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El cura de Tours Honoré de Balzac Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Honoré de Balzac¡sicos en Español... · 2019. 1. 31. · De Balzac. En los comienzos del otoño del año 1826, el abate Birotteau, personaje principal de esta historia, fue sorprendido

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El cura de Tours

Honoré de Balzac

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Este es un libro de dominio público en tanto que losderechos de autor, según la legislación españolahan caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio a susclientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada por nuestrodepartamento editorial, de forma que no nosresponsabilizamos de la fidelidad del conte-nido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra para quepueda ser fácilmente visible en los habitua-les readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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El cura de Tours

A David, estatuario

La duración de la obra en que inscribo vues-tro nombre, dos veces ilustre en este siglo, es muyproblemática; mientras que vos grabáis el mío en elbronce, que sobrevive a las naciones aunque nohaya sido batido mas que por el vulgar martillo delmonedero. ¿No se verán confusos los numismáticosal hallar en vuestro taller tantas cabezas coronadas,cuando descubran entre las cenizas de París esasexistencias por vos perpetuadas hasta más allá dela vida de los pueblos, y en las cuales se les anto-jará adivinar dinastías? Vuestro es ese divino privi-legio; a mí me corresponde la gratitud.

De Balzac.

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En los comienzos del otoño del año 1826, elabate Birotteau, personaje principal de esta historia,fue sorprendido por un chaparrón al volver de lacasa donde había pasado la velada. Atravesaba,pues, tan rápidamente como sus carnes podíanpermitírselo la plazuela desierta llamada del Claus-tro, que se halla a espaldas del ábside de Saint-Gatien, en Tours.

El abate Birotteau, hombrecillo de constitu-ción apoplética y de unos sesenta años, había sufri-do ya varios ataques de gota. De suerte que, entretodas las pequeñas miserias de la vida humana, laque más aversión le inspiraba era la súbita mojadu-ra de sus zapatos, de ancha hebilla de plata, y lainmersión de sus suelas. En efecto; a pesar de losescarpines de franela con que se empaquetaba entodo tiempo los pies, con ese cuidado que los ecle-siásticos ponen en su persona, siempre pillaba unpoco de humedad; y al siguiente día la gota le dabainfaliblemente pruebas de su constancia. Sin em-bargo, como el piso del Claustro siempre está secoy el abate Birotteau había ganado tres libras y diezsueldos al whist en casa de la señora de Listomère,soportó la lluvia con resignación desde el centro dela plaza del Arzobispado, donde había empezado acaer en abundancia. Además, en aquel momento

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acariciaba él su quimera, un deseo que tenía yadoce años de fecha, ¡un deseo de clérigo!, un deseoque se robustecía todas las noches y que ahoraparecía próximo a cumplirse; en fin, el abate Birot-teau se envolvía demasiado bien en la muceta deuna canonjía para sentir la intemperie. Durante lavelada, las personas habitualmente reunidas encasa de la señora de Listomère le habían casi ga-rantizado su nombramiento para la plaza de canóni-go a la sazón vacante en el capítulo metropolitanode Saint-Gatien, asegurándole que nadie la merecíacomo él, cuyos derechos, durante mucho tiempoolvidados, eran incontestables. Si hubiese perdidoen el juego, si hubiese sabido que al abate Poirel,su contrincante, le hacían canónigo, entonces síque la lluvia le habría parecido fría. Tal vez habríarenegado de la existencia. Pero se encontraba enuna de esas raras circunstancias de la vida en quelas sensaciones dichosas nos hacen olvidarlo todo.Al apresurar el paso obedecía a un movimientomaquinal, y la verdad, tan esencial en una historiade costumbres, obliga a decir que no pensaba en elchaparrón ni en la gota.

Antes había en el Claustro, del lado de lacalle Mayor, varias casas, reunidas por una cerca,que pertenecían a la catedral y servían de albergue

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a algunos dignatarios del capítulo. Desde la enaje-nación de los bienes del clero, la ciudad hizo delpasaje que separa estas casas una calle, llamadacalle de la Psallette(1) y por la cual se va desde elClaustro a la calle Mayor. Su nombre indica sufi-cientemente que allí habitaban antaño el primerchantre, sus escuelas y los que vivían bajo su de-pendencia. El lado izquierdo de esta calle está for-mado por una casa cuyos muros atraviesan losarbotantes de Saint-Gatien, que están implantadosen su estrecho jardinillo, de tal manera que quedaen duda si la catedral fue construida antes o des-pués que esta antigua vivienda. Pero examinandolos arabescos y la forma de las ventanas, la cimbrade la puerta y el exterior de la casa, patinada por eltiempo, un arqueólogo ve que siempre formó partedel monumento magnífico al cual está unida. Unanticuario, si los hubiese en Tours, que es una delas ciudades menos literarias de Francia, podríaincluso reconocer a la entrada del pasaje del Claus-tro algunos vestigios de la arcada que formaba anti-guamente el frontispicio de estas habitaciones ecle-siásticas y que debía de armonizarse con el carác-ter general de edificio. Situada al norte de Saint-Gatien, encuéntrase continuamente esta casa enlas sombras proyectadas por la gran catedral, sobre

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la cual ha tendido el tiempo su negro manto, haimpreso sus arrugas y ha sembrado su frío húmedo,sus musgos y sus altas hierbas. Así, la casa estásiempre envuelta en un silencio profundo, solamen-te interrumpido por el clamor de las campanas, elcanto de los oficios, que trasciende de los muros dela iglesia, y el grito de las cornejas que anidan en lacúspide de los campanarios. Aquel paraje es undesierto de piedras, una soledad llena de fisonomíay en la que sólo pueden habitar seres llegados auna anulación completa o dotados de una fuerza dealma prodigiosa. La casa de que tratamos estuvosiempre ocupada por abates y pertenecía a unaseñorita entrada en años que se llamaba la señoritaGamard. Aunque la finca había sido comprada a lanación durante el Terror por el padre de la señoritaGamard, como ésta venía alojando en ella a presbí-teros desde hacía veinte años, a nadie se le ocurríaencontrar mal durante la Restauración que una de-vota conservase un bien nacional: tal vez las gentesreligiosas le atribuían la intención de legársela alcapítulo, y las gentes de mundo no veían que conello fuese a cambiar su destino.

El abate Birotteau se dirigía a esta casa,donde llevaba dos años viviendo. Las habitacionesque ocupaba habían sido, como ahora la canonjía,

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el objeto de sus anhelos y su Hoc erat in votis du-rante un docena de años. Ser pupilo de la señoritaGamard y llegar al canonicato fueron las dos gran-des cuestiones de su vida; y quizá resumen exac-tamente la ambición de un presbítero que, consi-derándose como de viaje para la eternidad, no pue-de desear en este mundo más que un buen alber-gue, una buena mesa, vestidos decentes, zapatoscon hebillas de plata -cosas suficientes para lasnecesidades animales- y una canonjía para satisfa-cer el amor propio, ese sentimiento indecible que hade seguirnos, según dicen, hasta el lado de Dios,puesto que entre los santos hay categorías. Pero eldeseo de las habitaciones que ahora ocupaba, cosamínima a los ojos del mundo, había sido para elabate Birotteau toda una pasión, pasión llena deobstáculos, y, como las más criminales pasiones,llena de esperanzas, de placeres y de remordimien-tos.

La distribución interior y la capacidad de sucasa no habían permitido a la señorita Gamard te-ner más de dos huéspedes. Así, pues, unos doceaños antes del día en que Birotteau logró ser supupilo, la señorita Gamard estaba encargada demantener contentos y sanos al señor abate Trouberty al señor abate Chapeloud. El abate Troubert vivía.

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El abate Chapeloud murió, y Birotteau le sucedióinmediatamente.

El abate Chapeloud, canónigo de Saint-Gatien, había sido amigo íntimo del abate Birotteau.Siempre que el vicario entraba en casa del canóni-go, admiraba la habitación, los muebles y la biblio-teca. De esta admiración nació un día el deseo deposeer cosas tan bellas. No pudo el abate Birotteausofocar este ansia, que a menudo le hacía sufrirhorriblemente, cuando se ponía a pensar que lamuerte de su mejor amigo era lo único que podíasatisfacer su oculta concupiscencia y que ésta au-mentaba cada día. El abate Chapeloud y su amigoBirotteau no eran ricos. Hijos de aldeanos los dos,no tenían otra cosa que los flacos emolumentosconcedidos a los presbíteros, y sus exiguas eco-nomías se consumieron en pasar los tiempos des-graciados de la Revolución. Cuando Napoleón res-tableció el culto católico, el abate Chapeloud fuenombrado canónigo de Saint-Gatien y Birotteauvicario de la catedral. Chapeloud se hospedó enton-ces en casa de la señorita Gamard. Cuando Birotte-au fue a visitar a su amigo en su nueva vivienda, lepareció perfectamente distribuida; pero no vio más.El nacimiento de su concupiscencia mobiliaria fuesemejante al de una pasión verdadera, que en un

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joven comienza a veces por una fría admiración porla mujer a quien más tarde amará por siempre.

La vivienda, a la cual daba acceso una es-calera de piedra, estaba en un cuerpo del edificioorientado al Mediodía. El abate Troubert ocupaba elpiso bajo, y la señorita Gamard el primer piso delcuerpo principal, que daba a la calle. Cuando Cha-peloud entró en su alojamiento, las habitacionesestaban desnudas y los techos ennegrecidos por elhumo. Las jambas de la chimenea, de piedra bas-tante mal esculpida, no habían sido pintadas nunca.Por todo mobiliario, el pobre canónigo puso allí, deprimeras, una cama, una mesa, algunas sillas y lospocos libros que poseía. La vivienda parecía unahermosa mujer vestida de harapos. Pero dos o tresaños más tarde, como una señora anciana le legasedos mil francos, el abate Chapeloud empleó estasuma en la compra de una biblioteca de encina,procedente de la demolición de un castillo destruidopor la banda negra, y notable por sus esculturas,dignas de la admiración de los artistas. El abatehizo esta adquisición seducido, más que por la ba-ratura de la biblioteca, por la perfecta concordanciaque existía entre sus dimensiones y las de la galer-ía. Sus economías le permitieron entonces restaurarla galería, muy pobre y abandonada. Se lustró cui-

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dadosamente el suelo, se blanqueó el techo y sepintaron los zócalos fingiendo los colores y los nu-dos de la madera de encina. Una chimenea demármol reemplazó a la antigua. Tuvo el canónigobastante gusto para buscar y encontrar antiguasbutacas de madera de nogal esculpidas. Luego, unamesa de ébano y dos muebles estilo Boulle acaba-ron de dar a la galería una fisonomía llena de carác-ter. En el espacio de dos años, la liberalidad dealgunas personas devotas y los legados de suspiadosos penitentes, aunque modestos, llenaron delibros los estantes de la biblioteca, entonces vacía.Por último, un tío de Chapeloud, antiguo congregan-te del oratorio, le legó su colección infolio de losPadres de la Iglesia y algunas otras grandes obras,preciosas para un eclesiástico. Birotteau, cada vezmás sorprendido por las transformaciones de aque-lla galería, antes desnuda, llegó gradualmente acodiciarla. Deseó poseer aquel gabinete, tan enrelación con la gravedad de las costumbres ecle-siásticas. Su pasión creció de día en día. Comotrabajaba durante jornadas enteras en aquel asilo,pudo apreciar su silencio y su paz, después dehaber admirado al principio su afortunada distribu-ción. Durante los siguientes años, el abate Chape-loud hizo de la celda un oratorio, que sus devotos

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amigos se complacieron en embellecer. Más tardeaún, una señora ofreció al canónigo para su dormi-torio un mueble de tapicería, tapicería que ella mis-ma había estado fabricando durante mucho tiempobajo las miradas del buen señor, sin que él sospe-chase que le estaba destinada. Entonces ocurriócon el dormitorio como con la galería: el vicario sedeslumbró. En fin, tres años antes de su muerte, elabate Chapeloud había completado las comodida-des de su vivienda decorando el salón. Aunquesencillamente adornado de terciopelo de Utrecht, elmueble había seducido a Birotteau. Desde el día enque el camarada del canónigo vio los cortinajes deseda roja de China, los muebles de caoba, la alfom-bra de Aubusson, que ornaban aquella vasta estan-cia pintada de nuevo, la vivienda de Chapeloud seconvirtió para él en objeto de una secreta mono-manía. Vivir allí, acostarse en el lecho de las gran-des cortinas de seda en que se acostaba el canóni-go, encontrar todas las comodidades en derredor desí, como las encontraba Chapeloud, fue para Birot-teau la dicha completa: no veía nada más allá. To-das las cosas del mundo que hacen nacer la envidiay la ambición en el corazón de los demás hombresse concentraron para él en el secreto y profundosentimiento con que deseaba una habitación pare-

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cida a la que se había creado el abate Chapeloud.Cuando su amigo caía enfermo, iba a verle, llevado,sí, por un sincero afecto; pero al saber la indisposi-ción del canónigo o cuando estaba haciéndole com-pañía, en el fondo de su alma se alzaban, a pesarsuyo, mil pensamientos cuya fórmula más simpleera siempre:

-Si Chapeloud muriese, yo podría alcanzarsu alojamiento.

Sin embargo, como Birotteau tenía un co-razón excelente, ideas estrechas y una inteligencialimitada, no llegaba hasta concebir los medios delograr que su amigo le legase la biblioteca y losmuebles.

El abate Chapeloud, que era un egoístaamable e indulgente, adivinó la pasión de su amigo,lo cual no era difícil, y se la perdonó, lo que sí pue-de parecer menos fácil en un presbítero. Pero tam-poco el vicario, cuya amistad permaneció siemprefirme, dejó de pasear a diario con su amigo por lamisma alameda del paseo del Mazo, sin que ni unsolo momento le pesara el tiempo consagrado des-de hacía veinte años a aquel paseo. Birotteau, queconsideraba como faltas sus involuntarios apetitos,habría sido capaz, por contrición, del más grande

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sacrificio por el abate Chapeloud. Éste pagó sudeuda a tan sincera fraternidad diciendo, pocos díasantes de su muerte, al vicario, que leía La Quoti-dienne:

-De esta vez te quedas con la habitación.Noto que para mí todo ha terminado.

En efecto, en su testamento, el abate Cha-peloud legó su biblioteca y su mobiliario a Birotteau.La posesión de estas cosas tan vivamente desea-das y la perspectiva de ser admitido como pupilopor la señorita Gamard endulzaron mucho el dolorque causaba a Birotteau la pérdida de su amigo elcanónigo: tal vez no le habría resucitado, pero lelloró. Durante algunos días le sucedió lo que a Gar-gantúa, el cual, habiendo muerto su esposa al dar aluz a Pantagruel, no sabía si regocijarse por el na-cimiento de su hijo o apenarse por haber enterradoa su buena Badbec, y se equivocaba alegrándosede la muerte de ella y deplorando el nacimiento dePantagruel. El abate Birotteau pasó los primerosdías de su luto en registrar las obras de su bibliote-ca, en servirse de sus muebles, en examinarlos,diciendo con un tono que, por desgracia, no se lepudo oír: «¡Pobre Chapeloud!» En suma, su alegríay su dolor le ocupaban tanto, que no experimentó

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ningún sentimiento al ver que daban a otro la plazade canónigo, en la que Chapeloud esperaba tener aBirotteau por sucesor. Como la señorita Gamardadmitió de buen grado en calidad de huésped aBirotteau, éste participó desde entonces de todaslas felicidades de la vida material que le ponderabael difunto canónigo. ¡Ventajas incalculables! A creeral difunto Chapeloud, ninguno de los presbíterosque habitaban en la ciudad de Tours, ni siquiera elarzobispo, podía ser objeto de atenciones tan deli-cadas, tan minuciosas, como las que prodigaba laseñorita Gamard a sus dos pupilos. Las primeraspalabras que decía el canónigo a su amigo al em-pezar el paseo a diario casi siempre se referían alsuculento almuerzo que acababan de servirle; y eramuy raro que, durante los siete paseos de la sema-na, no se le ocurriese decir por lo menos catorceveces:

-Es indudable que esta excelente señoritatiene la vocación del servicio eclesiástico. Figúreseusted que durante doce años nada me ha faltadonunca: ropa blanca, albas, sobrepellices, alzacue-llos...; todos los días encuentro cada cosa en susitio, tantas como me hacen falta, y oliendo a lirio.Me lustran los muebles y los limpian tan bien, quedesde hace mucho tiempo no sé lo que es el polvo.

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¿Ha visto usted en mí la más ligera señal de polvo?¡Jamás! Además, la leña para la calefacción estábien escogida; las menores cosas son excelentes;en resumen, parece que la señorita Gamard tienesiempre un ojo en mis habitaciones. No recuerdo endiez años haber llamado nunca dos veces parapedir cualquier cosa. ¡Esto es vivir! Que no tengauno que buscar nada, ni siquiera sus zapatillas.Encontrar siempre buena lumbre, buena mesa. Enfin, el fuelle que tenía para mi uso me impacientaba;estaba obstruido. No me quejé dos veces. Al si-guiente día la señorita Gamard me dio un fuelleprecioso y ese par de tenazas con que me ve ustedatizar el fuego.

Birotteau, por toda respuesta, decía:

-¡Oliendo a lirio!

Este oliendo a lirio le impresionaba constan-temente. Las palabras del canónigo revelaban unadicha fantástica para el pobre vicario, descontentode sus alzacuellos y sus albas; porque él carecía deorden, y con frecuencia se olvidaba hasta de encar-gar su comida. De modo que, ya durante la cuesta-ción, ya al decir misa, si veía a la señorita Gamarden Saint-Gatien, nunca dejaba de dirigirle una mira-

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da dulce y benévola, como pudieran ser las queSanta Teresa elevaba al cielo.

¡El bienestar que desea toda criatura, y conel cual había él soñado tanto, se le logró! Como esdifícil para todo el mundo, incluso para un eclesiás-tico, vivir sin un capricho, hacía ahora diez y ochomeses que el abate Birotteau había reemplazadosus dos pasiones satisfechas con el deseo de unacanonjía. El título de canónigo había llegado a serpara él lo que debe de ser la pairía para un ministroplebeyo. Así, pues, la probabilidad de su nombra-miento, las esperanzas que se le acababan de daren casa de la señora Listomère le absorbían laatención de tal modo que hasta llegar a casa no seacordó de que había dejado su paraguas en la tertu-lia. A no ser por la lluvia, que entonces caía a to-rrentes, acaso no lo habría recordado: tanto le em-bargaba el placer con que se repetía para sí mismotodo lo que le habían dicho a propósito de su pro-moción las personas de la tertulia de la señora deListomère, vieja dama en cuya casa pasaba la vela-da los miércoles. El vicario llamó vivamente, comopara indicar a la criada que no le hiciese esperar.Luego se arrinconó en el quicio de la puerta paramojarse lo menos posible; pero el agua que caía deltecho cayó precisamente sobre la punta de sus

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zapatos, y el viento le trajo golpes de lluvia bastanteparecidos a duchas. Después de haber calculado eltiempo que hacía falta para salir de la cocina y venira tirar del cordón colocado bajo la puerta, volvió allamar con un repiqueteo muy significativo.

