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Historia de las mujeres en españa y AL Isabel morant

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Historia de las mujeres en EsPaña y América Latina

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Historia de las mujeres en España y América Latina

VOLUMEN 111

Del siglo XIX a los umbrales del xx

Volumen coordinado por:

Guadah.tpe Górnez-Ferrer Gabrie\a Cano Dora BarrancOS Asunción Lavrin

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1.' edición, 2006

Ilustración de cubierta: Concha enJavea, de Sorolla, 1900. Madrid, Museo Sorolla © Archivo Anaya

Documentación gráfica: Archivo Anaya: 33,47, 128,286,568

Colección Alejandra Niedermaier: 875, 877, 880 Colección Ricardo Ceppi: 885

Ministerio de Cultura. Archivo General de la Administración: Frazen, 334;AJfonso, 480, 533

ReselVados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multaS, además de las

correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© de los autores © Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), -2006 Juan Ignacio Luca de Tena, 15.28027 Madrid

Depósito legal: M. 18.666-2006 I.S.B.N.: 84-376-2288·3 (Volumen III)

LS.B.N.: 84-376-2262·X (Obra completa) Printed in Spain

Impreso en Anzos, S. L Fuenlabrada (Madrid)

Presentación

ISABEL MORANT

La publicación de una historia de las mujeres, referida a España y a América Latina, incluido Brasil-por el significado que este inmen­so territorio tiene y por la relación que mantiene con los países de ha­bla hispana-, era algo tan necesario como esperable. Desde finales de los años ochenta asistimos a una eclosión de trabajos de investigación procedentes de ambos lados del atlántico que nos permiten hoy arries­gamos a una aventura como ésta. Aventura que, sin embargo, no care­ce de problemas. ¿Cómo no iba a haberlos en una obra en la que han colaborado tantas personas, cuando además, lamentablemente, son tan grandes las distancias que aún nos separan a los historiadores inte­resados en los mismos temas y problemas? Hoy, con el proyecto ya ter­minado, estamos seguras de haber acertado en nuestra opción de escri­bir una historia conjunta -lo cual, incidentalmente, nos ha permitido estrechar las relaciones ya existentes entre un amplio grupo de investi­gadores, a la vez que anudar otras nuevas-, con un trabajo comparti­do que enriquece una obra en la que no sólo hay datos novedosos, sino que muestra una interrelación de los hechos en la que toman más relevancia los problemas históricos y menos la división por países.

El objetivo de esta historia ha sido dar visibilidad y relevancia a las mujeres, a los trabajos y los días, a la vida vivida de ellas. Historia­doras provenientes de la historia social han abarcado las especificida­des del trabajo femenino, de la producción de las mujeres y de sus aportaciones a la economía familiar; de las formas de religiosidad fe­menina; de la escritura de las mujeres y su presencia y participación

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Mujeres y sociabilidad política en la construcción de los Estados nacionales

1 PILAR GARCfA]ORDAN GABRlELA DAllA-CORTE CABAllERO

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ACERCA DE LA ESFERA PRIVADA J ¡ ¡ Y PúBUCA EN LA CONFORMACIÓN

DE LOS ESTADOS-NACIÓN LATINOAMERlCANOS

La construcción de los Estados nacionales en AméÍica Latina --pro­ceso que se confonnó en torno a mediados del siglo XIX- implicó el desarrollo de una serie de fenómenos que dieron al subcontinente una especificidad en el escenario internacional. Nos referimos a la consoli­dación de economías básicamente productoras de materias primas, al desarrollo de una sociedad dual -tradicional y moderna-, a la confi­guración de corrientes intelectuales que primaron la inmigración ex­

.¡ tranjera sobre la población nativa, y a la construcción, desde finales de 'Í' la centuria, de sociedades calificadas «de masas». Elemento central 1, de la organización de los países latinoamericanos como Estados-nación

fue la fonnación de instancias de decisión centralizadas. El estudio de estos procesos ha excluido, casi sistemáticamente, una perspectiva

.1 de género que pudiese pennitirnos comprender no sólo la participa­¡ ción que les cupo a las mujeres en aquella organización yen las instan­cias correspondientes, sino también la propia constitución genérica del espacio polftico nacional latinoamericano. J! Es sabido que gran parte de los estudios sobre las mujeres ha privi­legiado el papel de la mujer en la familia o en la literatlCra y, en menor

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medida, en la vida religiosa contemplativa. De este modo, las mujeres fueron estudiadas teniendo en cuenta, básicamente, su actuación en lo que se denominó «esfera o vida privada». Los debates sobre nacionalis­mo y naciones, por otra parte, se han reducido, prioritariamente, a la esfera política representativa excluyendo, por consiguiente, el debate sobre las mujeres, así como sus prácticas políticas. De este modo, se ha comprobado que los Estados nacionales latinoamericanos en construc­ción crearon pautas de inclusión y de exclusión de las mujeres en las diversas instancias estatales relativas a los espacios de sociabilidad polí­tica y a la configuración de la arena pública. En los últimos años, la perspectiva de género ha vuelto su mirada a la construcción del Esta­do y se han detectado algunas líneas básicas en relación con la confi­guración del espacio público que, si bien excluyó normativamente a las mujeres del derecho ciudadano, les abrió paso a otras esferas de la práctica social y política. En este sentido, nuestro objetivo aquí, más que proponer una historia de las mujeres, es abordar el desarrollo de los espacios de sociabilidad desde una perspectiva genérica. Este cam­bio de perspectiva responde claramente a las nuevas orientaciones que ha tenido la Historia de las Mujeres en América Latina y en España. Hablar de América Latina, no obstante, reporta sus riesgos si pensamos la enorme heterogeneidad del subcontinente y de los propios espacios integrados en los Estados nacionales. La variedad de lenguajes, contex­tos culturales, realidades étnicas, culturas políticas, economías naciona­les, regionales y locales, dificulta cualquier conclusión lineal para el es­pacio latinoamericano, en particular en la construcción genérica de la arena política, por lo cual es evidente que una «historia» a nivel nacio­nal corre el riesgo de convertirse en una narración de la trayectoria asu­mida por las élites y por las instituciones normativas.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, y fundamentalmente en las últimas tres décadas de la centuria, etapa abordada en este capítulo, los debates sobre la condición política de las mujeres fueron notables, en particular en el ámbito discursivo burgués en cuyo seno se conformó una mentalidad hegemónica sobre el papel asignado a la mujer. Sin embargo, las discusiones que se produjeron en dicho ámbito incidie­ron en la manera en que cada Estado asumió la Inclusión de las muje­res en la esfera de la sociabilidad o del Derecho, y en el modo en que las mujeres, y también los hombres, plantearon las relaciones de poder que son, finalmente, relaciones sociales. La legislación electoral, civil y penal del periodo 1870-1900 retrata de manera casi fotográfica las ex­pectativas de los diversos organismos estatales en cuanto al papel reser­vado a las mujeres en el diseño de la nacionalidad, del Estado y de la

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ciudadanía. Hasta la crisis de Wall Street (1929), la participación de las mujeres en el espacio público se definió más por las varias propuestas para su incorporación a la construcción de los Estados nacionales que por la difusión del sufi'agio femenino o el derecho de las mujeres a con­vertirse en representantes. Es evidente que la construcción de los espa­cios modernos de sociabilidad política se fundó en la exclusión tácita e incluso en la prohibición expresa de la participación electoral de las mujeres. Si el deber cívico del voto benefició muy tardíamente a las mujeres, ello no implica que el espacio público latinoamericano no fuera interpelado por las mujeres de diversas clases sociales y orienta­ciones políticas. La participación pública de las mujeres encontró un campo de acción en el uso político de los espacios religiosos, así como en las prácticas asociativas enmarcadas en sociedades privadas femeni­nas, las cuales cumplieron un claro rol político al sustituir al Estado o al acompañarlo en numerosas ocasiones y contextos en la resolución de «problemas sociales». Además, debemos anotar que la supuesta se­paración de las esferas privada y pública fue, probablemente, mucho más fuerte entre los grupos dirigentes y entre las familias «notables» que entre los sectores populares latinoamericanos. Aquí, más que pen­sar que el Estado reflejó conceptos de feminidad, partimos de la idea de que el Estado asumió discursos que incidieron en la producción del concepto de feminidad. Uno de esos discursos en América Latina fue, evidentemente, el legal, que como forma de poder estatal fue en esen­cia genérico.

