora, con toda la inmensa amargura que esa condena produjo en mi alma, digo que he visto la injusticia en mi camino de abogado, ¡y tenía la cara de ese juez soberbio que silenció la voz de su conciencia para que no le temblara la mano al firmar una sentencia de injusta condena a veinticinco años de prisión!

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Capítulo VIII LA AUDIENCIA DEL SIGLO*

*Del libro Los celos y el amor, Bogotá, Edit. Temis, 2005.

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"Cuán mezquina inocencia la del que se contenta en ser bueno según la ley!".

Séneca, De la ira.

En mi libro El homicidio ante el jurado, traté de pintar todo el drama que se vive en una audiencia pública. Describí la misión de cada uno de sus protagonistas, desde el atribulado hombre sentado en el banquillo de los acusados, hasta el solemne e impenetrable jurado de conciencia, pasando por la serenidad del presidente del acto y la impetuosidad y apasionamiento de acusadores y defensores. Allí solo mediante la palabra que rivaliza en su mejor construcción y armonía, o que vibra a los impulsos de la más emocionada elocuencia, se traba una verdadera batalla campal por la libertad de un hombre. Esas au­diencias nos han deparado tardes de éxito coronadas de júbilo, o bien de angustiosas e inolvidables derrotas. En esos recintos, lo mismo se gana un gajo de laurel que una lágrima, una hora de felicidad que otra de tristeza, un minuto de esperanza que otro de desilusión. En ellos hemos pasado buena parte de nuestra vida, en franca lid, que­brando lanzas, recibiendo golpes, recogiendo enseñanzas, deleitándo­nos espiritualmente escuchando a los grandes del foro y sus mejores penalistas. Allí hemos visto todos los días a la justicia, sereno el ros­tro, dictar sentencias absolutorias y de condena, obrando unas veces con misericordia y otras con impiedad, prefiriendo aquí la absolución del culpable y cometiendo allá el error judicial de condenar al inocen­te. ¡Caminando siempre entre el misterio y la sombra, entre el interro­gante y la duda! Dicha imagen toma forma concreta en una audiencia que presencié en la Ciudad Eterna. Se la llamó la audiencia del siglo, y no solo por esto despertó en mí el mayor interés y curiosidad, sino porque en ella se enfrentaban con otros distinguidos juristas italianos, mis dos profesores en la Universidad de Roma: GIULLANO VASALLI y GIOVANNI LEONE, después Presidente de Italia, el primero con la cátedra de derecho penal, y el segundo, con la de derecho procesal penal.

N o solo Italia estaba muy a la expectativa del curso y desenlace de los debates judiciales, sino también buena parte del mundo occiden-

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tal, a causa del renombre y distinción de todos los protagonistas en aquella sociedad de tantos pergaminos. La acusación formulada era por asesinato. Los sindicados eran de origen griego: el matrimonio formado por Giuseppe Bevawi y Gabriela Gobrial. El occiso era Giu­seppe Faruk, amante de la señora Gobrial y elevado personaje de la dinastía de los Faruk de Egipto.

De común acuerdo, dicho matrimonio adelantaba en Grecia un juicio de divorcio, lo que no fue óbice para que en cierta ocasión sa­lieran en viaje de placer. Dentro de su itinerario, llegaron un día a la ciudad de Roma, durante su permanencia en la cual, una noche apa­reció asesinado Faruk en su apartamento. Según la diligencia de ne­cropsia, había recibido cinco disparos de revólver, y su rostro estaba desfigurado por la corrosiva acción del vitriolo que le habían arroja­do. Desde el primer momento, las pesquisas se enderezaron hacia aquella pareja matrimonial (coppia criminale), la cual se fugó de Ro­ma a raíz del crimen y fue luego capturada en Atenas. La investiga·­~ión, .como en estos casos lo sugiere el cherchez la femme del sagaz Ingenio francés, empezó por ahí: Tal vez una cuestión de celos, de venganza, de desamor, conflictos de alcoba, alguna pequeña querella.

Desde Atenas, cercados ya por los indicios comprometedores y de lo cual informaban ampliamente los periódicos, los abogados de la pareja matrimonial concluían que ante las graves circunstancias que se presentaban, la mejor táctica era la de que solo uno de ellos se res­ponsabilizara del crimen, para así salvar al otro. Pero el matrimonio buscaba, cada uno por su lado, quedar libre de tamaña imputación. No parecía que en ninguno de los dos alentara el más ligero espíritu de sacrificio por el otro. Si estaban adelantando un juicio de divorcio, no obstante su viaje de placer, los motivos que los había decidido a separarse debían de ser muy respetables. Y quién sabe si en todo ello podían existir serias razones de resentimiento mutuo. En todo caso, al no ponerse de acuerdo, se enfrentaron el uno al otro y se acusaron recíprocamente del asesinato, cada cual alegando su propia inocencia.

Contra la esposa se argumentaba que era la autora de los hechos, en un acto de venganza y de celos, por cuanto su amante ya le había anunciado el próximo rompimiento de sus relaciones extramatrimo­niales. Idénticos móviles de celos y de venganza se aducían contra el esposo, puesto que el occiso era el amante casi público de su mujer. Y

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la manera misma de la muerte, hacía recaer en ambos las sospechas: contra él, por los disparos de revólver, arma propia más de los hom­bres que de las mujeres; y contra ella, por el vitriolo arrojado al rostro de la víctima, medio violento utilizado más por las mujeres que por los hombres. Todo lo cual indujo a pensar que, por lo menos, dos personas habían participado en el asesinato.

Los debates dejaron imborrable recuerdo en la historia judicial de la ciudad. Se escuchó allí la más elocuente palabra, el más razonado discurrir, el más inflamado verbo, pero también el pensamiento más sereno y ponderado. Todo allí fue una verdadera cátedra de las cien­cias del espíritu y de las leyes que regulan la conducta de los hombres. Rememorado ahora por haberlo vivido, es uno de los placeres espiri­tuales de la existencia. Como de algo parecido, y en la misma Ciudad Eterna recordó una vez GEORGE DEVIN, cuando dijo en L 'eloquence judiciaire a Rome: "Frecuentemente se veía a una apretada muche-dumbre agolparse desde la base de la tribuna hasta los confines del Foro, invadir aun los edificios contiguos, ocupar sus gradas, y asistir al espectáculo desde los techos; toda Roma estaba en la audiencia".

Para los debates, los abogados romanos tampoco pudieron ponerse de acuerdo. Y los dos inculpados continuaron con la misma decisión de acusarse recíprocamente. El defensor del esposo alegaba la inocen­cia de éste y la responsabilidad de la acusada; al contrario, el defensor de esta sostenía su inocencia y la responsabilidad del esposo. A su turno, el ministerio público y los abogados de la parte civil defendían la tesis de la responsabilidad de ambos. Por lo tanto, se esperaba uno de estos tres veredictos:

a) La condena del hombre y la absolución de la mujer.

b) La condena de la mujer y la absolución del hombre.

e) La condena de ambos.

