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I Profundidades El principal de estos motivos era la abrumadora idea de la propia gran ballena. Un monstruo tan portentoso y enig- mático despertaba mi curiosidad. Espejismos, Moby Dick Era mi primer viaje a Estados Unidos. Era enero y no conocía a nadie en Nueva York. Por los cañones que for- maban los edificios del centro de la ciudad soplaban vien- tos helados. Sin rumbo y añorando mi hogar, tomé el me- tro hasta el final de la línea. Al salir de la estación en Coney Island me encontré con siluetas de formas extra- ñas, versiones espectrales del perfil de los rascacielos de Manhattan que había dejado atrás: una sinuosa montaña rusa en hibernación y otra máquina de diversión que pa- recía una especie de gigantesco instrumento ginecológico. Encontré el camino al acuario y paseé por su desierto in- terior, estremeciéndome al pasar entre tanques llenos de peces. Había algo patético en aquel lugar fuera de tempo- rada, una sensación de abandono que soplaba desde el triste paseo marítimo y el suburbano mar. En las paredes blancas había una ventana lo bastante gruesa como para resistir la presión de toneladas de agua. Me recordó a los ojos de buey de los baños de Southamp- ton, donde los niños pegaban sus blandas caras al cristal; pero aquel panel sucio mostraba un espectáculo mucho más espectral. Llamándome desde el otro lado de la ven- tana, vertical en toda su longitud como si se elevara para 25 01 Leviatan.qxp:- 2/9/10 06:48 Página 25

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I

Profundidades

El principal de estos motivos era la abrumadora idea de lapropia gran ballena. Un monstruo tan portentoso y enig-mático despertaba mi curiosidad.

Espejismos, Moby Dick

Era mi primer viaje a Estados Unidos. Era enero y noconocía a nadie en Nueva York. Por los cañones que for-maban los edificios del centro de la ciudad soplaban vien-tos helados. Sin rumbo y añorando mi hogar, tomé el me-tro hasta el final de la línea. Al salir de la estación enConey Island me encontré con siluetas de formas extra-ñas, versiones espectrales del perfil de los rascacielos deManhattan que había dejado atrás: una sinuosa montañarusa en hibernación y otra máquina de diversión que pa-recía una especie de gigantesco instrumento ginecológico.Encontré el camino al acuario y paseé por su desierto in-terior, estremeciéndome al pasar entre tanques llenos depeces. Había algo patético en aquel lugar fuera de tempo-rada, una sensación de abandono que soplaba desde eltriste paseo marítimo y el suburbano mar.

En las paredes blancas había una ventana lo bastantegruesa como para resistir la presión de toneladas de agua.Me recordó a los ojos de buey de los baños de Southamp-ton, donde los niños pegaban sus blandas caras al cristal;pero aquel panel sucio mostraba un espectáculo muchomás espectral. Llamándome desde el otro lado de la ven-tana, vertical en toda su longitud como si se elevara para

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saludarme, había una balle-na beluga. Debía medir unostres metros y medio desdesu bulbosa cabeza hasta laspequeñas aletas de la cola;era un enorme y fantasmalbebé que me dejó clavadoen el suelo con su mirada pe-netrante.

Aunque una ballena enNueva York parecía com-pletamente fuera de lugar,

de hecho había precedentes históricos. En 1861 Phineas T.Barnum importó un par de belugas para su Museo Ameri-cano en Broadway. Las ballenas, pescadas en las aguasfrente a Labrador y traídas en cajas herméticamente ce-rradas y forradas por dentro con una capa de algas, me-dían siete y cinco metros y medio respectivamente. Eltanque en el que las alojaron en el sótano medía diecisietemetros y medio por siete metros y medio, pero tenía unaprofundidad de apenas dos metros diez centímetros y ade-más fue llenado con agua dulce. En él, las ballenas nada-ban pegadas como amantes, e incluso su dueño estabaconvencido de que su carrera sería muy corta. «He aquíuna auténtica “sensación”», se maravillaba el New YorkTribune, imaginando que «la iniciativa del señor Barnumno se detendrá en las ballenas blancas. Incluirá tambiéncachalotes y sirenas y abrazará cuantos seres extraños na-dan, vuelan o reptan en el planeta, hasta que el Museo seconvierta en un gran microcosmos de la creación animal.»