Globalmente podemos considerar que fueron la Ilustración y la Revolución Francesa los procesos que marcaron el inicio de una com­pleja transformación hacia una nueva concepción del derecho, un nue­vo lenguaje de la igualdad legal y de la ciudadanía. El paso de la socie­dad notabiliar a la sociedad contemporánea se dio desde mediados del siglo XIX al primer tercio del siglo xx, cuando se produjo una progresi­va ruptura del orden social sustentado por un comportamiento colec­tivo de tipo jerárquico que atribuía un rango a los diferentes actores so­ciales. Las jerarquías tradicionales parecieron ser desmontadas gracias

i al lenguaje del derecho y de la igualdad. Los nuevos Estados discutie­ron esencialmente quién era apto para pertenecer o para incorporarse al nuevo estado político, en particular, a la ciudadanía, y a lo largo del periodo, mientras se desarrollaban estas discusiones en los espacios le­gislativos estatales, mujeres diversas -esposas de líderes políticos y monjas, entre otras (Serrano, 2004)-- encabezaron quejas y pedidos contra su exclusión del ámbito público en un progresivo despertar, qui­zás aislado de la «conciencia femenina». La relación entre las mujeres

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.. y el Estado nacional emergente latinoamericano no se redujo a las cuestiones vinculadas a la ciudadanía y al derecho al sufragio, ni a la existencia de la división entre lo público y lo privado, sino que abar­có cuestiones de derecho civil, educación, economía, políticas de fa­milia, sexualidad, higiene y salud. Las mujeres estuvieron presentes antes de ser consideradas ciudadanas en el pleno sentido de la pala­bra, esto es, las relaciones de género intervinieron en la construc­ción de la identidad nacional, en las ideologías políticas o en el di­seño de políticas culturales y de educación, afirmación que cuestiona los estudios tradicionales sobre la praxis femenina (Potthast y Scar­zanella, 2001).

Es por ello que en estas páginas abordamos diversos aspectos (edu­cación, religión, planteamientos sobre el honor y la domesticidad) que, en nuestra opinión, permiten entender los debates en tomo a la cuestión de la ciudadanía y de la sociabilidad, áreas estas que muestran que las mujeres gozaron de un amplio campo de acción en la construc­ción de los Estados nacionales latinoamericanos, donde la aplicación de las reformas liberales presentaron similitudes, en el plano institucio­nal, relativas a la redacción de las Constituciones, los Códigos Civil y Penal, y las leyes educativas.

DERECHO, FAMIliA Y MUJER EN EL ESTADONACIÓN

La interpelación de las mujeres a los legisladores varió en función del Estado-nación en construcción en cada país, siendo caso relevante y estudiado el dirigido por las élites de las ciudades portuarias que, in­teresadas en propiciar su plena incorporación a la economía interna­cional, y con la finalidad de captar a los grupos de poder locales y re­gionales, utilizaron el matrimonio como estrategia de alianza. Contra­riamente a lo que sucede en la actualidad, en que el casamiento se considera parte de la esfera privada de la vida, en el siglo XIX sirvió para garantizar la formación de redes familiares que accedieron a los circui­tos de poder en un contexto de reforzamiento de las facciones políti­cas sobre los partidos políticos formales. Digamos, al respecto, que uno de los mitos más importantes en tomo a la política es el del poder invisible de las mujeres, su influencia en las sombras y la práctica de un juego político escondido y, en ocasiones, secreto. No es que las muje­res optasen por adoptar los valores definidos por los hombres como importantes, ni que luchasen por sus puntos de vista, sino que entra­ron en la política a partir de asuntos relacionados con el cuidado, la aH­

mentación y la preservación de los grupos más vulnerables que, en las últimas décadas del siglo XIX, fueron esencialmente las mujeres y los ni­ños. En consecuencia, sostenemos que frente al empuje agresivo del progreso, en la base de la construcción de los Estados nacionales las mujeres aportaron otra mirada. Sin embargo, conviene señalar que, no obstante la baja participación política de las mujeres, ello no im­plicó que éstas careciesen de influencia, pues las mujeres legitimaron su papel aludiendo a su condición de «madres» y haciendo del espa­cio público que ocupaban una extensión de las actividades maternas. De hecho, normalmente se consideraba que la actuación pública fe­menina era una especie de extensión del papel que la mujer parecía cumplir en la esfera familiar. Así, la legislación se ha apoyado en una división del trabajo en la política que ha ido paralela con los papeles tradicionales y desiguales de varones y mujeres en la familia. El Estado­nación se construyó, en gran medida, a partir de esta dicotomía, promocionando un estilo que fue reflejo de la institución política de la división de tareas en la propia estructura familiar. En la nación, es­tas «supermadres>} -estas matronas como muchas veces se hacían lla­mar a finales del siglo XIX- no pusieron en tela de juicio el hecho de que los puestos de mando, de donde provenían legítimamente las ór­denes, estuviesen reservados para los varones. Desde esta perspectiva, muchas veces se ha sostenido que a las mujeres les quedó la influen­cia indirecta, que compensaba en gran medida la participación direc­ta masculina.

La diferencia genérica en la legislación familiar permite analizar el proyecto ideológico liberal que asignó el espacio doméstico a la mujer y la vida pública al varón. Pero ¿cuál era la situación de las mujeres la­tinoamericanas ante la ley en América Latina? El análisis de las muje­res en el contexto de construcción del Estado nacional y de estos Es­tados en su constitución genérica muestra que éstas fueron relegadas a la esfera privada, aunque en cada uno de los países, y no obstante la importancia que en todos ellos tuvieron los códigos de honor, el papel asignado a las mujeres en la ley varió en función de la especificidad his­tórica de la sociedad, sus vinculaciones con el exterior, y la mayor o menor homogeneidad étnica, entre otras cuestiones. Al quedar margi­nadas de gran parte de las esferas del poder estatal, las mujeres fueron relegadas a ciertas esferas de la sociedad civil que, para muchos, es si­nónimo de cercanía al estado de naturaleza. En todo caso, es evidente que la integración del subcontinente en la economía mundial exigió de las élites la formulación de un pensamiento excluyente que fue la base de la formación de los Estados. A las mujeres de élite, por ejem­

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plo, este pensamiento les atribuyó la tarea de atender a la niñez en ries­go y de proteger a las mujeres trabajadoras, vistas también estas últimas como madres. No en vano los fundamentos del orden burgués estudia­dos a través del prisma ofrecido por el derecho de familia decimonóni· co demuestran que la institución familiar fue el fundamento de la bur­guesía y objeto central del poder político (Gerhard, 2000, 331-359; Kocka, 2000). Desde la perspectiva de género, la formación del Estado liberal se cimentó en el principio de la fragilidad de la mujer y poten' ció ideológicamente su capacidad para procrear hijos para la nación. En este sentido, las mujeres fueron objeto de reflexión por su función procreadora y por su capacidad para reproducir un orden nacional donde el género se convirtió en un determinante de la é:onducta esta­tal al dejar en manos de un sector definido de la.... mujeres -notables y religiosas-la tarea de asumir el cuidado de los sectores considerados menos favorecidos.