Se alegó lo de siempre y con la misma emoción y sentimiento: Más vale absolver a un presunto culpable que condenar a un presunto inocente.

Nadie pensó en la posibilidad de un cuarto veredicto: la absolu­ción de los dos procesados. Muchos se dieron a lucubrar sobre por qué el jurado pudo llegar a esa conclusión, cuando se sabía con plena seguridad que, como mínimo, uno de los dos había sido el asesino, si

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La justicia penal

no era que entre ambos habían cometido el crii~~n. Pero ocurrió que los defensores, con la maestría de sus argumentos, con su extraordina­rio poder de convicción, con su formidable dialéctica, con su con­tundente lógica, habían logrado crear inmensas dudas en los jurados. Por lo cual, estos debieron de haber reflexionado así, para que sus veredictos tuvieran algún sentido racional: si los condenamos a am­bos, puede que uno de ellos sea inocente; si lo condenamos a él y la absolvemos a ella, podríamos cometer un doble error judicial, por ser el hombre inocente y culpable la mujer; si procediéramos al contra­rio, es decir, absolviéndolo a él y condenándola a ella, podríamos incurrir igualmente en el mismo doble error judicial, por merecer ambos veredictos diferentes; en cambio, si los absolvemos a los dos, sabemos que, como mínimo, absolvemos a un criminal, y por no conocer a ciencia cierta cuál es, preferimos la impunidad del delito, porque al menos quedaremos con entera tranquilidad de conciencia al no haber condenado de pronto a un inocente.

Cuando tan sorpresivo veredicto se le informó a la opinión públi­ca, aquél gran pueblo italiano, en lugar de desgarrarse las vestiduras y dolerse por la impunidad, lo único que dijo, más como alabanza que como vituperio, fue que aquel jurado de conciencia había tenido un extraordinario valor civil al proferir aquella doble absolución.

Y eso era cierto. Porque gran valor civil ha de tenerse cuando se absuelve de un gravísimo crimen, contrariando así a todo un pueblo que espera, como elemental acto de justicia, una condena. Pero más que valor civil, lo que tuvo aquel jurado fue una conciencia extraor­dinaria, no sometida a ninguna clase de presión, libre por completo de humanos halagos, pero mostrándose, eso sí, como el espejo en donde puede mirarse una justicia entre los hombres que, aunque pu­diera ser equivocada, está libre del influjo de las pasiones humanas, fuera de llevar el legítimo sello moral de su buena fe. Los procesados, quizá por el efecto de la profunda conmoción que les produjo el ve­redicto que los alejaba así del presidio, se miraron cordialmente por primera vez durante las semanas que duró el acto público. La justicia y la sociedad se quedaron con el interrogante sobre si sólo uno de ellos o ambos se estarían acusando ante su conciencia con el monólo­go shakespeareano: "¡Siempre el olor de la sangre. Todos los perfumes

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La audiencia del siglo

de la Arabia no bastarían para quitar de esta pequeña mano mía ese olor!".

Por eso todas las hermosas y constructivas enseñanzas que ofrece la audiencia pública. Allí se da el hombre en to~a. su di_~ensió?- h~~ana y espiritual; en la audiencia pública, la adm1n1straCion _de J~Stlcl~ ha hallado sus mejores caminos; en ella ha encontrado la h1stor~a univer­sal los momentos de su más grandiosa elocuencia; la oratona forense se ha enriquecido de galas en su dramá~ico am?ie~t~; allí ha dado_ la inteligencia tan grandes batallas por la libertad Ind1v1du~, por la ~~g­nidad del hombre, por el respeto a la ley, por el acatamiento a la JUS­ticia, que por ello muchos pueblos han podido cambiar el rumbo de su destino. Con razón decía MOLIERAC:

Pero la audiencia no es tan solo escuela de litigio; tam­bién es atalaya de observación; se hacen ahí frecuentes en­cuentros y la acción presenta numerosos personajes. En ella, la sociedad se muestra con todas las pasiones que la agitan; en ella se ven su fuerza y su debilidad, su grandeza y su decadencia, su riqueza al igual que su pobreza, sus alegrías como sus ldgrimas, sus preferencias y su pasado, su presente y ¡hasta su porvenir! En el Palacio de justicia, so-bre todo, puede buscarse y hallarse el cardcter del siglo.

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Capítulo IX CREDO SOBRE EL DERECHO Y LA JUSTICIA*

*Conferencia en la Universidad Santiago de Cali, para recibir un homenaje.

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Realizar un Seminario Internacional de Derecho Penal, teniendo como tema apasionante el de la culpabilidad, y con expositores tan brillantes y tan consagrados tratadistas como los llegados de Europa, de Latinoamérica y los de nuestra propia patria, resulta ser un aconte­cimiento científico de extraordinaria importancia para el pensamien­to jurídico contemporáneo. Pero que ese seminario se convoque co­mo un homenaje a mi persona, es algo que al sobrepasar mis mereci­mientos, no puedo aceptarlo sino como un estímulo para continuar en la defensa del Estado de Derecho, de los ideales de justicia y de los derechos humanos que han sido la razón de ser de mi vida.

Además, este solemne acto académico con el cual me honra la ilus­tre Universidad Santiago de Cali, resulta para mí más enaltecedor, cuando el mismo honor lo comparto con un maestro del Derecho como lo es Luis Enrique Romero Soto, que no sólo ha sabido darle prestigio a la cátedra universitaria con su luminosa palabra, sino que también ha enriquecido la jurisprudencia desde la Honorable Corte Suprema de Justicia, lo mismo que la doctrina jurídica a través de sus tratados y demás obras plenas de pensamiento y de sabiduría.

Estos claustros universitarios tienen para mí una especial significa­ción, porque bajo su auspicio he venido aquí muchas veces a traer un mensaje de rebeldía e inconformidad por los maltratos que desde el poder se le causan a la justicia, y por las conspiraciones que contra el orden jurídico se traman desde las altas esferas oficiales. Ha sido re­confortante venir aquí a clamar contra los reaccionarios de todas las ideologías, a volver por los fueros del Estado de Derecho, a convocar hacia un auténtico humanismo jurídico, a reclamar en voz alta la de­fensa y protección de los Derechos Humanos y todos esos principios rectores y garantistas que son como el alma y el espíritu del proceso penal para que se instauren la equidad y la justicia.