-No pueden haber salido -se dijo al no oírningún movimiento en el interior.

Y por tercera vez volvió a su campanilleo,que resonó tan agriamente en la casa y fue tan bienrepetido por todos los ecos de la catedral, que a tandesmandado estrépito era imposible no despertar-se. Instantes después oyó, no sin placer, mezcladode mal humor, los zapatos de la sirvienta, que reso-naban en el piso guijarroso. Sin embargo, no acaba-ron las molestias del gotoso tan pronto como él sefiguraba. En vez de tirar del cordón, Mariana tuvoque abrir con la enorme llave y descorrer los cerro-jos.

-¿Cómo me deja usted llamar tres vecescon semejante tiempo? -dijo.

-Ya ve, señor, que la puerta estaba cerrada.Todo el mundo se ha acostado hace tiempo; ya handado las once menos cuarto. La señorita habrácreído que no había usted salido.

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-Pero usted sí me ha visto salir. Por lo de-más, la señorita sabe demasiado que voy a casa dela señorita de Listomère los miércoles.

-Palabra, señor; he hecho lo que la señoritame ha mandado -respondió Mariana cerrando lapuerta.

Estas palabras produjeron al abate Birotte-au una sensación tanto más dolorosa cuanto quesus ensueños le habían hecho completamente feliz.Calló y siguió a Mariana a la cocina para coger supalmatoria, suponiendo que estaría allí; pero en vezde entrar en la cocina, Mariana condujo al abate asus habitaciones, donde él vio la palmatoria en unamesa que se encontraba a la puerta del salón rojo,en una especie de antecámara formada por el rella-no de la escalera, al cual el difunto canónigo habíaadaptado una gran vidriera. Mudo de sorpresa,entró rápidamente en su habitación; no vio fuego enla chimenea y llamó a Mariana, que todavía no hab-ía tenido tiempo de bajar.

-¿No ha encendido usted el fuego? -dijo.

-Perdón, señor abate -respondió ella-. Sehabrá apagado.

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Birotteau miró de nuevo y confirmó que lachimenea estaba cubierta desde por la mañana.

-Necesito secarme los pies -continuó-; en-ciéndame lumbre.

Mariana obedeció con la prontitud de unapersona que tiene ganas de dormir. El abate, mien-tras buscaba por sí mismo sus zapatillas, que no sehallaban en medio de la alfombra de la cama, comohabían estado siempre, hizo sobre la manera comoestaba vestida Mariana ciertas observaciones de-mostrativas de que la muchacha no salía de la ca-ma, como le había dicho. Entonces recordó quedesde hacía quince días se venían suprimiendotodas aquellas menudas atenciones que durantediez y ocho meses le habían hecho la vida tan dulcede llevar. Y como la naturaleza de los espíritus es-trechos los induce a adivinar las minucias, se en-tregó de pronto a profundas reflexiones sobre aque-llos cuatro acontecimientos, imperceptibles paracualquier otro, pero que para él constituían cuatrocatástrofes. Tratábase evidentemente de la pérdidaentera de su dicha en el olvido de las zapatillas, enla mentira de Mariana respecto del fuego, en el in-sólito traslado de la palmatoria a la mesa de la an-

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tecámara, en la estación forzosa que se le habíaimpuesto, bajo la lluvia, en el umbral de la puerta.

Cuando brilló la llama de la chimenea,cuando la lámpara estuvo encendida, cuando Ma-riana hubo salido sin preguntarle como antes: «¿Nonecesita el señor ninguna otra cosa?», el abateBirotteau se dejó dulcemente caer en la bella y am-plia poltrona de su difunto amigo; pero el movimien-to con que se dejó caer tuvo algo de triste. El buenseñor estaba abrumado por el presentimiento deuna desgracia espantosa. Sus ojos se volvieronsucesivamente hacia el hermoso reloj de pared,hacia la cómoda, hacia los asientos, las cortinas, lasalfombras, la cama en forma de tumba, la pila delagita bendita, el crucifijo; hacia una Virgen del Va-lentín, hacia un Cristo de Lebrun; en fin, hacia todoslos accesorios de la estancia, y la expresión de sufisonomía reveló los dolores del más tierno adiósque un amante haya dado jamás a su primera que-rida o un anciano a los últimos árboles que plantó.El vicario acababa de reconocer -un poco tarde, enverdad- las señales de una persecución sorda ejer-cida contra él desde hacía unos tres meses por laseñorita Gamard, cuyas malas intenciones habríansido, sin duda, más prontamente adivinadas por unhombre avisado. ¿No tienen todas las solteronas un

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especial talento para acentuar sus actos y las pala-bras que el odio les sugiere? Arañan del mismomodo que los gatos. Además, no sólo hieren, sinoque experimentan el placer de herir y de hacer ver asu víctima que son ellas quienes la han herido.Mientras un hombre de mundo no se hubiese deja-do garrafiñar dos veces, el abate Birotteau necesi-taba que le diesen varias patadas en el rostro paracreer en una intención maligna.

Inmediatamente, con esa sagacidad inquisi-dora que contraen los presbíteros habituados adirigir las conciencias y a escudriñar naderías en elfondo del confesonario, el abate Birotteau se puso aestablecer, como si se tratase de una controversiareligiosa, la proposición siguiente:

-Admitiendo que la señorita Gamard nohaya pensado en la velada de la señora Listomère;que Mariana se haya olvidado de encender el fuego;que se me haya creído de regreso en mis habitacio-nes; teniendo en cuenta que yo bajé esta mañana,¡yo mismo!, ¡¡¡mi palmatoria!!!, es imposible que laseñorita Gamard, viéndola en el salón, haya podidosuponerme acostado. Ergo la señorita Gamard haquerido dejarme a la puerta bajo la lluvia, y al man-dar que subiesen la palmatoria a mis habitaciones

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ha tenido la intención de indicarme... ¿el qué? -dijoen voz alta, arrebatado por la gravedad de las cir-cunstancias y levantándose para quitarse los hábi-tos mojados, coger su bata y ponerse su gorro dedormir.

Luego anduvo de su lecho a la chimenea,gesticulando y profiriendo en tonos diferentes lassiguientes frases, todas terminadas con una voz defalsete, que reemplazaba a las interjecciones:

-¿Qué diablos le he hecho? ¿Por qué mequiere mal? ¡Mariana no ha debido olvidarse de milumbre! ¡La señorita es quien le habrá dicho que nola encienda! Habría que ser un niño para darsecuenta, dado el tono y las maneras que usa conmi-go, de que he tenido la desgracia de disgustarla.¡Nunca le ocurrió cosa parecida a Chapeloud! Meserá imposible vivir en medio de los tormentosque... ¡A mi edad!...

Se acostó con la esperanza de esclarecer alsiguiente día la causa del odio que destruía parasiempre aquella dicha de que había disfrutado du-rante dos años, después de haberla deseado tantotiempo. ¡Ay! Los secretos motivos del sentimientoque había inspirado a la señorita Gamard habían deserle eternamente desconocidos, no porque fuesen

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difíciles de adivinar, sino porque el pobre carecía deesa buena fe con que las almas grandes y los bri-bones saben reaccionar por sí mismos y juzgarse.Un hombre de talento o un intrigante se dicen: «Mehe equivocado.» El interés y el talento son los úni-cos consejeros conscientes y lúcidos. Y el abateBirotteau, cuya bondad llegaba hasta la tontería,que sólo había podido adquirir a fuerza de trabajoun baño de instrucción, que no tenía experiencia delmundo ni de sus costumbres y que vivía entre lamisa y el confesonario, muy ocupado en decidir losmás leves casos de conciencia en su calidad deconfesor de los colegios de la ciudad y de algunasalmas puras que le apreciaban, podía ser conside-rado como un niño grande, ajeno a la mayor partede las prácticas sociales. Lo que insensiblemente sehabía desarrollado en él, sin que él se diese cuenta,era el egoísmo propio de todas las criaturas huma-nas, reforzado por el peculiar egoísmo del presbíte-ro y el de la vida estrecha que se lleva en provin-cias. Si alguien se hubiese podido tomar interés enescudriñar el alma del vicario para demostrarle queen los pormenores infinitamente pequeños de suexistencia y en los mínimos deberes de su vidaprivada carecía esencialmente de aquella abnega-ción que él creía profesar, se habría castigado a sí

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mismo y se habría mortificado de buena fe. Peroaquellos a quienes ofendemos, aunque sea incons-cientemente, no nos tienen en cuenta nuestra ino-cencia; quieren y saben vengarse. Así, Birotteau,pese a su debilidad, hubo de someterse a los rigo-res de esa gran justicia distributiva que encarga almundo la ejecución de sus sentencias, llamadas poralgunos cándidos las desgracias de la vida.

Entre el difunto Chapeloud y el vicario hubola diferencia de que aquél era un egoísta diestro yespiritual, y el otro un claro y torpe egoísta. Cuandoel abate Chapeloud se hospedó en casa de la seño-rita Gamard, supo juzgar perfectamente el carácterde la patrona. El confesonario le había enseñado aconocer cómo llena de amargura el corazón de unasolterona la desventura de verse fuera de la socie-dad; y así calculó hábilmente su conducta para conla señorita Gamard. No tenía ella entonces más quetreinta y ocho años y conservaba algunas de suspretensiones, que en las personas de su situaciónsuelen luego convertirse en una alta estimación desí mismas. El canónigo comprendió que para vivirbien en casa de la señorita Gamard debía guardarlesiempre las mismas atenciones y los mismos cuida-dos, ser más infalible que el Papa. Para obtenereste resultado, no dejó establecerse entre ella y él

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sino los puntos de contacto estrictamente ordena-dos por la buena crianza y los que necesariamenteexisten entre dos personas que viven bajo el mismotecho. Aunque el abate Troubert y él hacían regu-larmente tres comidas diarias, él se había abstenidode tomar el desayuno en común, acostumbrando ala señorita Gamard a que le enviase a la cama unataza de café con leche. Además, había evitado losenojos de la cena tomando todas las tardes el té enlas casas donde solía pasar las veladas. De estasuerte, rara vez veía a su patrona más que a la horadel almuerzo; pero todos los días llegaba un pocoantes de la hora señalada. Durante esta especie devisita de cumplimiento le dirigió, durante los doceanos que vivió bajo su techo, las mismas preguntasy recibió de ella las mismas respuestas. La maneracomo había pasado la noche la señorita Gamard, sudesayuno, sus menudas novedades domésticas, elaspecto de su cara, la higiene de su persona, eltiempo que hacía, la duración de los oficios, losincidentes de la misa, y, en fin, la salud de tal o cualsacerdote, hacían los gastos de esta conversaciónperiódica. Durante la comida, procedía siempre porhalagos indirectos, pasando sin cesar de la calidadde un pescado, del buen gusto de los condimentoso de las excelencias de una salsa a las excelencias

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de la señorita Gamard y a sus virtudes de ama decasa. Estaba seguro de halagar todas las vanidadesde la solterona exaltando el arte con que estabanhechos o preparados sus confituras, sus pepinillos,sus conservas, sus pasteles y demás invencionesgastronómicas. Por último, jamás el astuto canónigosalió del salón amarillo de su hospedera sin decirque en ninguna casa de Tours se tomaba un cafétan bueno como el que acababa de saborear. Gra-cias a esta acabada inteligencia del carácter de laseñorita Gamard y a esta ciencia de la vida, profe-sada durante doce años por el canónigo, no hubonunca entre ellos ocasión de discutir el menor puntode disciplina interior. El abate Chapeloud habíaempezado por reconocer los ángulos, las dificulta-des y las asperezas de la solterona y reglamentadola acción de las tangencias inevitables entre ambos,a fin de obtener de ella todas las concesiones nece-sarias para la dicha y la tranquilidad de su vida. Así,la señorita Gamard decía que el abate Chapeloudera un hombre amabilísimo, fácil de complacer ymuy inteligente. En cuanto al abate Troubert, ladevota no decía absolutamente nada. Ajustadocompletamente al compás de su vida, como unsatélite a la órbita de su planeta, Troubert era paraella algo así como criatura intermedia entre los indi-

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viduos de la especie humana y los de la raza cani-na: le tenía clasificado en su corazón inmediata-mente delante del lugar destinado a sus amigos y elocupado por un perro carlín gordo y asmático alcual amaba tiernamente; le gobernaba por entero, yla promiscuidad de sus intereses llegó a ser tal, quemuchas de las amistades de la señorita Gamardpensaban que el abate Troubert tenía puestos lospuntos a la fortuna de la solterona, se la atraía in-sensiblemente con una continua paciencia y la dirig-ía tanto mejor cuanto que aparentaba obedecerla,sin dejar que se le adivinase el más ligero deseo dedominarla.

Cuando murió el abate Chapeloud, la solte-rona, que deseaba un huésped de costumbres dul-ces, pensó, naturalmente, en el vicario. No era to-davía conocido el testamento del canónigo, y laseñorita Gamard proyectaba ceder el alojamientodel difunto a su buen abate Troubert, a quien creíamuy mal situado en el piso bajo. Pero cuando elabate Birotteau fue a estipular con ella las condicio-nes del contrato de su pupilaje, le vio tan apasiona-do por aquella vivienda, por la cual había tantotiempo alimentado deseos cuya violencia ahora yapodía confesar, que no se atrevió a proponerle uncambio y pospuso el afecto a las exigencias del

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interés. Para consolar a su bien amado canónigo laseñorita Gamard le puso, en vez del piso de anchasbaldosas de Chateau-Regnaud, un entarimado demadera de Hungría y le reconstruyó una chimeneaque dejaba escapar el humo.

Durante doce años había tratado el abateBirotteau a su amigo Chapeloud sin que nunca se leocurriese investigar de qué procedía la extremadacircunspección de sus relaciones con la señoritaGamard. Al instalarse en la casa de aquella santamujer se encontraba en la situación de un amanteen el momento de ser dichoso. Aunque no hubieseya sido naturalmente ciego de inteligencia, tenía losojos demasiado deslumbrados por la felicidad paraque le fuese posible juzgar a la señorita Gamard yreflexionar sobre la medida a que debían ajustarsesus relaciones diarias con ella. La señorita Gamard,vista de lejos y a través del prisma de las dichasnaturales que el vicario soñaba gustar a su lado, leparecía una criatura perfecta, una cumplida cristia-na, una persona esencialmente caritativa, la mujerdel Evangelio, la virgen prudente adornada de todasesas virtudes humildes y modestas que dan a lavida un perfume celeste. Así, pues, con todo el en-tusiasmo de hombre que llega a su objeto, muchotiempo deseado, con el candor de un niño y el ino-

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cente aturdimiento de un viejo sin experiencia mun-dana, entró en la vida de la señorita Gamard comose enreda una mosca en la tela de una araña. Y elprimer día en que fue a comer y a dormir en casa dela solterona permaneció en el salón, retenido, nosólo por el deseo de entablar conocimiento con ella,sino también por ese inexplicable embarazo queembarga frecuentemente a las personas tímidas yles hace temer que cometerán una descortesía siinterrumpen una conversación para marcharse.Estuvo, pues, en el salón toda la velada. Otra solte-rona amiga de Birotteau, la señorita Salomón deVillenoix, fue por la noche. La señorita Gamard tuvoentonces la alegría de organizar en su casa unapartida de boston. El vicario consideró, al acostarse,que había pasado una noche agradabilísima. Comono conocía sino muy a la ligera a la señorita Ga-mard y al abate Troubert, sólo observó la superficiede sus caracteres. Pocas personas muestran desdeel principio sus defectos al desnudo. Generalmentecada cual trata de darse una apariencia atractiva. Elabate Birotteau concibió, pues, el seductor proyectode consagrar sus veladas a la señorita Gamard, envez de ir a pasarlas fuera de casa. La hospederavenía acariciando desde hacía años un deseo quecada día se hacía más fuerte. Este deseo, propio de

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viejos y aun de mujeres hermosas, se había conver-tido en ella en una pasión semejante a la de Birotte-au por la habitación de su amigo Chapeloud y sealimentaba en el corazón de la solterona de lossentimientos de orgullo y egoísmo, de envidia yvanidad que preexisten en las gentes de mundo.Esto es de todos los tiempos: basta ensanchar unpoco el estrecho círculo de nuestros personajespara encontrar la razón de los acontecimientos quesobrevienen en las esferas más elevadas de la so-ciedad. La señorita Gamard pasaba alternativamen-te las veladas en seis u ocho casas diferentes. Yaporque lamentase tener que buscar a la gente y secreyese con derecho, a su edad, de exigir algunacorrespondencia, ya porque el no tener sociedadpropia le pareciese humillante, ya, en fin, porque suvanidad ambicionase los cumplimientos y las satis-facciones de que veía gozar a sus amigas, toda suansia consistía en que su salón se transformase enpunto de una reunión hacia la cual se dirigiesenalgunas noches unas cuantas personas con placer.Cuando Birotteau y su amiga la señorita Salomónllevaban pasadas algunas veladas en su casa encompañía del fiel y paciente abate Troubert, unatarde, al salir de Saint-Gatien, la señorita Gamarddijo a sus buenos amigos, de quienes hasta enton-

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ces se había considerado una esclava, que las per-sonas que quisieran verla podían ir una vez porsemana a su casa, donde se reunían un número deamigos suficiente para una partida de boston; queella no podía dejar solo al abate Birotteau, su nuevopupilo; que la señorita Salomón no había faltado niuna noche en toda la semana; que ella se debía asus amigos, y que..., y que..., etc., etc. Sus palabrasfueron tanto más humildemente altivas y abundan-temente almibaradas cuanto que la señorita Sa-lomón de Villenoix pertenecía a la sociedad másaristocrática de Tours. Aunque la señorita Salomónhabía ido únicamente por amistad con el vicario, laseñorita Gamard miraba como un triunfo el tenerlaen su salón; y así, gracias al abate, se vio a puntode realizar su gran designio de formar un círculoque pudiese llegar a ser tan numeroso y tan agra-dable como los de la señora de Listomère, la señori-ta Merlin de la Blottière y otras devotas capacitadaspara recibir a la sociedad piadosa de Tours. Mas,¡ay!, que el abate Birotteau hizo abortar las espe-ranzas de la señorita Gamard. Si todos los que ensu vida han conseguido disfrutar de una dicha lar-gamente deseada han comprendido la alegría quetuvo el vicario al acostarse en el lecho de Chape-loud, también habrán de concebir una ligera idea del

