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Ingeniería: la forja

del mundo artificial

Javier Aracil

REAL ACADEMIA DE INGENIERÍA

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Para Javier y Edu, que conocerán el siglo XXI

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La técnica es nuestra empresa más definitoriamente humana.

Fernando Savater1

Al subyugar la naturaleza cada vez más, estableciendo comunicaciones, redes de transporte y de telégrafo, salvando las diferencias climáticas, la técnica se revelaba como el medio más fiable de acercamiento entre los pueblos y de conocimiento recíproco en aras de alcanzar una armonía entre los hombres, destruir los prejuicios y avanzar hacia la unificación universal. La raza humana había salido de la sombra, del miedo y el odio, pero ahora progresaba hacia un estadio último de simpatía, luz interior, bondad y felicidad; y en ese camino la técnica era el vehículo más útil.

Thomas Mann2

Somos seres humanos y como tales necesitamos mucho más que mero confort económico. Necesitamos desafíos, significado, objetivos, comulgar con la naturaleza. Cuando la técnica nos separa de todo eso se convierte en una forma de muerte. Pero cuando lo facilita, afianza la vida. Refuerza nuestra humanidad.

William Brian Arthur3

1 Fernando Savater, El valor de elegir, Barcelona, Ariel, 2003, p. 95. 2 Thomas Mann, La montaña mágica, Barcelona, Edhasa, 2005, pp. 224-5. 3 William Brian Arthur, The Nature of Technology, Londres, Allen Lane, 2009, p. 219.

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Introducción

Este libro, que pretende ser breve, directo y claro, trata de indagar en lo singular de la actividad de los ingenieros, que han contribuido decisivamente a crear el mundo artificial imaginando y construyendo artefactos 4 dotados de utilidad. Esta tarea no es, sin embargo, fácil, ya que lo variado de los campos cubiertos por la ingeniería dificulta la elaboración de un discurso unificado sobre ese vasto dominio de la labor de los humanos. Lo que aquí se expone es el punto de vista del autor, que se sustenta en la reelaboración de lecturas e ideas a las que ha tenido acceso a lo largo de su vida profesional en una escuela de ingenieros y que, después de cribarlas por el tamiz de esa vida, le han llevado a adoptar cierta perspectiva con respecto a la ingeniería. El contenido del libro, por tanto, es opinable, pues lo que se pretende es contribuir a un conveniente y oportuno debate sobre la idiosincrasia del prolífico mundo de los ingenieros; y algunas de sus afirmaciones resultarán, sin duda, polémicas. La novedad, si tuviera alguna, residiría en el enfoque adoptado. Al mismo tiempo, se ha escrito pensando en una audiencia amplia y diversa. Cumpliría su propósito si convenciese a algunos lectores de que revisen su visión de ese ámbito crucial del quehacer humano. Los ingenieros, aunque gozan de un amplio prestigio profesional, no se han ocupado con la debida intensidad de cultivar, o al menos promover y difundir, estudios en los que se destaque la especificidad de su labor. Entre ellos se observa una carencia de inquietud por la reflexión sobre lo exclusivo de su actividad. Las excepciones son escasas. Entre ellas destaca Walter Vincenti, un ingeniero aeronáutico que recapacitó ampliamente sobre este tipo de cuestiones5. En cierta ocasión le confesó irónicamente a William Brian Arthur, un economista que le preguntó por qué los ingenieros no se ocupaban de estos asuntos: «Los ingenieros prefieren dedicarse a los problemas que son capaces de resolver»6. En las páginas siguientes se defiende que, a pesar de ello, deberían contribuir al fomento de una cultura intelectual en la que lo técnico ocupe el lugar que le corresponde por su papel determinante en la aventura humana. La primacía de la motivación utilitaria, que es la propia del ingeniero, no ha alcanzado el debido reconocimiento pese a su papel capital en la génesis de la civilización técnica en la que se desenvuelve la vida contemporánea de los humanos. ¿Han hecho los ingenieros lo posible para obtener ese reconocimiento? Puede que los problemas actuales de la ingeniería en nuestro país no sean ajenos al tipo de cuestiones aquí esbozadas con las que se pretende contribuir al esclarecimiento de lo distintivo de ese modo de obrar, como han sabido hacer con éxito profesionales como los médicos, los economistas y los mismos arquitectos, éstos con raíces tan cercanas a las de los ingenieros. En nuestros días se hace imperiosa la necesidad de mantener y fomentar el espíritu primordialmente innovador, imaginativo y creador que ha propiciado los grandes logros de la ingeniería, por lo que resulta forzoso preservar los particulares modos de obrar asociados a la técnica, si bien sustentados por todo lo que la cultura humana ha 4 Tanto artificial como artífice están relacionadas con artificio o arte-facto: ‘hecho con arte’, o lo que es en este caso lo mismo: ‘con técnica’. La acepción peyorativa de artificial con el significado implícito de ‘falso’ o ‘ilegítimo’ se ignorará aquí. 5 Vincenti, Walter: What Engineers Know and How They Know It.

6 W. Brian Arthur, The Nature of Technology, p. 15.

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acumulado a lo largo de la historia —incluido, claro está y de forma destacada, el saber científico convencional.

El libro está dividido en tres partes. En la primera se presentan algunos hitos representativos de la historia de la ingeniería que permiten ilustrar las diferentes formas que ha adoptado la práctica de la técnica desde la antigüedad hasta nuestros días. Se trata de casos concretos que han sido seleccionados para ilustrar la singularidad y autonomía de esa labor con relación a otras formas de conocimiento más contemplativas. Se pretende que sirvan de sustento a las ideas centrales que se desean dilucidar. Estos casos se organizan en torno a las grandes ramas de la ingeniería: la mecánica, en sus dos vertientes de construcción y maquinaria; la agronómica, la eléctrica, la química, la electrónica y la aeronáutica; y se prestará especial atención a la automática. Otras ramas de la ingeniería, como la naval, la energética, la de minas o la de montes, o algunas emergentes como la informática, la robótica o la bioingeniería, solo serán mencionadas ocasionalmente, porque su consideración detenida haría demasiado extenso y premioso este libro.

Lo que contiene la primera parte no aspira a ser un resumen de la historia de la ingeniería, sino solo una serie de narraciones que aportan perspectivas parciales de cómo surgieron algunas ramas representativas de ese dominio de la actividad humana, sin pretender entrar en la discutible asignación de la paternidad de los inventos. No interesa tanto el quién como el qué, por lo que resulta inevitable simplificar cuestiones complejas. Por citar un caso, cuando se habla de la transmisión inalámbrica se nombra solo a Guglielmo Marconi, aunque se alude de pasada a Nikola Tesla, y no se mencionan otros inventores que también tuvieron una decisiva participación en esa forma de transmisión de mensajes. La referencia a Marconi se estima suficiente para los objetivos que aquí se persiguen. Las deseadas brevedad y concisión tienen que pagar algún tributo. Con estos variados relatos se pretende, además, dar satisfacción a algunos lectores de un libro anterior7, según los cuales esa obra adolecía de una carencia y de un exceso: por una parte se echaban en falta mayor número de casos que ilustrasen la tesis que allí se sustentaba —y que es la misma que aquí se defiende. Con los casos que se exponen ahora se pretende paliar en parte esa carencia. Por otra, se decía que aquel libro resultaba excesivamente prolijo. Esta segunda objeción se ha tenido en cuenta en la redacción de éste, en el que se trata de ir al grano al analizar lo peculiar de la ingeniería en unos tiempos en los que es frecuente oír que está supeditada a los indiscutibles y admirables logros de la ciencia contemporánea. Pero, por el contrario, se destaca en el texto cómo en las obras de la técnica y la ingeniería realmente geniales, en las innovaciones que han determinado un cambio radical en el curso de la civilización (la máquina de vapor, la aviación, la telegrafía sin hilos, la aventura espacial, el ordenador, por citar unas pocas) su concepción no se hizo como mera aplicación del conocimiento científico disponible cuando se inventaron esos artefactos. En efecto, en nuestro tiempo ¿quién duda del papel jugado por la aviación, la electrónica o la automática? Pues bien, como se verá en páginas posteriores, esas ramas de la ingeniería revelan características análogas a las de la máquina de vapor en el siglo XVIII, uno de los pocos ingenios que se acepta por los especialistas en historia de la ciencia que fue concebido sin que resultara de una aplicación directa de conocimientos físicos ya 7 Javier Aracil, Fundamentos, método e historia de la ingeniería.

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asentados en la época en que se inventó esa máquina; por lo que se admite que fue producto del talento y la creatividad, de la experiencia y la intuición, del sentido común y la capacidad de innovación de sagaces ingenieros que la concibieron motivados primariamente por la búsqueda de soluciones a problemas técnicos (la extracción de agua de las minas fue el problema para el que se inventó originalmente, aunque inmediatamente las aplicaciones se desbordaron). En la segunda parte, de carácter más doctrinal, se abordan estas cuestiones bajo una perspectiva transversal con respecto a las diferentes ramas de la ingeniería. El libro termina con una corta tercera parte, articulada en dos capítulos, en la que se analizan algunas cuestiones relativas a la formación y práctica profesional de los ingenieros, a las que se añaden reflexiones sobre la incidencia de la técnica y la ingeniería en el mundo de nuestros días. Esta parte acaso resulte prescindible para algunos lectores, pero a pesar de ello se ha considerado pertinente su inclusión pues, aunque se desenvuelve en un contexto diferente al resto del libro, puede servir de remate al conjunto del volumen. Se dice que uno escribe los libros que echa en falta. Eso mismo sucede con éste. Cuando inicié mi carrera de profesor en una escuela de ingenieros me encontré con el hecho, en aquel tiempo insólito, de que esa escuela se incorporaba a una universidad convencional —literaria se decía entonces. Los problemas de integración no fueron pocos, pero posiblemente el que me resultó más acuciante, en especial cuando fui director de ese centro —mediados los setenta del siglo pasado––, fue la carencia de un cuerpo de doctrina que permitiese defender lo singular de la ingeniería ante los intentos de diluirla en un magma presidido por la ciencia, y en el que se desdibujaba su identidad. Tengo que agradecer a aquellos que cuestionaron esa singularidad —algunos, no demasiados, todavía lo hacen––, pues me incitaron a comprender, aun involuntariamente, la necesidad de elaborar y disponer de un fundamento doctrinal que la sustentase. Sin su estimulante provocación acaso no estaría ahora motivado para elaborar una meditación sobre la ingeniería. Y así me he visto embarcado en una línea de pensamiento que ha ocupado gran parte de mi reflexión intelectual a lo largo de mi vida, y desde hace unos años la ocupa de lleno. El libro es una versión ampliada del capítulo «Salvaguarda de la ingeniería», incluido en el volumen VIII de la magna obra Técnica e ingeniería en España, dirigida por Manuel Silva. La ampliación incorpora también material previamente aparecido en publicaciones de distinta especie y otro que ve la luz por primera vez aquí. En los volúmenes de esa obra enciclopédica encontrará el lector múltiples ilustraciones históricas de lo que, de forma sucinta, se defiende en éste. Borradores del texto completo, o de porciones de él, han sido objeto de comentarios por parte de Manuel Silva, Enrique Cerdá Olmedo, Mateo Valero, Pere Brunet, Elías Muñoz, Antonio Gómez Expósito, Miguel Toro, Francisco Gordillo, Francisco Colodro, Luis Vilches, Fernando Broncano y Bernardo Palomo Vázquez. El texto también se ha enriquecido gracias a intercambios de ideas con Francisco García Olmedo, José Ferreirós, Jesús Vega Encabo, Pedro Ollero y Vicente Ortega. Es posible que unos y otros encuentren en el texto, aquí y allá, indicios de sus comentarios y sugerencias, aunque no sea siempre al hilo de sus argumentos. A todos ellos expreso mi agradecimiento.

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Primera parte

Algunos hitos del pasado

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Capítulo I.- Los orígenes

Nace el mundo artificial

La aventura humana empezó hace dos o tres millones de años. Se produjo entonces la transición del Australopitecus al género Homo, con la aparición de Homo habilis (transición sujeta a continua revisión y cuyas fronteras se desdibujan sin parar8). Este acontecimiento se identifica con la presencia de restos líticos junto a osamentas simiescas, de las que se infiere una forma de caminar bípeda y erecta, junto a otros rasgos morfológicos que apuntan atributos que luego definirán a Homo sapiens, como es un cráneo de volumen creciente y una mano versátil. En esos residuos líticos se pone de manifiesto la acción de alguien que busca herramientas con un fin determinado. Stanley Kubrick lo dramatizó de forma muy sugestiva al principio de su película canónica de ciencia ficción 2001: Una odisea del espacio, en la que un simio descubre la potencia que le confiere un hueso cuando lo empuña para conseguir una especie de prolongación de la mano con un poder percutor considerablemente incrementado, y así logra multiplicar los efectos de su propia fuerza física. Homo habilis aprende que con ayuda de un artefacto puede llegar a hacer cosas para las que la naturaleza virgen no le había dotado. Se desencadena así, o de alguna forma similar, el proceso que le llevará posteriormente a erigir el mundo artificial, hecho a nuestra medida, por el que el ser humano, mediante la técnica, transforma, controla y reconduce el mundo natural para hacer de él un lugar más acogedor y confortable, donde su vida pueda alcanzar mayores cotas de bienestar y longevidad, y ser vivida con superior dignidad; aunque, al mismo tiempo, esa alteración de la naturaleza pueda tener efectos secundarios indeseables. Muy posteriormente, ya hace solo unas decenas de miles de años, aparecen vestigios estéticos en los restos líticos, cuando Homo sapiens esculpe bifaces pulidas con esmero, lo cual no aportaba una mayor eficacia a la herramienta, pero la hacía más bella o más distintiva para el que la poseía. Al mismo tiempo, se produce la revolución agrícola del Neolítico, punto de partida de la civilización, que está asociada a una actividad genuinamente técnica: la agricultura. La transición al Neolítico supuso el abandono de una forma de vida dependiente de la caza y la recolección de productos naturales, que fue reemplazada por otra basada en el cultivo y la ganadería. Las plantas seleccionadas y cultivadas por los agricultores y los animales domesticados y estabulados por los ganaderos constituyen actividades primigenias del mundo artificial. Con la Revolución Neolítica aparecen también las cabañas, las canoas y algunos artículos domésticos, como los utensilios culinarios, los recipientes de barro y la incipiente indumentaria9 ––gracias a ese invento maravilloso, la aguja, que permitió coser. La técnica empieza a desarrollar uno de sus rasgos definitorios: la evolución conjunta de sus

8 La neta cortadura entre el ser humano y el simio superior mediante la adscripción al primero de la exclusividad en herramientas líticas se está diluyendo según avanzan las exploraciones arqueológicas. Véase, por ejemplo, Sonia Harmand et ali, “3.3-million-year-old stone tools from Lomekwi, West Turkana, Kenia”, Nature, 310-315 (21 May 2015). 9 El rastro en hacer se encuentra en las mismas raíces de la voz indoeuropea teks, que se asocia con fabricar o con tejer (en latín texere). Así, en griego, téktōn significa ‘carpintero’ o ‘constructor’, ‘el que hace’, y tékhnē, ‘saber hacer’, ‘artesanía’ o ‘habilidad’. En tiempos posteriores se tienen voces como textil o arquitecto; ‘el que hace tejidos o edificios’, respectivamente.

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distintos productos. La estabulación de animales presupone plantaciones para piensos; las edificaciones requieren la preparación y el transporte de materiales de construcción; los trabajos agrícolas se llevan a cabo con la ayuda de animales domesticados; y un etcétera interminable. El ejercicio de la técnica siempre ha requerido de cooperación y planificación, en donde se apuntan los rasgos que posteriormente definirán a la ingeniería. Tras esa revolución se dispuso de fuentes alimentarias más fiables, que desembocaron en un aumento apreciable de la población y permitieron sustentar asentamientos humanos estables que se convirtieron posteriormente en ciudades, entre las que se establecieron prósperas redes comerciales, al tiempo que fueron objeto de la codicia de bandas nómadas ante las que hubo que interponer formas sólidas de organización social (los arcaicos reinos de las primitivas civilizaciones) que incluían despliegues de poderío militar —la defensa ha sido una fuente de cohesión de la sociedad y, al mismo tiempo, un incentivo para el progreso de la técnica. Igualmente hicieron su aparición los valores comunes, los mitos y las religiones, y otras formas ideológicas de argamasa social. Todo ello configuró el lento y paulatino progreso de la humanidad hasta que hace poco más de doscientos años se desencadenó la Revolución Industrial, que dio lugar a otra inflexión en el crecimiento de la población humana, en una nueva versión de lo ocurrido con la Neolítica. Esta revolución fue impulsada por el espíritu de la Ilustración (autonomía moral, ejercicio de la crítica, tolerancia y libertad), y por lo que respecta a la técnica, con la noción de «conocimiento útil» y se basó en avances técnicos simultáneos en la ingeniería mecánica, la maquinaria textil, la metalurgia y otras actividades técnicas, así como con la concentración fabril que trajo consigo la nueva forma de organizar la producción. Pero si hubiera que señalar un progreso decisivo para esa revolución, sin duda la elección recaería sobre la máquina de vapor. Aunque transcurrieron varios decenios hasta su plena implantación, la máquina de vapor, junto con otras como las máquinas textiles, desencadenaron el proceso que conduce al estadio actual de civilización. La Revolución Industrial instaló a la humanidad en la edad de las máquinas. Además, con esa revolución el ingeniero deja de ocuparse exclusivamente de obras civiles y se convierte en un promotor del naciente mundo fabril. En efecto, esta revolución promovió la creación de nuevos instrumentos de producción, con lo que tuvo lugar un enorme incremento de la productividad, al tiempo que la economía de mercado permitía una asignación eficiente de recursos y propiciaba el equilibrio entre ahorro e inversión. Se produjo así un giro en la historia de los ingenieros, que vieron incrementado considerablemente su campo de actuación. Al mismo tiempo, los asalariados formaron una nueva clase social, el proletariado, consecuencia del trabajo en las fábricas, que acabaría teniendo gran protagonismo en la historia posterior. Así, esa revolución dio lugar a una inmensa mutación en todos los órdenes de la sociedad, a partir de la cual se establecieron las bases del mundo moderno. Hay autores, sin embargo, que prefieren atribuir esa cualidad a la Revolución Científica, pero la Industrial es la que protagoniza la profunda transformación social que conduce al mundo de nuestros días, en el que la mayor parte del planeta está formada por sistemas artificiales en interacción con el mundo natural. Es indudable que la Revolución Científica, que se inicia con Nicolás Copérnico (1473-1543) y culmina con Isaac Newton (1643-1727), fue una revolución conceptual que sentó las bases de una nueva forma de percibir el mundo, y

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aportó unas nuevas «gafas» con las que verlo e intervenir en él, basada en una peculiar forma de estudiar de los fenómenos que se producen en la naturaleza. De esta manera, se fraguó un modo preciso de lograr conocimiento sobre esos fenómenos y se creó el método científico, formado por un conjunto de prácticas para interrogar al mundo natural mediante experimentos y estructurar, con ayuda de la razón, el conocimiento así obtenido, lo que dio lugar a una peculiar conjunción de empirismo y racionalidad, que provocó un cambio sustancial en la forma de saber sobre el mundo. Estas prácticas eran múltiples y variadas, desde la clasificación de los seres vivos hasta la astronomía y la física matemática, con el común denominador de que estaban basadas en la experimentación y la observación, y en la organización racional de los conocimientos conseguidos. Con el ejercicio sistemático de esas prácticas se desencadenó la empresa colectiva que es la ciencia moderna. Pero, por otra parte, no existe evidencia de que los conocimientos teóricos que formaron el núcleo de la Revolución Científica tuvieran algún efecto directo sobre la técnica que se llevaba a cabo en aquellos tiempos. Las máquinas que desencadenaron la Revolución Industrial, como las textiles o la misma máquina de vapor, no se basaron en ninguno de los conocimientos que propició la Revolución Científica; si bien esta revolución acabó influyendo en todos los ámbitos en los que intervienen fenómenos naturales, por lo que repercutió, al fin, en actividades como la ingeniería o la medicina. En el siglo XIX se produjeron cambios radicales en la vida de los seres humanos, al menos de los que habitaban en países occidentales de primera línea. A principios de ese siglo, ya había medios de transporte como el caballo o los carruajes, pero eran incómodos y lentos; la tuberculosis o la difteria causaban la muerte de millones de personas; y los altos índices de mortalidad infantil reducían considerablemente la esperanza de vida. A mediados de siglo los ferrocarriles apenas unían las poblaciones más importantes, pero cien años más tarde la red de ferrocarriles cubría la superficie de los países desarrollados y los automóviles ocupaban sus calles. Con el fin de siglo las vacunas empezaron a erradicar muchas enfermedades hasta entonces mortales y la electricidad iluminó el mundo cotidiano. Se ha dicho que un ciudadano de la Roma antigua situado a principios de ese siglo no tendría grandes dificultades para desenvolverse en el mundo que le rodeaba, pero que si lo estuviese cien años después quedaría desconcertado. En la actualidad vivimos una época de progresos deslumbrantes en la técnica asociados al procesamiento de la información, llegando a emular las facultades cognitivas. Cuando el que esto escribe era estudiante, la mayor parte de la gente, incluidas personas bien informadas para la época, se tomaba a broma la posibilidad de que una computadora pudiese jugar al ajedrez. Hoy hemos visto máquinas que son capaces de batir a campeones mundiales de ese juego, en el que están involucradas actividades que consideramos mentales. Las computadoras permiten ampliar nuestras capacidades cognitivas innatas. Reemplazan con facilidad actividades habituales, pero también son empleadas por matemáticos competentes para resolver problemas insolubles sin su intervención. Incluso han suministrado un nuevo medio experimental indirecto con el que, mediante simulaciones, profundizar en el conocimiento del mundo. Asimismo, han promovido la aparición de nuevas realidades virtuales. Las aplicaciones de las máquinas informáticas seguirán evolucionando hasta hacer cosas hoy inconcebibles. La capacidad de las máquinas para emular labores mentales ha fomentado el espejismo de que pudieran reproducir la inteligencia humana. Por lo demás, esas funciones contribuyen al control de máquinas y procesos de forma complementaria a como, tras la Revolución Industrial, lo hicieron las máquinas mecánicas con respecto a la potencia muscular.

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De este modo, la técnica de nuestros días (a la que está de moda, en ciertos medios, llamar tecnología; más adelante se volverá sobre este extremo) ha aportado un cambio sustancial en el mundo artificial, hasta el punto de que se admite que ese mundo está sufriendo cambios comparables a los que en su día implantó la escritura y posteriormente la imprenta —la escritura artificial o mecánica—, y que muchos califican de superiores a todo lo que se había conocido previamente. En todo caso, tanto la Revolución Neolítica como después la industrial, y luego la asociada con la información que se vive en nuestros días, son producto de la técnica, del inagotable espíritu innovador y transformador de los humanos que han construido el ubicuo mundo artificial en el que se abren posibilidades inéditas en el natural. A lo largo de la evolución humana la cultura ha adquirido caracteres colectivos hasta un grado no igualado por ninguna otra especie. Hace unos pocos miles de años se desencadena un proceso de acumulación y transmisión del saber técnico, que desemboca, en la actualidad, en una hogaza de pan o en un avión supersónico. Así se estimula el auge de nuestra especie y su dominio sobre la Tierra mediante la invención y la fabricación del mundo artificial —lo que no está exento de amenazas, pues nos hemos convertido en el predador dominante tanto en el mar como en la tierra.

La construcción y la ingeniería de obras públicas

Con la Revolución Neolítica aparecen los primitivos núcleos de población, para lo que se desarrolla una técnica específica: la edificación. Los primeros habitáculos estables aparecen cuando los humanos abandonan la vida nómada y establecen asentamientos permanentes, lo que se estima que tuvo lugar unos 10 000 o 15 000 años antes de nuestra Era. En un principio estaban formados, en general, por un muro circular de piedra y una cubierta, normalmente cónica, que pronto se hizo de paja, con una capa de arcilla para impermeabilizarla. Cuando se fundan las primeras ciudades se inventa el ladrillo, una especie de piedra artificial hecha a base de una masa de arcilla, arena, paja y agua, posteriormente cocida, y que se fabrica con ayuda de una plantilla que permite hacer miles de ellos iguales entre sí —es, tal vez, el origen de la producción en serie. La planta en escuadra, que desplaza a la vivienda circular, es una consecuencia del ladrillo en forma de ortoedro. La transición de las formas arcaicas de productos técnicos (herramientas de piedra, armas elementales, utensilios domésticos…) a otros más elaborados se asocia con la construcción de grandes monumentos y de obras públicas, además de artefactos bélicos. Posiblemente, las primeras obras en las que se hace inevitable una actividad de planificación y organización son los dólmenes megalíticos (como los de Menga, en Antequera). Luego vendrían las pirámides y los templos de las primitivas civilizaciones; las obras hidráulicas, como los acueductos romanos provistos de una precisa y uniforme inclinación; los puertos y faros del mundo antiguo; y tantas otras maravillas cuyos vestigios todavía nos asombran. Apareció así la ingeniería de obras públicas, la más primitiva de las ramas de la ingeniería. Para estas construcciones se requiere alguna forma de proyecto previo, y luego una dirección que coordine y organice a un gran número de ejecutores de las distintas actividades en las que se divide la construcción. Así, el ingeniero surge en primer lugar para concebir y proyectar la obra, y después desempeñar el papel de organizador en las distintas fases de la construcción. Uno de los rasgos distintivos de la ingeniería es llevar a

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cabo un trabajo conjunto coordinado de cierta complejidad, tratando de satisfacer un objetivo práctico de origen social o militar (el primer ingeniero que registra la historia es el egipcio Imhotep, al que se atribuye la pirámide escalonada de Saqqara, y del que se dice que fue además arquitecto, médico, astrónomo, alto funcionario y sumo sacerdote. Otro notable ingeniero del mundo griego fue Eupalino de Megara, que dirigió las obras del túnel de más de 1 kilómetro de longitud que atraviesa el monte Kastro, en la isla de Samos, cuya construcción se comenzó a la vez desde sus dos aberturas, alcanzando una admirable precisión en la conjunción de los dos tramos). Para los grandes monumentos se requería mover piedras ciclópeas. En Mesopotamia y en Egipto se conocían la palanca y el plano inclinado, posiblemente las dos primeras máquinas de las que se valieron nuestros antepasados. Con ayuda de esos ingenios los egipcios fueron capaces de mover obeliscos de hasta más de mil toneladas, lo que hacían con medios ingeniosos como el deslizamiento sobre rodillos, con algún fluido para disminuir el rozamiento, y empleando miles de hombres auxiliados por animales de carga. Todos los obeliscos egipcios proceden de la misma cantera, en Assuan, desde donde tenían que llevarlos al Nilo, cargarlos en barcazas, descargarlos de nuevo y erigirlos donde procedía. Una proeza realizada con los exiguos medios de los que disponían y que aún causa admiración. Hay una forma especialmente ingeniosa de resolver los problemas de los vanos en puertas y ventanas: es el recurso al arco, que además sirve como techumbre mediante bóvedas. El arco de medio punto es uno de los grandes inventos de la técnica de construcción primitiva. Aparece en Egipto, en Mesopotamia y el Asia Menor alrededor del año 4000 a. C., pero no se da en otras civilizaciones antiguas, como las mesoamericanas (aunque en éstas se dio la llamada bóveda maya formada por hileras de ladrillos, sobre dos muros rectos, cada una de las cuales sobresale ligeramente sobre la inferior, ascendiendo hasta coincidir con la especular que surge en el otro muro, apoyándose ambas y dando lugar a una techumbre a dos aguas análoga a la de las chozas de base rectangular). El invento del arco se benefició del intercambio comercial y cultural mediante la navegación que propiciaron el mar Mediterráneo y el océano Índico. Entre los años 4000 a.C. y 2000 a.C. los arcos se utilizaron en las tumbas, con luces pequeñas, del orden de un metro, lo que permitía a los albañiles cerrar el arco sin gran dificultad y completar la bóveda. Cuando las luces alcanzan mayor longitud se requiere el empleo de cimbras, sobre las que se colocan sucesivamente las dovelas hasta que se cierra el arco mediante la clave superior, con lo que se asienta el arco y se puede quitar la cimbra (figura 1). Posteriormente el principio de la bóveda en arco se empleó no solo para cubrir edificios y servir de soporte a puentes, sino también horizontalmente en presas hidráulicas.

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Figura 1.- Dovelas y clave se sustentan en un arco.

Durante el Imperio romano la mano de obra para la construcción era barata y no cualificada. En la cantería, por el contrario, la mano de obra era escasa y muy cualificada, organizada en torno a poderosas logias de canteros. Hasta la Edad Media, el secreto del oficio se transmitía de maestros a aprendices, quienes vivían con el propio maestro y cuyo número estaba regulado de forma minuciosa. Se conserva un cuaderno que se atribuye a uno de esos maestros10. Para llegar a la condición de maestro había que superar un examen práctico (por ejemplo, hacer una escalera de caracol). Había un grado superior al de maestro: el de quien trabajaba en el llamado cuarto de trazas, que acabaría siendo el arquitecto o el ingeniero, que se ocupaba de concebir y proyectar las construcciones. Conviene observar que el término arquitecto procede etimológicamente de primer técnico, por lo que, en tiempos antiguos, resultaba indistinguible del ingeniero. De hecho, en los libros de Marco Vitruvio Polión (c. 80-70 a.C.-15 a.C.) sobre la arquitectura romana varios de ellos se ocupan en realidad de ingeniería. Ingeniería y arquitectura, en aquellos tiempos, aparecen fundidas aunque se van separando progresivamente a lo largo de los siglos y el arquitecto acaba responsabilizándose de la concepción del edificio, mientras que el ingeniero lo hacía de las máquinas y procedimientos para erigirlo, y los cálculos estructurales. Es lo que sucede, ya en el Renacimiento, con arquitectos-ingenieros como Filippo Brunelleschi (1377-1446) o Juan de Herrera (1530-1597). La construcción de la cúpula de la catedral de Florencia no hubiese sido posible sin las máquinas auxiliares que concibió el propio Brunelleschi. Por lo que respecta a la construcción de obras públicas como son los puentes, las murallas, las calzadas y los puertos, la labor del ingeniero adquiere rasgos propios desde los inicios de las correspondientes actividades constructivas. En el admirable puente de Alcántara (en la provincia de Cáceres), maravilla de la ingeniería romana, el autor, Cayo Julio Lacer (98-117), firma como arquitecto, cuando hoy diríamos que era un ingeniero11.

10 De Honnecourt, V. Cuaderno. 11 En las Crónicas de Pedro López de Ayala se habla del engenho como del artefacto con el que se derribaban las puertas en las ciudades sitiadas. Parece ser que en la baja Edad Media, en el siglo XII, las voces ingeniator e ingeniarius se empleaban para nombrar a los que manejaban esos artefactos (aunque ingeniarius es la forma que prevaleció después). De esas dos voces, de origen militar, en el Renacimiento surge la de ingeniero, esta vez ya civil, relacionada, en gran medida, con las máquinas empleadas en los trabajos de construcción de monumentos y edificios, aunque también en obras hidráulicas y similares. El propio Leonardo da Vinci firmó en alguna ocasión como ingeniarius ducalis.

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Los procedimientos de construcción se basaban en reglas formadas por un conocimiento empírico, pero sistematizado y sometido a la racionalidad, y se fundaban, en último extremo, en la constatación de si las construcciones se mantenían en pie, o no. El ejercicio de la técnica ha estado siempre asociado al uso de la racionalidad más estricta y está sustentado en datos objetivos, virtudes que heredaría luego la ciencia. El ajuste de los recursos a las metas perseguidas es una muestra primigenia del buen uso del juicio. Por ello, la técnica resulta incomprensible sin el ejercicio de la razón en su forma más rigurosa. Aristóteles ya dejó escrito precozmente en su Ética a Nicómaco que «no hay técnica alguna que no sea disposición racional para la producción»12. Los conocimientos implicados en una edificación incorporaban reflexiones muy sutiles, como sucede con el problema de la estabilidad de las edificaciones: en cómo disponer las masas para que las construcciones resultantes fueran estables (así sucede en el caso del milenario acueducto de Segovia que aún se mantiene en pie, sin argamasa, por el correcto equilibrio entre las masas de piedra que lo forman). Volviendo al arco, conviene destacar la figura de Robert Hooke (1635-1703), varón polifacético que hizo aportaciones muy variadas a distintos campos del quehacer humano. Entre la pluralidad de campos en los que dejó su huella se encuentra el de la construcción, al ser nombrado, junto al arquitecto Christopher Wren (1632-1723), city surveyor de la ciudad de Londres tras el devastador incendio ocurrido en 1666. Como consecuencia de la experiencia que adquirió en construcción, Hooke se planteó el asunto (que incluso presentó en la Royal Society) de cuál es la forma ideal de un arco y de cuánto empuje transmite a sus soportes. Esta cuestión la resolvió de forma ingeniosa al comprender que del mismo modo que se transmiten las tensiones en un hilo flexible —o una cadena— colgante de sus extremos, igualmente, pero de forma invertida, se transmiten las compresiones en un arco rígido; es decir, si se invierte un cable colgante, la tracción se convierte en compresión (figura 2). La idea genial de Hooke fue que la estática de los arcos y de los cables colgantes es idéntica. La curva que adopta el cable colgante es la catenaria, cuya expresión matemática no se encontró hasta algún tiempo después (por Gottfried Leibnitz, Christiaan Huygens y Johann Bernouilli en 1691, en respuesta al reto planteado por Jacob Bernouilli). Esta propiedad fue aplicada en el diseño de la cúpula de la catedral de San Pablo en Londres, proyectada por Wren, en su reconstrucción tras el incendio de 1666. A partir de entonces la catenaria ha sido empleada por otros muchos arquitectos, como Antoni Gaudí, en el diseño de arcos estilizados.

12 Aristóteles, Ética a Nicómaco, versión de M. Araujo y J. Marías, Universidad de Valencia, 1993, libro VI, 1140a.

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Figura 2.- La estática de un arco y de un cable colgante es la misma.

En el siglo XIX, con el hierro y el acero se abrieron nuevas posibilidades a la construcción que se plasmaron, en especial, en puentes y estaciones de ferrocarril, y algún monumento sobresaliente como la torre Eiffel de París o el Palacio de Cristal de la Gran Exposición de Londres, lamentablemente desaparecido.

Las máquinas y la ingeniería mecánica

Las invenciones mecánicas han servido, durante toda la historia de la humanidad, para incrementar, o incluso suplir, la fuerza física de los usuarios de las máquinas. Desde los orígenes de la civilización, los humanos hemos hecho ingenios con los que complementar o reemplazar el trabajo de los músculos. Así, las conocidas como máquinas simples son: la palanca, la rueda —uno de los mayores inventos de los artesanos de la antigüedad––, la polea simple, el tornillo, el plano inclinado, el torno y la cuña; y a partir de ellas los cabrestantes, las primitivas grúas, los polipastos y tantos otros artefactos ingeniosos. Con esos y otros artificios similares se pudieron realizar obras, a las que se ha aludido en el apartado anterior, cuya ejecución no es concebible sin ellos. De este modo, la mecánica se encuentra en el núcleo de la historia de la técnica y de la civilización.

Siglos después, la Revolución Industrial se hizo también con máquinas mecánicas, pues eso eran las máquinas de vapor y el resto de ingenios que propiciaron esa revolución. La evolución de la ingeniería se concreta por la transición de un mundo de instrumentos elementales a otro que incorpora además la maquinaria y otros artefactos más elaborados. Conviene destacar que la figura del ingeniero que se apunta en la antigüedad, vinculado al trabajo coordinado para construir obras civiles, se refuerza y diversifica considerablemente con la aparición de las máquinas a partir de la Revolución Industrial. Con esta revolución los propios procesos productivos resultaron afectados por la nueva maquinaria.

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Por otra parte, en la mecánica de máquinas se consumó la primera formalización de la ingeniería en un estilo moderno y que emulaba la que, a su vez, estaban introduciendo los científicos con relación a sus saberes, en aquellos mismos tiempos. Así el espíritu de la Revolución Científica permea la reflexión de los ingenieros sobre su ámbito de actividad. Corresponde a dos ilustres ingenieros españoles, Agustín de Betancourt (1758-1824) y José María de Lanz (1764-1839), el honor de haber escrito, a principios del XIX, el Ensayo sobre la composición de las máquinas 13 , obra que aparece al calor de la fecunda Ilustración española, publicada originalmente en francés en 1808 y traducida al inglés en 1820 y al alemán en 1829. Este libro alcanzó la singular fortuna de ser obra de referencia en las escuelas de ingenieros europeas durante varios decenios de ese siglo. Se abre con el siguiente párrafo, que constituye una declaración de principios con relación al establecimiento de un estudio sistemático de las máquinas:

Los movimientos utilizados en las artes mecánicas son rectilíneos, circulares o determinados por curvas dadas y pueden ser continuos o alternativos (de vaivén) y se puede, por consiguiente, combinarlos [...]. Toda máquina tiene como fin transformar o transmitir uno o varios de estos […] movimientos.

Algunos de estos mecanismos fueron claves para la máquina de vapor, como es el caso del movimiento del pistón que ocasiona el de vaivén de la biela, y que actúa a su vez sobre la manivela, la cual hace girar al volante; de modo que, en resumen, el movimiento de vaivén rectilíneo del pistón se transforma en otro de rotación.

Durante el siglo XIX se reduce el tamaño de las máquinas de vapor, lo que permite, entre otras muchas cosas, el desarrollo de los ferrocarriles, con el consiguiente aumento de la velocidad en el transporte de mercancías y pasajeros. A finales de ese siglo y principios del siguiente se produce una verdadera eclosión de máquinas de uso corriente como la máquina de coser, las lavadoras y las aspiradoras, el ascensor, la máquina de escribir, la rotativa, el motor de combustión interna con el resultado de los automóviles y la mecanización agrícola, y poco después la aviación; y tantos otros inventos que han imprimido su sello en el mundo moderno. El sustrato mecánico de las máquinas y la transparencia de su comportamiento llegó a sugerir que la propia realidad física se reducía a una componente material de esencia mecánica. En siglo XVII alcanzó notoriedad la idea de interpretar la naturaleza como si fuera una máquina y, en paralelo, utilizar el conocimiento de las máquinas para interpretar la estructura física del mundo. Desde principios de ese siglo abundan las metáforas mecánicas con las que se pretende interpretar los fenómenos y procesos naturales. Una de esas fecundas metáforas fue la del reloj, que aportaba una imagen sencilla e inteligible de los mecanismos que regían el pretendido funcionamiento del universo, regular e inmutable. En este mismo orden de cosas, René Descartes (1596-1650) postuló que los seres vivos son como máquinas mecánicas, y que en el caso especial del hombre se añade el alma a través de la glándula pineal. De hecho, la ciencia física clásica se interpreta, hasta finales del ochocientos, como la búsqueda de una interpretación mecánica del universo, en el marco filosófico de lo que se conoce como mecanicismo, que se basa en una especie de mecanización de la naturaleza. Las máquinas son inteligibles y eso indujo a los mecanicistas a preconizar que los fenómenos del mundo físico podían ser explicados en términos mecánicos, materiales y

13 Ha sido reeditado en 1990 por el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos en la Colección de Ciencias, Humanidades e Ingeniería. La edición incluye también los facsímiles de la primera edición francesa, de 1808, y de la inglesa, de 1820.

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comprensibles. Según el mecanicismo, la filosofía requería solo dos nociones primitivas: la materia y el movimiento (recuérdese la cita anterior del libro de Betancourt y Lanz). La metáfora mecánica de la naturaleza se benefició de los recursos matemáticos para formularla, alcanzando logros fascinantes e irreversibles —la mecánica racional, más vinculada al mecanicismo que a la práctica técnica. Ya en el siglo XIX, se aludía a la edad de las máquinas y por extensión a la civilización de las máquinas. Aún en nuestros días se habla incluso metafóricamente de la maquinaria del gobierno o de la maquinaria del cuerpo. La mecanización, que se asocia con la aplicación de la razón para mejorar la producción industrial, se situó en cabeza de la tecnificación durante el siglo XIX, de forma análoga a como el procesamiento de la información lo está haciendo en nuestros días. Pero es que además de las aplicaciones tradicionales de las máquinas, en las que los objetivos habituales son la transmisión de potencia, la mecánica está detrás (o es el sustrato, como se quiera) de instrumentos de gran precisión. Y así, aunque hoy nos pueda parecer inconcebible una máquina computadora sin el concurso de la electrónica, lo cierto es que las primeras de estas máquinas fueron prodigios de ingeniería mecánica. En efecto, desde comienzos del siglo XX se empezaron a inventar y construir máquinas mecánicas para realizar cálculos matemáticos. Entre ellas destacan las que tenían como objetivo la integración de ecuaciones diferenciales lineales, en un principio para cálculos de dirección de tiro artillero naval (el ejército siempre en la vanguardia de la ingeniería), que embebían en su propio diseño las mismas tablas de tiro, y que a finales de los años veinte alcanzaron aplicaciones mucho más amplias, como el analizador diferencial de Bush, una maravilla de la mecánica, además de un enorme armatoste que ocupa una gran sala. Más adelante, en el capítulo III, se volverá sobre estos ingenios.

Así pues, la ingeniería mecánica es una rama pionera de la ingeniería que sigue manteniendo una posición puntera entre los artificios que pueblan el mundo moderno. Las máquinas que habitan ese mundo son, en gran medida, máquinas mecánicas a las que se han incorporado elementos de otra especie, como los dispositivos eléctricos para el suministro de energía y los procesadores electrónicos de información, que permiten su control, pero en las que su fundamento mecánico sigue siendo esencial, conservando sus problemas específicos. Asimismo, la ingeniería mecánica se alía con otras ramas emergentes de la ingeniería dando lugar a máquinas tan prodigiosas como son los robots.

La ingeniería mecánica forma parte también de otras ramas de la ingeniería como puede ser la naval, que desde la remota antigüedad ha sido capaz de concebir y construir navíos con los que atravesar los mares, propiciando el comercio y los grandes descubrimientos geográficos. También procede citar la ingeniería de minas, que requiere máquinas especiales para sus trabajos peculiares, como la extracción del agua de las explotaciones mineras. No se olvide que la máquina de vapor se concibió en principio para esta última labor. La ingeniería de minas está, a su vez, íntimamente relacionada con la metalurgia, lo que a su vez la aproxima a la química, al menos en sus orígenes.

La agricultura y los ingenieros

Como ya se ha indicado, la Revolución Neolítica fue una revolución técnica. Los avances agrarios prehistóricos, más o menos accidentales, no fueron el resultado de un esfuerzo organizado en el seno de un laboratorio famoso; ni fueron planificados por un comité ni financiados por la administración pública. Sin embargo, constituyen un punto de no retorno en la historia de la humanidad. Sin esos tempranos descubrimientos nada de lo que posteriormente sucedió a nuestra especie hubiera ocurrido. Aún en nuestros días, las

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nuevas mejoras en las tecnologías agronómicas son decisivos en la lucha contra el hambre.

El cultivo y la agricultura hicieron posible las posteriores etapas en el desarrollo humano. Antes de que el hombre aprendiese a sembrar semillas y a cosechar los frutos de las plantas para obtener alimentos, no existía una sociedad organizada y estable de cierta entidad. Los nómadas recorrían grandes áreas, que solían dejar exhaustas, buscando la alimentación suficiente para nutrirse durante el período que duraba el asentamiento temporal. Además, esa forma de vida no era propicia para el florecimiento de habilidades especializadas. Con la Revolución Neolítica, la formación de pequeños poblados, la fabricación de herramientas primitivas y la emergencia de artesanos permitieron incrementar el margen de supervivencia. Los asentamientos estables determinaron cambios radicales en el comportamiento social, fomentando la convivencia y reduciendo el nivel de agresividad dentro del propio grupo, lo que fue necesario como primer paso para establecer grandes comunidades en las que tenían que convivir quienes no fueran parientes cercanos.

En toda comunidad, la cultura progresa al promover la imitación de los individuos prestigiosos en un ámbito determinado. Cuanto mayor sea la comunidad más fácil será que aparezcan focos de prestigio que tenderán a ser imitados, con lo que influirán sobre otros de sus miembros. La mera imitación de lo que se observa en el entorno inmediato de un individuo —su familia— se amplía a un espacio considerablemente mayor con la aparición de las ciudades, que posteriormente, mediante las comunicaciones, los transportes y los intercambios comerciales, alcanza espacios progresivamente mayores. La sociedad humana fue básicamente agrícola hasta que se produjo la Revolución Industrial, aunque coexistiese con una actividad creciente de artesanía y comercio, radicada en las ciudades prósperas. Esa revolución se desencadenó en Gran Bretaña, aproximadamente entre los años 1760 y 1830, y consistió en la transformación de una economía tradicional y agraria en otra industrializada, con una sociedad urbana, poblada de grandes factorías y una producción en masa con destino al mercado, e incluso con instituciones financieras. En principio, el cambio se produjo en la industria textil, gracias a la jenny, una máquina de hilar múltiple; así como al telar mecánico y al bastidor para hilar, entre otras máquinas. La industrialización también transformó el resto de Europa, aunque con una generación o más de retraso. Y así, hasta llegar a nuestros días, en los que en los países más desarrollados solo un pequeño porcentaje de la población se ocupa de la alimentación del resto de sus contemporáneos.

Durante el siglo XVIII, en paralelo con los comienzos de la industrialización, la agricultura dejó de ser un asunto de subsistencia familiar y de pequeños mercados locales, y se comenzó a desarrollar una agricultura que afectaba a grandes explotaciones con destino a amplios mercados, y empezó a fraguar una rama de la ingeniería que atendiera los correspondientes problemas agrícolas. De este modo, los ingenieros empiezan a ocuparse de empresas agrarias debido a la complejidad que adquiere la explotación de grandes haciendas, los elaborados conocimientos involucrados en el mejoramiento de las especies cultivadas, así como por la complejidad creciente de las labores del campo, incluida su mecanización. Se trata de un caso sintomático de la rezagada aparición de los ingenieros en un ámbito de la técnica cuyos orígenes se remontan a los albores de la humanidad. A su vez, ilustra el hecho de que la ingeniería moderna, tanto agronómica como el resto de ellas, surge cuando los procesos técnicos alcanzan una cierta complejidad —y no a partir de aparición de la ciencia moderna, como se pretende con frecuencia. La ingeniería

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agronómica ha obtenido éxitos resonantes en el siglo XX, hasta el punto de frustrar las expectativas pesimistas de los malthusianos. Los fertilizantes artificiales y la maquinaria agrícola, junto con las nuevas variedades producidas por el ingenio de sus descubridores, han permitido un gran incremento de la producción agraria, hasta el punto de mitigar hambrunas seculares. Es pertinente también recordar que, para el mismo Charles Darwin (1809-1882), la selección artificial de ganaderos y agricultores sirvió como fuente de inspiración para formular la selección natural. Por citar un caso notable, Samuel Salmon (1885-1975) fue un ingeniero agrónomo que se unió a las fuerzas de ocupación estadounidenses en Japón después de la Segunda Guerra Mundial. Trabajó para el Servicio de Investigación Agrícola y durante su estancia en Japón recogió 16 variedades de trigo, incluida una cepa enana, que se llamaría Norin 10 y que más tarde desencadenó la revolución verde. Reunió semillas de estas variedades y las envió a Estados Unidos, donde llegaron a manos de Orville Vogel (1907-1991), quien comenzó a cruzar Norin 10 con otras variedades de trigo para producir nuevas variedades de tallo corto. En aquellos tiempos no resultaba aconsejable aumentar las dosis de fertilizante para incrementar la producción de trigo, ya que el abono artificial hacía que las plantas fueran altas y esbeltas, por lo que terminaban por troncharse. El ingeniero agrónomo y premio Nobel de la Paz, Norman Borlaug (1914-2009), que trabajaba en México, visitó a Vogel en 1952 y se llevó a ese país algunas semillas de Norin, a las que sometió a nuevos cruces. En pocos años creó una variedad de trigo enano cuya producción era varias veces superior a la anterior, de modo que se obtenía más comida y más barata. Borlaug comenzó a difundir sus técnicas agronómicas en otros países, incluidos la India, Egipto y Pakistán. Para el año 1964 la India se había convertido en un exportador neto de trigo, pues la producción se había triplicado. El trigo de Borlaug —y las variedades de arroz enano que se obtuvieron en paralelo— desencadenó la revolución verde, que produjo una extraordinaria transformación de la agricultura asiática en los años 1970, la cual permitió terminar con la hambruna endémica de un continente, pese a una población en rápido crecimiento —como en su tiempo había sucedido con la incorporación de la patata a la dieta europea. Así se puso de manifiesto que las hambrunas podían superarse siempre que se incrementase el nivel de las tecnologías agronómicas para conseguir los recursos adecuados. Pero, por otra parte, en el correspondiente progreso agrícola juegan un papel determinante los fertilizantes hechos a base de combustibles fósiles, lo que ha condicionado, hasta cierto punto, la aceptación de esa forma de intervención agraria.

Pese al ritmo acelerado de crecimiento de la población, el suministro mundial de comida ha conseguido mejorar sensiblemente. No obstante, uno de los grandes problemas latentes es el de la escasez de agua dulce, pues, debido a la agricultura intensiva, se está produciendo un agotamiento de ese líquido imprescindible, especialmente en países como la India. La reversión del problema del hambre acarrea costes en un mundo con una población en crecimiento desenfrenado. En todo caso se tiene la convicción de que en nuestros días se produce alimentación suficiente para el conjunto de la humanidad actual, pero que son las deficiencias en la organización y distribución de esa producción, junto al despilfarro de los países más desarrollados, las que están en el origen de la considerable fracción de población que sufre aún carencias alimentarias e incluso hambrunas.

Una muestra reciente de los progresos en la agricultura se ha producido mediante la aplicación de la ingeniería genética, con la que, por ejemplo, se pueden obtener plantas

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resistentes a las plagas, gracias a los transgénicos. Estas actuaciones han sido controvertidas, pero después de unos decenios de cultivos transgénicos, con muchos millones de hectáreas sembradas, no hay ningún indicio de problemas ni para la salud ni para el medioambiente. El aumento exponencial de la población, y el hecho de que no sea posible ampliar la superficie cultivada, determinan que haya que aumentar el rendimiento con medios apropiados. No hay suficiente tecnología agronómica tradicional, pese a la revolución verde, para alimentar a diez mil millones de habitantes, cifra que se estima que se alcanzará a mediados del siglo XXI (en 2015 había 7,3 miles de millones de habitantes en la Tierra). Para ello es imperativo aumentar el rendimiento por hectárea (lo que debería hacerse, a su vez, con menor gasto energético y menor consumo de agua dulce).

En un dominio semejante, por su incidencia en el mundo vegetal, se encuentra la ingeniería de montes, encargada de la regeneración de los bosques afectados por las talas masivas. Esta rama de la ingeniería es, en cierta medida, precursora de la defensa del mundo natural frente a las agresiones por parte de madereros y de agricultores, éstos para extender sus cultivos. En ella se recurre a intervenciones artificiales sobre ese mundo que requieren una programación y ejecución a gran escala, en una labor propia de ingenieros.

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Capítulo II.- Nuevas ramas de la ingeniería

La transmisión de información y de energía

La ingeniería eléctrica, junto con la ingeniería química, a la que se dedicará un apartado posterior en este mismo capítulo, son representativas de los cambios que se producen en la vanguardia de la ingeniería a lo largo del siglo XIX y principios del XX. En ese período, la edad del vapor en la industria cedió el paso a la de la electricidad y la química. En ambos casos las tecnologías correspondientes aparecen relacionadas con conocimientos emparentados con el mundo de la ciencia, por lo que llegaron a ser conocidas como técnicas científicas. Estas nuevas ramas se suman a las ingenierías de obras públicas y mecánica, hasta entonces dominantes. De hecho, se produce una Segunda Revolución Industrial, aproximadamente a partir de 1880, como resultado de la electricidad, la turbina de vapor, la combustión interna, el acero, el petróleo, los productos de la nueva química, las máquinas-herramientas, la producción en masa, entre otros progresos de la técnica. Se presumía que todo ello conduciría a una era de prosperidad económica en la que la mayor parte de la población disfrutaría de abundancia material, con lo que sus condiciones de vida se verían notablemente mejoradas. En esta segunda revolución pasan a ocupar un lugar destacado, en la cabeza de la industrialización, Estados Unidos y Alemania, que alcanzan a Gran Bretaña. La difusión de la energía eléctrica estimuló la imaginación de un político revolucionario como Vladimir Ilich Ulianov, más conocido por el sobrenombre de Lenin (1870-1924), a quien se atribuye la afirmación de que «el socialismo es igual a los sóviets más electricidad». De este modo, el paraíso comunista sería inseparable de la técnica moderna. En la segunda mitad del siglo XIX la electricidad invade el mundo industrializado. La existencia de fenómenos eléctricos se conocía desde antiguo, pero es a principios de siglo cuando esa fuerza misteriosa empieza a ser dominada. En ese tiempo, Alessandro Volta (1745-1827) inventó la pila eléctrica, que permitiría experimentar con la electricidad, la cual pronto se relacionó con el magnetismo a partir de las experimentos de Hans Christian Ørsted (1777-1851) y de su formalización matemática por André-Marie Ampère (1775-1836) en la electrodinámica, que sentó las bases para las posteriores aplicaciones de la electricidad. En sus orígenes era una curiosidad experimental que exhibieron científicos y médicos en los salones ilustrados, entre ellos Luigi Galvani (1737-1798), que aplicaba descargas eléctricas a las ancas de ranas muertas, con lo que se producían espasmos en sus músculos que parecían devolverles la vida, abriendo así a la imaginación la posibilidad de restituir la vida mediante esas descargas —lo que inspiraría a Mary W. Shelley (1797-1851) su celebrada novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1818). La familiaridad con la electricidad propició una innovación radical en la transmisión de

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señales a grandes distancias, que se inicia en 1837 con el telégrafo de Samuel Morse (1791-1872). Desde la antigüedad habían existido procedimientos, si bien de menor eficacia, para la transmisión de mensajes a distancia, entre los que destacaron las banderas entre navíos, o los habilidosos semáforos ópticos que codificaban los mensajes mediante el posicionamiento de brazos mecánicos o aspas en promontorios o torres que se avistaban sucesivamente, y que fueron contemporáneos de los primeros intentos de usar la electricidad para ese fin. Los operarios de esos telégrafos, los torreros, se convirtieron precisamente en los responsables de los primeros telégrafos eléctricos, por su familiaridad con la codificación y transmisión de señales. Las formas ancestrales de comunicación se realizaban por procedimientos muy simples que no requerían el recurso a nada calificable como científico. Por otra parte, y con independencia de lo anterior, la electricidad resultó decisiva para el transporte de energía, magnitud esencial para el funcionamiento de las máquinas. Sin embargo, aunque se admita que la ciencia física había puesto la electricidad sobre la mesa (junto con algunos médicos, seducidos por los efectos de los fenómenos eléctricos en restos de animales muertos, como se acaba de recordar), pronto los físicos se desentendieron del exuberante mundo de la generación y distribución de la electricidad, y de sus aplicaciones, en tanto que los mejor dotados de ellos se ocupaban preferentemente en especular sobre el misterioso éter y en buscar el grupo de transformaciones que mantuviesen invariantes las ecuaciones de Maxwell en dos sistemas inerciales. Esto condujo a las transformaciones de Lorentz y posteriormente a la teoría de la relatividad, al proponer el entonces joven Albert Einstein (1879-1955) una interpretación física revolucionaria de esas transformaciones, con la que estableció una síntesis inaudita entre la relatividad galileana y la invariancia de la velocidad de la luz, lo que fue una de las más admirables proezas científicas de principios del siglo XX. Por su parte, el físico alemán Heinrich Hertz (1857-1894) observó que cuando se descargaba un condensador en un circuito con una pequeña discontinuidad de corta amplitud, se comportaba como un generador de chispas. Además, puso otro circuito circular relativamente alejado, en el que se producían a su vez chispas como consecuencia de las generadas en el primero. Comprendió lo que sucedía: el segundo recibía las ondas electromagnéticas que se generaban en el primero al producirse las descargas. De este modo, realizó brillantes experimentos en los que verificó que, como había predicho Maxwell, las ondas electromagnéticas tenían un comportamiento oscilatorio similar al de la luz. Aunque en esas experiencias se sugiere la posibilidad de transmisión inalámbrica de señales eléctricas, el propio Hertz afirmó que solo pretendía comprobar si las perturbaciones electromagnéticas se transmitían instantáneamente o con una velocidad finita, y no veía ninguna aplicación práctica derivada de sus experimentos —además, no existe evidencia de que a él eso le interesase lo más mínimo, pese a haber estudiado ingeniería al comienzo de su carrera y ejercer como profesor en la Escuela Técnica Superior de Karlsruhe. Se suscita, a veces, la cuestión de qué hubiese hecho Guglielmo Marconi (1874-1937) ––y también Nikola Tesla, independientemente— sin Hertz. Pues bien, el italiano amplió el restringido ámbito de emisión del oscilador de Hertz, limitado a los pocos metros de un laboratorio, hasta cubrir progresivamente distancias crecientes entre el emisor y receptor. Entre otras cosas, Marconi puso a tierra el oscilador de Hertz y le añadió una antena, además de introducir nuevos componentes, como el cohesor de Branly. Así llegó a conseguir que las señales sobrepasasen la barrera aparente impuesta por la curvatura de la Tierra, si bien para él no fue prioritario comprender cómo lo hacían. Después de los logros prácticos de Marconi se descubrió la ionosfera y se comprendió que las ondas

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electromagnéticas «rebotaban» en ella. Marconi nunca permitió que una teoría se interpusiese en la experimentación de una idea con la que mejorar la solución práctica a un determinado problema. Fue, además de un perseverante experimentador, un astuto hombre de negocios y un hábil publicista de sus logros, lo que resultó decisivo para el éxito que alcanzó. Sin embargo, no consiguió retransmitir el sonido en general ni la voz humana en particular. Fue Lee de Forest quien contribuyó a resolver estos problemas, gracias al triodo, como se verá un poco más abajo. Otro personaje representativo del mundo de los inventos lucrativos en el período que media entre finales del siglo XIX y principios del XX es el inventor americano Thomas Edison (1847-1931) ––convertido en ingeniero eléctrico, gracias al acceso a la profesión mediante la práctica profesional exitosa, que permitía el sistema angloamericano entonces vigente––, quien se dedicó activamente a una forma de experimentación cuyo objetivo declarado era producir invenciones prácticas a escala industrial destinadas al mercado, como son la iluminación eléctrica, el fonógrafo, el telégrafo dúplex y cientos de otros inventos. Edison adoptaba conscientemente una actitud contrapuesta a la del auténtico científico, que por lo general en aquellos tiempos consideraba una claudicación, o al menos algo ajeno al espíritu que debía inspirar sus actuaciones, el dedicarse a buscar usos prácticos a ideas y descubrimientos científicos —aunque haya habido excepciones a esta regla. El propio Edison se definió como científico industrial (especie singular donde las haya), si bien no muchos científicos lo admitirían como uno de los suyos. No disimulaba su desdén por los matemáticos y los físicos, aunque contrató algunos para «tener alguien a mano en caso de que necesitemos hacer algún cálculo»14.

