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1 HISTORIA DE ESPAÑA (2º de Bachillerato) EPÍGRAFES CORRESPONDIENTES A LAS UNIDADES DIDÁCTICAS I a VIII UNIDAD DIDÁCTICA I: LAS RAÍCES. LA HISPANIA ROMANA 1. El proceso de hominización de la Península Ibérica: nuevos hallazgos El proceso de hominización se inició en África. Los ejemplares de mayor antigüedad, fechados hace 5 ó 6 millones de años, pertenecen a los llamados Australopithecus cuya evolución daría origen al Homo Habilis, primer homínido (grupo de especies del género homo) que evolucionaría en dos líneas, el denominado Homo Ergaster, que emigraría al continente europeo y el Homo Erectus que lo hizo a Asia durante el período del Paleolítico Inferior (entre 2 y 1 millón de años a.C.), el más antiguo de la Prehistoria. Los primeros restos de homínidos encontrados en la Península Ibérica y en general en toda Europa, corresponden al Homo Antecesor, una evolución del Ergaster, fechado hace más de 800.000 años y hallados en la sierra de Atapuerca (Burgos). Se trata de un pequeño grupo de individuos (integrado por adultos y niños) que fabricaban utensilios líticos, con cantos unifaciales y bifaciales toscamente tallados y caminaban ya en posición bípeda. También en el mismo yacimiento castellano se han encontrado abundantes restos de esqueletos pertenecientes a otra especie datada hace medio millón de años, el Homo Heidelbergensis, considerado como especie de evolución entre el Antecesor y el Neandertal. Este género, que fabricaba utensilios bifaciales más evolucionados, también ha sido encontrado en otros lugares como las terrazas sedimentarias de los ríos (Manzanares, Tajo) o en la costa atlántica (Cádiz, Pontevedra). El control del fuego y el inicio del lenguaje articulado fueron fenómenos asociados con este período de la larga etapa paleolítica. Durante el Paleolítico Medio (100.000-15000 a.C.) se desarrolló la existencia del Hombre de Neanderthal, especie cuyos primeros vestigios, a pesar de su actual denominación científica, se encontraron en Gibraltar. Otros testimonios peninsulares de su existencia se han encontrado en Bañolas (Gerona), Cueva del Pinar (Granada) o Cova Negra (Alicante). Estos seres fabricaban ya utensilios más perfeccionados y en menores superficies (microlitismo), como raederas, buriles o puntas de flecha, apareciendo, junto al trabajo en piedra, el trabajo sobre otros soportes (hueso, astas de animales). Sabemos también que realizaban rituales de enterramiento lo que implica una mayor complejidad social así como la presencia de preocupaciones de naturaleza espiritual. La especie se extinguió y no influyó en la evolución hacia el Homo Sapiens (incluso pudieron coexistir ambas especies en determinadas áreas y durante algún tiempo al final del Paleolítico medio). En el Paleolítico Superior nos encontramos con el Homo Sapiens, especie ya con unas características físicas similares a las del hombre y la mujer actuales. Capaz de

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HISTORIA DE ESPAÑA (2º de Bachillerato) EPÍGRAFES CORRESPONDIENTES A LAS UNIDADES DIDÁCTICAS I a VIII UNIDAD DIDÁCTICA I: LAS RAÍCES. LA HISPANIA ROMANA

1. El proceso de hominización de la Península Ibérica: nuevos hallazgos

El proceso de hominización se inició en África. Los ejemplares de mayor antigüedad, fechados hace 5 ó 6 millones de años, pertenecen a los llamados Australopithecus cuya evolución daría origen al Homo Habilis, primer homínido (grupo de especies del género homo) que evolucionaría en dos líneas, el denominado Homo Ergaster, que emigraría al continente europeo y el Homo Erectus que lo hizo a Asia durante el período del Paleolítico Inferior (entre 2 y 1 millón de años a.C.), el más antiguo de la Prehistoria. Los primeros restos de homínidos encontrados en la Península Ibérica y en general en toda Europa, corresponden al Homo Antecesor, una evolución del Ergaster, fechado hace más de 800.000 años y hallados en la sierra de Atapuerca (Burgos). Se trata de un pequeño grupo de individuos (integrado por adultos y niños) que fabricaban utensilios líticos, con cantos unifaciales y bifaciales toscamente tallados y caminaban ya en posición bípeda. También en el mismo yacimiento castellano se han encontrado abundantes restos de esqueletos pertenecientes a otra especie datada hace medio millón de años, el Homo Heidelbergensis, considerado como especie de evolución entre el Antecesor y el Neandertal. Este género, que fabricaba utensilios bifaciales más evolucionados, también ha sido encontrado en otros lugares como las terrazas sedimentarias de los ríos (Manzanares, Tajo) o en la costa atlántica (Cádiz, Pontevedra). El control del fuego y el inicio del lenguaje articulado fueron fenómenos asociados con este período de la larga etapa paleolítica. Durante el Paleolítico Medio (100.000-15000 a.C.) se desarrolló la existencia del Hombre de Neanderthal, especie cuyos primeros vestigios, a pesar de su actual denominación científica, se encontraron en Gibraltar. Otros testimonios peninsulares de su existencia se han encontrado en Bañolas (Gerona), Cueva del Pinar (Granada) o Cova Negra (Alicante). Estos seres fabricaban ya utensilios más perfeccionados y en menores superficies (microlitismo), como raederas, buriles o puntas de flecha, apareciendo, junto al trabajo en piedra, el trabajo sobre otros soportes (hueso, astas de animales). Sabemos también que realizaban rituales de enterramiento lo que implica una mayor complejidad social así como la presencia de preocupaciones de naturaleza espiritual. La especie se extinguió y no influyó en la evolución hacia el Homo Sapiens (incluso pudieron coexistir ambas especies en determinadas áreas y durante algún tiempo al final del Paleolítico medio). En el Paleolítico Superior nos encontramos con el Homo Sapiens, especie ya con unas características físicas similares a las del hombre y la mujer actuales. Capaz de

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fabricar utensilios cada vez de menor tamaño y mayor sofisticación (azagayas, arpones, agujas). Las creencias religiosas debieron aumentar su complejidad, apareciendo las primeras manifestaciones artísticas centradas en el arte rupestre (pinturas localizadas en el área franco-cantábrica, en cuevas como las de Altamira en Santander o las de Tito Bustillo o Cándamo en Asturias), así como en relieves y esculturas. En líneas generales, la vida de todos estos homínidos paleolíticos fue depredadora y nómada. Vivían de la recolección de frutos silvestres, de la caza y de la pesca, aun cuando evolucionaron tanto física como técnica y culturalmente a lo largo de las tres etapas paleolíticas.

2. Los pueblos prerromanos

La Península Ibérica durante el primer milenio antes de Cristo estuvo poblada por diferentes pueblos de procedencia y rasgos culturales diferentes. Unos eran de procedencia mediterránea: fenicios, cartagineses, griegos y, finalmente, romanos. Otros, autóctonos o de inserción más antigua en la Península, son los incluidos dentro del grupo de pueblos prerromanos. Tartessos. Civilización localizada en el suroeste de la Península (área de las actuales provincias de Sevilla, Cádiz y Huelva). Bastante desarrollada, con un sistema político de monarquía hereditaria, una legislación y una economía basada en la explotación de su riqueza minera y en el comercio (sobre todo con los colonos fenicios). Poseían escritura y realizaban importantes labores de orfebrería de las que da cumplida muestra el Tesoro del Carambolo (conjunto de 21 piezas trabajadas en oro y encontradas en las inmediaciones de Sevilla). Hacia el siglo VI a.C., la civilización desapareció, no se sabe con certeza si como consecuencia de la presión expansiva de los cartagineses o de divisiones internas. Iberos (turdetanos,basetanos…). Localizados en la zona mediterránea y por tanto en contacto con los pueblos mediterráneos colonizadores que impulsaron su desarrollo cultural. Se trata de diferentes pueblos, organizados a modo de ciudades-estado, con un sistema monárquico con asamblea y magistrados, una legislación, una sociedad jerarquizada (dividida en una elite propietaria, mercaderes, y esclavos) y una economía desarrollada sustentada sobre una agricultura mediterránea (cereales, vid y olivo), una explotación ganadera y minera y unas manufacturas textiles comercializadas hacia los colonos fenicios, griegos y cartagineses. Utilizaban moneda y conocían la escritura. Desarrollaron una importante actividad artística de las que son buenos ejemplos, la Dama de Elche, la Dama de Baza, o la Dama del Cerro de los Santos (todas ellas conservadas en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid), Celtíberos. Esta es la denominación con que conocemos a un grupo de pueblos celtas diferentes asentados a lo largo del período que analizamos en la zona centro y oeste de la península (vacceos, lusitanos…). Su economía, esencialmente agrícola y ganadera, relegaba la actividad comercial a un segundo plano. Se trata de comunidades de estructura tribal que habitaban en pueblos fortificados. Algunos de ellos accedieron en etapas muy avanzadas del milenio a la moneda y a la escritura. Desarrollaron algunas manifestaciones artísticas destacando la cultura de los verracos, cuyo ejemplo más significativo son los Toros de Guisando (Ávila). Celtas. Se localizaban en el norte peninsular (desde Galicia al Pirineo aragonés). Carecían de unidad política presentando una estructura tribal. Su economía se basaba en la ganadería, la agricultura y la pesca. Vivían en poblados fortificados destacando los castros en Galicia, poblados de casas circulares.

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3. Las colonizaciones históricas: fenicios, griegos y cartagineses

A lo largo del primer milenio a.C. se produce la llegada a la Península Ibérica de determinados pueblos colonizadores procedentes de diferentes áreas del Mediterráneo, culturalmente muy superiores a los pueblos autóctonos. Fenicios, griegos y cartagineses llegaron en busca de metales (cobre, plata, oro) siendo su principal objetivo establecer enclaves de carácter comercial. Curiosamente existen discrepancias entre las fuentes escritas y los restos arqueológicos procedentes de estas civilizaciones que nos hablan de un número mayor de colonias y de fechas anteriores a las acreditadas por la investigación arqueológica. Fenicios. Procedentes de Tiro (en los territorios del actual Líbano), vinieron con la idea de establecer enclaves en las rutas del cobre y el estaño (básicos para la elaboración del bronce). Su presencia está constatada a partir del siglo VIII a.C. Fundaron colonias como Gañir (Cádiz), Malaka (Málaga), Sexi (Almuñecar) y Abdera (Adra). Establecieron contactos comerciales con el reino de Tartesos intercambiando productos de lujo por metales preciosos. Griegos. Llegaron al parecer en el siglo VII a.C. y pese a que las fuentes nos hablan de contactos con el reino de Tartesos en el sureste peninsular, las colonias griegas se localizan en la zona costera mediterránea siendo las principales Emporion (Ampurias) o Rhode (Rosas). No se ha podido constatar arqueológicamente la fundación de Hemroskopeiom (Denia). El comercio se basaba en el intercambio de cereales por manufacturas de lujo. Cartagineses. Procedentes de Cartago (en el actual Túnez), irrumpieron con fuerza a partir del siglo VI a.C. fundando colonias como Ibusim (Ibiza) cuyo objetivo, al margen del comercial, era impedir el paso de los griegos hacia el sur peninsular. A partir del siglo III a.C. su vinculación con la península dejó de ser meramente comercial para cobrar un objetivo fundamentalmente militar, dirigido por la familia de los Barca que les llevaría a la ocupación de parte del sureste peninsular a partir de la fundación de Cartago Nova (Cartagena). El enfrentamiento con la República Romana (en el transcurso de la Segunda Guerra Púnica) pondría fin a la presencia cartaginesa en la península.

4. El proceso de romanización: el legado cultural

Podemos definir el fenómeno de la romanización como el proceso de asimilación e integración en las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales de los pueblos conquistados por Roma. Ello suponía la adopción del latín, del derecho romano, de la sociedad esclavista, de una economía basada en la comercialización de la producción primaria (sobre todo agropecuaria y minera), de la religión politeísta clásica y del arte romano. Tal proceso no se operó al mismo ritmo y con la misma intensidad en todo el territorio peninsular: mientras toda la fachada mediterránea lo fue incorporando con anterioridad y con mayor facilidad, en las regiones cantábricas se hizo mucho más tarde y con menor profundidad. Hispania (nombre concedido a la península por sus nuevos dominadores) pasó a convertirse, tras un período de conquista de algo más de dos siglos, en un conjunto de provincias integrantes del Imperio romano y por tanto pasó a integrarse en este proceso de romanización, uno de cuyos principales agentes fue la creación de una red urbana unida a través de un sistema de calzadas que comunicaban todas las partes del extensísimo Imperio. Importantes ciudades como Emerita Augusta (Mérida), Tarraco (Tarragona), Barcino (Barcelona), Itálica (en las inmediaciones de la actual Sevilla) o Caesaraugusta (Zaragoza) fueron fundadas por los romanos que también ampliaron otras preexistentes como, por ejemplo, Emporion.

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Los romanos eran un pueblo eminentemente práctico y buena prueba de ello son los magníficos ejemplos arquitectónicos que nos han legado. Acueductos como los de Segovia, Mérida o Tarragona, puentes como los de Alcántara (Cáceres) o Salamanca, murallas como las de Lugo o Barcelona junto a teatros como los de Mérida, Sagunto (Valencia) o Segóbriga (Cuenca), anfiteatros como los de Mérida e Itálica, arcos de triunfo como los de Bará (Tarragona) o Medinaceli (Soria), junto a templos, termas, casas, tumbas o calzadas, lo corroboran.

5. La monarquía visigoda: las instituciones

La primera incursión visigoda en Hispania se produjo tras la invasión que suevos, vándalos y alanos llevaron a cabo hacia el 410. Los romanos solicitaron la ayuda de este pueblo germano más romanizado y cristianizado con objeto de expulsar a los otros pueblos germanos citados. Tras conseguirlo parcialmente, se instalaron en territorios del sur de la Galia (actual Francia) y de la Península Ibérica, creando el denominado reino visigodo de Tolosa (actual Toulouse). En el año 507 (derrota de los visigodos al mando de Alarico II ante los francos de Clodoveo I en la batalla de Vouille, en las cercanías de Poitiers), los visigodos se vieron obligados a cruzar los Pirineos y asentarse definitivamente en la península, estableciendo en ella un estado, con capital en Toledo, cuya existencia perduraría hasta la invasión musulmana (711). El primer paso en la consolidación del nuevo estado fue conseguir la unidad territorial. En este sentido, el rey Leovigildo (569-586) contuvo a los francos, replegó a los vascones y consiguió expulsar a los suevos de su poder en Galicia. Los bizantinos, asentados en el sureste peninsular, no sería expulsados hasta el año 624, durante el reinado de Suintila. De esta forma, el reino visigodo de Toledo se convirtió en la primera estructura política que gobernó la península entera desde ella misma. El siguiente paso consistió en la fusión social: los inicialmente prohibidos matrimonios mixtos entre invasores godos y nativos hispanorromanos fueron permitidos. Otro paso importante fue la unificación religiosa. Los visigodos, cristianos, eran arrianos y, tras un intento frustrado de convertir a esta religión en oficial por parte de Leovigildo, su hijo, Recaredo, estableció el catolicismo como religión oficial (III Concilio de Toledo, 589). Por último, vino la unidad legislativa: ambas comunidades, visigoda e hispanorromana se regían por códigos diferentes. Con Recesvinto y en virtud de la unificación jurídica encarnada por el Liber Iudiciorum (o Fuero Juzgo), tal dificultad quedó superada (654). La monarquía visigoda tenía un carácter electivo, de forma que los reyes eran elegidos por una asamblea, pero poco a poco fue adquiriendo un carácter hereditario. El soberano contaba con amplios poderes y con el asesoramiento del Aula Regia, consejo integrado por miembros de la alta nobleza. Otro órgano importante eran los Concilios, en principio asambleas de naturaleza religiosa que acabaron convirtiéndose en órganos legislativos tras el IV Concilio de Toledo al incorporarse a los mismos la nobleza palatina y tener sus acuerdos carácter de ley. La inestabilidad política (en buena medida fruto del proceso de feudalización de las relaciones socioeconómicas) fue una constante en la monarquía visigoda. Los enfrentamientos partidistas (que derivaron en guerras civiles), la fragmentación del poder regio derivada del incremento de los poderes locales así como el asesinato de varios monarcas perjudicaron gravemente la existencia de la monarquía y facilitaron sensiblemente el arrollador triunfo de la invasión musulmana.

