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servicio de documentación IGLESIA DE LA SANTA CRUZ Publicación mensual FEBRERO - MARZO 2016 Año XLII 498 499 Jornada Mundial de la Juventud Jornada Mundial de la Paz I

IGLESIA DE LA SANTA CRUZ · 2016-2-3-03 Felicitaciones navideñas de la curia romana ..... 1.0 Discurso del Santo Padre Francisco. 2016-2-3-04 XLIX Jornada Mundial de la Paz

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servicio de

documentación

IGLESIA DE LA SANTA CRUZPublicación mensual

FEBRERO - MARZO 2016 Año XLII

498499

Jornada Mundial de la Juventud

Jornada Mundial de la Paz

I

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ÍNDICE

2016-2-3-01 XXXI Jornada Mundial de la Juventud ................................ 1.Mensaje del Santo Padre Francisco.

2016-2-3-02 Mensaje Urbi et Orbi. Navidad 201.5.................................... 8.Mensaje del Santo Padre Francisco.

2016-2-3-03 Felicitaciones navideñas de la curia romana .................. 1.0Discurso del Santo Padre Francisco.

2016-2-3-04 XLIX Jornada Mundial de la Paz ..................................... 1.6.Mensaje del Santo Padre Francisco.

2016-2-3-05 Solemnidad de Santa María Madre de Dios ................... 26.Homilía del Santo Padre Francisco.

2016-2-3-06 Jubileo extraordinario de la Misericordia ........................ 27.Homilía del Santo Padre Francisco.

2016-2-3-07 Solemnidad de la Epifania del Señor ............................... 29.Homilía del Santo Padre Francisco.

Publicación mensual de la Iglesia de la Exaltación de la Santa Cruz

BOLETÍN INFORMATIVO-SERVICIO DE DOCUMENTACIÓNDirector: D. RAMÓN MARTÍNEZ, Espoz y Mina, 1.8.. 50003 ZARAGOZATfno.: 9.7.6. 39.307.8.Depósito legal Z-7.58.-1.9.7.3. Nº Registro 2528.-25-43-1..CON LICENCIA ECLESIÁSTICAhttp://www.iglesia-santacruz.orgCorreo electrónico: [email protected]: Sistemas de impresión, S.L. Pol. Ind. “El Portazgo” naves 51.-52. Zaragoza

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«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»

(Mt 5,7)

Queridos jóvenes:

Hemos llegado ya a la última etapa de nuestra peregrinación a Cracovia, donde el próximo año, en el mes de julio, celebraremos juntos la XXXI Jornada Mundial de la Juventud. En nuestro largo y arduo camino nos guían las palabras de Jesús recogidas en el “sermón de la montaña”. Hemos iniciado este recorrido en 2014, medi-tando juntos sobre la primera de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Para el año 2015 el tema fue «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). En el año que tenemos por delante nos queremos dejar inspirar por las palabras: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).

1. El Jubileo de la Misericordia

Con este tema la JMJ de Cracovia 2016 se inserta en el Año Santo de la Misericordia, convirtiéndose en un verdadero Jubileo de los Jóvenes a nivel mundial. No es la primera vez que un encuentro internacional de los jóvenes coincide con un Año jubilar. De hecho, fue durante el Año Santo de la Redención (1983/1984) que San Juan Pablo II convocó por primera vez a los jóvenes de todo el mundo para el Domingo de Ramos. Después fue durante el Gran Jubileo del Año 2000 en que más de dos millones de jóvenes de unos 165 paí-ses se reunieron en Roma para la XV Jornada Mundial de la Juventud. Como sucedió en estos dos casos precedentes, estoy seguro de que el Jubileo de los Jóvenes en Cracovia será uno de los momentos fuertes de este Año Santo.

Quizás alguno de ustedes se pregunta-rá: ¿Qué es este Año jubilar que se celebra en la Iglesia? El texto bíblico del Levítico 25 nos ayuda a comprender

1.

Presentación

En este número de febrero - marzo de 2016, publicamos varias interven-ciones del santo Padre Francisco. Tres mensajes: para la Jornada Mundial de la Juventud, el mensaje de Navidad y el de la Jornada de la Paz; además tres homilías con ocasión de diversas solemnidades, y el discurso pronun-ciado con ocasión de las felicitaciones navideñas en la Curia.

XXXI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUDMensaje para la XXXI jornada MundIal de la juventud, 2016

28 de septiembre de 2015

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lo que significa un “jubileo” para el pueblo de Israel: Cada cincuenta años los hebreos oían el son de la trompeta (jobel) que les convocaba (jobil) para celebrar un año santo, como tiempo de reconciliación (jobal) para todos. En este tiempo se debía recuperar una buena relación con Dios, con el próji-mo y con lo creado, basada en la gra-tuidad. Por ello se promovía, entre otras cosas, la condonación de las deudas, una ayuda particular para quien se empobreció, la mejora de las relaciones entre las personas y la libe-ración de los esclavos.

Jesucristo vino para anunciar y llevar a cabo el tiempo perenne de la gracia del Señor, llevando a los pobres la buena noticia, la liberación a los cau-tivos, la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos (cfr. Lc 4,18-19). En Él, especialmente en su Misterio Pas-cual, se cumple plenamente el senti-do más profundo del jubileo. Cuando la Iglesia convoca un jubileo en el nombre de Cristo, estamos todos invitados a vivir un extraordinario tiempo de gracia. La Iglesia misma está llamada a ofrecer abundante-mente signos de la presencia y cerca-nía de Dios, a despertar en los cora-zones la capacidad de fijarse en lo esencial. En particular, este Año Santo de la Misericordia «es el tiempo para que la Iglesia redescubra el sen-tido de la misión que el Señor le ha confiado el día de Pascua: ser signo e instrumento de la misericordia del Padre» (Homilía en las Primeras Víspe-ras del Domingo de la Divina Misericordia, 11 de abril de 2015).

2. Misericordiosos como el Padre

El lema de este Jubileo extraordinario es: «Misericordiosos como el Padre» (cfr. Misericordiae Vultus, 13), y con ello se entona el tema de la próxima JMJ. Intentemos por ello comprender mejor lo que significa la misericordia divina.

El Antiguo Testamento, para hablar de la misericordia, usa varios térmi-nos; los más significativos son los de hesed y rahamim. El primero, aplica-do a Dios, expresa su incansable fide-lidad a la Alianza con su pueblo, que Él ama y perdona eternamente. El segundo, rahamim, se puede traducir como “entrañas”, que nos recuerda en modo particular el seno materno y nos hace comprender el amor de Dios por su pueblo, como es el de una madre por su hijo. Así nos lo presenta el profeta Isaías: «¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,15). Un amor de este tipo implica hacer espacio al otro dentro de uno, sentir, sufrir y alegrarse con el prójimo.

En el concepto bíblico de misericor-dia está incluido lo concreto de un amor que es fiel, gratuito y sabe per-donar. En Oseas tenemos un hermo-so ejemplo del amor de Dios, compa-rado con el de un padre hacia su hijo: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Pero cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; […] ¡Y yo había enseñado a cami-nar a Efraím, lo tomaba por los bra-zos! Pero ellos no reconocieron que yo los cuidaba. Yo los atraía con lazos

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humanos, con ataduras de amor; era para ellos como los que alzan a una criatura contra sus mejillas, me incli-naba hacia él y le daba de comer» (Os 11,1-4). A pesar de la actitud errada del hijo, que bien merecería un castigo, el amor del padre es fiel y perdona siempre a un hijo arrepentido. Como vemos, en la misericordia siempre está incluido el perdón; ella «no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. […] Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón» (Misericordiae Vultus, 6).

El Nuevo Testamento nos habla de la divina misericordia (eleos) como sínte-sis de la obra que Jesús vino a cumplir en el mundo en el nombre del Padre (cfr.Mt 9,13). La misericordia de nuestro Señor se manifiesta sobre todo cuando Él se inclina sobre la miseria humana y demuestra su compasión hacia quien necesita comprensión, curación y perdón. Todo en Jesús habla de misericordia, es más, Él mismo es la misericordia.

En el capítulo 15 del Evangelio de Lucas podemos encontrar las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, de la moneda perdida y aquélla que conocemos como la del “hijo pródigo”. En estas tres parábo-las nos impresiona la alegría de Dios, la alegría que Él siente cuando encuen-tra de nuevo al pecador y le perdona. ¡Sí, la alegría de Dios es perdonar!

