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Interculturalidad y discriminación racial

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Una historia de amor que puede echar por los suelos las aspiraciones de quienen creen que es posible erradicar la discriminación racial.

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—¡Todos los indios son una mierda!— decía Gabriel muy enojado a su amigo.

—¿Y por qué decís eso Gabriel? ¿Se te olvida que entre tus antepasados hay indígenas? Por tus venas corre sangre de indio—le respondía Leonel a su interlocutor.

—¡Tu madre hijueputa! ¿De dónde sacás esas pendejadas? Sólo repetís las tonterías que los demás dicen. Ahora resulta que sos un etnólogo o un antropólogo ¡pero de los bestias!— recriminaba el primero aún más irascible a su compañero. Leonel calló. Sabía que el empecinamiento de su amigo era incurable, y si continuaba la discusión, ésta podía convertirse en una riña peligrosa donde no faltarían ojos morados ni dientes aflojados.

Si bien las palabras de Gabriel eran sumamente ofensivas, nosotros no deberíamos apresurarnos a condenarlo por su pensamiento anticuado y salvaje. Ahora se habla de la pluriculturalidad, la multiculturalidad y la interculturalidad; cada uno de estos términos tiene bien delimitadas sus acepciones conceptuales. Con todo ese conocimiento se supone que debería haber conciencia sobre esta realidad en cada ciudadano del mundo. En Guatemala la manifestación cultural es complejísima: veintidós culturas de origen maya, una xinca, una garífuna y una ladina, y eso sin mencionar los estratos sociales.

En muchas leyes actuales de nuestro país, en los acuerdos de paz y en todos los programas de gobierno se aborda la cosmovisión maya, aunque quizás más como una retórica hermosa pero vacua (y el término maya mal empleado, pues realmente debería usarse la expresión “las veintidós cosmovisiones de los pueblos indígenas de origen maya”. Los mayas ya no existen).

Si aceptamos la cultura indígena guatemalteca al grado de identificarnos con sus complejas cosmovisiones, entonces ¿por qué no aceptar la cosmovisión del ladino? Una cosmovisión permeada por influencias de muchas culturas que en una fusión peculiar dan forma a una filosofía de vida muy particular y a una concepción antropológicamente contradictoria.

La cosmovisión de Gabriel era que los indígenas eran poco más que animales, entes sin educación, tercos, brutos, sucios, idólatras, hechiceros, seres primitivos cuyo origen estaba en una raza maldita. Por ningún motivo crea el lector que estamos de acuerdo con este hombre estrafalario. Simplemente exponemos cómo él pensaba.

Gabriel era un vendedor de libros. Según decía, estudiaba la carrera de ingeniería en sistemas. Su trabajo era ofrecer a domicilio el producto de la editorial para la cual trabajaba. La ruta que debía cubrir estaba conformada por los municipios de San Pedro y San Juan Sacatepéquez, San Raymundo y Pachalum, lugares que en su mayor parte están habitados por indígenas cakchiqueles, excepto el último. La

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percepción que este vendedor tenía era que en las comunidades indígenas un noventa por ciento de las veces lo trataban con recelo, resentimiento, menosprecio, discriminación y, en más de alguna ocasión, con odio evidente. Si esto era verdad, cualquiera se incomodaría de trabajar en tales condiciones. Esa mañana se dirigía a la aldea Los Pirires, una comunidad de San Juan Sacatepéquez.

—Estos malditos son unos jashtos. ¡Ojalá termine mis estudios y pronto dejaré de trabajar para esta empresa! Odio este trabajo, pero más a estos indios cerotes— pensaba soezmente Gabriel.

Leonel, que al igual que Gabriel soportaba las incomodidades de su trabajo, era una persona un tanto distinta. Aunque guardaba cierto recelo respecto a los indígenas, no llegaba al extremo de su camarada.