Se ha dicho que uno de los grandes inventos de Edison fue el laboratorio de investigación industrial, en el que este inventor aplicó al proceso de invención métodos análogos a los de producción en masa. Los progresos en el legendario laboratorio de Menlo Park (fundado en 1876), que se reconvirtió en el laboratorio de la Edison General Electric, fueron seguidos por el de la Westinghouse Electric Company (creada a su vez por el competidor de Edison, George Westinghouse) así como el de la Bell Telephone Company, entre otros. El objetivo de la investigación que se llevaba a cabo en estos centros era conseguir dispositivos susceptibles de aplicación práctica y no el comprender los fenómenos eléctricos, como se estimaba entonces que era lo propio de la investigación científica. Este tipo de laboratorio representa el fin del inventor solitario, que lo mismo que el investigador científico, que normalmente trabajaba entonces aislado también, abundan en el siglo XIX. Se abre así la vía a lo que serán los modernos centros de investigación aplicada, llamados a dominar la escena de la innovación en nuestros días. En estos centros, la búsqueda de invenciones se lleva a cabo de forma sistemática, en instituciones especiales y a una escala sin precedentes15. Para cumplir los objetivos fundacionales, en aquellos laboratorios se desarrollaba una investigación orientada a aplicaciones concretas, llevada a cabo por grupos de trabajo que

14 En realidad, los ingenieros han calculado siempre sus proyectos (recuérdense las afirmaciones de Galileo sobre los artesanos de los astilleros de Venecia), por lo que lo dicho por Edison resulta un tanto improcedente, aunque es una muestra de su actitud ante los científicos. La cita procede de Fritz Vögtle, Edison, p. 34. 15Los laboratorios Beijerinck (Delft, Holanda) y Carlsberg (Copenhague) son más antiguos; se dedicaron inicialmente a investigación en microbiología de fermentaciones. Estos laboratorios, sin embargo, se dedicaron a lo que hoy conocemos como biotecnologías, que tradicionalmente no se habían considerado en el núcleo de la ingeniería, dominada por los artefactos de constitución mecánica y eléctrica, y también química.

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incluyen —entonces y ahora— a todos los que puedan aportar algo a un problema práctico bien definido, lo que conduce al establecimiento de grupos heterogéneos y, con frecuencia, efímeros. Esa labor en equipos multidisciplinares se diferenciaba de la que se llevaba a cabo en los laboratorios científicos, donde prevalecía una estructura jerárquica liderada por un científico de gran personalidad, y en los que las actividades estaban enmarcadas en un entorno inequívocamente disciplinario buscando el desvelamiento de algún fenómeno natural. Los científicos descubrieron temprano que la forma más efectiva de alcanzar el éxito consistía en la especialización en el ámbito cognitivo, lo que se tradujo en la formación de las distintas disciplinas científicas. Y así, en la investigación científica los resultados se enjuician dentro del marco disciplinario correspondiente, sometiéndolos al juicio entre pares. Por otra parte, en todos los laboratorios ingenieriles el liderazgo de la investigación correspondía a ingenieros, o a quienes ejercían sus mismas funciones, que imponían sus criterios de beneficio práctico a corto plazo. Estos laboratorios se centraron en la investigación orientada a aplicaciones, sin prestar atención a la investigación básica más que de forma secundaria y en la medida en que pudieran beneficiarse de ella para las aplicaciones que llevaban a cabo. Las compañías que promocionaron esos laboratorios se dieron cuenta de que no era indispensable emprender investigaciones de ciencia pura para alcanzar logros de amplia resonancia social y rentable repercusión económica.

De este modo, fueron los ingenieros los que desarrollaron autónomamente tanto los múltiples artefactos eléctricos que forman el electrificado mundo artificial en el que vivimos, como los conocimientos necesarios para concebirlos y elaborarlos, en particular el fértil mundo de la corriente alterna. Entre ellos destaca el genio del croata Nikola Tesla 16 (1856-1943), uno de los más portentosos ingenieros que han conocido los tiempos, el cual concibió máquinas que forman parte imprescindible del mundo actual.

El de Tesla es un caso paradigmático de la influencia de la ingeniería en el mundo actual. Es claramente un ingeniero17 que carecía de visión empresarial (lo que no sucedía con el que fue su contrincante, Edison), pero sus concepciones estaban siempre orientadas a la obtención de dispositivos para aplicar la electricidad a resolver problemas prácticos. En este orden de cosas destaca su promoción de la corriente alterna, que ha revolucionado la implantación de la electricidad en el mundo moderno. Perfeccionó el motor de inducción de Ferraris (hasta el extremo de que con frecuencia se le adjudica a él su invención), así como la bobina que lleva su nombre y el generador de corriente alterna. Sus inventos fueron numerosos y muy variados.

Famosa fue su capacidad de visualizar mentalmente los problemas solucionarlos sin necesidad de plasmarlos sobre el papel ni de realizar cálculos preliminares. Tenía la facultad de pasar de la intuición al proyecto en su propia mente. Sabía que los proyectos de los artefactos pueden recibir ayuda del cálculo, pero que no se limitan a eso. Además, Tesla no trabajaba mediante ensayos exploratorios, como hacían otros, como el propio Edison, sino que reflexionaba pormenorizadamente los proyectos de los prototipos antes de proceder a construirlos. Igualmente, nunca daba por acabados sus inventos, que perfeccionaba incansablemente como si fueran obras de arte, modificándolos de continuo, tardando en alcanzar el convencimiento de que estuvieran listos para darlos por concluidos. Resulta imposible hacer justicia a la aportación de Tesla a la génesis del mundo artificial moderno, aunque su final dista mucho de lo que se hubiese esperado por

16 Margaret Cheney, Nicola Tesla: El genio al que le robaron la luz, Turner, 2009. 17 Tesla ha sido víctima de un persistente y obstinado empeño: el de que se refieran a él como científico.

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sus contribuciones. En la segunda parte de su vida se recluyó con sus iniciativas más fantasiosas y acabó sus días inmerso en la extravagancia y sumido en cierta penuria. Otro personaje interesante en la historia de la ingeniería eléctrica es Chales (Proteus) Steinmtez (1865-1923), quien trató de integrar las matemáticas y la teoría a la práctica de la ingeniería. Inmigrante exiliado de la Europa central por sus ideas socialistas —que atemperaría una vez instalado en Estados Unidos—, se convirtió, ya en ese país, en un celebrado ingeniero eléctrico, consultor principal de General Electric. Llegó a ser presidente del American Institute of Electrical Engineering 18 . Poseía una buena formación en Física y Matemáticas, y aunque en sus comienzos intentó aplicar directamente esas disciplinas a la ingeniería, en especial las ecuaciones de Maxwell a las máquinas eléctricas, encontró que tenía que proceder a realizar importantes modificaciones, incluso conceptuales, para que esos conocimientos resultasen útiles para el diseño de esas máquinas. También son notables sus aportaciones al análisis de los circuitos de corriente alterna, introduciendo el concepto de fasor. Con todo ello contribuyó a instituir la ingeniería eléctrica como una rama del conocimiento relativamente autónoma que se ocupaba de los ingenios eléctricos dotados de incidencia práctica. Aunque Steinmetz empleaba la denominación de «ciencia aplicada» para la ingeniería, para él el adjetivo aplicada significaba mucho más que la mera transferencia de conocimiento de la ciencia a la ingeniería, sin mediar ninguna modificación ni reelaboración específica por parte de la segunda. En efecto, cuanto más se sepa con relación a los fenómenos físicos involucrados en un artefacto, tanto mejor, pero esos ingenios no son una simple aplicación de esos saberes, en el sentido de que se deriven exclusivamente de estos últimos, como la trayectoria elíptica de los planetas se obtiene aplicando solamente la mecánica de Newton. El matiz que se esconde en lo que se acaba de decir es crucial para la tesis que aquí se defiende. Los ingenieros no se limitan a aplicar lo que se sabe en ciencia, sino que se auxilian de ello, en su caso, para concebir, proyectar y construir los originales e ingeniosos artificios con los que resolver los problemas de los que se ocupan, e incluso han concebido teorías específicas para facilitar esa resolución. Y de este modo han producido los asombrosos, originales e ingeniosos artificios de orden práctico que han delimitado el ámbito de actividad de la ingeniería eléctrica, lo mismo que el del resto de las ramas de la ingeniería. Eso es precisamente lo que identifica el trabajo de los ingenieros, cuya labor se juzga por su capacidad para hacer cosas bien definidas, que no existían en el mundo natural, en busca de lo útil, ventajoso y económico. Procede recordar ahora lo dicho por Edison con respecto al largo proceso por el que llegó a descubrir el filamento de bambú carbonado: «No es que fracasase, sino que encontré diez mil maneras que no funcionaban». Por eso cuando se afirma con ligereza que la iluminación es una aplicación trivial de la electricidad, esa declaración hay que tomarla con obvias reservas.

Orígenes de la ingeniería electrónica

Una rama de la ingeniería eléctrica, cuya repercusión no necesita glosarse, es la electrónica. El ingeniero escocés John Ambrose Fleming (1849-1945) concibió la primera válvula electrónica como resultado de la aplicación del fenómeno termoiónico que había descubierto Edison en las bombillas de incandescencia, y que se conoce como efecto Edison. Este último inventor había observado que en las lámparas incandescentes

18 Ronald R. Kline, Steinmetz: Engineer and Socialist.

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se producía una corriente desde el filamento, o cátodo, a un electrodo cilíndrico, o ánodo, que había introducido rodeando el filamento y que se mantenía a un voltaje positivo. Lo que sucedía era que desde el filamento incandescente se emitían electrones que eran atraídos por el ánodo. Sin embargo, Edison no fue capaz de encontrar ninguna aplicación valiosa a este fenómeno; y aunque éste es posiblemente el descubrimiento experimental más fructífero del célebre inventor americano, no obtuvo ningún provecho de él, pese a la repercusión que acabó teniendo. De hecho, en 1904, Fleming, motivado por un problema preciso, el de demodular las señales oscilatorias que captaban las antenas en la transmisión de señales inalámbricas, se basó en ese efecto para inventar un sencillo dispositivo con el que «rectificar» la corriente alterna al que llamó oscillation valve, y que recibió otras denominaciones hasta que acabó imponiéndose la de «diodo». El diodo permitía el paso de la corriente eléctrica en un único sentido, con lo que funcionaba como un rectificador que convertía las oscilaciones inducidas en las antenas por las ondas electromagnéticas en corrientes «rectificadas» con las que actuar sobre los auriculares. De este modo, Fleming concibió un dispositivo para resolver el problema de cómo activar eficientemente los auriculares, mediante la detección de la envolvente de las señales captadas por la antena.

No obstante, el diodo era insuficiente para una buena audición: se requería además amplificar la señal. Para resolver ese problema, dos años después, en 1906, otro ingeniero, esta vez americano, Lee De Forest (1873-1961), inventó el triodo (al que inicialmente denominó audion). Así nacía la electrónica, aunque no se hubiera acuñado aún ese término. Esa válvula termoiónica fue el resultado de una ingeniosa modificación del diodo. De Forest tuvo la idea feliz de añadir una rejilla, llamada rejilla de control, entre el filamento y la placa de un diodo, y comprobó que con esa rejilla podía controlar la corriente eléctrica que circulaba entre el ánodo y el cátodo, de manera que con un pequeño voltaje aplicado a esa rejilla se conseguían grandes variaciones en esa corriente. De este modo, concibió y construyó el triodo, la válvula termoiónica con tres electrodos: ánodo, cátodo y rejilla de control. Al principio era relativamente ineficiente, pero entonces los ingenieros aprendieron a hacer un buen vacío para mejorar sus prestaciones, y las válvulas, tanto el diodo como el triodo, empezaron a encontrar múltiples aplicaciones al ser capaces de ejecutar tres funciones básicas —rectificar, conmutar y amplificar––, a las que se unió posteriormente el biestable o flip-flop (una peculiar conexión de dos triodos, de modo que uno está al corte y el otro saturado) para el almacenamiento de información digital. Mediante estas funciones se llevaron a cabo un número ilimitado de aplicaciones.

En efecto, con los diodos y triodos se disponía de recursos para la transmisión y el procesamiento de la información, dando lugar a la electrónica industrial y de consumo, y posteriormente a la informática. En sus orígenes, las aplicaciones de este nuevo campo de la técnica se orientaron hacia las radiocomunicaciones: la telegrafía sin hilos, los primitivos teléfonos, los receptores de radiodifusión y más tarde los tocadiscos, los altavoces y los televisores; pero también se extendieron a dominios tan diversos como la microscopía electrónica o la radioastronomía, incluido el vasto dominio del control automático, así como las primeras computadoras electrónicas —específicas, no de propósito general––: el Colossus en el Reino Unido en 1944, para descifrar los mensajes cifrados durante la Segunda Guerra Mundial, y el ENIAC en Estados Unidos en 1946, para integrar ecuaciones diferenciales. Estas dos máquinas eran maravillas de la ingeniería electrónica realizadas con válvulas termoiónicas. Después de la Segunda Guerra Mundial se multiplicaron esas aplicaciones, que alcanzaron su cenit a partir de los años 1950 con la aparición del transistor.

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La ingeniería química y los químicos

Si cada rama de la ingeniería tiene una historia peculiar, en el caso de la ingeniería química los rasgos propios cobran especial relevancia. Surge más o menos en la misma época que la eléctrica, en paralelo con las correspondientes industrias química y eléctrica. Sin embargo, los orígenes de la química se remontan a los de la civilización. Desde que el hombre controla el fuego realiza ensayos para transformar los metales, lo que consigue a partir de la Revolución Neolítica. Este tipo de actividades continúan produciéndose durante toda la historia hasta llegar a tiempos recientes en los que se producen cambios notables en esa evolución, al empezar a cristalizar la ciencia química. A partir de mediados del siglo XVIII se producen descubrimientos llamados a tener una gran influencia posterior. Al mismo tiempo, se empiezan a fabricar, en grandes cantidades, una enorme variedad de productos químicos, lo que influirá en la aparición de la ingeniería química. A principios del siglo XX la industria química, principalmente en Europa y en especial en Alemania, combinaba una serie de viejas prácticas artesanales heredadas del siglo XIX con nuevos conocimientos científicos. En este país nació en 1925 el gigante de la química mundial I. G. Farben de la fusión de, entre otras empresas, Bayer, Hoersch y BASF. En aquellos tiempos Alemania era El Dorado de la química industrial. El talento y la experiencia de los químicos alemanes permitieron a numerosos de entre ellos participar en proyectos industriales de gran envergadura. Los grandes químicos siempre han insistido en su gusto por lo concreto, por el trabajo experimental, quizá pretendiendo desmarcarse de una ciencia hermana, la física, más inclinada al trabajo teórico e incluso a reflexiones que rozan lo filosófico. Cuando se desarrolló la mecánica cuántica parecía que la química quedaría reducida a una rama de la física, pero pronto se comprendió que la ecuación de Schrödinger es demasiado complicada para poder resolverla, incluso aproximadamente, para todas las moléculas, excepto para las más pequeñas, de modo que siguieron manteniéndose en vigor los métodos experimentales empleados comúnmente por los químicos, aunque se conocieran las ecuaciones cuya resolución evitaría tener que hacer esos experimentos. Pese a los progresos en la llamada química computacional, la sustitución del tubo de ensayo por el ordenador no está aún a la vuelta de esquina. Para el lector avisado no pasará desapercibido que algo análogo sucede con la ingeniería en relación con la ciencia en general. La industria química adquiere rasgos propios cuando los problemas y los conocimientos químicos alcanzaron el desarrollo y la elaboración que requería una sociedad moderna (síntesis de compuestos orgánicos, producción de ácidos, álcalis, acero, explosivos, etc.). Una muestra se tiene cuando Du Pont logra producir dinamita, en 1880, y empieza a contratar químicos para perfeccionar los delicados y peligrosos procedimientos de fabricación, y asimismo limitar las emisiones de contaminantes ácidos que tenían efectos desastrosos en los ríos en los que se vertían los desechos. En 1902 se crea el primer laboratorio de Du Pont, el Eastern Laboratory, que tenía como misión mejorar los propios explosivos y sus procedimientos de fabricación. La instauración de los primeros laboratorios de investigación industrial americanos se hizo imitando los laboratorios de las grandes empresas químicas alemanas. La fabricación de pólvora negra era una heredera arquetípica de una cultura de taller caracterizada por un enfoque artesanal de los problemas de producción. Sin embargo, en la transición entre los siglos XIX y XX, los nuevos explosivos derivados del ácido nítrico

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(dinamita, pólvora sin humo…) se implantaron tanto en los mercados militares como en los civiles. A partir de ello se pusieron de manifiesto problemas para la fabricación de explosivos: por una parte, la producción de las materias primas para fabricar el ácido nítrico, componente esencial de los explosivos (cuestión que fue resuelta mediante una revolución en la química industrial); y por otra, los procedimientos de fabricación que debían conciliar seguridad y producción en masa. La síntesis del amoníaco es otro ejemplo de la historia de la industria química moderna a fines del siglo XIX. La invención de un procedimiento de fabricación del amoníaco, económico y eficiente, movilizó la flor y nata de la química europea. Destaca la personalidad del químico alemán Fritz Haber (1868-1934), nombrado en 1912 director del prestigioso Kaiser Wilhelm Institut de Química Física y Electroquímica en Berlín-Dahlem y que obtuvo el premio Nobel de Química en 1919, en recompensa por sus trabajos sobre el amoníaco. Los trabajos de Haber sobre el nitrógeno tuvieron un notable impacto en Alemania, pues sirvieron de base para la síntesis de nitratos que fueron cruciales para la obtención de abonos con los que conseguir cosechas abundantes, lo que permitió alcanzar una cierta autonomía alimentaria por parte de ese país durante el Gran Guerra europea, cuando las importaciones estaban muy limitadas. Haber y Carl Bosch (1874-1940) idearon un proceso para producir amoníaco utilizando nitrógeno atmosférico. Por otra parte, también hay que señalar su contribución a la producción de los gases venenosos que conmocionaron a la opinión pública mundial cuando fueron utilizados con fines bélicos. En efecto, la fabricación de estos gases durante la Gran Guerra merece mención especial. Los programas de fabricación correspondientes convocaron a los químicos, los cuales, además de sus motivaciones patrióticas, vieron la ocasión de demostrar su competencia profesional. En algunos medios se llegó a denominar esa guerra como la «guerra de los químicos». La fabricación de los gases no era compleja, pero la toxicidad de los productos hacía las operaciones muy peligrosas. En todo caso, esa producción ha sido considerada como uno de los primeros ejemplos significativos de colaboración a gran escala entre militares y científicos. Por ello, el posterior proyecto Manhattan no fue una completa novedad. Pero al contrario de lo que sucedió después de Hiroshima, cuando los físicos gozaron de un enorme prestigio, los químicos y los ingenieros químicos de la Gran Guerra tuvieron que adoptar un perfil bajo ante la opinión pública después de la contienda. Otro hecho significativo en el desarrollo de la industria química es la sustitución de carbón por otras materias primas energéticas como el petróleo y el gas natural. De esta forma, nacía uno de los fenómenos más importantes del siglo XX, desde el punto de vista económico, como es la industria petroquímica, basada en la fragmentación de hidrocarburos —que permite el refinado del petróleo—, y que contribuyó a mejorar la imagen pública de la ingeniería química, al asociarla también con la fabricación de productos de gran consumo, como sucedió con el nailon y los plásticos. En efecto, a partir de finales de los años veinte, y sobre todo en los años treinta, los explosivos fueron desplazados en favor de artículos con destino al gran público: plástico, celofán, anticongelante y especialmente el nailon, entre otros. Estos productos tuvieron gran repercusión en la vida de las gentes, al tiempo que proponían implícitamente una cierta visión optimista del porvenir fundada sobre la idea de progreso basado en la técnica, aunque fuese arrojando un velo encubridor sobre sus consecuencias ecológicas.

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En Estados Unidos, a principios del siglo XX, el ingeniero que trabajaba en los procesos químicos no era prioritariamente un químico, sino un ingeniero mecánico que prestaba una particular atención a los problemas de la industria química; es decir, a cuestiones implicadas en la transferencia de materia en las dosis adecuadas y a los puntos donde se producían las reacciones químicas con las que se obtenían los productos buscados. En estos ingenieros mecánicos, que colaboraban en los procesos de producción de productos químicos a gran escala, cabe ver los orígenes de los ingenieros químicos. Éstos últimos, al menos los formados en Norteamérica hasta los comienzos del siglo XX, eran todavía primos hermanos de los ingenieros mecánicos. Pero pronto se comprendió que tenían una formación química insuficiente y que se requería que conociesen los procesos químicos cuyo desarrollo ellos mismos facilitaban con sus aportaciones ingenieriles. Entonces surge el ingeniero químico como se entiende hoy: asociado a procesos de producción a gran escala, de forma similar a como surgen otras ramas de la ingeniería moderna. En realidad, en los años veinte los ingenieros químicos todavía eran considerados con alguna reticencia por parte de los químicos, y debían demostrar su competencia casi diariamente. Sin embargo, sus cualidades añadían a la idoneidad técnica, las dotes directivas, de organización y de negociación propias de los ingenieros. La profesión de ingeniero químico fue el resultado del cruce de conocimientos químicos básicos con el enfoque productivo del ingeniero. De este modo se produjo una combinación peculiar de saber científico y labores ingenieriles. En todo caso, en la ingeniería química la participación de los científicos y de sus métodos es más notable que las que se producen en otras ramas de la ingeniería. De hecho, la ingeniería eléctrica, que había nacido también en departamentos de ingeniería mecánica, alcanzó su identidad más rápidamente, al ser organizada por una industria eléctrica muy concentrada en torno a algunas grandes empresas, lo que permitió promover un saber y unas prácticas que se estabilizaron rápidamente, y que no tuvieron competencia significativa por parte de los físicos, como se ha recordado con anterioridad. Más que la ingeniería eléctrica, la química se convirtió en el modelo de la mutua interpenetración entre los mundos universitario e industrial. En la actualidad está sucediendo algo análogo con las biotecnologías, una de las industrias transformadoras más prestigiosas de finales del siglo XX, y en general con las aplicaciones en las que está involucrada la biología. La formación específica en ingeniería química en las universidades americanas se inicia a principios de los años veinte, cuando se define el concepto de operaciones unitarias (unit operations). Para formalizar los procesos químicos resultaban indispensables las nociones de fluido, y de transferencia de energía y de materia. Estos conceptos se unificaron con la denominación de «fenómenos de transporte», que a su vez dieron lugar a las operaciones unitarias. Una operación unitaria es una operación básica en química industrial (cristalización, destilación, combustión, filtración…) y permite descomponer un procedimiento de fabricación industrial en una serie de operaciones simples y normalizadas. De este modo, con las operaciones unitarias, los procesos de fabricación se pueden representar de forma sintética y concisa. En consecuencia, la ingeniería química se reorganizó en torno a los procesos más que a los productos, y dejó de ser un compuesto de química y de ingeniería mecánica, convirtiéndose en una especialidad sustentada sobre unas operaciones regladas. De este modo, la operación unitaria marca el fin del empirismo puro y la formación artesanal, al sistematizar los procesos de producción que hasta entonces eran meramente empíricos, y referidos a cada producto que se pretendía producir.

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Como resultado se estableció un nuevo enfoque de los problemas de producción en química industrial, centrado en el estudio de los procesos. En paralelo, se puso de manifiesto la necesidad de construir plantas piloto y de acumular datos antes de pasar a la etapa industrial. El fundamento conceptual en torno al que creció la profesión de forma autónoma fue, pues, el de operaciones unitarias, lo que permitió la transformación de la ingeniería química desde un saber hacer propio de un ingeniero mecánico, con unos pocos conocimientos de química, hasta un enfoque con componentes teóricos de los procedimientos de producción propiamente químicos. A veces se distingue entre ingeniería química, basada en operaciones unitarias, y química industrial, que tendría un carácter más vertical, más referida a cada producto que se pretenda obtener, frente a la primera, más transversal u horizontal, centrada en torno al proceso de producción que tiene etapas comunes para los distintos productos. No obstante, en la actualidad se ofrecen titulaciones de ingeniero químico industrial. Con la fabricación del amoniaco y más tarde del nailon, los ingenieros químicos reunieron un capital de autoridad profesional que les permitió consolidar su posición en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Con el nailon, en particular, los ingenieros perfeccionaron un modo de producción capaz de transformar, en pocos años, lo que no era al principio más que una curiosidad de laboratorio en un producto comercial fabricado a gran escala. Gracias al nailon (y también, en mucha menor medida, al teflón) Du Pont se transformó de una empresa de explosivos, que se había diversificado en algunos dominios relacionados con la química de explosivos (pinturas y productos a base de celulosa) en los años veinte, en una firma que exploró nuevos dominios en los que el saber hacer de los ingenieros químicos alcanzó una gran notoriedad. Asimismo, contribuyó a superar el trauma que representaba la excesiva identificación de la ingeniería química con la fabricación de gas venenoso durante la Gran Guerra. La fabricación del nailon, más aun que su invención en el laboratorio, fue un éxito notable, que combinaba el invento del producto con las innovaciones en los procesos de fabricación, lo que constituye un hito en la investigación industrial anterior a la Segunda Guerra Mundial. De forma análoga a como la lámpara de filamento de tungsteno (o wolframio), en sustitución de la de carbono de Edison, había sido puesta a punto por General Electric en los años veinte, el nailon proponía al gran público un producto elaborado y de gran consumo. El éxito comercial del nailon, evidente desde los primeros días de su comercialización en mayo de 1940, convenció a los dirigentes de Du Pont de que la innovación era la clave para el desarrollo de la firma; al mismo tiempo que convirtió a la química en un foco de irradiación de la ingeniería comparable al que estaba teniendo la electricidad. Eso hizo pensar a los directivos de esa empresa que impulsando la investigación aplicada se podrían alcanzar otros productos semejantes, que producirían beneficios empresariales similares a los de ese producto mítico. Sin embargo, a pesar de las grandes inversiones en investigación, no consiguieron que se inventasen los nuevos nailon con los que soñaban esos directivos. Los más lúcidos de entre ellos comprendieron al final de los años cincuenta que ya no habría otro nailon. El incremento de las inversiones en investigación química no generaba automáticamente productos revolucionarios. El nailon había sido un producto de circunstancias excepcionales que no iban a reproducirse con facilidad en los tiempos venideros.

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Por lo que se refiere a Europa, la industria química inglesa se reorganizó después de la Gran Guerra. En 1926 se produjo la instauración de las Imperial Chemical Industries (ICI) reagrupando algunas de las principales firmas británicas. Los ingleses no adoptaron el modelo alemán, sino el americano, con las operaciones unitarias en el centro de la disciplina, separándose de las prácticas tradicionales de la propia ingeniería química inglesa. En Francia, donde primaban las matemáticas y las cuestiones más teóricas en los programas preparatorios y en las propias Grandes Escuelas, la química se convirtió en el pariente pobre de la enseñanza de los ingenieros franceses, puesto que se prestaba bastante mal al modelado matemático. Algo análogo sucedió en España, donde, no obstante, al crearse el título de ingeniero industrial, en 1850, se hizo con dos especialidades: la mecánica y la química. En cualquier caso, al contrario de lo que sucedía en la industria de transformación mecánica, que adoptó rápidamente, e incluso con entusiasmo, los métodos de Frederick Taylor (1856-1915), la industria química europea continental, posiblemente por influencia alemana, permaneció más bien ajena a las operaciones unitarias hasta bien avanzado el siglo.

El vuelo de objetos más pesados que el aire

Otro logro que tuvo lugar a principios del siglo XX, en la misma época en que apareció la electrónica, fue el de la aviación, que aporta un capítulo especialmente representativo en la historia de la ingeniería. Como es bien sabido, a principios del siglo XX los hermanos Wilbur y Orville Wright (1867-1912 y 1871-1948) culminaron un largo y minucioso proceso experimental de más de un decenio de ensayos como paso preliminar a la construcción de una máquina voladora. Aunque trataron de informarse de cuanto se sabía sobre el vuelo de artefactos más pesados que el aire, no fue mucho lo que encontraron19. Lo más provechoso que obtuvieron fue el consejo del ingeniero alemán Otto Lilienthal (1848-1896), fallecido en un accidente con uno de sus propios planeadores, quien había advertido que para saber volar primero había que aprender a planear.

A partir de la recomendación de Lilienthal, y analizando las causas del mortal accidente, comprendieron que uno de los grandes problemas con los que se enfrentaban los planeadores era el del control de la estabilidad del artefacto volador para contrarrestar las perturbaciones bruscas del viento, lo que resolvieron mediante un ingenioso sistema de control lateral basado en la deformación independiente de las dos alas, derecha e izquierda —acompañado de un timón también coordinado con esa flexión— que se denominó «control por torsión de las alas» (figura 3), y que se reveló como una de las claves del triunfo que acabarían logrando. Idearon también un túnel aerodinámico en el que experimentaron con el perfil y la inclinación de las alas para obtener diseños más eficientes, en una muestra de trabajo experimental propio de ingenieros cuando no disponen de conocimientos científicos establecidos sobre aquello que tienen entre manos. Por último, en la etapa final se ocuparon de la propulsión del ingenio, para lo que fue decisivo el entonces reciente perfeccionamiento del motor de explosión del automóvil, aunque tuvieron serias dificultades para encontrar uno con las peculiaridades adecuadas, siendo al fin ellos mismos los que proyectaron y construyeron un motor de combustión interna de cuatro cilindros que cumplía los requisitos pretendidos.

19 Orville Wright, How We Invented the Airplane.

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Figura 3.- Boceto del Flyer extraído de la patente de los hermanos Wright, en la que se aprecia la diferente torsión de las alas derecha e izquierda.

El 17 de diciembre de 1903 sus esfuerzos se vieron coronados por el éxito y su prototipo, el Flyer, un frágil aeroplano más pesado que el aire, consiguió volar durante unos segundos en un corto vuelo aceptablemente controlado. En lo sucesivo, los progresos fueron rápidos. De este modo, los Wright inventaron un ingenio llamado a revolucionar la ingeniería del siglo XX y que asimismo sería el germen de importantes descubrimientos científicos, especialmente en mecánica de fluidos, de los que nació la aerodinámica. Los hermanos Wright inventaron y construyeron el Flyer motivados por un objetivo práctico y sin contar con un conocimiento científico previo a partir del cual concebir esa máquina —como no fuese el empírico recolectado respecto a los planeadores, no muy propio de científicos. El Flyer voló y abrió la vía a la aviación, aunque no se hubiese resuelto el problema de comprender cómo se sustentaba en el aire un artefacto de esa naturaleza.

Para la resolución de ese problema, el ingeniero Ludwig Prandtl (1875-1953) fue capaz de explicar qué sucedía con un sólido que se movía en el seno de un fluido, algo que hasta entonces los físicos especializados en mecánica de fluidos no habían logrado comprender, como tampoco habían sabido calcular la fricción sobre una superficie en movimiento inmersa en un fluido. Solventar estas cuestiones resultó imperioso después del vuelo del Flyer. Y para eso Prandtl propuso, en 1904, la teoría de la capa límite, desarrollada ad hoc por él, que permitió afrontar con éxito esos problemas. Gracias a sus descubrimientos, Prandtl fue acogido con todos los honores en el restrictivo club de los físicos teóricos, por lo que no es extraño que en la literatura se aluda a él con frecuencia como científico y no como ingeniero, si bien esa era la carrera que había estudiado y el título que poseía, y en sus primeros años de ejercicio profesional había trabajado como tal en la Maschinenfabrik Augsburg, aunque la mayor parte de su labor la dedicó a la vida universitaria. Se le considera el padre de la aerodinámica, si bien sus contribuciones se

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produjeron después de que el avión de los Wright hubiese volado, a lo que hay que añadir que las aportaciones de Prandtl no encontraron aplicación al vuelo de los aviones hasta muchos años después de ser publicadas. Fue entonces cuando se elaboró un cuerpo teórico que explicó el comportamiento del artefacto, y no al revés, repitiendo la pauta de los ingenios que han pavimentado la historia de la técnica. Se aprecia un estrecho paralelismo entre el Flyer y la aerodinámica, por una parte, y lo que había sucedido más de un siglo antes con la máquina de vapor de Watt y la termodinámica, por otra.

Otra portentosa realización de la ingeniería moderna ha sido la llamada, quizá con un exceso de jactancia, conquista del espacio, la gran hazaña de los ingenieros aeroespaciales. Con la llegada del hombre a la Luna, en el decenio prodigioso de los sesenta, se cumplió un viejo sueño de la humanidad. Lustros después, la presencia de vehículos de exploración planetaria, mediante robots exploradores (rover), como el Opportunity (2003) y el Curiosity (2012) en la superficie de Marte, tras un viaje largo y azaroso, aunque concluido con un difícil, si bien satisfactorio, aterrizaje («amartizaje», empieza a oírse), permite ilustrar claramente los rasgos que distinguen la actividad de los ingenieros de la de los científicos. Los primeros han sido los encargados de llevar el peso del proyecto, diseñando, planificando, construyendo y ensayando el portento de ingeniería que es un módulo marciano, como el Curiosity, que ha logrado su objetivo al alcanzar el suelo de Marte con pocos centenares de metros de error, tras recorrer 567 millones de kilómetros, con solo cuatro correcciones de rumbo. Algo análogo puede decirse de la sonda Rosetta enviada a explorar el cometa 67P/Churiumov-Guerasimenko (pese a los problemas con el módulo Philae) y de tantas otras, como la New Horizons, que ha explorado los confines del sistema planetario, llegando hasta Plutón.

En todos esos casos, los ingenieros han desempeñado un cometido primordial para llevar a cabo el largo proceso: idearon los propulsores adecuados; imaginaron el propio módulo, su estructura mecánica resistente al largo viaje y al incierto aterrizaje; desarrollaron los componentes electrónicos; concibieron el software para el proceso; ensayaron el funcionamiento de los componentes hasta que consideraron que era adecuado para el objetivo perseguido; y, por último, dieron el visto bueno con relación a los lugares apropiados para lograr un aterrizaje seguro en una superficie desconocida. Inmediatamente después del aterrizaje, los ingenieros procedieron a activar y verificar todos los sistemas e instrumentos científicos. Solo entonces el centro de gravedad se desplazó a los científicos cuya misión empieza después de la llegada a Marte, una vez revisado el módulo y efectuada la puesta a punto de todos los equipos de a bordo, con el fin de estudiar y analizar los datos que suministra el módulo, de modo que se proceda a descifrar la historia geológica del planeta tal como la registran sus rocas. Para eso el Curiosity está capacitado para realizar análisis químicos e incluso identificar compuestos orgánicos. Las sondas espaciales son una obra maestra de la ingeniería, que ha alcanzado un enorme y justificado eco mediático.

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Capítulo III.- La información y las máquinas

Las máquinas gobiernan su propio comportamiento

La era del mecanicismo, basada en máquinas mecánicas más o menos sencillas, evolucionó hasta dar lugar a otra identificada por sistemas complejos que incorporan dispositivos electrónicos mediante los que procesar la información, lo que permite, entre otras cosas, que las propias máquinas se gobiernen a sí mismas en función del objetivo que persiguen. Para llevar a cabo este empeño se ha desarrollado un concepto que constituye una de las grandes aportaciones intelectuales de la ingeniería moderna: la realimentación. El interés de la realimentación para la tesis que se defiende en este libro merece que se le dedique un capítulo completo. En él se va a exponer la génesis del concepto, su origen en la solución de cuestiones concretas de ingeniería, así como la universalidad que ha adquirido en nuestro tiempo, debido a su generalización no solo en aplicaciones técnicas, sino en los seres vivos y en los sistemas sociales, por lo que ha entrado a formar parte de la propia imagen científica del mundo. Al escribir esto estoy inmerso en un proceso de realimentación al estar leyendo lo que acabo de escribir y, tras analizarlo, decidiré lo que

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seguiré escribiendo —que a su vez leeré; y se reiniciará el proceso. Es lo que hacemos continuamente en la vida, al perseguir el logro de objetivos concretos, asociados a ciertos deseos o necesidades. En los correspondientes procesos, la discrepancia o error entre lo que se quiere y lo que realmente se tiene se emplea para actuar buscando la anulación de esa discrepancia. En eso precisamente consiste la realimentación, que ocupa un lugar primordial en nuestra interacción con el entorno. Con el control automático se pretende que sean las propias máquinas las que lleven a cabo este proceso.

Torres Quevedo y los primeros escarceos de la automática

El gobierno autónomo del comportamiento de las máquinas ha dado lugar a una nueva especialidad de la ingeniería: la automática. Por lo que respecta al vasto mundo de esta disciplina, formado por un gran número de dominios transversales que abarcan prácticamente todas las ramas de la ingeniería —se ha denominado «la tecnología invisible»––, sus orígenes no son tan fáciles de identificar como lo han sido los de la aviación o la electrónica, pues no se asocia con ningún artefacto concreto, como sucedía con esos dos dominios de la ingeniería. En los orígenes de la automática se tiene la figura del ingeniero español Leonardo Torres Quevedo (1852-1936), quien presenta un perfil de investigador de la técnica que alcanzó, en su tiempo, cierta notoriedad20.

En la obra de Torres Quevedo se despliegan variados intereses, que incluyen la aeronáutica de dirigibles y los transbordadores (el de Monte Ulía, inaugurado en 1907, y el Spanish Aerocar de las cataratas del Niágara, construido entre 1914 y 1916, todavía en activo y sin ningún accidente digno de mención). Pero su aportación más notoria, para lo que se está tratando aquí, fue su labor en lo que luego sería la rama de la ingeniería dedicada a la automática. Funda, en 1910, el Laboratorio de Automática (cambiando la denominación previa del Laboratorio de Mecánica Aplicada, que él mismo había instaurado en 1901, situado en el edificio que entonces era el Palacio de la Industria y de las Artes, y que hoy ocupan la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales de la Universidad Politécnica de Madrid y el Museo de Ciencias Naturales). En ese Laboratorio se construyeron algunos instrumentos científicos para satisfacer las necesidades de notables investigadores españoles (Cajal, Gómez Ocaña, Negrín, Cabrera, entre otros), lo que llevó a Torres Quevedo a alcanzar fama en medios científicos, aunque esa labor se redujera al papel auxiliar de producir instrumentos. Para llevarlos a cabo se basó en tecnología mecánica, de la que haría uso, al mismo tiempo, para sus trabajos incipientes en máquinas calculadoras.

En esas máquinas se ha querido ver un precedente de las modernas computadoras, ya que resuelven determinadas ecuaciones algebraicas recurriendo a un modelo mecánico de esas ecuaciones. También se menciona su contribución al control remoto con el Telekino, construido en 1903, con el que guiaba a distancia una pequeña embarcación. Además de estas aportaciones concretas, lo que aquí interesa son sus disquisiciones reunidas en sus Ensayos sobre la Automática21 y en su memoria sobre El aritmómetro electromecánico, donde expone consideraciones sobre los autómatas —precedentes, aunque con importantes matices, de lo que hoy llamamos robots— y la estructura de realimentación. A Torres Quevedo cabe asignarle la paternidad de la adopción del término automática en

20 José García Santesmases, Obra e inventos de Torres Quevedo. 21 Publicada en la Revista de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, enero, 1914: 391-419. Se tradujo al francés con el título «Essais sur l’automatique» en la Revue Générale des Sciences Pures et Appliquées, 2, 15 de noviembre de 1915: 601-611. También se ha publicado en inglés en la compilación de Bryan Randel The Origins of Digital Computers: Selected Papers, Berlín, Springer, 1973.

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español en sentido moderno, es decir, como sustantivo que designa un cuerpo de conocimientos ingenieriles y no como adjetivo que se predica del funcionamiento de ciertas máquinas. Para Torres Quevedo la automática era una nueva rama de la mecánica, que trata de sustituir al operador humano en el gobierno de las máquinas, mediante dispositivos técnicos.

Para este ingeniero, la automática se ocupa de los autómatas, máquinas a las que considera dotadas de «vida de relación» con el medio en el que están inmersas. Esta concepción puede considerarse un antecedente de lo que en la actualidad se entiende, en la ingeniería de control automático, como la interacción efectiva de un sistema con su entorno, de modo que en el comportamiento de ese sistema prevalezca la preservación de los objetivos para los que ha sido concebido, con independencia de las perturbaciones a las que lo somete el medio en el que se desenvuelve. Así, un avión en vuelo con el piloto automático o una gran factoría química automatizada son ejemplos de funcionamiento autónomo para mantener un objetivo, en el primer caso, el vuelo con la trayectoria deseada; y en el otro, la evolución autónoma del proceso conservando aceptablemente constantes ciertas variables (presiones, temperaturas, flujos…) en el valor requerido y optimizando, al mismo tiempo, algún parámetro adicional, como el consumo energético.

En la página 3 del ensayo antes mencionado se lee:

se necesita –y este es el principal objeto de la Automática– que los autómatas tengan discernimiento, que puedan en cada momento, teniendo en cuenta las impresiones que reciben, y también, a veces, las que han recibido anteriormente, ordenar la operación deseada. Es necesario que los autómatas imiten a los seres vivos, ejecutando sus actos con arreglo a las impresiones que reciban y adaptando su conducta a las circunstancias. [Cursivas de Torres Quevedo].

Figura 4.- Estructura de realimentación, en la que se pone de manifiesto que la

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dosificación de energía por el actuador se determina por el órgano de control, a partir de las medidas que suministran los sensores.

El esquema de la figura 4 resume la propuesta de Torres Quevedo y recibe la denominación de «estructura de realimentación»—término muy posterior a este autor––, y en ella el papel de la información es esencial. Para actuar se procesa la información proveniente del resultado de las acciones pasadas, que se obtiene mediante los sensores («las impresiones», dice Torres Quevedo) y se «vuelve a alimentar» —eso es precisamente lo que significa que se re-alimenta— al órgano de decisión, y allí esa información es procesada de nuevo para decidir las acciones futuras que efectuarán los actuadores. La información significativa para el comportamiento de un sistema provisto de la estructura de realimentación es la generada en el órgano central de control (el «cerebro» de la máquina o del ser vivo), que da las órdenes que gobiernan la actuación del conjunto. A partir de estas señales se desencadena la correspondiente acción, con la que se modifica el comportamiento del sistema controlado, lo que a su vez es registrado por los sensores. Se reinicia así el proceso que, como es bien patente, da lugar a una cadena causal circular dando lugar a un ciclo sin fin.

Es notable cómo el comportamiento de un sistema equipado con realimentación lleva a cabo el control —mediante la inyección correctora de energía— a partir de la información. La energía es necesaria para hacer algo; pero para especificar lo que se quiere hacer y cómo hacerlo se requiere información: combinadas ambas es posible llevar a cabo el control (como se muestra en la figura 4). A partir del resultado del procesamiento de la información que suministran los sensores, y mediante la acción adecuada, se inyecta energía para que el sistema se comporte del modo apropiado. De esta manera, un aspecto estructural característico del comportamiento de un sistema equipado con realimentación negativa es cómo se combinan la información y la energía.

Cada una de las funciones implicadas ––medir, decidir y actuar–– presenta problemas técnicos específicos. La automática pertenece, en cierto sentido, al ámbito de las tecnologías de la información, con la particularidad de que a partir del procesamiento de información se regula la dosificación de energía, entre otras cosas, de acuerdo con los objetivos que se pretenden alcanzar. De este modo, la información se incorpora al propio funcionamiento de las máquinas, lo que representa una aportación que no necesita ponderarse. Es frecuente oír que las máquinas que reaccionan por sí solas a los cambios en el entorno tienen un comportamiento «inteligente», cuando lo que sucede es que están dotadas de realimentación, un mecanismo, como se está viendo, relativamente simple, aunque dé lugar a comportamientos aparentemente complejos.

En efecto, el concepto de realimentación suministra una interpretación causal a los comportamientos teleológicos, u orientados a un objetivo, de las propias máquinas: es decir, hace posible concebir máquinas cuyo comportamiento aparenta estar provisto de un determinado propósito22 . Piénsese en un termostato, que es un dispositivo cuya finalidad es mantener aproximadamente constante la temperatura de una habitación, para lo cual mide la temperatura existente, la compara con la deseada y determina la actuación de un calefactor para lograr ese objetivo. Se trata, pues, de un mecanismo que actúa como si tuviera el «propósito» de mantener la temperatura aproximadamente constante. Este mecanismo es análogo al que subyace a los procesos homeostáticos que tienen lugar en los seres vivos para mantener sus constantes vitales en valores compatibles con la 22 Howard Rosenbrock, Machines with a purpose.

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persistencia de la vida. Con la estructura de realimentación se resisten las tentativas de la naturaleza para degradar el comportamiento de los sistemas mediante las perturbaciones —el implacable incremento de la entropía. Vivir de forma efectiva presupone disponer de la información adecuada, en especial respecto al medio en el que se está inmerso, procesarla correctamente y actuar en consecuencia. Por citar un caso notable, nos mantenemos de pie mientras andamos porque compensamos constantemente, gracias a la realimentación, los efectos aciagos de la gravedad que nos harían caer; de modo que el maravilloso equilibrio de nuestro cuerpo —conmovedor en el caso de un niño al dar sus primeros pasos––, lo mismo que el resto de los equilibrios vitales, no es estático, sino que es el resultado de un conjunto de procesos de realimentación que contrarrestan activamente las tendencias perturbadoras de la gravedad.

Los científicos han sido reticentes a explicar las acciones y comportamientos en términos de propósito, del objetivo final que se pretende alcanzar, pues ese modo de comportarse parece presuponer el conocimiento de lo que vaya a suceder en el futuro, al situar el efecto buscado antes que la causa; como si fuese el efecto el que succiona la causa, y no el resultado de ésta. El fisiólogo mexicano Arturo Rosenblueth (1900-1970), colaborador de Norbert Wiener, puso de manifiesto cómo se puede relacionar el propósito con la realimentación negativa23. De esta manera, en los sistemas dotados de realimentación negativa se conjugan el determinismo y el finalismo.

La realimentación es un ejemplo notorio de propiedad sistémica: de comportamiento que emerge de la forma en que se organizan los componentes de un sistema y no de las propiedades particulares de éstos. Conviene recordar que algunos pensadores han apuntado que el mundo debería verse más como un conjunto de hechos, de procesos, de acontecimientos que discurren en el tiempo, que de las cosas —los constituyentes fundamentales— que lo forman. Entre ellos sobresale Ludwig Wittgenstein (1889-1951), quien en el aforismo 1.1 de su influyente Tractatus lógico-philosophicus afirma: «El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas». La realimentación es un hecho, un modo de actuación y no una cosa. La forma de ver el mundo como un enmarañado proceso de interacciones entre las que es posible distinguir bucles de realimentación positiva, normalmente responsables del crecimiento, y negativa, que estabilizan las magnitudes involucradas, suministra un ejemplo concreto de una forma de verlo que muestra cierta consistencia con la propuesta de Wittgenstein, y que es tributaria del concepto de realimentación. Un problema que presentan las estructuras de realimentación es que si en la cadena causal circular se producen retrasos (lo que de una forma u otra sucede siempre debido, entre otras cosas, al tiempo requerido para la transmisión y el procesamiento de la información o a la inercia de los componentes de las máquinas), entonces se generan oscilaciones por los desfases que provocan esos retrasos, y cuya corrección es uno de los problemas con los que se encuentran, y han de resolver, los que proyectan sistemas realimentados. Estas oscilaciones, en los casos más sencillos y habituales, son simplemente periódicas; pero en otros más complejos llegan a ser aperiódicas o caóticas. De este modo, en la universal realimentación puede haber una causa de comportamiento caótico, con las consecuencias que eso puede tener respecto a la previsibilidad en el comportamiento de los sistemas complejos, objetivo éste tan querido por la ciencia —y por todos nosotros.

23 Arturo Rosenblueth, Norbert Wiener and Julian Bigelow, «Behavior, Purpose and Teleology», Philosophy of Science, 10(1943), S. 18–24.

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Conviene comentar también que la amplia presencia de los mecanismos de realimentación negativa suscita la cuestión de qué ocurre si estos mecanismos quedan interrumpidos o funcionan deficientemente. ¿Qué sucede si el conductor de un coche se despista o incluso se duerme? En los sistemas realimentados se presentan también problemas cuando el actuador se satura (y todos los actuadores lo hacen cuando la solicitación es elevada). La saturación restringe la actuación, hasta hacer imposible la recuperación del equilibrio (es lo que sucedió en Chernóbil). En todo caso, el funcionamiento incorrecto de la realimentación hace vulnerable al sistema que la incorpora, pudiendo llevarlo al desastre, que es lo que sucede en los seres vivos cuando sufren de incapacidad para sentir el dolor. Circula un chiste al respecto. Unos obreros huyen despavoridos de una factoría en llamas gritando: «¡Está automatizada y ha habido una avería en el sistema de control! ¡No podemos controlarla!».

El amplificador electrónico de realimentación negativa

En el siglo XIX ya se había abordado el estudio de los sistemas realimentados, especialmente con la máquina de vapor —un ejemplo clásico de ese tipo de sistemas––, a la que incluso dedicó un artículo el propio James Clerk Maxwell (1831-1879), lo que pone de manifiesto el interés suscitado por los problemas de estabilidad en esos sistemas –aunque ese escrito tuviera poca influencia entre ingenieros. Para el proyecto de los reguladores a bolas de las máquinas de vapor fue más bien un matemático, reconvertido en ingeniero, el ruso Ivan A. Vischnegradsky (1832-1885), quien realizó aportaciones relevantes para el proyecto de esas máquinas. Pero no fue hasta el siglo XX cuando se planteó el estudio sistemático de esos sistemas. Poco más de un decenio después de la publicación del ensayo de Torres Quevedo sobre la automática se diseñó el amplificador electrónico con realimentación negativa, concebido por Harold Black (1898-1983) a finales de los años veinte y que marca un hito en los estudios sobre sistemas realimentados (y en la adopción de la voz feedback en inglés, que se propone por primera vez para designar ese amplificador). Cuando este ingeniero se incorporó a los Laboratorios Bell, en 1921, AT&T se enfrentaba al reto de aumentar la eficacia en la transmisión de señales de telefonía a larga distancia, pues se producía una importante pérdida de calidad de la señal con la longitud de la línea, al resultar enmascarada por el ruido, con lo que se distorsionaba el mensaje (la información) que se transmitía. Esta pérdida de calidad se intentaba compensar mediante amplificadores en bucle abierto, entonces de válvulas electrónicas. Pero los amplificadores disponibles no eran eficaces para ese cometido, pues se comportaban de forma no lineal. Algunos ingenieros de los Bell, además del propio Black, tuvieron que afrontar el problema de la carencia de amplificadores adecuados.

En 1923, Black asistió a una charla dada por Steinmetz, ya mencionado como pionero de la ingeniería eléctrica, y quedó impresionado por cómo el conferenciante conseguía concentrarse en lo fundamental cuando trataba de resolver un problema en ingeniería. Por lo que respecta al que le ocupaba, Black se dio cuenta de que lo fundamental para el correcto funcionamiento del amplificador era que tuviese poca distorsión en la trasmisión a gran distancia. A partir de eso modificó su forma de abordar la cuestión, revisando su estrategia previa con relación a la pérdida de señal en una línea de transmisión. Y así trató de conseguir una baja distorsión mediante un simple mecanismo de cancelación.

La correcta identificación del problema por Black resultó muy fructífera. En efecto, la mañana del 6 de agosto de 1927, en el transbordador que lo llevaba a los Bell en Nueva

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York desde Nueva Jersey, donde tenía su casa, tuvo la inspiración —la chispa del inventor, y también del creador artístico o literario— de que si alimentaba la entrada del amplificador con la propia salida y con el signo cambiado —lo dotaba de realimentación negativa––, y era capaz de evitar que el sistema oscilase, obtendría exactamente lo que necesitaba: atenuar la distorsión de la salida. Y así nació el humilde amplificador electrónico con realimentación negativa, que ha trascendido con holgura la aplicación concreta que lo motivó. Es de destacar que ese amplificador fue resultado del ingenio de Black y de los que colaboraron con él, que aplicaron al problema un rigor que en nada desmerece al de un científico cuando intenta desvelar algún enigma del mundo natural, aunque la concepción del influyente circuito no fuera sino el resultado de la imaginativa creatividad propia de un ingeniero aplicado a la resolución de un problema concreto en busca de un resultado tangible.

Como sucede con frecuencia, la transformación de la idea original de un invento en un producto acabado y en correcto funcionamiento necesita mucho más tiempo que el esfuerzo de concebirlo. A Black se unieron Harry Nyquist (1889-1976), Hendrick Bode (1905-1982) y otros ingenieros o asimilados para resolver los problemas de estabilidad y otras dificultades del circuito realimentado. Desde entonces la realimentación negativa ha sido objeto de un uso generalizado en los sistemas de control automático de todas las clases, además de servir para iluminar algunos fenómenos naturales, fisiológicos o incluso sociales. Aunque esta estructura se encuentre en el mundo natural, por ejemplo, en los ya mencionados procesos homeostáticos de los seres vivos, no ha sido objeto de un estudio sistemático hasta que los especialistas en control automático se han ocupado de ella y han alertado sobre su alcance, relevancia y los posibles problemas asociados con su presencia24.

La constatación de que la realimentación funcionaba de forma similar en una gran variedad de casos no se produjo hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando los ingenieros de distintas especialidades empezaron a incorporar sistemas de control en sus diferentes campos de aplicación. Solo entonces la realimentación alcanzó el beneplácito generalizado, dando lugar a una rama autónoma de la ingeniería, además de irrumpir en otros dominios del conocimiento.

Los servomecanismos

Entre los ingenios que florecieron con la realimentación destacan los servomecanismos, que permiten que determinados ejes mecánicos —como el timón de un barco, los alerones de un avión, el bisturí de un robot quirúrgico o el cañón de un arma antiaérea— alcancen la posición requerida para una determinada función, con la potencia necesaria para desempeñarla. Los servomecanismos fueron propuestos originalmente por el ingeniero francés Jean Joseph Léon Farcot (1824-1908) a fines del siglo XIX, para posicionar el timón de un barco. Su cometido era mantener el timón en la posición deseada con independencia de las perturbaciones a las que esté sometida la embarcación. Debe notarse que sirven de ayuda al timonel (como la servodirección de un automóvil) pero que no llevan a cabo el pilotaje automático para mantener el barco en la ruta deseada. Eso requiere un nuevo bucle de realimentación, asociado a una brújula giroscópica u otro tipo de sensor.

En 1934, un profesor de ingeniería eléctrica del MIT, Harold Hazen (1901-1980), se ocupó de formular una teoría de los servomecanismos que compendió la cultura empírica

24 Pedro Albertos e Iven Mareels, Feedback and Control for Everyone.

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desarrollada hasta entonces por los ingenieros en torno a la realimentación. Además, Hazen observó que estos mecanismos convertían una señal de baja potencia en otra señal de potencia muy superior; es decir, los servomecanismos se comportaban fundamentalmente como los amplificadores electrónicos con realimentación negativa.