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UNIDAD DIDÁCTICA II: LA PENÍNSULA IBÉRICA EN LA EDAD MEDIA: AL-ÁNDALUS

1. La Península Ibérica en la Edad Media: la conquista musulmana y pueblos invasores

Las rivalidades internas en el seno de la monarquía visigoda junto al afán expansionista que alentaba la naciente religión islámica motivaron la presencia musulmana en la Península Ibérica. En el año 710 pisaron por primera vez suelo ibérico realizando una primera expedición de saqueo. En el año 711 tropas musulmanas (integradas por árabes y bereberes) dirigidas por Tariq, lugarteniente del gobernador del norte de África, Muza, cruzaron el estrecho de Gibraltar y derrotaron al rey visigodo Don Rodrigo en la batalla de Guadalete. A partir de ese momento se inició una rápida expansión que trajo como consecuencia la conquista de la península por los musulmanes. Del 711 al 719 se incorporó al imperio islámico todo el territorio, salvo la franja norte. Las causas que lo hicieron posible fueron: la escasa resistencia de la población nativa hispanogoda (como consecuencia, en buena mediada, del proceso de feudalización socioeconómica del reino visigodo), la habilidad de los invasores para alcanzar pactos (algunos de los cuales han llegado hasta nosotros) y la tolerancia religiosa de los musulmanes que permitió seguir con sus creencias a cristianos (convertidos en Al-Andalus en mozárabes) y judíos a cambio del pago de un impuesto. Ante su rápida conquista de la península los musulmanes prosiguieron su avance hacia el territorio franco donde fueron derrotados por Carlos Martel en la batalla de Poitiers. Probablemente el motivo de la parálisis expansiva no fuera tan sólo la resistencia armada franca sino también el extrañamiento por parte de los invasores islámicos ante unas condiciones climáticas y económicas muy diferentes ya a las dominantes en su imperio. Al-Andalus, denominación que se dio al territorio peninsular, pasó a convertirse en una provincia o emirato dependiente del Imperio islámico que desde Damasco (Siria) gobernaba la familia de los Omeyas.

2. La Península Ibérica en la Edad Media: el Emirato y el Califato de Córdoba

El Estado creado por los musulmanes en la Península, Al-Andalus, pasó a ser una provincia gobernada por un emir que dependía de los califas de Damasco. Entre el 714 y el 749, diecinueve valíes (gobernadores) dominaron el territorio en medio de un clima de luchas entre los diferentes grupos invasores: árabes, sirios, bereberes. La caída de la dinastía Omeya en Damasco (750) y su sustitución por los Abasíes repercutió en Al-Ándalus. El único superviviente de la dinastía derrocada, Abd al-Rahman, huyó a Al-Ándalus, se adueñó del poder y proclamó un emirato independiente, que sólo acataba la autoridad religiosa del califa, ahora residente en Bagdad. Así apareció el Emirato de Córdoba (756-929) a lo largo del cual el poder se fue centralizando, pero la centralización se veía afectada continuamente por el afán secesionista de las provincias fronterizas. También se produjeron sublevaciones de la población muladí (cristianos convertidos al Islam en Al-Ándalus) a causa del aumento de la presión fiscal y de la intransigencia religiosa.

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Todo ello provocó la debilidad de los sucesivos emires hasta que el advenimiento al poder del emir Abd al-Rahman III (912-961) supuso un cambio radical. Consiguió acabar con las rebeliones internas y someter a su autoridad todo el territorio andalusí. Su autoridad se hizo absoluta desde el año 929, al romper los lazos con Bagdad y proclamarse califa, es decir jefe religioso. Con ello se encarnaban en su persona todos los poderes. Así se inauguraba el Califato de Córdoba, la época de mayor esplendor de la historia de Al-Ándalus. Se hizo efectiva una centralización fiscal que dotó al nuevo estado de abundantes recursos económicos. También se reorganizó el ejército por medio de tropas mercenarias, reforzando la fidelidad de unos mandos con los que se configuró una aristocracia vinculada personalmente con el califa. En el exterior, el califato estableció relaciones con el Imperio Bizantino e impuso su autoridad en el norte de Äfrica. El hijo y sucesor de Abd al-Rahman, Al-Hakam II (961-976) añadió a fortaleza política y económica heredada un esplendor cultural y artístico que hizo de Córdoba uno de los focos fundamentales de la cultura medieval. La última etapa del califato se caracterizó porque un aristócrata, Al-Mansur (977-1002), consiguió controlar el poder durante el califato nominal de Hisham II. Al-Mansur estableció una dictadura militar asentada sobre los triunfos ante los reinos cristianos. En más de cincuenta razias (incursiones) penetró en tierras cristianas, obteniendo cuantioso botín y llegando incluso a destruir Barcelona (985) o Santiago de Compostela (997). La autoridad de Al-Mansur garantizaba el orden pero a su muerte el Califato inició un proceso de declive formalizado con su desaparición en 1031.

3. La crisis del siglo XI: los reinos de Taifas

Tras la caída del Califato de Córdoba en el año 1031 el territorio de Al-Ándalus quedó dividido en veinte reinos de Taifas (la expresión taifa significaba destacamento militar y por extensión empezó a interpretarse como facción o grupo de interés) desapareciendo así la unidad política existente desde la llegada de los musulmanes a la península (aunque las tendencias atomizadotas del poder en Al-Ándalus ya se habían manifestado con anterioridad, sobre todo a finales del siglo IX y comienzos del X). Los reinos de Taifas, según la etnia dominante, podían dividirse en árabes o andalusíes como los de Córdoba, Sevilla o Zaragoza; bereberes como los de Granada o Málaga y eslavos como Valencia, Denia-Baleares o Tortosa. La organización administrativa de las Taifas fue similar a la existente en el Califato pero su poder era muy inferior hecho que fue aprovechado por los reinos cristianos del norte de la península a los que tuvieron que pagar tributos, denominados parias, prueba más evidente de su debilidad. Las luchas entre los distintos reinos de Taifas fueron constantes y este hecho, unido a su citada debilidad, provocó un notable avance del proceso reconquistador cristiano, siendo la toma de Toledo por las tropas castellanas de Alfonso VI (1085) su hito más destacado. Ante el notable avance cristiano, algunos reyes de Taifas pidieron ayuda a los almorávides que estaban formando un imperio en el norte de África y éstos, tras llegar a la península y vencer a Alfonso VI en la batalla de Sagrajas (o Zalaca) en 1086, comenzaron la unificación de los reinos de Taifas que pasaron a convertirse en una provincia del imperio almorávide.

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4. Al-Ándalus: la organización económica y social

Desde el punto de vista económico Al-Ándalus se caracterizó por su prosperidad y desarrollo, así como por su diversidad. En el terreno agrícola se impulsó el regadío a través de la creación de norias y acequias; se difundieron cultivos como el arroz, el azafrán, la morera, la caña de azúcar o los cítricos, no conocidos antes en la península, incrementándose el cultivo de árboles frutales, planta aromáticas y textiles (lino, esparto, cáñamo o algodón). En la ganadería, el descenso de la cabaña porcina por la prohibición coránica de su consumo, se compensó con el desarrollo del ganado ovino y equino. La producción artesana se desarrolló especialmente en el sector textil, el curtido de pieles, la fabricación de papel, vidrio, cerámica y el trabajo con metales preciosos. El comercio se vio favorecido por el empleo de dos tipos de monedas: el dinar de oro y el dirham de plata. A nivel interno, el comercio se centraba en los zocos o mercados de las ciudades donde se vendían productos agrícolas o artesanales. El comercio internacional fue también muy activo al ser Al-Ándalus nexo entre el norte de África y Oriente con los reinos cristianos europeos. Exportaba, ante todo, productos agrícolas (aceite, azúcar, uvas), minerales y tejidos, e importaba especias y productos de lujo de Próximo Oriente; pieles, metales, armas y esclavos de la Europa cristiana y oro y esclavos negros procedentes del territorio africano de Sudán. La sociedad de Al-Ándalus se caracterizó por su diversidad étnica y religiosa. Los musulmanes, árabes, bereberes, sirios y muladíes (cristianos convertidos al Islam), convivían con los mozárabes (cristianos en Al-Ándalus) y con los judíos, a los que había que sumar la población esclava eslava y negra. Esta gran variedad se distribuía en grupos sociales que podemos agrupar de la siguiente forma:

- Aristocracia árabe junto a algunas familias de procedencia hispanogoda. Eran los propietarios de las tierras y detentaban los principales cargos de la administración.

- Grupos sociales medios integrados por mercaderes y miembros del ejército. - Clases populares formadas por artesanos y campesinos. - Libertos, antiguos esclavos que habían alcanzado la libertrad. - Esclavos, no demasiado numerosos, dedicados al servicio doméstico (eslavos)

así como al ejército (africanos).

Conviene señalar por último que, aunque la mayoría de la población pertenecía al ámbito rural, las ciudades tuvieron una gran importancia, algo que no sucedería en la Europa cristiana hasta el siglo XII. Destacar la importancia de Córdoba que alcanzó una población superior a los 100.000 habitantes junto con otras como Sevilla, Toledo, Valencia, Zaragoza, Málaga o Almería.

5. Al-Ándalus: el pensamiento y las letras

Al-Ándalus mantuvo un estrecho contacto con el resto del mundo musulmán, lo que le permitió participar en la amplia recopilación de textos literarios, filosóficos y científicos que los estudiosos islámicos fueron recogiendo, tanto del mundo greco-romano como del persa y del indio, algo que en el resto de Europa no sucedía. Córdoba se convirtió en un destacado núcleo cultural en el que florecieron las letras, las ciencias y las artes.

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La creación literaria alcanzó un gran desarrollo, sobre todo en el transcurso del siglo X, tanto en verso como en prosa. Ibn Hazam es uno de los poetas más conocidos de Al-Ándalus, especialmente por su obra El collar de la paloma, aunque también puede destacarse a Al-Gazal por su inspiración en la tradición del amor cortés oriental. Ibn Jaldún fue un importante historiador cuya obra más conocida fue su Introducción a la historia universal. En filosofía destacan Averroes y Avempace, conocidos ante todo por sus comentarios a la obra de Aristóteles, a través de los cuales la obra aristotélica llegó a la cultura de Europa occidental. En el terreno científico, el contraste con el panorama que ofrecía en esas mismas fechas la ciencia en el mundo cristiano es abrumador. Un ejemplo, Al-Ándalus fue la vía a través de la cual se difundió hacia la cristiandad europea el sistema de numeración de origen indio que terminó sustituyendo a la numeración romana. Destacamos como matemático a Al-Mayriti. En el ámbito de las disciplinas científicas destacó la medicina, donde alcanzó gran fama Abulcasis, autor de una enciclopedia médica y quirúrgica que posteriormente sería traducida al latín.

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UNIDAD DIDÁCTICA III: LA PENÍNSULA IBÉRICA EN LA EDAD MEDIA: LOS REINOS CRISTIANOS

1. La Península Ibérica en la Edad Media: Los primeros núcleos de resistencia cristiana

Tras la invasión musulmana de la Península, la población hispanogoda que no quiso vivir bajo control musulmán se refugió en las montañas del norte comenzando a organizarse en guerrillas dirigidas por la nobleza. De estos núcleos iniciales surgirían los reinos que conquistarían la Península Ibérica a Al-Ándalus. Estos núcleos fueron:

- Reino Astur. En el año 718 Don Pelayo, un noble visigodo que se convertiría en el primer soberano astur, inició la lucha contra los musulmanes en el área de los Picos de Europa, donde se produjo la batalla (o batallas) que conocemos como de Covadonga. Es a partir de entonces cuando empieza a organizarse el reino. Destacaremos la figura de Alfonso I (739-757), bajo cuyo reinado se realizaron expediciones a la zona del Duero (convertida en tierra de nadie, fronteriza, entre el territorio cristiano y el musulmán) que quedaría definida como límite con Al-Ándalus bajo Alfonso III (866-910). La capital del reino quedó establecida en Oviedo bajo Alfonso II en cuya época se descubrió la tumba del apóstol Santiago en Compostela, lo que daría origen al famoso camino de peregrinación.

- Estados pirenaicos. Se trata de una zona de presencia cristiana poblada por:

vascones (apoyan a los musulmanes y derrotan a Carlomagno en la batalla de Roncesvalles, 778) y gascones (partidarios de la alianza con los francos). En ella surgirán diferentes núcleos políticos:

a) El reino de Pamplona, donde dominaría la dinastía Iñiga. b) Condados aragoneses (Aragón, Sobrarbe, Ribagorza, Pallars). Vinculados al

Imperio Carolingio hasta el siglo IX consiguiendo su independencia con Aznar Galíndez y vinculándose posteriormente con el reino de Pamplona por lazos matrimoniales.

c) Condados catalanes (Urgell, Gerona, Barcelona, Ampurias, Cerdaña y Osona). Permanecieron bajo control carolingio formando la Marca Hispánica, desligándose a partir de finales del siglo X. Destacó el condado de Barcelona y su dirigente, Vifredo el Velloso, quien consiguió vincular el resto de los condados al suyo. Sus descendientes dejaron de prestar homenaje a los reyes francos convirtiéndose en un estado independiente.

2. Principales etapas de la Reconquista

Tras la invasión musulmana de la Península, la población hispanogoda que no quiso vivir bajo control musulmán se refugió en las montañas del norte. De ahí surgirían los reinos que ocuparon los territorios peninsulares a Al-Ándalus. El periodo comprendido desde el siglo VIII al XV puede dividirse en las siguientes etapas.

1. Siglo VIII. Formación de los primeros núcleos cristianos. Tal formación se centraliza en torno a dos focos: el reino astur y los estados pirenaicos.

2. Siglos IX y X. Expansión hasta el Duero. Diferenciamos varios núcleos: - Reino Astur-leonés. Los hechos más destacados son: con Alfonso II se establece la capital en Oviedo. Con el descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago se inician las peregrinaciones jacobeas. Bajo Alfonso III, la frontera llega al Duero (Zamora). Sitúa la capital en León. División del reino entre sus

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hijos (León, Galicia y Asturias). Don García constituye en el año 910 el reino de León. Nueva unificación a su muerte. Fernán González proclama (931) la independencia de Castilla. - Reino de Pamplona. Fundado por Iñigo Arista. Destaca en este periodo la repoblación de La Rioja y la unión del reino con los condados aragoneses. - Condados catalanes, dependientes de los francos hasta que a finales del siglo IX Vifredo el Velloso se declara independiente.

3. Siglo XI. Caída del Califato de Córdoba y expansión hasta el Tajo y el Ebro Sancho III el Mayor, rey de Navarra, controla la mayor parte de los reinos cristianos peninsulares. A su muerte se produce la división de los territorios: -Reino de Castilla y León. Fernando I es su primer monarca. Bajo Alfonso VI se conquista Madrid y Toledo. Sin embargo, fue posteriormente derrotado por los almorávides en las batallas de Sagrajas y Uclés. El Cid conquista Valencia aunque a su muerte cayó en manos de los almorávides (1102). - Reino de Aragón y Pamplona, a partir de Ramiro I - Condados catalanes. Gobernados por Ramón Berenguer I, II y III.

4. Siglo XII Se inicia con la efímera unión de Castilla y León con Aragón y Navarra debido al matrimonio de Doña Urraca, hija de Alfonso VI, con el monarca aragonés, Alfonso I. El matrimonio fue anulado en 1110 deshaciéndose la unión. - Castilla-León. Con Alfonso VII (1126-1157) la frontera se consolida en el Tajo. Firmó el tratado de Tudilén (Navarra) con Ramón Berenguer IV en 1151, por el que se repartían los territorios peninsulares en lo que cada reino haría sus conquistas. Este tratado sería posteriormente ratificado por el tratado de Cazorla (1179). A su muerte se produce una nueva disgregación, entre el reino de Portugal (su primer monarca, Alfonso Enríquez), el reino de León (en el que Fernando II funda la orden militar de Alcántara) y el reino de Castilla (en el que Sancho III funda la orden militar de Calatrava). - Aragón-Navarra. Alfonso I el Batallador reconquista el Ebro (Zaragoza, Calatayud). A su muerte dejó sus posesiones a las órdenes militares pero los nobles no aceptaron su testamento produciéndose la división del reino. Navarra con Sancho IV. Será independiente hasta el reinado de los Reyes Católicos cuando Fernando la incorpore a Castilla en el año 1512. Finaliza la reconquista para este reino. Aragón con Ramiro II el Monje. En 1137 se produce la unión del reino de Aragón con los Condados Catalanes merced al matrimonio de Petronila, hija de Ramiro II y Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, formándose la Corona de Aragón, cuyo primer soberano fue el hijo del matrimonio, Alfonso II, quien conquistaría los valles del Júcar y del Turia.

