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Historias de magos Algunas historias suceden en la vida sólo para ser contadas; son historias que trae el destino generoso para regocijo de un alma deseosa de transformarlas en palabras. Es así que nace lo que voy a narrarles. Hombres hay muchos; también mujeres hay muchas, los hay de todas las características posibles, religiones, razas, ideologías, pero sólo hay un hombre y una mujer como los de mi historia. Las personas se encuentran por alguna razón, el universo dispone los medios para que suceda. Pero luego deja que hagan el resto; provoca el encuentro, pero los protagonistas deberán tejer la historia. Pueden construir algo maravilloso o dejar que nada pase o provocar milagros, desencuentros, pasiones, dramas, obsesiones, incluso tragedias. Mi historia tiene un poco todo; pero tiene sobre todo un amor indiscutible; un amor incondicional, un amor que no renuncia, que se descontrola; que se confunde y que se afirma; un amor leal, constante, frenético; perseverante; empeñado en triunfar. Hay un elemento que tiene este amor que lo hace diferente a todos los demás amores que he conocido; y es la posesión de magia; sí, magia: pociones, aromas, sabores, contactos, palabras mágicas. He aquí la razón de relatarlo, de convertirlo en ficción para que sobreviva en el tiempo. Como dije antes es el universo el que se encarga de poner a las personas unas en el camino de otras. El universo aquí no apeló al azar; fomentó este encuentro, lo promovió; se ensañó diría para que estos dos seres incautos se cruzaran ese día. Dispuso toda su grandiosidad y soberbia para que los protagonistas se conocieran, y lo logró claro. José, un creativo, un excéntrico vaya uno a saber salido de dónde. Inteligente, perspicaz, bohemio; mago. Quiero detenerme acá porque alguien puede pensar que se trata de una metáfora, que digo mago porque tenía alguna virtud como ilusionista, que

Historias de Magos

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Historia de amor entre un hombre y una mujer; él un hombre que ama y transforma su amor en una historia mágica, ella una mujer que se descubre a partir de esa relación.

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Historias de magos

Algunas historias suceden en la vida sólo para ser contadas; son historias que trae el destino generoso para regocijo de un alma deseosa de transformarlas en palabras. Es así que nace lo que voy a narrarles.

Hombres hay muchos; también mujeres hay muchas, los hay de todas las características posibles, religiones, razas, ideologías, pero sólo hay un hombre y una mujer como los de mi historia.

Las personas se encuentran por alguna razón, el universo dispone los medios para que suceda. Pero luego deja que hagan el resto; provoca el encuentro, pero los protagonistas deberán tejer la historia. Pueden construir algo maravilloso o dejar que nada pase o provocar milagros, desencuentros, pasiones, dramas, obsesiones, incluso tragedias.

Mi historia tiene un poco todo; pero tiene sobre todo un amor indiscutible; un amor incondicional, un amor que no renuncia, que se descontrola; que se confunde y que se afirma; un amor leal, constante, frenético; perseverante; empeñado en triunfar. Hay un elemento que tiene este amor que lo hace diferente a todos los demás amores que he conocido; y es la posesión de magia; sí, magia: pociones, aromas, sabores, contactos, palabras mágicas. He aquí la razón de relatarlo, de convertirlo en ficción para que sobreviva en el tiempo.

Como dije antes es el universo el que se encarga de poner a las personas unas en el camino de otras. El universo aquí no apeló al azar; fomentó este encuentro, lo promovió; se ensañó diría para que estos dos seres incautos se cruzaran ese día. Dispuso toda su grandiosidad y soberbia para que los protagonistas se conocieran, y lo logró claro.

José, un creativo, un excéntrico vaya uno a saber salido de dónde. Inteligente, perspicaz, bohemio; mago. Quiero detenerme acá porque alguien puede pensar que se trata de una metáfora, que digo mago porque tenía alguna virtud como ilusionista, que podía realizar algunos trucos como multiplicar pañuelos, aparecer palomas, trucos con los naipes. No. José era mago de verdad; tenía poderes, poderes especiales. Preparaba manjares a los que algo que no eran especias les agregaba; también bebidas que provocaban estados diferentes, nuevos; aromas embriagadores música que despertaba sensaciones distintas, ánimos, sueños, sentimientos. Pero lo que realmente lo convertía en mago eran sus palabras, palabras mágicas; palabras que transformaban las cosas, los momentos, el tiempo.

Lara; una melancólica, inconstante, rara, solitaria; inconsistente, en una eterna búsqueda de sí con resultados bastante adversos. Idealista, frágil, algo ingenua pero había acopiado una multitud de máscaras dispuestas para ser usadas en cada ocasión; máscaras que utilizaba para no ser descubierta. Y resultaba, ya que muchos se confundían frente a ella. Lara era intrigante y José descubrió por qué ella nunca se miraba al espejo. José descubrió todo de ella. Dije que era un mago y no es un chiste.

El universo; pícaro universo, maravilloso, genial universo los depositó uno frente al otro, y se largó.

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Y estos dos seres comenzaron su historia; al principio, como todas las historias entre un hombre y una mujer, aparecieron los juegos de seducción; esa especie de puesta en escena, de demostraciones de cuán maravilloso se es frente al otro. Sonrisas, relatos, posturas, ademanes, selección de frases exitosas y cuanta artillería se sustenta para encantar. El juego del encanto; el encanto tiene que ver con la magia, todos hacemos malabares para producir encanto. Y hablando de encanto; faltaba relatar lo más importante de este mago de carne y hueso. Su casa estaba encantada. No podía ser de otra manera. Todo lo que allí sucedía era como en otra dimensión. Por empezar el ambiente dispuesto para cristalizar momentos; momentos que se salían de lo común; momentos disparatados, amorosos, raros, musicales, fascinantes, penetrados de esos aromas y sabores cautivantes. Él era un “constructor de momentos”; así se definía y era verdad. Lara lo comprobó y por decirlo de alguna manera, quedó atrapada es en ese mundo “inventado”.

Dije antes que Lara se escondía tras sus máscaras; máscaras que elaboró de a poco con inteligencia; hay que reconocer que era bastante inteligente; por lo menos en las artes de la transformación. Es que a pesar de su edad no había logrado “armarse”, había pedazos de ella dispersos y con ellos debía ir organizando su personalidad. Y funcionaba; no es fácil ir por la vida sin “ser” del todo. Así andaba ella. Y lo disimulaba muy bien; todos creían que estaba completa; hasta muchos la veían segura de sí; fuerte, plena. Vaya esfuerzo el de esta mujer que se encontró con un mago. Por eso lo que conté antes también de los espejos; cómo iba a mirarse si no existía! Las veces que intentaba ver su reflejo se asustaba de esa imagen difusa, borrosa y huía despavorida. De a poco dejó de mirarse; y se dijo: “prefiero imaginarme, como se me da la gana. Soy la que se me antoja y así no tengo que darle cuentas a nadie; ni a mí siquiera”.

Así se engañaba la pobre; así iba por la vida. Hasta que el gracioso destino le presentó a este sujeto: José; el ilusionista de verdad, el inventor de realidades; el amo de los momentos mágicos.

Qué se puede esperar del encuentro entre estos dos sujetos! Les voy a contar en detalle los vaivenes de esta historia, espero no aburrirlos.

Me pareció más atractivo describir primero a los protagonistas y el contexto de la historia para provocar un poco de intriga y utilizarlo de anzuelo para atrapar al lector y que no abandone tan rápidamente el relato. Todavía debo agregar algunos datos importantes; casi diría esenciales para que esto; que es una historia de verdad; haya sucedido.

Hay que decir la verdad; Lara padecía de un complejo de Edipo que naturalmente no había resuelto. Esto significa que iba por la vida buscando aquel hombre ideal, fantaseado por su inconsciente melancólico. Ni siquiera buscaba; Lara encontraba.

José, un hombre libre; y por qué era tan libre y liberado, he aquí la respuesta: José fue privado de su libertad cuando era un niño y hasta entrada su adolescencia; José era un huérfano. Esto no significa que no haya tenido padres; tuvo, claro. Tuvo madre y tuvo un padre que no tuvo.

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José era tan respetuoso de la libertad porque había padecido la prisión. Estar en un internado es padecer prisión. Y quien ha estado privado de su libertad lo que más anhela y respeta en la vida es estar libre, más aún; ser libre y José había estado prisionero.

Imaginen un encuentro entre estos dos seres menesterosos. Se me ocurre llamarlos así porque la verdad es que los dos estaban extremadamente “necesitados de”; necesitados de otro capaz de adentrarse en la profundidad de su alma. Y eso hicieron. Y ahí está la cuestión.

Ella “buscando” el hombre que su desvalido inconsciente postulaba; él “buscando” la madre que faltó un tiempo de su lado. Ella tras las máscaras intentando no ser descubierta; él expuesto, abierto, libre. Ella profundamente incierta; él un mago lleno de verdades; ella sedienta de abrazos que la rearmaran; él diligente para reconfortar y reconfortar-se.