Aquella fascinación con las ballena, como la que ma-nifestaba Philip Brannon al hablar de la bahía de Sou-thampton, era el reflejo de una moda victoriana, un ejem-plo característico del matrimonio entre el ingenio de la

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ciencia y la curiosidad humana. En Inglaterra se entrega-ron ballenas vivas a los acuarios de Manchester y Black-pool (aunque se cerró uno de los espectáculos de marso-pas por miedo a que sus actores pudieran ofender con suconducta a las personas de disposición más sensible), y enseptiembre de 1877 una ballena beluga llegó a Westmins-ter, al mismísimo centro de la ciudad más grande delmundo. El espécimen, de dos metros y noventa centí-metros, fue capturado —junto a otros diez— frente a lapenínsula de Labrador, donde quedó varado al bajarla marea y fue capturado por Zack Coup y sus hombres.Allí empezó su largo viaje hasta Londres.

Una chalupa la transportó en una caja estrecha hastaMontreal. Luego se puso a la ballena en un tren a NuevaYork, trayecto que llevó dos semanas. El animal pasó sie-te meses en el Summer Aquarium de Coney Island, donde«adoptó la costumbre de nadar en círculos», para ser sa-cada después de su tanque y metida en un barco de vaporde la compañía North German Lloyd, el Oder, con desti-no a Southampton. Durante el viaje se la mantuvo en cu-bierta en una tosca caja de madera forrada por dentro conalgas y se la remojaba con agua salada cada tres minutos.A pesar de los intensivos cuidados que se le dispensaron,la ballena ya había empezado a consumir su propia grasa.

En Southampton, subieron la beluga a un convoy delferrocarril South-Western y viajó en un vagón descubier-to hasta la estación de Waterloo y de allí a su destinofinal, un tanque de hierro de trece metros cuarenta centí-metros de largo, seis metros diez centímetros de ancho yun metro ochenta y dos centímetros de profundidad en elRoyal Aquarium, una magnífica estructura gótica que sehabía construido recientemente frente al Parlamento. Laballena esperó las dos horas que el tanque tardó en lle-narse. «Había estado yaciendo en la caja y respirando

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una vez cada 23 segundos. Agitó débilmente la cola cuan-do notó que movían la caja. Cayó de ella de lado hacia elagua y se fue al fondo del tanque como si fuera de plo-mo.» Se le concedieron tres horas de privacidad al animalantes de permitir que el público «en enormes multitudes»pudiera pasar a verla desde una tribuna construida espe-cialmente a tal efecto.

A The Times no le pareció que aquellas fuera formade tratar a una ballena. «No es probable que sobrevivamucho tiempo en agua dulce, aunque emerge a intervalosde entre diez y cien segundos para respirar y en ocasionesexpulsa un chorro de agua a través de la ancha aberturarespiratoria que tiene en el centro de la frente. El ruido yalboroto que causan los obreros hace que de vez en cuan-do se mantenga bajo el agua durante dos minutos segui-dos.» Alimentaban a la beluga con anguilas vivas, peropronto se hizo obvio que su cresta dorsal, «a la que la gra-sa debería dar una forma redondeada», se marcaba «ver-tiginosamente en su espalda».

«Si sucumbiera a las desfavorables condiciones devida en esta ciudad, no se podrían extraer barbas de ba-llena de este monstruo», añadió el periódico. «Tampocoes la ballena blanca muy abundante en grasa. Pero su pielservirá para hacer botas.»

Las sospechas de The Times se demostraron correc-tas, aunque se equivocara al pensar que el ejemplar eraun macho. En lo que se entendió como producto del deli-rio, la ballena —que de hecho era una hembra— empezóa nadar a toda velocidad de un lado a otro del tanque has-ta golpearse la cabeza contra la pared. Luego, «despuésde recuperarse un poco, de nuevo empezó a dar vueltasrápidamente en el tanque, volvió a golpearse de cabezacontra la pared, se volvió boca arriba y murió».

Con ello no acabaron las indignidades, pues el cuerpo

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se sacó del tanque y se exhibió al público al día siguiente.Se hizo un molde de escayola y eminentes médicos y na-turalistas le practicaron una necropsia. Descubrieron quelejos de pasar hambre, la ballena tenía el estómago lleno;pero también los pulmones muy congestionados. El hechode que el animal hubiera sido transportado en cubierta através del Atlántico siendo rociado constantemente conagua, en lugar de preservar su vida, había provocado queesa agua se evaporara rápidamente entre cada rociada ycausado que el animal se resfriase.