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disgusto que la señorita Gamard sufrió al ver portierra su plan favorito. Después de seis meses dehaber aceptado su dicha con bastante paciencia, elabate desertó, arrastrando consigo a la señoritaSalomón. A pesar de sus inauditos esfuerzos, laambiciosa Gamard apenas había reclutado cinco oseis personas, cuya asiduidad fue muy problemáti-ca, y por lo menos hacían falta cuatro individuosfieles para constituir un boston. Tuvo, pues, quedarse por vencida y volver a casa de sus antiguasamistades, porque las solteronas se encuentran endemasiada mala compañía consigo mismas para nobuscar los equívocos placeres de la sociedad. Lacausa de esta deserción es fácil de comprender.Aunque el vicario fuese uno de aquellos a quienesun día corresponderá el paraíso en virtud de la sen-tencia que dice ¡Bienaventurados los pobres deespíritu!, no podía, como muchos tontos, soportar elfastidio que los demás tontos le causaban. Las per-sonas sin ingenio se parecen a las malas hierbas,que gustan de los buenos terrenos, y quieren quese las distraiga porque se aburren a sí mismas. Laencarnación del hastío de que son víctimas, unida ala necesidad que experimentan de divorciarse de símismas, les produce esa pasión por el movimiento,esa necesidad de estar donde no están, que las

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distingue, como distingue también a los seres des-provistos de sensibilidad, a los que han fracasado ya los que sufren por su culpa. Sin sondar demasia-do en la vacuidad, en la nulidad de la señorita Ga-mard, sin explicarse tampoco la pequeñez de susideas, el pobre abate Birotteau advirtió, un pocotarde, para su desgracia, los defectos que tenía,unos comunes a todas las solteronas y otros suyospeculiares. Lo malo, en los demás, resalta tan vigo-rosamente sobre lo bueno, que nos llama la aten-ción antes de que nos lo expliquemos. Este fenó-meno moral podría justificar nuestra mayor o menorinclinación a la maledicencia. Es tan natural, so-cialmente hablando, burlarse de las imperfeccionesajenas, que deberíamos perdonar la murmuraciónque nuestras cosas ridículas autorizan, y no asom-brarnos sino ante la calumnia. Pero los ojos delbuen vicario no tenían esa finura óptica que permitea las gentes de mundo ver y evitar prontamente lasasperezas del vecino; para reconocer los defectosde su hospedera tuvo, pues, que sufrir la adverten-cia que da la Naturaleza a todas sus creaciones: ¡eldolor! Las solteronas que no se han visto obligadasa plegar su carácter y su vida a otras vidas y otroscaracteres, como exige el destino de la mujer, sue-len tener la manía de querer que todo se les someta

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en derredor suyo. Este sentimiento en la señoritaGamard degeneraba en despotismo; pero este des-potismo no podía ejercerse sino en cosas menudas.Así, entro mil ejemplos, el cesto de las fichas colo-cado en la mesa de boston para el abate Birotteauhabía de permanecer en el sitio en que ella lo habíapuesto, y el abate la contrariaba vivamente cam-biándolo de lugar, lo cual ocurría todas las noches.¿De qué procedía esta susceptibilidad aplicada anaderías y cuál era su objeto? Nadie hubiera podidodecirlo, ni la misma señorita Gamard lo sabía. Aun-que de natural pacientísimo, al nuevo huésped ledesagradaba, como a las ovejas mismas, sentir condemasiada frecuencia el cayado, sobre todo si elcayado está erizado de pinchos. Sin explicarse laalta tolerancia del abate Troubert, Birotteau quisosustraerse a la felicidad que la señorita Gamardpretendía aderezarle a su manera, y que ella creíatan aceptable como sus confituras; pero el infeliz, acausa de la simplicidad de su carácter, lo intentómuy torpemente. La separación no se hizo, pues,sin tiranteces y picoterías, a las cuales el abateBirotteau procuró mostrarse insensible.

Al expirar el primer año de su estancia bajoel techo de la señorita Gamard el vicario había vuel-to a sus antiguas costumbres, yendo a pasar dos

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noches por semana en casa de la señora de Lis-tomère, tres en casa de la señorita Salomón y lasotras dos a casa de la señorita Merlin de la Blottière.Estas señoritas pertenecían a la parte aristocráticade la sociedad de Tours, donde la señorita Gamardno era admitida. La hospedera se sintió, por consi-guiente, vivamente ultrajada por el abandono delabate Birotteau, que le hacía darse cuenta de supoco mérito: toda elección implica un menospreciopara la cosa rechazada.

-Al señor Birotteau no le hemos parecidobastante agradables -dijo el abate Troubert a losamigos de la señorita Gamard cuando ésta tuvo querenunciar a sus reuniones-. ¡Es un hombre espiri-tual, un exquisito! Necesita gentes brillantes, lujo,conversaciones ingenuas, murmuraciones de lasociedad.

Estas palabras daban siempre pie a la se-ñorita Gamard para justificar, a costa de Birotteau,las excelencias de su carácter.

-No tiene tanto ingenio -decía-. A no ser porel abate Chapeloud, nunca le habrían recibido encasa de la señora de Listomère. ¡Oh, cuánto perdíyo con la muerte del abate Chapeloud! ¡Qué hom-

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bre tan amable, tan tratable! En doce años no tuvecon él la menor dificultad ni el menor desacuerdo.

La señorita Gamard hizo del abate Birotteauun retrato tan poco halagador, que su inocente pupi-lo pasó entre la sociedad burguesa, secretamenteenemiga de la sociedad aristocrática, por un hombreesencialmente dificultoso y arisco. Además, durantealgunas semanas, la solterona se complació endejarse compadecer por sus amigas, que, sin pen-sar una palabra de las que pronunciaban, no cesa-ban de repetir: «¿Cómo siendo tan dulce y tan bue-na ha podido usted inspirar repugnancia?» O «Con-suélese, querida señorita Gamard, es usted tan bienconocida, que...», etc.

Pero, encantadas de evitarse una reuniónsemanal en el Claustro, el paraje más desierto, elmás sombrío y el más alejado del centro de cuantoshay en Tours, todas bendecían al vicario.

Entre las personas que siempre están vién-dose, el odio y el amor aumentan incesantemente:siempre se encuentran razones para odiarse oamarse más. Así es que el abate Birotteau acabópor hacerse insoportable a la señorita Gamard. Diezy ocho meses después de haberle admitido comohuésped, cuando el buen señor creía ver en el si-

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lencio del odio la paz de la satisfacción y se felicita-ba por haber sabido tan hábilmente librarse de lasolterona, ella le hizo objeto de una persecuciónsorda y de una venganza fríamente calculada. Lascuatro circunstancias capitales de la puerta cerrada,las zapatillas olvidadas, la falta de fuego y el trasla-do de la palmatoria eran lo único que podía revelar-le aquella enemistad terrible, cuyas últimas conse-cuencias no habían de herirle hasta el momento enque fuesen irreparables. Ya medio dormido, el buenvicario profundizaba, aunque inútilmente, en sucerebro, hasta llegar, bien pronto por cierto, al fon-do, para explicarse la conducta singularmente des-atenta de la señorita Gamard. Como, en efecto,había obrado en pura lógica al obedecer a las leyesnaturales de su egoísmo, le era imposible adivinarqué errores hubiera podido cometer respecto de supatrona. Si las cosas grandes son sencillas y fácilesde explicar, las menudencias de la vida exigen mu-chos pormenores. Los acontecimientos que, encierto modo, constituyen el proscenio de este dramaburgués, pero en los cuales aparecen las pasionestan violentas como si fuesen excitadas por grandesintereses, requerían esta larga introducción: a unhistoriador exacto le habría sido difícil condensarmás sus minuciosos desenvolvimientos.

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En la mañana del siguiente día, al desper-tarse, Birotteau pensó tan intensamente en su ca-nonjía que no recordó siquiera las cuatro circuns-tancias que la víspera le habían dejado entrever lossiniestros presagios de un porvenir preñado de des-venturas. Como no era hombre capaz de levantarsesin lumbre, llamó para que Mariana supiese queestaba despierto y viniera a su habitación; luegoquedó, como de costumbre, sumergido en desvar-íos soñolientos, durante los cuales acostumbraba lasirvienta, al encender la chimenea, a despertarledulcemente con el ronroneo de sus interpelacionesy de sus idas y venidas, especie de música que legustaba. Transcurrió media hora sin que Marianaapareciese. El vicario medio canónigo iba a llamarde nuevo, cuando soltó el cordón de la campanilla aloír el ruido de unos zapatos de hombre en la esca-lera. Efectivamente, el abate Troubert, después dellamar discretamente a la puerta, entró, invitado porBirotteau. Aquella visita, que los dos abates se hac-ían mutuamente una vez al mes, no sorprendió alvicario. El canónigo se mostró sorprendido desde elprimer instante de que Mariana no hubiese todavíaencendido la lumbre de su casi colega. Abrió unaventana, llamó a Mariana con ruda voz, la mandó

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que subiese al cuarto de Birotteau; después, vol-viéndose hacia su compañero, dijo:

-Si la señorita supiese que Mariana no le haencendido a usted la chimenea, la gruñiría.

Pronunciada esta frase, se interesó por elestado de salud de Birotteau y le preguntó con vozmuy dulce si tenía noticias recientes que le permi-tiesen esperar su próximo nombramiento de canó-nigo. El vicario le explicó sus gestiones y le dijocandorosamente quiénes eran las personas acercade las cuales actuaba la señora de Listomère, igno-rando que Troubert no había nunca podido perdonara aquella señora que no le admitiese en su casa aél, al abate Troubert, dos veces ya indicado para servicario general de la diócesis.

Era imposible hallar dos personas que ofre-ciesen tantos contrastes como las de ambos abates:Troubert, alto y seco, tenía un tinte amarillo y bilio-so, mientras que el vicario era lo que familiarmentese llama regordete. Redondo y colorado, la cara deBirotteau revelaba una bondad sin ideas, en tantoque la de Troubert, larga y surcada por profundasarrugas, adquiría en ciertos momentos una expre-sión llena de ironía o de desdén; pero había queexaminarla, sin embargo, con atención, para descu-

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brir en ella estos dos sentimientos. Habitualmente,el canónigo permanecía en una calma perpetua,casi siempre con los párpados caídos sobre losenrojecidos ojos, que cuando él quería miraban deun modo claro y penetrante. Rojos cabellos comple-taban esta sombría fisonomía, siempre obscurecidapor el velo que las graves meditaciones echabansobre sus rasgos. Algunas personas habían podidocreerle absorbido por una alta y profunda ambición;pero las que mejor pretendían conocerle acabaronpor destruir esa opinión, mostrándole como idiotiza-do por el despotismo de la señorita Gamard o fati-gado por el exceso de ayunos. Hablaba pocas ve-ces y no reía nunca. Cuando algo le conmovíaagradablemente escapábasele una débil sonrisaque se perdía entre los pliegues de su rostro. Birot-teau era, por el contrario, todo expresión, todo fran-queza; gustaba de las buenas tajadas y disfrutabacon cualquier fruslería con la sencillez de un hom-bre sin hiel y sin malicia. El abate Troubert producíaal primer golpe de vista un sentimiento de terrorinvoluntario, mientras que el vicario arrancaba aquienes le miraban una dulce sonrisa. Cuando elgigantesco canónigo paseaba por las arcadas y lasnaves de Saint-Gatien, inclinada la frente, severa lamirada, causaba respeto; su figura encorvada esta-

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ba en armonía con los amarillentos arcos de lasbóvedas; los pliegues de su sotana tenían algo demonumental, digno de la estatuaria. Pero el buenvicario circulaba por allí sin gravedad, correteaba,pataleaba, parecía que rodaba sobre sí mismo.Estos dos hombres tenían, no obstante, una seme-janza. Así como el aspecto ambicioso de Troubert,al hacerle terrible, le había condenado al papel in-significante de simple canónigo, el carácter y eltalante de Birotteau parecían amarrarle eternamenteal vicariato de la catedral. Sin embargo, el abateTroubert, ya entrado en la cincuentena, había des-vanecido con la mesura de su proceder la aparien-cia de una total falta de ambición, y con la vidacompletamente santa que llevaba, los temores quesu sospechosa capacidad y su exterior terrible hab-ían inspirado a sus superiores. Además, como des-de hacía un año su salud se había alterado grave-mente, parecía probable su elevación al vicariatogeneral del arzobispado. Sus mismos competidoresdeseaban que se le nombrase, a fin de poder prepa-rarse mejor durante los pocos días que podía con-cederle su enfermedad crónica. Lejos de ofrecer lasmismas esperanzas, la triple barbilla de Birotteaupresentaba a los contrincantes que le disputaban elcanonicato los síntomas de una salud floreciente y

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su gota les parecía, según el proverbio, una garant-ía de longevidad. El abate Chapeloud, hombre deun gran sentido y que, dada su amabilidad, habíasido siempre muy buscado por las gentes que gus-tan de las compañías agradables y por los diferen-tes jefes de la metrópoli, se había opuesto siempre,pero secretamente y con mucho ingenio, a la eleva-ción del abate Troubert; hasta le había, muy hábil-mente, impedido el acceso a todos los salones enque se reunía la mejor sociedad de Tours, y esoque Troubert le había tratado siempre con granrespeto, demostrándole en toda ocasión la más altadeferencia. Esta constante sumisión no había podi-do cambiar la opinión del difunto canónigo, el cual,durante su último paseo, todavía decía a Birotteau:

-Desconfíe usted de ese larguirucho deTroubert. Es Sixto V reducido a las proporciones delobispado.

Tal era el amigo, el comensal de la señoritaGamard, el que venía a visitar y a dar pruebas amis-tosas al pobre Birotteau el día siguiente de haberle,por decirlo así, declarado la guerra.

-Hay que disculpar a Mariana -dijo el canó-nigo al verla entrar-. Creo que ha empezado por ir amis habitaciones. Son muy húmedas y he tosido

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mucho toda la noche. Usted está aquí muy higiéni-camente -añadió mirando a las cornisas.

-¡Oh! Estoy aquí como un canónigo -respondió Birotteau, sonriendo.

-Y yo, como un vicario -replicó el humildepresbítero.

-Sí; pero pronto se alojará usted en el Arzo-bispado -dijo el bueno de Birotteau, que deseabaque todo el mundo fuese feliz.

-¡Oh! O en el cementerio. ¡Pero cúmplase lavoluntad de Dios!

Y Troubert alzó los ojos al cielo con un ges-to de resignación.

-Venía -añadió- a rogarle que me preste ellibro de Actas de los obispos. Nadie mas que ustedtiene en Tours esa obra.

-Cójala de mi biblioteca -respondió Birotte-au, a quien la última frase del canónigo había hechorecordar todos los goces de la vida.

El enorme canónigo entró en la biblioteca yallí permaneció mientras el vicario se vestía. Prontosonó la campanada del desayuno, y el gotoso, pen-

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sando que a no ser por la visita de Troubert nohabría tenido lumbre al levantarse, se dijo:

-¡Es un buen hombre!

Los dos presbíteros bajaron juntos, arma-dos de sendos intolios, que colocaron sobre una delas consolas del comedor.

-¿Qué es eso? -preguntó con voz agria laseñorita Gamard, dirigiéndose a Birotteau-. Supon-go que no irá usted a llenarme de libracos el come-dor.

-Son libros que necesito -respondió el abateTroubert-. El señor vicario ha tenido la bondad deprestármelos.

-Debí adivinarlo -dijo ella dejando escaparuna sonrisa de desdén-. El señor Birotteau no pue-de leer esos libros tan grandes.

-¿Cómo está usted, señorita? -preguntó Bi-rotteau con voz aflautada.

-No muy bien -respondió ella secamente-.Por culpa de usted me desperté anoche durante elprimer sueño, y toda la noche ya he dormido mal.

Y, sentándose, la señorita Gamard añadió:

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-Señores, se va a enfriar la leche.

Estupefacto al verse acogido con tal acritudpor su patrona, cuando esperaba excusas, peroasustado, como les sucede a las personas tímidasante la perspectiva de una discusión, sobre todo sison el objeto de ella, el pobre vicario se sentó ensilencio. Luego, al advertir en el rostro de la señoritaGamard síntomas de mal humor, permaneció bata-llando con su razón, que le ordenaba no sufrir lasdesatenciones de la hospedera, mientras que sucarácter le inducía a evitar una querella. Presa deesta angustia interior, Birotteau empezó por exami-nar seriamente las grandes sombras verdes pinta-das en el recio hule que, por costumbre inmemorial,dejaba la señorita Gamard en la mesa durante eldesayuno, sin preocuparse de los bordes rozados nide las numerosas cicatrices de semejante cobertu-ra. Los dos huéspedes estaban frente a frente, sen-tados en sillones de mimbre, a los extremos de lamesa, cuya cabecera ocupaba la patrona, que lodominaba todo desde su silla, provista de almo-hadones y adosada a la estufa del comedor. Estapieza y el salón común estaban situados en el pisobajo, debajo del dormitorio y el salón del abate Bi-rotteau. Cuando el vicario hubo recibido de manosde la señorita Gamard la taza de café azucarado,

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sintió que le helaba el profundo silencio en que iba arealizar el acto, habitualmente tan alegre, de sudesayuno. No atreviéndose a mirar ni la árida carade Troubert, ni el rostro amenazador de la soltero-na, se volvió, por aparentar serenidad, al obesodoguillo que, echado en un almohadón junto a laestufa, nunca se movía porque siempre encontrabaa su izquierda un platillo lleno de golosinas y a suderecha un tazón de agua clara.

-¡Qué, pequeño! -le dijo-. ¿Esperas tú café?