Los aí10s que van de 1870 a los inicios del siglo XX permiten per­cibir unas sociedades profundamente diversas, donde el ideal de una mujer doméstica contrastaba en ocasiones con la realidad de Estados latinoamericanos convulsos en su construcción, en los que la legiti­mación de la separación entre vida pública y vida privada aparece más difuminada por la vida cotidiana de individuos de ambos sexos. Las últimas décadas del siglo XIX fueron ricas en actividad femenina desarrollada en los salones y en las tertulias -las de Juana Manuela Gorriti, Clorinda Matto de Turner y Mercedes Cabello en el Perú fue­ron muy conocidas en su época-, en la vida artística y en la benefi· cencia, ya que muchas mujeres formaron parte de un momento de reformas sociales del «nuevo orden liberal». Este nuevo orden tomó forma en el plano normativo, en el discurso religioso y científico, en el marco político y legal, y en una realidad social en la que las muje­res actuaron desde el espacio del diseño político y desde el mundo de la familia y el trabajo. Entonces cabe la pregunta ¿cuál fue el rol de las mujeres en la construcción del espacio político propio de los Es­tados nacionales en América Latina? Los países latinoamericanos que lideraron un proyecto «modernizador» para América Latina se funda­ron sobre la base de ideas moralizantes propias del pensamiento po' sitivista y en teorías socialdarwinistas, higienistas y eugenésicas. La construcción del Estado supuso también la transformación legislati­va para dotar a las nuevas configuraciones políticas de una codifica­ción que pudiese hacer frente a los cambios económicos, políticos y sociales, pero estos cambios no afectaron sustancialmente entre 1870 y 1900 a la situación jurídica femenina. En el caso de México, por

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Familia campesina a fines del siglo XIX. Tomado de Pmzoramas de Chile, 1905.

ejemplo, la codificación civil concedió a la mujer casada el derecho de tutela y de educación de la prole, pero no afectó ni a sus derechos políticos, ni a su dependencia respecto de padres, maridos y herma­nos varones.

Asentadas las bases de los nuevos países independientes, a partir de mediados del siglos XIX, sus grupos dirigentes comenzaron a construir imágenes nacionales y el pensamiento en torno a la patria y la nación, para lo que propiciaron una ofensiva en el campo de la educación. En este terreno, las mujeres maestras fueron claves en la formación de un sistema educativo estatal y laico. Ejemplos significativos fueron la re­forma de José Pedro Varela en Uruguay con el establecimiento de la coeducación y la profesionalización de la carrera docente, así como el proyecto de Domingo Faustino Sarmiento en Argentina promoviendo la llegada de las maestras estadounidenses a las ciudades portuarias rio­platenses. Estas reformas educativas coincidieron en el tiempo con la divulgación de las imágenes nacionales y con la invención de la tradi­ción, aspecto este central para la unificación de las prácticas consuetu­dinarias de una población heterogénea étnicamente y, en varios Esta­ I! dos, procedente de países diversos. Pese al importante papel cumplido :1 por las mujeres en la educación, la tesis dominante en el periodo aquí estudiado fue similar a la sostenida, en México, por Diego Álvarez l!

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en 1852 en su Discurso sobre la irifluencia de la instrucción pública en laftli­ 1 cidadde las naciones, quien defendió que la instrucción femenina no de­bía elevar a "la mujer hasta el grado de competir con el hombre, y que tome parte en las deliberaciones de éste», debiendo ser las mujeres "buenas hijas, excelentes madres y el mejor y más firme apoyo de las resoluciones sociales» (Arrom, 1988, 39).

La codificación legislativa fue otra de las bases de la construcción de la nacionalidad y, por lo que a nosotros interesa, fue fundamental la legislación civil y educativa particularmente en la organización de la familia en tanto base de la nación. La nación se fundó en la represen­tación simbólica que, a su vez, incorporó creencias religiosas y se ex­presó en disposiciones legislativas cuyo objetivo era reforzar los valo­res nacionales_ Valga como ejemplo el caso mexicano en el que la legis­lación civil de finales del siglo XIX estableció un orden genérico rígido, patriarcal, que redujo los derechos de las mujeres --como muestran los Códigos Civiles de 1870 y de 1884- en derecho de familia, en los que la mujer fue considerada objeto de derecho, como «esposa» y "madre». Sin embargo, aun siendo cierto que en todos los países latinoamerica­nos hubo cierto consenso en garantizar el papel de la familia y se man­tuvieron las leyes coloniales discriminatorias que daban prioridad al varón sobre la mujer, así como las ideas sobre la situación legal de las mujeres -excluidas de la política-, la movilización de las mujeres, la educación y las ideas liberales comenzaron a dejarse sentir (Arrom, 1988; Ramos Escandón, 2001)_

La discrepancia entre las reformas en el esta tus de las mujeres, personal y familiar, y la construcción del moderno Estado nacional no se vio como una limitación al progreso nacional. El discurso de la modernidad en la era de la construcción de la nación definió la desi. gualdad de las mujeres como una realidad que no sólo no iba a aten­tar contra las libertades, sino que era necesaria para sostener el orden social. Las mujeres fueron interpeladas para crear una nación viable, moderna, con un sistema de salud y de educación idóneo para hacer de la población un sector verdaderamente productivo ligado al pro­greso, y con un sistema de familia que procuró preservar el honor para producir mejores madres, civilizadas y miembros responsables de una sociedad en construcción que era propia de los Estados nacio­nales. Así, mientras en Europa el feminismo se nutría de los movi­mientos de liberación y argumentaba la igualdad jurídica y política de la mujer, en América Latina el proceso llegaría con posterioridad, en gran.parte debido a la especificidad de los grupos burgueses lati­noamencanos.

¿POUTIZACIÓN DESPOUTIZADA?

EL MUNDO ASOCIATIVO FEMENINO

EN EL SIGLO XIX LATINOAMERICANO

La historia nos muestra que en los orígenes de los Estados naciona­les latinoamericanos las mujeres estuvieron presentes tempranamente en las concepciones políticas emergentes de las entidades soberanas surgidas contemporáneamente a los mismos Estados independientes, y participaron en diversos espacios de sociabilidad, formales e informa­les, algunos populares como fue el caso de las cofradías o de las socie­dades, y otros claramente elitistas como los encuentros de lectura y de poesía, las sociedades literarias y filantrópicas, las asociaciones mutua­les, y las sociedades benéficas, que se desarrollaron para reforzar la pre­sencia del Estado yel funcionamiento del régimen representativo. Sin embargo, cuando los grupos dirigentes latinoamericanos se embarca­ron en la modernización dejaron a la mitad de sus habitantes, las mu­jeres, al margen del esfuerzo del cambio político. La construcción del Estado supuso un aumento del poder del padre, en aras de ensalzar al soberano, al juez y la escuela. El nuevo Estado requirió ciudadanos efi­cientes que fueron puestos al cuidado de las mujeres mientras negaba el voto a una ciudadanía ampliada a la que consideraba deficientemen­te formada. En este contexto, el universo político aparece masculiniza­do, y las mujeres son adscritas a un ámbito segmentado del poder y re­legadas a espacios periféricos como fueron los ocupados por asociacio­nes tales como las sociedades benéficas.

