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1 Universidad Católica de Salta Licenciatura en Trabajo Social- Año 2015 Historia Social Latinoamericana “LA LLEGADA DEL CRISTIANISMO A AMERICA” Alumnos: Candy, Cynthia Gatti, Macarena Guari, Eugenia Victoria, Nazaret 2015

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Universidad Católica de Salta

Licenciatura en Trabajo Social- Año 2015

Historia Social Latinoamericana

“LA LLEGADA DEL CRISTIANISMO A AMERICA”

Alumnos:

Candy, Cynthia

Gatti, Macarena

Guari, Eugenia

Victoria, Nazaret

2015

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MACARENA

Las dos grandes transformaciones que caracterizan el momento presente de la sociedad occidental –la transformación cultural y la transformación religiosa- repercuten profundamente en el cristianismo. El análisis de las mismas permite tomar consciencia de los verdaderos desafíos que tendrá que enfrentar el cristianismo del futuro. El centro de la crisis actual es, pues, el fin de una figura histórica de cristianismo. Para construir una nueva figura es preciso regresar a lo que constituyó la originalidad del hecho cristiano. El futuro del cristianismo en América Latina, como parte integrante de esa historia solo podrá ser pensado en su especifidad, tomando en consideración esa problemática.

Sería imposible abordar la cuestión del futuro del cristianismo en América Latina sin pasar por un análisis de la actual situación del cristianismo como conjunto. Al fin y al cabo, querámoslo o no, son muchas las formas en que esta situación nos condiciona.

Uno de los aspectos del cambio cultural del occidente, se hizo manifiesto, en un primer momento, con la secularización progresiva de la sociedad y la cultura a partir de los años 60 del siglo pasado. Dos o tres décadas después, contra todas las provisiones de los sociólogos de la muerte de Dios, aparece, de manera inesperada, un fenómeno que los propios sociólogos denominaron “retorno de lo religioso” o “la revancha de lo sagrado”. Mas esas oscilaciones eran solo la punta del iceberg, la manifestación visible de una transformación mucho más profunda: la tentativa de la cultura moderna de auto- comprenderse, organizarse en sociedad y construir el sentido de la historia dentro de los estrictos límites de la inmanencia mundana, desterrando asi de su horizonte cualquier referencia a la trascendencia. La situación espiritual de la sociedad moderna, en si misma, da que pensar. Esa búsqueda de lo sagrado es inseparable de la crisis de sentido en la que se sumergió la sociedad occidental. Lo que podía significar, por un lado, que la intrascendencia de la vida, ese confinamiento del individuo en el horizonte estrecho de la inmanencia, acaba sofocando a la persona y se torna insoportable. Y por otro lado, podría ser la prueba de que no es tan fácil para el ser humano, sofocar por completo la trascendencia que lo habita. Sin que eso signifique que la cuestión de Dios haya sido resuelta. Al contrario, es en el fondo de esa crisis donde deben ser buscadas las causas de esa formidable transformación cultural de lo religioso que caracteriza a la sociedad occidental.

Tres factores parecen estar configurando esa ‘situación espiritual’ en la cual puede ser detectada la metamorfosis de lo religioso en la sociedad occidental: el factor cultural del ‘viraje antropocéntrico’ de la modernidad, el sorprendente retorno de lo religioso reprimido, y el fenómeno del pluralismo religioso como uno de los resultados del

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encuentro entre culturas diferentes. La crisis actual es el resultado de la interacción de esos tres factores.

El primero estaba implícito, en lo que arriba fue dicho sobre la transformación cultural: el viraje antropocéntrico llevaba consigo una transformación de las relaciones del sujeto moderno con la transcendencia. Lo que se hizo manifiesto en el desplazamiento social de la religión. Ésta ya no tiene en la sociedad moderna una función que la justifique. La sociedad se organiza en todas sus dimensiones (sociales, políticas, económicas y culturales) siguiendo los criterios por ella misma establecidos. Lo que en sí mismo representa una conquista: la necesaria distinción y separación entre las esferas social y religiosa, y la justa afirmación de la autonomía de la sociedad con relación a la Iglesia.