El público fallecimiento de la ballena de Westminsterdesencadenó el intercambio de cartas entre importantespersonalidades. El obispo Claughton, de St. Albans, unpoeta por méritos propios, se quejó de que era «la cria-tura de la que el salmista había dicho que Dios la habíacolocado en su elemento» y que, por tanto, el hombre notenía el menor derecho a sacarla de él. William Flower,del Real Colegio de Cirujanos —y que con el tiempo seríael primer director del Museo de Historia Natural de Lon-dres— presenció la autopsia y consideró que las «supues-tas marcas de maltratos» en el cuerpo del cetáceo «eranconsecuencia de que las anguilas que había en los tanquesle habían mordisqueado, una vez muerta, los bordes delas aletas». El profesor Flower afirmó que todo el proce-so se justificaba por «los avances del conocimiento cien-tífico y del saber general que de él habrían de derivarse».Pero claro, su propia institución se había beneficiado dela donación de los órganos internos, que servirían para«hacer algunos preparados muy interesantes».

En Nueva York, las ballenas de Barnum tuvieron eldestino previsto. Víctimas de unas condiciones igualmen-te inapropiadas —como peces ganados en la feria que sellevan a casa en bolsas de plástico— también murieron alos pocos días, pero sólo para ser reemplazadas por suce-

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sivos nuevos especímenes hasta que un incendio destruyóel museo en 1865. Se intentó por todos los medios resca-tar a la última beluga, pero fue inútil. Al final, un bombe-ro compasivo rompió el tanque con un gancho «de modoque la ballena sólo se asó viva, en lugar de padecer el su-plicio de cocerse a fuego lento».

Frente a este moderno prisionero de Coney Island,sentí una mezcla de fascinación y compasión. Estaba tanfuera de lugar allí como un tigre en un apartamento deManhattan. El animal debería haber estado nadando li-bre en las aguas del Ártico. En vez de ello, el puro blancode su piel estaba manchado por su cautiverio urbano,como si sobre ella también crecieran las algas verdes quecubrían el cristal prismático. Me sobrecogió el silencio deaquella tarde, y de todas las tardes que siguieron. La be-luga es la más sonora de todas las ballenas, los marinerosla conocen como el canario del mar; allí estaba enjauladacomo cualquier pájaro cantor doméstico. Al verla allísuspendida, una presidiaria amortajada y encarceladapor los pecados de otros, me atreví a tocarla a travésdel grueso cristal, como si algo de mí pudiera llegar a ella.

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La ballena muerta en el acuario real.

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Esperé a que levantara unaaleta. Pero no lo hizo, asíque me marché, incapazde sostenerle más tiempola mirada.

Después de años vi-viendo en Londres, la ciu-dad había empezado adesgastarme. A veces sen-tía como si todo el cielofuera mar y todos los ur-banitas meras criaturasbentónicas, ancladas alfondo por la enorme pre-sión y moviéndose entrelas cavernas y rocas de lascalles. Yo vivía en los ale-daños de la City, desdedonde se veían los muelles;* a lo largo de los años con-templé como rascacielos idénticos se levantaban de laarcilla de Londres como estalagmitas de cristal en unexperimento hecho en el aula por un escolar. Por lasnoches, soñaba que el bloque de pisos en el que yo vivíaestaba rodeado de agua, engullido por la esperada inun-dación, y que yo, desde mi nido de águila en la novenaplanta, miraba hacia abajo y veía ballenas y tiburonesnadando alrededor del edificio. En otros sueños veía unpuerto amurallado y una gran masa de animales mari-nos apresados en su interior agonizando y luchando porsalir.

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* En el original «Docklands», denominación semioficial de la an-tigua zona de muelles del puerto de Londres, hoy dedicada mayorita-riamente a uso comercial y residencial. (N. del T.)

