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,ONS. JORGE HOURTON R i V iv-83 Para una Teología del Diaconado

Hourton, Jorge - Para Una Teologia Del Diaconado

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Page 1: Hourton, Jorge - Para Una Teologia Del Diaconado

,ONS. JORGE HOURTON R

i V iv-83

Para una Teología del Diaconado

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Colección APORTES PASTORALES

1. El camino de la oración, Mons. Carlos González C. 2. El ecumenismo, Pbro. Humberto Muñoz R. 3. Construir un hombre nuevo, Pbro. José Román Flecha A 4. Cristo Jesús, el Único Señor, Mons. Carlos González C. 5. Divorcio y Excomunión, Mons. Jorge Medina E. 6. Carta a quien quisiera orar, Mons. José Manuel Santos A 7. Hasta entregar la vida, Pbro. Miguel Ortega Riquelme 8. La Fe (I): La iniciación cristiana, Mons. Bernardino Pinera C. 9. Familia en el Señor, Pbro. José Román Flecha A. 10. Proclamar la Palabra de Dios, Pbro. Alfredo Pouilly 11. Desafíos pastorales - SECTAS o nuevos movimientos religiosos 12. Las grandes opciones de Cristo, Mons. José Manuel Santos A. 13. La Caridad (II): La construcción del Reino,

Mons. Bernardino Pinera C. 14. Agente Pastoral y Comunidad, Juan A. Aguirre R. 15. ¿Qué es una Comunidad Eclesial de Base?, P. Gregorio Iriarte. 16. Los católicos y las sectas, P. Segundo Galilea 17. Parroquia en misión, P. Mariano Arroyo Merino 18. El Ave María, José Ma Arnaiz 19. La Esperanza (III): El Misterio Pascual,

Mons. Bernardino Pinera C. 20. Figuras de la Pasión, P. Pablo Renders, ofm. 21. Para una teología del diaconado, Mons. Jorge Hourton P.

MONS. JORGE HOURTON P.

PARA UNA TEOLOGÍA DEL DIACONADO

SAN PABLO

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Distribuye:

LIBRERÍA SAN PABLO

Avda. L B. O'Higgins 1626, Casüla 3746 Teléfono 6989145, Fax 6716884 Santiago de Chile

SAN PABLO Avda. Vicuña Mackenna 10.777. La Florida (Santiago - Chile) I* edición - Junio de 1993 Inscripción N° 86.531

Impresor: Talleres Gráficos Pia Sociedad de San Pablo Avda. Vicuña Mackenna 10.777. La Florida (Stgo.X Chile

Impreso en Chile - Printed ¡n Chile

Prólogo

Durante los 17 años en los que fui Obispo Auxiliar de Santiago, estuve casi siempre encargado de la Formación de los Diáconos Permanentes. Varios otros presbíteros me habían precedido en los primeros tiempos de búsqueda de definición y consolidación de este nuevo ministerio, res­taurado felizmente por el Concilio Vaticano II.

Desde el comienzo yo "aposté" en favor del nuevo Diaconado, un poco defraudado, tal vez, del fruto despro­porcionado que dejaban los inmensos esfuerzos, estudios y campañas que se hicieron antes, y que se siguen haciendo ahora, en la promoción y formación de los presbíteros.

Esto no implica ninguna desvalorización doctrinal, si­no sólo una opción personal.

Pobre fruto, todavía muy verde, de esta opción prefe-rencial por los diáconos permanentes, es un conjunto de "apuntes" elaborados a medida que iba repitiendo y tra­tando de enriquecer la preparación del curso de Teología del Diaconado que siempre me reservaba.

Ahora que la picardía de la Providencia de Dios se ha manifestado con una nueva desproporción, poniéndome de Rector en la Universidad Católica de Temuco, algunos diáconos ex-alumnos me han hecho creer que, a falta de otros, estos apuntes podían todavía ser útiles.

Los amigos de Ediciones San Pablo han hecho el resto y es así cómo ahora estos apuntes se atreven a presentarse al crítico escalpelo de los teólogos de profesión -casi siem­pre tan disputadores- y a la generosa acogida de los minis­tros laicos que también se atreven a ser candidatos al Dia­conado, bajo la vigilante mirada de presbíteros y obispos.

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1. ¿Qué es Teología?

El servicio diaconal en la Iglesia, renovada por el Con­cilio Vaticano II, exige la mayor preparación teológica po­sible en el que se propone asumirlo, sintiéndose llamado a él. Este capítulo se propone sólo una muy elemental noción introductoria a la Teología, que los principiantes irán enri­queciendo poco a poco con su constancia. Aquí hay sólo un aperitivo, que quisiera contribuir a que el diácono perma­nente contrajera un hábito de leer siempre alguna obra teo­lógica, además de la Biblia. Mientras el mercado nos está asediando siempre con diarios, revistas, libros y programas de radio y TV, cuidemos de que no nos falte la alimentación intelectual y espiritual de verdadera calidad, sin descuidar la actualidad.

1.1. ¿Qué pretende la teología?

¿Qué es esto que llaman Teología? En la Iglesia, los que se preparan al Presbiterado estudian cuatro o seis años de Teología. Hay en la Universidad Católica una Facultad de Teología. Algunos de los sacerdotes más versados se lla­man "teólogos". Hay una "Comisión Teológica Internacio­nal" en la Santa Sede, formada por algunos teólogos de di­versos países. Se oye hablar y discutir bastante sobre "Teo­logía de la Liberación": unos le ponen buena cara y otros hacen muecas. Aquí queremos estudiar "Teología del Dia-conado".

¿Qué hace, qué pretende hacer, la Teología?

Ante todo, vemos que es algo que se refiere a la fe cris­tiana. Decimos: "Yo creo, soy creyente católico, pertenezco a la Iglesia católica, en la que fui bautizado". De algunos.

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la gente dice: "Es muy católico, muy creyente". Decimos: "Yo participo en la Iglesia, me integré a la Iglesia", y nos distinguimos de otros que son más alejados.

Mientras somos creyentes que simplemente adheri­mos a la fe en Jesucristo, dentro de la Iglesia, no hay pro­blemas. Pero sucede que junto con esta fe tengo también un deseo de comprender, una capacidad de preguntar y un gozo al descubrir la hermosura y la lógica de las verdades en las cuales creo. La vida misma, el mundo, la historia de las cosas que pasan, yo mismo en medio de todo, subido al tren de la vida aquí y ahora, me entiendo mejor a la luz de la fe.

Sucede, también, que en las conversaciones con los compañeros de trabajo sale el tema religioso. Ponen difi­cultades, hacen críticas, dicen que creen en "Dios y en la Virgen" pero no en los curas, oyen decir que la Iglesia se mete en política... y que estuvo contra el gobierno militar por causa de los derechos humanos, etc.

Tanto en la mejor comprensión de nuestra fe, en las cosas nuevas que vamos comprendiendo, como en las dis­cusiones en que nos vemos metidos, estamos haciendo y viviendo la teología.

Claro está, la teología es mucho más "ancha y ajena" que la partecita que llegamos a tocar. Tenemos que saber que es tan antigua como la misma fe cristiana y que, desde que los apóstoles comenzaron a anunciar a Jesucristo y a discutir con los judíos y los griegos, ya estaban haciendo teología. Ahora mismo los llamados "teólogos" son gente "especialista" que recogen todo lo que se ha acumulado a lo largo de los siglos en la reflexión cristiana.

Más todavía: ellos no son meros archivistas o historia­dores. Al distinguir lo transitorio de lo permanente, al or-

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denar la suma de conocimientos que tienen, al emplear un método de análisis y síntesis que les permite distinguir lo seguro de lo probable y lo opinable, al establecer qué ver­dades surgen de la fuente de la revelación cristiana, cómo hay que entender la Biblia, de qué modo es "Palabra de Dios", los teólogos sostienen que están haciendo Ciencia. Y tienen razón, porque llamamos ciencia a todo sistema de conocimientos, obtenidos con método, acerca de una parte de la realidad. La teología trata de una parte de la realidad: la Revelación cristiana; pero como la luz obtenida por esta revelación puede iluminar tantas cosas, la teología resulta capaz de ensanchar tanto sus fronteras que no podemos fijarle límites definidos. Así como en todas las ciencias hay investigación, así también la hay en la teología. Y por eso crece y se ramifica siempre, sin perder por eso su unidad.

Podemos, para resumir, concluir recordando los dos lemas que san Anselmo, un gran teólogo del siglo XII, asig­naba a la teología:

a) Credo ut Intelligam: "creo para comprender". Pri­mero creo y, luego, trato de entender lo que creo; no hay que creer que "la fe no se entiende": la Palabra de Dios está dirigida a la inteligencia humana y, aunque ésta no pueda penetrar en toda la profundidad de sus misterios, puede captar mucho. La Revelación no es una cruz que mata o niega a la inteligencia, sino que es como una luz para los buhos, que somos nosotros: algo y mucho entendemos; se dice, por eso, que la fe es claroscura para la inteligencia.

b) Intelligo utcredam: "comprendo para creer". La in­teligencia de la fe -de las cosas creídas- revierte sobre el mismo acto y hábito de fe para hacerlos más robustos, más gozosos y más vitales. Se traducen mejor en vida, acción y práctica.

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Razón y fe no son dos luces o dos fuerzas distintas en el creyente, (como dos brazos de un cuerpo) se abrazan es­trechamente para ser "dos en una sola carne". Y "lo que Dios ha unido no lo separe el hombre".

Hacer teología es entonces buscar la "inteligencia de la fe". Teología es la ciencia de la Revelación cristiana.

1.2. Especies de la teología

La teología es una ciencia tan antigua, y goza hoy de tan buena salud, que su existencia misma es una dimen­sión insoslayable del espíritu humano.

Trataremos de dar aquí una visión de este árbol fron­doso, señalando paralelamente sus perspectivas en la his­toria.

1.2.1. Una primera división

Una primera división distingue:

- Teología natural - Teología cristiana

Antes de Cristo, mezcladas con la filosofía y la litera­tura, hay teologías de las diversas religiones de los pueblos orientales. Unas, las de los pueblos primitivos, apenas son teologías: son los elementos de cultura religiosa que reco­gen hoy los historiadores. Otras, las de las grandes civiliza­ciones cultas (India, China, Persia, Grecia, Roma), pueden llamarse teologías en un sentido relativo (tratan de Dios o de los dioses, de la otra vida, de lo preter-natural). Llenas de mitos, leyendas, supersticiones o magia; son creaciones

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humanas, esfuerzos por desentrañar el misterio de la Cau­sa del ser, expresiones de la religiosidad natural.

Pero, aun después de la aparición del cristianismo, se da el nombre de teología natural o teodicea al estudio filo­sófico acerca de Dios: existencia, atributos, autor de lo que existe, etc. Este tratado se originó en el siglo XVII por obra de filósofos creyentes que recogieron los elementos racio­nales de la anterior teología escolástica y agregaron otros, especialmente la conciliación de los atributos, por ejem­plo: cómo Dios respeta la libertad, permite el mal y es pro­vidente. La Teología cristiana, en cambio, se funda en la Revelación cristiana hecha en Jesucristo y sostenida por la Sagrada Escritura (Biblia).

Al comienzo, la "inteligencia en el misterio de Cristo" tuvo ya sus dos grandes objetivos: el pastoral (¿cómo anun­ciar a Jesucristo?) y el de sostener la oración, la contempla­ción. Pero pronto surgieron las discrepancias, diferentes opiniones, corrientes y herejías. Entonces vino la necesi­dad de dirimir graves disensiones: se convocaron Conci­lios y surgió el Magisterio Eclesiástico (véase Concilio I de Jerusalén: Hech. cap. 15).

1.2.2. Períodos de ¡a teología

Desde el punto de vista histórico, el desarrollo de la teología cristiana conoce estos períodos1:

a) Patrística: los diez primeros siglos. Se llaman "Pa­dres de la Iglesia", porque éstos dieron vida a la sabiduría

1 El primer siglo presenta, ante todo, la composición del Nuevo Testamen­to, formado por los Evangelios, escritos de san Pablo, de san Juan y de otros apóstoles. Contienen un valor teológico fundamental, pues son ins­pirados por el Espíritu Santo, y no son mera obra humana teológica.

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cristiana fundándose siempre en la Biblia. Se distinguen la Patrología Griega (San Atanasio, Orígenes, san Basilio, san Clemente de Alejandría, etc.) y la Patrología Latina (san Ambrosio, san Cipriano, san Agustín, san Gregorio, etc.).

Entre los Griegos conviene recordar la figura de san Efrén, diácono y Doctor de la Iglesia (su fiesta es el 9 de junio).

Efrén era diácono de la Iglesia de Nisibe (Turquía ac­tual) -en donde había nacido hacia el año 306-, cuando el Obispo le confió la célebre escuela de teología que había fundado. Cuando Nisibe pasó a depender de los Persas, en el 363, Efrén se expatrió junto con su escuela a Edesa. Allí murió en el 373. San Efrén es a la vez un místico -cuya contemplación procede de una ascética rigurosa-, un doc­tor -igualmente centrado en la alta doctrina como en la ca-tequesis del pueblo-, y un poeta a quien las iglesias de len­gua siria han apellidado "el arpa del Espíritu Santo". La producción de Efrén es considerable, y puesta por entero al servicio de la catequesis. Bajo la forma de himnos y homi­lías rimadas, el diácono de Nisibe y de Edesa enseñaba al pueblo de acuerdo con un método que se prestaba bien para la memorización. La poética de Efrén, de inspiración semítica, se aparta un poco de la occidental, por sus metá­foras e hipérboles, pero su obra está transida de una finísima inspiración de amor a Cristo y a la Virgen Madre de Dios.

b) La Escolástica: (ss. XI-XIII). Es un extraordinario renacimiento de la teología por la fecundación de la filoso­fía aristotélica (que le da un estilo de sistema científico y filosófico), pero, sobre todo, por una renovación del mona­quisino y de las órdenes mendicantes (dominicos y francis­canos).

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Sus grandes teólogos son: San Anselmo, monje y obispo; Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, cabezas de fila de sus respectivas tradiciones "tomista" y "seráfica". La siste­matización de la teología, como alma de la cultura cristiana occidental, determina la fundación de las primeras grandes Universidades europeas (París, Oxford, Bolonia, etc.).

Las grandes obras teológicas medievales comportan un gran equilibrio entre razón y fe, orden natural y sobre­natural, filosofía y Sagrada Escritura. El estilo, sin embar­go, es seco, científico y abstracto (Santo Tomás escribió miles de líneas sin jamás referirse a cuestiones de su tiem­po ni a las Catedrales que surgían, ni a las Universidades, ni a los gremios, poquísimo a la Iglesia concreta: hacía ciencia y no pastoral). La teología se sistematiza en las lla­madas Summas (o Enciclopedias teológicas).

c) Teología Moderna: A partir del Concilio de Trento (s. XVI), se renueva y fortalece la escolástica decaída, prin­cipalmente para enfrentar las reformas protestantes (Lute-ro, Calvino, Zuvinglio, etc.).

Se agitan los problemas sobre la gracia y la libertad humana, la predestinación, la Iglesia y el Primado del Pa­pa, los sacramentos y la Eucaristía, los ministerios, etc.

Por otra parte sufre el embate de la nueva visión cien­tífica del universo (Galileo), que cuestiona el valor de los datos bíblicos. Se separa la teología de las ciencias, se acentúa la fuerza de la cultura laica, mientras también se desarrollan las monarquías absolutistas y los nacionalis­mos que rompen la unidad de la Cristiandad. Las cuestio­nes políticas llevan a los teólogos a buscar una teoría de la sociedad (reinos), del poder, de la guerra, más en el campo del Derecho y la Filosofía que en la Sagrada Escritura y la Teología.

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Desde este tiempo la Teología se sistematiza en tres partes fundamentales:

1. Teología Fundamental: pruebas del hecho de la Revelación, valor de los milagros y profecías, etc. Fundamentos de la Fe. La Iglesia, autoridad que enseña.

2. Teología Dogmática: (Dogma: verdad de la fe afir­mada por el Magisterio de la Iglesia).

Sus partes: Dios Uno y Trinidad; Dios Creador y Justicia original; Cristo Redentor (Verbo encarna­do, Redención); Sacramentos, especialmente Euca­ristía; Novísimos o postrimerías.

3. Teología Moral:

Sus partes: El acto humano y la ley moral; la ley de Dios: mandamientos; la ley de la Iglesia: Derecho Canónico; Política: Estado e Iglesia. Sociedad, Jus­ticia, Paz; Ascética y Mística: virtud, oración, santi­dad.

Como se ve, esta sistematización es lógica y amplia, puede abarcarlo todo, pero reveló algunos defectos:

- Poco bíblica: La Biblia se empleaba principalmen­te como meros textos fundantes para probar los dog­mas, sin sentido crítico ni histórico.

- Poco pastoral: La fe parece imponerse por pruebas racionales y luego quedar entregada sólo al Magis­terio de la Iglesia.

- Poco social y política: Los problemas económicos, sociales y políticos del mundo moderno apenas eran

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considerados. Una moral individual y espiritual pre­valecía.

- Demasiado jurídica: La Iglesia se expresa ante todo en términos de autoridad y poder, y no en su miste­rio sobrenatural.

A remediar todo esto, vino la teología contemporánea.

d) Contemporánea: ¿Cuándo comienza? Tuvo varios factores. A fines del siglo XIX con el renacimiento neo-to­mista, con el auge de los estudios bíblicos, con el movi­miento ecuménico que pacifica saludablemente la polémi­ca con la teología protestante, o aun, más tardíamente, con los nuevos gérmenes del Concilio Vaticano II. Estamos en un mundo que progresa rápidamente, pero que esconde grandes tensiones que estallan bruscamente.

La neo-escolástica se cultiva con gran erudición en los estudios eclesiásticos del clero, pero fuera de allí apenas tras­ciende. Por ello, cuando la agudeza de nuevos problemas (el económico-social, los políticos, las guerras, etc.) unida al despuntar de nuevas luces (vuelta a la Biblia, a la Liturgia, a las urgencias pastorales, a la atención a los laicos y al mun­do desde el interior de la Iglesia) renuevan la problemática, adopta los métodos científicos y filosóficos en boga, cambia el lenguaje y se abre a un "aggiornamento".

En eso estamos.

América Latina entra en escena con su "Teología de la Liberación", que va suscitando interés en la vieja Europa y reconciliando enfoques con la Teología protestante, con los problemas del desarrollo y con la evangelización que acom­pañó la colonización de los pueblos indígenas por las con­quistas europeas.

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1.2.3. Contenido de la teología

Desde el punto de vista de su contenido, la teología se ramifica hoy en especies de modo diferente al medieval y al moderno. La división moderna sigue siendo válida por cierto y se emplea, sobre todo, en la programación univer­sitaria de los estudios teológicos, pues tiene una buena ló­gica curricula r. Por eso, los textos de estudio siguen siendo un poco "Sumas" de teología, pero construidos para la docencia. La investigación y la reflexión teológica, en cam­bio, giran en torno a las perspectivas bíblicas, históricas y pastorales.