Sólo recientemente la historiografia ha revalorizado el estudio de las estrategias asociativas y de sociabilidad como formas políticas de ac­tuación pública. No es extraño que las sociabilidades femeninas, entre las que encuentran un lugar privilegiado las actividades filantrópicas y benéficas, no hayan sido puestas de relieve: hacer política entre las mu­jeres exigió la adopción de formas diferentes de las adoptadas por los va­rones y, en ocasiones, se trató de vías indirectas de participación en los asuntos públicos, lo cual per se no supone considerar peyorativamente aquellas actividades_ En América Latina, las mujeres notables han esta­do vinculadas, familiarmente, a varones notables relacionados con los asuntos públicos y, por ende, podemos afirmar que las mujeres líderes surgieron, normalmente, de la oligarquía y de la política oligárquica gracias a redes sociales y a lazos de parentesco sobre lo~ que se susten­taba la estructura política. Es evidente que en los grupos familiares or­

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Juan León Pallihe, Cazuela dd TeaJro Cokin, 1858.

ganizados a partir de alianzas de parentesco, la obtención y ocupación de posiciones políticas y sociales era una de las condiciones sine qua non para la supelVivencia del grupo como tal. y, en consecuencia, las «asociaciones de familias» fueron la base de la estructura socioeconó­mica que se mantuvo y reprodujo a partir de prácticas de sociabilidad iniciadas a fmes del siglo XVIII, las cuales tuvieron su apogeo en el si­glo XIX y se desarrollaron hasta las primeras décadas del siglo xx. En suma, las redes de familias de notables utilizaron el proceso de amalga­ma familiar para obtener notabilidad, y las mujeres, con su actividad pú­blica, coadyuvaron a conselVar y aumentar dicha notabilidad (Balmori, Voss y Wortman, 1990).

Es recurrente aquí el caso argentino que nos ofrece la generación de 1880, generación que formó parte de una red que se tejió, en parte, gracias a la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, que fue el con­flicto que creó el primer ejército y la primera burocracia nacionales. Con anterioridad, mientras en el interior del país las asociaciones de fa­milias notables apoyaron la eliminación de las rebeliones locales, ob­selVamos que desde mediados del siglo XIX la política nacional se fue imponiendo a partir del control de los mecanismos institucionales y del diseño de fórmulas de penetración institucional, entre las que tuvo un significativo papel la codificación. El proceso permitió el progresi­

vo y efectivo control del Estado durante la segunda mitad de la centu­ria, aunque en 1870 era evidente la disputa política entre el poder cen­tral y los grupos locales, claramente superados estos últimos en el jue­go político. Para entonces, las sólidas relaciones personales tejidas du­rante la primera mitad del siglo XIX no fueron suficientes para asegurar la pelVivencia de los grupos familiares en el poder, los cuales vieron condicionadas sus relaciones políticas por las fuerzas militares del po­der central que pretendieron intelVenir en los enfrentamientos políti­cos locales y regionales. En este contexto, la pérdida de poder de las fa­milias tradicionales muestra que es el poder central el que afirma la unidad política a partir de la captación de fuerzas locales, imprescindi­bles en la esfera política aunque menos relevantes en el ámbito patri­monial y económico. Podemos concluir entonces que las estrategias fa­miliares condujeron a un espacio más amplio de relaciones políticas mediante el tejido de lazos de parentesco con la élite política nacional. Las mujeres se plegaron a la diversificación de funciones «políticas», y las sociedades benéficas ocuparon un papel preponderante en la divi­sión sexual del trabajo político. Es por ello que en lo que resta de este apartado abordaremos dos casos, primero de forma genérica el propor­cionado por el asociacionismo «caritativo» en el México postindepen­diente; después, de manera más detallada, el ofrecido por el caso argen­tino que nos permite entender el juego de poder en el interior de las asociaciones femeninas laicas, y el papel que las mismas obtuvieron en el escenario social de la mano del reconocimiento de las instancias estatales_

La historia nos muestra que en América Latina la construcción de los Estados nacionales fue paralela a la organización de sociedades

\ de beneficencia y de caridad formadas por mujeres. Digamos aquí que, frecuentemente, los movimientos de «reforma moral •• han visto en su

i "tt seno la presencia activa de las mujeres llevadas de su interés en la direc­

ción de las políticas sociales de la nación. Parece evidente que, mayo­ritariamente, las mujeres que se aventuraron a la arena pública lo hicie­ron a partir de su rol tradicional de «esposas» y de «madres», haciendo

, hincapié en valores morales; por ello, no debe sorprender que la «in­tromisión)) de las mujeres en la política fuera vista como una extensión no deseada de los papeles femeninos tradicionales y que podía, inclu­so, atentar contra el orden social. Los estudios sobre el tema han mos­trado que aquellos movimientos reformistas no generaron cambios es­tructurales, aunque sí modificaciones legales, constitucionales y educa­tivas. y, pese a que la actividad caritativa fue una práctica habitual ya en la primera mitad del siglo XIX, lo novedoso en las últimas décadas de

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.. la centuria fue la organización interna y la exigencia reglamentaria de legitimar las elecciones internas, la presentación de informes, la su­pervisión por parte de las instituciones municipales y el control, por ejemplo, de las adopciones de niños y niñas puestos bajo la jurisdic­ción de las mujeres asociadas.

La política del siglo XIX en Iberoamérica se ocupó de las relaciones entre la Iglesia y el Estado y de los privilegios corporativos, así como de elaborar el marco gubernamental para las oligarquías regionales que rivalizaron por el control de los recursos. Tradicionalmente se ha sos­tenido que la situación de las mujeres latinoamericanas cambió muy poco hasta entrado el siglo xx. El caso mexicano nos permite cuestio­nar la afirmación, ya que, tras la independencia, no obstante la impo­sibilidad legal de las mujeres de ocupar cargos públicos y acceder al voto, aquéllas sufrieron importantes cambios en sus condiciones de vida, pues­to que se beneficiaron de los debates en tomo a la libertad, la igualdad, el derecho natural, la abolición del poder político hereditario y de los privilegios, y la promoción de la propiedad privada y de la libertad de contratación.