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El lugar que había simbolizado todas mis aspiracio-nes de juventud me provocaba ahora el efecto de una in-fección vírica y, aunque igual que la malaria, nunca medesharía por completo de él, ya estaba, gradual y progre-sivamente, dejando atrás mi antigua vida. Tras la muertede mi padre y con mi madre viviendo sola, me encontrépasando cada vez más tiempo de vuelta en el sur del país.Me proporcionó cierto consuelo ante el dolor y la pérdi-da, ante la ruptura de otros lazos emocionales. Me sentíaa la deriva, sin ancla, pero también percibía cierta con-vergencia, cierta simetría. Era la comodidad de lo conoci-do, pero yo lo veía con ojos nuevos.

Cambié el paisaje sin árboles que se veía desde mi pisode la novena planta por paseos diarios por la playa; losángulos abruptos de la ciudad por un verde y azul sin lí-mites; las agresivas palomas comidas por las pulgas porostreros blancos y negros que picoteaban por la playa du-rante la marea baja. Mis ojos se relajaron con el alivioque se siente al mirar el horizonte desde la ventana de untren en lugar de limitarse a las visiones en perspectiva delas calles de una ciudad. En vez de recoger supersticiosa-mente peniques de las aceras, pasé a rastrear la playa enbusca de piedras con agujeros, que eran amuletos segurospara protegerse de las brujas y creaban avalanchas enminiatura al derrumbarse las pilas que tenía sobre la có-moda. Y me quedaba mirando al mar, viendo como lostransatlánticos pasaban frente a mi como los barcos deFitzgerald, llevados incesantemente hacia el pasado,aguardando un futuro que puede que no llegase nunca,como el hombre que cayó a tierra. Por mucho consueloque supusiera el agua, a veces sólo servía para que me sin-tiera inquieto en mi exilio suburbano.

Cinco años después de mi primera visita a América,tomé un tren a Boston en la estación Penn de Nueva York.

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Había comprado un mapa de Nueva Inglaterra en el kios-co y trazado sobre él mi ruta a lo largo de la costa. Hastael nombre —una Inglaterra nueva— me parecía románti-co, optimista; a un tiempo familiar y extraño. Los nom-bres que leía en el mapa me recordaban el país que habíadejado atrás —Manchester, Norwich, Warwick— y Man-hattan dio paso a un sol claro y a amplias playas con fa-milias haciendo picnic, al parecer ajenas al tren que pasa-ba a toda velocidad tras ellas. Al final del trayecto caminéhasta el puerto y subí en el transbordador, desde donde viretroceder Boston en una secuencia de pequeñas islas, alritmo del tañido de las campanas fijadas sobre las boyas:

más cargadas de elegías del pasado que de advertencias so-bre el futuro. Nadie puede prestarles oídos sin pensar en losmarineros que duermen bajo ellas, en el fondo del oceáno.

Por delante había milla náu-tica tras milla náutica de mar.No sabía qué me encontraría aldesembarcar, pero cuando el barcoatracó, todo el mundo parecía saber per-fectamente a dónde ir. Así que seguí a losdemás a Provincetown.

Cape Cod se clava en el Atlánticocomo la cola de un escorpión. Es tie-rra nueva, esculpida por gla-ciares de kilómetro y me-dio de espesor hace sóloquince mil años. Sus ori-llas interiores son aún másrecientes y están formadaspor tierra que llega desdeel otro extremo del cabo, como un reloj

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de arena que la deja caer de una de sus mitades a la otra.Este es también el cementerio del Atlántico. Sus playasson testigos de desastres: barcos enteros enterrados en laarena, con sus mástiles emergiendo entre las dunas juntocon manos humanas. Marconi, que estableció su emiso-ra de radio en esta misma orilla —un bosque de antenassobre la grama del norte— estaba convencido de que enocasiones sintonizaba las voces de los ahogados, que per-duraban en el éter.

Cape Cod no es tanto el fin de la tierra como el prin-cipio del mar. Para Thoreau, que caminó por él hace cien-to cincuenta años, era un lugar en el que «todo parecíadeslizarse suavemente hacia el futuro». «Un hombre queallí se hallase podía dejar toda América tras él», escribió.Pero este es también el lugar en el que nació Estados Uni-dos. Hace cuatro siglos, los Padres Peregrinos desembar-caron en esta arenosa lengua de tierra y no en PlymouthRock, del mismo modo que partieron desde Southamp-ton, y no de Plymouth, en Devon. Buscando la utopía, losexiliados encontraron en su lugar «un erial horrendo ydesolado». Ni siquiera sospechaban que los habitantesnativos de Cape Cod vivían allí desde hacía milenios.