5. Siglo XIII. Ocupación del valle del Guadalquivir y el litoral mediterráneo - Castilla-León. Alfonso VIII (1158-1214). Conquistó los valles del Guadiana y el Júcar. Fue derrotado por los almohades en la batalla de Alarcos (C. Real) en 1195, pero posteriormente obtuvo la importante victoria de las Navas de Tolosa en Jaén (1212). Fernando III el Santo (1217-1252). Se produce la unión definitiva de Castilla y León. Conquista Córdoba, Sevilla y Jaén y Murcia. Alfonso X el Sabio (1252-1284). Conquistó el reino de Niebla (Huelva) quedando solo el reino de Granada bajo dominio musulmán que sería conquistado por los Reyes Católicos en 1492. - Corona de Aragón. Jaime I el Conquistador (1213-1276) conquistó las islas Baleares y Valencia continuando la expansión hasta Alicante. Firmó con Alfonso X de Castilla el tratado de Almizra (Alicante) de 1244, por el que se puso fin a la Reconquista aragonesa, reorientado su expansión hacia el Mediterráneo.

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3. La Península Ibérica en la Edad Media: modelos de repoblación y

organización social de los reinos cristianos

La repoblación consiste en poblar con colonos aquellos territorios previamente conquistados, así como su puesta en explotación económica. Es un proceso paralelo y de igual importancia que el proceso de reconquista que dio lugar a una nueva organización social, política y administrativa en los nuevos territorios conquistados y que surgió por la necesidad de los reinos cristianos de mantener las conquistas así como por el aumento demográfico producido sobre todo entre los siglos XI y XIII. Existen diferentes modelos de repoblación en función del momento y la zona en que se producen: El primer sistema de repoblación empleado entre los siglos VIII y X fue la presura (denominada aprisco en Cataluña). Consistía en dar la propiedad de la tierra al primero que la roturara siendo luego ratificada por el rey o autoridad competente. Este sistema que se empleó en el valle del Duero y en la plana de Vic, generaba una sociedad de pequeños propietarios libres. La Repoblación concejil. Se desarrolló entre los siglos XI y XII en el área comprendida entre los valles de los ríos Duero y Tajo y en el valle del Ebro. La repoblación se basa aquí en la creación de concejos y ciudades con su alfoz (entorno territorial), a las que se dota de Fueros o Cartas Pueblas. Estos fueros o cartas otorgan libertades y privilegios a sus habitantes para atraer población a una zona peligrosa por su condición fronteriza. Modelos de repoblación empleados en el transcurso del siglo XIII. La aceleración del proceso de reconquista determinó que la ocupación de tierras durante este período fuera mucho más rápida, por ello fueron necesarios nuevos modelos de repoblación. En líneas generales, la repoblación consistió en la entrega de grandes extensiones de terreno a nobles y a autoridades eclesiásticas que eran quienes se encargaban de poblar el territorio generándose señoríos en los que se otorgaban a los siervos la tenencia de mansos, lo que dio lugar a la creación de grandes latifundios en tierras al sur del Tajo. También se repobló a través de las Órdenes militares surgidas a raíz del proceso reconquistador con objeto de expulsar al infiel de la península; las órdenes de Santiago, Calatrava y Alcántara (castellanas) y la de Montesa (aragonesa) recibieron extensos territorios que parcelaron en encomiendas y entregaron a los caballeros pertenecientes a la orden. En muchos casos fue necesario mantener a la población musulmana para que las zonas no quedasen despobladas, recibiendo la denominación de población mudejar. También se mantuvo en este período el sistema de repoblación concejil y en ocasiones, se procedió también a determinados movimientos internos de población (como consecuencia, por ejemplo, de la aparición de nuevos focos de actividad económica o por intereses políticos de los monarcas). El tipo de sociedad feudal se consolidó en todos los reinos cristianos peninsulares imponiéndose en algunos el vasallaje y en todos los señoríos tanto territoriales como jurisdiccionales. Se trataba de una sociedad estamental, profundamente jerarquizada e inmovilista, compuesta por los estamentos de la nobleza, el clero y el estado llano. Los dos primeros formaban los estamentos privilegiados (no pagaban impuestos, eran juzgados por tribunales especiales y no eran objeto de tortura) y eran los propietarios de la tierra. Ambos eran formaciones sociales heterogéneas subdivididas en varias categorías. El estamento mayoritario y sin privilegio alguno era el estado llano o el común. Integrado por artesanos, comerciantes, trabajadores urbanos y, sobre todo, campesinos sometidos en su mayoría al régimen señorial, algunos con condiciones

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duras (como los sometidos a los Usatges o malos usos en el área catalana). Cuando se inició el desarrollo urbano, a partir del siglo XII, comenzaría a aparecer una incipiente burguesía. Por último, hay que apuntar, en el conglomerado de la estructura social de la España medieval, la presencia de las minorías étnico-religiosas, compuestas por judíos y mudejares.

4. La Península Ibérica en la Edad Media: una cultura plural (cristianos, musulmanes y judíos)

Durante la Edad Media al mismo tiempo que se produjo el enfrentamiento armado entre cristianos y musulmanes y las persecuciones contra la comunidad judía, tuvo lugar durante largo períodos de tiempo la coexistencia pacífica de las tres culturas y religiones presentes en la Península Ibérica: cristianismo, judaísmo e Islam. Hubo comunidades judías residentes tanto en la España cristiana como en la musulmana así como cristianos en tierra islámica, los mozárabes, y musulmanes en zona cristiana, los mudejares, lo que originó claras interconexiones culturales e influjos recíprocos. Hasta finales del siglo XI Al –Ándalus fue culturalmente superior a los reinos cristianos. Las aportaciones en poesía, campo en el que los califas ejercían el mecenazgo convirtiendo a Córdoba en un importante centro cultural, la matemática, la medicina o la filosofía fueron fundamentales. Figuras como Averroes o Avempace ejercieron un destacado papel como impulsores de la obra aristotélica posteriormente redescubierta por el occidente cristiano. La España cristiana tuvo un impulso importante gracias al desarrollo cultural surgido a partir del siglo XI en paralelo con la formación y el desarrollo de las lenguas romances (castellano, catalán, portugués, gallego) que se consolidaría plenamente en el siglo XIII con la aparición de las universidades (Salamanca, 1218) y de importantes obras literarias como el Cantar de Mío Cid. Pero sin duda el hecho más sobresaliente del período fue la expansión del Camino de Santiago tras el descubrimiento de la tumba del apóstol y la construcción, dos siglos después, de la catedral de Santiago de Compostela. La llamada ruta jacobea se convirtió en el principal vehículo de difusión cultural a través del cual penetraron modelos literarios (cantares de gesta) y artísticos (arte románico) al tiempo que, en sentido inverso, la cultura hispanomusulmana llegaba a Europa. Por último, cabe mencionar el importante papel jugado por la Escuela de Traductores de Toledo, donde estudiosos judíos, cristianos y musulmanes traducían al árabe, al latín y al castellano las obras científicas, literarias y filosóficas de griegos y romanos. Su máximo apogeo se alcanzó durante el reinado de Alfonso X el Sabio en la segunda mitad del siglo XIII.

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UNIDAD DIDÁCTICA IV: LA BAJA EDAD MEDIA. LA CRISIS DE LOS SIGLOS XIV Y XV

1. Organización política e instituciones en la Baja Edad Media: la Corona de Castilla

Los rasgos más sobresalientes desde el punto de vista institucional son el fortalecimiento de la autoridad del monarca y del Estado de base territorial y la centralización del aparato político-administrativo. El paso del Estado feudal al territorial conlleva la creación de unas instituciones centrales de gobierno, la integración de los estamentos en un cuerpo único, el reino y una autoridad indiscutible, el monarca. Durante los primeros años del siglo XIV asistimos a una época inestable motivada por la minoría de edad de Fernando IV (1295-1312) y su hijo Alfonso XI (1312-1350) en la que los nobles hicieron valer sus intereses particulares. Pero a fines del reinado de Alfonso XI la situación cambió merced al Ordenamiento de Alcalá (1348) en virtud del cual se afianza la autoridad regia al hacer al soberano depositario de la potestad legislativa, imponiendo un instrumento jurídico común, inspirado en el Derecho romano, que prevaleciera sobre cualquier fuero. La centralización del Estado exigió la creación de nuevas instituciones de gobierno. En 1385, Juan I constituyó el Consejo Real como órgano consultivo del monarca en el gobierno y la administración. Por las Cortes de Toro (1371), Enrique II creó la Audiencia o Chancillería, órgano supremo de justicia integrado por expertos en derecho (oidores) que, desde 1442 fijó su sede en Valladolid. El robustecimiento del poder de la Monarquía requería disponer de un ejército permanente que afianzase su autoridad aunque resultaba muy costoso; un primer paso se dio con el Ordenamiento de las lanzas (1390), por el que se establecía la existencia de una fuerza permanente; posteriormente, Enrique III, en 1401, obligó a las ciudades del reino a mantener a un número fijo de lanceros y ballesteros. Todo ello supuso un incremento de los gastos que haría necesario un desarrollo de la Hacienda. Hasta los Reyes Católicos, el ejército permanente no se convirtió en una realidad estable. El progresivo afianzamiento del poder real supuso paralelamente el fin de la autonomía municipal y el progresivo debilitamiento de las Cortes. Desde mediados del siglo XIV se estableció el sistema del regimiento. El regidor era nombrado por el rey con carácter vitalicio y era, junto con los oficiales, quien administraba el ayuntamiento. El proceso de control real sobre los municipios culminó con la creación de la figura del corregidor (oficial real con misión inspectora), primero temporal y luego permanente, siendo éste el agente más eficaz del proceso de centralización monárquica. Las Cortes castellano-leonesas (antiguo organismo heredado de la Curia regia e integrado por representantes de la nobleza, el clero y las ciudades) se fundieron en un único organismo desde 1301. Carecían en la corona de Castilla de poder legislativo aunque jugaron un importante papel en las crisis políticas y sociales para terminar siendo un organismo cuyas únicas misiones eran jurar al heredero y votar los servicios (aportaciones extraordinarias de dinero) solicitados por el monarca.

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2. Organización política e instituciones en la Baja Edad Media: la Corona de Aragón

En la Corona de Aragón se impuso la doctrina pactista según la cual el monarca ejerce su poder en virtud de un acuerdo tácito entre él y sus súbditos fruto del cual es la solidez de las instituciones representativas de la sociedad: las Cortes y las Diputaciones, así como el respeto a la diversidad institucional de cada uno de los territorios (reinos, principado) que integraban la Corona de Aragón. Esta concepción otorgaba un carácter confederal al conjunto y una amplia autonomía en su gestión a cada uno de los territorios integrantes de la Corona. La dificultad al gobernar territorios de distinta naturaleza y la ausencia de los monarcas de sus Estados hizo que se creara la figura del Procurador General quien asumía, por delegación, atribuciones del poder regio, principalmente judiciales y militares, recayendo el cargo en el primogénito. En el siglo XV se crea la figura del Virrey, al que se confiere la delegación regia en los diferentes territorios de la Corona. También se crearon instituciones centrales de gobierno sobre todo durante el reinado de Pedro IV (1336-1387) tales como la Cancillería o el Consejo Real. También se perfeccionó la Hacienda real creándose cargos vinculados a ella como el Mestre Racional o el Contador Mayor, oficiales encargados de supervisar la Hacienda real y el Bayle real, encargado de hacerlo en cada uno de los territorios. Las instituciones representativas de los estamentos sociales de los reinos, las Cortes, siguieron funcionando durante los siglos XIV y XV con las mismas atribuciones (función legislativa, capacidad para exigir al monarca la reparación de agravios, la defensa de los fueros y libertades de los reinos). De ellas surgió la Diputación encargada de velar por el cumplimiento de los acuerdos establecidos en las Cortes mientras éstas no estaban reunidas. Adquirió un carácter permanente y con amplias funciones sobre todo en el Principado de Cataluña, convirtiéndose en el principal órgano político-administrativo, recibiendo el nombre de Diputación del General o Generalitat (1359). También surgieron en el reino de Aragón (1412) y en el reino de Valencia (1419). Otra institución original fue la del Justicia Mayor de Aragón (1348), alto magistrado que juzgaba las disputas entre los nobles y el rey, siendo el intérprete del derecho tradicional del reino y el juez de contrafuero. En la administración municipal cabe destacar la estructura de la ciudad de Barcelona, imitada por las de Valencia y Palma de Mallorca, en la que tenía especial importancia el Consell de Cent, asamblea de carácter asesor, y los consellers, con función ejecutiva, cargo controlado por la oligarquía urbana.

3. La Baja Edad Media: crisis demográfica, económica y política

Los siglos XIV y XV se caracterizaron por una profunda crisis en el terreno demográfico, económico y político que afecto tanto a la Corona de Castilla como a la Corona de Aragón, pero mientras que la primera inició su recuperación a lo largo del siglo XV, Aragón sólo lo hizo a finales de éste y durante el siglo XVI.

En el terreno demográfico las causas de la catástrofe hay que buscarlas en las malas cosechas debidas a una climatología por lo general adversa (lluvias torrenciales, sequías prolongadas, heladas) y a la total falta de recursos para incrementar la productividad en tales circunstancias. Ello provocó hambrunas constantes que debilitaron y diezmaron a la población. Sin embargo, el factor desencadenante de la mayor mortandad fue la Peste Negra, enfermedad infecto-contagiosa procedente de

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Oriente, que se extendió con gran rapidez en Europa occidental. También afectó a la Península Ibérica en varias recurrencias siendo la oleada más intensa la comprendida en el intervalo 1348-1351. No toda la península se vio afectada por igual: mientras que el norte cantábrico fue poco afectado, el centro y el sur lo fueron en mayor medida; pero donde la epidemia resultó más letal fue en la fachada mediterránea, muy especialmente en Cataluña (Barcelona debió de perder cerca de la mitad de su población). La gran mortandad dio origen al aumento de las áreas despobladas, a la falta de mano de obra, a la disminución de la superficie de tierra cultivada y a la sensible merma de las rentas que los grandes propietarios percibían. Ello traería consigo el incremento de la conflictividad social con destacados ejemplos como la revuelta irmandiña en Galicia o el conflicto remensa en Cataluña, ambos en el ámbito rural, o los pogroms o matanzas de judíos en el ámbito urbano. Desde el punto de vista económico la situación de crisis en la agricultura propició el desarrollo en Castilla de una actividad ya puesta en marcha con anterioridad: la ganadería trashumante. Los privilegios del Honrado Concejo de la Mesta (agrupación de ganaderos castellanos fundada por Alfonso X en 1273) aumentaron, de manera que así se compensó, al menos en parte, la disminución de rentas que la nobleza percibía en el campo, puesto que ésta era (junto con el clero y la corona) la propietaria de las grandes cabañas ganaderas. La artesanía también entró en crisis ante la escasez de mano de obra y el empobrecimiento general de la población. El comercio resultaría ser la actividad económica menos afectada. En Castilla se centró en la exportación de lana a través de los puertos del Cantábrico hacia los mercados británico y flamenco. A nivel interior, tendría una notable importancia la celebración de ferias como las de Medina del Campo, Medina de Rioseco o Villalón. En Cataluña, la exportación de productos textiles se mantendría a lo largo del siglo XIV, decayendo notablemente a lo largo del siglo XV debido a la competencia comercial en el Mediterráneo (con ciudades como Génova o Venecia) y a la irrupción de los turcos. Durante el siglo XV, el puerto de Barcelona dejó de ser el principal del Mediterráneo hispano en beneficio del de Valencia. A nivel político la crisis reflejó la pugna entre los grupos privilegiados y la monarquía. En Castilla hubo periodos conflictivos como las minorías de Fernando IV o de Alfonso XI, la guerra civil entre Pedro I y su hermanastro Enrique II que culminaría con el asesinato de Montiel del legítimo monarca (Pedro I) y la subida al trono de la dinastía Trastámara, y los conflictos con la nobleza en tiempos de Juan II y Enrique IV. En la Corona de Aragón se hizo muy difícil llevar a la práctica la doctrina pactista. Los Trastámara también se hicieron allí con el poder tras la muerte de Martín I sin descendencia en virtud del acuerdo alcanzado en Caspe (Compromiso de Caspe). Los conflictos con la nobleza caracterizaron el reinado de Alfonso V y, sobre todo, el de Juan II, estallando una guerra civil en Cataluña en la que se enfrentó la Generalitat y la Biga (integrada por el patriciado rentista y los grandes mercaderes) en apoyo del Príncipe de Viana (primogénito del rey que murió encarcelado por su padre) y la Busca (mercaderes, artesanos, menestrales) en apoyo de Juan II; el conflicto culminaría con las Capitulaciones de Pedralbes por las que el soberano reconocía las leyes e instituciones catalanas restituyéndole las rentas reales usurpadas por la nobleza.

