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In Memoriam La razón melódica en la palabra de Valentina Marulanda Por: Carlos-Enrique Ruiz Buen momento intelectual cruzaba nuestra escritora Valentina Marulanda (1950-1962), cosmopolita, estudiosa incansable, con 1

In Memoriam La razón melódica en la palabra de Valentina ... · música nació con el canto, antes de la fabricación de flautas y tambores. La pesquisa teórica lleva a la autora

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In Memoriam

La razón melódica en la palabra de Valentina Marulanda

Por: Carlos-Enrique Ruiz

Buen momento intelectual cruzaba nuestra escritora Valentina Marulanda (1950-1962), cosmopolita, estudiosa incansable, con

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dedicación preferente en el género ensayo, melómana con bases en formación musical temprana, en gramáticas y piano. Fina expositora en conferencias y diálogos públicos, además de gestora de programas culturales de radio en Caracas, lugar de su residencia por años, después de alta formación académica en París y de trasegar por el mundo como ávida observadora. Columnista de periódicos y colaboradora en revistas de selecta armadura.

Integra afinidades en la filosofía, la literatura y el arte, lo que le permite moverse con flexibilidad y lograr afortunadas relaciones en sus trabajos. En 2004 se publicó en Caracas su libro: “Primera vista y otros sentidos”, con valiosa recopilación, selecta, de artículos y ensayos. Desempeños tuvo en la “Biblioteca Luis Ángel Arango” (Manizales y Bogotá) y en la Biblioteca Nacional de Venezuela, al frente de la colección de humanidades y artes. Además hizo parte de grupo de intelectuales que conformaron la editorial independiente “Angria” (Caracas), especializada en Poesía. Su vida profesional ha campeado en sectores de inteligencia, con reconocimientos a su acertada labor. Escritora y melómana, ante todo.

La Universidad Simón Bolívar, de Caracas, acaba de publicar su segundo libro: “La razón melódica – Filosofía, música, lenguaje”, galardonado en concurso de ensayo en Venezuela. Obra madura en la que la autora vierte su formación en filosofía, literatura y música, con sentido analítico, de aguzada sensibilidad, y encuentro de conexiones en autores de su preferencia. Utiliza 78 fuentes bibliográficas que incluye a clásicos y modernos, y 97 notas referenciales. Por allí pasan Platón, Kant, Schopenhauer, Thomas Mann, George Steiner, Sandor Marai, Nietzsche, Adorno, Rousseau… En sus palabras se trata de ensayos, resultado de

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antiguas obsesiones y lecturas, con la ambición de continuar buscando caminos de acercamiento a la magia de la música.

El libro consta de seis capítulos de singulares títulos (En el principio no fue el verbo, De la estética a la ética, La imposible paráfrasis; Rousseau, las razones del corazón, Nietzsche: la gaya música, Adorno: en tono menor), en dos partes, y apartados con subtítulos igualmente creativos, y prólogo del poeta, ensayista y traductor venezolano Alejandro Oliveros, quien atina en considerarlo como “una necesaria reflexión sobre el carácter de la música y su relación con la filosofía y los filósofos, desde Platón a Jankélévitch.” Resalta, asimismo, la segunda parte dedicada a examinar la música, con “brillantes acercamientos”, en filósofos sustantivos (Rousseau, Nietzsche, Adorno), subrayando la lucidez de la autora al abordar al que llama “el más negativo de los pensadores modernos”: Theodor Adorno.

Valentina desde el preámbulo advierte que “sin el tiempo y sin el silencio, tan abstractos como inasibles, no hay arte musical.” Al observar los singulares logros de la experiencia venezolana con el “Sistema nacional de orquestas juveniles”, estima que la música, no sin razones, es en realidad un factor clave en el desarrollo humano. Llega a esclarecer compositores que desarrollaron un pensamiento musical -potestad no solo de los filósofos- como Lizst, Wagner, Stravinski, Copland, Xenakis, Lavista, Schönberg, Boulez, quienes apelaron, como aquellos, a la palabra, a la manera de razón comunicativa o discurso verbal. Y su tesis fundamental en el libro consiste en demostrar que “la altiva razón teórica también sucumbe a los sortilegios de la razón melódica”. La demuestra con solvencia de información y claridad de argumentos.

