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Homenajes Nacionales de Literatura

1998

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I

,

Héctor Rojas Herazo

Celia se pudre

N Qvela

.UNIVERSIDAD DEL NORTE

BIBLIOTECA

Ministerio de Cultura

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REPÚBUCA DE COLOMBIA

Presidente de la RepúblicaErnesto Samper Pizano

MINISTERIO DE CULTURA

Ministro de CulturaRamiro Osorio Fonseca

Viceministro de Cultura

Miguel Durán Guzmán

Secretaria General de CulturaPilar Ordóñez Méndez

Coordinador editorial

Homenajes Nacionales de Literatura

6scar Torres Duque

,'- .@ ,.."

'" Héctor Rojas HerÍ1~b;!

@ del prólogo: Jorge García Usta

@ de esta edición: Ministerio de Cultura,

abril de 1998

ISBN 958-8°52-°4-1

Primera edición: Alfaguara, 1986

Todos los derechos reservados.

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del editor.

Diseño de cubierta:

Mateo Castillo

Fotografía del autor:

Ernesto Monsalve Pino

Edición, diseño y armada electrónica:

De Narváez ~{ Jursich

I!m~resión y encuadernación:Panamericana Formas e Impresos S. A.

Impreso y hecho en Colombia

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I.-

Prólogo

Celia se pudre, el fin de la saga

O

Jorge García Usta

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"

L os salones del Bizancio latinoamericano del arte están atosi-

gados por toda clase de magias y entretenimientos, y un es-

pectador ultramarino, hijo purgatorial del patio y la oficina, llega

provisto de noticias sobre el destino, los desvaríos y los desafueros

del hombre contemporáneo, a proponer la memoria -el castigo, la

fidelidad y el afecto de la memoria- como último recurso del hom-

bre para buscar la unidad perdida y encontrar en las lealtades y los

amores del origen la única posibilidad de alcanzar la trascendencia.

Para eso escribe una novela-mar en la cual confluyen todos los ríos

de su mundo estético (poesía, periodismo y pintura) y que se con-

vierte en su testamento vital y literario: Celia se pudre.

El lenguaje de la novela americana alcanza aquí un eslabonar y

un deshacer de técnicas y atajos, de exploraciones resplandecientes

y sonámbulos sondeos, como resultado de una visión multiforme

del hombre, visto ahora como sujeto fantasmal, que vive en cada

instante de su vida cotidiana el asalto ordinario y mendaz de la his-

toria y el ansia de volver al candor del mito, el desamparo esencial

del primer día y el acoso de la ciudad, ese monstruo formidable,

destructor y encantatorio.Su única forma de enfrentarse a todas las manifestaciones y las

trampas del absurdo, encarnadas en el poder y la incomprensión, la

mentira y la opresión, está en la purificación del recuerdo -arcadia

y averno, cuya estación más pura está en la cotidianidad, único tiem-

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JORGE GARCtA USTA

X

pO verdadero, realidad esencial- y en el reencuentro con las poten-cias matrices -la abuela, el patio y el pueblo de los orígenes-.

Así puede verse la aparición de Celia se pudre, la última y tota-

lizadora novela de Héctor Rojas Herazo, una de las figuras capita-

les de la literatura y del arte americanos.

Nacido, como la mayoría de los escritores modernos de la cos-

ta caribe colombiana, en la provincia marginada y marginal (Tolú,

1921), y libre, por tanto, en su ánimo humano, de las sumisiones

coloniales tan frecuentes en las ciudades más presumidas de la re-

gión, Rojas Herazo encontró en su Tolú natal, tierra de brujas y en-

comenderos, de inmigrantes y galleros, el espacio poliforme que le

permitió saber, al [mal de varias perplejidades juveniles, que era un

artista, y asumir las cepas de la deuda estética!. La configuración

carnavalesca de la población, su mezcla de tipos humanos y sus len-

guajes callejeros y radiantes, lo conforman para el inicio de la tarea

estética, pero sobre todo la complejidad dramática y las historias

significativas de su propia familia, galaxia turbulenta cuyo sol era

Buena Herazo, la matriarca, el eje, el centro, el intérprete superior

del sentido de la ruina.

1 Rojas Herazo es, en ese sentido, un escritor costeño representativo deuna modernidad singular. Aunque poco estudiado el tema, la costa Caribe co-

lombiana es espacio de la existencia de un proceso de cercanía, vinculación yrelación entre los intentos de revolución formal y temática de la literatura y elarte regional con sus elementos fundamentales de la cultura popular de la mis-

ma región. Los escritores construyen sus nociones primarias de la realidad enun espacio en el que la realidad real está permanentemente asediada, moldea-da y terminada por lo sobrenatural y lo mágico. Más que una toma de concien-cia estética, originada en la adultez, lo mágico se instala como una forma del

conocimiento cotidiano y de la conformación humana de los niños que seránescritores.

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Prólogo

XI

Para entender la formación del novelista, hay que recordar que

el primer factor mencionable en la relación entre cultura popular y

literatura regional en el Caribe colombiano es el papel cumplido

por la tradición oral en el despertar sensorial y la formación estéti-

ca y, por tanto, en las raíces y la organización del mundo literario de

escritores esenciales para nuestra historia.El microcosmos familiar y la sociedad pueblerina, los espacios

sobrenaturales de la casa, la palabra alucinada y el mensaje provi-

dencial del pariente sobre la guerra civil o la matanza política, la

abuela o la tía o la madre que elabora e impone el territorio de la

fábula y la borrasca de los miedos, el abuelo o el padre que preten-

de interpretar la voz de la historia y la orientación del tiempo: la

palabra, siempre la palabra proteica, surgida del encuentro de cul-

turas opuestas, forjada por tradiciones que se pierden en el princi-

pio del tiempo y portan, en sus fórmulas cotidianas, lo más poderoso

y vidente del mestizaje cultural.En este mundo, al margen del progreso nacional, la tradición

oral, como potencia incontrolable de la marginalidad cultural, ha

protagonizado un papel de combustión y sacudida, una opción pro-

videncial: el estímulo a la vocación creadora y a las conductas téc-

nicas de creación, equiparable al de cualquier otra influencia acadé-

mica. En tal sentido, esta literatura caribe ostenta una sorprendente

dinámica primitiva -que es, claro, un rasgo de identidad cultu-

ral- en su relación inicial con la tradición y la modernidad.

A diferencia del énfasis que el realismo mágico otorga a la ma-

gia como categoría fundamental, en la obra de Rojas Herazo se pri-

vilegia la ruina, ese estado de extrema e irrenunciable pobreza ma-

terial, esa colosal desposesión final en la que el ser se enfrenta todos

los días con su desnudez original y pone a prueba todo: su inventiva,

su dignidad, su amor, su autoridad, su cordura o su locura relacional

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XlI

con seres y objetos, su plan de la muerte. Lo excéntrico, lo descon-

certante, brota entonces del interior del ser. De allí emana el miste-

rio, que siempre se refiere a las variaciones de la conducta, al senti-do de la existencia, a las turbulencias éticas del vivir-muriendo.

De esa atenta y reconcentrada mirada sobre el espectáculo del

ser, surge, obsesivo y tenso, el método de la descripción literaria,que en la narrativa de Rojas Herazo se despliega como un estudio

de los ademanes y los gestos, la palabra y el silencio, el acto gran-

dioso y la simbólica trivialidad. Los ademanes revelan, los gestos

otorgan el conocimiento final, la palabra contradice y reformula la

actitud del individuo.

Esta percepción y esta imposición originarias convertirán a Ro-

jas Herazo en un escritor realista, en el más moderno sentido del tér-

mino: un escritor para el cual la realidad es la influencia más directa,

aleatoria y trascendental, pero mudable: un gran magma real-imagi-

nario susceptible de combinaciones, pero sobre cuya elaboración

imaginativa se puede trazar un mapa de reconocimientos reales. Un

escritor moderno que sigue reconociendo que, a pesar de la autono-

mía de la creación, la realidad incontenible y vasta, anecdótica o ima-

ginaria, permea y sujeta todo el esfuerzo creador. Otra relación quecarece de seguridades cartesianas, existente en el umbral de lo fan-

tasmal. Un escritor siempre dispuesto a reunir las más dispares expe-

riencias (vitales, literarias, musicales, pictóricas, cinematográficas,

históricas), recursos (descripciones, monólogos, narraciones, ensa-

yos, pinturas) y combinaciones, en procura de la totalidad estética.

¿Se puede pedir algo más ambicioso a un escritor realista?La otra certeza es, también, imprescindible: de esa realidad múl-

tiple, de esa mezcolanza de experiencias vitales y culturales, pero

también de las herencias históricas y familiares, y de los mundos re-

gionales, emanan formas y estructuras de lenguajes que destruyen

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Prólogo

XIII

las nociones diíerenciadoras de arcaísmo y modernidad, y gestan lahibridez estética como desafio y destino.

Hijo de un comerciante y una maestra de escuela, pero sobretodo nieto de Amalia González de Herazo, la Niña Buena del entor-no doméstico --el fragoroso y emblemático sedimento humano desu Celia-, el novelista encontró en su infancia, y en el patio dondetranscurrió y se multiplicó su infancia, el tiempo y el espacio mar-catorios de su vocación, los elementos que conformarían sus apren-siones centrales hasta convenirlo, como él lo reconoce, en «un buró-

crata de sus obsesiones».Cedrón, el microcosmos en el que transcurren sus dos prime- LJ

ras novelas y gran parte de Celia se pudre, es ese «Tolú transfigura- bdo» que surte, por igual, el sufrimiento original, el drama familiar y ~

~la farsa histórica. Lejos del cuadro de costumbres, Rojas Herazoatiende a esos destinos minúsculos que, reunidos y descarnados por gun estilo inusitado, se convierten en un retrato intemporal de la con- C

ducta humana. ~Sus años de estudiante de primaria y secundaria los cumple en ü:

Cartagena, donde conoce a Antonio del Real Torres --el amigo que fflo conduce a Salgari- y a Gustavo Ibarra Merlano --el amigo a :2:quien le dicta una clase olímpica, a los diecisiete años, sobre Veinte ~mil leguas de viaje submarino de Veme, y con quien establece la amis- -

tad más verdadera-, y donde comienza el desciframiento de sumundo, ese mundo intuido conceptualmente pero desarrollado conextraordinaria lucidez en los primeros textos periodísticos y líricos.

Lo primero que había hecho era pintar: a los dieciocho años, enTolú, en papeles al garete, personajes y situaciones bíblicas. Des-pués, en Cartagena, el padre de Manuel Zapata Olivella, un libre-pensador proveniente de la provincia sinuana, le revela, en un salónde clases, que Dios no existe, lección transgresora que él corre a

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JORGE GARCtA USTA

XIV

compartir con su madre. Después, lee a Salgari y a Veme -a cuyos

mundos, como al de Fellini, rinde homenajes en Celia se pudre--,

pero también a Sabatini2. Un elemento curioso de su formación, mo-

derno y sorprendente, es su relación con el mundo del cómic, de la

historieta y del cine. Tan importantes en su despertar creativo son

Verne o Salgari como Buffalo Bil13.

2 Rojas Herazo escribió en 1950: «Nuestra adolescencia tiene tres nom-bres: Julio Veme, Emilio Salgari y Rafael Sabatini. Como tres abuelos lejanos seasomaban a nuestra perplejidad poblándola de imágenes inquietantes y ru-

morosas. Julio Vemefue una especie de Víctor Hugo de la fantasía cientifica,Con su cabeza solemne, con su barba teológíca, con su mirada sumergída enel azul de unas pupilas hiperbóreas, nos señalaba --<:on dedo omnipotente-los misterios del aire o las grandes profundidades submarinas, Algo extraño,sobrecogedor, nos acompañaba a través de aquellas narraciones alucinantes[.,,], Julio Veme -sin discusión- es un escritor para ser leído a los quince

años y en propicio recogimiento rural. Emilio Salgari, menos complicado peromás urgido de fiebre narrativa, nos transportaba a bordo de sus personajescandorosamente trágicos, a los más opuestos lugares del globo. Con Sandokano Tremal-Naiik nos fue familiar el rugido de los tigres [...]. El archipiélago ma-

layo con la incógnita de sus selvas y la primaria sicología de sus pobladores.Todo --<:on el suspenso y la velocidad cinematográfica- atizaba hasta el de-lirio nuestra curiosidad infantil. Todavía recuerdo el entusiasmo vigoroso conque me inició Antonio del Real Torres en la inquietante amistad de Emilio Sal-gario Rafael Sabatini, personalisima aleación intelectual de Alejandro Dumas y

Emilio Ferrero, nos introdujo sin pasaportes de ninguna naturaleza en el opu-lento y contradictorio universo de los príncipes y aventureros del Renacimien-to italiano. Para él, la geografia y las etapas históricas fueron un delicioso pre-texto para ubicamos en su personalisima concepción de los hombres y de los

hechos~, «<Telón de fondo. Luto para un adolescente~, El Universal, Cartagena,15 de febrero de 1950).