Los servomecanismos ejercieron una gran fascinación en los años anteriores a la guerra mundial y durante ella, y dieron lugar al corpus disciplinario a partir del cual se originó la ingeniería de control. Por otra parte, los servomecanismos son básicos para las partes mecánicas de un robot, las cuales se posicionan adecuadamente mediante esos mecanismos —según la acepción más corriente de robot. Permiten que las órdenes emanadas de un ordenador se materialicen en posiciones concretas para los miembros de esas máquinas. En este sentido, un ordenador es como un cerebro sin órganos: un robot incompleto; como si fuera una mente sin cuerpo. La computadora puede actuar sobre su entorno material, entre otras cosas, mediante brazos robóticos, que están formados por servomecanismos. Así, la robótica ha florecido en conjunción con la ingeniería de control por realimentación.

Por lo que respecta a la introducción en España del estudio de los servomecanismos es notable Antonio Colino (1914-2008), un destacado ingeniero que fue profesor titular25 de Electrónica en la Escuela Especial de Ingenieros Industriales de Madrid26. Precisamente, Colino propuso el término realimentación como atinada traducción de feedback (recuérdese: realimentar equivale a volver a alimentar), el cual ha hecho fortuna —aunque también se lea en ámbitos ajenos a la ingeniería el de retroalimentación, a todas luces menos correcto (¿alimentado por detrás, como en retropropulsor o retroproyector?) e innecesariamente más largo. No se olvide que Colino pertenecía a la Academia Española, e incluso fue presidente de la Comisión de Vocabulario Científico y Técnico27.

El problema del control de tiro naval y sus derivaciones

Otro dominio en el que la información interviene de forma esencial es el de las máquinas calculadoras. Para adentrarnos en él conviene volver a la Gran Guerra, durante la cual se puso de manifiesto el problema que representaba para los marinos predecir la futura posición del barco enemigo que se trataba de atacar, lo que requería conocer no solo la distancia a la que se encontraba, sino también su rumbo y velocidad. Además, había que recurrir a tablas de tiro para determinar la elevación de la pieza de artillería para que el proyectil alcanzase la distancia pretendida. Los oficiales de marina realizaban esos cálculos a mano sobre planos, valiéndose de brújulas y transportadores. Para asistir en la 25 En aquellos tiempos el profesor titular, en las entonces Escuelas Especiales de Ingenieros, equivalía al de catedrático en la actualidad. 26 A Colino se debe lo que hoy es una reliquia bibliográfica: el libro Teoría de los servomecanismos, editado en una fecha tan temprana como 1950 y cuyo contenido puede ser asumido aún en la actualidad en un curso introductorio a los sistemas realimentados lineales. Este libro ha sido referenciado en la publicación Historic Control Textbooks (J. Gertler, Ed. Elsevier, 2006), realizada para la celebración del cincuentenario de la IFAC (International Federation of Automatic Control) y en la que se han recogido los primeros textos de control automático publicados en las distintas lenguas y países del mundo. Hay una edición facsímil realizada por la Fundación CEA-IFAC en 2010. 27 El propio Colino y su mentor Esteban Terradas, junto con otros como Pedro Puig Adam, formaron un pequeño núcleo tempranamente interesado en estas cuestiones, que llegó incluso a invitar a Madrid al propio Norbert Wiener, quien estuvo en España en 1951, impartiendo un ciclo de conferencias con ocasión del centenario de la carrera de ingeniero industrial, organizadas por el Instituto de Ampliación de Estudios e Investigación Industrial, dirigido entonces por José Antonio Artigas. Las conferencias tuvieron lugar en la entonces Escuela Especial de Ingenieros Industriales de Madrid, entre otros centros de la capital. Resúmenes de esas conferencias están recogidos en Miguel Jerez Juan, Norberto Wiener, matemático, filósofo de la ciencia y creador de técnicas, Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales, 1966.

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realización de esos cálculos se concibieron ingeniosos mecanismos que permitían efectuarlos de forma rápida, en un tiempo precioso en unos momentos críticos, como requería la naturaleza del problema a resolver. Había que tratar, por todos los medios, de reducir al mínimo ese tiempo. El éxito en la batalla dependía de ello.

En esos mecanismos, que en principio fueron realizados con tecnología mecánica, desempeña un papel esencial la función matemática de integrar, pues había que resolver las ecuaciones diferenciales que describían el movimiento del objetivo. La integración es muy simple de realizar mecánicamente, como se ilustra en la figura 5. El ángulo que mide el giro del eje vertical se representa por x. La rueda pequeña se sitúa a una distancia f(x) del centro del disco grande, de modo que al girar éste, el pequeño lo hace a su vez arrastrado por él, integrando f(x)28. A partir de este mecanismo elemental se proyectaron dispositivos más elaborados (el disco pequeño se puede sustituir por una esfera, para evitar que resbale) que permitían llevar a cabo la integración con mecanismos de naturaleza enteramente mecánica29.

Figura 5.- Mecanismo básico de un integrador mecánico de disco y rueda.

Estas máquinas reciben la denominación de «analógicas», pues en ellas las variables procesadas se representan mediante los valores alcanzados por magnitudes físicas —en concreto, posiciones en las que se están considerando (figura 5). Por tanto, tenían una precisión limitada por la del instrumento empleado para medir las correspondientes magnitudes. De este modo, durante los años veinte y treinta se dispuso de computadoras mecánicas específicas que servían de apoyo a los marinos en el cálculo balístico. En todo caso, el integrador era el componente central en esas computadoras mecánicas; hasta el punto de que las primitivas computadoras digitales electrónicas también se basaron en integradores y se llegaron a denominar «integradores electrónicos» (como el ENIAC, ya mencionado de pasada y al que se volverá un poco más abajo). El secreto con el que se mantenían estos mecanismos, por su carácter militar, determinó incluso que la aprobación de sus patentes se retrase hasta que fuesen desclasificados, lo que en algunos casos se produjo mucho tiempo después, por lo que el carácter precursor de esas máquinas no ha alcanzado el reconocimiento que merece en la historia de las computadoras.

28 Si 1/k es el radio del disco pequeño, entonces, de la figura 5, es claro que kf(x)·dx=dy luego y=Ak∫f(x)·dx, donde y es el ángulo girado por el eje horizontal de la figura. 29 Véase David Mindell, Between Human and Machine, p. 39.

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Y así se dispuso de unas computadoras específicas —por oposición a las universales que se desarrollarían posteriormente— que permitían, a partir de los datos observados, determinar el rumbo y velocidad del barco enemigo, predecir su trayectoria en el futuro, calcular la orientación y elevación de las piezas de artillería para alcanzarlo, y mantener registros impresos de las acciones pasadas. Funciones necesarias para automatizar el proceso. En los años treinta entró en servicio el Mark 8 Rangekeeper30, que ponía de manifiesto el grado de madurez alcanzado por estas máquinas, que permanecieron activas incluso durante la Segunda Guerra Mundial.

El analizador diferencial de Bush

A principios del siglo XX los centros universitarios más prestigiosos se encontraban en Europa, y no en América, como acabaría sucediendo en ese mismo siglo. Los estudiantes norteamericanos acostumbraban a realizar los estudios posdoctorales en el viejo continente. En los años veinte de ese siglo, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) era una institución consagrada a la ingeniería, y no a la ciencia básica, que se encontraba en un período transitorio de su historia. Había sido concebido como un centro de enseñanza superior para la formación de ingenieros civiles, mecánicos, eléctricos, de minas, navales, y similares. También se incluía la enseñanza de matemáticas, física y química, en la medida en que se consideraban materias relevantes para la formación de los ingenieros, aunque fuese solo un barniz superficial, lo suficiente para entender el funcionamiento de las máquinas y realizar algunos cálculos. El Instituto, en esa época, estaba dejando de ser un exitoso centro de formación técnica de ámbito regional, pero todavía no era la gran universidad que acabaría siendo unos años más tarde, cuando se convirtió en uno de los pilares del complejo militar e industrial de su país. En todo caso, la investigación en áreas fundamentales no se llevaba a cabo en el MIT. El énfasis en lo práctico y en lo aplicado era consecuente con la tradición pragmática de la enseñanza superior americana decimonónica. Sin embargo, durante el decenio de los veinte empezó a considerarse la posibilidad de que se formase un departamento de física fundamental, con la pretensión de ser diferente del de física aplicada. Cuando Karl T. Compton (1887-1954), que era un físico experimental, llegó a la presidencia del MIT, en 1930, culminó la transformación que se estaba fraguando en el Instituto, y la ciencia básica empezó a formar parte esencial de la formación de los ingenieros, quienes comenzaron a no rehusar ser considerados como científicos aplicados, tanto en ese centro como en otros similares.

Esa transformación coincide con el proceder de los administradores de la fortuna de los Rockefeller, y de otras fuentes de riqueza privada, que comenzaban a financiar la promoción, en Estados Unidos, de las entonces poco cultivadas Ciencias teóricas, con la pretensión de que este país se situase en una posición avanzada en investigación en la naciente física cuántica, entre otras ramas de la ciencia fundamental, a las que se intuía un brillante porvenir. Se fundó el General Education Board, organismo gubernamental financiado en gran parte con los fondos Rockefeller, para promover los departamentos de matemáticas y de ciencias. Al mismo tiempo, algunos filántropos americanos habían fundado el Princenton Advanced Study siguiendo el modelo de los institutos alemanes de

30 Mindell, Op. cit. p. 57.

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investigación básica. Se establecieron programas de becas para que ese país, con sus inmensos recursos, pudiese asimilar el conocimiento científico europeo, mucho más adelantado en aquellos tiempos.

En todo caso, a comienzos de los años treinta se produjo un cambio radical de prioridades para la investigación en el MIT, que concedió primacía a las investigaciones científicas sobre las aplicadas industriales, hasta entonces prioritarias. Por citar un caso concreto, hay que mencionar al que sería luego un famoso ingeniero, Vannevar Bush (1890-1974), entonces un joven recién incorporado al cuerpo docente del Instituto, quien tuvo que adaptarse a la permutación de precedencias. Cuando Bush se incorporó como posgraduado a esa institución a principios de los veinte, recién finalizados sus estudios en ella, dedicó su investigación a una cuestión básicamente ingenieril: el estudio de la estabilidad de las redes eléctricas de potencia, en consonancia con los objetivos prácticos e industriales que prevalecían en aquellos años en ese centro. Bush había constatado que las aplicaciones de las matemáticas a la Ingeniería estaban condicionadas por la disponibilidad de medios de cálculo apropiados y dedicó sus esfuerzos a superar esa limitación.

Para adaptarse a los cambios que se estaban produciendo en el MIT, Bush reconvirtió su línea de investigación sobre redes eléctricas en otra sobre máquinas de cálculo analógico que tuvieran aplicación en un amplio espectro de disciplinas: las que recurrían a ecuaciones diferenciales lineales, que ocupan un lugar destacado en muchas ramas de la ciencia y de la ingeniería, además de en los sistemas eléctricos y en los sistemas balísticos navales; para lo cual empleó una tecnología mecánica análoga a la discutida en el apartado anterior y basada en el principio integrador de disco y rueda (figura 5). Surgió así el analizador diferencial, la computadora analógica con tecnología mecánica. Los fundamentos de esas nuevas máquinas de cálculo eran los mismos que los de las redes eléctricas (y de las calculadoras balísticas de los marinos), pero Bush supo revestirlos de un aura compatible con las nuevas pretensiones de cientificismo del centro donde trabajaba. De este modo, lo que empezó siendo un estudio de interés exclusivamente ingenieril sobre el problema de la estabilidad de las redes eléctricas de potencia acabó convirtiéndose en un programa de amplia aplicabilidad sobre máquinas computadoras analógicas y que gozaba del beneplácito de la comunidad científica.

De esta manera, en el MIT se aceptó que esas máquinas podían considerarse como auténticos instrumentos científicos más que como meros auxiliares para resolver cálculos de ingeniería, con lo cual la labor que llevaba a cabo Bush alcanzó legitimidad en los medios científicos y tuvo acceso a fuentes de financiación, como la Fundación Rockefeller. En los años treinta la investigación en ingeniería no estaba entre los objetivos de esa Fundación, porque se consideraba que ésta debía ser financiada por las empresas que se beneficiaban directamente de ella, por lo que estimaban que no debía ser subvencionada —planteamiento del que aún se encuentran partidarios. Para lograr recursos económicos de esa Fundación, Bush tuvo que insistir en los frutos científicos que cabía esperar de su computadora31. En la gestión de la política científica de esa institución desempeñó un papel relevante un científico, Warren Weaver (1894-1978), quien no demostró ningún interés por la ingeniería. Sin embargo, Weaver no incluyó en la

31 El desdén de la Fundación Rockefeller por la investigación en ingeniería tuvo también influencia en España, donde es sabida la importancia que adquirió esa Fundación en el fomento de la ciencia, pues, a finales de los veinte y principios de los treinta, sufragó el que se conocía como el Instituto Rockefeller, en el campus que la Junta de Ampliación de Estudios estaba edificando en los Altos del Hipódromo de Madrid, que en la actualidad alberga el Instituto de Química Física Rocasolano del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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categoría de ingeniería los trabajos de Bush con el analizador diferencial al que consideró, más bien, un instrumento mecánico con el que era posible hacer ciencia —aunque en realidad se aplicó a resolver problemas balísticos y más tarde los asociados con el proyecto Manhattan. Precisamente de estas últimas aplicaciones vino el impulso para perfeccionar estas máquinas, precursoras directas de las modernas computadoras electrónicas.

Primeras computadoras electrónicas

El principio de cálculo mediante integradores sobre el que estaba basado el analizador diferencial inspiró la construcción de la ENIAC (Electronic Numerical Integrator And Calculator), considerada la primera computadora electrónica. Se trataba de una máquina enorme que ocupaba una gran sala, y se programaba conectando cables mediante clavijas, como en las antiguas centralitas telefónicas. Con ella se pretendía realizar las mismas funciones que llevaban a cabo los analizadores diferenciales mecánicos, como el de Bush. Pero la nueva máquina no era mecánica, si no electrónica; tampoco era analógica, sino numérica. Realizaba las operaciones aritméticas con números representados por los diez dígitos decimales. De este modo, la ENIAC fue la primera máquina computadora electrónica, si bien todavía estaba constituida por válvulas electrónicas y además no se beneficiaba de la simplicidad y las enormes posibilidades que permitiría la codificación binaria. Su funcionamiento era tosco debido a que se fundían válvulas con frecuencia, aunque se consideró aceptable en comparación con las máquinas mecánicas anteriores. Se construyó, en 1946, en la Moore School of Electrical Engineering de la Universidad de Pensilvania, un centro que se había especializado en máquinas de cálculo para problemas balísticos. Fue fruto del virtuosismo ingenieril de John Presper Eckert (1919-1995) y John Mauchly (1907-1980). A ellos se atribuye la concepción básica de la estructura electrónica subyacente a una computadora, desde los registros de desplazamiento hasta los conceptos de programa almacenado, subrutina y lenguaje de programación, aportaciones todas ellas pioneras y decisivas para el ulterior florecimiento de la informática 32 . A los dos citados se sumó posteriormente John Von Neumann (1903-1957), quien aportó sugerencias con respecto al carácter universal de los resultados que se podrían alcanzar a partir de lo que ya habían hecho Eckert y John Mauchly. Publicó una controvertida memoria que aparentemente había sido redactada junto con los dos anteriores, pero que se atribuyó a sí mismo. La cuestión en debate era de quién había surgido la idea de la máquina universal, como paso posterior a las computadoras específicas. Esta polémica aún se mantiene viva entre los informáticos, donde los de origen ingenieril toman partido por Eckert y John Mauchly (y otorgan el ACM-IEEE Eckert-Mauchly Award), y los que se han formado primariamente en matemáticas y en ciencia lo hacen por Von Neumann33, y también por Alan Turing (1912-1954) (éstos con el ACM A.M. Turing Award). Una muestra más de la interminable rivalidad sobre prioridades entre ingenieros y científicos, esta vez en el ámbito de la informática. La EDVAC (Electronic Discrete Variable Automatic Computer), sucesora y heredera de la ENIAC, construida solo tres años más tarde, en 1949, es considerada como la primera computadora con tratamiento binario de la información. Su diseño básico incluye una unidad central de procesamiento (la CPU, por sus siglas en inglés), que es en la que se

32 Los orígenes de la informática son objeto de un intenso debate que no es posible reproducir aquí. Puede verse, por ejemplo, N. Metropolis y J. Worlton, Annals of the History of Computing, 2(1),1980: 49-55. 33 Martin Davis, La computadora universal, Debate, 2002, pp. 210 y ss.

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ejecutan las instrucciones, y una unidad de memoria que almacena tanto esas instrucciones como los datos sobre los que estas tienen que operar; además, de la conexión entre ambas unidades. Es notable que el proyecto de estas máquinas se beneficiase de la fama entonces creciente del taylorismo. De hecho, la estructura de los primeros ordenadores no fue ajena a lo que se hacía en las factorías Ford, en las que se fragmentaba el montaje del modelo T en una serie de operaciones elementales.

Se sentaron así las bases de lo que posteriormente serían las computadoras universales que sirvieron de soporte al éxito arrollador de la informática, y con ellas se abrió la ruta que conduce a las fabulosas realizaciones de nuestros días. En todo caso hay que reseñar que el ordenador no se concibió ni a partir de un principio básico, ni tiene un único inventor, sino que fue el resultado de múltiples actuaciones progresivas, a partir de computadoras específicas concebidas para resolver problemas concretos, hasta llegar a la computadora universal.

La predicción en el cañón antiaéreo

En septiembre de 1939, a principios de la Segunda Guerra Mundial, los temibles Stukas alemanes cubrieron los cielos europeos en la guerra relámpago y confirmaron la decisiva importancia de la aviación en la guerra moderna. Los estrategas angloamericanos comprendieron que había que evitar a toda costa que Inglaterra quedara fuera de combate por la acción de los bombardeos alemanes (en la decisiva batalla de Inglaterra), y en consecuencia el cañón antiaéreo fue uno de los ingenios bélicos que hubo que perfeccionar, en combinación con algún instrumento que localizase los aparatos enemigos, lo que se resolvió con ayuda del radar (radio detection and ranging), que permite descubrir y estimar la distancia a un objetivo, tanto en la guerra antiaérea como en la antisubmarina (en la también decisiva batalla del Atlántico Norte), y que fue otro de los agentes indiscutibles en la victoria de los Aliados. Se basó en las ondas electromagnéticas de alta frecuencia y empleaba semiconductores para la detección de las señales. La eficacia de estos detectores sugirió la búsqueda de un dispositivo de estado sólido que llegase a hacer las mismas funciones que las válvulas electrónicas, y dio lugar al transistor, sobre el que se volverá en el próximo capítulo. En cualquier caso, además de detectar los aparatos enemigos había que abatirlos, lo que exigía afinar la puntería del cañón antiaéreo. La elevada velocidad de los aviones obligaba a no apuntar directamente al blanco sino a calcular su trayectoria para anticiparse a la posición que tendrían cuando les alcanzase el obús disparado. Por tanto, se requería, además de piezas de artillería adecuadas y proyectiles de calidad, un sistema de control que estimase la posición futura del blanco, ajustase la dirección del cañón y disparase en el instante oportuno, de modo que proyectil y blanco coincidiesen en posición y tiempo. Esta dificultad se resolvió, en principio, ampliando a un espacio de tres dimensiones la solución, ya relatada, que se había obtenido durante la Gran Guerra para el problema correspondiente entre barcos de guerra en el mar, el cual tenía solo dos dimensiones y menores velocidades. Para tratar de perfeccionar esa solución, el matemático Norbert Wiener (1894-1964), con la colaboración del ingeniero Julian Bigelow (1913-2003), propuso emplear la información disponible sobre la trayectoria pasada del avión para realizar una predicción de su rumbo futuro, con el fin de mejorar la probabilidad de que el proyectil acertase en el blanco. Para lograrlo dio un tratamiento estocástico al problema de la realimentación. La contribución de Wiener fue una teoría matemática de gran calado que permitía realizar

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predicciones a partir de información incompleta sobre el movimiento del objetivo, el cual además podía alterar su ruta por decisión inescrutable del piloto enemigo. En los orígenes de los estudios sobre sistemas realimentados, los análisis matemáticos se limitaban a situaciones presididas por una causalidad estricta; pero Wiener fue capaz de concebir una formulación rigurosa del procesamiento de informaciones imprecisas o inexactas, mediante el análisis estocástico. Esa teoría fue una aportación notable al campo de los servomecanismos, al colocar en primer plano las consideraciones estocásticas en el funcionamiento de esos sistemas34, y dio lugar a un método con el que se minimiza el error medio cuadrático de la desviación entre la trayectoria pretendida para el cañón y la efectivamente posee. Sin embargo, la aplicación del método al problema antiaéreo presentaba serios problemas, pues requería el registro del comportamiento en un tiempo infinito en el pasado sobre el que basar la predicción. Por el contrario, en defensa antiaérea el objetivo real debe ser detectado poco tiempo antes de que se necesite disponer de la predicción. Además, la minimización del error cuadrático medio no es una buena opción puesto que ese índice no describe con la precisión adecuada lo que se persigue. Si el proyectil no explota a una distancia de unos pocos metros del blanco, entonces no resulta efectivo; de modo que el error debe penalizarse de forma más enérgica que con el cuadrado de su valor. También resultaban dudosos los supuestos acerca del comportamiento basado en el estudio estadístico de los pilotos humanos. Por todo ello, la solución que se obtuvo a partir de esa teoría no llegó a cumplir el objetivo perseguido y fue desechada, en 1942, por la administración militar que la estaba financiando, pese a los esfuerzos de Bigelow que pronto se dio cuenta de que aquello no iba a funcionar correctamente. Un científico, como Wiener, puede tener una maravillosa idea, pero es el ingeniero el que, al fin, es capaz de advertir si aquello va a funcionar bien, o no; es el que posee la clase de conocimiento sobre si lo que se pretende llevar a cabo es viable, o no lo es. Es lo que sucedió con Bigelow ante la propuesta de Wiener, en el caso del control del cañón antiaéreo. El problema al fin tuvo que resolverse de una forma diferente a como proponía Wiener35, quien demostró tener una fe ingenua en una solución analítica ideal, como sucede con frecuencia con los científicos que abordan cuestiones de origen práctico: los aspectos internos de la teoría, la elegancia de la formulación y otras consideraciones de esta índole desvían del empeño concreto que motivó el estudio. Se ilustra así la compleja relación entre los planteamientos puramente teóricos, propios de un matemático, por muy finos y elaborados que sean, y la escurridiza práctica ingenieril, que difícilmente se somete a un marco teórico exclusivo: las teorías científicas rara vez cubren los problemas de los ingenieros, como pretendía Hempel que sucedía en la ciencia, y para lo que formuló la conocida Ley de Cobertura Legal36.

34 Wiener estudió la naturaleza probabilística de la comunicación y la relevancia de lo estocástico para los problemas de control, especialmente en su monografía de 1941 Extrapolation, Interpolation, and Smoothing of Stationary Time Series (Cambridge, MIT Press, 1949), conocida entre los ingenieros que lo tuvieron que estudiar durante la guerra con los japoneses como el peligro amarillo, por el color de las tapas del memorándum y por la dificultad de las matemáticas empleadas en ella. Una excelente y legible introducción a este tema puede verse en la obra del colaborador de Wiener, Yuk-Wing Lee, Statistical Theory of Communication, Wiley, 1960. 35 Pesi R. Masani, Norbert Wiener, cap. 14; Stuard Bennett, “Norbert Wiener and the Control of

Anti-Aircraft Guns”, IEEE Control Systems, December 1994, pp. 58-62. 36 Carl Hempel, Aspects of Scientific Explanation and Other Essays.

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A pesar de que hubiese sido incapaz de aportar una solución efectiva al problema que se le había planteado, la teoría de Wiener, circunscrita a sistemas dinámicos lineales y a criterios cuadráticos, alcanzó brillantes resultados matemáticos, que tuvieron repercusión en el desarrollo posterior de la ingeniería de control37. En realidad, ese matemático encontró en los sistemas realimentados un campo fecundo en el que ejercer sus dotes para teorizar. Al aplicar las matemáticas a la información y las comunicaciones extendió el rigor y la precisión de la ciencia a un dominio hasta entonces poco explorado con recursos estocásticos —en paralelo lo estaban haciendo Andréi Kolmogorov (1903-1987), con planteamientos análogos a los de Wiener, y Claude Shannon, este en la teoría de la información.

En lo que se acaba de exponer se repite, de nuevo, lo infundado del dogma del cientificismo según el cual la ciencia antecede necesariamente a la técnica moderna, y es el genio científico (matemático en este caso) quien genera ideas originales dejando a otros, normalmente ingenieros, el trabajo ordinario y de menor categoría de llevarlas a la práctica. Pero, como se está viendo, en lo referente a la realimentación las cosas no fueron exactamente así. Más bien sucedió lo contrario: el empleo de la realimentación para resolver problemas de control automático suscitó especulaciones científicas e intelectuales de indudable interés, pero que surgieron a partir de desarrollos ingenieriles previos. Eso es lo que sucedió precisamente con la cibernética.

Pero antes de ocuparnos de ella, conviene insistir en cómo en el concepto de realimentación se ilustra claramente algo que es sintomático de las prioridades de los ingenieros con respecto a las de los científicos: el ingeniero busca la utilidad, y es lo que hace cuando incorpora la realimentación a sus concepciones. Luego resulta que esa estructura posee un valor universal, lo cual está muy bien, pero al ingeniero lo que le motiva e interesa son los fundamentales beneficios que suministra la realimentación para determinados proyectos. Para él solo en una segunda etapa aporta un concepto cuya relevancia para la comprensión del mundo es indiscutible y, por tanto, resulta acreedor de un estudio pormenorizado. Con el científico ocurre justamente lo contrario: primero trata de saber, de satisfacer la curiosidad, y luego, en segundo lugar, tanto en la motivación como en el tiempo, busca posibles aplicaciones a ese conocimiento (es lo que sucedió con la teoría desarrollada por Wiener, a la que los ingenieros supieron encontrar utilidad práctica, aunque no la tuviera para el caso concreto que la inspiró). Eso es lo que marca la diferencia radical entre ingenieros —y acaso también médicos— y científicos aplicados. Se dispone también así de una neta cortadura entre la investigación científica y la ingenieril, que impregna los métodos que se emplean en ambos dominios. En la segunda parte de este libro se insistirá sobre estos extremos.

Se formula la cibernética

Aunque Wiener se decepcionó por su fracaso al tratar de inventar un dispositivo que contribuyese al esfuerzo bélico, quedó prendado por la realimentación a la que se lanzó a buscar en campos ajenos a la ingeniería y a postular su ubicuidad. Así, dio comienzo a su colaboración con el ya mencionado médico Arturo Rosenblueth y con el fisiólogo Walter Cannon (1871-1945) para explorar la presencia de la realimentación en fisiología y en neurología, con lo que reorientó sus estudios hacia sistemas biológicos. Con su nuevo enfoque pretendía poner de manifiesto semejanzas estructurales entre los seres vivos y las

37 En la última parte de su vida trató de ampliar su teoría a los sistemas no lineales. No obstante, esta ampliación no ha tenido repercusión en la ingeniería de control.

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máquinas, y progresar en la comprensión de la naturaleza de la vida y de la mente. En este período concibe la «visión cibernética» que lo haría famoso después de la guerra.

En la primavera de 1942, Wiener se dio cuenta de las implicaciones conductistas de su trabajo sobre la realimentación. Observó que el modelo estímulo-respuesta de la psicología conductista se asemejaba al enfoque entrada-salida en sistemas eléctricos, que ya estaba sólidamente implantado y era empleado con asiduidad por los ingenieros. Igualmente, se aprovechó de su familiaridad con los progresos que se estaban realizando en las máquinas computadoras, especialmente por su relación con el analizador diferencial de su amigo y valedor Bush. Comenzó a considerar a estas máquinas como posibles extensiones o prótesis de los poderes mentales de sus usuarios.

El direccionamiento del cañón antiaéreo había hecho comprender a Wiener el papel esencial que jugaba la realimentación, y con ella la información, no solo en las máquinas dotadas de control automático, sino también en los mismos seres vivos y hasta en los sistemas sociales. A partir de eso realizó la síntesis que denominó «cibernética»38, a la que definió como la disciplina que se ocupa del gobierno mediante la realimentación en los seres vivos y en las máquinas. El subtítulo de su libro es expresivo al respecto: «control y comunicación en el animal y en la máquina»39. Este subtítulo subraya la pretensión de que un mismo cuerpo teórico permita acometer cuestiones relativas a los seres vivos y a las máquinas, centrando la cuestión en la comunicación y el control, y no en los componentes físicos. En el procesamiento de la información es donde se encontrarían rasgos comunes en fenómenos que se dan en el mundo natural, artificial e incluso social. Con el concurso de la cibernética —en realidad de la realimentación— se pretendieron entender los mecanismos básicos asociados a la percepción del ambiente y a las respuestas que éste suscitaba. Ello inspiró las primeras realizaciones de la robótica con las que emular, de forma simple, el comportamiento de organismos vivos. Wiener participó de la fascinación que produjeron, tras la Segunda Guerra Mundial, las actividades técnicas que permitían relacionar las máquinas con los organismos vivos. Surgió así una generación de ingenieros y científicos que tenían por objetivo crear sistemas artificiales dotados de algunas de las capacidades de los seres vivos.

En el primer capítulo de su libro, Wiener analiza las diferencias entre el tiempo newtoniano y el bergsoniano. El primero, regido por las leyes de la mecánica clásica, es inherentemente reversible; mientras que el segundo, como el que rige el devenir de las nubes en el cielo, no lo es. A él le interesaba especialmente el segundo, al que subyace un orden más sutil que en el otro. Ese tiempo irreversible es el que denominó «bergsoniano» y es a los fenómenos que se desenvuelven en ese modo del tiempo a los que pretendió

38 El término cibernética ha sufrido una cierta degradación en estos últimos lustros y ha perdido el significado original que pretendía imprimirle Wiener. Deriva de la voz griega kubernetes, que se traduce como piloto o timonel, el que gobierna una nave teniendo en cuenta el variable estado del mar y de los vientos, y a partir de esa información toma la decisión del rumbo que debe seguir la nave. Ya en el siglo XIX, André-Marie Ampère (1775-1836) lo había utilizado para referirse a la política como el arte de gobernar los pueblos. También se ha propuesto que la cibernética es el arte de conseguir la acción eficaz mediante el oportuno gobierno a partir de las consecuencias de esa actuación; es decir, mediante la realimentación. En la actualidad, ha alcanzado gran difusión formando parte de palabras compuestas como ciberespacio, ciberguerra, ciberutopismo o aun ciberfetichismo, así como la muy extendida ciborg o cyborg (de cybernetic organisms, resultado de la integración de dispositivos técnicos en los seres humanos). 39 Norbert Wiener, Cybernetics or Control and Communication in the Animal and the Machine.

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dedicar sus estudios a partir de la formulación de la cibernética. De este modo surge su interés por los organismos vivos, tan ajenos al mecanicismo clásico, y que son formas que se desenvuelven en un tiempo irreversible.

Wiener postuló que la estructura de realimentación es ubicua y está presente en los sistemas que gobiernan su comportamiento de forma autónoma, como ya se ha visto reiteradamente en este capítulo. La realimentación determina que la información esté presente en la interacción con sus entornos tanto de los seres vivos como de las máquinas. En su libro afirma que hasta el siglo XVII se vivió la edad de los relojes; el siglo XIX fue la edad de las máquinas de vapor; y que el XX es la edad de la comunicación y el control mediante la información. La cibernética promovió la transferencia, por medio de analogías, de conceptos cibernéticos desde la ingeniería a las ciencias sociales, lo que determinó que los especialistas en estas últimas materias empezasen a prestar atención a la noción de sistema40.

Es chocante que en sus escritos sobre cibernética Wiener nunca mencionase a los ingenieros que le habían precedido en la utilización y el estudio de la realimentación, como Harold Black, Harry Nyquist, Hendrick Bode o Harold Harzen, en los que se había inspirado necesariamente (en el índice onomástico de su libro sobre cibernética los únicos ingenieros que aparecen son su amigo Bush y Shannon, que era mitad matemático y mitad ingeniero). Sin embargo, en otro de sus libros, Cibernética y sociedad41 (en el capítulo I), menciona a Leibniz, Pascal, Maxwell y Gibbs como antecedentes de la nueva disciplina. Pretendía darle a la cibernética un lustre divorciado de la tradición de la ingeniería, en la cual realmente se había forjado el concepto de realimentación, pero que no debía de parecerle que suministrase suficiente pedigrí intelectual a la empresa que estaba promocionando. Sin embargo, varias culturas ingenieriles de entreguerras (el circuito electrónico de realimentación negativa, los servomecanismos, la predicción en el cañón antiaéreo, la regulación de procesos industriales y la ingeniería de comunicaciones) habían promovido la convergencia de las comunicaciones y el control que precedieron y sustentaron a la cibernética. En realidad, Wiener desempeñó solo un cierto papel en esa convergencia al contribuir a divulgarla, al tiempo que formulaba algunos aspectos de las matemáticas subyacentes.

Para terminar este capítulo conviene subrayar que los seres vivos no somos sino configuraciones efímeras que se mantienen durante un corto período gracias a la organización adquirida y sustentada mediante la información; es decir, somos formas inestables que mediante la homeostasis mantenemos la organización que nos caracteriza y que, al fin, acaba siendo arrollada por el fatal crecimiento global de la entropía del universo, que arrasa con todo —la fugacidad de la vida nos concede una trágica grandeza a los humanos, al estar dotados de conciencia. Todos los procesos autorregulados comparten ser islotes de entropía decreciente, ya que se oponen temporalmente a la dramática homogenización que preconiza la segunda ley de la termodinámica.

40 Javier Aracil, Máquinas, sistemas y modelos. 41 Norbert Wiener, Cibernética y sociedad.

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Capítulo IV.- La revolución digital

Los progresos de la electrónica y la informática en la segunda mitad del

siglo XX

En la segunda mitad del siglo XX se producen considerables innovaciones en la ingeniería, como son: los sistemas automáticos y los robots, que han permitido, entre otras cosas, la automatización y robotización de la producción industrial, y que incluso están invadiendo la vida doméstica; los logros de la ingeniería química; los desarrollos en la aeronáutica y la aventura espacial, incluida la estación espacial internacional o las sondas enviadas a los confines del sistema solar; los cultivos que han propiciado la revolución verde; los productos de la ingeniería genética; las revoluciones energéticas, tanto la nuclear como las renovables; el esplendoroso auge de las telecomunicaciones, de la informática y los ordenadores personales, que están ocupando un lugar destacado en nuestras vidas; la instrumentación de la nueva medicina; los materiales sintéticos; e internet, entre tantos otros. En la ingeniería posterior a la Segunda Guerra Mundial, los sistemas de gran dimensión, con electrónica incorporada, adquieren un papel preponderante frente a las máquinas que caracterizaron la mecanización del siglo XIX y principios del XX. La integración de la electrónica para el procesamiento de información dentro de grandes sistemas suministra un rasgo exclusivo a la técnica moderna. En todas esas aplicaciones han sido decisivos los progresos en microelectrónica (el arte de incrustar ingentes cantidades de componentes electrónicos de estado sólido en una pequeña placa de silicio, el elemento más abundante en la corteza terrestre después del

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oxígeno) por lo que, en lo que sigue, se va a dedicar algún espacio a esta rama de la electrónica, en cuyo desarrollo se repiten las pautas que se han bosquejado en páginas anteriores, aunque adaptadas a las cambiantes circunstancias. La microelectrónica surge como consecuencia de la aparición del transistor, por lo que interesa detenerse en el proceso de invención de ese componente electrónico básico. Este acontecimiento ilustra la inflexión que se produce tras la Segunda Guerra Mundial en las relaciones entre ingeniería y ciencia física. A partir de entonces la participación de científicos adquiere mayor relieve en la fase de concepción de los nuevos productos técnicos; pero los objetivos que prevalecen en la génesis del transistor son los utilitarios propios del ingeniero, que ha trabajado siempre auxiliado por todo lo que le puedan suministrar los científicos de su tiempo. Esto último se hace especialmente patente en nuestra época.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Mervin Kelly (1894-1971), de los Laboratorios Bell, quien había dirigido el departamento de válvulas de vacío y conocía bien los problemas que presentaban estos componentes por su gran disipación de energía y corta vida media, estaba convencido de que el futuro residía en la electrónica de estado sólido. En ella se presumía que los nuevos constituyentes electrónicos estarían formados por semiconductores, materiales capaces de conducir la electricidad, pero que, como está implícito en su denominación, no eran tan buenos conductores como los metales. Estos componentes ya se habían empleado desde que Ferdinand Braun (1850-1918) (que compartió con Marconi el Premio Nobel de Física en 1909) inventó, en 1874, el rectificador de estado sólido —el diodo de punta— basado en el contacto entre un alambre metálico y la superficie de una pieza de galena policristalina (sulfuro de plomo), que forman una unión metal-semiconductor que solo conduce bien la electricidad en un sentido. Por otra parte, los semiconductores habían conseguido éxitos notables en el radar, como ya se ha indicado en el capítulo anterior. Todo eso los hacía claros candidatos para reproducir el papel jugado por los diodos en la electrónica de válvulas. Pero para emular completamente esa electrónica, ya sólidamente establecida en aquellos años de posguerra, se necesitaba, además, concebir un dispositivo que desempeñase una función análoga a la de la rejilla en las válvulas de vacío, con el fin de conseguir amplificar.

Esa labor, sin embargo, no iba a ser tan sencilla como había ocurrido en el caso de las válvulas. Así, la exploración para lograr el análogo al triodo con semiconductores partió con un enorme grado de incertidumbre respecto a cuál sería la manera de conseguirlo. Por ello, en la génesis del transistor desempeñó un papel determinante la experimentación con prototipos, en la que la teoría iba a la zaga de esos ensayos. La primera patente de un transistor del tipo de efecto de campo (FET) fue registrada por Julius E. Lilienfeld (1882-1963) en los años veinte, pero sobre este dispositivo no hay noticia de que llegara a ser fabricado, aunque sí se tenía conocimiento de su patente entre los investigadores que trabajaban con semiconductores. Además, se carecía de una explicación de su funcionamiento, al no disponerse todavía de la mecánica cuántica. La aplicación de esta nueva mecánica a la comprensión de la física del estado sólido, especialmente del movimiento de electrones y huecos, y de las bandas de energía en los metales, permitió disponer de una explicación teórica del comportamiento de aislantes y semiconductores.

La magnitud del problema y su potencial interés económico determinó que se crearan grupos de investigación sobre semiconductores en distintas partes, y en especial en los ya mencionados Laboratorios Bell, donde se formó uno dirigido por William Shockley

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(1910-1989), quien, aunque físico de formación, tenía el doctorado por el MIT y desde 1936 trabajaba en aquellos laboratorios, que eran laboratorios de investigación en ingeniería 42 . Conviene notar que la investigación que se llevaba a cabo en los Laboratorios Bell —como en otros centros de investigación técnica tras la Segunda Guerra Mundial— no era monolítica, sino que comprendía dos culturas ingenieriles: la de la mayoría de ingenieros, como el mismo Black, el del amplificador electrónico realimentado, cuyo interés residía en proyectar circuitos electrónicos y hacerlos funcionar correctamente de acuerdo con objetivos predeterminados; y la de los ingenieros con un alto nivel de ciencia, interesados por las cuestiones fundamentales y que colaboraban estrechamente con científicos.

El grupo liderado por Shockley, que se asocia a la segunda cultura de las dos anteriores, acometió una minuciosa exploración de las propiedades del silicio y del germanio de la que resultaría el transistor (transfer resistor). Así, en los Laboratorios Bell se inició un largo proceso de búsqueda de dispositivos basados en semiconductores con los que emular los diodos y en especial los triodos de la electrónica de válvulas. En 1947, John Bardeen (1908-1991) y Walter Brattain (1902-1987), miembros del grupo, obtuvieron el primer transistor de germanio, un pequeño dispositivo encapsulado de punta de contacto similar, pero más estable y pequeño, al detector de galena. Así Bardeen y Brattain obtuvieron experimentalmente el primer transistor metálico de punta de contacto, que era capaz de amplificar. En estas continuas experimentaciones, al intentar construir un dispositivo de efecto de campo (FET), sucedió que el metal contaminó accidentalmente al semiconductor y se creó una unión pn imprevista dando origen a lo que sería el transistor bipolar. Posteriormente Shockley llevó a cabo un análisis teórico de las uniones pn, con cuyo concurso se desarrolló un transistor de unión bipolar que fue realizado por John Shive (1913-1984). En junio de 1948 se hizo público el primer transistor de este tipo.

Así, se patentó en los Bell un pequeño transistor semiconductor por la terna formada por Bardeen, Brattain y el propio Shockley, a los que se otorgó conjuntamente el Premio Nobel en 1956 por ese logro (Bardeen ha sido el único ganador del Premio Nobel de Física en dos ocasiones, la segunda por la teoría estándar de la superconductividad). Sin embargo, la historia no es tan simple y el papel jugado por los tres protagonistas requiere muchas precisiones, que ocuparían más espacio del disponible aquí.

Como se acaba de poner de manifiesto, el transistor se inventó en un laboratorio de investigación en ingeniería, los Laboratorios Bell. Además, se llevó a cabo sin que previamente se dispusiese de una teoría de la que el transistor fuese una simple aplicación, aunque se contase con el concurso de la mecánica cuántica para estudiar la física del estado sólido, lo que permitía evaluar los progresos experimentales y ayudar a definir los pasos posteriores; es decir, fue el producto de múltiples tanteos de laboratorio, con el apoyo de previsiones teóricas, en busca de un objetivo aplicado: producir una electrónica de estado sólido que permitiese sustituir las válvulas de vacío. Un objetivo inequívocamente ingenieril.

Por otra parte, una cosa era inventar el transistor y otra muy diferente fabricarlo a gran escala de manera fiable, robusta y productiva. Aunque en su génesis participasen físicos,

42 En España, en la actualidad, se está dando también el fenómeno de que licenciados en las facultades de ciencias realizan su doctorado en escuelas de ingenieros. Estos doctores normalmente se asimilan perfectamente con los ingenieros, al menos con los investigadores. En este sentido, es frecuente encontrar a físicos que afirman que trabajan como ingenieros.

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después ya fue cosa de ingenieros o de quienes hacían sus mismas funciones. Los primeros transistores de laboratorio tenían un funcionamiento irregular y su velocidad era muy baja; además, los prototipos de laboratorio tenían una corta vida media y en su manufactura solo se conseguía un pequeño porcentaje de éxitos. Es la diferencia que media entre el laboratorio de investigación y las factorías de producción industrial. En efecto, la ruta desde el primer modelo de demostración de un nuevo invento hasta un producto fiable, susceptible de ser fabricado en masa de forma económica y robusta, es ardua y larga. Fueron los ingenieros los que resolvieron esos problemas, convirtiendo el transistor en un componente electrónico eficaz y de bajo coste, susceptible de un lucrativo rendimiento económico.

De hecho, el propio Shockley afirmó que quería ver su nombre en el Wall Street Journal y no solo en la Physical Review y, en consecuencia, en 1955 abandonó los Bell alegando que deseaba ganar un millón de dólares, y creó una empresa para explotar los transistores, con la que alcanzaron ciertos éxitos tanto él como sus colaboradores, además de impulsar el Silicon Valley. Para ello adoptó un papel que recuerda al convencional de un ingeniero, o al menos al de un inventor y empresario (como lo fuera Edison en su tiempo) comprometido con el desarrollo de un invento hasta culminar en un producto para el mercado. Shockley, personaje muy controvertido por otra parte, adoptó a lo largo de su vida un papel que no se parecía al que hasta entonces se había considerado como propio de un científico. Se convertía así en un precursor de lo que iba a suceder a fin de siglo y que se comentará más adelante, al final de la segunda parte de este libro.

Con el fulgor de la microelectrónica surgió el Silicon Valley en torno a la Universidad de Stanford en California. Allí proliferaron empresas cuyas innovaciones impulsaron la revolución digital. Estas empresas fueron impulsadas por inventores-empresarios que a partir de una determinada idea innovadora la maduraban hasta culminar en un producto comercial. La cultura productiva del Silicon Valley se encuentra en el epicentro de una revolución promovida por una forma peculiar de entender la labor empresarial dotándola de gran dinamismo y de una peculiar informalidad. Conviene recordar que los transistores intentan remedar a los triodos al disponer de tres terminales que realizan funciones análogas a las del ánodo, la rejilla y el cátodo en las válvulas termoiónicas. Con ellos se obtienen las mismas funciones básicas, mediante circuitos equivalentes, que ya se habían conseguido con las válvulas que, como se recordará, son rectificar, amplificar y modular, además de las propiamente digitales. En relación con las válvulas, los transistores tienen una vida útil mucho más larga, una respuesta más rápida, un escaso consumo energético (con la consiguiente menor disipación de energía) y un tamaño mucho más pequeño, por lo que rápidamente desplazaron a las válvulas y se convirtieron en los componentes habituales de los aparatos de radio y televisión, los teléfonos, los ordenadores y los múltiples artilugios electrónicos que componen nuestro entorno doméstico, en la electrónica de consumo, cuya difusión ha tenido una considerable incidencia en la existencia de una gran mayoría de los seres humanos, hasta el extremo de que el transistor es uno de los inventos con mayor repercusión del siglo pasado —en el que hay tantos candidatos a esa distinción.

Aunque los transistores hacen su aparición para sustituir a las válvulas electrónicas, su impacto no se limitó a reemplazarlas, sino que permitió fabricar productos que no serían viables sin ellos. En particular, su desarrollo espectacular tuvo lugar cuando se resolvieron problemas de integración inabordables con las válvulas. En efecto, los circuitos integrados, el paso posterior que propiciaron los transistores y el nuevo hito en la revolución de la electrónica están formados por semiconductores y componentes

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pasivos integrados en una única pastilla y diseñados de acuerdo con objetivos bien definidos, que dan lugar a componentes básicos tan versátiles como el amplificador operacional integrado y, sobre todo, el microprocesador que ensambló, en 1971, Marcian Hoff (1937-), un ingeniero de Intel Corporation. Se trata de un dispositivo mucho más complejo que un circuito integrado convencional y que incluye centenares de miles de componentes dedicados a la lógica, al cálculo y al control, con lo que resulta ser una computadora en un chip.

Jack Kilby (1923-2005) ha sido uno de los contados ingenieros que han conseguido el premio Nobel, que le fue otorgado en el año 2000 precisamente por haber concebido y construido el primer circuito integrado. El precursor que intuyó la posibilidad de un circuito de esta naturaleza fue el ingeniero británico Geoffrey W. A. Dummer (1909-2002), quien no pudo llevarlo a la práctica por falta de recursos. Tanto a Kilby como a Robert Noyce (1927-1990) se les considera los creadores del circuito electrónico integrado. Ambos lo idearon y construyeron de manera independiente, adelantándose el primero unos meses. Kilby lo sintetizó trabajando en Texas Instruments y Noyce en Fairchild Semiconductor. El concepto básico es que todos los componentes de un circuito, y no solamente los transistores, se podían construir en silicio o en germanio. Hasta entonces nadie había hecho condensadores y resistencias sobre un sustrato de semiconductor; pero ambos lo lograron y llegaron a la conclusión de que, puesto que todos los componentes podían fabricarse en el mismo material, el circuito completo podría confeccionarse en un único chip monolítico. Esa fue la gran idea.

Resulta pertinente traer aquí la pequeña historia del montaje, por parte de Kilby, del primer circuito integrado. Siendo un joven ingeniero carente de experiencia fue contratado por Texas Instruments, a mediados de 1958. Ese verano no tenía derecho a vacaciones, por lo que se quedó trabajando sin ninguna supervisión. Se le había encomendado estudiar uno de los mayores problemas que tenía la electrónica en aquellos tiempos: la complejidad de la interconexión aumentaba con el número de componentes en los circuitos electrónicos usuales para la época. En septiembre del mismo año logró mostrar el correcto funcionamiento de un oscilador con todos sus componentes integrados en un único sustrato de germanio, incluidas las conexiones. Ésta es una ilustración patente de la actitud del ingeniero ante un problema determinado, que es capaz de resolver ideando un cambio radical en la forma de abordarlo, junto con imaginativos tanteos experimentales para resolver cada dificultad concreta, depurados, en su caso, por oportunos tratamientos teóricos. El caso del circuito integrado es un claro contraejemplo del llamado modelo lineal, de moda durante aquellos años, que presupone que la ingeniería moderna deriva necesariamente de la ciencia, y sobre el que se volverá en el capítulo VIII.

Por otra parte, Noyce es una muestra de alguien cuyo título universitario es el de físico, pero cuyo primer puesto de trabajo fue de ingeniero investigador y cuya fecunda labor profesional es indistinguible de la de un ingeniero. De hecho, siempre estuvo rodeado de ingenieros a los que, eso sí, exigía que tuvieran el doctorado. Es otro claro ejemplo de alguien que no habiendo estudiado para ingeniero, se comporta como tal, poniendo de manifiesto que la formación inicial no es determinante de las actividades que se llevan a cabo a lo largo de la vida profesional; pues la ingeniería es algo más que un título universitario, como lo es también la ciencia, por su parte.

Los circuitos integrados de aplicación específica y los microprocesadores se beneficiaron desde el principio del impulso recibido por sus usos militares, lo que favoreció su

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producción en masa y la consiguiente reducción de precios. Con ellos se abrieron posibilidades vertiginosas para la electrónica, como los ordenadores, los teléfonos móviles o los órganos de control de los sistemas automatizados, incluidos los imprescindibles para la carrera espacial —que no habría sido posible como la conocemos sin esos componentes. Estos circuitos miniaturizados se fabrican en masa directamente mediante fotolitografía, por lo que resultan mucho más baratos y fiables que los formados por partes soldadas. La disposición de un gran número de componentes en un bloque muy pequeño de material semiconductor se perfeccionó con gran rapidez, y con ello se activó un progreso imparable en la electrónica que germinó en el efervescente mundo de la California de los años sesenta43.

Los transistores son componentes imprescindibles en el mundo actual. Pero un ordenador es mucho más que una simple maraña de transistores. Estos son solo un medio para el fin específico de esa máquina: el procesamiento y la transmisión de información. Está claro que sin componentes adecuados no se pueden hacer las cosas (¿¡qué habrían hecho Charles Babbage o el mismo Leonardo da Vinci si hubiesen dispuesto de microelectrónica!?), pero lo está también que la sola disposición de los componentes no presupone el resultado final —una cosa es fabricar ladrillos y otra muy diferente construir edificios con ellos. Para llegar a él son necesarias inmensas dosis de ingenio. La concepción de los sistemas formados por transistores para llevar a cabo una cierta función práctica, con un propósito explícito y concreto, ya forma parte del dominio peculiar de la ingeniería al que pertenecen esos sistemas.

Cabe citar también aquí a Claude Elwood Shannon (1916-2001), quien obtuvo en el MIT los grados en Ingeniería eléctrica y en Matemáticas, y empezó a trabajar como asistente de investigación en el analizador diferencial de Bush, en 1936, que se convirtió en su mentor, apoyándolo en sus comienzos. Shannon es un personaje fundamental en la génesis de las computadoras electrónicas. Mientras trabajaba en la máquina de Bush se interesó por los relés y los conmutadores electrónicos, así como en sus posibilidades de ser empleados para sintetizar aritmética binaria, con lo que se convenció de la posibilidad de usar circuitos electrónicos para llevar a cabo operaciones lógicas. El descubrimiento fundamental de Shannon fue que era posible establecer una correspondencia biunívoca entre la lógica binaria de Boole y conmutaciones en circuitos eléctricos, lo que revolucionó la ingeniería de la segunda mitad del siglo XX. Se dice que sin Shannon, Boole no sería famoso en la actualidad; pero que a causa de Boole, Shannon alcanzó el reconocimiento de la comunidad científica. En efecto, mediante un golpe brillante, Shannon fusionó el diseño de circuitos de conmutación con el mundo de la lógica binaria. El descubrimiento de esa relación es el resultado del ingenio de Shannon, a partir del cual tuvo lugar el esplendoroso desarrollo de las máquinas informáticas, hasta llegar a las portentosas realizaciones actuales, tanto los ordenadores personales y los móviles, como las supercomputadoras. Otra gran contribución de Shannon fue su teoría de la información, con la que elaboró teóricamente la transmisión de mensajes a través de un canal, con ancho de banda finito y ruidoso; y con la cual Shannon mostró subsidiariamente que en el ámbito de la ingeniería se producen conocimientos teóricos propios. A partir de aportaciones como la de Shannon se produjo el advenimiento de la invención más representativa de nuestro tiempo: la máquina computadora electrónica u ordenador,

43 Un relato periodístico de cierta calidad e interés lo encontramos en «Dos jóvenes que fueron al Oeste»,

Tom Wolfe, El periodismo canalla y otros artículos, Ediciones B, 2002.

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en torno a la cual floreció una nueva disciplina, la informática, basada en cuestiones como los compiladores o los sistemas operativos: en general el interminable mundo del software, que se desarrolló para hacer cómodo, fecundo y eficaz el uso de esa compleja máquina, una vez que ya existía. En un principio el software fue considerado como algo periférico al computador, al que se consideraba esencialmente una máquina electrónica, aunque pronto se convirtió en el ingrediente esencial y autónomo de la naciente disciplina.

Una nueva primitiva en la imagen científica del mundo: la información

Durante el siglo XIX la ciencia física (la ciencia básica de lo natural por excelencia, pues no se olvide que physis, en griego, significa naturaleza) presumía de que se podrían explicar todos los fenómenos físicos con ayuda de dos únicos conceptos primitivos: la materia y la energía —herencia de la materia y el movimiento de los mecanicistas––, fundidos luego en uno solo por la teoría de la relatividad. Pero al llegar al XX, como se ha visto en páginas anteriores, en el ámbito de la ingeniería hace su eclosión un nuevo concepto básico: la información.

A lo largo de toda la historia de la ingeniería las invenciones mecánicas habían servido, entre otras cosas, para incrementar la capacidad física de los usuarios de las máquinas. Así, ya en tiempos recientes, los martillos hidráulicos multiplican la fuerza de los brazos, las grúas y los montacargas capacitan para elevar grandes pesos y los microscopios agudizan la mirada. Pero la electrónica, al suministrar instrumentos con los que manipular con eficiencia la información, ha abierto un insólito universo de posibilidades a la ingeniería: de la amplificación mecánica de la potencia del músculo se ha pasado a la multiplicación electrónica de la eficacia de lo mental. Ni las enormes máquinas de construcción, ni el avión, ni el automóvil, ni tantos ingenios que conforman la vida moderna han producido tanta conmoción en la vida del hombre contemporáneo como los progresos de la técnica que ha propiciado el procesamiento de la información. En efecto, en la actualidad el ser humano está dando un paso gigantesco en el dominio del mundo mediante la técnica: construye máquinas que emulan labores mentales. Aún nos encontramos en la infancia de esos ingenios, pero el significado es inmensurable. Todos estos logros hacen pensar que se está produciendo una transformación humana y social de repercusión semejante, si no superior, a las que en su día produjeron las Revoluciones Neolítica e Industrial. Para ilustrar esa transición, considérese una mano artificial. Ésta puede ser puramente mecánica, limitándose a algo parecido a un garfio; o incorporar la información en sus mecanismos y llegar a ser un artefacto que permita realizar funciones que progresivamente se asemejan más y más a una mano natural, al estar dotada de capacidad de prensión y de cierta sensibilidad al tacto. En ella, a la precisión y potencia mecánica, se suma la sutilidad que aporta la realimentación y el procesamiento de información. Esto último es lo que determina la radical diferencia entre una mano artificial con electrónica incorporada y un simple garfio (o entre una pierna mecatrónica, como las de Hugh Herr, y una pata de palo). Así pues, con el advenimiento de las máquinas que procesan información, el siglo XX ha hecho tambalearse las pretensiones simplificadoras de reducirlo todo a materia y energía, al incorporar un nuevo concepto primitivo en la imagen científica del mundo: la información, que está llamada a desempeñar un papel creciente en el siglo que estamos empezando, incluso en la ciencia básica, como sucede en la biología —nos parecemos a nuestros progenitores porque el ADN de nuestras células contiene la información del código genético––; y aunque encontraba difícil acomodo en la física tradicional, en la que

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estaba confinada al entorno de la entropía, ahora parece rebrotar en el mundo cuántico, con el concepto de entrelazamiento. Esta nueva primitiva tiene un carácter inmaterial y aunque cabalga sobre un sustrato físico es independiente de él: puede hacerlo sobre diferentes soportes, bien sean señales eléctricas, posiciones mecánicas o incluso mensajeros químicos. La información no es materia, es forma; no está hecha de átomos (de los que los físicos han pretendido que estaba formado todo), está formada por unidades de información (bits), que no son partículas físicas; involucra procesos semejantes a los cognitivos, no transformaciones materiales. Consumimos información tanto en nuestro trabajo profesional como en nuestra vida cotidiana, de maneras muy variadas: informes, cálculos, libros, medios audiovisuales… Aunque siempre hemos utilizado información, en nuestros días se está produciendo un cambio radical en ese contexto. Gracias a la revolución digital, la mayor parte de nosotros trabaja —interviene en el mundo— más con la mente que con las manos. El concepto de información, originado en el ámbito de la ingeniería, ha entrado a formar parte imprescindible de la imagen científica del mundo.

¿Las últimas fronteras de la técnica?