Atravesar los túneles de las almas ajenas no es tarea fácil; es una aventura peligrosa, arriesgada y difícil. Hay que estar dispuesto a correr los riesgos. El problema es uno no sabe cuáles son los riesgos cuando arremete en su ímpetu por conocer y salir-se de los rumbos “normales”. Ni hablar de “meterse adentro” del otro y buscar allí no sé qué cosa; tal vez buscarse y ahondar en uno mismo.

Así es como este par de pájaros anduvo revoloteando uno con el otro; uno sobre el otro, uno dentro del otro. Atravesándose, hablándose, diciéndose, mirándose, sosteniéndose, presenciándose, poseyéndose, contemplándose, diría que se convirtieron en inmigrantes el uno del otro. Inmigrantes ilegales.

Hablé de magia, hablé de sabores, colores, aromas, palabras mágicas. Todo eso debía darse en un espacio acorde; un espacio con magia. Y ese espacio era el refugio donde toda esta historia sucedió. Refugio que no necesitaba nada más que esos componentes alistados, detallados, preparados exactamente para ese fin: ser mágicos, provocar situaciones ideales, de fantasía. Nada librado al azar; todo dispuesto para transferir esas sensaciones únicas y distintas; sólo posibles bajo los efectos de los poderes de un mago.

Cómo no ceder ante ese clima embriagador, cómo no deslumbrarse cuando todo ha sido dispuesto para deslumbrar, para hipnotizar, para transformar la realidad en paraíso, para posibilitar el cielo en la tierra; para acercar a Dionisos y a Eros.

Lara desconocía al comienzo el por qué de esa atracción por ese lugar, pero todo el tiempo debía acercarse allí como si un imán, una fuerza invisible la guiara indefectiblemente. Se negaba a aceptarlo porque nadie antes había causado ese efecto determinante de sus movimientos, Lara no aceptaba control en su vida; no asumía la necesidad de aunar sus esfuerzos por “ser” con los esfuerzos de otro para acompañarla en su embestida con la ausencia de sentido.

José rápidamente hizo un despliegue de sus dones para atraerla; sabía de memoria cómo sus artes sumían a las damas desvalidas en un estado de sopor que las convertía en vulnerables a sus encantos. Lo sabía muy bien. José era un encantador de damas, pero no hacía alarde de eso; era un tipo sencillo y tenía una humildad que lo hacía parecer bastante inocente. Lara creyó eso siempre; bueno, de a poco descubrió que no era tan así. Los hombres nunca son inocentes. Una mujer tampoco.

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Lara sabía perfectamente que resultaba atractiva. No era su aspecto precisamente; era bastante común; no era linda. Pero algo en ella provocaba atracción; tal vez su desvalidez; su talento para manejar las palabras, porque si bien no era maga, conocía el arte de decir, de utilizar un lenguaje seductor, un modo de hablar que elegía intencionalmente al principio, y que luego se le convirtió en propio. Claro, ocultaba sus inseguridades, sus miedos, su falta de confianza en sí misma tras esa habilidad que explotaba con avidez, porque la hacía sentir algo especial, femenina, grácil y sociable (cosa que no era en lo más mínimo).

Para ella vivir era un gran esfuerzo, recuerden que no estaba completa, concluida y recuerden que por esa razón nunca se miraba al espejo porque temía verse reflejada. Lara había leído de muy adolescente un cuento que se llamaba “Mirado”, que trataba de una joven que sólo tenía existencia real al ser mirada; debía haber alguien permanentemente viéndola, mirándola para que no desapareciera, para que no se esfumara como el humo en una habitación y si no había otra persona cerca, ella debía permanecer frente al espejo viéndose a sí misma. Lara era opuesta al personaje de ese relato; ella se disipaba con las miradas; ella sentía que se diluía que perdía sus límites físicos, que se confundía con cada mirada. Pero la conmocionó la manera de mirar de José; la profundidad de sus ojos la sostenía.

José había nacido para ser libre y para amar. Lara “necesitaba” imperiosamente que la amaran. José durante su vida buscó una mujer para amar, Lara sin saberlo buscaba que la amaran. Los dos en ese frenético andar vivieron muchas relaciones fallidas, intentos por descubrir ese otro único y definitivo que ambos idealizaban. Convengamos que los seres humanos sentimos que somos eternos; que el tiempo no transcurre, tenemos esa idea irracional de que todo es posible “algún día”, nada nos va a pasar a nosotros, la muerte siempre le sucede a otro. Somos tan ingenuos respecto de la muerte que ni siquiera sabemos que como escribió una vez el genial Jorge Luis Borges: “somos muertos que caminan entre otros muertos”. Pero eso nos permite proyectar hacia el futuro, concebir planes y generar ideas. Juan era un creativo, proyectaba todo tiempo. Él estaba lleno de ideas y concibió un proyecto de vida junto a Lara; se “ilusionó” con un futuro junto a ella.

Lara, en cambio, no hacía proyectos, ella sentía que todo en la vida le había ocurrido sin la intervención de su voluntad. Todo había pasado sin más, como se dice vulgarmente; “las cosas se dieron así”. Lara vivía en un eterno presente; no sabía de objetivos a largo plazo. Todo era ahora y aquí. A cada instante. Eso tiene sus ventajas pues nunca se decepciona uno por lo que no sucede. Les recuerdo que Lara era tan inconsistente y difusa, eso era casi una muerte permanente, una fragilidad dolorosa.

Cuando el caprichoso universo los puso en el camino sus vidas ya habían pasado por sendas experiencias maritales. Con esto quiero decir que eran dos adultos; no es esta una historia de jóvenes aventureros y otras yerbas, estos dos de los que hablo eran adultos, maduros ya. Para cometer torpezas no hay edad, para amar tampoco, dicen.

El mundo no está hecho para los sensibles. El mundo exterior es muy burdo, violento, insincero. Los sensibles sufren más de la cuenta, pero en ese sufrir se hacen más intensos, compactos hacia adentro, son privilegiados del mundo interior. Son observadores del otro; pero deben zambullirse en lo profundo de las almas para bucear y reconocer los sentimientos ajenos. Eso no puede hacerlo cualquiera; sólo los seres sensibles se atreven.

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Para mis personajes nada había sido fácil; por razones muy diferentes, casi antagónicas pero sus vidas no habían sido fáciles. José pasó su niñez y parte de su pubertad en un internado. Anheló sin siquiera percibirlo la presencia de sus padres, ese amor único que genera fortalezas, que conserva las almas en estado de quietud, de armonía, ese amor que sólo pueden dar los seres que nos dieron la vida. José no tuvo eso cuando más lo necesitó, en su lugar hubo la presencia de las hermanas del internado; y todos sabemos lo que significa un internado religioso: el eterno juego con las culpas; los castigos ante las travesuras de un niño que sólo buscaba el reconocimiento de esas madres que no eran s madre. Sin embargo José creció sin rencores, sin resentimientos, en lugar de eso su inocente Dios fue él mismo, quien le permitió sobrevivir a esa cárcel abierta en la que aprendió a descubrir cuánto podía hacer por sí mismo.

Lara; pobre Lara, tan diminuta su presencia en el mundo, tan frágil su alma, tan desintegrada del resto de la humanidad, tan solitaria. Lara a diferencia de José tuvo una familia; una familia con padres y hermanos, una familia con una buena educación; con afecto, algunas caricias; libros, fotos familiares, fiestas de cumpleaños, navidades con Papá Noel. Así y todo Lara tenía algunas angustias existenciales; situaciones no resueltas, dolores sin curar, y, sobre todo una insaciabilidad por saber, por conocer los mundos internos de todos los que aparecían en su vida. Esa insaciabilidad estaba intrincadamente unida a su búsqueda de sí misma; es que tal vez conociendo las almas ajenas lograra indagar en la propia. Develando los misterios de los mundos ajenos develaría su propio misterio.

Acá no debemos olvidarnos que estos dos seres se encontraron con una finalidad predeterminada por el universo. Debían resolverse; debían permitirse comprender quiénes eran; por qué estaban ahí, y qué pasaría con ellos. Y de verdad que lo lograron, de verdad que recuperaron sus identidades. Él su amor de una mujer (la madre que latía en su interior). Ella armó su rompecabezas interno, se creó y se re-creó hasta reconocerse.

Le significó muchas mujeres a José recobrar a su madre; le llevó muchos hombres a Lara desidealizar a su padre. Les costó a ambos rupturas internas, lágrimas compartidas, crisis, amores y odios. Y magia, mucha magia. Para eso estaba José aportando ese milagro de inventar momentos ideales donde recoger los pedazos de historia que debían completar con sus relatos, con esas largas charlas que reconstruían sus apasionadas vidas.