Este personaje, uno de los más importantesde la casa, pero poco molesto cuando dejaba deladrar y cedía la palabra a su dueña, alzó haciaBirotteau los ojuelos, perdidos bajo los pliegues desu careta de grasa, y en seguida los cerró a lo cazu-rro. Para comprender el sufrimiento del pobre vica-rio es necesario decir que, dotado de una locuaci-dad vacua y sonora como el sonido que haría unglobo si se le golpeara, pretendía, sin haber jamáspodido dar a los médicos la razón de su creencia,que las palabras favorecen la digestión. La señoritaGamard, que compartía esta doctrina higiénica,nunca había dejado de hablar durante la comida, apesar de su enfado; pero desde hacía varias maña-nas el vicario venía empleando en balde su inteli-

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gencia en hacerle preguntas insidiosas a fin de des-atar la lengua. Si los límites estrechos en que seencierra esta historia hubiesen permitido reproduciruna sola de aquellas conversaciones, que casisiempre provocaban la sonrisa amarga y sardónicadel abate Troubert, con ella habríamos ofrecido unaacabada pintura de la vida beocia de los provincia-nos. Algunas personas de ingenio conocerían, nosin placer acaso, los extraños desenvolvimientosque el abate Birotteau y la señorita Gamard daban asus opiniones personales sobre política, religión yliteratura. No faltarían cosas cómicas que exponer:ya las razones que ambos tenían para dudar seria-mente, en 1826, de la muerte de Napoleón, ya lasconjeturas que les hacían creer en la existencia deLuis XVII, salvado en el hueco de un leño enorme.¿Quién no habría reído oyéndoles establecer, conrazones evidentemente suyas, que el rey de Franciadisponía él solo de todos los impuestos, que lasCámaras se habían reunido para destruir el clero,que habían muerto más de trescientas mil personasen el cadalso durante la Revolución? Despuéshablaban de la Prensa sin conocer el nombre de losperiódicos, sin tener la menor idea de lo que eraeste moderno instrumento. Por último, Birotteauescuchaba atentamente a la señorita Gamard cuan-

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do ella decía que un hombre alimentado con unhuevo cada mañana debía morir infaliblemente al findel año, y que eso ya se había visto; que comiendodurante varios días un panecillo tierno, sin beber, securaba la ciática; que todos los obreros que habíantrabajado en la demolición de la abadía de SanMartín murieron en el espacio de seis meses; quecierto prefecto había hecho todo lo posible, bajoBonaparte, por derribar las torres de Saint-Gatien; yotros mil cuentos absurdos.

Pero ahora Birotteau sentía su lengua muer-ta; se resignó, pues, a comer sin entablar conversa-ción. Pronto encontró que aquel silencio era peligro-so para su estómago y dijo audazmente:

-¡Vaya un café excelente!

Este acto de valor fue completamente inútil.Después de haber mirado al cielo por el exiguo es-pacio que separaba por encima del jardín a los dosnegros arbotantes de Saint-Gatien, todavía tuvo elvicario ánimos para decir:

-Hoy hará mejor día que ayer...

A estas palabras, la señorita Gamard secontentó con echar la más graciosa de sus miradasal abate Troubert y volvió los ojos, impregnados de

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una severidad terrible, a Birotteau, el cual, afortuna-damente, había bajado los suyos.

Ninguna criatura del género femenino eracapaz como la señorita Sofía Gamard de encarnarla naturaleza elegíaca de la solterona; mas parapintar bien a un ser cuyo carácter presta inmensointerés a los pequeños acontecimientos de estedrama y a la vida anterior de los personajes que enél son actores tal vez convenga resumir aquí lasideas cuya expresión se encuentra en la solterona:la vida habitual hace el alma, y el alma hace la fiso-nomía. Si todo, en la sociedad como en el mundo,ha de tener un fin, es indudable que hay aquí abajoalgunas existencias cuyo objeto y utilidad son inex-plicables. La moral y la economía política repelenigualmente al individuo que consume sin producir,que ocupa un lugar en la tierra sin esparcir en suderredor el mal ni el bien; porque el mal es, sin du-da, un bien cuyos resultados no se manifiestan in-mediatamente. Es raro que las solteronas no secoloquen por sí mismas en la clase de estos seresimproductivos. Ahora bien: si la conciencia de sutrabajo da al ser activo un sentimiento de satisfac-ción que le ayuda a soportar la vida, la certidumbrede vivir a costa ajena y de ser inútil debe producirun efecto contrario e inspirar al propio sujeto inerte

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el desprecio que despierta en los demás. Esta durareprobación social es una de las causas que, sindarse cuenta las solteronas, contribuyen a poner ensu alma el disgusto que expresa su rostro. Un pre-juicio, en el cual hay quizá algo de verdad, lanzadondequiera, y en Francia más que en otras partes,un gran disfavor sobre la mujer con quien nadie haquerido compartir los bienes ni conllevar los malesde la vida. Llega para las solteras una edad en queel mundo, con razón o sin ella, las condena aldesdén de que son víctimas. Si son feas, la bondadde su carácter debía compensar las imperfeccionesde la naturaleza; si bonitas, su desgracia ha debidofundarse en causas graves. No se sabe, entre unasy otras, cuales son más dignas de repulsa. Si susoltería ha sido razonada, si es un voto de indepen-dencia, ni los hombres ni las madres les perdonanel haber desmentido la abnegación de la mujer re-huyendo las pasiones que dan tanto atractivo a susexo: renunciar a sus dolores es abdicar la poesíaque hay en ellos, y no merecer ya los dulces con-suelos a que una madre tiene siempre derecho in-discutible. Además, los sentimientos generosos, lascualidades exquisitas de la mujer, no se desarrollanmás que por su constante ejercicio; permaneciendosoltera, una criatura del sexo femenino no es más

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que un contrasentido; egoísta y fría, causa horror.Esta sentencia implacable es, por desgracia, dema-siado justa para que las solteronas ignoren sus mo-tivos. Estas ideas germinan en su corazón tan natu-ralmente como los efectos de su triste vida se re-producen en sus facciones. De ahí que se marchi-ten, porque la constante expansión o la dicha, queesclarecen el rostro de las mujeres y dan gracia tansuave a sus movimientos, no han existido nunca enellas. Luego se hacen ásperas y malhumoradas,porque un ser que ha errado su vocación es infeliz;sufre, y el sufrimiento engendra la malignidad. Enefecto, antes de culparse a sí misma de su aisla-miento, la solterona acusa durante mucho tiempo almundo. De la acusación al deseo de venganza nohay mas que un paso. Hasta su fealdad es un resul-tado necesario de su vida. Como nunca han sentidola necesidad de agradar, desconocen la elegancia yel buen gusto. No ven nada que no sean ellas mis-mas. Este sentimiento las lleva insensiblemente aescoger las cosas que les son cómodas, con detri-mento de las que pueden ser agradables para losdemás. Sin darse exacta cuenta de su desemejanzacon las otras mujeres, por fin la notan y las hacesufrir. Los celos son un sentimiento indeleble en elcorazón femenino. Las solteronas son, pues, celo-

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sas sin objeto, y no conocen sino las desventurasde la única pasión que los hombres perdonan albello sexo, porque les halaga. Así, torturadas entodos sus deseos, obligadas a rehuir las expansio-nes de su naturaleza, las solteronas experimentanconstantemente un malestar interior, al cual no sehabitúan jamás. ¿No es duro en todas las edades, ysobre todo para la mujer, leer en los rostros un sen-timiento de repulsión, cuando su destino es no des-pertar en los corazones que la rodean mas quesensaciones amables? Por eso la mirada de unasolterona es siempre oblicua, menos por modestiaque por vergüenza y miedo. Esos seres no perdo-nan a la sociedad su falsa posición, porque no se laperdonan a sí mismos. Y es imposible que una per-sona en guerra perpetua consigo misma o en con-tradicción con la vida deje a las demás en paz y noenvidie su dicha. Todo este mundo de ideas tristesse veía en los ojos grises y opacos de la señoritaGamard, y el ancho círculo negro que los rodeabadelataba los largos combates de su vida solitaria.Todas las arrugas de su rostro eran rectas. La con-textura de su frente, de su cabeza y de sus mejillastenía los caracteres de la rigidez y la sequedad. Sinel menor cuidado dejaba crecer los pelos grises dealgunos lunares desparramados por su barbilla. Sus

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delgados labios cubrían apenas unos dientes de-masiado largos y que no carecían de blancura. Mo-rena, sus cabellos, antes negros, habían blanquea-do, a causa de horribles jaquecas. Esta enfermedadla obligaba a llevar un postizo; pero como no sabíacolocárselo con disimulo, frecuentemente dejabapequeños intersticios entre el borde de su cofia y elcordón negro que sujetaba aquella semipeluca. Sutraje, de tafetán en verano y de merino en invierno,era siempre de color carmelita. El cuello, siemprecaído, dejaba ver la piel rojiza y tan artísticamenterayada como puede estarlo una hoja de encina mi-rada al trasluz. Su origen explicaba bien estas des-gracias de conformación. Era hija de un tratante enmaderas, especie de aldeano enriquecido. A losdiez y seis años tal vez fue fresca y carnosa, perono le quedaba ya ni rastro de la blancura de tez nide los hermosos colores que se alababa de habertenido. Sus carnes habían contraído ese tinte lívidobastante común en las devotas. De todas sus fac-ciones, la nariz aquilina era la que más contribuía aexpresar el despotismo de sus ideas, así como laforma plana de su frente delataba la estrechez desu espíritu. Sus movimientos tenían una rapidezchocante que excluía toda gracia, y sólo con verlasacar de su bolso el pañuelo para sonarse con gran

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ruido hubieseis adivinado su carácter y sus costum-bres. De estatura bastante elevada, se manteníasiempre rígida, y justificaba la observación de unnaturalista que ha explicado físicamente el andar detodas las solteronas pretendiendo que se les suel-den las coyunturas. Andaba sin que el movimientose distribuyese igualmente por toda su persona paraproducir esas graciosas ondulaciones tan atractivasen las mujeres: andaba como si fuese, por decirloasí, de una sola pieza, y a cada paso parecía surgircomo la estatua del Comendador. En sus momentosde buen humor daba a entender, como todas lassolteronas, que habría podido casarse; pero que,por fortuna, había advertido a tiempo la mala fe desu prometido, y así, sin saberlo, revelaba cómo sehabía sobrepuesto a su corazón su espíritu decálculo.

Esta figura típica del género solterona seencuadraba muy bien en las grotescas invencionesde un papel lustroso representando paisajes japo-neses, del cual estaban forradas las paredes delcomedor. La señorita Gamard permanecía habi-tualmente en esta habitación, decorada con dosconsolas y un barómetro. En el sitio elegido porcada abate había un pequeño cojín de tapiceríadesvaído de color. El salón común donde recibía

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era digno de ella. Será conocido sólo con decir quese llamaba el salón amarillo; las telas eran amari-llas; los muebles, amarillos; sobre la chimenea,adornada por una luna con marco dorado, unoscandelabros y un reloj de cristal despedían reflejosdesagradables para la vista. En cuanto al alojamien-to particular de la señorita Gamard, a nadie se hab-ía permitido entrar en él. Sólo se podía conjeturarque estaba lleno de esos trapos viejos, esos mue-bles usados, esa especie de harapos de que serodean todas las solteronas, y a los cuales tienentanto apego.

Tal era la persona destinada a ejercer lamayor influencia sobre los últimos días del abateBirotteau.

No pudiendo ejercer, como lo quiere la Na-turaleza, la actividad propia de la mujer, y necesi-tando ejercerla de algún modo, la empleaba en lasmezquinas intrigas, en los chismorreos provincianosy en las combinaciones egoístas de que acaban porocuparse exclusivamente todas las solteronas. Bi-rotteau, por su desgracia, había desarrollado enSofía Gamard los únicos sentimientos que tan ruincriatura podía experimentar, los del odio, que, laten-tes hasta entonces a causa de la calma y la mono-

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tonía de una vida provinciana, cuyo horizonte sehabía estrechado aún más para ella, debían adquirirtanta más intensidad cuanto que iban a emplearseen cosas pequeñas en medio de una esfera minús-cula. Birotteau era de esas personas predestinadasa sufrirlo todo, porque no sabiendo ver nada, nadasaben evitar: todo cae sobre ellas.

-Sí, hará buen día -respondió al cabo de unmomento el canónigo, que parecía salir de su abs-tracción con deseos de practicar las leyes de lacortesía.

Birotteau, asustado del tiempo transcurridoentre sus palabras y la contestación porque porprimera vez en su vida había tomado el café sinhablar, salió del comedor, donde el corazón se leoprimía angustiosamente. Como la taza de café lepesaba en el estómago, se puso a discurrir triste-mente por los angostos paseos bordeados de bojque dibujaban una estrella en el jardín. Pero al re-tornar, después de la primera vuelta, vio plantadossilenciosamente en el umbral de la puerta del salóna la señorita Gamard y al abate Troubert; él, cruza-do de brazos o inmóvil, como la estatua de unatumba; ella, apoyada en la puerta persiana. Los dosparecían, mirándole, contar el número de sus pa-

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sos. Nada más molesto para una criatura natural-mente tímida que ser objeto de un examen curioso;pero si este examen es hecho por los ojos del odio,la especie de sufrimiento que causa se convierte enmartirio intolerable. El abate Birotteau imaginó enseguida que estaba impidiendo pasear a la señoritaGamard y al canónigo. Esta idea, inspirada junta-mente por el temor y por la bondad, adquirió talesproporciones que lo hizo abandonar aquel sitio. Sefue, sin pensar ya en su canonjía: tan absorbido letenía la tiranía desesperante de la solterona. Poracaso, y dichosamente para él, encontró muchasocupaciones en Saint-Gatien: varios entierros, unaboda y dos bautizos. Entonces pudo olvidar suspenas. Cuando el estómago le anunció la hora decomer, no dejó de estremecerse al mirar el reloj yver que eran las cuatro y unos minutos. Conocía lapuntualidad de la señorita Gamard, y se apresuró avolver a casa.

En la cocina vio los primeros platos ya vac-íos. Luego, cuando llegó al comedor, la solterona ledijo con un tono en que se mezclaban la acritud deun reproche y la alegría de encontrar en falta alhuésped:

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-Son las cuatro y media, señor Birotteau. Yasabe usted que no debemos esperar.

El vicario miró el reloj del comedor, y en lamanera como estaba puesta la cubierta de gasaque le preservaba del polvo advirtió que su patronale había dado cuerda durante la mañana, compla-ciéndose en adelantarle respecto del de Saint-Gatien. No había objeción posible. La expresiónverbal de la sospecha concebida por el vicario habr-ía causado la más terrible y la más justificada de lasexplosiones elocuentes que la señorita Gamard,como todas las mujeres de su clase, hacía surgir entales casos. Las mil y una contrariedades que unacriada puede hacer sufrir a su amo o una mujer a sumarido en las costumbres privadas de la vida fueronestudiadas por la señorita Gamard para abrumarcon ellas a su pupilo. La manera como ella se com-placía en urdir conspiraciones contra la felicidaddoméstica del pobre presbítero llevaba el sello delingenio más profundamente maligno. Se las arreglóde manera que nunca pareciera haber procedido sinrazón.

Ocho días después del momento en que es-ta narración empieza, el modo de vivir en la casa ysus relaciones con la señorita Gamard revelaron al

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abate Birotteau una trama urdida seis meses antes.Mientras la solterona había ejercido su venganzasordamente y él había podido mantenerse volunta-riamente en el error, negándose a creer en intencio-nes malévolas, la enfermedad moral no hizo en suespíritu grandes progresos. Pero desde aquello deltraslado de la palmatoria y el adelantamiento delreloj, Birotteau no pudo ya dudar que vivía bajo elimperio de un odio cuyos ojos estaban siempreabiertos sobre él. Entonces llegó rápidamente a ladesesperación, viendo a todas horas los dedos finosy crispados de la señorita Gamard prestos a clavar-se en su corazón. Dichosa de vivir con un senti-miento tan fértil en emociones como el de la ven-ganza, la solterona gozaba cerniéndose pesandosobre el vicario como un ave de rapiña se cierne ypesa sobre un musgaño antes de devorarle. Habíaconcebido desde hacía tiempo un plan que el atur-dido presbítero no podía adivinar, y que ella des-arrolló sin tardanza, mostrando el talento que sabendesplegar en las cosas menudas las personas soli-tarias cuya alma, inhábil para sentir las grandezasde la verdadera piedad, se consagra a las minuciasde la devoción. ¡Última, pero horrible agravación depena! La naturaleza de sus sinsabores privaba aBirotteau, hombre expansivo, a quien gustaba ser

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compadecido y consolado, de la pequeña dulzurade contárselos a sus amigos. El escaso tacto quetenía, y que debía a su timidez, lo hacía temer quese pondría en ridículo si se ocupaba de semejantesnonadas. Y, sin embargo, estas nonadas compon-ían toda su existencia, su cara existencia llena deocupaciones en el vacío y de vacío en las ocupa-ciones; vida opaca y gris, en que los sentimientosdemasiado fuertes eran desgracias, en que la au-sencia total de emociones era una felicidad. El pa-raíso del pobre presbítero se transformé, pues, súbi-tamente en el infierno. Al fin, sus sufrimientos llega-ron a ser intolerables. El terror que le causaba laperspectiva de una explicación con la señorita Ga-mard aumentó de día en día, y la secreta desventu-ra que laceraba las horas de su vejez alteró su sa-lud. Una mañana, al ponerse sus medias azules,notó que la circunferencia de sus pantorrillas habíamenguado en ocho líneas. Estupefacto ante estesíntoma, tan cruelmente irrecusable, resolvió haceruna tentativa cerca del abate Troubert para rogarleque interviniese oficialmente entre la señorita Ga-mard y él.