La teología bíblica arranca del estudio científíco (len­guas e historia antiguas, arqueología), pero también teoló­gico de la Biblia, fuente de la revelación. Se esfuerza en desentrañar el significado literal, pero también los signifi­cados más espirituales y teológicos de la Palabra inspira­da, escrita por hombres en un lugar y tiempo determina­dos. Ella es reconocida también como la fuente de agua viva de la sabiduría cristiana, con lo cual la teología católi­ca ha superado en parte sus diferencias con la protestante.

El sentido de lo histórico, del progresivo desarrollo de la revelación ("Historia de la Salvación") y de la compren­sión de ella y fijación de dogmas, es una perspectiva que ha superado el sistema estático de verdades eternas y abs­tractas que caracterizaba la teología moderna. En la con­temporánea todo tiene fecha, lo cual no relativiza las ver­dades teológicas, sino que les dan sus más precisos alcan­ces y dimensiones.

Finalmente, la teología contemporánea tiene más con­fesadas y claras proyecciones pastorales. No sólo porque su temática gira en torno a problemas del mundo moral y

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social, sino porque se ve incesantemente llevada a redefi-nir la esencia de "lo cristiano" ante "lo humano" en un mundo que fácilmente prescinde de él o se yergue contra él. De allí que en este siglo se hayan multiplicado las dife­rentes "teologías de realidades terrenas": teología del tra­bajo, de la paz, de la esperanza, de la Liberación, de la Revolución, de la Reconciliación, de la Misión, etc.

Conclusión

Decíamos que la teología tiene hoy buena salud y podemos agregar que no es un huerto cerrado y reducido a unos pocos especialistas, sino que irradia fuertemente sobre la vida de la Iglesia. La religiosidad popular no pue­de sostenerse sola. La catequesis se renueva con su soplo y al mismo tiempo plantea demandas. La moral necesita continuos esclarecimientos y discernimientos. Las luchas raciales, nacionalistas, políticas y de clases abren proble­máticas nuevas a la perplejidad del hombre contemporá­neo, altamente cientifizado y tecnificado. Los viejos pro­blemas del sentido de la vida, de los valores, del mal y de la muerte siguen acuciando al mundo, que sigue interro­gando y esperando la gran buena noticia del Evangelio. Los ministros de la Evangelización deben saber ubicarse lo mejor posible en la teología contemporánea.

2. La vocación al Diaconado Permanente

Al entrar en la consideración del tema de la Teología del Diaconado, parece conveniente anteponer alguna in­formación y reflexión acerca de la vocación al mismo Dia­conado.

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2.1. El término "vocación"

Podemos comenzar con Karl Rahner1 distinguiendo dos sentidos en el término vocación: uno que llamaremos psicológico (que coincide, a nuestro parecer, con el que Rha-ner denomina "burgués-económico") y el otro denominado teológico.

2.1.1. Acepción sicológica

En la acepción sicológica en general, "vocación" de­signa la inclinación, capacidad y voluntad de algún sujeto para dedicarse a un oficio o trabajo determinado. Así, se dice que ese joven tiene vocación al comercio, a la medici­na, o a la música, al trabajo intelectual o a la política. Rah­ner la llama "burgués-económica", atendiendo más al as­pecto de medio para ganarse el pan, o de prestigio social que suscita la "vocación" y que moviliza el esfuerzo reque­rido para seguirla. La posibilidad efectiva de "seguir" una vocación personal depende socialmente de un cierto "sta­tus" socio-económico, pero éste no la define esencialmen­te. Por eso preferimos denominar a este sentido: "psicoló­gico", porque apunta más bien a las condiciones persona­les y subjetivas que permiten discriminar las posibilidades objetivas y reales de definir una vocación y discernir su verdad.

La efectividad de una vocación definida es un rasgo que caracteriza a una personalidad con cierto relieve. No dar muestras de vocación para algo arduo (no se habla de

1. RAHNER KARL. Escritos de Teología. Tauros. Madrid 1964. vol. V. p. 340: "La teología de la renovación del diaconado".

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vocación para destinos vulgares) es señal de poca persona­lidad. A este respecto es dable observar que, cuando se pro­duce una uniformidad juvenil muy masiva -como tiende a hacerlo nuestra cultura contemporánea- gran parte de la juventud parece tener como problema el descubrir si tiene alguna vocación. Por más que se han creado, en algunas partes, la educación "personalizada" y propuesto métodos de "orientación", la indefinición de la vocación dificulta el atinar con un estudio o un trabajo que "realice" al sujeto. Grave y penosa es también la condición de los que tienen signos claros de vocación pero son impedidos por factores económicos u otras causales.

2.1.2. Acepción teológica

En la acepción teológica, la vocación se refiere a que, tras la inclinación y el proyecto, el sujeto discierne a Alguien que llama: Dios. Los factores sico-sociales pueden estar presentes, pero la fe discierne que se trata de una invi­tación personal, de tú a tú, que atrae a un hombre libre a asumir un mayor compromiso cristiano, de amor y servicio, en presencia de las necesidades del pueblo de prójimos, especialmente de los pobres ("como ovejas sin pastor") y a cumplirse en el marco concreto de la Iglesia instituida*.

* Hermosamente describe el teólogo protestante Karl Barth la vocación al servicio en estos términos: "El que. siendo Señor de todos los hombres, se acerque a un individuo determinado que es tan poco digno como cualquier otro, para darle a conocer que él es también su Señor -que a ese título lo reclama como siendo de su propiedad para servirlo- que exige de él la fe en Dios y la confianza en él. y que la fe exigida a ese hombre implica el acto de obediencia que se le debe a él. Jesús, esos son los elementos inseparables que tienen lugar aquí" (Dogmatique IVo vol.. tomo II. XX. Edit. Labor et Fides. Gencie 1970, p. 175

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Ciertamente esta vocación se sitúa en la línea del lla­mado más general, en virtud del cual ya el sujeto está incor­porado al pueblo de Dios, profesa la fe católica y está signa­do con los sacramentos de la vida cristiana. La vocación al Diaconado se experimenta normalmente, no primeramen­te, como un primer peldaño que lo ascienda en una jerar­quía de poderes, pues justamente por ser Diaconado Per­manente, después de ese peldaño no hay otro. Desde la par­tida se define, por tanto, como una vocación al servicio o ministerio. Lo específico y propio de este término se irá des­plegando y profundizando poco a poco. La historia de cada vocación es la del diálogo, con palabras y acciones, entre Dios llamando y el Diácono reafirmando su fidelidad. Los Evangelios narran varios llamados del Señor y varias res­puestas consecuentes. Por ejemplo: Me 1, 16-20, a Pedro y Andrés, Santiago y Juan; 2, 13-14 a Leví; 3, 13-19 a los Doce. Juan cuenta con más detalles los contextos de algu­nas vocaciones provenientes de Juan Bautista (Jn 1, 35-51). También aparecen vocaciones desoídas, como el joven rico de Mt 19, 16-30.

2.2. Discernimiento vocacional

Es difícil separar de hecho ambos aspectos de la Voca­ción, que en concreto se dan juntos, pues "la gracia no des­truye a la naturaleza, sino que la supone y perfecciona", según un importante adagio teológico. Como el cuerpo y el alma, la acción de Dios junto a la libre respuesta del hom­bre forman una unidad estrecha. Es un momento privile­giado de la comunicación de Dios con el hombre, del Dios trascendente y misterioso con la realidad concreta de este mundo humano, social e histórico. Una suave voz interior que invita sin prepotencia, un acto de amor que busca sus-

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citar otro acto de amor, aunque es muy probable que atra­viese después por momentos de sacrificio y conflicto.

El llamado de Dios tendrá que ser, pues, discernido también a la luz de los factores psico-sociales que evalúen los signos de la autenticidad de la vocación: el tempera­mento, la recta intención, la generosidad, el sentido social, el tino, la laboriosidad y hasta el factor salud. De allí la conveniencia de recurrir al consejo de un confesor pruden­te y versado suficientemente en la teología conciliar y poste­rior, que ha ido desarrollando los contenidos y perspectivas de la vocación al diaconado permanente en la Iglesia reno­vada post-Vaticano II. En principio, es la Iglesia la encar­gada de discernir las vocaciones. Pero la Iglesia no es nun­ca una sola persona: ella tiene varias instancias para eva­luar los signos de vocación, y el Consejo de Ordenes es la instancia suprema para la decisión final del Obispo local.

Al sentirnos llamados al Diaconado Permanente, es normal que pongamos empeño en responder afirmativa­mente al llamado y tratemos de obtener la aceptación de la Iglesia. Pero, dentro del claro-oscuro de los signos que pueden ser diferentemente apreciados por unos y por otros -y por el propio sujeto- es conveniente entregarse a una gran disponibilidad y serenidad para atenerse al juicio de la Iglesia. Nadie debe dudar de que la Iglesia necesita ser­vidores, llamados a diferentes horas, para distintas tareas y en variadas condiciones, para trabajar en la viña del Señor, que es muy ancha y ajena (no nuestra sino de él). Siempre está con los brazos abiertos para acoger a las bue­nas voluntades que se sienten llamadas a las obras de la evangelización. Y puede incluso suceder que las mismas comunidades cristianas de base sugieran a alguno de sus miembros que se ofrezca para ese servicio, aunque a él no se le hubiera ocurrido o se sintiera incapaz de asumirlo.

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En las variadas e imprevisibles modalidades del surgi­miento de una vocación, se podrá reconocer las discretas huellas de la providencia del Señor. La actitud espiritual que corresponde siempre, es la confiada entrega a la vo­luntad de Dios, la cual se irá expresando por las circuns­tancias y las personas. La razón de que las vocaciones sean debidamente discernidas se encuentra en el deseo, de la Iglesia de que no se vean embarcadas en un compromiso, personas que más tarde puedan sufrir por esta decisión... o hacer sufrir a otros.

2.3. Características del Diácono Permanente

La vocación al Diaconado Permanente otra vez es nueva en la Iglesia. Durante los primeros siglos existió una forma de diaconado, conforme al modelo de los siete pri­meros "auxiliares" que los apóstoles eligieron, según se nos cuenta en el cap. 6, 1-6 de los Hechos de los apóstoles. Allí no se les llama diáconos, pero la tradición vio en esos siete primeros el modelo de los otros servidores ordenados que llegaron a tener gran figuración y autoridad en la conduc­ción de la Iglesia antigua. Por razones que hay que pregun­tar a la Historia de la Iglesia, el diaconado nunca se extin­guió, pero quedó reducido a una orden transitoria en el camino hacia el presbiterado.

En nuestros días, en el Concilio Vaticano II, algunas instancias teológicas y pastorales propusieron la restaura­ción del Diaconado Permanente, ahora en el nuevo con­texto de la pastoral moderna y renovada, que multiplicara la presencia de servidores insertos en la condición social del mundo, en la familia, el trabajo, la profesión, etc. El Concilio decidió autorizar a las Conferencias Episcopales

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de todo el mundo para que, previa aprobación de la Santa Sede, ofrecieran esta ordenación sagrada a cristianos adul­tos, sin sujeción a la ley del celibato y mediando una for­mación teológico-pastoral compatible con su oficio o pro­fesión en la sociedad civil.

La vocación al Diaconado, por lo tanto, es bastante diferente a la que el pueblo católico estaba acostumbrado a conocer para las vocaciones sacerdotales. Estas condu­cen a jóvenes -y hasta no hace mucho tiempo a niños y adolescentes- al Seminario o a los noviciados, para recibir allí, en comunidad, una formación espiritual, intelectual y pastoral que los capacitara para salir más tarde al mundo a desarrollar el oficio pastoral a tiempo completo y en el lugar que le señala el Obispo. La vocación al Diaconado Permanente, en cambio, es atendible exclusivamente en personas adultas, varones2, preferentemente casados3, que se ganan su vida con su propio oficio o profesión, y cuyo compromiso cristiano ya cuenta con varios años de forma­ción y participación en actividades apostólicas y pastora­les, presentados o aprobados por alguna comunidad, ya sea de base, ya sea instituida. Este llamado es expresamen­te aceptado también por la esposa y los hijos, pues el mi­nisterio en ningún caso podrá ser una merma importante de la presencia del diácono en su familia.

2.4. Jesús llama a través de la Iglesia

En cambio, la vocación al Diaconado es semejante a todas las otras vocaciones específicas al seguimiento de Je­sús, es decir, a la vida religiosa o al ministerio consagrado,

2 El Sínodo de los Laicos de 1987 no desestimó la posibilidad de que sean restauradas las antiguas diaconisas.

3 Asi lo establece la decisión de la Conferencia Episcopal chilena.

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en cuanto exige una forma dialogal. Nadie se llama a sí mismo. Jesús llama, pero el discernimiento se hace en cor­dial diálogo con la Iglesia. Por tanto, nadie debe sentirse menospreciado en su dignidad si, habiendo presentado su candidatura, la respuesta es esperar algún tiempo -poco o mucho- o descartar la idea. Tampoco es bueno enorgulle­cerse de si la Iglesia aceptara su vocación -al menos para estudiarla-, pues todavía le queda el largo camino de la fidelidad y la constancia. La vocación no termina con la ordenación, sino que se rubrica día a día con la fortaleza y la gracia de la perseverancia en el camino emprendido.

Por último, vale la pena recordar que en la Iglesia na­die puede declararse sin vocación, sin alguna vocación. Los miembros de la Iglesia no pueden dividirse en llama­dos y no-llamados. El único problema vocacional es dis­cernir a qué está llamado cada cual. En la sociedad con­temporánea, la condición canónica de clérigo (a la que entra el diácono por la ordenación) o de jerarquía (de la que también forma parte) no es tan prestigiosa que merez­ca que se aspire a ella con denodado esfuerzo, ni es tan despreciada que se justifique descartarla de partida. En nuestro tiempo, la figura social de "hombre de Iglesia", sin embargo, es generalmente bien vista y hasta podría decir­se, con un prejuicio de confianza, favorable y bien predis­puesto (no obstante tantas desilusiones, para ser francos). Pero es propio de los llamados, de ahí en adelante, adver­tir que su comportamiento, actitud y respuesta, no sólo representan a su propia persona, sino también al ministro de la Iglesia en la que ha sido ordenado para ser su repre­sentante. Por eso cada día revisará cuál ha sido su capaci­dad de acogida, de paciencia, de servicio, y así corrobora­rá los primeros gérmenes de vocación que lo llamaron al Diaconado.

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2.5. Sentido trascendente de la vocación

Tratemos de profundizar más teológicamente en el sen­tido eclesiológico y sobrenatural de la vocación al Diacona­do Permanente.

Quien llama, hemos dicho, es en primer o último tér­mino (depende desde donde se mira), Dios mismo, el Dios invisible y misterioso "a quien nadie ha visto nunca", co­mo dice san Juan para expresar su trascendencia, pero cu­yos efectos providentes en nuestras vidas constituyen justa­mente la experiencia que da vida a nuestra fe. La atención al llamado de Dios es ya un acto de libertad, pues nos libe­ra de una cierta pasividad o inercia, exigiéndonos una pro­gresiva respuesta activa. Que se den efectivamente llama­dos de Dios en nuestro mundo y sociedad parece ser algo no sometido a factores y causas determinadas: Dios llama donde, cuando, a quien quiere, sin atenerse a normas preestablecidas. Llama preferentemente a los humildes, pobres y limitados que, aun poseedores de talentos huma­nos, no ponen en ellos su fuerza y su confianza. La sobera­na libertad divina invoca y libera a la pobre libertad humana.

2.6. Vocación eclesial

Por ello podemos comprender también cómo la voca­ción es también y necesariamente un hecho no meramente privado e interior (espiritual), sino un hecho eclesial. Es un fenómeno de Iglesia y de su vida interna y propia. La mis­ma Iglesia, "sacramento de salvación" según el Concilio, es ella misma la vocación de Dios a toda la humanidad. "Vo­cación a constituir una raza escogida, una comunión sa-

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cerdotal al servicio del Rey, una nación santa, el pueblo que Dios ha escogido para sí" (1 Ped 2, 9).

Acontecimiento eclesial, la vocación al Diaconado es para los llamados -tanto colectiva como individualmente-una fuerza de conversión, de comunión y de servicio.

a) De conversión ("metanoia"), porque comporta un cambio de vida, de preocupaciones, de orientación y de do­sificación de valores. No sólo nos llama a morir al pecado del mundo y a abrirnos a la Gracia (Bautismo) sino tam­bién a un seguimiento de Jesús más de cerca y a aspirar seriamente a la santidad: renuncia al egoísmo, a la sober­bia, al amor propio, a la ambición de poder, a honores y al goce de riquezas. Al convertirnos nos damos vuelta hacia la Verdad y los bienes espirituales, que Dios quiere com­partirnos y quiere que busquemos por un camino que nos señala expresamente.

b) De comunión ("koinonía"), pues es lo opuesto a la dispersión, a la incomunicación, a la soledad y al egoísmo: es la esencia de la salvación de Jesucristo. Comunión con Cristo, que nos introduce en la intimidad de la vida trinita­ria: <no tres dioses entre los cuales elegir o preferir, sino incorporación a la filiación divina en Cristo por el Es­píritu. Comunión al y los prójimos, pues por la vía cristia­na, al acercarnos a los que estaban lejos, no nos somete­mos como esclavos ni los sometemos como a un amo, co­mo son las relaciones tan frecuentes entre los hombres y mujeres. La comunión litúrgica y sacramental en la ora­ción y la eucaristía son la expresión visible y concreta de la auténtica comunión espiritual en Cristo.

c) De servicio ("diaconía"), pues nuestra incorpora­ción a Cristo nos lleva forzosamente a optar por los pobres y pequeños del mundo, que son los primeros llamados a las

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riquezas de Cristo. El cual, para compartirlas, se hizo pobre y salió a buscar a los enfermos para darles la salud y conducirlos al Reino de Dios. Jesús tomó sobre sí nuestras dolencias y, cuando servimos a nuestro prójimo, es en ver­dad a él a quien servimos, según Mateo 25, y edificamos así el Templo de su Gloria. Servir es lavar los pies de los discípulos y es condición previa a la Eucaristía (Jn 13, 8).

Por último, es conveniente resaltar que la vocación al Diaconado es la primera y básica para todo otro servicio je­rárquico y comprometido en la Iglesia. Los grados siguien­tes (Presbiterado y Episcopado) no pueden saltarse el dia­conado y los que acceden a ellos, nunca dejan de ser diá­conos, es decir, servidores. Tal vez esta gradación subraya la naturaleza básica de todo ministerio sagrado, que no debiera opacarse nunca por el mayor poder o los mayores honores que reciben los grados superiores. Por eso com­prendemos el apelativo antiguo, que los Papas se han esme­rado en conservar: "Siervo de los siervos de Dios".

3. Las Ordenes Sagradas

En este capítulo nos proponemos echar una ojeada a la teología e historia de las Ordenes Sagradas, la primera de las cuales es el Diaconado. No nos contentaremos con los textos del Nuevo Testamento, comúnmente empleados en un sentido literal, sino que echaremos una mirada his­tórica para contribuir a que se haga más comprensible el dinamismo de la función del servicio que Cristo quiso pa­ra su Iglesia.

Tocamos así, evidentemente, a la estructura misma de la Iglesia y del designio divino para la suerte del Evangelio en la humanidad y en la historia.