En esa guarida impenetrable sucedió todo. En esa carpa de circo donde el mago hacía sus malabares y la damisela mostraba sus destrezas en el arte de ser la mujer-niña, la inocente-perversa, la joven-vieja. No hizo falta salir de esas cuatro paredes para producir una historia completa, con principio nudo desarrollo y fin. Una historia que se sostuvo de la maravillosa habilidad de José para crear momentos, los momentos únicos, llenos de delicias, de signos a decodificar, de lluvias de notas musicales que hipnotizaban el alma de Lara, tan propensa ella a caer en las redes de los hombres sensibles, con esa idea desquiciada de que era ella la que salvaba las almas. Qué ilusa, hasta ese momento ella había sido la que controlaba las situaciones, la “curadora”, la dueña de las situaciones, la “controladora”. Pero esta vez fue tan diferente, esta vez fue José el que dispuso la estructura de esa relación; fue él quien des-cubrió las máscaras y supo manejar los encuentros siempre apoyado de sus artilugios y sus pociones; de sus redes complejas de perfumes, sonidos, colores, y sabores. Nada librado al azar, nada fortuito, nada improvisado en todo ese desborde de ansiedades puestas al servicio del amor;

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porque todo estaba encaminado a enamorar; a conquistar esa mujer que lo había embelesado; que lo había alborotado, que lo había trastornado (eso decían sus amigos).

Los misterios en las vidas de las personas son insondables. Cada vida es un misterio, cada vida puede relatarse y descubrirse en un relato. Bucear en los intrincados vaivenes de las gentes es tarea harto compleja, pero los hallazgos suelen ser increíbles, Lara siempre estaba tropezando con su propia vida; pero le resultaba más sencillo husmear las vidas ajenas; lo dije antes, parecía encontrarse mirando a los demás; parecía des-cubrirse cruzando las fronteras de los otros, de los hombres que la sorprendían y cortejaban. Muchos dicen que no hay que detenerse en el camino; si uno se detiene pierde claridad o puede quedar encerrado en un callejón sin salida. Otros dicen que si no nos detenemos nada que valga la pena logrará alcanzarnos. Bueno, así de contradictorio es el hombre. Hasta los dichos se contradicen, recuerden si no. “al que madruga Dios lo ayuda” y “No por mucho madrugar amanece más temprano”. En qué quedamos…

Sigo con José, el mago, y vuelvo a repetirlo porque no es poca cosa. En el mundo muy pocas personas alcanzan ese nivel espiritual. Porque ser mago sólo es posible si quien llega a esa instancia ha pasado por un largo proceso de crecimiento interior; ha profundizado en sus propias miserias y sombras y después de largo divagar por allí ha superado los obstáculos físicos y ha alcanzado ese estado de chamán de occidente. Hay que agregar que ser mago hace un poco soberbios a los que llegan. José era algo soberbio. No es para menos, la magia no es poca cosa.

Pero ser magos también hace a las personas creerse omnipotentes; y eso le pasaba a José; suponía que todos esos encantos que desplegaba iban a desvelar a Lara y a rendirla a sus pies. José se detuvo. José sentía que ella cruzaría la barrera del temor que la paralizaba y entonces aceptaría que la amaran y amaría ella también. Y vaya si probó con toda la artillería de saberes de mago; creo que hasta logró convertirse en señor de los magos. Creo que afinó sus poderes a tal punto que también podía sacar un conejo de una galera; pero de verdad, nada de trucos.

Mientras tanto sus encuentros transcurrían llenos de emociones. El espacio se convertía cada vez en “su espacio”, el tiempo transcurría o no; pero era “su tiempo”, siempre la música de fondo, la música embriagadora, “su” música. Los candiles encendidos iluminando sólo lo necesario; sus rostros, sus miradas. Bebidas mágicas, manjares. Las palabras que sonaban al compás de las canciones; las manos siempre tocándose como una necesidad íntima, una energía que impulsaba al contacto de su piel siempre sedienta de caricias.

Lo que relato en estas páginas sucedió. Lo expliqué al comienzo; a mí me lo contaron los protagonistas. Por eso puedo ser bastante precisa al transmitirlo. Dije también que el universo lo pergeñó muy bien. El universo es mágico; y especula. Y sabe dónde pone el ojo. Y el ojo del universo no es cualquier ojo. Es un ojo omnividente. Y acá vio que había material para una historia contable, decible, casi que se contaba sola. Alguien si no soy yo la hubiera hecho relato; alguien cualquiera habría tomado estos dos pájaros y los hubiera transformado en cuento. Porque daba para cuento. Daba para novela, daba para que la conocieran otros y otros luego la revisaran y recontaran. Pero fui yo, y sigo porque me estoy desviando de lo que debo decir.

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Lara soñaba con conque viviría la gran novela de amor; en el fondo deseaba ser la protagonista de esa historia, ser la mujer que descubría un amor diferente, que compartía momentos especiales, como en las películas que había visto alguna vez. Qué mujer no sueña con ser parte de un cuento de hadas; o no de hadas, de humanos nomás, pero que tenga pedazos de cosas mágicas, que sea diga de ser contada. Las mujeres son muy ilusas, tejen fantasías, quieren ser la femme fatale; la chica de la novela que lucha por su amor, que llora, que sufre pero que al final se queda con el galán y viven felices y …Y después qué; después de esos finales qué pasa. Acaso todo sigue siendo una maravilla; acaso después del final siguen unidos por siempre, amándose, riéndose ella con su pelo al viento, él con sus brazos musculosos abrazándola por siempre jamás. Y así y así y así siempre. No, después que termina la novela seguramente cada uno sigue por su lado; se pelean, no se miran más. Ella deja de ser la bella dama y él deja de ser el hombre ideal. Es que la realidad es muy otra. La realidad es dura, es compleja, es trágica muchas veces. Las cosa son reales, las personas son reales. No son tan lindas ni tan dulces, ni tan amorosas ellas. No son tan fuertes, tan caballeros, tan seductores ellos. La realidad nos despeina, nos ensucia, nos envejece, nos amarga; la realidad nos pasa el trapo, nos llena de furia a veces, nos priva de las palabas de amor, nos cae con toda la fuerza. Y nos quita las ganas.

Pero no siempre es así; a veces la realidad es generosa; límpida, cariñosa, nos acaricia, nos acompaña, nos sostiene. Hay realidades y realidades y es según con el cristal con que se mira. Yo soy de mirar con un cristal transparente; me gusta la realidad; mi realidad, pero me enojo con las realidades de otras gentes que no están bien, que les suceden cosas malas, que no tiene quien les tire una mano. Pero me estoy saliendo del hilo de mi historia; que es de una realidad que fue. Una realidad que les sucedió a mis personajes y fue una realidad bastante linda después de todo; ya que hay amor de por medio. Y cuando hay amor las cosas no pueden ser tan malas.

José se empeñó en hacer que Lara comprendiera que lo amaba. Él estaba seguro de que así era y debía lograr que ella lo entendiera, lo descubriera, lo presintiera al menos. Dije que Lara no buscaba el amor; lo encontraba y cuando lo encontraba se sentía atrapada y empezaba a escapar; se asustaba, se resistía a aceptarlo y quería huir desesperadamente. Pero no era fácil huir de José; José hacia magia; y seguro que con sus pases mágicos la tenía atrapada en su mundo mágico, y ella sentía una incontrolable atracción por ese mundo, siempre estaba regresando, siempre estaba volviendo a la guarida donde se encontraba con todas esas cosas que la convertían en una elegida; en la reina del lugar, en la mujer de las novelas de amor.

Dice Lacan, discípulo de Freud que con los hombres se puede generalizar, que hay patrones de comportamiento, patrones psíquicos. Podemos decir: los hombres son posesivos, por ejemplo y metemos a todos en la misma bolsa. Pero esto no es posible cuando hablamos de mujeres. No es posible hacer este tipo de generalizaciones (dice Lacan). Sólo se puede hablar de “una” mujer. Una mujer es única, se hace cada mujer a sí misma en cada momento, es “una” mujer. No vamos a hablar de psicoanálisis acá, pero adhiero a esta hipótesis. La psiquis de una mujer es compleja, llena de vericuetos, no es “plana”, sube, baja, se ondula todo el tiempo. Y Lara es una mujer. Vaya mujer. Encima se buscaba todo el tiempo; el electro de su psiquis, si hubiera, estaría tan enredado que no podría leerse. No era fácil “leer” a Lara, leer su mirada, leer sus estados, leer sus manos, sus luces, sus sombras. Porque Lara, lo

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dijimos; se “armaba” todo el tiempo y se re-armaba. Cómo conocer a alguien que siempre está en proceso, en una liquidez somática. Es que no se sabía ella misma; no se encontraba. Creo que aquí está el meollo de la cosa. Cómo podría alguien que ni siquiera es del todo ser conocida por otro. Cómo puede alguien que está en proceso permanente, amar si no logra des-cubrirse. Lara por un lado tenía una consigna: dar, generar sentimientos en los demás sin conocer sus propias emociones, ajena a sí misma, casi evanescente. Lara quería ser como un hada (esto sí que es un descubrimiento). Quería también hacer magia. Quería producir “efectos” mágicos. La ventaja de no “saberse” es que no hay esquemas rígidos donde aferrarse; y entonces se logra producir ese efecto de fluidez, de cambio permanente. Recuerdan que dije que ella había construido máscaras. Pues bien, cada máscara superaba a la otra, y eso era un constante devenir, una flaccidez del inconsciente que la hacía eternamente irreconocible.