Y es que ningún foro más apropiado para despertar todas estas in­quietudes y activar todos estos empeños, que los claustros académicos de la Universidad. Es aquí donde se imprime carácter y se forma la

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La justicia penal

conciencia jurídica del mañana, donde suena'~~ejor la palabra de quienes ya hemos trasegado tanto por estos difíciles pero amados campos del Derecho y de la Justicia. Aquí es donde hay que levantar tribuna para alabar todo cuanto se hace para dignificar el Derecho y ennoblecer de contenido humano la norma jurídica. Pero también es el ágora para clamar contra todos los intentos o situaciones ya con­sumadas, de convertir el Derecho en una ciega arma represiva, con desconocimiento absoluto de todos los principios que es necesario respetar en el hombre, con olvido de que quienes delinquen no pue­den a su vez convertirse en víctimas del poder estatal para, so pretexto de darle satisfacciones plenas a la sociedad por los crímenes cometi­dos, negarles todos los derechos consagrados en la Constitución y en la ley.

No podemos olvidar que el patrimonio jurídico que hemos logra­do acumular en el curso de los años, se mantiene en la mira de quie­nes profesan otras filosofías, de quienes han pretendido suplantar el Estado de Derecho por la tesis de la Seguridad Nacional y de las ra­zones de Estado. Son los que no han querido entrar por los amplios caminos institucionales que creamos en la Asamblea Nacional Cons­tituyente al expedir una Carta Política donde su principal protagonis­ta es el hombre con sus inmensos poderes para hacer respetar todos sus derechos, para proteger su dignidad humana, siempre que los altos poderes del Estado irrumpan en su contra, para desconocerlos o vulnerarlos. Esos que no han querido convenir con el humanismo jurídico que le imprimimos a la Carta Fundamental; esos que se si­guen rasgando las vestiduras porque le quitamos poderes al Ejecutivo para que no se convirtiera en monarca; esos que denigran de nuestra Carta Política por el riquísimo catálogo de derechos fundamentales que consagramos, lo mismo que por los mecanismos para protegerlos y defenderlos, esos son los que pertenecen a ideologías que deifican el Estado, deshumanizan al hombre, institucionalizan la represión sin atender otros factores, son, en fin, los que se desvelan por los proce­dimientos fascistas para regir los destinos de una Nación.

La Universidad, y esta de Santiago de Cali sí que lo ha sido, debe ser una permanente tribuna pública abierta al análisis de la problemá­tica del Derecho y a las propuestas por una mejor administración de justicia. Desde los claustros universitarios es de donde debe partir con

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Credo sobre el derecho y la justicia

decidida mística, la creación de una verdadera conciencia moral de respeto a los Derechos Humanos. Así podrá llegar más pronto el día en que sea menos intenso el dolor de la patria por saberse infamada en el mundo entero por culpa de gobernantes que siempre fueron tolerantes e indiferentes a los atentados de la autoridad pública contra la dignidad humana y los derechos fundamentales del hombre. Por eso tenemos que crear nuestro propio Evangelio y nuestro propio Credo:

Creo en el Derecho como instrumento para la realización de la justicia, que sirve para modelar la fisonomía jurídica de la nación, como elemento imprescindible de la organización social y necesario para la convivencia pacífica de los pueblos.

Creo en la justicia como en la más firme esperanza que le queda al hombre para hacer restablecer sus derechos y ser tratado con dignidad

y buena fe. Creo firmemente en ella como elemento catalizador de las quere­

llas humanas y de los conflictos sociales.

Creo en los Derechos Humanos como en la más alta expresión de dignificación ética del hombre, y que cuando los gobernantes s?n verdaderamente solidarios en su defensa, merecen todos los parabie­nes y alabanzas de la sociedad, pero que cuando son tolerantes e indi­ferentes ante la violación de los mismos, lo que deben despertar es el desprecio y la maldición de la conciencia moral de la humanidad entera.

Creo en ellos y en que su firme protección en todas las instancias del poder, constituirán la más sólida barrera de contención a la arbi­trariedad y al atropello contra la dignidad humana por parte de las autoridades públicas.

Creo en la libertad en cuya defensa se debe hasta exponer la propia vida, según aconsejaba Don Quijote a Sancho.

Creo en ella, contra quienes le tienen miedo, porque sin su ampa­ro han podido hacer que triunfe la tiranía y el despotismo.

Creo que quienes buscan la verdad, el bien y la belleza, están con­tribuyendo a la construcción de un mundo mejor para el hombre y cumpliendo una de las más hermosas misiones en el Universo.

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La justicia penal

Creo que en alguna forma, el hombre qu~:fentrega siquiera una parte de su vida a luchar en favor de los humildes, de los desposeídos, de los ultrajados por la sociedad y el Estado, de las víctimas de todas las injusticias humanas, merecerá siempre un puesto de honor en la memoria de los hombres.

Creo que el ser humano no alcanzará nunca el ideal de su vida, si no encuentra la paz fundada en el Derecho e inspirada en la libertad y la justicia.

Creo con Bertrand Russel que "el mundo que tenemos que buscar es un mundo en el cual el espíritu creador esté vivo, en el cual la vida sea una aventura llena de alegría y esperanza".

Creo en Dios como arquitecto del Universo y como juez infalible de la conducta humana, ante cuyo Tribunal Supremo tendremos que dar cuenta de las injusticias cometidas al juzgar al hombre aquí en la Tierra.

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Capítulo X EL ABOGADO Y LA JUSTICIA*

• Del libro Breviario para abogados, Bogotá Edit. Leyer s/f.

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En la fecha clásica del Día del Abogado, cuando nos congregamos para sentirnos agradecidos por pertenecer a una profesión ilustre sin la cual sería imposible la convivencia humana, convienen serias y profundas reflexiones sobre la misión que nos corresponde en la in­terpretación del derecho y nuestras invocaciones a la justicia. Pero además, debemos tener conciencia de que en el azaroso e injusto mundo en que vivimos, no podemos quedarnos anclados en la inter­pretación de los parágrafos e incisos de las leyes y de los códigos, ni en los alcances de doctrinas y de jurisprudencias, sino que tenemos que participar también en la lucha por un mundo mejor, para que haya menos desigualdades e injusticias, para que las libertades públi­cas no sean encadenadas por los amos del poder, para que se protejan los derechos humanos, principalmente de los más humildes, para que la paz tan anhelada la sigamos buscando a través de la justicia, para que, en fin, desde nuestros estrados y tribunas, con nuestra fervorosa palabra hablada y escrita, continuemos cada uno nuestro oficio, con la dignidad y el placer espiritual de estar sirviendo a una hermosa profesión que tanto bien ha prestado a la humanidad.