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3.1. Significado de algunos términos

"Orden ": Es doble, dentro del uso teológico sacramen­tal.

- Sociológica: grupo distinto de personas (Jerarquía, Orden de Obispos, Presbíteros).

- Sacramental: como rito que incorpora a ese grupo y que confiere misión y poderes. Es uno de los 7 sacramen­tos que tiene 3 grados. Tertuliano emplea ordo, tomándolo del "orden de Melquisedec" (Sal 109,4; Heb 5-7). Entre los grados del Ordo, en la época feudal se introduce el prin­ceps sacerdotum o eclesiasticus (Obispo) para contrapo­nerlo al príncipe civil o secular. (Hasta entonces sólo se aplicaban a Cristo).

Los historiadores estudian sus posibles orígenes: unos lo relacionan con el "ordo promotionis" (orden de promo­ción) del Imperio, copiado por la Iglesia después de Cons­tantino. Coincide con la significación de jerarquía: incluye en la idea de grados y de poder.

Desde el siglo III encontramos el término latino ele-rus, del griego "cleros" que tiene trasfondo levítico. Cleri-cus, Clericalis. Sirve para diferenciar a los ministros sagra­dos-ordenados-de la plebe o laicos. (Laós: pueblo).

A él se asimila eclesiasticus (San Jerónimo) para de­signar a un "hombre de Iglesia."

Dentro de los eclesiásticos se distinguen diferentes grados de ordenación:

- OBISPO: Del griego "episkopé", pasa al latín como "episcopus", y con diversas formas a los idiomas moder­nos: Obispo, Bispo, Vescovo, Évéque, Bischop, Bischof. La Nueva Biblia Española y las versiones ecuménicas "Dios

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habla hoy" y "Traduction oecumenique de la Bible" tradu­cen el episkopé por "cargo dirigente" o por "epíscopo" (Bi­blia de Jerusalén) en el texto de 1 Tim 3,1, advirtiendo que no corresponde al Obispo en el sentido actual. Este es, sin embargo, la versión actual de aquellos dirigentes.

- PRESBÍTERO: Término también que significa "el más anciano", y corresponde a un cargo conductor en la comunidad. (Véase 1 Tim 5, 17. También Tito 1, 5-7 y Hech 20, 17-28). El apóstol Juan en sus cartas se identifica como tal (2a y 3a carta).

- DIÁCONO: También del griego "diakono, diako-nía", significa literalmente "servidor", ministro, auxiliar o asistente. (Véase Flp 1,1; Tim 3,8). En Hech 6, considerado habitualmente como la institución del Diaconado, el texto bíblico no emplea ese término. Sin embargo, aparece en boca del mismo Jesús referido a sí mismo: Le 22, 27.

Por último, junto a estos 3 términos bíblicos que se re­fieren a funciones pastorales en la comunidad, conviene mencionar otro importante, pero más genérico:

- SACERDOTE: El término latino "sacerdos" es la versión del griego "iereus" que se refiere a lo sagrado. No es específicamente cristiano, pues los cultos orientales, como también los griegos y romanos, conocieron funciones y per­sonas llamadas "sagradas" porque eran ajenas al mundo profano. La religión de Israel también conoció funciones sagradas para la celebración del culto, la ofrenda de sacri­ficios y ejercicio de la judicatura. Véase por ejemplo: Deut 18, acerca del sacerdocio levítico; 1 Crón 5, 27, acerca de los sumos sacerdotes y 1 Crón 6, 39; Aarón (Ex 4, 14; 5, 1; 17,12, etc.). En el Nuevo Testamento, la carta a los Hebreos presenta una madura elaboración teológica del sacerdocio de Cristo, superior y sustitutivo del sacerdocio de la Anti­gua Alianza.

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3.2. Imagen social de los ministros

Tan variable como la terminología, es variable la "ima­gen" de los clérigos-ministros, en dependencia de los con­textos psico-sociales, culturales, etc. Por ejemplo: el Obispo fue monje en tiempos de los Padres, príncipe feudal en la Edad Media, noble en tiempos modernos, alto funcionario de la Iglesia más recientemente, pastor coordinador hoy.

Varía su identidad, significación y valor psico-socio-lógico-cultural reconocidos a una persona o grupo que ejerce una función en la sociedad. El ambiente acepta y re­conoce a esa persona en su función y él encuentra allí la base de su propia estimación, condición de equilibrio de personalidad. En los cambios culturales hay variación de imágenes. Todos la cuidan. La pérdida de identidad es cri­sis dolorosa y se produce en las épocas de cambios sociales acelerados. Pero esto es normal: Cristo no estableció todo lo correspondiente a los llamados, escogidos y enviados. Dejó a la Iglesia y a la historia que vivieran. Cada época pide a los apóstoles que redefinan su identidad y su ubica­ción en Ja sociedad. Nuestro tiempo vio aparecer a los sa­cerdotes obreros, capellanes militares, etc. Remontando en la historia, hay que reconocer que el origen del Orden está en Cristo, pues siempre los "ordenados" se fundan, avalan y controlan en él. Pero la "idea fundamental" de Cristo ha debido integrarse en las estructuras socio-culturales de cada época, so pena de fosilizarse. La distinta posición ante este fenómeno distingue entre conservadores o inmo-vilistas y "progresistas" o que aceptan la historia y buscan hacia adelante.

La "idea fundamental" de Cristo contiene una inmen­sa riqueza divina e incontables posibilidades de realiza-

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ción en la integración socio-cultural. La idea se encarna concretamente en la realidad humana: es ley de Cristo de la que sus enviados participan.

La imagen social de los diáconos también ha cambiado mucho en la historia. En la primitiva Iglesia pudieron llegar a ser relevantes teólogos, como vemos en el caso de San Efrén. No sólo ejercieron funciones administrativas, sino pastorales y de jurisdicción. Igualmente descollaron en san­tidad (San Francisco de Asís). La supresión del diaconado y su reducción a ser una mera orden de paso hacia el presbite­rado, al parecer se debe al excesivo poder con el cual llega­ron a competir con los presbíteros y Obispos. Alguna vez sucedió que un diácono fue elegido para ser Papa.

Actualmente la restauración del Diaconado perma­nente no célibe y animador de Comunidad de base, está ya perfilándose como un ministro cercano al trabajo y res­ponsable de una familia. Es un riesgo el que los demás or­denados lleguen a acostumbrarse a considerar al diácono como un mero auxiliar secundario.

3.3. Análisis de la institución del ministerio

3.3.1. Los doce

Jesús, conforme a una costumbre rabínica, juntó a su persona un número constante de discípulos "para que es­tuvieran con él" (Me 3,13). Se llamaron "los doce". Simbo­lismo del principio (los 12 patriarcas, cabezas de las 12 tri­bus), de las 12 puertas y piedras preciosas de la Jerusalén celestial (Apoc 21, 18) y con ello representa al pueblo de Dios.

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Tienen la misión de auxiliar y suceder a Cristo en la pro­clamación del reino de Dios (Me 6,7-13; Le 9,1-6). Misión confirmada después de la Resurrección (Mt 28, 16-20) con horizonte universal.

No siempre es fácil distinguir lo que es exclusivo para los 12 o para otros. Hay otros 72 (Le 10, 1-24) que también reciben misión y poderes. El texto invocado para autentifi­car a los apóstoles es: "El.que a vosotros escucha a mí me escucha y el que a vosotros rechaza, a mí rechaza, pero el que me rechaza, rechaza al que me ha enviado" (v. 16).

La misma ambivalencia tiene la palabra con que los sinópticos definen el oficio de los 12: la diaconía. La misión de Cristo es una diaconía (Le 22,26, donde se nota el signi­ficado habitual y originario: servir en la comida). La misión de todo el pueblo también lo es (Mt 23, 11; Jn 12, 25).

Pero queda confirmado que la misión de los 12 es defini­da, con especial insistencia, como "servicio" (Me 9, 35; 10,43; Mt 20, 26).

La misión propiamente dicha de los 12 es una participa­ción en la misión de Cristo para la proclamación del Reino de Dios (Me 9, 32^2; Mt 10, 10-42; Le 9,46-50). Juan enseña lo mismo al final (Jn 20,19-23) donde se enlaza expresamente la misión de predicar con el don del Espíritu Santo para per­donar pecados, en correspondencia con la metanoia o conver­sión que los Evangelios proclaman respecto al Reino de Dios.

Cristo es el Buen Pastor, igualmente Pedro (Jn 21, 15-18), los doce (Mt 9, 35-38) y los otros también (1 Ped 5, 2).

3.3.2. El apostolado

Pablo y Lucas definen el hecho de la misión de los 12 por Cristo, sirviéndose del concepto nuevo de "apóstol". Apóstol es el testigo de la vida y la muerte de Jesucristo en

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la fuerza del Espíritu Santo. Función extendida a Matías (Hech 1,24), a Pablo y a Santiago, el "hermano" del Señor.

Que la institución de los 12 y el apostolado coincida -se identifique- con la institución, por Cristo, de los 7 sacra­mentos, entre los cuales se cuenta el Orden como sacra­mento, no consta suficientemente por la historia. Pero es enseñanza del magisterio de la Iglesia esta institución del Orden -sustancialmente- si bien la institución no se ex­tiende a las modalidades (grados, funciones, etc.) con que hoy lo conocemos.

La derivación del orden a partir del apostolado es com­pleja en cuanto a la continuidad histórica. La teología clási­ca pone la Eucaristía en el centro y el Orden en relación a ella ("Haced esto en memoria mía") Privilegiaba una con­cepción cultual del sacerdocio y de las Ordenes.

3.3.3. La Jerarquía

La historia aparentemente se complica, pues a los do­ce se añaden otros apóstoles: "profetas y maestros" (1 Cor 12, 28; Hech 13, 1; 15, 32; Ef 2, 20; 3, 5; 4, 11) que parecen más carismáticos que institucionalizados.

Existen "encargados" (Rom 12, 8) y se habla de gober­nadores y pastores (1 Cor 12,28). Pablo cita a los Episcopoi una vez antes de los diáconos (Flp 1,1; 1 Tim 3,1-8). Junto a los apóstoles se encuentra en Jerusalén el grupo de los siete (Hech 6, 1) en quienes se ha visto a los primeros diá­conos, si bien pueden haber sido una primera forma de presbíteros o de ancianos según el modelo judío (Hech 11, 30; 14,23), bajo la dirección de un discípulo de los apósto­les (1 Tim 3, 5-8).

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3.3.4. El Papa

No podemos ni siquiera pretender una exposición su­ficiente acerca de la doctrina católica del Primado del Papa, como sucesor de Pedro en la cátedra de Roma. Es un tema que divide tan profundamente a los cristianos, pero que tiene muy sólidas bases bíblicas en el relieve muy par­ticular que Cristo mismo quiso conferir al apóstol Pedro. Es nombrado 114 veces en los Evangelios y 57 en los Hechos, en circunstancias que Juan, el que lo sigue más de cerca (¡como cuando corrieron al sepulcro!) lo es sólo 38 y 6 veces, respectivamente.

Cristo oró por todos sus apóstoles, pero especialmente por Pedro (Le 22,32; Jn 17,9 y 20). Es roca y no sólo funda­mento (Mt 16, 18; Ef 2, 20). Tendrá un encargo pastoral universal (Jn 21, 15; 1 Ped 5,2), confirmará la fe de sus her­manos y no sólo será testigo de Cristo resucitado (Le 24,34, Hech 1, 8). Con frecuencia Pedro representa a todos los apóstoles y a toda la Iglesia: Mt 17, 24-27; Me 14, 26-31; Le 5,4-11.

Ahora bien, el carisma de Pedro está vinculado a la Iglesia Católica universal y, desde el martirio de Pedro y Pablo en Roma, está vinculado a esta "Cátedra", de tal modo que el Obispo de Roma, elegido por votación de sus pares, ejerza el carisma primacial de Pedro1.

3.3.5. La imposición de las manos

El Nuevo Testamento muestra cómo Cristo y poste­riormente los apóstoles y los "siete" usaron este gesto sim­bólico como signo de bendición y de curación. Sin duda

1. Sobre este tema véase el excelente artículo del P. Congar: Catolicismo. Romanismo y Tridentismo en Reflexión y Liberación, vol. 7. Set-Nov. 1990.

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este rito fue usado muy pronto para comunicar los dones del Espíritu Santo (confirmación). No está claro que tex­tos como Hech 13, lss; 6, 1-6. 14-22. 20-28 hablen de ver­daderas ordenaciones sacerdotales. Hay que aceptar casi como seguro que 1 Tim 4,14 y 2 Tim 1,6 y quizás también 1 Tim 5, 22 y Tit 1,5 se refieren a una ordenación. Sólo hacia el año 200 hay pruebas que acreditan con suficiente certeza la existencia de este rito de ordenación.

3.4. Definiciones conciliares

Respecto de las Ordenes Sagradas, destacamos algu­nas declaraciones:

a) 2o Concilio Letrán (1139); que es el X Ecuménico, bajo el Papado de Inocencio II, declara: "A aquellos empero que, simulando apariencia de religiosidad, conde­nan el sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor, el bautismo de los niños, el sacerdocio y demás órdenes ecle­siásticas... los arrojamos de la Iglesia y condenamos como herejes, y mandamos que sean reprimidos por los poderes exteriores" (can. 23).

b) 2o Concilio Lyon (1274); XIV Ecuménico; bajo el Papado de Gregorio X, enumera los 7 sacramentos, entre ellos el Orden Sacerdotal.

c) Concilio Florencia (1439); XVII Ecuménico, sien­do Papa Eugenio IV, declara: "El 6° sacramento es el del orden, cuya materia es aquello por cuya entrega se confiere el Orden: así el presbiterado se da por la entrega del cáliz con vino y la patena con pan, el diaconado por la entrega del libro de los Evangelios... El efecto es el aumento de la gracia para que sea ministro idóneo" (Decreto para los ar­menios. Bula "Exultate Deo").

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d) Concilio Trento (1563); XIX Ecuménico, siendo Papa Pío IV; refiriéndose a la unión de sacrificio y sacer­docio declara: "Habiendo, pues, en el Nuevo Testamento recibido la Iglesia Católica por institución del Señor el santo sacrificio visible de la Eucaristía, hay también que confesar que hay en ella nuevo sacerdocio, visible y exter­no, en el que fue trasladado el antiguo (Heb 7, 12)".

- En relación a las siete órdenes... varios y diversos ór­denes de ministerios (Mt 16, 19; Le 22, 19; Jn 20, 22).

Porque no sólo de los sacerdotes, sino también de los diáconos hacen clara mención las Sagradas Letras (Hech 6, 5; 1 Tim 3, 8; Flp 1, 1).

- Que el Orden es verdadero sacramento, consta por el testimonio de la Escritura (2 Tim 1, 6; 1 Tim 4, 14).

- Respecto de la jerarquía eclesiástica y de la ordena­ción, declara que imprime carácter, no puede borrarse ni quitarse, no es por elección popular, son grados (1 Cor 12, 29; Ef4, 11).

- Cánones 2: hay otros órdenes fuera del sacerdocio, por grados se tiende al sacerdocio.

* 6: existe una jerarquía instituida por ordenación divi­na. No: "institutione divina", sino: "divina ordinatione ins-titutam".

Sobre misa 2: Si alguno dijere que con las palabras: "Haced esto en memoria mía" (Le 22,19; 1 Cor 11,24), Cris­to no instituyó sacerdotes a sus apóstoles... sea anatema.

e) Decreto "Lamentabiti" de Pío X (1907) indica algu­nas proposiciones reprobadas y proscritas.

Número 49: "Cuando la cena cristiana fue tomando poco a poco carácter de acción litúrgica, los que acostum­braban presidir la cena, adquirieron carácter sacerdotal".

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Número 50: "Los ancianos que en las reuniones de los cristianos desempeñaban el cargo de vigilar, fueron insti­tuidos, por los Apóstoles, presbíteros u Obispos para aten­der a la necesaria organización de las crecientes comuni­dades, pero no propiamente para perpetuar la misión y po­testad apostólica".

f) Concilio Vaticano II (1962-1965). En la Constitu­ción Lumen Gentium no se contiene propiamente una nueva definición dogmática acerca del sacramento del Or­den, sino una buena síntesis de las definiciones anteriores. En Lumen Gentium cap. III se trata de la constitución je­rárquica de la Iglesia y particularmente del Episcopado. Señala la institución de los Doce, base bíblica del ministe­rio apostólico. Los Obispos aparecen muy pronto como los "sucesores de los Apóstoles" en la responsabilidad de ejer­cer la misión que Jesús les encomendó. Debiendo durar hasta el fin de los tiempos, tienen que, a su vez, transmitir a otros lo que ellos dejarán pronto de poder hacer. Deben también los obispos proveerse de colaboradores.

Lumen Gentium reitera algunos puntos precisos de la teología del sacramento del Orden:

"Este sagrado Sínodo (o Concilio) enseña que los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Após­toles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien ¡os desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (Le 10, 16)" (n° 20).

"Enseña, pues, este santo Sínodo que en ¡a consagra­ción episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, Sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado" (n° 21).

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Un tercer tema que Lumen Gentium subrayó fue el del Colegio episcopal (n° 22):

"Así como, por disposición del Señor. San Pedro y los demás apóstoles forman un solo colegio apostólico, de igual manera se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los apóstoles".

"La potestad suprema sobre la Iglesia universal que posee este colegio se ejercita de modo solemne en el Conci­lio ecuménico. No hay concilio ecuménico si no es aproba­do o. al menos, aceptado como tal por el sucesor de Pedro".

Otro tema que expuso el Concilio fue el del sacerdocio común de los fieles laicos (n° 10). Después de haber intro­ducido un nuevo enfoque eclesiológico en el cap. I acerca del Pueblo de Dios, dice:

"Los bautizados, en efecto, son consagrados por la re­generación y la unción del Espíritu Santo como casa espi­ritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (1 Ped 2, 4-10)".

De acuerdo al espíritu que su convocante quiso que tuviera Vaticano II -estilo pastoral, "aggiornante" y ecumé­nico-, los desarrollos eclesiológicos acerca de la jerarquía y los ministerios en la Iglesia, perfeccionaron lo iniciado por Vaticano I acerca del Romano Pontífice, desarrollan­do la teología del Episcopado y también del Presbiterado en el Decreto Presbiterorum Ordinis y hasta dio orienta­ciones pastorales para la formación sacerdotal en Optatam totius y para la renovación de la vida religiosa en Perfectae caritatis.

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4. La restauración del Diaconado Permanente en el Concilio Vaticano II

En tres lugares de los documentos emanados del Con­cilio Vaticano II, se contienen los textos claves que se refie­ren a la restauración del Diaconado Permanente: en la Constitución Lumen Gentium, sobre la Iglesia, en el cap. III, sobre el episcopado (n° 29), y en el capítulo V, sobre la vocación a la santidad (n° 41), y en el Decreto Ad Gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, art. 3 sobre la for­mación de la comunidad cristiana (n° 16).

Además de los textos conciliares, es importante el Mo-tu Proprio Sacrum Diaconatus Ordinem del papa Pablo VI, de 1967. Mencionaremos también algunos documentos chi­lenos: el Reglamento, aprobado por la Asamblea Plenaria del Episcopado en Mayo de 1968, y el Directorio, aprobado por la misma Conferencia Episcopal.