La capacidad de transformación del mundo que posee la técnica ha adquirido en nuestro tiempo posibilidades insólitas. Acaso las más destacadas sean, por una parte, las derivadas de la capacidad de emulación de actividades mentales mediante máquinas, a las que se acaba de aludir, y, por otra, el ingente y perturbador mundo de modificaciones biológicas que posee la moderna genética. Estos dos dominios de la técnica están llamados a ejercer una influencia en el futuro de nuestra especie que, hoy por hoy, resulta difícil de imaginar. Ahora vamos a dedicar el último apartado de esta parte del libro al primero de ellos, que se puede considerar como una prolongación de lo que se ha estado viendo en este capítulo y en el anterior, en los que se han comentado ramificaciones derivadas de la incidencia de la información en la técnica de última hora. El segundo se yergue en el horizonte con un poder de transformación difícilmente imaginable. Su consideración detenida obligaría a sobrepasar los límites propuestos para este libro. En nuestros días está madurando una nueva rama de la informática a la que se denomina inteligencia artificial y que trata de diseñar algoritmos que una vez programados en las máquinas informáticas hagan que estas emulen algunos aspectos del comportamiento inteligente. Esta disciplina se desarrolla en torno al hecho de que algunas de esas máquinas son capaces de hacer cosas para las que diríamos que hace falta tener inteligencia para hacerlas, como ganar partidas al ajedrez o conducir coches. Se han desarrollado diferentes formas de abordar este asunto. En un principio, se programaban en la máquina las reglas con las que se actúa en un determinado ámbito, por ejemplo, en el diagnóstico médico. En su tiempo estos programas se denominaron «sistemas expertos», ya que pretendían incorporar los conocimientos de los especialistas en un cierto dominio. Pero, posteriormente se ha comprobado que resulta más eficaz, en lugar de incorporar a la máquina las reglas de comportamiento en cierto ámbito de la experiencia, reunir ingentes cantidades de datos (big data) de ese campo para que sea la propia máquina la que extraiga de ellos esas reglas. Esta forma de acometer el problema se beneficia de técnicas computacionales basadas en las redes neuronales artificiales. Estas redes se organizan en capas que corresponden a niveles progresivos de abstracción en los datos que analizan. Con ellas que se han conseguido éxitos considerables en el proceso de aprendizaje de las máquinas (deep learning). En esos casos el problema es más de software que de hardware. Sin embargo, los

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progresos realizados en este último son también relevantes. En este sentido, cabe resaltar la compactación electrónica que permiten los circuitos integrados. La posibilidad de comprimir enormes cantidades de componentes electrónicos en un volumen cada vez menor, permite vislumbrar la emergencia de máquinas computadoras a su vez más pequeñas y con mayor capacidad de cálculo y memoria. Una muestra de lo anterior se tiene en la conocida como Ley de Moore —que no es ninguna ley en el sentido convencional que tiene este término en ciencia––, enunciada por Gordon Moore (1929-) en 1965, según la cual cada cierto período (que varía entre uno y dos años) se produce una duplicación de la integración de los circuitos electrónicos, y de las correspondientes velocidad y capacidad de cálculo. Esta «ley» es en realidad una regla heurística que afecta a diferentes perfeccionamientos en el mundo digital. Se enunció inicialmente para 10 años, aunque posteriormente se ha ido reformulando, y parecía que estaba destinada a tener una cota por los problemas que, según la física, encontraría la integración a partir de un cierto umbral de proximidad entre los átomos 44 . Sin embargo, se está logrando sortear esa frontera y continuar la compactación de los componentes, entre otras formas disponiéndolos en varias capas situadas una encima de otra, en lugar de una sola, con lo que se abren nuevas posibilidades de continuar con el proceso de reducción del volumen. Por otra parte, el establecimiento de redes de computadoras permite también obtener unas enormes capacidades de cálculo en paralelo con la miniaturización. Si el proceso de compactación que predice la Ley de Moore continuase al mismo ritmo que hasta ahora, en los medios correspondientes se aventura que en los próximos decenios se construirían máquinas computadoras de dimensiones razonables y altas prestaciones, que lograrían emular a la misma mente humana. El momento en que esto ocurriera ha sido bautizado como punto de singularidad por el matemático y escritor de ciencia ficción Vernor Vinge (1944-), denominación que ha propagado con gran entusiasmo el escritor e ingeniero informático Raymond Kurzweill (1948-). En otros medios se estima que eso es una quimera, porque no parece razonable que una máquina pueda llegar a reproducir la mente humana —algo como pretender que las máquinas que elevan pesos reproduzcan los músculos (el bíceps, por ejemplo). En realidad, la predicción del punto de singularidad está siendo muy cuestionada, especialmente por su significado profundo, ya que presupone un consenso sobre qué es la inteligencia del que hoy no se dispone, y que es precisamente lo que deberían emular las máquinas. Por tanto, no se trata de duplicar la mente humana, sino solo, lo que no es poco, de que las máquinas resuelvan determinados problemas ejerciendo una función que tildaríamos de mental. En todo caso, la inteligencia artificial está alcanzado gran difusión y es indudable que, con independencia de esa denominación excesiva, en ese dominio se están produciendo progresos esplendorosos: los sistemas de reconocimiento de voz; la conducción autónoma de automóviles; el reconocimiento facial en una multitud; los robots quirúrgicos formados por brazos articulados que permiten una cirugía mínimamente invasiva, reduciendo al mínimo el tamaño de las incisiones; el comportamiento autónomo de los rover que investigan otros planetas; las computadoras que ganan campeonatos de ajedrez y otros concursos, como las máquinas Watson, supercomputadoras desarrolladas

44 Véase E. Brynjolsson y A. McAfee, The Second Machine Age, p. 48.

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por IBM, sobre las que volveremos un poco más abajo. Recientemente, en marzo de 2016, la computadora Google DeepMind AlphaGo ha batido al surcoreano Lee Sedol (1983-), uno de los mejores jugadores del mundo de Go —el milenario juego chino famoso por su complejidad estratégica. En algunos de estos adelantos se puede dar además la confluencia de la informática con otra rama de la ingeniería de brillante futuro: la robótica. Pero, en todos los casos mencionados, es patente que las máquinas creadas hasta ahora son inteligentes en un sentido limitado; ejecutan solo las tareas concretas que han suministrado los datos relativos a esas tareas —por eso se está tan lejos de que se pueda sustituir al ser humano en tareas de alta política, en las que hay que afrontar situaciones presididas por la novedad y de las que se carece de datos representativos de circunstancias análogas. De modo que aunque se consiga una inteligencia artificial específica, limitada a aplicaciones concretas, no es concebible, de momento, una inteligencia artificial de carácter general (esta es una de las cuestiones con las que más se cuestiona el pretendido punto de singularidad). Las máquinas no poseen la capacidad, propia de los humanos, de pasar de la resolución de un problema preciso a otro completamente distinto. Una máquina (un programa) capaz de jugar al ajedrez a nivel de gran maestro es incapaz de jugar a las damas, pese a tratarse de un juego mucho más sencillo. El publicitado peligro de que las máquinas lleguen a dominar a los hombres hay que tomarlo con muchas reservas. Precisamente es en el ámbito de la inteligencia artificial donde ese peligro pudiera hacerse más patente. En efecto, después de que Garry Kaspárov (1963-) perdiese frente a Deep Blue, en 1997, se empezó a propagar una ola de recelo ante el poder que podrían llegar a tener las computadoras. El propio Stephen Hawking (como en su día Stanley Kubrick y Arthur Clarke, los creadores de la computadora HAL en la película 2001: Una odisea del espacio, que se rebela contra los humanos) ha expresado su temor de que la inteligencia artificial alcance un punto de no retorno por el que las máquinas tomen las riendas de su propia evolución45. ¿Se producirá una explosión de inteligencia cuando esas máquinas sean capaces de mejorarse ellas mismas cada vez más? Pero, sin llegar a esos extremos, es notable que cuando le preguntaron al campeón y maestro de ajedrez holandés Ja Hein Donner (1927-1988) cómo prepararse para un encuentro con una de ellas respondió: «Llevando un martillo». Parecía que los humanos no volverían a tener nada que hacer en el juego del ajedrez. Sin embargo, el invento del «estilo libre» (freestyle) en los torneos de ajedrez, en el que los equipos enfrentados están formados conjuntamente por humanos y máquinas, puso en entredicho esa afirmación. Como el propio Kaspárov afirmó a raíz de los resultados de un enfrentamiento de estilo libre en 2005: «La combinación de la dirección estratégica por parte de los humanos con la agilidad táctica de una computadora era abrumadora» 46 . Aunque las cuestiones estratégicas empiezan a ser abordadas por los programas informáticos (por ejemplo, en determinados juegos). Entre tanto, el núcleo del asunto se encuentra en que las personas y las máquinas computadoras poseen distintas aptitudes. Las computadoras destacan por su velocidad de

45 Stephen Hawking et ali., «Transcendence looks at the implications of artificial intelligence - but are we taking AI seriously enough?», The Independent, Vol. 2014, No. 05-01, 1 May 2014.

46 Garry Kaspárov, «The Chess Master and the Computer», New York Review of Books, 11 febrero, 2010.

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cálculo, mientras que los humanos —y en general los seres vivos, como los recurridos ratones de laboratorio— lo hacen por la mayor complejidad, plasticidad, versatilidad y sutileza de sus cualidades para el procesamiento de la información, por lo que resultan indispensables en todo proceso de decisión, especialmente cuando están involucradas decisiones de alto riesgo. Las máquinas pueden aprender cómo mimetizar la habilidad humana de jugar al ajedrez; pero los humanos pueden aportar estrategias al más alto nivel cuando coordinan su actividad con las máquinas, en lugar de jugar contra ellas. Lo que sucede es que las máquinas incrementan progresivamente las habilidades humanas en lugar de sustituirlas.

¿Impondremos alguna cota a propiciar la autonomía de las máquinas? Por mencionar un caso concreto: ¿en un automóvil con piloto automático, cómo resolver el dilema de elegir entre opciones contradictorias? ¿Qué debe prevalecer, en situaciones críticas, la seguridad del conductor o la del peatón? Procede mencionar aquí también el vuelo autónomo de los drones bélicos, que incluso eligen los blancos que van a bombardear, lo mismo que los denominados «robots asesinos».

Cabe referirse ahora, aunque sea solo un instante, a las máquinas Watson, a las que ya se ha aludido de pasada, las cuales contestan correctamente preguntas retorcidas en programas de televisión, y que serán sin duda de ayuda para los médicos y para diagnósticos de todo tipo. Estas máquinas están basadas en el aprendizaje automático (machine learning) y se comportan como sistemas cognitivos en los que la máquina aporta su capacidad de procesamiento de ingentes cantidades de datos, y son capaces de encontrar conexiones en el conocimiento disponible, sobre un dominio determinado, que haya sido digitalizado —sean partidas de ajedrez o composiciones musicales. Mediante el aprendizaje automático se pretende generar algoritmos de aprendizaje con los que una máquina llegue a desentrañar las pautas subyacentes a los datos y con ello consiga emular, mediante las ya mencionadas redes neuronales, el aprendizaje a partir de los ejemplos que se le presentan. La computadora está demostrando ser capaz de realizar inferencias a partir de casos preexistentes. Los nuevos sistemas cognitivos informáticos de lo que tratan es de ayudar al usuario. Es lo que sucede en las aplicaciones a la medicina. Sin embargo, la capacidad para diagnosticar de los médicos es aún insustituible; pues de momento, el diálogo personal entre el médico y el enfermo se considera inevitable, excepto en casos rutinarios. La confianza que podemos tener en un médico no es fácil que se sustituya por un algoritmo. Además, muchos de los problemas involucrados en un diagnóstico requieren más de sentido común que de procesamiento de enormes cantidades de datos. Por ello, la actuación conjunta de un médico y una computadora (como en el freestyle) resulta ser más creativa y eficiente que cualquiera de los dos trabajando por su cuenta. En este contexto parecería más propio hablar de colaboración hombre-máquina que de inteligencia artificial. En fin, no tiene sentido plantear si estas máquinas, tal como las conocemos hoy, pueden llegar a tener conciencia de su existencia. De momento no son capaces de responder a preguntas del tipo: ¿sabes lo que estás haciendo? En este sentido, son interesantes las reflexiones del físico Roger Penrose47, quien defiende que el software actual, y por tanto las computadoras, tiene los mismos límites que las máquinas de Turing. Según ese autor la conciencia necesitaría elementos no computables, que no se pueden lograr con los 47 Roger Penrose, Las sombras de la mente.

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componentes electrónicos de los que actualmente se dispone. La inteligencia artificial ha sido terreno abonado para disquisiciones literarias. Entre ellas se encuentran las del científico y escritor de ciencia ficción Stanislaw Lem (1921-2006), autor de una Historia de la literatura bítica48 en la que hacía irónicas predicciones para finales de los años ochenta del siglo XX (sic), fantaseando con la decimoquinta «binastía» de ordenadores parlantes, según su peculiar denominación. Sugería también que habría que dar a las máquinas unos períodos de reposo en los que éstas, sin estar sometidas a acciones programadas, pudieran desenvolverse de forma errática para permitir regenerar su propia capacidad. En esta misma obra escribe (p. 74):

Sería absurdo […] empezar el análisis de una obra diagnosticando que el autor de Tristán e Isolda o de la Canción de Rolando fuese un organismo multicelular, perteneciente al subtipo de vertebrados terrestres, mamífero vivíparo, pulmonar, plaquetario, etcétera. En cambio, el asunto ya no es el mismo si precisamos que el autor de Anticanto, ILLIAC 164, es un ordenador de binastia 19, semotopológico, paraleloserial, electrónico, inicialmente políglota, con un potencial interelectrónico que alcanza 1010 epsilon-semos por 1 milímetro de espacio configurativo n-dimensional de canales utilizables, con memoria enalienada en red y con una monolengua de procesos interiores de tipo UNILING.

En todo caso, la inteligencia artificial está viviendo una época dorada, repleta de enormes promesas y ocupa un lugar destacado en las innovaciones técnicas que conforman nuestras vidas. Con su concurso, las máquinas informáticas están estableciendo una fecunda relación simbiótica, intensa e íntima con el hombre, que abre posibilidades renovadas al mundo artificial, protagonizando una de sus últimas fronteras. En fin, en la primera parte de este libro, que ahora concluye, se han visto casos concretos de cómo se origina la ingeniería al producirse las formas más elaboradas y complejas de la técnica para tratar de resolver problemas específicos en distintos ámbitos de la actividad humana. Al mismo tiempo se ha puesto de manifiesto cómo presenta rasgos específicos que sustentan su singularidad y autonomía. Estos rasgos, que permiten identificarla, se van a analizar en la segunda parte.

48 Stanislaw Lem, Magnitud imaginaria.

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Segunda parte

En busca de la identidad

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Capítulo V.- La técnica y la civilización

Entre lo natural y lo artificial

Con lo visto en la primera parte del libro estamos ya en disposición de abordar cuestiones transversales, menos ligadas a casos concretos, como se hizo allí, que afecten a las distintas ramas de la ingeniería. Con esa transversalidad emerge lo que ésta pueda tener de común y unitario. Es lo que se va a hacer ahora, en la segunda parte, empezando, en este capítulo, por recordar el íntimo y profundo vínculo entre la técnica y la civilización, para así sentar las bases de la indagación que se desarrollará en los siguientes. En el mundo civilizado, en casi todo lo que nos rodea se encuentran huellas de alguna intervención técnica llevada a cabo por alguien a partir de una idea que ha presidido esa actuación y que está inspirada en un designio, lo que acaba por traducirse en un producto artificial. Nos topamos con estas huellas no solo en los entornos doméstico y urbano más inmediatos, donde todo lo que se ve, incluidos los verdes jardines y los parques, son artificiales, sino también, en una casa de campo, al asomarnos por una ventana veremos tierras cultivadas, plantaciones, bosques repoblados, también resultado de la labor humana. Si miramos a nuestro alrededor prácticamente la totalidad de lo que alcanza la vista revela algún rastro de nuestra intervención. Con ella se ha erigido el mundo artificial, consecuencia de la acumulación de actuaciones técnicas. Algunos autores literarios han tratado de imaginar un mundo en el que se prescinda por completo de los logros de la técnica y de la ingeniería, pero al hacerlo nunca han sido consecuentes hasta el final. Por ejemplo, Samuel Butler49 no prescindió de alimentos, edificios, vestidos, utensilios de cocina y un largo etcétera. A lo sumo, proscribió de su mundo ficticio las sucias, grasientas y ruidosas máquinas producto de la Revolución Industrial —posiblemente hubiese excluido también las pulcras máquinas de la era digital. Al proceder así ha dejado una brecha en la consistencia de su planteamiento. La conclusión, tras lo fallido del intento, es que la vida de los humanos, desde los inicios de la humanidad hasta nuestros días, no es concebible sin el concurso de la técnica, que se alza como uno de los pilares básicos de la civilización, a la que ha contribuido con la construcción y expansión del mundo artificial o humanizado —hecho por y para el hombre––, el cual se ha convertido en una segunda naturaleza para nosotros —la sobrenaturaleza de la que hablaba Ortega— y en el que nuestra vida se desenvuelve de una forma progresivamente más confortable y longeva —al menos hasta la actualidad. Renunciar a los problemas inherentes a ese mundo nos impediría sobrevivir tal como hoy entendemos la vida. A partir de la hominización, el hombre ha tratado de reconducir las fuerzas de la naturaleza en su beneficio, fabricándose un entorno formado por objetos que la naturaleza no le había dotado y que le hacen la vida más grata. La génesis de ese mundo se produce 49 Samuel Butler, Erewhon.

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mediante la proliferación de artificios que surgen como soluciones a cuestiones prácticas o son simples objetos que materializan el poder de quien los detenta. Se pone así de manifiesto una capacidad desconocida en el mundo animal mediante la cual, como se ha resaltado tantas veces, la propia adaptación del ser humano al entorno se hace mediante una alteración de ese medio para adaptarlo a sí mismo, al menos hasta cierto punto, al contrario de lo que sucede con el resto de las especies naturales, que son las que se tienen que adaptar al medio. La evolución humana es el largo proceso por el que las sociedades humanas han creado un entorno que atenúa las inconveniencias del natural. Nosotros mismos somos artificiales por naturaleza 50 . Sobrevivimos a muchas enfermedades ante las que lo «natural» sería que sucumbiésemos si su gravedad lo determinase, y alcanzamos una edad, en promedio, impensable para nuestros remotos antepasados. Nos beneficiamos de prótesis con las que compensamos determinados deterioros y deficiencias, y sin las que nuestra vida no alcanzaría la calidad que progresivamente posee. Hemos conseguido ser la única especie de gran tamaño que sobrevive tanto en las zonas frías circumpolares como en los desiertos y las selvas tropicales —prescindiendo de los microorganismos, las primeras formas de vida sobre el planeta y que presumiblemente serán las últimas. Poblamos el planeta entero, a partir de nuestro origen en África. Desde los albores de la civilización, el conjunto de las plantas y animales que están en la base de nuestra alimentación son producto de la selección artificial inducida por agricultores y ganaderos. Ninguna de estas variedades es natural, en el sentido de haberse generado espontáneamente en el mundo natural y de persistir sin el ineludible y laborioso celo de los granjeros. Así pues, nuestra alimentación está basada en productos que son resultado de una selección artificial por la que están sobreviviendo aquellas especies más productivas para la nuestra y no aquellas mejor adaptadas para perpetuarse en el mundo natural, como había sucedido a lo largo de toda la evolución biológica.

Utilidad y curiosidad

Desde sus orígenes el hombre ha demostrado estar especialmente capacitado para detectar las pautas cíclicas que se dan en el comportamiento de la naturaleza. Una de las cualidades de la inteligencia humana es precisamente su facultad para reconocer uniformidades en los fenómenos que ocurren en el mundo. De este modo, ha encontrado relaciones permanentes y repetibles que subyacen al incesante y aparentemente azaroso flujo de los fenómenos. Esas relaciones muestran comportamientos regulares y, por tanto, previsibles, lo que permite beneficiarse astutamente de ciertos rasgos reproducibles en el funcionamiento del mundo natural, de los que se puede sacar partido para actuar sobre él y obtener algún beneficio, e incluso mitigar sus inclemencias. Entre las primeras regularidades que se descubrieron, y que tuvieron gran importancia en la evolución posterior del hombre, destacan las asociadas con los ciclos periódicos de la naturaleza, tanto en el itinerario de los astros, como en los cursos vitales de las plantas y los animales, a partir de los cuales se pudo organizar la agricultura y la caza migratoria. Asimismo, observando la altura del sol se podía estimar cuánto faltaba para que llegara la noche. Se aprendió que con el día más largo del año se iniciaba una época cálida; y también se comprobó la posibilidad de predecir las fechas más adecuadas para la siembra y la cosecha. De hecho, en el mundo arcaico el cielo sirvió como brújula, reloj y calendario. Estos conocimientos acabaron incorporándose al patrimonio común de la humanidad.

50 Fernando Savater, Las preguntas de la vida, cap. 7.

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Además, y en paralelo con el aprovechamiento de esos ciclos, nuestros antepasados empezaron a hacer cosas que previamente no existían, como lascas, anzuelos, flechas, lanzas… De este modo, se dotaron de artificios con los que desencadenaron el imparable proceso que les iba a llevar a ser la especie dominante sobre la Tierra. Por otra parte, a partir de cierto momento, mucho después de los escarceos primitivos inspirados en la búsqueda de lo útil, el hombre pretende que de las regularidades detectadas se desprenda un conocimiento con el que saciar la curiosidad que suscita la asombrosa variedad de fenómenos que conforman el mundo natural, aunque de ese conocimiento no se obtenga ningún beneficio, como no sea el gozar de saber: surge entonces el portentoso mundo de la ciencia. Conocer por qué el cielo es azul o por qué en el centro de nuestra galaxia existe un agujero negro no parece aportar un especial beneficio directo para nuestra especie —en todo caso sería indirecto. Una de las primeras manifestaciones de ese saber es la astronomía, que nació a partir de la fascinación que provoca la sobrecogedora observación nocturna del firmamento —aunque esta rama de la ciencia no era ajena, en sus orígenes, a pretensiones no tan magnánimas, como son las asociadas con la astrología, la cual llegó a alimentar, en sus fases más arcaicas, al oráculo más que a la ciencia; sin olvidar que, al mismo tiempo, contribuyó decisivamente a las artes de la navegación. No está claro cuándo se establece una clara diferencia entre ciencia y técnica. Pero, ya en el mundo griego, el propio Aristóteles en su Ética a Nicómaco delimita de forma diáfana la dicotomía entre estas dos formas fundamentales de quehacer humano: «el carpintero y el geómetra buscan de distinta manera el ángulo recto: el uno en la medida que es útil para su obra; el otro busca qué es y qué propiedades tiene, pues es contemplador de la verdad»51. Desde entonces los ingenieros han hecho causa común con el carpintero; mientras que los científicos, y también los filósofos, la han hecho con el geómetra. De este modo, la doble especialización del conocimiento del mundo natural ha producido dos modos de actividad característicos de nuestra especie: la técnica y la ciencia, definidos por dos conceptos filosóficos asimétricos: tékhnē (arte) y epistḗmē (saber). Aquí nos interesa sobre todo la primera aunque, por razones que ya se han puesto de manifiesto en capítulos anteriores, tendremos que ocuparnos también de la segunda. Estos dos modos de actividad han adquirido, a lo largo de los tiempos, una creciente especialización y autonomía relativa, que los diferencia claramente entre sí —aunque, sin embargo, hay quienes niegan este extremo, como sucede con los partidarios del término tecnociencia (más adelante, en este mismo capítulo, volveremos sobre él). Si hay que trazar una divisoria neta entre una y otra, se puede decir que la técnica busca lo útil, de forma prioritaria, mientras que la ciencia persigue la satisfacción de la curiosidad, alcanzar una rigurosa explicación de los fenómenos que suceden en el mundo. De acuerdo con ello, el contraste entre técnica y ciencia se reduciría al correspondiente entre utilidad52 y curiosidad. Es claro que esta reducción es excesivamente simplista, pues tanto la técnica como la ciencia son fenómenos demasiado complejos para ser caracterizados con ayuda de un solo término —ay, la ineludible simplificación, sea en un

51 Aristóteles, Ética a Nicómaco, versión de M. Araujo y J. Marías, Universidad de Valencia, 1993, 1098a, p. 34. 52 El concepto de utilidad que aquí se emplea es diferente al que usan los economistas, por ejemplo, en la teoría del consumo neoclásica cuando hablan de la función de utilidad. En este libro tiene un sentido más laxo.

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mapa, una ecuación o un concepto, pero que nos resulta indispensable para desenvolvernos intelectualmente en el mundo. Pero, así y todo, esa simplificación acaba siendo fecunda, grosso modo, para la exposición que aquí se está haciendo. En el próximo capítulo se elaborará con más detalle esta disyuntiva. No obstante, conviene recordar que aunque la ciencia se ocupa en primera instancia de saciar la curiosidad, también puede ocuparse de lo aplicado, pero siempre en segundo lugar, a partir de los resultados obtenidos por la investigación básica, que es fundamentalmente especulativa o exploratoria y está por tanto, en principio, divorciada de necesidades concretas a corto plazo. Con la técnica sucede lo contrario, ya que su objetivo prioritario es obtener resultados provechosos, aunque no se descarte, en segundo plano, satisfacer también la curiosidad. Al hablar de la realimentación ya se apuntó cómo, con ella, se tenía un caso concreto de un concepto surgido de la ingeniería (es decir, de la técnica) que, posteriormente, ha adquirido un significado mucho más amplio, que la transciende.

¿Sapiens o Faber? ¿Es pertinente la pregunta?

Como se está viendo, el hombre posee unas facultades, que no se observan en el resto del mundo animal, al menos en el mismo grado, mediante las que hace cosas buscando un beneficio deliberado de ellas, y de este modo transforma el mundo natural que se ha encontrado en otro artificial. Pero, además, posee otras capacidades, no menos definitorias, por las que sabe, con las que ha conseguido, mediante símbolos —palabras, figuras y números––, construir en su mente descripciones que emulan los acontecimientos que se producen en su entorno, logrando así comprender y descifrar algunos aspectos del funcionamiento del mundo con el que se topa, que incluso le facilitan intervenir en él. La ciencia está basada en la estructuración del conocimiento del mundo natural, obtenido con una peculiar mezcla de experimentación y razonamiento. Una recompensa por comprender las cosas es adquirir la capacidad de predecir su comportamiento, lo que facilita su manipulación. Asimismo, se alcanza un singular deleite intelectual cuando se logra saber sobre los fenómenos que se producen en el mundo y se consigue explicarlos. Cuando eso sucede por primera vez, se dice que se ha obtenido la primicia de un descubrimiento en ciencia: lo que es uno de los grandes premios a los que aspiran los científicos de todos los tiempos que, cuando lo consiguen, les produce una comprensible euforia. Una vez realizado un descubrimiento de este tipo, se desencadena la decisión de publicarlo para compartirlo con el resto de la comunidad científica; y para que, igualmente, pueda ser utilizado por quien le encuentre beneficio práctico. Saber y hacer son, pues, dos modos diferentes y que resultan complementarios, y corrientemente simbióticos, por lo que la caracterización del hombre como Homo sapiens se queda corta. El hombre es también Homo faber, aunque esta última denominación no haya alcanzado categoría taxonómica. Como ya se ha recordado, los paleontólogos identifican la aparición del género Homo por la presencia, en el entorno de sus restos fósiles, de vestigios líticos que son huellas de una actividad como técnico incipiente. Para encontrar restos que lo acrediten como «sapiente» hay que remontarse solo a unos pocos milenios atrás, ya en los albores de la civilización, cuando se inventa la escritura (hay quienes alegarán que antes de esa invención, con el arte rupestre o el ornamental, determinados artefactos dejan de ser exclusivamente funcionales y persiguen otros fines que ya no se pueden considerar como estrictamente provechosos, con lo que se apuntan

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ya rasgos distintivos de sapiens). Por tanto, calificar al hombre solo como sapiens es insuficiente. De que es faber no hay ninguna duda. Basta con mirar a nuestro alrededor y comprobar cómo ha intervenido para remodelar su propio entorno, enclaustrándose en el mundo artificial del que se ha dotado. Lo anterior nos lleva a preguntarnos: ¿entonces qué es lo que define más significativamente a nuestra especie, el saber o el haber construido el mundo artificial? ¿Qué denominación sería más apropiada: Homo sapiens u Homo faber? Tras un debate que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la ingeniería no había alcanzado la incidencia en la vida humana que posteriormente lograría, se impuso la primera denominación, pues partía de un hombre de ciencia, Karl von Linneo (1707-1778), quien estableció la taxonomía de los seres vivos y aprovechó para arrimar el ascua a su sardina de hombre que sabe (hombre sabio, científico). De este modo, la adopción de Homo sapiens fue propuesta por alguien que era a la vez juez y parte. La otra, la que no tuvo fortuna, fue defendida por personas como Benjamin Franklin (1706-1790), para quien el hombre es principalmente un fabricante de útiles. Con esta acepción se identifican mejor los ingenieros. En nuestro mundo occidental, las raíces de la minusvaloración hacia lo relacionado con la técnica se remontan al mundo griego, en el que el ciudadano libre menospreciaba la labor de los que hacían cosas prácticas, lo que era considerado propio de las clases serviles, mientras que los hombres libres (liberados, sobre todo, del trabajo manual) se dedicaban a la especulación filosófica o política. Éstos, en algunos casos, puede que dedicasen algún esfuerzo a resolver problemas prácticos, pero siempre considerándolos como de rango inferior a los puramente contemplativos —lo que es patente en el caso de Arquímedes. Es, posiblemente, el gran Platón quien elaboró filosóficamente, con mayor repercusión, ese desdén y sentó las bases de la actitud que desestima lo técnico en el mundo intelectual. En paralelo empieza a apuntarse el distanciamiento entre ciencia y técnica, de modo que la primera cobra dignidad al convertirse en una actividad intelectual propia del ciudadano, mientras que la segunda tiende a denigrarse. De este modo, lo práctico se subestimaba frente a la pretendida excelsitud de la reflexión desinteresada. No obstante, también es cierto que en el mundo romano la ingeniería tuvo una relevancia decisiva, y los ingenieros, confundidos con los arquitectos, fueron muy apreciados. Los rescoldos de esa actitud desdeñosa aún se detectan en nuestros días, en los que la propia ciencia intenta ejercer una tutela intelectual sobre la técnica, por la que esta última se liberaría del tradicional menosprecio solo a cambio de restringirse a un modo de actividad tributario de la ciencia: ancilla scientiae, y también hija de la ciencia, se ha llegado incluso a decir de la técnica. Pero se olvida que las grandes realizaciones históricas de la técnica, empezando por la puesta a punto del fertilizado y fecundo suelo agrícola —artificio sin el que la agricultura, ni entonces ni ahora, sería posible––; las obras públicas de las antiguas civilizaciones; la revolucionaria imprenta; las máquinas que promovieron la Revolución Industrial; los grandes avances de la ingeniería moderna como la aviación, la electrónica, la robótica y la informática; las nuevas variedades de plantas que están atajando el hambre en el mundo; así como tantas otras maravillas de la ingeniería no han sido, en su génesis, aplicación directa de la ciencia establecida cuando se llevaron a cabo. Esas realizaciones son el resultado de una forma de proceder que se remonta a los orígenes de la civilización, en la que las facultades dominantes han sido la imaginación y la capacidad de innovación en la búsqueda de lo útil, con el explícito e ineludible concurso de la razón.

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La técnica, la hominización y la humanización

De acuerdo con lo que se está exponiendo, la técnica es uno de los modos de actividad definitorios de la especie humana, en cuya evolución destaca, juntamente con el poderoso cerebro —capaz de recordar el pasado e imaginar el futuro, y de construir un mundo simbólico concordante con el real––, el papel jugado por la mano, con los dedos prensiles y la muñeca articulada. Basta comparar la mano con otros órganos de animales como los dientes, las patas, el pico o los cuernos para percibir las extraordinarias posibilidades para las que faculta al que está dotado de ella. Por otra parte, lo que hacen los animales se reduce a aquello genéticamente determinado por su especie, que es compartido por todos sus congéneres y que normalmente no sobrelleva ninguna invención individual. Es un modo de comportamiento que no se enriquece con aportaciones de sus ejecutores (así, los habilidosos nidos de los pájaros son siempre iguales para cada especie —al menos eso nos parece un); mientras que el ser humano es radicalmente un animal innovador que reforma de continuo el mundo con el que se encuentra, sea el natural o el artificial. Mediante la mano se puede tanto forjar herramientas como manejarlas. El hombre no solo elige las herramientas que usa, sino que las construye tras discurrir sobre ellas, después de ejercitar su razón respecto a su forma y su función; lo que determina que cada una de ellas sea el producto de una reflexión, aunque se inspire en utensilios llevados a cabo por otros. Por consiguiente, la técnica humana va mucho más lejos que la del resto de los animales, ya que es personal, voluntaria y dotada de inventiva. El hombre aprende, incorpora mejoras y acopia experiencia, y de esta forma afina su práctica vital. Con todo ello es capaz de realizar actos singulares, libres y conscientes, diferentes de la actividad predominantemente instintiva que llevan a cabo las otras especies animales. Considérese, por ejemplo, la producción del fuego. Todos los animales pueden ver cómo prende un matojo seco por un rayo en una tormenta. Pero solo el hombre ha sido capaz de concebir una técnica para producir, controlar y conservar el fuego; y de este modo ha imaginado un medio para alcanzar un fin. Así pues, estamos dotados del privilegio de tener comportamientos que no están programados genéticamente. Al comportamiento aprendido, modulado por una actividad creadora, se le suele denominar cultura, y en ella la técnica ocupa un lugar prominente —si bien esto se olvida con demasiada frecuencia. Con su concurso la especie humana se va desprendiendo paulatinamente de los vínculos directos con la naturaleza, de la que nos vamos distanciando con el progreso de la civilización. La actividad técnica confiere al hombre unas posibilidades que hacen de éste no solamente un ente natural, sino que además va de suyo que lleve incorporado lo artificial, como ya se ha apuntado hace poco. Por tanto, el ser humano es un animal para el que hacer técnica es algo inherente a su naturaleza. Además, mediante la técnica va transformándose a sí mismo al adaptarse al mundo artificial que va creando. Desde la caza prehistórica, las aptitudes necesarias para llevarla a cabo han sido seleccionadas por la evolución humana. El modo de estar en el mundo del hombre es primordialmente el de un usuario de las cosas que lo pueblan, de las que dispone utilizándolas para fines que él mismo establece, en función de sus necesidades o de sus apetencias. Lo anterior nos lleva al meollo de la técnica: el hombre actual lo es en la medida en que ha alterado el mundo natural en su propio beneficio, pues no hay nada más natural para el ser humano que modificar en su provecho el inhóspito —aunque a veces bellísimo— mundo de la naturaleza agreste para crear otro más amable: el artificial. Eso es precisamente lo que define la acción técnica a la que, por ello, cabe

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considerar la espina dorsal de nuestra civilización53. En consecuencia, pretender prescindir de la técnica es, en el sentido más estricto, actuar contra natura; pues solo en el mundo artificial puede desenvolverse nuestra especie tal como hemos llegado a ser. Hemos convertido nuestro progreso en la «desnaturalización» de nuestro entorno para subordinarlo a nuestras apetencias y ambiciones. Y de esta manera, en nuestros días, estamos en un punto en el que la cuestión estriba en cómo hacer que la transformación que la técnica está provocando en el mundo permita a nuestra especie mejorar sus posibilidades tanto de bienestar como de pervivencia; en cómo ser más eficientes en el uso de los limitados recursos disponibles, habida cuenta del abrumador volumen alcanzado por la población humana; en cómo conseguir un mundo sostenible (por usar un término de moda, aunque revestido de una indeleble ambigüedad). Se trata de concebir, producir y controlar artefactos y máquinas con las que conseguir un mundo mejor, aunque no sea el mejor que podamos desear. Asociadas a estas cuestiones se encuentran también ineludibles responsabilidades de las que se hablará en su momento. La técnica es heredera de un ingente patrimonio del que cabe afirmar, con Fernando Savater54 , que: «junto al lenguaje simbólico, la técnica es la capacidad activa más distintiva de nuestra especie». Refuerza nuestra humanidad cuando nos facilita el conseguir objetivos que consideramos que forman parte de lo que nos identifica como humanos. En la medida en que la vida es una lucha contra el ineludible destino, la técnica se convierte en un arma poderosa al servicio de ese designio. En todo caso, la técnica ha desempeñado un papel esencial en el proceso de hominización; en la aparición del ser humano a partir del simio superior. Desde entonces hasta nuestros días es inseparable de lo que se conoce como progreso de la humanidad. Pero, además, promueve también la humanización, la adquisición de los rasgos humanos más característicos. Por eso resulta tan sorprendente escuchar a menudo que hay que humanizar la técnica: ¡si ha sido precisamente su concurso lo que ha contribuido decisivamente a hacernos humanos! Sin embargo, una parte significativa del mundo del pensamiento no parece estar interesada, con la intensidad que requiere, por la técnica, no haciendo justicia al papel fundamental que juega esta forma de quehacer en la vida de cada uno de nosotros y de la propia civilización. La técnica —y hasta tiempos recientes también la economía— ha sido considerada como algo prosaico y carente de interés intelectual. Si se compara a un ingeniero o a un comerciante con artistas, escritores y pensadores se corre el peligro de ser acusado de desconocer cuál es la «verdadera» cultura. Ésta aspiraría a ocuparse de lo que se denomina el factor humano, por lo que los que la cultivan alegan que se ocupan del dominio del pensamiento provisto de auténtica y profunda dimensión (lo que se entiende por el sentido de la vida) frente al pretendidamente superficial y huero de la técnica. Sin embargo, el hombre actual es

53 El filósofo de la técnica Friedric Dessauer, en su Discusión sobre la técnica, ve en la generación del mundo artificial una continuación de la Creación. A lo largo de la historia no han faltado los que han considerado la técnica como el instrumento instituido por Dios para recuperar el Paraíso perdido. Aunque también hay quienes, por el contrario, han considerado la alteración del mundo natural como tarea propia del Diablo, proponiendo una demonización del saber técnico. 54 Fernando Savater, Op. cit., p. 184.

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incomprensible sin la, en apariencia, minusvalorada técnica. Aunque, al mismo tiempo, hay que aceptar que una cierta dosis de las facultades críticas y reflexivas que despliegan los humanistas, al examinar lo que es único y particular, los casos concretos, aporta también otra forma de abordar el fenómeno de la técnica. En la sociedad moderna, saturada por lo artificial, se produce una paradoja no siempre reconocida. Los productos de la técnica se han convertido en tan familiares que resultan «invisibles». En la medida en que lo técnico se ha convertido en medular en nuestras vidas, parece haber desaparecido de lo que nos ocupa conscientemente —solo cuando se nos averían las máquinas de uso cotidiano notamos con angustia su ausencia. Asimismo, los ciudadanos no suelen estar capacitados para tomar decisiones relativas a lo técnico, o pensar críticamente acerca de ello, lo que resulta sumamente peligroso en una democracia donde hay que tener criterio sobre las ventajas y los peligros de determinadas cuestiones técnicas —así los debates sobre la energía o sobre los transgénicos (en general, sobre los objetos modificados genéticamente, los OMG) están envueltos en grandes dosis de desconocimiento público. Las actividades técnicas más influyentes poseen una inherente componente de creación en la que está involucrado el más depurado ingenio humano. Aunque la creatividad es usual que se restrinja a las bellas artes, los inventores también la reclaman legítimamente para su proceder —lo mismo que los científicos. Por otra parte, las emociones personales son imposibles de comparar, pero ¿cabe decir que lo que siente un artista al concluir una obra personal es de índole superior a lo que experimenta un ingeniero cuando realiza un artefacto hasta entonces inédito? ¿O la del científico que alcanza la primicia de un descubrimiento?

La técnica del ingeniero

En su sentido más amplio, la voz técnica se asocia con habilidades para hacer, que pueden ser de naturaleza muy variada, desde la técnica de un pintor hasta la técnica jurídica, sin omitir la que emplea el científico en el laboratorio. Cada una de las actividades técnicas se hermana con un arte: el arte de hacer utensilios o de tirar con el arco, el de cabalgar, el de escribir o pintar. Cuando se trata de hacer hay siempre detrás algún modo del arte. En este libro cuando se habla de técnica se alude a la que emplean los ingenieros en sus intervenciones para erigir el mundo artificial. Por consiguiente, el ingeniero se considera a sí mismo un técnico, ya que la técnica que emplea está formada por una grandiosa cordillera en cuyas cumbres florece la ingeniería. De ahí se sigue que la ingeniería sea la forma superior de la técnica (Ortega dixit). Una posible definición extensiva de la técnica del ingeniero es la que comprende tanto los artefactos tangibles que pueblan el mundo artificial (puentes, aviones, automóviles, computadoras, transgénicos, satélites, etc.) y los sistemas de los cuales esos artefactos forman parte (transporte, comunicaciones, producción y distribución de alimentos y bienes, etc.), así como los profesionales y los conocimientos requeridos para diseñar, manufacturar, operar y mantener en funcionamiento todos esos artefactos. En consecuencia, el término artefacto, o sus sinónimos artificio, ingenio, dispositivo, artilugio u objeto técnico, se emplea aquí con una gran generalidad que incluye a todos los pobladores del mundo artificial, con los que hemos reconducido y distorsionado el mundo natural. Con la técnica no se trata de saber solamente como fabricar artefactos, sino también de su

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manejo y utilización. Es más bien una actividad que un conjunto de utensilios, aunque estos sean consustanciales con ella. En un sentido moderno, la técnica comprende la actuación de ingenieros, inventores, artesanos, mecánicos e incluso científicos que emplean herramientas, máquinas y conocimiento para crear y explotar el mundo artificial. Esto distingue las obras técnicas propias del ingeniero de otras que, por tener también un propósito práctico, podrían confundirse con ellas, como es el caso de los contratos legales o del dinero. Es claro que cuando se habla de mundo artificial, este no se limita al mundo material hecho por los ingenieros, sino que de él también forman parte otros artificios como el lenguaje, las relaciones sociales, la política y tantos otros. Sin embargo, en este libro cuando se alude al mundo artificial no se consideran explícitamente esos otros importantes aspectos. Los artefactos que produce la técnica son el resultado de múltiples tanteos realizados con anterioridad y que confluyen en el hecho, que tiene mucho de mágico, de la producción de algo que previamente no existía y que se comporta de acuerdo con los designios de su creador. La técnica suele mejorar sus productos de forma gradual y progresiva, sin alcanzar nunca la perfección absoluta. Pero en determinados momentos históricos se producen cambios drásticos que dan lugar a artefactos en los que ese cambio suave se desdibuja ante una innovación sustancial que marca la impronta de un nuevo artefacto; como, por ejemplo, cuando se sustituyeron los motores de hélices en los aviones por motores de reacción; o se pasó de la electrónica de válvulas a la de transistores, y luego a la de circuitos integrados. Se produce entonces una radical innovación que permite concebir dispositivos hasta entonces imposibles de imaginar. Sucede en tal caso lo que se conoce como una revolución técnica. Sin embargo, a partir de esa discontinuidad el progreso vuelve a ser gradual. Este modo de mutación recuerda a los equilibrios puntuados de la evolución biológica.

Técnica antigua y moderna

Después de la Revolución científica ha alcanzado cierta difusión la propuesta cientificista de que la componente de conocimiento de la técnica está formada por conjuntos de reglas de actuación que deben derivarse a partir de leyes científicas para garantizar su eficiencia. De acuerdo con este punto de vista lo que distinguiría la técnica tradicional, las artes y oficios precientíficos, de la técnica contemporánea, es precisamente la fundamentación científica de las reglas que utiliza el ingeniero. En este sentido, algunos autores han pretendido haber encontrado una clara cortadura entre la técnica de la antigüedad, a la que han asociado con una componente artesanal dominante, y la técnica moderna, que estaría basada en la ciencia, hasta el extremo de que la llaman técnica científica —y la identifican también con la tecnología; volveremos sobre esto al final de este mismo capítulo––, pero esta cortadura se hace difícil de sostener si se tiene en cuenta lo dicho hasta aquí. Esa distinción olvida que los fines de una y otra forma de la técnica son los mismos, con independencia de la época en la que hayan florecido; y que esa identidad de fines está por encima de otras consideraciones circunstanciales o epistemológicas. Ambas formas de la técnica están presididas por el mismo afán de búsqueda predominante de lo provechoso, aunque los recursos, sean materiales o intelectuales, se adapten a las disponibilidades de cada época. En efecto, no parece aceptable reivindicar que haya una técnica anterior a la Revolución Científica, la denominada con algún menosprecio técnica artesanal, de la que se dice que es meramente empírica (¡como si la ciencia no tuviese también una componente empírica radical!) y que se hace sin ciencia, sin un conocimiento estructurado, lo que se interpreta

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como si no se supiese bien lo que se hace; mientras que con posterioridad a esa revolución, con la aparición de la ciencia moderna, ya se dispondría de un basamento teórico y sólido para justificar el excesivamente endeble de las artes técnicas tradicionales, con lo que se produciría un cambio sustancial en la historia de la técnica, por el que ésta pasaría a estar subordinada al conocimiento científico. Pero, ¿acaso se puede pensar que los constructores de las admirables obras civiles de la antigüedad, los sagaces ganaderos y agricultores que mejoraban sus ganaderías y sus cultivos mediante la selección de los ejemplares o de las semillas más nutritivas o productivas, o los que concibieron los majestuosos trirremes, no ejercían la razón para hacer lo que hacían? ¿Podemos mantener seriamente que aquellos antepasados no desplegaron un prodigioso ingenio que en nada desmerece del nuestro? ¿De verdad creemos que lo que hace un ingeniero en la actualidad, cuando concibe y fabrica un nuevo ingenio, es de naturaleza superior a lo que hicieron aquellos artesanos? Aparte, claro está, de que en nuestros días, el ingeniero lo hace con unos medios, de todo tipo, que le conceden mucha ventaja, pero ¿nuestro proceder actual merece una consideración cualitativamente distinta y superior a la de los que desencadenaron el fascinante proceso de la civilización? La falacia del argumento se comprende mejor si se proyecta al futuro: ¿qué se dirá del modo como nosotros hacemos ingeniería dentro de un par de siglos? ¿Se negará la existencia de un hilo conductor común entre lo que hacen hoy los ingenieros y lo que harán entonces? En este libro se postula una inequívoca continuidad de la técnica moderna con la tradicional, y no una ruptura tajante como han defendido autores como Martin Heidegger y otros. De hecho, las variadas formas de la técnica del ingeniero de todos los tiempos, comparten el mismo espíritu de transformación del mundo buscando algún tipo de provecho, mediando el ejercicio de la razón y de acuerdo con los recursos disponibles. Una constante del método del ingeniero (y del técnico general), en todos los tiempos, ha sido el llevar el orden de la razón a sus realizaciones.

Las tecnologías

Cuando se habla de ingeniería resulta inevitable referirse también a las tecnologías. Según el uso tradicional, y de acuerdo con su etimología, una tecnología es un saber —un logos, un tratado, un estudio— sobre cierto dominio de la técnica; por ejemplo, se habla de la tecnología mecánica o de la tecnología electrónica. En este sentido, el sufijo -logía apunta a saberes en un dominio determinado del quehacer técnico. De hecho, una tecnología puede entenderse como una colección de métodos o procedimientos para resolver una clase de problemas técnicos; y también como una indagación racional sobre esos métodos —normalmente con resultados compatibles con la ciencia que trata de los fenómenos naturales involucrados en esos procedimientos. El primer sentido es el que emplea Julio Caro Baroja en su Tecnología popular española; mientras que el segundo se tiene en denominaciones como las anteriores de tecnología mecánica o tecnología química, las cuales comprenden el estudio de las actividades técnicas relacionadas con la mecánica o la química, según el caso. El uso de tecnología adjetivada ha sido habitual para referirse a las disciplinas del ingeniero, y da nombre a gran número de las asignaturas normales en las escuelas correspondientes; de donde se desprende el papel capital de las tecnologías en la formación de esos profesionales. Por tanto, una tecnología es el conocimiento relativo a un ámbito determinado de la técnica ingenieril, que es el que suministra el adjetivo correspondiente. La estructuración lógica de los conceptos y procedimientos técnicos en cada una de las tecnologías se asemeja, con frecuencia, a la que establecen los científicos con los suyos

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propios. De hecho, en las tecnologías se incorporan conocimientos científicos, normalmente en sus fundamentos, además de los propiamente técnicos, que son los dominantes. Así, en la electrotecnia se parte de unos elementales conocimientos físicos, como son las leyes de Ohm o de Kirchoff, incapaces por sí solos de resolver los problemas que afrontan los ingenieros; estos conocimientos deben ser profundamente reelaborados, llegando a formulaciones como los teoremas de Thévenin y de Norton, enunciados por los dos ingenieros que les dieron nombre. Estos teoremas ya pertenecen plenamente a la electrotecnia y forman parte de lo que normalmente emplean los ingenieros eléctricos en sus proyectos. En este sentido se dice que las tecnologías aportan los conocimientos mediante los cuales se hace la ingeniería. Y así, la técnica del ingeniero resulta de una orquestación de tecnologías, por lo que es indistinto hablar de la técnica o de las tecnologías del ingeniero (aunque sea preferible la primera denominación, al menos por más corta). Otra acepción tradicional es la que se emplea cuando se habla, por ejemplo, de tecnología militar. Se alude entonces a las actividades técnicas que se llevan a cabo en un dominio determinado, como es el militar. Este uso se relaciona con el de Caro Baroja en su libro sobre tecnología popular española, que se acaba de recordar. Por extensión, ya en tiempos recientes, también se habla de una tecnología como del conjunto de procedimientos técnicos para resolver una cierta clase de problemas. En este uso la adjetivación está implícita. Esta acepción posee sentido un tanto laxo que, sin embargo, goza de bastante aceptación. En un libro como éste no se abundará en esa acepción. En general, tenemos un notable conocimiento acerca de las distintas tecnologías en el sentido concreto de cada una de ellas, pero no hemos desarrollado un saber único y sistematizado acerca de la técnica como un modo general de comprensión de nuestra relación con el mundo para intervenir en él y transformarlo de acuerdo con nuestras pretensiones. Por eso es impropio hablar de la tecnología sin adjetivar. Tradicionalmente, nunca se hablaba de la tecnología, aunque sí de una tecnología concreta. Pero, dicho lo anterior, hay que añadir que durante el último tercio del siglo pasado las voces técnica y tecnología han sufrido una gran distorsión. A principios de ese siglo, especialmente a partir de los años veinte, el término que adquiere mayor valor y que se consolida es el de técnica, que es el que se contrapone a ciencia. Así, se hablaba de ciencia y técnica. Es el término que utiliza Ortega en su celebrada Meditación de la técnica —en la que, por cierto, no aparece ni una sola vez la palabra tecnología— y, en general, así lo hacen todos los autores de las primeras dos terceras partes del siglo XX. Este uso está asociado con la influencia que las culturas alemana y francesa (die Technik y la technique) ejercían en esa época sobre el panorama intelectual español, y sobre el europeo en general. También se adoptó en su día para distinguir los centros de formación de los ingenieros, que se denominan Escuelas Técnicas Superiores (posiblemente por inspiración alemana). Asimismo los centros universitarios en los que la ingeniería es dominante se llaman Universidades Politécnicas. Lo mismo sucede con centros europeos análogos, como la École Polytechnique de París (la primera institución técnica de rango superior, fundada en 1794) y en otros muchos centros politécnicos de la Europa continental: el de Milán, el Federal de Zúrich, el de Rumanía, la Chalmers Tekniska Högskola, así como en las Technische Hochschulen alemanas; mientras que en el Reino Unido, se tiene, entre otras muchas, la antigua Royal Polytechnic Institution. En cualquier caso, los equivalentes españoles de los Institutes of Technology americanos son las Universidades Politécnicas (sin olvidar que en Estados Unidos la institución más antigua

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dedicada a la enseñanza técnica superior es el Rensselaer Polytechnic Institute, fundado en 1824). Así pues, en español la palabra tecnología se usaba tradicionalmente adjetivada, sea explícita o implícitamente. Este uso era el que se le daba hasta, más o menos, el último tercio del siglo pasado. Su utilización sin adjetivar se ha difundido recientemente, sin que haya adquirido un significado siempre preciso y claro, debido a las distintas raíces que tiene esa voz en las culturas anglosajona y europea. En este cambio lingüístico tuvo cierta influencia el que, en 1959, la Society for the History of Technology empezase a publicar la revista Technology and Culture. Con esa revista recibe un notable impulso el uso de la voz inglesa technology en los medios académicos españoles de humanidades, que en nuestra lengua se tradujo de forma precipitada e incorrecta como tecnología, rompiendo con una tradición lingüística bien asentada —a fin de cuentas, lo más sencillo es traducir technology por tecnología y dejarse de complicaciones. Esta traducción ha hecho fortuna en los medios académicos relacionados con la historia de la ciencia y otros dominios del mundo del pensamiento, lo mismo que entre científicos55 ––éstos especialmente en la expresión «ciencia y tecnología», sobre la que se volverá más adelante. Es notable cómo la difusión actual de esa voz tiene su origen en un mundo ajeno al de los ingenieros, que son precisamente los que practican las tecnologías, las han estudiado y saben de ellas. Al mismo tiempo y en paralelo se generaliza, en determinados ambientes eruditos, la aceptación de la propuesta de Jacob Bigelow, un profesor de Harvard que en 1831 propuso, en su libro Elements of Technology: on the Application of the Sciences to the Useful Arts, que la tecnología era la aplicación de la ciencia a las artes prácticas. En esos medios se pretende que tecnología pase a significar ‘la técnica hecha con logos, con razón’, lo que identifican exclusivamente con ciencia ––¡como si la técnica hecha por el hombre desde los orígenes de la humanidad hubiese carecido de la razón como atributo definitorio, como ya se ha apuntado anteriormente! Sin embargo, la proposición de Bigelow tuvo éxito y fue adoptada en el mundo anglosajón y a partir de ahí se produjo su difusión más allá de ese mundo. De este modo, para algunos autores, el contenido de conocimiento científico de la técnica moderna es básico y dominante, y la convierte en tecnología (no faltan los que llegan a proponer que la tecnología es el estudio científico de lo artificial56 ). Esta forma de ver la tecnología ha sido muy bien acogida por los científicos, quienes la han hecho suya, pues está hecha a su medida. No resulta extraño oír decir a algún científico eminente que él no sabe nada sobre ingeniería, pero sí de tecnología. Por otra parte, y en el otro extremo, están quienes proponen que ingeniería y tecnología son sinónimas. En fin, otros autores, cercanos al mundo de los ingenieros, han querido ceñirse a la etimología y hablan de la tecnología como una ciencia de las técnicas, en cuyo núcleo duro se encontraría la ciencia de la concepción de artefactos57. Sin embargo, esta última propuesta no ha sido suficientemente elaborada ni está aceptada entre todos los que teorizan sobre la historia y la filosofía de la técnica, más dados a

55 Así, en la Universidad de Sevilla, por citar un caso concreto, existen Escuelas Técnicas Superiores de Ingenieros, de Arquitectura, de Ingeniería Informática y una Escuela Politécnica Superior, en las que se forman ingenieros y arquitectos. En todas ellas está presente la voz técnica en su denominación. Pero existe también el Centro de Investigación, Tecnología e Innovación de la Universidad de Sevilla (CITIUS), creado en torno a las Facultades de Ciencias tradicionales, donde aparece la palabra tecnología. 56 Mario Bunge, Epistemología, p. 206. 57 Jean-Louis Le Moigne, «Les sciences de l’ingénierie sont des sciences fondamentales. Contribution a

l’épistémologie de la technologie», Revue Internationale de Systémique, 7 (2), 1993 : 183-204.

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aceptar la propuesta de Bigelow y sus variantes. En todo caso, se está produciendo un inmoderado abuso del engolado y pomposo archisílabo tecnología, a rebufo de su dudosa traducción. Los políticos58 y los medios de comunicación son también propensos al uso de este término. Asimismo, en el lenguaje corriente la voz técnica empieza a ser desplazada por tecnología sin mayores matices (por ejemplo, se habla de tecnología culinaria, con la que el arte de los fogones adquiriría mayor empaque); o incluso es posible que acabe considerándose la voz técnica como una antigualla. Igualmente, el uso sinónimo de las dos voces es frecuente en ciertos textos para evitar redundancias. Pero lo que está claro es que ese mismo éxito mediático ha desvirtuado la pretensión de considerar la tecnología como una forma superior de la técnica, basada en la ciencia moderna. Por todo ello, el terco empeño de dar a tecnología el fraudulento significado de ‘técnica basada en la ciencia’, violentando el uso tradicional, está resultando vano a la postre. La difusión de tecnología en el lenguaje ordinario se ha visto favorecida por su uso en la expresión «nuevas tecnologías» (traducción, a su vez, de new technologies), formadas originalmente por los productos del mundo digital. Esta locución ha tenido gran éxito comercial al identificarse con la modernidad y con el último grito, primero en dispositivos electrónicos, y luego se ha extendido a otros ámbitos de la técnica como el automovilismo, entre tantos otros —en anuncios comerciales se ha hablado incluso de lavadoras con tecnología inteligente. Se dice también que los jóvenes consumen mucha tecnología, donde tecnología, en este caso, es una abreviación de «tecnología digital». Ciertos medios periodísticos dedican espacios en cuyo encabezamiento se incluye ese término y que están dedicados a exhibir productos de la técnica más vanguardista y novedosa, con preferencia electrónica, aunque no solo. Todo lo anterior ha dado lugar a un barullo lingüístico en el que resulta incómodo desenvolverse si se pretende cierto rigor, como cabría esperar de los ambientes académicos o sencillamente cultos. Aquí se limita el uso de la voz tecnología a aquellas ocasiones en las que se emplea adjetivada, implícita o explícitamente, que es como se venía usando tradicionalmente entre ingenieros y que es consistente con la etimología. Se hablará siempre de una tecnología determinada, a veces de las tecnologías, y nunca de la tecnología.