En una ocasión Gabriel iba en una camioneta que se dirigía de Los Pirires a la ciudad capital. Al momento de abordarla ésta se encontraba llena, y el único lugar disponible estaba a la par de un señor muy serio llamado Jerónimo Cotzajay, un hombre de aspecto no muy amigable. A nuestro personaje no le quedó más remedio que sentarse allí. Un poco después se subió una señora cakchiquel con un niño en su espalda. Los asientos eran para tres personas, según el ayudante de la camioneta; la última persona a sentarse en dichos sillones sólo podía acomodar la tercera parte de su cuerpo. Así que la señora tenía muchas opciones para elegir donde acomodarse, y mientras ella se decidía don Jerónimo le dijo a Gabriel con un tono seco, agrio y desafiante: —Oiga, córrase usted porque el asiento es de tres.

Gabriel se puso rojo de ira y agarró violentamente a don Jerónimo por el cuello mientras le decía: —¡Indio hijo de la gran puta! Usted no es el ayudante de esta camioneta. Me voy a correr cuando la señora decida sentarse aquí, antes no. Y si usted me vuelve a decir algo le rompo la jeta.

Cuando oyeron esto, los demás pasajeros se enojaron muchísimo, pues no toleraban que el único ladino presente en ese momento humillara procazmente a uno de los suyos. Las personas murmuraban en su idioma y empezaron a decir en voz alta algo semejante a esto: “¡Linchemos a ese cabrón muchá! Este porque es ladino se cree la gran cosa y nos quiere humillar. ¡Al diablo con este pisado! ¡Línchenlo! Yo pongo la gasolina.” Los ánimos de esta gente estaban en una efervescencia incontrolable, hasta que uno de ellos les dijo a los demás: — ¡Cálmense señores! Por favor, ustedes saben que esto es una riña sin mucha importancia. No compliquemos las cosas. Ya estamos bastante señalados por las autoridades como para mancharnos las manos con sangre por algo que no vale la pena. Yo voy a hablar con el señor.

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Francisco, el que había llamado a los demás a la cordura, se dirigió educadamente a Gabriel y le dijo:— ¿Cuál es su problema jefe?

Inmediatamente, como un reflejo, no se hizo esperar la respuesta de Gabriel: — ¡Yo no soy tu jefe, pedazo de idiota! ¿Vos también querés vergazos?

— ¡Cálmese mano! Yo sólo le pido que se tranquilice y no insulte al señor— dijo Francisco con bastante aplomo.

—El don empezó. Me trató como si fuera su cholero. Ni el dueño de la camioneta me hubiera hablado con tanta insolencia—decía Gabriel al borde del paroxismo.

— ¡Cálmese mi amigo! Usted insulta gravemente a este señor don Jerónimo, y de paso, nos insulta a nosotros también cuando le dice indio hijo de…

— ¡Todos ustedes son unos indios babosos! Y si querés te rempujo verga a vos también—y de súbito Gabriel empezó a empujar y dar puñetazos a Francisco. Los demás no pudieron evitar la indignación y se abalanzaron sobre el agresor. Hombres y mujeres golpeaban al orgulloso ladino, por suerte, no lo suficiente como para matarlo; solamente querían darle una buena tunda con el objeto de satisfacer los improperios de este mestizo. Luego, lo arrojaron de la camioneta.

Gabriel yacía a la orilla de la carretera, cerca del cruce que conduce a Las Verapaces, contiguo a la aldea Montúfar. Tenía las narices llenas de sangre, los párpados edematizados y toda la cara llena de cardenales; sin embargo, tenía el consuelo de contar con todas sus pertenencias. A partir de entonces el odio de Gabriel hacia los indígenas fue irreversible.

El lector habrá notado que Gabriel padecía de un defecto muy común a los guatemaltecos (y quién sabe si éste no es común a toda la humanidad): la facilidad de la abstracción, la generalización injustificada, tomar una parte por el todo. Es obvio que muchos ladinos o indígenas piensan así: “Todos los naturales son unos sucios; todos los indígenas son brutos; todos los indígenas odian a los ladinos; todos los ladinos discriminan a los naturales; todos los ladinos nos quieren tomar el pelo; todos los ladinos son odiosos”. Igualmente podría pensarse de este modo: “Todos los policías son corruptos; todos los empleados públicos son unos haraganes; todos los políticos son ladrones (eso es indiscutible); todos los guatemaltecos son mensos”. La mayoría no especifica, no hace un señalamiento concreto, por ende, el vicio de unos cuantos se traslada a los demás sin fundamento alguno y esta infausta idiosincrasia se traslada a las nuevas generaciones.