Cuando Lara y José se conocieron no imaginaron el impacto que sus almas producirían en el otro. Creo que hasta ese momento ninguno sabía que su alma era capaz de originar tal impacto, tal transformación en el otro. Ellos fueron a su primer encuentro del mismo modo que dos adolescentes se disponen a conocer a alguien; improvisaron, no tenían grandes expectativas y se “tiraron” a la pileta. A partir de allí sus vidas cambiaron.

El agua se escurre entre los dedos. Así Lara se escurría ante todo aquél que quisiera captarla, enamorarla, domesticarla y por eso esa atracción a ese lugar mágico la descontrolaba. Qué hacía que tuviera que volver y volver allí siempre; qué magnetismo había en la casa, en realidad estaba encantada, qué era lo que la hipnotizaba y atraía una y otra vez. Nada podía atraparla, siempre salía de los atolladeros, gloriosa, airosa, dueña de sí. Siempre lograba desandar caminos y volver a punto inicial. Recargada, nueva, distinta.

José fue descubriendo esas “mañas” y pudo de a poco desentrañar los modos de ser de Lara. Aplicó sus conocimientos de mago, buceó en los arcanos secretos del oficio, se perfeccionó en sus habilidades para resolver esa alma indómita y compleja; casi primitiva de tan lejana. Lo que posibilitó a José hurgar en lo profundo de Lara fue ese vacío materno que le conmovía frente a una mujer y desplegaba entonces los ardides que sólo alguien que perdonó a una madre lejana y casi ausente puede desarrollar. Hay que tener cierto olfato de sabueso y cierta experiencia frente a los mitos del amor. Hay que ser muy generoso y dispuesto; muy inquisitivo y observador; hay que ser muy perspicaz, muy mundano, y práctico. Todo eso era José. Y perseverante; creo que lo dije antes. Ser perseverante es fundamental en el arte de conquistar almas indómitas. Amar no es cosa fácil; menos aún enamorar. Encontrar el amor no es cosa sencilla, menos aún provocar el amor en otro. Cómo se supone que José esperó tanto y tanto; cómo se supone que José entendió que esa mujer le significaría detenerse y así y todo él se detuvo, él le apostó a ese amor aun sabiendo que era casi imposible; aun sabiendo que esa mujer tenía o presentaba obstáculos que no estaban en sus esquemas; más allá de que José no se atenía a esquemas. Pero mujeres las de todas clases; también lo dije; esta era un caso especial; era como inasequible, insondable, rara. Lara era rara; así cacofónicamente rara. Lara parecía una cosa y era otra; Lara disparaba ideas y cuando creías que comprendías su mensaje; hacía un giro y nuevamente te encontrabas como al comienzo; sin saber nada de ella, sin atisbos de percibir qué era lo que pensaba o lo que su rostro expresaba.

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Qué había detrás de tanto mundo íntimo, o dentro de él; qué había en ese espacio mental insondable y salvaje, qué había en esa mujer que se transformaba eternamente. Sólo un valiente insiste con esto; sólo alguien que tiene inmensos ideales se detiene y sigue adelante en una quimera; sabiendo que es realmente una quimera, y no sólo una metáfora. Sólo un sujeto de otro material, de esos que ya no quedan apuesta hasta el fin en su propósito de reconstruir las partes de una mujer rompecabezas. José puso su más completa existencia al servicio de su sueño. José además de mago era un soñador, y un creador de fantasías; un fabricante de momentos amorosos, casi místicos; y era capaz de insistir en su misión, porque la conquista de Lara era una misión, una definitiva misión que tal vez al final los redimiría a ambos; los encomendaría al mundo de los salvados, de los elegidos por el amor.

Cada vez más creo que mis personajes merecen un final feliz; cada vez más creo que dos sujetos tan honestos con la vida, tan vivos, tan llenos de energía, tan vitales de tiempo merecen un final feliz. Pero no decido yo lo que sucede con ellos y sus devenires, no soy yo quien establece la resolución de tan complejo encuentro, no soy yo quien propone lo que cada uno debe hacer y qué es mejor. No soy yo. Ellos y los hados van a disponer de las secuencias de su historia. Ellos y los hados duendes que por allí anduvieron serán los responsables de proyectar esos destinos y proponer un desenlace; si es que hay un desenlace porque puede ocurrir que nunca desenlacen, puede ocurrir que sus almas vivan un eterno ir y venir, un infinito pulular por el espacio de las almas que buscan encuentranbuscannoencuentranbuscanvanvienen sin más.

Amar tiene sus consecuencias; nadie dice que amar es siempre rosas; amar es un desafío, un reto de los secretos laberintos que quienes aman deben recorrer y a los que deben encontrar una salida. El problema es que cuando no se encuentra salida se quedan esas almas vagando

en el éter como en una especie de entrepiso entre la paz y el infierno, en medio de sensaciones que limitan con el nirvana y la tortura perpetua. No sé qué piensan ustedes, pero

de amor se habla mucho, no sé cuánto se practica como hecho cotidiano, como institución; amar debiera ser una cuestión de estado, una ideología una materia en la escuela. Y nos

dejaríamos de embromar con tanto sufrimiento.

Volviendo a nuestra historia me da la sensación de que estos dos sujetos sentían mucho amor; algo que se puede asegurar acá es que eran dos amorosos, dos personas para quienes el amor

puesto en cada cosa era algo serio; para mis personajes la vida estaba sujeta a los actos amorosos en todas las instancias, en cada momento, en cada acción, en cada relación humana.

Estos dos eran seres compasivos de otros seres, compasivos porque compartían sus sentimientos con el otro, porque sentían con el otro, porque empatizaban con el otro. El amor

como centro de todas las conductas con el prójimo-próximo. Esto tiene su peso, y su responsabilidad, y no es sencillo. Pero quién dijo que las cosas de la vida son sencillas; no

deben serlo supongo para fortalecer estas almas que en el devenir del tiempo atravesarán por tantas situaciones; adversas algunas, maravillosas otras, trágicas algunas, bellas otras y más.

José, un emprendedor, un buscador, un investigador de sueños. José no se quedaba quieto, no cabía en su existencia permanecer estático, “apachucharse”, “arrutinarse”; José estaba en

movimiento perpetuo, como el aire, como los ríos (“nadie se baña dos veces en el mismo río”),

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como el viento. La quietud oxida los espíritus, los herrumbra, los enmohece, eso no estaba permitido en los parámetros vitales de José.

Lara era menos inquieta; es que su mundo era más que nada mental, interno. Lara buceaba todo el tiempo y eso le significaba mucho tiempo de quietud, de “estar ahí” mirando hacia adentro. Le costaba salirse de sí. Es que tenía el arduo trabajo de “hacerse” ya que la pobre

estaba “a medias”, así es que no había muchas posibilidades para ella de andar haciéndose la más osada y aventurarse por esos caminos sinuosos de la vida. Demasiado tenía con los

sinuosos laberintos de sí misma. Para ella todo era más “estable” metafóricamente hablando; buscaba refugios que no la desequilibraran más de lo que ya estaba.

Eso le pasó con José, la situó en un lugar de tranquilidad; creo que le daba todo “servido”, casi que hasta sentía por ella dadas las limitaciones que la pobre tenía. José la puso en cuna de oro

como se dice vulgarmente; le facilitó las cosas de modo que ella se sintiera una reina, una princesa de cuentos (dijimos que a una mujer le encanta sentirse una reina) y que un príncipe

la sostenga cual muñequita de porcelana, la cuide cual cristal exquisito y frágil; la cobije y cubra de caricias y tiernas palabras. Para una persona tan sin terminar todo eso significaba un gran alivio, un bálsamo, un inmenso sostén para su dramática existencia. Digo dramática en el

amplio sentido del concepto; dramática por profunda, compleja, emotiva, casi en una permanente “actuación” o mejor dicho, en permanente ensayo.

Lara como bien dije, ensayaba en la vida, se estaba probando, era un eterno “casting” de sí misma. Y nunca terminaba de aprobarse, y no se rendía con lo que veía cada vez de sí; volvía a ensayar y a probar y uf!, qué tarea nunca estaba satisfecha consigo y eso que sólo se miraba dese adentro, dijimos que el espejo era su enemigo porque mirarse y reflejarse en ese cristal

mágico podía ser una tragedia. La mirada que el espejo le devolvería es lo que Lara no soportaba, ni siquiera imaginarlo. Así de inconclusa, de difusa estaba. Hacerse siempre es

agotador; pero es también una permanente sorpresa; no saber nunca qué es lo que te espera a cada minuto, a cada instante, qué te espera de cada pedazo del que te vas armando, de cada segmento en ser, de cada movimiento; de cada gesto. Inventarse tiene una cosa de incógnita ante la vida que a veces puede ser beneficioso. Esta ingenuidad de no saber por qué actuó de

una u otra manera. Siempre justificable en cada cambio.