3 E13 de octubre de 1954, Rojas Herazo publica en Bogotá una notasoberbia sobre Buffalo Bill: «Era un buen muchacho. Por lo menos ésta fue la

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Prólogo

xv

Hacia los veinte años, Rojas Herazo, impulsado por el ansia de .

enfrentarse a lo humano desconocido en la escritura, disciplina,

poco a poco, la creación de poemas y poco después inicia su formi-

dable trayectoria periodística, en El Relator, de Cali, que prosigue

episódicamente en La Prensa y El Heraldo, de Barranquilla, hasta

alcanzar en El Universal, de Cartagena, el primer periodo de su ma-

durez4.

Autodidacto esencial y voraz, su desconfianza hacia los meca-

nismos formadores de la academia lo conduce a formarse en los ta-

lleres naturales de la intelectualidad moderna del Caribe: la mesa de

café, la conversación de amigos, la sala de redacción y el taller de

pintura. Sus lecturas y sus experiencias formativas alcanzan \¡!na im-

presionante variedad, que, a diferencia de otros escritores, recono-

ce el mestizaje esencial y riguroso, pero no se inclina ante la tiranía

de modas y equívocos efimeros: los fllósofos españoles y europeos;

los narradores norteamericanos y los realistas rusos; la poesía espa-

ñola, los nuevos poetas latinoamericanos y la poesía norteamerica-

na; la pintura clásica y la moderna; los jazzistas norteamericanos,

I'i" impresión que nos dejó su ficha biográfica en la solapa de un cuaderno decoloreso>. Muchas de estas referencias llegan aTolú, cuando es un niño, por los

medios más impensados.4 En El Universal de Cartagena, en 1948, el jefe de redacción del diario

y uno de los nombres fundamentales de la cultura costeña en este siglo, Cle-mente Manuel Zabala, le concede la oportunidad de convertirse en un colum-nista diario, en contravía del periodismo decimonónico imperante en la ciudad

y la región. Allí, Rojas Herazo desarrolla una parte de sus temas centrales co-mo creador. La primera exploración del mundo natal, Tolú, ocurre en 1948, ennotas en las cuales Rojas Herazo ya ha superado el prejuicio de considerar lacolumna de prensa como vehículo de expresión meramente conceptual e in-

troduce formas descriptivas, narrativas y líricas.

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JORGE GARCtA USTA

XVI

los cantantes de las Antillas y los músicos tradicionales del litoral

colombiano; el cine norteamericano y el cine neorrealista italiano.

La variedad registra ese hambre de saber -mezcla de técnicas

y visiones narrativas con reflexiones propias del ensayo- que ali-

mentará una mentalidad lúcida y universal, como pocas en el ra-

quítico panorama colombiano, pero al servicio no de la disquisición

docta, neutra, presumida e inútil, sino de la aventura sudorosa e

incierta de la creación narrativa y del ímpetu poético: lector de Una-

muno y Ortega pero también de Marcel, Santayana y Claudel;

hijo de Tolstoi y Faulkner, pero también del Arcipreste y de Que-

vedo; heredero de Tamayo y Picasso, pero también de Fellini y Berg-

man; lector de Whitman, ValIejo, Lorca y Neruda, pero también de

Perse, Masters y McLeish. Hombre de patio y de litoral, y sugesti-

vo intérprete de América, pero nítido y sorprendente heredero de

Occidente en el mundo afroamericano.

En los años cincuenta y sesenta, Rojas Herazo vive amplios

períodos en Bogotá; escribe en el Diario de Colombia su columna

«Telón de fondo» -una de las prosas más logradas, orgánicas y re-

volucionarias del periodismo colombiano moderno, visible en casi

medio millar de notas-; participa en la aventura de Mito, revista

en la cual publica y mantiene relaciones amistosas con otros poetas

y escritores; enseña y proyecta, en varias exposiciones, su obra plás-

ticas y se enfrenta a la inteligente y sagaz pero encarnizada dictadu-

5 Son numerosas las notas de críticos y comentaristas sobre la obra plás-tica de Rojas Herazo en los años sesenta. Un articulo de E/Tiempo, de junio de

1968, lo considera «uno de los artistas colombianos que con más hondura,morosidad y eficacia han ido purificando sus instrumentos de expresión» yagrega que «seis exposiciones, algunas de ellas con participación colectiva en el

exterior, nos dan la medida de su persistencia, de su autenticidad, de su ine-

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Prólogo

XVII

ra crítica de Marta Traba; publica cuatro libros de poesía (Rostro enla soledad, 1951; Tránsito de Caín, 1952; Desde la luz preguntan pornosotros, 1956, y Agresión de las formas contra el ángel, 1961) y susdos primeras novelas, Respirando el verano, en 1962, y En noviembrellega el arzobispo, en 1967.

La poesía es el eje de la escritura de Rojas Herazo, como sub-versión de la realidad y búsqueda de la trascendencia: salvación dellenguaje, salvación del hombre. Las dos verdaderas patrias del es-critor, parece decirnos, son la infancia y el lenguaje. La escritura desus primeros poemas, hacia finales de los cuarenta, muestra ya laexistencia de un circuito estético, en que la poesía es centro visio-nario y experimental. La publicación en 1951, a sus treinta años, l1Jde su primer libro de poemas, Rostro en la soledad, en medio de no- ~torias inquietudes sobre lo que habría de ser la nueva poesía en aAmérica, viene alentada por los vientos alojados en estas tierras por Z

Whitman, Neruda, Lorca y Masters, pero dueño ya él de una voz LiJOO«

~ ludible compromiso con esta forma estética. Todas ellas fueron, a su turno, gexaltadas o atacadas, por su mayor o menor significación~. Mor~no Clavijo, al ?i

comentar en. julio de 1962 su exposición en la Biblioteca Luis Angel Arango, Wdestaca su (imezcla de tinta, lápices, óleos, témperas y crayola, formando volú- 2=:menes, transparencias y contrastes realmente admirables», y señala que (ies pal- Zpable el trabajo, el oficio, el desvelo por lograr algo original, para hacer su sali- ::J

da plástica con cosa propia y no como un Obregón más». También en junio de1968, en El Tiempo, María Victoria Aramendia, en la nota (iLa pintura de Rojas»,indica: (ila misma plenitud americana, tan dificil de hallar infortunadamente enla pintura de estas latitudes, palpita en estos cuadros cuyo interés radica, fun-

damentalmente en la incontenible fuerza que privándoles de una ordenaciónlógica les confiere la poderosa atracción que de ellos se desprende». (Ver estosarticulos en Jorge GARctA USTA, Visitas al patio de Celia, Medellín: Editorial

Lealón,1994).

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JORGE GARCtA USTA

XVIII

distintiva que reclama la impureza del recuerdo y el ímpetu de la vi-

da como nutrientes de un nuevo lirismo. En esa poesía voluptuosa,

pero sobre todo carnal y enraizada, se rompe la cuerda de la clau-

dicación neorromántica de la poesía colombiana -en la cual pare-

cía haber encallado el último y residual piedracelismo-, como lo

certificaba el sorprendido testimonio de García Márquez el 14 de

marzo de 1950:

Poesía desbordada, en bruto, la de Rojas Herazo no se da-

ba entre nosotros desde que las generaciones literarias inaugu-

raron el lirismo de cintas rosadas y pretendieron imponerlo

como código de estética. Rojas la rescató del subsuelo, la libe-

ró de esa falsa atmósfera de evasión que la venía asfixiando y

donde el hombre parecía haber reemplazado sus hormonas

por refinados jugos vegetales y se enfrentaba a una muerte

inofensiva y complaciente. Rojas Herazo volvió a descubrir al

hombre6.

6 Gabriel GARctA MARQUEZ, *Rojas Herazo». El Heraldo, Barran-quilla, 14 de marzo de 1950. Rojas Herazo es el único escritor colombiano yuno de los pocos universales sobre quienes García Márquez ha escrito dos no-tas de prensa, dedicadas en su integridad al autor y a su obra. E111 de junio de

1952, en El Heraldo, de Barranquilla, escribe la columna «Rostro en la sole-dad», en la que señala: *Con ésta van por lo menos diez veces que comienzouna nota sobre Rostro en la Soledad, el libro de poemas que acaba de publicarHéctor Rojas Herazo. Desde el tercer intento habría desistido de la empresa,de no ser ésta -si es que ha de ser ésta la definitiva- una nota que me estoy

debiendo a mí mismo desde mucho antes de que Rojas Herazo publicara su li-

bro; desde cuando padecí la tremenda y comprometedora experiencia de co-nocerlo. Entonces -hace seis, siete años- habría podido escribir, vociferarsobre el libro que aquel inquietante amigo había de publicar alguna vez. Y creo

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Prólogo-,

XIX

Lo que se advertirá en adelante, de principio a fin, en esta poe-

sía, es la irreductible idea del retorno al hombre, al cuerpo y a la

tierra, como ejes de la poesía. Como lo señaló Juan G. Cobo Bor-

da, a propósito de los poemas de Rojas Herazo aparecidos en Mito,

era «la poesía que, por fm, tocaba la realidad; era la realidad».

Desde 1956 se revela en su poesía una de las ideas obsesivas de

su universo narrativo, la coexistencia de la abuela y de la casa como

símbolos de arraigo contra la destrucción del tiempo y la adversidad

social: «Somos de este patio enlutado / donde mataron una casa / y

aventaron sus puertas, su quicio y sus ventanas».

Los poemas «Responso por la muerte de un burócrata» y «Pre-

ludios a la babel derrotada» producen, con un estilo envolvente de

plegaria y celebración, un acercamiento fundamental al gran mun-

do de la ciudad y al microcosmos de la oficina, y preludian muchos

momentos de Celia se pudre: el burócrata, víctima y victimario de la

nueva efusión nacional, soporta, acorralado, el submundo urban07

w que habría podido hacerlo incluso aunque en esa ocasión Rojas Herazo nohubiera pensado en la posibilidad de escribir un poema. Todo esto que aho-ra viene en el libro estaba desde entonces en él. Sólo que quizás un poco másconfuso e indefinido. y acaso a eso se hayan debido los tropiezos que he en-

contrado para comentar Rostro en la soledad: porque yo tengo la pretensión dehaber participado un poco de su soledad y de haber penetrado en ella antes deRojas Herazo -a golpes, a rasguños, a gritos- hubiera abierto esta brecha

por donde ahora se precipita una torrentera de caliente y babeante poesíao>.García Márquez sostiene, además, que «La casa entre los robleso>, incluido enRostro en la soledad, es «uno de los poemas más gloriosos que se han escrito

entre nosotroso>.7 El poeta Jaime Jararnillo Escobar indica sobre el poema «Responso por

la muerte de un burócratao> que se trata de «un sobresaliente ejemplo de lo ur-bano en la poesía colombianao> y que «Rojas Herazo, a través de una descrip-

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JORGE GARCtA USTA

XX

que se precipita sobre él, royéndolo diariamente, alejándolo de su

esencia, hasta convertirlo ya no en estrepitoso propietario del pro-

greso sino en infeliz habitante de su nada.

La saga de Cedrón

Su aspiración de índole religiosa de acoger la técnica del monólogo

y todas las formas de la introspección narrativa para hallarse des-

nudo y sin muros con el hombre-lector, haciendo de la obra un tu-

teo existencial, aparece ya en Respirando el verano, una de las tres

novelas que introducen la modernidad narrativa en Colombia, al

lado de La hojarasca, de Gabriel García Márquez, y La casa grande,

de Álvaro Cepeda Samudio, y acaso la más ambiciosa de las tres.

En ella Cedrón ya es el solar original y Celia -la madre del padeci-

miento--, la familia y el patio se confunden en una trama desespe-

ranzada, en cuyo telón de fondo fulge la más orgullosa e invencible

incomunicación entre los seres, raíz de toda locura, toda violencia y

toda muerte. La novela muestra parte del desacuerdo esencial de la

comunidad humana: es otra forma de entender el Caribe, ya no des-

de la vigorosa arquetipia del realismo mágico como racimo de ma-

gias y desilusiones históricas, sino como mapa del sufrimiento en la

propia raíz del ser singular, del ser como espejo de encuentros y de-

sencuentros de las culturas engendradoras. La capacidad de premo-

nición no parece dada sólo por algún desvío sobrenatural de la he-

U:¡'" ción muy sabia y muy poética, penetra hasta más allá, o sea hasta el centro

de la piedra. Aquel burócrata, perseguido por su nómina, nos conmueve por-que refleja en la vida urbana un triste destino para el hombre, ese que quizá so-

mos nosotros mismos, pero esta vez por lo menos no podemos reconocemos».

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Prólogo

XXI

rencia O por un privilegio inexplicable del mito sino también por una

larga, morosa 'f amorosa relación con seres, atmósferas y objetos.

Respirando el verano, pensada durante más de veinte años, pero

escrita en algo más de tres meses, es el inicio de la saga novelística,

aunque a lo largo de los dos períodos más notables de su obra pe-

riodística, Roj~s Herazo haya ensayado relatos sobre personajes y

paisajes que, después, penetrarán en la ficción novelística. Orientada

por una estructura fragmentaria, en la que ya Rojas Herazo, atraído

gozosamente por el monólogo moderno y las audacias liberadoras

del cine, propone su necesidad de un lector más activo y expone su

noción del tiempo como duración arbitraria y subjetiva, la novela en-

seña la interioridad turbulenta de una familia, cuyo centro es Celia,

en quien reposan el orden, la autoridad y la resistencia de la aven-

tura familiar. Cada destino es la asunción de un desconcierto: la

ambigüedad del afecto, la incertidumbre del sexo, la soledad irre-

basable, crean un conjunto humano de aplazados y desunidos que

encuentran en el rencor y el silencio, más que en la rebelión ex-

plícita, las formas del desacuerdo y tal vez la única posibilidad de

relación. Una certera y apesadumbrada metáfora de la nación, des-

de el microcosmos familiar y los espectros pueblerinos.