Dejamos en suspenso la conversación de los vendedores para explicar la causa de esos pensamientos extremadamente racistas. Gabriel no quería ir a Los Pirires,

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pero si no lo hacía se vería en serios apuros. Ambos tenían que pegar algunos afiches en las tiendas de esa comunidad, los cuales promocionaban la versión más reciente de un diccionario enciclopédico. Al llegar frente a una tienda llamada “El Quetzal” Leonel le dijo a su compañero: —Mirá, una tienda. Pedí permiso y pegá un afiche.

La idea no agradó a Gabriel, pero sin excusa alguna tuvo que dirigir la palabra a la señora que atendía el negocio en esos momentos.

—Buenos días doñita. ¿Cómo está? Fíjese que nosotros somos vendedores de la empresa O. y estamos promocionando este bonito diccionario enciclopédico de la versión más reciente. ¿Nos daría permiso para pegar este afiche para que la gente conozca este diccionario muy útil?

La señora se le quedó viendo con mucha desconfianza y al mismo tiempo miraba el afiche y al otro vendedor. Una escultura de Rodin difícilmente captaría la expresión de esta señora decidiéndose a dar su consentimiento. Después de cierta tardanza le dijo a Gabriel con una expresión frívola y despreocupada, una respuesta que retaba todas las normas de cortesía imaginables: —Yo digo que no.

—Pero señora, si sólo es un afiche.

—No. No quiero. Se chinga la pared.

Gabriel calladamente se retiró, y al llegar cerca de su amigo dijo: —Ve que india más orgullosa. Entre más vieja más jashta— decía con una enorme ira, la cual tuvo que reprimir sino quería repetir la experiencia de la camioneta.

—Tranquilizate, vos, porque apenas vamos empezando. Vamos a entregar estos pedidos, visitemos a otros clientes y aprovechamos para pegar estos afiches donde nos den permiso— le respondió Leonel con mucha autoridad y serenidad.

Terminada la onerosa jornada, ambos tenían que pasar necesariamente por el mismo lugar donde estaba la tienda “El Quetzal”. Cuando pasaban frente a esa pulpería una señorita les dijo en voz alta: —¿Podría ver la nueva enciclopedia que promocionan?

Gabriel respondió con un insulto grosero: —¡Yo no le vendo nada a estas indias pendejas!

La joven se le quedó viendo muy sorprendida y sonrojada. Leonel sintió que los vasos capilares de su cara se llenaban de sangre; un rubor desagradable se

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apoderó de él. Al recuperarse se dirigió con mucha aflicción a la señorita y se disculpó así: —Perdone a mi compañero. El pobre tiene muchos problemas, y en consecuencia, dice las estupideces que usted acaba de oír— y mientras decía esto un sudor frío recorría su frente y su espalda—. Pero mire. Aquí tengo la enciclopedia que usted quiere conocer. En realidad es un diccionario enciclopédico— decía mientras buscaba el libro en su maletín.

—Ese su compañero es un estúpido y un desgraciado. ¿Cómo se atreve a insultarnos con tantas groserías?—decía la señorita, cuyas facciones denotaban una ira nerviosa.

—Sí, tiene usted razón seño. Muchas veces yo no lo entiendo— decía Leonel mientras temblaba al darse cuenta que no encontraba lo que quería mostrar a la señorita—. Disculpe, pero fíjese que… ¡Gabriel, vení! Vos tenés el nuevo diccionario para mostrárselo a la señorita. Permítame seño. Ahorita se lo traigo— Leonel se apresuró al lugar donde estaba Gabriel y le dijo con mucho disimulo: —¡Mula! ¿Qué acabás de hacer? ¡Cuántas situaciones semejantes a estas he tenido que aguantar por culpa de tu maldito racismo!