Las impresiones que sobre la vida de las mujeres mexicanas dejó Fanny Calderón de la Barca, la esposa escocesa del primer ministro es­pañol ante el México independiente, muestran las actividades femeni­nas de la época en las organizaciones de caridad que representaron una novedosa tendencia hacia la actividad cívica colectiva. En el perio­do 1830-1850 había en la ciudad de México tres organizaciones auspi­ciadas por el gobierno; la primera fue la Junta de Señoras de la Casa de Cuna en 1836 --encabezada por la otrora marquesa de Vivanco, que había perdido su título noble en 1826-, donde los hombres propor­cionaban el dinero y las mujeres entregaban su tiempo y su atención. Las «damas distinguidas» también formaron parte de una segunda aso­ciación, la Junta de Beneficencia del Hospital del Divino Salvador para mujeres dementes. Sin embargo, a mediados del siglo XIX parece que estas asociaciones declinaron y, en 1864, un informe acerca de los esta­blecimientos de beneficencia mexicanos señaló que la administración de la Casa Cuna, hasta entonces en manos de la Junta de Señoras, pa­saría al Ministerio de Fomento. Así, el Estado fue asumiendo mayor responsabilidad en la provisión de servicios sociales y, después de auto­rizar el establecimiento en 1843 de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl, ésta se hizo cargo rápidamente de muchas de las insti­tuciones de beneficencia de la capital y proporcionó un «canal formal» para las mujeres que querían dedicarse al servicio público, de forma que cuando en 1874 y como consecuencia de las «guerras de la refor­

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ma» la orden fue expulsada, ésta contaba con más de trescientas muje­res mexicanas adeptas.

Conviene retroceder unos años para señalar que el México de me­diados del siglo XIX nos muestra un país en crisis, con el deterioro de la ley y el orden, rebeliones de castas y movimientos secesionistas que fragmentan la nación. En ese contexto, el debate político oscila entre federalismo y centralismo primero, liberalismo y conservadurismo des­pués y, por cuanto se ,refiere a las relaciones entre hombres y mujeres, parece que éstas se beneficiaron de la discusión en tomo a la libertad, la igualdad, el derecho natural, la abolición del poder político heredi­tario y los privilegios, y la promoción de la propiedad privada y la li­bertad de contratación. Las mujeres, no sólo las pertenecientes a la éli­te, se movilizaron y fueron movilizadas para la construcción del Esta­do nacional, siendo el eje de tal movilización la educación y, en ella, la formación de las madres. Por ende, la mujer se benefició del papel cívico que le cupo en la formación de los futuros ciudadanos. Cuando en 1855 los liberales accedieron al poder, la construcción del Estado exigió la sustitución de los pilares del viejo orden: Iglesia, Ejército, ca­ciques regionales y pueblos comunales; sin embargo, los debates cons­titucionales de 1856-1857 mostraron que las mexicanas no participa­ron de la democratización que en ellos se planteaba porque la política era considerada inapropiada para el «bello sexo".

Para entonces, como ha mostrado Arrom (1988), cuando se postu­laba la «elevación» de las mujeres, lo que se pretendía, en realidad, era reforzar el papel de las mismas en el grupo familiar. Durante la Refor­ma, la Ley Juárez del año 1856 fue el primer intento por parte del Es­tado de asumir el control sobre la sociedad civil hasta entonces delega­do en la Iglesia, con lo cual se pretendía que el individuo pasara a in­corporarse al cuerpo social a través de su papel de ciudadano, no como miembro de la Iglesia (Ramos Escandón, 2001). Y las mujeres, por su parte, acudieron a los espacios de sociabilidad aunque lo hicieron en condiciones de discriminación, al ser reclamadas, bien como "matro­nas», bien por su influencia "purificadora» o "filantrópica». En conse­cuencia, podemos afirmar que fue en las décadas de 1840 y 1850 cuan­do afloraron el marianismo y el victorianismo, siendo particularmente difundida la exaltación romántica de la maternidad, valorada como una misión «sublime» y «santa» que daba a las mujeres una posición social casi sagrada. El marianismo, o la elevación de la mujer dentro de la familia, coincidió entonces con una caída en la movilización de las mujeres y en su participación política, incluso en el servicio en institu­ciones de beneficencia, razón que lleva a Arrom (1988) a'acusar al ma­

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rianismo de sustituir la tradición religiosa del culto a Maria, por el cul­to a la maternidad secular, excluyendo a las mujeres del ámbito públi­co para relegarlas al espacio privado. Según esta historiadora mexicana, mientras que 'en Europa y Estados Unidos las mujeres llevaron el «con­cepto de su superioridad moral hasta su conclusión lógica, utilizándo­lo para respaldar demandas de igualdad de derechos y papeles públi­cos», en México aceptaron, en su mayoría, el culto de la domesticidad y sus diferencias con los hombres. La razón de tal posición fue que, dada la debilidad del Estado mexicano y la insuficiente democracia existente, las mujeres no se sentían «particularmente disminuidas por el hecho de no poder votap>. Este tema debe considerarse también en relación COn el de la clase social a la que pertenecían ras mujeres, pues­to que mientras las pertenecientes a los sectores populares se vieron es­casamente beneficiadas por los cambios republicanos y fueron obliga­das a emplearse en el mercado laboral, las mujeres de la élite, conside­radas prestigiosas, optaron por participar en organizaciones de caridad y de presión política, y de esta manera tuvieron la oportunidad de al­canzar una educación superior a la más rudimentaria, haciendo insos­tenible la tradicional inferioridad de las mujeres y abriendo camino al marianismo. Después del momentáneo fomento de las organizaciones filantrópicas de mujeres durante el Imperio de los ailos 1864 a 1867, y tras la marcha ya señalada de las Hermanas de la Caridad, surgieron durante el Pornriato diversas organizaciones de caridad, paralelamente al reconocimiento de la capacidad cívica de las mujeres, en particular de la élite. Éstas fueron solicitadas por los reformadores, que reclama­ban su integración en el esfuerzo nacional, puesto que en caso de no producirse tal integración no sena posible, en su opinión, solucionar los problemas del país. En consecuencia, en el periodo 1870-1900 ve­mos a las mujeres actuar como maestras, integrar asociaciones de cari­dad y formar parte de grupos de presión política.

Las experiencias de género y la historia de las mujeres nos pone frente a la construcción de la mitología nacional y de los estereotipos culturales que acompañaron la construcción de los Estados nacionales. México representa, probablemente, el país latinoamericano donde los arquetipos de masculinidad y feminidad están estrechamente eno"ela­zados con la mitología de la autodefinición estatal y de la identidad na­cional, pero también lo vemos, aunque Con otras peculiaridades, en Paraguayo en Puerto Rico, aún colonia española, donde la participa­ción de la mujer en la lucha política emancipadora, pese a ser escasa, fue significativa, llegando a formar parte de las juntas revolucionarias de 1898 en régimen de igualdad Con los varones (Picó, 1975,2).

En todo caso, la tónica comÚn en los países latinoamericanos a lo largo del siglo XIX fue que se confió en la imagen de la maternidad para legitimar la actividad política femenina, una maternidad real o figura­da que adjudicaba a las mujeres de élite una especie de servicio volun­tario. Sin embargo, en cada país, en función de sus peculiaridades, las mujeres encontraron espacios de sociabilidad alternativos, como fue el caso del Perú, donde las precursoras de la emancipación fueron nove­listas y poetas, a diferencia de Chile, donde, en la década de 1870, la emancipación estuvo ligada a la incorporación de mujeres a la educa­ción superior y a las profesiones. Sin embargo, no podemos olvidar que, en ambos países, las mujeres no sobrepasaron los límites fijados por el papel maternal universal de la mujer y legitimaron su actua­ción pública argumentando que se trataba de una prolongación na­tural. Por ello nO es extraño que en el primer Congreso Interameri­cano de Mujeres celebrado en La Habana en 1923, años después del periodo aquí abordado, se calificara el movimiento de mujeres lati­noamericano existente hasta entonces como de una «maternidad so­cial" (Chaney, 1983,39).