La novela describe las patéticas incomprensiones humanas, que

indican la limitación de todo vínculo, la imposibilidad o el desgaste

de todo amor, el precio existencial de las desobediencias a las nor-

mas del origen. El verano se erige como un símbolo de lo seco, in-

contenible e incierto, y agrega más indefensión en la atmósfera a lo

ya indefenso en el espíritu. Y Cedrón, el pequeño pueblo signado ya

no por el pecado sino por la incomunicación original, se erige en el

espacio del abandono orgulloso, del tiempo detenido, en el lugar de

las quimeras y en un lugar del Caribe colombiano donde el realismo

mágico no encuentra una realización lineal, pues en la novelística

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JORGE GARCtA USTA

XXII

de Rojas Herazo la técnica de narración, siempre orientada hacia la

interioridad monologante y a la impugnación de las conductas, no

privilegia lo excéntrico sino lo existencial, no el magnífico dato ex-

teriorista sino el inolvidable choque de las conductas, las habitacio-

nes y expediciones del espíritu desconsolado.

En 1967, Rojas Herazo gana el Premio Nacional de Novela Esso,

con En noviembre llega el arzobispo, novela a la que había dedicado

cerca de cinco años de trabajo. La novela genera un fenómeno que

no tenía muchos precedentes en la atención del público nacional: se

venden más de cincuenta mil ejemplares en un país de precaria in-

dustria editorial y se producen varios debates en la prensa nacional.

El autorretrato que Rojas Herazo publica en la revista Lámpara al-

canza a mostrar a qué clase de terrible país tenía que enfrentarse el

artista colombiano moderno.

Desde la conspiración capitalina hasta la incomprensión pro-

vinciana, desde el pánico gramaticalista hasta la impudicia religio-

sa y la desfiguración histórica, los ataques son encubiertos8 y, en la

mayoría de los casos, pueriles, pero son muchos más los reconoci-

mientos que la novela alcanza, hasta convertirse en una de las obras

más notables de la narrativa latinoamericana9.

8 Gustavo Álvarez Gardeazábal señala, a propósito de En noviembre lle-ga el arzobispo, que «era la primera vez que la realidad nacional se veía llevada

ala novela en tal forma. Era la primera vez que el mundo íntimo de los perso-najes se unificaba al comportamiento externo y paisajista de que está inunda-da nuestra narrativa*. Y sostiene que «a esa novela se aplicó una cortina de si-lencio y una crítica parroquial que no se utilizó para otras novelas de su clase

y momento*. (Gustavo ALVAREZ GARDEAZABAL, «Un desagravio a Rojas

Herazo*, Nueva Frontera, No. 68, Bogotá: 1976).9 El poeta español Luis Rosales, ganador del Premio Cervantes, ha se-

ñalado los atributos del lenguaje de Rojas Herazo en esta novela, apuntando

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Prólogo

XXIII

Después de la publicación en España de En noviembre llega el

arzobispo, el novelista José Manuel Caballero Bonald sostuvo que

«Rojas Herazo había producido casi en silencio y a [mes de los se-

senta uno de los paradigmas novelísticos más decididamente bri-

llantes de nuestra común literatura últirna»10.

w que se trata de «un estilo presencial, y por este carácter la narración no es

sucesiva sino simultánea, Todo lo sucedido alguna vez sigue presente, ya con-vertido en odio, y está en el corazón amordazándolo. Cuanto recuerdan lospersonajes no mueve su conducta, pero presiona su actitud, y el pasado se fijavolviendo a acontecer», La técnica narrativa de esta novela tiene grandes coin-

cidencias con Celia se pudre, que llega a extremar la desconexión temporal y elaparente caos de los espacios de los capítulos. El articulo de Rosales, «La no-vela de una agonia», sirvió de prólogo a la edición española de En noviembre

llega el arzobispo.1 O José Manuel CABALLERO BONALD, «Las maravillas de la realidad»,

Nueva Estafeta, Madrid, enero de 1982. Según el crítico argentino Juan CarlosCuruchet, en un artículo publicado cinco años después de aparecida la nove-la, «En noviembre llega el arzobispo no ha alcanzado hasta hoy la difusión quetan notoriamente se merece debido a dos causas fundamentales: haber sido

premiada en un concurso imperialista (Premio Literario Esso, 1967) Y haber

sido publicada por una editorial prácticamente desconocida (Lerner, Bogotá,1967»> (véase «Al margen de una novela de Rojas Herazo», Cuadernos Hispano-americanos, No. 272, Madrid, 1973). En realidad, la novela fue un suceso edi-torial en Colombia y promovió una de las polémicas más esclarecedoras sobre la

situación del escritor en sociedades atrasadas como Colombia durante los añossesenta. Pero lo más notable es que, hasta ese momento, se trataba de una delas novelas de mayor tiraje en el país, por encima, incluso, de toda la obra de

García Márquez anterior a Cien años de soledad. Éste, en verdad, había conse-guido ediciones muy precarias de sus libros dentro de Colombia y la mismaCien años de soledad iba a ser publicada por una pequeña editorial mexicanacuando apareció la oferta de Suramericana. En Colombia, la prensa nacional

se ocupó durante varios meses de En noviembre llega el arzobispo. La ausencia

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JORGE GARCtA USTA

XXIV

La saga de Cedrón continúa, la visión de la familia y de Celia se

amplía en una comarca situada en la orilla del mundo, oprimida

por la ardentía del clima y la imposibilidad del desarrollo, pero so-

bre todo por las irradiaciones tácitas o manifiestas, amenazantes y

enloquecedoras del terror.

El miedo -sentimiento central en la novelística rojasheraciana-

viene a reforzar la tragedia primigenia de la incomunicación entre

los habitantes de Cedróny se tiende sobre el pueblo como un man-

to, lo arropa todo, todo lo signa, lo empequeñece y esconde su ori-

gen: es un olor, una amenaza, una frase, una presencia.

Los generales arbitrarios de la guerra civil de Respirando el ve-

rano han sido sustituidos por el cacique del pueblo, Leocadio Men-

dieta, ese bárbaro feudal que extorsiona campesinos y saquea a la

población cedronita, y encarna, sin saberlo muy bien, el mal, y a suvez también sufre sus regresiones y sus desvaríos: uno de sus hijos se

ahorca y su mujer (a la que había comprado como a una yegua) lo

respeta: tanto que lo siente como un extraño que, con paciente cir-

cularidad, la viola, y al que jamás podrá tutear, anécdota simbólica

de todo el mal social generado por un hombre a quien el poder ena-

jena y deshumaniza: ni siquiera en el acto más realizador de la inti-

midad alcanza a sentir el amor del otro. El tirano sufre, pues, la peor

de las soledades. El miedo que produce ha terminado cerrándose

en torno de él como un vasto anillo, un círculo destructor, una su-

8'ii" de una edición de mayor penetración internacional -que sólo se hará en

España en 1982- se debe a factores exógenos, no a la calidad de la obra; sedebe a la falta de promoción comercial de la obra y a la aparición de la tiranía

publicitaria, orientada desde los predios del boom latinoamericano de narrati-va, que, además, mantuvo fuera de circulación internacional durante un buentiempo, obras de escritores como Borges, Onetti, Rulfo y Guirnaraes Rosa.

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Prólogo

xxv

cesión de vacíos, de la que sólo despierta en el instante del gran

suceso, la muerte. Rojas Herazo no traza un retrato unilateral y acu-

satorio del cacique, no lo convierte en nota típica; fiel a su estilo de

enfrentar todas las dimensiones del ser y la vida y «(de hacerse per-

donar sus descubrimientos)!!, la visión narrativa de Mendieta se

deriva también de la compasión integral del demiurgo por sus cria-

turas, inocentes o crueles, pero siempre complejas y fantasmales.

Parece la novela de una agonía, la de Mendieta, enfermo y en

espera de la muerte, pero es también la agonía de un grupo humano

que hereda terrores ancestrales, se complace en la incomprensión, y

ni siquiera entiende las dimensiones auténticas del placer fisico. Las

ancianas se relamen las encías de sus dentaduras postizas en busca

de placer o celebran la sinuosa sensualidad de sus ventosidades; los

hombres copulan apresurados y lejanos; las solteronas orinan con-

tra el polvo que sólo entonces se humedece; los niños se masturban

en una especie de coro elegíaco; la llegada del arzobispo es la final

y anodina ilusión: una prosa en que la escatología, poseída por la

inocencia de la búsqueda cultural, alcanza una forma jubilosa y me-

ditativa y descifra que el cuerpo y sus dominios, siempre en oposi-

ción a la normatividad del pecado religioso, ofrecen milagros y re-

fugios y dan al ser la oportunidad de probar por un instante en qué

11 El crítico John Brushwood, profesor de la Universidad de Kansas, ha

señalado que Rojas Herazo «no buscaba efectos hiperestésicos sino que talesimágenes correspondían a su manera de observar. Los lectores de Rojas He-razo aprenden que el autor emplea no solamente el sentido óptico sino todoslos sentidos, logrando unos resultados extraordinarios con el olfativo') (véase la

nota «En diciembre llegó Celia: tres novelas de Héctor Rojas Herazo~, publi-cada en la revista de la Asociación de Colombianistas Norteamericanos queedíta Tercer Mundo Edítores y reproducida en Jorge GARCÍA USTA, op. cit.

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JORGE GARCtA USTA

XXVI

consiste la vida, constreñida siempre por la autoridad, el dinero y la

sangre. El sexo, glorioso o perturbado, no es la única intimidad in-

mune al terror social y a la manipulación política de Mendieta, pero

permite -sólo como la palabra pública- el ejercicio de los instin-

tos y la realización momentánea del ser.

El único grupo que a su manera se rebela contra la impalpable

pero fIrme idolatría del miedo impuesto por un omnipresente Men-

dieta es un grupo de conversadores (un comerciante de origen ára-

be, un militar apócrifo de la guerra civil y otros dos conversadores

profesionales) que utilizan el humor como irreverencia liberadora yhablan en público. Usan la palabra en un pueblo de rumiantes y so-

litarios: son capaces de hablar, de cuestionar el pasado y el presente,

y son capaces de reír, desorden supremo en el marasmo lugareño.

De ellos parecen emerger los signos de un nuevo tiempo, que se ini-

cia con el festejo carnavalizado de la muerte del déspota pueblerino.

Pero otros seres siguen atrapados en la rutina del miedo y retornan

a la repetición de los hábitos y al paladeo de la monotonía.

Rojas Herazo, como lo sostienen sus amigos los poetas españo-les Luis Rosales y Félix Grande, es un orbe sin límites, y es hoy uno

de los escritores más estudiados del mundo hispanoamericano. Ho-

menajes a su obra organizados en los últimos años por universida-

des y centros de estudios literarios, colombianos y norteamerica-

nos; numerosos artículos de prensa, en periódicos que van desde El

Espectador y El Tiempo, de Colombia, hasta El País y ABC, de Espa-

ña; ensayos de revistas académicas, tesis de doctorados en univer-

sidades de Bogotá, Toronto y Washington, y hasta comentarios de

escritores como Ernesto Sábato y Juan Carlos Onetti12, destacan un

12 Sábato dirigió un mensaje para un homenaje a la obra de Rojas He-razo organizado en 1983 por el alcalde de Cartagena, Manuel Domingo Rojas,

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Prólogo

XXVII

incontenible interés crítico, que ha anulado el ya añejo cerco edi-torial13.

~ el grupo En Tono Menor. En él considera al colombiano «uno de los más

grandes escritores latinoamericanos de este siglo~. Onetti, en su nota «Reflexio-

nes de un congresista) (Confesiones de un lector. Alfaguara, Madrid, 1995), afIr-

ma que Rojas Herazo es «un novelista admirable».