—¡No me regañés mierda! Vos no sos mi papá. Acabás de darte cuenta como la vieja cerota no nos dejó pegar el afiche y ¿todavía tenés el cinismo de ofrecerle algo? ¡No jodás!

—Sí, pero no lo pide esa vieja sino una guapa señorita. A lo mejor no es nada de ella. Vení; acompañame; no seas pura lata—decía Leonel mucho más tranquilo al comprender que su amigo parecía convencerse de su error.

El lector habrá notado que aquí trasladamos ad literam los diálogos de estos personajes; diálogos soeces, vulgares, sucios, violentos y desagradables. Tal vez la conciencia de alguien se sienta incómoda leyendo esto, sin embargo, consideramos que al despojar los coloquios de todo subterfugio estético estamos siendo fieles en la descripción de la idiosincrasia de estos ciudadanos guatemaltecos. Muchos se ofenden cuando alguien es soez y se avergüenzan cuando andan en compañía de un individuo mal hablado. Pero si la mayoría de estos antisoeces tuvieran que pasar por un profundo examen de conciencia, seguramente se sorprenderían de la suciedad moral que hay dentro de ellos. No solamente saldrían a luz malas palabras; también pecados ocultos como orgullo, egoísmo, chismes, adulterios, robos, asesinatos, mentiras, injurias, y quien sabe cuántas cosas más cuyas consecuencias tienen mucha mayor trascendencia que una palabra procaz.

Los dos vendedores se acercaron donde estaba la ofendida dama. Luego Leonel le dijo:

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—Seño, este es el diccionario enciclopédico. Mire, tiene todas las palabras avaladas por el Diccionario de la Real Academia Española; además, tiene un sinnúmero de neologismos y modismos de nuestra lengua. Y por si esto fuera poco, biografías de célebres personajes históricos y contemporáneos; también contiene datos relevantes de los países y de accidentes geográficos importantes. ¿Qué le parece?—decía el vendedor al manejar hábilmente su don de convencimiento.

La joven escuchaba a su interlocutor pero observaba a Gabriel con mucha molestia y ofensivo desdén. También examinaba al ofensor en el aspecto físico y encontraba algunos rasgos notables: estatura media, tez morena bastante clara, ojos claros color miel, que adquirían un tono verde con el reflejo del sol, rostro rasurado, bigote negro y bien recortado, cabello abundante y ondulado, de color negro como el cuervo, cara ovalada y dentadura bien pareja, blanca como el mármol. Tal vez ella se hubiera impresionado un poco si el discriminador y soberbio racista no hubiera abierto la boca imprudentemente. Sin embargo, la impresión no habría sido tan inquietante como para penetrar sus sentimientos, pues ella amaba a su novio. La moza hacía cuentas que dentro de un año estaría felizmente casada. Y ¿cómo era ella? Poseía una belleza capaz de cautivar al gusto más exigente. Un rostro muy bien formado, labios de mediano grosor, dientes perfectamente alineados, tez morena clara, casi blanca, cabello largo y negro, ojos color avellana, estatura un poco menor que la de su ofensor, pechos bien formados y de una redondez exquisita, la cadera en su punto y los glúteos no podían ser mejores. En ese instante vestía un güipil rosado adornado con encajes blancos y dorados; el corte o la falda poseía unas hermosas tonalidades reflejadas en rayas y cuadros que oscilaban entre azul claro, gris y celeste; faja azul con hilos plateados; las sandalias de cuero y de una fabricación muy fina ceñían unos pies perfectos. Bien dicen las gentes que una indígena se viste con mil quetzales, en cambio, una ladina sólo con cien.

