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Horkheimer y Adorno, “La industria cultural” Cine, radio y revistas constituyen un sistema. Cada sector está armonizado en sí mismo y todos entre ellos. El cine y la radio no necesitan ya darse como arte. Son un negocio: se autodefinen como industrias. En la industria cultural participan millones de personas, hecho que impone técnicas de reproducción. Esto hace que las mismas necesidades en cualquier otro lado sean satisfechas con bienes estándares. Los estándares, a su vez, surgen en un comienzo de la necesidad de los consumidores. La técnica de la industria cultural ha llevado a la estandarización y a la producción en serie. El teléfono dejaba al participante en papel de sujeto. La radio, en cambio, convierte a todos en oyentes de los programas (iguales entre sí) de las emisoras. La construcción del público es parte del sistema: cualquier huella de espontaneidad del público en radio oficial es dirigido y absorbido. Los monopolios culturales son débiles y dependientes comparados con los poderosos sectores de la industria: acero, petróleo, electricidad y química. Los primeros deben satisfacer a los segundos, ya que están económicamente implicados entre sí. La industria cultural presenta distinciones enfáticas para clasificar, organizar y manipular a los consumidores. Para todos hay algo previsto: se fabrican productos de masa en base a índices estadísticos, según cada nivel. Las diferencias entre productos son ilusorias; sólo sirven para mantener la apariencia de competencia y de posibilidad de elección. Los datos son preparados por la industria cultural. Para el consumidor, no hay nada por clasificar que no haya sido anticipado en el esquematismo de la producción. Se mantienen cíclicamente los tipos de canciones de moda, las “estrellas”, las novelas de tv, etc. como entidades invariables. El contenido específico es deducido de ellos. Los detalles son clichés intercambiables según el esquema dado. La industria cultural pone fin al detalle, a la composición de la obra en sí y destruye su rebeldía, reduciéndola a una armonía garantizada de antemano. La experiencia del cine sonoro tiende a que la vida no pueda distinguirse más de éste, dado que reproduce tan fielmente el mundo de la vida cotidiana. El espectador de cine queda tan absorto en el universo de la película que esto resulta en la atrofia de la imaginación y de la

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Horkheimer y Adorno, “La industria cultural”

Cine, radio y revistas constituyen un sistema. Cada sector está armonizado en sí mismo y todos entre ellos. El cine y la radio no necesitan ya darse como arte. Son un negocio: se autodefinen como industrias.En la industria cultural participan millones de personas, hecho que impone técnicas de reproducción. Esto hace que las mismas necesidades en cualquier otro lado sean satisfechas con bienes estándares. Los estándares, a su vez, surgen en un comienzo de la necesidad de los consumidores. La técnica de la industria cultural ha llevado a la estandarización y a la producción en serie.El teléfono dejaba al participante en papel de sujeto. La radio, en cambio, convierte a todos en oyentes de los programas (iguales entre sí) de las emisoras. La construcción del público es parte del sistema: cualquier huella de espontaneidad del público en radio oficial es dirigido y absorbido.Los monopolios culturales son débiles y dependientes comparados con los poderosos sectores de la industria: acero, petróleo, electricidad y química. Los primeros deben satisfacer a los segundos, ya que están económicamente implicados entre sí.La industria cultural presenta distinciones enfáticas para clasificar, organizar y manipular a los consumidores. Para todos hay algo previsto: se fabrican productos de masa en base a índices estadísticos, según cada nivel.Las diferencias entre productos son ilusorias; sólo sirven para mantener la apariencia de competencia y de posibilidad de elección.