Aquí tenemos la síntesis de todo el Evangelio. «Cada uno de nosotros es esa oveja perdida, esa moneda perdi-da; cada uno de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos aban-dona nunca. Es un padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra liber-tad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como a hijos, en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que regre-sa. Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros pecadores va a Él y pide su perdón» (Ángelus, 15 de septiembre de 2013).

La misericordia de Dios es muy con-creta y todos estamos llamados a experimentarla en primera persona. A la edad de diecisiete años, un día en que tenía que salir con mis amigos, decidí pasar primero por una iglesia. Allí me encontré con un sacerdote que me inspiró una confianza especial, de modo que sentí el deseo de abrir mi corazón en la Confesión. ¡Aquel encuentro me cambió la vida! Descu-brí que cuando abrimos el corazón con humildad y transparencia, pode-mos contemplar de modo muy con-creto la misericordia de Dios. Tuve la certeza que en la persona de aquel sacerdote Dios me estaba esperando, antes de que yo diera el primer paso para ir a la iglesia. Nosotros le busca-mos, pero es Él quien siempre se nos adelanta, desde siempre nos busca y es

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el primero que nos encuentra. Quizás alguno de ustedes tiene un peso en el corazón y piensa: He hecho esto, he hecho aquello… ¡No teman! ¡Él les espera! Él es padre: ¡siempre nos espe-ra! ¡Qué hermoso es encontrar en el sacramento de la Reconciliación el abrazo misericordioso del Padre, des-cubrir el confesionario como lugar de la Misericordia, dejarse tocar por este amor misericordioso del Señor que siempre nos perdona!

Y tú, querido joven, querida joven, ¿has sentido alguna vez en ti esta mira-da de amor infinito que, más allá de todos tus pecados, limitaciones y fra-casos, continúa fiándose de ti y miran-do tu existencia con esperanza? ¿Eres consciente del valor que tienes ante Dios que por amor te ha dado todo? Como nos enseña San Pablo, «la prue-ba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores» (Rom 5,8). ¿Pero entendemos de verdad la fuerza de estas palabras?

Sé lo mucho que ustedes aprecian la Cruz de las JMJ – regalo de San Juan Pablo II – que desde el año 1984 acompaña todos los Encuentros mun-diales de ustedes. ¡Cuántos cambios, cuántas verdaderas y auténticas con-versiones surgieron en la vida de tan-tos jóvenes al encontrarse con esta cruz desnuda! Quizás se hicieron la pregunta: ¿De dónde viene esta fuerza extraordinaria de la cruz? He aquí la respuesta: ¡La cruz es el signo más elocuente de la misericordia de Dios! Ésta nos da testimonio de que la medida del amor de Dios para con la humanidad es amar sin medida! En la

cruz podemos tocar la misericordia de Dios y dejarnos tocar por su miseri-cordia. Aquí quisiera recordar el epi-sodio de los dos malhechores crucifi-cados junto a Jesús. Uno de ellos es engreído, no se reconoce pecador, se ríe del Señor; el otro, en cambio, reco-noce que ha fallado, se dirige al Señor y le dice: «Jesús, acuérdate de mí cuan-do vengas a establecer tu Reino». Jesús le mira con misericordia infinita y le responde: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (cfr. Lc 23,32.39-43). ¿Con cuál de los dos nos identificamos? ¿Con el que es engreído y no reconoce sus errores? ¿O quizás con el otro que reconoce que necesita la misericordia divina y la implora de todo corazón? En el Señor, que ha dado su vida por nosotros en la cruz, encontraremos siempre el amor incondicional que reconoce nuestra vida como un bien y nos da siempre la posibilidad de volver a comenzar.

3. La extraordinaria alegría de ser instrumentos de la misericordia de Dios

La Palabra de Dios nos enseña que «la felicidad está más en dar que en reci-bir» (Hch 20,35). Precisamente por este motivo la quinta Bienaventuranza declara felices a los misericordiosos. Sabemos que es el Señor quien nos ha amado primero. Pero sólo seremos de verdad bienaventurados, felices, cuando entremos en la lógica divina del don, del amor gratuito, si descubrimos que Dios nos ha amado infinitamente para hacernos capaces de amar como Él, sin medida. Como

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dice San Juan: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. […] Y este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados. Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4,7-11).

Después de haberles explicado a uste-des en modo muy resumido cómo ejerce el Señor su misericordia con nosotros, quisiera sugerirles cómo podemos ser concretamente instru-mentos de esta misma misericordia hacia nuestro prójimo.

Me viene a la mente el ejemplo del beato Pier Giorgio Frassati. Él decía: «Jesús me visita cada mañana en la Comunión, y yo la restituyo del mísero modo que puedo, visitando a los pobres». Pier Giorgio era un joven que había entendido lo que quiere decir tener un corazón misericordioso, sensible a los más necesitados. A ellos les daba mucho más que cosas mate-riales; se daba a sí mismo, empleaba tiempo, palabras, capacidad de escu-cha. Servía siempre a los pobres con gran discreción, sin ostentación. Vivía realmente el Evangelio que dice: «Cuando tú des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la dere-cha, para que tu limosna quede en secreto» (Mt 6,3-4). Piensen que un día antes de su muerte, estando grave-mente enfermo, daba disposiciones de

cómo ayudar a sus amigos necesita-dos. En su funeral, los familiares y amigos se quedaron atónitos por la presencia de tantos pobres, para ellos desconocidos, que habían sido visita-dos y ayudados por el joven Pier Gior-gio.

A mí siempre me gusta asociar las Bienaventuranzas con el capítulo 25 de Mateo, cuando Jesús nos presenta las obras de misericordia y dice que en base a ellas seremos juzgados. Les invito por ello a descubrir de nuevo las obras de misericordia cor-porales: dar de comer a los ham-brientos, dar de beber a los sedien-tos, vestir a los desnudos, acoger al extranjero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: aconse-jar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y los difuntos. Como ven, la misericordia no es “buenis-mo”, ni un mero sentimentalismo. Aquí se demuestra la autenticidad de nuestro ser discípulos de Jesús, de nuestra credibilidad como cristianos en el mundo de hoy.

A ustedes, jóvenes, que son muy con-cretos, quisiera proponer que para los primeros siete meses del año 2016 elijan una obra de misericordia corpo-ral y una espiritual para ponerla en práctica cada mes. Déjense inspirar por la oración de Santa Faustina, humilde apóstol de la Divina Miseri-cordia de nuestro tiempo:

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6.

«AYÚDAME, OH SEÑOR, A QUE MIS OJOS SEAN MISERICORDIOSOS, PARA QUE YO JAMÁS RECELE O JUZGUE SEGÚN LAS APARIENCIAS, SINO QUE BUSQUE LO BELLO EN EL ALMA DE MI PRÓJIMO Y ACUDA A AYUDARLA […] A QUE MIS OÍDOS SEAN MISERICORDIOSOS PARA QUE TOME EN CUENTA LAS NECESIDADES DE MI PRÓJIMO Y NO SEA INDIFERENTE A SUS PENAS Y GEMIDOS […] A QUE MI LENGUA SEA MISERICORDIOSA PARA QUE JAMÁS HABLE NEGATIVAMEN-TE DE MIS PRÓJIMOS SINO QUE TENGA UNA PALABRA DE CONSUELO Y PERDÓN PARA TODOS […] A QUE MIS MANOS SEAN MISERICORDIOSAS Y LLENAS DE BUENAS OBRAS […] A QUE MIS PIES SEAN MISERICORDIOSOS PARA QUE SIEMPRE ME APRESURE A SOCORRER A MI PRÓJIMO, DOMINANDO MI PROPIA FATIGA Y MI CANSANCIO […] A QUE MI CORAZÓN SEA MISERICORDIOSO PARA QUE YO SIENTA TODOS LOS SUFRIMIENTOS DE MI PRÓJIMO» (DIARIO 163).

El mensaje de la Divina Misericor-dia constituye un programa de vida muy concreto y exigente, pues implica las obras. Una de las obras de misericordia más evidente, pero quizás más difícil de poner en prác-tica, es la de perdonar a quien te ha ofendido, quien te ha hecho daño, quien consideramos un enemigo. «¡Cómo es difícil muchas veces per-donar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la sere-nidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesa-rias para vivir felices» (Misericordiae Vultus, 9).

