HÉROES CANSADOS

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  • 7/24/2019 HROES CANSADOS

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    HROES CANSADOS

    Arturo Prez-Reverte1

    Lo encontr por primera vez cuando era joven

    e impulsivo, inexperto provinciano montado

    en su jaco amarillo para rechifla de los paisa-

    nos y de los agentes del cardenal Richelieu. Y

    cuatrocientos veinticinco captulos despus

    de que entablsemos conocimiento en

    Meunp sur Loire aquel primer lunes de abril

    de 1626, cincuentn y resabiado, curtido en

    mil peripecias, cuando por fin estaba a punto

    de con seguir el bastn de mariscal frente a

    las murallas y trincheras de Maastricht, me lo

    mat una bala holandesa. De estar vivo paracomentar el suceso, Athos nos habra mirado

    con aquellos ojos serenos donde al emborra-

    charse apareca la imagen de Milady, diciendo

    que era una ms de las jugarretas del destino.

    Porthos habra soltado una risotada jovial,

    quitndole importancia a ese incidente de

    morirse. En cuanto a Aramis, el nico que no

    muri jams, habra asentido en silencio

    desde la penumbra, como si todo estuviese

    escrito de antemano en un libro secreto que

    l tuviera en su poder.

    Hay libros tan ntimamente ligados a viejas

    imgenes, olores, sensaciones, que resulta

    1Crnica del autor, de Abril 25 de 1993. Ha sido

    utilizada para prologar la edicin de Mondadori

    de Los tres mosqueteros.

    imposible abrirlos de nuevo sin que, de golpe,

    revivas todo ese fragmento de pasado que an-

    tao rode su lectura. Si el solar de un hom-

    bre lo constituyen, sobre todo, su memoria y

    sus recuerdos de infancia, ciertos libros, los

    que ms huella dejaron, terminan adoptandoellos mismos, con el paso del tiempo, el carc-

    ter de bandera o de patria. Esto ocurre a me-

    nudo con algunas pginas ledas en aos fr-

    tiles, cuando la poderosa imaginacin de un

    nio o un muchacho an mantiene, por for-

    tuna, difusas las fronteras entre realidad y fic-

    cin que despus, tan cruelmente, delimita-

    rn el mundo de los adultos razonables.

    Son tres los libros que, por diversas razones y

    circunstancias, ms veces he reledo en mivida: La Cartuja de Parma, La montaa mgica

    y el ciclo completo de las andanzas de d'Arta-

    gnan y sus amigos, que incluye Los tres mos-

    queteros, primera parte y la ms conocida,

    que antecede a Veinte aos despusy a El viz-

    conde de Bragelonne. De todos ellos, la ms

    temprana pasin corresponde a la triloga es-

    crita por Dumas. Una fascinacin surgida en

    un jovencsimo lector de nueve aos al descu-

    brir cuatro antiguos volmenes encuaderna-

    dos en piel en la biblioteca de su abuelo, y que

    se fragu en das de lluvia y gripe en la cama

    devorando pginas, o largas tardes de verano

    a la orilla del mar.

    Novela folletinesca, sin duda. Caudal de peri-

    pecias con todos los pecados propios en las

    obras de su clase. Pero tambin folletn ilus-

    tre, muy superior a los niveles comunes del

    gnero, que permanece fresco y vivo, que dis-

    para ecos, resortes ntimos en la imaginacin

    y los sentimientos de quien se enfrenta a sus

    pginas, sumindolo en una aventura apasio-

    nante para hacerlo correr galopando sin

    aliento de la ruta de Calais a Belle Isle, batirse

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    en las posadas o en los caminos, esquivar el

    veneno y el pual en los corredores del Lou-

    vre, amando, matando y muriendo en una

    aventura que en realidad no es sino la aven-

    tura que late en cualquier corazn humano:

    voluntad ardiente, melancola, amistad, ele-gancia sutil y galante, valenta, lealtad y ese

    tono de escptica sabidura, de ligero pesi-

    mismo que impregna el relato, lucidez ante la

    condicin humana con lo que sta tiene de

    abyecto y entraable.

    Sobre todo, los hroes de Dumas estn vivos:

    tienen carne y sangre. D'Artagnan y sus com-

    paeros son seres humanos sujetos a pasio-

    nes y recuerdos. Hombres que aman y odian,

    que se quieren y son leales a pesar de las con-tradicciones y de las piruetas que, con el paso

    de los aos, la vida impone. Puestos a extre-

    mar con ellos el rigor, Athos puede resultar un

    fatuo trasnochado y borracho que se aferra a

    su honor como nico recurso para no volarse

    la tapa de los sesos; Porthos, un gigante irres-

    ponsable y fanfarrn; Aramis, un mujeriego

    intrigante e hipcrita. En cuanto a d'Artagnan,

    no saldra mejor librado. Su fama de espada-

    chn es discutible, pues en Los tres mosquete-

    ros slo asistimos personalmente a cuatro de

    sus duelos y en algunos vence aprovechando

    que Jussac, por ejemplo, se est levantando,

    o que el adversario, ciego en el ataque, se en-

    sarta solo en su espada. En el desafo con los

    ingleses nicamente desarma al barn, que al

    retroceder resbala y cae. En cuanto a su tica,

    al duque de Wardes le roba un salvoconducto

    con malas artes y recurre a una baja maniobra

    para acostarse con su amante. Por cierto, en

    cuanto a amantes slo conquista cuatro: Mi-lady - con subterfugios -, una criada de la que