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Comienza a desarrollar el libro interrogándose qué fue primero si la música o el lenguaje. Apela a la ciencia para asegurar que el ser humano el primer sentido que desarrolla es el oído, y acude, por ejemplo, a Mozart, quien componía música antes de escribir, y a Gounod, quien sin conocer el lenguaje verbal distinguía melodías e intervalos. Recoge de Hans von Bülow la aseveración que al comienzo fue el ritmo, propio de la música y de la poesía, como también de la danza, la arquitectura, la pintura y el cine. Entonces la música nació con el canto, antes de la fabricación de flautas y tambores. La pesquisa teórica lleva a la autora a asegurar que hay una herencia genética en los humanos para entonar sonidos, lo que configura el origen mismo de la música. De esta manera aparecen con el tiempo aedos, rapsodas, recitadores y cantores. Y de ahí en adelante todos los desarrollos de la música que conocemos hasta nuestros días, en la conjunción de ritmo, intensidad, tono, tiempo y melodía, incluso con las variantes del atonalismo, el dodecafonismo y el expresionismo de finales del siglo XIX y comienzos del XX.

La autora establece relaciones sensatas con la arquitectura, y el cinetismo de Soto y Calder, al igual que con Kandinsky y Mondrian, tanto en el sentido del movimiento como en el carácter de la composición. Y de conjunto establece que arquitectura, escultura, música y poesía hacen parte del poetizar. Continúa mostrando la relación entre música y literatura, no solo en oratorio, canción y ópera, también en el poema sinfónico, en la rapsodia y la fantasía. Y reivindica la música en el poema como la sonoridad de las palabras.

Valentina aborda la relación conflictiva o problemática de la música y la palabra, en especial en la Ópera, desde los albores con la Camerata Florentina, género en el cual tiene los más amplios conocimientos, puesto que ha sido profesora de su apreciación. Pasa

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revista a lo difícil de la confluencia de música y palabra, e incluso registra los antagonismos de Gluck y Mozart, con respecto a si una u otra debe tener prioridad. Mozart es partidario de subordinar la poesía a la música y Gluck de lo contrario. Por otra parte, hace énfasis en las características y modalidades de la Ópera, destacando cómo se canta en vez de qué es lo que se canta. Y señala con singularidad las obras de Mozart y Verdi, por el protagonismo musical de los personajes y no el de la actuación. En Wagner hace ver las maneras como busca hacer visible lo invisible, con Schopenhauer como referente, dando preponderancia a la acción escénica.

Recuerda a Pierre Boulez al apreciar el destino de la palabra en la música, para el caso el poema, considerando la modalidad, si va a ser cantado, recitado o hablado, dependiendo de la inteligibilidad requerida. Subraya que es usual que en la Ópera no se capten bien los textos por el predominio en el virtuosismo de las voces. Analiza el caso prodigioso de Puccini, en la ópera cómica “Gianni Schicchi”, en el aria “O mio babbino caro”, de letra sin importancia, pero con exaltación de la voz de la soprano. Incluso, podrá no comprenderse el texto, y el deslumbramiento irrumpe. Asimismo acude, como ejemplo, al aria “Mon coeur s’ouvre à ta voix”, en ópera de Camille Saint-Saens, en la que tampoco importa lo que se dice, sino la manera gozosa como es agarrado el oyente. Pasa por el “Rigoletto” de Verdi, tan popular, reiterando no haber necesidad de acudir al conocimiento del texto para sentirse atrapado por la música. Los “castratti” y “contratenores” son motivo de claridad y de ubicación histórica. De conjunto exalta la música vocal, indicando el privilegio de la parte del cuerpo que la produce, en su capacidad educadora y moralizante.