4. La Baja Edad Media: la expansión de la Corona de Aragón en el Mediterráneo

El expansionismo de la Corona de Aragón tuvo sus inicios en el reinado de Pedro III el Grande (1276-1285). Finalizada la Reconquista peninsular la Corona de Aragón dirigió sus energías hacia el Mediterráneo con la conquista de la isla de Sicilia en 1282 a la que posteriormente hubo que renunciar por el Tratado de Agnani (1295) como consecuencia del enfrentamiento entre el rey Jaime II (1291-1327), el Papa y Francia. En compensación se le cedía el derecho sobre la isla de Cerdeña, de gran valor estratégico y comercial para los intereses de Cataluña y base para la futura expansión en el Mediterráneo occidental.

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Tras intervenir en Sicilia, la compañía de mercenarios almogávares, acaudillada por Roger de Flor, partió hacia Bizancio a combatir a los turcos. Hacia 1311 se asentaron en la región griega del Ática creando el ducado de Atenas y posteriormente el de Neopatria (1318), incorporados a la Corona de Aragón en 1380. El punto culminante de la expansión aragonesa por el Mediterráneo se alcanzo bajo el reinado de Pedro IV el Ceremonioso (1336-1387). Mallorca volvió al seno de la Corona de Aragón (después de la conquista por parte de Jaime I se había creado un reino independiente al que también pertenecían el Rosellón y la Cerdaña). Más tarde también se incorporaron a la Corona ambos territorios situados al sur de la Francia actual. Alfonso V el Magnánimo (1416-1458) conquistó Nápoles en 1453 volviendo a independizarse este reino a la muerte del monarca. Cuando los franceses de Carlos VIII invadieron Nápoles en 1495 Fernando el Católico (Fernando II de Aragón) envió a Gonzalo Fernández de Córdoba (el Gran Capitán) al frente de los tercios que recuperarían definitivamente el reino reincorporándolo a la Corona de Aragón en 1503.

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UNIDAD DIDÁCTICA V: LOS REYES CATÓLICOS: LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO MODERNO

1. Los Reyes Católicos: la unidad dinástica

En 1469 se produce el matrimonio entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón por el cual se produciría el primer paso de la unidad ibérica no sin antes pasar por una serie de crisis políticas que afectaron a ambos territorios. Isabel, heredera del trono castellano en virtud del pacto de los Toros de Guisando (1468) vio como su hermano, el rey Enrique IV le retiraba los derechos a favor de su presunta hija Juana, al producirse su matrimonio con Fernando en contra de la voluntad real. Tras morir Enrique IV, en 1474, estalló en Castilla una guerra civil entre Isabel, que contaba con el apoyo de Aragón y de una parte de la nobleza y Juana, apoyada por Portugal. El conflicto culminó con la batalla de Toro (1476) y la paz de Alcaçovas con Portugal en 1479. Isabel I era reconocida como reina de Castilla. Por su parte, Fernando, tendría que hacer frente también a una guerra civil en Cataluña que finalizaría en 1472 con la Concordia de Pedralbes, a pesar de que la problemática entre señores y campesinos continuaría hasta la proclamación de la Sentencia arbitral de Guadalupe que pondría fin al problema de los remensas. En 1479, al morir Juan II, Fernando pasaba a convertirse en Fernando II, rey de la Corona de Aragón. El proceso de unidad iniciado con la aportación de una Corona por cada cónyuge se completaría con la conquista del reino nazarí de Granada en 1492 y con la incorporación del reino de Navarra en 1512, muerta ya la reina Isabel (1504). Con el reino de Portugal se mantendría una intensa política de matrimonios dinásticos que daría sus frutos años más tarde cuando, en 1580, Felipe II incorporase la monarquía lusitana a la hispana. La unión de ambos reinos fue meramente personal y no institucional. Ambas coronas conservaron sus instituciones, leyes, lengua, costumbres, tradiciones y privilegios. Se trató por tanto de una unión dinástica que pudo ponerse en peligro cuando, tras morir Isabel, Fernando contrajo nuevas nupcias que no dieron fruto pues, de haber nacido un varón, éste se hubiera convertido en rey de la corona aragonesa mientras que su hermanastra Juana lo sería de Castilla. La política exterior también puso de manifiesto esta unión personal, estando vinculada al Mediterráneo (como prolongación de los intereses tradicionales de la Corona de Aragón) y al Atlántico (extensión de los intereses tradicionales castellanos). Incluso las conquistas se incorporaban a una u otra corona, así Canarias, Navarra y los territorios descubiertos en las Indias pasaron a formar parte de Castilla, en tanto que Nápoles lo hacía en Aragón. Sólo los herederos serían reconocidos como monarcas propietarios de ambas coronas.

2. Los Reyes Católicos: la conquista del reino nazarí Cabe preguntarse cómo pudo mantenerse el pequeño reino nazarí luego del gran impulso reconquistador castellano del siglo XIII. En realidad, las razones son diversas: de una parte la realidad orográfica que facilitaba de forma notable la posible defensa del territorio; de otra parte la sutileza diplomática seguida por los diferentes monarcas con respecto a la corona de Castilla. Por último, y sobre todo, por las intermitentes crisis internas de las monarquía castellana desde el final del reinado de Alfonso X el Sabio.

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No obstante, conviene tener en cuenta que el estado nazarí pagaba parias (especie de tributo) a cambio de la paz con los castellanos, lo que, obviamente, limita de forma considerable la soberanía del mismo. Uno de sus principales estudiosos, el profesor M. A. Ladero ha indicado que, en último término, la guerra de Granada, en la época de los Reyes Católicos sirvió para “allanar diferencias y prestigiar a la Corona”. En el conflicto que llevó finalmente a la anexión del último reino musulmán en la península se puede señalar varias etapas: Una, inicial (1482-1484) comienza con la toma de Alhama y la victoria de Lucena sobre las tropas del rey granadino Boabdil. La segunda etapa, más expansiva (1485-1487), comprende las ocupaciones de Ronda, Loja y, en 1487, de la ciudad de Málaga y la costa mediterránea. Boabdil promete entregar la capital, Granada, a cambio del señorío del Zagal. Entre 1487 y 1490 el rey nazarí trató de cumplir con su promesa pero se vio imposibilitado ante la reacción popular. Ante ello, en la última fase de la guerra, el ejército castellano puso cerco a la ciudad de Granada. Finalmente, el 2 de enero de 1492, Boabdil entregó a los Reyes Católicos las llaves de la ciudad. El largo proceso reconquistador que se había dilatado a lo largo de casi toda la Edad Media llegaba a su fin.

3. La organización del Estado bajo los Reyes Católicos: instituciones de gobierno Los Reyes Católicos sentaron las bases del Estado Moderno para lo cual consiguieron poner fin a los conflictos internos existentes tanto en la Corona de Castilla como en la de Aragón, envueltas ambas en sendas guerras civiles, reforzaron considerablemente la autoridad real estableciendo una monarquía autoritaria, reorganizaron la administración y practicaron una política cuyo objetivo era alcanzar la unidad política y religiosa.

Para robustecer el poder de la corona fueron reduciendo el poder político de la nobleza de forma que los principales cargos fueran ocupados por miembros de la baja nobleza, eclesiásticos y letrados formados en las universidades y, por tanto, expertos en leyes. Desde el ámbito de la economía obligaron a la nobleza a devolver las rentas reales usurpadas durante el reinado de Enrique IV aunque eso supuso reconocer las usurpadas con anterioridad. Como contrapartida crearon la institución del mayorazgo (leyes de Toro, 1505) que permitía el traspaso indiviso del patrimonio nobiliar de padres a hijos, preservando así su poder económico, y ratificaron los privilegios de la Mesta cuyos intereses estaban vinculados a la propia corona y a la nobleza. En consecuencia, se alcanzó un especie de pacto tácito en virtud del cual la nobleza acepta su subordinación política a la corona a cambio de la seguridad como elite socioeconómica. Los Reyes Católicos se mostraron también como garantes del orden público, asunto para el cual crearon la Santa Hermandad en 1476 (Cortes de Madrigal), organismo de carácter policial y judicial que ejercía su jurisdicción en los caminos. Crearon o reorganizaron igualmente importantes órganos de gobierno que se convertirían en la columna vertebral del sistema polisinodial, que los Austria desarrollarían. El Consejo Real de Castilla se convirtió en el principal órgano de asesoramiento; junto a él se encontraban el Consejo de Aragón, el de Órdenes Militares o el de Inquisición, encargado de velar por la ortodoxia católica. También dieron mayor realce al Consejo de Hacienda, cuyo sistema de funcionamiento fue reorganizado. A nivel judicial, crearon una nueva Audiencia o Chancillería (órgano supremo de la administración de justicia en la Corona de Castilla) en Ciudad Real (luego trasladada a Granada) que se repartiría la jurisdicción castellana con la preexistente en Valladolid. Se

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mantuvieron en su planta anterior las respectivas audiencias de los reinos de la Corona de Aragón. En el ámbito local, desarrollaron la figura del corregidor, representante del rey en los municipios , encargado de funciones judiciales y policiales y de hacer cumplir las normas establecidas por el poder regio. La tendencia a gobernar sin convocar las Cortes como prueba del fortalecimiento de la autoridad real se hizo habitual en Castilla durante el reinado. Sus funciones fueron poco a poco relegadas al juramento del príncipe heredero y al voto de nuevos impuestos en situaciones de necesidad financiera. En Aragón, en cambio, donde la doctrina pactista no conoció cambios sustanciales, fue necesaria su convocatoria en cada uno de los reinos si querían conseguir que éstos apoyaran las empresas reales, por lo que aquí resultó más difícil el fortalecimiento de la autoridad real. Las frecuentes ausencia del rey Fernando hicieron necesario el mantenimiento de la figura de los virreyes en cada territorio, cuya figura se reforzó y consolidó durante el reinado.

4. La proyección exterior bajo los Reyes Católicos. Política italiana y norteafricana

Bajo la monarquía de los Reyes Católicos el Mediterráneo occidental se convertiría en un espacio de dominio español al confluir en el hecho los intereses de Castilla y de Aragón. La política italiana, dirigida por Fernando, fue en líneas generales, una continuación de la mantenida durante los siglos anteriores en la Corona de Aragón, que aspiraba al dominio de una parte de Italia, lo que le llevaba a la confrontación con la monarquía francesa (también con afanes expansionistas en Italia). Los intereses aragoneses se llevarían el gato al agua y a ello colaboró la presencia en la cátedra de San Pedro de un levantino, Rodrigo Borja, conocido como Papa con el nombre de Alejandro VI. Cerdeña y Sicilia pertenecían a la Corona de Aragón desde el siglo XIV y en Nápoles reinaba una rama procedente de Alfonso V el Magnánimo. Esto entorpecía a las ambiciones galas y aunque se había alcanzado una solución pactada en el Tratado de Barcelona (1493), lo cierto es que Carlos VIII de Francia invadió Italia a finales de 1494, atacando Nápoles al año siguiente. La reacción aragonesa fue fulminante. Fernando consiguió formar una liga en la que el Papa (Alejandro VI), el Emperador (Maximiliano I), la república de Venecia, el ducado de Milán y la Corona de Aragón se enfrentaban al rey de Francia. Los tercios (unidades militares españolas) dirigidos por Gonzalo Fernández de Córdoba (más conocido por el apodo de Gran Capitán), derrotaron a los franceses. El conflicto volvió a abrirse más tarde, con la subida al trono francés de Luis XII (primo de Carlos VIII) quien violó los acuerdos tomados tras la derrota francesa siendo definitivamente derrotado por el Gran Capitán en las batallas de Ceriñola y del Garellano, de tal manera que Nápoles quedó incorporado a la Corona de Aragón en 1503. Castilla había iniciado su expansión atlántica tras el descubrimiento colombino pero la inseguridad existente en el Norte de África debido a las acciones de la piratería berberisca (lo que se conocería como “fustas de moros”), apoyada por el Imperio Turco e incrementada después de la conquista de Granada, motivó la actuación en la zona. El duque de Medina Sidonia conquistó Melilla en 1497 y el rey Fernando hizo lo mismo con el Peñón de Vélez de la Gomera (1508), Orán (1509), Bujía (1510) y el establecimiento de los protectorados de Argel y Trípoli. Esta política expansionista se vio frenada por la derrota sufrida en los Gelves (1510). Pese a las posiciones ocupadas no se consiguió poner fin a la acción de la piratería berberisca que seguiría siendo un problema en el litoral andaluz y levantino durante largo tiempo.

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5. El descubrimiento de América

La toma de Constantinopla por los turcos en 1453 y el corte de las comunicaciones entre el Mediterráneo y Oriente hicieron necesaria la búsqueda de rutas alternativas. Portugueses y castellanos fueron los pioneros en este proceso. Los primeros lo hicieron bordeando la costa africana (Bartolomé Díaz dobló el Cabo de Buena Esperanza en 1488 y Vasco de Gama realizó el primer viaje desde Lisboa a la India entre 1497 y 1498). Por sur lado, los castellanos pusieron en marcha el proyecto de Cristóbal Colón que provocaría el descubrimiento de un nuevo continente, América. El proyecto colombino consistía en alcanzar las costas de la India navegando hacia el Oeste, partiendo de la idea de la esfericidad de la Tierra, una idea polémica en aquella época. Primero, Colón lo ofreció a Juan II de Portugal quien lo desestimó y posteriormente, a los Reyes Católicos quienes, inmersos en la guerra de Granada y con informes desfavorables (apoyados, entre otras cosas, en errores de cálculo de Colon acerca del diámetro real de la Tierra), le dieron largas hasta que finalmente acabaron aceptándolo y financiándolo. En virtud del tratado de Alcaçovas (1479) firmado con Portugal, habían renunciado a la navegación por la costa africana, de forma que vieron en el proyecto de Colón el único medio de encontrar una ruta alternativa para la obtención de las deseadas especias. El 17 de abril de 1492 se firmaron en Santa Fe (Granada) las Capitulaciones de Santa Fe, por las que los reyes se comprometieron a financiar una expedición integrada por dos carabelas y una nao concediendo a Colón plenos poderes sobre la expedición así como los títulos de Almirante de la Mar Océana, vitalicio y hereditario y Virrey y Gobernador de los territorios por descubrir. El Almirante podría aportar capital por valor de un octavo del monto de la expedición y, por ello, tendría derecho después a una octava de la actividad comercial. Por último, sería para él una décima parte de la riqueza que se encontrara. El 3 de agosto de 1492 Colón y sus compañeros iniciaron su viaje partiendo del puerto de Palos de Moguer (Huelva). Tras hacer escala en las islas Canarias, recientemente conquistadas por Castilla, y luego de una azarosa travesía (narrada por el propio almirante en su Diario de a bordo), el 12 de octubre llegaban a una isla que Colón bautizó como San Salvador. Unos días después tocaron en una isla mayor, a la que bautizaron Juana (en la actualidad, Cuba) y después en otra denominada La Española (Santo Domingo) en las Antillas. Tras su regreso a comienzos de 1493, el almirante realizaría tres viajes más al Nuevo Continente (aunque él moriría en Valladolid en 1506 sin saber que lo era: Colón creyó haber llegado a Asia por la ruta occidental, pero en realidad se había encontrado, casualmente, con la existencia de un continente desconocido en Europa y al que por entonces, injustamente, un cosmógrafo alemán, bautizaría como América). El Papa Alejandro VI concedió por la bula Inter Coetera todas las tierras descubiertas y por descubrir a Castilla. Las presiones de Portugal hicieron que se firmara un tratado de partición entre ambas coronas, el Tratado de Tordesillas (1494) por el que una línea imaginaria situada a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, separaba las dos áreas de influencia: la occidental para Castilla y la oriental para Portugal. De esta manera la costa africana y el actual Brasil (¿habían llegado ya los portugueses a él?) quedaron en manos lusitanas y el resto de América en manos castellanas.