Los días transcurrían entre Lara y José como si en realidad no transcurrieran. Es que juntos en ese mágico lugar pasaban horas y horas conversando, mirándose, tomados de las manos y

de verdad que el tiempo se detenía. No necesitaban contacto con el mundo exterior, no necesitaban salir de allí, no necesitaban compartir con otras personas. Ellos dos, sólo ellos y su mundo aparte, porque vivían en un mundo aparte, mundo inventado, mundo conquistado por ellos y sólo conocido por ellos. Por eso no era una historia común; no era una historia de dos

que se conocen, se encuentran, se comportan como el común de las parejas que se consolidan y luego viven una vida un poco para los demás, o que necesariamente requiere de los demás,

ellos se bastaban con ellos mismos, se alcanzaban, eran suficiente el uno para el otro. Mientras estaba juntos no necesitaban nada más. Sólo la música, las velas encendidas, las delicias que

José cocinaba y las bebidas exquisitas con las que acompañaban tan ricos manjares. Y el tiempo, el tiempo que acompañaba deteniéndose, insistiendo en permanecer y acompañar

esa historia de dos y nada más que dos.

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Las charlas que sostenían eran interminables, charlas en las que iban descubriéndose no sólo el uno al otro sino cada uno a sí mismo; porque en tan profundas conversaciones llegaban a los

lugares más hondos de cada uno, iban invadiendo pacíficamente los recovecos de sus almas; los espacios luminosos y aquéllos más oscuros, los lados nobles y los más viles; los lugares que

uno está orgulloso de mostrar y los que ni siquiera conoce de tan secretos y ocultos.

Conversar horas y horas sin siquiera descubrir que transcurrían las distancias; dormirse juntos abrazados y confundirse en la piel del otro; ser casi uno en los abrazos, casi el mismo.

Hasta cuándo puede prolongarse una relación de esta clase, hasta cuándo puede extenderse una relación en la que el afuera no existe, en la que el mundo es una cueva mágica;

un total aislamiento de la realidad; una “enajenación” de todo, una burbuja de cristal, una probeta del amor; un laboratorio de encuentros únicos e irrepetibles, simples, cuidados,

íntimos. Algo de esta naturaleza sólo puede extenderse mientras uno de los dos ame demasiado. Acá sucedió eso. El mago quedó atrapado en su magia y no puede escapar de ella.

Lara está condenada a merodear en los corazones ajenos; deja su impronta, que ella misma desconoce, y se desliza por el mundo del amor sin asentarse; es una nómade del amor, va

encontrando casi sin proponerse buscar. Recala un tiempo en un alma y sigue de largo.

Pero en este caso estuvo recalando un tiempo largo, casi atrapada, pero huidiza. Así es ella y parece no haber posibilidades de “sentar cabeza”. Lara sin querer hacer daño, lo hace. Sin

querer domesticar corazones, los domestica, sin querer enamorar, enamora. Y después se las tiene que ver con eso. Lara conoce mucho a los hombres, pero no se conoce ella misma. Es un

gran riesgo. Es que los hombres no son complicados para desentrañar en su personalidad; salvando las diferencias entre unos y otros (y sacando a José de esta descripción sabemos que

él es diferente, mago) son todos bastante básicos. No es difícil seducirlos, encontrar sus puntos débiles; dar con su centro. Lara sabía hacerlo muy bien; y ni siquiera se lo proponía. El

problema es que después no sabía cómo manejar las situaciones, se encontraba de repente con unos cuantos señores queriendo atraparla y tenerla con exclusividad. Se difuminaba como podía, pero eso le significaba hacer malabares mientras conseguía sentirse la mujer ideal y, a la

vez, se escabullía quedando como una dama. Porque siempre necesitaba ser extrañada, añorada. No aceptaba que un hombre la abandonara enojado o pensando mal de ella. Ellos se

guían recordándola como “una mujer maravillosa”.

El caso es que con José la situación pasó a mayores. José la amaba de un modo casi mágico, la consideraba única, bella, luminosa. José anhelaba que ella se conociera y re-conociera; él la

quería poner frente a un espejo para que ella pudiera verse de una vez por todas; para que ella tirara todas sus máscaras y se descubriera una y única; para que no se ocultara, que pudiera distinguirse ente todas las que ella había inventado y recalase en la verdadera; la que para él

era tan especial. Lara se fue conformando en mujer gracias a José. Antes de él ella no se afrontaba a sí misma; huía también de sí, se diluía. José le dio forma, la construyó y la enfrentó

con el espejo. La salvó. Pero en ese salvarla también la perdió. Lara en su agonía de nacer a cada momento fue recuperando su identidad, se fue descubriendo y pensando como alguien diferente y único, y a su vez, se desenmascaró, se registró como la que había soñado y que no lograba introyectar en sí. Lara se habilitó como persona a partir de las charlas que tenía con José, charlas que la llevaban a pensar sobre sus inseguridades y grandes dudas. Pero lo que

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Lara no aceptaba es que quisieran encuadrarla en una mujer-amante-novia-pareja. Es allí donde no podía identificarse, allí se producía una sensación de ahogo que la hacía huir

desaforadamente hasta nuevo aviso. Nuevo encuentro en el que seguir recabando su fuero interior, seguir disponiendo información sobre ella misma, información que sólo José le

posibilitaba en sus charlas como en un diálogo de almas que hurgaban hasta lo más profundo y arcano; incluso hasta donde duele, donde se encuentran las pasiones más oscuras, más

vergonzantes y primitivas.

Amar no es para cualquiera, amar de verdad no es algo que las personas hagan normalmente, amar más allá de todo sólo es privilegio de seres que ya han vivido bastante; pero que sobre todo han aprendido bastante y han sufrido bastante. José era uno de esos especímenes, José ya había atravesado varios estadios de desarrollo de su espíritu y daba con las características

de los que tienen el deber de producir cambios en otras personas, son los magos de la transformación, los artífices de la búsqueda de los más frágiles y principiantes de la vida.

Cómo resolverían estos dos la encrucijada del amor-desamor; cómo saldrían adelante después de estos encuentros únicos y mágicos cuando ya no se vieran más. Cómo se resolverían a seguir cada uno por su lado si quedar enganchados en esta relación perfecta pero irreal; pura pero tan lábil. Esto era lo más difícil, cómo seguir después de esto; cómo recomponer los caminos de cada uno desde la soledad de sus vidas luego de haber estado tan acompañados, tan encariñados, tan mezclados.

No sé cómo hicieron porque yo no los vi más, no estuve después con ninguno de ellos, nadie supo nada. Dicen que José se recluyó en una finca, lejos de todo, tuvo su propia tierra, sembró allí, se alejó de todo, abandonó sus artes, compró plantas y plantó, compró animales y los crió.

Lara se sentía más aliviada desde que había descubierto su función en la tierra; se sentía más compacta, aunque pensaba mucho en José y en su imposibilidad de amarlo. Sentía que juntos habrían podido hacer grandes cosas, pero sabía que no era posible porque ella no era capaz de compartir su vida con nadie. El miedo de Lara era un miedo primitivo; un miedo atávico de que si compartía su vida con alguien quedaba atrapada, se quedaba sin sus instintos, sin sus caprichos, sin sus devaneos con la vida. Estar sola era la posibilidad eterna de encontrar ese otro perfecto idealizado y representado por una figura inexistente, estar sola era la posibilidad de ir por siempre tras un sueño que ni siquiera estaba definido porque Lara no sabía claramente ni siquiera cuáles eran sus sueños; tan así su desorientación y sin-destino. Cómo seguir en ese mundo platónico en el que ella vivía; cómo sobrevivir en esta realidad si se quedaba sin su ilusión, sin su pasión por buscar y encontrar todo el tiempo.

José en cambio sentía tan diferente, para él no era cierta la libertad si no había con quien compartirla; para José la vida tenía sentido si era compartida, si cada mañana despertaba con la mujer que amaba y completaba esa libertad recostándose en su hombro y apoyándose el uno en el otro como es la verdadera forma de realizarse y proyectarse como persona. José buscó una y mil maneras de hacerle ver a Lara que la verdadera libertad era cuando se ama a alguien, que se es verdaderamente libre en ese mágico mundo del amor, del amor entre dos. Dos que viven juntos cada experiencia, cada obstáculo, cada felicidad. Dos que se sostienen se escuchan se dicen se permiten se miran se abrazan se entrelazan pero mantienen su autonomía, su independencia, su unidad. Le dolía a José que ella no se diera cuenta de eso, le

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dolía que Lara se encerrara en su paradigma de la libertad como un hecho que sólo puede disfrutarse no estando atado a nada, como si ser libre fuera andar suelto por la vida como “bola sin manija”. José sabía mucho de libertad, lo expliqué al principio. Sabía mucho de falta de libertad, y por eso mismo respetaba tanto la libertad. Él era realmente libre; mejor dicho, sólo le faltaba una mujer (la mujer que él amaba) para sentirse absolutamente libre.

Esta fue la mayor dificultad que debieron sortear, esta concepción antagónica en relación con el significado de la libertad. Además de otras situaciones que desgastaron su mágica relación entre cuatro paredes.