Mas esa emancipación se extendió también a la transcendencia. El viraje antropocéntrico colocó al ser humano como centro absoluto de toda la realidad, ‘principio y fundamento’ de lo que es bueno, de lo que tienen valor, de lo que puede ser admitido y de lo que debe ser rechazado. En otras palabras, el ser humano no sólo se entiende a partir de sí mismo sino que se funda en sí mismo. Y, por ello, puede disponer plenamente de sí, del mundo y de la historia. Esta reflexión de todo el dinamismo humano para dentro de la historia no podía dejar de tener consecuencias en la construcción del sentido de la vida. El vacío de sentido que aflige a la sociedad moderna parece estar mostrando que el ser humano no se contenta fácilmente con las ‘pequeñas transcendencias’ que pretenden sustituir a la verdadera ‘transcendencia mayor’. Sea como fuere, aquí está el primer aspecto de una profunda transformación de lo religioso por lo cultural.

El segundo factor de la ‘situación espiritual’ de la sociedad actual es el retorno de lo religioso de manera anárquica y bajo las formas más heterogéneas. Fenómeno plausible después de la secularización progresiva de la sociedad moderna a partir de los años 60 del siglo pasado. Es difícil explicar las causas de esta inesperada efervescencia religiosa. Pero no se puede negar que tenga alguna relación con la crisis de sentido que afecta no sólo a los individuos sino a la sociedad como conjunto. Es como si, sofocado por la intranscendencia de la vida y cansado ya de sus proyectos de autosalvación, el ser humano moderno vislumbrase en ese redescubrimiento de lo religioso una puerta para salir de sí, para trascenderse, en la búsqueda de respuestas para sus necesidades subjetivas: las cuestiones fundamentales de la vida, de la muerte, del sentido y del amor.

Más no debemos engañarnos. Retorno de lo religioso no equivale necesariamente al reencuentro con Dios. Es ahí donde radica la novedad y la ambigüedad de ese fenómeno. En rigor no se trata de un ‘retorno’ porque no hay una vuelta a las formas religiosas tradicionales. Al contrario, las religiones tradicionales no responden ya a esa búsqueda de ‘transcendencia’ y de

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‘espiritualidad’. Lo sagrado es reconstruido, de manera muy subjetiva, en una simbiosis contradictoria de horizontes y perspectivas en que es posible encontrar ciencia, filosofía, gnosis, religiones orientales, esoterismo, ocultismo y hasta las formas religiosas más arcaicas. Es toda esa diversidad la que se acostumbra agrupar bajo la cómoda denominación de ‘nuevos movimientos religiosos’. Ahí aparece el segundo aspecto de la transformación cultural de lo religioso: para dar cabida a tal heterogeneidad es preciso ampliar de tal forma el concepto de lo ‘religioso’ que él pierde su sentido original. De ahí la ambigüedad del fenómeno y la lucidez indispensable para discernir ese sorprendente ‘ímpetu religioso’.

El tercer factor, finalmente, es que por el hecho de vivir en una época de pluralismo religioso se hizo una realidad el encuentro entre las religiones. Pluralismo ‘de facto’. Religiones que hace algún tiempo nos resultaban extrañas y hasta exóticas, forman parte de nuestro cotidiano convivir. Pluralismo ‘de derecho’, porque a los ojos del derecho, dentro del cual se constituye el Estado moderno, todas las religiones son iguales y sujetas a los mismos derechos y deberes. Es pronto todavía para que podamos prever todas las consecuencias de esa nueva situación. Si por un lado, es una realidad cargada de promesas, por otro, ya probó que posee en sí misma un enorme potencial explosivo, por la inextricable relación que existe entre lo religioso, lo cultural y lo étnico. Lo vivido actualmente -en todos los continentes- es la prueba cabal de cuán difícil es, aun dentro de un mismo país, la convivencia entre los diversos grupos religiosos; y más todavía cuando un tercer país recibe esa diversidad llegada de diferentes países.