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Se pasa revista en el libro a modalidades como el melodrama, el contrapunto y la polifonía, la monodia acompañada, el madrigal, el poema sinfónico, las partituras programáticas, la idea de música absoluta o puro arte de los sonidos, procedente de Schopenhauer y Nietzsche, para confirmar la potencialidad de la música frente a otras expresiones del arte. La cuidadosa revisión de autores y el parangón entre teorías, revierte en la posición de la autora, de claro compromiso heterodoxo con las diversas formas de la música y de escuelas, con posiciones ideológicas que las representan, en ocasiones con beligerante antagonismo entre voceros acalorados de algunas. Al remontarse a los griegos conoce apreciaciones de la música, como creación de los dioses del Olimpo, en la manifestación de goce pagano, con poder que sobrepasa al de la fe de los creyentes. Orfeo es depositario de los dones de poesía y música, se establece en la historia de las artes con seducción hacia escritores y compositores; está el caso del “Orfeo” de Monteverdi. Revisa las creencias en el poder curativo de la música, a partir de sentencia de Boecio, quien al estimar la enfermedad como una disonancia apela a la música para sanar. De ahí las varias vertientes palpitantes hoy identificadas con el nombre de “musicoterapia”. Pareciera como exageración, recoger el uso de la música en la preparación de vinos, en los espacios de crianza, con apoyo en el canto gregoriano y en obras de Mozart, como ocurre en algunos lugares hoy día.

En Platón encuentra el acercamiento de la música a la ética, puesto que considera al ritmo y la armonía en las posibilidades de conseguir efectos favorables en lo civilizador y en lo moral. Pero recuerda filósofos y escritores que han considerado poderes ambivalentes a la música de consecuencias “nefastas” en lo moral. En especial nos recuerda pasajes de “La montaña mágica” de Thomas Mann, “El último encuentro” de Sandor Marai y la “Sonata a Kreutzer” de

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Tolstoi. En esta incursión la autora concluye que considerar a la música como camino para llegar a la virtud y no al goce es actitud de ascetismo, contraria a la estética.

La autora recoge de Kant su estimación privilegiada por lo verbal, de lugar para los conceptos y de formación en lo intelectual y lo moral, además de la consideración sobre la música que la apreciaba con cierto desdén al verla más propicia al despliegue de los sentidos y al placer, con carencia de información. En Hegel resalta el concepto del arte verbal como la más auténtica expresión del espíritu, pero asigna a la música, como sentimiento invisible del alma, la revelación de lo absoluto. Heidegger también privilegia el lenguaje, lo verbal, por el poder que la palabra tiene. Y Freud fue totalmente esquivo con la música, con total indiferencia por ella, en virtud de su apego a la palabra, por actitud racionalista.

Pero hay un músico (pianista, cantante, director de orquesta y compositor; 1874-1947), escritor y crítico venezolano-francés-alemán, Reynaldo Hahn, apasionado de la unidad música y literatura, con subvaloración de la música instrumental, auncuando decía sentir admiración por ella, pero de no atraparle. La palabra le era relevante. Y no deja de ser enigmática la música, en mayor grado en su relación con la poesía, que también fue ejercida por los músicos-filósofos Nietzsche y Adorno.

La autora dedica un apartado del libro para examinar el sentido en la intención frecuente por encontrarle a la música significado y mensaje a la música. Y para el caso acude a la modalidad más difícil como es el cuarteto de cuerdas, del más alto nivel de abstracción. Existe la tendencia bastante generalizada de reclamar explicaciones con palabras de lo que la música ha querido decir, sobre todo en los cursos de apreciación musical. Similar a lo que se pretende con una

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obra de la plástica. Valentina califica esos intentos por explicar las obras como baladíes y necios. Y hace la crítica sobre los textos que suelen aparecer en los programas de mano, con informaciones, a lo mejor oportunas sobre intérpretes y los compositores, pero con intentos explicatorios por el sentido, lo que resulta ser palabras al viento. Ilustra con los fallidos intentos por explicar las primeras cuatro notas de la Quinta sinfonía de Beethoven, o el supuesto amor por la naturaleza en la Sexta, o en su cuarteto para cuerdas en Fa menor, op. 95. Las invenciones que se tejen alrededor de ellas resultan ser “cuentos chinos”. Incluso ocurre que compositores titulan obras o movimientos con expresiones alegóricas, calificadas por Nietzsche como meras “representaciones simbólicas, representaciones que en ningún aspecto pueden instruirnos sobre el contenido dionisíaco de la música”. La autora apela a expresiones sencillas: a la música no hay que entenderla sino disfrutarla, y se aprende a escuchar oyéndola.