Los datos son preparados por la industria cultural. Para el consumidor, no hay nada por clasificar que no haya sido anticipado en el esquematismo de la producción. Se mantienen cíclicamente los tipos de canciones de moda, las “estrellas”, las novelas de tv, etc. como entidades invariables. El contenido específico es deducido de ellos. Los detalles son clichés intercambiables según el esquema dado. La industria cultural pone fin al detalle, a la composición de la obra en sí y destruye su rebeldía, reduciéndola a una armonía garantizada de antemano.La experiencia del cine sonoro tiende a que la vida no pueda distinguirse más de éste, dado que reproduce tan fielmente el mundo de la vida cotidiana. El espectador de cine queda tan absorto en el universo de la película que esto resulta en la atrofia de la imaginación y de la espontaneidad. Los esfuerzos de atención requeridos han llegado a serle tan familiares que ya se dan automáticamente.La industria cultural fija positivamente, mediante sus prohibiciones, su propio lenguaje. La necesidad permanente de nuevos efectos, ligados al viejo esquema, aumenta la autoridad de lo tradicional. Actores y directores deben producir ese idioma como naturaleza para que la nación pueda hacerlo suyo. Los románticos consideraban que en el estilo de las obras la expresión adquiría la fuerza, y que sin ella, la existencia pasaría desapercibida (concepto de <estilo auténtico>). En toda obra de arte el estilo es una promesa. La industria cultural absolutiza la imitación, obedece a la jerarquía social. La obra mediocre siempre ha preferido asemejarse a otras, sin esforzarse por adquirir una identidad. El objetivo de subordinar todas las ramas de la producción espiritual de la misma forma es cerrar los sentidos de los hombres, alimentando la masificación.

La industria cultural es el estilo más inflexible de todos (es objetivo del liberalismo). En ella, hay una tendencia del liberalismo a dejar el paso libre a sus sujetos más capaces. No sorprende que el sistema de la industria cultural se haya originado en los países industrializados más liberales.La Europa prefascista había quedado por detrás de la tendencia hacia el monopolio cultural, y gracias a este atraso conservaba el espíritu un resto de autonomía. Bajo el monopolio privado de la cultura,

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quien no se adapta queda excluido de la industria. El mecanismo oferta-demanda actúa en la superestructura como control a favor de los que dominan. Las masas (consumidores) tienen lo que desean y se aferran obstinadamente a la ideología mediante la cual se les esclaviza. La industria de adapta a los deseos que ella misma evoca y el conformismo de los consumidores hace que se repita siempre lo mismo.La cultura de masas excluye todo lo nuevo, lo que no ha sido experimentado, porque lo considera un riesgo. Sólo el triunfo universal del ritmo de producción y reproducción mecánica garantizan que nada cambie.El arte ligero ha acompañado como una sombra al arte autónomo. Es la mala conciencia social del arte serio.La industria cultural sigue siendo la industria de la diversión. Su poder sobre los consumidores está mediatizado por la diversión. La fuerza de la industria cultural reside en su unidad con la necesidad producida por ella. La mecanización determina íntegramente la fabricación de los productos para la diversión, entonces el sujeto experimenta copias del mismo proceso de trabajo. El espectador no debe necesitar de ningún pensamiento propio, ya que el producto prescribe toda reacción, a través de señales. Cualquier esfuerzo intelectual es evitado. Irrumpe en la acción cinematográfica el uso del puro absurdo (Chaplin, hermanos Marx).Los dibujos animados mostraban un modo de proceder que se asemejaba al viejo esquema de la comedia bufonesca. Otro efecto que tienen es acostumbrar los sentidos al nuevo ritmo de trabajo y de vida y a la idea de que el continuo maltrato es la condición de vida en esta sociedad.Al ojo del espectador no debe escapar nada que los expertos hayan pensado como estimulante. Se puede dudar de si la industria cultural cumple aún la función de divertir, de la que se jacta. Si las instituciones dejasen de obligar a usar de ellos, no se manifestaría un deseo tan fuerte de servirse de ellos (la tv no se había afianzado todavía).La industria cultural defrauda continuamente a sus consumidores respecto de aquello que continuamente les promete. No se llega jamás a la cosa misma, siempre se expone de nuevo el objeto del deseo; es una situación erótica en la cual hay un hábito de privación. El principio del sistema impone presentarle al consumidor todas las necesidades como susceptibles de ser satisfechas por la industria cultural, pero, por otro lado, organizar anticipadamente esas mismas necesidades de tal forma que en ellas se experimente a sí mismo como eterno consumidor, como objeto de la industria cultural. La industria cultural ofrece como paraíso la misma vida cotidiana de la que se quería escapar en primer lugar. Huida y evasión están destinadas a volver al punto de partida.La industria cultural arruina el placer al quedar ligada a los clichés de la cultura, que se liquida a sí misma. Hay una actual fusión entre cultura y entretenimiento. La diversión ocupa el lugar de los valores más elevados, que ella misma repite a las masas de forma estereotipada. La industria cultural termina reduciéndola a una mentira que es aceptada y así es como domina con mayor seguridad los propios impulsos humanos de la vida real. Cuanto más sólidas se vuelven las posiciones la de industria cultural, más puede esta controlar las necesidades de los consumidores. Divertirse significa estar de acuerdo; divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor. Si llegara el público a rebelarse, sería de forma pasiva y coherente, tal como la misma industria cultural lo habituó.Los personajes felices de la pantalla son ejemplares de la misma especie que cualquier espectador, pero en esa igualdad queda establecida la separación. Sólo a uno le puede tocar la suerte, y esto hace que el público termine alegrándose en la suerte del otro. La industria cultural designa al individuo como ejemplar genérico, sustituible, la pura nada. El azar mismo es planificado: la industrial cultural