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UNIDAD DIDÁCTICA VI: LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI

1. El Imperio de Carlos V: conflicto internos. Comunidades y Germanías

Carlos I de España y V de Alemania regentó un enorme imperio que fue el resultado de la política matrimonial de sus abuelos ibéricos, los Reyes Católicos y sus abuelos centroeuropeos, el emperador Maximiliano I y María de Borgoña. Su herencia (sin parangón posible en la Historia) le llevó a convertirse en el soberano más importante del mundo conocido en la primera mitad del siglo XVI. Heredero de Borgoña, Flandes, Luxemburgo y el Franco-Condado, unió a ello la herencia aragonesa a la muerte de Fernando el Católico en 1516 y la castellana al declararse la incapacidad de su madre, la reina Juana la Loca, para convertirse finalmente, en 1519, muerto su abuelo Maximiliano, en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. En 1517 Carlos I llega por vez primera a la Península Ibérica para hacerse cargo del trono castellano-aragonés. El soberano no hablaba castellano y vino rodeado de consejeros flamencos, lo cual, unido a la convocatoria de Cortes para votar nuevos servicios que financiaran su nombramiento como Emperador, no fue bien visto ni por la nobleza castellana ni por el pueblo. En 1519, y haciendo caso omiso de los ruegos de sus reinos ibéricos, Carlos I parte para hacerse cargo de la corona imperial dejando el reino a cargo de un regente extranjero, Adriano de Utrecht. El momento fue aprovechado por un buen número de ciudades castellanas que se revelaron contra la autoridad real surgiendo lo que se ha denominado como revuelta comunera o guerra de las Comunidades. Primero Toledo y después Segovia, Salamanca y otras ciudades depusieron a las autoridades reales siendo sustituidas por comuneros. Sus peticiones se basaban en que el rey hablara castellano, que el dinero de Castilla no saliera fuera del reino, que los cargos de gobierno fueran ocupados por castellanos y que se protegiera a la industria textil. Tras el incendio de Medina del Campo por las tropas del rey, la insurrección se generalizó. Los Comuneros crearon la Santa Junta de Ávila, gobierno rebelde, que exigió la retirada de los servicios aprobados en Cortes, el respeto a las leyes del reino y la marcha de los consejeros flamencos. Los comuneros intentaron, sin éxito, convencer a doña Juana, recluida en Tordesillas , a que se pusiera al frente de la rebelión y apoyara a las Comunidades. La nobleza, que en un principio se mantuvo al margen, comenzó a alejarse de los comuneros cuando surgieron las primeras revueltas antiseñoriales. Tras la derrota sufrida en Villalar (abril de 1521) y la ejecución de los principales dirigentes, Juan de Padilla (Toledo), Juan Bravo (Segovia) y Francisco Maldonado (Salamanca), sólo resistió unos meses Toledo que acabó capitulando en 1522. La derrota supuso el reforzamiento de la autoridad real en Castilla pero el emperador tomó cumplida nota del movimiento, iniciándose su proceso de progresiva castellanización. Por las mismas fechas se produjo en Valencia y Mallorca el movimiento de las Germanías. Esencialmente, el movimiento consistió en una rebelión de los sectores populares contra las oligarquías urbanas motivada por la crisis económica y las epidemias que afectaron la zona. Su confluencia con los sucesos castellanos incrementó su gravedad. Carlos I ordenó al virrey que reprimiera el movimiento que finalizó en 1522.

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2. La monarquía hispánica de Felipe II Felipe II (1556-1598) heredó de su padre, el Emperador Carlos V, Castilla (con Navarra y Granada), la corona de Aragón, los Países Bajos, el Franco-condado, Nápoles, Cerdeña, Sicilia y Milán, los territorios americanos descubiertos y los enclaves en el Norte de África. A todo ello hay que añadir los territorios conquistados durante su reinado como las islas Filipinas y, a partir de 1580, Portugal y su imperio colonial que s extendía por África y Asia. La herencia austriaca, incluida la opción al imperio alemán, fue cedida por el Emperador a su hermano Fernando, que se convirtió en el emperador Fernando I. Con Felipe II el imperio cobró un carácter más hispánico y menos cosmopolita, acusándose una creciente castellanización. Felipe II estableció la capital de su enorme estado en Madrid (1561), dirigiendo desde él y más tarde también desde su fundación del monasterio de El Escorial, un gigantesco patrimonio (tan grande que, en opinión de uno de sus mayores conocedores, Fernand Braudel, la mayor enemigo de Felipe II sería la distancia). Felipe II no sólo heredó de su padre las posesiones sino también los enemigos. La rivalidad con Francia (que había llevado al Emperador a cuatro guerras contra ella) se cerró, al menos momentáneamente, tras la victoria en la batalla de San Quintín y la firma de la paz de Cateau-Cambrésis (1559). Más tarde, la Monarquía Católica (como se conocía al imperio hispánico de Felipe II) tuvo que enfrentarse a la amenaza que suponía el expansionismo turco hacia el Mediterráneo occidental, obteniendo la importante victoria de Lepanto (octubre de 1571) junto a barcos de Venecia, Génova y el Papa (integrantes todos de la conocida como Santa Liga). Si bien Lepanto no supuso la derrota absoluta del poder otomano, sí frenó su anteriores afanes expansivos. Antes de Lepanto, la lucha contra el protestantismo (que había amargado los últimos años de gobierno de su padre) conoció el inicio de un nuevo episodio tras producirse en 1566 el levantamiento de los Países Bajos, fenómeno en el que confluían intereses políticos (deseo de mayor autonomía) y religiosos (deseo de tolerancia religiosa frente al dogmatismo católico). Los éxitos militares de los tercios con el duque de Alba y sus sucesores, mezclados con graves errores políticos no permitieron acabar con el problema. En 1581, los rebeldes de las siete provincias septentrionales se declararon independientes. El rechazo por la monarquía de este hecho generó uno de los principales problemas para el siglo siguiente que sólo encontraría solución tras largos y costosos años de guerra, en la Paz de Westfalia (1648). Por último y en relación directa con lo anterior, cabes señalar el conflicto suscitado con Inglaterra. La reina británica, Isabel I, temerosa del creciente poder ultramarino de España (sobre todo después de la anexión de Portugal), ayudaba a los rebeldes holandeses y fomentaba la piratería (para ella corsarismo) de buques ingleses que saqueaban a los barcos castellanos en el Atlántico. La creciente tensión entre la reina británica y Felipe II alcanzó su cenit con la ejecución de la reina católica de Escocia, María Estuardo (1587), por orden de Isabel. Todo ello motivó la decisión de Felipe de preparar una gran expedición naval para invadir Inglaterra. Ciento treinta buques compondrían la Gran Armada que partió de Lisboa, bajo las órdenes del duque de Medina Sidonia (muerto unos meses antes el principal almirante español, el marqués de Santa Cruz) y que fracasaría en su intento por una serie de factores, sobre todo climatológicos. El mayor éxito de Felipe II en política exterior se lo había apuntado unos años antes: la incorporación de la monarquía portuguesa al Imperio. Dentro de la monarquía, los principales problemas fueron la sublevación de los moriscos de las Alpujarras en Granada en 1568, duramente reprimida por D. Juan de Austria (el vencedor de Lepanto y hermanastro del rey) optándose por la dispersión de los sublevados por Castilla y la cuestión foral aragonesa motivada por la marcha de Antonio Pérez, secretario de estado del rey, que huyó de la justicia amparándose en los fueros de Aragón a lo que el soberano respondió invadiendo con sus tropas Zaragoza y ordenando la ejecución del Justicia Mayor, Juan de Lanuza, pero, significativamente, sin abolir la institución.

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3. La España del siglo XVI: la unidad ibérica

Desde la política matrimonial de los Reyes Católicos se había intentado alcanzar el objetivo de la unidad ibérica y aunque a punto estuvo de alcanzarse entonces no sería sino a finales del siglo XVI cuando se produjera. Con la muerte en 1578 del rey portugués Don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir (en el norte de África), el trono luso quedó vacante. Varios fueron los aspirantes para ocupar la corona regentada hasta entonces por la dinastía de Avís. Felipe II, tío del difunto, reclamó sus derechos al trono al ser nieto del rey Manuel I de Portugal. La dialéctica se vio acompañada por la amenaza armada y el soberano español decidió invadir el reino por lo que los tercios, dirigidos por el duque de Alba, atravesaron la frontera y llegaron a Lisboa sin encontrar resistencia. Al año siguiente, en 1581, Felipe II sería proclamado rey por las Cortes de Tomar. Portugal y su imperio colonial se incorporaron a la Monarquía Católica conservando sus leyes, costumbres y privilegios. Se creó el Consejo de Portugal para asesorar al monarca acerca de las cuestiones relativas a sus territorios, se designó un virrey para este reino y tal y como sucedía con las demás partes integrantes de la Monarquía, salvo Castilla, se suprimieron las aduanas internas y Felipe II se comprometió a mantener en sus cargos a todos los miembros de la administración central y local. Con esta anexión se unieron los dos imperios más grandes existentes entonces con posesiones en Europa, América, Asia y África, por lo que pudo llegar a decirse que en los dominios de Felipe II nunca se ponía el sol. El soberano hizo posible así el viejo sueño de sus abuelos, los Reyes Católicos, de alcanzar la unidad ibérica. Una unidad eso sí, que tendría una existencia efímera: en 1640, gobernando el nieto de Felipe II, el rey Felipe IV, Portugal se sublevará (1640), se declarará independiente y, por último, alcanzará el reconocimiento oficial por parte de España de su independencia en virtud de la paz de Lisboa (1668).

4. La España del siglo XVI: el modelo político de los Austrias

Los Austrias desarrollaron una estructura de poder que les permitiera gobernar sus numerosos territorios y afianzar claramente su supremacía. Para ello mantuvieron y desarrollaron el sistema polisinodial diseñado por los Reyes Católicos que poco a poco se fue haciendo más complejo conforme las necesidades de la Monarquía y los territorios se fueron incrementando. Integrados por nobles, clérigos y letrados, los Consejos tenían un carácter consultivo y podían dividirse en dos grupos: temáticos, que asesoraban sobre temas generales de la Monarquía, entre los que podemos citar los de Estado, Guerra, Cruzada, Inquisición, Órdenes Militares o Hacienda y los territoriales, encargados de un territorio concreto, como los de Castilla, Indias, Aragón, Italia, Flandes o Portugal. Los Reyes escuchaban el parecer de los consejeros (leían sus memoriales) pero eran ellos quienes decidían en última instancia. Los reyes solían despachar los asuntos con hombres de su confianza, los secretarios reales, que servían de intermediarios entre el soberano y los consejos. El aparato estatal se completaba con la administración de justicia, a través de las audiencias o chancillerías, órganos judiciales supremos, que incrementaron su número pasando de dos (Valladolid y Granada en tiempo de los Reyes Católicos) a cinco al crearse las de La Coruña, Sevilla y Canarias para Castilla. En la Corona de Aragón continuaron las audiencias preexistentes en cada reino y en los territorios americanos también aparecieron otras nuevas. Ante la imposibilidad de que el monarca estuviera presente en todos sus territorios (muchos de ellos no fueron visitados jamás por el monarca), se utilizó la figura del virrey (u “otro yo” del monarca) en Aragón, Cataluña, Valencia, Nápoles, Sicilia y los territorios

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americanos y los gobernadores (Flandes, Milán). La corte se fijaría definitivamente en Madrid, dada la imperiosa necesidad de estabilizar los órganos de administración del Estado. Como es natural, al hacerse más complejo el aparato estatal el número de funcionarios a su servicio se incrementó considerablemente. En la administración territorial también se heredó la base establecida por los Reyes Católicos basada en la figura del corregidor o representante del rey en los municipios. El desarrollo de una política exterior cada vez más importante obligó al mantenimiento de una red diplomática con embajadas permanentes al menos en las principales capitales europeas (inicialmente en Roma, París, Londres y Viena). Por último cabe señalar la importancia de un ejército permanente de grandes dimensiones, el más importante de la Tierra en aquel momento, que permitió mantener la hegemonía en Europa durante siglo y medio así como la autoridad de los soberanos en sus dominios.

5. El Renacimiento en España

El Renacimiento, movimiento artístico y cultural surgido en Italia a comienzos del siglo XV (aunque contaba con notables antecedentes bajomedievales), se introduce en España durante el reinado de los Reyes Católicos dados los enormes vínculos existentes entre ambos territorios (recordemos que Nápoles, Cerdeña y Sicilia formaban parte de la Corona de Aragón) a lo que hay que unir el enorme prestigio del arte italiano que atraerá obras y artistas de esta procedencia. La recuperación de los valores y las formas artísticas de la Antigüedad clásica se introducirán en España con un sello propio fruto de las particularidades de la monarquía española donde la Iglesia mantuvo un enorme peso ideológico (aparte de ser, con la corte y los grandes nobles, la principal fuente de mecenazgo). El humanismo, la filosofía del Renacimiento, tuvo importantes representantes en figuras como Antonio de Lebrija, autor de la primera gramática de la lengua castellana (1492), Luis Vives o los hermanos Valdés. El humanismo español no sólo conoció el influjo italiano, sino también el flamenco. La mejor prueba de ello es el impacto del pensamiento de Erasmo de Rótterdam sobre muchos de nuestros autores. En cuanto a la actividad literaria, los ecos de la poesía italiana también llegaron, como se comprueba en la obra de autores como Garcilaso de la Vega o Juan Boscán. La peculiaridad religiosa citada generó en España una corriente no presente en Italia pero que también está influida por la cultura clásica: buenos ejemplos de ello son Fray Luis de León o San Juan de la Cruz. Sin duda, la obra cervantina como colofón también se ve influida por estos precedentes. En el campo de las artes, el influjo italiano es palpable, aunque también ocupó su papel la influencia flamenca. En arquitectura podemos distinguir tres estilos:

a) Estilo plateresco. Se desarrolla a lo largo del primer tercio del siglo XVI. Su nombre se debe a su profusa decoración que ocupa la casi totalidad de las fachadas. Un buen ejemplo es la fachada de la universidad de Salamanca.

b) Estilo purista. Se desarrolla en el segundo tercio del siglo. Ahora se reduce el elemento decorativo y las reminiscencias clásicas son más acusadas. El palacio de Carlos V en la Alhambra de Granada es su representación más acusada.

c) Estilo herreriano o escurialense. Reelabora el ideal clásico con un sentido más austero, sobrio en consonancia con los ideales de la emergente Reforma

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Católica. Su exponente máximo es, claro está, el monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

En escultura y pintura las principales manifestaciones fueron de carácter religioso con excepción de la retratística cortesana. En el campo escultórico hay que destacar el empleo de la madera policromada como material más frecuente siendo Juan de Juni y Alonso Berruguete. En pintura Pedro de Berruguete, Juan de Juanes y Luis de Morales son los principales artistas españoles a los que hay que unir la peculiar figura de Domenico Theotocopuli, llamado El Greco, máximo exponente de la tendencia manierista con sus cánones alargados, colorido arbitrario y gran expresividad.

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UNIDAD DIDÁCTICA VII: LA ESPAÑA DEL BARROCO

1. La España de los Austrias menores: los validos

Los monarcas que reinaron en la Monarquía Hispánica durante el siglo XVII tuvieron como característica común el empleo de validos o privados en el gobierno del Estado. El duque de Lerma o el de Osuna con Felipe III, el Conde-duque de Olivares y D. Luis de Haro con Felipe IV, el padre Nithard y Fernando Valenzuela, durante la regencia de Mariana de Austria y D. Juan José de Austria, el Duque de Medinaceli y el conde de Oropesa con Carlos II, son prueba evidente de ello. El valido era una especie de primer ministro con plenitud de poderes (aunque sin cargo institucional) que por dejadez, incompetencia o falta de voluntad del rey, gobernaba en su lugar bajo una apariencia de normalidad. Normalmente, se trataba de personas pertenecientes a la alta nobleza o al alto clero que vivían en la Corte, donde forjaban su amistad con el soberano, quien depositaba en ellos toda su confianza hasta el punto de ser ellos quienes tomaban las decisiones, tanto en política interior como exterior. Por otra parte su empleo tenía una notable ventaja: el rey nunca era responsable de una decisión errónea, pues él no la había tomado, de forma que las críticas recaían sobre el valido que, además, era fácilmente sacrificable y sustituible por otro. Este sistema trajo consigo un aumento de la corrupción puesto que los validos aprovecharon su poder para conseguir prebendas, beneficios, cargos, títulos y demás mercedes tanto para ellos como para sus familiares y amigos (nepotismo), produciéndose rivalidades e intrigas entre aquellos que gozaban del favor real y los que no. La institución del valimiento no es exclusiva de España sino que es algo que se convierte en característica común en algunas monarquías del siglo XVII: el duque de Buckingham en la Inglaterra de Carlos I y los cardenales Richelieu y Mazarino en la Francia de Luis XIII y Luis XIV son buena prueba de ello.

2. La España de los Austrias menores: los conflictos internos

A lo largo del siglo XVII bajo el gobierno de los denominados Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II) la Monarquía se vio aquejada de múltiples conflictos internos alguno de los cuales pusieron en peligro la unidad establecida desde los Reyes Católicos. Las tensiones políticas unidas a la profunda crisis económica y social fueron las causantes de la conflictividad. Felipe III y más concretamente su valido, el duque de Lerma, decretaron la expulsión de los moriscos (musulmanes en las tierras cristianas de la Monarquía Católica) en 1609, primero del reino de Valencia y después del resto de los reinos peninsulares. Más de 270.000 personas salieron de la península camino del exilio. Las consecuencias, graves, fueron fundamentalmente demográficas, con la pérdida de población en un momento de recesión demográfica y económicas ante el despoblamiento y la falta de mano de obra agrícola especialmente en Valencia donde los señores se quedaron sin siervos. Los momentos de mayor tensión se produjeron durante el reinado de Felipe IV. La idea del Conde-duque de Olivares, valido del rey, de que los diferentes reinos colaboraran en el mantenimiento de la Monarquía, tal y como lo hacía Castilla, desencadenaría la crisis más grave de todo el siglo, la de 1640 en la que se produjeron

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las sublevaciones de Cataluña y Portugal, justo en el momento en que la Monarquía estaba inmersa en la fase culminante de la Guerra de los Treinta Años en el centro de Europa contra Holanda, Francia y los estados protestantes alemanes. La guerra en Cataluña finalizó con la reincorporación del Principado a la Monarquía en 1652 pero en el caso de Portugal se conseguiría la independencia por el Tratado de Lisboa de 1668. Paralelamente, se produjeron otros movimientos de carácter independentista en Andalucía, Aragón y Nápoles que fueron sofocados. 1640 marcó un punto de claro riesgo de desmembración de la Monarquía Católica.