Al hallarse en presencia del imponentecanónigo, que, para recibirle en una habitacióndesmantelada, dejó rápidamente el gabinete lleno

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de papeles en que trabajaba sin cesar, y donde noentraba nadie, el vicario casi tuvo vergüenza dehablar de las impertinencias de la señorita Gamarda un hombre que parecía tan seriamente ocupado.Mas luego de haber sufrido todas las angustias deesas deliberaciones interiores que las personashumildes, indecisas o débiles experimentan aun enlas cosas sin importancia, se decidió, no sin extra-ordinarias palpitaciones de corazón, a explicar susituación al abate Troubert. El canónigo escuchócon un talante grave y frío, intentando, pero en va-no, reprimir ciertas sonrisas que acaso hubieranrevelado a ojos inteligentes las emociones de uncontento íntimo. Una llamarada pareció escaparsede sus párpados cuando Birotteau le pintó, con laelocuencia que dan los sentimientos verdaderos, lasconstantes amarguras que devoraba; pero Troubertse puso la mano sobre los ojos, con un ademánbastante común en los pensadores, y conservó suactitud digna habitual. Cuando acabó de hablar elvicario trabajo le habría costado encontrar en elrostro de Troubert, jaspeado entonces de manchasmás amarillas que las ordinarias en su tinte bilioso,algunas trazas de los sentimientos que habría debi-do excitar en el misterioso presbítero. Después depermanecer un momento silencioso, el canónigo dio

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una de aquellas respuestas suyas, en las cualestodas las palabras debían de haber sido estudiadasmucho tiempo para que su alcance fuese comple-tamente mesurado, pero que más tarde probaban ala gente la sorprendente profundidad de su alma yla potencia de su espíritu. Abrumó a Birotteau di-ciéndole que aquellas cosas le sorprendían tantomás cuanto que él nunca las habría advertido a noconfesárselas su hermano; atribuía esta falta depenetración a sus graves ocupaciones, a sus traba-jos y a la tiranía de ciertos elevados pensamientosque no le permitían fijarse en los pormenores de lavida. Le hizo notar, pero sin que pareciese querercensurar la conducta de un hombre cuya edad ycuyos conocimientos merecían su respeto, que «an-tiguamente, los solitarios rara vez pensaban en sualimento ni en su abrigo, en el fondo de las tebaidasdonde se entregaban a santas contemplaciones», yque «en nuestros días, el presbítero podía, con elpensamiento, hacerse dondequiera una tebaida».Luego, volviendo a Birotteau, añadió que «aquellasdiscusiones eran enteramente nuevas para él. Du-rante doce años, nada semejante había sucedidoentre la señorita Gamard y el venerable abate Cha-peloud». En cuanto a él, sin duda, añadió, podíahacerse árbitro entre el vicario y su hospedera, por-

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que su amistad con ella no traspasaba los límitesimpuestos por la Iglesia a sus fieles servidores; peroen ese caso la justicia exigía que oyese también ala señorita Gamard. Que, por lo demás, él no habíanotado en ella cambio ninguno, que siempre la hab-ía visto así; que él se había sometido voluntaria-mente a algunos de sus caprichos sabiendo queaquella respetable señorita era la misma bondad, ladulzura misma; que se debía atribuir sus ligeroscambios de humor a los sufrimientos que le causa-ba una enfermedad del pecho de que no hablabanunca y que sufría con cristiana resignación...Acabó diciendo el vicario que «con pocos años másque permaneciese al lado de la señorita Gamardsabría apreciarla mejor y reconocer los tesoros desu excelente carácter».

El abate Birotteau salió confuso. En la ne-cesidad fatal en que se hallaba de no tomar consejomas que de sí mismo, juzgó a la señorita a su ma-nera. Pensó el buen señor que ausentándose unosdías se extinguiría, por falta de alimento, la inquinaque le tenía aquella mujer. Resolvió, pues, ir, comohacía antes, a pasar unos días en una finca cam-pestre a donde la señora de Listomère se traslada-ba a fines de otoño, época en que, generalmente, elcielo de Turena es puro y dulce. ¡Pobre hombre!

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Precisamente satisfacía así las ansias secretas desu terrible enemiga, cuyos proyectos no podían sercontrariados sino con una paciencia de monje; perocomo no adivinaba nada, como no conocía ni suspropios asuntos, debía sucumbir como sucumbe uncordero al primer golpe del carnicero.

Situada al borde de la carretera que une ala ciudad de Tours con las alturas de San Jorge,orientada al Mediodía, rodeada de rocas, la propie-dad de la señora de Listomère ofrecía los atractivosdel campo y todos los placeres de la ciudad. Enefecto, no se empleaban más de diez minutos enllegar desde el puente de Tours a la puerta de aque-lla casa, llamada La Alondra: ventaja preciosa en unpaís donde nadie quiere molestarse por nada, nipara ir a divertirse. El abate Birotteau llevaba en LaAlondra unos diez días cuando una mañana, altomar el almuerzo, le dijo el portero que el señorCaron deseaba hablarle. El señor Caron era unabogado encargado de los asuntos de la señoritaGamard. Birotteau, que no lo recordaba, y que notenía litigio alguno que resolver con nadie de estemundo, dejó la mesa y fue con cierta ansiedad enbusca del abogado: lo encontró modestamente sen-tado en la balaustrada de la terraza.

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-Como es evidente la intención que tieneusted de no alojarse ya en casa de la señorita Ga-mard... -comenzó diciendo el hombre de negocios.

-¡Cómo, señor! -exclamó el abate Birotteau-.Nunca he pensado dejarla.

-Sin embargo, señor -repuso el abogado-,es necesario que se haya usted explicado sobreesto con la señorita Gamard, puesto que me envíapara saber si permanecerá usted mucho tiempo enel campo. Como en su contrato no está previsto elcaso de una larga ausencia, esto puede ocasionardiscusiones. Así, pues, pensando la señorita Ga-mard que su hospedaje...

-Caballero -dijo Birotteau, sorprendido y vol-viendo a interrumpir al abogado-, no creí que fuesenecesario emplear procedimientos casi judicialespara...

-La señorita Gamard, que quiere prevenirtoda dificultad -dijo el señor Caron-, me ha enviadopara entenderme con usted.

-Pues bien; si tiene usted la bondad de vol-ver mañana, yo consultaré por mi parte.

-Sea -dijo Caron saludando.

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El picapleitos se retiró. El pobre vicario, es-pantado ante la persistencia con que le perseguía laseñorita Gamard, volvió al comedor de la señora deListomère con el rostro demudado. Todos le pregun-taron:

-¿Qué le sucede, señor Birotteau?

El abate, desolado, se sentó sin contestar;tan conmovido le tenían las bajas imágenes de sudesventura. Pero después del almuerzo, cuandovarios de sus amigos se reunieron en el salón de-lante de una buena lumbre, Birotteau les contó can-dorosamente los pormenores de su aventura. Susoyentes, que ya empezaban a aburrirse de la estan-cia en el campo, se interesaron vivamente en aque-lla intriga, tan en armonía con la vida provinciana.Todos se pusieron del lado del abate contra la solte-rona.

-¡Cómo! -dijo la señora de Listomère-. ¿Nove usted claramente que el abate Troubert deseasus habitaciones?

Aquí el historiador tendría el derecho de di-bujar el retrato de esta dama; pero ha pensado queincluso los que desconocen el sistema de cognomo-logía de Sterne no podrían pronunciar estas tres

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palabras SEÑORA DE LISTOMÈRE sin pintarlanoble, digna y sabiendo, a fuerza de finas maneras,templar los rigores de la piedad con la vieja elegan-cia de las costumbres monárquicas y clásicas; bue-na, pero un poco estirada, ligeramente gangosa,permitiéndose la lectura de la Nueva Eloísa, la co-media, y peinándose todavía al antiguo uso.

-¡No faltaba más sino que el abate Birotteaucediese a esa vieja enredadora! -exclamó el señorde Listomère, teniente de navío, que había venido acasa de su tía en uso de licencia-. Si el vicario tienecorazón y quiere seguir mis consejos, bien prontorecobrará su tranquilidad.

Cada cual, en fin, se puso a analizar las ac-ciones de la señorita Gamard con la perspicaciapeculiar de los provincianos, a quienes no se puedenegar el talento de descifrar los más secretos moti-vos de las acciones humanas.

-No aciertan ustedes -dijo un viejo propieta-rio que conocía el país-. En el fondo de esto hayalgo grave que yo no adivino todavía. El abateTroubert es demasiado profundo para que se loadivine prontamente. Nuestro querido Birotteau noestá más que en el principio de sus penas. Antetodo: ¿viviría feliz y tranquilo aunque cediese sus

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habitaciones a Troubert? Lo dudo. Si Caron ha ve-nido a decirle a usted -añadió volviéndose hacia elaturdido presbítero- que usted pensaba dejar a laseñorita Gamard, sin duda la señorita Gamard tienela intención de echarle de su casa... Pues ustedsaldrá de allí de grado o por fuerza. Esta clase degentes no arriesgan nunca nada; siempre procedensobre seguro.

Aquel anciano caballero, llamado señor deBourbonne, resumía todas las ideas de las provin-cias tan completamente como Voltaire ha resumidoel espíritu de la época. Aquel viejo, seco y flaco,profesaba en materia de indumentaria la indiferen-cia de un propietario que no tiene valores territoria-les fuera de su provincia. Su fisonomía, curtida porel sol de Turena, era más fina que espiritual. Habi-tuado, a pesar de sus palabras, a combinar susactos, ocultaba su profunda circunspección bajo unasimplicidad engañosa. Así, la más somera observa-ción dejaba comprender que, como un aldeano deNormandía, llevaba siempre la delantera en todoslos negocios. Era versadísimo en enología, la cien-cia favorita de los habitantes de Tours. Había sabi-do regar las praderas de una de sus fincas a expen-sas de los pantanos del Loira sin caer en un litigiocon el Estado. Esta buena jugada le hizo pasar por

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un hombre de talento. Si, seducidos por la conver-sación del señor de Bourbonne, hubieseis pedido subiografía a los vecinos de Tours, los que le teníanenvidia, y eran muchos, os hubiesen dado la res-puesta proverbial: «¡Oh, es un viejo maligno!» EnTurena, corno en la mayoría de las provincias, laenvidia forma el fondo de la lengua.

La observación del señor de Bourbonneprodujo un silencio momentáneo, durante el cual laspersonas que componían aquel pequeño comitéparecían reflexionar. En esto fue anunciada la seño-rita Salomón de Villenoix. Llegaba de Tours con eldeseo de ser útil a Birotteau y las noticias que traíacambiaron completamente el aspecto de la cues-tión. En el momento de su llegada, todos, excepto elpropietario, aconsejaban a Birotteau que luchasecon Troubert y Gamard, bajo los auspicios de lasociedad aristocrática que había de protegerle.

-El vicario general, que tiene la dirección delpersonal a su cargo -dijo la señorita Salomon-, aca-ba de caer enfermo, y el arzobispo ha puesto inter-inamente en su lugar al señor Troubert. Por tanto, laprovisión de la canonjía depende ahora de él ente-ramente. Pero ayer, en casa de la señorita de laBlottière, el abate Poirel habló de los disgustos que

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el abate Birotteau causaba a la señorita Gamard,como queriendo justificar la desgracia que caerásobre nuestro buen abate: «El abate Birotteau es unhombre que necesitaba mucho al abate Chapeloud,decía, y desde la muerte de aquel virtuoso canónigose ha demostrado que...» Se han sucedido las su-posiciones, las calumnias. ¿Comprenden ustedes?

-Troubert será vicario general -dijo solem-nemente el señor de Bourbonne.

-¡Ea! -exclamó la señora de Listomère, mi-rando a Birotteau-. ¿Qué prefiere usted, ser canóni-go o permanecer en casa de la señorita Gamard?

-¡Ser canónigo! -respondió una exclamacióngeneral.

-Pues bien -añadió la señora de Listomère-;hay que hacer que ganen el pleito el abate Trouberty la señorita Gamard. ¿No le han hecho a ustedsaber indirectamente, por la visita de Caron, que siconsiente usted en dejarlos será canónigo? Puestoma y daca.

Todos ensalzaron la agudeza y la sagaci-dad de la señora de Listomère, menos el barón deListomère, su sobrino, que dijo con un tono cómico

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al señor Bourbonne, aludiendo a los combates na-vales:

-A mí me habría gustado un combate entrela Gamard y el Birotteau.

Mas, para desdicha del vicario, las fuerzasno estaban equiparadas entre sus amigos aristocrá-ticos y la solterona apoyada por el abate Troubert.Pronto llegó el momento en que la lucha había dedibujarse más francamente, agrandarse y adquirirproporciones enormes. Por acuerdo de la señora deListomère y de la mayoría de sus adeptos, que em-pezaban a apasionarse por aquella intriga surgidaen el vacío de su vida provinciana, se envió un re-cado al señor Caron. El hombre de negocios volviócon una celeridad notable, que al señor de Bour-bonne no le causó sorpresa.

-Aplacemos toda resolución hasta tener in-formes más amplios -fue la opinión de aquel Fabioen bata, a quien sus profundas reflexiones le reve-laban las altas combinaciones del tablero turenés.

Intentó hacer comprender a Birotteau lospeligros de su posición. Como la prudencia del viejomaligno no halagaba las pasiones del momento,sólo obtuvo una ligera atención. La conferencia

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entre el abogado y Birotteau fue breve. El vicariovolvió junto a sus amigos azoradísimo, diciendo:

-Me pide un escrito en que conste mi retira-da.

-¿Qué quiere decir esa indigna palabra? -dijo el teniente de navío.

-¿Qué significa eso? -exclamó la señora deListomère.

-Eso significa, sencillamente, que el abateha de declarar que abandona por su gusto la casade la señorita Gamard -respondió el señor de Bour-bonne, tomando un polvo de rapé.

-¿No es más que eso? ¡Firme usted! -dijo laseñora de Listomère, mirando a Birotteau-. Si estáusted firmemente resuelto a salir de casa de ella, nohay ningún inconveniente en que haga usted cons-tar su voluntad.

¡La voluntad de Birotteau!

-Es lo justo -dijo el señor de Bourbonne, ce-rrando su tabaquera con un golpe seco cuya signifi-cación no se puede expresar, porque era todo unlenguaje-. Pero siempre es peligroso escribir -

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añadió, dejando la tabaquera sobre la chimenea,con un gesto que espantó al vicario.

Birotteau estaba tan entontecido por el de-rrumbamiento de todas sus ideas, por la rapidez delos acontecimientos, que le sorprendían sin defen-sa, por la ligereza con que sus amigos trataban losasuntos más amados de su vida solitaria, que per-manecía inmóvil, como si se viese en otro planeta,sin pensar en nada, pero oyendo y queriendo com-prender el sentido de las rápidas palabras que pro-digaba todo el mundo. Cogió el escrito del señorCaron y lo leyó, como si el documento del abogadofuese a concentrar su atención; pero esto fue unmovimiento maquinal, y firmó aquel escrito, en elcual reconocía que renunciaba voluntariamente avivir en casa de la señorita Gamard y a ser alimen-tado según los contratos hechos entre ellos. Cuan-do el vicario acabó de estampar su firma, el señorCaron recogió el acta y le preguntó adónde debía laseñorita Gamard enviarle las cosas de su pertenen-cia. Birotteau indicó la casa de la señora de Lis-tomère. Con un gesto, esta dama consintió alojar alabate por unos días, segura de que pronto seríanombrado canónigo. El viejo propietario quiso veraquella especie de acta de renunciación y el señorCaron se la enseñó.

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-Bueno -dijo al vicario, después de leerla-.¿Luego hay entre usted y la señorita Gamard con-venios escritos? ¿Dónde están? ¿Qué se estipulaen ellos?

-Tengo el contrato en casa -respondió Birot-teau.

-¿Y usted conoce sus condiciones? -preguntó el propietario al abogado.

-No, señor -dijo el señor Caron, extendiendola mano para apoderarse del papel fatal.

-¡Oh! -dijo para sí el propietario-. Tú, señorabogado, sabes sin duda lo que contiene el contra-to, pero no te han pagado para decírnoslo.

Y el señor de Bourbonne devolvió la renun-cia al abogado.

-¿Dónde voy a meter todos mis muebles? -exclamó Birotteau-. ¿Y mis libros, mi hermosa bi-blioteca, mis soberbios cuadros, mi salón rojo, todomi mobiliario, en fin?

Y la desesperación del pobre hombre, quese veía trasplantado, por decirlo así, tenía algo tancandoroso, revelaba tan claramente la pureza desus costumbres, su ignorancia de las rosas del

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mundo, que la señora de Listomère y la señoritaSalomón le dijeron para consolarle, empleando eltono de las madres que prometen un juguete a sushijos:

-¿Va usted a inquietarse por estas nader-ías? Nosotras le encontraremos una casa menosfría y menos negra que la de la señorita Gamard. Sino se encuentra alojamiento que le guste, una denosotras le admitirá como pupilo en su casa. Ea,jugaremos un chaquete. Mariana va usted a ver alabate Troubert para pedirle su apoyo y verá ustedcomo es bien recibido.

Las personas débiles se tranquilizan tanfácilmente como se asustan. Así, el pobre Birotteau,deslumbrado por la perspectiva de vivir en casa dela señorita Listomère, olvidó la ruina, consumadapara siempre, de la felicidad que tanto había apete-cido y de la cual había gozado tan deliciosamente.Pero por la noche, antes de dormirse, y con el dolorde un hombre para quien el trastorno de una mu-danza y de unas costumbres nuevas en el fin delmundo, se torturó la imaginación pensando dóndepodría hallar para su biblioteca un lugar tan cómodocomo la galería que dejaba. Viendo sus libros erran-tes, sus muebles sin emplazamiento y su ajuar en

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desorden, preguntábase mil veces por qué el primeraño pasado en casa de la señorita Gamard habíasido tan dulce y el segundo tan cruel. Y su aventuraseguía siendo un pozo sin fondo donde se abisma-ba su razón. Ya no le parecía la canonjía una com-pensación suficiente para tantos males, y compara-ba su vida a una media, cuya trama entera se des-hace si se escapa un punto. Le quedaba la señoritaSalomón. Pero al ver perdidas sus viejas ilusiones,el pobre presbítero no se atrevía a creer en unaamistad joven.

En la citta dolente de las solteronas haymuchas, sobre todo en Francia, cuya vida es unsacrificio noblemente ofrecido a diario a los buenossentimientos. Unas viven altivamente fieles a uncorazón que la muerte les arrebató prematuramen-te; mártires del amor, dan con el secreto de sermujeres sólo de alma. Otras obedecen a un orgullode familia que, para vergüenza nuestra, decae dedía en día, y se consagran a un hermano, a lossobrinos huérfanos: éstas son madres sin dejar deser vírgenes. Estas solteronas llegan al más altoheroísmo de su sexo consagrando todos los senti-mientos femeninos al culto de la desgracia. Ideali-zan la figura de la mujer renunciando a las recom-pensas de su destino y no aceptando de él mas que

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las penas. En tal situación viven rodeadas del es-plendor de su abnegación, y los hombres inclinanrespetuosamente la cabeza ante sus faccionesmarchitas. La señorita de Sombreuil no fue nunca nimujer ni muchacha: fue, y siempre será, una vivien-te poesía(2). La señorita Salomón era una de estascriaturas heroicas. Su abnegación era religiosamen-te sublime, porque, después de causarle un sufri-miento permanente, no le había de acarrear ningu-na gloria. Bella y joven, fue amada y amó. Su pro-metido se volvió loco. Durante cinco años se con-sagró la infeliz a asegurar el bienestar mecánico deaquel desventurado, con cuya perturbación se iden-tificó de tal modo que no le consideraba loco. Apartede eso, era una persona de maneras sencillas, delenguaje sincero, y cuyo pálido rostro no carecía deexpresión, pese a la regularidad de sus facciones.Nunca hablaba de los acontecimientos de su vida.Solamente, en ocasiones, los súbitos estremeci-mientos que no podía reprimir al escuchar el relatode una aventura espantosa o triste revelaban en ellalas bellas cualidades que nacen de los grandesdolores. Habíase ido a vivir a Tours después deperder al compañero de su vida. Allí no podíanapreciarla en su justo valor y pasaba por una buenapersona. Hacía mucho bien y se unía, por gusto, a

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los seres débiles. En tal concepto, el pobre vicario lehabía inspirado, naturalmente, profundo interés.