58 En este orden de cosas, en España se convirtió, a mediados de los ochenta del siglo pasado, la antigua CAICYT (Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica) en la CICYT (Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología), en vigor en la actualidad. Desde los años 2000 a 2004 funcionó un Ministerio de Ciencia y Tecnología al más alto nivel de la Administración pública española. Por otra parte, los reconocimientos a la investigación del más alto nivel que se otorgan en España son los Premios Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica.

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Capítulo VI.- Los diferentes enfoques de la ingeniería y la

ciencia

Algunas definiciones

Tras lo visto hasta ahora, ya procede tratar de definir qué es la ingeniería. Una de las más tempranas definiciones de lo que es un ingeniero aparece en el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias: «el que fabrica con entendimiento y facilita el ejecutar lo que con la fuerza es dificultoso y costoso». En las Ordenanzas del Real Cuerpo de Ingenieros Militares, 1739, se lee que el ingeniero debe «remediar con el arte los defectos de la naturaleza»59, definición consistente con lo dicho 59 Citado en Manuel Silva, El siglo de las luces, p. 23. Viene a cuento también la locución latina ars vincit omnia, a todas luces excesiva, pero no descaminada

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páginas atrás. Asimismo, una definición de ingeniería que es un claro precedente de la que posteriormente se impondría es la que propuso Thomas Telford, (1757–1834), primer presidente de la Institution of Civil Engineers británica (y que había empezado como cantero), quien afirmó de la ingeniería: «being the art of directing the great sources of power in nature for the use and convenience of man». Al analizar esta definición conviene recordar que arte y técnica tienen raíces etimológicas comunes —la primera latina (ars) y la otra griega (tékhnē)–– aunque con el tiempo tiende a asociarse con arte una invocación a la creatividad y a la inventiva para la concepción y la fabricación de algo previamente inexistente, mientras que técnica se reserva para las reglas, procedimientos o habilidad para hacerlo. Además, la voz arte se va delimitando paulatinamente al significado con que se emplea en Bellas Artes, aunque la Academia Española mantenga como primera acepción: «capacidad, habilidad para hacer algo». Definiciones posteriores a la de Telford cambian significativamente el acento en «arte» por «aplicación de conocimientos científicos», inflexión que se está objetando en estas páginas. Así, en 1925 aparece en el Diccionario de la Academia Española una definición que ya posee los rasgos de la que acabaría imponiéndose durante algunos decenios: «arte de aplicar los conocimientos científicos a la invención, perfeccionamiento y utilización de la técnica industrial en todas sus determinaciones»; mientras que ingeniero es «el que profesa la ingeniería». En la edición de 1984 se modifica ligeramente a «conjunto de conocimientos y de técnicas que permiten aplicar el saber científico a la utilización de la materia y de las fuentes de energía, mediante invenciones y construcciones útiles para el hombre». Estas definiciones han hecho fortuna y han calado en muchos ámbitos de opinión, lo que ha terminado por crear una imagen distorsionada de la ingeniería. En este libro se está cuestionando esa acepción, de la que pudiera desprenderse que la ingeniería no es sino la mera aplicación del saber científico, por lo que quedaría reducida a una labor subalterna. Los casos expuestos en capítulos anteriores deberían ser suficientes para poner en entredicho ese punto de vista. Pero es el caso que la ciencia posee en nuestros días un gran ascendiente intelectual debido a que ese modo del saber es un rasgo distintivo del mundo moderno, hasta el punto de que la ciencia pura suele presentarse como la clave para la prosperidad de la sociedad actual. Por ello ha entrado a formar parte del modo dominante de pensamiento en nuestro tiempo, en el que es identificada con la modernidad y el progreso, incluso se le atribuye la forma más pulida de la razón. Volviendo a la ingeniería, en recientes ediciones del Diccionario se ha convertido en: «conjunto de conocimientos orientados a la invención y utilización de técnicas para el aprovechamiento de los recursos naturales o para la actividad industrial». Una forma alternativa de definirla sería: «la intervención meditada y calculada en el mundo con el fin de producir y gestionar los artefactos que forman el entorno artificial, cuyo fin es hacerlo más benigno para el hombre que el natural», definición en la que la ingeniería no limita su actuación al mundo natural, sino que se extiende también al artificial, ya ampliamente implantado en nuestros días. La acepción más corriente de la ingeniería es la que la contempla como el empleo de la imaginación y el razonamiento para crear productos, instalaciones, estructuras y explotaciones dotadas de finalidad práctica. El mundo artificial no está hecho solo de ideas brillantes o de originales especulaciones, sino de realizaciones que funcionan eficientemente y alcanzan una amplia aceptación social. Sin descartar que los ingenieros se conviertan también en líderes de las empresas para las que trabajan, y desde esos puestos tutelen y encaucen la técnica en la búsqueda del beneficio común.

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No obstante, en nuestros días la ingeniería se resiente de la definición, antes mencionada, que la considera como mera aplicación del conocimiento científico. Ello justifica que se dedique una parte considerable de este capítulo a las relaciones de la ciencia con la ingeniería. Es lo que se va a hacer en las páginas siguientes.

La prestigiosa ciencia

Por su parte, la ciencia aspira a establecer un cuerpo de conocimientos con los que los fenómenos que se dan en el mundo natural adquieran una existencia transparente y comprensible. Los logros de la ciencia lo invaden todo: en todas las profesiones modernas en las que intervienen esos fenómenos están presentes, de una forma u otra, sus resultados. Por citar un caso extremo, está fuera de toda duda que los conocimientos científicos son de un valor inestimable para la policía en sus labores de identificación de pruebas. Sin embargo, esas aplicaciones no privan a la acción policial de sus métodos específicos y de autonomía para definir y alcanzar sus propios objetivos. En este mismo sentido, es obvio que todo lo relacionado con el conocimiento y manejo de las cosas materiales es distinto después de la aparición de la ciencia moderna. Uno de los pioneros de esa ciencia fue Galileo Galilei (1564-1642), cuya obra Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, escrita en 1638, cuando ya estaba casi ciego y recluido en Arcetri tras la condena por la Inquisición, se ocupa precisamente de dos ciencias básicas para la ingeniería: la resistencia de materiales y la dinámica. Desde Galileo sabemos que algunos fenómenos naturales se pueden describir con fórmulas matemáticas. Este autor mostró una especial admiración por los métodos cuantitativos y geométricos de los artesanos de los astilleros de Venecia, llegando a proponer la aplicación de esos mismos métodos a los problemas que afrontaba la filosofía natural. Conviene recordar que los científicos son descendientes por línea directa de los filósofos naturales ––el libro germinal de la ciencia moderna, de Isaac Newton, lleva por título Principios matemáticos de la filosofía natural. Uno de los objetivos más ambiciosos de la ciencia física es unificar fenómenos físicos aparentemente diferentes en una teoría única y coherente, siguiendo la senda de Newton al identificar la fuerza que provoca la caída de una manzana con la que mantiene la luna en órbita —orbitar es una forma especial y crítica de caer––, o la de Maxwell al unificar la electricidad y el magnetismo en un único marco teórico —y de paso la óptica. Aunque esta unificación es más una aspiración que un imperativo lógico —ya sabemos que no se da en las matemáticas, la otra gran ciencia exacta60––, ha sido una fuente de inspiración para los físicos teóricos, que de este modo revelan su pretensión primordial de desvelar la inasible realidad, que no podría ser más que una y por tanto debería admitir una representación unitaria (lo que es un supuesto ––¿metafísico?–– que no admite demostración). Los científicos formulan teorías que tienen la capacidad de comprimir conocimientos dispersos en unidades epistemológicas a las que, además, se les atribuye una peculiar forma de belleza61. El atractivo de la teorización reside en su facultad de sistematizar en un cuerpo compacto de conocimientos los variados datos obtenidos experimentalmente en un dominio determinado, por amplio que éste sea.

60 Aquí procede recordar también los teoremas de Gödel que establecen limitaciones formales a la posibilidad de estructurar el conjunto de las matemáticas. 61 Frank Wilczek, El mundo como obra de arte.

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Así pues, la pretensión de los científicos sería alcanzar una descripción del mundo lo más consistente y amplia posible que lo explique, haciéndolo inteligible y diáfano. Este ideal es algo que no parece que se vaya a alcanzar nunca en lo que tiene de aspiración a conocer cómo son las cosas de facto; es decir, de modo que se lograse la verdad definitiva, completa e inmutable que describiese el ser profundo de las cosas —con la aventurada hipótesis adicional de que ese ser existe, y de que disponemos de un lenguaje que permita expresarlo. Piénsese, por ejemplo, en la teoría de la gravitación de Newton, uno de los grandes hitos de la historia de la ciencia, con la que se llegó a pensar, en su tiempo, que se había alcanzado la meta fundacional de la física: que todo cuanto se podía saber respecto a las interacciones gravitatorias entre masas estaba contenido en esa teoría, resultado de la ingente empresa iniciada miles de años atrás para descifrar el errático movimiento de los planetas en el firmamento. Durante ese dilatado lapso se llegaron a proponer modelos, como el de Ptolomeo, para calcular, con cierta precisión, los movimientos de las estrellas errantes, aunque se carecía de una explicación de ese movimiento. La teoría de Newton proporcionó esa explicación y una forma de calcular los movimientos de sorprendente simplicidad. Pese a los éxitos alcanzados con su aplicación, que aún hoy en día sigue siendo una herramienta habitual para calcular las trayectorias orbitales, la propia teoría newtoniana escondía algo intelectualmente inadmisible como es la acción a distancia ejercida de forma instantánea (el propio Newton lo reconocía así). Además del problema de la acción a distancia, había otros62, como el de la órbita de Mercurio, que esa teoría tampoco alcanzaba a solucionar. Asimismo, tampoco logró dar una explicación cuantitativa de fenómenos más complejos que los movimientos simples de los planetas, los péndulos o las trayectorias de los proyectiles. Es el caso de las mareas, que no acertó a interpretar de manera correcta. El problema de la acción a distancia no tuvo un tratamiento alternativo hasta la formulación de la teoría de la relatividad generalizada de Einstein, con la introducción de la curvatura del espacio-tiempo (concepto que recuerda al éter decimonónico), otra noción que, como la de acción a distancia instantánea, también escapa a nuestra intuición más allá de su formulación matemática. De acuerdo con esta teoría, la gravedad aparece imbricada con la geometría del universo. El premio Nobel de Física Frank Wilczek (1951-) cita la forma poética con la que otro físico, John Wheeler (1911-2008), describe la relatividad general63: La materia le dice al espacio-tiempo cómo curvarse. El espacio-tiempo le dice a la materia cómo moverse. Además, se admite que la teoría de Einstein es solo un paso más en la comprensión del cosmos. Es de notar que después de esa teoría, la de Newton queda reducida a una primera aproximación. La ciencia posee un inherente componente subversivo por el que destrona teorías aceptadas y las sustituye por otras más acordes con las observaciones practicadas. Por ello, la ciencia no aspira a dar certezas definitivas, aunque en la cultura moderna se tiende a identificar las explicaciones científicas con la verdad. Sin embargo,

62 El problema conocido como de las tres masas posee una inherente dificultad, como puso de manifiesto Henri Poincaré abriendo la ruta de la teoría del caos, en la que la hipersensibilidad a las condiciones iniciales proscribe la predicción a largo plazo aun en sistemas deterministas. 63 Wilczek, Op. cit. p. 241.

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en ingeniería, la renovación de los resultados teóricos no resulta tan adversa como en ciencia, pues no busca la verdad, sino resolver problemas parciales. La interpretación estándar de la mecánica cuántica —que constituye una ruptura radical con lo que había sido la representación matemática del mundo físico hasta su aparición— es otro buen ejemplo de cómo, incluso en un dominio de la ciencia física muy elaborado, creado para estudiar los fenómenos del mundo subatómico —y donde se alcanza una prodigiosa coincidencia numérica de muchos decimales entre los cálculos teóricos y las medidas experimentales––, se desiste de ahondar en el fundamento de las cosas, para limitarse a describir su comportamiento tal como se revela al observador. Se asume que no se puede alcanzar más «realidad» que la que nuestros sentidos perciben, aunque sea con el concurso de elaborados instrumentos. Sin embargo, en consonancia con la herencia de la filosofía natural, algunos físicos, entre ellos incluso fundadores de la misma mecánica cuántica como Max Planck (1858-1947), Erwin Schrödinger (1887-1961), Louis de Broglie (1892-1987) y el propio Albert Einstein, no renunciaron a su aspiración a aprehender el mundo de manera determinista y única. Pero, de acuerdo con Niels Bohr (1885-1962), la ciencia, especialmente a partir de la mecánica cuántica, no hace nada de eso. Lo que la física ha conseguido, según el sabio danés, no es una descripción matemática del mundo como es en sí mismo (como la que aspirarían los filósofos naturales), sino más bien una descripción de cómo se nos manifiesta a nosotros en interacción con él mediante las oportunas mediciones. Solo podemos hablar significativamente de nuestras observaciones del mundo, ya que a la insondable realidad física —sea eso lo que sea— accedemos solo mediante las correspondientes percepciones. No se pretende comprender el mundo subatómico tal como es en sí, sino simplemente conseguir que encajen los datos experimentales. El debate sigue hasta nuestros días en los que se ha ampliado con el problema del entrelazamiento cuántico. Para algunos empiristas, la ciencia se reduce a la posibilidad de realizar previsiones a partir del procesamiento de datos empíricos, sin ocuparse de adquirir un conocimiento que pueda calificarse como verdad definitiva 64. Las teorías científicas son sistemas hipotético-deductivos, en el mejor de los casos formales. Son esquemas intelectuales que consiguen organizar nuestras percepciones y que, además, permiten hacer previsiones para poder actuar, o sencillamente para orientar nuestro comportamiento. En realidad, la teoría es solo una imagen mental simplificada de aquello que no alcanzamos a conocer con profundidad. Es una conjetura de trabajo intelectual, que hay que someter a la experimentación continuada comparando las consecuencias que se desprenden de ella con la observación. De hecho, el método científico puede enunciarse, de manera abreviada, como la formulación de hipótesis que serán aceptadas en tanto su posterior verificación experimental no las contradiga. De una hipótesis científica resulta controvertido decir que sea verdadera más allá de ser consistente con los datos experimentales disponibles. Esto concuerda con lo que saben los ingenieros. El empirismo se limita, en el fondo, a aprovecharse de que algunos aspectos del mundo natural se comportan de forma regular, lo que en los casos más notables es posible representar mediante pulcras formulaciones matemáticas. En esas expresiones a veces se produce el «milagro» —como lo denominó el matemático francés René Thom65–– de que pueden organizarse en teorías cuya capacidad predictiva llega a ser tan poderosa que 64 Bas Van Fraassen, La imagen científica. 65 René Thom, Parábolas y catástrofes.

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produce la alucinación de estar reconstruyendo intelectivamente la propia realidad como es en sí misma. A ello ha contribuido el hecho sorprendente de que la fertilidad de determinadas teorías permita predecir nuevos fenómenos y proporcionarnos poder sobre la naturaleza. En todo caso, si se olvida la pretensión de la ciencia clásica de reproducir miméticamente el mundo y se asume la restricción de que lo que nos suministra en realidad son descripciones o modelos, todo lo buenas que se quieran, pero de dominios restringidos, nos vemos abocados a adoptar una perspectiva respecto al conocimiento del mundo físico en la que, desde siempre, el ingeniero se ha desenvuelto con mayor comodidad que el científico. El ingeniero, que es un paladín del utilitarismo y del pragmatismo, es más escéptico con respecto al valor de la unificación que busca la ciencia, ya que no afecta a sus objetivos peculiares. Aunque comparte las mismas raíces experimentales y análogas formulaciones matemáticas que el científico, ha desarrollado mayores dosis de escepticismo sobre la pretendida «verdad universal» de las teorías, de las que retiene fundamentalmente su carácter pragmático, y en cierto sentido fenomenológico, reducido a un determinado dominio de la experiencia —no importa que ese dominio sea acotado, siempre que dentro de él el conocimiento sea fecundo. Por sus orígenes, empeñados en conseguir el provecho explícito, no se deja deslumbrar respecto al alcance de esos conocimientos: es más prevenido con relación al saber, aunque más osado con respecto al hacer. Concilia su entusiasmo por buscar soluciones prácticas con cierto escepticismo con relación al fundamento último de lo que sabe. A los ingenieros lo que les importa es aquello que es relevante para resolver los problemas utilitarios que tienen entre manos. Solo necesitan saber sobre el ámbito acotado en el que actúan para hacer una transformación parcial en él —la que compete a su especialidad. Para el ingeniero el objetivo es el producto final. Si al fin logra que lo que lleva a cabo funcione aceptablemente bien, y soporte una experimentación a gran escala, lo dará por bueno. Así, el ingeniero debe tener una mente eminentemente práctica, volcada hacia los resultados tangibles, por lo que no suele interesarse por las cosas en sí mismas, sino en la medida en que le sean provechosas y puedan someterse a su manipulación y control. Para él, si le es posible integrar lo que dicta la experiencia en corpus teóricos y sintéticos, tanto mejor, más fácil le resultará manejar y sacar partido de ese conocimiento; pero la integración en una teoría es algo que beneficia su economía de pensamiento, y no resulta un objetivo primario de su labor. En todo caso, el método que aplica el científico no es ajeno al empleado por el técnico desde la más remota antigüedad, aunque en una versión ajustada a sus propios y depurados objetivos epistemológicos (esto ya lo comprendió Galileo, cuando invitó a los filósofos a acercarse a los astilleros de Venecia para aprender de cómo trabajaban los artesanos midiendo y calculando, según se ha recordado hace poco). Por último, conviene reseñar que la voz ciencia se emplea con frecuencia como un comodín para designar actividades muy variadas que incluyen la medicina, la propia ingeniería y también otras muchas actividades que pretenden arrogarse el prestigio intelectual que otorga la ciencia.

Los científicos y los ingenieros se especializan

Lo habitual en la historia de la técnica, como se ha puesto de manifiesto en la primera parte de este libro, ha sido que se concibieran los ingenios técnicos antes de disponer de un conocimiento del tipo que hoy consideraríamos como científico básico de los

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fenómenos involucrados en cada máquina, artefacto o proceso. El ingenio y la agudeza derrochados en la concepción de esos artefactos compensaban esa carencia. Desde los tiempos antiguos, el éxito en el funcionamiento pretendido por un artefacto, así como en su aceptación social, han suplido la necesidad de que estuviera científicamente fundamentado. El alcanzar un uso correcto, de acuerdo con los fines prácticos para los que había sido concebido, hacía innecesario permitirse el lujo de una investigación prolongada para lograr que la solución fuese adecuada bajo una perspectiva científica. Los inventores han carecido de la motivación de los científicos. Lo que los ingenieros han hecho durante siglos ha sido concebir soluciones operativas a los problemas, incluso de una forma que se calificaría de superficial de acuerdo con los estándares de la ciencia, que además no hay que perder de vista que no es un todo homogéneo y que se renueva con los tiempos. No obstante, en los medios académicos ha tenido gran predicamento la discutible tesis baconiana de que la naturaleza solo podía controlarse conociéndola, de donde se desprendería una necesaria e inevitable precedencia intelectual de la ciencia con respecto a la ingeniería. Ya se ha visto hasta qué punto eso no ha sido así en el pasado. En realidad, la técnica y la ciencia han discurrido por sendas propias bien diferenciadas —a lo sumo paralelas. La ingeniería ya tenía miles de años de antigüedad cuando aparece la ciencia moderna, si bien en la astronomía primitiva, también con raíces en los orígenes de la civilización, ya se detectan rasgos de lo que será la ciencia posterior, aunque estuvieran envueltos en fuertes dosis de superstición. A finales del siglo XVIII, al calor de los discursos ilustrados sobre el conocimiento útil, el término ciencia se empleaba para aludir tanto a los saberes adquiridos con relación al mundo natural, como a realizaciones técnicas o incluso industriales —las ciencias y las artes. En cierta forma, lo que se estaba produciendo era la adopción de un método empírico y racional, alejado de idealismos y abstracciones metafísicas, para la elaboración de una ciencia legítima a partir del estudio empírico de los hechos que suceden en el mundo, y con la que satisfacer la intriga que esos hechos suscitan —y obtener de paso algún provecho, cuando fuera posible. Se hablaba de ciencia, o de ciencias, en un sentido muy amplio, que podía incluir las máquinas, pero a lo largo del XIX el significado de ciencia adquiere un vigor propio y definido, por el que la que reclama serlo en sentido estricto va restringiendo su ámbito de actividad y pasa a ocuparse con preferencia del mundo natural, en el que es posible llevar a cabo una experimentación repetitiva y controlada —las ciencias duras. (Las ciencias humanas y sociales han contemplado siempre con cierto resquemor el carecer de esa posibilidad, por lo que hay quienes llegan a poner en tela de juicio el carácter científico de gran parte de los resultados en estas disciplinas.) En todo caso, hasta principios del siglo XIX ingeniería y ciencia podían marchar relativamente acompasadas, pues las búsquedas de la verdad y de la utilidad no se habían especializado tanto como para requerir procederes lo suficientemente diferenciados que invitasen a separar esos dos modos de actividad.

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Figura 6: Portada de un ejemplar de Mundo Científico, que se publicaba a principios del siglo XX y tenía como secciones «Apuntes politécnicos», «Industria», «Ciencias», «Artes y oficios», «Notas útiles» y «Agricultura». El título de estas secciones pone de manifiesto que, pese a la denominación de la revista, las cuestiones técnicas ocupaban en ella un lugar prominente.

Pero durante el siglo XIX se produce una necesaria y progresiva especialización que

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conduce al establecimiento de cánones distintos para las prácticas de la ciencia y de la ingeniería. A lo largo de ese siglo, primero los ingenieros y después los científicos se profesionalizan, cada colectivo por su lado, creando sociedades profesionales, publicando revistas especializadas y estableciendo sus propias normas y reglas. El científico desarrolla un método inspirado en la experimentación y la contrastación con rigor extremo; mientras que el ingeniero se dota de un método que es una mezcla de creatividad imaginativa y de rigor, también extremado, en la ejecución de sus concepciones.

En este contexto, debe mencionarse que el término científico fue acuñado en los años treinta de ese siglo por William Whewell (1794-1866) para designar, como sustantivo, a quienes se ocupaban preferentemente del saber relativo a lo natural, sin especial preocupación por obtener beneficios de él, al menos de forma prioritaria y distintiva. Asimismo, ese término se usa también, como adjetivo, para aludir a una forma peculiar de producción de conocimiento sobre el mundo natural (aunque, como se acaba de recordar, las disciplinas sociales y humanas también pretenden emplearlo en sus dominios. En este libro el uso de científico se restringe, en general, al conocimiento de lo natural).

A partir de principios del siglo XX la forma de entender la profesionalidad por parte de los científicos vinculados a actividades aplicadas sería premonitoria de lo que sucedería a lo largo de la centuria que se iniciaba. En esos tiempos, cuando colaboraban científicos e ingenieros lo hacían, las más de las veces, con las pautas de laboratorios industriales, como el de Edison. Pero con el XX empieza a desarrollarse un proceso, hasta entonces más o menos larvado, por el que algunos científicos dedican completamente su actividad profesional a atender objetivos concretos y prácticos, de modo que trabajan en estrecha relación con ingenieros y con los mismos objetivos que éstos. De este modo, un número creciente de ellos abandona el ejercicio de la investigación científica regida por principios destinados, en primer lugar, a la búsqueda del saber puro, para empezar a practicar lo que se conocería como ciencia aplicada, en la que se explora sistemáticamente una posible aplicación de los resultados previamente alcanzados en alguna disciplina científica principal. Esto es notorio en la ciencia experimental que, en algunos casos, deriva con facilidad hacia objetivos utilitarios, se diría que propios de ingenieros, olvidando los genuinamente científicos. Los resultados alcanzados por estos científicos parecen descarrilarse de las sendas de la ciencia convencional, buscadora de saberes con validez universal. Con relación a la ciencia aplicada se invoca, por ejemplo, que una vez conocida la estructura de anillo del benceno se pudo hacer de forma sistemática la producción de tintes, en lugar de dar con ellos accidentalmente, como había sucedido hasta entonces; o que el desvelamiento de la sucesión de los estratos geológicos permitió que los ingenieros de minas estuvieran mejor preparados para saber dónde excavar nuevas vetas; y tantos otros casos que se podrían traer a colación. Pero, dicho esto, no puede negarse que las invenciones de la desmotadora de algodón, la máquina de vapor y las máquinas textiles que propiciaron la Revolución Industrial, productos inequívocamente ingenieriles, no partieron de ningún resultado científico previo y alcanzaron más repercusión social a partir del siglo XVIII que la formulación matemática de la fuerza de atracción gravitatoria entre los planetas. En esos casos se pone de manifiesto la incuestionable singularidad de la acción técnica propia de los ingenieros a lo largo de la historia de la civilización. En realidad, éstos tienen la vocación de llevar a cabo una peculiar transformación del mundo en busca de lo productivo, más que aspirar a conocerlo mejor.

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De cualquier forma, conviene también precisar, como ya se apuntó en el capítulo anterior, que hacer cosas útiles no es patrimonio exclusivo de los ingenieros: es obvio que los científicos también lo hacen. Por citar un caso de los múltiples que se podrían dar, es ampliamente reconocido que Lord Kelvin (1824-1907) contribuyó a hacer viables los primeros cables telegráficos submarinos, aunque el grueso de su obra, aquello por lo que ha pasado a la historia, se desenvuelve en otro contexto. Durante la primera mitad del siglo XX, en el ámbito industrial, la ingeniería se desenvolvía con relativa independencia, aunque en los medios académicos se asumía la prioridad intelectual de la ciencia sobre la técnica. Es significativa al respecto la fundación, en Múnich y en 1903, del Deutsches Museum von Meisterwerken der Naturwissenschaft und Technik (Museo Alemán de Obras Maestras de la Ciencia Natural y la Técnica), considerado, al menos entonces y durante mucho tiempo, el más importante museo de la ciencia y de la técnica del mundo. Fundado y dirigido por un ingeniero eléctrico, Oskar von Miller (1855-1934), en su denominación se hace explícita la precedencia de la ciencia natural, de acuerdo con el pensamiento imperante en la época, que alcanzaría su más palmaria formulación después de la Segunda Guerra Mundial con el modelo lineal, como se verá en el capítulo VIII. Así pues, en los años anteriores a esa guerra estaba en vigor en el mundo académico la concepción de que el científico debe descubrir y el ingeniero aplicar —el lema de la Exposición Universal de Chicago de 1933 fue: «Science Finds, Industry Applies, Man Conforms». No obstante, las cosas distaban mucho de ser como esa ortodoxia postulaba. Basta con recordar lo dicho en el capítulo II sobre lo que sucedía con la aviación y la electrónica, las dos grandes revoluciones técnicas de principios del siglo XX, el cual daba sus primeros pasos balbucientes en unos tiempos de profundas convulsiones científicas, estéticas, políticas, económicas y también técnicas que abrían las puertas al nuevo siglo66. Sin embargo, no puede silenciarse que la cuestionada subordinación de la ingeniería a la ciencia era —y es— aceptada también por muchos ingenieros cuando consideraban que su estatus profesional adquiriría mayor prestancia si sus procedimientos estaban basados o se derivaban de la acreditada ciencia, y no se reducían a una colección de reglas empíricas sin mayor elaboración intelectual. Con esta actitud complaciente con la ciencia los ingenieros pretendían evitar que se les considerase como simples herederos y mera prolongación de los artesanos, y no como una profesión ilustrada, culta y moderna. Además de estas cuestiones de estatus, es innegable que los ingenieros han estado siempre comprometidos con un modo de entender la racionalidad que guarda estrechas semejanzas con el que se emplea en el método científico, y del que se han embebido al adquirir formación científica durante sus estudios, aunque luego lo hayan aplicado de acuerdo con sus propios objetivos. En todo caso, el ingeniero profesional se distingue del científico en la medida en que para aquel es decisiva la búsqueda de soluciones efectivas a problemas aplicados y, para ello, es capaz de instrumentalizar los conocimientos que aporta la ciencia, cuando estos pueden contribuir a esas soluciones. Pero, al mismo tiempo, también se diferencia del técnico en general, pues posee una sólida formación en ciencia que le permite permanecer en contacto con los progresos de los saberes relacionados con su especialidad, para utilizarlos cuando sea pertinente.

Metas diferentes

Los distintos fines que persiguen ingenieros y científicos han sido recogidos, de forma

66 Gabriel Tortella, La revolución del siglo XX.

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especialmente clara y sintética, en dos conocidas citas semejantes entre sí: una del economista y pensador Herbert Simon (1916-2001) y otra del ingeniero aeronáutico Theodore von Karman (1881–1963), que se invocan para ilustrar la diferencia entre las motivaciones de unos y otros, y que compendian lo que se acaba de ver en páginas anteriores. Según Simon, el científico se ocupa de las cosas como son, y el ingeniero de cómo deben ser. Mientras que von Karman, aunque repite también que el científico describe las cosas como son, añade que el ingeniero crea lo que nunca ha sido. En efecto, el científico, al pretender comprender la razón profunda de las cosas, se ve abocado a tratar con lo natural. En tanto que el ingeniero al concebir lo que la naturaleza no ha producido por sí misma, o todavía no existe en el mundo artificial, tiene que crear cosas desconocidas; y, por ello, no se ocupa de las cosas como son, como se encuentran en el mundo, sino que su cometido es radicalmente distinto: es concebir otras que apetecemos y de las que no disponemos, y conseguir hacerlas realidad, no solo como prototipos más o menos ingeniosos, sino como productos robustos que consigan una amplia implantación social. La principal función de los científicos es descubrir y comprender, no inventar. El científico se aísla con la cuestión que le preocupa en su gabinete o en su laboratorio; en tanto que el ingeniero acomete sus problemas inserto en el complejo entramado de lo económico y lo social. Es cierto que la fuente de todo conocimiento, sea científico o ingenieril, es siempre la experimentación procesada por la razón y a ser posible estructurada con ayuda de recursos matemáticos. Pero la propia experimentación adquiere un carácter diferente en el método que se aplica en uno y otro campo. El científico pretende con sus experimentos (en realidad intervenciones artificiales en el comportamiento de los fenómenos que estudia) alterar lo mínimo posible el curso natural de las cosas, pues trata precisamente de reproducir aquello que pretende estudiar y contribuir a comprenderlo y explicarlo; mientras que el ingeniero persigue otra cosa: reconducir el propio acontecer natural con el fin de obtener algún provecho de él mediante una intervención, que sea incluso agresiva para la naturaleza. De este modo, la experimentación es un recurso artificial que forma parte del meollo tanto de la ingeniería como de la ciencia moderna, aunque en cada caso con sus propios y diferenciados rasgos. En ingeniería el punto crucial es el diseño —aquí se emplea este término en un sentido laxo, como parte inicial de la concepción de un proyecto––: el imaginar una combinación de elementos que debidamente interconectados sean capaces de realizar la función deseada. De esta manera, el diseño desempeña un papel esencial en ingeniería. Se ha dicho que «desde el punto de vista de la ciencia moderna, el diseño no es nada, pero desde el punto de vista de la ingeniería, el diseño lo es todo»67. Los ingenieros hacen conjeturas acerca de cómo diseñar lo que están proyectando, de modo que se garantice la viabilidad del proyecto aun en momentos críticos. Además, los problemas con los que tratan los ingenieros no tienen una única solución. Todo proyecto ingenieril comporta elegir entre diferentes opciones posibles. La elección entre las múltiples alternativas que se despliegan ante un proyecto implica un juicio, una visión y un instinto que se consideran propios de ingenieros.

67 Edwin T. Layton, «American ideologies of science and engineering», Technology and Culture, 17, 1976,

p. 696.

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Un proyecto entraña una mezcla ponderada de imaginación, por una parte, y de síntesis de experiencia y conocimientos, por otra. La invención, la creación de un objeto técnico previamente inexistente, posee una radical componente de intencionalidad dirigida a satisfacer un determinado objetivo aplicado. Pudiera pensarse que aquí nos estamos ocupando principalmente del componente de invención que tiene toda innovación; pero no se puede olvidar que la bondad de los productos de la ingeniería se sustancia en su aceptación por el cuerpo social, lo que es un condicionante fundamental a la hora de concebir y producir. Conviene recordar que la innovación, en su acepción ordinaria, presupone tanto la invención de algo nuevo como la implantación social de lo inventado. La ingeniería, al contrario que la ciencia, da lugar a productos sometidos a las leyes del mercado lo que determina, entre otras cosas, la inherente confidencialidad de los trabajos de ingeniería. Uno de los contrastes fundamentales entre los modos de actuación de científicos e ingenieros es que, tradicionalmente, los científicos realizan su labor en el marco de una disciplina particular, mientras que los ingenieros lo hacen en torno a proyectos concretos, que no suelen ceñirse a una única disciplina. La labor del científico se ha desenvuelto normalmente en el seno de una disciplina bien definida (la física, la química, la biología…) ––cada una de ellas formada por compartimentos más o menos estancos, aunque a veces con pretensiones de transversalidad—, además de estar dotada de una estructura fuertemente jerarquizada. Esta forma de organización responde a los imperativos que definen el marco disciplinar correspondiente. Sin embargo, en el ámbito de la ingeniería no han sido dominantes rasgos semejantes. Las labores del ingeniero se desenvuelven normalmente en el seno de un equipo multidisciplinar dirigido hacia un objetivo concreto y aplicado, que actúa como coordinador de las distintas actividades (en estos equipos además de ingenieros de distintas ramas pueden participar también otros especialistas —médicos, científicos, economistas…–– implicados en el problema en cuestión aunque, normalmente, bajo la batuta de un ingeniero). En este contexto, conviene destacar que todos los involucrados en un proyecto de ingeniería deben tener en cuenta desde el principio el objetivo perseguido, que es lo que motivará la coherencia del conjunto de sus acciones. De este modo, el proyecto establece un vínculo de colaboración entre los que participan en él, que sirve para articular un equipo de trabajo. El esfuerzo conjunto debe estar coordinado, de manera que las diferentes disciplinas contribuyan a una solución que sea satisfactoria de acuerdo con las posibilidades técnicas y los objetivos a cubrir, comprobando además los componentes, estimando los costes y controlando las prestaciones, así como otros factores relevantes. En todo caso, las dos clases de profesionales, ingenieros y científicos, han estado sometidos a normas de aceptación social de su trabajo completamente distintas entre sí, como comprueba fácilmente quien vea trabajar a unos y otros. Los primeros son radicalmente pragmáticos, buscan un funcionamiento aceptable de lo que hacen, con toda la laxitud de ese calificativo; en tanto que los segundos, con las pretensiones de universalidad en los conocimientos que persiguen, apuran la exigencia de contrastación de sus abstractas propuestas epistemológicas. En el desarrollo de nuevos productos técnicos (un nuevo smartphone o un automóvil híbrido) es esencial la etapa de investigación en la que la labor de los ingenieros resulta capital. Es posible que algunos científicos, trabajando como tales, estén involucrados en la producción de determinados componentes de esos sistemas, pero la aportación fundamental está en los ingenieros o en quienes trabajan como ellos. Aun cuando la idea básica de un nuevo producto pueda

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deberse a un científico (como sucedió con el máser68), o estar directamente inspirada por productos naturales, que constituyen un almacén inextinguible de patentes de libre disposición (como el velcro69, muestra destacada de biomimetismo), son los ingenieros los que consiguen convertirlo en algo susceptible de explotación comercial. Por ello, aunque ingenieros y científicos parezcan confluir en el vasto e indefinido campo de las aplicaciones, las formas de proceder subyacentes presentan diferencias radicales, por lo que deben ser juzgadas con criterios claramente dispares. Pese al solapamiento aparente, ingeniería y ciencia son empresas humanas diferentes. Las capacidades necesarias para los grandes logros de la ingeniería, como la imaginación de objetos técnicos que aún no existen, la tenaz voluntad de llevarlos a cabo y la pericia para que lo proyectado funcione correctamente, son completamente diferentes de las requeridas para la búsqueda de la forma especial de verdad científica relativa al mundo natural que ha sido el objetivo dominante de la ciencia convencional y que ha modulado su método. Pero algo parece estar cambiado en nuestro tiempo, cuando no pocos científicos están adoptando objetivos que tradicionalmente habían sido propios de los ingenieros. Más adelante, al final de esta segunda parte, en el último apartado del capítulo VIII, se volverá sobre este delicado asunto.

El ingeniero emplea conocimientos científicos

La mayoría de los artefactos que concibe el ingeniero están formados, en último extremo, por productos naturales, cuyas propiedades puede que hayan sido estudiadas por la ciencia convencional. Los recursos naturales son el cimiento sobre el que, en último extremo, se erige la técnica. Y así, el ingeniero contempla la naturaleza como una fuente potencial de recursos susceptibles de ser explotados en beneficio del ser humano, que ha demostrado estar especialmente bien dotado para sacarle provecho al mundo natural. Al construir artificios, lo que el ingeniero pretende es que éstos se comporten, de forma natural, de acuerdo con sus designios. Por ello, la reconducción de los fenómenos naturales parecería requerir su conocimiento previo con la calidad que aporta la ciencia, como pretendía la cuestionada tesis baconiana que se ha recordado antes. No cabe duda de que ciertos descubrimientos científicos, aun entre los más abstractos, fruto de especulaciones aparentemente carentes de ningún provecho potencial, abren posibilidades que en algún momento puede que sean empleadas por ingenieros al facilitarles la intervención en el mundo, otorgándoles oportunidades inéditas hasta que se dispuso de esos conocimientos. De este modo, el conocimiento científico amplía al ingeniero el ámbito de lo que es posible hacer. Así, la transmisión a distancia de información se había hecho, a lo largo de los siglos, mediante señales acústicas u ópticas. Como se ha visto en otro lugar, con la aparición de la electricidad se suscita la posibilidad de emplear los fenómenos eléctricos para esa transmisión, para lo que se requería el mayor conocimiento posible de esos fenómenos, que normalmente suministraba la ciencia física en aquellos tiempos. Pero lo que ésta no proporcionaba, ni proporciona, era

68 Amplificador de microondas por emisión estimulada de radiación. Basado en el fenómeno de emisión estimulada de radiación, enunciado por Einstein en 1916 y construido por Charles Hard Townes en 1954.

69 Atribuido al ingeniero suizo Georges de Mestral, que se inspiró en los cardos que se enganchaban en sus pantalones en sus paseos por el campo, pues tenían un gancho al final de sus púas o espinas. A partir de ese patrón inventó el sistema de cierre con dos cintas: el velcro.

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la inspiración para la concepción de los artefactos concretos con los que sacar provecho de esos saberes. No corresponde a la ciencia el advertir al ingeniero cómo concebir un determinado artefacto. A éste corresponde imaginar lo que puede existir, pero aún no existe, y conseguir plasmarlo en realidades concretas.

En este sentido, conviene resaltar que, incluso en el caso de que se produzca una aparente transfusión desde la ciencia a la técnica, no se trata de que una teoría científica básica sea aplicada directamente, y recurriendo exclusivamente a ella, a un caso concreto (como cuando un estudiante resuelve un problema escolar aplicando únicamente una determinada teoría y sin salirse de ese marco), sino del ingenioso empleo por el ingeniero de esos conocimientos para resolver una dificultad de orden práctico, lo que hace junto con otros saberes específicos y con un imperioso patrimonio de experiencia profesional, además de una ineludible dosis de sagacidad. Asimismo, sucede que, en la mayoría de los casos, la transición desde las propiedades del mundo natural —el tesoro que descubren y almacenan los científicos— a un producto artificial que se aproveche de ellas es cualquier cosa menos trivial (recuérdese lo dicho por Edison sobre su aportación a la bombilla incandescente), y en esa transición se ponen de manifiesto las peculiaridades de la ingeniería y su aportación a la construcción del mundo artificial. Lo que distingue a un ingeniero no es que sepa mucha ciencia, sino que sepa usarla oportunamente. Aunque conozca los logros de la ciencia, vuela por sus propios medios.

Por ello, aunque una sólida base científica es muy conveniente para el ingeniero, la formación marcadamente cientificista puede llegar a inducirlo a confusión y hacer que se limite a buscar la teoría de la que el caso que está tratando de resolver sea una escueta aplicación, en lugar de embeberse del problema para resolverlo, recurriendo a todo cuanto sea necesario para ello, que es lo que identifica al genuino ingeniero, el cual no debe desconocer que el atractivo y la perfección de una teoría científica puede desviarlo de sus propósitos más exclusivos. Viene aquí a colación la conocida afirmación de Thomas Telford, quien en época tan temprana como 1828 puso en duda que los politécnicos franceses fuesen buenos ingenieros, alegando que sabían demasiadas matemáticas70.

Así pues, la ciencia suministra el mejor conocimiento disponible de los fenómenos naturales, por lo que puede ser necesaria pero nunca es suficiente para llevar a cabo las obras de ingeniería. La distancia que media entre la necesidad y la suficiencia tiene que cubrirla el arte del ingeniero. Y así, es preciso un destello de inspiración para alcanzar la conjunción deseada en toda obra de ingeniería; de modo que por un momento la ingeniería parece abandonar la ciencia y convertirse en arte: da rienda suelta a la imaginación, constreñida, claro está, por las sendas que le imponen las leyes de la naturaleza, pero aprovechando los grados de libertad y las holguras que éstas permiten. Por tanto, para erigir el mundo artificial es primordial el arte del ingeniero, la clarividencia para concebir y producir cosas útiles originales, que no son una exclusiva aplicación del conocimiento científico disponible, aunque se apoyen en él siempre que sea posible. Para hacer un nuevo artefacto, o abordar un problema ingenieril complejo, hay que integrar conjuntamente cosas o partes o procedimientos, en un acto creativo que constituye la esencia de la ingeniería. Una de las más conspicuas de las facultades de un ingeniero es la de ser capaz de concebir en su mente y obtener, a partir de aquello de lo que dispone, que siempre será insuficiente, un objeto artificial con el que resolver un

70 Citado en M. Silva, El Ochocientos, p. 19.

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determinado problema. El vislumbrar esa posibilidad y dar el gigantesco salto que media entre el esbozo, en la mente, de una solución a su realización efectiva en algo artificial es la forma más sublime de manifestarse el genio del ingeniero. La conversión de una idea en algo concreto supone la conjunción de un proyecto y de su ejecución, y es un proceso complejo y sutil que posee una radical componente de arte, en el sentido de la primera acepción de esta voz según la Academia Española, antes recordada: capacidad, habilidad para hacer algo. Como ya se ha repetido varias veces, la ingeniería busca en primer lugar la utilidad, como lo hace también la medicina, por mencionar otro caso —que está también sometida a un criterio de aceptación claramente utilitario: los enfermos se curan o no. Tanto la medicina como la ingeniería, en las investigaciones básicas a ellas asociadas, hacen uso del conocimiento científico y de sus métodos para resolver los asuntos propios de esas profesiones, pero ninguna de ellas es simplemente ciencia aplicada. Es claro que sin conocer no se puede actuar, pero lo que sucede es que según en qué ámbitos se actúe, lo que hay que saber no se reduce o confina a la ciencia convencional, por más idónea que ésta pueda parecer. Ni la medicina ni la ingeniería pueden esperar a una comprensión científica irrefutable del problema antes de actuar para sanar a un enfermo (incluso salvar una vida), o para concebir y fabricar artefactos con los que resolver problemas prácticos. La intuición cimentada sobre una amplia experiencia profesional y la experimentación exploratoria y limitada a un caso concreto resultan con frecuencia no solo suficientes, sino que es lo único que se puede hacer a corto plazo (recuérdese la génesis de la aviación por los hermanos Wright y su túnel aerodinámico). La actitud de algunos científicos ante la ingeniería recuerda a la de muchos biólogos y químicos ante la medicina. Entre éstos es frecuente oír decir que son ellos los que conocen los mecanismos que regulan el comportamiento de los órganos de los seres vivos, y por tanto de los humanos, y que saben de ello más que los mismos médicos, en particular que los clínicos. No cabe duda de que en muchos casos tienen razón sobrada, pero lo que también es cierto es que cuando esos científicos (incluidos los médicos que se dedican a la investigación) se ponen enfermos acuden directamente a los médicos clínicos, que son los que realmente «saben» cómo actuar con relación a las distintas enfermedades, pues por su labor han adquirido la práctica pertinente para ello. Mutatis mutandis, algo así ocurre con los ingenieros.

La electrónica y la mecánica cuántica

Como un paso adicional a lo que se está exponiendo, este apartado se va a dedicar a un caso especialmente divulgado de las relaciones de la ingeniería con la ciencia física después de la Segunda Guerra Mundial: la gestación del transistor. La electrónica de estado sólido es un caso paradigmático en el que han colaborado ingenieros con científicos, como se puso de manifiesto en su momento. Se comentó entonces la incidencia de la mecánica cuántica en la aparición del transistor. Ello ha llevado en algunos medios a sobrevalorar lo científico con relación a la ingeniería, especialmente en aquellos dominios relacionados con las comunicaciones y el procesamiento de la información, que emplean masivamente la electrónica. Este es uno de los extremos que se alegan para invocar el mito de que el conocimiento del mundo subatómico rige los más destacados progresos de la técnica actual. Así, entre los físicos es un lugar común afirmar que los modernos aparatos electrónicos, los omnipresentes smartphones por ejemplo, no existirían sin la mecánica cuántica. Esa afirmación solo es aceptable siempre que no se reclame que esos artilugios sean únicamente una simple aplicación de esa mecánica, sin

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ninguna aportación originaria, sustantiva, adicional e imprescindible originada fuera del marco estricto de esa teoría. En la génesis del transistor intervinieron, de forma decisiva, conocimientos y motivaciones que no tienen nada que ver con esa mecánica.

Además, se olvida que la mecánica cuántica tampoco existiría sin los números complejos (sin la obra de Gerolamo Cardano (1501-1576) al que se atribuye su formulación original; y quien, por cierto, estaba interesado con preferencia en las matemáticas prácticas); en realidad, sin el majestuoso edificio del análisis matemático acumulado en los siglos anteriores y que sirve para enunciarla (es notable que en los primeros cursos que se impartieron sobre mecánica cuántica se empleara como texto Theory of Sound de lord Rayleigh; las matemáticas necesarias para describir las oscilaciones del micromundo se inspiraron en las usadas para la transmisión del sonido71). Lo que sucede es que, cuando ya se ha descubierto y publicado cualquier conocimiento matemático, o científico en general, por el hecho de hacerse público se convierte en libre y compartido, y pasa a formar parte del acervo común; y, por consiguiente, se encuentra disponible para quien sepa aprovecharlo para generar nuevos conocimientos o para contribuir a la producción de objetos técnicos —o nuevas terapias en medicina. Es lo que sucedió con la mecánica cuántica, que se valió de las matemáticas, pero sin que pueda decirse que esa mecánica no fue más que una simple aplicación de conocimientos matemáticos —que suministran el lenguaje indispensable para enunciarla— y que los que la gestaron no aportaron contribución sustantiva alguna al crearla. Por ello, lo cierto es que aunque haya que recurrir a las matemáticas para la formulación de la mecánica cuántica, ellas solas no bastan para que ésta florezca.

Pues bien, algo análogo sucede con el empleo de la cuántica para los productos de la electrónica moderna, que tampoco son una simple consecuencia de esa mecánica, aunque se haya servido de ella —como, por otra parte, esa electrónica también se ha auxiliado, de forma decisiva, de una elaborada cultura metalúrgica. La mecánica cuántica, con su contribución a la física del estado sólido, coadyuvó a comprender y mejorar los transistores, si bien hay que ser muy escrupuloso con las relaciones de causalidad subyacentes.

En un caso análogo al de la mecánica cuántica y la electrónica, es frecuente oír que sin Einstein no existiría el GPS, o cualquier otro sistema de posicionamiento asistido por satélites. No obstante, sin Riemann ni Gauss (que se inspiró en los problemas que se plantearon a los ingenieros geodestas cuando se enfrentaron al problema de la esfericidad de la tierra) tampoco existiría Einstein (el de la relatividad generalizada). Pero lo importante aquí es que esta última teoría no es, ni mucho menos, la clave del arco que sustenta el GPS, aunque ayuda a explicar cierto retraso que se produce en la transmisión de señales, el cual, por otra parte, se corregiría a partir de datos experimentales aun en ausencia de esa explicación científica72. Lo anterior no es sino una consecuencia del hecho de que la ciencia forma parte

71 F. Wilczek, Op. cit. p. 178. 72 El GPS mide los tiempos de propagación de ondas electromagnéticas que con ayuda de la velocidad de la luz c se convierten en distancias. Con las distancias de cuatro satélites y mediante triangulación se obtiene la posición. Para una precisión típica de aproximadamente 7 metros se necesitan resoluciones temporales menores a unos 20 ns. Por ello es necesario realizar la corrección relativista, que no deja de ser una corrección más y ni siquiera la más crítica. Por ejemplo, los tiempos de propagación a través de la ionosfera tienen un carácter aleatorio y varían a lo largo del día y del año; en cuyo caso la correspondiente corrección sí es crítica y resulta compleja de llevar a cabo.

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inseparable del sustrato cultural de la época en la que los ingenieros conciben sus ingenios. Estos desarrollan su actividad en un momento histórico determinado, en el que la cultura, de la que es partícipe sustancial la propia ciencia, ha alcanzado cierto nivel y dispone de un arsenal de conocimientos, de modo que la ingeniería se apoya en el soporte formado por todo lo que se sabe en la época en la que se llevan a cabo sus intervenciones. En realidad, la cultura científica sirve para abonar un terreno fértil en el que hacer ingeniería. El inmenso patrimonio atesorado por la cultura humana está detrás de todo lo que hacemos. Y así, los ingenieros ejercen su labor encaramados sobre un pedestal formado por todo lo que les proporciona la cultura en la que están inmersos —desde las complejas formas de organización de la producción hasta los más avanzados conocimientos de propiedades del mundo natural y de procedimientos matemáticos––, pero añadiendo su inventiva peculiar para idear y hacer artificios con el fin de cubrir alguna finalidad práctica. Sería ridículo pretender que los ingenieros partiesen de cero para llevar a cabo cada una de sus creaciones, como hicieron los inventores de la época dorada, como Watt, Edison y los Wright. En la actualidad, los ingenieros conciben y producen sobre un soporte de saber acumulado, en el que descuella el científico. En la cimentación del conocimiento humano, según nos acercamos a nuestros días y el saber científico alcanza enormes proporciones, la ciencia de lo natural se hace cada vez más necesaria para el ingeniero. Pero ese conocimiento nunca es suficiente, pues siempre hay que añadir algo más: la imaginativa concepción de algún artificio que resuelva un determinado problema y que previamente no existía. Por ello, siempre es el ingeniero el que pone la guinda al pastel —o la clave del arco, como se prefiera— en todo producto de la técnica. Aunque la ingeniería de nuestro tiempo esté impregnada de conocimientos científicos, no por ello se diluye la especificidad del modo de actuación propio del ingeniero.

Una fecunda simbiosis

Sucede asimismo que no solo la ingeniería emplea la ciencia, sino que ésta también usa la técnica en forma de instrumentos y experimentos con los que encontrar respuestas a sus problemas específicos. No es posible concebir la ciencia actual sin la técnica moderna, sin los aparatos de medida, telescopios, microscopios (todos ellos en los mismos orígenes de la ciencia moderna) y computadoras, y tantos otros que, no se olvide, son maravillas de la ingeniería. El propio conocimiento profundo de la materia —las partículas fundamentales— requiere instrumentos cada vez más elaborados para los que es previsible que exista un límite de realización práctica, dictada por las posibilidades técnicas. Por citar un caso especialmente significativo, el descubrimiento de nuevos componentes fundamentales de la materia se asocia con la posibilidad de construir aceleradores de partículas cada vez más potentes, con los que imprimir mayor energía a las colisiones entre partículas elementales; lo que tiene un claro límite tanto desde el punto de vista técnico como económico. Piénsese en el acelerador del CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear) de Ginebra, el LHC (Gran Colisionador de Hadrones), obra maestra de la ingeniería, al que se considera la máquina más compleja jamás construida. ¿Qué dimensiones debería tener una máquina que permitiese llegar a los componentes últimos de la materia, si es que tiene sentido conjeturar la existencia de esos entes? 73 En todo caso, la técnica —lo que se puede 73 Una respuesta a esta cuestión se puede encontrar en Russell Stannard, The End of Discovery, p. 220.

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hacer— impone límites a la ciencia —lo que se puede saber––, al menos a la experimental, que es la que soporta, en último extremo, a la teórica y por tanto a toda ella. La consideración de la ciencia y la ingeniería como dos campos de actividad diferenciados no conduce inevitablemente a desacoplarlos: son distintos aunque no distantes, más bien se complementan. La técnica sirve a la ciencia, lo mismo que la ciencia a la técnica; pero eso no evita que sean dos quehaceres distintos sometidos a normas exclusivas, y por eso la colaboración entre ellos no desemboca en una fusión. En una gran instalación científica, como un instituto astrofísico, es patente la diferencia entre las dos clases de profesionales. En esos centros los que hacen ciencia, exploran el universo; mientras que los que hacen ingeniería hacen otra cosa: conciben, construyen y preparan los instrumentos imprescindibles para esa exploración. Esta forma de colaboración ha llegado a llamarse en algún momento Gran Ciencia (Big Science), olvidando a la técnica en la misma denominación, cuando se requiere la más elaborada de ella para esas actuaciones. Así pues, la ciencia y la técnica evolucionan conjuntamente en una relación simbiótica, aunque cada una va a lo suyo y está sometida a sus propios cánones. Además, esos usos complementarios son ocasionales: la técnica no surge, ni mucho menos, únicamente para apoyar a la investigación científica; ni la ciencia ha tenido como objetivo fundamental el servir a la técnica —con las reservas que se verán más adelante. De cualquier forma, el reconocimiento de la autonomía respectiva de la ciencia y la ingeniería no debe impedir que entre ambas se produzca una enriquecedora colaboración. Resulta oportuno recordar que los premios Nobel fueron establecidos para honrar tanto a la ciencia como a la ingeniería, pero, sin embargo, se han convertido en un dominio casi exclusivo de la ciencia. En un principio, cuando estos premios empezaron a otorgarse a científicos por sus logros básicos, se produjo cierto debate acerca de si los propósitos de Alfred Nobel (1833-1896) se cumplían 74 . Estos premios pretendían laurear los descubrimientos, inventos y progresos en beneficio de la humanidad, lo que es un objetivo que posee cierta ambigüedad. Pero prevaleció el mundo de la ciencia al imponerse que ella era la base indispensable para todos los avances técnicos en busca de ese beneficio —de nuevo asoma la tesis de Bacon. De este modo, los ingenieros perdieron su oportunidad. Marconi fue uno de los pocos que lo lograron. El segundo de ellos que obtuvo el premio Nobel de Física, después de Marconi en 1909, fue un ingeniero de control, el danés Nils Gustaf Dalén, quien lo consiguió en 1912 por la «invención de reguladores automáticos para ser utilizados en conjunción con acumuladores de gas para iluminar faros y boyas». En tiempos recientes, Jack S. Kilby ha sido otro de los escasos ingenieros a los que se otorgó el Nobel de Física por su invención del circuito integrado, como ya se ha recordado en otro lugar. Y al ingeniero agrónomo Norman Borlaug se le otorgó el de la Paz, a falta de otro más adecuado, por su aportación a la revolución verde, que ha contribuido significativamente a la alimentación de amplias capas de la población, como se vio en su momento. Dicho lo anterior, hay que añadir que son muchos los ingenieros que se sienten fascinados por la ciencia, acaso debido a que durante sus años de formación adquirieron un notable conocimiento de ella y quedaron prendados por la perfección, exquisitez y rigor de los argumentos que la sustentan. Además, alegan justamente que la ciencia fomenta la

74 Elisabeth Crawford, The Beginnings of the Nobel Institution, pp. 160-161 y p. 166.

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disciplina mental en la organización de los conocimientos, y ejercita la capacidad de razonar, de resolver problemas, de pensar de forma abstracta y de fomentar el espíritu crítico. Este atractivo por la ciencia, en muchos casos, ha perdurado a lo largo de los años y algunos ingenieros, deslumbrados por ella, han sentido una especial complacencia en resaltar los aspectos científicos de la ingeniería. Por lo que no es extraño que los haya que se muestren carentes de reacción ante la persistente reivindicación por parte de ciertos científicos, en especial los físicos, de su papel determinante en la gestación la ingeniería de nuestros días. Asimismo, también procede añadir que los ingenieros han aceptado en su investigación parte del espíritu y de los métodos de los científicos, que han adaptado a sus fines específicos —y no solo los resultados alcanzados por éstos. Hay pensadores (como el pragmatista americano John Dewey (1859-1952)) que sostienen que la ciencia es mucho más relevante concebida como actividad generadora de conocimiento que cuando se entiende como cuerpo de contenidos, como síntesis organizada de conocimientos previamente adquiridos. En todo caso, de lo expuesto resulta claro que una cosa es formar ingenieros competentes y otra muy distinta científicos cualificados; lo que no excluye que alguien formado para lo uno sirva luego para lo otro, lo mismo que sucede con otras profesiones. Es frecuente encontrar en el mercado laboral a licenciados en facultades de ciencias, físicos, químicos, matemáticos o biólogos, realizando funciones análogas a las de los ingenieros; mientras que, por otra parte, hay ingenieros que han realizado una brillante carrera científica, como Henri Poincaré o John von Neumann (que se graduó en ingeniería química en el ETH de Zúrich en 192575), por citar dos casos singulares. Así, al tiempo que se señalan las diferencias entre ingeniería y ciencia, se clarifican los papeles respectivos de estos dos modos de actividad en los mundos de la acción y del pensamiento, y se insinúa la complementariedad entre ambos. A fuer de simplificar mucho, se puede decir que entre saber y hacer, la ciencia se inclina por saber y la ingeniería por hacer —con una parte ineludible de saber cómo hacer. De cualquier forma, ingenieros y científicos exhiben habilidades muy diferenciadas en su proceder, y están sometidos a distintos cánones de aceptación social. No se espera lo mismo de los unos que de los otros, ni se enjuicia igual a cada uno de los dos grupos. Por eso subsisten, diferenciadas, Escuelas de Ingenieros y Facultades de Ciencias, y han tenido que existir, con autonomía relativa, Academias de Ingeniería y de Ciencias.