Por qué algo que debía ser tan maravilloso y tan simple parecía complicarse tanto. Por qué dos seres que pasan tanto tiempo juntos, que comparten largas y profundas charlas, que se buscan, se escuchan, se comprenden, se ríen, se acarician, se necesitan tanto no logran convertirse en amantes eternos.

Las cosas no siempre son como debieran ser; las cosas casi nunca son como debieran ser. Y cómo debieran ser tampoco lo sabremos nunca. Lo único que podemos saber es lo que nos pasa en el mismo momento en que nos pasa; y gracias. Pero somos tan necios que creemos que manejamos nuestro destino, que todo nos va a salir como se nos antoja y olvidamos que en gran medida estamos sujetos a los caprichos del azar.

Somos tercos, somos insaciables, somos como pequeños inmaduros cuando se trata de tomar el toro por las astas de nuestras vidas. Como los niños que se ensañan con un juguete e insisten con él hasta el final, así nosotros insistimos con la posibilidad mágica de la historia feliz y maravillosa y en pos de encontrarla dejamos en el camino oportunidades que se esfuman sin más. Y el tiempo pasa.

Hablando del tiempo. Existen tantas opciones y pensamientos en relación con el tiempo. Que si en realidad existe; que si él es el que pasa o nosotros pasamos por él. Si hay un tiempo cronológico y otro psicológico, que todo tiempo pasado fue mejor, que es mejor lo porvenir, etc. Lo único que yo sé es que el tiempo deja huellas; huellas que no se pueden soslayar, huellas físicas y psíquicas, y lo demás es cuento. Se me antoja a veces miserable el tiempo, se me presenta suave y lejano otras. Pero siempre, invariablemente, aflora, se manifiesta, se expresa y se presentifica en cada acto y situación de nuestras vidas. Y si no ponete a mirar fotos viejas.

Para mis protagonistas el tiempo tenía sendos significados. José valoraba mucho cada segundo. Para él compartir su tiempo era algo que tenía profundo sentido. No lo malgastaba ni desperdiciaba; lo degustaba y ocupaba sólo en las cosas que consideraba muy importantes. Por eso le dedicaba tanto tiempo a Lara. Tiempo que adornaba, cuidaba, perfumaba, llenaba de ricos sabores y bellas melodías para agasajarla y convertirla en princesa, al menos por un rato. El tiempo de José era un tiempo enriquecido, y enriquecedor para quien lo compartiera con él.

Lara no tenía la misma concepción del tiempo. Si bien vivía sólo en presente no era tan consciente de que ese presente luego es pasado. No advertía que, si bien un presente eterno es bastante más concreto que el futuro debe ser muy bien utilizado, de modo que no haya

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posibilidades de arrepentimiento. Lara jugaba un poco con el tiempo con una idea algo osada de que siempre habrá nuevas oportunidades, que lo mejor todavía no pasó. Y eso era un rasgo de su personalidad vivir esperando en un eterno presente, pero soñando con un mundo mágico que no existía en realidad. Pero que José vino a encarnar en su aparición como el mago posibilitador de ese mundo. Le cayó a Lara como anillo al dedo para seguir fantaseando con su utopía mágica del país de nunca-jamás.

Si revisamos las historias tenemos argumentos para comprender el modo de sentir el tiempo en uno y otro. Quien ha estado encerrado y sin libertad sabe de lo valioso de cada segundo desde el momento de haber sido lanzado a la vida como un animal salvaje que ha estado preso en una jaula y siente el campo abierto para correr sin límites a la velocidad que desee. José corrió mucho al comienzo de su libertad, gastó caminos y cansó sus piernas galopando sin demasiada consciencia. Se arrojó al vacío de la aventura e hizo todo lo que un hombre puede hacer. Lo bueno y lo malo. Y se cansó. Fue entonces que comenzó a replegarse y sentir la necesidad de encontrar una mujer que fuera “su” mujer; la mujer para quedarse, la mujer con la cual acostarse, pero sobre todo aquélla con la que quería despertar cada mañana: y la había encontrado en Lara.

Ella en cambio nunca sufrió los límites en nada (excepto los propios, los internos que son a veces peor que todos los otros). Lara no concebía la libertad como un gran valor porque sencillamente nadie la había “encerrado”. La verdad es que siempre se valora mucho más lo que ha sido costoso obtener; lo que se sufre para conseguir y Lara sólo había sufrido para conseguirse a sí misma (bah, pobre Lara, como si eso fuera poco). El tiempo para ella era presente; como saliera, pero presente.

Los encuentros entre Lara y José eran siempre tan esperados por ambos; ambos sabían que cada vez que se reunían en su guarida el disfrute era supremo. José anhelaba la llegada de Lara, la esperaba como esperaba el zorro a El Principito en el cuento de Saint Exupery. Con esa ansiedad de saber que llegaría y se cumpliría su sueño de verla otra vez, de saberla otra vez, de mirarla otra vez. Para Lara era llegar a ese lugar hecho a su medida, donde la esperaban los momentos mágicos, los sabores preparados especialmente para ella, donde los aromas la recibían como vahos regalados a su olfato, agasajado y premiado cada vez con perfumes diferentes, ricos, elegidos para ella. Donde la música sonaba para embelezar sus oídos y sumergirla en ese clima de ensueño.

No era el sexo lo que los unía, no eran sus cuerpos los que prevalecían en sus encuentros. El placer físico no era el motor de su mutua búsqueda. Si bien acostarse juntos era otro de los grandes momentos de intensidad. Abrazarse escuchando esa mágica música, era un goce infinito, que su piel se tocara en sus abrazos, que sus cuerpos se apretaran uno con otro; dormirse así, tan juntos era realmente reconfortante, era como estar literalmente en los brazos de Morfeo, porque sus sueño se hacía tan profundo y placentero como el de los bebés en brazos de sus madres, en la tibieza de su regazo. Porque además había algo de tierno e inocente entre ellos, algo de niños que disfrutan, juegan se divierten, están juntos sin mediar el tiempo; sin conciencia del mundo allá afuera.

José amaba a Lara, la amaba tanto que construía el mundo con su amor; construía cada momento como si fuera el último, preparaba cada manjar con el cuidado de un gourmet;

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elegía la música pensando en lo que ella deseaba escuchar, o descubría una nueva melodía y hacía que la escuchara con el anhelo de que fuera bella para sus oídos. José elegía las copas para beber el vino que acompañaba la cena y seleccionaba los vinos o las bebidas que fueran deliciosos para ella. José estaba atento a cada detalle para hacer sentir a Lara una princesa; él hacía de ese lugar un castillo surgido con los cimientos de su amor; su magnánimo e incorruptible amor.

Lara era como una niña que jugaba a la mujer perfecta, sólo jugaba, era una de sus maneras de ocultarse de su incapacidad de amar. No sabía quién era, no sabía cómo era, no sabía ser una mujer adulta. Ella jugaba a los encuentros de amor; jugaba a saber lo que quería, ella se contentaba un momento con creer todo lo que José le decía respecto de ella; se sentía halagada, pero eso duraba poco tiempo. Lara era una insatisfecha de sí misma; buscaba la perfección, pero a la vez era demasiado frágil para alcanzarla, se consternaba en cada equivocación que cometía, no se perdonaba.

Las cosas que compartían los hacían tan felices a los dos; podían regocijase con el tiempo que compartían y ni siquiera notar que transcurría; conversar; reírse, descubrirse.

En sus conversaciones iban penetrando en lo más íntimo de sus historias. Relataban anécdotas de sus vidas, y en cada relato reconstruían los acontecimientos como en un psicoanálisis en el que ambos eran los psicoanalistas y ambos los pacientes, uno y otro intercambiaban esos roles, pero sin siquiera proponérselo; la sola interpretación de sus discursos les revelaba cuestiones muy profundas que se asombraban al descubrir.

Durante el tiempo que transcurrió su relación aprendieron de sí mismos más de lo que habían comprendido en todos sus años. Se reubicaron en sus propias historias, se interiorizaron de sus emociones, sus miedos, sus obstáculos; se miraron como espejos en el reflejo del otro. Se gustaron, se disgustaron; se encontraron, se perdieron; se comprendieron, se enredaron.

En muchas oportunidades José trató de convertir sus encuentros en algo más que eso. Él realmente quería compartir su vida con Lara; quería amarla para siempre, cuidarla, protegerla, estimularla en todas las capacidades que él admiraba en ella; en lo que él consideraba sus dones. Lara era para José una mujer maravillosa; brillante, inteligente. Él la veía como un ser distinto, único, mágico. La adoraba. Lara no sentía que nada de eso fuera cierto, si bien le encantaba que se lo dijera. Su ego permanecía gigante mientras estaban juntos. Tal era el amor de José por Lara; la veía bella, exquisita, talentosa.

En algún momento las cosas comenzaron a no estar tan bien. Es que amar tanto y no ser retribuido de la misma manera no es algo que se acepte fácilmente. Aparecieron en sus conversaciones confesiones que no fue sencillo tolerar para José. Lara tenía secretos que una vez dichos eran dolorosos; mucho más teniendo en cuenta que él la amaba de ese modo tan desesperado, tan generoso, inmenso, privilegiado.