Me encuentro con tantos jóvenes que dicen estar cansados de este mundo tan dividido, en el que se enfrentan seguidores de facciones tan diferen-tes, hay tantas guerras y hay incluso quien usa la propia religión como justificación para la violencia. Tene-mos que suplicar al Señor que nos dé la gracia de ser misericordiosos con quienes nos hacen daño. Como Jesús que en la cruz rezaba por aquellos que le habían crucificado: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). El único camino para vencer el mal es la misericordia. La justicia es necesaria, cómo no, pero ella sola no basta. Justicia y misericordia tienen que caminar juntas. ¡Cómo quisiera que todos nos uniéramos en oración unánime, implorando desde lo más profundo de nuestros corazones, que el Señor tenga misericordia de nosotros y del mundo entero!

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7.

4. ¡Cracovia nos espera!

Faltan pocos meses para nuestro encuentro en Polonia. Cracovia, la ciudad de San Juan Pablo II y de Santa Faustina Kowalska, nos espera con los brazos y el corazón abiertos. Creo que la Divina Providencia nos ha guiado para celebrar el Jubileo de los Jóvenes precisamente ahí, donde han vivido estos dos grandes apóstoles de la misericordia de nuestro tiempo. Juan Pablo II había intuido que este era el tiempo de la misericordia. Al inicio de su pontificado escribió la encícli-ca Dives in Misericordia. En el Año Santo 2000 canonizó a Sor Fausti-na instituyendo también la Fiesta de la Divina Misericordia en el segundo domingo de Pascua. En el año 2002 consagró personalmente en Cracovia el Santuario de Jesús Misericordioso, encomendando el mundo a la Divina Misericordia y esperando que este mensaje llegase a todos los habitantes de la tierra, llenando los corazones de esperanza: «Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad» (Homilía para la Consagración del Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia, 17 de agosto de 2002).

Queridos jóvenes, Jesús misericordio-so, retratado en la imagen venerada por el pueblo de Dios en el santuario de Cracovia a Él dedicado, les espera. ¡Él se fía de ustedes y cuenta con uste-des! Tiene tantas cosas importantes que decirle a cada uno y cada una de ustedes… No tengan miedo de con-

templar sus ojos llenos de amor infini-to hacia ustedes y déjense tocar por su mirada misericordiosa, dispuesta a perdonar cada uno de sus pecados, una mirada que es capaz de cambiar la vida de ustedes y de sanar sus almas, una mirada que sacia la profunda sed que demora en sus corazones jóvenes: sed de amor, de paz, de alegría y de auténtica felicidad. ¡Vayan a Él y no tengan miedo! Vengan para decirle desde lo más profundo de sus corazo-nes: “¡Jesús, confío en Ti!”. Déjense tocar por su misericordia sin límites, para que ustedes a su vez se convier-tan en apóstoles de la misericordia mediante las obras, las palabras y la oración, en nuestro mundo herido por el egoísmo, el odio y tanta desespera-ción.

Lleven la llama del amor misericordio-so de Cristo – del que habló San Juan Pablo II – a los ambientes de su vida cotidiana y hasta los confines de la tierra. En esta misión, yo les acompa-ño con mis mejores deseos y mi ora-ción, les encomiendo todos a la Vir-gen María, Madre de la Misericordia, en este último tramo del camino de preparación espiritual hacia la próxi-ma JMJ de Cracovia, y les bendigo de todo corazón.

Desde el Vaticano,

15 de agosto de 2015

Solemnidad de la Asunción de la Virgen María

Francisco

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Queridos hermanos y hermanas, feliz Navi-dad.Cristo nos ha nacido, exultemos en el día de nuestra salvación.Abramos nuestros corazones para recibir la gracia de este día, que es Él mismo: Jesús es el «día» luminoso que surgió en el horizonte de la humani-dad. El día de la misericordia, en el cual Dios Padre ha revelado a la humanidad su inmensa ternura. Día de luz que disipa las tinieblas del miedo y de la angustia. Día de paz, en el que es posible encontrarse, dialogar, y sobre todo reconciliarse. Día de ale-gría: una «gran alegría» para los peque-ños y los humildes, para todo el pue-blo (cf. Lc 2,10).En este día, ha nacido de la Virgen María Jesús, el Salvador. El pesebre nos muestra la «señal» que Dios nos ha dado: «un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Como los pastores de Belén, también nosotros vamos a ver esta señal, este acontecimiento que cada año se renueva en la Iglesia. La Navidad es un acontecimiento que se renueva en cada familia, en cada parroquia, en cada comunidad que acoge el amor de Dios encarnado en Jesucristo. Como María, la Iglesia muestra a todos la «señal» de Dios: el niño que ella ha llevado en su seno y ha dado a luz, pero que es el Hijo del Altísimo, porque «proviene del Espíri-tu Santo» (Mt 1,20). Por eso es el Sal-vador, porque es el Cordero de Dios que toma sobre sí el pecado del mundo (cf. Jn 1,29). Junto a los pastores, pos-trémonos ante el Cordero, adoremos

la Bondad de Dios hecha carne, y dejemos que las lágrimas del arrepen-timiento llenen nuestros ojos y laven nuestro corazón. Todos lo necesita-mos.Sólo él, sólo él nos puede salvar. Sólo la misericordia de Dios puede liberar a la humanidad de tantas formas de mal, a veces monstruosas, que el egoísmo genera en ella. La gracia de Dios puede convertir los corazones y abrir nuevas perspectivas para realidades humanamente insuperables.Donde nace Dios, nace la esperanza: él trae la esperanza. Donde nace Dios, nace la paz. Y donde nace la paz, no hay lugar para el odio ni para la guerra. Sin embargo, precisamente allí donde el Hijo de Dios vino al mundo, conti-núan las tensiones y las violencias y la paz queda como un don que se debe pedir y construir. Que los israelíes y palestinos puedan retomar el diálogo directo y alcanzar un entendimiento que permita a los dos pueblos convivir en armonía, superando un conflicto que les enfrenta desde hace tanto tiempo, con graves consecuencias para toda la región.Pidamos al Señor que el acuerdo alcanzado en el seno de las Naciones Unidas logre cuanto antes acallar el fragor de las armas en Siria y remediar la gravísima situación humanitaria de la población extenuada. Es igualmente urgente que el acuerdo sobre Libia encuentre el apoyo de todos, para que se superen las graves divisiones y vio-lencias que afligen el país. Que toda la Comunidad internacional ponga su atención de manera unánime en que

MENSAJE URBI ET ORBIMensaje del santo padre FrancIsco

Viernes 25 de diciembre de 2015

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cesen las atrocidades que, tanto en estos países como también en Irak, Yemen y en el África subsahariana, causan todavía numerosas víctimas, provocan enormes sufrimientos y no respetan ni siquiera el patrimonio his-tórico y cultural de pueblos enteros. Quiero recordar también a cuantos han sido golpeados por los atroces actos terroristas, particularmente en las recientes masacres sucedidas en los cielos de Egipto, en Beirut, París, Bamako y Túnez.Que el Niño Jesús dé consuelo y fuer-za a nuestros hermanos, perseguidos por causa de su fe en distintas partes del mundo. Son nuestros mártires de hoy.Pidamos Paz y concordia para las que-ridas poblaciones de la República Democrática del Congo, de Burundi y del Sudán del Sur para que, mediante el diálogo, se refuerce el compromiso común en vista de la edificación de sociedades civiles animadas por un sincero espíritu de reconciliación y de comprensión recíproca.Que la Navidad lleve la verdadera paz también a Ucrania, ofrezca alivio a quienes padecen las consecuencias del conflicto e inspire la voluntad de lle-var a término los acuerdos tomados, para restablecer la concordia en todo el país.Que la alegría de este día ilumine los esfuerzos del pueblo colombiano para que, animado por la esperanza, conti-núe buscando con tesón la anhelada paz.Donde nace Dios, nace la esperanza y donde nace la esperanza, las personas encuentran la dignidad. Sin embargo, todavía hoy muchos hombres y mujeres son priva-dos de su dignidad humana y, como el Niño Jesús, sufren el frío, la pobreza y el rechazo de los hombres. Que hoy

llegue nuestra cercanía a los más inde-fensos, sobre todo a los niños solda-do, a las mujeres que padecen violen-cia, a las víctimas de la trata de perso-nas y del narcotráfico.Que no falte nuestro consuelo a cuan-tos huyen de la miseria y de la guerra, viajando en condiciones muchas veces inhumanas y con serio peligro de su vida. Que sean recompensados con abundantes bendiciones todos aque-llos, personas privadas o Estados, que trabajan con generosidad para soco-rrer y acoger a los numerosos emigran-tes y refugiados, ayudándoles a cons-truir un futuro digno para ellos y para sus seres queridos, y a integrarse den-tro de las sociedades que los reciben.Que en este día de fiesta, el Señor vuelva a dar esperanza a cuantos no tienen trabajo –y son tantos– y sosten-ga el compromiso de quienes tienen responsabilidad públicas en el campo político y económico para que se empeñen en buscar el bien común y tutelar la dignidad toda vida humana.Donde nace Dios, florece la misericordia. Este es el don más precioso que Dios nos da, particularmente en este año jubilar, en el que estamos llamados a descubrir la ternura que nuestro Padre celestial tiene con cada uno de noso-tros. Que el Señor conceda, especial-mente a los presos, la experiencia de su amor misericordioso que sana las heridas y vence el mal.Y de este modo, hoy todos juntos exul-temos en el día de nuestra salvación. Con-templando el portal de Belén, fijemos la mirada en los brazos de Jesús que nos muestran el abrazo misericordio-so de Dios, mientras escuchamos el gemido del Niño que nos susurra: «Por mis hermanos y compañeros voy a decir: “La paz contigo”» (Sal 121 [122], 8).