En fin, la confluencia entre ingeniería y ciencia, que no faltan quienes reclaman, no debe llevar a identificarlas como si fueran las dos caras de una misma moneda o a postular que las diferencias entre ellas son meramente de grado, y que además tienden a converger, proclamando que curiosidad y utilidad pueden buscarse al mismo tiempo. Olvidan, los que así piensan, el proverbio latino76: Qui duos lepores sequitur neutrum capit (el que persigue dos liebres no coge ninguna); y también la acreditada advertencia del clásico español: casa con dos puertas mala es de guardar.

75 Steve J. Heims, J.Von Neumann y N.Wiener, Vol. 1, p. 65. 76 Que recuerda con frecuencia el genético e ingeniero agrónomo Enrique Cerdá Olmedo.

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Capítulo VII.- El conocimiento propio de la ingeniería

¿Qué saben los ingenieros?

De lo expuesto hasta aquí, especialmente en el capítulo anterior, cabe preguntarse: entonces, ¿qué es lo que saben los ingenieros? ¿Cuál es su conocimiento propio y distintivo? Ya se han dado algunas respuestas a estas cuestiones. Todas giran en torno a que saben lo que hace falta para hacer, para actuar, en el dominio de su especialidad. En el diagrama de la figura 7 se tiene una posible síntesis de estas respuestas. En ella se representa la visión del ingeniero aeronáutico Walter Vincenti (1917-) con respecto a las relaciones entre el conocimiento científico convencional y aquel que es propio de la ingeniería. Esta figura se ha adaptado del libro77 que este autor dedicó a reflexionar sobre su larga experiencia como ingeniero en el proyecto de aeronaves. En ella aparecen dos columnas. La de la izquierda se refiere al conocimiento científico y la de la derecha al correspondiente de los ingenieros. Se indican, mediante flechas, las posibles interacciones entre las dos formas de conocimiento. En las leyendas del diagrama se indica lo específico de cada una de ellas, así como su relativa autonomía. Por lo demás, la figura se explica por sí misma. Así pues, conviene resaltar cómo los ingenieros hacen también ciencia, tienen su propio saber (entre otras cosas, eso son precisamente las tecnologías), que es un saber orientado al hacer, un saber que les asista en su actuación para producir el mundo artificial y que ha dado lugar a disciplinas como la electrotecnia, la aerodinámica, la cinemática, la resistencia de materiales y tantas otras. Todas estas disciplinas comparten con las de los científicos el reunir conocimientos que son, por su propia naturaleza, contrastables y repetibles, ya que en su ámbito es viable la experimentación. Además, las disciplinas de la ingeniería emplean con frecuencia las matemáticas, y alcanzan una precisión y coherencia que permite considerarlas como científicas. Sin embargo, como ya se ha insistido, su objetivo no es desvelar leyes del mundo natural, sino establecer y fundamentar métodos y procedimientos para concebir y calcular los artificios que produce la ingeniería (en las facultades de ciencias no es frecuente que se estudien asignaturas en cuyo título aparezca la palabra tecnología. Una posible excepción es la biotecnología —lo que no está exento de cierto oportunismo).

77 Vincenti, Walter. Op. cit.

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Figura 7.- Relación entre el conocimiento científico y el propio de la ingeniería según Walter Vincenti.

Los conocimientos de los ingenieros pueden, en la mayoría de los casos, estructurarse mediante leyes y teorías semejantes a las que emplea la ciencia convencional. Pero aunque sea conveniente, e incluso deseable, que los saberes de la ingeniería sean compatibles con los de la ciencia normal, ello no implica que sean necesariamente derivados y dependientes de ese conocimiento científico, en el sentido de que no se requiera más que recurrir a él para obtenerlos. En todo caso, los ingenieros desarrollan y poseen un conocimiento específico relativo a cómo funcionan los objetos artificiales producto de su actividad y que forma el cuerpo disciplinario asociado a cada rama de la ingeniería. De este modo, el ingeniero no solo usa la ciencia convencional, sino que la amplía, la complementa y la modifica según sus objetivos, por lo que está también comprometido en la investigación de nuevo conocimiento, aunque éste sea relativo a su concreto ámbito de actuación. Para algunos ingenieros investigadores de nuestros días, uno de sus empeños consiste en adaptar las técnicas de investigación y los métodos desarrollados por la ciencia a sus propios objetivos —paralelamente también se está produciendo la adopción por científicos de objetivos hasta ahora considerados propios de ingenieros, como se verá en el apartado que cierra esta primera parte, al final del capítulo VIII. Con todo ello, un nuevo ethos se está extendiendo entre los ingenieros académicos que propugna que una mayor implicación en labores de investigación básica puede producir mejores soluciones ingenieriles en determinados proyectos. Pero los distintos orígenes de ingenieros y científicos (artes mecánicas en el caso de los primeros y filosofía natural en el de los segundos) siguen gravitando sobre los cánones a los que se someten unos y otros, lo que determina la disparidad entre los métodos de unos y otros, a pesar de las indudables analogías en el ejercicio de la razón en los dos dominios: acerado espíritu crítico, rigor máximo, empleo de métodos matemáticos, contrastación experimental, cierta dosis de escepticismo… Por ello, aunque el método de los ingenieros pudiera presentar rasgos equivalentes al que emplean los científicos, los diferentes fines que tradicionalmente han perseguido unos y otros han modulado sus distintas formas de proceder, pese a esas

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aparentes similitudes. La relación entre el método científico y el propio de la ingeniería ha adoptado formas sutiles a lo largo de la historia78. Aunque dictada en otro contexto, se puede traer aquí una cita de Jorge Luis Borges: «… comprendí que no podíamos entendernos. Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos»79.

A pesar de todo, hay quienes defienden que la formación científica y la interacción entre ciencia e ingeniería deben fomentarse lo más posible en la formación de los ingenieros. Pero esa formación, en su forma estricta y dominante, crea hábitos de simplicidad y de unicidad que pueden ser entorpecedores para el ingeniero cuando se enfrenta a la complejidad, la ambigüedad y las contradicciones del mundo en el que ha de ejercer su labor profesional. La formación predominantemente científica puede crear la añoranza de volver a encontrar esa simplicidad en el ejercicio de la profesión. En el siguiente apartado, cuando se hable del método del ingeniero, se volverá sobre estas cuestiones. Pero antes conviene recordar que la acepción de ciencia aplicada que se está adoptando aquí, al menos hasta ahora, se caracteriza porque el científico tradicional busca aplicaciones a lo que ya se sabe, que no es lo mismo que lo que hace el ingeniero, que siempre está motivado prioritariamente por problemas concretos a los que aplica todos los recursos disponibles. Éste busca, tanto en los libros como en el laboratorio, el conocimiento complementario, sea teórico o experimental, que le ayude a resolverlos, si es que se dispone de él. En caso contrario es él mismo el que se ocupa de obtenerlo mediante una investigación delimitada (recuérdese de nuevo el túnel aerodinámico de los Wright, o la búsqueda por Edison de un filamento para las bombillas), que puede presentar semejanzas con la del científico, aunque esté restringida al caso que está tratando de resolver. Así, el ingeniero, al tratar de encontrar una solución a un problema determinado, cuando no disponga de un conocimiento básico y general adecuado a sus necesidades, recurrirá a la experimentación circunscrita a ese asunto concreto, sin preocuparse demasiado de la validez universal de los resultados que alcance, aunque aplique un rigor tan exigente como el que emplea el científico. Si por ventura en esa experimentación consiguiese resultados aplicables a otros casos, tanto mejor, pero ese no era su objetivo: éste es el resolver el problema preciso que le ocupa, como ya se ha repetido en varias ocasiones. Ello determina que con frecuencia el científico lo contemple con cierta superioridad, alegando que él se desenvuelve en un plano superior, confundiendo así cuales son los objetivos que persiguen ambos. En la primera mitad del XX, se detectan movimientos que tratan de cuajar en lo que han llegado a denominarse ciencias de la ingeniería, locución que fue propuesta en Alemania a mediados del siglo XIX, como ingenieurwissenschaften, y con la que se pretende resaltar la componente de ciencia, en un sentido amplio, que poseen las disciplinas de la ingeniería moderna. En Estados Unidos, la National Science Foundation, de la mano de Bush, recuperó el uso de esa denominación para aludir al campo de conocimiento propio de los ingenieros. De este modo, esa Fundación, que tenía que limitarse estatutariamente a financiar la ciencia, pudo incluir la investigación en ingeniería en su campo de actuación. Sin embargo, no faltan quienes hayan creído ver una cierta paradoja en esa denominación80. Un autor representativo de la promoción de esa locución es el ingeniero

78 Edwin T. Layton, «Science and engineering design», Annals of the New York Academy of Sciences, 424, 1984: 173-181. 79 Jorge Luis Borges, El libro de arena, p. 13. 80 Ronald Kline, «The paradox of “engineering science”», IEEE Thechnology and Society Magazine, 19 (3), 2000: 19-25.

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ucraniano-estadounidense Stephen Timoshenko (1878-1972), con aportaciones notables a la teoría de la elasticidad. Este autor dejó escrito81 (p. 494):

Los requerimientos de un ingeniero son completamente diferentes a los de un matemático. El matemático es libre de seleccionar sus problemas, y es completamente natural que en esa selección se dirija en la dirección en la que la posibilidad de obtener una solución rigurosa parezca más prometedora. El ingeniero no es libre de escoger sus problemas. Le son dados, y es necesario encontrarles una solución. Si un análisis riguroso no puede ser aplicado con éxito, entonces se debe recurrir a una solución aproximada, o el problema debe resolverse mediante experimentos.

En esta cita la referencia a un matemático puede sustituirse por la de un científico en general.

El evasivo método del ingeniero

Los ingenieros cubren un amplio espectro de actividades. Esa gran variedad de dominios hace impracticable definir a los ingenieros por lo que hacen. Más bien es la forma de abordar los problemas, en cualquiera de esas actividades, lo que permite identificar al ingeniero. Por ello resulta más factible tratar de mostrar lo específico de su proceder atendiendo a cómo hacen su labor. El discreto equilibrio entre intuición y análisis crítico, entre pragmatismo y rigor, entre escepticismo y voluntad de acción, la prioridad por los procedimientos, todo ello distingue su forma de actuar y permite, hasta cierto punto, establecer su método regido siempre por una búsqueda de resultados tangibles más o menos inmediatos. De este modo, el método es lo que, de manera genérica, los identifica. Sin embargo, este método tampoco resulta fácil de definir y carece de una respuesta que goce de amplia aceptación, aunque de lo visto anteriormente ya se desprenden ciertos rasgos que presumiblemente debería tener. A continuación se exponen otros de ellos. En primer lugar, los ingenieros suelen alardear de que la racionalidad se predica de sus modos de actuación. Sin embargo, ese término dista mucho de ser unívoco. A lo largo de la historia se ha usado para justificar modos de actuación dispares, si no contradictorios. Una distinción entre modos de racionalidad que es relevante al tema que nos ocupa es la debida a Herbert Simon, quien distingue entre racionalidad objetiva y racionalidad procedimental82. La racionalidad objetiva es aquella que se emplea cuando se razona sobre algo de lo que se dispone de un conocimiento exhaustivo y pretendidamente preciso, tanto de la cosa en sí, como de los objetivos que se pretenden de ella, lo que permite una formulación del problema que sea nítida y precisa. Estas formulaciones suelen ser convenientemente simples y llegan a tener, en general, forma matemática. Es la clase de racionalidad que habitualmente emplea el científico, cuyo método entraña la simplificación de situaciones complejas mediante la abstracción de sus cualidades relevantes. Sin embargo, el ingeniero tiene que aceptar en los procesos que acomete una componente de complejidad que impide que, en general, se apliquen los estrictos cánones de la racionalidad objetiva. En ingeniería los métodos analíticos no suelen aportar una solución completa e inequívoca del problema. Todo lo más aportan una aproximación que, cuando se puede obtener, llega a ser de gran relevancia, pero que siempre hay que saber interpretar y adaptar.

81 Stephen Timoshenko, «The theory of elasticity», Mechanical Engineering, 52 (4), 1930: 494-496. 82 Herbert Simon, Las ciencias de lo artificial.

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Cuando no se puede emplear la estricta racionalidad objetiva, se recurre a lo que Simon llama racionalidad procedimental, que se basa en el empleo de procedimientos en los no resulta posible evitar cierta imprecisión o laxitud, por lo que el ejercicio de la racionalidad está acotado y se encuentra circunscrito a la situación concreta que se está estudiando y, en su caso, a limitados poderes computacionales. Con la racionalidad objetiva se puede optimizar la solución a un problema, en el sentido que se da en matemáticas a ese término; mientras que con la procedimental lo más que se puede aspirar es a lograr una solución satisfactoria, lo que, por otra parte, no es poco en la mayor parte de las situaciones concretas de las que se ocupan los ingenieros. Lo que éstos pretenden es que aquello que proyectan funcione de acuerdo con el objetivo que ha presidido su ejecución. Por ello, si la solución adoptada resiste una experimentación intensiva, será aceptada como buena aunque no satisfaga las exigencias que consideraría indispensables un científico convencional. El ingeniero ni necesita ni le basta que haya una demostración científica de que el producto que persigue es posible; su objetivo es que sea eficiente, seguro, fiable, económico y capaz de atraer al público al que está destinado, por lo que estará en principio satisfecho cuando logre unas prestaciones que resulten aceptables de acuerdo con esas metas. De este modo, es posible encontrar, en el ejercicio de la ingeniería, el «serpenteante rastro de lo humano» —recordando la afortunada expresión del filósofo americano Hilary Putnam83–– en un dominio que parecía dominado por lo pretendidamente objetivo, que es lo que propugna el cientificismo y que algunos ingenieros parecen añorar. El concepto de racionalidad procedimental puede servir de introducción a la caracterización del método del ingeniero que propone Vaughn Koen84. Este autor ha enunciado que este método es «la estrategia para causar la mejor transformación en una situación no del todo bien comprendida a partir de los limitados recursos disponibles» ––definición que se puede aplicar a la misma vida. En este modo de obrar están incluidas todas las intervenciones técnicas del hombre desde los albores de la humanidad. Conviene destacar el carácter dominante de resolución de problemas prácticos que subyace a la definición anterior, aun en situaciones de las que se tiene una información insuficiente y los objetivos a alcanzar no están definidos con precisión. En la propuesta de Koen desempeñan un papel primordial lo que se conocen como heurísticas, a las que este autor asocia un significado peculiar y que son aquellas reglas o procedimientos que sirven para alcanzar el objetivo que se persigue, aunque se carezca de justificación al gusto de un científico. Se utilizan como guías para llevar a cabo obras de ingeniería, para las que se empleaba tradicionalmente la denominación de «reglas de oro», y que son fruto de la experiencia y forman uno de los más genuinos patrimonios de cada rama de la ingeniería. La propia definición de Koen carece de precisión, pero esboza un modo de actuación —referido al razonamiento procedimental— que todo ingeniero conoce bien. Hay heurísticas muy generales, como las referidas a los coeficientes de seguridad, y otras propias de cada tecnología. La aceptación de las heurísticas vulnera también la

83 Putnam, H. Las mil caras del realismo. 84 Billy Vaughn Koen, Discussion of the Method.

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proposición de que la ingeniería es un simple anexo de la ciencia, en su pretensión de que todas sus reglas sean una derivación del conocimiento científico previamente existente. Esto último sucede solo en algunos casos, aunque es deseable que estos sean lo más numerosos posibles. El propio Koen propone como heurística: «aplicar el conocimiento científico siempre que sea posible». Otro concepto que emplea Koen es el de estado del arte de una cierta rama de la ingeniería, del que forma parte el conjunto de conocimientos y heurísticas usadas por los ingenieros de esa especialidad para resolver los problemas que les son propios. Lo que hacen normalmente los ingenieros, según Koen, es recurrir al estado del arte que represente la mejor práctica de la ingeniería en la rama correspondiente y en cada momento histórico. Los fenómenos complejos a los que tiene que enfrentarse el ingeniero resultan a menudo intratables sin alguna oportuna simplificación. Al pretender simplificar un problema complejo, hay que enfrentarse a un difícil equilibrio entre clarificarlo y hacer más manejable el problema, por una parte; evitando, al mismo tiempo, dejar de considerar algo de lo que no se pueda prescindir, por otra. La resolución de los problemas de ingeniería suele implicar aproximaciones y, por tanto, siempre queda gravitando la posibilidad de que se olviden factores esenciales, que puedan manifestarse en un momento imprevisto o, peor aún, inoportuno. Cada solución es, en cierto sentido, incompleta: queda la duda de si se habría podido encontrar otra mejor. Este carácter «incompleto» de la solución alcanzada deja abierta la posibilidad de que en el futuro alguien sea lo suficientemente perspicaz para hallar una solución con mejores prestaciones —que es lo que sucede corrientemente. No existen artefactos perfectos, ya que la ingeniería es el arte del compromiso y del mejoramiento continuo; compromiso que está sujeto a restricciones tanto técnicas como económicas. La ingeniería comparte con la economía, y acaso también con la política, el arte de adoptar decisiones razonables con conocimientos insuficientes, aunque estos sean los mejores disponibles. Todo ello hace que la realización de un proyecto en ingeniería sea un proceso habilidoso en el que se despliegan múltiples destrezas por parte de los que lo llevan a cabo. Por ello, desde la más remota antigüedad hasta nuestro tiempo, hay una clara continuidad en el esfuerzo humano por dominar lo natural con fines provechosos, y no se produce ningún tipo de discontinuidad sustancial en la concepción básica de la ingeniería cuando aparece la ciencia moderna, como ya se ha comentado en el capítulo V. En fin, el método de la ingeniería consiste en un largo proceso de revisiones entre dos extremos: el estadio creativo, en el que se conciben nuevas ideas y en el que predominan la imaginación y la síntesis; y el analítico, en el que se somete lo que se ha ideado al implacable rigor de la razón. La grandeza y la peculiaridad de la ingeniería gira en torno a esa doble polaridad: desbordamiento creativo en la concepción, y análisis de la viabilidad de esas concepciones ejerciendo la más estricta racionalidad, y teniendo también en cuenta las posibilidades de aceptación por la sociedad. Al fin y al cabo, los objetos técnicos proliferan en nuestro entorno al invadir, en ciertos casos con gran éxito, el medio complejo y profundamente tecnificado en el que nos movemos y en el que se hace cada vez más imprecisa la barrera entre lo natural y lo artificial.

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La representación

En el método del ingeniero tiene una función destacada la representación de aquello que está concibiendo o diseñando, lo cual tradicionalmente se hacía por medio de representaciones gráficas, aunque en la actualidad se emplean otras más elaboradas, como las que permiten los recursos informáticos. La representación previa de aquello que se está ideando ha tenido un papel capital en el método de la ingeniería tradicional. Por ello, el dibujo ha estado entre las herramientas clásicas de todo ingeniero. Los planos ponen de manifiesto el considerable ingrediente no verbal de la ingeniería. Recordemos que en la École Polytechnique de París, uno de los focos de irradiación de la componente científica del ingeniero, la geometría descriptiva (heredera de la geometría proyectiva de Brunelleschi y otros artistas renacentistas) era una de las asignaturas más importantes; que precisamente impartía Gaspard Monge, uno de los promotores de la École.

Las matemáticas son, en general, la herramienta científica de la que más se valen los ingenieros, que han sabido embeberse de los métodos cuantitativos. Las emplean para representar los problemas que les son propios, tanto para poder realizar cálculos como para la misma concepción de lo que proyectan. En sus manos se convierten en un instrumento que contribuye a hacer operativo el conocimiento del que disponen. Las matemáticas están detrás de muchos procedimientos para resolver problemas de ingeniería, pero quizás un uso especialmente llamativo es la construcción de modelos matemáticos de aquello que imaginan y tratan de construir. El modelado matemático en ingeniería, como en general en todas las disciplinas, no tiene sentido sin definir a priori qué uso se va a hacer del modelo y qué problemas se pretenden resolver con su ayuda. Los modelos se comportan como mapas de la realidad, lo que permite tener representaciones parciales o parceladas, mediante las cuales acceder intelectivamente a distintos aspectos de una máquina o de un proceso. Con los modelos matemáticos el ingeniero intenta representar aquello sobre lo que está reflexionando. Para ello recurre a un formalismo adecuado, que proporciona un lenguaje de modelado, el cual aporta los elementos básicos y conceptuales para la construcción del modelo, que es un objeto abstracto, aunque susceptible de programación informática (a veces de realización física, aunque esto está en desuso), que brinda respuestas a preguntas sobre el aspecto de la realidad modelado. De este modo se dispone de una herramienta que permite «re-presentar» (volver a presentar) el objeto de estudio tantas veces como se requiera, normalmente en combinación con la informática. En todo caso, se pone así de manifiesto cómo los ingenieros (y por tanto, la técnica) recurren a las matemáticas, dejando en entredicho la repetida y desacertada afirmación de que la técnica se reduce a dedos inteligentes85, como si se limitase exclusivamente a una actividad manual —los que así opinan quizás estén pensando en la labor auxiliar del técnico de laboratorio. Esa tergiversación no es ajena a la apreciación subalterna de la técnica. Conviene tener en cuenta que uno de los centros de investigación técnica y de formación de ingenieros más renombrados del mundo, el MIT, tiene como lema Mens et manus (mente y mano). Todo ello sin obviar que aunque las matemáticas deben estar disponibles (siempre están ahí), no deben dominar o absorber los problemas ingenieriles en cuestión. Tampoco se 85 «La revolución industrial fue realizada por cabezas duras y dedos inteligentes. [Por hombres que] carecían de una educación sistemática en ciencia …» se puede leer en Eric Ashby, La tecnología y los académicos, p. 79.

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olvide que, en realidad, las matemáticas no son una ciencia natural en sí mismas, pues en ausencia de datos de observación no afirman nada del mundo. Las matemáticas esconden un profundo misterio —como sucede con el mismo lenguaje—, ya que aunque no están basadas en el mundo alcanzan un singular valor para describirlo, tanto para hacer la misma ciencia como para los artificios de los que tratan los ingenieros.

El imperioso pluralismo

Ya se ha dicho que el diseño de cualquier obra de ingeniería, sea un teléfono móvil o un viaducto, no se desprende solamente de la ciencia convencional preestablecida, ya que no hay ninguna teoría o conjunto de ellas que lo «cubra» unívocamente, en el sentido de la ya antedicha cobertura legal de Hempel. Por ello, el ingeniero sabe que no dispone de un único cuerpo teórico T en cuyo seno desenvolverse con exclusividad, sino que dispone de distintas 𝑇𝑖 (tanto tecnologías como otro conocimiento de carácter específico) que atañen a otros tantos aspectos del funcionamiento de lo que proyecta: mecánica de estructuras, cinemática, consideraciones energéticas, control e instrumentación, entre tantas otras. Cada 𝑇𝑖 corre a cargo de los correspondientes especialistas, que actúan de forma coordinada con el resto de los participantes en un determinado proyecto. En general, de cualquier aspecto de la realidad podemos tener múltiples y variadas descripciones86. Por ello, la imagen del mundo con la que trabajan los ingenieros se basa en un conjunto de perspectivas cada una de las cuales se refiere a un determinado aspecto o parcela de la ingeniería, y a las que cabe pedir consistencia entre ellas todo lo más en las zonas de solape entre esos enfoques. Pero aunque no exista 𝑇, los ingenieros son capaces de construir máquinas o concebir procesos y conseguir que funcionen de acuerdo con los objetivos que han motivado su construcción, y si esto se olvida entonces se desdibuja y se pierde la idea de la labor de síntesis creativa, más allá del conocimiento científico del que se disponga, en la que consiste la ingeniería. Ésta se desenvuelve sustentada sobre conocimientos —por todas las 𝑇𝑖––, pero estos saberes no tienen más papel que el de acotar la posibilidad de poder llevar a cabo los ingenios correspondientes y contribuir a proyectarlos eficientemente, lo que no es poco. Una realización de la ingeniería más avanzada de nuestros días es el tren de alta velocidad, que permite ilustrar lo que se acaba de exponer, así como el inherente carácter multidisciplinario de la ingeniería, pues requiere la concurrencia y coordinación entre distintas especialidades cada una de las cuales resuelve los problemas que le incumben. La ingeniería mecánica se ocupa de problemas críticos de estabilidad, rodadura, disminución del ruido, vibraciones y posibilidad de fractura, entre tantos otros. Las infraestructuras, cuya importancia para el tráfico de alta velocidad resulta difícil exagerar, son competencia de la ingeniería civil. La mecánica de fluidos para establecer la forma aerodinámica consistente con las velocidades pretendidas. Para controlar estos trenes se requieren elaborados sistemas de señalización lo que incumbe a la más evolucionada ingeniería de control —a partir de ciertas velocidades la capacidad de reacción del conductor humano deja de ser operativa. El suministro de energía, y la propia motorización, corresponden a la ingeniería eléctrica. Resulta claro, pues, cómo esa maravilla del transporte que es un tren de alta velocidad resulta de la coordinación distintas ramas de la ingeniería en torno a un proyecto concreto.

86 Hilary Putnam, Op. cit.

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Es posible que se diga que en el dominio de la ciencia se observan fenómenos que presentan rasgos semejantes al caso considerado en el párrafo anterior, ya que un mismo objeto puede ser objeto de distintas disciplinas científicas. Un meteorito puede ser analizado con métodos de la física (al determinar su peso, sus dimensiones y otras características físicas del objeto), de la química (al analizar su composición), de la astronomía (al suministrar información sobre sus trayectorias), de la mineralogía (tipos de minerales que lo forman) o de la biología (la búsqueda de improbables restos de componentes orgánicos, aminoácidos o bacterias fosilizadas). Sin embargo, al contrastar el caso del tren de alta velocidad con el del meteorito se ponen de manifiesto, una vez más, las diferencias entre la ingeniería y la ciencia en las que se viene insistiendo a lo largo de este libro. Si se reflexiona, se concluye que el pluralismo87 en ingeniería es esencial, pues articula distintas tecnologías en torno a un objetivo preestablecido, para cuyo logro se requiere esa confluencia. La labor del ingeniero consiste, en último extremo, en esa síntesis. Pero, por otra parte, en ciencia el pluralismo «recorta» el objeto de estudio en diferentes disciplinas cada una de las cuales es autónoma al realizar su aportación, aunque luego se integren las descripciones parciales aportando una perspectiva global, recomponiendo el cuadro con las distintas contribuciones. La fragmentación que impulsa el especialísimo de las disciplinas científicas se contrarresta por la posterior reunión de los resultados obtenidos por cada una de ellas independientemente. Pero lo específico de la labor del científico se desenvuelve en el seno de cada una de estas disciplinas, mientras que en el caso del ingeniero es en la conjunción de ellas donde alcanza su excelsitud. No obstante, en ciertas ramas de la ciencia como la mecánica cuántica el pluralismo tiene un papel esencial. El principio de complementariedad establece que puede haber visiones distintas de un mismo objeto (ondas y partículas, por citar el caso más conocido), pero que cuando se hace una observación se manifiesta solo una de ellas. El físico Frank Wilczek dice con respecto al principio de complementariedad88: «ninguna perspectiva única agota la realidad, y distintas perspectivas pueden ser valiosas, y sin embargo mutuamente incompatibles», lo cual es una forma palmaria de enunciar el pluralismo en ciencia, al menos en la cuántica89. En todo caso, y volviendo a los ingenieros, estos son radical e inherentemente pluralistas o multidisciplinarios. Para llevar a cabo un proyecto adoptan diferentes perspectivas y recurren a todo lo que sea necesario, sin someterse a una disciplina única que no sea el cumplimiento de los objetivos que motivaron su intervención. 87 El estudio del pluralismo es especialmente relevante en el ámbito de la política, en especial en los análisis sobre la imposibilidad de alcanzar el consenso en comunidades humanas cuando los objetivos de los distintos agentes son incompatibles. Según este punto de vista, las sociedades progresan por la multiplicidad razonada de las opiniones presentes en ellas, y no por la reducción un discurso único. No obstante, el pluralismo no se limita a aspectos relacionados con la incompatibilidad de determinados objetivos humanos o sociales, como la libertad y la búsqueda de la felicidad, sino que afecta también a cuestiones epistemológicas. Para ilustrar el pluralismo se puede recurrir a un breve cuento. Dos varones, que están litigando sobre una cuestión, acuden a un sabio anciano para que les ayude a dirimir entre ellos. Este se reúne con cada uno de ellos. Oídas las razones del primero dice: «Tienes razón». Tras hacer lo mismo con el segundo, afirma: «Tú también tienes razón». Entonces interviene la mujer del anciano, que había escuchado todo el proceso, y le reprende: «¡Pero no puede ser que tengan razón los dos!» El anciano sabio asiente y resuelve: «En fin, tienes razón tú también». 88 Wilczek, Op. cit., p. 334. 89 Para otro planteamiento adicional de esta cuestión véase S. Hawking y L. Mlodinow, El gran diseño.

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La difícil medida de la actividad académica

Los ingenieros que ejercen su labor en centros universitarios se encuentran ante un dilema —lo mismo sucede con otras profesiones universitarias, como la medicina. En tanto que educadores necesitan formar profesionales para la sociedad en una especialidad determinada; pero como académicos tienen también que alcanzar legitimidad en el mundo universitario. Para lo primero, aparte de estar dotados de capacidades didácticas, deben conocer de primera mano el ejercicio de la profesión para poder trasmitirlo a sus estudiantes y, por ello, disponer de experiencia directa en problemas de relevancia para la actividad correspondiente; mientras que para lo segundo tienen que hacer contribuciones intelectuales con pretensiones de cierta generalidad, aunque sea restringida al ámbito de la especialidad de la ingeniería de la que se trate. El delicado equilibrio entre ciencia e ingeniería ha determinado que en algunos casos los ingenieros se inclinen excesivamente hacia la ciencia, relegando lo específico de su propio dominio. Esto sucede especialmente en los que ejercen su actividad en el medio académico, donde corren el peligro de subordinarse a las normas propias de la ciencia, cuyas diferencias con relación a las de la ingeniería se están tratando de dilucidar en estas páginas. Así, se está llegando a medir la calidad de los ingenieros pertenecientes al mundo académico con los criterios que son propios de la producción científica y no de la labor ingenieril: las sobrevaloradas publicaciones —convertidas en la moneda de reserva de la actividad académica— y las patentes —en un intento desesperado de reducirlo todo a lo medible en un mundo en el que los resultados relevantes para la ingeniería se enjuician con criterios mucho más sutiles. Con ello se está llegando incluso a condicionar la promoción de los profesores de las escuelas de ingenieros dando clara preferencia a los que presentan un currículum en el que predomina lo científico, en lugar de lo netamente ingenieril. En la figura 8 se muestran dos esquemas triangulares que permiten ilustrar, de forma resumida, el diferente papel que tienen las publicaciones para la evaluación de ingenieros y de científicos, con lo que se tiene además un argumento adicional con relación a las prioridades que definen a unos y otros. En ambos diagramas el vértice superior representa la labor L, lo que hacen, tanto el ingeniero, en el caso de la izquierda, cómo el científico, en el de la derecha. Para el ingeniero, la búsqueda de la utilidad determina que su labor se traduzca en primer lugar en soluciones a problemas prácticos concretos, que normalmente se traducen en artefactos, o similares, A. Estos productos A, si son suficientemente relevantes, podrán ser objeto de publicaciones P que los recojan, los describan y ensalcen sus bondades, así como los procedimientos que han permitido llevarlos a cabo. Por su parte, la labor del científico conduce a generar saberes sobre el mundo, lo que se registra, en primer lugar, en publicaciones P. Puede suceder que de lo publicado en P se desprendan aplicaciones A, pero éstas tendrán carácter secundario con respecto a la labor considerada como principal para el científico, que cristaliza en P. En cambio, el conocimiento que se genera en ingeniería se valida porque lo que se proyecta a partir de él alcanza las prestaciones requeridas, y no solo por su publicación en revistas de prestigio científico. En todo caso, se ilustra así la distorsión que se produce en la evaluación de los ingenieros académicos exclusivamente por sus publicaciones. Sin embargo, pese a ello, los ingenieros que ejercen su labor en el medio académico han sucumbido al imperativo de publicar y se comportan de forma similar a los científicos por lo que respecta al papel que

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tienen las publicaciones en su promoción profesional y publican ansiosamente, aunque lo publicado resulte ajeno al ejercicio de la profesión, pues han acabado aceptando el extraño argumento de los científicos de que si lo que hacen no es útil hoy, sin duda lo será mañana. Pero cuando el ingeniero (académico) deja de ocuparse de problemas concretos para indagar sobre conocimientos generales de potencial rendimiento futuro pensando solo en su publicación inmediata, cesa de comportarse como un genuino ingeniero para adoptar las maneras de un científico tradicional. Por ello hay que ser reticente respecto al uso de criterios cuantitativos para evaluar la actividad académica (especialmente el pernicioso índice h) pues, en el ámbito de la ingeniería, las cosas son mucho más complejas de lo que esconde ese limitado objetivo en su ingenua búsqueda de la simplicidad y de lo cuantitativo en todas partes.

Figura 8.- Diagramas especulares de las prioridades de ingenieros y científicos con respecto a las aplicaciones A y a la producción de conocimiento P.

Dicho lo cual hay que reconocer la especial complejidad que tiene la evaluación de los ingenieros que ejercen su actividad en el medio académico, pues, como se decía al principio de este apartado, han de desenvolverse entre dos mundos e intentar mantener un difícil equilibrio entre la participación directa en proyectos ingenieriles, cuya contribución al ámbito de la ingeniería correspondiente puede resultar muy difícil de evaluar, y la publicación de aportaciones relevantes para su rama de la ingeniería, que se puede cuantificar más fácilmente. Y así, la solución adoptada ha sido la más cómoda: considerar solo las publicaciones. Por ello, los que se ocupan de proyectos concretos de ingeniería se encuentran en una incómoda competencia con los que se cuidan únicamente de publicar.

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Capítulo VIII.- El modelo lineal y su posterior cuestionamiento

Ingeniería y ciencia después de la Segunda Guerra Mundial

Antes de la Segunda Guerra Mundial la opinión dominante era que los ingenieros se ocupaban con exclusividad por hacer cosas útiles, lo que tenía prioridad absoluta, mientras que los científicos tenían como motivación principal el comprender cómo está constituido el mundo natural. Sin embargo, tras esa guerra se produjeron cambios apreciables en cómo se percibían esas adscripciones. Después de ella se entra en una etapa conocida por diferentes eras en las que lo técnico es lo definitorio. En primer lugar, se da una era caracterizada por el aprovechamiento de la fisión del átomo, mediante su empleo en la bomba atómica y en la generación de energía eléctrica, época en la que tuvo un papel relevante la ciencia física. Se iniciaba así lo que se llamó la era atómica (de la que formaba parte, desde 1955, el programa de usos pacíficos de la energía atómica «Átomos para la paz», según el cual a partir de esta forma de energía se iban a resolver todos los problemas energéticos, aparte de otros beneficios, como los usos medicinales de los radioisótopos). A principios de los años sesenta lo nuclear gozaba de un extraordinario prestigio, pero pronto sería desplazado por la conquista del espacio exterior, al iniciarse la aventura espacial, y con ella la llamada era del espacio, en la que los aspectos propiamente ingenieriles son claramente dominantes. Ambas eras resultaron fugaces; pues la revolución técnica que ha tenido más amplia y fértil incidencia en la segunda mitad del siglo XX ha sido la era de la información, y también una variante de ella de singular repercusión: la de la automatización y la robotización.

En agosto de 1945 se produjeron las devastaciones nucleares de Hiroshima y Nagasaki. Las bombas que provocaron las hecatombes fueron el resultado de un vasto proyecto, el Manhattan, en el que tuvo una participación decisiva un equipo de científicos encabezados por el físico teórico Robert Oppenheimer (1904-1967), que trabajaron con el objetivo preestablecido (¿utilitario?) de fabricar esas bombas (debe mencionarse también que en la Alemania nazi se produjo un proyecto con el mismo objetivo bajo la dirección de Werner Heisenberg (1901-1976), aunque no se alcanzó la meta propuesta). Conviene recordar también la decisiva, y no siempre bien reconocida, participación de ingenieros químicos, especialmente de Du Pont, en la fabricación de esas armas y de las posteriores centrales nucleares90.

En 1942, cuando Karl Compton, entonces presidente del MIT, sugirió a sus colegas físicos de Chicago que los ingenieros químicos de Du Pont tendrían que entrar en el proyecto Manhattan se produjo una especie de rebelión, ya que numerosos físicos estimaban que ellos solos eran capaces de ocuparse de las tareas de fabricación de las bombas, por lo que pretendían conservar el control del proyecto. Temieron que con la llegada de los ingenieros tendrían que compartir el poder. Los grandes físicos sufrían una enfermedad común a las mentes brillantes: puesto que lo son en su especialidad, actúan como si lo fueran en todo lo demás. Por excepcional que haya sido su contribución, eso no presupone nada más que una sabiduría especial, todo lo singular que se quiera, pero en un ámbito restringido. Los científicos tienden a soluciones sobresalientes pero simplificadoras en exceso —lo que, por otra parte, puede ser una de las claves de sus éxitos. Muchos de ellos no hubiesen dudado un instante en explicar cómo dirigir una gran empresa. 90 Pap Ndiaye, Du nylon et des bombes.

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Los físicos habían sido capaces de construir una pequeña pila atómica con sus propias manos y pensaban que el resto era una simple cuestión rutinaria. En efecto, la primera etapa del proyecto Manhattan había terminado, en 1942, con la primera reacción en cadena, obra de un grupo dirigido por el físico de origen italiano Enrico Fermi (1901-1954), y en ella habían participado grupos de investigadores dispersos en varias universidades, y solo habían tenido un papel discreto el ejército y las empresas de ingeniería. Completada esta primera etapa, se trataba de pasar a una escala industrial, y por tanto de hacer entrar en escena a los ingenieros y las grandes empresas que disponían del saber hacer necesario. En ese momento, el general Leslie R. Groves (1896-1970), un ingeniero militar, tomó el mando del proyecto e impuso el reagrupamiento de los trabajos sobre la bomba en Los Álamos (Nuevo México), así como la construcción de instalaciones industriales para la separación del plutonio (Clinton Engineer Works, en Oak Ridge, Tennessee) y la investigación sobre materiales fisibles. En 1942 el proyecto Manhattan cambió de escala. A partir de un proyecto llevado a cabo al principio solamente por físicos, se convirtió en uno de los más grandes esfuerzos interdisciplinarios industriales puestos en marcha hasta ese momento, con especial implicación del Cuerpo de Ingenieros del Ejército americano91. En dos años y medio (desde principios de 1943 hasta Hiroshima) se alcanzó la meta perseguida. Es claro que sin aquellos científicos no se hubieran fabricado las bombas. Pero también lo es que solo con ellos es presumible que tampoco se hubieran hecho. La organización global del esfuerzo dirigido por Groves fue también esencial. Se requirió la construcción de nuevas plantas industriales adecuadas para conseguir los materiales necesarios; la puesta a punto de procesos a gran escala hasta entonces no abordados; y la recepción e integración de miles de componentes de diferentes suministradores con uniformidad y con suficientes garantías. Todo ello fue en gran medida la contribución de los ingenieros. Así, el proyecto Manhattan no fue únicamente un asunto de aplicación científica puntera en física nuclear, sino también un complejo programa industrial formado por múltiples y variados problemas ingenieriles. En el proyecto se produjo el encuentro de dos labores que hasta entonces se habían dado la espalda: por una parte, la investigación en física nuclear de los 50 años anteriores, que alcanzó su cumbre con la primera reacción en cadena de Fermi; y, por otra, los 50 años de producción en masa en la industria química, que se inició en los primeros años del siglo XX con la síntesis del amoníaco y las técnicas de química catalítica de altas presiones, y que alcanzó su apogeo con la producción del nailon, en los años cuarenta. El desarrollo de la energía nuclear fue la ocasión que permitió la conjunción de esos dos mundos, aunque fuese temporal.

Como se ha visto en capítulos anteriores, la participación de científicos en aplicaciones concretas ya venía produciéndose desde los laboratorios de Edison y similares, aunque en general con carácter subalterno a los ingenieros, pero ahora los científicos reclamaban su participación activa en la primera línea del proceso. Paralelamente, el éxito en la incorporación de científicos para colaborar en la generación de nuevos artefactos bélicos alimentó la pretensión de que la técnica se sustentase en sus aspectos fundamentales en la labor de esos científicos, circunstancia que éstos aprovecharon para tratar de situarse al frente de las actuaciones. Al menos desde entonces, algunos científicos tienden a pensar que lo más notable de lo que se hace en la ingeniería moderna se debe, en último extremo,

91 F.G. Gosling, The Manhattan Project: Making the Atomic Bomb, DOE/MA-0001-01/99, 2010, pp. 11-12.

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a ellos. La primacía de la ciencia con relación a la técnica, que hasta entonces se había aceptado a lo sumo en el ámbito académico, se empezó a admitir en un orden más ligado a las aplicaciones. Por otra parte, los historiadores, y otros autores pertenecientes al mundo de las humanidades, adoptaron en general el discurso de los físicos, desdeñando la singularidad de las aportaciones de los ingenieros, e incluso aceptando que la técnica se reducía a meros corolarios de los logros científicos —las artes mecánicas no han gozado del mismo crédito intelectual que la ciencia, como ya se ha repetido en distintas ocasiones. Asimismo, la prioridad de los físicos en la bomba atómica pretendió extenderse al conjunto de las relaciones de la ciencia con la ingeniería, lo que estaría en el germen del modelo lineal, al que se aludirá en el siguiente apartado. De esta manera, la Segunda Guerra Mundial marca un punto de inflexión en las relaciones entre la ciencia y sus aplicaciones técnicas, y llega a modificar el marco de las políticas científicas en Estados Unidos, si bien con anterioridad a ese conflicto ya se habían detectado signos incipientes en ese sentido, aunque estuvieran más o menos larvados, en la École Polytechnique de París y en la ingeniería química alemana, entre otros casos.

Los físicos adquirieron un considerable peso en la posguerra, aureolados por sus éxitos, especialmente en el proyecto Manhattan, convenientemente publicitados. Un número importante de ellos ocuparon posiciones destacadas en la administración pública, en las universidades y en las fundaciones que financiaban la investigación. Pero, a pesar de todo, uno de los personajes individuales que más influyeron en el curso que iba a tomar la investigación científica en la posguerra en los Estados Unidos, y por ende en el mundo, fue un ingeniero: Vannevar Bush, a quien ya se ha aludido y a quien se volverá después con mayor detalle.

Con todo ello experimenta un renovado impulso la implicación directa de la ciencia en lo social y en lo político, además de en lo exclusivamente epistemológico. La guerra, en especial el armamento atómico, contribuyó a socavar la idea utópica de que la ciencia era algo inmaculado ajeno a la política. Los gobiernos movilizaron a los científicos para que participasen en proyectos armamentísticos, con presupuestos muy elevados y con objetivos concretos de orden aplicado y no meramente especulativo —en cada época, los militares suelen estar involucrados en la técnica más avanzada, que prosperará si es ventajosa para los objetivos bélicos. Los esfuerzos conjuntos de ingenieros y científicos se tradujeron en grandes progresos técnicos como el radar, los nuevos componentes electrónicos de estado sólido que vaticinaban la revolución digital, y tantos otros. Al mismo tiempo, los resultados de la ciencia perdieron el comunalismo (el carácter público de los resultados científicos) del que ésta había alardeado en toda su historia.

Al concluir la guerra se extendió el convencimiento de que la hegemonía en el mundo bipolar, que había surgido con ella, dependía de la superioridad científica (subestimando el inmenso y decisivo esfuerzo industrial en la producción de armamento para el desenlace de la contienda). De hecho, antes de la Segunda Guerra Mundial estaba extendida la creencia de que la investigación científica era un lujo que nutría más el espíritu que el cuerpo. Sin embargo, esa guerra cambió completamente esa percepción. Se asumió que la implicación de los poderes públicos en investigación se justificaba en que el valor social, para el conjunto de la sociedad, de los resultados de las inversiones en investigación aplicada podía ser mayor, en gran parte de los casos, que el beneficio que pudiera suponer para algunas empresas privadas —la aventura espacial, por citar un caso. Se comprendió que esas mayores inversiones públicas incrementan las posibilidades de nuevas innovaciones con amplia repercusión en beneficio del conjunto de la sociedad.

Además, en los años de la posguerra se mantuvieron los lazos urdidos durante el período bélico entre militares, industrias y grandes grupos de investigación, de lo que el proyecto

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Manhattan había sido el ejemplo arquetípico. Dwight D. Eisenhower (1890-1969) pronosticó en su discurso de despedida de la presidencia de los Estados Unidos, en 1961, que su país había entrado, con la Guerra Fría, en un nuevo periodo de su historia, caracterizado por la aparición de lo que él mismo bautizó como el «complejo militar-industrial»: una red que asociaba a las administraciones públicas, el Pentágono, las grandes empresas y los centros de investigación.

Un ingeniero al frente de los científicos

Como se ha mencionado hace poco, uno de los personajes que tuvo gran influencia en la inflexión de las relaciones entre ingeniería y ciencia fue Vannevar Bush. Se trata de uno de los ingenieros más versátiles del siglo XX. Ejerció como profesor en el MIT, donde concibió y construyó, como ya se ha recordado en otro lugar, una de las más influyentes computadoras analógicas mecánicas de los años treinta. Fue también consejero de dos presidentes de Estados Unidos, impulsor del proyecto Manhattan y director de la investigación que condujo a la producción en masa de la penicilina. Desempeñó la dirección de la poderosa Office of Scientific Research and Development (OSRD) de Estados Unidos, institución cuya responsabilidad fundamental fue la coordinación de la ciencia americana para apoyar el esfuerzo bélico, de modo que se convirtió en el líder de la organización de esa ciencia durante la Segunda Guerra Mundial (figura 9). Concibió y puso en marcha la National Science Foundation, que continúa hoy en día sustentando la investigación en Estados Unidos y que ha servido como modelo en muchos otros países.

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Figura 9: Portada de la revista TIME (3 de abril de 1944) en la que aparece el ingeniero Vannevar Bush, a quien se describe como «general de los físicos».

Bush, a pesar de su condición de ingeniero, tuvo un papel destacado en la promoción de la ideología, sesgada al cientificismo, que prosperó durante y después de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, el nombre de Bush se asocia con lo que luego se ha conocido como modelo lineal (sería más propio llamarlo modelo unidireccional) de investigación. Este modelo fue promovido por el influyente MIT, entre otras instituciones, y se puede resumir en una fórmula simple: primero hacer ciencia para luego poder hacer ingeniería. Lo que se traduce en que la investigación básica sería la que originaría capital científico a partir del cual se producirían todos los progresos en la técnica y en la ingeniería; es decir, el camino seguro iría de la teoría a la práctica. De acuerdo con ello, los científicos son los que generan el nuevo conocimiento que actúa como una especie de combustible que nutre a los ingenieros que más tarde lo aplican, por lo que la investigación científica básica precede unidireccional y necesariamente a los desarrollos ingenieriles y a las aplicaciones prácticas en busca de algún beneficio.

Bush expuso sus ideas en un conocido informe al presidente Truman, en 1945, que estaba llamado a tener gran influencia en la política científica y en las expectativas con respecto

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a la investigación y desarrollo (I+D92) en los tiempos posteriores. Este informe se tituló expresivamente Science, the Endless Frontier 93 . De él parecía deducirse que la investigación básica debería anteceder siempre a los nuevos desarrollos técnicos y que la ciencia era lo único capaz de proporcionar un sustrato sólido sobre el que edificar la más contingente práctica de la ingeniería. De este modo, se impulsó el latente discurso en el que se resaltaba la prioridad, para los ingenieros, de la investigación básica que llevaban a cabo los científicos, lo que era una novedad en un país adalid del pragmatismo (¡ay, los conversos!). En realidad, el modelo lineal aspira a extender a todas las relaciones entre ingeniería y ciencia lo que sucede, como ya se ha visto, en la acepción que se adopta en este libro de ciencia aplicada; es decir, las aplicaciones siempre detrás de los resultados científicos, por nimios que estos sean. Es como si lo verdaderamente estimable de la técnica del ingeniero se redujese a lo que estuviese basado en conocimientos científicos, y no a la propia funcionalidad y eficiencia de los productos resultantes. El informe de Bush sentó doctrina y se vivió así una edad de fe en el modelo lineal que comprendió aproximadamente los dos decenios que siguieron a la guerra, aunque sus ascuas humean todavía. A partir de entonces, y durante unos años, se afianza la ideología correspondiente, e incluso los libros sobre investigación en ciencia básica empiezan a proponer, unas veces de forma sutil y otras no tanto, que el conocimiento fundamental es básico para todas las aplicaciones prácticas (recuérdese lo dicho con relación a la electrónica y la mecánica cuántica). Aun en nuestros días es posible oír a ingenieros prestigiosos afirmar que antes de esa guerra se podía conceder que la ingeniería tenía autonomía con relación a la ciencia; pero que a partir de ella la pierde. El caso es que si hay incluso ingenieros reputados en el mundo académico que opinan así, no es de extrañar que los científicos, en especial los físicos teóricos, alimentados con esa ideología, se convirtiesen en los árbitros de la política de I+D, tanto en Estados Unidos como en otros países; y lo mismo sucedió en España94. Se produjo así un incremento del énfasis en la ciencia a expensas de la ingeniería, hasta el extremo de que parecía fomentarse que ingenieros y científicos aplicados eran lo mismo. No obstante, como se deduce de otros escritos suyos, Bush tenía una concepción mucho más amplia y matizada de lo que era la investigación, que incluía la que se realizaba de forma independiente y autónoma tanto en ciencia como en medicina, armamento o ingeniería. Muchos partidarios del modelo lineal olvidan que este autor sostenía que debía mantenerse un equilibrio entre ingeniería y ciencia. De hecho, Bush, en los últimos años de su vida, puso en tela de juicio las interpretaciones superficiales que se estaban propagando sobre el modelo lineal cuando afirmó que la ingeniería es más un «socio

92 Se ha pretendido incluir expresamente la innovación en el acróstico anterior añadiendo otra i, que normalmente se escribe con minúscula, de modo que queda I+D+i. Aquí no se adoptará por superfluo.

93 Existe una traducción al español publicada en la revista Redes (noviembre de 1999) con el título «Ciencia, la frontera sin fin. Un informe al presidente, julio 1945». 94 Cuando la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica (CAICYT, 1958-1987) se convirtió en la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología (CICYT), con la sustitución de técnica por tecnología.

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igualitario que un hijo de la ciencia»95. (Una clara ilustración de este paralelismo se tiene en el diagrama de la figura 7).

En la autobiografía de Bush96 se leen cosas como esta:

La elevación de los científicos a un pedestal […] ha desviado a muchos jóvenes. Incluso recientemente, cuando los primeros astronautas llegaron a la Luna, la prensa lo saludó como un gran logro científico. Por supuesto, no fue nada de eso: fue un trabajo ingenieril maravillosamente competente. (Op. cit. p. 54)

Y en otro lugar, más adelante:

Una cosa es hacer manualmente un dispositivo que con sumo cuidado funcione correctamente. Pero es completamente diferente hacer miles, millones, por métodos de producción, todos iguales, todos seguros en su uso, con un porcentaje tolerable de defectuosos. Esto no es ciencia; es ingeniería de una clase superior. (Op. cit. pp. 108-109)

La primera cita recuerda lo que se decía, en aquellos años, entre ingenieros: si un cohete espacial alcanza su objetivo, es un éxito de la ciencia; si no lo logra, entonces es un fracaso de la ingeniería. A la segunda hay que añadirle el necesario matiz de que la ingeniería no se ocupa únicamente de la producción, sino también de la concepción, aunque en esa fase pueda contar con la colaboración de científicos; es decir, el ingeniero interviene en el diseño, proyecto, producción y contribuye, además, al mantenimiento de los ingenios que suministra a la sociedad.

Pero estas matizaciones no han sido apreciadas por algunos lectores precipitados del informe de Bush a Truman —en el que no han sabido ver lo mucho que hay de circunstancial––, por lo que acabó imponiéndose, al menos temporalmente, el modelo lineal contemplado en su literalidad. Con esos supuestos, además, se ha llegado incluso a condicionar la política universitaria y las propias titulaciones en ingeniería. Y así, ha influido negativamente en la formación de los ingenieros, como ya denunciara el mismo Bush en la primera cita anterior. Hoy ese modelo ha sido superado al tener presentes interacciones mucho más complejas. En realidad, el modelo lineal no fue objetado seriamente hasta los años sesenta. Por ejemplo, en 1969 se hizo público el Proyecto Hindsight, promovido por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos, en el que se concluía que alrededor del 90 % de las innovaciones en veinte de los más importantes sistemas de armas desarrollados desde 1945 provenían de investigación directamente ingenieril, y no de la llevada a cabo por la ciencia básica. Este informe no dejó de producir un enorme revuelo entre los que practicaban esa forma de ciencia97.

Así pues, en los años sesenta el modelo lineal se denunció como excesivamente simplista, si no básicamente incorrecto98, entre otras razones porque separa y jerarquiza a los

95 Albert Love y James Childers (Eds.), Listen to Leaders in Engineering, p.10. 96 Vannevar Bush, Pieces of the Action. 97 En el año 2007 se publicó una revisión de este proyecto (Richard Chait et alii: Enhancing Army S&T,

Washington DC, National Defense University, 2007) en la que se mantienen esencialmente sus conclusiones, aunque se admite expresamente la obvia influencia de la ciencia en la formación básica de los modernos innovadores técnicos.

98 Sumner Myers y Marquis Donald, Successful Industrial Innovations.

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agentes en el proceso, cuando lo que sucede es que deben interaccionar de forma completamente entrelazada y no meramente secuencial, sometidos a la disciplina que impone su valor para la práctica. Por ello se propusieron, para reemplazar al lineal, los modelos interactivos, de los que fue precursor el de enlaces en cadena o modelo cadena-eslabón de Kline, al que han seguido otros muchos99. En estos modelos se abandona el carácter unidireccional del modelo lineal para resaltar la multidisciplinariedad latente en el proceso de innovación, en el que, en nuestros días, es frecuente que se produzca una dinámica y colaboradora interacción de ingenieros con científicos y otros agentes auxiliares y de soporte, todos los cuales actúan con objetivos que tradicionalmente habían sido propios de la ingeniería.

Pero, pese a lo anterior, hay quienes se obstinan en mantener el modelo lineal. Para algunos biempensantes del mundo académico, y también para ciertos responsables de la política científica, ese modelo sigue siendo lo políticamente correcto. En este orden de cosas, se oye con frecuencia que la investigación científica está siendo un éxito pero que la innovación (con toda la ambigüedad que oculta ese término) es un fracaso, como si debiera existir una conexión directa entre ambas, y del impulso a la investigación básica debiera seguirse inexorablemente el crecimiento de la innovación; o que, de forma alternativa, la investigación básica fuera el requisito necesario y suficiente para la invención. La falacia que se esconde tras esa afirmación suele acabar produciendo un frustrante desengaño en los que se aferran a ella.

El forzado hermanamiento de ciencia y tecnología

En un capítulo anterior se ha comentado el controvertido uso que se hace del término tecnología, que se acentúa cuando se une a ciencia y se forma la expresión de éxito mediático «ciencia y tecnología». Esta confusión es especialmente atractiva para los partidarios del periclitado modelo lineal. De acuerdo con la ideología y las políticas inspiradas por ese modelo, con «ciencia y tecnología» se denomina lo que se considera como una línea de ensamblaje. Al principio está la idea en la cabeza de un científico. Después, en las siguientes etapas del proceso, se producen secuencialmente una serie de operaciones, denominadas invención, desarrollo, ingeniería y comercialización, que transforman la idea original del científico en productos para el mercado: ergo, para obtener estos últimos, y con ellos crecimiento económico, lo que hay que hacer es invertir con holgura en la iniciación del proceso; es decir, en ciencia básica: lo demás se dará por añadidura. Al final del apartado anterior ya se ha cuestionado esa propuesta.