Lara se animó a revelar sus secretos más íntimos, los que nadie sabía. Y justamente se atrevió a contárselos a él porque su energía facilitaba la apertura del alma de Lara, hacía más flexibles los mecanismos de defensa con los que ella cercaba sus misterios y así desplazó las

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barreras que tal hubiera sido mejor no despejar. Y ella dijo cosas que nadie hubiera aceptado; que José intentó aceptar, pero que lo superaron y fueron haciendo que esos maravillosos momentos de a poco se fueran transformando en ratos de bienestar intercalados con momentos de reproches, acusaciones y culpas. Incluso agravios y violencia.

Lara contó lo que nunca debió contar, o sí; era la manera de sentirse absolutamente sincera, ya que no podía no serlo con alguien como José; tan dedicado y entregado a ella. Lara no mentía, ella decididamente actuaba como su alma le orientaba; Lara vivía una vida que no era la vida de cualquier mujer, ella sabía que los hombres la necesitaban, ella sabía escuchar, sabía acariciar, sabía dar. Claro, con José había sido diferente porque José la amaba como ninguno la había amado, él era capaz de dar su vida por ella; y no exagero. Por esto fue que tuvo la necesidad de contarle que compartía su amor con otros hombres, que no era sólo él quien la agasajaba, la halagaba y la hacía sentir tan necesaria y única.

José hizo un gran esfuerzo por comprender eso; y él mismo decía que ella no era una mujer más, que brillaba y podía ser amada por cualquier hombre; que compartir momentos con ella era llenarse de su brillo y su energía. Él quiso aceptar esa situación y durante un tiempo la vio sabiendo esa verdad. Comenzó a ser muy doloroso para José seguir adelante, se convirtió en una tortura querer saber qué hacía ella cuando no estaba con él; comenzó a obsesionarse, a controlar cosa, cada mensaje, cada mirada.

Dije que José tenía poderes, y lo demostró también en esta instancia de la relación; él percibía en Lara sus cambios de energía, él descubría si ella había estado con otro hombre con sólo abrazarla, y se lo decía. Él podía notar los cambios en las manos de Lara al tocarla; él sentía diferente su respiración; olía su piel diferente y comenzó a enloquecer.

Primero decidió no verla más; la echó de su vida, le dijo que le hacía daño que lo hería lo destruía de a poco. Trató de no tener ninguna noticia de ella, la eliminó de las redes para no saber nada de ella. Creyó que así podría olvidarla. Sin embargo se le hacía imposible no pensar en ella. Ella estaba metida en su carne, ella se le había enquistado en el corazón, se le atravesaba en cada pensamiento, se le aparecía en cada sueño, en cada intento de olvidarla.

Lara sin querer le hacía tanto daño; ella que sólo sabía dar generosamente su amor, ahora le hacía tanto daño al hombre que más la había valorado, al hombre que le había entregado cada minuto de su tiempo para llenarla de sabores, de perfumes de sonidos maravillosos. Él que se desvivía por estar sólo para ella, que inventaba maneras de acariciarla, que hacía magia para que ella viera el universo en cada encuentro, para que se convirtiera en un hada de cuento, en la rosa que cuidaba El Principito en su Planeta diminuto.

José no podía con su alma, ella estaba todo el tiempo metida en su mundo; ella se aparecía en sus noches en sus días en sus caminatas en sus lecturas en sus momentos de esparcimiento; ella más que nada, habitaba su cuerpo, sus pensamientos, sus sueños. Nada se podía hacer frente a eso; sólo quedaba resignarse y esperar; esperar que el tiempo se llevara su imagen y su halo, que no dejaba de impregnar cada hecho, hasta el más insignificante de su vida.

Ahora el daño estaba hecho y era irreversible; José conocía la realidad de Lara; pero lo más terrible era que eso no había hecho que dejara de amarla; por el contrario, la amaba cada vez

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más y no podía superar el dolor espantoso que esto le provocaba, no podía dejar de verla increíblemente bella y maravillosa; es más, saber que ella era deseada por todos esos hombres la hacía más especial e irresistible; casi una diosa con poderes que debilitaban al más macho más fuerte y poderoso.

Y volvían a verse, y volvían a encontrarse y volvían a quererse. Pero José sentía que cada regreso hacía que todo fuera más difícil; él decía que estaban enfermos, no lo veía de ese modo Lara. Ella quería que todo continuara, que pudieran seguir encontrándose para cenar juntos, charlar, escuchar su música y compartir esa alegría que los descubría juntos hasta cualquier hora y que los hacía perder la noción del tiempo. Pero ya era tarde, cada vez era más tarde para recomponer lo roto, para desandar el dolor y la angustia que conocer el secreto de Lara le había ocasionado a José. Él estaba quebrado en su interior y aunque se resistía a alejarse de ella, todo lo que hacía referencia a ella lo torturaba y consumía de a poco.

Qué cosas debe hacer un hombre para no sentirse vulnerable ante su enamoramiento por una mujer, un hombre que no juega con el amor, que no se siente “macho” en presencia de una mujer, un hombre que no quiere “ganar” la pulseada para sentirse superior o un ganador. Ella se esforzaba por amarlo, ella sabía que amar a José era lo mejor que le podía pasar. Y vivir juntos protegidos por esa fuerza maravillosa e inmensa que es amarse uno al otro. Ahora la suerte estaba echada, y era irreversible. Como un cristal roto que jamás vuelve a ser el mismo; así no era igual su historia; se quebró ese mundo fantástico. Los pedazos eran irreconciliables.

Siguieron encontrándose, pero nada era igual. Había tristeza en sus ojos, había enojo, distancia, ausencia. Dolor. Es que quien ha dedicado su tiempo preciado en otra persona para transferirle ese valor y vivir desde ella con pasión, dedicación, generosidad infinita no sabe luego cómo recuperarse porque queda vacío, desolado, exangüe. José estaba perdido y no podía rehacerse, desangrando buscaba el modo de olvidarla. Pero ese tiempo agotado en ella le restó mucha energía, tanta, demasiada.

Lara sentía tristeza; quería cambiar las cosas, reinventar la historia pero sabía también que era en vano. Se culpaba, quería saber de José, hablar con él pero dudaba ya que era insistir y evocar el dolor. La garganta llena de palabras que nada dicen, que caen vacías en el alma en carne viva.

Adentro todos somos diferentes o iguales. Adentro todos tenemos alma que se quiebra con el desamor. Adentro las palabras crujen y rebotan y provocan. Adentro está lo sensible y con eso no se juega. Ni el silencio se calla cuando duele adentro, ni el sincero crujir del llanto alivia un corazón quebrado, ni las manos temblorosas que intentan acariciar suavemente con piedad. Nada cicatriza esa herida tibia que tritura un corazón abatido. Nada cura; ni los labios, ni los brazos, ni la mirada. Mejor dejar que la noche cubra el dolor con su manto y aquiete los recuerdos con precarios olvidos.

Amanecer ahora era distinto; amanecer con el vacío en la cama, con el frío de las sábanas que extrañan un cuerpo, con la tristeza en la piel sola y acongojada. Se sentía la sombra lejana de su ausencia y dolía internamente como le duele a un niño la ausencia de su madre. Así le dolía a José la falta de Lara, el corazón retorcido y magullado; como un cielo apagado de estrellas; como un desierto de arena clara sin mar y sin reparo.

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Lara no le pertenecía a él; Lara era de muchos y de nadie; porque ni siquiera era de ella misma. Lara no pertenecía porque ella no se pertenecía, Lara deambulaba por la vida dejando un halo que iluminaba al otro, pero la dejaba a ella a oscuras, irremediablemente. Una mujer que deja retazos de sí en el alma de quienes la aman y que no consigue pronunciarse porque no se concreta ni siquiera en palabras. Lara recóndita, Lara soluble en llanto, Lara difusa y trémula.

Qué insignificantes somos, punto indefinido en el universo; célula viviente en un cosmos cambiante, inmenso. Átomo orbitando en un infinito arrogante e impiadoso; ojo de luz entre soles incandescentes en vibrante explosión. Qué historia es nuestra historia en millones de años de universo, qué vida es nuestra vida si hay millones de vidas. Asumir que en un breve lapso desaparecemos nos hace casi inmortales, porque después de eso no hay nada y volvemos al gran comienzo; al eterno comienzo que nos reúne con el polvo original.

Lara era eso, un átomo orbitando en el universo, con un movimiento elíptico que siempre regresa pero antes debe hacer un largo recorrido, y en ese recorrido va adquiriendo forma junto a otros átomos hasta conformar un sólido. Ese sólido debería ser Lara; ese sujeto delimitado con una forma humana única, definida, cierta. Qué difícil era ese proceso, cuánto le había costado a Lara consolidarse; cuántos momentos dramáticos en el espacio inmenso y difuso.

José fue uno de esos puertos donde recalar y descubrir algunos aspectos de sí misma. José fue el imán que hizo que hiciera pie por un espacio-tiempo y se tornara compacta y fuerte, sostenida y definida al menos durante un breve lapso. José le dio las herramientas para acomodarse en su mundo íntimo y para que pudiera pensarse y dibujarse un aspecto y una personalidad (fuera de las tantas que la destinaban a vagar en muchas Lara y ninguna.)