La señorita de Villenoix, que iba a la ciudaddesde por la mañana, llevó consigo a Birotteau, lepuso en el muelle de la Catedral y le dejó caminodel Claustro, adonde él estaba deseando llegar parasalvar siquiera del naufragio su canonjía y cuidar deltraslado de sus muebles. No sin violentas palpita-ciones llamó a la puerta de aquella casa que teníael hábito de visitar desde hacía catorce años, en lacual había vivido y de donde debía desterrarse parasiempre, después de haber soñado con morir allí enpaz, a semejanza de su amigo Chapeloud. Marianapareció sorprendida al verle. La dijo que iba a hablarcon el abate Troubert, y se dirigió al piso bajo, don-de vivía el canónigo; pero Mariana le gritó:

-El abate Troubert no vive ahí ya, señor vi-cario: está en el antiguo alojamiento de usted.

Estas palabras causaron un doloroso es-tremecimiento al vicario, que comprendió al fin elcarácter de Troubert y la profundidad de una ven-ganza tan lentamente calculada cuando encontró alcanónigo establecido en la biblioteca de Chapeloud,sentado en el bello sillón gótico de Chapeloud, dur-miendo, sin duda, en el lecho de Chapeloud, alojado

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en el corazón de Chapeloud, anulando el testamen-to de Chapoloud y arrebatando su herencia, porúltimo, al amigo de Chapeloud, de aquel Chapeloudque durante tanto tiempo le había tenido confinadoen casa de la señorita Gamard, impidiéndole todoavance al cerrarle los salones de Tours. ¿Qué varitamágica había obrado aquella metamorfosis? ¿Noera, pues, todo aquello de la propiedad de Birotte-au? Al ver el gesto sardónico con que Troubert con-templaba la biblioteca, el pobre Birotteau compren-dió que el futuro vicario general estaba seguro deposeer para siempre los despojos de aquellos aquienes había tan cruelmente odiado: a Chapeloud,como un enemigo, y a Birotteau porque en él existíatodavía Chapeloud. Mil ideas se alzaron en el co-razón del buen hombre y le sumieron en una espe-cie de desvarío. Permaneció inmóvil y como fasci-nado por los ojos de Troubert, que le miraban fija-mente.

-No creo, señor -dijo Birotteau, al cabo-, quequiera usted privarme de las cosas que me pertene-cen. La señorita Gamard puede haber sentido im-paciencia para alojar a usted mejor, pero debe serlo bastante justa para darme tiempo a elegir mislibros y mis muebles.

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-Señor -dijo fríamente el abate Troubert, sindejar que asomase a su rostro señal alguna deemoción-, la señorita Gamard me dio ayer cuentade la marcha de usted, cuya causa desconozcotodavía. Si me he instalado aquí, ha sido por nece-sidad. El señor abate Poirel ha tomado mis habita-ciones. Ignoro si las cosas que hay aquí perteneceno no a la señorita Gamard; pero si son de usted, yausted conoce su buena fe: la santidad de su vida esuna garantía de su probidad. Por mi parte, no ignorausted la sencillez de mis costumbres. He dormidodurante quince años en una habitación desnuda, sinfijarme en su humedad, que, a la larga, me ha ma-tado. No obstante, si usted quiere habitar aquí denuevo, yo le cederé la vivienda de buena gana.

Al escuchar estas terribles palabras, Birot-teau olvidó el asunto de su canonjía, bajó con larapidez de un muchacho en busca de la señoritaGamard, y como la encontrase en el ancho rellanoque unía los dos cuerpos del edificio:

-Señorita -dijo, sin reparar ni en la sonrisaagriamente burlona que se dibujaba en sus labios nien el resplandor extraordinario que daba a sus ojosla claridad de los ojos de tigre-, no me explico que

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no haya usted esperado a que me lleve mis mue-bles para...

-¡Cómo! -dijo ella interrumpiéndole-. ¿No heenviado todos sus efectos a casa de la señora Lis-tomère?

-Pero, ¿y mi mobiliario?

-¿Entonces, no leyó usted su contrato? -dijola solterona con un acento que necesitaríamos es-cribir musicalmente para que se comprendiesecómo supo su odio matizar la acentuación de cadapalabra.

Y la señorita Gamard pareció agigantarse, ysus ojos brillaron aún más, y su rostro se dilató, ytodo su cuerpo se estremeció de placer. El abateTroubert abrió una ventana, como para leer másclaramente en un volumen infolio. Birotteau sequedó como herido del rayo. La señorita Gamard letrompeteaba en los oídos las frases siguientes:

-¿No es cosa convenida que si usted salíade mi casa su mobiliario me pertenecería, para in-demnizarme de la diferencia que existía entre elprecio de su hospedaje y el que pagaba el respeta-ble abate Chapeloud? Y como el señor abate Poirelha sido nombrado canónigo...

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Al oír estas últimas palabras, Birotteau seinclinó débilmente, como para despedirse de la sol-terona; luego salió a escape. Tenía miedo, si conti-nuaba más tiempo allí, de perder todos sus ánimosy dar a sus implacables enemigos un triunfo dema-siado grande. Caminando como un hombre ebrio,llegó a casa de la señora de Listomère, donde en-contró su ropa interior, sus vestidos y sus papelesencerrados en una maleta. Ante los despojos de suajuar, el desgraciado presbítero se sentó y se tapóel rostro con las manos para que nadie viera suslágrimas. ¡El abate Poirel era canónigo! ¡Él, Birotte-au, se veía sin asilo, sin fortuna y sin mobiliario! Porfortuna, la señorita Salomón acertó a pasar en ca-rruaje. El portero de la casa, que había comprendi-do la desesperación del pobre hombre, hizo unaseñal al cochero. Después de cambiadas unas fra-ses entre la señorita y el portero, el vicario, mediomuerto, se dejó llevar ante su fiel amiga, a la cualsólo pudo decir algunas palabras incoherentes. Laseñorita Salomón, asustada por el desvarío mo-mentáneo de una cabeza de suyo tan débil, le con-dujo inmediatamente a La Alondra, atribuyendoaquel principio de enajenación mental al efecto quedebía de haber producido en el vicario el nombra-miento del abate Poirel. Ignoraba el convenio del

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presbítero con la señorita Gamard, por la supremarazón de que él mismo desconocía su alcance. Ycomo es ley natural que lo cómico se encuentre aveces mezclado en las cosas patéticas, las extrañasrespuestas de Birotteau casi hicieron sonreír a laseñorita Salomón.

-Chapeloud tenía razón -decía el vicario-¡Es un monstruo!

-¿Quién? -preguntaba ella.

-Chapeloud. ¡Todo me lo ha quitado!

-¿Poirel?

-No, Troubert.

Por fin llegaron a La Alondra, donde losamigos del presbítero le prodigaron cuidados tancariñosos que, al anochecer, se calmó y lograronarrancarle el relato de lo sucedido durante la maña-na.

El flemático propietario quiso ver el contratoen el cual, desde la víspera, adivinaba la clave delenigma. Birotteau sacó del bolsillo el fatal papelsellado y se lo dio al señor Bourbonne, quien lo leyórápidamente y llegó en seguida a una cláusula con-cebida en estos términos:

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«Como existe una diferencia de ochocientosfrancos anuales entre el hospedaje que pagaba eldifunto señor Chapeloud y aquel por el que la dichaSofía Gamard consiente en admitir en su casa, enlas condiciones arriba estipuladas, al dicho Francis-co Birotteau; considerando que el abajo firmanteFrancisco Birotteau reconoce más que suficiente-mente no hallarse en condiciones de pagar durantevarios años el precio que pagan los huéspedes dela señorita Gamard, y especialmente el abate Trou-bert; por último, en atención a diversos anticiposhechos por la dicha Sofía Gamard abajo firmada, eldicho Birotteau se compromete a cederle, a título deindemnización, el mobiliario de que esté en pose-sión a su fallecimiento o cuando, por cualquier cau-sa, deje voluntariamente en cualquier época lashabitaciones que ahora se le alquilan, y a no apro-vecharse más de sus concesiones estipuladas enlos compromisos contraídos por la señorita Gamardpara con él más arriba...»

-¡Dios! ¡Qué atrocidad! -exclamó el propieta-rio-. ¡Y qué ganas tiene la dicha Sofía Gamard!

El pobre Birotteau, que no había imaginadocon su infantil cerebro causa alguna que pudiesesepararle un día de la señorita Gamard, esperaba

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morir en su casa. No recordaba aquella cláusula,que tampoco fue discutida en sazón; hasta tal puntole había parecido justa cuando, en su deseo depertenecer a la solterona, habría firmado cuantospergaminos le hubiesen presentado. Su inocenciaera tan respetable y la conducta de la señorita Ga-mard tan atroz, era tan deplorable la suerte del po-bre sexagenario y su debilidad le hacía tan conmo-vedor, que, en un primer arranque de indignación,exclamó la señora de Listomère:

-Mía es la culpa de que se haya firmado elcontrato que le arruina a usted, y yo debo devolverleel bienestar de que le he privado.

-Pero el contrato -dijo el señor de la Bour-bonne- constituye un dolo, y hay en él materia deproceso...

-Bueno, pues litigará Birotteau. Si pierde enTours, ganará en Orleans; si pierde en Orleans,ganará en París -dijo el barón de Listomère.

-Si quiere pleitear -repuso fríamente el se-ñor Bourbonne-, le aconsejo que primeramenterenuncie a su vicariato.

-Consultaremos con abogados -dijo la seño-ra de Listomère- y pleitearemos si hay que pleitear.

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Pero este asunto es demasiado vergonzoso para laseñorita Gamard y puede hacerse demasiado eno-joso para el abate Troubert para que no obtenga-mos alguna transacción.

Después de deliberar maduramente, todosprometieron al abate Birotteau su ayuda en la luchaque iba a entablarse entre él y todos los adeptos desus antagonistas. Un firme presentimiento, un instin-to provinciano indefinible los obligaba a unir losnombres de Gamard y Troubert. Pero ninguno delos que se hallaban a la sazón en casa de la señorade Listomère, exceptuado el viejo maligno, teníaidea exacta de la importancia de semejante comba-te. El señor de Bourbonne llamó a Birotteau aparte.

-De las catorce personas que hay aquí -ledijo en voz baja-, no contará usted con una dentrode quince días. Si necesita usted llamar a alguienen su auxilio, sólo a mí me encontrará con bastanteatrevimiento para tomar su defensa, porque conoz-co lo que son las provincias, los hombres, las cosasy, sobre todo, los intereses. Pero todos sus amigos,algunos llenos de buenas intenciones, le están me-tiendo en un mal camino, del que no saldrá ustedcon bien. Oiga mi consejo: Si quiere usted vivir enpaz, deje el vicariato de Saint-Gatien, márchese de

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Tours. No diga a dónde va; busque un curato lejanodonde Troubert no pueda encontrarle.

-¿Abandonar a Tours? -exclamó el vicariocon un terror indescriptible.

Era para él una especie de muerte. ¿No eraromper todas las raíces que le sujetaban al mundo?Los solterones reemplazan los sentimientos concostumbres. Cuando a este sistema moral, que leshace, más que vivir, atravesar la vida, se une uncarácter débil, las cosas exteriores adquieren sobreellos un imperio asombroso. De esta suerte, Birotte-au se había convertido en algo así como un vegetal:trasplantarle era poner en peligro su inocente fructi-ficación. Así como para vivir un árbol necesita hallarconstantemente los mismos jugos y tener sus raícesen el mismo terreno, a Birotteau le era indispensa-ble corretear por Saint-Gatien, andar siempre por elpaseo del Mazo, que era su paseo habitual, recorrerinvariablemente las calles por donde solía pasar,continuar yendo a los tres salones donde por lasnoches jugaba al whist o al chaquete.

-¡Ah! No había caído en ello -respondió elseñor de Bourbonne, mirando al presbítero concierta compasión.

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Todo el mundo supo en Tours en seguidaque la señora baronesa de Listomère, viuda de unteniente general, recogía al abate Birotteau, vicariode Saint-Gatien. Este hecho, que muchos habíanpuesto en duda, planteó las cosas rotundamente ydividió claramente las opiniones, sobre todo cuandola señorita Salomón se atrevió, la primera, a hablarde dolo y de proceso. Con la sutil vanidad que dis-tingue a las solteronas y el fanatismo de personali-dad que las caracteriza, la señorita Gamard se sin-tió sordamente herida por la actitud de la señora dela Listomère. La baronesa era una mujer de altacategoría, de costumbres elegantes, y a quien no sepodía discutir el buen gusto, las maneras corteses yla religiosidad. Al recoger a Birotteau desautorizabafrancamente todos los actos de la señorita Gamard,censuraba indirectamente su conducta y parecíasancionar las quejas del vicario contra su antiguahospedera.

Para la inteligencia de esta historia, hay queexplicar aquí hasta qué punto el discernimiento y elespíritu analítico con que las viejas se dan cuentade los actos ajenos fortalecían a la señorita Gamardy cuáles eran los recursos de su partido. En com-pañía del silencioso abate Troubert, pasaba la no-che en cuatro o cinco casas donde se reunían una

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docena de personas ligadas entre sí por los mismosgustos y por analogía de su situación. Eran uno odos viejos que compartían las pasiones y los chis-morreos de sus criados; cinco o seis solteronas quese pasaban el día entero tamizando las palabras yenvidiando las acciones de sus vecinos y de laspersonas colocadas en la sociedad por bajo o porcima de ellas; y luego, algunas mujeres de edad,exclusivamente ocupadas en destilar maledicencias,en llevar un registro exacto de todas las fortunas oen investigar los actos ajenos: pronosticaban losmatrimonios y censuraban la conducta de amigoscon igual acritud que la de sus enemigos. Estasgentes, situadas en la ciudad a la manera de losvasos capilares de una planta, aspiraban, con lamisma sed que una hoja el rocío, las noticias, lossecretos de cada casa; los inflaban y se los trans-mitían maquinalmente al abate Troubert, como lashojas comunican al tallo la frescura que han absor-bido. Cada noche, excitados por esa necesidad deemoción que experimenta todo el mundo, aquellosbuenos devotos hacían un balance exacto de lasituación de la ciudad, con una sagacidad digna delConsejo de los Diez, y ejercían la policía armadosde esa especie de espionaje de efecto seguro quecrean las pasiones. Cuando ya habían adivinado la

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razón secreta de un suceso, su amor propio losinducía a apropiarse la sabiduría del sanedrín paradar el tono de la picotería en sus respectivas zonas.Aquella congregación, ociosa y activa, invisible yclarividente, muda e incansablemente charlatana,poseía de ese modo una influencia en aparienciapoco perniciosa, pero que se hacía terrible cuandola animaba un interés mayor. Ahora bien: hacíamucho tiempo que no se había presentado en laesfera de sus existencias un acontecimiento tangrave y tan importante para cada uno de ellos comola lucha de Birotteau, apoyado por la señora deListomère, contra el abate Troubert y la señoritaGamard. En efecto, como los tres salones de losseñores de Listomère, Merlin de la Blottière y deVillenoix eran considerados como enemigos por losque frecuentaba la señorita Gamard, en el fondo dela querella latía el espíritu de cuerpo con todas susvanidades. Era el combate del pueblo y el Senadoromano en un zaquizamí, o una tempestad en unvaso de agua, como dijo Montesquieu hablando dela república de San Marino, cuyos cargos públicosno duraban mas que un día: tan fácil de conquistarera la tiranía. Pero aquella tempestad desarrollaba,no obstante, en las almas tantas pasiones comohubieran hecho falta para dirigir los más grandes

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intereses sociales. ¿No sería erróneo creer que eltiempo sólo pasa rápido para los corazones embria-gados con vastos proyectos que conturban la vida yla hacen tumultuosa? Las horas del abate Birotteaucorrían tan animadas, huían cargadas de pensa-mientos tan graves, estaban tan rizadas por lasesperanzas y las desesperaciones como las crueleshoras del ambicioso, el jugador, el amante. SóloDios está en el secreto de la energía que nos cues-tan los triunfos que ocultamente alcanzamos sobrelos hombres, sobre las cosas y sobre nosotros mis-mos. No siempre sabemos a dónde vamos, peroharto conocemos las fatigas del viaje. Pero si per-mitís al historiador apartarse del drama que estánarrando para ejercer un momento el papel de loscríticos, si os invita a echar una ojeada sobre lasexistencias de aquellas solteronas y de los dos aba-tes a fin de buscar en ellos la causa de la desventu-ra que los viciaba en su esencia, tal vez veáis de-mostrado que el hombre necesita experimentarciertas pasiones para que se desenvuelvan en él lascualidades que ennoblecen su vida al ensanchar suesfera y adormecen el egoísmo propio de todas lascriaturas.