Tras pasar un mes recorriendo sus arenales, los Pe-regrinos decidieron que en Cape Cod sólo podían vivirpeces y paganos. Provincetown se convirtió en una colo-nia fuera de la ley y de la influencia puritana, y se ganóuna reputación que se resume bien en su apodo: CiudadInfierno. Víctima de la piratería, la guerra y la revolución,hacia finales del siglo XVIII aún no había allí más que unpuñado de casas. Pero pronto aquel puerto levantisco ycasi ilegal encontraría el camino hacia la prosperidad, uncamino que pasaría por las ballenas.

Los Peregrinos lamentaron no llevar ningún armacuando vieron las enormes espaldas de la multitud de ba-

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llenas que nadaban lentamente en la bahía de Cape Cod.Era como si los animales estuvieran anclados en ella. Ha-bía cientos «muy cerca de nosotros, y si hubiéramos teni-do los instrumentos necesarios para cazarlas, hubiéramosconseguido pingües beneficios». A diferencia de los in-dios, que cazaban ballenas para subsistir, los europeos, yadesde los tiempos en que los vascos navegaron hasta lascostas de Labrador, buscaban en esa caza el beneficioeconómico.

En la época en que zarpó el Mayflower, otros barcospartían de puertos holandeses para cazar ballenas en elÁrtico. Dos miembros de la tripulación del Mayflowerhabían trabajado en un ballenero en la costa de Groen-landia y calcularon que podrían haber sacado unas cua-tro mil libras de las ballenas que habían visto en la bahíade Cape Cod. De hecho, fueron las ballenas las que hicie-ron que los Peregrinos consideraran asentarse en Provin-cetown y, según explicó Cotton Mather, el aceite de ba-llena se convirtió en principal mercancía de la colonia. Elpropio Mayflower tuvo que reconvertirse para servircomo barco ballenero y navegó por la bahía desdePlymouth.

También Provincetown se entregó con entusiasmo ala caza de la ballena. Hacia 1737 doce balleneros partíande ese puerto rumbo a los estrechos de Davis. Llegados a1846 Provincetown era la base de docenas de buques. Fa-milias como los Cook, propietarios de una hilera de ochocasas en el este de la ciudad, vigilaban sus barcos, ama-rrados directamente frente a sus propiedades, igual quelos coches modernos se aparcan en la acera. El mismoedificio que hoy aloja una tienda de delicatessen muy demoda, había sido antes el almacén de los Cook. Muy cer-ca estaba el herrero, que forjaba los arpones y las lanzas,y una placa azul sobre una pared no muy lejana, recuer-

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da a «David C. Scull, el rey del ámbar gris». Más tarde,los azoreños y los portugueses llegaron a la ciudad paratrabajar en el pujante comercio del bacalao. Sus descen-dientes siguen viviendo aquí, encarnados en apellidoscomo Avellar, Costa, Oliveira y Motta, y en la Bendiciónde la Flota que se hace cada año, cuando cubren sus pes-queros de banderas y se transporta una estatua de San Pe-dro hasta el puerto.

A finales del siglo XIX llegaron también otros visitan-tes, la «gente del verano», que venían en vapores desdeBoston y Nueva York, entre ellos artistas y escritores.Les atraía la luz clara que rebota sobre la penínsulacomo si ésta fuera el espejo reflectante de la cámara deun fotógrafo, pero también su lejanía de todo. Provin-cetown seguía siendo un lugar provisional, cuando nopeligroso. La tormenta Portland de 1898 ahogó a quinien-tas personas y demolió varios muelles. Hubo casas de lalengua de tierra de Long Point que, aceptando la derrotadespués de décadas de tormentas, fueron transportadasenteras a través de la bahía sobre balsas hechas de barri-les en busca de refugio en costas más tranquilas. Comodijo la periodista radical Mary Heaton Vorse, «los habi-tantes de Province Town han pasado tanto tiempo en el

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mar a bordo de barcos que consideran sus casas unaespecie de barco en tierra o una especie de barco-casay, por lo tanto, no sujeto a las leyes que se aplican a lascasas».