La verdad es que sin nosotros, bien administrando justicia o invo­cándola, imperaría la ley de la selva, el ejercicio arbitrario de las pro­pias razones o la dictadura de la fuerza bruta. Es cierto que nuestro nombre se mantiene en el oleaje de las turbulencias humanas, que somos los contradictores públicos de muchas causas ajenas, que vivi­mos en la controversia de las ideologías jurídicas, pero también es verdad que hemos sido parte significativa en la cultura y la civiliza­ción de los pueblos. Y a desde el antiguo derecho romano, en épocas marcadas por el rampante militarismo, al abogado se le consideraba como personaje esencial dentro de la sociedad de su tiempo y se lo hacía acreedor de la confianza pública por la dignidad de la que esta­ba revestido. En uno de los elogios de la época se decía: "Creemos que en nuestro imperio no sólo militan los que están armados de es­pada, yelmo y escudo, sino también los abogados. Militan, pues, en las causas, y ellos con su voz gloriosa defienden la esperanza de los infortunados, la vida y la posteridad". Y recordemos también cómo

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La justicia penal

en Grecia, cuna de la civilización, la actividad del abogado comenzó con la figura del orador, a cuya elocuente palabra confiaban los ciu­dadanos la acusación o la defensa ante los jueces del pueblo, frente a los tribunales populares.

Es grandiosa la noble misión que nos han conferido la sociedad y el Estado. Somos también una magistratura, por el respeto que de­bemos al Derecho, por la mística con la que debemos buscar los sa­grados caminos de la justicia, por el anhelo siempre renovado por encontrar la verdad. Ejercemos también un sacerdocio laico, porque al igual que en el sacerdocio religioso, en el nuestro se descubren las mayores miserias del género humano. Aquí es donde se confiesa el hombre en todas sus transgresiones a la ley moral y a la ley positiva, donde descubre su alma en todas sus caídas, donde muestra su cora­zón en todas sus turbias pasiones. Esas culpas tremendas de sus vidas también llegan a nuestro confesionario para mantener también su sigilo o poder suministrar una justificación a la justicia. Con razón decía Carnelutti, refiriéndose a los abogados: "Mirándolo bien, ellos son los Cirineos de la sociedad: Llevan la cruz por otro, y ésta es su nobleza. Si me pidierais una divisa para la orden de los abogados, propondría el virgiliano sic vos non vobis: Somos los que amamos el campo de la justicia y no recogemos su fruto".

Su palabra hablada o escrita ha sido mensajera de grandes desti­nos, ha servido a la justicia de soporte en sus sabias decisiones, ha abierto camino a la sensatez de doctrinas y jurisprudencias, ha plas­mado las constituciones y los códigos de las naciones civilizadas, ha mostrado los caminos de la democracia y de la libertad a los pueblos. En la historia de la humanidad están las páginas luminosas que ellos escribieron para construir un Estado de derecho, para retornarlos a la civilidad después de épocas de oscuras tiranías; sus ardorosas luchas han sido para dar a la justicia la nombradía que le corresponde, para que las armas del derecho no sean instrumentos jurídicos que abran los caminos de la arbitrariedad y del abuso, sino postulados que tien­dan a la equidad y a la solución pacífica de los conflictos entre los hombres. Ellos, más que ninguno otro, son los depositarios de las angustias de la humanidad, porque son la voz de los encarcelados, el grito desesperado de todas las víctimas de violaciones de los derechos humanos, la esperanza de los condenados a muerte, la protección de

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El abogado y la justicia

los perseguidos en forma injusta, los defensores de todos los oprimi­dos, los firmes custodios de las libertades públicas y voceros de las injusticias sociales. En nuestra palabra se sumerge todo el dolor de los hombres y se retrata toda la angustia de la humanidad por los diarios pesares de la vida.

Por eso, uno de los más justos elogios del abogado lo hizo Molie­rac: "Hay en el ejercicio de nuestra profesión una belleza que pervive y que garantiza su perennidad; queda todo lo que nuestra palabra contiene de verdad; tiene el raro mérito de poner de manifiesto la superioridad de la inteligencia sobre la fuerza, del espíritu sobre la materia. La Orden de los abogados está a la altura de nuestro carác­ter, de nuestro talento y de nuestras virtudes: Soplando juntos al fue­go, haremos crecer la llama".

Hemos dicho que el campo de acción del abogado no puede cir­cunscribirse al simple ejercicio de su profesión, sino que su palabra debe resonar en otros escenarios, hacerse sentir en otras instancias, no callar ante tantas abominaciones de los de arriba contra los de abajo, ni guardar criminal silencio frente a todas las travesuras morales del poder. Somos una especie de milicia desarmada que batalla día a día por causas hermosas, por ideales eternos, por principios que no se pueden dejar avasallar ni en las circunstancias más difíciles y peligro­sas de la vida.

De ahí el recuerdo de nuestro clamor de otras épocas a los juristas colombianos: Como conocedores de la ciencia jurídica y de las reglas que trazan los caminos de la justicia, tenemos el solemne compromi­so moral ante la sociedad de velar por ellas. No importa que sus ene­migos sean muy poderosos, porque a nosotros nos basta con tener la fuerza del derecho, mientras que ellos no tienen sino el poder de la arbitrariedad a nombre de una investidura que han deshonrado. Por eso nos podemos enorgullecer de lo que sobre nuestra abogacía dijo bellamente Rafael Bielsa: "Ninguna profesión obliga más a la defensa de la libertad, del derecho, de la moral política, que la del jurista. Sin el coraje cívico, jamás la libertad de un pueblo puede asegurarse, de­cía el filósofo moralista Barni. La abogacía es una milicia no impulsi­va, sino serena, constante, heroica, razonada y consciente". Si logra­mos registrar estos atributos en nuestro quehacer de cada día, habre­mos otorgado la más alta y esplendorosa dignidad al título que reci-

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La justicia penal

bimos y que nos coloca en "una orden tan antigua como la magistra­tura, tan noble como la virtud y tan necesaria como la justicia".