13 Una enumeración bastante incompleta de críticos y e~critores colom-

bianos y extranjeros que se han ocupado de la obra de Rojas Herazo en los

últimos años incluye a Gustavo Ibarra Merlano, Aleyda Roldán de Micolta,

Guillermo Cano, Gustavo Alvarez Gardeazábal, Juan Manuel Roca, 6scar

Collazos, Ramiro de la ,Espriella, Germán Vargas, Ignacio Ramírez, Carlos W

Villalba, Mario Rivero, Alvaro Marín, Darío Jaramillo Agudelo, Henry Luque ¡ Muñoz, Rómulo Bustos, Alfonso Cárdenas, Azalea García, Marino Troncoso, ES

Luz Mery Giraldo, José Stevenson, Antonio Cruz Cárdenas, José Martínez, Z

Francisco Gil Tovar y María Eugenia Trujillo, junto con los españoles Luis Ro- -1

sales, Félix Grande, J, M. Caballero Bonald, Elisa Ramón, Ramón Freixas, ~

Cristóbal Sarrias, los norteamericanos Seymour Menton, Raymond Williams, O

Ben Heller,John S. Brushwood, y los argentinos BIas Matamoro,Juan Carlos «

Curutchet y J. L. Castillo Puche. Las universidades de Cartagena y Jorge Ta- g

deo Lozano, seccional del Caribe, la del Valle y la de Antioquia, junto al Ban- ~

co de la República, han promovido o exaltado la obra de Rojas Herazo. Varios W

grupos literarios y revistas colombianas han realizado encuentros o números ?

es,peciales de sus publicaciones sobre la obra de Rojas Herazo, como En Tono ~

Menor, de Cartagena, y Golpe de Dados, de Bogotá. La revista Ophelia, de Po-

payán, hizo un encuentro nacional dedicado a su poesía y publicó un libro con

poemas y ensayos. Los diarios El Heraldo, de Barranquilla, Vanguardia Liberal,

de Bucaramanga, El Universal y El Periódico, ambos de Cartagena, han dedica-

do grandes espacios o números completos de sus publicaciones dominicales a

la obra de Rojas Herazo. En Cartagena y Magangué se creó la Fundación Cul-

tural Héctor Rojas Herazo, que ha organizado incontables encuentros y con-

ferencias sobre su obra. En Sincelejo, un grupo de escritores ha realizado va-

rias jornadas para estudiar, comentar y publicar su obra. La especialización en

Literatura del Caribe de la Universidad del Atlántico tiene la obra de Rojas

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JORGE GARCtA USTA

XXVIII

Algunos comentaristas del interior colombiano, como Hernan-do Téllez, el mago de la gracia galicada, no entendieron, hace más

de treinta años, qué pasaba con él. Sus dos oficios, pintar y escribir,

que él siempre ha entendido como devociones sistemáticas del ta-

ller, parecían desbordar el marco en el que los re~tores del buen

gusto nacional habían decidido delimitar y arrinconar la expresivi-

dad individual. «No se preocupen por eso», decía, tranquilizador y

defensivo, Rojas Herazo. «Yo no soy ortopedista, no soy ingeniero,no soy sinfonista, no construyo calles ni arreglo carros. Yo sólo hago

dos cosas: unas las pinto y otras las escribo».

Celia se pudre es la culminación eminente de una obra estética,

pensada, vivida y madurada a lo largo de casi cincuenta años de

intenso trabajo creativol4, de reflexiones sobre la historia y el hom-

bre colombianos, de incomprensiones y contiendas contra un me-

dio menudo y desarmado; en síntesis, la vida corriente de todo gran

creador en cualquier época, pero acentuada en las marismas litera-

rias del tercer mundo. De allí el vasto repertorio de sus miradas y en-

foques, su lenguaje multiforme, la estructura fragmentaria e irra-

diante de la novela. Con ella, su autor, inmune (y por ello acosado)

a los guiños de la obscenidad contemporánea que les reclama a los

autores novelitas semestrales, expone, en forma sucesiva, su idea

w Herazo como uno de los nombres centrales de la literatura de la región. En

uno de los detalles humanos más significativos, por el afecto encarnado, los es-

tudiantes de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de Cartage-na bautizaron con el nombre de Héctor Rojas Herazo el pequeño patio donde

ellos conversan, estudian y realizan lecturas de poesía y recitales de música.14 La crítica Azalea García la considera una de las obras fundamentales

de la narrativa actual en Hispanoamérica. En su tesis de doctorado en la Uni-

versidad de Toronto, «La narrativa de ficción de Héctor Rojas Herazo (1962-

1985)~, García destaca el uso de las técnicas cinemáticas en Celia se pudre.

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Prólogo

XXIX

de la historia, su nueva y fmal utilización del mito, su noción bur-

lona del progreso, la pegagogía de su sarcasmo, su problemática

concepción de los valores y el destino humanos.

Autoconfesión cifrada, pero también vasto proceso de reflexión

sobre una naci~n casi inexplicada y tan exigente en su comprensión

como la propia estructura novelística que el autor propone como

metáfora de la locura y también de la grandeza nacional. Grande-

za esencial que nunca está en los grandes campeones del discurso

sino en el héroe común y corriente15 que lee el periódico mientras

defeca y además sufre, copula, ama, come, bebe, juega, ríe y mue-

re y memora, sigue memorando, y que no ocupa los espacios de la

gran discusión pública sino la angustiosa y crucial intimidad cotidia-

na, donde a veces es posible el amor, esa ráfaga de desamparo que

confirma tanto el poder como la inermidad del origen, ese enigma

primordial que rebasa toda definición pero resulta el único consue-

lo ante las atrocidades de la historia.

De la misma manera como cada escena halla su contraparte

que la explica o vuelve a tensionar el relato para buscar otra escena

que pueda explicarla o resolverla (tal el ritmo irresoluto de la vida,

talla metáfora que el autor ensaya en su novela, partiendo de su

creencia absoluta en la vida como misterio por padecer más que co-

mo problema por entender, de modo que el lector padece, también,

el tiempo de la novela como misterio vital), de esa misma manera

incontables claves, episodios y formas de su obra periodística, nu-

15 El héroe común y corriente no es un antihéroe, aunque contenga ele-mentos de antiheroicidad; es una redefmición del héroe situado ante la épocacontemporánea, en pleno derrumbe de los viejos valores que daban sostén a la

heroicidad tradicional. De a11i que su espacio sea, ahora, el mundo cotidiano y,dentro de él, los lugares íntimos, como la casa.

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JORGE GARCtA USTA

XXX

merosas imágenes de su obra poética y no pocos personajes, carac-

terizaciones y peripecias de su obra narrativa encuentran en Celia se

pudre su resolución fmal.

La novela es la historia de un viaje en que el protagonista, an-

clado en una infancia memoriosa, rema, rema siempre, a bordo del

barco de su infancia (que es también la infancia de la herencia cul-

tural), el Lura, o se desdobla, en dramas semejantes de búsqueda de

sosiego o justificación, en una expedición en busca del Pájaro Ma-

cuá, o en el pintor que descifra o vaticina en sus lienzos y murales

el destino comunitario. El protagonista, vástago de la ensoñación

agraria (del paraíso inicial, que es también ruina realizadora) yaho-ra prisionero de la quimera urbana, se pudre en un vasto ministerio,

mientras su abuela, refugio y consuelo final ante la desdicha y la

incomprensión humana, se pudre en él. Pudrirse en los términos de

la ficción rojasheraziana es -además de ir muriendo día a día, aun

en la aparente plenitud fisica- ir adquiriendo una nueva condición

de la vida mediante la profundización del tránsito a la muerte: ad-

quirir en la memoria la ilusión de la eternidad, habitar perpetua-

mente en otra memoria, vivir para siempre en el único lugar posible:

el recuerdo.

En parte, el viaje sigue el procedimiento mítico. Desprendido

(o arrancado) del útero vital, que es solar natal, mujer de los prin-

cipios y ruina básica al mismo tiempo, el hombre se marcha, inde-

fenso (desterrado), a vivir sus días; las herencias del recuerdo se

agolpan e integran su memoria, la fidelidad al recuerdo es el único

santo y seña que le permitirá regresar al nicho del origen, y el úni-

co instrumento que le permitirá sobrevivir al oleaje torrencial de

una nación, desde su desamparo cotidiano, y le hará posible sopor-

tar, también desde la memoria, las guerras inútiles y demenciales, la

aparición de la ciudad deslumbrante y monstruosa, la inutilidad

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Prólogo

XXXI

opresiva de las leyes, el hechizo y el castigo del sexo, las sucesivas

mentiras encarnadas en el poder político, la enajenación científica,

la falsedad cultural, y el desafio desmedido e impiadoso, existente

en el sistema de incomunicación humana que forma la raíz de toda

familia.Desde ese tránsito que cubre el recuerdo del siglo XIX o puede

hundirse en el siglo XVIII, y se prolonga sobre su soledad contem-

poránea -heredera de otros códigos de la soledad familiar-, roí-

da y jadeante, sigue buscando a (buscándose con) Celia, que lo lla-

ma, que le pide que le traiga sus calillitas de Ambalema (la petición

menesterosa y primordial que antecedió y definió el viaje y que con-

figura la complicidad de la pudrición). Fuera del tiempo, fuera ya

de la historia, lejanos ambos de mediaciones formales, de externi-

dades impuestas, desencarnados pero vivos sólo por la vehemencia

de la memoria, en ella se encuentran: regresan al consuelo y al amor

que siguen otorgando las experiencias comunes del común origen.

La súplica concluye, las memorias logran la comunión y el reen-

cuentro defmitivos. El viaje parece haber terminado.

N o se trata, desde luego, de un documento de la nostalgia, nada

más lejano de esta mezcla de piedad y sarcasmo, de lujo barroco y

perfección coloquial, de desmesura pictórica y permanente estruc-

turación cinematográfica de los tiempos y modos de la novela. La

novela acusa a la tontería y la crueldad humanas convertidas en ofi-

cina, parlamento, discurso, fraude, presidio, simulación cultural, dog-matismo religioso, provincianismo mental. Teoría personal sobre la

condición humana, historia de todos los tiempos y símbolos que han

construido, deformado y liberado la nación, Celia se pudre es, tam-

bién, una gran burla de la mentira como modo ostentoso de relación

y una denuncia de todas las formas de poder y alienación que enga-

ñan y enloquecen al hombre, destruyendo sus riquezas primarias, y

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JORGE GARCtA USTA

XXXII

el predio sagrado de su elementalidad, la claridad de sus instintos y

el ejercicio de su compasión, en donde estaría la única posibilidad

de salvación.

La novela es un alto categórico en la tradición del realismo li-

neal, de las narrativas que enfatizan la externidad episódica y los re-

latos horizontales. Celia se pudre alberga gran cantidad de lenguajes,

apenas sometibles al rigor de los tiempos narrados, a la compleji-dad y verosimilitud de los personajes, pero asimismo a la matemá-

tica y artes anal cordura con la que el autor desordena y ordena su

estrategia narrativa, sus saltos temporales, sus cortes escénicos, a

compás mismo con el vértigo del mundo narrado. No siempre ese

lenguaje identifica a su portavoz, casi nunca el autor acompaña con

guías obvias al lector en la selva de su ficción. Allí, el autor apela, en

forma definitiva, a la cocreación del lector (análoga súplica de Celia

a su nieto, el burócrata) desprendida directamente de los canales de

la memoria: la memoria de los hechos descritos como estrategia na-

rrativa y la memoria del lector que ha estado sometido a ese vivir y

jadear o sufrir y copular o alucinar y guerrear o morir y pudrirse y

nacer.

La memoria (la vida, el ánimo, la necesidad de aventura) del

lector tiene que ser capaz de entender qué inconfesa intención, qué

trozo de trama, qué angustia vital, qué inquietante destino, qué pa-

labra trunca, qué otra memoria desperdigada pero viva y ansiosa,

está flotando y viviendo en cada página, participando del viaje. Por

eso se trata de una novela como experiencia vital, ante cuya lectura-

vida lo que se propone es refundar el lector: desafiar allectorcillo de

ocasión y descubrir lectores que quieran, a través de los recursos

del arte de la novela, sumergirse en una experiencia totalizadora.

En Celia se pudre, el lenguaje vuelve a alcanzar el lugar de im-

perioso protagonista de la aventura novelística. Los propagandistas

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Prólogo

XXXIII

de la deshidratación verbal no se sentirán a gusto en este palacio de

experimentaciones, en el que la palabra logra, en medio del vértigo

de las mutaciones temporales, una elaboración preciosa pero sus-

tantiva. Barroco se ha llamado, no siempre con precisión y no siem-

pre como reconocimiento fidedigno de un estilo, con frecuencia a

Rojas Herazo, por la orquestación de sus frases y sus excelsos me-

canismos descriptivos, pero en Celia se pudre esa raíz barroca se am-

plía y se disuelve en un nudo de experimentaciones: la totalidad del

mundo que se pretende capturar le impone al implacable demiur-

go cambios capitulares de modos de narrar, enfoques y ritmos.

Una vez más predomina como unidad narrativa la escena (in-

cluso en sus modos más breves y alucinatorios, como episodios su-

cintos que se concatenan en otra ilusión de biografia de un tema, un

personaje o una circunstancia), otra de las insistencias modernas de

Rojas Herazo, que le permite desarrollar, a través de una fragmen-

tación medida y minuciosa del tiempo, claramente impuesta por los

términos azarosos pero imperativos del recuerdo, una estructura

tensional e inacabada; una suerte de cadena trunca de relatos, en

apariencia desasidos de toda lógica narrativa, que insisten en impo-

nerle al lector una inmersión total en la aventura novelística e inclu-

so el redes cubrimiento de las riquezas de su memoria individual.

Lo que parece un cuerpo gigantesco y abrumador de persona-

jes, peripecias y tiempos, obedece matemáticamente al espíritu de

la obra, a su carácter testamental, a su conmovedora intención de

consuelo, y a una nítida y muchas veces sonriente impugnación del

facilismo de gran parte de la narrativa actual.