Las revueltas antiseñoriales y antifiscales fueron las que caracterizaron el reinado de Carlos II, centradas en Cataluña y Valencia. La “revolta dels gorretes” de 1687-89 en el campo catalán y la conocida como “segunda germanía” (1693) en Valencia son clara prueba de ello.

3. La crisis de 1640

La entrada de España en la Guerra de los Treinta Años y la ruptura de la Tregua de los Doce Años con Holanda puso de manifiesto la necesidad de más recursos humanos y financieros para la Monarquía, en un estado que hacía ya años que sufría los principios de una grave crisis demográfica y económica. El Conde-duque de Olivares, en su proyecto conocido como el Gran Memorial, intentó llevar a cabo una reforma por la que se consiguiera la unificación legislativa e institucional de todos los reinos incluyendo, en el apartado fiscal, el reparto equitativo de las cargas de forma que no recayera de manera tan abrumadora como hasta entonces sobre la Corona de Castilla el mantenimiento del Imperio. El Memorial incluía el proyecto de la Unión de Armas por el que se crearía un ejército permanente de ciento cuarenta mil hombres costeado por cada reino integrante en función de su población. La negativa de los reinos orientales impidió su puesta en práctica. Tras la entrada de Francia en la guerra a partir de 1635 las necesidades tanto de dinero como de hombres crecieron aún más por lo que se intentó revitalizar el proyecto, desencadenando la crisis de 1640, en la que Cataluña y Portugal fueron los principales protagonistas aunque también se produjeron movimientos separatistas en Nápoles, Aragón y Andalucía. El envío de tropas castellanas a la frontera con Francia provocó el estallido de una revuelta entre el campesinado catalán (no dispuesto a alojar a la tropa en sus casas) dando origen al denominado Corpus de Sangre (7 de junio de 1640), fecha en la que, con su entrada en Barcelona y el asesinato del virrey conde de Santa Coloma, la Generalitat se hizo cargo de la situación declarándose en rebeldía, no reconociendo como rey a Felipe IV y estableciendo una república que, tras los hábiles manejos de la diplomacia francesa del cardenal Richelieu, acabaría acatando la soberanía del rey galo, Luis XIII al que declararon conde de Barcelona. Se inició una guerra a la que Olivares consideraría prioritaria y que culminaría con la toma de Barcelona y la vuelta de los rebeldes a la Monarquía Católica en 1652. Al mismo tiempo estalló el conflicto portugués. Los lusos habían visto incrementado el número de sus enemigos con la incorporación al imperio español en 1580. Sus intereses comerciales se veían constantemente atacados por los holandeses sin que, a su juicio, la Monarquía hiciese mucho por evitarlo. Si a esto unimos el descontento por las reformas fiscales, la presencia de castellanos en su gobierno y el hecho de que existiera una dinastía, la de Braganza, dispuesta a hacerse con el trono, la rebelión se precipitó. Se inició un conflicto armado relegado a un segundo término hasta la recuperación de Cataluña, pero entonces era ya demasiado tarde. La derrota española en Villaviciosa precipitaría que. En 1668, siendo Mariana de Austria regente de la Monarquía (Felipe IV había muerto en 1665 y Carlos II era menor de edad), se firmara la paz de Lisboa por la que se reconocía la independencia de Portugal y su imperio colonial.

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Los movimientos secesionistas de 1640 aparte de su gravedad intrínseca (concluida con la separación de Portugal del imperio español) coadyuvaron al desplome definitivo de la Monarquía Católica en su lucha por la hegemonía en Europa.

4. La España de los Austrias menores: la política exterior. El ocaso de la hegemonía de los Habsburgo

Durante el reinado de Felipe III (1598-1621) el pacifismo fue la táctica imperante en lo relativo a la política exterior, dinámica diplomática ya puesta en marcha por el propio Felipe II al final de su reinado (paz de Vervins de 1598 con la Francia de Enrique IV). El agotamiento tras muchos años de cruentas y costosas guerras dio origen a la paz de Londres con Inglaterra (1604), al doble acuerdo matrimonial con Francia tras el asesinato de Enrique IV en 1610, por el que el futuro Felipe IV de España contraía matrimonio con Isabel de Borbón y Luis XIII lo hacia con la infanta española Ana de Austria; y a la firma de la Tregua de los Doce Años con Holanda (1609). El cambio de reinado dio lugar a un giro radical en la política exterior. Felipe IV (1621-1665) y más concretamente su valido, el Conde-duque de Olivares, se propusieron devolver a la Monarquía española el prestigio perdido durante la época de pacificación. El apoyo prestado a la rama alemana de la dinastía de los Habsburgo en la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y el fin de la Tregua de los Doce Años (1621) con los holandeses, iniciaron un largo periodo de conflictos entrecruzados que no culminaría hasta el reinado siguiente. Si en un primer momento la balanza parecía decantarse a favor de los Austrias y prueba de ello son triunfos militares como los de la Montaña Blanca (1620) o Nordlingen (1634) en el conflicto imperial o la toma de la ciudad de Breda (1625) en la guerra contra los holandeses, la entrada de Francia en el conflicto (mayo de 1635) sería decisiva. La diplomacia del cardenal Richelieu había sabido lanzar un enemigo tras otro contra el eje de los Habsburgo para, finalmente, arremeter contra él ya debilitado. Además, se benefició del trauma que para Madrid supusieron los movimientos secesionistas iniciados en 1640. Las derrotas en la batalla naval de Las Dunas (1639) y la de Rocroi (1643) llevaron a la firma de la paz de Westfalia (1648) por la que la Monarquía Católica reconocía definitivamente la independencia de Holanda. Sin embargo, el tratado iba más allá pues suponía la pérdida definitiva de la hegemonía de los Habsburgo en Europa, el fin de la época imperial y el triunfo en Europa de los estados-nación. La guerra con Francia continuó hasta la firma del Tratado de los Pirineos (1659) por el que la Monarquía Católica cedía el Rosellón y la Alta Cerdaña, algunas plazas en los Países Bajos y ventajas comerciales. El acuerdo se sellaba con un enlace matrimonial por el que Luis XIV se casaba con la infanta española María Teresa de Austria (hija de Felipe IV); este enlace, pese a la renuncia de la novia a los derechos de sucesión a la corona hispana, sería la vía de acceso de la dinastía borbónica al trono español. Con Carlos II (1665-1700) continuaron los enfrentamientos con Francia que se saldaron con la pérdida de algunas plazas de los Países Bajos y del Franco-condado en virtud de las paces de Aquisgrán (1668 ), Nimega (1679) y Rijswick (1697). Igualmente, durante su minoría de edad se firmó el Tratado de Lisboa (1668) por el que se reconocía la independencia de Portugal. La muerte del soberano sin descendencia daría origen a la Guerra de Sucesión a la corona española (1700-1714) y al final de la casa de Austria bajo cuyo gobierno la Monarquía había alcanzado las más altas cotas de poder.

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6. Evolución económica y social en el siglo XVII

A partir de la muerte de Felipe II (1598) y hasta los inicios del siglo XVIII se desarrolla un período de nuestra historia que se ha bautizado como de la “decadencia” española (o “crisis del siglo XVII”). El concepto no parece demasiado esclarecedor. La mala imagen del período alcanza su cota máxima en el reinado de Carlos II. En 1700 la Monarquía Católica estaba aún a la cabeza de un enorme imperio cuyo mantenimiento exigía un potencial que excedía con mucho a sus posibilidades materiales. Pero esta situación no era nueva: se había hecho ya patente antes de 1650. El siglo XVII fue, en general, muy negativo en todo Occidente pero en la España los problemas empezaron antes, fueron más profundos y duraron más. Al parecer, en la crisis, cuyas raíces se ahondan en la segunda mitad del siglo XVI, nos encontramos con la funesta convergencia de dos aspectos: los hechos naturales y los fenómenos bélicos. La etapa puede ser dividida en tres secuencias que, en líneas generales, se corresponden con los tres reinados del siglo. 1598-1620 Esta secuencia marca los caracteres básicos de la “decadencia” (aunque tenían precedentes). Ya los contemporáneos empezaron a observarlo como demuestra el desarrollo de la literatura arbitrista. Los arbitrios eran escritos que pretendían detectar los problemas que afligían a la monarquía y ofrecer posibles soluciones. A lo largo del siglo XVI la expansión se había basado en el poderío socioeconómico castellano y éste, a su vez, en tres aspectos:

a) la fuerza demográfica b) la capacidad productiva c) la riqueza ultramarina

Al degradarse los tres simultáneamente empieza a percibirse el declive.

a) La caída de natalidad en las regiones interiores empieza a producirse si bien no muy acusadamente hasta la secuencia siguiente. Pero a ello se añade un creciente desequilibrio en la distribución de la población, como consecuencia del éxodo rural. Las razones de este éxodo deben buscarse en la fuerte presión fiscal sobre la tierra, cada vez más acentuada por el efecto de la propia emigración y la política proganadera del gobierno. La etapa conoció una fuerte emigración a América (alrededor de cinco mil personas al año) y a las ciudades. Por otra parte, a la vez que se perdía natalidad, se incrementaba la mortalidad. Entre 1598 y 1601 se desató una gran epidemia de peste que costó unas seiscientas mil vidas. Como escribió Mateo Alemán en su “Guzmán de Alfarache”: “el hambre que sube de Andalucía enlaza con la peste que baja de Castilla”. También provocaban una intensa mortandad epidemias vinculadas con la crisis de alimentación, sobre todo el tabardillo (tifus) y el garrotillo (difteria), esta última especialmente dañina entre la población infantil. Junto a la caída de la natalidad, la emigración y el incremento de la mortalidad, también tuvo un impacto demográfico negativo la expulsión de los moriscos, como consecuencia de la cual abandonaron el país entre 250.000 y 300.000 personas que dejaron muy despobladas áreas del sur y del este de la península.

b) Como queda apuntado, los pueblos se fueron despoblando (sobre todo en Castilla) con lo que también empezó a caer su producción. Las manufacturas se encontraban sometidas a fuertes gravámenes (impuestos) y ante la contracción de los mercados (los precios empezaron a ser inasequibles para los potenciales compradores) se empezaron a perder ventas. Además, se incrementó la dificultad para encontrar personal cualificado. El éxodo a la ciudad se compuso mayoritariamente de mendigos e individuos deseosos de obtener un cargo

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funcionarial. Por si algo faltara, la capacidad inversora se debilitó pues parte de la banca nacional se vio perjudicada por la morosidad de la Monarquía.

c) Entre 1590 y 1620 la llegada de metales preciosos provenientes de América (oro y plata) experimentó un descenso de un 15% aproximadamente.

En estas condiciones, la dependencia del exterior (tanto en productos industriales como en inversión o, incluso a veces, en productos de primera necesidad) era muy acusada. Era necesario, como apuntaban los arbitristas, modificar la situación. Cuando el Conde-duque de Olivares lo intentara, a comienzos de los años veinte y del reinado de Felipe IV, se le cruzaría por medio un problema gigantesco y prioritario: la lucha por la hegemonía mundial. 1620-1670 A pesar de los problemas apuntados, la Monarquía era, en 1620, la primera potencia mundial. Es la época de la llamada “Pax hispanica”. Sin embargo, se ve obligada a involucrarse en las luchas de Alemania (que desembocan en la Guerra de los Treinta Años) así como a romper la tregua sostenida desde 1609 con los holandeses. De este modo, un imperio debilitado se veía obligado a demostrar que aún era lo suficientemente fuerte como para mantener la hegemonía. El intento multiplicó los efectos de la crisis y haría desplomarse al sistema. A lo largo de la secuencia pueden dividirse dos etapas: 1ª 1620-1648: intento de reforma de Olivares y sus consecuencias inmediatas. 2ª 1648-1670: estado de resignación ante el fracaso previo. 1ª) El Conde-duque de Olivares se encontró con una Monarquía poco productiva y que aumentaba sus gastos. Siempre se había recurrido a la capacidad castellana pero ¿podía aguantar más Castilla? Entre 1630 y 1660 conoció el reino lo más bajos índices de natalidad desde 1500. La despoblación se veía agravada pues todos los factores apuntados para la secuencia anterior continúan y se agravan. La emigración, por ejemplo, aumenta como consecuencia del reclutamiento de tropas (unos 12.000 hombres aproximadamente pérdida anual de promedio desde 1618 a 1659). La producción manufacturera decae aún más: menos operarios y precios en alza cada vez más inalcanzables para la población. Por su parte, el flujo metalífero americano cae, de 1621-25 a 1646-50 en un 60%. Los recursos eran cada vez menores y, sin embargo, los gastos, con la vuelta a la guerra, se multiplican. De 1620 a 1621 el presupuesto del ejército aumentó en más de un 130% y el de la armada algo más del 100%. Habría que buscar soluciones para encontrar más recursos financieros: uno sería la alteración monetaria con la entrada en circulación de moneda de vellón (cobre). Ello produjo algún beneficio inicial pero provocó un galopante crecimiento de la inflación especialmente sensible a mediados de siglo. Otro sería la venta de vasallos, es decir la venta por la corona de señoríos de realengo. A pesar de estas medidas extraordinarias no era suficiente. La Corona de Castilla clamaba por una mayor colaboración de los otros reinos integrantes de la Monarquía. Un poema, atribuido a Francisco de Quevedo, expresaba este sentimiento: “En Navarra y Aragón No hay quien tribute un real Cataluña y Portugal

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Son de la misma opinión Sólo Castilla y León Y el noble reino andaluz Llevan a cuestas la cruz” El gobierno del conde-duque intentaría promover este deseo de equiparación mediante el proyecto de la Unión de Armas (1626). Pero este proyecto contaría con dos grandes problemas: uno institucional y otro económico. Institucional porque obligaba a alterar el ordenamiento constitucional de los reinos de la Monarquía y económico porque presuponía que la situación económica de los reinos no castellanos de la Monarquía era mucho mejor de la real. Las consecuencias fueron desastrosas: la reforma fracasó y en su intento de aplicación suscitó el malestar que desencadenó los movimientos secesionistas de 1640: sublevaciones de Cataluña y Portugal y, a lo largo de la década, en Aragón, Nápoles, Sicilia… En estas condiciones, el empeño por sostener la supremacía en Europa se desplomó: los tratados de Westfalia (1648) y de los Pirineos (1659) sellaron la pérdida de la hegemonía de España en Europa. 2ª) En los años posteriores a la derrota en Europa, la situación resulta desoladora: ni un solo indicador demográfico, social o económico experimentó mejoría alguna. Además la crisis se intensifica en la periferia peninsular: Aragón y Andalucía intensifican su declive. Se produce un descenso de la actividad comercial y el máximo declive en los ingresos metalíferos provenientes de América (los ingresos por oro y plata entre 1650 y 1660 son tan solo un 17% de los registrados entre 1590 y 1600 y menos de la mitad de los de la década 1640-1650). El agotamiento había llegado al límite. Las guerras portuguesas, la reconquista de Cataluña y la guerra contra Inglaterra se llevaron los últimos recursos. La Monarquía estaba exhausta: la peste de 1647-54 fue el corolario de tanta adversidad. Su principal víctima fue la mayor ciudad de aquella España: Sevilla. La crisis, en su extrema gravedad, se mantuvo hasta la década de 1670. Se iniciaba el reinado del último monarca de la casa de Austria, Carlos II. Aunque la mejoría tardaría mucho en percibirse en la vida cotidiana, estructuralmente, lo peor de la crisis había pasado ya. 1670-1700 Durante mucho tiempo, estas últimas décadas del siglo XVII han sido consideradas como las del más profundo debilitamiento de la sociedad hispana. Incluso Sánchez Albornoz calificó al periodo como de “España al garete”. Sin embargo, los estudios de los últimos años han venido a rechazar esta idea. En cualquier caso, la tímida mejoría experimentada durante esta etapa no supuso la recuperación del papel de potencia europea. A lo largo de las últimas décadas del siglo los índices de natalidad empezaron a recuperarse suavemente, si bien conocieron una profunda merma en el periodo 1680-89, lo que llevó a los historiadores a ver en esta crisis coyuntural el momento más crítico de la crisis estructural. La agricultura continuó presentando multitud de problemas aunque el ligero aumento de la población estimuló algo la producción agraria, mejorando modestamente los rendimientos. Esta mejoría fue algo más temprana e intensa en la periferia peninsular que en la Meseta. También la industria conoció modestos avances, sobre todo en Cataluña y el País Vasco. Se inició una cierta política de fomento oficial a partir de la creación, en 1679, de la Junta de Comercio. Por su parte, el flujo metalífero se recuperó notablemente. En algunos quinquenios se alcanzaron ingresos similares a los de máxima entrada del siglo XVI.