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1.0

Queridos hermanos y hermanas

Pido disculpas por no hablar de pie, pero desde hace algunos días estoy influenciado por la gripe y no me sien-to muy fuerte. Con vuestro permiso, os hablaré sentado.

Me complace expresaros los mejores deseos de Feliz Navidad y de próspero año nuevo, que hago extensivo tam-bién a todos los colaboradores, los Representantes Pontificios y de modo particular a aquellos que, durante el año pasado, han concluido su servicio al alcanzar los límites de edad. Recor-damos también a las personas que han sido llamadas a la presencia de Dios. Para todos vosotros y vuestros fami-liares, mi saludo y mi gratitud.

En mi primer encuentro con vosotros, en 2013, quise poner de relieve dos aspectos importantes e inseparables del trabajo de la Curia: la profesionali-dad y el servicio, indicando a San José como modelo a imitar. El año pasado, en cambio, para prepararnos al sacra-mento de la Reconciliación, afronta-mos algunas tentaciones, males —el «catálogo de los males curiales»; en cambio, hoy debería hablar de los «antibióticos curiales»— que podrían afectar a todo cristiano, curia, comuni-dad, congregación, parroquia y movi-miento eclesial. Males que exigen pre-vención, vigilancia, cuidado y en algu-nos casos, por desgracia, intervencio-nes dolorosas y prolongadas.

Algunos de esos males se han mani-festado a lo largo de este año, provo-cando mucho dolor a todo el cuerpo e hiriendo a muchas almas, incluso con escándalo.

Es necesario afirmar que esto ha sido —y lo será siempre— objeto de since-ra reflexión y decisivas medidas. La reforma seguirá adelante con determi-nación, lucidez y resolución, por-que Ecclesia semper reformanda.

Sin embargo, los males y hasta los escándalos no podrán ocultar la efi-ciencia de los servicios que la Curia Romana, con esfuerzo, responsabili-dad, diligencia y dedicación, ofrece al Papa y a toda la Iglesia, y esto es un verdadero consuelo. San Ignacio ense-ñaba que «es propio del mal espíritu morder (con escrúpulos), entristecer y poner obstáculos, inquietando con falsas razones para que no pase ade-lante; y propio del buen espíritu es dar ánimo y fuerzas, dar consolaciones, lágrimas, inspiraciones y quietud, faci-litando y quitando todos los impedi-mentos, para que siga adelante en el bien obrar»[1].

Sería una gran injusticia no manifestar un profundo agradecimiento y un necesario aliento a todas las personas íntegras y honestas que trabajan con dedicación, devoción, fidelidad y pro-fesionalidad, ofreciendo a la Iglesia y al Sucesor de Pedro el consuelo de su solidaridad y obediencia, como tam-

FELICITACIONES NAVIDEÑAS DE LA CURIA ROMANA

dIscurso del santo padre FrancIsco

Sala Clementina, lunes 22 de diciembre de 2015

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1.1.

bién su generosa oración.

Es más, las resistencias, las fatigas y las caídas de las personas y de los minis-tros representan también lecciones y ocasiones de crecimiento y nunca de abatimiento. Son oportunidades para volver a lo esencial, que significa tener en cuenta la conciencia que tenemos de nosotros mismos, de Dios, del prójimo, del sensus Ecclesiae y del sensus fidei.

Quisiera hablaros hoy de este volver a lo esencial, cuando estamos iniciando la peregrinación del Año Santo de la Misericordia, abierto por la Iglesia hace pocos días, y que representa para ella y para todos nosotros una fuerte llamada a la gratitud, a laconversión, a la renovación, a la penitencia y a la reconci-liación.

En realidad, la Navidad es la fiesta de la infinita Misericordia de Dios, como dice san Agustín de Hipona: «¿Pudo haber mayor misericordia para los desdichados que la que hizo bajar del cielo al creador del cielo y revistió de un cuerpo terreno al creador de la tierra? Esa misericordia hizo igual a nosotros por la mortalidad al que desde la eternidad permanece igual al Padre; otorgó forma de siervo al señor del mundo, de modo que el pan mismo sintió hambre, la saciedad sed, la fortaleza se volvió débil, la salud fue herida y la vida murió. Y todo ello para saciar nuestra hambre, regar nuestra sequedad, consolar nuestra debilidad, extinguir la iniquidad e inflamar la caridad»[2].

Por tanto, en el contexto de este Año de la Misericordia y de la preparación

para la Navidad, ya tan inminente, deseo presentaros un subsidio prácti-co para poder vivir fructuosamente este tiempo de gracia. No se trata de un exhaustivo “catálogo de las virtudes necesarias” para quien presta servicio en la Curia y para todos aquellos que quieren hacer fértil su consagración o su servicio a la Iglesia.

Invito a los responsables de los Dicas-terios y a los superiores a profundizar-lo, a enriquecerlo y completarlo. Es una lista que inicia desde el análisis acróstico de la palabra «misericordia» —el Padre Ricci hacía así en China—, para que esta sea nuestra guía y nues-tro faro.

1. Misionariedad y pastoralidad. La misionariedad es lo que hace y

muestra a la curia fértil y fecunda; es prueba de la eficacia, la capacidad y la autenticidad de nuestro obrar. La fe es un don, pero la medida de nuestra fe se demuestra también por nuestra aptitud para comunicarla[3]. Todo bautizado es misionero de la Buena Noticia ante todo con su vida, su tra-bajo y con su gozoso y convencido testimonio. La pastoralidad sana es una virtud indispensable de modo especial para cada sacerdote. Es la búsqueda cotidiana de seguir al Buen Pastor que cuida de sus ovejas y da su vida para salvar la vida de los demás. Es la medida de nuestra actividad curial y sacerdotal. Sin estas dos alas nunca podremos volar ni tampoco alcanzar la bienaventuranza del «siervo fiel» (Mt25,14-30).

2. Idoneidad y sagacidad. La idoneidad necesita el esfuerzo personal de

adquirir los requisitos necesarios y

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1.2

exigidos para realizar del mejor modo las propias tareas y actividades, con la inteligencia y la intuición. Esta es con-traria a las recomendaciones y los sobornos. La sagacidad es la prontitud de mente para comprender y para afrontar las situaciones con sabiduría y creatividad. Idoneidad y sagacidad representan además la respuesta humana a la gracia divina, cuando cada uno de nosotros sigue aquel famoso dicho: «Hacer todo como si Dios no existiese y, después, dejar todo a Dios como si yo no existiese». Es la actitud del discípulo que se diri-ge al Señor todos los días con estas palabras de la bellísima Oración Uni-versal atribuida al papa Clemente XI: «Guíame con tu sabiduría, sostenme con tu justicia, consuélame con tu clemencia, protégeme con tu poder. Te ofrezco, Dios mío, mis pensamien-tos para pensar en ti, mis palabras para hablar de ti, mis obras para actuar según tu voluntad, mis sufrimientos para padecerlos por ti»[4].

3. Espiritualidad y humanidad. La espiritualidad es la columna ver-

tebral de cualquier servicio en la Igle-sia y en la vida cristiana. Esta alimenta todo nuestro obrar, lo corrige y lo protege de la fragilidad humana y de las tentaciones cotidianas. La humani-dad es aquello que encarna la autenti-cidad de nuestra fe. Quien renuncia a su humanidad, renuncia a todo. La humanidad nos hace diferentes de las máquinas y los robots, que no sienten y no se conmueven. Cuando nos resulta difícil llorar seriamente o reír apasionadamente —son dos signos—, entonces ha iniciado nuestro deterioro y nuestro proceso de transformación

de «hombres» a algo diferente. La humanidad es saber mostrar ternura, familiaridad y cortesía con todos (cf. Flp 4,5). Espiritualidad y humanidad, aun siendo cualidades innatas, son sin embargo potencialidades que se han de desarrollar integralmente, alcanzar continuamente y demostrar cotidianamente.