Si el lector quiere no sólo penetrar en la novela sino 'además en-

tenderla, en esa especie de «caserón gótico* de que hablaba el crí-

tico argentino-español BIas Matamoro, tiene que comprenderla

como una éxperiencia vital y absorbente de su vida, como una in-

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JORGE GARCtA USTA

XXXIV

versión monumental de energía, como una apuesta primordial. El

tiempo de creación y de padecimiento del autor de esta novela pa-

rece revertirse en una suerte de jubilosa y fraterna venganza sobre

el lector, que tiene que entender, de entrada, que no se trata de una

obra literaria, de un episodio rutinario de bibliofagia, sino de un

formidable suceso vital.

Para Rojas Herazo, la novela contemporánea puede rebelarse

contra las peticiones de brevedad motivadas en que los hombres es-

tán ocupados y hay trenes desbordando el firmamento. Esas obje-

ciones sobre el tiempo de la novela podrían provenir aceptablemente

de colegiales embobados por el artificio audiovisual, no de hombres

que en los productos artísticos pretenden hallar experiencias funda-

mentales. La novela es un tiempo propio, autónomo, como todo el

arte: una experiencia capital, como el nacimiento, el amor, el sexo o

el carnaval. Es furia, rebelión, coito, documento, habitación interior,

diálogo con los endriagos y, sobre todo, puente hacia el lector, ya no

hipócrita en este caso, sino semejante desvalido, menesteroso y pa-

deciente hermano. Pasajero. El lector de Celia se pudre se concibe

también como otro pasajero del viaje fundamental de la obra. Ade-

más de leer el libro, tendrá que remar en él. El Lura espera por él.

Su Celia personal también.

~

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A la niña Rochi

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Porque la vida está escrita

exclusivamente con polvo.

Stephen Spender

Dejemos ascender todos los venenos

que nos acechan en el fango.

Robert Graves

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P orque no era tanto lo pesado de ese levantarse y, bostezan-

do, estirarse lo más posible y después abrir la ventana y respi-

rar -primero fuerte y luego dulce extasiadamente- aquel color de

escama gelatinosa del cielo contra la línea de los montes. Ese color.

y todavía los diferentes rumores, entre los cuales se destaca esa es-

pecie de sosegada asf1xia (se siente tan inútil y estúpidamente solo e

indefenso cuando los oye) que tienen los hijos durmiendo, la mujer

durmiendo. Los sigue oyendo, pero ahora solamente a ella, lejana-

mente. Braceando inmóvil entre sus sábanas, sus olas, tratando de

llegar y salvarse en alguna orilla. Porque después, más que sentirla, la

ha adivinado, en tareas distintas y en diferentes sitios de la casa, un

poco ubicua, apenas canturreando, mientras él vuelve a silbar des-

pués de afeitarse y aún no ha decidido abrir el periódico y sentarse

en el inodoro. Y ahora ella le está poniendo el pan y la cacerola con

los huevos batidos sobre el mantel. Todavía con los ojos rojizos de

sueño, un poco abotagados, moviéndose entre las cosas con el im-

perceptible balanceo de quien camina por un piso no suficiente-

mente fIrme, en el mar. Y hasta la vída, sí señor, puede ser muy bue-

na teniendo que llamar al plomero para que termine de una vez con

el goteo de esa canilla y las calificaciones del viernes, tú sabes, no

siempre pueden venir excelentes cuando, la noche anterior, el mu-

chacho le ha presentado el parte. Lo del uno en conducta no im-

porta, hasta puede indicar cierto saludable avispamiento, pero ya

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HÉCTOR ROJAS HERAZO

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importa un poco más el dos y medio en matemáticas. Sobre todo

este dos en literatura, tú, quién iba creerlo, el nieto de un hombre

tan leído, es insufrible. Y mucho peor este dos en geografia. Le ha

comprado un mapa, ¿qué pasa? Toca ponerse adusto, enfundarse

en aquel disfraz de padre enfadado. ¿No sabe, acaso, que la men-

sualidad se ha encarecido insoportablemente este año? ¿O no cono-

ce el precio verdaderamente escandaloso de las matrículas? Siente

el deseo, la urgida necesidad, de tornarse más dramático, de apro-

vechar tan inmejorable coyuntura para darse gusto con el alza de

los víveres y echar pestes del gobierno y denunciar a gritos el in-

contenible apetito de la mafia financiera. Desahogarse de una vez,

por él y por todos los sufridos padres de familia de este resignado

país. Por un momento se olvida de los matices de su vindicativa

meditación para saborear, en conjunto, el orgullo de pertenecer a

una cofradía de mártires. Pero cada uno de aquellos temas resulta

tan irruptivo y apetitoso que no sabe dónde elegir. Está confuso. Ya

ha elegido, sin embargo. Está derrochando el sudor de su padre, se

oye decir sin mucha convicción, defraudado de antemano, un poco

altisonante. Es injusto, pues. También con su madre. La está seña-

lando patéticamente, tratando de aprovecharla como cómplice. Ella,

por la noche, a pesar del cansancio (no es para tanto; cálmate, no

me metas en tu festín, le están reprochando tiernamente el gesto y

los ojos de ella), lo ayuda en sus tareas. ¿Qué pasa entonces? Se ha

ido entusiasmando tanto con el regaño que ahora tiene que mirar un

hijo, casi escuálido por el azoro, tan culpable de no haberse aprendi-

do sus lecciones, de haber chachareado un poco más de la cuenta y

de no conocer el origen divino de las letras de cambio o la consig-

na para evitar un desahucio del paraíso. Oye borbotar sus palabras

muy lejos, retornadas de otro que está todavía más lejos, dentro o

fuera de él mismo.

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Celia se pudre

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Aquello que tiene delante promete cambiar con el brillo de unos

ojos dorados, con algunas incoherentes excusas, con un rubor que

se le extiende hasta las orejas, con ese cuello que se ha alargado un

poco desmesuradamente las últimas semanas. De pronto adivina,

casi atrapa (ha visto cruzar un relámpago, la silueta furtiva) al hom-

bre que se esconde en ese niño. Lo ve erguirse un instante con su

completa carga de estupor y sufrimiento, lo ve terminado y hasta

con las huellas y cicatrices de una perezosa molienda. El hombre

futuro está a punto de llorar. La madre, somiendo amargamente, lo

ayuda, lo ampara un instante de ese y de todos los instantes que

aún le quedan sobre la tierra. También titilan un poco sus ojos. Am-

bos, ella y su hijo, dejan de ser familiares y cercanos y se funden en

un símbolo duro, inescrutable, que -al aislarse defensivamente, al

rechazar todo abusivo manejo de la situación- desarma su insulso

palabrerío. Recordó al amigo. ¿Para qué tanta bulla con las tales ca-

lificaciones?, ¿de qué sirven a fm de cuentas? Si eres listo, no nece-

sitas ninguna baratija. ¿De qué te sirvió tu diploma de bachiller con

tan formidables calificaciones, por ejemplo? Para tenerlo ahí colga-

do (señalaba un punto del aire, en la bulliciosa cafetería, como si se-

ñalara el diploma en la pared de su casa) poniéndose cada vez más

mohoso, eso es todo. Le había entrado, muy profundo, una duda

que le retorció los intestinos y le armó el deseo de desgañitarse y

vomitar una aplastad ora justificación, viendo el ceño despectivo,

dirimitorio, casi iracundo a fuerza de interrogativa burla, detrás de

los lentes del amigo, sobre el vaso de cerveza. Ahora vuelve esa mis-

ma duda y lo afloja. Está a punto de ceder. Sin embargo, que la pró-

xima semana traiga un parte decoroso, con voz de padre que espo-

lea y hace caracolear su regaño. El muchacho, doblegada la cabeza,

lo sigue prometiendo. También conoce su papel, emplea sus trucos

y distribuye astutamente su sumisión, la temible y demoledora fuer-

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.za de su sumisión, al igual que la madre. Pero demasiado caro, pen-

só, tiene que pagar el pobre su desatención en el aula. Nada podrá

compensarlo de esta humillación -oír este sermón barato, aguan-

tar esta pésima interpretación de un padre severo-, nada en lo más

mínimo. Se siente agredido por una arrasadora autocompasión a

través del hijo. Se aprieta y se soba la nariz. Se ve a sí mismo rega-

ñado por su madre en una infancia lejana, mientras contempla, sin

detectar bien lo que contempla, el patio de un colegio lleno de ta-

marindos. Y otra vez, demasiado nítidamente, está siguiendo los

ademanes del negro que parecía un futbolista con su camisa a ra-

yas, regando los tulipanes y los lirios bajo la ventana del economa-

to.Recuerda la opaca y sin embargo desesperada defensa que le

hizo el rector y los verdes desconocidos ojos de la madre en aquel

rostro de alumbre, rechazador, irreconocible, bajo las aplastadas

alas de un peinado que no le había visto nunca. Cambia de postura

en la silla. Intenta, como si ya empezara a olvidar o a desdeñar o a

cansarse con ese libreto abrumador, mantenerse digno, incluso ad-

monitorio. Se agrieta por muchos lados a la vez. Siente que sus dos

testigos también se están agrietando. Aquello le sienta peor que mal.

Definitivamente no está hecho para estas lides caseras. Hace una

señal de disgusto, de caminante que necesita aire y claridad, que no

le estorben el paso, que le quiten bultos o basuras de encima. El mu-

chacho empieza a retirarse mientras él observa -con paciente fije-

za, casi bestializado por el exceso de atención- sus cuerdudas pan-

torrillas, el abatimiento de sus hombros, su forma de entrar en el

cuarto, la libreta de calificaciones olvidada en su mano derecha,

como si entrara al exilio. Maldijo, en lo más profundo de sí mismo,

a quienes habían fraguado aquellas calificaciones, a quienes lo ha-

bían humillado a él en aquel niño, a quienes lo habían obligado a

descubrir y lamer aquellos tempranas símbolos de la derrota y la

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soledad en el cuerpo de su hijo. Los maldijo en su corazón y sintió

algún alivio.Entonces, claro, tenía que ser entonces, oyó el violín (siempre

con la misma arredradora puntualidad) que, en algún apartamen-

to del mismo edificio, atormentaba el desconocido aprendiz. Era la

pena más inútil. Como descuartizar el aire -por nada, sin razón

ninguna, por la simple manía de ejercer la destrucción- con me-

tódicos navajazos. y después, la sevicia. Pasaban y repasaban un

arco sobre cuerdas clamantes, puros nervios sin piel. Entre la "ll0-

che, las peticiones de auxilio. Aquel violín se multiplicaba, enton-

ces, en miles y miles de violines sufrientes. El universo entero, de

rodillas, pidiendo perdón, se atragantaba con el suplicio de todos

sus violines: en los rincones de las sacristías; sobre escritorios y pa-

sadizos de abandonadas oficinas; revolcándose de dolor y atacán-

dose unos a otros, con locura de escorpiones en flamas, sobre le-

chos en que seguían quejándose muñecos despedazados en lo más

profundo de teatros polvorientos. Violines enterrados en vida, llo-

rando solos, siempre llorando, devorados por bichos de múltiples

ojos e incontables tenazas; violines chirriquiticos, nonatos, puro

aserrín, que pedían resucitar en las maderas de carcomidos ataú-

des o disolver sus clavijas en el ácido de todos los retratos que cre-

yeron alcanzar su salvación escondiéndose en baúles y escaparates

desaparecidos. Un cambio en los gemidos, y sufría una visión de fa-

mélicas mujeres emasculando a dentelladas, en ~troces alegros, a

caínes antiquísimos, sin rostro y de muñones suplicantes, que huían

entre rojos crepúsculos. Esos mismos caínes reaparecían después

(las señales para reconocerlos se relacionaban con la intensidad de

las crispaturas en el coro de los violines condenados) en forma de

niños muertos, con bucles de oro sobre cuellos de encaje, sentados

en sus tumbas, entre cruces y verjas de hierro que viajaban en la

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niebla. Entonces oía estrujadas espumas y descifraba nítidos gritos

de socorro entre ciudades hundidas en un agua morada. Y también,

ya en la cumbre de su insaciado delirio, días súbitos, milagrosos,

únicamente habitados por amantes que se entrelazaban frente a

arenas azules para ser engullidos por lentas cascadas de baba en

que uñas, brazos y ojos sin pestañas resbalaban en perezososabis-mos. Súbitamente el aire, ese vilipendiado tramo de la imaginación

y de la noche, quedaba sin justificación, vacío. El aprendiz se había

detenido. El violín, tiritando por el reciente suplicio y el futuro pavor,

solitario e indefenso (lo veía sin saber dónde estaba, se condolía fu-

riosamente de su terror en ese instante, alcanzaba incluso a comu-

nicarse con él y darle algún consuelo) tomaba al sarcófago que tenía

su misma forma. y su memoria de oyente, todavía en lucha con los

aprensivos desperdicios, se iba, lenta, fatigosamente, incorporandoa los inmediatos, pacíficos, amados ruidos de la casa.