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hace una selección arbitraria de casos ordinarios. La industria está interesada en los hombres sólo en cuanto a clientes y empleados suyos; ellos nunca dejan de ser objetos.Cuanto menos tiene la industria cultural que prometer, tanto más vacía se vuelve necesariamente la ideología que difunde. La ideología llevada a la vaguedad (comprometerse con algo que no pueda ser verificado), sirve eficazmente como instrumento de dominio. La industria cultural es capaz de rechazar tanto las objeciones contra ella misma como las dirigidas contra el mundo que ella duplica intencionadamente. Se tiene sólo la opción de colaborar o de quedar aparte. La nueva ideología tiene al mundo como objeto. Bello es todo lo que la cámara reproduce. Lo que ofrece el sistema no es la cosa en sí, sino la prueba de que existe. Pese a todo progreso, la industria sigue repitiendo el ciclo, el estereotipo; la industria es inmutable. Se combate al sujeto pensante.

Cada uno está desde el principio encerrado en un sistema de relaciones, que constituyen un instrumento de control social. Aquellos que son marginados (villanos en el cine) están marcados. Los trabajadores, que son quienes alimentan a los demás, aparecen en la ilusión ideológica como alimentados por los dirigentes de la economía. La tragedia hace interesante el aburrimiento de la felicidad censurada y pone lo interesante al alcance de todos. La moral de la cultura de masas es la moral ‘rebajada’ de los libros infantiles de ayer. Fórmula dramática: ‘meterse en líos y salir a flote’ define la entera cultura de masas. El cine trágico se convierte en un instrumento de perfeccionamiento moral. La cultura ha contribuido siempre a domar y controlar los instintos, ya sean revolucionarios o bárbaros. La capacidad de sobrevivir la propia ruina (superando así la tragedia), es la capacidad de la nueva generación.