La señora de Listomère regresó a la ciudadsin saber que desde hacía cinco o seis días sus

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amigos se habían visto obligados a rechazar unasuposición de la cual ella se habría reído si la cono-ciese, y según la cual el afecto que demostraba porsu sobrino tenía causas casi criminales. Llevó alabate Birotteau a casa de su abogado, el cual noestimó el proceso cosa fácil. Los amigos del vicario,confiados en el sentimiento que produce la justiciade una causa buena, o desidiosos ante un procesoque no les atañía personalmente, habían dejado elplanteamiento del mismo para el día en que volvie-ran a Tours. Los amigos de la señorita Gamardpudieron, pues, tomar la delantera y supieron contarel asunto en términos poco favorables para el abateBirotteau. Así, el leguleyo, cuya clientela se com-ponía exclusivamente de las personas devotas de laciudad, sorprendió mucho a la señora de Listomèreaconsejándola que no se embarcase en tal pleito yterminó la conferencia diciendo que, por supuesto,él no se encargaría porque, dados los términos delcontrato, la razón, en derecho, era de la señoritaGamard; que en equidad, es decir, fuera del terrenode la justicia, el abate Birotteau aparecería a losojos del tribunal y a los de las gentes honradas encontradicción con el carácter de paz, de conciliacióny de mansedumbre que se le había atribuido hastaentonces; que la señorita Gamard, conocida como

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persona dulce y contemporizadora, había obligado aBirotteau prestándole el dinero necesario para pa-gar los derechos de sucesión originados por el tes-tamento de Chapeloud, sin exigirle recibo; que Birot-teau no tenía edad ni carácter para haber firmadoun contrato sin saber lo que contenía ni enterarsede su importancia, y que si Birotteau había dejado ala señorita Gamard después de llevar dos años ensu casa, mientras que su amigo Chapeloud habíapermanecido en ella doce años y Troubert quince,no podía ser sino porque tenía algún proyecto queél solo conocía; que el proceso sería, pues, juzgadocomo un acto de ingratitud, etcétera. Después dehaber dejado que Birotteau saliese delante hacia laescalera, el abogado llevó aparte a la señora deListomère y la conjuró, en nombre de su tranquili-dad, a no mezclarse en tal asunto.

Por la noche, cuando los tertulios de la se-ñora Listomère estaban reunidos en círculo ante lachimenea esperando la hora de empezar sus parti-das, el pobre vicario, que se torturaba como uncondenado a muerte que en su mazmorra de Bicê-tre espera el resultado de su recurso de casación,no pudo menos de comunicarles lo ocurrido en lavisita.

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-Fuera del abogado de los liberales, yo noconozco en Tours un picapleitos que sea capaz deencargarse de ese asunto sin la intención precon-cebida de perderlo -exclamó el señor de Bourbon-ne-, y no le aconsejo a usted que se embarquetampoco con él.

-Pero esto es una infamia -dijo el tenientede navío-. Yo mismo llevaré al abate a casa de eseabogado.

-Llévele usted, y cuando sea de noche -dijoel señor de Bourbonne, interrumpiéndole.

-¿Y por qué?

-Acabo de saber que el abate Troubert hasido nombrado vicario general, en sustitución delque murió anteayer.

-Me río yo del abate Troubert.

Desgraciadamente, el barón de Listomère,hombre de treinta y seis años, no vio la seña que lehizo el señor de Bourbonne para recomendarle quepesara las palabras, porque estaba allí presente unamigo de Troubert, consejero de prefectura.

-Si el señor abate Troubert es un bribón...

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-¡Oh! -dijo el señor de Bourbonne-. ¿A quémezclar al abate Troubert en un asunto al cual escompletamente ajeno?...

-Pero, ¿no está disfrutando de los mueblesdel abate Birotteau? -replicó el barón-. Recuerdohaber estado en casa de Chapeloud y haber vistodos cuadros de precio. Suponga usted que valendiez mil francos... ¿Cree usted que el señor Birotte-au ha querido dar por dos años de habitación encasa de la señorita Gamard diez mil francos, cuan-do sólo la biblioteca y los muebles valen ya esasuma?

El abate Birotteau abrió mucho los ojos alenterarse de que había poseído tan enorme capital.

El barón, prosiguiendo acaloradamente,añadió:

-Precisamente, el señor Salmon, el antiguoperito del Museo de París, ha venido a Tours a visi-tar a su suegra. Voy a verle esta misma noche conel abate Birotteau, para rogarle que tase los cua-dros. Desde allí le llevaré a casa del abogado.

Dos días después de esta conversación, elproceso había tomado cuerpo. El abogado de losliberales, convertido en abogado de Birotteau, per-

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judicaba mucho a la causa del vicario. Las personasopuestas al Gobierno y las conocidas por no serpartidarias de los curas ni de la religión, dos cosasque muchos confunden, tomaron el asunto por sucuenta, y toda la ciudad habló de él. El antiguo peri-to del Museo había tasado en once mil francos laVirgen del Valentín y el Cristo de Lebrun, obras decapital belleza. En cuanto a la biblioteca y los mue-bles góticos, de un estilo que en París dominabamás cada día, los estimó en doce mil francos. Enfin, después de minucioso examen, el perito valuó elmobiliario entero en diez mil escudos. Y como Birot-teau no podía haber querido dar a la señorita Ga-mard esta enorme suma a cambio del poco dineroque le adeudaba en virtud de lo estipulado, era evi-dente que existía, judicialmente hablando, motivopara rescindir el contrato; si no, la señorita se haríaculpable de un dolo voluntario. El abogado de losliberales entabló, pues, el asunto presentando unademanda contra la señorita Gamard. Aunque muymordaz el documento, fortalecido con citas de dis-posiciones soberanas y corroborado por algunosartículos del Código, no dejaba de ser una obramaestra de lógica judicial, y resultaba tan condena-torio para la solterona, que los de la oposición re-

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partieron malévolamente treinta o cuarenta copiaspor la ciudad.

Unos días después de romperse las hostili-dades entre Birotteau y la solterona, el barón deListomère, que esperaba ascender a capitán decorbeta en la primera promoción, desde muchoantes anunciada por el Ministerio de Marina, recibiócarta de un amigo en que se le anunciaba que seestaba intentando separarle de la escala activa.Muy sorprendido, marchó rápidamente a París yasistió a la inmediata reunión en casa del ministro.Este pareció sorprendidísimo y se echó a reír cuan-do el barón de Listomère le expuso sus temores. Apesar de la palabra del ministro, Listomère se en-teró al día siguiente en las oficinas. Con esa indis-creción que algunos jefes suelen tener en favor desus amigos, un secretario le enseñó un trabajo yaultimado, pero que por enfermedad de un directorno había sido todavía sometido al ministro, en elcual se confirmaba la funesta nueva. El barón deListomère corrió en seguida a casa de uno de sustíos, el cual, como diputado, podía ver inmediata-mente al ministro en la Cámara, y le rogó que explo-rase los propósitos de Su Excelencia, porque paraél se trataba de la pérdida de su porvenir. En elcoche de su tío esperó con la más viva ansiedad a

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que acabase la sesión. El diputado salió muchoantes del final y dijo a su sobrino, mientras el cochele conducía a su hotel:

-¿Cómo diablos se te ocurre armar peleascon los curas? El ministro ha empezado por decirmeque te has puesto a la cabeza de los liberales deTours; que profesas opiniones detestables; que nosigues la línea trazada por el Gobierno, etc. Susfrases eran tan retorcidas como si todavía estuviesehablando en la Cámara. Entonces yo le he dicho:«¡Ah! ¿Es eso? Pues entendámonos». Su Excelen-cia ha acabado por confesarme que estás a mal conel alto clero. En resumen, pidiendo a mis colegasalgunos informes, he sabido que hablas con muchaligereza de un tal abate Troubert, simple vicariogeneral, pero el personaje más importante de laprovincia, donde representa a la Congregación. Herespondido de ti personalmente al ministro. Señorsobrino: si quieres hacer carrera, no te crees ningu-na amistad sacerdotal. Vuelve a escape a Tours yhaz las paces con ese demonio de vicario general.Entérate de que los vicarios generales son hombrescon quienes hay que vivir siempre en paz. ¡Por vidade Dios! Cuando todos trabajamos para restablecerla religión, es estúpido que un teniente de navío quequiere ser capitán se muestre desconsiderado con

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los presbíteros. Si no te reconcilias con el abateTroubert, no cuentes más conmigo. Renegaré de ti.El ministro de Asuntos Eclesiásticos acababa dehablarme de ese hombre como de un futuro obispo.Si Troubert cogiese entre ojos a nuestra familia, meimpediría entrar en la próxima hornada de pares.¿Te haces cargo?

Estas palabras explicaron al teniente denavío las secretas ocupaciones de Troubert, de lasque Birotteau decía cándidamente: «No sé en quéemplea las noches.»

La posición del canónigo en medio del se-nado femenino que ejercía tan sutilmente la policíade la provincia, y su capacidad personal, le habíanllevado a ser elegido por la Congregación, entretodos los eclesiásticos de la ciudad, para procónsulincógnito de Turena. Arzobispo, general, prefecto,grandes y chicos, todos estaban bajo su oculto do-minio. El barón de Listomère tomó en seguida elpartido que le convenía.

-No quiero -dijo a su tío- recibir una segun-da andanada eclesiástica en la obra viva.

Tres días después de esta conferencia di-plomática entre tío y sobrino, el marino, que había

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súbitamente regresado en sillas de postas a Tours,revelé a su tía, la noche misma de su llegada, lospeligros que corrían las más caras esperanzas de lafamilia de Listomère si el uno y el otro se obstinabanen sostener a aquel imbécil de Birotteau. El barónhabía hecho quedarse al señor de Bourbonne en elmomento en que el anciano caballero cogía el som-brero y el bastón para marcharse, terminada la par-tida de whist. Las luces del viejo maligno eran indis-pensables para esclarecer el escollo en que se hab-ían metido los Listomère, y el viejo maligno habíacogido antes de tiempo el bastón y el sombreroprecisamente para que le dijeran al oído:

-Quédese; tenemos que hablar.

El rápido regreso del barón y su aspecto desatisfacción, contradictorio con la preocupación quea veces expresaba su cara, habían indicado vaga-mente al señor de Bourbonne que el teniente aca-baba de sufrir algunos percances en su travesíaentre Gamard y Troubert. No mostró ninguna sor-presa cuando oyó al barón proclamar el secretopoder del vicario general congregacionista.

-Ya lo sabía yo -dijo.

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-Entonces -exclamó la baronesa-, ¿por quéno nos lo advirtió usted?

-Señora -respondió vivamente-: olvide ustedque conozco la invisible influencia de ese presbíteroy yo olvidaré que usted también la conoce. Si noguardásemos el secreto, pasaríamos por cómplicessuyos, seríamos temidos y odiados; finja usted queha sido engañada, pero sepa bien dónde pone lospies. Yo les había dicho a ustedes bastante; pero nome comprendían y no quería comprometerme.

-¿Y qué vamos a hacer ahora? -dijo elbarón.

Abandonar a Birotteau no era cosa difícil, yen eso ya estaban de acuerdo los tres.

-Batirse en retirada con todos los honoresde guerra ha sido siempre la obra maestra de losmás hábiles generales -respondió el señor de Bour-bonne-. Dobléguense ustedes ante Troubert. Si suodio es menos fuerte que su vanidad, le convertiránustedes en aliado; pero si se doblegan ustedesdemasiado, los pisoteará, porque

El alma de la Iglesia es abismo ante todo,

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como ha dicho Boileau. Haga usted creer,señor barón, que deja usted el servicio y escaparáde sus garras. Despida usted al vicario, señora, yfavorecerá usted a la Gamard. Pregunte en el Arzo-bispado al abate Troubert si juega al whist y res-ponderá que sí; ruéguele que venga a jugar unapartida en este salón, donde desea ser recibido, yes seguro que vendrá. Es usted mujer, y sabrá atra-erse a este presbítero. Cuando el barón sea capitánde navío, su tío par de Francia, Troubert obispo,podrá usted cómodamente hacer a Birotteau canó-nigo. Hasta entonces, sométase; pero sométasecon astucia y amenazando. La familia de ustedpuede prestar a Troubert tanta ayuda como él lepreste: se entenderán ustedes a maravilla. Por lodemás, usted, que es marino, vaya siempre con lasonda en la mano.

-¡El pobre Birotteau! -dijo la baronesa.

-¡Oh! Despáchele en seguida -replicó elpropietario, marchándose-. Si algún liberal astuto seapodera de esa cabeza hueca, les causará a uste-des sinsabores. Después de todo, los tribunales sepronunciarían en su favor y Troubert debe de estartemeroso del resultado. Todavía puede perdonarles

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a ustedes que hayan entablado el combate; perodespués de una derrota, sería implacable. He dicho.

Y cerrando de golpe su tabaquera, fue aponerse sus chanclos y partió.

La mañana siguiente, después del desayu-no, la baronesa se quedó sola con el vicario y, nosin embarazo, le dijo:

-Querido señor Birotteau, lo que voy a pedir-le le parecería muy injusto y muy inconveniente;pero por usted y por nosotros es necesario, primero,desistir de su pleito con la señorita Gamard, y luego,que deje usted mi casa.

Al oír estas palabras el pobre presbítero pa-lideció.

-Yo soy -prosiguió ella- la causa inocente desus desdichas y sé que, a no intervenir mi sobrino,usted no hubiese intentado el pleito que en estosmomentos nos perjudica a los dos. Pero óigame.

Sucintamente le dio idea del inmenso al-cance de la cuestión y le explicó la gravedad de susconsecuencias. Sus meditaciones le habían hecho,durante la noche, adivinar los antecedentes proba-bles de la vida de Troubert; podía, pues, ahora de-

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mostrar sin engañarse a Birotteau la trama en quele había envuelto aquella venganza tan hábilmenteurdida; revelarle la alta capacidad y el poder de suenemigo, haciéndole comprender su odio descu-briéndole los motivos; mostrándosele agazapadodurante doce años ante Chapeloud, devorando aChapeloud y persiguiendo todavía a Chapeloud enla persona de su amigo. El inocente de Birotteaujuntaba sus manos como para orar, y lloró de triste-za ante aquellos horrores humanos, que su almapura nunca había podido sospechar. Espantado,como si se viese en el borde de un abismo, escu-chaba, con los ojos fijos y húmedos, pero sin expre-sar una idea, el discurso de su bienhechora, la cualle dijo para terminar:

-Sé cuánto mal hago abandonándole; pero,querido abate, los deberes de familia son antes quelos de amistad. Ceda usted, como hago yo, anteesta tormenta, y yo le demostraré mi gratitud. Notendrá usted que inquietarse por su existencia. Delos intereses de usted no hay que hablar; yo meencargo de ellos. Por conducto del señor Bourbon-ne, que sabrá salvar las apariencias, procuraré queno le falte a usted nada. Concédame usted, amigomío, el derecho de traicionarle. Seguiré siendo su

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amiga sin apartarme de las máximas del mundo.Decida usted.

El pobre abate, estupefacto, exclamó:

-¡Cuánta razón tenía Chapeloud cuando de-cía que si Troubert pudiese, iría a la misma tumba aarrastrarle por los pies! ¡Y duerme en el lecho deChapeloud!

-No es ocasión de lamentarse. Tenemospoco tiempo de que disponer. Decidamos.

Birotteau era demasiado bueno para noobedecer, en las grandes crisis, a la abnegaciónirreflexiva del primer momento. Pero, además, suvida no era ya más que una agonía. Lanzando a suprotectora una mirada de desesperación, que laturbó, dijo:

-A usted me entrego, ¡Ya no soy mas queun bourrier de la calle!

Esta palabra, de la jerga local de Tours, notiene otra equivalencia posible que la frase briznade paja. Pero hay lindas briznitas de paja amarillas,pulidas, brillantes, que divierten a los niños; mien-tras que bourrier es la brizna de paja decolorada,

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enlodada, arrastrada por los arroyos, pisoteada porlos transeúntes.

-Pero, señora, yo no quería dejar al abateTroubert el retrato de Chapeloud; se hizo para mí,me pertenece; consiga usted que me lo devuelva, yperdonaré todo lo demás.

-Bien -dijo la señora de Listomère-, yo iré acasa de la señorita Gamard.

Dijo estas palabras con un tono que revela-ba el esfuerzo extraordinario que hacía la baronesade Listomère rebajándose a halagar el orgullo de lasolterona.

-Y trataré -añadió- de arreglarlo todo. Ape-nas me atrevía a esperarlo. Vaya usted a ver alseñor de Bourbonne; que él formule la renuncia deusted en los términos debidos y tráigame el docu-mento en regla. Después, y con la ayuda del señorarzobispo, tal vez logremos terminar este asunto.

Birotteau salió aterrado. Troubert había ad-quirido a sus ojos las proporciones de una pirámidede Egipto. Aquel hombre tenía las manos en París ylos codos en el claustro de Saint-Gatien.

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-¿Impedir él -se dijo- que el señor marquésde Listomère sea par de Francia?... ¡Y tal vez con laayuda del arzobispo se podría terminar este asunto!

Ante tan altos intereses, Birotteau se consi-deraba un gusano; y se hacía justicia.

La noticia de la mudanza de Birotteau sor-prendió mucho, porque el motivo era impenetrable.La señora de Listomère decía que había necesitadola habitación del vicario para ampliar las de su so-brino, que quería casarse y dejar el servicio de laMarina. Todavía no conocía nadie el desistimientode Birotteau. Se ejecutaban, pues, hábilmente lasinstrucciones del señor de Bourbonne. Cuando elgran vicario supiese las dos noticias forzosamentehabía de sentir halagado su amor propio, porquevería que la familia de Listomère, si bien no capitu-laba, permanecía neutra y reconocía tácitamente eloculto poder de la Congregación. Reconocer estepoder, ¿no era someterse a él? Pero el procesoseguía por completo sub judice. ¿No era esto some-terse y amenazar?

Los Listomère habían, pues, adoptado parala gran batalla idéntica actitud que el vicario: semantenían fuera de ella y todo quedaba bajo sudirección. Pero sobrevino un acontecimiento grave,

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que hizo aún más difícil el éxito de los designiosmeditados por el señor de Bourbonne y los Listomè-re para apaciguar al Partido de la Gamard y Trou-bert. La víspera, la señorita Gamard había cogidoun enfriamiento al salir de la Catedral; se metió enla cama y parecía enferma de peligro. En toda laciudad repercutían las lamentaciones provocadaspor una falsa conmiseración. «La sensibilidad de laseñorita Gamard no había podido resistir el escán-dalo del proceso. Aunque tenía razón, iba a morir depena. Birotteau mataba a su bienhechora...» Tal erala substancia de las frases que se habían adelanta-do a lanzar los tubos capilares del gran conciliábulofemenino, y que toda la ciudad de Tours repetíacomplacientemente.

La señora de Listomère pasó por la ver-güenza de ir a casa de la solterona, sin obtener dela visita el provecho que esperaba. Con la más ex-quisita cortesía solicitó hablar con el vicario general.Enorgullecido tal vez de recibir en la biblioteca deChapeloud, y junto a la chimenea, adornada por losdos famosos cuadros cuya posesión se le habíadiscutido, a una señora que hasta entonces no lehabía reconocido como hombre importante, Trou-bert hizo esperar un rato a la baronesa. Luego con-sintió en darle audiencia. Jamás cortesano ni di-

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plomático alguno pusieron en la discusión de susintereses particulares o en el desarrollo de una ne-gociación nacional tanta habilidad, tanto disimulo yprofundidad como desplegaron la baronesa y elabate cuando se vieron ambos en escena.