Ella atravesó la luz de la ventana. Fue un lujo de colores. Aho-

ra extendía la sábana frente a ella. Por un instante, de perfil, alzó los

brazos, en un ruego extraño, rápido, sobre la cal de un muro. Aho-

ra extendía y alisaba esa sábana sobre la cama. Su figura, flexible,

maciza, se recogía y ensanchaba ritmicamente. Canturreaba. Casi

podía decir que era alegre y hasta afirmar que la amaba o que po-

día amarla que, para el caso, podía ser o dar lo mismo. Lo acompa-

ñaba, ¿todavía?, lo había sufrido, ¿qué más podía pedirse? A másde aquel callado heroísmo de vivir y tolerarse a sí misma, todavía

encontraba tiempo y disponibilidad para tolerarlo a él, a otra vida

en su vida. Y había recorrido, feliz con sus nuevas zapatillas y su

viejo sombrero, un sendero color azúcar y le había señalado (recor-daba ese dedo un poco ajado, con la huella de su trasteo en la coci-

na, saliendo, reiterativo, de entre los otros dedos de aquella mano

que, alguna vez, tuvo el mismo color y la misma tersura de la orquí-

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dea que prensara a su hombro -sonriendo con deliciosa, con in-

creíble lozanía- en aquel baile remoto) un puntito muy blanco,

casi invisible, en el azul de una tarde y había llorado y parido y aca-

riciado un gato y seguía viviendo. Oyó su murmullo, su palpitante

zureo, animando la cocina. Las cosas estaban más a gusto al com-

pás de su presencia, sintiéndola respirar. Las ollas, las cacerolas y el

chorro del lavabo parecían estar en lo suyo, haber encontrado su

justa actividad y su justo sitio, cuando ella los manipulaba. Igual

con el jabón, el fregador y las toallas. Sabía manejar la intimidad.

Con idéntico alborozo limpiaba los minutos de tedio y grosería que

limpiaba el piso de manchas y basuritas. Él no sabía en qué radica-

ba el amor, así, a secas, de que otros le hablaban. Tal vez ni siquie-

ra lo necesitaba. Se había acostumbrado, en cambio, a desentrañar

y respetar este conjunto de sensaciones. Eso que todos los días (tal

vez el amor podía ser la costumbre -modeladora, aparentementeinalterable, casi abusiva por lo que exigía en codiciosa intirnidad-

que iba siendo cotidianamente enriquecida por mínimos pero suce-

sivos asombros o, tal vez, podía consistir en esa fantasía de eterni-

dad -siempre viviré aquí con ella, en este mismo sitio, siempre--

que le producía el timbre de los cubiertos en los platos o cuando

ella, acercándose misteriosamente, le regalaba el verdadero perfu-

me y hasta el verdadero significado de su cuerpo con sólo extender-

le una fruta acabada de pelar podía ser comprobado, respirado,

manoseado, expiado y ennoblecido, en un atroz y secreto agradeci-

miento, por todos sus sentidos.y siguen hablando del turpial. Un poco triste, el pobre. Por eso

ya no puede cantar de corrido. La viajera debe ser, tal vez cambián-

dole el alpiste. Sí, tal vez con eso y del saldo de los víveres en la tien-

da. Pero había sido -la mujer insiste, sigue con su turpial entre los

sesos, lo sigue oyendo en sus mejores días-:-, ¿te acuerdas?, un lin-

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do pájaro. No tanto un lindo pájaro, aclara él, sino un pájaro que

cantaba muy lindo. Al principio, retobado, sin ganas, resentido de

.verse prisionero, ni se distinguía casi en la esquina de la jaula. y des-'1.pués, jqué trinos aquéllos! Como el diálogo de muchas flautas. Se es-

tremecía la casa, algo sucedía, llegaban visitantes en la brisa. y todo

por aquel trocito de plumas rojinegras. El gorjeo salía de muchos

lugares al mismo tiempo. Una vez se detuvo a observarlo en pleno

canto, balanceándose en el liviano trapecio, en el centro de su jaula.

Hacía gárgaras con las notas y después, mirando hacia arriba, ha-

cia el cielo que parecía pintado en la ventana, expulsaba unas líneas

vibrantes, visibles, embebidas de una intensa y victoriosa dulzura.Se había quedado allí, inmóvil, conmovido, asistiendo al milagro de

que en un ser tan breve pudieran hospedarse tan ricas y poderosas

resonancias. De eso habían hablado al atardecer, sentádos frente a

frente en sus mecedores, como cuando eran novios, en el pretil de

la casa de ella, en Cedrón. y lo oyeron de nuevo cuando estaban

hablando. No, esa cortadita en la mejilla no vale la pena, rnija. Pero

ella ha traído el frasco de alcohol (se ha deslizado entre los muebles,

decidida, resuelta, hundiéndose un instante en su reino de agujas,botones y frasquitos de yodo y mertiolate, regresando con su tro-

feo) se lo unta primero en su dedo y después lo aplica allí, justo don-

de escuece un poquito, apenas un tan casi poquito que ya es casi

nada, hasta sabroso. y ahora se contempla reflejado en su ojo dere-

cho como si su rostro, ilusorio por lo reducido, estuviera tostándo-

se en una brasa circular. Alcanza a distinguir allí hasta el punto de

tiza en que se ha convertido el pañuelo. Recuerda entonces que de-

be recordar algo. Nada serio debe ser desde que se olvida tan fácil-

mente. Basura, si acaso. Después de todo, por el simple hecho de

levantarse más temprano no tiene derecho a ningún perdón (no

sabe de qué o de quién, pero siempre está en trance de solicitar o de

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recibir o de otorgar un perdón),lo sabe perfectamente. Pero así y

todo está mejor, tan muchísimo mejor que ya ni siquiera recuerda

la cortadita en la mejilla.

Ahora baja la escalera, se inclina y recoge un pedazo de papel

que, por su brillo tal vez, le ha llamado la atención (recoger cual-

quier cosa, en cualquier sitio, ese trozo de papel o de pan, o esa ali-

mañita reseca. Sobarla o estrujarla un poco, hablarle un momento,

besarla tal vez. En todo caso algún acuerdo, alguna seña, darle co-

mo un último adiós; que no se hunda sin una caricia o rescoldo de

alguien en la pavorosa disolución) en uno de los peldaños. Hay casi

una súplica o una disculpa de ella mientras la observa, casi urgién-

dolo a que la reconozca, con su boca, sus ojos y sus narices masti-

cables, de fruta plenamente madura, mientras él continúa sintiendo,

en algún lugar de su estómago, aquel rezago fecal, nunca comple-

tamente expulsable. Ya hasta puede palmearle los tobillos -¿cómo

eludir otra vez, ahora mismo, este hecho inevitable, tan de ella, tan

de él, de mirarse súbita, intensamente (ahora de abajo hacia arriba,

ya la inversa), como si estuvieran a punto de despedirse y empren-der un amargo, larguísimo viaje por separado y del cual ni pueden ...

ni deben ni es necesario regresar?- y ella le dice algo en la cumbre

de la escalera (de aquel arrecife donde se cumple el adiós) tal vez so-

bre el posible olvido de las. gafas o del paquete de cigarrillos o del

frasquito con las gotas de sucaril y él está respondiendo algo ya

previsto y, sin embargo, extraño y dolorosamente nuevo, palpán-

dose, comprobando su previsión o su olvido en los bolsillos. Por-

que de morir tenemos, aquel cura. De morir, es cierto. Y, mientras

tanto, qué hacer con todo ese montón de cosas mientras se muere.

Desarruga el papelito que ha levantado del peldaño. Lee algo, arco

iris, así se llama, Lavandería Arco Iris. Y Jehová le prometió al vie-

jo barbón (al indisfrazable John Huston, embreando la madera del

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arca entre el resople y balanceo de unos elefantes domésticos y mi-

rando a su prole de orangutanes, jirafas y marsopas con ojos de ta-

tarabuelo dipsómano) que no habría más diluvio. Quien se atenga

a semejantes promesas. Para comenzar, pues ahí tenemos la agua-

cerada de ayer no más. Mira que nada menos que siete barrios inun-

dados, centenares de ratas en las avenidas, vomitadas por las alcanta-

rillas, cosas así, repetidas hasta el cansancio por la tele, por la radio,

por los altavoces, por los vagos de esquina, por los compañeros de

oficina. Los altavoces exigían cooperación a todos los ciudadanos

(el señorpresidentedelarepública aprovechó la oportunidad para

denunciar una confabulación internacional contra la patria y anali-

zar el deterioro que una oposición sistemática había creado en la

balanza de pagos a propósito de una bonanza del café y condenó

(aquí el payaso se puso muy serio en su comedia televisiva, ama-

gando a muchos lados a la vez con temblorosas ondulaciones) la di-

famación a que últimamente le habían sometido sus enemigos es-

critos y hablados, públicos y privados, abusando, como siempre, de

su ejemplar y democrática tolerancia) para evitar que se ahogaran

más niños y nadaran más ratas, pendejadas. Jehová no cumple su pa-

labra, arco iris, te aseguro que no la cumple.

Pero mis hijos están ahora en esa ventana del segundo piso, mi-

rones pensativos, despidiéndome. Tener, repito, compasión de mí

mismo. Ten compasión de mí, te lo ruego, le suplico a algo que vive

y se permite cambiar de postura, un poco molesto por haber sido

invocado sin preparación, sin rito ninguno, en lo más profundo de

mis tripas, donde tal vez se ensucie y alimente de mi alma. Los ni-

ños continúan mirándome seriamente, sonriendo (¿quiénes serán

estos seres extraños, con facciones y miradas extrañas, que se han

metido en mi casa, en mi intimidad, llamándose mis hijos?; ¿de dón-

de han venido y qué hacen a mi lado?; ¿por qué me envejecen y me

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!'

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atropellan sin exigir, en silencio?; ¿por qué me piden amor o com-

prensión o, siquiera, aproximación, sin pedírmela en ningún mo-

mento, y me golpean con sus ojos, mientras yo, creyendo que los

amo, convencido de que los amo, los atropello y me desconozco al

no entenderlo s, al no tener los instrumentos para entenderlos, y, en

silencio, les suplico que nunca se vayan, que no me dejen solo y que

me amen, que horrible e inexplicablemente me amen a pesar de

todo?), repitiendo, remedando el adiós con sus manos y sus ojos.

¿Qué hacer? No es lluvia, pues. Son tiritas de seda que ~llos han

lanzado y lo que él está viendo ahora ocurrió hace tanto, tantísimo

tiempo, que bien pudo no haberle ocurrido o haberle ocurrido a

cualquier otro. A aquel ojeroso doncel, por ejemplo, que amanecía

fumando colillas y jugando veintiuna junto a una mujer abundosa

y triste, que no jugaba ni fumaba y que lo único que suplicaba era

esperarlo pacientemente, mientras él ganaba o perdía sumas irriso-

rias, para acostarse con él, acariciar sus mejillas y sus manos (con la

misma pesarosa, por lo tozuda, por lo atrozmente gratuita, manse-

dumbre de una bestia lamiendo una cazuela llena de alimentos pero

herméticamente sellada) y vigilar su sueño en el silencio. Y, sin em-

bargo, me ocurre, me está ocurriendo en este preciso momento y ya

empieza a formar parte del recuerdo (que ha de borrarse sin ruido,

sin compasión, sin batalla) de esta presente, incolora, indescifrable

mañana de junio. Algún día se irán esos niños de esa ventana, se

borrarán del todo, serán apenas brisa en las ramas de un parque,

mientras yo camino pisando las hojas en un sendero de ese parque

o duermo simplemente bajo la tierra. Se vuelve a poner en guardia

contra sus elementales pero devastadores sentimientos, quiere ha-

cer algún chiste, a costa de su alma o de su orfandad o de cualquier

otra cosa que le llegue oportunamente. Echar mano de algo que lo

defienda de sí mismo. Pero se sorprende de su incapacidad para

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eludirse y seguir pensando en el misterio de la familia. Sus compo-

nentes arden un instante, cualquier instante, sentados, por ejemplo,

en sus sillas, ante la mesa del comedor. Se ha cumplido la cita. O

cantan en voz baja o abren esa puerta o cuchichean en los rincones,

mientras juegan al escondido. Ríen porque uno de ellos ha tropeza-

do y caído o llora el otro por una sajadura en un codo. Están en la

edad de las cicatrices, piensa. Regresan orejones, y como más altos íy huesudos, de la peluquería. Uno de ellos ha visto una flor, una 1.

brusca y espléndida flor, en el hocico de un perro, alIado de una se-

ñora que espera el cambio de luces de un semáforo, cosas así. Pero

un día ya no serán, se habrán ido súbitamente, sin despedirse, mire !usted, así no más, idos. Se aterra de aquella monstruosa simplici- :

dad. Y ahora están ahí, en esa única ventana, cumpliendo la cita.