Ese es, sin duda, un tercer aspecto de nuestra ‘situación espiritual’ que contribuye a la transformación cultural de lo religioso. Porque en el encuentro entre las grandes religiones de la humanidad, la aparente univocidad del lenguaje (divino, transcendencia, Dios, realidad última, experiencia mística, etc.) esconde diferentes experiencias de Dios, de la relación del sujeto con Dios y con el mundo, de la salvación, etc., que no son intercambiables. ¿Puede el moderno sujeto occidental, marcado por la tradición cristiana de Dios, contentarse con una transcendencia que no sea personal? ¿Puede renunciar a su condición de ‘persona’ ante Dios y a su responsabilidad por la historia? Es suficiente (para ese ser humano concreto que es el sujeto moderno occidental) perderse en el Todo o sumergirse en la Plenitud cósmica para realizar la búsqueda de la transcendencia?

MACARENA-------------------------------

NAZARET

Al contemplar simultáneamente esos tres aspectos, tomamos conciencia del alcance de la transformación cultural de lo religioso en la sociedad occidental. Por un lado la extensión sin límites del concepto de lo ‘religioso’ vuelve cada vez más impreciso en su contorno y más ambigua la experiencia que de él resulta. Muchas

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de las experiencias ‘espirituales’ actuales son experiencias de autocentramiento, inmersiones en la propia interioridad. En tales experiencias, ‘dios’ es sólo un pretexto para el encuentro de la persona consigo misma. Y ésa es la segunda señal de la transformación de lo religioso operada por la modernidad: el desplazamiento del horizonte de sentido como una profunda metamorfosis de lo sagrado. Muchas de las actuales formas y expresiones religiosas, se inscriben no en el horizonte de una transcendencia real, anterior y exterior al sujeto, sino en el horizonte de la inmanencia. Lo ‘sagrado’ es lo humano, las causas, los valores, las experiencias éticas en las que las personas, de alguna forma, salen de sí mismas y se ‘trascienden’. ¿Pero estamos todavía ante lo sagrado transcendente o se trata de un sucedáneo del verdadero Absoluto? Ese desplazamiento explicaría también un último aspecto de la actual transformación de lo religioso: la nivelación de las experiencias de búsqueda y el resurgimiento de formas arcaicas de lo religioso. Es como si todo fuese igualmente válido y las mediaciones de la búsqueda fuesen intercambiables. ¿Pero puede el sujeto moderno regresar al pasado y voltear el salto cualitativo que representó para la conciencia humana la conquista que tuvo lugar cuando surgieron las grandes religiones mundiales en el primer milenio antes de Cristo?

Esto es lo que llevó a algunos estudiosos a designar la situación actual como ‘segundo tiempo axial’ utilizando la expresión que K. Jaspers acuñara precisamente para caracterizar la ruptura introducida en la conciencia religiosa de la humanidad por el surgimiento de las grandes religiones, aproximadamente entre 800 y 200 a.C. En una misma área geográfico-cultural (China, India, el actual Irán; Grecia e Israel en el Mediterráneo), y de forma simultánea, tuvo lugar una radical transformación de la visión del mundo que estaba ligada a la depuración de la idea de lo divino y cambió la manera humana de relacionarse con la transcendencia. Los efectos de ese cambio marcaron el curso de la historia y de la civilización hasta hoy, en el ámbito sociocultural y en el ámbito religioso. Las profundas transformaciones por las que pasa hoy Occidente, tanto desde el punto de vista cultural como religioso, hacen tentadora esa aproximación. Tanto más que, una de las características de nuestro tiempo, es la aproximación entre las mismas culturas y religiones que forman parte de la misma área en la que tuvo lugar aquella primera transformación. ¿No estaremos viviendo hoy, por lo menos en occidente, una transformación semejante?

No es necesario un gran esfuerzo para percibir que esas transformaciones -cultural y religiosa- de la modernidad, afectan profundamente el cristianismo y lo obligan a repensarse en su totalidad. Como primera conclusión, es suficiente señalar las dos principales repercusiones que esa transformación supone para el cristianismo: su desplazamiento social y la cuestión de su identificación con la cultura occidental.