Cuando la mujer comenzó a irrumpir en el terreno político, casi siempre fue ocupándose de asuntos domésticos, del bienestar y de la sa­lud de la población. La práctica histórica nos muestra, de hecho, que por 10 que se refiere a la participación de las mujeres en el ámbito político, normalmente se desarrolló en una situación en la que se combinaba una normativa excluyente -negación de su posibilidad de elegir y, al mismo tiempo, acceder a puestos políticos- y el pensamiento sobre la diferen­ciación de las esferas correspondientes a los sexos en función de supues­tos valores morales. Conviene también señalar que las mujeres se invo­lucraron en la política activa latinoanlericana en momentos de crisis. Y, a modo de reflexión general, podemo!' concluir que, por lo que se refie­re a la contribución de las mujeres al progreso, a la construcción de la na­ción en los años aquí abordados, se produjo a través de dos vías: la pri­mera, la maternidad, vía en que el ideal era Una «maternidad ilustrada» para todas las mujeres; la segunda, la participación como fuerza de tra­bajo, reservada a las mujeres de los sectores populares. El sistema de co­..~ dificación moderno conformado en los Estados nacionales latinoameri­

t canos tuvo en cuenta esta división, y la libertad individual, elemento fundamental del liberalismo, no fue extendida a las mujeres, que, no es

1 casual, no fueron objeto de biogranas pasada la etapa independentista y hasta el surgimiento del movimiento feminista, a inicios del siglo xx. l Pasando al caso argentino, que nos debe permitir entender el jue­go de poder en el interior de las asociaciones femeninas laicas, y el pa­

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Carlos Enrique Pellegrini, Tertulia porteña, 1831.

pel que las mismas obtuvieron en el escenario social de la mano del re­conocimiento de las instancias estatales, abordaremos el papel asumi­do por la organización de una sociedad caritativa femenina en una ciu­dad portuaria argentina ligada al mercado internacional como Rosario, buen ejemplo para comprender algunas de las características del Estado­nación latinoamericano. La Sociedad Damas de Caridad surgió en el año 1869 a partir de una reunión realizada en la casa particular de una de las mujeres más importantes de la élite local, Blanca M. de Vi­llegas. El objetivo de la asociación femenina fue «constituirse en una sociedad filantrópica», y en sus inicios se reservaron sus recursos y sus fuerzas a la resolución de cuestiones fonnales tales como condiciones de membresía, reglamentación interna, definición de los derechos elec­torales y obligaciones de las socias, por citar algunos. En 1872, tras prestar protección a una mujer pobre y a un grupo de niños que ha­bían quedado huérfanos, las mujeres convocadas alrededor de la nue­va sociedad benéfica decidieron hacerse cargo de la creación de una institución que denominaron Hospicio de Huérfanos y Expósitos con la finalidad de cumplir con el objetivo perseguido de actuar «a favor de la humanidad doliente», objetivo aceptado tanto por las institucio­nes locales como por la misma sociedad civil. Las Damas de Caridad pretendieron ofrecer cuidados materiales y educativos a los huérfanos,

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y se mantuvieron en el escenario político, asociativo e institucional gracias a suscripciones populares y donaciones que las propias Damas realizaron a título personal hasta que, a fines de la década de 1880, las diversas instancias estatales (municipal, provincial y nacional) decidie­ron otorgar una subvención pennanente.

Es indudable que la construcción del orden urbano rosarino exigió un trabajo conjunto pero, al mismo tiempo, diferenciado en función de atribuciones y de las jurisdicciones demarcadas para cada organis­mo. Pese a la amplia capacidad de decisión de las Damas de Caridad, en algunos casos fue el Defensor de Menores quien detenninó el des­tino de las criaturas del Hospicio y quien en ocasiones llegó a disputar dicha atribución legal. La distribución de tareas y jurisdicciones, así como el importante papel político cumplido por las mujeres concen­tradas en tomo a la asociación benéfica femenina, se pusieron de ma­nifiesto con motivo de la epidemia de cólera que sufrió la ciudad en 1886. Fue en ese momento cuando las instituciones municipales solicitaron de las Damas que acogiesen, en colaboración con las órdenes religio­sas femeninas instaladas en la ciudad, a aquellos niños y niñas que, ha­biendo sido afectados por la epidemia, habían quedado huérfanos. Para garantizar el cuidado de los mismos, la policía entregó a las reli­giosas que llevaban adelante el cuidado directo de los bebés diversos objetos (catres, colchones, sábanas, almohadones, comida), pero se de­sentendió de la suerte corrida por las criaturas. Las Damas aceptaron hacerse cargo de todos los ingresados, pero hicieron constar su deseo de recibir una subvención para atender al mantenimiento de los niños y sintetizaron bien cómo se pensaban ellas mismas cuando se presen­taron en 1899 como «un grupo de señoras respetables», de «matronas», que había decidido lanzarse «con ahínco a la grande y abnegada tarea de hacer el bien y concibiendo desde luego el pensamiento de favore­cer especialmente con sus afanes y cuidados a los niños». Los huérfa­nos primero y los expósitos después constituyeron el objetivo de aquel grupo de damas que, dispersas o agrupadas, fueron, en sus propias pa­labras, «tras el vagido y el lamento llevados por la piedad, a salvar una existencia y endulzar una agonía». El Hospicio que crearon pretendió ser «una institución popular tan delicada para las masas de bajo nivel social, porque es una línea la que separa el baldón de la desventura». No escatimaron esfuerzos en dejar claro que habían actuado con el concurso «de todos los miembros de la sociedad del Rosario, en pri­mer ténnino, y de las ayudas materiales de algunos Poderes de la Na­ción y de la Provincia, después», y, siempre que la situación lo requirió, sostuvieron que la tarea asumida por la Sociedad -a diferencia de lo

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acaecido en Buenos Aires, donde las asociaciones se encargaban, ya de los niños expósitos, ya de los huérfanos, ya de los abandonados, ya de la educación- era consecuencia de la negligencia del Estado en asumirla como propia. En consecuencia, las Damas de Caridad se ocu­paron en atender a todas aquellas necesidades, dado que: «Los Poderes se han ido desligando de ellas por que otras tareas superiores los han reclamado en absoluto.»

Para entonces, se habían planteado incidir en la elección de los miembros de la administración pública involucrados en las áreas en las que el Hospicio y las Damas tenían injerencia, esto es, el cuidado de los bebés abandonados y huérfanos, el destino de las adopciones y el control de la infancia. Ausentes teóricamente de la política activa par­tidaria, las Damas recrearon una reglamentación muy concreta en cuanto a sus atribuciones en las prácticas jurídicas dirigidas a las fami­lias, a la maternidad, y a los niños y niñas, y al mismo tiempo estable­cieron las formas de acceso al poder de la sociedad benéfica mediante la definición de un sistema electoral externo que llevó a algunas muje­res de la élite a ocupar los puestos más destacados de la asociación. Ese ejercicio, a la larga, les permitió integrarse directamente en todos los veles del entramado institucional local, regional y nacional (Dalla Cor­te, 2004).