Pero es que, además, para los partidarios de la línea de ensamblaje, ciencia y técnica formarían una unidad indisociable que designan precisamente con el membrete o sello de «ciencia y tecnología», en el que la alusión a la tecnología se reduce a un mero ornamento o acompañamiento. Parece que la ciencia, para hacer valer su influencia y su utilidad en el mundo moderno, no está dispuesta a soltar de la mano a la tecnología. En este sentido, algunos divulgadores y políticos se han obstinado con el mito que subyace a ese membrete recurrente sometiendo los dos términos a un forzoso hermanamiento, al que ya se ha dedicado algún espacio en el capítulo anterior, y que pretende actuar como una especie de reclamo conjunto. Este hermanamiento no es ajeno a la pretensión de considerar a la tecnología como la técnica hecha a partir de la ciencia, con lo que la afinidad entre lo que significan los dos términos sería inevitable. Algo así sucede con la

99 Para más información consúltese: http://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/2499438.pdf.

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voz sintética tecnociencia, a su vez muy apreciada también en los llamados estudios sociales de la ciencia.

La conjunción de la ciencia con la técnica, bajo el envoltorio promocional de «ciencia y tecnología», es una propuesta que ha sido pregonada con tanta insistencia que podría caerse en la tentación de aceptarla; pero la dilución de la identidad de cada uno de estos dos modos de quehacer sería nefasta, tanto para la ingeniería como para la misma ciencia y por tanto para la sociedad. Con ello todos pierden: los científicos lo que han tenido por una de sus grandezas: la libertad de investigación; y los ingenieros su propia especificidad, al quedar reducidos a un papel subalterno. El éxito en cada una de estas actividades se mide con parámetros bien diferentes, por lo que se corre el riesgo de que se apliquen a una de ellas los cánones propios de la otra, que es lo que sucede cuando se analiza el distinto papel que juegan las publicaciones en los dos dominios —como se ha visto en el capítulo anterior—; o, por otra parte, se exigen aplicaciones prácticas imperiosas a la investigación científica. Y así, el supuesto solapamiento amenaza con desdibujar las virtudes propias de cada una de ellas, las cuales poseen sus respectivas peculiaridades, sus normas diferenciadas, que conviene mantener autónomas e independientes para que las dos puedan seguir alcanzando los mismos objetivos que las han definido en el pasado y que la propia sociedad demanda de ellas, aunque estén sometidas en cada época a un permanente proceso de revisión actualizadora. La fecunda simbiosis de la que se ha hablado al final del capítulo VI no impide la autonomía de las dos formas de actuación, como ya se decía allí.

En fin, y siguiendo con lo anterior, conviene reseñar que en nuestra época se está produciendo una acalorada defensa de la conservación de la diversidad en distintos dominios, como el biológico o el cultural, pero por lo que respecta a la ingeniería parece promoverse un movimiento de signo contrario: se trata de diluirla en un totum revolutum en el indefinido campo de la denominada «ciencia y tecnología». De este modo parece relegarse el proceder original de nuestros remotos ancestros cuando, en su afán por sobrevivir, supieron desplegar la potencia de la mente humana, en conjunción con sus ágiles manos, creando la técnica, con la que se enfrentaron a un medio hostil y desencadenaron, con su ingenio y su destreza, con su imaginación y su habilidad para manipular y reconducir el mundo natural —virtudes heredadas por los ingenieros, y por los técnicos en general, y que contribuyen a definirlos––, la larga senda de Homo faber para sustituir el mundo salvaje por otro mucho más hospitalario y confortable en el que fuese posible vivir una vida más agradable y más fructífera en la insaciable búsqueda de la felicidad.

¿Están adoptando en nuestro tiempo los científicos los fines de los

técnicos?

Según se ha visto, en los siglos XIX y parte del XX, en los ambientes académicos se admitía que la superioridad de la ciencia con respecto a la técnica se producía tanto en cuanto a jerarquía intelectual como en cuanto a dependencia funcional; pues se daba por descontado que después de la inflexión que dio lugar a la Revolución Científica de la Edad Moderna la ciencia sería la que marcaría la ruta a la ingeniería. Pero en nuestros días, aunque se pretenda conservar la preeminencia asociada al rango intelectual, se acepta, incluso en medios reacios a ello, que esa relación se está invirtiendo en lo que se refiere a la dependencia funcional, y es la técnica (lo que pretende primariamente satisfacer algún objetivo concreto y aplicado de tipo práctico) la que está estableciendo la

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agenda a la ciencia100. Después de la Segunda Guerra Mundial, como se ha indicado en páginas anteriores, una parte de los científicos se ha sentido atraída por los sustanciosos proyectos en los que prevalece la utilidad, olvidando, o al menos postergando, las metas tradicionales a las que sus antecesores habían dedicado sus mejores esfuerzos: el saber altruista y contemplativo. Esto se pone especialmente de manifiesto cuando se considera cómo la biología ha arrebatado a la física el reinado de la ciencia. En efecto, la primera está respaldando tareas de gran repercusión práctica, como son los transgénicos, las biotecnologías, la genómica, las aplicaciones a la medicina, la ingeniería tisular, entre otras numerosas líneas de investigación; mientras en la ciencia física han sido dominantes, especialmente hasta la primera mitad del siglo XX, cuestiones más abstractas, aunque se observa una cierta reorientación en temas tales como las nanotecnologías, los nuevos semiconductores, el grafeno, que aportan nuevos componentes con los que se pueden hacer artefactos, o llevar a cabo actuaciones ingenieriles, hasta entonces impensables.

Todas estas líneas de investigación están inspiradas en la búsqueda de resultados científicos de los que previsiblemente se derivarán posibles y apetecidas aplicaciones. Así, una parte significativa de la ciencia, en nuestros días, parece estar inspirándose, al buscar temas de investigación, en objetivos considerados hasta ahora como propios de la técnica por su carácter aplicado, aunque se proceda, al indagar en esos temas, de una manera consistente con las normas tradicionales en el mundo científico. Por tanto, esa ciencia tiene que hacer compatibles las exigencias del método científico convencional con la búsqueda de objetivos prácticos (acaso por eso los que la practican defienden la acepción de la voz tecnología que les garantiza un terreno propio en el que coexistan metas consideradas tradicionalmente dispares e inalcanzables al mismo tiempo. De acuerdo con esa acepción, como se recordará, la tecnología sería la técnica que deriva directamente de la ciencia, o incluso la que hacen los mismos científicos). Con relación a los que hacen esa ciencia cabe preguntarse: ¿entre sus ambiciones, cuál es dominante, publicar un artículo en una revista de gran impacto científico o resolver primariamente problemas prácticos y lucrativos101? (Puede que pretendan alcanzar al mismo tiempo las dos metas, aunque resulta inevitable que exista una prioridad relativa entre ellas, pues deben recordar lo dicho respecto a la persecución simultánea de dos liebres). Sin olvidar que el pretendido objetivo configura el método empleado para alcanzarlo.

En realidad, lo que pretenden esos científicos es hacer una especie de ciencia aplicada inducida, en el sentido de elaborar una ciencia, con todas las exigencias metodológicas habituales, pero inspirada en cuestiones de orden práctico y cuyo fin es convertirse en aplicada; lo cual presenta alguna semejanza con lo que hacían tradicionalmente los ingenieros cuando carecían de basamento científico convencional para lo que trataban de hacer; aunque ahora los científicos lo hagan con verdadera ambición científica, persiguiendo en sus resultados la plena homologación y compatibilidad científica de los logros alcanzados, como es propio del canon al que se someten, y no se conforman con que estén restringidos a un caso concreto, como han hecho siempre los ingenieros, que han tenido menor ambición epistémica —interesa recordar ahora, de nuevo, el túnel aerodinámico de los Wright, como muestra de una investigación ingenieril de objetivos concretos y limitados.

100 Paul Forman, «The primacy of science in modernity, of technology in postmodernity, and of ideology in

the history of technology», History and Technology, 23 (1), 2007: 1-152. 101 Davis, Michel (1998). Thinking like an Engineer, p. 15.

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Los científicos que proceden así tratan de forzar la consigna baconiana: las aplicaciones prácticas son el resultado de algún conocimiento básico, a cuyo desvelamiento ellos se aplican motivados por esas mismas aplicaciones. Son, asimismo, los que propugnan el maridaje de ciencia y tecnología, que ya se ha discutido en el apartado anterior. Igualmente, hay que mencionar que algunos ingenieros académicos actúan de manera semejante, aunque sus orígenes suelen afectar a sus modos de proceder, lo que determina que en la investigación de éstos tenga menor peso la pretensión de universalidad de sus logros. Pero, entre tanto, el grueso de la ingeniería discurre por las vías acostumbradas, aunque sin perder de vista las oportunidades que ofrecen esos nuevos conocimientos y productos, de los que se vale para llevar a cabo sus funciones específicas usuales.

De este modo, en la actualidad, muchos científicos participan directamente en la elaboración del mundo artificial (indirectamente lo han hecho siempre), participando en los equipos multidisciplinarios en los que se hace la ingeniería moderna, aunque hay que mencionar que normalmente intervienen solo en las primeras etapas, si bien su participación puede abrir, en determinados casos, nuevas y feraces vías de innovación: cuando se acierta en lo básico los efectos pueden traer gran progreso.

Así pues, los casos que se han mencionado más arriba, al final del primer párrafo de este apartado, son muestras de los cambios que se están produciendo a principios del siglo XXI, cuando una parte significativa de los científicos adopta lo que había sido uno de los rasgos distintivos de la investigación técnica: el estar orientada a la consecución de objetivos concretos y aplicados. ¿Se está transformando la tradicional consideración de la técnica como ancilla scientiae en un nuevo escenario en el que la ciencia adopta el papel de ancilla technicae? (En el primer caso la servidumbre era respecto a los conocimientos y en el otro con relación a los fines). ¿Se están convirtiendo los problemas considerados tradicionalmente como propios de los ingenieros —o de los médicos—en el manantial predilecto que nutre de temas de investigación a los científicos? ¿Está adoptando la ciencia un papel subalterno al ubicuo mundo de la técnica? El uso intensivo de aquella con finalidades en las que son patentes las metas utilitarias como primera pretensión —y no secundariamente, como sucede cuando se hace investigación fundamental y se mira luego con el rabillo del ojo a ver si se encuentra alguna aplicación lucrativa a los resultados básicos previamente obtenidos— adquiere intensidad a partir de los años ochenta y ha sido considerada por el físico reconvertido en historiador de la ciencia, Paul Forman (1937-), como una muestra de una transformación cultural de amplio alcance102, característica de nuestra época. La ciencia, como el resto de las actividades humanas, está sometida a un fuerte componente cultural, pues se tiende a hacer la ciencia que demanda la sociedad en un momento dado.

Para Forman, en nuestro tiempo se desdeña lo abstracto y general en favor de lo utilitario, práctico e instrumental, todo lo cual se sitúa en un dominio más propio de la técnica que de la ciencia, de modo que la primera se convierte en una motivación para la actividad científica. En consecuencia, la simbiosis a la que se aludió al final del capítulo VI adquiere, en la actualidad, características peculiares, matizadas por lo que ahora se está viendo.

Con todo ello, se está produciendo una reorientación de una parte considerable de la investigación científica desde objetivos definidos libre y especulativamente, con discrecionalidad absoluta por parte del investigador, hacia otros promovidos por necesidades de carácter aplicado; es decir, en los que lo útil es la principal motivación, aunque a veces resulte encubierto. Ello es así hasta el extremo de que en la justificación 102 Paul Forman, Op. cit.

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de las inversiones en ciencia ocupa un lugar destacado su posible valor para el progreso técnico. Una muestra de eso es que se pide a los científicos, en las convocatorias de proyectos de investigación con financiación pública, que hagan explícitos los beneficios en forma de aplicaciones que estiman que se derivarían de sus resultados —se ha puesto de moda en los medios científicos, y también en los políticos, llamar transferencia del conocimiento a ese proceso, cuando en realidad lo que hay que transferir es la técnica, el saber utilizable. No obstante, a muchos de ellos, la investigación con objetivos prácticos predeterminados les produce gran frustración, pues con frecuencia tienen que abandonar las posibilidades que se apuntan en hallazgos científicos inesperados y prometedores que se presentan a lo largo del proceso investigador, y que a ellos les resultan llamativos, pero que acaban por desatender para concentrarse en la finalidad concreta de aplicación práctica que subyace al conjunto del trabajo y que está en el origen de las anheladas financiaciones. Asimismo, tienen que soportar una gran presión en la búsqueda de resultados inmediatos, lo que les resulta poco compatible con la serenidad requerida para las genuinas indagaciones científicas. Todo esto produce una cierta turbación en muchos de ellos, pero es un claro indicio de los cambios radicales que se están produciendo en la forma de enjuiciar las correspondientes actividades. De esta forma, aunque haya protestas en sentido contrario, nos encontramos inmersos en un tiempo que presenta unos rasgos sensiblemente diferentes a los de siglos pasados. En esa época se repudiaba que el fin justificase los medios empleados para alcanzarlo, mientras que en nuestros días, por el contrario, el fin se invoca como justificación de la actuación incluso en el ámbito de la ciencia, aunque haya sido en el de la técnica en el que, por su propia naturaleza y desde siempre, el fin respalda los medios empleados. El filósofo de la ciencia Paul Feyerabend 103 (1924-1994) postulaba que en el método científico «todo vale». Sin embargo, es en el dominio de la técnica, donde lo instrumental es dominante, en el que esa afirmación es incuestionable. La técnica se nutre de todo lo disponible para alcanzar sus fines predeterminados, y es la eficacia y la eficiencia con las que se alcanzan esos fines lo que permite evaluar la bondad y adecuación de los recursos empleados y del resultado alcanzado. Por otra parte, los ingenieros de todos los tiempos han tenido en cuenta aspectos que no han interesado a los científicos convencionales, como son la organización de la producción, el control de calidad, cuestiones presupuestarias o económicas y de comercialización. Pero, en nuestros días, no pocos científicos (como el mencionado Shockley) asumen plenamente esas labores. La cuestión es: ¿siguen siendo lo que durante los dos últimos siglos se ha entendido como científicos? En todo caso, entre los que mantienen la antorcha de los científicos tradicionales los hay que se preguntan: ¿desaparecerá la ciencia tal como la hemos conocido, como buscadora incansable de la verdad, como primera y predominante opción? ¿Quién se ocupará entonces de la exploración libre y desinteresada de nuevas propiedades del mundo natural? Se dice a veces que estas últimas ya se conocen suficientemente, pero con esta afirmación se ignora la multitud de dominios en los que aún se carece de un conocimiento básico: por citar un caso, la neurociencia. Al mismo tiempo, y en paralelo, surge la cuestión: ¿depende la posibilidad de innovación técnica exclusivamente del descubrimiento por los científicos básicos de propiedades desconocidas del mundo natural? Aunque sea indiscutible que el desvelamiento de propiedades ignoradas abre posibilidades inéditas hasta entonces al ingeniero, ¿su genuino espíritu creador se reduce únicamente a esperar nuevos 103 Paul Feyerabend, Contra el método.

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descubrimientos científicos y a explotarlos a posteriori? ¿O más bien se vale de ellos, cuando ya están disponibles, para llevar a cabo los originales y creativos proyectos en los que está embarcado, y que son los propios de su profesión? Sucede que se está produciendo el deslizamiento de la ciencia desde la satisfacción de la curiosidad desinteresada a la búsqueda prioritaria de lo útil, lo que es desechado por aquellos científicos que lo consideran una degradación o una perversión de la excelsitud de su labor, en tanto que pulcra aventura intelectual. Para éstos la pura belleza de la ciencia basta y sobra para practicarla. Lo demás, si fuera el caso, se daría por añadidura. Pero a mediados de la pasada centuria, un pensador como Xavier Zubiri (1898-1983) ya recelaba de que, en esos tiempos, «la función intelectual se mide tan solo por su utilidad, y se tiende a eliminar los restos como simple curiosidad. De esta suerte, la ciencia se va haciendo cada vez más una técnica»104. Y más adelante añadía: «El homo sapiens ha ido cediendo el puesto […] al homo faber» 105 . Zubiri, un filósofo —un amante de la sabiduría—, no ocultaba su inquietud por una cesión que cuestionaba la primacía del mundo del saber, con lo que se trastornaba un orden en vigor desde los orígenes del pensamiento occidental, allá en el mundo griego, especialmente de la mano de Platón. Está claro que a Zubiri no le gustaba nada lo que estaba viendo. Posiblemente, menos le hubiese gustado lo que vendría después, a fin de siglo y principios del siguiente, cuando la búsqueda preponderante de lo útil está prevaleciendo sobre otras consideraciones más contemplativas. En el fondo, la cuestión estriba en cuál es la relación primaria que tenemos con las cosas: la de su uso o la de su conocimiento.

Tercera parte

104 Xavier Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, p. 21. 105 Xavier Zubiri, Op. cit. p. 39.

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Ingeniería y sociedad

Capítulo IX.- Formación y ejercicio profesional de los

ingenieros

Ingeniería y profesión

La primera parte de este libro se ha dedicado a relatar algunos hitos destacados de la gestación de la ingeniería, y la segunda a indagar sobre lo que identifica a ese modo radical del quehacer humano. Ahora se aborda la tercera, con un contenido quizá más laxo, pero que acaso valga para desempeñar el papel de colofón, más allá de las cuestiones técnicas consideradas hasta aquí. En este capítulo se van a exponer algunos asuntos relativos tanto a la vida profesional de los ingenieros como a aspectos referidos a su formación y también, de forma un tanto tangencial, a hechos marginales de incidencia en algún momento histórico. En conjunto se trata de temas que, aunque resulten un poco dispersos, pretenden complementar lo dicho hasta ahora. Algo análogo sucede con el

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capítulo siguiente que, por las especulaciones contempladas en él, es posible que desborde el cauce mantenido en este libro y concite desacuerdos por su carácter de reflexión sobre cuestiones que sobrepasan lo tratado hasta aquí. En todo caso, el lector al que no le interese cualquiera de estos dos capítulos puede saltárselo sin merma del resto del libro. Los ingenieros forman una insólita profesión. Como se ha insistido en páginas anteriores, tienen un papel destacado entre los forjadores del mundo artificial. Los artificios que lo pueblan han sido concebidos, construidos y están mantenidos en gran medida por ellos, en lo que constituye la médula de su actuación profesional. Son herederos directos de las actividades técnicas que se remontan a los primeros pasos dados por el género Homo sobre la tierra; han existido, de una forma u otra, en todas las civilizaciones; y sin embargo, al contrario de lo que sucede con otras profesiones, como la medicina, no han alcanzado el rango de profesión plenamente asentada hasta épocas relativamente recientes (en realidad hasta el Renacimiento, y aun entonces de forma incipiente). La figura del ingeniero que se apunta en la antigüedad, constructor de grandes obras civiles, se refuerza, en tiempos modernos, con la aparición de las grandes factorías en las que la labor ingenieril adquiere nuevas dimensiones. Es frecuente que la carrera profesional de un ingeniero lo conduzca hacia puestos de dirección y gestión, en los que ejercita su capacidad para, por una parte, comprender y emplear las distintas tecnologías involucradas en el proceso productivo y, por otra, para desenvolverse en las organizaciones empresariales correspondientes, lo cual es esencial para que esas organizaciones desempeñen su función. Los ingenieros accedieron, en su día, a los escalones superiores de la empresa, modificando la cultura de las corporaciones correspondientes. Pero esto está cambiando con el predominio del mundo financiero de nuestros días, lo que determina que los puestos de dirección de las grandes empresas estén siendo ocupados por expertos en finanzas y en aspectos legales (economistas y licenciados en derecho). Entre los mismos ingenieros no faltan los que consideran su profesión como una puerta de acceso al mundo de los negocios (no es extraño que hagan un máster en administración de empresas —MBA son sus siglas en inglés). Los problemas específicos en los que los ingenieros están versados se están relegando a un nivel inferior, aunque esos problemas sean los que soportan el conjunto de la actividad productiva. Es posible que la ingeniería tradicional, entendida como una profesión cuya misión fundamental era aprovechar las fuerzas de la naturaleza, esté desdibujándose, al convertirse su ámbito de actuación en un mundo híbrido, en el que intervienen factores de índole muy variada. La ingeniería se está modificando en la medida en que su objetivo principal está dejando de ser la exclusiva reconducción de los fenómenos naturales, para además ocuparse de la gestión del mundo artificial en el que algunas de las cualidades del ingeniero, tanto su conocimiento de las tecnologías involucradas como sus dotes de liderazgo y de organización, son imprescindibles. Se espera del ingeniero que sea ecuánime, esté bien informado y conozca los problemas de los que se ocupa. La profesionalidad consiste en ser eficaz en la rama de actividad correspondiente, pero a las empresas que contratan ingenieros también les atraen otras cualidades personales como la iniciativa, la capacidad de liderazgo y la predisposición a llevar a cabo un trabajo duro. Los ingenieros, por la propia naturaleza de su trabajo, suelen tener un punto de vista cargado de optimismo, según el cual todo problema puede

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resolverse de forma satisfactoria si se pone el empeño necesario y se dispone de las herramientas adecuadas, y además se acierta en formular las cuestiones pertinentes. También deben asumir como virtud profesional distintiva la lealtad con los destinatarios de su trabajo, sea el público en general o las empresas para las que trabajan. Esto puede conducir a dilemas, ya que estos dos objetivos a veces no pueden conciliarse armoniosamente. Por otra parte, no hace demasiado tiempo, el ingeniero, al finalizar sus estudios, todavía aspiraba a encontrar un puesto de trabajo lo más estable posible que le garantizarse una vida profesional permanente en el seno de una gran organización. El número de los que se dedicaban a crear su propia empresa, o a ejercer como consultores, no era, ni mucho menos, mayoritario. La tradicional vinculación de los ingenieros a grandes empresas tenía gran estabilidad, de modo que la identidad de esos profesionales se asociaba a su lealtad a esas empresas. Se establecía una recíproca adhesión entre la empresa y los ingenieros —eso sucedía también con el resto de la plantilla, que solía jubilarse en la misma empresa en la que empezaba a trabajar. En la actualidad el panorama ha cambiado drásticamente y el mundo profesional ha alcanzado una gran fluidez, hasta convertirse en efímero. Las carreras profesionales están adquiriendo una enorme imprevisibilidad. Los ingenieros han tenido que aprender que están sometidos, en su labor profesional, a las inflexibles leyes del mercado; y así han dejado de vincular su vida profesional a una única empresa u organización, con lo que esa vida puede haberse convertido en más interesante y enriquecedora ––frente a la monótona actividad de sus mayores––, pero se encuentra expuesta a riesgos, especialmente cuando se alcanzan ciertas edades. Todo lo cual ha determinado que el ingeniero tenga que fomentar su autonomía para encauzar su identidad profesional; que ya no es algo estático, sino que varía con el tiempo.

Las Escuelas de ingenieros francesas

Durante el siglo XVIII empiezan a despuntar lo que serán los dos modelos europeos de ingeniero civil (en sentido estricto de no militar): el inglés por un lado y el continental, principalmente francés, por otro. Los ingenieros ingleses promovieron la Revolución Industrial, y aunque no necesariamente tenían una formación superior especializada, extrajeron sus conocimientos de la experiencia y alcanzaron una gran competencia técnica que está en las raíces de esa revolución. Por otra parte, en la Europa continental, y particularmente en Francia, el ingeniero adquirió una imagen marcadamente elitista, con una sólida formación científica, en especial matemática, a partir de una estricta selección que permitía al Estado dotarse de cuerpos de funcionarios altamente cualificados y competentes para vertebrar sólidamente la naciente estructura económica burguesa. El mundo moderno europeo surge pues con dos puntos de referencia. Por una parte Inglaterra, donde se gesta la Revolución Industrial, y que es asimismo la cuna del pensamiento liberal y donde se implanta progresivamente el parlamentarismo. Por otra parte, en el otro extremo, se sitúa el absolutismo francés que puso de manifiesto cómo bajo la dirección del Estado era posible modernizar un país. En el absolutismo la modernización se impone desde arriba, mediante el llamado despotismo ilustrado. Esta forma de gobierno resultó muy atractiva para gran parte de los monarcas de la Europa continental, en particular Prusia, Austria y Rusia, además de España, en especial durante

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el reinado de Carlos III. Es notable y paradójico que el absolutismo acabase desembocando en la Revolución francesa. En el despotismo ilustrado, para sustentar el centralismo estatal era necesario disponer de profesionales cualificados, entre los que los ingenieros ocuparon un lugar prominente. En Francia adquieren un papel destacado estos profesionales. Ya en siglo XVII, uno de los más influyentes ministros franceses de Luis XIV (1638-1715), Jean-Baptiste Colbert (1619-1683), había instaurado la formación técnica superior como instrumento decisivo para la prosperidad del país. No hay que olvidar que precisamente durante el XVII nace en Francia el Estado centralista burocratizado, en cuya cúspide se sitúa el monarca absoluto («l’État c’est moi», proclamó Luis XIV). El fomento de las obras públicas recibe un fuerte impulso, por lo que la necesidad de ingenieros se hace especialmente apremiante. De este modo, las necesidades de su formación dieron lugar a las escuelas de ingenieros, en un sentido que empieza a parecerse al que se emplea en nuestros días. Desde la antigüedad se sabía que el ejército necesita fortificaciones para defenderse, calzadas para trasladarse rápidamente adonde se le requiera, puentes para cruzar los ríos y habilidad para minar las fortificaciones enemigas, así como artefactos bélicos basados en una técnica elaborada. Para responder a estos problemas surgieron los Cuerpos de ingenieros militares (en España, en 1711). Paralelamente, el mundo civil necesita soluciones similares (calzadas, puertos, edificaciones, minas para la extracción de minerales, etc.) y requiere también personal cualificado para emprender esas labores. Por ello, en 1716 se estableció en Francia un cuerpo de ingenieros, esta vez civiles, el Corps de Ponts et Chaussées, para construir y mantener los puentes, calzadas y canales de la nación. Lo mismo que los ingenieros militares, los ingenieros civiles franceses fueron objeto de respeto en el resto de Europa, que se apresuró a imitarlos. De hecho, el país galo estuvo dotado de un sistema de formación de ingenieros que durante el siglo XVIII y buena parte del XIX era considerado el mejor del mundo, o al menos el más prestigioso. De este modo, en el siglo XVIII se desencadena en Francia un proceso paulatino de establecimiento de escuelas de ingenieros. La más famosa fue la des Ponts et Chaussées, fundada por Jean Rodolphe Perronet (1708-1794), durante el reinado de Luis XV (1710-1774). La formación en esta Escuela estaba basada en lo que se estimaba que debía ser la actividad propia del ingeniero en la segunda mitad del siglo XVIII: en primer lugar, concebir y representar las obras que se tiene intención de ejecutar; después, planificar y coordinar los medios para llevarlas a buen término; y, por último, contribuir a su mantenimiento y al desempeño eficiente de su función. La formación de los ingenieros en la Escuela de Perronet tenía un carácter fundamentalmente pragmático, con un fuerte componente artístico, herencia del ingeniero renacentista. Este punto de vista es cuestionado durante la Revolución francesa, que propugna un ingeniero que sea más sabio que artista, por lo que la Convención funda la École Polytechnique de París, el 11 de marzo de 1794, a partir de una iniciativa de Lazare Carnot (1753-1823) y de Gaspard Monge (1746-1818). En ella impartieron enseñanza profesores que se contaban entre los más grandes matemáticos, físicos y químicos de la época, como Lagrange, Monge y Berthollet, y allí estudiaron Biot, Gay-Lussac, Cauchy, Fresnel y Navier. La pretensión básica que promovió la Politécnica fue la de establecer una gran Escuela única en la que recibieran formación en las materias científicas básicas y comunes todas las clases de ingenieros. De hecho, en la Escuela Politécnica se gesta el ingeniero moderno con una sólida formación en ciencia. Desde

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entonces la ingeniería sufre adherencias del cientificismo. Sus estudios, aunque tenían como objetivo final las aplicaciones prácticas, estaban precedidos por la adquisición de unos conocimientos científicos de gran calidad. El sistema francés de escuelas de ingenieros fue adoptado, con variantes más o menos apreciables, por el resto de la Europa continental, incluida España. La excepción a esta tendencia se produce en Inglaterra, donde los estudios de ingeniería no alcanzan el mismo nivel que en el continente, aunque sí el ejercicio de la actividad profesional correspondiente que logra en ese país una excepcional notoriedad.

La formación de los ingenieros británicos y americanos

Durante los siglos XVIII y XIX los ingenieros británicos, los artífices de la Revolución Industrial, se formaban generalmente mediante un proceso de aprendizaje ajeno a centros de enseñanza superior y a las universidades. Los futuros ingenieros mecánicos comenzaban a menudo su carrera ejerciendo como aprendices en un taller, después se convertían en obreros maquinistas, y por fin en ingenieros. Los conocimientos de mecánica teórica eran, en esa época, muy rudimentarios para fundamentar las reglas empíricas de construcción de máquinas y de obras civiles, pese a intentos precursores, como los de John Smeaton (1724-1792), impulsor de la Institution of Civil Engineers, fundada en 1818, y una figura notable en la historia de la ingeniería. A Smeaton se le considera uno de los primeros ingenieros, en sentido moderno, que hubo en Inglaterra. Es un claro promotor de la sustitución de los métodos tradicionales de diseño de máquinas empleados por los artesanos, por otros que pretendían estar más en consonancia con el nuevo espíritu científico que estaba fraguando tras la Revolución Científica del XVII. Smeaton había iniciado su vida laboral fabricando instrumentos de precisión para la astronomía (otra de sus grandes dedicaciones). Esos trabajos le permitieron mantener una gran familiaridad con los mecanismos de precisión, por una parte, y por otra con las leyes de Newton de la gravitación universal. La relación entre las mediciones de la posición de los planetas y el cálculo de estas posiciones a partir de un cuerpo teórico le produjo una enorme fascinación e intentó trasladarlo a la construcción de máquinas. Fabricó a escala de laboratorio modelos de ruedas hidráulicas a las que sometió a cuidadosos experimentos, modificando su forma y las relaciones entre sus partes hasta conseguir incrementar su eficacia. Para ello, Smeaton desarrolló cuidadosos cálculos, ponderando los distintos factores que intervenían en el funcionamiento esos ingenios y tratando de optimizar la energía obtenida. De este modo, aplicó al diseño de máquinas hidráulicas métodos similares a los que los científicos estaban aplicando al análisis de los fenómenos naturales, contribuyendo de forma pionera al estudio científico del mundo artificial. También se interesó por la máquina de vapor, aunque en este dominio fue sobrepasado por James Watt, con quien mantuvo grandes litigios por este asunto. Es curioso reseñar que en Inglaterra, pese a ser el país donde se inventaron y desde donde se difundieron las máquinas que sustentaron la Revolución Industrial, no se produjo un movimiento de sistematización de los conocimientos sobre diseño de máquinas —acaso para proteger esos inventos—, como se hizo en la Politécnica parisina, más sensible a la universalidad de los conocimientos y a la ciencia (recuérdese el libro de Lanz y Betancourt, mencionado en el capítulo I). Ya se ha visto cómo Smeaton aspiró a calcular las máquinas, pero no escribió ningún tratado sobre ello. Simplemente se limitó a llevarlo a la práctica en la medida de lo posible. De hecho, en la propia Inglaterra se empleó

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traducido al inglés el libro de Lanz y Betancourt, cuya primera edición en esa lengua es de 1820, además de otros libros también de origen francés. Entre las primeras obras inglesas que se ocupan de estas cuestiones hay que destacar la de Thomas Young (1773-1829) Lectures on Natural Philosophy and the Mechanical Arts, publicada en 1807, y cuyo título es suficientemente expresivo de su pretensión de aunar ciencia (filosofía natural) y técnica (artes mecánicas). En todo caso, conviene mencionar que no existe ningún parecido entre los estudios en las Grandes Écoles francesas y los correspondientes a los Polytechnic Institutes británicos, que en la actualidad han recibido la denominación de universidades. Algo análogo sucedió con la formación de los ingenieros americanos. Los casos de Frederick Taylor, William Sellers (1824-1905) y Thomas Edison son representativos al respecto. Los dos primeros, aunque pertenecían a grandes familias de Filadelfia, empezaron como aprendices en empresas de máquinas herramientas, antes de convertirse en reputados ingenieros. Los tres eran autodidactas y se habían formado en un saber hacer en gran medida empírico y no entendían gran cosa de la ciencia física de la época. Taylor decía que los ingenieros diplomados en la universidad no tenían la fuerza ni el carácter ni la competencia de aquellos que, como él mismo, se habían formado en el taller. En ciertas industrias, como la del automóvil, la formación por aprendizaje en las propias factorías persistió hasta bien entrado el siglo XX. En las factorías de Ford, los magos de la mecánica que rodeaban al patrón no habían ido nunca a la universidad y se jactaban de ello. Además, el término ingeniero no se asociaba a una formación codificada y rigurosa sancionada por un diploma, sino a una función en el proceso productivo, a un saber hacer práctico de mecánico ingenioso, junto con las dotes necesarias para la coordinación del trabajo en el seno de una organización industrial. Por otra parte, en Estados Unidos, aunque el ingeniero dominante fue el anglosajón, también estaba en vigor en algunas instituciones, especialmente en las escuelas militares, un enfoque más teórico, inspirado en el modelo francés. En el ejército americano se había creado, en 1794, un Cuerpo de ingenieros y de artilleros en West Point, con unos estudios inspirados en la École Politechnique de París, Escuela de la que adoptó el estilo, los métodos de enseñanza e incluso muchos de sus textos. En cuanto a la Escuela naval americana, fundada en 1845, tuvo en la ingeniería mecánica un papel semejante al que estaba jugando West Point respecto a la ingeniería civil. Los oficiales de marina siguieron en los años 1860 los primeros cursos de mecánica racional y otras asignaturas que en aquellos momentos no eran habituales en la universidad americana. A partir de mediados del siglo XIX se abrieron departamentos de ingeniería en las grandes universidades americanas y se crearon otras especiales para ingenieros, como el MIT, en 1861 y en el entorno de Boston (Massachusetts, EE.UU.). Este centro había sido fundado por un grupo de reformadores ilustrados y abolicionistas que pretendía promover «las ciencias prácticas» en contraste con las universidades tradicionales que no se ocupaban de la educación técnica. Pero en el primer tercio del XX, como ya se ha visto en otro lugar, empezó a crecer en ese centro una corriente de opinión que trataba de reconducir el Instituto hacia la ciencia convencional, con la pretensión de que la mejor manera de formar a los ingenieros, habida cuenta de que sus disciplinas estaban en evolución permanente, era empezar por una formación científica lo más sólida posible, que les sirviese a lo largo de toda la vida profesional —se estimaba que la ciencia, en aquella época, era inalterable por su propia naturaleza. En realidad, sucedía algo parecido a lo que primaba en la formación de los ingenieros en la Europa continental. Asimismo se decía

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que una formación práctica es importante pero no esencial. Se aceptaba que los que estaban bien formados en ciencia básica, tras unos años de trabajo en un entorno industrial llegaban a ser los mejores ingenieros. En algunos casos, aún en la actualidad, ciertos empresarios insisten en que las escuelas de ingenieros deben concentrarse en un duro proceso de selección y una sólida formación básica, y que será la propia empresa la que se encargará de acercarlos a las realidades industriales. Ese mismo procedimiento ha sido imperante en España, especialmente hasta los años setenta del siglo pasado. La doctrina subyacente a esta propuesta suponía que los ingenieros formados con ese criterio acabarían por tener una gran ventaja a largo plazo, aunque tuvieran una cierta dificultad inicial para adaptarse al mundo industrial. Sin embargo, esa propuesta requiere importantes matizaciones, pues si bien es necesario que se adquiera una formación básica en ciencia, también lo es obtenerla en las distintas tecnologías que confluyen en la correspondiente rama de la ingeniería, de modo que no está claro qué se entiende por formación básica. En fin, en Gran Bretaña y en Estados Unidos la denominación de ingeniero carecía de regulación rigurosa como sucedía en Francia o en España, donde el Estado jugaba —y juega— un papel primordial en la formación, en la concesión de títulos y en la asignación competencias. De hecho, en Gran Bretaña se recurrió a las Professional Institutions para sancionar el ejercicio profesional de los ingenieros.

Otros estudios técnicos superiores en el siglo XIX

En el Imperio austriaco, la otra gran potencia continental del momento, fueron las actividades mineras, y posteriormente la química, las que se cultivaron con preferencia, dando lugar a centros de formación de ingenieros diferentes a los franceses, aunque compartían con éstos el rigor de la enseñanza. Por citar un caso significativo, partiendo de esos criterios se fundó en Schemnitz, en territorio húngaro, una Escuela de Minas que, en 1770, fue reorganizada como Real Academia Húngara de Minas. Una mención especial requiere el caso alemán. En el siglo XIX, el ideal universitario está recogido en el concepto de Wissenschaft, que transforma la universidad en centro de investigación, al calor de la devoción por el saber elaborado a partir de la observación y la experiencia, y sometido a unas exigentes normas de rigor —los distintivos de la Revolución Científica del XVII. De ese culto se nutrió la ciencia decimonónica, y con ello se liberó a la educación superior de la opresión del principio de autoridad y del dogmatismo; y se fomentó la aceptación del saber cómo un sistema autónomo y abierto, sin otras restricciones que la racionalidad y la contrastación experimental.

Hasta el XIX, en las universidades alemanas, como en casi todas las europeas — incluidas las españolas—, la facultad de filosofía había representado una puerta de acceso a las únicas facultades profesionales (medicina y derecho, además de la de teología, formadora de eclesiásticos). Pero, a principios de ese siglo, el objeto de esa facultad se reconvirtió en la búsqueda del saber por sí mismo, y no como requisito para esas profesiones. Cuando empieza a cultivarse la ciencia en la universidad alemana, el mundo de la industria y de la técnica era considerado con cierto desapego arrogante por esa misma institución. La técnica no se admitía en el mundo universitario, sino que había sido relegada a las Technische Hochschulen. En la Europa del XIX la educación técnica superior no caía dentro del ámbito de la universidad, sino que se confinaba a centros sui generis como las recién mencionadas escuelas técnicas superiores alemanas, así como las escuelas de

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ingenieros francesas o españolas y los politécnicos ingleses —hay que aclarar, no obstante, que las escuelas técnicas francesas y españolas, y de otros países europeos, eran centros de un prestigio, incluso científico, superior al de la propia universidad.

Mientras en la corporación universitaria se favorecía cultivar el saber desinteresado, la enseñanza y la investigación técnica son utilitarias, y ese interés especial por lo primariamente aplicado no había sido edulcorado por siglos de tradición, como había sucedido en las facultades de derecho y de medicina de las universidades tradicionales, lo que había facilitado la aceptación por la universidad de estas facultades profesionales. Por su parte, la técnica se nutre de la pretensión de tener «los pies en el suelo», y tiende a desdeñar las cuestiones puramente contemplativas. Está sometida a influencias tanto de la industria como de la propia administración pública, y pesa sobre ella la presión imperiosa de producir resultados prácticos y beneficiosos a corto plazo. En nuestros días, en lo relativo a la integración en la universidad de los ingenieros, se produce un fenómeno análogo al que ocurrió en el siglo XIX con respecto a los científicos. En ese siglo los científicos tuvieron que pujar por encontrar su lugar en esas instituciones tradicionales; en el XX, los ingenieros se incorporan también a esa institución, aunque en este caso no siempre sin reticencias. Sorprendentemente, y como se ha reiterado en ocasiones, pese a las raíces de la humanidad en la técnica, el mundo del pensamiento, y con él el universitario, ha manifestado tradicionalmente una pertinaz falta de sensibilidad hacia el hecho diferencial e intelectualmente sustantivo de esta forma de quehacer humano.

Interludio

Vamos a desviarnos un momento de la línea principal que se está desarrollando en este capítulo para detenernos en dos hechos que dieron su impronta al siglo XX: el Modernismo reaccionario en Alemania y la Revolución soviética. Aunque este interludio pueda romper una cierta linealidad en la narración, son dos muestras de la riqueza de matices que acompaña a la historia de los ingenieros. Durante el período de la República de Weimar la ciencia germana fue considerada por los propios alemanes en términos predominantemente nacionalistas. El gobierno republicano prestó un importante apoyo financiero a la investigación pura en física y matemáticas, con claros objetivos políticos e ideológicos, con los que Alemania intentaba alcanzar prestigio internacional en las ciencias básicas, como un sustitutivo del poder militar que, debido al Tratado de Versalles de 1919, no podía desplegar.

Este país, aunque fuese promotor del espíritu racionalista de la Ilustración, fue también foco del Romanticismo nacionalista. En él se desarrolló, en la primera mitad del siglo XX y al calor del nacionalismo, lo que ha venido en denominarse el Modernismo reaccionario, en el que la ingeniería desempeñó un papel decisivo —un fenómeno análogo se manifiesta en Italia con el fascismo e incluso en la España franquista. Los nazis implantaron un nacionalismo radical embebido de racismo pangermánico, con el que pretendían instaurar una tercera vía frente al capitalismo liberal y al socialismo marxista. La llegada de los nazis al poder se vio acompañada por una corriente dominante que pretendía la conciliación de las ideas antimodernistas, románticas y poco afines con el racionalismo, con la implantación de la racionalidad de medios y fines que preconiza la técnica. De este modo, la ideología nazi surgió de una peculiar conjunción de los sueños del pasado con una modernidad instalada en el más avanzado progreso de la ingeniería; es decir, de una prolífica fusión del romanticismo con la técnica más elaborada. Esta aproximación convivió con el profundo conflicto entre la componente mágica y emocional del nazismo, y los procesos racionales de la industria moderna. El fenómeno

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singular que se produjo en Alemania fue la aceptación de la técnica moderna por pensadores que rechazaron la forma de la razón preconizada por la Ilustración. Esta aceptación se desencadena en las universidades técnicas alemanas a principios del siglo XX, promovida por muchos profesores de esos centros y por colaboradores de las revistas publicadas por las asociaciones de ingenieros germanos. En un orden más amplio, durante la época de la República de Weimar sobresalen los nombres de Oswald Spengler106 (1880-1936), Carl Schmitt (1888-1985) y Ernst Jünger (1895-1998), a los que se sumaría más tarde Martin Heidegger (1889-1976), con sus propias peculiaridades.

La industrialización capitalista se produjo en Alemania sin una revolución burguesa en paralelo. El propio concepto de Estado que en otros países occidentales, como Inglaterra y Francia, se asociaba con democracia e igualdad, en Alemania seguía siendo autoritario y antiliberal, dando lugar a la original senda despótica que adoptó la Alemania nazi para alcanzar una modernidad diferenciada. Y así, pese a una ideología opuesta a la modernidad, la puesta en práctica de un poder totalitario llevó a que los nazis se convirtieran en innovadores radicales en el mundo de la ingeniería. Paradójicamente, la Alemania romántica no rehusó la modernidad científica y técnica. El contraste subyacente debería haber llevado a los ingenieros alemanes a advertir el carácter irracional de la ideología nazi. Pero, con muy pocas excepciones, los practicantes de una actividad imbuida de racionalidad aceptaron la dictadura alemana e incluso compartieron su visión del mundo. De hecho, no se produjo ninguna revuelta significativa de los ingenieros alemanes contra los ideólogos nacionalsocialistas, y todo hace pensar que no encontraron grandes dificultades para acomodarse en el régimen nazi. Y así, el mundo de la ingeniería consiguió alcanzar legitimidad en la sociedad germana sin sucumbir al espíritu de la Ilustración. Como apunta Jeffrey Herf107:

El desarrollo industrial patrocinado por el Estado en ausencia de una fuerte tradición liberal en la economía y en la política se reflejó en las ideas centrales y los ideales de los ingenieros alemanes desde el decenio de 1870 hasta el de 1930.

Puede que se alegue que análogas circunstancias se dieron en España, con las correspondientes correcciones de escala, durante el período autárquico del régimen franquista, lo que no es ajeno al relativo descrédito del llamado «ingenierismo» de esa época. Por otra parte, en el inmenso experimento social que trató de ser la Unión Soviética se produjo la gigantesca transformación de un gigantesco país mediante su industrialización, con algún paralelismo a lo sucedido en la Alemania nazi. También allí la industrialización se llevó a cabo en un régimen despótico y antiliberal. La vida de Peter Palchinsky (1875-1929) ilustra las decepciones que se produjeron entre los ingenieros rusos en ese proceso 108 . Este ingeniero había sido especialmente crítico con la enseñanza de la ingeniería en la Rusia zarista, de inspiración netamente francesa. Para él, los planes de estudio estaban sobrecargados de matemáticas y ciencias de lo natural ignorando casi por completo la economía, lo que determinaba que los titulados en las escuelas creyesen que 106 Oswald Spengler es autor de una influyente, en su tiempo, obra titulada La decadencia de Occidente (publicada originalmente en dos volúmenes, en 1918 y 1922) en la que negaba que la evolución de la técnica estuviese conduciendo a un mundo mejor. Establecía un profundo contraste entre la tradicional cultura occidental, imbuida de valores estéticos y morales, con la moderna civilización occidental, encandilada por la producción y los logros de la técnica. Este autor, heredero del romanticismo alemán, anteponía los atributos heroicos, como el honor y el deber, al culto a la razón de raíces ilustradas. 107 Jeffrey Herf, El modernismo reaccionario, p. 324. 108 Loren R. Graham, El fantasma del ingeniero ejecutado.

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todo problema se reducía a su parte puramente técnica, lo que a su vez llevaba a suponer que cualquier solución que incorporase los últimos adelantos era la mejor. Palchinsky propugnaba que los ingenieros se reconvirtiesen en más pragmáticos, que valoraran todos los aspectos de los problemas, incluidos los económicos y los sociales.

Acogió con gran optimismo y esperanza la revolución, pues consideraba que el nuevo régimen soviético llevaba implícita la posibilidad de planificar la industria hasta un extremo que excedía los más extravagantes sueños que hubiesen podido tener los ingenieros en el período zarista. Creía que los ingenieros soviéticos, liberados de los patronos capitalistas, estarían en disposición de tener mayor influencia que sus colegas de ningún otro país; confiaba en que llegasen a desempeñar las mismas funciones que los empresarios en el régimen capitalista; sostenía que el ingeniero debería convertirse en un activo planificador económico industrial, aconsejando cómo debía producirse el desarrollo económico y qué forma debería adoptar. Así, si se pedía a un ingeniero el proyecto de una planta termoeléctrica, lo primero que debería plantearse es si esa forma de generar la electricidad era la adecuada para el lugar elegido, o si era más conveniente una gran presa hidroeléctrica por disponerse de recursos hidráulicos en las inmediaciones. Según Palchinsky, correspondía al ingeniero participar en este tipo de decisiones.

Con la Revolución bolchevique se mantuvo fiel a su idea de ingeniero socialmente comprometido. Propugnó que los ingenieros fueran planificadores sociales al tiempo que asesores técnicos. De este modo, las comunidades industriales soviéticas serían muy superiores a las que habían surgido en torno a las fábricas y las minas bajo el capitalismo. Sin embargo, la pretensión de situarse en el foco de la planificación social chocó frontalmente con la determinación de Stalin, y el resto de los jerarcas soviéticos, de concentrar todo el poder en sus manos. Se acusó a los ingenieros de alta traición y fueron objeto de una depuración tan violenta que el colectivo de los ingenieros guardó silencio en todo lo relativo a la política hasta el final de la Unión Soviética. La temeraria discrepancia del propio Palchinsky con la política estalinista lo condujo al patíbulo.

Este interludio, más allá de una mera curiosidad histórica, aporta una muestra de las variadas relaciones de los ingenieros con el conjunto de la sociedad, en particular cuando ésta se aleja de los ideales ilustrados.

La formación de los ingenieros en España después de 1957

Los primeros centros de formación de ingenieros aparecen en España a principios del Ochocientos siguiendo el modelo francés, con autonomía con relación a la universidad, medio siglo antes de que se creasen las facultades de ciencias109. Y así continuaron las cosas hasta que, en el año 1957, se promulgó la Ley de Enseñanzas Técnicas, llamada a desencadenar un cambio sustancial en las correspondientes enseñanzas e incluso en el propio ejercicio profesional de los ingenieros dedicados a los centros de enseñanza superior. Esta ley creó el título de doctor ingeniero, y con ello se estableció un marco

109Los estudios de ciencias en la universidad española no alcanzaron el rango de sección, dentro de la facultad de filosofía, hasta 1844, con la ley Pidal; y de facultad propia hasta 1857, con la ley Moyano; y no empezaron a funcionar de manera efectiva hasta que se reestructuraron en Secciones a principios del siglo XX. Cuando se promulgó la ley Moyano ya se habían creado todas las escuelas de ingenieros decimonónicas. La muceta del traje académico de Letras y de Ciencias conserva el azul, en un caso celeste y en el otro turquí, como una reminiscencia de sus orígenes comunes (Manuel Silva, Uniformes y emblemas de la ingeniería civil española).

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adecuado para que las escuelas se convirtiesen también en centros de investigación, y no solo de enseñanza, lo que dio lugar a cambios profundos en la forma de afrontar la vida profesional por parte de los profesores de esos centros. Éstos habían sido tradicionalmente profesionales destacados que dedicaban una pequeña parte de su tiempo a la formación de los que serían sus futuros compañeros. La nueva forma exclusiva de ejercer la enseñanza superior que impulsaba esa ley no contaba con el beneplácito de todo el mundo. Se decía que con el método tradicional se lograba una transmisión del conocimiento profesional de forma más efectiva y directa. Se temía que ese conocimiento fuera imposible de transmitir por profesores que no ejerciesen la profesión. Eso es lo que invocaban los detractores de la adopción por las escuelas de la dedicación exclusiva del profesorado. Pero, a pesar de todo, se produjo una amplia mutación por la cual, y en pocos años (aproximadamente de 1965 a 1975) se pasó de unos catedráticos y profesores numerarios para los que no existía la dedicación exclusiva a que la práctica totalidad de ellos adoptasen esa forma de dedicación. Se suscitó entonces el temor de que los profesores, al tener dedicación exclusiva, se distanciasen del mundo profesional, hasta caer en el desconocimiento directo de ese mundo, lo que hubiese acabado repercutiendo negativamente en la enseñanza que impartían, dejándola reducida a un conglomerado de ideas adquiridas en los libros, o todo lo más en el laboratorio, sin contacto con la realidad del ejercicio profesional. Para paliar ese grave problema se empezaron a desarrollar instrumentos administrativos con el fin de que en esas escuelas se pudiesen llevar a cabo, de forma institucionalizada, proyectos con empresas que facilitasen, entre otras cosas, la experiencia de su profesorado en el ejercicio de la profesión, además de incidir directamente en el mundo industrial. Se dijo entonces, que se trataba, en algún sentido y salvando las distancias, de emular a los hospitales universitarios, en este caso para la formación de los médicos. Además, a través de esas actividades se produce un primer contacto de los estudiantes que colaboraban en ellas con el mundo profesional, lo que constituye un complemento cuya importancia para su formación resulta de gran valor. Al final, se reguló legalmente la realización de esas actividades, que han alcanzado una amplia implantación y están resultando cruciales en la vida de las escuelas de ingenieros. De hecho, la mayoría de los ingenieros que ejercen su profesión en las escuelas están procurando revitalizar los vínculos que les faciliten el contacto con el ejercicio de la profesión a través de colaboraciones con el mundo industrial como respuesta a la necesidad de llevar a cabo una investigación ingenieril y, de paso, fundamentar la formación de los ingenieros sobre una base más cercana a lo que es la práctica profesional de la ingeniería. Igualmente cabe mencionar que en el mismo MIT, uno de los tabernáculos de la ingeniería basada en la ciencia, se ha desarrollado el grupo conocido con el acrónimo CDIO —conceive, design, implement, operate. En este orden de cosas, la participación de estudiantes en la realización de proyectos proporciona un aprendizaje de primera magnitud, pues, con ellos, se enfrentan a situaciones en las que deben acometer problemas concretos, a los que deben aportar sus propias soluciones, en un contexto en el que las respuestas a esos problemas no son únicas. Además, fomentan el hábito del trabajo en equipo que proporciona al estudiante una experiencia de gran interés formativo para el posterior ejercicio de la profesión. Es muy posible que los futuros ingenieros tengan que integrarse en grupos interdisciplinarios, en los que además se podrán encontrar personas con culturas diferentes a la suya. Asimismo, deben ser capaces de asumir las normas que regulan su

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actuación. La asunción de responsabilidades y la aceptación de riesgos convierten a la ingeniería en un campo de especial relevancia para la ética profesional. Por otra parte, si a los estudiantes se les prepara únicamente para obtener soluciones primordialmente científicas a los problemas que tienen que afrontar, entonces su preparación para la vida profesional será deficiente. En particular, deben aprender a abordar dificultades que no estén bien definidas, a desenvolverse en situaciones presididas por la incertidumbre y la ambigüedad, a saber diagnosticar la causa de un funcionamiento defectuoso. Han de evaluar los distintos recursos disponibles, siempre limitados, para adoptar los más apropiados a cada problema que tengan que resolver. Para todo esto la exclusiva formación científica puede resultar un lastre. Así, los estudiantes deben comprender que lo que autoriza a volar a un avión es el dictamen de los especialistas que certifican que puede hacerlo (quienes, aunque requieran parámetros medibles para su veredicto, no pueden eludir una cierta componente subjetiva en sus decisiones, como sucede, por otra parte, con los mismos jueces). De este modo, es posible encontrar, en el ejercicio de la ingeniería, «el serpenteante rastro de lo humano» —recordando la afortunada expresión del filósofo americano Hilary Putnam110–– en un dominio que parecía gobernando por lo pretendidamente objetivo, que es lo que propugna el cientificismo y que algunos ingenieros parecen añorar. Para terminar con este apartado hay que añadir que la formación del ingeniero español está abandonando, en estos últimos tiempos, las raíces que le vinculaban, de forma dominante, con el modelo francés. Se habla incluso de adoptar en España algo semejante a las Professional Institutions inglesas. Son signos de los cambios que traen los tiempos que afectan tanto a la formación, como al ejercicio profesional de los ingenieros.

La ingeniería y las Academias

Una muestra de la dificultad de ubicar a los ingenieros en el marco académico convencional se tiene en el mundo de las Academias. Este mundo se origina en el siglo XVII y florece en el XVIII, y en él cabe ver una reacción frente al mundo esclerotizado de la universidad del momento, dominada por dogmatismos y el principio de autoridad. En esa misma época se crean las escuelas de ingenieros, con objetivos análogos a los de las Academias, aunque en este caso dando prioridad a las actuaciones prácticas técnicas y no solo al conocimiento. Acaso por estos orígenes paralelos la ingeniería ha permanecido ajena al mundo de las Academias hasta tiempos muy recientes. En efecto, las Academias de ingeniería se han creado en la segunda mitad del siglo XX ante la necesidad de afirmar la especificidad y peculiaridades de los ingenieros, que se resentían de la supuesta subordinación a la ciencia. Así en España, en 1994, se crea la Real Academia de Ingeniería 111 cuya necesidad se hacía patente, entre otras cosas, cuando se recuerda que al fundarse la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en Madrid y en 1848, la minoría mayoritaria era la de ingenieros y que si se sumaba esta minoría a la de militares (a su vez en gran parte ingenieros) se tenía la mayoría absoluta de miembros de la Academia112. Su primer presidente fue un ingeniero

110 Putnam, H. Op. cit. 111 Esta Academia ha ingresado en 2015 en el Instituto de España, alcanzando así pleno reconocimiento entre el resto de las Academias españolas. 112 Véase José Manuel Sánchez Ron, Cincel, martillo y piedra, p. 102.

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militar, el general Zarco del Valle, y cinco de los diez presidentes que tuvo hasta 1966 fueron ingenieros 113 . Todo lo cual pone de manifiesto la importancia de estos profesionales, tanto civiles como militares, en la introducción de la ciencia moderna en España. Sin embargo, en la actualidad, los ingenieros son una minoría exigua en esa Academia, lo que es una prueba evidente de la creciente divergencia entre los cánones a los que se someten científicos e ingenieros, que ilustra asimismo la progresiva especialización y autonomía relativa de los dos tipos de actividades. Algo análogo a lo ocurrido en España se repite en los países de nuestro entorno —dejando de lado el caso de Suecia, donde se funda la Academia de Ingeniería en 1919. Así, la National Academy of Engineering norteamericana fue creada en 1964. En Gran Bretaña se funda la Royal Academy of Enginering en 1976. También en Francia, país de tan larga tradición de Academias, se establece en el año 2000 la Académie des Technologies, en este caso a partir de la Académie des Sciencies, en cuyo seno existía el CADAS (Conseil pour les Applications de l’Académie des Sciencies), con lo que se asumía implícitamente que para esa Academia, en consonancia con sus orígenes, las tecnologías no son sino aplicaciones de la ciencia. En todo caso, hay que observar que se habla de «las tecnologías», y no de «la tecnología» —los franceses siempre tan cuidadosos con el lenguaje. En casi todos los países europeos existen Academias de ingeniería organizadas en torno al EuroCASE (European Council of Applied Sciences and Engineering), cuya denominación conserva la huella de la relación entre ciencia aplicada e ingeniería, que se viene objetando en este ensayo. La asociación europea es un miembro activo de la asociación mundial CAETS (Council of Academies of Engineering and Technological Sciences), que tiene su sede en Washington.