Gradualmente, a regañadientes, la ciudad fue domes-ticada. Se construyeron alcantarillas, se pavimentaron lascalles y se hicieron carreteras que permitieron el acceso alo que era, en realidad, una isla. «En el fondo, para al-guien de tierra adentro, el paisaje de Cape Cod es un espe-jismo que no cesa», escribió Thoreau. Sus arenas se amon-tonan y desperdigan y la ciudad se enreda en sí misma,haciendo que al final nunca estés seguro de dónde está elsur y dónde el oeste. Este sigue siendo un lugar aparte, undesplegable extra en el mapa; no tanto parte de Américacomo aparte de ella. En verano rebosa vida, con su calleprincipal llena de familias que hacen una excursión de undía y de drag queens, una multitud que se extingue con-forme se llega al final de la ciudad, que en tiempos estuvoseñalado por una mandíbula de ballena clavada en el sue-lo, y ahora por el garaje de Josh y un grupito de cabañas

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de playa sacadas de un cuadro de Edward Hopper. Y so-bre el océano el clamor disminuye como un acorde que sedesvanece y es reemplazado por la oscilación del mar.

Hasta la víspera del día en que tenía que irme de Pro-vincetown no fui a mi primer avistamiento de ballenas.Recuerdo el frío cuando el barco salió de la bahía. El ca-lor de tierra dio paso a una fresca brisa marina. Mientrassalíamos del puerto, nuestro naturalista describió la geo-grafía del banco de Stellwagen sobre el que navegába-mos. Nos explicó que los pescadores habían subido hue-sos de mastodonte del fondo con sus redes, que aquellasse contaban entre las aguas más fértiles de todo el plane-ta y que por ellas pasaban las rutas marítimas más transi-tadas del Atlántico. En un cartel que había detrás suyo,nos mostró cuales eran los animales que puede que viéra-mos. Miré sus improbables siluetas en el panfleto que noshabía repartido. Parecían tan fantásticas como las de losdinosaurios que había memorizado de niño de los librosde la biblioteca.

Entonces alguien gritó:

—¡Ballena!

y a no mucha distancia, una enorme masa negra-grisemergió del agua y volvió a sumergirse. Antes de darmecuenta, allí estaban, junto a los costados del barco, balle-nas que expulsaban aire ruidosamente por sus espirácu-los y nadaban entre las olas. A apenas unos metros, unajoven ballena jorobada saltó fuera del agua, mostrandoorgullosa su vientre blanco, acanalado como una especiede gigantesco y flexible escudo. Fue un corte en primerplano de algo imposible: una ballena en pleno vuelo.

Me olvidé de que tenía niños alrededor e, involunta-riamente, se me escapó un «¡joder!». Otras ballenas lan-

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zaban sus colas al aire y golpeaban con sus aletas como siquisieran señalar algo a las demás ballenas, o a nosotros.Mientras miraba, aparecieron más animales, como con-vocados por un invisible presentador de circo. Me sor-prendió el exuberante dominio de sus cuerpos y del me-dio a través del cual tan elegantemente se movían quedemostraban. Les envidié el hecho de estar siempre na-dando; de ser siempre libres.

Las ballenas jorobadas acuden al golfo de Maine to-dos los veranos. Ayunan durante seis meses y se apareanen las cálidas pero estériles aguas del Caribe, donde ali-mentan a los ballenatos con una leche tan rica que se pa-rece al queso fresco, hasta que llega el momento de hacerel peregrinaje anual al norte. Es la migración más largaque realiza ningún mamífero. Siguiendo las rutas de colo-nización que establecieron sus antepasados hace millonesde años y navegando miles de millas de océano guián-dose por ancestrales señales invisibles, llegan a la costanoreste de Estados Unidos, donde la cálida corriente delGolfo se encuentra con las gélidas corrientes de Labradoren un proceso conocido como afloramiento.

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Aquí, en las aguas verdegrises, se pone en movimien-to una vasta cadena alimenticia. Las ballenas se ceban afuerza de arenques y ammodítidos, engordando a gustoen esta estación de excesos. Y aquí, a menos de dos horasen barco de una de las mayores ciudades de Estados Uni-dos, estos gigantescos animales —«las más juguetonas yalegres de todas las ballenas»— se divierten, «creandomás espuma y removiendo más agua por lo general quecualquier otra ballena». Hasta aquellos que las cazabanreconocieron su carácter juguetón con el apodo que lesotorgaron: las ballenas felices. Su nombre científico esmucho menos glamuroso: Megaptera novaeangliae, la degrandes alas de Nueva Inglaterra, el ángel con percebes.