4. Ejemplaridad y fidelidad. El beato Pablo VI recordó a la Curia —en

1963— «su vocación a la ejemplari-dad»[5]. Ejemplaridad para evitar los escándalos que hieren las almas y ame-nazan la credibilidad de nuestro testi-monio. Fidelidad a nuestra consagra-ción, a nuestra vocación, recordando siempre las palabras de Cristo: «El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel; el que es injusto en lo poco, también en lo mucho es injusto» (Lc 16,10) y «quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es inevitable que sucedan escándalos, ¡pero ay del hombre por el que viene el escándalo!» (Mt 18,6-7).

5. Racionalidad y amabilidad: la racio-nalidad sirve para evitar los exce-

sos emotivos, y la amabilidad para evitar los excesos de la burocracia, las programaciones y las planificaciones. Son dotes necesarias para el equilibrio de la personalidad: «El enemigo —y cito otra vez a san Ignacio, disculpad-me— mira mucho si un alma es ancha o delicada de conciencia, y si es delica-da procura afinarla más, pero ya extre-

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1.3

mosamente, para turbarla más y arrui-narla»[6]. Todo exceso es indicio de algún desequilibrio, tanto el exceso de racionalidad, como el exceso de ama-bilidad.

6. Inocuidad y determinación. La ino-cuidad, que hace cautos en el jui-

cio, capaces de abstenernos de accio-nes impulsivas y apresuradas, es la capacidad de sacar lo mejor de noso-tros mismos, de los demás y de las situaciones, actuando con atención y comprensión. Es hacer a los demás lo que queremos que ellos hagan con nosotros (cf. Mt 7,12; Lc 6,31). La determinación es la capacidad de actuar con voluntad decidida, visión clara y obediencia a Dios, y sólo por la suprema ley de la salus animarum (cf.CIC can. 1725).

7. Caridad y verdad. Dos virtudes inseparables de la existencia cris-

tiana: «realizar la verdad en la caridad y vivir la caridad en la verdad» (cf. Ef 4,15)[7]. Hasta el punto en que la caridad sin la verdad se convierte en la ideología del bonachón destructivo, y la verdad sin la caridad, en el afán ciego de judicializarlo todo.

8. Honestidad y madurez. La honesti-dad es la rectitud, la coherencia y

el actuar con sinceridad absoluta con nosotros mismos y con Dios. La per-sona honesta no actúa con rectitud solamente bajo la mirada del vigilante o del superior; no tiene miedo de ser sorprendido porque nunca engaña a quien confía en él. El honesto no es prepotente con las personas ni con las cosas que le han sido confiadas para administrarlas, como el «siervo malva-do» (Mt 24,48). La honestidad es la

base sobre la que se apoyan todas las demás cualidades. La madurez es el esfuerzo para alcanzar una armonía entre nuestras capacidades físicas, psíquicas y espirituales. Es la meta y el resultado de un proceso de desarrollo que no termina nunca y que no depende de la edad que tengamos.

9. Respetuosidad y humildad. La respe-tuosidad es una cualidad de las

almas nobles y delicadas; de las perso-nas que tratan siempre de demostrar respeto auténtico a los demás, al pro-pio cometido, a los superiores y a los subordinados, a los legajos, a los documentos, al secreto y a la discre-ción; es la capacidad de saber escuchar atentamente y hablar educadamente. La humildad, en cambio, es la virtud de los santos y de las personas llenas de Dios, que cuanto más crecen en importancia, más aumenta en ellas la conciencia de su nulidad y de no poder hacer nada sin la gracia de Dios (cf. Jn 15,8).

10. Dadivosidad —tengo el vicio de los neologismos— y aten-

ción. Seremos mucho más dadivosos de alma y más generosos en dar, cuan-ta más confianza tengamos en Dios y en su providencia, conscientes de que cuanto más damos, más recibimos. En realidad, sería inútil abrir todas las puertas santas de todas las basílicas del mundo si la puerta de nuestro corazón permanece cerrada al amor, si nuestras manos no son capaces de dar, si nuestras casas se cierran a la hospi-talidad y nuestras iglesias a la acogida. La atención consiste en cuidar los detalles y ofrecer lo mejor de nosotros mismos, y también en no bajar nunca

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1.4

la guardia sobre nuestros vicios y carencias. Así rezaba san Vicente de Paúl: «Señor, ayúdame a darme cuenta de inmediato de quienes tengo a mi lado, de quienes están preocupados y desorientados, de quienes sufren sin demostrarlo, de quienes se sienten aislados sin quererlo».

11. Impavidez y prontitud. Ser impá-vido significa no dejarse inti-

midar por las dificultades, como Daniel en el foso de los leones o David frente a Goliat; significa actuar con audacia y determinación; sin tibie-za, «como un buen soldado» (cf. 2 Tm 2,3-4); significa ser capaz de dar el primer paso sin titubeos, como Abraham y como María. La prontitud, en cambio, consiste en saber actuar con libertad y agilidad, sin apegarse a las efímeras cosas materiales. Dice el salmo: «Aunque crezcan vuestras riquezas, no les deis el corazón» (Sal 61,11). Estar listos quiere decir estar siempre en marcha, sin sobrecargarse acumulando cosas inútiles y encerrándose en los propios proyectos, y sin dejarse dominar por la ambición.

12. Y finalmente, atendibilidad y sobriedad. El atendible es quien

sabe mantener los compromisos con seriedad y fiabilidad cuando se cum-plen, pero sobre todo cuando se encuentra solo; es aquel que irradia a su alrededor una sensación de tranqui-lidad, porque nunca traiciona la con-fianza que se ha puesto en él. La sobriedad —la última virtud de esta lista, aunque no por importancia— es la capacidad de renunciar a lo super-fluo y resistir a la lógica consumista

dominante. La sobriedad es pruden-cia, sencillez, esencialidad, equilibrio y moderación. La sobriedad es mirar el mundo con los ojos de Dios y con la mirada de los pobres y desde la parte de los pobres. La sobriedad es un estilo de vida[8] que indica el primado del otro como principio jerárquico, y expresa la existencia como la atención y servicio a los demás. Quien es sobrio es una persona coherente y esencial en todo, porque sabe reducir, recuperar, reciclar, reparar y vivir con un sentido de la proporción.

Queridos hermanos

La misericordia no es un sentimiento pasajero, sino la síntesis de la Buena Noticia; es la opción de los que quieren tener los sentimientos del Corazón de Jesús[9], de quien quiere seriamente seguir al Señor, que nos pide: «Sed misericordiosos como vuestro Padre» (Mt 5,48; Lc 6,36). El Padre Hermes Ronchi dice: «Misericordia: escándalo para la justicia, locura para la inteligen-cia, consuelo para nosotros, los deu-dores. La deuda de existir, la deuda de ser amados, sólo se paga con la mise-ricordia».

Así pues, que sea la misericordia la que guíe nuestros pasos, la que inspire nuestras reformas, la que ilumine nuestras decisiones. Que sea el sopor-te maestro de nuestro trabajo. Que sea la que nos enseñe cuándo hemos de ir adelante y cuándo debemos dar un paso atrás. Que sea la que nos haga ver la pequeñez de nuestros actos en el gran plan de salvación de Dios y en la majestuosidad y el misterio de su obra.

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1.5

Para ayudarnos a entender esto, dejé-monos asombrar por la bella oración, comúnmente atribuida al beato Oscar Arnulfo Romero, pero que fue pro-nunciada por primera vez por el Car-denal John Dearden:De vez en cuando, dar un paso atrás nos ayuda a tomar una perspectiva mejor. El Reino no sólo está más allá de nuestros esfuerzos, sino incluso más allá de nuestra visión. Durante nuestra vida, sólo realizamos una minús-cula parte de esa magnífica empresa que es la obra de Dios. Nada de lo que hacemos está acabado, lo que significa que el Reino está siempre ante nosotros. Ninguna declaración dice todo lo que podría decir-se. Ninguna oración puede expresar plenamente nuestra fe. Ninguna confesión trae la perfección, ninguna visita pastoral trae la integridad. Ningún programa realiza la misión de la Iglesia. En ningún esquema de metas y objetivos se inclu-ye todo. Esto es lo que intentamos hacer: plantamos semi-llas que un día crecerán; regamos semillas ya plantadas, sabiendo que son promesa de futuro. Sentamos bases que necesitarán un mayor desa-rrollo. Los efectos de la levadura que proporcionamos van más allá de nuestras posibilidades. No podemos hacerlo todo y, al darnos cuenta de ello, sentimos una cierta liberación. Ella nos capacita a hacer algo, y a hacerlo muy bien. Puede que sea incompleto, pero es un principio, un paso en el camino, una ocasión para que entre la gracia del Señor y haga el resto. Es posible que no veamos nunca los resultados finales, pero esa es la diferencia entre el jefe de obras y el albañil. Somos albañiles, no jefes de obra, ministros, no el Mesías. Somos profetas de un futuro que no es nuestro.