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En primer lugar, el desplazamiento social. Por razones históricas el cristianismo fue de hecho la religión que reinó de manera única y casi exclusiva en Occidente. No era fácil, por eso, la separación entre cristianismo y cultura. Sobre todo desde la cristiandad medieval, en la que ser ciudadano y ser cristiano eran sinónimos. Lenta pero implacablemente, el proceso de la modernidad puso fin a esa situación. Al constituirse en una autonomía, a partir de dos presupuestos que ella misma se da, la sociedad moderna desplazó a la religión -en nuestro caso al cristianismo- para la periferia de la sociedad. Poco a poco, todos los ámbitos que constituyen el tejido de la vida social fueron arrancados de la tutela de la Iglesia. La religión quedó confinada al ámbito personal y particular de los individuos, ya no desempeña más una función social.

Incluso hoy día es difícil para el cristianismo -por lo menos para la Iglesia Católica- asimilar todas las consecuencias de ese desplazamiento. Lo que, por un lado, es comprensible, pero, por otro, es lamentable. Comprensible, porque ello significa la pérdida del lugar privilegiado que la Iglesia ocupó durante tantos siglos en la sociedad occidental, con todas las ventajas que de ello se desprendían: visibilidad, poder, influencia en la configuración de la vida social, entre otras. Pero lamentable, porque esa resistencia genera animosidad y antipatía contra la Iglesia y en nada contribuye a que ella se sitúe en esa nueva realidad social y encare con nuevos fundamentos, la evangelización de la nueva situación cultural. Mas la aceptación de ese desplazamiento significaría reconocer y aceptar el fin de un cristianismo sociológico y de una visión prioritariamente institucional y jerárquica de la Iglesia.

La segunda consecuencia de esa transformación es lo que podríamos llamar ruptura entre cristianismo y cultura occidental. Aspecto relacionado con lo anterior y no menos problemático, por esa especie de simbiosis histórica entre fe cristiana y cultura occidental, a través de la cual llegó hasta nosotros el cristianismo. La crisis de la modernidad pone al desnudo esa identificación y la deshace teórica y prácticamente, lo cual se revela en la crisis de valores, en el individualismo exacerbado y en la clausura del horizonte de la transcendencia. La cultura de la modernidad dejó de ser cristiana, aunque todavía quedan en ella vestigios indelebles de su convivencia secular con el cristianismo. Pero no se inspira ya en el cristianismo. En ese sentido, podría ser designada como ‘pos-cristiana’.

Esa situación, paradójicamente, libera al cristianismo de la tentación de identificarse con una cultura, la occidental, y crea las condiciones para que pueda ser, de hecho, universal. La fe tiene que ser expresada en todas las culturas. El cristianismo sólo puede existir encarnándose dentro de cada cultura, pero no se identifica con ninguna porque no se agota en ellas. Es el desafío que suscita la inculturación, tan ansiada como delicada, con todo su alcance y sus consecuencias, que apenas comenzamos a vislumbrar. ¿Mas no fue ese el riesgo que asumió el

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cristianismo primitivo al adentrarse en la cultura helenística, abandonando su suelo natal, que era el judaísmo?

Es comprensible que esta ruptura nos asuste. Representa, de hecho, el fin de la figura histórica del cristianismo que nosotros conocemos; la forma en la que él se encarnó y le dio consistencia y visibilidad durante tantos siglos. La crisis de la cultura moderna no podría dejar invulnerable la fe cristiana y las ‘traducciones’ culturales de la misma. Y no sólo el lenguaje utilizado, sino también el horizonte teórico de comprensión, las formas institucionales y las expresiones religiosas. Todo esto nos da la medida de lo que está en juego para la fe cristiana en este momento histórico. No se trata de reformas (por más urgentes que sean), ni de simples adaptaciones al nuevo contexto, sino de repensar la totalidad del cristianismo a partir de nuevos presupuestos. Tarea ingente, para la que la mayoría de los cristianos, a juzgar por lo que parece, no estamos todavía preparados. Sin terminar de realizar la transposición del cristianismo tradicional al horizonte de la modernidad, se nos exige ahora repensar y traducir la fe en el contexto de la posmodernidad.