Están creciendo, alejándose cada vez más (mientras me piden laI

moneda para comprar un cartucho de helado o el permiso para ir I1

al estadio, o limpia alguno de ellos, en el lavabo, ensimismado, fer- .;

voroso, las m~nc~~s de su pa~talón, están,cercados por el fragor de

la nada. Algo illVlslble, henchido de lento lInplacable furor, los des-

hace sin ser oído, aquí, ante mis propios ojos -jDios mio, estóma- Igo mío, alma mía!- y yo no puedo auxiliarlos porque también yo 1

estoy braceando sin poder salvarme) y un día uno de ellos, quizá el

más tierno y pensativo de los cuatro, ese que ahora me está mirando

con sus ojos de caballito de guiñol, apretará los dientes y los puños

con un sólido destructivo deseo, parado ante un espejo, con el men-

tón embadurnado antes de afeitarse. Los cuatro niños -sus hijos,

sus entrañables desconocidos e inexplicables hijos- lo siguen mi-

rando, pues él ha vuelto la cabeza varias veces. Están fijos y tristes,

inventados por la misma tristeza que inventa la ventana y el aire cru-

zado por las vagas, y ya antiquísimas y olvidadas, pelusillas de seda.

y la mano de ella, tan insegura y volátil como las otras, quizá más

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pequeña y tímida que las otras, diciéndole adiós. Y ellos, en algunaocasión, también le dijeron adiós, le recordaron (lo hacen en estemomento) que seguirían allí esperando su regreso, que lo amaban

y que algún día morirían.

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N o era a ninguna hora determinada. En cualquier momento

podía llegar aquello. Inclusive en los momentos de mayor aje-

treo. Cuando se estaba a la búsqueda de un dato importante, im-

portantísimo, recalcaba, sin tomarse el trabajo de hacerlo con pala-

bras, alguno de los funcionarios. Y aquello se instalaba allí, en el vasto

salón lleno de escritorios. Algunas veces casi podía tocarse, verlo

brillar sobre las cabezas inclinadas o en los ojos soñadores (dejaban

de oír, se ensimismaban, descifraban algo en los lejanos árboles del

parque, en las nubes que erraban, sucias y leves, al fondo de las ven-

tanas) de los estadígrafos o los contabilistas que fumaban. O en las

secretarias que, súbitamente, aflojaban la guardia de sus facciones

bajo la pintura quedando, envejecidas y tristes, con su carga de pe-

sar desnuda en cada rostro.

Aquello llegaba y se instalaba sin ningún anuncio. Entonces el

rayito de sol que entraba por la ventana del doctor Iduarte -el vi-

gesimosegundo funcionario en importancia, dentro de la compleja

comisión que investigaba el origen de los esputos morados en las

aves de corral- se iba convirtiendo en un largo vibrante venablo,

que terminaba hundiéndose en algún posible costado de la oficina.

La oficina en cruz, así era. Destilando sangre, sangre invisible. Se

oían sus gotas. Y el cuchicheo que salía de gavetas, vitrinas y rinco-

nes. Era aquello. Él quedaba postrado. Tenía que dejar a un lado los

papeles, con sus respectivas e imponentes sandeces para ser con-

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sultadas personal o telefónicamente, y despreocuparse por entero

de su trabajo. Sólo tenía sentido para aquello. Oía esos ruidos, lentos,

sigilosos, esculcadores, de las horas mordiendo los pupitres, idénti-

cas a aquellas fijas y obsesivas tres horas de cada tarde en la escue-

lita pública de Cedrón. Entonces el olor de todos los condiscípulos

se hacía sólido y unánime, sin ningún resquicio de aire. Olor a cabe-

llos tostados de sol, a dientes con sarro y saliva reseca en las comi-

suras, a sudor fermentado, a rezagbs de flatulencia y ventoseo es-

condidos en los fondillos, entre empellas y sobacos o entre nalgas

apretadas y molidas contra la madera de las banquetas. Un olor tan

compacto y animal que podía partirse con las manos, elegir una ra-

ción y deglutirla. Se miraba con los oídos y se respiraba, se tentaba

lo respirado, con los ojos. El calor era una grasa del tiempo, un pa-

cífico miedo a las paredes descascaradas, al tablero, a los trocitos

de lápiz y a los libros abiertos, deteriorados, con las páginas vilipen-

diadas por el manoseo, que resistían en silencio. El maestro -un

anciano de risueña pesadumbre, resignado a la progresiva obtura-

ción de sus venas- dirigía la resistencia con la tiza en alto, frente a

la mesa de tinteros azules. Orden, les exigían sus canas a los rufia-

nillos; esperamos que cada uno de ustedes cumpla con su deber, les

recordaba el único botón de su saco; la tierra perdurará y el hom-

bre perdurará sobre ella, les prometían sus extremidades pecosas,

reptadas por gruesas venas, pugnando por erguirse y triunfar del

recinto amarillo. Pero sus ojos decían otra cosa, habían desertado, no

estaban allí con sus demás facciones, lo habían abandonado. Sólo

quedaba, como un símbolo banal o como el testimonio de un deber

y hasta de un hábito o una obsesión invencibles, su mano errabun-

da y morena trazando cualquier nadería gramatical en el tablero o

su palmeta sobre el basurero de cuadernos y libros de calificacio-

nes apilonados en la mesa derrengada; o sus narices, oliendo mansa-

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mente lo que había muerto (de sí mismo y de los otros, del día) yya empezaba a corromperse con el asedio de la tarde.

Ratas de eternidad, eso eran. Horas roedoras, diseminadas enminutos y segundos roedores, deslizándose entr~ los días; trepan-do por las medias, los pantalones o las faldas de los oficinistas, en-gulléndolos. Entonces los veía tal y como eran en realidad: enca-denados a sus bancos (se aferraba, sin poder evitarlo, a la vieja ysocorrida metáfora en que un musculoso Ben-Hur jadeaba resig-nadamente) como galeotes. Sólo que no remos sino estilógrafos,infolios, máquinas de escribir o calcular; pero remando, remandosiempre, remando duramente. Con tambor y todo. Aun cuando na-da hiciesen, aun cuando fuesen simples espectros o detentadores dela incuria. A veces llegaba uno de aquellos misteriosos dignatariosdel séptimo piso y ordenaba una aceleración. Se oía el tambor: ve-locidad de ataque, de batalla plena, de abordaje, según fuera. Y tre-pidaban las paredes, se le sentía a la oficina un bamboleo de barcoacezando, como si estuvieran a bordo del Lura o en la caverna delbaño turco. El mar debajo, a los costados. Y ellos adentro, encade-nados, remando a lo que dieran sus muchos temores a ser despedi-dos. Y aquello instalado allí, victorioso y agobiador, invisible pero jomnímodo y resplandeciente. Se oían voces. Pronto, lo máspron-to posible ese documento, más rápido, a ver, el subsecretario de laprefectura de la subsecretaría general lo está esperando. Es urgen-te, urgentísimo, ¿se ha dado cuenta?, para que este funcionario lolleve a otro eminentísimo funcionario que, usted sabe, ha de elevar-lo, ¿pero para qué perder mi precioso tiempo explicándole?, a po-testad o sacramento público, por ejemplo.

Había un crucifijo, con la cabeza ladeada, que sempiternamen-te parecía contemplarse en el espejo, convexo, repulido y casi us-torio de la calva del doctor Estroncio, el jefe de los galeotes, el im-

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pasible y reverendo eunuco que manejaba las diferentes velocida-

des del buque. y el retrato de una señora, que nadie supo nunca

quién era. Una mujer madura, de ojos autoritarios pero decepcio-

nados, en el centro de un rostro que adelgazaba una especie de te-

naz y hasta depravado sentido de la caridad. Esa frente, de aquello

no cabía la menor duda, había acariciado por muchos años la rea-

lización de alguna insensatez evangélica. Parecía una protesta vi-

viente contra cualquier ayuntamiento carnal, y sus párpados, desde

la cumbre de una botonadura viril, despreciaban, asqueados, las

caricias masculinas. y un Corazón de Jesús, protegido por un vidrio

entre su marco dorado, con el corazón exactamente afuera, sobre el

pecho, y las manos abiertas. Tenía el aspecto de un muchacho que

ignora el crecimiento de sus barbas y a quien le diera pena que le

hubieran colocado tamaño artefacto en semejante lugar. Este obje-

to (parecía explicar a quien lo mirase con alguna participación en

su rubor) me lo han puesto aquí sin consultarme, pero ¿qué le va-

mos a hacer -continuaba defendiéndose con sus ojos resignados,

pueriles, dulcísimos- si en todas las litografias se han confabula-

do para hacerme lo mismo? y un retrato de Antonio Ricaurte (tam-

poco se supo nunca por qué de él, precisamente) en el momento de

dirigir una pistola descomunal (la pistola, en efecto, era muy gran-

de) contra un barril en que descansaba su rodilla izquierda y que el

buen enterado en historia patria debía presumir lleno de pólvora.

Su perfIl, desconfiado pero henchido por un irreprimible fanatismo

(el mismo del terrorista o del escolar que mira a muchos lados an-

tes de cometer su atentado o su pilatuna) parecía expelido por un

tremendo esfuerzo de sus cabellos.

000

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La ventana de la oficina parecía un cuadro vivo, donde llamea-

ban en la brisa árboles, edificios y nubes. Soñaba, entonces, con los

incontables pero siempre importantísimos informes que debía es-

tampar de su puño y letra y donde debían quedar pormenorizados

en pulcros legajos (en esto el doctor Estroncio era sencillamente

implacable, pues el más simple amago de incorrección o desaseo, en

cualquiera de sus casillas o renglones, era castigado con la estricta

repetición de todo el folio) el número de consumidores, por kilóme-

tro cuadrado, de las infusiones de hojas de guanábana para los ma-

lestares hepáticos o el dato preciso de los micifuses que, cada dos

años, morían de pechiche matronal, arrechera pelámbrica o cólera

testicular o de otras alarmantes (pero no tan vistosas ni ruidosas)

epidemias en los tejados, callejones y tinacos de la capital o el de

pos'ibles usuarios de los solideo s que, cada semana de cada año,

desechaban -no pudiendo permitirse el estado, ni menos la supre-

ma jerarquía, semejante derroche de tela bendita, según antiguas

pero nunca atendidas prevenciones de algunos ministros del ramo-

los diferentes sacristanes, gerentes y maromeros que regentaban las

arquidiócesis, comisarías, planetarios y salchicherías y hasta el nú-

mero exacto y la precisa ubicación de los múltiples expendios con

sus consabidos estipendios de rosarios y estampillas para cheques

espúreos y miniaturas totémicas y hasta de diferentes exvotos que

habían sido abandonados, en plena y flagrante producción, por ar- 1

tistas de brocha gorda y delgada, notarios, senescales, novelistas, re-

guladores de tránsito, críticos de teatro y hasta por mimetizados,

aunque distinguidos, tenaces y aun fllantrópicos usureros. También

debían estar minuciosamente registrados en los pulcros legajos el

color de las puertas y cortinas y el diámetro de los escritorios -nu-

merando, así mismo, los respectivos diplomas, medallas de lata, de

cartón o de cobre, cruces de Bacatá, tapas de gaseosas y distincio-

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nes de cualquier índole a que se hubiesen hecho acreedores en el

ejercicio de su profesión- en las oficinas de los alienistas, xenófo-

bos, vendedores de chicharrones y moluscos al por mayor y al por

menor, hacedores de horóscopos, libretistas de radio y televisión,

elegantes sodomitas de la modistería, la política qla vanguardia li-

teraria, comedores de copra y trazadores de urbes. Todo esto, lógi-

camente, para poner orden en las estadísticas, mantener la confian-za general en el gobierno y detectar, en el momento justo de iniciar

su modélica curación, los puntos enfermos en el organismo pre-

supuestal. Para controlar, en suma, el impulso del centro hacia la

periferia con que la sangre estatal estaba dispuesta a irrigar -así lo

había afirmado textual, severa y casi brutalmente elseñorpresi-

dentedelarepública en su última alocución- aun las más lejanas, y

aparentemente abandonadas y anémicas, regiones de la patria.

000

Había también un retrato enorme, entre un liso y estrecho mar-

co de níquel, que ocupaba gran parte del espacio en la pared del

fondo. Muchas personas reunidas en un patio, de pie o sentadas en

la grama o en unas sillas. Detrás del grupo se elevaban unas edifi-

caciones de tipo claustral y en el puro centro, destacándose sobre

un fondo de apacibles colinas, la escultura de algo que parecía una

musa. Siempre le interesó aquel ser indefinible. Algún enigma per-

sonal, que jamás podría estar en capacidad de descifrar por sí mis-

mo, parecía haber encontrado allí su consagración o su refugio. La

cabeza de la estatua, rematada por dos trenzas arcaicas, se incli-

naba sobre el lado izquierdo; los ojos, embelesados en una idea, en

un sueño fijo, contemplaban una cítara o un libro (aquí la hume-

dad y las polillas se habían encargado del conjeturable elemento) al

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fmal de sus brazos; un dulce viento rizaba sus muslos con pequeñas

olas de mármol. Detrás, en la colina que la persistencia de una gote-

ra había convertido en una gran oruga, se insinuaban sombras arbó-

reas y quiméricos senderos. Delante y a los costados de la estatua,

toda la fauna burocrática: caras de batracio s y pájaros, de lobos, re-

nacuajos e inclasificables insectos, se apagaban y encendían sor-

presivamente sobre cuellos entiezados, corbatas listadas, chalinas,

corbatines de punto y enaguas espumosas. Llamaba su atención un

rostro defmitivamente castrense, de violentos bigotes, sobre un cha-

leco cruzado por una leontina. Era el de un espléndido perro de caza,

enteramente satisfecho de las presas que le habían tocado en suerte.

y un hombrecillo idéntico a José Martí: con sus mismos ojos melan-

cólicos bajo la nobleza frontal y hasta con sus mismos pantalones,

estrechos y arrugados, de papá que se acaba de levantar de un me-

cedor, sobre sus zapatos de cómico.