Y con estos pensamientos, con estos sentimientos, os deseo una feliz y santa Navidad, y os pido que recéis por mí. Gracias.

[1] Ejercicios espirituales, 315.

[2] Cf. Sermón 207, 1: PL 38, 1042.

[3] «La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios geográficos, sino de pueblos, de culturas e individuos independientes, precisamente porque los “confines” de la fe no sólo atraviesan lugares y tradi-ciones humanas, sino el corazón de cada hombre y cada mujer. El Concilio Vaticano II destacó de manera especial cómo la tarea misionera, la tarea de ampliar los confines de la fe es un compromiso de todo bautizado y de todas las comunidades cristia-nas» (Mensaje para la Jornada Mundial de las Misio-nes2013, 2).

[4] Misal Romano del 2002.

[5] Cf. Discurso a la Curia Romana (21 septiembre 1963): AAS 55 (1963), 793-800.

[6] Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 349.

[7] «La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad abso-luta», (Benedicto XVI, Carta enc.Caritas in veritate, 29 junio 2009, 1: AAS 101 (2009), 641). Por eso es preciso «unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por san Pablo de la «veritas in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y com-plementario, de «caritas in veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad» (ibíd., 2.)

[8] Un estilo de vida caracterizado por la sobriedad da al hombre una «actitud desinteresada, gratuita, estética que nace del asombro por el ser y por la belleza que permite leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado» (Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 37); cf. AA.VV. Nuovi stili di vita nel tempo della globalizzazio-ne, Fund. Apostolicam Actuositatem, Roma 2002.

[9] Juan Pablo II, Angelus, 9 julio 1989: «La expresión “Corazón de Jesús” nos hace pensar inmediatamente en la humanidad de Cristo, y subraya su riqueza de sentimientos, su compasión hacia los enfermos, su predilección por los pobres, su misericordia hacia los pecadores, su ternura hacia los niños, su fortaleza en la denuncia de la hipocresía, del orgullo y de la vio-lencia, su mansedumbre frente a sus adversarios, su celo por la gloria del Padre y su júbilo por sus miste-riosos y providentes planes de gracia... nos hace pensar también en la tristeza de Cristo por la traición de Judas, el desconsuelo por la soledad, la angustia ante la muerte, el abandono filial y obediente en las manos del Padre. Y nos habla sobre todo del amor que brota sin cesar de su interior: amor infinito hacia el Padre y amor sin límites hacia el hombre».

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1.6.

Vence la indiferencia y conquista la paz

1. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona.

Al comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda convic-ción los mejores deseos de abundan-tes bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes de Estado y de Gobier-no y de los Responsables de las reli-giones. Por tanto, no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y confiadamente com-prometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hom-bres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.

custodiar las razones de la espe-ranza

2. Las guerras y los atentados terroris-tas, con sus trágicas consecuencias, los secuestros de personas, las persecu-ciones por motivos étnicos o religio-sos, las prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado, de principio a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una «tercera guerra mundial en fases». Pero algunos acontecimientos de los años pasados y del año apenas

concluido me invitan, en la perspecti-va del nuevo año, a renovar la exhor-tación a no perder la esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad de la humanidad de actuar con solidaridad, más allá de los intereses individualis-tas, de la apatía y de la indiferencia ante las situaciones críticas.

Quisiera recordar entre dichos aconte-cimientos el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del planeta.

El año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos documentos del Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el sentido de solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al inicio del Concilio, quiso abrir de par

XLIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZMensaje del santo padre FrancIsco

1 de enero de 2016

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1.7.

en par las ventanas de la Iglesia para que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos docu-mentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y acompañamiento que la Iglesia pre-tendía introducir en la humanidad. En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»[1], la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de respetuoso afecto[2].

En esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo invi-tar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moder-no dramáticamente crea», sin caer «en la indiferencia que humilla, en la habi-tualidad que anestesia el ánimo e impi-de descubrir la novedad, en el cinismo que destruye»[3].

Hay muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia interco-nexión e interdependencia, preocu-pándose por los miembros más frági-

les y la protección del bien común. Esta actitud de corresponsabilidad solidaria está en la raíz de la vocación fundamental a la fraternidad y a la vida común. La dignidad y las relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creatu-ras dotadas de inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con los cuales actuamos en solidari-dad. Fuera de esta relación, seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia y conquistar la paz.

algunas formas de indiferencia

3. Es cierto que la actitud del indife-rente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha supera-do decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globaliza-ción de la indiferencia».

La primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efec-tos de un falso humanismo y del mate-

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1.8.

rialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la socie-dad; se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescin-dir completamente de él. Por consi-guiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos[4]. Contra esta autocomprensión errónea de la perso-na, Benedicto XVI recordaba que ni el hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado último por sí mismo[5]; y, precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reco-nocimiento de una vocación, que da la idea verdadera de la vida humana»[6].

La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televi-sión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas perso-nas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia sí mismo. Des-graciadamente, debemos constatar que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no signifi-ca de por sí un aumento de atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario[7]. Más aún, esto puede comportar una cierta satura-ción que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los proble-mas. «Algunos simplemente se rego-dean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males,

con indebidas generalizaciones, y pre-tenden encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven cre-cer ese cáncer social que es la corrup-ción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—, cual-quiera que sea la ideología política de los gobernantes»[8].

La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acon-tece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete[9]. «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativa-mente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien»[10].

Al vivir en una casa común, no pode-mos dejar de interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La contamina-ción de las aguas y del aire, la explota-ción indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a menu-do fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo está

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1.9.

relacionado. Como también el com-portamiento del hombre con los ani-males influye sobre sus relaciones con los demás[11], por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia casa[12].

En estos y en otros casos, la indiferen-cia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la creación.

la paz amenazada por la indiferen-cia globalizada

4. La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de cada per-sona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra»[13]. En efec-to, «sin una apertura a la trascenden-cia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz»[14]. El olvido y la nega-ción de Dios, que llevan al hombre a no reconocer alguna norma por enci-ma de sí y a tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y violencia sin medida[15].

En el plano individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.

En este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva, cons-tituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes más precio-sos de la humanidad[16].

Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamenta-les y a su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonis-mo, favorece, y a veces justifica, actua-ciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonito-ras de injusticias, divisiones y violen-cias, con vistas a conseguir el bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigen-cias fundamentales de los otros. Cuan-do las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza[17].

Además, la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social.

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¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insa-ciable demanda de recursos natura-les?[18]

de la indiferencia a la misericor-dia: la conVersión del corazón

5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio»[19]. El fratricidio se con-vierte en paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la frater-nidad de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidari-dad y respeto mutuo.

Dios interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Crea-dor. «El Señor dijo a Caín: “Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu her-mano me está gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10).

Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es

su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su her-mano, a pesar de que ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifesta-ción de la indiferencia entre herma-nos. En cambio, Dios no es indiferen-te: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavi-tud en Egipto, Dios interviene nueva-mente. Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.

Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solida-rio con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, espe-cialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda

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la creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.

Jesús nos enseña a ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32). De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo tipo que nos impiden hacernos prójimo.

La misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miem-bros de la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los ene-migos— es la medida con la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto

depende nuestro destino eterno. No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a ale-grarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf.Rm 12,15), o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren (cf. 1 Co 16,2-3). Y san Juan escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17; cf. St 2,15-16).

Por eso «es determinante para la Igle-sia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericor-dia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cris-to. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presen-te, allí debe ser evidente la misericor-dia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociacio-nes y movimientos, en fin, dondequie-ra que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia»[20].

También nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la miseri-cordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras rela-ciones de los unos con los otros[21]. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un cora-zón de carne (cf. Ez 36,26), capaz de

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abrirse a los otros con auténtica solidaridad. Esta es mucho más que un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas»[22]. La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamen-te responsables de todos»[23], porque la compasión surge de la fraternidad.