Vlentina acude, entonces, a interrogar por la naturaleza y sentido: ¿qué es la música?, para responder, después de repasar diversas interpretaciones en autores calificados, que la música no tiene realidad objetiva, es pura virtualidad, en concordancia con lo expresado por Schloezer. Y alude a los dos elementos imprescindibles en ella: el sonido y el tiempo, apelando con oportunidad a Heráclito, quien asevera que la música es el arte del devenir, por ser fluir incesante. Además, acude a señalarla como propiciadora de entendimiento globalizado, de lenguaje universal, con capacidad de provocar la armonía entre isaraelíes y palestinos, judíos y musulmanes, sin ocultar lo conseguido por aquellos dos colosos: Daniel Barenboim (judío) y Edward W. Said (palestino), con “West-Eastern Divan Orchestra”.

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En medio del rigor de la obra, Valentina precisa los sentidos de lenguaje, con aplicación a lo semántico, a lo discursivo, con significado, así como a las expresiones mensaje, contexto, canal, código; a funciones lingüísticas, referencial, denotativa, congnitiva, con los recursos de Saussure, Jacobson, Lévi Strauss, Mac Luhan, concluyendo con reiteración la pregunta: ¿cuál es el ‘mensaje’ de la música?, en cuyo caso no sería ‘unívoco’ sino ‘polisémico’, en pluralidad de significados, quedar claro que la música no transmite ideas ni conceptos, así pueda evocarlos. George Steiner, en esa pesquisa de indagar por las manera como los grandes autores la han considerado, apunta a establecer la música en especie de “simulacro de experiencia religiosa”, con el carácter místico de la inmersión en ella.

Pareciera en principio que Valentina objeta cualquier opción de entender la música, pero no. Avanzando en sus análisis abre la puerta para apreciar lo que ocurre en el melómano cuando reitera la audición de una obra, hasta alcanzar una manera mejor de comprender. Ejemplifica en lo personal con los casos del Trío Op. 100 de Schubert y con la Suite No. 1 para violonchelo solo de Bach, con la objetiva manifestación de haber sucumbido a la obsesión por la música. Esa comprensión la describe en términos de captar el melómano algunos elementos que constituyen las obras como la línea melódica, el tratamiento de los instrumentos, las interrelaciones en el tejido sonoro, hasta reconocer contenidos de temas. E, incluso, a comparar y valorar diferentes versiones o interpretaciones de una obra. Pero otra cosa, muy distinta, es conseguir con efectividad describir todo aquello con palabras, tarea de imposibles. Sinembargo, recomienda apoyo en lecturas históricas, de estilos, géneros, formas, para conseguir que el placer en escuchar

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sea mayor. En este punto llega a acuñar la expresión “placer razonado”.

La autora reitera, con emoción y apoyo en pensadores alemanes del XIX y en especial de Schopenhauer, el lugar de privilegio que ocupa la música por encima de las demás artes, como la de más perfecta expresión. Su lenguaje es el de los sentimientos, afectos y emociones, con vigencia de enigma, situada en las esferas intelectual y afectiva.

La segunda parte del libro está dedicada a músicos-filósofos: Rousseau, Nietzsche y Adorno, por la singularidad sobresaliente de estos personajes. El primero, autodidacta, destinado a actividades diversas, con destino final al pensamiento en áreas de la educación, el lenguaje y la política, en medio de extravíos y trashumancias. El segundo, de formación académica rigurosa, convencido siempre de la superioridad del arte sobre la verdad, apuesta por lo dionisíaco y resalta la música como expresión pura y suprema. Theodor Adorno, también de altos niveles académicos, miembro de la escuela de Frankfurt, trabaja con la filosofía y el arte, para quien la música ocupa el primer lugar, además de profundo catador y conocedor de la literatura. Su condición de músico le llevó a decir que pensaba con los oídos.