Hay muchos indicios de que no hay todavía una estimación -inclusive en las diversas esferas del ejercicio de la autoridad pastoral de la Iglesia- de la gravedad de la situación actual. Nos tendríamos que preguntar si nuestras opciones pastorales tienen ante la vista un futuro que nos provoca, o un pasado que se quiere proteger a cualquier costo. El pragmatismo inmediatista de ciertas propuestas de evangelización, hace sospechar que estamos todavía habitados por el fantasma de la cristiandad, o el de la neo-cristiandad: primicia de lo cuantitativo sobre la calidad cristiana de la vida. ¿Estaremos preparando de esa forma el terreno para una verdadera recomposición de la experiencia cristiana en su totalidad, para que pueda llegar a nosotros un futuro nuevo para la fe?

NAZARET--------------------------------------------

EUGENIA

La descripción de la situación actual podría parecer excesivamente dramática y sombría si no encontrase eco, cada día, en nuestra experiencia existencial. No sólo como cristianos sino como hombres y mujeres sometidos a las mismas perplejidades y angustias de nuestros contemporáneos. La situación actual nos desconcierta. Nadie escapa hoy a la angustia de no saber, de tener que abrir caminos -personales, familiares, profesionales, etc.- en un mundo sin referencias claras y definidas. No podría ser de otra manera para la fe de cada cristiano y para el cristianismo como totalidad.

Mas no podemos olvidar que la fe cristiana ya dio más de un paso en la búsqueda de nuevos caminos. Por otra parte, no es la primera vez en su historia

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que el cristianismo se encuentra en una situación crítica, de crisis, crucial y, por tanto, de encrucijada. En tales situaciones nunca faltaron pronósticos sobre ‘el fin del cristianismo’. Pero no parece que se hayan realizado. Lo cual no puede servir como consuelo fácil, ni disminuir en nada la responsabilidad que nos corresponde en este momento histórico, pero nos alivia de un peso que resultaría insoportable si el futuro dependiese sólo de nosotros. El cristiano no es optimista por cerrar los ojos a la dureza de la realidad, eso sería una ceguera irresponsable. El cristiano es optimista por exceso, no por defecto. Su experiencia está fundada en la experiencia de una promesa que ya dio pruebas de su fidelidad mayor. Es la que nos permite ir hasta las raíces de la crisis actual y encarar sin miedo las respuestas que va a exigir

No se trata de teorizar sobre esta cuestión, sino de preguntarse –no sólo en función de los otros, sino para nosotros mismos como cristianos- dónde reside la ‘novedad’ cristiana. La pregunta no es ociosa, ni la respuesta debe ser dada de antemano como conocida, y menos todavía como evidente. Son justamente esas falsas ‘evidencias’ las que nos impiden sentir el choque producido al inicio, por el anuncio cristiano, y lo que hay en él de verdaderamente inaudito y desconcertante. Es en este sentido que la cuestión de la identidad no puede ser puesta de lado. No como algo que impediría el diálogo, porque nos separaría y distanciaría de los otros, sino como aquello que nos permite ir al encuentro de los otros, desarmados, precisamente por no poseer otra ‘diferencia’ que no sea la ‘buena noticia’ que es la vida de Jesucristo, muerto y resucitado. Pues en Jesús de Nazaret, todo está dicho y todo está por decir. Por eso la identidad cristiana es dinámica y debe estar constantemente recreándose entre su origen fundante y el presente histórico en que es vivida. Hoy, más que nunca, es preciso volver a esa ‘simplicidad’, por dentro de la complejidad y a través de la complejidad de que se fue revistiendo a 1o largo de la historia.

Un rápido recorrido por las transformaciones semánticas del concepto ‘cristianismo’ permite comprender los cambios de sentido que sufrió a lo largo de la historia y las marcas que en él dejaron esas transformaciones. El simple recurso a la etimología nos revela que la palabra cristianismo (christianismós) es derivada de cristiano (christianós). Cristiano, como es sabido, era el nombre acuñado en el ambiente pagano y helenístico (Hch 11, 26) para designar a los seguidores de Jesús, por ellos denominado Cristo. Pero fueron los paganos los que utilizaron el término para referirse al movimiento suscitado por Jesús. Movimiento, o, en la bella expresión de los Hechos de los Apóstoles, “seguidores del Camino” (9,2), o sea, un modo de ser, un estilo de vida, un ethos, que encontraba su razón de ser en una existencia concreta: la persona y la vida de Jesús de Nazaret como un todo y lo que ella implicaba.

