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HUMO Y MISERIA

HUMO Y MISERIA - Esdrújula Ediciones...rato antes había descubierto que besaba de pena, francamente mal. Los suyos eran el tipo de beso que en el instituto desve-laba la desesperación

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HUMO Y MISERIA

Isabel Motos

{COLECCIÓN ETCÉTERA}

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Primera edición, mayo 2019

© Isabel Motos Fernández, 2019© Esdrújula Ediciones, 2019

ESDRÚJULA EDICIONESCalle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

[email protected]

Edición a cargo de Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Ilustración de cubierta: Carmen Peinado CastilloImpresión: Gami

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en elCódigo Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penasde multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo

o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquiertipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal: GR 512-2019ISBN: 978-84-17680-21-3

Impreso en España· Printed in Spain

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A Miki,infatigable compañero de juegos primero,

el mejor de los amigos después.

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Amor mío

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Él me llamó amor mío en los bordes de una cama fría, deunas sábanas que ni siquiera sabían guardar el calor que des-prendían nuestros cuerpos, ajadas como estaban con lossuspiros de tantas otras amantes, y aun así encontró algúnresquicio de emoción para mentirme tan descaradamente yllamarme amor mío. Y yo me lo creí, aunque no tuviera nin-guna duda de la falsedad de sus palabras; me lo creí porqueestaba harta de no ser el amor de nadie y ese breve cuento, uncuento que nunca tendría más cabida que en los límites pre-cisos de aquella cama fría, tampoco podía hacerme demasiadodaño. Era un juego, una dimensión más de aquella tontunaque compartíamos cuando el aburrimiento o la necesidad erantan acuciantes que matar las horas juntos no nos parecía tanmal plan. Por eso yo tenía la certeza de que aquel vocativo erauna farsa y supuse que, sabiéndolo de antemano, no podíahacerme daño. Luego me equivoqué, por supuesto, pero enton-ces pensaba que era él, y no yo, el cazador cazado.

Vivía en un piso del centro, en uno de esos de los que nopuede decirse que sean antiguos porque directamente se caena pedazos y revelan el descuido, la dejadez extrema de sus

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inquilinos. Tenía dos ventanucos por los cuales, durante eldía, entraba tanta luz natural como aquellas paredes erancapaces de albergar y, por las noches, lo hacía el resplandorde una farola de la calle. No era una tenue y romántica sen-sación, sino todo lo contrario. Por algún motivo me agobiabaaquel resol urbano y tendía a obsesionarme con eso; pensabacómo demonios aguantaría allí durante el verano e imaginabaa un pequeño ejército de mosquitos y demás insectos revolo-teando por la habitación. Igual no abría la ventana en esosmeses de calor o puede que durmiera en el sofá. Nunca lo hicepartícipe de aquellas ideas que me asaltaban de madrugada,ni tampoco estuve el tiempo suficiente para llegar a junio.A mediados de mayo me vino diciendo que ya no podíamosvernos más y yo simplemente me encogí de hombros, como sime diera igual. Sin embargo, me pasé dos días mirando eltecho blanco de mi dormitorio, echando de menos las sombrasque la fosforescencia de aquella farola dibujaba en las paredesde su cuarto. No eran alargadas ni siquiera exactas, no teníanun contorno definido, sino que titilaban y, en esa danza queparecía incapaz de nacer, de agitarse con más furia quefuerza, hacían titilar todos los muebles como los primerosmovimientos que presagian el temblor de la tierra, o como eltípico baile del cubata, ese extraño vaivén que no llega a des-pegar los pies del suelo, pero arrastra de un lado a otrocadera, hombros, cabeza, y excusa su torpeza dando un sorbotras otro, sin llegar a apurar del todo la copa. A mí me gustabaesa arrítmica convulsión, ese descompás con la música estri-dente, el modo en que la fealdad irrumpía implacable en eléxtasis de los otros cuerpos, aquellos que entendían de ritmosy compases. Quizás ese fuera el motivo por el que acabé

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echando de menos la presencia de esa luz anaranjada ymolesta, esa suerte de rito pagano al que sólo yo asistía.Ambas, aquella fastidiosa luminosidad y yo, estábamos tanfuera de lugar que, aunque ajenas, encajábamos asombrosa-mente bien con el resto del decorado, con las paredes queamarilleaban allí donde no había desconchones, con el arma-rio, la mesa y la silla cuyos contornos emborronaba lafosforescencia, con esa cama de sábanas frías y con aquelhombre que me llamó amor mío por accidente.