Valentina repasa las obras de los tres pensadores y se detiene en las fundamentales, estableciendo fuentes y conexiones con autores y épocas, para destacar la relación de cada uno de ellos con la música. De Rousseau resalta su creencia en el sentir que antecede al razonar, y que las necesidades físicas no determinaron las palabras, sino las urgencias morales (amor, odio, piedad, cólera), pero poniendo en evidencia su condición paranoica y de complejo persecutorio. Creó sistema de notación musical nuevo, con descarte del papel pautado,

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remplazado por en ordenación lineal, que fuera rechazado por la Academia de Ciencias de París. Compone obras con letra y música. Alude a sus obras “Las musas galantes” (divertimento en la tradición francesa), “El adivino de la aldea” (verista, con personajes sencillos y música de simplicidad), “Pigmalión” (para la escena), y algunas canciones de ningún relieve. Fue atraído por la ópera italiana. Se enfrentó con un peso pesado de la música, Rameau, “blanco de sus injurias”. Mientras Rameau asumía la música con racionalidad, Rousseau consideraba la música como “mímesis de la vida interior”, el lenguaje de los sentimientos. Participó con beligerancia de los debates entre tendencias italianizantes y francesas, al tomar partido por la primera, consignado en su obra “Carta sobre la música francesa”, que en realidad era “contra”, donde dejó ver sus fortalezas en teoría musical y en manejo de la argumentación. Con estilo de diatriba llega a despreciar la música en Francia preguntándose si en realidad existe, y le adjudica total carencia de ritmo y melodía.

Rousseau sobrestima la música vocal, con preferencias por la ópera y el canto, con marcado desprecio por la “música pura”. La autora redondea su estudio sobre el ginebrino haciendo ver su carácter de misántropo y humanista, intuitivo preponderante, que antecede al Romanticismo, con oposición al racionalismo del Siglo de las Luces, presa de un mar de contradicciones, en simultaneidad revolucionario y retrógrado.

De Nietzsche destaca la influencia de Schopenhauer en “El nacimiento de la tragedia”, al igual que su admiración inicial por Richard Wagner, a quien terminó odiando al conocer lo desmedido de sus ambiciones, la megalomanía, los juegos de poder y la tendencia antisemita. Fue cautivado por Wagner al escuchar el preludio de “Tristán e Isolda” y la obertura de “Los maestros

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cantores”. Registra la anécdota de Wagner haberle dicho que tocaba demasiado bien el piano para ser profesor de filología. Nietzsche a temprana edad lleva estudios de música y comienza a componer, con gustos por Händel, Mozart y Beethoven, al igual que por compositores románticos. Su producción musical fueron de conocimiento tardío, con la publicación de “El legado musical de Nietzsche”, en 1976, consistente en cincuenta partituras para piano, violín y piano, piano a cuatro manos, voz y piano, coro a capella; esbozos de misas, motetes y oratorios; canciones con acompañamiento de piano… Su etapa de compositor es anterior a la de filólogo y filósofo. La autora dice de aquella fase inicial: “Aunque logra páginas de cierta belleza, no deja de presentir el intelectual iconoclasta, el hombre que escribía con sangre”. Asimismo califica esas piezas juveniles de temperadas, delicadas, serenas, aunque a veces un tanto ingenuas.

De las canciones de Nietzsche, menciona “La joven pescadora” (Die Junge Fischerin), con texto propio y la “Oración a la vida” (Gebet an das Leben), su última composición, con texto de Lou von Salomé, referida por el compositor como obra para coro mixto y orquesta, pero la versión grabada es para voz y piano. Nietzsche consigue odiar a Alemania y fortalece simpatías por Francia, al considerarla de cultura más espiritual y refinada. En concordancia con esta preferencia, califica a Georges Bizet de “último genio que supo descubrir una belleza nueva”, con apología de “Carmen”. Al fin se trata de un filósofo “afirmador de la vida como instinto y voluntad”. En este punto Valentina hace reflexión comparativa al decir: “Mientras que Wagner en escena es el reino del artificio, la complicación, el rebuscamiento y el engolamiento, en Bizet palpitan la vida y la pasión en forma más natural y espontánea.”