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En sus orígenes, por tanto, el cristianismo no era visto, en primer lugar, como un culto, una doctrina o una nueva religión; no se identificaba con una raza, ni podía ser delimitado a un espacio cultural o sociológico. La ‘diferencia’ cristiana como alternativa a lo que eran los judíos o los paganos, se transparentaba y se afirmaba con la vida.

El cristianismo, heredero de la ‘antigüedad tardía’, se vino a ser, por motivos de orden socio-histórico, la matriz fecunda de lo que luego se llamaría cultura occidental. En esa secuencia, la Edad Media conoció un profundo cambio del sentido primitivo de la palabra cristianismo, a ‘cristiandad’, como espacio geográfico y como ámbito social dentro del cual vivían los pueblos cristianos. Es el aspecto sociológico, cuantitativo y mensurable del cristianismo en oposición a su diferencia cualitativa. Para referirse a la interioridad de la vida cristiana -el contenido de la fe- los medievales utilizaban palabras como ‘fe’ o ‘religión’.

La Reforma protestante recuperó la palabra ‘cristianismo’ en una actitud de oposición crítica a ‘cristiandad’, concretada en la Iglesia institucional y en sus prácticas. Al rehabilitar el término ‘cristianismo’ para criticar a la Iglesia, la Reforma quería afirmar cual era la ‘verdadera fe’ y dónde se encontraba: no en lo ‘eclesial’ sino en lo ‘cristiano’. Cristianismo pasó a ser, entonces, la referencia primera y fundamental de la vida cristiana. Esta connotación crítica del término, que parte de la distancia evidente entre lo que debería ser una vida evangélica y lo que de ella aparece en el rostro humano de la Iglesia, tiene en su origen el deseo de cambio y conversión que suscitó siempre la vuelta al evangelio. Porque esa aceptación estaba siempre presente, al menos implícitamente, en todos los movimientos de renovación, ya sea en las sectas religiosas, ya en las críticas de los humanistas, y después de la Reforma hasta la Ilustración.

La ruptura de la unidad eclesial por la Reforma y la multiplicación de las ‘confesiones’ entre los propios reformadores contribuirá a que el término ‘cristianismo’ sea utilizado, al poco tiempo, para reunir en un denominador común las diversas ‘confesiones cristianas’. Después, en los siglos XVII y XVIII, de cara a los librepensadores por un lado, y al creciente interés teórico por otras religiones no cristianas, la palabra ‘cristianismo’ acabó siendo un simple sinónimo de ‘religión cristiana’. Aceptación esta, que, por lo demás, conserva hasta hoy. En su abstracción -destino de todos los vocablos construidos como ‘ismos’- no deja trasparentar la realidad concreta que le dio origen: la vida de Jesús de Nazaret, en su totalidad. Además de eso, encubre realidades extremadamente heterogéneas en las que se refleja la figura histórica del cristianismo occidental.

Fue necesario esperar al siglo XX para que el término ‘cristianismo’ volviese a tener un lugar destacado dentro del propio catolicismo. No porque hubiese sido desterrado, sino por las connotaciones críticas que había adquirido a partir de la Reforma. El término ‘católico’, en oposición a ‘cristiano’, acabó siendo el símbolo

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no sólo de la resistencia a la Reforma -y cada vez más en el mundo moderno- sino de la continuidad con la tradición eclesial. La transformación del horizonte de la teología católica y el clima propiciado por el Vaticano II, explican que, a partir del Concilio, los teólogos católicos hayan dado preferencia al término ‘cristianismo’ en vez de ‘catolicismo’, incluso para referirse a la Iglesia católica. Cambio significativo que puede parecer sutil, pero es un comienzo significativo de lo que el Concilio designaba como la ‘vuelta a las fuentes’ y expresión de un nuevo clima ecuménico e interreligioso.