Sí, nuestro compromiso no es sólo con los códigos, sino con el hombre; si no podemos vivir aislados de otros mundos, de otras vidas que murmuran sus miserias y gritan sus dolores tan cerca de nosotros, nuestros pasos tienen que orientarse en otras direcciones, y nuestra palabra alcanzar otros estrados para no pecar de indiferencia o de olvido o de cobardía moral frente a quienes no tienen voz para de­fender sus derechos o reclamar la justicia que se les niega desde todos los poderes. Por eso, cuando nuestra voz no resuena en los estrados judiciales para invocar la justicia por la cual luchamos, no podemos dar licencia a la palabra para comodidad de nuestras vidas, cuando la dignidad humana es menospreciada y ofendida por abyectos agentes del Estado o por tenebrosas organizaciones de civiles. De allí que de­bamos fustigar esa oscura horda de los torturadores, para ver si algún día adquieren conciencia de lo sagrado de la persona humana, cual­quiera que haya sido su falta contra el Estado, cualquiera que haya sido su delito contra la sociedad y contra el orden establecido; o le­vantar la voz, muy en alto, para defender a los indígenas víctimas de la Fuerza Pública, de subversivos y de paramilitares, o abandonados de la Iglesia y perseguidos por los terratenientes, convertidos frecuen­temente en carne de cañón a impulsos de la desenfrenada codicia por arrebatarles sus tierras. O defender los derechos humanos de los pre­sos, para que algún día los Directores de Prisiones y los Ministros de Justicia comprendan que no pueden convertirse en simples carceleros con la exclusiva mentalidad de su política represora, sino que deben dignificar sus cargos dignificando a su vez la vida en las prisiones, para que el hombre que llega allí por sus conflictos con la justicia no sea la víctima de una atroz venganza del Estado, sino un ser humano en la plenitud de sus derechos esenciales que por ninguna razón le pueden ser desconocidos ni quebrantados.

Y cómo se puede ser indiferente ante los tenebrosos escuadrones de la muerte que en ciudades, campos y pueblos siembran el terror y derraman la sangre de inocentes con la falsa moral de limpiezas socia­les, como si el pobre mendigo, o el niño de la calle anémico y muerto de hambre, como si la prostituta desamparada, como si el ladronzue­lo de baratijas para poderse comer un pedazo de pan amargo, por el

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sólo hecho de serlo, merecieran la pena de muerte, arrebatarles en forma tan cruel e inhumana el derecho a vivir, a compartir con noso­tros este valle de lágrimas que nos fue asignado en la economía del universo.

Por eso, en uno de nuestros libros hemos dicho que si se hiciera un escrutinio sobre las páginas de la historia universal, en la pequeña crónica de los pueblos, para saber quiénes son los que más han sufri­do persecuciones, ostracismo, cárcel y muerte por la defensa de los grandes ideales de una N ación, por su lucha en favor de la libertad y de la justicia, por su enhiesta rebeldía frente a los gobiernos de Jacto, a las tiranías y a los despotismos de todas las ideologías políticas, indu­dablemente resultaría que han sido los abogados quienes han pagado la mayor cuota de sacrificio por la defensa de aquellos valores sobre los cuales no se puede transigir, porque son un breviario de principios eternos insertos en la vida espiritual del hombre.

También es su deber luchar contra las leyes injustas, para preservar la dignidad del derecho y mantener erguido el sagrado ternplo de la justicia. Es frecuente que gobernantes y legisladores se aventuren por los ásperos caminos de la arbitrariedad y de la injusticia contra el pueblo, en cuyo caso no se puede permitir la vigencia tranquila de las leyes, sino censurarlas, combatirlas, demandarlas para que el despo­tismo jurídico sienta que, como en la decimonónica expresión de la Patria Boba, hay luz en la poterna y guardián en la heredad. Por eso, no pueden ser entonces, a sabiendas, pregoneros de la iniquidad, de­fensores de una injusticia, cómplices de una arbitrariedad, artífices de una violación al derecho, porque, de serlo, estarían mancillando su investidura, contrariando la verdadera misión que deben cumplir ante la sociedad, colocándose en el mismo lugar de quienes violan la ley o se han rebelado contra el orden y la armonía que deben regir las relaciones sociales.

Con razón escribió don ÁNGEL OSSORIO en El alma de la Toga, ese hermoso libro que debería constituir un breviario para abogados:

': .. Todo esto demuestra que el abogado no puede ser un esclavo de la ley. Dentro del orden legal hay que moverse, claro estd, y no cabe desconocer la realidad de las leyes. Pe­ro batirse contra ellas por arcaicas, por equivocadas, por

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imposibles, es un deber primordial de los que pedimos jus­ticia. No se olvide que el abogado es por esencia un sujeto contradictor; que siempre se halla en lucha contra otro, y contra las autoridades, y contra el Parlamento, y contra todos los poderes habidos y por haber. Si no fuera ésta su función o si no tuviera valor para desempeñarla, no mere­cería la pena que hubiera abogados en el mundo. Pues si puede luchar contra tantas cosas, bien legítimo es que lu­che contra la ley misma, siempre que, según su leal enten­der, le asista la razón ".

c'En ciertas ciudades de Holanda viven en oscuras ten­duchas los talladores de piedras preciosas, los cuales pasan todo el día trabajando en pesar, sobre ciertas balanzas de precisión, piedras tan raras, que bastaría una sola para sa­carlos para siempre de su miseria. Y después, cada noche, una vez que las han entregado, fúlgidas a fuerza de traba-jo, a quien, ansiosamente las espera, serenos preparan so­bre la misma mesa en que han pesado los tesoros ajenos, su cena frugal y parten, sin envidia, con aquellas manos que han trabajado los diamantes de los ricos, el pan de su hon­rada pobreza. También el juez vive así".

No obstante que los carbones y pinceles de Daumier se empaparon en vinagre y venenos para hacer la caricatura de los abogados a quie­nes llamó "seres insensibles pagados para simular emociones, más preocupados de su imagen que de la justicia", la imagen del abogado se alza a través de la historia de la humanidad para demostrar que sin sus luchas por el derecho y la justicia, que sin su palabra y su pluma erguidas en defensa de la dignidad humana y de la libertad de los pueblos, habría sido más la infelicidad del hombre sobre la Tierra por la impune violación de sus derechos fundamentales. Razón tuvo el filósofo del derecho cuando dijo: "En la toga radica el último refugio de la libertad, ya que cuando todos callan bajo el peso de la tiranía, de vez en cuando brotan de la toga voces dignas y arrolladoras".

La solidaridad en este día del abogado es tatnbién con los jueces de Colombia con quienes compartimos los afanes de la justicia, ellos impartiéndola y nosotros invocándola. Ellos más que nadie conocen nuestras angustias, nuestros júbilos, nuestros ímpetus, nuestras espe-

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ranzas, hasta nuestras injusticias con ellos cuando la suerte de las cau­sas que defendemos nos ha sido adversa; pero también los miramos en toda la grandeza de su investidura, en toda la majestad de su mi­sión, en toda la avasalladora fuerza moral de sus sentencias que apo­yadas en el derecho y en la equidad realizan la justicia. Por eso, sim­bólicamente se ha dicho que nuestra toga es hecha del mismo paño que la de los magistrados. Con los jueces, oficiamos en el mismo templo, tenemos dignidades semejantes, nos desvelan los mismos problemas, porque tanto ellos como nosotros caminamos en la bús­queda de los mismos ideales de justicia y de verdad. Por eso cuando escribo libros sobre los actores del drama judicial, sobre las llamadas partes en el juicio, no pueden faltarme las páginas emocionadas sobre el juez en toda su esplendorosa majestad como administrador de jus­ticia.