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Concluye el estudio sobre Nietzsche subrayando que mantuvo hasta el final de sus días su devoción intacta por la música, al considerarla tan esencial como el aire, puesto que libera el espíritu, da alas a los pensamientos y es factor de plenitud y antídoto contra el sufrimiento. “Sin música, la vida sería un error”, aforismo de “El crepúsculo de los ídolos”.

Theodor Adorno es motivo en el libro de una singular consideración, como cierre, en virtud de sus calidades como “filósofo del arte”, con la música en primer lugar de consideración, que realizó su trabajo ceñido a circunstancia y tiempo histórico, “desde un continente devastado bajo el signo del totalitarismo y la barbarie”. Alumno en composición de Alban Berg y avanzado en la técnica del teclado, copartícipe del ambiente generado en Viena por Arnold Schönberg. Escribió obras para conjuntos de cámara. Estuvo cautivado por “Carmen” de Bizet, al igual que Nietzsche, en especial de un aria que lo llevó a pensar en características más allá de lo expresado por Aristóteles y los altivos sistemas de la filosofía. Obras suyas por los títulos muestran su compromiso con la música: “Quasi una fantasia”, “Ensayo sobre Wagner”, “Schönberg”, “Filosofía de la música nueva”, “Sociología de la música”, “Impromtus”, “Sobre la música”. En sus ensayos suele evocar formas de la música, y establece que el arte sonoro es lenguaje no significativo y sin intenciones, lo que lo hace puro y autónomo.

Adorno como miembro de la escuela de Frankfurt, también se hace partícipe de los compromisos sociales y cumple con el arte pensando en su vinculación con la cultura de masas. La autora en este ensayo se suelta en sabias interpretaciones. Plantea cuestiones como el “arte no autónomo” dispuesto como mercancía por la industria cultural, que se pliega a las modalidades de publicidad y mercadeo, en

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relación con las ideas de Adorno de lo ascético y la capacidad de impugnar y provocar, cualidades importantes del arte autónomo. Y llega la autora a fijarse en esta vida de caos, de vida mutilada, en un mundo atroz y desprovisto de sentido, donde la desintegración es la verdad del arte integral y la deshumanización la verdad de un arte humano. Y subraya, a tono con el Adorno de “Minima Moralia”, la característica de un arte ascético que no pretenda complacer sino ser verdadero. Y agrega, en similar sintonía, que las características de un verdadero arte, sin complacencias, en la modernidad son: impugnación, provocación, resistencia, rechazo de conciliaciones. Restablece, también la idea de ser el arte un enigma, no susceptible de descripciones conceptuales, con apego a la lógica, con ejemplo superior en la música. Queda por establecer lo que significa “verdadero” en el arte, quizá en relación con otros complementos aportados de no ser el arte juego ni apariencia, sino conocimiento.

Este último ensayo del libro concluye evocando la utopía prefigurada por la catástrofe del mundo en que estamos inmersos. “El arte justifica su existencia en la medida en que anuncia una epifanía”. Y el buen arte anticipa todo aquello que se desea, como aspiración, como promesa utópica, como “germen emancipador”.

“La razón melódica – Filosofía, música, lenguaje”, es un libro de fortaleza, construido con formación de alta escuela de pensamiento y capacidad ejercida de indagación y de establecer conexiones, con trajín seguro en las tres áreas del subtítulo. Escritura ágil. Formulaciones convincentes. Sabiduría a flor de labio y de piel, de notoria sensibilidad, con apego a contextos históricos y aventura de mejor futuro para la sociedad, con la guía premonitoria del Arte.

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Valentina Marulanda se consagra en este libro como ensayista profesional, digna de ser estimada en la tradición hispanoamericana, en proximidad a los maestros.

Los dioses del Olimpo sabrán darle amparo, con luces de bengala, en camino a una nueva dimensión, en el misterio de la Música.

En Aleph, 10.X.2012

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