    se aprovecha, la pequea burguesa Bonan-

    cieux y la fondista Magdalena que lo man-

    tiene veinte aos despus. Y no hablemos de

    dinero: la primera ronda general que vemos

    pagar a d'Artagnan es despus de capturar al

    general Monk, cuando hace tres dcadas que

    lo conocemos sin verle soltar un duro. Quiz

    ah est la clave: en la abrumadora humani-

    dad de los cuatro hroes de Dumas. En Veinte

    aos despus militan en bandos opuestos,

    desconfan unos de otros, se engaan y acu-

    den armados a la cita de la Plaza Real en el ca-ptulo XXXI, donde discuten y sacan las espa-

    das. Despus, d'Artagnan se lleva al buen

    Porthos a Inglaterra con engaos y ambos

    ayudan a Cromwell mientras sus amigos de-

    fienden a Carlos I. Todava en Inglaterra, el

    gascn se negar a estrechar la mano de At-

    hos, cuyo anticuado sentido del honor los ha

    puesto en peligro. Sin embargo, la amistad in-

    quebrantable que se profesan los mantiene

    unidos, aunque vuelvan a enfrentarse en El

    vizconde de Bragelonne por el asunto Fou-

    quet y la Mscara de Hierro, mintindose y

    adorndose al mismo tiempo unos a otros,

    dispuestos a batirse contra el mundo si es ne-

    cesario, jugndose a cara o cruz, por lealtad al

    pasado, a los peligros que compartieron y a su

    vieja amistad, posicin, dinero, honor y vida.

    Ejemplo admirable de valor, fidelidad y cons-

    tancia. En un mundo hostil de adversarios,

    cortesanos y enemigos poderosos, de reyes

    ingratos y maniobras polticas, en el torbellinode las sucesivas intrigas en que participan, los

    cuatro antiguos mosqueteros jams perdern

    de vista un lmite tico, un vnculo moral indi-

    soluble que justifica cualquiera de sus actos y

    mantiene a salvo su honor y dignidad.

    Y de ese modo, durante 2.200 pginas y cua-

    renta aos de sus vidas extraordinarias, los

    acompaamos hasta el ocaso. Cumpliendo la

    ley de la vida se van acercando a l cansados,

    con el alma llena de ingratitudes y desenga-os, pero tambin de los buenos momentos

    vividos juntos, del herosmo compartido, de la

    amistad que sobrevivi a todo lo dems como

    un hilo de acero constante bajo la trama. So-

    bre sus viejos corazones feles va cayendo el

    teln con un tono de melancola resignada y

    valerosa. Los cuatro hombres que hicieron

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    temblar a reyes y cardenales aceptan resigna-

    damente su destino y se extinguen con el re-

    lato. Los hroes estn cansados; sus sombras

    se apagan con los rescoldos de su poca mien-

    tras recuerdan con nostalgia a los viejos

    enemigos, que el tiempo vuelve tan entraa-bles como los viejos amigos. Desaparecidos

    unos y otros porque ya no quedan hombres

    de su temple, de su clase, el mundo en que

    vivieron y lucharon agoniza con ellos. El buen

    Porthos, el gigante generoso, es el primero en

    irse. Es demasiado peso, dice antes de su-

    cumbir en la gruta de Locmara, rodeado de

    cadveres de adversarios que, fiel a s mismo,

    se lleva por delante. Le seguir Athos, mi-

    rando con serenidad al ngel de la muerte

    cara a cara, digno y honrado como vivi siem-

    pre. Y despus, mientras Aramis se sume en

    las sombras convertido en general de los je-

    suitas, d'Artagnan morir de pie como los vie-

    jos soldados valientes, con sangre en el pecho

    y el nombre de sus amigos en los labios, ro-

    zando con la punta de los dedos el rostro, que

    siempre le fue esquivo, de la gloria.

    Esas lneas las habr ledo ocho o nueve veces

    en mi vida, y siempre llego a ellas con una sos-

    pechosa humedad en los ojos. Y cuando cierro

    el ltimo tomo no puedo evitar hacerlo des-

    pacio, como quien corre la lpida de una

    tumba, con la misma melancola que rodea los

    ltimos momentos de mis mosqueteros per-

    didos. Al fin y al cabo, con ellos muere tam-

    bin cada vez lo mejor, lo ms noble y gene-

    roso que existe en la condicin humana. Pero

    tambin queda el consuelo de saber que At-

    hos, Porthos, Aramis y d'Artagnan no se han

    ido para siempre. Dentro de dos, cuatro ocinco aos, un da abrir el primer volumen

    por la primera pgina, y todo empezar otra

    vez desde el principio. Una mujer rubia y enig-

    mtica en una carroza. Un hombre con una ci-

    catriz. Y un joven gascn de dieciocho aos

    sobre un jamelgo amarillo, el primer lunes de

    abril de 1626. Y yo cabalgar con l, de nuevo

    joven y valeroso, en busca de aventuras y pe-

    ligros. Al encuentro de los mejores amigos

    que tuve jams.