La fragancia femenina que se esparcía en ese incómodo momento era una combinación de jazmines, rosas y lavanda. Un perfume bastante afrodisiaco percibía el olfato de ambos vendedores. Los dos estaban impresionados, no obstante, Cupido e Himeneo se habían puesto de acuerdo para turbar el alma de Gabriel. Este callaba y se maldecía a causa de su impertinencia. Por otro lado, Leonel, si bien estaba interesado en conversar mucho más con la muchacha, sabía que el momento no era propicio.

Luego de haber escuchado al vendedor, la joven encontraba el producto bastante interesante y el precio le pareció muy accesible, mas en su alma se debatían la ofensa y la razón. Por muchos momentos estuvo a punto de desistir de la compra, sin embargo, considerando la educación de su interlocutor y sabiendo que él no tenía la culpa de lo ocurrido, decidió hacer un pedido.

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—Bien. Le aseguro que ésta es la mejor elección que Ud. pudo haber hecho—dijo Leonel bastante aliviado al sentir que un gran peso de encima le había sido quitado—. ¿Cuál es su nombre seño?

— Rosalinda.

— ¿Y sus apellidos?

— Cotzajay Pirir.

Cuando el vendedor terminó de consignar los datos necesarios, se despidió de Rosalinda un tanto complacido y un tanto nervioso.

—El pedido le viene de aquí a un mes. Le agradezco mucho Rosalinda y perdone lo sucedido.

—No tenga pena y que le vaya bien—dijo la joven en una frívola forma de cortesía. Quería que Leonel llegara sin novedad a su destino, mas no así Gabriel.

Al pasar los afanes del día, en la intimidad de sus habitaciones, los tres reflexionaban sobre los acontecimientos de ese día. Leonel daba gracias al cielo porque esta desagradable situación tuviera un desenlace afortunado; Gabriel no dejaba de pensar en la belleza de Rosalinda; ya podemos imaginar el tormento de su alma. No podía creer que dentro de una raza tan despreciada por él hubiera mujeres tan hermosas como para prender su alma. El pobre lamentaba el apresuramiento de su boca.

— ¡Cómo pude ser tan imbécil! ¿Por qué no me contuve? ¡Oh, estas malditas circunstancias! Si hubiera visto bien a esta muchacha no habría dicho semejante patraña. La culpa la tiene esa maldita vieja porque no quiso que le pegáramos el afiche. Quizás Leonel tiene razón; por mis venas corre sangre de indio. ¡Pero qué mulada estoy diciendo! ¿Juntarme con una india? Debo estar loco— pensaba este hombre atormentado.

Rosalinda pensaba en Gabriel, mas no por efecto del amor, sino por el desprecio que le inspiraba. En sus pensamientos lo odiaba, pero a veces consideraba que él había actuado a causa de un esquema mental heredado de la época colonial.

Un mes después llegó el momento de entregar los pedidos en Los Pirires. En esta ocasión Gabriel iba sólo y consideraba que era una oportunidad para vindicarse. Ya tenía planeado el discurso que pretendía dirigir a Rosalinda. Al llegar a la tienda “El Quetzal” notó que la atendía un señor, y ¡desagradable sorpresa! El señor era don Jerónimo Cotzajay. Con todo, Gabriel decidió dirigirle la palabra y le preguntó muy despreocupado:

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—Caballero disculpe. ¿Se encontrará la señorita Rosalinda Cotzajay Pirir?

—¿Para qué quiere usted hablar con mi hija?— preguntó don Jerónimo demasiado receloso y presto a tomar medidas de seguridad al reconocer a su antiguo agresor.

—Ella hizo un encargo a la empresa O. y aquí le traigo este diccionario enciclopédico— respondió Gabriel con aparente calma pero maldiciendo mentalmente a dicho señor.

—Espere aquí, don. Ahorita la llamo.

Rosalinda se presentó ante el vendedor y, al reconocer al impertinente ofensor, resonó en sus oídos “yo no le vendo nada a estas indias pendejas”. Inmediatamente quiso renunciar a la compra, mas detuvo sus impulsos y dijo: —¿Por qué trae eso hasta hoy? Además, el trato lo hice con su compañero, no con usted.