ABSTENCIÓN POLÍTICA COMO SINÓNIMO DE FEMINIDAD:

RÉGIMEN REPRESENTATIVO, LEGISLACIÓN CONSTITUCIONAL

Y SUFRAGIO

Como sabemos, los partidos políticos son los protagonistas centra­les de los procesos electorales contemporáneos, reconocidos por los or­denamientos jurídicos latinoamericanos como sujetos actuantes en los procesos político-electorales, aunque, en este punto, común denomina­dor a todos los países latinoamericanos fue la exclusión de la mujer en el régimen representativo por cuanto implicaba involucrarse en activi­dades que «no le eran propias». De la misma forma, aunque algunas Constituciones latinoamericanas aprobadas en la segunda mitad del si­glo XIX introdujeron artículos por los que las mujeres «concedían» la ciudadanía --extranjeros con los que contraían nupcias, como en las Constituciones hondureñas de 1864 y 1873 (Mariñas Otero, 1962)--, las mujeres fueron sistemáticamente excluidas del sufragio hasta la dé­cada de 1940 para las elecciones presidenciales y federales, aunque en algunos casos -Argentina, por ejemplo- habían obtenido ya el dere­

cho a ejercer el voto en el ámbito provincial y municipal, y en otros -como Colomhia-, el estado soberano de Socorro otorgó el dere­cho al voto a las mujeres en la década de 1880, pero no les concedió el derecho a ser elegidas.

En América Latina, donde todas las Constituciones sufrieron por varias décadas la influencia de la aprobada en Cádiz en 1812, los con­ceptos jurídicos propios del derecho político electoral, así como las ins­tituciones resultantes, permiten comprender tanto la evolución de la in­tegración de la representación nacional como las características que ha tenido el sufragio en la configuración del Estado nacional. La incorpo­ración plena de las mujeres en calidad de ciudadanas es una problemá­tica que ha sido estudiada desde diversas perspectivas, dependiendo, ya del interés por la historia política, ya del intento por comprender los modos en que las mujeres se incorporaron al sistema electoral. En todo caso, es evidente que la construcción del Estado-nación latinoamerica­no entre 1870 y 1900 negó a las mujeres la capacidad de convertirse en sujetos de imputación ciudadana, no obstante el género contribuyera en gran medida a la construcción de la identidad grupal, la memoria histórica y reforzara los mitos sobre la constitución del poder. Siguien­do a Stern (1999, 409), la diferencia sexual era absorbida culturalmen· te por los Estados necesitados de legitimar su poder socialmente, pues «las construcciones culturales tienden a naturalizar el género y a reafir· mar los papeles de género apropiados como la base del orden y el bie­nestar sociales».

La democracia deliberativa que los grupos dirigentes pretendían construir incorporó como problema que enfrentar y, eventualmente, que resolver, el hecho de obtener la homogeneidad social y cultural de la nación. La política del Estado en relación con las mujeres supuso fijar los criterios de su participación en el esquema de la modernidad y en el ideal del progreso nacional. La edificación de la nación dio lugar a la construcción política del Estado sobre la base de la «deliberación constitucional» (Ackerly, 2000). De este modo, el honor nacional se fundó, indudablemente, en la familia patriarcal y el llamado progreso nacional exigió, como hemos visto, la participación de las mujeres en dicho proceso como «madres» y «servidoras». La historia cultural y de las mentalidades nos señala que una tesis recurrente en los círculos po­líticos y culturales de la élite latinoamericana fue la concesión a las mu­jeres de algunas competencias en los asuntos públicos, en tanto se les reconocía un mayor juicio y una moralidad más alta. Sin embargo, tal valoración no condujo al reconocimiento de los derechos políticos de la mujer; por el contrario, se les excluyó de dichos derechos con el ar­

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• lo

gumento de que, en realidad, las mujeres no tenían necesidad de parti­cipar en tales asuntos (públicos). La «noble» tarea de educar a los futu­ros ciudadanos pareció ser el techo de cristal de los derechos reconoci­dos a las mujeres, como vemos en los casos siguientes.

Paraguay, conocido tras la Guerra de la Triple Alianza como «el país de las mujeres», perdió parte del territorio y a buena parte de su población masculina. Enfrentada con el desequilibrio demográfico -había cuatro veces más mujeres que hombres, en su mayoría niños y ancianos-, la propaganda política optó por utilizar ---<manipular?­a las mujeres: diversos diarios, tales como Cacique Lambaré, Huybebe, El Cabichuí, El Centinela y La Estrella, se encargaron de incentivar la parti­cipación de las mujeres en la guerra presentándolas como heroínas y patriotas, o mostrando, como hizo El Semanario, la generosidad de las mujeres al donar sus joyas. Residentas --es decir, mujeres que seguían a las tropas- y destinadas --esto es, mujeres que eran calificadas de di­sidentes por oponerse públicamente a la guerra o por el hecho de que sus parientes masculinos hubiesen conspirado contra el presidente Ló­pez- se vieron involucradas en el conflicto bélico. Barbara Potthast (1996 y 2001) deduce que la propaganda realzó en realidad el rol tradi­cional femenino, y a las mujeres se les dejó la función de educar a los ciudadanos y reconstruir económicamente al país. En el caso de la cla­se alta, la mujer fue valorizada como ciudadana políticamente respon­sable y como modelo de virtud del hogar; mientras que en el caso de las mujeres agricultoras, su trabajo fue dignificado con la finalidad de contar con ellas para recuperar la economía. Durante los treinta últi­mos años del siglo XIX, y pese a la valoración del papel femenino, el rol público de las mujeres no cambió; los hombres no compartieron con ellas el poder, ni tampoco les concedieron derechos ciudadanos.

Igualmente sucedió en México, donde las peticiones de las mujeres instruidas y pertenecientes a la élite para su inclusión en la esfera de la representación política --elegible y electora- se iniciaron, fundamen· talmente, a fines del siglo XIX y en los prolegómenos de lo que sería la Revolución de 1910. Frecuentemente, dichos reclamos se relacionaron con la vida cultural, el ámbito doméstico, la condición social de los ni­ños, en un reforzamiento del modelo de mujer vigente que idealizaba su papel exclusivamente dedicado a la familia y al entorno más cerca­no. Además, la «maternidad correcta» estaba condicionada por el ma­trimonio legal y, dado que en México dichos matrimonios eran mino­ritarios, el modelo de feminidad comenzó a quebrarse a fines del siglo XIX. No obstante, aunque las mujeres, particularmente las prove­nientes de las élites, podían acceder a carreras profesionales como la

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medicina o la abogacía, siempre vieron negados sus reclamos de parti­cipación política, considerada como una actividad exclusivamente masculina. Más aún, las demandas de carácter político, que se incre­mentaron en gran medida en la década de 1890, y el llamado en la épo­ca «movimiento feminista», fueron considerados peligrosos y contra­rios a la feminidad. No obstante, algunas mujeres promovieron publi­caciones y se incorporaron a los partidos políticos, como fue el caso de Juana Belén Gutiérrez de Mendoza, destacada promotora de un sema­nario de oposición aEorfirio Díaz - Visper- y miembro activo del Partido Liberal Mexicano.

Sin embargo, los reclamos políticos no eran exclusivos de las mu­jeres de las clases altas y el caso mexicano muestra claramente lo que, sin duda, se produjo en otros países latinoamericanos y es que la parti­cipación y los reclamos políticos femeninos coincidieron con el dete­rioro de las condiciones materiales de vida de las mujeres.