Le gustaba aquel retrato comunal. Cuando amenguaba el peso

de aquello sobre la oficina, se iba de asueto, largo rato, por entre sus

arcadas y rostros y sus senderos en la montaña, a oír fenecidos cu-

chicheos y roce de esqueletos enfundados en telas removiéndose en

los pretéritos asientos. Había descubierto, además, un minucioso

placer, consistente en reducirse imaginativamente a tal extremo

que podía, en contemplativo embeleso, girar en torno a "su" musa.

Entonces sabía que los brazos, el óvalo impasible y las trenzas de la

vetusta doncella eran, de veras, recorridos por un aire, entre fúne-

bre y dichoso, que aumentaba su misterio. Alguna vez oyó al doc-

tor Estroncio a su espalda, con un tono amable y correccional al

mismo tiempo, refiriéndose a sus ojos arrugados por la minuciosa

curiosidad: (i¿Se le ha perdido alguna pulga en ese retrato?). No pu-

do emitir nada parecido a una respuesta, sólo ese carraspear dos o

tres veces que lo mismo remedaba una excusa o un balbuceo. ¿ Qué

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iba a decir, cómo explicarse? ¿No era, de veras, de un indefensable

bobo el estar allí, gastando tan largo rato en contemplar una insul-

sa fotografia, cuando era esperado para el remate de inaplazables y

gloriosas tareas? Fue, pues, y se sentó en su silla frente al escrito-

rio, como un niño regañado por su maestro. Llegó a aprenderse de

memoria las facciones de todos y cada uno de los componentes

del grupo fotográfico. Se topaba con ellos, en el sueño o en la sim-

ple evocación, en una atmósfera lunar -distorsionados y casi di-

ferentes, distantes, solitarios-, haciendo distraídas gesticulacio-

nes, mientras erraban por plazas, colinas y senderos que no había

visto nunca. Terminaron, como el asunto del Lura, por convertirse

en criaturas de su memoria. Por ejemplo aquella flaca mujer, forra-

da por superpuestos triángulos de seda negra, exactamente como

se forra el bastón de un paraguas. Lo miraba con una ternura car-

gada de insaciable amenaza, taladrándolo. Daba la impresión de

haber sido frustrada en el curso de una innominable ambición, un

parricidio tal vez. Parecía, asimismo, una mujer que, después de un

largo y paciente trabajo de convicción, hubiera devorado a su espo-

so, fragmentándolo (con su total anuencia y cooperación y todavía

vivo y lúcido) en suculentas chuletas. Y había un toro, con bigotes

agudos como pitones, que acumulaba un bramido en su traje de

corte abacial. Le inflamaba las narices y le endurecía las quijadas

una ira que se debía, intrínsecamente, a la potencia de sus ijares, al

ímpetu destructivo de que habían sido dotados sus riñones. Teníaun alfiler con una perla incrustado en su corbata como un estoque.

y un joven, devorado por una absténica lubricidad, que hacía des-

cansar su mano, fma, volátil, sobre sus bronquios de enfermo. Tam-

bién una mujer, de senos protuberante s, que erguía su rostro, de

pedagoga o de tríbada (el énfasis y los resultados eran los mismos)

sobre un cuello de alzador de pesas. Y un doncel, barbudo y sensi-

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ble, de seráficas pupilas, que mantenía su sombrero hongo repo-

sando con precaución en el antebrazo, como si fuera una bomba. Y

un sacerdote maduro, con la sonrisa de un estafador y la apostura

de un esgrimista. Y tres borregos, de gestos y facciones uniformes,

que parecían suspendidos en un mismo balido. Y un grupo, entre

azorado y festivo, compuesto por una mujer otoñal, de sonrisa de-

safiante bajo el sombrero atestado de plumas, sentada en una silla

con las piernas cruzadas; una de su manos se hundía en la cadera,

empujando hacia adelante el torso encorsetado, y la otra se apo-

yaba, con arrogante decisión, en una sombrilla con punta de alfIler.

A su espalda, en galante actitud, haciéndola participe de un chis-

me, de un secreto de estado o de un sicalíptico desliz, se inclinaba

un caballero de pomposa melena y atusado bigote, un muchacho,

retraído, de huesos livianos, con una indómita peluca tapándole las

orejas, dejaba descansar una mano sobre el hombro lleno de enca-

jes de la altiva mujer. Seguían mostachos y más mostachos y pati-

llas colosales y cejas contraídas y narices dilatadas y más jóvenes y

ancianos de pie y cabezas que se ladeaban con hambriento perfIl,

transidas por un silbo o inmovilizadas por algún llamado que al-

guien emitía a sus espaldas.

Aquel mismo daguerrotipo, según pudo averiguar, era el único

testimonio de la primera emisión de empleados públicos que el gran

general Tomás Cipriano de Mosquera o el simple general Rafael

feyes, cualquiera de los dos en la plenitud de su trigesimocuarta

dictadura, había enviado a tecnificarse a los Estados Unidos. ¿Quié-

nes eran aquellos aparecidos, estarían vivos algunos de ellos (hay

fantasmas que persisten en otros cuerpos, en otras formas de la

aflicción), cómo lucirían ahora, de ser ello posible, caducos y de

seguro pobres y olvidados? Y por último, ya en la pura desorien-

tación inquisitiva y empujado por su viejo y candoroso terror, ¿qué

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se habían hecho aquellos vestidos de paño (sintió de nuevo -en to-

da su veloz pero insufrible dimensión-las brutales, pacientes, inau-

dibles quijadas del tiempo, engullendo paredes, rostros, telas de

paño, torres, primaveras y papeles, devorándole su misma desola-da inquisición, arrasándolo con todo el peso, y todo el siniestro fra-

gor, de su insondable vacuidad), aquellas sortijas, aquellos encajes

y cuellos almidonados, aquellas ondulantes enaguas? Entonces vol-

vía a recorrer la oficina con ojos angustiados, apacibles; a sentir el

volumen, la vibración y hasta los tapiados gritos, retumbando, sin

posible comunicación, entre cada pecho de las múltiples soledadesque lo rodeaban. Oía el tecleo de las máquinas, el susurro de las plu-

millas sobre el papel, la brisa agitando los polvorientos (los peniten- ~tes) cortinajes. Descubría entonces, con sus puros oídos, el zumbi- ~ .

do del tiempo; podía ver, incluso, su fina lanza hundiéndose, cada Z

vez más duramente, en las entrañas de la oficina, empapándolos y i:LI

deshaciéndolos a todos con la sangre del tedio. Y aquello seguía allí .O I-transparente, indescifrable y ubicuo--, entre los labios, las arru- CJ ~

gas y los bisbiseos, entre las zapatillas y las solapas, entre los vagos g

corredores hediondos a tulipanes afinados, en las cabelleras, en las ~ I

miradas que, a hurtadillas, casi avergonzados, se dirigían los oficinis- W

tas entre sí, mientras alzaban (parapetaban) sus rostros para aguan- ~

lar, para resistir y atreverse a durar mientras cruzaban aquello. ~

000

Porque al general Bestierra la loquera le dio en grande. Por ha-

cer fortaleza nada menos, imagínese. Hay mucha piedra desperdi-

ciada en este pajonal, había dicho. Se veía tan qué remacizo y vo-

luntarioso en el caballo, no se lo niego. Todo pecho y voz de mando.

No más paredes de mierda de vaca ni techos de paja, la cosa debe

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HÉCTOR ROJAS HERAZO

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ser con piedras. Era como la consigna del arranque, como quien

dice con solidez y fuerza de eternidad. y puso a sus ochocientos

hombres a arrear piedra a lo bravo. De descanso ni hablar, más bien

réstelo de la cuenta. De día o de noche, lloviendo o con sol, se es-

cuchaba la pujadera entre los matojos. Los dívidió de cuarenta en

cuarenta. Cada grupo comandado no por un oficial sino por un

capataz. Pues aquí, para que sepan, la cuestión no fue de grado si-

no de eficiencia. Si un soldado raso probaba ser mejor que un cabo,

pues el que mandaba era el soldado. y caso se vio, en muchas cua-

drillas, en que sargentos y hasta algún teniente se aculillaban o ma-

maban ante el brío de sus capataces. Y el Bestierra, infatigable en el

caballo. Mire qué burros estos indios, se deslenguaba (a los negros,

a los blancos y a los indios arreadores los llamaba lo mismo), car-

gando de un solo lado, a pique de buscarse una joroba o que se les

desatornillen los cojones. Miren, les gritaba parado en los estribos,

se les va a resbalar esa vaina y después se me vienen, lloricones y

rengueando por cualquier tropezón; jsepan cargar carajo! y la cosa

no se quedaba en bravata, era que daba el ejemplo. De un envión

alzaba una piedrota hasta la cintura; movía no más el esqueleto, la

dejaba en buen acomodo sobre el lomo, se la llevaba, con un tro-

tecito columpiero, entre la yerba. Se encaramaba después sobre la

montura y a puras maldiciones y rebencazos los obligaba. En prin-

cipio, como siempre ocurre en estos casos, la tropa amagó solivían-

te. Pero venirle con retrecheces al general. A uno, que se las tiró de

cabecilla, se le fue de frente, apechándolo con el caballo. El hom-

bre, todo cuajaroso de sudor con tierra y enredado en tantos cin-

tarajos y pertrechos que llevaba encima, se vio de pronto pateando

y manoteando en el suelo, buscando equilibrio. Todavía a breve ga-

lope, sin apuntar antes del frenazo, el herido se le fue encima. Lo

remató con un tiro en el oído. El otro, el aliado del subleve, gritaba

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a la puerta de la casita, frente al anuncio de letras gruesotas del gua-

rapo, armado de escopeta con dos huecos. Véngase no más, le gri-

tó al general. Y el Bestierra hizo bloque pensativo con el caballo. Le

humeaba el revólver al costado, sobre estornudo de bestia. No quie-

ro bajarte como a pato cucharo, dijo al fin. ¿Y entonces a cómo

vamos? Te prefiero a rula, se oyó. Y bajándose con mucho y cavi-

lativo despacio desenfundó el machete, largo, tan delgado y brillan-

te que parecía una vara de plata. El otro se encarajinó con tal furia y

rapidez que alcanzó a entrar y salir de la casita sin cambiar de pos-

tura, como si no se hubiese movido y las solas ganas de combatir le

hubiesen agenciado el arma. Brillaron los cuatro: los dos machetes

entre y sobre los dos hombres, bajo las hojas de plátano. Y la tropa,

esperando. De aquel duelo terminaba la loquera del general, con

arreo de piedras y todo, o la cosa seguía en nada. Casi lo tientan.

Pero era fmo pa el esguince el ma-o loco. Y valiente, díganlo. Sostu-

vo en firme, con las piernas abiertas, el manducazo, que sonó mis-

mito que espuela que se rastrilla en hueso pelado. Se buscaron y se

encontraron ahí mismo, sin salirse de terreno. También el rebelado

era gambeteador y malamañoso con el fierro. No daba respiro. Se

metía y se salía de los toques como deletreando. Por eso te desafié

con rula, crujía el general, todo venas saltonas en la frente y los ojos

sangrosos y pepudos, con las mandíbulas a quebrarse de puro apre-

tadas y el gallardete de pelo arriscado entre las cejas, pa que nadie

me acuse de ventajero, pa pelear en lo tuyo, en lo que sabes de ve-

ras. De pronto susurró un turpialita en la rama de un guásimo. Y el

viento pasó como nube cuando el otro, casi sombra, cayó de rodi-

llas, dándole duro al polvo con lo fIloso del arma. No lo remató allí

mismo. Duró dos días quejándose en un solo mugido (pa que apren-

da, lo sentenció Bestierra, a no levantar la mano contra su padre)

mientras la tropa, oyendo el mugido, seguía en su procesión de pie-

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dras. Pero el loco ya había hecho su plan, que todos juzgaron comoa bien tuvieron, pues ya estaba pensando en arpilleras entre los mu-ros y hasta en garitas y atalayas. Nada, que en la sueñera, que levenía desde niño, se le había dado por imitar, imagínese, las for-tificaciones de Cartagena. Esto le demuestra, de golpe y porrazo, elcalibre de aquel orate. Pero con todo, a los ocho meses justo, fren-te a los guásimos y coralibes y las yerbas espinudas salpicadas concalaveras de vacas, tomó cuerpo la loquera de Bestierra. Buen arcode entrada y hasta patio de armas, ¿qué le parece?Y bien ajustadoslos piedrones, unos encima o contra otros, con argamaza a la bru-ta que le hacían, batuqueándolo todo en grandes artesas, con hue-so molido de toro entre su misma pellejera revuelta con nervios ygelatina de caimanes. Había sombrío del mejor sobre las tapias dedisparar y se construyeron pañoles para las municiones y vituallas.y en alto de todo aquello, y hasta con arrogante mirador para izarla bandera, la pieza del Bestierra, con sólo dos argollas para colgarla hamaca incrustadas en la pared. Ahora sí, dicen que dijo, quevengan los godos pa que sepan.

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