La decepción de José se acentuaba más y más cada vez; no disminuía su tristeza con el tiempo sino que aumentaba porque cada vez se hacía consciente de que esa mujer que tanto amaba no tenía respuestas, no lograba concretarse y, a su vez, se multiplicaban las posibilidades de perderla en cualquiera de esos hombres que también la necesitaban, pero que no habían puesto en ella tanta energía y tiempo. José dejó su sangre en cada encuentro, dejó su pasión, su desvelo queriendo construir esa armonía de dos, esa magia de con-vivir construyendo un paraíso sutil y misterioso para ambos.

Lara y José compartieron cada íntimo secreto, supieron descubrirse en las largas conversaciones en las que cada palabra los hacía más transparentes para el otro, donde cada mirada los reflejaba en los ojos del otro, donde cada caricia deducía como un código manifiesto los misterios del otro. Muchos momentos poderosos de tan íntimos los habían convertido a cada uno en un traductor de las claves que revelaban las verdades del otro-querido-amado-sentido-deseado-mirado.

A veces amar duele, duele tanto. Eso pensaba José que sentía tan profundo dentro de sí esa sensación de vacío, de angustia intensa cada vez que la sabía ajena y lejana. Amar duele tanto; es como si adentro algo se quebrara, como si todo perdiera sentido; el cuerpo todo está poseído de ese dolor que no se distrae y acosa a cada instante; amar a veces es casi perverso; saca a quien ama y no es correspondido de su estado natural, aliena, es una especie de locura,

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de desequilibrio. José sentía ese espanto de amar y no lograba sacarse de encima la necesidad de luchar por ese amor. Lo que hacía de su situación casi algo masoquista y tanático. Casi un capricho ineludible y suicida.

A su vez, quien no ama no está completo, quien no siente amor vive a medias, está exento del sentimiento más célebre y sincero, más desinteresado y comprometido; más sublime de la humanidad. Por eso el encuentro de dos que se aman es la situación más espléndida y anhelada. Es el estado perfecto en el que dos son todo lo que hace falta; donde dos se bastan y sobran, se completan, se proveen, se consienten y custodian. Dos son uno, son todo, son el universo.

Pero José es el que amaba y dejaba el alma en ese amor; Lara la que nunca había amado pero despertaba pasiones en esa manera de ser tan ajena a todo, tan ínfima y a la vez tan inmensa; tan lejana y a la vez tan cercana, tan sola y tan rodeada de amor. José y Lara parecían hechos el uno para el otro y, sin embargo, no conciliaron, no hubo la posibilidad de un pacto que los sostuviera unidos. Lara se escurría y todo se desvanecía entonces, todo se tornaba nada.

La música debiera salvar a los hombres del dolor; la música debiera tener poderes suficientes para transformar las sensaciones, la música debiera introducirse en los cuerpos y en las almas y provocar el olvido de todo lo malo. Así como provoca sentimientos en los enamorados; así como seduce y acompaña en las noches solitarias, así como hipnotiza y embellece, también debiera deshacer la angustia y mitigar el sufrimiento. José le confería poderes a la música y conjuraba los demonios a través de ella. Pero no reducía su quebranto y su melancolía.

Las personas no tienen muchas opciones en la vida; a veces cuando las tienen no están en condiciones de elegir; por lo demás, sin que se den cuenta el tiempo les pasa por encima y las atraviesa y difumina toda posibilidad de revisar lo vivido. Y es mejor que así sea, pues en caso de revisarlo ya no queda alternativa ante lo hecho.

José volvía a elegir a Lara, José desconocía los mensajes que se le aparecían de algún modo; José era un obstinado del amor. Y Lara constituía la única opción; definitivamente. La verdad es que no existen reglas para la solución de las circunstancias del alma. Nadie siquiera tiene la más mínima posibilidad de sugerir respuestas al otro porque las situaciones profundas que comprometen al fuero interno sólo son vividas por quien las padece y no hay una idéntica a otra, no hay la posibilidad de conocer los ritmos y vaivenes del alma ajena; menos aún, ofrecerle soluciones.

Después de ese tiempo de duelo en el que José se disponía a procesar su ausencia y con la seguridad de que Lara no se quedaría con él José intentó irse lejos, había tenido un ofrecimiento para trabajar en Brasil y comenzó a hacerse la idea de partir. Huir era la única opción que encontraba para no volver a decaer y buscarla, y pedirle que intentaran verse de nuevo. Es que la extrañaba demasiado; ella no se movía de su pensamiento, ella invadía cada espacio de su mente y se encaprichaba su imagen en ocupar los sueños de José; no dejar de acosarlo ni siquiera cuando dormía.

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Hasta cuándo iba a soportar José la sensación de vacío que ahora lo abrumaba; hasta cuándo el latido galopante de su corazón cada vez que algo le recordaba a Lara; cada vez que un deja vu la hacía presente, cada vez que algo, un objeto, una música, un perfume la volvía a poner ante él como un recuerdo caprichoso y obsecuente; hasta cuándo iba José a permitir que esto le sucediera sin antes correr a buscarla o enviarle una canción para remover alguna fibra de ella y tentarla a regresar.

José dejó su casa, dejó ese lugar que ya no era, se fue lejos, a construir una nueva casa y una nueva vida. La casa es algo así como nuestro cuerpo; algo así como nuestra vida. Si uno vive una vida tranquila, serena; la casa lo trasluce con un cierto orden de sus objetos, con el modo de disponer los muebles, con el arreglo. Las vidas trashumantes tienen otro estilo. Pocos adornos, espacios despojados; como una disposición de las cosas improvisada, sin atención.

José hacía de sus espacios un templo. Todo estaba dispuesto, no de modo estructurado, José era las antípodas de lo estructurado, pero sí le daba gran importancia a las cosas que le pertenecían: a sus discos, sus cuadros (de artistas que conocía y admiraba), a sus implementos de cocina, a los objetos con que adornaba su casa. Porque su casa era el lugar de encuentros con las personas que amaba; sus hijos, amigos, y, claro, los encuentros con Lara. José cuidaba los detalles, los colores con que estaban pintadas las paredes, los muebles. José no era precisamente un artista, pero estaba rodeado de ellos, entre sus amigos más íntimos había músicos, plásticos, escultores, escritores. Si bien él no era artista, parecía serlo; su contacto tan cercano con ellos lo había imbuido un poco de sus habilidades. Y podríamos decir que José era un artista del amor; y de esos casi no existen ya.

Lara no sabía armar un hogar; Lara jugaba a la mamá y actuaba en consonancia con esos aprendizajes de niña con muñecos y juegos de té. Cuando le llegó el momento de ser madre en la vida real (¿) hizo de cuenta que seguía jugando y logró casi parecer una mamá de verdad; puso mucho esfuerzo en parecerlo. Lara debió mudar su casa en muchas oportunidades y eso no ayudó a que aprendiera a ser una “ama de casa”, una señora como todas las señoras que conocía que hablaban, vivían, se movían como señoras. Lara nunca terminó de ser…

Tal vez esa gran atracción que ella sintió al principio por José fue justamente esa inmensa distancia entre sus formas de ser; esa casi oposición de caracteres. José tenía todo lo que a ella le faltaba; y se lo transmitía en cada maravilloso encuentro, se lo entregaba con esa generosidad casi estoica, (Lara se lo inspiraba). José le obsequiaba cada segundo, cada palabra, cada canción, cada color; José podía obsequiarle su propia vida si Lara lo pedía; así de infinito y demencial era su amor.

Las personas se encuentran en la vida por razones siempre fundamentales. El problema es que se suele caer en la cuenta de eso después de un tiempo; prolongado a veces, y después de haber sufrido bastante. Los encuentros (hablo de los que tienen profundidad, de los que originan lazos estrechos, de los que involucran, comprometen, causan efectos imborrables) no son fortuitos y deben ser analizados en algún momento por quienes los protagonizan. Una mirada retrospectiva de esas relaciones que marcan de alguna manera debe ser una obligación de aquellos que buscan aprender y crecer de sus experiencias de vida. Hoy que Lara y José ya no están juntos pueden hacer un recorrido por esa historia compartida y buscar sentidos y razones que los enriquezcan y mejoren como personas.

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Lara no olvida a José; José no olvida a Lara. Se tienen. Porque cada uno se instaló en el alma del otro. Cuando dos personas se han querido tanto y han compartido cosas tan dignas y maravillosas no dejan de tenerse, no dejan de ser parte del otro jamás mientras vivan. Dejan pedazos de sí, dejan recuerdos concretos, no evanescentes; dejan rastros de piel, de caricias, de palabras adheridas como rémoras en el cuerpo y en el alma. Y tal vez este el sentido de los encuentros de dos. No lo que viven mientras están juntos, sino lo que legan al otro, lo que le dejan como herencia espiritual y simbólica y que hace que ese otro no vuelva a ser el mismo nunca más mientras viva.