4.1. "Diáconos en orden al ministerio"

Este es el texto del n° 29, en el cap. III, "El Episcopa­do", en el que la Constitución Lumen Gentium abrió la po­sibilidad de restaurar el Diaconado permanente:

"En el grado inferior de la Jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de ¡as manos 'no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio'. Así, conforta­dos con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la Palabra y de ¡a caridad. Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemen­te el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir

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al matrimonio y bendecirlo en el nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leerla Sagrada Escri­tura a los fíeles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fíeles, administrar los sacramen­tos, presidir el rito de ¡os funerales y sepultura. Dedica­dos a los oficios de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado Po-licarpo: 'Misericordiosos, diligentes, procediendo con­forme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos'.

Ahora bien, como estos oficios, necesarios en gran manera a la vida de la Iglesia, según la disciplina ac­tualmente vigente de la Iglesia Latina, difícilmente pueden ser desempeñados en muchas regiones, se po­drá restablecer en adelante el diaconado como grado propio y permanente de la Jerarquía. Corresponde a las distintas Conferencias territoriales de Obispos, de acuerdo con el mismo Sumo Pontífice, decidir si se cree oportuno y en dónde el establecer estos diáconos para la atención de los fíeles. Con el consentimiento del Romano Pontífice, este diaconado podrá ser con­ferido a varones de edad madura, aunque estén casa­dos, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato".

Comentario

Aunque la supresión de la Tonsura, de las órdenes menores y del diaconado (con las que se ingresaba ya al estado clerical) se hará explícita más tarde en el Motu pro-prio Ministeria quaedam del 15.8.72, se anticipa ya aquí que los diáconos ocupan "el grado inferior de la Jerarquía". Queda ésta compuesta sólo por Obispos, Presbíteros y Diá-

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conos. Se accede al Diaconado por la "imposición de las manos", esto es, por una Ordenación sagrada que es Sacra­mental, puesto que confiere la gracia para la comunión con el Obispo y su presbiterio, como también para participar en su triple función pastoral: santificar (liturgia), enseñar (la Palabra) y conducir (por la caridad). (Más adelante comen­taremos el alcance de la expresión "no en orden al sacerdo­cio, sino en orden al ministerio").

Enseguida el Concilio enumera algunos oficios pro­pios del diaconado, condicionándolos, en cuanto a su ejer­cicio, a lo que le asignare la autoridad competente, esto es, su propio Obispo. Llama la atención la amplitud de las funciones señaladas en la línea litúrgica: también el diáco­no puede bendecir matrimonios, presidir el culto, los fune­rales y sepultura.

Como se le encomienda llevar el viático a los moribun­dos, todo parece indicar que podría también llegar a ser facultado algún día para administrar la Santa Unción.

Esta enumeración no significa que el Diaconado sea restaurado sobre todo para los oficios cultuales. Se presupo­ne que su ejercicio implica la participación en la misión pastoral amplia del apóstol, lo cual exige santidad de vida y labores de evangelización, capacidad de construir la comu­nidad, buenas relaciones humanas, etc., que son condicio­nes básicas para todo ministerio. El Concilio agrega una exhortación especial de San Policarpo para el ejercicio de las funciones de la caridad y de la administración, oficios para los cuales el diácono deberá estar también particular­mente disponible y capacitado.

Finalmente, los Padres conciliares comprueban que esos oficios "difícilmente pueden ser desempeñados en mu­chas regiones" por causa de la "disciplina actualmente vi-

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gente" de la Iglesia latina. ¿Por qué? Vemos dos razones: una, porque son oficios de hecho, ejercidos por los presbí­teros y generalmente hay escasez de presbíteros; la otra, porque esas funciones diaconales ni siquiera pueden ser ejercidas suficientemente por los diáconos, puesto que en la "disciplina vigente" los diáconos lo son sólo por poco tiem­po, mientras concluyen sus estudios, de paso hacia el Pres­biterado.

Por eso entonces se da el gran paso: "se podrá en ade­lante restablecer el Diaconado como grado propio y perma­nente de la Jerarquía". La Iglesia toma este ministerio como históricamente atrofiado y decide darle nueva vida. Ve que hay mucho trabajo pastoral de edificación de la comuni­dad, de presencia en el pueblo de Dios, de evangelización, que no se hace, por falta de obreros en la viña; abre enton­ces una gran puerta para que, en virtud de una orden sagra­da y la fuerza del Espíritu Santo, junto al Obispo y su pres­biterio, los diáconos vuelvan a tomar un papel activo y una función propia en la pastoral contemporánea.

La Iglesia no lo impone: lo sugiere a la decisión de las Conferencias Episcopales. Hermoso caso de una iniciativa discreta del Concilio, que espera la ratificación de las Asambleas locales de Obispos. Se verá si están dispuestos a realizar lo que contribuyen a aprobar.

Y otra gran novedad: el Diaconado se podrá conferir a "varones de edad madura, aunque estén casados". O sea, no estarán adscritos a la ley del celibato, que hasta ahora obli­gaba a los clérigos desde el subdiaconado. La intención de los Padres conciliares parece clara: valorizar los carismas que se dan entre los laicos, para el servicio del pueblo, ha­ciendo de ellos verdaderos ministros ordenados por sacra­mento y sin sacarlos de la condición socio-psicológica del laico (sin clericalizarlo). Y para no ser restrictivos, la pers-

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pectiva queda abierta también a los jóvenes que no quieran contraer matrimonio y tampoco aspiren al presbiterado. Ellos quedan adscritos al celibato (mientras no obtengan dispensa), porque la orden sagrada invalida el matrimonio posterior, como en la antigua tradición oriental.

4.2. "Vocación a la santidad"

Un segundo texto que alude a la restauración del Dia­conado lo encontramos en la misma Constitución sobre la Iglesia, Lumen Gentium, en el cap. V: "Vocación a la Santi­dad", n° 41.

Analizando el modo propio de tender a la santidad, según los diversos estados, a continuación de los Obispos y presbíteros, señala:

"También son partícipes de la misión y gracia del supremo Sacerdote, de un modo particular, los minis­tros de orden inferior. Ante todo, los diáconos, quienes, sirviendo a los misterios de Cristo y de la Iglesia, deben conservarse inmunes de todo vicio, agradar a Dios y hacer acopio de todo bien entre los hombres (Ctr. 1

'Tim3,8-10. 12-13)".

Se contiene aquí no sólo una ferviente exhortación a la virtud, sino también una expresiva referencia al sacerdocio de Cristo, problema que nos ocupará más adelante.

Lo que añade a continuación fue destinado a "los cléri­gos" (pues fue escrito antes de las supresión de la tonsura y de las órdenes menores). A falta de ellos, es justo que los diáconos -que ahora son los "clérigos inferiores"- lo reco­jan para sí mismos como hermosa y fecunda orientación:

"...están obligados a ir adaptando su mentalidad y sus corazones a tan excelsa elección: asiduos en la ora-

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ción, fervorosos en el amor, preocupados de continuo por todo lo que es verdadero, justo y decoroso, reali­zando todo para gloria y honor de Dios".

4.3. Diaconado y vida pastoral de la Iglesia

El tercer texto conciliar acerca de la restauración del Diaconado pertenece al Decreto Ad Gentes, sobre la acti­vidad misionera de la Iglesia. Este decreto se aprobó en la última sesión conciliar, en diciembre 1965, y obtuvo la más alta votación favorable, después de una larguísima e histo­riada preparación. Apoyándose en Lumen Gentium, pre­senta la conveniencia del Diaconado de un modo muy in­serto en la vida pastoral de la Iglesia.

"Restaúrese el orden del Diaconado como estado per­manente de vida, según la norma de la Constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium, n° 29) donde ¡o crean oportuno las Conferencias episcopales. Pues es justo que aquellos hombres que desempeñan un mi­nisterio verdaderamente diaconal o que como cate­quistas predican la palabra divina, o que dirigen, en nombre del párroco o del Obispo, comunidades cris­tianas distantes, o que practican la caridad en obras sociales o caritativas, sean fortificados por la imposi­ción de las manos transmitida desde los Apostóles y unidos más estrechamente al servicio del altar para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado" (Ad Gentes, n° 16).

Comentario

Notemos, en primer lugar, el imperativo "Restaúrese", que parece expresar una decisión más fuerte que el "podrá restablecerse" del primer texto de Lumen Gentium. Un año

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de estudio y de maduración conciliar ha pasado entre am­bos textos: pueden responder a un creciente convencimien­to de que la restauración del Diaconado Permanente, es conveniente para dar un respaldo sacramental y oficial a los laicos cristianos que han estado asumiendo responsabi­lidades pastorales, a las que insistentemente fueron llama­dos en tiempos de la Acción Católica.

Notemos, enseguida, la feliz expresión que describe lo genérico del Diaconado como Orden Sagrada: "estado per­manente de vida". El Diaconado, por su consagración sa­cramental al servicio del pueblo de Dios, es un modo de vivir y de estar en el mundo. Es más, por tanto, que una simple profesión u oficio que se contrae por un tiempo y su­perficialmente, como ocupando las horas libres que deja el trabajo propio. No es de ninguna manera lo que se llama popularmente "un pololo". El diácono lo es las 24 horas del día, aunque sólo en algunas ocasiones ejerza funciones pro­piamente diaconales. Es una consagración permanente de la vida de la persona. El sacramento del Orden, también en el Diaconado, imprime carácter y es imborrable, aunque se llegue a obtener dispensa de su ejercicio.

Después de reiterar que su restauración efectiva y local depende -y es compromiso que obliga- de las Conferencias episcopales, este texto va señalando cuáles son los servicios calificados que prestan algunos laicos y que merecen ser "fortificados por la imposición de manos": los hay que ya son "verdaderamente diaconales" aun antes de recibir la ordenación, la predicación de la palabra (lo cual muestra que el Concilio no la prohibe a los laicos y la reconoce en los catequistas), la dirección de comunidades cristianas y la práctica de la caridad (¡y la lucha por la justicia!) en obras sociales (¡o en organizaciones obreras!). Reconocemos allí los tres aspectos esenciales de la misión apostólica y pasto-

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ral: enseñar, animar y santificar por la caridad. Por la orde­nación, los que tales cosas hacen quedan "unidos más es­trechamente al servicio del altar", y nos gustaría agregar: en la oblación del "verdadero sacrificio espiritual", la entrega a Dios de toda la humanidad, de la cual la Eucaristía es signo y sacramento.

4.4. Diaconado: grado propio y permanente de la Jerarquía

Después de los textos conciliares, el documento más importante acerca de la restauración del diaconado es el Motu proprio Sacrum diaconatus ordinem del papa Pablo VI, publicado el 18 de junio de 1967.

En él aparece claro el sentido de la restauración em­prendida dos años antes por el Concilio, que no quiso que el Diaconado siguiese siendo "considerado como un puro y simple grado de acceso al sacerdocio". Es por tanto una re­forma trascendental la que se ha emprendido en la estruc­tura de los ministerios, por cuanto las razones que habían llevado a la atrofia del Diaconado, en las actuales condicio­nes de la Iglesia ya no se consideran válidas y, al contrario, se considera muy oportuno su restauración "como grado propio y permanente de la Jerarquía".

El Motu proprio establece las normas generales a las cuales deben atenerse los episcopados para resolver en con­creto en sus propias jurisdicciones y para solicitarlo a la Santa Sede, exponiendo los motivos pastorales que lo reco­miendan, las modalidades con las cuales se desea hacer, la preparación que se impartirá a los candidatos, etc. Estable­ce enseguida las normas para los casados: consentimiento de la esposa, edad mínima de 35 años, estima del clero y de los fieles, ejemplo de vida cristiana, de no mediocre doctri-

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na, incardinación a una diócesis para los que no pertene­cen a una orden o congregación religiosa y congrua susten­tación. También enumera once funciones diaconales, sin el ánimo de que esta enumeración sea exclusiva de otras, ni de establecer que ellas queden reservadas a los solos diáconos. Por último se preocupa de la vida espiritual de los diáconos, insistiendo particularmente en la lectura y meditación de la Palabra de Dios, en la participación en la Eucaristía, en la práctica de la penitencia y en la devoción mariana. Reco­mienda la conveniencia de la recitación diaria, de una parte al menos, de la Liturgia de las Horas y encarece la constante lectura y estudio de cuanto pueda ayudarlos a desempeñar mejor su ministerio.

4.5. Reglamento para el Diaconado Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile

Por último, merecen recordarse algunos puntos del Re­glamento para el Diaconado Permanente que aprobó la Conferencia Episcopal de Chile en mayo de 1968, después de haber recibido, el 5 de diciembre del año anterior, la aprobación de la Santa Sede para su restauración en el país:

1. Se establece un plan básico de tres años de estudios.

2. Los diáconos casados, en Chile, vivirán de su propio trabajo profesional, sin recibir habitualmente remune­ración por su ministerio.

3. En los primeros años se dará el Diaconado sólo a los casados y sólo en casos calificados a los solteros.

4. La vida del Diácono debe apoyarse en una espirituali­dad adecuada; éstos son los caracteres principales:

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a) El diácono desempeña un servicio evangelizador que prepara la formación de comunidades cristianas o las alimenta con la Palabra; un servicio litúrgico que prepara las comunidades a la celebración de la Eucaristía o colabora en su celebración; un servicio pastoral para presidir, en algunos casos, las comuni­dades cristianas y para orientar su vida de caridad con todas sus proyecciones;

b) Su espiritualidad es cristocéntrica...

c) Esta espiritualidad... debe conducir a una suma fi­delidad a Cristo en su modo de servir...

5. Hacia una teología del Diaconado Permanente

Una teología del Diaconado Permanente, como minis­terio y sacramento restaurado por el Concilio Vaticano II en el siglo XX, sólo puede fundarse en la Cristología contempo­ránea.

El estudio teológico de Jesús en nuestro tiempo se pre­senta como el auténtico camino hacia Dios. Sólo conoce­mos válidamente a Dios si tomamos el "camino" que es Jesucristo, Palabra venida al mundo para revelar el miste­rio de la divinidad y, junto con éste, el de la humanidad. Cuando alguien se siente llamado a servir a sus hermanos, los hombres, al modo de Jesús, tendrá, pues, que someterse a su escuela para colocarse en el horizonte de Dios.

Nuestro tiempo se define con frecuencia como afecta­do por cierto ateísmo y agnosticismo, o al menos de duda o de indiferencia respecto a lo religioso, probablemente a causa del auge moderno de la razón y de la ciencia positiva, que ejercieron en Occidente una fuerte crítica a la tradición

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doctrinal cristiana y a la hegemonía del poder eclesiástico. A este proceso de "secularización" se atribuye a veces las conclusiones agnósticas y ateas, "secularistas", pero es con­veniente no caer en confusiones simplistas, pues también se puede llamar "secularización" a los cambios culturales que han traído por consecuencia la "autonomía relativa de lo temporal". Se ha empleado a veces también la expresión "desencantamiento del mundo" para dar cuenta de la ate­nuación de lo religioso en la cultura y en la vida social y política. Para evitar confusiones apresuradas y superficia­les, hay que observar simplemente que la misma teología moderna, al distinguir mejor los ámbitos y los métodos de la ciencia y de la teología, al discernir mejor las jurisdiccio­nes de lo civil y de lo eclesiástico, y al establecer mejor los ámbitos del derecho y de la libertad religiosa, ha contribui­do -a su modo- a un saludable e inevitable "desencanta­miento del mundo", o a una positiva secularización.

En la teología contemporánea, la crítica filosófica a las pruebas racionales para demostrar la existencia de Dios y la legitimidad exclusiva de la "verdadera religión", como también de la autenticidad inequívoca de Cristo como lega­do divino, ha traído la paradojal consecuencia de favorecer indirectamente el camino cristológico. En efecto, aun cuan­do tengan valor al interior de una determinada filosofía del Ser las pruebas de Dios y de la divinidad de Cristo, la reli­giosidad y la fe cristiana, actualmente sobreviven -y aun robustecidas- tras la crisis del pensar racionalista, de la civilización científico-técnica y de las ideologías totalitarias que impusieron el ateísmo. Y eso sólo por la fuerza de su lógica, como por el persistente "encanto" de Cristo en la conciencia moderna.

De Dios, del mundo y del hombre, creemos lo que Cristo sabía y comunicó. No es poco. Heredero de la tradi-

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ción judía, Jesús imprimió un sesgo original a la experien­cia de Dios, a quien reveló como Padre, y llamó a todos los hombres a participar en ella, con predilección por los po­bres, los pequeños y los insignificantes, pero sin ninguna restricción de raza, nación, clase, sexo o lengua.

Para el diácono permanente, como para todo ministro ordenado, la primera de todas las ciencias y su sabiduría propia consiste en su experiencia en el "misterio de Cris­to". El fundamento de su formación espiritual, doctrinal y diaconal ha de ser una auténtica Cristología. Es la parte de la Teología que más ha contribuido a renovar la eclesiolo-gía de Vaticano II y la que preside la renovación pastoral, litúrgica y ecuménica que parte del Concilio. Coincide también con el surgimiento de nuevos movimientos teoló­gicos en América Latina, que no derivan primariamente de ideologías socio-políticas infiltradas en la teología católi­ca, sino de la pregunta por la naturaleza del Evangelio de salvación originado en Jesús de Nazaret y en la prolonga­ción de la soteriología y los profetas de la Antigua Alianza.

5.1. La lectura bíblica

El primer estudio de todo ministro consagrado ha de ser el procurar una incansable familiaridad con la Sagrada Escritura, en especial con el Nuevo Testamento. A eso apuntan todos los cursos y las lecturas bíblicas que puedan hacerse. La Palabra es el Pan bajado del cielo y comparti­do para sostener la marcha del pueblo de Dios y para que el Servidor de Yahvé lo sea ante todo por la experiencia y proclamación de la Palabra.

Además de esta lectura bíblica (Lectio Divina) es muy conveniente ayudarse con las obras, libros o artículos, de

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exégesis y comentarios, mediante los cuales podemos po­nernos al día respecto a los avances de la investigación bíblica y teológica. Útiles también pueden ser las "Vida de Jesús" que se siguen escribiendo con profusión. Hay algu­nas muy clásicas, como por ejemplo: la de Grandmaison, de Fillion, de Ricciotti, de Papini, etc; más reciente es la de José Martín Descalzo.

La lectura bíblica puede considerarse al mismo tiem­po como acto de oración y acto de cultura teológica. En ella se unen Fe y Ciencia, cada una con su luz propia para un logro común de "ser evangelizados". Por eso, aunque sea una vocación abierta a todo cristiano, es vocación muy propia y específica del ministro de Cristo en cualquier gra­do, tiempo o labor pastoral que ejerza.

5.2. El Director espiritual

Todo cristiano o ministro tiene ventaja en buscar y en­contrar a un "maestro" experimentado en el estudio del misterio de Cristo que le pueda guiar en sus lecturas. Es lo que tradicionalmente se ha llamado "Director espiritual" o Consejero. Santa Teresa apreciaba más, en principio, aun letrado que a un piadoso. No se trata de lo que a veces se llama "formador", pues la formación es obra del mismo Cristo y su Espíritu antes que de cualquier experto huma­no en técnicas o consignas formativas. Entrar en el miste­rio de Cristo es entrar también en una escuela de libertad, en la que los guías que acompañan deben hacerlo con infi­nita delicadeza, sin suplantar nunca al "maestro anterior" que educa las conciencias y respeta a las personas.