La culpa fue del vocativo, lo reconozco. En él estaban ence-rrados el resto de nuestros encuentros y yo los liberé uno auno, atándolos a otras cadenas, llenando de licencias poéticassus palabras, de metáforas cada una de sus literalidades,haciendo un futuro de lo que no era más que un presentecaduco. Y es que todos los juegos terminan por hacerse tedio-sos cuando no se acaban a tiempo. Así que a mediados demayo abandonó la partida, tal vez le resultase más aburridocompartir el aburrimiento conmigo que aburrirse él solo.O puede que hubiera encontrado una nueva jugadora.

La cosa empezó como empiezan estas cosas. Cuando quisedarme cuenta tenía las bragas por los tobillos y la sospecha deque ni siquiera me había dado lugar a tirar los dados, que aúntenía el puño cerrado y la intención de soplarme los nudillospara sacar un seis. Fue una madrugada de noviembre y unrato antes había descubierto que besaba de pena, francamentemal. Los suyos eran el tipo de beso que en el instituto desve-laba la desesperación propia de la adolescencia y laprimavera, las hormonas que correteaban inquietas por todoel cuerpo, la sangre alterada y la urgencia de contar a quésaben unos labios antes que preocuparse por el ósculo en sí.

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Era ese tipo de beso que no se intenta si no es incitadoentre juegos de alcohol. Verdad, beso o atrevimiento; o hastaque duren las prendas. Por eso nunca me lo tomé demasiadoen serio, ni a él, ni a sus labios, ni aquella destartaladavivienda que siempre tuvo fundida la bombilla del baño. Laprimera vez que se lo hice notar me miró de la misma formaen que se juzga a quien reprocha que se cruce con el semáforoen rojo cuando no vienen coches; me miró como si hubieradicho algún disparate. Nunca me acostumbré a dejar la puertaentreabierta y, a menudo, por no renunciar a esa mínima inti-midad, me servía del móvil para alumbrarme. A la séptima uoctava vez, se me pasó por la cabeza cambiarla yo misma, peroimplicarme en esas tareas me parecía quebrantar las reglas deaquel divertimento. Al fin y al cabo, no era mi casa.

Ciertamente, su pasotismo simplificaba mucho todo lodemás y era entretenido sentarse a verle venir, a intuir quedetrás de cada manida expresión, detrás de cada piropo, seescondía una obscenidad mal disimulada. Resultaba tanabsurda aquella pantomima, esa mascarada de carnavalfallida, que, cuando me llamó amor mío, lo asimilé como unelemento más del juego. Supuse que había vaciado de todocontenido sus palabras, que las había escupido igual que otroshalagos tan lejanos del cortejo como de la sinceridad. Duranteun breve instante me detuve a contemplar cómo se adivinababajo el edredón la figura de mis pies y procuré no reírme,dejando que algunos mechones de pelo me cubrieran el rostro.Respondí con una acción a su ruego, le tendí el tabaco no sinantes coger uno para mí y dejar que la muerte y el humo ani-daran en mis labios. Qué condenadamente bien sabía aquellamierda, el bálsamo de sus palabras y el cigarrillo cuya ceniza

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se desprendió sobre el embozo de las sábanas. Él ni siquierase percató. Estaba hablando de cualquier imbecilidad mien-tras se miraba el torso, imagino que haciendo propósito deenmienda una vez más, que si dejaría la cerveza, los vicios, lamala vida. Le prestaba la misma atención que a una radioencendida dando una y otra vez la misma cantinela. Pero esanoche me llamó amor mío y aquella cama fría, en la que nuncadormíamos abrazados y que yo procuraba abandonar antes deque se despertara, quebró la entereza y el entretenimiento.Sin embargo, fue una fisura imperceptible, de esas que luegote revientan el parabrisas y te estropean un viaje, como estu-vieron anunciado durante una larga temporada en televisión.No me colgué de él, por supuesto que no; una es idiota, perotampoco tanto. Por mucho que la realidad me hubiera pilladoen bragas, todo estaba previsto, sólo que se precipitaron lasganas y el deseo, y a primeros de noviembre ya sabía quebesaba mal. Pero me besaba. Y aunque estaba más que segurade que no era la única a la que llenaba de babas cuando abríala boca, me daba igual, porque uno juega cuando está aburridoy el hastío me estaba matando. Pero sus palabras dieron alasa mi imaginación y aquella mentira creció alimentada por laque yo misma me contaba sólo por el mero placer de enga-ñarme y suponer, aventurarme a calibrar cómo sería deverdad ser su amor; lo divertido, de pura maldad, lo reconozco,lo divertido que sería que él, un tipo como él, se pudiera aca-bar enamorando de mí. O necesitándome. O deseándome porencima de los límites de nuestros encuentros. Exactamenteigual que en las fantasías de un putero.