Es la misma emoción cuando leo las encendidas alabanzas que so­bre su hermosa misión cumplen en forma silenciosa en sus austeros despachos judiciales, como en esta preciosa alegoría de Rudolf Stam­ler: "En las anchas faldas de una colina alzábase, desde tiempo.s remo­tos, un espléndido templo. Se le divisaba desde muy lejos. Piedras bien talladas le servían de cimiento y las líneas firmes y armoniosas de su fábrica se erguían gallardamente. Sabios sacerdotes velaban, en el interior, por su cometido de guardar el templo y atender a su servicio. Desde lejanas tierras acudían en tropel los peregrinos a implorar ayu­da. Y quien se sintiese solo y abandonado, salía de allí siempre forta­lecido con la clara conciencia de que a cada cual se le adjudicaba con segura mano lo suyo y de que el fallo era cumplido inexorablemente. Tal fue el Templo del Derecho y la Justicia".

En ese mismo Templo del Derecho y la Justicia también hemos oficiado nosotros; ahí hemos estado por años defendiendo ese baluar­te de la civilización, esa fortaleza de la paz entre los hombres, ese san­tuario donde nuestros labios tantas veces se han abierto para pronun­ciar la palabra portadora de nuestro estremecido mensaje a la con­ciencia de los jueces para la justicia que invocamos.

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Capítulo XI LA JUSTICIA EN LA LITERATURA JUDICIAL*

*Reconstrucción de un coloquio con los estudiantes de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana.

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Las relaciones de la Justicia y el Derecho con el Amor han estado vivientes en todas las épocas de la Humanidad. Es el amor que se traduce a los más nobles sentimientos del hombre, principalmente cuando éste ha traspasado los vedados caminos de la ley. Jueces han existido en todas la épocas que al ejercer su poder sobre el frío meca­nismo de los códigos contra quien ha delinquido, lo han hecho bus­cando en el inanimado cuerpo de la ley, el alma y el espíritu que la anima para hacerla trascender hacia los verdaderos dictados de la j us­ticia que es su fin. En los anaqueles de los despachos judiciales de todos los tiempos, duermen entre sus folios dramáticas historias de seres humanos que un día por fatales designios del destino tuvieron que subir al estrado judicial para dar cuenta de su comportamiento en contra de las reglas sobre convivencia ciudadana, habiendo salido unas veces indemnes, porque dieron con la suerte de un magistrado comprensivo y justo, cuando en otras, un mal entendido concepto de justicia se ensañó sobre ellos para hacerles sentir todo el rigor de la ley.

Ejemplos de todo esto lo encontramos en obras inmortales de la li­teratura universal, en los tratados de filosofía del Derecho, en la doc­trina jurídica, donde la simple anécdota, muchas veces se convierte en un verdadero tratado de moral, en una ejemplarizante lección que puede servir para enderezar toda una vida, para corregir los desviados caminos de una existencia.

Allí está, por ejemplo, aquel J ean Valjean, personaje en Los Mise­rables de Víctor Hugo. Todos conocéis su triste historia. Era un hombre de bien, hasta cuando un día se quedó sin trabajo. Siete hermanos de una hermana suya se morían de hambre. Hasta cuando un día no resistió a la tentación de robarse un pan, rompiendo el vi­drio que lo protegía. Eso le valió en principio cinco años de presidio infernal, que por sus fugas y tentativas de fuga se los fueron aumen­tando hasta los dieciséis años de privación de la libertad. El estigma de la prisión no le dejó oportunidad para emplearse honestamente en algún trabajo. Hasta que un día robó en la casa del obispo unos cu-

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biertos. Dado a la fuga, fue apresado por unos ,~endarmes, quienes lo condujeron hasta la casa del religioso. Pero este intuyendo segura­mente que había sido un pobre desgraciado d que había cometido el robo, pensó que indudablemente se trataba de un estado de necesi­dad~ porque aquellos cubiertos que tenían un apreciable valor, sin duda alguna era para venderlos y calmar el hambre y las necesidades. Pues cuando los gendarmes se presentaron al obispo con el ladrón y los cubiertos decomisados, el obispo lo declaró libre de toda culpa diciéndole con toda calma y amorosamente que por qué no se había llevado también los candelabros de plata que le había regalado. Y allí mismo se los entregó, por lo cual convenció a los agentes de la auto­ridad que realmente aquellos cubiertos de plata se los había regalado el señor obispo, por lo cual Jean Valjean fue dejado inmediatamente en libertad. Ese obispo, sin duda alguna, encubrió a un delincuente, entorpeció los caminos de la justicia, pero derramó un bálsamo de piedad sobre la miseria de aquel hombre, que si antes por haberse robado un pan estuvo en presidio durante dieciséis años, quien sabe a cuántos años lo habrían condenado por haberle robado unos cubier­tos de plata a nadie menos que al señor obispo.

No sabemos si fue historia o simplemente novela, lo de Crainque­ville de Anatole France. Él era un ventero ambulante cuyo grito se oía todas las mañanas en Montmartre de la ciudad de París, cuando anunciaba la venta de coles, nabos, zanahorias y espárragos. Al llama­do de una señora, detuvo su carro y ella le compró algunas legum­bres. Como no tenía allí el dinero para pagarle el precio, tuvo que esperarla mientras entraba por él a un pequeño almacén de su pro­piedad, a pocos pasos. De pronto llegó el agente del tránsito y le or­denó seguir adelante con su pequeño carruaje de legumbres. Pero como la señora se demoraba en regresar, volvió el agente y le increpó por desobedecer sus órdenes. El pobre hombre alegó que estaba espe­rando unos pocos segundos mientras le pagaban el precio de sus le­gumbres. Pero como la señora no aparecía, volvió el agente a recrimi­nado por su desobediencia. El vendedor ambulante seguía alegando su derecho a esperar para que le pagaran. El agente no quiso escuchar razones. Ordenó que desalojara el lugar porque estaba obstruyendo el tránsito, lo que produjo algunas protestas respetuosas del ventero ambulante, pero el agente entendió que lo había ofendido. Por ello se

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lo llevó prisionero y lo entregó a la justicia. Pero en el momento de hacerlo, apareció un señor de finos modales y de apuesta figura quien increpó al guardia su procedimiento diciéndole que el pobre hombre no lo había ofendido, que él era testigo de que no le había lanzado ninguna expresión ofensiva. N o le hizo caso y se llevó al vendedor ambulante rumbo a la comisaría cercana, privado de su libertad. El carrito de verduras quedó abandonado en la calle, y así perdió todo el patrimonio que tenía aquel miserable. Fue llevado a juicio por ofensas a la autoridad. Y aquel testigo que supo de la injusticia, com­pareció al juicio para declarar a favor de aquel hombre. Era nada me­nos que un médico famoso en la ciudad de París, director del Hospi­tal Ambrosio Paré y condecorado con la Legión de Honor. Pero su testimonio, testimonio verdadero, ceñido a la realidad, no pudo in­fluir en lo más mínimo a favor del reo, porque la justicia al conceder­le más credibilidad al representante de la autoridad, condenó a Crainqueville a cinco años de prisión de donde salió tan estigmatiza­do, que al volver a su venta de legumbres por las calles de Montmar­tre, nadie le quiso volver a comprar, lo condenaron a n1orirse de hambre, por el sólo hecho de haber estado injustamente en la cárcel.