Al lanzar sus cincuenta toneladas de grasa, carne yhueso al aire, el leviatán abandona su dominio. Sus ale-tas de cuatro metros y medio parecen nudosas alas, elborde de su cola, tres veces más ancho que largo es unhombre, apenas toca el agua.

Visto con la cámara lenta del recuerdo —la imagenque deja en tu cabeza— una ballena que emerge parece

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tratar de escapar de su medio, el elemento que, desde elmomento mismo en que atraviesa la superficie, tira de ellahacia abajo. Nadie sabe por qué saltan las ballenas. Casitodas las especies lo hacen, desde el delfín más pequeñohasta la más grande de las ballenas azules, cada una con supropio estilo: saltos de espalda, saltos en plancha, saltitossin mucho impulso o auténticas piruetas. Puede que seauna de las formas que tienen las ballenas de librarse de losparásitos: la fuerza del salto es tanta que las ballenas sedejan trozos de piel, muestras que va muy bien recogerpara haces exámenes genéticos. No hay manera de sabercuando saltarán, aunque cuando lo hacen, lo más proba-ble es que lo repitan varias veces; a menudo empiezancuando se levanta viento, como si fueran una especie deMary Poppins cetáceas cuya mágica aparición convocaseun cambio en el tiempo. Un científico razona que puedeque estas gimnastas encuentren «más agradable o placen-tero, o menos doloroso, golpear su cuerpo contra el aguacuando ésta está agitada que cuando está tranquila».

Parece probable que sus acrobacias sean una vigorosaforma de comunicación, un medio de proclamar su fuerzafísica y su presencia, de anunciar a otras ballenas «Aquíestoy» y «¿Acaso no soy magnífica?». Pero cuando ves auna ballena saltar del agua como si fuera un pingüino gi-gante, lo primero que piensas es que parece divertido. Elhecho de que las crías y las ballenas jóvenes tengan mayortendencia a saltar refuerza esta idea. Puede que las balle-nas simplemente estén jugando, como los niños que se ti-ran al mar desde el muelle Macmillan de Provincetown,confiando implícitamente en su inmortalidad al arrojarsu cuerpo de un medio a otro. O quizá nos compadecenpor ser esclavos de la gravedad y nos permiten ver duran-te unos instantes su auténtica naturaleza elevándosesobre el océano y revelando su majestuosidad.

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Parece que ver ballenas en libertad me volvió a con-vertir en un niño. Recordé qué era lo que siempre me ha-bía fascinado de esos extraños seres: su enorme diversi-dad, la gran variedad de formas y tamaños que adoptan;un conjunto que pide ser coleccionado como las pega-tinas de regalo de los chicles, un catálogo complejo ycolorido que abarca desde la pequeña marsopa de puertohasta los grandes rorcuales —un término que procede delpalabra escandinava que significa junco o caña y quehace referencia a los surcos de sus vientres— y el miste-rioso cachalote, del cual encontré una pequeña figuritaen la caja de juguetes de mi hermana en la que emergía deuna pequeña ola de plástico. Fue como si el mundo mari-no que tanto temía hubiera sido repoblado con criaturasamistosas, una auténtica tribu internacional de viajerosglobales, tan discretos y diversos como los pájaros, perotodos de un mismo tipo. Eso fue lo que me atrajo: sucompletitud, en oposición a nuestra separación, porqueambos somos mamíferos, pero ellos son forman una or-denada unidad mientras que nosotros estamos desorga-nizados.

Los cetáceos —del griego ketos, que significa mons-truo marino— se dividen en dos órdenes. Los dentadosodontocetos —setenta y una especies de marsopas, delfi-nes de mar y de río, zifios, orcas y cachalotes— se ali-mentan de peces y calamares. Los misticetos, o ballenasbarbadas —de las que hay al menos catorce especies—filtran su dieta de plancton y de pequeños peces a travésde sus barbas.