Como el padrino que en la Edad Media ar-maba al campeón y fortalecía su valor con útilesconsejos cuando iba a entrar en liza, el viejo malig-no había dicho a la baronesa:

-No olvide usted su papel: es usted conci-liadora, no parte interesada. También Troubert esun mediador. ¡Pese usted sus palabras! Estudie lasinflexiones de voz del vicario general. Si le ve ustedacariciarse la barbilla, es señal de que le ha seduci-do.

Algunos dibujantes se han recreado pintan-do en caricatura el frecuente contraste que hay en-tre lo que se dice y lo que se piensa. En nuestrocaso, para darse bien cuenta del duelo de palabrasque se libró entre el presbítero y la gran señora, esnecesario que desvelemos los pensamientos quemutuamente se ocultaron bajo frases de aparienciainsignificante. La señora de Listomère empezó mos-trando el disgusto que le causaba el pleito de Birot-

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teau y luego habló del deseo que tenía de ver ter-minado el asunto a gusto de las dos partes.

-El mal está hecho, señora -dijo el abatecon voz grave-: la virtuosa señorita Gamard se mue-re. (Tanto me importa esa imbécil como el presteJuan -pensaba-; pero querría echar sobre ti la res-ponsabilidad de esa muerte o inquietar tu concien-cia, si eres tan simple que te preocupas de ello.)

-Cuando supe su enfermedad, señor -respondió la baronesa-, exigí del señor vicario unarenuncia, que aquí traigo, para esa santa señorita.(¡Te adivino, astuto pícaro -pensaba-; pero ya nostienes al abrigo de tus calumnias. Si aceptas la re-nuncia, caes en el lazo; es como si confesaras tucomplicidad.)

Hubo un momento de silencio.

-Los asuntos temporales de la señorita Ga-mard no me conciernen -dijo al fin el presbítero,abatiendo los párpados para que no se advirtieseemoción alguna en sus ojos de águila. (¡Oh, no mecomprometerás! Pero, ¡alabado sea Dios!, los mal-ditos abogados no defenderán ya un asunto quepodía salirme mal. ¿Qué quieren los Listomère paraconvertirse en servidores míos?)

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-¡Ah, señor! -replicó la baronesa-. Los asun-tos del señor Birotteau son para mí tan ajenos comopara usted los de la señorita Gamard; pero, desgra-ciadamente, estas disputas pueden dañar la reli-gión, y yo en usted no veo más que un mediador,como yo he tomado a mi cargo el papel de concilia-dora... (No nos engañaremos, no. ¿Notas bien latendencia epigramática de mi contestación?)

-¡Perjudicarse la religión, señora! -dijo elgran vicario-. La religión está demasiado alta paraque puedan alcanzarla las querellas de los hom-bres. (La religión soy yo -pensaba.) Dios nos juz-gará sin equivocarse, señora -añadió-; no reconoz-co más tribunal que el suyo.

-Pues bien, señor -respondió ella-, intente-mos poner de acuerdo los juicios de los hombrescon los juicios de Dios. (Sí, la religión eres tú.)

El abate Troubert, cambió de tono:

-¿No ha ido a París su sobrino? (Te hantraído de allí malas noticias -pensaba-. Puedoaplastaros, y me despreciabais. Venís a capitular.)

-Sí, señor; agradezco a usted el interés quese toma por él. Esta noche vuelve a París, llamadopor el ministro, que nos estima mucho y no quiere

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dejarle que abandone el servicio. (Jesuita, no nosaplastarás -pensaba-; he comprendido tu burla.)

Un momento de silencio.

-Su conducta en este asunto no me ha pa-recido conveniente; pero hay que disculpar a unmarino su desconocimiento del derecho. (Aliémonos-pensaba ella-; con pelear no iremos ganando na-da.)

El abate inició una ligera sonrisa, que seperdió entre los pliegues de su rostro.

-Nos ha prestado un servicio haciéndonosconocer el valor de esas pinturas -dijo mirando loscuadros-; serán un hermoso adorno para la capillade la Virgen. (Me has asestado un epigrama, tomados. Estamos en paz.)

-Si los dona usted a Saint-Gatien, le ruegoque me permita ofrecer a la iglesia marcos dignosdel sitio y de los lienzos. (Me gustaría hacerte con-fesar que deseas los muebles de Birotteau.)

-No me pertenecen -dijo el presbítero, man-teniendo su guardia.

-Pero aquí tengo yo un acta -dijo la señorade Listomère- que zanja toda discusión y se los

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entrega a la señorita Gamard. -Y puso la renunciaen la mesa. (Mira -pensaba -cómo confío en ti.) -Reconciliar -añadió- a dos cristianos es digno deusted, señor, y de su noble carácter; aunque yoahora no me tome mucho interés por el señor Birot-teau...

-Pero vive con usted -interrumpió él.

-No, señor; ya no está en mi casa. (La pairíade mi cuñado y el grado de mi sobrino me estánhaciendo cometer bastantes vilezas -pensaba.)

El abate permaneció impasible, pero su acti-tud tranquila era indicio de las más violentas emo-ciones. Sólo el señor de Bourbonne habría adivina-do el secreto de aquella paz aparente. ¡El presbíterotriunfaba!

-¿Por qué se ha hecho usted cargo de surenuncia? -preguntó, excitado por un sentimientoanálogo al que induce a una mujer a hacer que lerepitan las galanterías.

-No he podido sustraerme a un impulso decompasión. Birotteau, cuya debilidad de carácterdebe usted conocer, me ha suplicado que viese a laseñorita Gamard, a fin de obtener como precio desu renuncia a...

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El abate frunció las cejas.

-...a los derechos que distinguidos aboga-dos le reconocen, el retrato...

El presbítero miró a la señora de Listomère.

-...el retrato de Chapeloud -prosiguió ella-;sea usted juez de esta pretensión... (Si quieres plei-tear, serás condenado -pensaba.)

El acento con que la baronesa dijo «distin-guidos abogados» hizo comprender al presbíteroque conocía el flaco y el fuerte del enemigo. Laseñora de Listomère demostró tanto talento en elcurso de la conversación, a los ojos de aquel cono-cedor sagaz, que el abate bajó a las habitacionesde la señorita Gamard para obtener su respuesta ala transacción que se le proponía.

Pronto volvió a subir Troubert.

-Señora, éstas son las palabras de la pobremoribunda: «El señor abate Chapeloud me dio de-masiadas pruebas de amistad para que yo me se-pare de su retrato.» Por mi parte -añadió Troubert-,si fuese mío no se lo cedería a nadie. Han sido tanconstantes mis pensamientos respecto del pobre

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difunto, que me creo con derecho para disputar almundo entero su imagen.

-No enredemos las cosas, señor, por unamala pintura. (Me río de ella tanto como tú -pensabala baronesa.) Consérvela usted y mandaremoshacer una copia. Me felicito de haber concluido conun pleito tan triste y deplorable, y, personalmente,he salido ganando el placer de conocer a usted. Heoído hablar de su habilidad en el juego del whist.Perdonará usted a una mujer el pecado de la curio-sidad -dijo sonriendo-. Si quiere usted venir algunavez a jugar a casa, esté seguro de una buena aco-gida. -Troubert se acarició la barbilla. (Ya te he co-gido, Bourbonne está en lo cierto -pensaba ella-;tiene su correspondiente dosis de vanidad.)

Efectivamente, el vicario experimentaba enaquellos momentos la deliciosa sensación a queMirabeau no sabía sustraerse cuando en los días desu poderío veía abrirse a su paso la puerta cocherade un hotel donde antes se le negaba la entrada.

-Señora -respondió-, tengo demasiadas ygrandes ocupaciones, que no me permiten hacervida de sociedad; pero, ¿qué no haría por usted?(La solterona va a reventar; entablaré relacionescon los Listomère y los serviré si me sirven -

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pensaba-; mejor es tenerlos como amigos que comoenemigos.)

La señora de Listomère volvió a casa espe-rando que el arzobispo consumaría la obra de pazcomenzada tan felizmente. Pero a Birotteau ni si-quiera su renuncia había de reportarle beneficioalguno. La señora de Listomère supo al día siguien-te la muerte de la señorita Gamard. Abierto el tes-tamento de la solterona, nadie se sorprendió al verque hacía a Troubert heredero universal. Su fortunafue valorada en cien mil escudos. El abate Troubertenvió a la señora de Listomère dos esquelas y dosinvitaciones para los funerales de su amiga. Estasinvitaciones eran una para ella y otra para su sobri-no.

-Hay que ir -dijo ella.

-Con ese propósito las envía -exclamó elseñor de Bourbonne-. Monseñor Troubert quieresometerlos a ustedes a esa prueba. Barón, vayausted hasta el cementerio -añadió, volviéndose alteniente de navío, quien, por desgracia suya, todav-ía no había salido de Tours.

Se verificó el funeral y fue de gran magnifi-cencia eclesiástica. De cuantos asistían, únicamen-

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te una persona lloró: el pobre Birotteau, que, solo,en una capilla apartada, sin que nadie le viera, secreía culpable de aquella muerte y oraba por el al-ma de la difunta, deplorando amargamente nohaber alcanzado de ella perdón para sus errores. Elabate Troubert acompañó el cuerpo de su amigahasta la fosa donde iba a ser enterrada. Llegado alborde del sepulcro, pronunció un discurso, en elcual, gracias al talento del orador, el cuadro de laausteridad en que la testadora había vivido tomóproporciones monumentales. Los oyentes admira-ron sobre todo estas palabras:

«Esta vida, cuyos días fueron por completodedicados a Dios y a la religión; esta vida, queadornan tantas hermosas acciones realizadas en elsilencio, tantas virtudes modestas e ignoradas, fuerota por un dolor que llamaríamos inmerecido si alborde de la eternidad pudiésemos olvidar que todasnuestras aflicciones nos las envía Dios. Los nume-rosos amigos de esta santa mujer, los que conocíanla nobleza y el candor de su alma, preveían quetodo podría soportarlo menos las sospechas queamargaban su vida entera. Por eso tal vez la Provi-dencia la ha llevado al seno de Dios para librarla denuestras miserias. ¡Dichosos los que pueden repo-sar aquí abajo, en paz consigo mismos, como Sofía

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reposa ya en el lugar de los bienaventurados, en-vuelta en la túnica de su inocencia!»

-Cuando terminó este pomposo discurso -prosiguió el señor de Bourbonne, que contaba lascircunstancias del entierro a la señora de Listomèrecuando, terminadas las partidas y cerradas las puer-tas, se quedó a solas con ella y con el barón-, figú-rense ustedes, si pueden, a aquel Luis XI de sotanadescargando el último hisopazo de este modo.

El señor Bourbonne cogió las tenazas de lachimenea e imitó tan bien el gesto del abate Trou-bert, que el barón y su tía no pudieron menos desonreír.

-Solamente entonces -continuó el viejo pro-pietario- se desenmascaró. Hasta entonces su acti-tud había sido perfecta; pero, sin duda, en el mo-mento de encerrar para siempre a aquella solteronaa quien despreciaba soberanamente y detestabaacaso tanto como a Chapeloud, no pudo impedirque su alegría se reflejase en su gesto.

Al día siguiente, por la mañana, la señoritaSalomón fue a almorzar con la señora de Listomère,y al llegar le dijo conmovida:

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-Nuestro pobre abate Birotteau acaba derecibir un horrible golpe, que revela los más refina-dos cálculos del odio. Le han nombrado cura deSan Sinforiano.

San Sinforiano es un arrabal de Tours, si-tuado en la otra parte del puente. Este puente, unode los monumentos más bellos de la arquitecturafrancesa, tiene mil novecientos pies de longitud, ylas dos plazas en que sus extremos terminan sonabsolutamente iguales.

-¿Comprende usted? -añadió después deuna pausa, y muy sorprendida de la frialdad con quela señora de Listomère había recibido la noticia-. Allíestará el abate Birotteau como a cien leguas deTours, de sus amigos, de todo. ¿No es un destierro,tanto más cruel cuanto que se le arranca de unaciudad que sus ojos verán a diario, pero a la cual nopodrá venir? Él, que apenas puede andar despuésde sus desgracias, tendrá que caminar una leguapara vernos. Ahora el infeliz está en cama, tienefiebre. El presbiterio de San Sinforiano es frío,húmedo, y la parroquia no cuenta con fondos pararepararlo. El pobre viejo va, pues, a verse enterradoen un verdadero sepulcro. ¡Qué horrible maquina-ción!

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Para acabar esta historia nos bastará quizáreferir sencillamente algunos acontecimientos yesbozar un último cuadro.

Cinco meses más tarde el vicario generalfue nombrado obispo. La señora de Listomère habíamuerto y dejaba en su testamento una renta de milquinientos francos para Birotteau. El día en que seconoció el testamento de la baronesa, monseñorJacinto, obispo de Troyes, estaba a punto de salirde Tours para ir a establecerse en su diócesis; peroretrasó su marcha. Furioso al ver que le había en-gañado una mujer a la cual había dado la manomientras que ella tendía secretamente la suya alhombre que él miraba como su enemigo, Troubertamenazó de nuevo el porvenir del barón y la pairíadel marqués de Listomère. En plena asamblea, enel salón del arzobispado, profirió una de esas fraseseclesiásticas llenas de meliflua mansedumbre, peroimpregnadas de venganza. El ambicioso marinocorrió a ver a aquel presbítero implacable, que de-bió imponerle duras condiciones, porque la conduc-ta del barón demostró entero sometimiento a losdeseos del terrible congregacionista. El nuevo obis-po entregó, con todas las formalidades necesarias,la casa de la señorita Gamard al capítulo de la Ca-tedral; dio la biblioteca y los libros de Chapeloud al

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seminario; dedicó los dos discutidos cuadros a lacapilla de la Virgen; pero se guardó el retrato deChapeloud. Nadie se explicó esta casi total dejaciónde la herencia de la señorita Gamard.

El señor de Bourbonne supuso que el obis-po conservaba secretamente la parte líquida a fin depoder sostenerse con arreglo a su categoría enParís si era llamado al banco de los obispos de laAlta Cámara. Pero la víspera de la partida de mon-señor Troubert, el viejo maligno logró por fin adivi-nar el cálculo que ocultaba aquella acción, golpe degracia descargado por la más tenaz de todas lasvenganzas sobre la más débil de todas las víctimas.El legado de la señora de Listomère le fue discutidoa Birotteau por el barón so pretexto de captación.Unos días después de entablado el pleito, el barónascendió a capitán de navío. Por medida disciplina-ria se impuso el entredicho al cura de San Sinforia-no. Los superiores eclesiásticos juzgaron el procesoa priori. ¡El asesino de la señorita Gamard era,pues, un bribón! Si monseñor Troubert hubiese con-servado la herencia de la solterona habría sido difí-cil fulminar sobre Birotteau la censura.

En el momento en que monseñor Jacinto,obispo de Troyes, cruzaba en silla de postas el

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muelle de San Sinforiano, camino de París, el abateBirotteau había sido puesto al sol, en una butaca,sobre una terraza. El pobre clérigo, castigado por suarzobispo, estaba pálido y enflaquecido. El dolor,impreso en todas sus facciones, descomponía ente-ramente aquel rostro, antes tan dulcemente alegre.La enfermedad ponía en aquellos ojos, antes can-dorosamente animados por los placeres de la buenapitanza y libres de ideas graves, un velo que simu-laba un pensamiento. Aquello no era más que elesqueleto del Birotteau que un año antes rodaba tanvacío, pero tan contento, a través del Claustro. Elobispo lanzó a su víctima una mirada de desprecio ycompasión; luego, consintió en olvidarla y pasó.

Sin duda en otros tiempos Troubert habríasido un Hildebrando o un Alejandro VI. Hoy la Igle-sia ha dejado de ser una potencia política y no ab-sorbe ya las fuerzas de las gentes solitarias. El celi-bato tiene el defecto capital de que, poniendo todaslas cualidades del hombre al servicio de una solapasión, el egoísmo, hace a los solterones inútiles onocivos. Vivimos en una época en que la falta de losgobernantes consiste en haber hecho al hombrepara la sociedad y no la sociedad para el hombre.Hay un combate perpetuo entre el sistema que quie-re explotar al individuo y el individuo que desea

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explotar el sistema; mientras que antaño el hombre,en realidad más libre, se mostraba más generosocon respecto a la cosa pública. El círculo en que seagitan los hombres se ha ensanchado sensiblemen-te; el alma que pueda abarcar su síntesis siempreserá una excepción; porque habitualmente, en mo-ral como en física, el movimiento pierde en intensi-dad lo que gana en extensión. La sociedad no debefundarse en excepciones. En principio, el hombrefue pura y simplemente padre y su corazón latíacalurosamente concentrado en el radio de la familia.Más tarde vivió para un clan o para una pequeñarepública; de ahí sus grandes abnegaciones históri-cas en Roma y Grecia. Luego perteneció a unacasta o a una religión por cuyo esplendor luchósublimemente; pero ya entonces el campo de susintereses se acreció con todas las regiones intelec-tuales. Hoy su vida está ligada a la de una patriainmensa, y se dice que pronto su familia será elmundo entero. Este cosmopolitismo moral, espe-ranza de la Roma cristiana, ¿no será un sublimeerror? ¡Es tan natural creer en la realización de unanoble quimera, en la fraternidad de los hombres!Mas, ¡ay!, que la máquina humana no tiene tan divi-nas proporciones. Las almas suficientemente vastaspara concebir una grandeza de sentimientos reser-

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vada a los grandes hombres no serán nunca las delos simples ciudadanos ni las de los padres de fami-lia. Algunos fisiólogos piensan que cuando el cere-bro se ensancha de ese modo, el corazón se con-trae. ¡Error! El egoísmo de los hombres que llevanen su seno una ciencia, unas leyes o una nación,¿no es la más noble de las pasiones y, en ciertomodo, la maternidad de las masas? Para alumbrarpueblos nuevos o para producir ideas nuevas, ¿nohan de unir en sus poderosas cabezas los pechosde la mujer a las fuerzas de Dios? La historia de losInocencio III, de los Pedro el Grande y de todos losdirectores de siglo o de nación probaría, si hiciesefalta, en un orden muy elevado, el inmenso pensa-miento que Troubert representaba en el fondo delclaustro de Saint-Gatien.

Saint-Firmin, abril 1832.