Capítulo X.- La ingeniería en el mundo actual

Logros que han cambiado nuestras vidas

El siglo XX ha sido especialmente fecundo en productos de la ingeniería que han repercutido en nuestra vida. El espíritu creativo, el afán de aportar nuevos integrantes al mundo artificial, la búsqueda incansable de nuevas formas de satisfacer nuestro bienestar, han alcanzado hitos que están teniendo una inmensa repercusión en la forma de vida de los humanos. La técnica en la segunda mitad de esa centuria ha alcanzado tal elaboración que permite hablar de coevolución entre nosotros y nuestras creaciones técnicas. Las máquinas, en fin, nos están abriendo posibilidades insólitas.

113 Los cinco presidentes fueron Cipriano S. Montesino y Estrada, duque de la Victoria, III presidente (1882-1901); José Echegaray Eizaguirre, IV presidente (1901-1916); Amós Salvador y Rodrigáñez, V presidente (1916-1922); Leonardo Torres Quevedo, VII presidente (1928-1934); y Alfonso Peña Boeuf, X presidente (1958-1966).

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Procede traer a colación que la National Academy of Engineering de Estados Unidos, a mediados de los años noventa del siglo pasado, creó un comité con el fin de identificar los grandes avances de la ingeniería en el siglo XX. Los «veinte logros de la ingeniería que han cambiado nuestras vidas», como los denominaron los miembros del comité 114 , ordenados por la importancia que les daban, son: 1) la electrificación; 2) el automóvil; 3) el avión; 4) el suministro de agua dulce y su distribución; 5) la electrónica; 6) la radio y la televisión; 7) la mecanización de la agricultura; 8) los ordenadores; 9) la red telefónica; 10) la refrigeración y el aire acondicionado; 11) las autopistas; 12) los vehículos espaciales; 13) internet; 14) las tecnologías de imágenes; 15) los aparatos domésticos; 16) las tecnologías relacionadas con la salud; 17) el petróleo y las tecnologías petroquímicas; 18) el láser y la fibra óptica; 19) la tecnología nuclear; y 20) los materiales de alta cualificación. Esta selección, como cualquier otra que se haga, puede tener puntos discutibles, y es claro que ésta los tiene (una ausencia notoria es la producción por la ingeniería agronómica de nuevas variedades de plantas que están permitiendo paliar el hambre en el mundo), pero en conjunto es asumible y constituye un catálogo aceptable de los ámbitos propios de la ingeniería. En ella se advierte cómo los objetivos primariamente dotados de utilidad son los que definen lo específico de la actividad de los ingenieros.

En el foco de la economía

No es posible abordar aquí con detalle un asunto de esta dimensión. Sin embargo, se ha considerado oportuno dedicar algún espacio a comentar tan solo un aspecto de particular significación para lo que se ha tratado hasta ahora: la influencia de la división del trabajo, y de su necesaria coordinación posterior, en la génesis de la civilización y de la ingeniería. Para afrontar este asunto conviene volver de nuevo a los orígenes de la humanidad. El homínido primitivo tenía muy pocas cosas que hacer: buscar comida, evitar los depredadores, reproducirse, ocuparse de su progenie y atender la reducida convivencia en su grupo. Esta lista se amplía enormemente en el hombre moderno que además de esas pocas cosas tiene que trabajar, mantener su casa, viajar, informarse, ir a espectáculos y comprar, entre un sinnúmero de otras actividades. ¿De dónde saca el tiempo para hacer tantas cosas? La respuesta está en la división del trabajo, con la consiguiente especialización y el intercambio de los frutos de esa labor especializada. El hombre primitivo debía recolectar su propia comida; pero el moderno recurre a otros que lo hacen por él; en tanto que él hace cosas que necesitan los demás. De este modo todos ganan tiempo y bienes. La disposición de muchas y variadas cosas contribuye al aumento de la calidad de vida, incluso de algunas aparentemente sin importancia —el jabón de tocador o los desodorantes––, que son hechas por muchas personas, sencillamente porque no es posible, según progresa la técnica, que uno lo haga todo (algo propio de poblaciones primitivas y que acaso alguien añore siguiendo la desacreditada estela de Jean-Jaques Rousseau (1712-1778), para quien la civilización no hacía más que corromper al hombre primitivo). En nuestra compleja sociedad, cada uno de nosotros posee solo conocimientos limitados. Pero actuando de esta manera hemos desarrollado capacidades asombrosas, aunque hemos pagado el alto precio de haber perdido, como individuos, la posibilidad de sobrevivir en el mundo natural. En realidad, así es como ha progresado la civilización

114 George Constable y Bob Sommerville, A Century of Innovation.

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técnica y surgido la economía, formada por los trasvases de las ingentes cantidades de ingenios de los que nos hemos dotado los humanos. En la evolución de la técnica, desde sus orígenes remotos, se observa que en un principio sus productos eran normalmente el resultado de la actuación de un solo hombre, o de unos pocos, que llevaba a cabo todo el proceso productivo; mientras que en la actualidad los nuevos artefactos comportan la intervención de un gran número de agentes. Por una parte, un bifaz prehistórico es obra solo de un hombre; mientras que en un moderno ordenador concurren labores de numerosos operarios altamente especializados y que requieren una precisa coordinación. La realización de labores de una cierta complejidad, inherentes al progreso técnico, ha de ser llevada a cabo entre muchos y no por un único individuo. La cooperación en el seno de un grupo es algo que se da en el reino animal: sea entre hormigas o entre lobos, éstos para cazar colectivamente. Surgen así los comportamientos sociales, que han llegado a ser dominantes en los humanos. En efecto, la evolución de la técnica está asociada a la capacidad de trabajar conjuntamente, de crear comunidades en cuyo seno se producen complejos fenómenos de relación por los que algunos de sus miembros se especializan en labores concretas, en las que pueden alcanzar un elevado nivel de destreza y habilidad: de este modo el progreso humano depende, de forma sustancial, de la sociabilidad. La cooperación y los intercambios han tenido un papel decisivo en la historia de la humanidad. Si comparamos cómo vivimos en la actualidad con cómo podía hacerlo en el pasado alguien especialmente afortunado —pongamos por caso, un rey––, veremos que aunque este dispusiera de una legión de servidores y aduladores a su inmediata y completa disposición, carecía de muchas cosas que a nosotros nos son familiares, e incluso nos resultan imprescindibles, y que facilitan nuestro bienestar y longevidad hasta extremos que aquellos monarcas no pudieron ni siquiera soñar. Recuérdense, por ejemplo, los padecimientos por la gota, y otras dolencias, de reyes como Carlos V y Felipe II, que amargaron su vejez, a pesar de que su vida fue relativamente larga para la época, 58 y 71 años, respectivamente. Por citar otro caso, Luis XIV sufrió grandes dolores porque tenía una fístula anal entonces incurable, pese a estar asistido por los mejores médicos de su época (hoy eso se arregla con una pequeña intervención quirúrgica y unos pocos días de antibióticos). Lo que sucede es que en una sociedad compleja, como es la actual, todos trabajamos para todos y ese es el milagro que la especialización y el intercambio de bienes han traído a nuestra especie. Somos a la vez productores y consumidores de una forma mixta y trabada. Consumimos no solo el trabajo de los demás, sino también sus variados inventos. Para alcanzar esa fecunda cooperación social entre los humanos se desarrolló, entre otras cosas pero con carácter fundamental, un lenguaje común. Pero además de ese lenguaje, que no es el tema que aquí nos ocupa, para la fecunda colaboración se hace imperiosa la labor de planificación, organización y dirección de la labor conjunta, en la que se apuntan los rasgos definitorios de la ingeniería —conviene recordar que la capacidad de planificación a largo plazo, fruto de la meditada reflexión, es un rasgo distintivo de la especie humana. Desde la más remota antigüedad, para llevar a cabo una obra de cierta complejidad se requiere una cabeza emprendedora e inventora, en la que germine la idea de hacer algo provechoso, y que luego distribuya las tareas y coordine su realización. A partir de ahí adquiere valor creciente la labor de dirección que llevan a cabo los que rigen las empresas técnicas. Posiblemente sea así como tuvo lugar la transición de la técnica arcaica,

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realizada por un pequeño grupo, a la ingeniería, que organiza el trabajo colectivo y produce artefactos cada vez más complejos. De este modo, la transición de la técnica de nuestros antepasados —incluida la técnica artesanal— a la ingeniería moderna se asocia con la necesidad de coordinar los esfuerzos de naturaleza variada que resultan de la especialización del trabajo. Esa especialización fomenta la habilidad y el ingenio, con lo que se introducen mejoras en lo producido. Si solo se tiene que hacer un anzuelo para pescar, éste se hará de forma tosca; pero si son muchos los que hay que hacer, entonces el artesano se especializará y alcanzará la destreza necesaria para hacerlos cada vez mejor, e incluso puede que conciba herramientas que le ayuden en la tarea y aumenten su productividad. Una herramienta es el resultado de una inversión de tiempo en su fabricación, que se recupera con creces con su uso posterior. Y así, hasta llegar a las modernas factorías, en las que una vez que se dispone de herramientas adecuadas, la producción se organiza en un espacio limitado, mediante una gran división del trabajo. La transición del uso artesanal de herramientas a una empresa conjunta da lugar a que el procedimiento empleado en la producción sea de una artificialidad creciente, y puede conducir a una cierta degradación de la calidad humana de la labor llevada a cabo. Si se compara la labor de un campesino preindustrial, vinculado a la tierra y a lo que ella produce, con el trabajo en una línea de montaje industrial, éste resulta mucho menos gratificante que aquel, por decirlo suavemente, aunque comporte beneficios de otra naturaleza —ya en su día se denunció la pérdida de libertad y de vida natural del cazador-recolector al convertirse en campesino-ganadero, de modo que tanto en la revolución de la agricultura como en la posterior industrial se produjo una merma transitoria en la calidad de vida; aunque se facilitó el crecimiento de la población y el que está alcanzase cotas crecientes de bienestar. Conjuntamente con la coordinación del trabajo, en una moderna factoría se requieren bienes de capital formados por herramientas, maquinaria, edificios y medios de transporte, así como materias primas y productos semielaborados. Además, la empresa moderna, la gran organización de producción de bienes y servicios, actúa también como un foco de renovación del saber técnico: un lugar en el que se fusionan conocimientos y procedimientos idóneos para el desarrollo de nuevos productos con destino al mercado. La combinación de economías de escala y de diversificación, con sus consecuencias en términos de productividad y de comercialización, ha determinado la evolución general del mundo económico moderno. Así pues, en el núcleo del mundo económico se encuentran los medios de fabricación y de construcción, y los procesos de producción agraria o industrial, de modo que la técnica se erige en el armazón de la economía. En el mundo arcaico, en la medida en que unos hacían cosas que interesaban al resto de la comunidad, estas cosas se compartían y se intercambiaban: se hacían trueques con ellas. Pero apareció el dinero con lo que los intercambios dejaron de ser de bien a bien y se empezaron a realizar con ayuda de ese fluido intermediario. Surgieron luego los comerciantes que al enriquecerse se convirtieron en poseedores de capital, lo que fue decisivo para la posterior industrialización capitalista, indisociable de la Revolución Industrial. De este modo, el comercio se convirtió en un elemento capital para la gestación del moderno mundo capitalista, al que además cebó con los créditos. Asimismo, el intercambio promovió la innovación, ya que ésta se fomenta en la medida en que exista un mercado que demande continuamente productos con nuevas prestaciones. En consecuencia, la división del trabajo, la ingeniería y la economía están íntimamente ligadas, ya que todas ellas se realimentan positivamente entre sí, mediante

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un círculo virtuoso o mágico, fomentando al mismo tiempo la innovación. De todo ello se desprende la radical imbricación de la ingeniería y el mundo económico. En realidad, la calidad del trabajo de un ingeniero se mide sobre todo en el mercado y no solo en el ámbito académico. Lo anterior afecta incluso a la moral y a los valores que presiden la vida en común, pues en una sociedad basada en el intercambio y el comercio, en la confianza mutua, incluso entre desconocidos, la prudencia y la tolerancia son virtudes tan apreciadas —o más— que el valor y el honor. La modernidad, en el orden económico, se basa en una conjunción de innovación técnica y capitalismo. El economista Joseph Schumpeter (1883-1950) denominó «destrucción creativa» al proceso por el que se crean más empresas de las que desaparecen, lo que permite evitar el estancamiento económico. El capitalismo se manifiesta como un proceso dinámico en el que se entremezclan acumulación, crisis e innovación, con lo que se promueven nuevos bienes, nuevos métodos de producción o de transporte, nuevos mercados, nuevas formas de organización industrial todo lo cual produce periódicamente crisis que revolucionan incesantemente la estructura económica, destruyendo la caduca y creando otra nueva. El capitalismo da lugar a un ciclo interminable de transformaciones paradójicas que, a la vez, hacen y deshacen, mientras la economía crece al compás de las innovaciones que se vayan produciendo. A lo largo de ese continuo proceso se consigue lo que se ha denominado «progreso», no exento de contradicciones. Por último, conviene dedicar un comentario final al hecho de que a veces se asocia a los ingenieros con la tecnocracia —en la que no faltan quienes ven una forma de despotismo ilustrado. Es un modo de gobierno que postula la supremacía de la eficiencia técnica y que da prioridad a la neutralidad propia de lo técnico sobre la política115, y amenaza con devaluarla en tanto que espacio de debate público —tan querido por los ciudadanos griegos clásicos que practicaban una democracia asamblearia directa, debatiendo sobre lo divino y lo humano, cuyo difícil acomodo a nuestras sociedades de masas la ha reconvertido en representativa, que es la que realmente funciona en nuestros días y en la que desempeñan un papel fundamental los políticos aunque, por ello, con inevitables disfunciones. Según los tecnócratas la gestión de lo común debía llevarse a cabo sin pasión partidista, con pragmatismo desideologizado —lo que resulta controvertido. Asimismo, según éstos habría que desprenderse de los juicios supuestamente moralizantes y dar paso a análisis desapasionados. Los propios sindicatos han asumido un punto de vista semejante al aceptar la adopción por el mundo del trabajo de los ideales de consumo de las clases medias, y están más interesados en lograr una legislación favorable a los obreros que en conquistar el poder político para construir una sociedad socialista. Los grandes debates ideológicos y políticos en torno al tipo de sociedad han dejado de tener la intensidad que habían tenido en el siglo pasado. Se acepta en general la economía de mercado como pilar básico del bienestar y el progreso. Se considera que, sin negar la existencia de problemas políticos y sociales, se ha encontrado en la producción en masa de productos provistos de utilidad el mejor medio de garantizar un crecimiento regular, de amortiguar las tensiones sociales y de favorecer la reconciliación en una sociedad apaciguada. Con ello se atenuarían algunas de las grandes polarizaciones ideológicas de

115 Hacia el final de Luces de bohemia, la obra cumbre de Valle-Inclán, el anarquista perseguido por la policía, Basilio Soulinake, le dice a la portera, discutiendo sobre si Max Estrella está muerto o no: «La democracia no excluye las categorías técnicas, ya usted lo sabe, señora portera».

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tiempos recientes mediante la racionalidad de la técnica. Sin embargo, la tecnocracia no goza de buena prensa en España por su identificación con el franquismo (incluidos los años del desarrollismo, no exentos de una notable brillantez económica, en los que entre 1960 y 1973 se alcanzó una elevada tasa de crecimiento que transformó la sociedad española), aunque sí en China, donde se asocia con la larga tradición de meritocracia —los mandarines— que ha sido históricamente uno de los soportes de ese país, en el que tras la época desastrosa de los sesenta y setenta, dominada por una política radical y disparatada, se ha recuperado la confianza en la racionalidad tecnocrática elemental. De hecho, el actual presidente, Xi Jimping, el anterior Hu Jintao y el previo Jiang Zeming son todos ellos ingenieros.

La incidencia de la automatización y la robotización

Llegados a este punto, conviene recordar que uno de los soportes de la economía del siglo XX ha sido el consumo interno. De ello tuvo una lúcida visión Henry Ford (1863-1947) al propiciar un modelo de automóvil que estuviera al alcance de gran cantidad de compradores, incluidos sus trabajadores, cerrando así una espiral entre el consumo y la producción que ha estado en el núcleo del crecimiento económico durante el siglo pasado. Este período alcanzó su cenit en la edad dorada de los Gloriosos Treinta años de progreso, 1945-1975 (en lo que se denominó el milagro económico europeo, en el que los países occidentales adoptaron con éxito políticas de desarrollo económico y pleno empleo, apoyadas en cierto intervencionismo estatal y en la aparición de grandes sectores públicos, en una exitosa combinación de la economía de mercado y el Estado del bienestar). En esos años se vivió una gran bonanza económica al calor de la reconstrucción de la posguerra, en paralelo con una vigorosa industrialización, que fomentó el crecimiento de una clase media próspera y asentada, que llegó a ser determinante en la consolidación de la democracia en las sociedades avanzadas —incluida España, a partir de los sesenta— y, a su vez, se estabilizó el Estado del bienestar (asistencia sanitaria universal, pensiones de jubilación, seguro de desempleo, educación gratuita…). Fueron los buenos tiempos —recordados con añoranza— de los electrodomésticos, la televisión, el automóvil, los centros comerciales, el apartamento de vacaciones y tantos otros símbolos de incipiente bienestar y prosperidad compartida por amplias capas de la población —en los que entrar a formar parte de la clase media se convirtió en la versión europea del sueño americano. Pero con la automatización y la robotización hay quienes ven indicios de que ese tipo de sociedad se está agotando. Viene a colación una anécdota apócrifa que ilustra de forma clara ese cambio. Durante una visita conjunta de Henry Ford II, nieto de Henry Ford, y Walter Reuther, presidente del Sindicato de Trabajadores del Automóvil (UAW), a una moderna planta robotizada de montaje de automóviles, Ford bromeó con Reuther: «Walter, ¿cómo te las vas a arreglar para que los robots paguen su cuota al sindicato?». A lo que Reuther respondió rápida e incisivamente: «Henry, ¿y tú cómo harás para que esos mismos robots te compren coches?»116. Una parte considerable de la economía de nuestros días está fuertemente imbricada en la revolución digital y la robotización. Las nuevas tecnologías de la información aparecen como motores del desarrollo en un mundo cada vez más globalizado (multinacionales, libre comercio, flujos de capital no regulado, deslocalización industrial…) y se vinculan

116 E. Brynjolsson y A. McAfee, Race Against The Machine, p. 49.

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con el crecimiento económico, consumo y ocio. El mundo digital ha alcanzado la supremacía como nueva «materia prima» creadora de riqueza, que hace prosperar o declinar a las regiones no por la disponibilidad de recursos naturales, sino por la capacidad de sus ingenieros, científicos, gestores y trabajadores para realizar ingenios en los que lo digital desempeña un papel determinante. El progreso actual de las tecnologías digitales y la robótica está aliviando a los operarios de los trabajos repetitivos y penosos, desplazando esas labores a las máquinas. El resultado ha sido el decrecimiento de la demanda de trabajadores en las tareas menos cualificadas, al tiempo que crece para las más especializadas. Con estas tecnologías tienden a aumentar las oportunidades de empleo de los que tienen mucha formación, en tanto que el resto tiene que conformarse con salarios escuálidos. Se está produciendo un cambio considerable en el mercado del trabajo con la aparición de lo que se han llamado working poors, los pobres con empleo —los cuales, por cierto, eran la mayoría en siglos pasados, y lo son aún en países poco desarrollados, pero que parecían estar desapareciendo en las sociedades beneficiarias del Estado del bienestar; una regresión de creciente repercusión política. De este modo, mientras progresa la automatización de la producción, las pautas del mundo laboral se modifican. La progresiva complejidad de los productos industriales requiere una labor más especializada. Loa puestos de trabajo está cayendo significativamente en el caso de tareas repetitivas y rutinarias, mientras se mantiene, o incluso crece, en el caso de las que no se pueden digitalizar. Los cambios implantados por la informática y la robótica hacen especialmente valiosas a las personas con conocimientos técnicos, por lo que la educación se convierte en un factor prioritario para la sociedad del futuro. Durante los últimos doscientos años, desde la rebelión ludita, la productividad ha aumentado enormemente, pero al mismo tiempo el empleo ha crecido al menos hasta finales del siglo XX. Los avances de la técnica han determinado la aparición de nuevas industrias que han incrementado tanto la productividad como los salarios de los trabajadores. Sin embargo, se detecta cierta oposición al progreso técnico debido a que se teme que la ruptura del status quo llegue a producir pérdidas en el empleo y en la estructura social. Una de las paradojas de nuestro tiempo es que generaciones que se han beneficiado de innovaciones pasadas se muestran reticentes a las nuevas, por temor a que les afecten negativamente en el campo laboral. En el pasado, en los períodos de grandes innovaciones técnicas puede que se hubieran perdido algunos puestos de trabajo, pero hasta la fecha nunca ha ocurrido que estas pérdidas no fuesen compensadas por nuevos empleos, normalmente de mayor calidad y retribución, de modo que el empleo total se mantenía más o menos constante o incluso crecía. Sin embargo, hay quienes dudan de que en nuestros días eso vaya a seguir sucediendo y se lleguen a compensar las pérdidas de empleos provocadas por la automatización. Para el futuro existen dudas de si los robots, que de momento traen abundancia y una vida mejor, permitirán que continúe esa tendencia para la mayor parte de la población. Con la automatización y la robotización se necesitan menos horas de trabajo para producir lo necesario —aunque esto pueda tener un horizonte deslizante— lo que conduce a un dilema: o bien reducción de la jornada laboral media o, por el contrario, concentración del trabajo en especialistas muy cualificados, y el resto a depender de subsidios sociales, normalmente muy menguados —ya en el siglo XV Tomás Moro, en su

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Utopía, proponía establecer una renta básica que asegurase unas condiciones de vida mínimas; aunque con ello se atenuasen los alicientes para progresar de la población afectada. Pero, por otra parte, los tecno-optimistas argumentan que la automatización representa un paso irreversible para incrementar la productividad y, en consecuencia, la actividad económica, y dará lugar a nuevos inventos que aumenten y amplifiquen las capacidades y el bienestar de los humanos, logrando resultados inéditos, en lugar de limitarse a automatizar aquellas formas de producción actualmente existentes. Según los que piensan así, los robots y el mundo digital van a desatar la creatividad humana hasta extremos que hoy nos resultan inimaginables. Pero, aun aceptando eso, habría que actuar forma rápida para hacer más eficiente y menos traumática la transición a ese mundo automatizado. En todo caso, la automatización permite disminuir el factor trabajo en la producción, al tiempo que provoca un crecimiento de la productividad, lo que determina un incremento de las rentas del capital. La sustitución del trabajo humano por sistemas automatizados resulta muy atractiva para el capital, el cual ha ampliado sensiblemente su participación en la renta desde los años ochenta del siglo pasado, mientras que la parte relativa al trabajo ha disminuido. De manera que aunque la productividad y la renta total se hayan incrementado en el seno de las sociedades avanzadas, las desigualdades han aumentado también en esas mismas sociedades —con la secuela del paro juvenil— y los beneficios se concentran en un grupo cada vez más pequeño, dejando al resto con una posibilidad reducida de acceder a todos los privilegios del progreso. Como complemento a lo anterior, el economista francés Thomas Piketty (1971-) argumenta, en su libro de éxito El capital del siglo XXI, el crecimiento de las desigualdades sociales, no solo debido a cuestiones relacionadas con el progreso técnico como las que se acaban de exponer, sino también por razones estrictamente económicas. Este incremento tendrá lugar en la medida en que los activos de las minorías más ricas crezcan mucho más rápido de lo que lo hace la economía global, lo que sucede cuando el rendimiento del capital es superior a la tasa de crecimiento del conjunto de la economía. Se produce entonces una creciente concentración de riqueza en manos de un pequeño porcentaje de la población, los poseedores de capital, que acaparan gran parte de la riqueza. Esta acumulación se produce en detrimento de la clase media, la gran innovación política y sociológica del siglo XX, que tanta importancia ha tenido en la configuración de la sociedad actual, pero que puede entrar en declive, dando lugar a una sociedad más antagonista, inestable y peligrosa. La tendencia a que disminuyan las clases medias, que suelen absorber gran parte de las tensiones sociales, repercutiría negativamente en la estabilidad de los sistemas políticos, especialmente de las democracias parlamentarias — entre los grandes perdedores de la crisis de 2008 están las clases medias de Estados Unidos y Europa. Aunque el mundo globalizado se nos presenta cada vez más conectado y aparentemente pequeño, la distancia entre los extremos de prosperidad y pobreza es mayor cada día en el seno de las sociedades desarrolladas y cuando el crecimiento no se comparte, se deteriora la cohesión social. Sin embargo, aunque la desigualdad se ha incrementado en el seno de los países del Primer Mundo, los países emergentes han experimentado importantes progresos en su crecimiento económico que han conducido a mejoras en las condiciones de vida de su población —así en China o la India, países en los que millones de personas han escapado a la pobreza. En el conjunto del planeta la pobreza extrema se ha reducido a

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la mitad entre 2005 y 2013. Es una de las paradojas del progreso en nuestros días: crecen las desigualdades en las sociedades avanzadas, mientras la pobreza extrema va desapareciendo en las más atrasadas. En un orden de cosas semejante, el progreso actual no debería ser un obstáculo para que las generaciones futuras alcancen un nivel de vida comparable, si no mejor, al de los países desarrollados de nuestra época. Cabría aspirar a que esas generaciones fueran más ricas, lo que es razonable asumir en la confianza de que se produzca un ritmo de innovación (¡siempre la técnica!) que genere mayor riqueza y se disfrute de más cosas valiosas puestas a su disposición. Sin embargo, esta opción puede no estar clara, y de hecho ignoramos si lo que estamos tomando prestado por cuenta de las generaciones futuras es más, o menos, de lo que la capacidad de innovación podrá restituir. No obstante, el tecno-optimismo se aferra a que seguirá el progreso de la humanidad debido a la creciente producción de bienes y servicios, a pesar de las reservas anteriores. Según este punto de vista, una mayor parte de la población mundial eludirá la pobreza; estará mejor alimentada, disfrutará de mejor escolarización, con igualdad entre sexos en la educación; dispondrá de la energía suficiente para todas sus necesidades; tendrá mejor vivienda y disfrutará de más ocio; estará mejor protegida contra las enfermedades y vivirá hasta una edad más avanzada y en mejores condiciones que sus antepasados, haciendo del mundo un lugar más grato. Un mundo, en fin, en el que se tenderá a alcanzar la meta utópica de la ética utilitarista: «el máximo bienestar para el mayor número posible de seres humanos». ¿Acaso el mundo artificial acabe fomentando la justicia, la tolerancia y la libertad frente al hambre, la pobreza y el dolor? ¿Un mundo con una economía más regulada y transparente, capaz de garantizar un crecimiento armónico y equilibrado del planeta? La relación entre economía e ingeniería posee otras muchas más dimensiones cuyo tratamiento desborda el limitado cauce de este libro, por lo que vamos a dejarlo aquí y a ocuparnos, en el próximo apartado, de otra cuestión capital en la ingeniería como es la moral, pues aunque el saber pueda ser considerado neutral, el hacer no lo es, ya que el hacer algo puede comportar alguna forma de responsabilidad, aunque sea por efectos secundarios imprevisibles e indeseados117. El ingeniero, si bien es solo dueño de sus actos, a veces no puede eludir la responsabilidad por los efectos que se siguen de éstos. Se trata de una cuestión aún más abierta que la que se acaba de tratar en este apartado que ahora concluye y está sometida a todo tipo de debates, por lo que resulta pertinente dedicar unos pocos párrafos a deliberar sobre ella, aunque sea de forma sucinta. Nos ocuparemos exclusivamente de los problemas morales que se presentan al ingeniero en nuestro tiempo ante el poder exorbitante y sin precedentes que está alcanzando la técnica, y con ella la ingeniería, para configurar vida de los humanos.

La responsabilidad social del ingeniero

Ya se ha insistido en que el objetivo de la ingeniería es alcanzar metas que están presididas por un criterio de utilidad —y paralelamente de economía. Las cosas que hacen los ingenieros pueden estar bien o mal hechas (es decir, ser o no realmente eficaces para lograr el objetivo perseguido); y, por otra parte, puede ser bueno o malo hacerlas (pues, aparte de la bondad que puedan merecer por sí mismas, pueden tener

117 Hans Jonas, El principio de responsabilidad.

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consecuencias buenas o malas como efectos secundarios no deseados). Pero, acordar qué es bueno o malo es una cuestión muy disputada y que no consigue siempre la unanimidad. Por citar casos especialmente sensibles, es lo que sucede cuando se trata de valorar el alcance de la responsabilidad con el entorno natural y con las futuras generaciones; lo mismo que cuestiones cruciales para algunas actuaciones, cómo cuándo empieza y acaba la vida, y en qué consiste la dignidad humana. En estos casos la deliberación ética no es fácil que conduzca al consenso, sino con frecuencia a todo lo contrario aunque, a pesar de ello, haya que buscar fórmulas que permitan la convivencia. De cualquier forma, la moral del ingeniero presenta dos vertientes principales: la moral profesional, circunscrita a su ámbito de actuación especializada; y la común, cívica o general, aunque sea teñida por sus peculiaridades profesionales. Aquí nos ocuparemos exclusivamente de esta segunda. La primera está recogida en los códigos de ética de las sociedades de ingenieros y de las asociaciones profesionales. Es evidente que la técnica ha producido numerosos y codiciados frutos pero que, con frecuencia, han venido acompañados de efectos perjudiciales tanto para el medio natural como para la misma la sociedad. En general, los progresos en la ingeniería, incluso aquellos de beneficio indiscutible, no se producen sin algún coste con relación al medioambiente. Ya los romanos, como las sólidas y persistentes calzadas, pretendían evitar que la naturaleza recobrase los caminos de paso. La contaminación del aire y las ciudades ruidosas y congestionadas son efectos indeseables de la sociedad del automóvil en la que estamos inmersos, pero que, por otra parte, conlleva tantas ventajas, como la libre movilidad física, y posee por ello una amplia aceptación, pese a los problemas que trae aparejados. La ciudad es posiblemente la mayor infraestructura creada por el ser humano, en la que tienen lugar grandes flujos de energía e información, y en la que se alcanzan niveles de vida que son apetecidos por la gran mayoría de la población. En realidad, el ingeniero no puede evitar tener algo de aprendiz de brujo ya que debe manejar fuerzas cuyas implicaciones últimas no conoce, debido a que todos los efectos perniciosos de la técnica no suelen ser previsibles. Los inventores no acostumbran a prever, ni a tener en cuenta, los efectos secundarios de sus inventos. Además, la naturaleza nunca deja de experimentar y de ello pueden derivar situaciones peligrosas, por lo que cualquier cosa que pueda ocurrir hay que prever que acabe ocurriendo. En el mundo se generan comportamientos dotados de una diversidad infinita, y siempre pueden producirse situaciones imprevistas. Así pues, todo nuevo producto de la técnica puede comportar tanto una oportunidad como amenazas inesperadas, lo que es especialmente significativo para el ingeniero, pues la existencia de esos desafíos no les puede inhibir de actuar (recuérdese que se dice que el riesgo cero tiene un coste infinito). Como ya se ha visto en otro lugar, ante los indudables problemas que produce la técnica no cabe plantearse acabar con ella, lo que sería antinatural, sino que se trata de cómo gestionarla para hacer de ella un uso más consistente con nuestra propia subsistencia y mayor bienestar, y así hacer evolucionar el mundo artificial de modo que sea cada vez más atractivo. En este sentido, es forzoso imprimir en la actividad de los ingenieros un espíritu profesional en el que los aspectos morales, relacionados con los efectos a corto y a largo plazo de su ejercicio profesional, ocupen un lugar destacado. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado (en los Gloriosos Treinta) se creía haber encontrado en la producción en masa de productos elaborados un medio especialmente

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eficaz para garantizar un crecimiento regular y amortiguar las tensiones sociales, bajo la égida aparentemente neutral de los ingenieros. Pero, unos años más tarde, a fines de los sesenta y especialmente durante los setenta se produjo una crisis social y cultural que puso en duda la autoridad de los gobernantes y de las élites en general. Uno de los episodios más representativos fue el denominado mayo francés (1968), una revuelta de estudiantes en un país democrático —pero que no se dio solo en ese país, y que no fue una revolución obrera. Se vivió entonces un tiempo en el que los sistemas técnicos fueron objeto de reprobación, algunas de cuyas brasas aún siguen activas. En paralelo se originaron nuevas alarmas sobre el medioambiente como consecuencia de las denuncias de los desastres naturales consumados por la industria. El antropoceno se ha definido como la era en la que la actividad humana, lo antrópico, está generando efectos imborrables para el conjunto del planeta. Se especula que empezó hace unos quinientos años, aunque no hay unanimidad sobre este extremo, si bien si la hay respecto a que hoy estamos plenamente inmersos en él. Se dice que durante esta era se está produciendo una «defaunación». El libro Primavera silenciosa, de Rachel Carson (1907-1964), cuestionó el credo tecno-optimista. Entre otras cosas, subrayó la pérdida de los sonidos naturales, de los olores y de los paisajes en la medida que se reemplazaba la naturaleza por los sistemas artificiales de producción, a los que se asociaba con sustancias tóxicas y toda clase de calamidades. Pero además de estas acusaciones relativamente superficiales, y un tanto literarias, es presumible que determinados restos de la actividad humana en nuestros días —plásticos y cemento, por citar algo— dejen una huella fosilizada en los estratos geológicos, que será objeto de estudio por los geólogos dentro de miles de años —si es que los hay. En este sentido, las industrias y las grandes construcciones se encuentran en primera línea de los reproches, ya que habían sido objeto, desde principios del siglo XX, de acusaciones recurrentes por los desechos contaminantes y la alteración del medio natural; a lo que se unió, a partir de los años setenta y ochenta, la industria nuclear y sus persistentes residuos radioactivos. Como consecuencia, los ingenieros vieron afectada su imagen: las cuestiones del medioambiente, en las que se encontraban en posición de acusados, se asociaban con una invasión de artificios que lo contaminan todo; se denunciaba asimismo su contribución a la carrera de armamentos; e incluso se cuestionaba la difusión de la informática, que proporciona herramientas con las que vulnerar la intimidad de las personas, especialmente con el procesamiento masivo de datos, mediante los big data (por el mero hecho de tener un smartphone en nuestro bolsillo ya estamos proporcionando ingentes cantidades de datos acerca de nuestros hábitos más personales; así, en algún lugar se encuentra registrada la localización del propietario del móvil en todo momento). Lo anterior hace inevitable plantearse si a pesar del papel capital que juega la ingeniería en nuestro mundo, no va a tener que enfrentarse a cuestiones polémicas como: ¿los ingenieros deben limitarse a ser competentes para aportar soluciones técnicas sobre cómo hacer las cosas para las que han adquirido destreza? ¿O deben además estar preparados y disponer de la madurez moral suficiente para asumir la responsabilidad de qué hacer y qué no? Esa madurez va mucho más allá del estrecho cauce por el que se desenvuelve su estricta labor profesional, y la comparte no solo con profesionales de otras especialidades, sino con el conjunto de la población118. Al ingeniero le incumbe la imposible tarea de anticipar los efectos sociales de su trabajo, como preconizaba el malhadado ingeniero ruso Palchinsky. En todo caso, no se puede pedir a los ingenieros que conciban y erijan el

118 Fernando Broncano, Entre ingenieros y ciudadanos.

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mejor de los mundos, sino mucho más modestamente uno que sea al menos un poco mejor que el que se han encontrado.

La técnica en la entraña de la civilización

Nuestra relación con la técnica nos ha producido múltiples beneficios, además de su aportación primordial a la génesis de nuestra especie. En tiempos históricos ha creado nuestra economía y con ella nuestra riqueza y bienestar. Aunque la felicidad no está necesariamente asociada a la disposición de muchos bienes materiales, es indudable que éstos contribuyen a ella, en especial los que aportan mejores condiciones de vida como son aquellos que afectan a la sanidad, la vida confortable y las mayores opciones vitales. En todo caso, el mundo artificial nos está permitiendo vivir mejor y mucho más que nuestros antepasados, sin las miserias que éstos tuvieron que soportar, e incluso en un mundo más civilizado y seguro, dotado de un mayor respeto a la dignidad humana y en el que hay menos violencia119. ¿Somos, por ello, una especie adicta a la técnica? Cabe recordar la obvia y repetida afirmación de Martin Heidegger de que la esencia de la técnica trasciende a lo estrictamente técnico, ya que su influencia en la vida humana es esencial. En términos parecidos se pronunció Ortega. No es solo que la técnica esté resolviendo muchos de nuestros problemas, es que no podemos vivir sin ella. En efecto, gracias a la técnica hemos sido capaces de crear un mundo de abundancia para una fracción creciente de la población, al menos hasta ahora; un mundo donde conseguimos más y más bienes a partir de menores cantidades de materias primas, capital y trabajo. Asimismo, los crecimientos de la productividad han estado acompañados por aumentos en el tiempo libre, lo que permite beneficiarse de un mayor ocio. Durante los siglos XIX y XX las horas de trabajo disminuyeron, en los países desarrollados, de cifras que llegaban a las dieciséis horas diarias a otras de un máximo de cuarenta horas semanales —incluso menos––, y se vaticinan posibles disminuciones adicionales. Este progreso, sin embargo, ha estado ligado a un aumento de la desigualdad social, como se ha visto en un apartado anterior. Pero, a pesar de ello, están también los que resaltan que el progreso inducido por la técnica afecta igualmente a los menos beneficiados, como también se ha comentado ya (la esperanza de vida en España a principios del siglo XIX era de 34 años y en la actualidad es de 80. Es notable que en los países más atrasados de África hoy se encuentre en torno a cuarenta y cinco años, según la Organización Mundial de la Salud). En todo caso, el estilo de vida de las regiones más desarrolladas del mundo es el modelo al que aspiran las más desfavorecidas, que anhelan tener el mismo nivel de vida que poseen los habitantes de las zonas más ricas del globo —y que contemplan anhelosos en los medios de comunicación. Pero los habitantes de las zonas prósperas no se van a quedar parados. Ello presupondría la discutible asunción de que las necesidades humanas ya han sido satisfechas en esas zonas y que no cabe esperar que haya innovaciones que determinen la aparición de nuevas apetencias, muchas de ellas, sin duda, justificadas, aunque otras asociadas a un consumismo que parece no tener límites, incluso en lo relativo a bienes baladíes —aunque, hoy por hoy, el consumo sea un cebo ineludible del sistema económico imperante. ¿Será posible alcanzar una progresiva nivelación entre las distintas regiones del planeta? Así pues, el modelo de sociedad soportada por el progreso técnico es codiciado por el resto del mundo y puede enorgullecerse de haber alcanzado éxitos imponentes en lo

119 Steven Pinker, Los ángeles que llevamos dentro.

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relativo a la producción y la eficacia, incluyendo ámbitos tan sensibles como la propia sanidad, al tiempo que se incrementa la convivencia y la libertad civil. El mundo artificial ha traído consigo no solo inmensos progresos en la salud y el bienestar, sino también más libertad, más justicia social, menos violencia y unas condiciones de vida menos duras incluso para los poco afortunados, así como mayores oportunidades para cada vez más gente en el seno de las sociedades desarrolladas. Además, las relaciones compasivas entre los seres humanos y la propia cohesión social —mediante un progresivo y delicado equilibrio entre competición y cooperación— se han incrementado y ocupan un espacio creciente en la sociedad, domesticando los instintos; aunque están también quienes no comparten estas afirmaciones alegando que la barbarie rebrota continuamente e incluso puede estabilizarse para amplios sectores de la población. Pero, a pesar de los horrores de la historia, el altruismo y la empatía en las relaciones humanas parecen estar ganando terreno —o al menos eso queremos pensar. Según Steven Pinker (1954-) (y otros muchos autores, como Norbert Elias (1897-1990) o Karl Popper (1902-1994)), en nuestro tiempo y en los países desarrollados —en los que prevalece, entre otras cosas, una arraigada educación general––, se ha experimentado la mayor difusión del respeto de los derechos humanos que recuerda la historia de la humanidad. Junto con esos derechos ha habido un gran progreso moral, se ha propagado el ejercicio de la compasión (el antídoto del egoísmo), tenemos conciencia de nuestros compromisos, de lo que es un delito, y asimismo compartimos la percepción moral de que aún se debe progresar mucho en ese orden de cosas. Pese a catástrofes como las relacionadas con las guerras mundiales, la bomba atómica, los jemeres rojos de Pol Pot o el genocidio de Ruanda, vivimos una época en la que se ha alcanzado un grado de respeto por la vida humana que no tiene antecedentes históricos, aun considerando las anteriores transgresiones. No se olvide que aunque una injuria a lo religioso, como la blasfemia, está penada por ley incluso en países hoy considerados civilizados, hace unos pocos siglos podía conducir al cepo o a la pira expiatoria en esos mismos lugares. La predisposición a la agresión y al fanatismo se ha ido debilitando a lo largo de los tiempos, de modo que las sociedades modernas son, en general, menos violentas que las arcaicas (aunque la intolerancia se siga manifestando y esté en el origen de un terrorismo sanguinario). Pinker muestra cómo tanto la violencia personal como el número de muertos por habitante en acciones bélicas se han reducido progresivamente en todo el período del que existen registros fiables120. Este autor alega también que alrededor del 15 % de los restos humanos prehistóricos exhumados muestran evidencias de muerte violenta, y ese porcentaje es aproximadamente el mismo que se observa en las sociedades contemporáneas que aún viven de la caza y la recolección. Según Pinker, desde el momento en que se crean las primeras sociedades con una autoridad central, aunque sea tiránica, cruel y sanguinaria, ese porcentaje se reduce sensiblemente a un entorno del 3 % (los tiranos suelen alardear de patrocinar una vida mejor para sus súbditos). Por consiguiente, la técnica y la ingeniería, al contribuir decisivamente a la formación del mundo artificial, han traído la sociedad en la que hoy se desenvuelve nuestra vida de forma más o menos próspera y placentera. Por ello hay que proclamar, una vez más, que nada es más acorde para el hombre con su propia naturaleza que intervenir en el mundo para reconducirlo en su beneficio mediante el ingenio y las habilidades que definen la técnica. Esas facultades son las que nos están permitiendo dominar el planeta, al menos

120 Véase Pinker, Op. cit,. especialmente el apartado "Índices de violencia en sociedades con y sin estado", pp. 85-93. Los datos incluidos en el texto son un resumen de los que aparecen en ese apartado del libro citado.

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en parte, pese a los problemas y las disfunciones que ello conlleva. Para nosotros hacer técnica, crear cosas artificiales, es tan natural como pueda serlo para los predadores cazar y sacrificar a sus presas. Es en este sentido en el que se dice que la técnica es inherente al ser humano: que no tener técnica es no ser humano, e incluso que la técnica nos ha hecho tal como somos hoy. Pero, a pesar de todo, puede que nos domine una cierta nostalgia por la pérdida del mundo natural, en la medida que el artificial está desplazándolo como escenario en el que transcurre nuestra vida —aunque volvamos de forma esporádica, limitada y protegida a gozar de ese mundo perdido. Ante la técnica se produce una inevitable ambivalencia. Por una parte, la dependencia que hemos alcanzado del mundo artificial nos puede hacer sentir que estamos subordinados a él, lo que suscita el temor de que la técnica se convierta en un implacable coloso desaforado que acabe engulléndonos, pues nuestra especie se ha especializado en vivir en ese mundo de artificios. Es bien sabido que, en la evolución biológica, las especies generalistas tienen menores problemas para sobrevivir ante una catástrofe natural que las especialistas. Los humanos somos como una clase de especialistas que nos hemos habituado a vivir en un mundo en el que, sin embargo, se vislumbran catástrofes potenciales como el colapso repentino de las infraestructuras, un supervirus informático o un ciberataque, una guerra nuclear o bacteriológica, la colisión de un meteorito, una pandemia o los efectos de una tormenta magnética solar —los llamados cisnes negros, sucesos de pequeñísima probabilidad, pero de enorme impacto. Y también, por otra parte, el agotamiento de recursos por el desmedido uso de ellos, provocado por el desbocado crecimiento de la población mundial —que aunque se esté registrando una cierta desaceleración, no se detiene. Así, no es extraño que tengamos la sensación o el temor de que la técnica nos haya hecho vulnerables, al dejarnos expuestos a riesgos apocalípticos del tipo de los que se acaban de mencionar. Además, hay que tener presente que en la contienda contra la naturaleza, esta no permanece impasible. A la larga, la implacable naturaleza resulta siempre más fuerte, por lo que acaba ganando, y el hombre sigue, en último extremo, dependiendo de ella —ay, el segundo principio de la termodinámica. Por citar un caso tomado de la medicina: están apareciendo microorganismos resistentes a los antibióticos. La lucha contra el mundo natural es, en cierto sentido, desesperada; los triunfos son fugaces; y, sin embargo, el hombre, por su propia naturaleza, no puede renunciar a esa contienda. No obstante, además del temor que pueda suscitar la técnica, es indudable que también nos dejamos seducir y cautivar por sus logros, que nos han permitido ampliar nuestros límites naturales e incrementar nuestras capacidades hasta extremos insospechados. A fin de cuentas, el progreso técnico es un elemento capital en la conformación de nuestro futuro. Los nuevos inventos técnicos están transformando el propio mundo artificial, lo que a su vez nos afecta y renueva a nosotros mismos. La técnica emergente, como ha sucedido a lo largo de la historia, aunque con más intensidad que en el pasado, acabará redefiniendo qué significa ser humano. Dependiendo de qué valoremos más —la convivencia, el poder, el conocimiento o la sostenibilidad—, algunas innovaciones técnicas serán aprovechadas mientras que otras deberán ser desechadas. Estas son cuestiones perturbadoras que nos afectan mucho más de lo que solemos asumir, por lo que es inevitable que sean planteadas. El crecimiento económico ha sido tan rápido y emancipador, y el mundo está cambiando a tal velocidad, que hemos sido incapaces de diagnosticar los problemas de las nuevas conquistas de la técnica y prevenir sus consecuencias, ya que las ventajas inmediatas de

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cada nuevo avance técnico suelen ser tan bien recibidas que se acaban tolerando los problemas que traiga asociados. Pero, ¿tendremos que enfrentarnos a algún límite en esta actitud? En todo caso, se ha propagado la creencia, de forma más o menos consciente, de que la innovación es intrínsecamente buena y que, por lo tanto, no se le deben poner limitaciones. No obstante, hay progresos de la técnica que han producido grandes beneficios a corto plazo, como sucede con los clorofluorocarbonos empleados como refrigerantes, que, sin embargo, han tenido efectos perversos para la capa de ozono, por lo que resultan ruinosos a la larga. Por citar otro caso, la durabilidad y resistencia al deterioro de los plásticos que los han hecho tan útiles están resultando también perjudiciales a largo plazo. Las ventajas suelen ponerse de manifiesto antes que los inconvenientes, aunque estos no dejan de presentarse tarde o temprano. De manera que los efectos secundarios de algunas innovaciones aconsejan prescindir de ellas. En este sentido, debemos postular hacer un uso razonable de la técnica —aunque por razonable se puedan entender cosas dispares— porque ya no podemos prescindir de lo artificial: es demasiado tarde, pues se ha convertido en consustancial a nosotros. Al menos por eso habría que tomarla más en serio de lo que se suele hacer en algunos ambientes. La técnica posee un potencial que crea nuevas posibilidades cuyas repercusiones dependerán, en gran medida, de decisiones que tomemos los humanos. Podemos alcanzar una abundancia y libertad que no tienen precedentes, pero también desastres que la humanidad nunca ha visto. Todo ello está en nuestras manos, lo que a unos invita al optimismo, pero a otros produce desazón. La aparición de nuevas tecnologías de modificación genómica pueden permitir algo insólito en la historia del planeta: que una especie tome las riendas de su destino biológico y se sitúe relativamente al margen de la selección natural. Al mismo tiempo, ninguna otra especie dispone de la capacidad de destruirse a sí misma —esa aterradora realidad que necesitamos olvidar para no perder la razón. Aunque sin llegar a esos extremos, sí estamos afectando al mundo natural con unas alteraciones cuyas consecuencias deberemos tratar de atenuar mediante intervenciones técnicas para las que se requerirán enormes dosis de ingenio. Las sociedades occidentales están asumiendo que lo mejor es continuar la alteración del mundo natural en la audaz —y, para otros, temeraria— confianza de que al fin podrán gestionarse los riesgos. ¿Qué cabe esperar que nos libere de los problemas que origina la técnica si no es la misma técnica, con el concurso, en su caso, de la ciencia? Pues si bien esta última contribuye a que tengamos poder sobre la naturaleza, es la técnica la que adquiere el papel protagonista para llevar a cabo esa dominación. Al fin y al cabo, el progreso técnico puede que sea el mejor recurso del que disponemos para afrontar el futuro. En todo caso, los problemas medioambientales han entrado a formar parte indisociable de las labores de los ingenieros. Así pues, el desafío de la ingeniería de nuestro tiempo es su persistencia en la concepción y construcción de un mundo artificial cada vez más seductor, elaborado e invasivo al que estamos abocados por nuestra propia naturaleza. Hemos aprendido a reconducir el mundo natural y estamos tratando de exprimirlo como a un limón y así apurar todas las posibilidades de obtener de él algún beneficio, al precio de imprimirle una huella ostensible e indeleble. Relacionado con ello se atisba otro dilema radical: la igualdad de consumo, o la preservación de los recursos y de los vestigios del mundo natural. Las revoluciones de la agricultura, de la industria y del mundo digital no han conducido a la utopía que prometían aportar los valores pretendidamente universales de la Ilustración, aunque nos hayan aproximado a ella, en comparación con lo que sucedía en tiempos

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anteriores. Sin embargo, sigue gravitando uno de los grandes problemas con los que se enfrenta la humanidad en nuestro tiempo: el de quedar reducida a una población dual. Según la técnica se hace más elaborada y compleja sus productos resultan más costosos y exclusivos; lo que resulta especialmente patente en los costes crecientes de la medicina que hacen temer que determinados beneficios sanitarios solo sean accesibles a la minoría que pueda permitírselos. En consecuencia, ¿podrán estar los progresos de la técnica al alcance de todos? ¿O se abrirá una brecha insalvable entre los que puedan acceder a ellos y los que no? En cuyo caso, ¿el progreso soportado por la técnica conducirá a un mundo mejor para todos o solo para los que puedan beneficiarse de él? Al responder a estas cuestiones no debe olvidarse que la evolución biológica ha primado siempre a los más dotados, eliminando al resto. Pero, ¿estamos seguros de que la especie humana ha superado esa restricción? Según lo que se está viendo, cabe temer que se produzca una, más o menos grande, comunidad aislada (lo que empieza a conocerse como una gated-community), con población estacionaria, en la que se recluyan y se den una vida regalada los que accedan a las mejoras más refinadas de la técnica, mientras trabajan las máquinas para ellos; en tanto las condiciones de vida del resto de la población, con crecimiento desbordado, se encuentren progresivamente deterioradas, y ese resto quede postergado a una vida semisalvaje, en comparación con la de los beneficiarios del progreso —¿los favorecidos por una hipotética renta básica universal pasarían a engrosar este resto? Se trataría de una división mucho más radical que la tradicional entre ricos y pobres. Las clases favorecidas pueden incluso acabar convirtiéndose en una raza aparte y superior, habida cuenta de los progresos en las biotecnologías. Estas cuestiones ya las esbozó el novelista Aldous Huxley (1894-1963) en su visionaria distopía New Brave World o George Orwel (1903-1950) en 1984, y aparecen también en films como Soylent Green (Cuando el destino nos alcance, en su versión española) o Blade Runner, entre otros muchos. Quedan pues en el aire cuestiones tan provocadoras como: ¿Será duradero el progreso que hemos alcanzado? ¿Afectará a los más? Con independencia de argumentos más circunstanciales, ese es uno de los grandes retos a los que se enfrenta en nuestros días la civilización técnica, en la que juegan un papel decisivo los ingenieros, y de la que es artífice el laborioso Homo faber en su tenaz e incansable búsqueda de innovaciones útiles. En todo caso, de lo dicho en las páginas anteriores se infiere que el ingeniero, conjugando el placer de hacer con la producción de los artefactos que pueblan el mundo artificial, puede hacer suyo un remedo del consabido cogito cartesiano: Facio, ergo sum (hago, luego existo).

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Contenidos Introducción ................................................................................................................ 4

Primera parte .............................................................................................................. 7

Algunos hitos del pasado .......................................................................................... 7

Capítulo I.- Los orígenes ........................................................................................... 8

Nace el mundo artificial .................................................................................................................. 8

La construcción y la ingeniería de obras públicas ...................................................................... 11

Las máquinas y la ingeniería mecánica ...................................................................................... 15

La agricultura y los ingenieros...................................................................................................... 17

Capítulo II.- Nuevas ramas de la ingeniería .......................................................... 21

La transmisión de información y de energía ............................................................................... 21

Orígenes de la ingeniería electrónica .......................................................................................... 25

La ingeniería química y los químicos........................................................................................... 27

El vuelo de objetos más pesados que el aire ............................................................................. 31

Capítulo III.- La información y las máquinas ......................................................... 34

Las máquinas gobiernan su propio comportamiento.................................................................. 34

Torres Quevedo y los primeros escarceos de la automática ..................................................... 35

El amplificador electrónico de realimentación negativa ............................................................. 39

Los servomecanismos .................................................................................................................. 40

El problema del control de tiro naval y sus derivaciones ........................................................... 41

El analizador diferencial de Bush ................................................................................................. 43

Primeras computadoras electrónicas .......................................................................................... 45

La predicción en el cañón antiaéreo ............................................................................................ 46

Se formula la cibernética .............................................................................................................. 48

Capítulo IV.- La revolución digital ........................................................................... 51

Los progresos de la electrónica y la informática en la segunda mitad del siglo XX ................. 51

Una nueva primitiva en la imagen científica del mundo: la información ................................... 57

¿Las últimas fronteras de la técnica? .......................................................................................... 58

Segunda parte .......................................................................................................... 63

En busca de la identidad ......................................................................................... 63

Capítulo V.- La técnica y la civilización .................................................................. 64

Entre lo natural y lo artificial ......................................................................................................... 64

Utilidad y curiosidad ...................................................................................................................... 65

¿Sapiens o Faber? ¿Es pertinente la pregunta? ........................................................................ 67

La técnica, la hominización y la humanización ........................................................................... 69

La técnica del ingeniero ................................................................................................................ 71

Técnica antigua y moderna .......................................................................................................... 72

Las tecnologías ............................................................................................................................. 73

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Capítulo VI.- Los diferentes enfoques de la ingeniería y la ciencia .................... 77

Algunas definiciones ..................................................................................................................... 77

La prestigiosa ciencia ................................................................................................................... 79

Los científicos y los ingenieros se especializan.......................................................................... 82

Metas diferentes ............................................................................................................................ 86

El ingeniero emplea conocimientos científicos ........................................................................... 89

La electrónica y la mecánica cuántica ......................................................................................... 91

Una fecunda simbiosis .................................................................................................................. 93

Capítulo VII.- El conocimiento propio de la ingeniería.......................................... 96

¿Qué saben los ingenieros? ........................................................................................................ 96

El evasivo método del ingeniero .................................................................................................. 99

La representación ....................................................................................................................... 102

El imperioso pluralismo ............................................................................................................... 103

La difícil medida de la actividad académica .............................................................................. 105

Capítulo VIII.- El modelo lineal y su posterior cuestionamiento ........................ 107

Ingeniería y ciencia después de la Segunda Guerra Mundial ................................................. 107

Un ingeniero al frente de los científicos..................................................................................... 110

El forzado hermanamiento de ciencia y tecnología .................................................................. 114

¿Están adoptando en nuestro tiempo los científicos los fines de los técnicos?..................... 115

Tercera parte .......................................................................................................... 119

Ingeniería y sociedad ............................................................................................. 120

Capítulo IX.- Formación y ejercicio profesional de los ingenieros..................... 120

Ingeniería y profesión ................................................................................................................. 120

Las Escuelas de ingenieros francesas ...................................................................................... 122

La formación de los ingenieros británicos y americanos ......................................................... 124

Otros estudios técnicos superiores en el siglo XIX .................................................................... 126

Interludio ...................................................................................................................................... 127

La formación de los ingenieros en España después de 1957 ................................................. 129

La ingeniería y las Academias ................................................................................................... 131

Capítulo X.- La ingeniería en el mundo actual .................................................... 132

Logros que han cambiado nuestras vidas................................................................................. 132

En el foco de la economía .......................................................................................................... 133

La incidencia de la automatización y la robotización................................................................ 137

La responsabilidad social del ingeniero..................................................................................... 140

La técnica en la entraña de la civilización ................................................................................. 143

Bibliografía .............................................................................................................. 149

Page 154: Ingeniería - esi2.us.esaracil/Muestra.pdf · La raza humana había salido de la sombra, del miedo y el odio, pero ahora progresaba hacia un estadio último de simpatía, luz interior,

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