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A estos factores de mejora hay que unir el esfuerzo gubernamental por estabilizar el valor de la moneda que había perdido, desde mediados de siglo, toda confianza. En esta línea se produjo la deflación del vellón en 1680 y la devaluación de la moneda de plata en 1686. A corto plazo, ambas medidas resultaron duras para la economía cotidiana pero serían saludables a medio y largo plazo. Con ellas, la actividad financiera cobraría paulatinamente confianza aumentando la fluidez comercial. Todo ello se vio muy beneficiado, además, por el drástico descenso de los gastos presupuestarios del Estado debido al fin de las guerras por la hegemonía europea. Pero todo este cuadro de modesta recuperación quedó, en cierta medida, camuflado por la crisis de 1676-1686. Se trata, sobre todo, de una crisis de subsistencias como consecuencia de diversas catástrofes naturales concatenadas (sequías, inundaciones…). Perjudicó seriamente a la producción agraria y coincidió con las citadas medidas monetarias del gobierno. La recuperación, ya de por sí lenta, lo sería aún más pero, aunque las gentes no pudieran ser conscientes de ello, lo peor había era ya historia. El espectacular impacto de la crisis económica condicionó notablemente la evolución de la sociedad española durante la centuria barroca. En buena medida, el siglo XVII marca una cierta vuelta de la alta nobleza al control del poder político. No se discute la monarquía absoluta, persuadidos del interés mutuo, pero el poder de la nobleza aumentó. Sin embargo, en muchos casos, sus patrimonios se fueron socavando. La crisis agraria golpeó fuertemente a su principal fuente de riqueza: la tierra. Por otra parte, la ostentación de la que se rodeaban era en extremo costosa. En resumen, la nobleza no se encontraba políticamente en decadencia aunque sí económicamente en muchos casos. La grupos burgueses, ya reducidos en sus mejores momentos del siglo XVI, lo son aún más a lo largo del XVII. Ahora la tendencia a ennoblecerse aumenta y con ello el afán de seguir la dinámica socio-económica de la nobleza, con su escaso interés por la inversión y su empeño por los gastos suntuarios. El común, las clases más humildes se convirtieron, como no podía ser de otro modo, en las principales víctimas de la crisis. Fenómenos como el bandolerismo o la mendicidad alcanzaron cotas muy elevadas. En general se agravó la pobreza tanto en las zonas rurales como en las urbanas. Atención especial merece el clero, Éste aumentó su número de manera alarmante (tal es así que la Corona tuvo que regular el acceso al mismo con muy desigual éxito según los casos). La razón estriba en su inmunidad, el religioso estaba exento de quintas y levas y, sobre todo, de tributación. Esta exención, en una época de intensa pobreza y fuerte presión fiscal se convirtió en una panacea deseada por muchos. La mayor o menor vocación religiosa se convertía en algo secundario.

6. Mentalidad y cultura en el Siglo de Oro

A medida que avanzaba el siglo XVII se fue haciendo patente la sensación de decadencia. Un hálito de desengaño empezó a invadir el espíritu de sus pensadores: Quevedo y Gracíán son las principales figuras del sentimiento pesimista que impregnó el barroco español. Se empezaba a percibir cuál había sido el precio pagado por el mantenimiento de la ortodoxia conservadora: la decadencia económica y científica, el aislamiento de España. A lo largo de los siglos XVI y XVII España no dio ningún nombre brillante en Física ni en Matemáticas pero fueron numerosos los cosmógrafos, geógrafos y

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naturalistas. En Medicina, el único nombre destacado es el de Miguel Servet, descubridor de la circulación pulmonar de la sangre. Sin embargo, en las ciencias humanas encontramos numerosos autores destacados, especialmente en Teología, Derecho y Política. El Derecho natural recibió un fuerte impulso a consecuencia de la problemática suscitada por la relación con los indios en el Nuevo Continente. Destaca en este campo el dominico Francisco de Vitoria. También se discutió acerca del origen, naturaleza y límites del poder político (frente a los defensores del absolutismo regio se situaron los teólogos escolásticos que defendían la idea del pacto entre el monarca y sus súbditos). En la literatura, los dos estilos representativos del Barroco español son el conceptismo y el culteranismo, Mientras el primero (Quevedo) pretende empujar al lector hacia la reflexión, el culterano (Góngora) se evade de la realidad circundante por medio de lo ornamental. El teatro adquirió, gracias a la labor de autores como Lope de Vega o Calderón de la Barca, unas formas características muy en consonancia con la estética barroca: mezcla de lo popular y lo culto, mezcla de lo trágico y lo cómico. En cuanto a las artes plásticas, que habían iniciado su época de esplendor a mediados del siglo XVI, se engrandeció hasta alcanzar su cénit a mediados del siglo XVII. Arquitectos como Gómez de Mora o los Churriguera, escultores como Gregorio Fernández o Martínez Montañés o pintores como Ribera, Zurbarán, Velázquez, Alonso Cano, Murillo o Valdés Leal lo demuestran con sus obras.

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UNIDAD DIDÁCTICA VIII: EL SIGLO XVIII. LOS PRIMEROS BORBONES

1. La Guerra de Sucesión y el sistema de Utrecht

El testamento de Carlos II estuvo determinado por el afán por salvaguardar la integridad territorial de la Monarquía Católica. Esta es la razón que subyace en su decisión de convertir en su heredero a Felipe de Borbón, duque de Anjou y nieto de Luis XIV. En principio, Europa (con la excepción de la rama austriaca de los Habsburgo) aceptó la sucesión. En realidad, la guerra fue provocada por el recelo de las potencias aliadas al posible enlace Francia-España en una sola persona y al control por Versalles del gran mercado americano (algo que Luis XIV no hizo sino agravar). En 1702, la Gran Alianza de la Haya, encabezada por Inglaterra, Austria y Holanda, declaraba la guerra al eje borbónico Versalles-Madrid. Frente a Felipe V presentaba su candidatura al trono español el hijo del emperador José I, el archiduque Carlos de Austria. La guerra tendría un doble perfil, peninsular y continental que, paradójicamente, concluiría con resultado inverso: mientras en Europa, la Alianza acabó imponiéndose al bloque borbónico, en la península, las tropas al servicio de Felipe V se impusieron a los austracistas asegurándole el trono. Ciñéndonos a la península, los hechos bélicos de la Guerra de Sucesión no tiene gran trascendencia hasta 1704. Este año una escuadra aliada recorrió la costa mediterránea esperando provocar un levantamiento a favor del archiduque, sorprendiendo a la plaza de Gibraltar (2 de agosto). Lo que parecía no ser más que un mero lance de la guerra se convertiría en uno de los hechos más decisivos de la historia moderna de España: desde entonces aquel enclave se encuentra bajo soberanía británica. En 1705 el país comenzó a sufrir realmente los efectos de la contienda. El dominio marítimo de los aliados empezó a dar sus frutos. Valencia y Cataluña tomaron, mayoritariamente, el partido austracista. La casi totalidad del reino de Aragón siguió este camino. Al año siguiente, Felipe V parecía tener perdida la guerra. Los angloportugueses avanzaron por Extremadura y Carlos III (como ya había sido proclamado el archiduque) entró en Madrid. En este crítico momento, el apoyo castellano salvó a la causa borbónica. La victoria decisiva tuvo lugar en Almansa (abril de 1707) fruto de la cual fue la liberación del centro y del Levante. Felipe V se consideró lo suficientemente seguro para decretar (29 de junio de 1707) la abolición de los fueros de los reinos de Valencia y Aragón, medida que intensificaría la resistencia catalana. Cuando la guerra parecía prácticamente decidida sobrevino la gravísima crisis de 1709, el “gran invierno” que asoló Francia y el interior de España. Luis XIV se vio obligado a retirar el apoyo militar a su nieto (ante el ataque aliado al propio territorio francés). Felipe V quedó aislado, lo que se tradujo en los reveses militares de 1710. Aragón fue reconquistado por los aliados y Felipe se retiró a Valladolid: el archiduque entró por segunda vez en Madrid. En el momento en que la causa borbónica parecía más desesperada dos hechos restablecieron la situación a su favor: por un lado, el nuevo esfuerzo castellano que se tradujo a fines de 1710 en la doble victoria de Brihuega y Villaviciosa (diciembre) que abrían el camino de Aragón. Por otro lado, la muerte de José I (abril de 1711), con los que el archiduque Carlos pasaba a convertirse en Carlos VI de Austria y, caso de triunfar en España, podría rehacer el Imperio de Carlos V en el siglo XVI, lo que naturalmente ya no interesaba a sus aliados Holanda e Inglaterra.

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En estas circunstancias, la resistencia proaustriaca quedó reducida a Cataluña, donde se había asentado el archiduque. Tanto Inglaterra como Austria trataron de buscar una paz negociada para Cataluña pero Felipe V se mostró inflexible. Por fin la resistencia catalana se redujo a la ciudad de Barcelona que aguantó hasta el 11 de septiembre de 1714. Mientras en España concluía la guerra, se desarrollaron en la ciudad holandesa de Utrecht las negociaciones de paz. El resultado final, la llamada “paz o sistema de Utrecht” es un conjunto de once tratados que regularon no ya sólo la sucesión española (motivo que había desencadenado el conflicto) sino también otras muchas cuestiones de la política europea. Francia, aunque militarmente vencida, consiguió ver su objetivo satisfecho: la permanencia de Felipe V como rey de España. Austria recibió por ello dos importantes compensaciones (aunque, no obstante, no reconocería a Felipe como rey): los Países Bajos y el ducado de Milán y la isla de Cerdeña (que luego trocó por Sicilia). La potencia más beneficiada fue Inglaterra, auténtico árbitro de las negociaciones y alma de su orientación final. Su supremacía naval quedó consagrada en Utrecht. Controlaba Terranova, Gibraltar y Menorca y se aseguraba el monopolio del Asiento de negros en la América española, es decir el contrato para enviar esclavos africanos (para lo cual obtuvo también a costa de España otro importante privilegio, el llamado Navio de permiso, en virtud del cual podría enviar una nave anual de quinientas toneladas para comerciar en los puertos americanos). Tanto Asiento como Navío servirían como base legal para un amplísimo contrabando que burlaría el monopolio comercial español con sus Indias.

2. El cambio dinástico en el siglo XVIII. Las reformas internas La Guerra de Sucesión fue, desde una visión global de la política internacional, el último choque de las potencias occidentales contra el hegemonismo francés de Luis XIV. El cómo este fenómeno, particularizado en la península, se convirtió en una guerra civil, es algo de difícil interpretación. Podría pensarse, a simple vista, que el apoyo castellano a la causa borbónica y el de la Corona de Aragón (sobre todo catalán) a la austriaca era el fruto de una insolidaridad, de una falta de cohesión de los intereses nacionales. Sin embargo, en modo alguno se aprecia en los países forales intención alguna de desligarse de Castilla. Tampoco era un problema foral el que se dilucidaba puesto que los fueron ya habían sido jurados en Cortes por Felipe V. Los verdaderos motivos de la dispar actitud eran las muy diferentes experiencias vividas en los últimos años. Para Castilla, el siglo XVII y sus rectores habían sido desastrosos fruto de la debilidad gubernamental, algo que se entendía que había favorecido la prosperidad de los países forales (durante el reinado de Carlos II). En general, en Castilla, el apoyo a la causa borbónica fue unánime, no así en la Corona de Aragón hacia el archiduque, donde muchos de los partidarios austracistas lo eran más por razones de protesta antifeudal que estrictamente políticas (sobre todo en el reino de Valencia). Paralelamente al desarrollo de la guerra, el bando borbónico, a la postre el vencedor, fue cimentando el poder del Estado. El pretexto de la oposición de la Corona de Aragón a Felipe V sirvió para eliminar los fueros de sus reinos. El 29 de junio de 1707 promulgó el rey el primer decreto en este sentido aboliendo los fueros de los reinos de Valencia y Aragón. En el preliminar del decreto se señalan los motivos que le llevaron a tomar esta medida:

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- su deseo de unificar a todos los reinos españoles con las leyes castellanas. - El dominio absoluto que poseía sobre los reinos de Aragón y Valencia. - La rebelión que, llevada a cabo en contra de su causa, debía ser castigada. La Nueva Planta se fundamentó en el equilibrio de tres poderes, el militar, el gubernativo-judicial y el financiero, representados, respectivamente, por la Capitanía General, la Chancillería y la Superintendencia. Se introdujo un nuevo impuesto, que venía a aumentar la presión fiscal. En el caso valenciano se conoció como equivalente; en Aragón, única contribución. En cuanto a los municipios se introdujeron los regidores castellanos. Años más tarde (ya acabada la guerra) se introdujeron sendos decretos que abolían los fueros del reino de Mallorca (noviembre de 1715) y del Principado de Cataluña (15 de enero de 1716). También aquí se introdujeron los regidores (que, entre otras funciones, velarían por la supresión pública del uso de la lengua catalana) y los nuevos impuestos (talla para Mallorca y catastro para Cataluña). Estos impuestos, inicialmente lesivos como carga fiscal suplementaria, se irían haciendo con el paso del tiempo más suaves al mantenerse inalterable la base sobre la que se hacía el cálculo anual del reparto, factor progresivo de desgravación fiscal. Los órganos de la administración central también fueron reformados. Se suprimieron los Consejos territoriales (salvo el de Castilla que pasó a convertirse en un órgano consultivo que actuaba a modo de Tribunal Supremo de Justicia). Se crearon igualmente las secretarías de estado y de despacho, antecedentes de los ministerios para Estado, Guerra, Marina e Indias, Hacienda y Gracia y Justicia. Los Consejos homónimos no desaparecieron pero las cuestiones más urgentes pasaron a ser resueltas por los nuevos secretarios de estado, en contacto directo con el rey.

3. La práctica del Despotismo Ilustrado: Carlos III

Carlos III fue proclamado rey de España en 1759 contando con una larga experiencia de gobierno pues desde 1735 había ejercido como soberano de Nápoles. Llevó a cabo tanto allí como luego en España un amplio programa de reformas gracias a la aplicación del llamado “Despotismo ilustrado”, ese absolutismo benefactor que se apropió de buena parte de los monarcas europeos durante la segunda mitad del siglo XVIII con su lema “todo para el pueblo pero sin el pueblo” y cuyos objetivos prioritarios eran la educación, la cultura y la economía.

Dos etapas dividieron su reinado en España. La primera, en la que destacan ministros de procedencia italiana como Esquilache o Grimaldi, puso en marcha y a buen ritmo un ambicioso programa reformista frustrado en buena medida como consecuencia del llamado Motín de Esquilache (marzo, 1766) motivado por diversas causas (como la abolición de la tasa de grano, es decir del precio máximo que podía alcanzar o el cambio de indumentaria, con el recorte de las capas y de las alas de los sombreros) pero con instigación de sectores nobiliarios y eclesiásticos. Se acusó a los jesuitas que fueron, como consecuencia, expulsados de los territorios españoles. La segunda etapa, dominada por ministros españoles, como el conde de Aranda o el marqués de Floridablanca, mantuvo una tónica reformista si bien más moderada y paulatina en su aplicación lo que supuso la desaparición de resistencias entre algunos sectores de la nobleza o del clero.

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Se intentó reorganizar el sistema educativo con la finalidad de acabar con el atraso del país; se dignificaron todos los oficios para poner fin a la ancestral idea de que las profesiones manuales eran propias de plebeyos. Igualmente, se llevó a cabo un amplio programa de reformas de naturaleza económica en los distintos sectores productivos: En agricultura se procedió al reparto de tierras comunales en Extremadura, a la repoblación de Sierra Morena, la reducción de algunos privilegios de los ganaderos de la Mesta y algunas obras de regadíos (tales como el Canal Imperial de Aragón o el Canal de Castilla). Para fomentar el desarrollo de la industria se rompió el monopolio de los gremios en 1772; se establecieron, con escaso éxito, nuevas Fábricas reales (empresas de iniciativa pública que perseguían animar a la inversión industrial privada). A nivel comercial se adoptaron medidas tendentes a crear un mercado nacional como la mejora de la red de comunicaciones o la supresión de aduanas interiores. Un decreto de 1778 estableció la liberalización del comercio con América para todos los puertos españoles y americanos, acabando con el monopolio ostentado hasta entonces por la Casa de Contratación. En el terreno financiero se estableció el Banco de San Carlos, precedente del futuro Banco de España. No obstante, muchos de estos ambiciosos proyectos tenían ciertos precedentes importantes. Por otro lado, algunos de ellos escasamente superaron el estadio teórico y los realmente aplicados, en la mayor parte de los casos, no cubrieron plenamente todos sus objetivos.