EUGENIA-------------------------------------------------------

CANDY

Este rápido recorrido por la semántica de las palabras, manifiesta con claridad, que la cuestión de la identidad no puede ser tratada sólo de manera teórica. El cristianismo -y con él la identidad cristiana- sólo existe en su condición concreta, histórica, encarnada. De la misma forma que no existe un cristianismo puramente ‘sociológico’, tampoco existe un cristianismo químicamente puro, espiritual, ideal. Es a través de la encarnación de la experiencia cristiana –encarnada, y por eso, limitada- como tenemos acceso a lo que es ‘cristiano’. La teología podrá elaborar teóricamente la ‘identidad cristiana’, pero ésta, en su condición histórica nunca podrá ser totalmente transparente.

Esta observación es importante si queremos discernir cuáles son las transformaciones que el actual momento histórico exige del cristianismo. Lo que está en juego no es su identidad teóricasino su identidad histórica. El cristianismo tiene que aprender a discernir en sí mismo lo que es o lo que no es cristiano. En la ‘identidad histórica acumulada’ del cristianismo no todo es transparencia del Evangelio. El recorrido semántico que acabamos de recordar, manifiesta muchas adherencias nada ‘cristianas’, incrustadas a lo largo de la historia, no sólo en palabras sino en la vida de la Iglesia, que dejaron marcas profundas que nos condicionan hasta hoy. Basta nombrar, como ejemplo, la presencia obsesiva en el imaginario cristiano del mito de la cristiandad como ideal del cristianismo. Además de haber sido mucho más un sueño que una realidad, esa concepción del cristianismo dejó secuelas indelebles (como la primacía de lo cuantitativo y mensurable sobre lo cualitativo, y la predilección por lo institucional como forma de visibilidad de lo ‘cristiano’) que hasta hoy el tiempo no ha logrado hacer olvidar. O también, la progresiva ‘eclesiastización’ del cristianismo durante toda la época moderna (con el predominio de lo jerárquico, y por consiguiente, de la autoridad y del poder, en detrimento de la comunión entre iguales) y la inevitable, todavía indebida, identificación de lo ‘eclesial’ con lo ‘eclesiástico’.

Mas hay dos aspectos en los que es innegable la reducción histórica de la identidad cristiana: su ‘transposición doctrinal’ y su ‘transposición religiosa’. No se

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trata de negar el valor y la importancia de esos dos aspectos para la existencia cristiana, ambos visibles desde los primeros siglos cristianos, y explicables por las circunstancias históricas de la inculturación del cristianismo en el ambiente helenístico. Lo que importa ahora, en términos de discernimiento, es percibir hasta qué punto su perpetuación introducía un desequilibrio profundo en la vivencia de la fe cristiana. Cosa que parece evidente en ambos casos.

La ‘transposición doctrinal’, en primer lugar. Hay una distancia muy grande entre la necesidad intrínseca de la racionalidad, por parte de la fe, y la transformación de la misma en un sistema racional. El primer aspecto es evidente. Sin un ‘logos’ intrínseco, la fe cristiana sería un grito desarticulado. La inteligibilidad le es necesaria tanto para comprender la propia experiencia como para comunicarla a los otros, para explicarla, para defenderlo. ¿Quién se atrevería a minimizar la monumental obra teológica del cristianismo desde su inicio hasta hoy? Mas la fe cristiana, más que una cuestión de la razón, es una cuestión de la experiencia. Por la simple razón de que tiene su punto de partida en un acontecimiento histórico: la existencia concreta de Jesús de Nazaret. No se trata, evidentemente de una alternativa. Pero el modo de articular experiencia y reflexión puede tener consecuencias decisivas. ¿Cómo negar, desde el punto de vista histórico, un desequilibrio entre los dos aspectos que penden siempre del lado de lo doctrinal? El cristianismo se tornó un ‘sistema de verdades’, una doctrina que era necesario saber y aceptar, mas sin impacto en la vida. No por acaso, la iniciación cristiana perdió su lado ‘mistagógico’, de iniciación a la experiencia, para reducirse a la enseñanza de la doctrina cristiana: la catequesis. Desequilibriohistórico, no teórico, de la ‘identidad cristiana’ cuyo eco resuena hasta hoy en la preocupación por la ‘verdad’ y la obsesión por la ‘ortodoxia’. Como si la única y plena ortodoxia no exigiese también una ortopraxis, una vida coherente con aquello que se confiesa.