Así entendida, la solidaridad constitu-ye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás hombres y mujeres del resto del mundo[24].

promoVer una cultura de solida-ridad y misericordia para Vencer la indiferencia

6. La solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que tienen responsabi-lidades educativas y formativas.

En primer lugar me dirijo a las fami-lias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas cons-tituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convi-vencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro. Ellas son tam-bién el ámbito privilegiado para la transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las madres enseñan a los hijos[25].

Los educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes cen-tros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de que su responsa-bilidad tiene que ver con las dimensio-nes morales, espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidari-dad se transmiten desde la más tierna infancia. Dirigiéndose a los responsa-bles de las instituciones que tienen responsabilidades educativas, Bene-dicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialida-des y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna»[26].

Quienes se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunica-ción social tienen también una res-ponsabilidad en el campo de la educa-ción y la formación, especialmente en la sociedad contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de forma-ción y de comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no de intereses particulares. En efecto, los medios de comunica-ción «no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre educación

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y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la forma-ción de la persona»[27]. Quienes se ocupan de la cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo en el que se obtienen y se difun-den las informaciones sea siempre jurídicamente y moralmente lícito.

la paz: fruto de una cultura de solidaridad, misericordia y compa-sión

7. Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la solida-ridad de las que el hombre es capaz.

Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indi-ferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una socie-dad más humana.

Hay muchas organizaciones no guber-nativas y asociaciones caritativas den-tro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como tam-bién para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las perso-nas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desier-tos y surcan los mares en busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia,

corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término de nues-tra vida.

Me dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los dere-chos humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay tam-bién muchos sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permane-cen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo particular durante los conflictos armados.

Además, numerosas familias, en medio de tantas dificultades laborales y socia-les, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer particu-larmente a todas las personas, las familias, las parroquias, las comunida-des religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido rápi-damente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados[28].

Por último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para realizar pro-yectos de solidaridad, y a todos aque-llos que abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se trabajan en

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acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).

la paz en el signo del Jubileo de la misericordia

8. En el espíritu del Jubileo de la Mise-ricordia, cada uno está llamado a reco-nocer cómo se manifiesta la indiferen-cia en la propia vida, y a adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la propia familia, de su vecin-dario o el ambiente de trabajo.

Los Estados están llamados también a hacer gestos concretos, actos de valen-tía para con las personas más frágiles de su sociedad, como los encarcela-dos, los emigrantes, los desempleados y los enfermos.

Por lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejo-rar las condiciones de vida en las cár-celes, con una atención especial para quienes están detenidos en espera de juicio[29], teniendo en cuenta la finali-dad reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este con-texto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una amnistía.

Respecto a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes,

para que estén inspiradas en la volun-tad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y responsabilida-des, y puedan facilitar la integración de los emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención espe-cial a las condiciones de residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad corre el riesgo de arras-trarles a la criminalidad.

Deseo, además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno para afrontar la heri-da social de la desocupación, que afecta a un gran número de familias y de jóvenes y tiene consecuencias gra-vísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide gravemente en el sentido de dignidad y en la esperan-za, y puede ser compensada sólo par-cialmente por los subsidios, si bien necesarios, destinados a los desem-pleados y a sus familias. Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente todavía discriminadas en el campo del traba-jo— y a algunas categorías de trabaja-dores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.

Por último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el acceso a los tratamientos médicos y a los medica-mentos indispensables para la vida, incluida la posibilidad de atención domiciliaria.

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Los responsables de los Estados, diri-giendo la mirada más allá de las pro-pias fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional, para que se llegue a la fraternidad también dentro de la fami-lia de las naciones.

En esta perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y socia-les, sino también —y por mucho tiem-po— la integridad moral y espiritual; para abolir o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más pobres; para la adop-tar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las poblaciones loca-les y que, en cualquier caso, no perju-diquen el derecho fundamental e ina-lienable de los niños por nacer.

Confío estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades de la humani-dad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumpli-mento de nuestras súplicas y la bendi-ción de nuestro compromiso cotidia-no en favor de un mundo fraterno y solidario.

Vaticano, 8 de diciembre de 2015 Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María Apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia

FRANCISCUS

[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 1.

[2] Cf. ibíd., 3.[3] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 14-15.[4] Cf. Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 43.[5] Cf. ibíd., 16.[6] Carta. enc. Populorum progressio, 42.[7] «La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad» (Benedicto XVI, Carta. enc. Caritas in veritate, 19).[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 60.[9] Cf. ibíd., 54.[10] Mensaje para la Cuaresma 2015.[11] Cf. Carta. enc. Laudato si’, 92.[12] Cf. ibíd., 51.[13] Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acre-ditado ante la Santa Sede (7 enero 2013).[14] Ibíd.[15] Cf. Benedicto XVI, Intervención durante la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, Asís, 27 octubre 2011.[16] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 217-237.[17] «Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier siste-ma político y social por más sólido que parezca» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 59).[18] Cf. Carta enc. Laudato si’, 31; 48.[19] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2015, 2. [20] Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia Misericordiae vultus, 12.[21] Cf. ibíd., 13.[22] Juan Pablo II, Carta. enc. Sollecitudo rei socialis, 38.[23] Ibíd.[24] Cf. ibíd.[25] Cf. Catequesis durante la Audiencia general (7 enero 2015).[26] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2012, 2.[27] Ibíd.[28] Cf. Ángelus (6 septiembre 2015).[29] Cf. Discurso a una delegación de la Asociación interna-cional de derecho penal (23 octubre 2014).Hemos escuchado las palabras del apóstol Pablo:

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«Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4).

¿Qué significa el que Jesús naciera en la «plenitud de los tiempos»? Si nos fijamos únicamente en el momento histórico, podemos quedarnos pronto defraudados. Roma dominaba con su potencia militar gran parte del mundo conocido. El emperador Augusto había llegado al poder después de haber combatido cinco guerras civiles. También Israel había sido conquistado por el Imperio Romano y el pueblo elegido carecía de libertad. Para los contemporáneos de Jesús, por tanto, esa no era en modo alguno la mejor época. La plenitud de los tiempos no se define desde una perspectiva geopolítica.

Se necesita, pues, otra interpretación, que entienda la plenitud desde el punto de vista de Dios. Para la humanidad, la plenitud de los tiempos tiene lugar en el momento en el que Dios establece que ha llegado la hora de cumplir la promesa que había hecho. Por tanto, no es la historia la que decide el nacimiento de Cristo, sino que es más bien su venida en el mundo la que hace que la historia alcance su plenitud. Por esta razón, el nacimiento del Hijo de Dios señala el comienzo de una nueva era en la que se cumple la antigua promesa. Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos: «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra pode-rosa» (1,1-3). La plenitud de los tiempos es, pues, la presencia en nuestra historia

del mismo Dios en persona. Ahora pode-mos ver su gloria que resplandece en la pobreza de un establo, y ser animados y sostenidos por su Verbo que se ha hecho «pequeño» en un niño. Gracias a él, nues-tro tiempo encuentra su plenitud. Tam-bién nuestro tiempo personal alcanzará su plenitud en el encuentro con Jesucristo, el Dios hecho hombre.

Sin embargo, este misterio contrasta siem-pre con la dramática experiencia histórica. Cada día, aunque deseamos vernos soste-nidos por los signos de la presencia de Dios, nos encontramos con signos opues-tos, negativos, que nos hacen creer que él está ausente. La plenitud de los tiempos parece desmoronarse ante la multitud de formas de injusticia y de violencia que golpean cada día a la humanidad. A veces nos preguntamos: ¿Cómo es posible que perdure la opresión del hombre contra el hombre, que la arrogancia del más fuerte continúe humillando al más débil, arrinco-nándolo en los márgenes más miserables de nuestro mundo? ¿Hasta cuándo la mal-dad humana seguirá sembrando la tierra de violencia y de odio, que provocan tan-tas víctimas inocentes? ¿Cómo puede ser este un tiempo de plenitud, si ante nues-tros ojos muchos hombres, mujeres y niños siguen huyendo de la guerra, del hambre, de la persecución, dispuestos a arriesgar sus vidas con tal de que se respe-ten sus derechos fundamentales? Un río de miseria, alimentado por el pecado, parece contradecir la plenitud de los tiem-pos realizada por Cristo. Acordaos, queri-dos pueri cantores, que ésta era la tercera pregunta que ayer me hicisteis: ¿Cómo se explica esto…? También los niños se dan cuenta de esto

Y, sin embargo, este río en crecida nada

SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA MADRE DE DIOSHoMIlía del santo padre FrancIsco en la santa MIsa para la clausura

del Xl congreso InternacIonal

Basílica Vaticana, viernes, 1 de enero de 2016

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puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Todos estamos llamados a sumergirnos en este océano, a dejarnos regenerar para vencer la indife-rencia que impide la solidaridad y salir de la falsa neutralidad que obstaculiza el com-partir. La gracia de Cristo, que lleva a su cumplimiento la esperanza de la salvación, nos empuja a cooperar con él en la cons-trucción de un mundo más justo y frater-no, en el que todas las personas y todas las criaturas puedan vivir en paz, en la armo-nía de la creación originaria de Dios.