También es normal ponerse a la escuela de algún san­to cuya personalidad más nos impacta personalmente y

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con el cual sentimos como una afinidad especial. Es bueno hacerse "amigo" de algún santo o gran maestro espiritual, con el que se simpatiza y en quien se confía para avanzar en la escuela del Misterio de Cristo.

San Pablo, por ejemplo, es un maestro de primera línea, pues su "teología" forma parte sustancial del mismo Nuevo Testamento.

A modo de ejemplo, tomemos algunos trozos de sus ri­quísimas epístolas.

a) En Ef 3, 1-13, el Misterio de Cristo no es sólo la revelación abstracta de la divinidad de Jesús de Nazaret, sino además la formación de una comunidad de seguidores junto a legítimas autoridades para conducir y servir; y sobre todo es la puesta en marcha de un gran proceso de evange-lización, en virtud del cual "los extranjeros son admitidos a la misma herencia". Y Pablo, ministro por el don de la gra­cia de Dios, el último de los últimos es el llamado a anun­ciar a los paganos (no-creyentes, indiferentes, ateos, escép-ticos) cómo Dios va realizando este misterio en la historia.

b) En Gal 5, hay un hermoso evangelio de liberación de leyes, prácticas, ritos y tabúes antiguos, gracias al Espí­ritu de Jesús que nos hace hijos y herederos de la grandiosa "filantropía" de Dios.

c) En Rom 8, está contenida toda la teología de la re­dención -verdadera liberación- a partir del extravío y locu­ra de los paganos y de la desobediencia de Israel, para esta­llar en el magnífico himno al amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, del cual nada ni nadie nos podrá separar una vez que nos hemos convertido a él.

d) En Flp 2, 5ss y 3, 7ss, Pablo expresa también con mucha pasión esta vivencia profunda y beatificante del misterio de la encarnación y la exaltación de Cristo, por la

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cual adhiere y participa en la Pascua -misterio de muerte y resurrección- de Cristo: "Por causa de Cristo lo he perdido todo y todo lo considero basura con tal de ganarlo a él y encontrarme unido a él".

e) En Col 1,15ss; 2, 12, se contiene un modelo del Cris­to cósmico y del anuncio de la nueva vida que alcanzan en Cristo los convertidos: "antes eran ustedes extranjeros y enemigos, pero ahora están reconciliados con Dios... sepul­tados con Cristo y resucitados con él".

0 En / Cor 1, 18; 2, 1, se proporciona un modo pastoral de presentar a Cristo: "El mensaje de la muerte de Cristo en la cruz, parece una tontería a los que van a la destrucción, pero este mensaje es poder de Dios para los que vamos a la salvación"... "Hermanos, cuando yo fui a hablarles de la verdad secreta de Dios, lo hice sin usar palabras sabias ni elevadas. Y, estando entre ustedes, no quise saber otra cosa sino de Jesucristo y, más estrictamente, de Jesucristo crucifi­cado" (...) "Sin embargo, entre los que ya han alcanzado la madurez en su fe, sí usamos palabras de sabiduría. Pero no se trata de una sabiduría propia de este mundo ni de quie­nes lo gobiernan".

La adhesión (fe) y el seguimiento (amor) al Misterio de Cristo como clave de nuestra propia existencia (esperanza) nos urgen a una dimensión importantísima del Misterio de Cristo: su actualidad histórica. Se expresa por la pregunta: ¿Qué significa creer en Cristo en nuestro hoy actual? No es lo mismo creer en Cristo en el siglo II, cuando hay amenaza de martirio en Roma, que en el siglo IV cuando comienza a demolerse el Imperio Romano, o en el París del siglo XIII cuando surgen las catedrales y las universidades, o bajo Luis XIV y los salones de Versalles, o en el siglo XIX en las colonias de Inglaterra en Norteamérica, o de España en América Latina..., etc.

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El Misterio de Cristo es siempre el mismo, pero los hombres y los pueblos lo viven de manera diferente, según el tiempo o los espacios. Es muy propio de todo ministerio pastoral el "escrutar los signos de los tiempos". Fue por una preocupación pastoral de actualidad y de "puesta al día" (aggiornamento) que el papa Juan XXIII tuvo la idea de convocar el Concilio Vaticano II en 1959. Treinta años han transcurrido desde entonces, casi el tiempo útil de una generación, y esa nueva efusión de un Pentecostés contem­poráneo ilumina todavía a la Iglesia, y sus ministros deben constantemente releer las Constituciones y Decretos que formuló.

Hemos visto que nuestro mundo, sin embargo, vive un proceso religioso que se ha convenido en llamar seculariza­ción. Se entiende por secularización el que la dimensión religiosa -y específicamente cristiana- ya no está tan pre­sente en la cultura, en las costumbres y en las instituciones sociales y políticas, y parece ir quedando relegada al fuero interno de cada persona. Se presupone, como casi evidente, que en tiempos anteriores (sin precisar bien cuáles), la re­ligión cristiana tenía un indiscutido y generalizado domi­nio social, que éste le era debido por su naturaleza de Ver­dad revelada, pero que a partir de la llamada "modernidad" (siglos XV-XVI), con el auge de la razón y las ciencias, de las artes y la literatura, de la economía y de los laicos, esta vigencia e influencia social de la fe cristiana, de la Iglesia y de los eclesiásticos, va atenuándose, debilitándose hasta fi­nalmente casi mostrar síntomas de completa extinción. A este estado final, al que muchos llegan ya por razones ideo­lógicas, se le llama ordinariamente secularismo. distin­guiendo así el proceso del punto de llegada.

En América Latina, además, la Iglesia Católica ha ido tomando una conciencia cada vez más clara de la persis-

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tencia del deterioro de los pueblos indígenas, de la margi-nación de grandes sectores populares, tanto entre los cam­pesinos como entre los proletarios urbanos, como también del abismo que separa a estas masas populares de los sec­tores que exhiben un nivel y calidad de vida propios de los ricos países desarrollados. Es decir, se encuentra en pre­sencia de una situación que, en las Conferencias Episcopa­les de Medellín (1968) y de Puebla (1979), se ha denomina­do "violencia institucionalizada" o "injusticia instituciona­lizada". Esta situación ha sido también juzgada como un desafío a la misión evangelizadora de la Iglesia, pues no se trata de meros fenómenos casuales o de naturaleza pura­mente de técnica económica (sin excluir que en parte lo sea), sino de un estado de complejo subdesarrollo en los frentes de la educación, la salud, la alimentación, la estrati­ficación social, las oportunidades y condiciones de trabajo, etc. No es que la Iglesia deba asumir este problema como responsabilidad propia o principal, pero, como portadora de un mensaje de salvación, la Iglesia evangelizadora no puede desinteresarse de lo que pueda ser Buena Noticia pa­ra estos pueblos.

En estas condiciones, la pregunta que inevitablemente se hacen los evangelizadores realistas y fieles al auténtico sentido cristiano es: ¿Cómo hablar de Dios a los pueblos que sufren un desmedro de su dignidad humana? ¿Cómo explicar la salvación de Jesucristo a los pobres que están aprisionados por las más elementales carencias y privacio­nes? ¿Cómo evangelizar a quienes tienen una memoria his­tórica negativa respecto a otros evangelizadores que acom­pañaron a quienes los sojuzgaron?

Podemos concluir de estas observaciones que todo ser­vidor que quiere anunciar el Misterio de Cristo, no debe re-

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ducirlo a una catequesis elemental de nociones generales a grabar en la memoria de las personas a quienes deseamos servir. El diácono es un testigo de Cristo viviente y sal­vador: su Cristología ha de ser vivencial y "encarnada", inserta en un contexto cultural a cuyas preguntas aporta respuestas esclarecedoras y verdaderas: a esa modalidad tiende a llamársele hoy "inculturación de la fe".

6. £1 Diaconado Permanente, entre el sacerdocio ministerial y el pueblo sacerdotal

Nos corresponde ahora tratar de definir la situación teológica del ministerio diaconal entre el ministerio sacer­dotal de los presbíteros y el sacerdocio universal y común del pueblo de los bautizados. Esta situación, que a primera vista nos parece intermedia, no es todavía muy precisa, pues los ministros del Orden sacerdotal no quedan por su ordenación separados del pueblo de Dios, sino, por el con­trario, forman parte de él en un nuevo título de servidores. "Para vosotros soy Obispo, con vosotros soy cristiano", decía san Agustín, que no se olvidaba de su condición co­mún de miembro del pueblo de Dios.

Con esta presentación queremos enfocar el tema que comúnmente se plantea preguntando: ¿cuál es la identidad propia del diácono?, o, ¿qué es lo' específico del ministerio diaconal? Evitemos de partida entender esta pregunta en forma excesivamente jurídica, como sería la fórmula: ¿qué es lo que pertenece al diácono que no pueda hacer el laico? Nuestro problema no se plantea a nivel del hacer sino a nivel del ser. Trataremos de dos puntos: Diaconado y Sa­cerdocio; y Diaconado y Laicado.

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6.1. Diaconado y sacerdocio

Una primera advertencia guiará nuestro estudio: el Concilio Vaticano II centró la comprensión del sacerdocio y de su "autoridad eclesiástica" en el término y concepto de "ministerio". Es lo mismo que "servicio", que en griego se expresa con el término muy empleado en la Biblia de "dia-konía" (Ver Lumen Gentium, n° 18).

Los primeros en heredar el ministerio de Jesús de apa­centar al pueblo de Dios de la Nueva Alianza fueron los doce apóstoles. Sus sucesores recibieron pronto el nombre de "Obispos" (episkopé: supervisores; en el Apocalipsis: "ángeles") y ya desde los primeros tiempos de las primitivas comunidades, fueron asistidos en su ministerio por diáco­nos y presbíteros.

El ministerio-servicio de ellos revistió tres oficios o deberes principales: Io, el de pastores, como maestros de la doctrina que deben enseñar; 2o, el de sacerdotes, del culto sagrado para santificar principalmente con la Palabra y la Eucaristía; 3o, el de conductores, empleando autoridad y po­der espiritual sólo para el bien del pueblo al que son envia­dos (ver Lumen Gentium, n° 20). Este ministerio apostólico puede considerarse también como "ministerio espiritual" (según el teólogo Semmelroth) y no porque deba versar só­lo sobre el alma o los espíritus, ni porque no tenga nada que ver con lo temporal, sino porque brota de Dios y sólo se hace con la fuerza y el poder del Espíritu Santo. El don del Espíritu en Pentecostés es el que desencadena en el mundo una efusión de gracia para prolongar el testimonio de Jesús Crucificado, como auténtico evangelizador del Reino de Dios.

Estos tres oficios son expuestos por Vaticano II como propios del ministerio de los Obispos (a cada uno de estos

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oficios Lumen Gentium dedica los n°s 25, 26 y 27). Pero añade enseguida que los Obispos "han encomendado legí­timamente el oficio de su ministerio, en distinto grado, a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose Obispos, Presbíteros y Diáconos" (L.G. n° 28).

Después de situar el ministerio de los presbíteros (co­múnmente llamados "sacerdotes") en el n° 28, sitúa el de los Diáconos en el número siguiente, 29, que ya hemos ana­lizado más arriba. Notemos otra vez que la enumeración de los tres ministerios incluye a los diáconos que "en co­munión con el Obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios". Son los mismos que se enumeraron antes como ofi­cios propios del "ministerio eclesiástico" o de los Obispos: el de la liturgia (sacerdocio para santificar), el de la palabra (pastor para enseñar) y el de la caridad (actividad para la promoción humana y solidaridad entre los hombres).

Hagámonos cargo ahora de la expresión con la que, al comienzo del n° 29 de Lumen Gentium el Concilio dice que los diáconos "reciben la imposición de manos no en or­den al sacerdocio, sino en orden al ministerio". ¿Cómo entender esta distinción que parece hacer el Concilio entre el sacerdocio y el ministerio? No se trata sólo de una cues­tión textual sino de una pregunta de fondo acerca de la naturaleza teológica del Diaconado. ¿Forma parte del Dia-conado del Sacramento del Orden Sacerdotal o es una orden menor e inferior que sólo habilita para algunos servi­cios de suplencia que, por lo demás, también pueden ser ejercidos por laicos delegados ad hoc? Si así fuera, ¿por qué se menciona ya en el Nuevo Testamento (Ia Carta a Timo­teo 3) y aparece transmitiéndose por imposición de manos -que indica infusión del Espíritu Santo y adquisición de un

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carácter indeleble- y en su ritual de ordenación es califica­do como "grado del ministerio jerárquico" y como co­laborador del ministerio de la comunidad junto a los Obis­pos y presbíteros? La importancia de este problema es ma­yor de lo que parece a primera vista. Tal vez explica la muy trillada razón que no pocos pastores, tanto Obispos como presbíteros, han opuesto a la promoción del Diaconado Permanente: "¿Para qué ordenar para siempre a gente que no hará más de lo que hacen laicos comprometidos, al me­nos por un tiempo?".

En suma: ¿Es el diaconado un grado del sacerdocio que, en primer grado, brota del sacerdocio único de Cristo, que participa de su servicialidad esencial y que crece en las órdenes siguientes para el enriquecimiento orgánico del pueblo de Dios? ¿Participa el Diácono en una consagración sacerdotal específica o sólo en el sacerdocio común de los bautizados laicos?

La respuesta a este problema nos es dada por una relectura de la tradición patrística y litúrgica antigua, a pro­pósito de la primera frase del texto Conciliar: "En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio sino en orden al ministerio" (n° 29).

Este texto está tomado de las Constituciones Ecclesiae Aegyptiacae y deStatuta Ecclesiae Antiquae, ambos prove­nientes de la "Traditio Apostólica" (se encuentran en la Colección de Concilios y documentos antiguos de Mansi). Al pasar del primero al segundo de estos documentos, se extravió la expresión "del Obispo", con las que se especifi­caba que el diácono era ordenado "en orden al ministerio del Obispo". Lo cual muestra que los dos ministerios, dia­conado y presbiterado, eran como los dos brazos del Obis­po y de su ministerio sacerdotal.

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Esto se comprende mejor si se considera con mayor amplitud la extensión del sacerdocio. En efecto, limitar el sacerdocio sólo a los poderes de consagrar la Eucaristía y de absolver los pecados, atiende preferentemente a lo que "hacen" estos ministros y no a lo que son. La noción de la tradición bíblica y pastoral, felizmente restaurada por Vati­cano II, repone la prioridad del evangelizador e integra la función litúrgica del servicio del Altar con las otras dos ya señaladas, la de anunciar la Palabra y la de conducir -sir­viendo- al Pueblo de Dios. El servicio diaconal encuentra allí su naturaleza sacerdotal.

Recogemos esta explicación de J. Colson, destacado teólogo del Diaconado: "Mientras la función apostólica po­ne en orden el aspecto crístico del sacerdocio y constituye por eso el orden sacerdotalizante que, en la persona de Cristo cabeza, por la proclamación de la muerte del Señor y en la predicación y la Eucaristía, consagra la ofrenda del pueblo sacerdotal y le confiere -por la unión al sacrificio del Señor- un valor sacrificial, esta ofrenda es organizada, presentada y distribuida, en la persona de la Iglesia esposa, por la función del Diaconado, que concretaría así el sacer­docio de la Iglesia y pondría en orden (en sacramento) el aspecto eclesial del sacerdocio" '.

Podemos añadir que, si lo específico del Orden Sacer­dotal consiste en participar en la representación, legitimidad y oficialidad de la acción de Cristo como Cabeza del Cuer­po de las Iglesia ("actio in persona Christi Capitis"), el ministerio del Obispo que ejerce el diácono comporta tam­bién una participación en la consagración sacerdotal especí-

1 J. Colson: La fonction diaconale... p. 79, citado por Kevkworde en L'Eglise de Vadean ¡I (t. III. p. 967).

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fica. La celebración de la Eucaristía como celebrante alcan­za también como "cuasi-concelebrante" al diácono que li­túrgicamente acompaña al Obispo o al presbítero en el altar. Además el verdadero sacrificio espiritual es la conversión del corazón y el servicio de los hermanos en humildad, que el diácono tiene también como misión propia en la cons­trucción de la comunidad.

El relieve que el nuevo ministerio diaconal viene a dar al sacerdocio específico de los celebrantes principales mues­tra que el poder consecratorio no termina en la simple transustanciación de las especies eucarísticas con una es­pecie de autosuficiencia, sino que está ordenado a la "con-secratio mundi". Este es el significado del envío final del diácono ("La misa ha terminado, vayan a hacerla vida en el mundo") a los fieles laicos, quienes ejerciendo su propio sacerdocio común de bautizados y confirmados, irán al mundo a participar, a su modo, en la misión propia de la Iglesia: el anuncio de Jesucristo salvador.

6.2. Diaconado y laicado (Comunidades de base, ministros laicos)

La misión y actividad evangelizadora de la Iglesia no se limita a los ministros ordenados. Yendo todavía más allá, ella cuenta también con las Comunidades de base en las que hay el pueblo de Dios y ministros laicos. No pocos agentes pastorales también son religiosas y religiosos con­sagrados por votos religiosos de pobreza, castidad y obe­diencia.

En una Iglesia renovada y creadora de comunidades y de nuevos ministerios, la condición de los laicos deja de ser la de meros soldados rasos, ovejas del rebaño o simples

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"militantes". Si todos los ministerios se definen ante todo por el servicio de Dios y de su pueblo -de Dios en su pue­blo-, la vida de la Iglesia no se reduce a ser la mera eje­cución de decisiones de la Jerarquía, sino que todo el Cuer­po se encuentra animado por la vida que el Espíritu le comunica con sus dones que reparte a quienes y cómo quiere (1 Cor 12-13).

Esto no significa alguna reducción del rol propio que compete a la Jerarquía en la conducción del servicio pasto­ral de la Iglesia. Desde su vértice superior, representado por el Obispo de Roma, sucesor de Pedro en la primacía apostólica, una corriente de vida y fuerza desciende sobre los demás grados para asegurar la unidad y la autenticidad del envío que hace el Padre, Cristo y la Iglesia-Esposa. Pero también una corriente de vida y santidad brota desde las bases, animada también por el Espíritu de Dios, que hace aparecer la santidad -la conocida y la escondida- en las bases más humildes del pueblo de Dios. "Dios ha esco­gido a la gente despreciada y sin importancia de este mun­do, es decir, a los que no son nada, para anular a los que son algo" (1 Cor 1, 28).