La extraña naturaleza de la barba parece subrayar larareza de la ballena, que comienza en el mismo útero.Aunque los fetos de misticetos poseen un principio dedientes, estos son reabsorbidos por la mandíbula antesdel nacimiento y reemplazados por brotes de una proteína

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fibrosa llamada keratina, el mismo material del que estánhechas las uñas humanas. Estas tiras largas y planas for-man placas flexibles que cubren la mandíbula formandouna gran herradura con la parte más suave hacia afuera.Crecen continuamente y acaban por formar un flequilloen sus extremos por el contacto constante con la lenguadel animal. Al tragar piscinas enteras de agua —tan ávi-damente que, de hecho, dislocan su mandíbula para ma-ximizar el agua que pueden absorber— las ballenas bar-badas expanden los pliegues ventrales de sus barrigas yluego los contraen para expulsar el agua sobrante, demodo que su comida queda atrapada en el interior por-que la barba le impide salir.

Las ballenas dentadas persiguen a sus presas por elocéano, pez a pez. Las ballenas barbadas pastan y traganbocados enteros, desde arenques a anguilas de arena pa-sando por el minúsculo zooplancton que flota en los océa-nos como si fuera un polvo dotado de vida. Aquí, en lasfértiles aguas de Cape Cod, reinan los misticetos: desde laesquiva y relativamente pequeña ballena enana o la teatraljorobada, a la rotunda ballena franca y el elegante rorcualcomún o ballena de aleta —el segundo animal más grande

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mundo, conocido como el galgo del océano, capaz de al-canzar velocidades superiores a los veinte nudos.

Tras la ballena azul, la ballena de aleta, Balaenopteraphysalus, es también el animal más ruidoso, y puesto queel sonido viaja más lejos y más rápido a través del agua,una ballena de aleta americana (si le preocupasen cosascomo la nacionalidad) podría ser escuchada por su ho-móloga europea al otro lado del Atlántico. Su llamada deapareamiento está por debajo de lo que puede registrar eloído humano; la primera vez que los científicos la detec-taron, pensaron que era el lecho del océano agrietándose.Y en pocos segundos esta inmensa criatura —mayor quecualquier dinosaurio— pasará por debajo de dónde es-toy. Bajando su ancho y aplanado morro, la ballena se su-merge bajo la quilla en un movimiento suave, como si laempujara un motor invisible y silencioso.

Se encuentra uno allá arriba […] mientras entre nuestraspiernas, por así decirlo, nadan los monstruos más enormesdel mar, igual que en otros tiempos pasaban las naves entrelas botas del famoso Coloso en la antigua Rodas.

La cofa, Moby Dick

En ese único movimiento mi entera presencia se veminada. Siento, más que veo, a ese animal de veinticincometros nadando debajo. Saber que está ahí me producevértigo, y algo en mi interior me hace querer zambullirmey bucear junto a él a alguna recóndita sima dónde nadienos encuentre jamás.

El rorcual completa su maniobra y emerge a baborpara respirar. A diferencia de lo que sucede en los huma-nos, las ballenas deben tomar la decisión consciente derespirar, pues de lo contrario no podrían mantenerse su-mergidas mucho tiempo. Con toda la fuerza de sus enor-

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mes pulmones, expulsa el aire consumido con elsonido neumático de un dedo puesto sobre la mancha deuna bicicleta. Es una exhalación profunda más que unaexpulsión de agua del mar; es una condensación visible,como la del aliento humano en una mañana fría.

Desde la válvula de sus orificios nasales, la ballenadispara trescientos setenta y cinco litros de aire en un se-gundo —cada nubosa descarga crea su propio arco iris alser atravesada por el sol— y luego repite el proceso unay otra vez, cargando su cuerpo de oxígeno hasta queestá lista para volver a sumergirse, un acto que suponeuna transformación interna. Contrae sus pulmones—una mucosa especial evita que los órganos se quedenpegados— y dobla hacia adentro las costillas con unasarticulaciones que tiene a los lados del cuerpo, de modoque todo el aire que queda se conduce a unos «espaciosmuertos» en el cráneo de la ballena. Esta técnica, combi-nada con la ausencia de nitrógeno en su sangre y de aireen sus huesos, evita que el animal sufra descompresión.Más sutil que el submarino más moderno, la ballena esun milagro de la ingeniería marítima.

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