En Puerto Rico, último caso aquí esbozado, sometido al colonialis­mo peninsular hasta la firma del Tratado de París, sabemos que en las últimas décadas del siglo XIX no se desarrolló un movimiento feminis­ta al uso, lo cual no impidió que algunas mujeres destacaran en las lu­chas políticas sostenidas por criollos y peninsulares. Mujeres excepcio­nales formaron parte de las juntas revolucionarias de 1898 aceptando al igual que los varones las responsabilidades de la insurrección, pero entonces las hacendadas y las mujeres de la pequeña· burguesía no es­taban en condiciones de luchar por los derechos políticos (Picó, 1975).

A MANERA DE CONCLUSIÓN.

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA MUJER EN LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADD-NACIÓN

La historia de las mujeres ha seguido diversas estrategias y se ha in­terrogado acerca de los grupos antes invisibles estudiando los códigos prescriptivos sobre la dote y los derechos hereditarios, las relaciones so­ciales, los valores en torno al honor, a la familia y a la sexualidad, así como sobre las instituciones en las que se vieron involucradas las mu­jeres, tales como los conventos y las asociaciones. También ha aborda­do el papel de las mujeres como participantes activas de la sociedad, pese a la subordinación genérica, a través de la revalorización de funcio­nes vitales, tradicionalmente devaluadas, y que refieren directamente al ámbito político. Desde esta perspectiva, se ha estudiado la contribu­ción femenina en los levantamientos políticos, los ritos, lós actos colec­

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tivos, profundizando en la dicotomía entre códigos prescriptivos, ideolo­gías e instituciones sociales y la vida real y cotidiana.

Las muj<;.res latinoamericanas fueron, frecuentemente, juzgadas como un elemento conservador desde el punto de vista electoral, y sólo empezaron a alcanzar el derecho al voto en la década de 1930. Hasta ese momento, el Estado liberal se había constituido como un sistema de coacción y reforzado su autoridad en el orden social legitimando normas y formas de sociabilidad, manteniendo las ideas patriarcales y reafirmando la presencia del varón como el ideal. Ciertamente, el libe­ralismo no reconoció a la mujer una relación específica con el Estado y, generalmente, las actividades políticas y públicas femeninas no fue­ron consideradas como una esfera relevante de la sociabilidad estatal. Sin embargo, esto no excluye que las mujeres detentaran cuotas de po­der que les permitieron participar activamente en el entramado formal e informal del diseño estatal. Comparar la situación jurídica tiene sen­tido si pensamos que el siglo XIX fue el siglo de las codiftcaciones y el de la definición de los derechos. Conviene anotar al respecto que, a pe­sar de que el feminismo y la historia de las mujeres han descrito el tra­to que los grupos de élite intelectual y el Estado han dado a la diferen­cia sexual, no han analizado el papel que les cupo a las mujeres en la construcción del Estado nacÍonallatinoamericano desde la construc' ción jerárquica del género. Si pensamos que el género es, además de un sistema de relaciones sociales de poder, un sistema social que divide el poder, es fácil concluir que estamos frente a un sistema político y pode­mos volver a pensar el Estado desde la perspectiva de las sociabilidades de las mujeres como una importante práctica en el juego estatal.

El análisis que proponemos sobre la situación jurídica de las muje­res en los derechos latinaomericanos del siglo XIX trata de ofrecer una perspectiva histórico-social, política y sociológica incorporando al de­bate un tema que tradicionalmente ha sido ignorado, el de la presen­cia de las mujeres, el de su inclusión o exclusión sistemática del orden jurídico, el de la práctica jurídica frente al avance nOlmativo, las argu­mentaciones y discusiones de los legisladores burgueses, la jurispruden­cia que de alguna manera acompaña, al tiempo que regula y es conse­cuencia, el orden social y las relaciones que se- configuran y consolidan en dicho marco.

En las últimas décadas del siglo XIX, algunos movimientos de eman­cipación de la mujer coincidieron con el acceso femenino a asociacio­nes laicas, plataforma de expresión que sirvió para reivindicar derechos civiles y deberes sociales, y que puso énfasis en la educación y el acce­so al mercado de trabajo. Las mujeres se convirtieron en sujetos de no­

vedosos discursos que avalaron prácticas sociales en las que, de alguna manera, complementaron al Estado, aunque a veces compitieron con él. Si el Estado encama diferencias de género al reforzar el poder mas­culino, y si el Estado-nación se ha construido sobre la subordinación legal de las mujeres, ¿pudo el poder femenino participar activamente en la construcción de ese Estado?

En América Latina, la actividad política femenina ha sido, general­mente, indirecta y tangencial, en ocasiones dependiendo de momen­tos de crisis, y ha mantenido la frontera tradicional fijada para las mu­jeres. En el complejo periodo que va de 1870 a 1900 y que los historia­dores han coincidido en señalar como el momento de construcción del Estado nacional en América Latina, es posible identificar una serie de problemas relativos a la participación de las mujeres en dicha cons­trucción, a la conformación de los roles femeninos por parte de dichos dispositivos de control institucional, así como a los reclamos y deman­das que las mujeres dirigieron a las élites interactuantes. Sin embargo, debemos hacer dos salvedades: por un lado, hablar de las mujeres en la era del «nacionalismo» no es lo mismo que hablar de las mujeres en la construcción de la nación; por otro lado, el feminismo que sigue el modelo británico y norteamericano del siglo XIX y principios del XX halló poca resonancia entre las mujeres de América Latina. Por ende, las herramientas de análisis deben tener en cuenta las especificidades locales que allí se conformaron. Es necesario, por consiguiente, revisar la relación entre Estado y sociedad que, en el caso de América Latina, es central para comprender la profunda imbricación entre mujeres y naciones, la manera en que se han construido las relaciones de género por Estados reputados «modernos» o "liberales» cuya naturaleza es ex­

¡ cluyente. ¡ Las mujeres, a partir del aprovechamiento de cuestiones tales como ¡ el tejido asociativo, aportaron a la sociedad civil y al Estado el sentido

I moralizador de sus iniciativas llevadas generalmente al terreno de los más desfavorecidos, tanto en el mundo eclesiástico como en el de la notabilidad. La valoración pública de virtudes catalogadas como feme­ninas y el traslado de esas mismas virtudes privadas a la esfera pública exigió su conversión en virtudes cívicas. Las experiencias ciudadanas

f protagonizadas por las mujeres en el ámbito de la sociabilidad se ha­cen visibles en el plano de los discursos -legales, filosóficos, políticos y propios del higienísmo- yen el de las representaciones en espacios cívicos como la religiosidad y la filantropía. Las últimas tres décadas del siglo XIX facilitaron el ejercicio de actividades públicas femeninas en diversos espacios de la sociabilidad: el hogar, la Iglesia, las tertulias

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. .. y las asambleas convocadas en el seno de las asociaciones femeninas laicas que constituyeron, cada una a su manera, una faceta de la socia· bilidad femenina en el marco del ejercicio político y estatal. Como ve· mos, se trata de un entramado de espacios formales y no formales que coadyuvaron a la construcción del Estado y que crearon intersección entre la esfera privada y la esfera pública. La dinámica política fue en los hechos transversal a las relaciones del género y estas relaciones im­pregnaron el proceso de construcción del poder político.

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