' La restauración del Diaconado sin la condición del ce­libato aproxima al sagrado ministerio con la condición so­ciológica de los laicos; y entre ellos, especialmente con las clases menos altas de las sociedades, como lo está mostran­do la realidad contemporánea en todas las Iglesias donde se ha promovido significativamente. Al hacerlo, la Iglesia buscaba instintivamente un puente, no sólo entre la con­dición laical y la clerical, sino también entre la posición social del clero y la de las clases menos afortunadas, espe­cialmente en las Iglesias del Tercer Mundo. Por este "puen­te" debe pasar a la jerarquía una mayor información y sen­sibilidad respecto a las vivencias de los trabajadores, de la

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vida familiar, de las aspiraciones de los jóvenes, de las luchas de los pobres, de sus sufrimientos y esperanzas. Esta condición sociológica de los diáconos -especialmente de los más jóvenes que aún viven de su trabajo activo y ejercen responsabilidades familiares- los sitúa en la línea del "ministerio del Obispo", como "ojos y oídos del Obispo", como los llama la Didascalia Apostolorum, o como "conse­jeros suyos" como los llama san Ignacio de Antioquía, o como "ministros de su Episcopado y de su Iglesia", como quiere san Cipriano.

Por consiguiente, el hecho de no adquirir por la sagra­da ordenación poderes sacramentales superiores a los que pueden extraordinariamente -ahora bastante generaliza-damente- darse a cualquier bautizado, no deja a los diáco­nos, sin más, asimilados a ellos, como ya hemos dicho. En este sentido, por más que se instituyan nuevos ministerios laicales para la distribución de la Eucaristía, o para la ani­mación de comunidades eclesiales de base, para bautizar o incluso para ser testigo calificado en los matrimonios reli­giosos, no por eso se hace innecesario o irrelevante una consagración al servicio del Obispo, establecida por impo­sición de sus manos para conferir una gracia sacramental de autentificación de su apostolado. Esto permite que el ministerio diaconal revista múltiples y variadas formas po­sibles, sugeridas por los criterios de las necesidades, de los carismas y cualidades personales del diácono, por su pro­fesión u oficio, o por su vocación o cualidades providen­ciales. Al respecto escribe un teólogo experto:

"Las funciones de diversa índole que la tradición asig­nó siempre al diaconado llevan a la convicción de que se trata de un ministerio múltiple dentro de la unidad fundamental del servicio del pueblo sacerdotal. De aquí que el verdadero planteamiento de la renovación

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del diaconado no esté precisamente en discutir la oportunidad de una mediación entre el pueblo y los presbíteros, sino en el desarrollo y organización de esta mediación. Por esto, nadie puede excluir la posi­bilidad de diversas expresiones y distintas formas de un mismo diaconado estable, según sea el oficio o ministerio que más sobresalga. En realidad, la exis­tencia de la ley general del orden sacramental de la gracia, según la cual se requiere el rito para la comuni­cación de la gracia por él significada, es el argumento teológico más profundo en orden a la restauración del diaconado como grado estable en la Iglesia latina' " 2

Estas consideraciones teológico-pastorales contribu­yen a responder mejor a la pregunta por la especificidad del diaconado permanente. Lo genérico de todas las órde­nes es la consagración a participar en la única diaconía de Cristo. Lo específico es la participación de servicio en el ministerio eclesiástico del Obispo, no ya en el ejercicio ex­cluyeme de poderes sacramentales, sino en el ejercicio ser­vicial de funciones radicalmente sacerdotales, tanto en el orden de la predicación como en el orden de la sacramen­tación (precisamente ésas que pueden también ser delega­das a laicos).

Pero niás allá de ellas la evangelización contemporá­nea, en la medida en que quiere ser Nueva Evangelización, puede abarcar acciones en la dirección de la justicia social (¡de ahí la importancia de la Doctrina Social de la Iglesia!), de la solidaridad, de la democratización de la sociedad, del fomento de la cultura, de la educación, del servicio a la salud, de la ecología, etc.

2 Ver: Enciclopedia "Sacramentum futuri", art. "Diaconado". Ed. Herder, Barcelona.

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Todas ellas pueden ser integradas en una programa­ción pastoral de conjunto y contribuyen a especificar qué puede hacer el diácono permanente en su servicio al mun­do por parte de la Iglesia y sus ministros.

El surgimiento de las Comunidades de Base en las Iglesias de América Latina renovadas por el Concilio Vati­cano II, Medellín y Puebla, ha dado una nueva vida al Pueblo de Dios. En Chile ellas han sido insistentemente promovidas como prioridad pastoral por las Orientaciones Pastorales, desde la Asamblea Plenaria de Chillan (1968) y luego las de La Serena (1969), San José de la Mariquina (1976) y las correspondientes a los años 1978-80, 1982-85, 1986-89, hasta las actualmente vigentes 1991-94. En 1986 se aprobó un "Directorio para el servicio del Animador de Comunidad Eclesial de Base".

Ya hemos visto que una de las primeras motivaciones que se tuvieron en Chile para pedir a la Santa Sede la res­tauración del Diaconado Permanente, fue la promoción de las CEBs. El diácono apareció como maduro fruto de ellas, al mismo tiempo que requerido por y para ellas. Ello no significa que sólo ellas sean el horizonte de su ministe­rio diaconal, pero es indudable que el diácono está real­mente construyendo la Iglesia en la base cuando promue­ve la formación y ejerce el acompañamiento de las comu­nidades eclesiales de base.

La conveniencia de pluralizar las formas del servicio pastoral concreto, atendiendo a las modalidades propias de cada región del país, condujo a delinear la figura de un ministro laico, designado o elegido por un tiempo limitado y "entresacado" de la misma comunidad, para los encargos elementales que requiere la marcha del grupo. El servicio de llevar la Sagrada Comunión a los enfermos también ha sido instituido como servicio temporal a plazo definido. El

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animador de la comunidad vela porque sus programas, ac­tividades y celebraciones se realicen con espíritu fraternal y comunitario, distribuye responsabilidades y ejerce la co­municación con los párrocos y vicarios. Su formación ha estado a cargo de los COMINES Diocesanos y lo habilitan normalmente para un valioso servicio que pueden prestar laicos calificados para la formación de personas y para el crecimiento y vida cristiana del pueblo de Dios. Los diáco­nos pueden ser valiosos servidores de estos servidores, para orientarlos fraternalmente en la vida y actualidad pastoral de la Iglesia. Nada sería más contraproducente y ajeno al espíritu de servicio sencillo que la pretensión de los diáco­nos de ejercer autoridad y mando sobre estos Animadores, basándose en su condición de miembro de la Jerarquía. Sucede a veces, aun entre la gente sencilla, que un cargo de responsabilidad y de servicio cristiano pueda ser confundi­do con el estilo autoritario que en la vida civil tiene lugar entre jefes y subordinados, o peor todavía, en la vida mili­tar entre soldados rasos y oficiales de cierta graduación. El valor cristiano de las comunidades ha de medirse ante todo por este diferente tipo de autoridad y de relaciones humanas que logre establecerse. En esto también el Evan­gelio debe ser fuente primera e inspiradora y fuerza para lograrlo.

El Pueblo de Dios, sin embargo, se extiende todavía más allá de las CEBs. La Iglesia tiene una franja ancha de no-practicantes o alejados, de católicos "a su manera", de temporeros clientes sólo de santuarios, procesiones y man­das, en una religiosidad popular muchas veces supersticio­sa. En cierto sentido son "ovejas sin pastor", que conviene ir a buscar con respeto y paciencia, porque, aunque "extra­viada", puede esconder una fe muy grande, como es la que Jesús admiró algunas veces en el Evangelio (ver Le 7, 9).

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Mediante el amor fraterno, el servicio y el buen carácter (¡ej mal genio y la prepotencia de ministros católicos es l^ mayor fuente de conversiones al protestantismo!) es córn^ se invita a compartir la fe en Jesucristo y la participación er, las comunidades. La dimensión misionera debe ser cons* titutiva de las CEBs y de sus Animadores y Diáconos. Y 10

que hemos dicho de las Comunidades Eclesiales de Basg^ puede aplicarse también a cualquier otro tipo de agrupa* ción que se origine por una motivación comunitaria. En el tejido social y civil se dan las unidades vecinales, los cen* tros de madres, las ollas comunes, los comités de vivienda^ los alcohólicos anónimos, las bolsas de cesantes, los "corrí* prando juntos", etc. La Iglesia Católica ha sido pródiga en fundar o participar en el tejido social que la "socialización" (en el sentido de Mater et Magistra) chilena ha ido produ­ciendo según su rica sociabilidad y solidaridad.

7. Diaconado, matrimonio y familia

Uno de los aspectos por los cuales la restauración del Diaconado como Orden sagrada permanente en la Iglesia católica fue original y audaz es el que se refiere a la supre­sión de la exigencia del celibato. La Conferencia episcopal chilena, al anunciar el propósito de ofrecer el diaconado a sus varones laicos apostólicos, expresó que lo daría "prefe­rentemente" a hombres casados, padres de familia y que vivieran de su trabajo en el mundo. Este aspecto es el que más ha sorprendido también a la opinión pública, que en­tonces comenzó a acostumbrarse a ver en las ordenaciones diaconales a las señoras y sus hijos subiendo alrededor del altar a formular su consentimiento y a imponerle al candi­dato a diácono la estola cruzada como signo de su incorpo­ración a la jerarquía. Esta "abertura" se daba en un contex-

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to en el que la Iglesia tenía todavía, previo al Diaconado, en la ascensión al sacerdocio, el subdiaconado, que marcaba el comienzo de la obligación del celibato, pues era todavía la primera orden "Mayor" hasta que fue suprimida por Pa­blo VI en el Motu Proprio Ministería quaedam (1967).

7.1. Varones casados

La mayoría de los teólogos pastoralistas que antes del Concilio habían lanzado la idea de esta restauración, la habían pensado, en efecto, como destinada a varones casa­dos y situados en la sociedad, ya sea como agentes pastora­les eclesiásticos, ya sea también como profesionales que dedicaran parte de su actividad al servicio del apostolado, como muchos lo hacían en la Acción Católica de entonces. Los primeros precursores fueron funcionarios de Caritas alemana, especialmente un grupo centrado en Friburgo, hacia 1934, que aspiró al diaconado, lo concibió normal­mente como casado y constituyó seminarios de formación para fomentar especialmente el espíritu de caridad y de asistencia social. Los teólogos que recogieron la aspiración fueron también en mayoría alemanes: Hornef, Schamoni, Hoílnger, Rahner y Arnold, todos ellos también lo pensa­ron como no adscrito a la ley eclesiástica del celibato. No obstante, hacia 1958, la obra de Paul Wininger "Hacia una renovación del Diaconado" (Desclée) todavía creía más probable y conveniente que los diáconos permanentes fue­sen también célibes y confiaba que surgirían más vocacio­nes a él que a la profesión religiosa de Hermano. Con más realismo, se mostraba optimista en el sentido de que el sur­gimiento de ordenaciones diaconales no alejaría del apos­tolado a los laicos que prefirieran permanecer como tales, ni tampoco complicaría las relaciones con sus hermanos mayores presbíteros.

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Al optar por un Diaconado casado, la Iglesia esperaba una amplia aceptación por parte de los católicos cercanos a las actividades apostólicas. No se proyectaba como una vocación de acepción, sino la consagración sacramental del trabajo pastoral que muchos laicos ejercen normalmente en ella. Mostraba también que el estado matrimonial no era de suyo excluyente de una orden sagrada y juzgaba que, sin esa ley, el ministerio diaconal estaba llamado a cumplir un papel relevante en la pastoral contemporánea. También puede comprenderse como consecuencia de esta opción la dignificación del matrimonio cristiano, pues no sólo le qui­ta su carácter de impedimento dirimente para una ordena­ción, sino que lo hace coherente a un mismo sujeto con una ordenación sacramental. Actualmente la praxis establecida es que la ordenación sólo se confiere después del sacramen­to del matrimonio (y aun se extrema la prudencia pidiendo que no se confiera antes del décimo aniversario de matri­monio), por lo cual también los diáconos que enviudan de­ben ser dispensados del ejercicio diaconal para poder con­traer nuevas nupcias. La potestad amplísima de la Iglesia sobre las modalidades de administración y los condiciona­mientos de las sagradas ordenaciones, permite pensar que el mejor servicio del bien común de las personas implica­das y de la comunidad, irá perfeccionando las actuales mo­dalidades.

7.2. Consentimiento de la esposa e hijos

El consentimiento franco y expreso de la esposa y de los hijos es conditio sine qua non para la ordenación de un candidato y está contenida en el rito mismo de la Ordena­ción. Si bien sólo es el hombre quien queda ordenado y contrae deberes y derechos en la Santa Iglesia, no obstante

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la unión matrimonial exige que la esposa del diácono no quede como una extraña en el nuevo estado que asume su marido. En virtud del anterior sacramento que ambos se confirieron como ministros propios, ambos pasaron a ser no ya dos sino "una sola carne"; y esto no puede ser indife­rente a la esposa. Ambos son Cabeza de una familia, prime­ra comunidad que se ha comenzado a llamar "Iglesia do­méstica". La consagración diaconal no puede desconocer esta realidad como si el aspirante a diácono fuese soltero. Al contrario, encuentra mejor asidero para que el ministro de la comunidad familiar, que el diácono ya ejerce en co­munión con su esposa, incluya también la participación de la esposa en la preparación a su diaconado y también des­pués, de algún modo, en la extensión del servicio diaconal a la comunidad más amplia que interesará a ambos y a la que, en conjunto, pueden comunicar el propio espíritu fa­miliar. Ya lo observaba Pablo: "El diácono sea esposo de una sola mujer y sepa conducir bien a sus hijos y a su pro­pia casa". Y unos versículos más arriba había escrito, refi­riéndose a los "dirigentes" (que a veces se traduce por "obis­pos" pero no sin equivocidad respecto al "episcopado" ac­tual): "...porque si uno no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios? (1 Tim 3, 12; 5).

La condición de casado, pues, para el diácono no es algo tolerado, un mal menor debido a la imposibilidad de conseguir sólo a célibes. La vemos como una condición providencial, que el Espíritu quiere para su Iglesia en el siglo XX, pues no es indiferente a la escucha que el mundo pueda dar el mensaje evangélico en la crisis matrimonial y familiar, la experiencia del ministro consagrado que irá a evangelizar la cultura familiar contemporánea. No por eso la Iglesia debilitará su aprecio por el celibato, el cual, acep­tado libremente y por amor, como lo hacen los religiosos y

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los otros ordenados "in sacris", comporta un compromiso profundo y personal con Cristo, su Iglesia y Pueblo, a mo­do de una relación nupcial como los casados, o una dispo­nibilidad y entrega generosa, como la hacen algunos hom­bres de ciencia, investigadores, artistas o políticos.

No por ser casado el diácono ejercerá un ministerio de menor importancia o valor disminuido que el de los minis­tros célibes. Simplemente se trata de otro carisma que el carisma del celibato, pero igualmente fruto del Espíritu cuando el matrimonio ha hecho florecer las gracias del Bautismo y de la Confirmación, y da incesantes y crecien­tes frutos del amor humano y divino, infundido en ambas almas por el mismo Espíritu.

Sin perjuicio de que sólo el varón es el ordenado por el sacramento, no está prohibido pensar que la gracia del mismo toca también a la esposa, pues ya no son dos, sino una misma carne. Por eso se puede ir más lejos aún en el ideal de la participación de la esposa en el ministerio de su esposo. No sólo puede acompañarlo en la preparación, sino también en el ejercicio mismo. Al respecto, merece re­cordarse lo que expuso el diácono chileno Hugo Montes en el 2° Encuentro Latinoamericano del Diaconado Per­manente, celebrado en Puerto Rico en mayo de 1986:

"£/ hombre no separará lo que Dios ha unido. Ni el hombre ni nadie ni nada. Menos la diaconía. ¿Como iba a contradecirse la Iglesia, disminuyendo o ama­gando con un sacramento lo que constituyó con el anterior? Se es diácono desde el matrimonio y no a pesar o -menos- en contra del matrimonio. Es del ca­so decir algo más al respecto: creo que el ministerio diaconal alcanza también a la esposa, en la misma

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medida en que él y ella son uno. Ambos tienen ¡a dia-conía como una dimensión de su vida de pareja cris­tiana. Natural, por tanto, es que crezcan juntos en el nuevo sacramento. Que la oración sea en común y también la lectura bíblica, la participación en retiros o en jomadas de estudio y -más importante todavía- en la Eucaristía. Si juntos van a la comida de parientes y amigos, ¿por qué han de ir separados a la cena del 5eñor?"(véase "Diaconado Permanente en el Sur", Ed. Celam Devum 21. Bogotá 1989).

7.3. Ministerio para la pastoral familiar

La condición del Diaconado Permanente, justamente por ser casado, lo habilita especialmente para desempeñar su ministerio en la pastoral familiar. "Familia" es una constante e importante prioridad de las Orientaciones Pas­torales del Episcopado chileno. La encontramos desde 1976 y desde entonces no ha cesado de estar presente en forma creciente. Los variados diagnósticos hechos acerca de su real situación y evolución, así como los variados problemas so­ciales y morales a los que la familia se encuentra expuesta, la hacen objeto de una mayor necesidad de agentes pastora­les calificados que no solamente le hablen, sino que con el ejemplo muestren que el ideal cristiano de familia unida y personalizante es realmente posible y es también condición de respeto, amor y felicidad. La vida afectiva, la relación de pareja, la educación de la sexualidad, la fecundidad, la edu­cación de los hijos, el cambio social de costumbres y valores, el marco social en el que se desenvuelve la mujer y el matri­monio, etc., todo eso desafia a la ética tradicional del catoli­cismo para que no se limite a ser recuerdo de normas legales

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o usos recibidos, sino para capacitar a los creyentes -y a su vez desafiar a los permisivistas- a que muestren un inteli­gente discernimiento de valores y un mayor logro de verda­dera felicidad. El diácono, especialmente si logra adquirir una competencia en psicología y en sociología, frecuentan­do los más calificados y "aggiornados" teólogos moralistas, estará particularmente habilitado para acompañar el cami­no de los jóvenes y a las comunidades con los sólidos valo­res del Evangelio, que educará la conciencia y formará la responsabilidad a igual distancia de los extremos del rela­jado permisivismo y de una rigidez legalista. Es justamente la educación de la afectividad, de la sexualidad y de la res­ponsabilidad, la que más se echa de menos habitualmente en nuestras familias, tanto burguesas como populares, en nuestros colegios de Iglesia, y aun en los grupos de pastoral juvenil.

En nuestros días, en todos los países de vieja cristian­dad que sufren el impacto de la liberación de costumbres, se echa de menos una mayor solidez y poder de convenci­miento para la educación sexual a partir de la ética católica. Con frecuencia aparece como legalista y prejuiciosa, redu­cida a insistir en la sola continencia. Con motivo de la lucha contra el Sida emprendida por las instancias de sa­lud, las restricciones reiteradas por moralistas y educadores célibes corren el riesgo de no convencer a los y a las jóvenes en la atmósfera "permisivista" que los envuelve. El testimo­nio de educadores que tienen experiencia matrimonial y se­xual, que han sido exitosos en su relación de pareja, tiene mejores chances de ser -al menos testimonialmente- más eficaces y tener mejor llegada. Es el caso de los educadores diáconos, tanto para la educación formal de las institucio­nes, como para la animación de la pastoral juvenil.

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8. Espiritualidad diaconal

8.1. ¿A qué llamamos "espiritualidad"?