Ante manifiesto menosprecio, Gabriel se armó de valor y le respondió: —Sí señorita, tiene usted toda la razón. Comprendo que todavía esté enojada conmigo, pero cuando dije esa sandez yo no la vi a usted; sólo escuché su voz. Créame que lo siento profundamente y que maldigo mi mal humor. Por favor, perdóneme Rosalinda y eso me bastará para tranquilizar mi conciencia. Le juró que nunca más volveré a decir una tontería tan grande como esa.

La disculpa de Gabriel logró de alguna manera tocar la sensibilidad de la muchacha. Ella empezaba a tranquilizarse gracias al dulce tono penitencial de las palabras que escuchaba. ¡Cuán efectivas son éstas cuando son dichas a su debido tiempo! Después de un dramático arrepentimiento los efectos de la reconciliación no se hicieron esperar. Ambos estuvieron conversando por mucho tiempo y, por lo tanto, podría pensarse que Rosalinda había perdonado definitivamente al ofensivo vendedor. De esta plática Gabriel obtuvo información importante. Supo que Rosalinda era secretaria en turismo y trabajaba como guía turística en una agencia hotelera de prestigio, y además sólo le faltaba el examen público para graduarse como licenciada en administración de empresas. El enamorado recibió como un balde de agua fría el hecho de que ella tuviera novio, sin embargo, no perdía las esperanzas de que el destino le sería favorable, y en efecto, así fue.

Poco tiempo después al novio de Rosalinda le dio la fiebre del sueño americano. Hizo todas las diligencias para viajar a los Estados Unidos legalmente. Por las coincidencias felices del hado consiguió la visa americana. Un hermano suyo radicado allá le dio el dinero para el viaje, y solamente lo esperaba para que empezara a trabajar inmediatamente en una empresa dedicada a la plomería. Este tipo se fue, pero antes le dijo a su novia que después de algún tiempo volvería y ambos podrían casarse. Con todo, ese tiempo nunca llegó, y el afortunado

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individuo, quien gozaba las delicias de su buena suerte, de pronto encontró que el amor por Rosalinda se había extinguido; una bella norteamericana fue la sustituta definitiva. No obstante, la gringuita le hizo la vida cuadritos hasta el punto de dejarlo en la bancarrota, y como no había más dinero que sacar, lo abandonó. El tipo, al comprender que todos sus esfuerzos solamente habían servido para enriquecer a esa traidora mujer interesada, se consoló en el alcohol y las drogas. En uno de los trances provocados por efecto de los estupefacientes, el desafortunado ex de Rosalinda hizo un gran escándalo que le valió una longeva estadía en el presidio, de donde nunca pudo salir según se supo.

Gabriel cada día estaba más prendado de la joven cakchiquel. No desaprovechaba cada oportunidad que se le presentaba para cortejarla.

— Y si tu novio ya no te quisiera ¿qué harías?

— No lo sé. Creo que no me volvería a enamorar.

— Pero ¿qué dices de mis sentimientos por ti? Tú sabes que te amo perdidamente.

— No te creo. Tú eres ladino y yo soy indígena. No tenemos nada en común y no creo que mi familia te acepte.

—Pues aunque no lo creas, yo lucharé con todas la fuerzas de mi alma contra todos los obstáculos que el destino me pone para obtenerte— afirmaba plenamente convencido el vehemente enamorado.

Rosalinda no estaba muy interesada en Gabriel, pero al notar su persuasiva insistencia empezó a ser afectada en sus sentimientos, sobre todo, cuando se enteró que su novio la había traicionado. Sin embargo, aun tenía mucho recelo y suspicacia para con el joven ladino.