La segunda noche que pasamos juntos cometí el error devestirme para que él me desnudara, pero en su urgencia no

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me llegó ni a quitar la camisa, no desabrochó los botones queprimorosamente había anclado a sus ojales, los mismos en losque me había detenido recreándome en el tacto de sus dedosy en mi piel erizada, imaginando el temblor de mi cuerpocuando fueran sus manos las que se deshicieran de ellos.Nunca alcanzó a ver que la ropa interior iba conjuntada,prueba casi irrefutable de que te han ligado. Por eso quizásiempre tuvo el desdén de pensar que era yo quien le seguíalos pasos, de marcar las coordenadas de aquellos encuentros,las reglas no pactadas. Y, sin embargo, también yo pequé dearrogancia al sentarme a verle venir, a fingirme un poco a laderiva para que se creyera que le anhelaba como maderoentre los restos de un naufragio. Durante meses, conseguí queno viera los hilos que desde mis manos se extendían hastatodas y cada una de sus iniciativas; le dejé creer que decidía.Pero él me llamó amor mío y la casi imperceptible fisura desus palabras de algún modo le puso un espejo ante los ojos.Para mediados de mayo ya se había cansado de jugar a aqueljuego estúpido que nos traíamos entre manos y esa constanteapariencia de muñecas rusas que eran cada uno de nuestrosencuentros tocó a su fin. Alcanzamos la última, la máspequeña de sus matrioshkas, aunque yo no tuviera ni idea deque esta vez la oquedad no escondería dentro de sí otra piezade madera policromada.

Fue divertido mientras duró, pero no se estropeó al aca-barse. Fue, tautológicamente, lo que fue; ni más ni menos. Laventaja del juego entre dos adultos es que el berrinche del quepierde no se exterioriza, sino que se convierte, en el mejor delos casos, en el gesto diplomático de darse la mano o de no vol-ver a llamarse jamás. Si me fastidió, porque pese a que no se

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estropeara me enrabietó sobremanera, se debió a que me hirióen el orgullo el hecho de que había sido él, él tan mentiroso yrastrero, quien marcó el final de la partida. Tuve que estre-charle la mano, morderme la lengua, aguantarme elinterrogante entre los dientes y borrar su número de la listade contactos de mi móvil, no así de mi agenda, pues cual-quiera sabe que los futuros son, a menudo, inciertos y elhombre el único animal que tropieza dos veces con la mismapiedra. Que no podíamos vernos más, me dijo, y aquello fue lomás sincero que le oí en todos esos meses. Me intrigaba lanaturaleza de aquella imposibilidad, aquel podíamos, esa pri-mera persona del plural que sin permiso alguno le llenaba loslabios en aquella improvisada despedida, yo recién salida dela ducha y todavía envuelta en una toalla. Porque yo, porpoder, claro que podía seguir viéndole, claro que podíameterme en esa cama, impregnar con mi aliento etílico sualmohada, vestirme y desvestirme, obsesionarme durantehoras con el contorno de los muebles y la luz que llegaba desdela farola. Y, de pronto, había una imposición. Quizá se habíaenamorado de verdad, quizás había estrellado ese amor míoen otros oídos, en alguna mejilla más incauta que la mía. Yese amor mío, ese amor mío que era mío por derecho propio,se difuminaba de un balazo como la silla, la mesa y el arma-rio. Aquellos límites que tan bien conocía, los observaba ahorabajo la cadencia pendular de esa asquerosa luz anaranjada,de ese vaivén estúpido y arrítmico que llevaban mis caderasdesde el primer cubata, desde la primera vez que una amigade otra amiga consiguió colarme en una discoteca. Él, malditoél, me había robado los cuentos que había dejado tendidos ensus sábanas, las mismas cuyo embozo quemé con el cigarrillo,

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