Allí donde la vida cristiana se vive intensamente y cre­cen armónicamente la fe, la esperanza y el amor, junto a las demás virtudes, encontramos una "espiritualidad". Consiste en una fuerza interior que motiva a la acción, conformada de elementos intelectuales, afectivos y apetiti­vos ("pasión"). Es la huella propia del encuentro con Dios: la persona es tocada profundamente por la presencia de Dios, que adviene como un don gratuito y al mismo tiem­po como un llamado al compromiso. La conciencia entra así en una relación dialógica con Aquel que descubre pro­gresivamente como el Dios que llama personalmente y ejerce al mismo tiempo una misteriosa atracción personal. Este encuentro se presenta también como una luz, que lo ilumina en su propia interioridad, en su historia personal y en el esclarecimiento gozoso de la experiencia vivida en el espíritu. El encuentro con Dios es el que revela e introduce mejor al hombre en su propio espíritu. "Noverim me, No-verim Te", decía san Agustín: "Conociéndome a mí, te co­nozco a Ti". Es en esta conjunción de la conciencia de sí con la belleza y compromiso, que suscita la revelación cris­tiana -captada sobre todo en la Sagrada Escritura-, que brota la "espiritualidad". Aunque pueda formularse de un modo genérico y abstracto, lo que permite hablar también de una "teología espiritual", la espiritualidad concreta tie­ne que ver más bien con una vivencia o una experiencia. Por eso es que dentro del cristianismo pueden darse múlti­ples espiritualidades: monástica, evangélica, oriental, sa­cerdotal, carmelitana, jesuíta, del P. De Foucauld, teresia-na, vicentina, laical, francesa, etc.

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¿Podemos hablar ya de una espiritualidad diaconal? Sin pretender originarla en la sola restauración de la

antigua orden del Diaconado, la raigambre bíblica de la diaconía, junto a las condiciones concretas en las que esta orden restaurada en Vaticano II ha comenzado a vivir en el último cuarto de nuestro siglo XX, nos permitirá intentar la caracterización de ciertos elementos para una espiritua­lidad diaconal.

8.2. Espiritualidad evangélica y cristocéntrica

Una espiritualidad es evangélica desde el momento en que se inspira directa y primariamente en el Evangelio, en la aceptación del seguimiento de Jesús pobre, austero y pro­fundamente "hombre para los demás" y absolutamente li­bre. El adjetivo "evangélico" implica el sentido de radicali-dad en el seguimiento de Jesús, en cambio "evangélico" como sustantivo expresa en el uso chileno la pertenencia a alguna iglesia protestante. La espiritualidad evangélica puede caracterizarse también por la simplicidad, cierta in­diferencia respecto a los poderes, los honores, la sabiduría intelectual, los prestigios "mundanos", el lucimiento y la influencia social. Los textos evangélicos fundantes son las bienaventuranzas y el consiguiente Sermón de la Montaña, en el que se encuentran todas las comparaciones que el mismo Jesús hizo con la Ley antigua, que representa la moral natural o el estricto derecho. También poseen cierto "evangelismo" las gozosas exclamaciones de Jesús: "Yo te bendigo, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que escondiste a los sabios y enten­didos" (Le 10, 21).

La espiritualidad diaconal debe ser evangélica porque es el mismo Señor el que definió la vocación cristiana al ser-

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vicio -y condición propia de toda autoridad ejercida en su nombre- en contraposición a los grandes de este mundo.

"Como ustedes saben, entre los paganos los jefes go­biernan con tiranía a sus subditos, y los grandes hacen sentir su autoridad sobre ellos. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario el que entre ustedes quiera ser grande, deberá servir a los demás; y el que entre ustedes quiera ser el primero, deberá ser su servidor. Porque, del mismo modo, el Hijo del Hombre vino no para que le sirvan sino para servir y dar su vida como precio por la libertad de muchos" (Mt 20, 25-28)

De lo cual muchos otros textos del Nuevo Testamento hacen eco, como éste de san Pablo a los Corintios:

"Dios ha convertido en tontería la sabiduría de este mundo... Pues lo que en Dios puede parecer una ton­tería, es mucho más sabio que toda sabiduría huma­na; y lo que en Dios puede parecer debilidad, es más fuerte que toda fuerza humana"...

"...Dios los ha llamado a pesar de que pocos de uste­des son sabios según los criterios humanos, y pocos de ustedes son gente con autoridad o pertenecientes a familias importantes. Y es que para avergonzar a los sabios. Dios ha escogido a los que el mundo tiene por necios... Así nadie podrá presumir ante Dios " (1 Cor 1, 26. 29).

Marcos y Lucas repiten exactamente los mismos tex­tos, lo que muestra la importancia que les atribuyó la Igle­sia naciente. Lucas, además, inserta estas palabras en el marco de la Ultima Cena, como para expresar que todo el nuevo sacerdocio es "el servicio de la mesa". Jesús conti­núa asegurando a sus discípulos que "comerán y beberán a mi mesa en mi Reino" (Le 12, 28-30). Términos que evo-

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can la exhortación a estar preparados y con las lámparas encendidas, pues, a la llegada del amo, éste va a cumplir con esta inversión de roles y él mismo "los hará sentarse a la mesa y se dispondrá a servirles la comida" (Le 12, 37).

Entre los Padres de la Iglesia, san Ignacio de An-tioquía, en el siglo II, exhortaba a los cristianos a que hon­raran a los diáconos como a Jesucristo; porque se les ha confiado la diaconía de Jesús, representan a Cristo, diáco­no del Padre. Y san Cirilo de Alejandría completaba di­ciendo que si Cristo es el Diácono del Padre es para hacer­se diácono de los hombres, como enseña san Pablo a los Romanos:

"Acójansepues los unos a los otros como Cristo los ha acogido a ustedes para la gloria de Dios. Les afírmo en verdad que Cristo vino a servir a los circuncisos para cumplir las promesas hechas a los antepasados".

Jesús quiso expresamente que su servicio fuera ejem­plo del Maestro y Señor que los discípulos tenían razón en llamarlo como tal, pues lo era en verdad a este respecto, para que "lo que he hecho por vosotros, lo hagan ustedes también" (Jn 13, 15). Y lo que hizo no fue sólo lavarles los pies, sino darles de comer el pan y beber la copa en acción de gracias, exhortarles a velar y orar en Getsemaní, intro­ducirlos en el misterio del amor de Dios, dar su vida por los que se ama, preferir a los pobres y pequeños del mun­do, denunciar y luchar contra los fariseos, etc.

8.3. El servicio de las mesas

Esa fue la primera función para la cual los Doce con­vocaron a la Asamblea, pidiéndole que les eligieran a algu­nos auxiliares para tener más tiempo de dedicarse a la ora-

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ción, según nos cuenta Hechos 6, 2. Ya hemos señalado que Lucas no empleó aquí el término diácono, pero sí menciona la imposición de manos como rito de transmi­sión del encargo y nos da la lista de los designados. A los mismos los vemos inmediatamente predicando. Y todo el resto del capítulo es el memorial de Esteban, uno de los siete recién nominados, y su martirio. No se trata, pues, de meros garzones para los comedores. "Servir a las mesas" tiene más probablemente una referencia a la "Cena del Señor" que ya las primeras comunidades celebraban y no siempre en orden y armonía, como lo sabemos por el co­rrectivo que les dirige san Pablo en 1 Cor 11, 20: "Cuando ustedes se reúnen en común, no es la Cena del Señor la que ustedes toman, ya que cada cual se apresura a servirse su propia comida, mientras otro se emborracha".

Toda esta descripción es un hecho de vida que nos permite captar todo el alcance que los primeros cristianos daban a la Eucaristía. Ella no se reducía a la sola hostia y vino de nuestras actuales misas, sino que se celebraba en el marco de un banquete o comida social, como fue también la que celebró Jesús según el rito de la Pascua judía. Cada cual traía sus ofrendas, pero los de Corinto no las ponían en común. ¿Qué comunión podía haber así entre pobres y ricos? De allí que la Eucaristía, y el "servicio de las mesas", comportara ciertamente una exigencia y pedagogía de soli­daridad y que el diácono fuera un ministro de Iglesia espe­cialmente educador de la solidaridad. La queja de los hele­nistas acerca de una falta de equidad entre la atención a las viudas griegas y a las judías, había sido justamente la razón para elegir servidores que afrontaran el problema y dejaran tranquilos a los Doce. Y nótese que para dejar a su vez tranquilos a los griegos, eligieron auxiliares que lleva­ban nombres griegos.

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Otra vez viene al caso aquí recordar la proyección no sólo ascética y personal de la comunión eucarística, sino su significado y exigencia de solidaridad y de justicia so­cial, como también su consecuente proyección escatológi-ca: es el banquete del Reino, de la salvación eterna, la que la Iglesia y su ministro, el diácono, significan y preparan. Pero la salvación no es sólo eterna, sino que está ya aquí y ahora -aunque todavía no plenamente- cuando se com­parte la mesa del Señor con los pobres, invitados a las Bo­das del Hijo con la Humanidad. Por eso un Padre del siglo V, el Pseudo-Jerónimo, en su obra "De las siete órdenes de la Iglesia", mostraba la importancia que tenía la presencia del Diácono junto al sacerdote: le recuerda las prerrogati­vas de los humildes y de los pobres: "es el testigo de la hu­mildad, de la pobreza, de la economía redentora y del su­frimiento". Y Cirilo de Alejandría agregaba que no por ser ordenados más tarde de presbíteros u obispos, no por eso podían perder el carácter de diáconos, pues sostenía que "los sacerdotes son los diáconos de Cristo".

8.4. Virtudes diaconales

Releamos las que san Pablo postula en 1 Tim 3, 8-13:

"Asimismo los diáconos deben ser hombres respeta­bles, que nunca falten a su palabra ni sean dados a emborracharse ni a desear ganancias mal habidas. Deben apegarse a la verdad revelada en la cual cree­mos y mantener limpia la conciencia. Primero deben ser probados, y después, si no tienen falta, podrán ser­vir como diáconos. Igualmente las mujeres deben ser respetables, no chismosas, serias y fieles ante todo. Un diácono debe ser esposo de una sola mujer y saber

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gobernar bien a sus hijos y en su propia casa. Porque los diáconos que realizan bien su trabajo, se ganan un lugar de honor y con mayor confianza podrán hablar de su fe en Cristo Jesús".

Este fundamento neotestamentario y paulino para la espiritualidad diaconal debe llenar de aliento y de confianza a los diáconos nuevos que surgen en la Iglesia post-conciliar y renovada, pues pocos ministerios tienen una definición tan propiamente bíblica como la tiene el diaconado. Sub­rayemos algunas virtudes que debieran caracterizarlo, sin adoptar algún estilo "eclesiástico" o clerical. Pudiera suce­der a veces que, en diferentes culturas o clases sociales, al­gunos estereotipos se imponen como aspectos convencio­nales que responden más a la moda social que a la inspira­ción religiosa o evangélica.

Primero, el diácono debe ser "respetable" porque "nun­ca falta a su palabra". Virtud que debe contrastar con la cos­tumbre de algunos de asumir compromisos que no cum­plen, sin que les falten excusas que, sin ser falsas o fingi­das, dejan caer fácilmente y con ligereza algo en lo que otros esperaban un servicio. La "formalidad" o la "respon­sabilidad" parecen pequeñas virtudes, o simplemente "hu­manas", tal vez porque es común cierta indulgencia con sus deficiencias, pero de igual modo es relevante el hecho de que sobresalgan notoriamente cuando alguno las posee y sólo por eso se hace acreedor al respeto y a la confianza de quienes las aprecian mucho.

Enseguida, "emborracharse" y "desear ganancias mal habidas" es una tentación de la cual no están exentos los hombres de Iglesia, lamentablemente. En el caso de los diá­conos, precisamente por el hecho de vivir más en el "mun­do" y por estar a veces urgidos por estrecheces económicas

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para sí y sus familias, los coloca efectivamente en una situa­ción de mayor mérito cuando se muestran sobrios en sus costumbres, vestimentas, standard de recreaciones, "vicios" (alcohol y tabaco). La "revisión de vida" deberá discernir los "espíritus" con que a veces forzosamente deben asumir­se ciertos "estándares", según el ambiente social en el que convive. Nótese, sin embargo, que la sobriedad no es una virtud sólo para los acomodados y para que se note y edifi­que (y no escandalice), sino que tiene en sí un valor de libe­ración.

A continuación, Pablo pasa a caracteres más interio­res: el apego a la verdad revelada y la limpieza de concien­cia. De ahí la importancia en cultivar una conciencia moral esclarecida en materia de teología moral. En la actualidad, cuando se habla mucho de la evangelización de la cultura, se impone un discernimiento desde la fe acerca de las for­mas culturales, los hábitos, los criterios, las pautas de conducta, que con frecuencia son rígidos en las sociedades con fuerte tradición católica y corren el riesgo de convertir­se en convencionalismos y conflictos con la generación joven emergente. Es responsabilidad de los magisterios -el de los pastores y el de los teólogos- ayudar a los ministros a efectuar y educar este discernimiento. No está vedado a los diáconos aportar su punto de vista, propio de quienes están más en sintonía con la mentalidad ambiente, incluso para ayudar a los intelectuales especialistas a formular juicios morales y pastorales.

Por último, encontramos el requerimiento de que las mujeres también sean respetables, no "copuchentas" ni traviesas. Se refiere tanto a las esposas de los diáconos, co­mo a las diaconisas allí donde se den. Muy probablemen­te, la norma de "ser esposo de una sola mujer" no prohibe que el diácono viudo pueda contraer nuevas nupcias. Se

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refiere a la fidelidad conyugal, virtud que pudo no ser muy fácil cuando el ambiente predominante era pagano y los cristianos traían una disciplina nueva. Algunos histo­riadores encuentran aquí una probable explicación al aprecio de la virginidad y del celibato, que trajo consigo la espiritualidad cristiana, en contraste con la relajación pa­gana. Pero sería exagerado cargar en la cuenta de la teolo­gía cristiana un pretendido desprecio al cuerpo y al sexo y una "satanización" de la mujer y lo femenino.

Nótese, para terminar, que Pablo relaciona estrecha­mente el "realizar bien su trabajo" (entendemos el "trabajo diaconal") con la seguridad de poder hablar bien en su fe en Cristo Jesús. Lo mismo ha subrayado Vaticano II al señalar que la caridad pastoral es la esencia misma de la espiritualidad sacerdotal.

8.5. "Autoridad discreta"

En la Oración consecratoria de la Ordenación diaco­nal, inmediatamente después de las palabras esenciales ("forma" del sacramento), el Obispo prosigue, invocando sobre los ordenandos, esta petición:

"Derrama sobre ellos en abundancia todas las virtudes: el amor sincero, la solicitud por los enfermos y los pobres, la autoridad discreta, la pureza sin tacha, una vida siempre según el Espíritu...".

Detengámonos en la autoridad discreta. La imagen-mo­delo de Jesús-Diácono, que siendo Maestro y Señor, está, sin embargo, entre sus discípulos como el que sirve, es la

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que debe calificar la "autoridad" con la que se inviste a los diáconos. La "autoridad" en la economía cristiana no se fundamenta en ningún tratado de filosofía política ni en una estrategia para asegurar la eficiencia de un conglome­rado social. El término griego que los evangelistas em­plean para dar cuenta del poder que le ha sido dado por el Padre y que él transmite a los discípulos, es "exousía". Sig­nifica una densidad espiritual que actúa y recibe su efica­cia por la asistencia y delegación del Padre. Se comunica pasando por sobre resistencias, debilidades y deficiencias, provoca conversión y capacitación, toca los corazones e irradia a su alrededor un clima de confianza, alegría y se­guridad de estar en buen camino. Puede definirse como "carisma" y constituye, para quien lo recibe sacramental-mente y está llamado a ejercerlo, un verdadero desafío a que llegue a hacerlo con humildad y mansedumbre.

Si esta noción corresponde a la exousía plena de Je­sús -"Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra..." (Mt 28, 18)- comprendemos cómo ha de ser la autoridad y poder que comunicó a sus apóstoles y la que éstos, a su vez, por la imposición de manos, transmiten a sus suceso­res y cooperadores. No se trata de una ficción jurídica o de un mero simbolismo, como sería la entrega de la banda presidencial al candidato elegido por el pueblo. Es una comunicación que no por ser espiritual es menos real. Comprendemos también cuan distinta a la "exousía evan­gélica" es la que a veces se quiere describir como "don de mando", "energía" y decisión, tantas veces lindantes con un carácter agrio, tozudo, inconsulto, orgulloso, despecti­vo y tantas veces prepotente e inescrupuloso. Esta imagen, más propia de la profesión militar o política, está eviden­temente a mucha distancia de la imagen evangélica del poder y la autoridad. No es tampoco la última de las razo-

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nes por las que surgen variados conflictos y se producen tantos retrocesos entre los que se esmeran en la construc­ción del Reino de Dios1.

8.6. La oración diaconal

Aunque el "servicio de las mesas" fue instituido para que los Doce no fueran impedidos, ellos, de dedicarse a la oración, no por eso a los diáconos no les compete esta de­dicación. Muy por el contrario: desde el momento en que son entresacados de la comunidad para servirla, la ora­ción pasa a ser para ellos no sólo una necesidad personal, sino también una función social, pues es inherente a todo ministerio derivado de Jesús. Es parte de su trabajo. Está "contratado" para eso también, de modo que falla a su contrato -"Ordenación"- si no le dedica tiempo.

Hay variados métodos de oración, que enseñan a practicarla, pero hay también en la Iglesia una gran liber­tad para escoger el que más se aviene a la personalidad es­piritual del cristiano. Todos son buenos y pueden ser pro­vechosos según los temperamentos y los tiempos.

El tipo de oración que parece ser más apropiado al hombre moderno es, al parecer, el que se mueve en la at­mósfera de la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura.

El catolicismo ha aceptado el desafío y el estímulo, fe­lizmente, aportados por el protestantismo, y ha vuelto -co-

1 Cfr. Hans Küng, La Iglesia, Herder. Barcelona 1975. "El ministerio ecle­siástico como servicio", pp. 461-565. en el que se presenta teológicamente como diaconía.

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mo lo hacía más amplia y libremente hasta la época mo­derna- a leer la Biblia, a editarla, comentarla, escrutarla y a recentrar toda la Teología en ella, con lo cual ha dado los más positivos pasos para progresar en el ecumenismo.

Orar, hoy, es una actividad que está siendo redescu­bierta y practicada no sólo en la Iglesia Católica, sino también entre los hermanos separados y en las nuevas es­piritualidades que quieren ayudar al hombre moderno (angustiado, secularizado e incrédulo), a ejercer una expe­riencia de admiración ante los inmensos misterios del mundo, a explorar la propia intimidad para buscar bue­nas raíces y mejorar las relaciones humanas.

Precisamente porque muchos practican hoy una ora­ción en la que buscan una salud espiritual, es que los cris­tianos -y sobre todo los ministros- tenemos la oportuni­dad de descifrar lo que hay tras esta demanda secular de experiencias espirituales y de profundizar en nuestra in­mensa riqueza contemplativa.