4. La evolución de la política exterior española durante el siglo XVIII

La diplomacia del siglo XVIII viene determinada, al menos en el ámbito occidental y ultramarino, por el enfrentamiento por la hegemonía entre Gran Bretaña y Francia, enfrentamiento que se desarrollaría entre 1689 y 1815. No obstante, esta cronología no responde bien al papel desempeñado por España, ni en sus orígenes ni en su conclusión. Más adecuado nos parece, para este objetivo, plantearnos el “ciclo corto” de la pugna francobritánica, comprendido entre 1715 y 1789. En él la política exterior hispana muestra una cierta unidad, a la vez que se inscribe en un sistema diplomático, el del “balance of powers”, que será transformado a partir de la Revolución Francesa y la eclosión de los sentimientos nacionalistas. La cronología de partida indica a la paz de Utrecht como referencia. La guerra de Sucesión a la corona española se saldó precisamente con aquello que Carlos II trató de evitar con su testamento: la desmembración de la Monarquía Católica. En virtud de los diversos tratados concluidos entre 1713 y 1715 en Utrecht y Rastatt, Felipe V se aseguró la corona y con ello la instauración de la dinastía borbónica en el trono español, pero hubo de pagar por ello un alto precio: la pérdida de los territorios italianos y flamencos de la Monarquía (que pasaron, en su mayoría, al Imperio austriaco) así como la entrega de Gibraltar y Menorca a Gran Bretaña. Esta última concesión iría unida a la de los privilegios comerciales del Asiento de negros y del Navío de permiso que, legalmente, venían a fracturar el viejo monopolio castellano sobre el comercio indiano. Con estas condiciones, la monarquía española, con una nueva realidad geoestratégica, podía optar por seguir dos caminos: o bien asumir el dictado de Utrecht o, por el contrario, tratar de denunciarlo en función de sus posibilidades. De entrada podemos concluir que España (y el contencioso acerca de Gibraltar permite demostrarlo aún en la actualidad) nunca optaría por la primera vía. Elegiría, desde

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el principio, la segunda, si bien, a lo largo del siglo, ésta conocería una notable evolución, determinada por el cambio en el objetivo prioritario de la denuncia. Si hasta finales de la década de los treinta el centro de las reclamaciones se sitúa en Italia (básicamente pues en la denuncia de las estipulaciones del tratado de Rastatt), por lo que ha podido hablarse de “irredentismo mediterráneo”, a partir de entonces, paulatinamente, va cambiando el núcleo en el que cercenar las condiciones de la paz (ahora centrado en lo acordado en los tratados de Utrecht). A partir de la gestión de José Patiño, serán los intereses ultramarinos y americanos los prioritarios y, por tanto, no Austria sino Gran Bretaña el rival central. Se iniciaba así el denominado “realismo” de nuestra diplomacia dieciochesca, esencialmente vigente hasta 1789, incluso hasta 1793 o, en último término, hasta el 2 de mayo de 1808. Esta división bipartita de la política exterior española del siglo XVIII es la tradicional. En cualquier caso, tal distinción sólo contempla el horizonte de los objetivos y no tanto el de los recursos con que intentar satisfacerlos. Por ello creemos conveniente introducir un matiz, presente en algunos tramos de la diplomacia ilustrada hispana: la compatibilidad de una diplomacia activa con un reformismo interior que, mutuamente, se alimentaran. Sea como fuere, en 1715 la monarquía inició una diplomacia reivindicativa. Podría sorprender esta agresividad luego de la depresión barroca y con una guerra civil recién concluida. No obstante, aquella crisis había empezado a superarse antes de lo que parecía y el reformismo impuesto para hacer frente a las urgencias de la contienda había introducido cierta racionalidad administrativa. Además, la guerra no había afectado gravemente al tejido productivo a la vez que se asistía a una sensible recuperación del flujo metalífero proveniente de América. Sobre esta sorprendente fortaleza la monarquía puso en marcha su política irredentista o revisionista. Sus grandes protagonistas serían la reina, Isabel de Farnesio y su hombre de confianza en estos primeros años, el abate Julio Alberoni. Mucho se ha escrito, a partir de esta realidad, si el irredentismo respondía a un horizonte diplomático objetivo de la diplomacia española o, por el contrario, tan sólo a los anhelos personales de la reina italiana y a los sueño protonacionalistas del abate. Que la política italiana había sido parte esencial de la diplomacia hispana anterior es un hecho, incluso de la del propio Felipe V (como demuestran sus dos matrimonios italianos). Pero, aceptado esto, debe reconocerse que desde 1715 y al menos hasta 1728, los intereses españoles en Italia, aun siendo auténticamente nacionales en su origen, se revistieron de un protagonismo excesivo, por dos razones: por que suponían un menor esfuerzo en otros intereses internacionales vitales para la monarquía (el comercio ultramarino, América…) y por que detraían un volumen de recursos que ralentizarían el programa de reformismo regenerador de la península. Con Alberoni se aplicaría un primer revisionismo, caracterizado por su fuerte agresividad y su final soledad diplomática, defectos estos que parece no deben imputarse tanto al abate como a la impaciencia de los monarcas. Las iniciales recuperaciones de Cerdeña primero (1717) y Sicilia después (1718) fueron drásticamente respondidas por la Armada británica en lo militar y por la Cuádruple Alianza (Austria, Gran Bretaña, Holanda y Francia) en lo diplomático. La negativa del rey a aceptar el ultimátum de ésta hizo inevitable la guerra. Finalmente, España vio su territorio invadido, hubo de evacuar las islas ocupadas y exonerar a Alberoni. No obstante, Madrid arrancó un reconocimiento anglofrancés de los derechos del príncipe D. Carlos (el futuro Carlos III) sobre los ducados de Toscaza, Parma y Plasencia que serviría de plataforma desde la que seguir reivindicando cambios en el mapa itálico. Precisamente las dilaciones de Londres y Versalles en el cumplimiento de su compromiso llevaron a la monarquía a un nuevo y alambicado proyecto diplomático: la negociación directa con el Imperio en Viena a través del barón de Ripperdá, auténtica misión imposible dada la desproporción entre lo

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reclamado y lo ofrecido así como por la reprochable conducta del barón, excediendo el margen de maniobra de sus instrucciones. Caído Ripperdá, aún se mantendría durante algún tiempo la opción de la alianza austriaca pero, disuadido Madrid del desinterés de Viena, reorientaría su demanda hacia el apoyo de Gran Bretaña y Francia como evidencia la Convención del Pardo (1728). Hasta ahora los afanes hispanos de recuperación en Italia sólo habían cosechado fracasos, obligando a un cambio notable en la acción exterior que le infundiera una mayor practicidad. El Tratado de Sevilla (1729) concluido con Francia y Gran Bretaña supone, en este sentido, un hito: era un primer eslabón del “realismo” político, que intentaba volver la mirada hacia los intereses indianos y oceánicos, en los años anteriores descuidados. La nueva aproximación a Londres y a través de éste, a Viena, ya con Patiño como responsable de la diplomacia, hizo posible el primer fruto tangible de la diplomacia dieciochesca: la presencia de D. Carlos en Italia para gobernar sobre Toscana, Parma y Plasencia (Tercer tratado de Viena, 1731). Lo no conseguido en 1718, ni en 1727, se alcanza ahora: reaparecer en la política italiana. La presencia en Italia propició la entrada de España en la guerra de Sucesión de Polonia y la aproximación a Francia consagrada por el Primer Pacto de Familia (1733). Las campañas militares permitieron ocupar Nápoles y Sicilia, a la postre convertidos en el Reino de las Dos Sicilias, monarquía para D. Carlos. Pero la firma de la paz separada por Francia obligó, en virtud de la Paz de Viena (1738), a ceder los derechos sobre Toscana, Parma y Plasencia. Para Patiño era un serio revés por que, además, el nuevo mapa europeo, al aislar diplomáticamente a Gran Bretaña, la empujaba, como salida natural, al choque contra España, algo a lo que también coadyuvaba el creciente rigor hispano en la defensa de sus intereses coloniales. En 1739 la guerra que Patiño había temido (murió en 1736) estalló. Para grata sorpresa de Londres, al inicio de la guerra de la “oreja de Jenkins” la diplomacia hispana (ahora dirigida por el marqués de Villarias) no contaba con el apoyo diplomático y militar francés. La soledad española y los éxitos británicos (como la toma de Portobello, 1739) cubrieron al gobierno británico de optimismo e hicieron reconsiderar su posición a Francia. La coyuntura se oscurecía para Gran Bretaña cuando, a la muerte del emperador de Austria Carlos VI en 1740, la guerra se mezcló con la de Sucesión de Austria. El “realismo” se desorientó al volver a convertirse Italia en el escenario central. Francia y España reafirmaron su alianza (Segundo Pacto de Familia, 1743) pero Versalles la volvería a dislocar como consecuencia de su aproximación al enemigo saboyano. Con la guerra en marcha y sumidos en el recelo ante la conducta gala murió Felipe V (1746). Con el cambio en el trono se suscitaron nuevas expectativas en política exterior. Fernando VI mostró desde el principio sus deseos de paz pero también de salir airoso de la guerra, es decir, logrando para su hermanastro D. Felipe un establecimiento digno en Italia. El nuevo canciller José de Carvajal intentaría alcanzar una paz separada en la que los intereses prioritarios ya no serían los italianos (como la marcha de la guerra había marcado en los últimos años) sino los indianos y marítimos. Al no prosperar este objetivo sería Francia quien, en 1748, como antes en 1735, alcanzara la paz separada con las potencias marítimas, imponiéndola a su aliado español. La Paz de Aquisgrán (1748) indignó a los políticos españoles: no se recuperaba Gibraltar y el establecimiento obtenido para D. Felipe (Parma, Plasencia y Guastalla) era modesto. Pero lo más espinoso de todo era el mantenimiento de los aborrecidos privilegios comerciales británicos en América: el Asiento y el Navío. Carvajal actuó enérgicamente ante Versalles logrando, al final, limitar su duración al tiempo pendiente de cumplir al comienzo de la guerra.

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Al menos el país alcanzaba la paz y podía iniciar una diplomacia conciliadora tendente a dotarlo de una paz estable, necesaria para el preciso reformismo regenerador. Es éste el objetivo de la diplomacia de Carvajal, apoyar desde la acción exterior la paz que fortaleciera la Monarquía, intentando “neutralizar” ámbitos que pudieran ser conflictivos para España ante un nuevo estallido bélico internacional: en esta línea se inscriben el acuerdo con Portugal para la delimitación de fronteras en América y el suscrito con Gran Bretaña, con la definitiva supresión del Asiento y el Navío, ambos firmados en 1750, o el tratado de 1752, cerrado con Saboya y Austria para “neutralizar” Italia. Para cuando el nuevo conflicto internacional, la guerra de los Siete Años, estalló, ni Carvajal ni su colega, Ensenada, estaban ya en el gobierno y la “neutralidad fernandina” con tanta tenacidad mantenida se fue desvirtuando. Es cierto que con Wall al frente de la diplomacia se mantuvo al país en paz pero el reformismo regenerador que el tándem Ensenada-Carvajal había alentado se paralizó. Aquella diplomacia activa dio paso a un proceso de aislamiento, agravado por la enfermedad del rey hasta su desaparición (1759) en el momento decisivo de la guerra. Carlos III se convertía en rey de España en un momento diplomáticamente crítico. Intentaría mantener la neutralidad hispana pero era consciente de que el expansionismo británico había roto, con un triunfo aplastante sobre los franceses en Canadá, el equilibrio de poder atlántico y americano. Parecía políticamente preciso ir a la guerra pero ni se había mantenido el esfuerzo interno para llegar a ella en las mejores condiciones ni fue aquel (1762) el momento más oportuno cuando el triunfo británico era ya irreversible. Las derrotas (pérdida de La Habana y Manila) demostraron la fragilidad del sistema defensivo y la necesidad de retomar el impulso reformista interior. Para entrar en el conflicto, la Monarquía había cerrado una nueva alianza con Francia, el Tercer Pacto de Familia (1761) por lo que las monarquías borbónicas accedieron unidas a la Paz de París (1763). Para recuperar La Habana y Manila hubo de cederse Florida a Gran Bretaña, compensando por ello Francia a España con la entrega de la Louisiana. Los años posteriores vieron mantenerse la alianza francohispana aunque algún incidente como la crisis de las Malvinas (1770) evidenciara que no se hallaba establecida en pie de igualdad. De la condición de gregaria de Francia pretendería sacar a la diplomacia española desde 1777 el marqués de Floridablanca, retomando una política exterior más nacional (en la línea de la diplomacia del primer gabinete fernandino) que fuera aparejada con el citado impulso reformista. La ocasión para manifestarlo vendría dada por la Guerra de la Independencia norteamericana. Dados los diferentes intereses de los aliados borbónicos (España con una fuerte presencia en Norteamérica y Francia despojada de su presencia allí), Madrid apoyó a los colonos solapadamente y sólo entró en guerra con Gran Bretaña en 1778, fracasado todo intento de mediación, luego de que lo hiciera Francia. La colaboración hispana en la independencia estadounidense resultaría más significativa de lo que la historiografía ha venido atribuyéndole. La política de Floridablanca alcanza cierto éxito territorial con la Paz de Versalles (1783) que pone punto final a la guerra norteamericana. Se recuperaban Menorca, Florida y Honduras. Era la paz más positiva para la Monarquía desde hacía mucho tiempo pero, además de perpetuar la frustración de Gibraltar, abría muchas incertidumbres que los inmediatos tiempos revolucionarios habrían de desarrollar. El intento de Floridablanca por conservar el “statu quo” internacional derivado de la paz de 1783 se vería, desde 1789, reducido a la nada ante la enorme convulsión suscitada por la revolución en Francia.

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Se cerraba toda una época y el balance resulta un tanto ambiguo: la diplomacia española del siglo XVIII había sabido sobreponerse y, al menos territorialmente, la situación en 1789 era, con claridad, más favorable que la de 1715. No obstante, el grado de éxito o fracaso diplomático se vincula claramente con la vitalidad del Estado al que sirve y ello nos sitúa, para nuestro siglo ilustrado, ante los límites y contradicciones del Antiguo Régimen.

5. La Ilustración en España

Las ideas ilustradas llegaron a España a lo largo de la primera mitad del siglo XVIII procedentes, sobre todo, de Gran Bretaña y Francia. La confianza en la razón, el espíritu crítico, el afán de progreso, la importancia del estudio científico y la educación fueron los aspectos más destacados que las caracterizaban. Los ilustrados españoles fueron un grupo minoritario dentro de la sociedad integrado por nobles, funcionarios, burgueses y clérigos que reflexionaron acerca de los problemas que asolaban a la nación y propusieron soluciones para superar el atraso en el que vivía el país. Pretendían reformar la economía y el sistema educativo, criticaron algunos aspectos de la realidad social y mostraron interés por las ideas políticas del liberalismo aunque sin aspiraciones revolucionarias. Su afán reformista chocó con los intereses de la Iglesia y de gran parte de la nobleza que se enfrentaron con tenacidad a sus programas. En la primera mitad del siglo XVIII destacó la figura del padre Benito Feijoo quien combatió (en obras como el Teatro crítico o las Cartas eruditas) la superstición e informó acerca de las novedades científicas y Gregorio Mayans, humanista, fundador de la historia de la lengua y la literatura española. Pero fue en la segunda mitad del siglo cuando la Ilustración alcanzó su apogeo. Sus ministros, Campomanes, Aranda o Floridablanca trataron de elevar el nivel económico y cultural del país. Hombres como Jovellanos, Cabarrús o Capmany son muestra de la asimilación en España de las corrientes fisiocráticas y liberales. Se crearon la Sociedades Económicas de Amigos del País, con objeto de difundir el conocimiento y fomentar el desarrollo socioeconómico en las diferentes regiones de la Monarquía. Surgieron las Reales Academias (ya desde la primera mitad del siglo con la de la Lengua), se crearon instituciones de enseñanza secundaria y se reformaron (con desigual éxito) las universidades y los colegios mayores, unificando la educación bajo control estatal sobre todo a raíz de la expulsión de los jesuitas decretada en 1767.