En la industria cultural el individuo es ilusorio. Domina la pseudoindividualidad: la particularidad del ‘sí mismo’ es un bien socialmente condicionado, presentado como natural (ej: bigote, acento). Gracias a que los individuos son de tal manera es que se los puede reabsorber en la universalidad. Sería una contradicción entre universal/particular. Hay un esfuerzo más fatigoso que el de la individuación, y es el de la imitación. Esto se ve en las caras de los héroes de cine y de los particulares, confeccionados según los modelos de tapas de revistas.Se evidencia un culto a lo barato: las estrellas mejor pagadas parecen imágenes publicitarias de desconocidos artículos de marca. El gusto dominante toma su ideal de la publicidad. Hay accesibilidad a bajo precio de los productos de lujo en serie. El arte como ámbito separado ha sido posible, desde el comienzo, sólo en cuanto burgués. Las obras de arte puras han sido siempre mercancías: hasta el S XVIII, la protección de los mecenas defendió a los artistas frente al mercado y éstos, por ende, se hallaban sometidos a los mecenas y a sus fines. La ‘libertad respecto a los fines’ de la obra de arte moderna vive del anonimato del mercado. En la medida que la pretensión de utilización y explotación del arte se va haciendo total, empieza a haber un desplazamiento en la estructura económica interna de las mercancías culturales. Lo que los hombres esperan de la obra de arte en la sociedad competitiva es la existencia de lo inútil. El valor de uso es sustituido por el valor de cambio; el goce es sustituido por participar y estar al corriente; y en lugar de la competencia del conocedor, el aumento de prestigio. Todo tiene valor sólo en la medida en que se puede intercambiar, no por el hecho de ser algo en sí mismo. El valor de uso del arte es para ellos un fetiche, y el fetiche, su valoración social, se convierte en su único valor de uso. El arte es como una mercancía preparada, asimilada a la producción comercial, adquirible y fungible; el negocio no es solo su intención sino su mismo principio. La radio tiene la tendencia a establecer la palabra humana como absoluta. Fue utilizada por los nazis, ya que de esta manera su discurso penetraba.Hoy, las obras de arte son preparadas por la industria cultural. La abolición del privilegio cultural por liquidación contribuye al desmoronamiento de la cultura. El arte mantenía al burgués dentro de

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ciertos límites mientras era caro; ahora ya nada es caro para los consumidores. Estos desconfían de la cultura tradicional como ideología y también de la cultura industrializada como fraude. Los consumidores prácticamente pueden tener de todo, inclusive hay concursos, premios y regalos, que son una prolongación de lo que les ocurre a los mismos productos culturales.

La cultura se funde con la publicidad: esta última es su elixir de vida. Se podría vivir sin la entera industria cultural, por esto es que el producto como mercancía necesita de la publicidad para compensar su propia incapacidad de procurar el placer que promete. En la sociedad competitiva, la publicidad cumplía la función de orientar al comprador en el mercado. Ahora que el marcado libre llega a su fin, sólo quien forma parte del sistema por decisión del capital bancario o industrial puede entrar como vendedor en el pseudomercado. La publicidad es hoy un principio negativo: todo lo que no lleva su sello es económicamente sospechoso; pero no es necesaria para hacer conocer a la gente los productos. La presión del sistema hizo que cada producto empleara la técnica publicitaria, la cual ahora se limita a exponer meramente las iniciales de la firma. La publicidad se convierte en el arte por excelencia. El carácter de montaje de la industria cultural, la fabricación sintética y planificada de sus productos, es similar a la de fábrica y se presta de antemano a la publicidad. Se utiliza la técnica de manipulación de los hombres. Se trata siempre de subyugar al cliente.A través del lenguaje en que se expresa, el cliente mismo contribuye también a promover el carácter publicitario de la cultura. Hoy, a los nombres se los estandariza colectivamente o bien se los estiliza y reduce a siglas publicitarias. Antes, el nombre burgués individualizaba a su portador en relación a sus orígenes. Muchas personas utilizan palabras y expresiones que o no entienden o las utilizan como símbolo, que se termina adhiriendo a sus objetos. No es posible ya percibir en las palabras la violencia que han sufrido. Oyentes y espectadores están impregnados por los esquemas de la industria cultural. La libertad en la selección de ideología demuestra el triunfo de la publicidad en la industria cultural, ya que todos los sectores asimilaron esa libertad como libertad de hacer siempre lo mismo, según el modelo de la industria.