Curiosa y paradojalmente, en el siglo de la exacerba­ción científico-técnica, materialista y hedonista, la de­manda por experiencias espirituales tiende a la contem­plación y búsqueda de una profunda sabiduría de la vida, que comprenda al mundo y a los prójimos, que viva valo­res de vida atrayentes y participadles.

Poco aportaría a nuestra sociedad el catolicismo, si se limitara a oraciones rituales, a liturgias inexpresivas, a rú­bricas convencionales y rígidas, a sermones que no dicen nada, o peor aún, como los del padre Gatica: que predica pero no practica. Naturalmente la oración contemplativa no es fácil, ni está al alcance de cualquiera. Por eso mismo el diácono es un servidor de mesas que debe poder ofrecer un "menú" de calidad, de buen gusto, nutritivo y que lleve a continuar con el régimen propuesto.

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Se dice que a caminar se aprende caminando: de igual modo a orar se aprende orando. El primer y definitivo pa­so es el de convencerse de que nos hace falta orar y perse­verar siempre.

Un segundo problema debe enfrentar quien decide comprometerse con la oración o quien está obligado a ello por norma religiosa: ¿cómo conciliar un ritmo de cierta frecuencia con un gozo espiritual continuamente renovado y vivificado?, ¿cómo juntar la "rutina cotidiana" con la ina­gotable novedad del Misterio divino? Aquí es donde mejor percibimos que la oración es no sólo un esfuerzo humano continuado, sino, sobre todo, una gracia dada gratuita­mente. Esto se comprende fácilmente si se considera que el objetivo de la oración es recibir una inteligencia en el Mis­terio de Cristo y de Dios: no es del que corre o se esfuerza, sino de Dios que ilumina a quién quiere y cuándo quiere.

Por último, se puede aconsejar al orante que no consi­dere "distracción" a todo pensamiento ajeno a lo propues­to, sobre todo si refleja un problema de la vida real y ac­tual, una inquietud o una angustia que aflige y que cierta­mente no es impropio que sea conversada con el Señor en la, intimidad.

En la oración tienen cabida las mismas críticas que puedan surgimos respecto a la Iglesia concreta en la que nos movemos, respecto a las personas de las que discrepa­mos y a los asuntos por los cuales sufrimos. En la oración es donde tenemos la mejor oportunidad no tanto de buscar consuelo en el Señor, sino de ver con la mayor lucidez posible en qué no tenemos razón.

La misma Iglesia lo hace cuando sufre críticas, cuan­do ve que la gente se aleja de la práctica o reacciona con otros criterios que los habituales del mundo religioso cató-

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lico y jerárquico. Entonces tenemos que admitir que los discrepantes pueden tener razón y que tal vez, si estuviése­mos en su lugar, pensaríamos o haríamos lo mismo. La oración es una fuerza de comprensión, justicia, tolerancia y solidaridad. De otro modo, imitaríamos el modelo del fariseo que daba gracias a Dios por sus propias virtudes y méritos, descartando de partida al pobre publicano que no sabe más que pedir perdón por sus pecados.

La oración diaconal estará también y normalmente especificada por la misión del servicio. Continuamente preguntaremos al Señor: ¿cómo podría hacerlo mejor?, ¿lo que hago, sirve efectivamente?, ¿colaboro fácilmente con quienes han organizado servicios muy atinados para obje­tivos solidarios y pastorales en mí sector?

9. ¿Qué futuro para el Diaconado Permanente en América Latina?

En este último capítulo nos pondremos la pregunta por el futuro del Diaconado Permanente. Lo haremos a partir de nuestra experiencia de varios años en la prepara­ción de los candidatos al Diaconado Permanente. Ellos eran comúnmente detectados entre los ministros laicos surgidos en la pastoral ordinaria, especialmente en las Co­munidades Eclesiales de Base. En Chile, salvo pocos casos de vocaciones especiales surgidas a propuesta de algún presbítero, directa y personalmente formulada a un desta­cado laico, las vocaciones al Diaconado Permanente han surgido en los ambientes parroquiales a partir de los mi­nistros laicos. Ya sea por sugerencia del párroco o de la misma comunidad, dirigida a alguno en especial y recibida a veces sin mucho entusiasmo personal, ya sea que alguno de ellos por su propia iniciativa se sienta personalmente

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atraído al Diaconado y presenta espontáneamente su can­didatura. Contando con la aceptación de su esposa y de sus hijos -también con variados matices- asiste entonces una o dos veces por semana, normalmente durante tres años a lo menos, a los cursos específicos teológicos y pas­torales. Se supone que ha hecho ya el currículo teológico de tres años en el Instituto Catequístico, común para los y las ministros(as) laicos(as), también en horas vespertinas, dos veces por semana. Los cursos que conforman el cu­rrículo específico para el Diaconado también tuvieron lu­gar en Santiago con el apoyo del Instituto Catequístico.

Este modo de formación teológico-pastoral es bastan­te sacrificado para los candidatos. Los estudiantes vienen de su trabajo, con frecuencia cansados por el peso de la jornada de ocho horas y, teniendo su domicilio general­mente en zona alejada, demorarán otra buena hora para llegar a su hogar ya bien entrada la noche. Sin embargo, ha sido siempre notorio el ánimo de atender, aprender y capacitarse para lograr la meta. Una vez puestos en mar­cha la vocación y los estudios, se les hacen cada vez más interesante. Siempre quieren más y es por eso que siguen, en general con gusto, la "formación permanente" que se les recomienda para después de la ordenación. Simultánea­mente, en sus parroquias y capillas siguen ejerciendo un servicio muy cercano a la gente, lo que les ocupa las otras tardes de la semana. Son ministros de comunión, catequis­tas, lectores o asesores de comunidades de base, de los co­mités litúrgicos, económicos o de solidaridad. Teoría y pra­xis se entrecruzan bien y traen a la clase las preguntas que éstas les han sugerido.

En esta experiencia fue posible advertir muy pronto que, quienes estábamos acostumbrados a hacer clases en el Seminario o en la Universidad, teníamos dificultad en encontrar un método didáctico apto para estudiantes que

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no tienen un hábito intelectual académico. Problema, por lo demás, ya percibido en el Seminario junto a alumnos con poca afición especulativa, a los que con frecuencia uno tenía la sensación de estar torturando con una filoso­fía escolástica tan abstracta y tan teórica.

Con este tema estamos tocando una dificultad que la promoción del Diaconado Permanente ha encontrado en su camino y en los Seminarios Mayores también en la for­mación sacerdotal de los seminaristas de proveniencia po­pular. Esta dificultad proviene de la idea del Diaconado elaborada "a imagen y semejanza del Presbiterado". Como se supone que el Diácono será un ministro sagrado, se de­sea que haga gala de una cultura teológica, tanto para la predicación como para la asesoría de las comunidades; lo cual es perfectamente lógico, pero el problema consiste en lograr su capacitación con un método adecuado a su men­talidad y con una catequización activa y personalizada, que no se reduzca a proporcionar conocimientos para la memoria cuya adquisición el candidato debería después acreditar con un examen, tanto más arduo para el candi­dato si se le exige por escrito.

La fijación de cierto nivel intelectual -al estilo escolar o académico- para la preparación al Diaconado, corre el riesgo de descartar a candidatos de quienes se sentencia: "¡Es muy bueno, pero no tiene suficiente capacidad!". Así se cerrará la puerta de acceso al ministerio del servicio a candidatos populares que podrían ser los apóstoles que hacen tanta falta al Pueblo de Dios. Un Diaconado ideado en moldes standarizados y uniformes, hechos según mode­los "eclesiásticos" convencionales, corre el riesgo de man­tener a la Iglesia cada día más distanciada de los sectores populares, de la cultura popular, de las poblaciones, de las clases trabajadoras, de los campesinos y, sobre todo, de los pueblos indígenas.

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Con frecuencia, al ver las grandes multitudes que acuden a los santuarios a pagar mandas, algunos pastores tienden a consolarse del alejamiento de los sectores popu­lares que, en la Iglesia Católica, se denuncia como conse­cuencia del "secularismo ambiental", de la ignorancia re­ligiosa, de la "invasión de las sectas" y de otras causas. Hay una tendencia, entonces, a volverse hacia la "pastoral de multitudes", a valorizar la religiosidad popular, si bien se agrega también que es preciso "purificarla" de elemen­tos espúreos. (Quiénes, cuándo y con qué eficacia esto se hará, es difícil decirlo).

Nada exime, pues, a los pastores y agentes pastorales de preocuparse de los agentes evangelizadores, de los mi­nistros ordenados y de los laicos que tienen la misión de trabajar en una Nueva Evangelización que, aunque la presuponga y comporte, no se reduce a la mera catequiza-ción tradicional. Ya se ve que la primera evangelización ha descansado principalmente en el adoctrinamiento muy intelectual que propone un sistema de conocimientos abs­tractos y alejados de la vida concreta de los sujetos. No hay que extrañarse que la misma IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano se proponga encontrar "una respuesta a ¡os problemas que presenta la realidad de un continente en el cual se da un divorcio entre fe y vi­da hasta producir clamorosas situaciones de injusticia, desigualdad social y violencia" (n° 24).

9.1. Diáconos para la Nueva Evangelización

La Iglesia Católica está embarcada en una "Nueva Evangelización", no sólo en América Latina, sino tam­bién en Europa. Las Conclusiones de Santo Domingo se­ñalan muy claramente que:

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"La Nueva Evangelización tiene como finalidad for­mar hombres y comunidades maduras en la fe y dar respuesta a la nueva situación que vivimos, provoca­da por los cambios sociales y culturales de ¡a moder­nidad". Y más adelante, en el mismo n° 26, agrega:

"Destinatarios de la Nueva Evangelización son tam­bién las clases medias, los grupos, las poblaciones, los ambientes de vida y de trabajo, marcados por la cien­cia, la técnica y los medios de comunicación social".

No es necesario que entendamos esto como compor­tando una exigencia de mayor preparación intelectual, co­mo si la Nueva Evangelización se convirtiera en un traba­jo de especialistas o de graduados. El lenguaje que va ha­ciéndose común en los documentos pastorales católicos, con abundante referencia a la necesidad de evangelizar la cultura e incuiturizar el Evangelio, podría ser mal enten­dido si se creyera que la misión propia de la Iglesia, la Evangelización, ahora es un proceso de expertos, sociólo­gos o postgraduados, que intelectualizará todavía más la comunicación pastoral católica. Al revestir estas formula­ciones distantes de la cultura popular, la Iglesia tendrá in­terés en no alejarse de la gente humilde, de los pobres, de los trabajadores, los campesinos y los pueblos originarios. Y si verdaderamente es a ellos -hasta ahora insuficiente­mente evangelizados- a quienes se dirige especialmente la Nueva Evangelización, dado que conserva toda su vigen­cia la opción preferencial por los pobres, entonces no hay que olvidar que:

"Jesucristo nos pide proclamar la Buena Nueva con un lenguaje que haga más cercano el mismo Evan­gelio de siempre a las nuevas realidades culturales de hoy" (n° 30).

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Más adelante en el n° 76, las Conclusiones de Santo Domingo declaran optimistamente:

"Para el servicio de la comunión en América Latina, tiene importancia el ministerio de los diáconos. Ellos son, en forma muy privilegiada, signos del Señor Jesús 'que no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos' (Mt 20, 28). Su servicio será el testimonio evangélico frente a una historia en que se hace presente cada vez más la ini­quidad y se ha enfriado la caridad (Mt 24, 12)".

Quisiéramos entender esta hermosa declaración como la expresión de una gran confianza del Episcopado Lati­noamericano en Santo Domingo, en el sentido de que aprecia el Diaconado Permanente, le asigna un lugar im­portante en la Iglesia y en la perspectiva de la Nueva Evan-gelización y, más aún, que quiere tomar modelo en su teo­logía y su espiritualidad -"fundamentada en Cristo Siervo" (n° 77)- para los otros grados del presbiterado y del episco­pado, concibiéndolos ante todo como ministerios de servi­cio evangélico. La verdad es que, con frecuencia, el aspecto social de estos ministerios "sacerdotales", tanto al interior como al exterior de la Iglesia, presenta una imagen de fun­cionarios, de "autoridades eclesiásticas" y de planificado-res de actividades que encargan a los demás (fieles, "laicos comprometidos", agentes pastorales y colaboradores mu­chas veces a sueldo). No intentamos hacer aquí un proceso de críticas, sino sugerir una convicción que nos asiste des­de antiguo y es que el surgimiento del Diácono Permanen­te, como servidor humilde y evangélico, comporta un men­saje también para recordar a los otros ministerios que han venido a servir y no a ser servidos. Cosa tal vez especial­mente difícil en una tan grande institución religiosa trans­nacional, que casi inevitablemente es muy centralizada y

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jerarquizada, que requiere disciplina, legislación y censu­ras, hasta penas canónicas. La Iglesia Católica reviste así, sin que sea exigido por su esencia, el aspecto de una mo­narquía constitucional, que pudiera confundirse con el "Reino de Dios", o de una compleja burocracia que sobre­estima la organización, la administración, el protocolo y la verticalidad del mando.

"Asumir el servicio de ser 'testigos del Reino' -Reino que combate para "implantaren el mundo la justicia y el derecho, esto es, la opción preferencial por los po­bres, la liberación integral de los oprimidos, mediante las armas pacificas del amor y la solidaridad- es una hermosa misión para los Diáconos Permanentes, a quienes los Obispos latinoamericanos se comprome­ten a apoyar, desarrollar e imitar".

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Bibliografía sobre el Diaconado Permanente

Del Concilio Vaticano II

Constitución "Lumen Gentium", N°s 29 y 41. Constitución "Dei Verbum", N° 25. Decreto "Christus Dominus", N° 15. Decreto "Ad gentes divinitus", N°s 15 y 16. Decreto "Orientatium Eclesiarum", N° 17.

De Su Santidad Pablo VI

Motu proprio "Sacrum Diaconatus Ordinem" (1967). Motu Proprio "Ad pascendum"(1972).

De las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano II Conferencia- Medellín 1968. Capítulo XIII, Formación del Clero N°s 2, 3 y 33. III Conferencia - Puebla 1979. N°s 119; 697 al 699; 715 al 718.

Del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). Colección DEVOC N° 3 (1969). Renovación de la Iglesia y Renovación del Diaconado Permanente en América Lati­na (San Miguel). Colección DEVYM N° 17 (1986). La Formación para el Diaconado Permanente (Puerto Rico). Colección DEVYM N° 21 (1989). Diaconado Permanente en el Sur.

De la Conferencia Episcopal de Chile III Encuentro Nacional del Diaconado Permanente, (Ed. Mundo 1976).

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V Encuentro Nacional del Diaconado Permanente. (Ed. CECH, 1987). Orientaciones para el Diaconado Permanente en Chile. (Ed. CECH, 1982).

Otros Diáconos en Venezuela - Secretariado Nacional del Dia­conado Permanente (Ed. Senadia, Caracas 1972). Directorio para el Diaconado Permanente en Colombia -Conferencia Episcopal de Colombia (1986). Hacia una renovación del Diaconado - Pablo Wininger (Ed. DDB, Bilbao 1963). Mundo Nuevo, nuevos diáconos - H. Bourgeois y R. Schaller (Ed. Herder 1969). El Diaconado Permanente - Varios autores (Rev. Semina­rios N°s 65-66, 1977). Diáconos para una Iglesia en renovación - Valentín Oteí-za, 2 tomos, (Ed. Mensajero, Bilbao 1982). Diez años de Diaconado Permanente en Chile. Evalua­ción de una experiencia - Josefina Puga (Centro Belarmi-no, 1979). Veintiún años de Diaconado Permanente en Chile. 2a

evaluación - Josefina Puga (CISOC-Belarmino 1990).

En Portugués A restauracao do Diaconato Permanente - Valter M. Gae-dert (Ed. Loyola, S. Paulo 1983). A caminhada do Diaconato Permanente, Teología e práti-ca - Valter M. Gaedert (Ed. Paulinas, Sao Paulo 1984).

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Catastro Nacional de Diáconos (activos) y candidatos al Diaconado

(al 31 de diciembre de 1992)

Diócesis Diáconos Activos Candidatos

Arica Iquique Calama Antofagasta Copiapó La Serena San Felipe Valparaíso Santiago Melipilla San Bernardo ' Rancagua Talca Linares Chillan Concepción Los Angeles Temuco Araucanía Osorno Puerto Montt Ancud Aysén Punta Arenas Obispado Castrense

Total

6 1 1 9 9

11 3

20 89 11 7 4

14 7

18 5

11 32

1 4 5 2 2 4 7

283

0 0 3 4 7

23 0 2

44 0 0

10 2 5

11 0

18 0 0 1 0 0 3 7 1

141

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ÍNDICE

Prólogo 5

1. ¿Qué es Teología? 7 1.1. ¿Qué pretende la teología? 7 1.2. Especies de la teología 10 1.2.1. Una primera división 10 1.2.2. Períodos de la teología 11 1.2.3. Contenido de la teología 16 Conclusión 17

2. La vocación al Diaconado Permanente 17 2.1. El término "vocación" 18 2.1.1. Acepción sicológica 18 2.1.2. Acepción teológica 19 2.2. Discernimiento vocacional 20 2.3. Características del

Diácono Permanente 22 2.4. Jesús llama a través de la Iglesia 23 2.5. Sentido trascendente de la vocación 25 2.6. Vocación eclesial 25

3. Las Ordenes Sagradas 27 3.1. Significado de algunos términos 28 3.2. Imagen social de los ministros 30 3.3. Análisis de la institución del ministerio 31 3.3.1. Los doce 31 3.3.2. El apostolado 32 3.3.3. La Jerarquía 33 3.3.4. El Papa 34

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3.3.5. La imposición de las manos 34 3.4. Definiciones conciliares 35

La restauración del Diaconado Permanente en el Concilio Vaticano II 39 4.1. "Diáconos en orden al ministerio" 39 4.2. "Vocación a la santidad" 43 4.3. Diaconado y vida pastoral de la Iglesia 44 4.4. Diaconado: grado propio y permanente

de la Jerarquía 46 4.5. Reglamento para el Diaconado Permanente

de la Conferencia Episcopal de Chile 47

Hacia una Teología del Diaconado Permanente 48 5.1. La lectura bíblica 50 5.2. El Director espiritual 51

El Diaconado Permanente, entre el sacerdocio ministerial y el pueblo sacerdotal 56 6.1. Diaconado y sacerdocio 57 6.2. Diaconado y laicado (Comunidades

de Base, ministros laicos) 61

Diaconado, matrimonio y familia 67 7.1. Varones casados 68 7.2. Consentimiento de la esposa e hijos 69 7.3. Ministerio para la pastoral familiar 72

Espiritualidad diaconal 74 8.1. ¿A qué llamamos "espiritualidad"? 74 8.2. Espiritualidad evangélica

y cristocéntrica 75

8.3. El servicio de las mesas 77 8.4. Virtudes diaconales 79 8.5. "Autoridad discreta" 82 8.6. La oración diaconal 84

9. ¿Qué futuro para el Diaconado Permanente en América Latina? 87 9.1. Diáconos para la Nueva Evangelización 90

Bibliografía sobre el Diaconado Permanente 95 Catastro Nacional de Diáconos (activos) y candidatos al Diaconado 97