Pero por sobre estas miserias de la justicia humana, estaba la gran­deza de alma de aquel famoso médico, quien por el sólo imperativo de su conciencia y en un acto de compasión por la triste suerte de aquel hombre, espontáneamente acudió al estrado judicial para ver si su testimonio servía para arrancar de las garras de la justicia cruel e inhumana, a un hombre que ninguna falta había cometido. Crain­queville puede haber sido simplemente un personaje novelesco, pero a las Salas de Justicia comparecen todos los días muchos Crainquevi­lles inocentes de los cargos que se le imputan.

PIERO CALAMANDREI, una de las glorias más grandes de la ciencia jurídica de todos los tiempos, se complacía en recordar en sus hermo­sas páginas que dejó para la historia, la confidencia de un amigo suyo, Presidente de la Corte de Justicia de su país. Le hacía la confidencia gratísima de que después de cuarenta años de experiencia judicial le habían confirmado que justicia no quiere decir insensibilidad; que el juez para ser justo no necesita que sea despiadado; que justicia signifi­ca comprensión y que el camino más directo para comprender a los hombres es el de aproximarse a ellos con el sentimiento. Y le narró

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esta hermosa y conmovedora anécdota: Un día ese magistrado presi­día la Corte de apelación que conocía del proceso de una doméstica acusada de haberse robado unos cubiertos de plata. Estando en la audiencia, el agente del Ministerio Público que había apelado contra la absolución de primera instancia, arremetía acusadoramente contra la sindicada, lo que iba produciendo en ésta llanto y desesperación, y en los momentos en que aparecía más inclemente la acusación del fiscal, el presidente de la audiencia llamó al ujier y le dijo algo en baja voz. Se vio inmediatamente al ujier caminar hacia aquella que silen­ciosamente lloraba en el banquillo de los acusados, y le dijo algo al oído. Inmediatamente dejó de llorar, se enjuagó las lágrimas y ya muy serenamente siguió escuchando la acusación despiadada en su contra. Nadie alcanzó a comprender el significado de aquellas dos escenas, la del presidente diciéndole algo a su ujier, y la de éste como susurrando un secreto al oído de la procesada. Pero cuando ya termi­nó la audiencia, un curioso espectador se le acercó al ujier y le pre­guntó que le había dicho el presidente cuando lo llamó, y el ujier contestó: me dijo "dile a esa mujer que deje de llorar porque la vamos a absolver". Y comenta CARNELUTTI: "ese magistrado violó el secreto de la cámara de consejo, pero supo respetar las leyes de la humani­dad. Porque la humanidad exige que no se prolongue, por obsequio farisaico a las crueles formas, el dolor del inocente".

Y quién no recuerda aquel famoso juez Magnaud, que desde un pueblito cercano a París le daba continuamente lecciones de humani­dad, de justicia, de equidad y misericordia a los encopetados magis­trados de la Corte Suprema de Justicia de Francia, quienes olímpica­mente revocaban sus sentencias, lo que provocaba grandes controver­sias públicas en las cuales intervenían los más importantes periódicos de esa Nación que acuñó en la Revolución Francesa aquella trilogía tan desmentida por ellos mismos, de la Libertad, Igualdad y Frater­nidad. Para no citar sino uno de los procesos penales, está el caso de una pobre mujer que con su madre y su hijo llevaban 36 horas sin pasar alimento alguno, lo que la obligó en un verdadero y apremiante estado de necesidad a cometer un delito contra la propiedad privada. Y ese juez que no vivía esclavo de los parágrafos e incisos de las leyes y de los códigos, desprendido de los fríos legalismos jurídicos, embelle­ció humanamente su sentencia absolutoria diciendo que cuando se

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presentaba una situación semejante a la de la acusada, el juez debe y puede interpretar humanamente los inflexibles preceptos de la ley. Y agregaba que es lamentable que en una sociedad bien organizada, uno de los miembros de esa sociedad, sobre todo una madre de familia no pueda encontrar pan de otro modo que cometiendo una falta. Para él no estaba la imprecación de Jesús a los escribas y fariseos a quienes acusó de estar pendientes del detalle minúsculo de la ley, olvidando las cosas más graves de la misma: el justo juicio, la misericordia y la buena fe. Por eso, habiendo sido apenas un humilde juez de Francia, dio un salto hacia la inmortalidad, simplemente porque al adminis­trar justicia fue un hombre justo en toda la extensión de la palabra.

Recordamos también a aquel Giovanni Manci Mancinelli, el pro­bo juez de la República italiana que bien pudo morir tranquilo, ya que su conciencia no tenía el más mínimo remordimiento porque lo acusara de haber cometido una injusticia. Pero un día tocó asumir sus funciones como fiscal ante los tribunales militares de Italia, en aque­llas lejanas épocas en que allí existía la pena de muerte. Y en cierta ocasión en que iba a juzgar en la ciudad de Nápoles a un hombre acusado de de un delito sancionado con la pena de muerte, al darse cuenta como fiscal que los peligros de una condena eran muchos, porque el defensor que tenía era incompetente para asumir tan deli­cado cargo, que no estaba a la altura de tan grave causa, por lo cual la condena era un riesgo muy probable, así se lo puso de presente a los familiares del acusado. Los urgió para que escogieran otro defensor de las suficientes calidades y méritos para afrontar frente a su acusación la defensa que demandaba aquel hombre en peligro de ser condenado a la pena de muerte. Es muy probable que ese fiscal hubiera pasado por alto las funciones limitadas que le imponían las leyes de la época como agente del Ministerio Público, pero tuvo un hermoso gesto de lealtad hacia el reo al buscar que frente a la acusación que él le iba a hacer, tuviera al frente a un defensor que pudiera librarlo de la pena de muerte. Yo no sé si aquel hombre fue al fin condenado o absuelto, pero si fue condenado, por lo menos ese fiscal pudo quedar con su conciencia tranquila, al haber tenido la iniciativa de que aquel acusa­do tuviera un defensor competente que de pronto pudiera lograr la absolución.