Al comienzo de un nuevo año, la Iglesia nos hace contemplar la Maternidad de María como icono de la paz. La promesa antigua se cumple en su persona. Ella ha creído en las palabras del ángel, ha conce-bido al Hijo, se ha convertido en la Madre del Señor. A través de ella, a través de su «sí», ha llegado la plenitud de los tiempos. El Evangelio que hemos escuchado dice: «Conservaba todas estas cosas, meditán-dolas en su corazón» (Lc 2,19). Ella se nos

Salve, Mater misericordiae!

Con este saludo nos dirigimos a la Virgen María en la Basílica romana dedicada a ella con el título de Madre de Dios. Es el comienzo de un antiguo himno, que can-taremos al final de esta santa Eucaristía, de autor desconocido y que ha llegado hasta nosotros como una oración que brota espontáneamente del corazón de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericor-dia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión y su consuelo.

presenta como un vaso siempre rebosante de la memoria de Jesús, Sede de la Sabiduría, al que podemos acudir para saber interpretar coherentemente su enseñanza. Hoy nos ofrece la posibilidad de captar el sentido de los acontecimientos que nos afectan a nosotros personalmente, a nuestras familias, a nuestros países y al mundo entero. Donde no puede llegar la razón de los filósofos ni los acuerdos de la política, allí llega la fuerza de la fe que lleva la gracia del Evangelio de Cristo, y que siempre es capaz de abrir nuevos caminos a la razón y a los acuerdos.

Bienaventurada eres tú, María, porque has dado al mundo al Hijo de Dios; pero todavía más dichosa por haber creído en él. Llena de fe, has concebido a Jesús antes en tu corazón que en tu seno, para hacerte Madre de todos los creyentes (cf. San Agustín,Sermón 215, 4). Madre, derrama sobre nosotros tu bendición en este día consagrado a ti; muéstranos el rostro de tu Hijo Jesús, que trae a todo el mundo misericordia y paz. Amén.

Hoy más que nunca resulta muy apropia-do que invoquemos a la Virgen María, sobre todo como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto es de hecho una puerta de la Misericordia. Quien atraviesa ese umbral está llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza –¡con la certeza!– de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la misericordia, porque ha engendrado en su seno el Ros-tro mismo de la misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el «Príncipe de la Paz» (Is9,5). El

JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIAHoMIlía del santo padre FrancIsco en la santa MIsa y apertura de la

puerta santa - BasílIca de santa María la Mayor

Viernes, 1 de enero de 2016

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Hijo de Dios, que se hizo carne para nues-tra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los momentos de incertidumbre y de dolor.

María es Madre de Dios, es Madre de Dios que perdona, que ofrece el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra –«perdón»–, tan poco com-prendida por la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y origi-nal de la fe cristiana. El que no sabe per-donar no ha conocido todavía la plenitud del amor. Y sólo quien ama de verdad puede llegar a perdonar, olvidando la ofensa recibida. A los pies de la cruz, María vio cómo su Hijo se ofrecía total-mente a sí mismo, dando así testimonio de lo que significa amar como lo hace Dios. En aquel momento escuchó unas palabras pronunciadas por Jesús y que probable-mente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc23,34). En aquel momento, María se convirtió para todos nosotros en Madre del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocen-te.

Para nosotros, María es en un icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a cuantos lo piden. La Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus dis-quisiciones. El perdón de la Iglesia ha de tener la misma amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Por este motivo, el Espí-ritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces de perdón, para que todo lo que hemos obtenido por la muerte de Jesús pueda llegar a todos los hombres, en cualquier momen-to y lugar (cf. Jn 20,19-23).

El himno mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa alegría son hermanas: son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos, escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que permite cumplir de nuevo la voluntad de Dios, y que llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es lo que nos enseña el Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. […]Devuélveme la alegría de tu salvación» (51, 12.14). La fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el rencor y la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz. Qué malo es el rencor y la venganza.

Atravesemos, por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por noso-tros. Dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su Hijo Jesús. Abramos nuestro corazón de par en par a la alegría del perdón, conscientes de la esperanza cierta que se nos restituye, para hacer de nuestra exis-tencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.

Y con amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pue-blo de Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre de Dios». Y os invito a que, todos juntos, pronunciemos esta aclamación tres veces, fuerte, con todo el corazón y el amor. Todos juntos: «Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios».

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29.

Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa de Jerusalén nos invitan a levan-tarnos, a salir; a salir de nuestras clausuras, a salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina nuestras vidas: «¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). «Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia, no puede. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión, aplicando a la Iglesia la imagen de la luna: «La Iglesia es verdadera-mente como la luna: […] no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32). Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pue-blos. Por eso, los santos Padres veían a la Iglesia como el «mysterium lunae».

Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder con coherencia a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo no es una opción más entre otras posi-bles, ni tampoco una profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a mani-festar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer resplandecer la luz de Cristo es su servi-cio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre.

Los Magos, que aparecen en el Evangelio de Mateo, son una prueba viva de que las semillas de verdad están presentes en todas partes, porque son un don del Creador que llama a todos para que lo reconozcan como Padre bueno y fiel. Los Magos representan a los hombres de cualquier parte del mundo que son acogidos en la casa de Dios. Delante de Jesús ya no hay distinción de raza, lengua y cultura: en ese Niño, toda la humanidad encuentra su unidad. Y la Iglesia tiene la tarea de que se reconozca y venga a la luz con más claridad el

deseo de Dios que anida en cada uno. Este es el servicio de la Iglesia, con la luz que ella refleja: hacer emerger el deseo de Dios que cada uno lleva en sí. Como los Magos, también hoy muchas personas viven con el «corazón inquieto», haciéndose preguntas que no encuentran respuestas seguras, es la inquietud del Espíritu Santo que se mueve en los corazo-nes. También ellos están en busca de la estrella que muestre el camino hacia Belén.

¡Cuántas estrellas hay en el cielo! Y, sin embargo, los Magos han seguido una distinta, nueva, mucho más brillante para ellos. Durante mucho tiempo, habían escrutado el gran libro del cielo buscando una respuesta a sus preguntas –tenían el corazón inquieto– y, al final, la luz apareció. Aquella estrella los cambió. Les hizo olvidar los intereses cotidianos, y se pusieron de prisa en camino. Prestaron atención a la voz que dentro de ellos los empujaba a seguir aquella luz –y la voz del Espíritu Santo, que obra en todas las personas–; y ella los guió hasta que en una pobre casa de Belén encontraron al Rey de los Judíos.

Todo esto encierra una enseñanza para noso-tros. Hoy será bueno que nos repitamos la pregunta de los Magos: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2,2). Nos sentimos urgidos, sobre todo en un momento como el actual, a escrutar los signos que Dios nos ofrece, sabiendo que debemos esforzarnos para descifrarlos y comprender así su voluntad. Estamos llamados a ir a Belén para encontrar al Niño y a su Madre. Sigamos la luz que Dios nos da –pequeñita…; el himno del breviario poéticamente nos dice que los Magos «lumen requirunt lumine»: aquella pequeña luz–, la luz que proviene del rostro de Cristo, lleno de misericordia y fidelidad. Y, una vez que estemos ante él, adorémoslo con todo el corazón, y ofrezcámosle nuestros dones: nues-tra libertad, nuestra inteligencia, nuestro amor. La verdadera sabiduría se esconde en el rostro de este Niño. Y es aquí, en la sencillez de Belén, donde encuentra su síntesis la vida de la Iglesia. Aquí está la fuente de esa luz que atrae a sí a todas las personas en el mundo y guía a los pueblos por el camino de la paz.

SOMENIDAD DE LA EPIFANIA DEL SEÑORHoMIlía del santo padre FrancIsco

Basílica Vaticana, miércoles, 6 de enero de 2016

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