El segundo caso es el de la ‘transposición religiosa’. El problema persigue al cristianismo desde sus orígenes. Y estaba en la raíz de la fe cristiana, cuya especificidad hacía de ella algo inclasificable, tanto para el judaísmo cuanto a los ojos de los paganos. No es por casualidad que los cristianos fuesen llamados ‘ateos’ y el cristianismo despreciado como ‘inreligiosa prudentia’, porque ponía en peligro la religión tradicional.

No se trata de discutir aquí, si el cristianismo es o no una ‘religión’, la cuestión es saber si desequilibró la experiencia cristiana hasta el punto de poner sordina -omitir sin negar- aspectos fundamentales de su identidad, ya sea en el modo de encarar a Dios, ya en la manera de relacionarse con el mundo y con la realidad humana.

Por eso, no viene al caso reeditar en este momento la distinción barthiana –cómoda, pero ineficaz para un discernimiento- entre fe y religión. Decir que el

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cristianismo es ‘fe’ y no ‘religión’ es una respuesta formal que no explica por qué fue identificado como una religión. La respuesta a esa pregunta no puede ser dada a priori, porque ella surge en la historia, en los momentos en que la identidad cristiana deja de ser clara y evidente. Como es hoy nuestro caso. No es porque el cristianismo dejó de ser la ‘religión’ única -y más de una vez oficial- de Occidente, sino por la trampa que representa para la identidad cristiana la efervescencia religiosa y espiritual de la sociedad contemporánea. ¿Puede el cristianismo ser equiparado a esas experiencias ‘religiosas’? Todo indica que los ‘dioses’ -las experiencias ‘religiosas’- social y culturalmente correctos hoy, poco o nada tienen que ver con el Dios de Jesucristo, que, en definitiva, constituye la médula de la ‘diferencia’ cristiana.

Esos dos ejemplos son suficientes para mostrar concretamente la relación que hay -y que habrá siempre- entre lo ‘esencial’ de la fe cristiana (la ‘identidad’) y sus realizaciones históricas. Esa es la razón por la que el cristianismo siempre puede dar ‘más’ de sí; y por la que tiene futuro. Pero un futuro que sorprende y desconcierta porque en él siempre habrá algo nuevo e inédito dada su riqueza inagotable. Reconocer a tiempo esa distancia es la condición para discernir lo que es o no evangélico en las realizaciones históricas, y tener el coraje de desabsolutizarlas.

En realidad, la fe cristiana, mucho más que ‘creer lo que no vemos’, es la obstinación de ‘no creer lo que vemos’, o sea, no aceptar que la realidad desfigurada sea la última palabra. Precisamente porque esperamos, porque creemos en el ‘exceso’ de lo real. La esperanza cristiana, así entendida, nos hace llevar tan en serio el presente que ni los condicionamientos del pasado, ni las incoherencias del presente, nos pueden disuadir de la certeza de un futuro nuevo. Porque el presente es más, puede dar más de sí, de lo que intentan afirmar nuestros análisis. Para el cristiano, la historia, y por tanto, el futuro, está entregado a la responsabilidad del ser humano, aunque no tiene en él su fundamento. Porque la historia de Dios con el ser humano comienza con una promesa que abre el presente para una realización y una plenitud inesperadas.

Por eso, cualquier realidad -aun la más desfigurada- está preñada de una ‘reserva de sentido’, es más de lo que la vida deja trasparentar. Una de las grandezas del hecho cristiano es haber liberado a la historia del fatalismo y de la necesidad. Precisamente porque en ella hay siempre lugar para lo imprevisible de Dios. El futuro, en términos cristianos, no puede ser ‘proyectado’ porque no lo dominamos; es advenimiento, algo que nos llega como don, como gracia que nos sorprende, algo que viene a nosotros, que está por-venir. Aquí está porque sólo puede ser inédito: verdadera creación; fruto de la apertura responsable de la libertad humana a la promesa y al don de Dios.

CANDY-------------------------------------------------------------------- 

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