Y si nos saliéramos de todos estos recuerdos que nos trae la litera­tura judicial de todos los tiempos y pasáramos siquiera por unos ins-

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tantes al campo de la poesía, allí encontraríamo~~,igualmente un vene­ro apasionante de las relaciones entre el derecho y la justicia con el amor. Allí está, por ejemplo, aquel hermoso poema de José María Gabriel y Galán, en la poesía española. Aquel campesino que durante una enfermedad de su esposa que le duró cuatro meses al cabo de los cuales murió, pobre como era, adquirió deudas para pagar el médico y comprar las drogas que demandaba su enfermedad. Insolvente co­mo quedó, fue demandado ante los tribunales que ordenaron man­damiento de pago. Y como no podía atender esas obligaciones, un día se aparece a su pequeña parcela un juez acompañado de gendarmes, con el fin de tomar las medidas cautelares de rigor. Enterado de que el propósito de la misión judicial era la de embargarle sus bienes, en­tre la amargura del recuerdo de su esposa muerta, a quien le gastó todos sus ahorros en "boticas que no le sirvieron", no opuso ninguna resistencia al embargo, ya que lo único que le importaba era conser­var la cama donde ella murió. Y por eso le dijo al señor Juez, señalan­do a los gendarmes que lo acompañaban:

"Pero a vel, señol jues: cuidaíto

si alguno de ésos

es osao de tocali a esa cama

ondi ella s'ha muerto:

la camita ondi yo la he quedo

cuando dambos estábamos güenos;

la camita ondi yo la he cuidiau,

la camita ondi estuvo su cuerpo

cuatro mesis vivo

y una nochi muerto!

¡Señol jues: que nenguno sea osao

de tocali a esa cama ni un pelo,

porque aquí lo jinco

delanti usté mesmo!"

Cómo el amor de un hombre, así fuera en la mera poesía, de no haber estado prevista en la legislación española la prohibición de em-

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bargar el lecho conyugal, aquel campesino estaba decidido a cometer un homicidio, delante del mismo juez que practicaba la diligencia de embargo judicial.

O aquel Presidente de la Corte de Asís, Angelo Fusinato, quien sabía asumir actitudes que procuraran la civilidad del proceso penal, lo que hoy en día es una mera quimera, porque al proceso penal se busca rodearlo de las mayores crueldades, haciendo casi un espec­táculo público el juzgamiento a donde se entrometen las cámaras de televisión, los micrófonos, para captar situaciones muchas veces ofen­sivas de la dignidad humana, como la de mostrar a los presos con sus esposas puestas. De ese Juez nos recuerda CARNELUTTI en una de sus hermosas páginas, mejor dicho, en las Miserias del Proceso Penal có­mo un día se celebraba en Venecia una audiencia pública por homi­cidio, que despertó la curiosidad morbosa de toda la ciudadanía de aquella idílica ciudad. Se abrió la audiencia, cuando de una jaula donde estaba la prisionera, fue emergiendo una maravillosa mujer, la acusada María Nicolaevna Tarnovskij. En ese momento, un centenar de señoras que tenían sus puestos reservados en el estrado judicial, se levantaron y dirigieron sus binóculos hacia aquella mujer. Eso provo­có la indignación de ese insigne magistrado quien expresó: "Mañana este espectáculo incivil no se repetirá". Por esa actitud y por su con­ducta en general porque el proceso penal esté revestido de la mayor dignidad y respeto pero no solo por la justicia sino por la persona del reo, los abogados de Venecia le rindieron un homenaje eterno, como fue el de haber colocado su busto en el atrio superior de la Corte de apelación de Venecia, donde la ciudad y las generaciones posteriores siguen recordando al magistrado integérrimo que supo respetar el dolor de los reos, compenetrarse de sus amarguras y de sus penas, hacerles menos dolientes el terrible vía crucis que significa el proceso penal.

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ÍNDICE ALFABÉTICO DE MATERIAS

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A

ALTERNATIVAS A LA PRISIÓN introducción: pág. 105 libertad condicional: pág. 129 medidas compensatorias: pág. 112 multa: pág. 115 otros sustitutivos de la pena y la detención preventiva: pág. 133 probation: pág. 118 suspensión condicional de la ejecución de la pena: pág. 124

AUDIENCIA DEL SIGLO abogado y la justicia: pág. 171 audiencia del siglo: pág. 157 credo sobre el derecho y la justicia: pág.165 dolor de una injusta condena: pág.147 justicia en la literatura judicial: pág. 181

D

DERECHOS HUMANOS Y JUSTICIA PENAL captura: pág. 16 derecho de defensa: pág. 38 derechos humanos y la justicia penal: pág. 14 detención preventiva: pág. 29 finalidad del proceso penal: pág. 11 incomunicación: pág. 18 penas:pág.41 principio de igualdad ante la ley: pág.35 pruebas secretas e ilícitas: pág. 24 tortura: pág. 21

violación del derecho a la honra: pág.20

DETENCIÓN PREVENTIVA para asegurar el cumplimiento de la pena eventual: pág. 30 para asegurar la comparecencia del imputado al proceso pág. 30 para darle satisfacción a la sociedad y ejemplarizar: pág. 30 para evitar la reincidencia del detenido: pág. 30 para impedir que se borren o alteren las huellas del delito: pág. 29

J

JUSTICIA PENAL abogado y la justicia: pág. 171 alternativas a la prisión: pág. 105 audiencia del siglo: pág. 157 credo sobre el derecho y la justicia: pág. 165 derechos humanos y justicia penal: pág. 11 dolor de una injusta condena: pág. 147 justicia en la literatura judicial: pág. 181 justicia penal después de la constituyente: pág. 53 justicia, el derecho y el amor: pág.87 justicia: pág. 137 memorias de un constituyente: pág.67

JUSTICIA PENAL DESPUÉS DE LA CONSTITUYENTE Acto Legislativo 002 de 2003 y la Ley que lo desarrolla (Estatuto Antiterrorista) : pág. 57

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Acto Legislativo 003 de 2002: pág. 56 comisión especial legislativa: pág. 53 conclusión: pág. 65 Decreto 264 de febrero del1993: pág. 55 Decreto 2700 de 1991: pág. 54 Decretos 1155 y 1156 de julio 10 de 1992:pág.54 Ley 1142 de 2007: pág. 62

Ley 15 de 19~: pág. 54 Ley 600 de 2000 (C.P.P.): pág. 56 Ley 81 de 1993: pág. 55 Ley 890 de 2004: pág. 57 Ley 906 de 2004 (C.P.P.): pág. 57

M

MEMORIAS DE UN CONSTITUYENTE sobre la justicia: pág. 67

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Esta obra se terminó de imprimir en el mes de enero de 2014

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