Todos sabemos que el sentido más vulnerable de la mujer es el oído. ¿A quién habló la serpiente en el Edén? ¿No fue a Eva, la primera fémina? ¿Qué fue lo que el sagaz reptil le dijo? Palabras convincentes, engañosas, persuasivas y dulces al oído. Le aseguró que si comía del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no moriría y que sería igual a Dios. Para desgracia de toda la humanidad Eva se convenció de ello y comió el fruto maldito. Aunque, desde luego, el más culpable de la maldición del género humano es Adán por haber escuchado a su mujer. ¡Cuánto poder tienen las palabras para bien o para mal!Gabriel entendía esto y con palabras agradables al oído trataba de conquistar el corazón de Rosalinda. Un día, llevado por su desesperación, le escribió estos versos:

A dónde tú vayas iré yo.A dónde vaya tu pensamiento irá el mío.

Cuando de ti salga un suspiro,

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innumerables de los míos seguirán detrás de él.Observa el viento a tu alrededor.

Oye sus ondas chocando entre las hojas;oye sus silbos y murmullos;que te digan mis congojas,

mis anhelos vehementes y mis lágrimas.Cuando el céfiro roce tus mejillas

y acaricie tus cabellos,detrás de sus ondas invisibles

irá mi sombra para ceñir tu cuerpode apasionados besos y caricias.Observa la bóveda del tiempo.

Los años han pasado y no comprendocómo dejé pasar las oportunidades

para expresarte lo que siento.Mira alrededor de ti. Hay árboles,y en sus ramas muchos pájaros

que embelesan con su canto tus oídos;todos ellos tienen a su compañera

esperando en el nido donde habitan.Los polluelos tienen su sustento

por el esfuerzo diligente de sus padres.Están al amparo del Omnipotente,

pues su bendición reposa sobre ellos.Eso es lo que quiero para ti y para mí,

ya que ésta es mi esperanza.Luego contempla las ramas secas.

Las hojas brotan, y renuevos tiernosanuncian la llegada de la primaveraporque la vida surge de la muerte.

Huele la fragancia de las flores,toca sus frágiles pétalos

y deléitate con la tonalidadde esos ubérrimos colores.La sabia mano del Creador

viste a la hierba efímera del campocon la gloria que nunca tendrá un rey.

Así veo tus vestidosimpregnados de una gama tonal

parecida a la palestrade un artista consumado.

Así veo tu cuerpo,como una rosa delicada

impregnada de una fraganciadestinada a un perfume muy costoso.

Entonces ¿qué será cuando te vea nuevamente?Me mostraré a ti con transparencia

para descubrirte mi corazón.Ahogaré mi timidez

con la firme convicción de poseerte.

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Las dudas acabarán;las cuitas huirán para siempre

y un nuevo futuro enfrentaremosunidos y tomados de la mano.

Como lo habremos notado, estos esbozos poéticos no tienen nada de extraordinario, pues muy lejos están de ser un poema y más bien se nos muestran como las elucubraciones de un enajenado mental. Pero con todas sus deficiencias líricas, estos pensamientos reflejaban las acervas batallas de la pasiones humanas desatadas dentro de Gabriel. Convencida de ello, nuestra guapa señorita cedió a las dulces cadenas del amor. Cuando ella le dio el sí a la propuesta de su enamorado, éste sintió la bienaventuranza de los campos Elíseos. Gabriel le propuso que para consumar una feliz unión la raptaría y, pasado un tiempo, se casarían.

— ¡No! ¡Eso jamás! ¿Me considerás una mujer cualquiera? ¿Cómo podría hacerles eso a mis papás? Si me volvés a decir eso, hasta aquí llega nuestra relación— dijo Rosalinda muy indignada.

A Gabriel los latidos del corazón se le aceleraron a causa del susto, y dijo a su amada con mucha contrición: — ¡Perdóname mi amor! Haré lo que tú me digas. Te juro que nunca volveré a decirte eso.

—Me alegro mucho. Quiero que hablés con mi papá. Pero antes voy a prevenirlo sobre este asunto.

A Gabriel se le nubló la mente al recordar la trifulca con don Jerónimo. Al sólo pensar que estaría delante de este delicado señor para pedir en matrimonio a Rosalinda, se le ponía la carne de gallina. Sin embargo, dando muestras de un dominio emotivo ejemplar dijo: —Está bien Rosalinda. Haré lo que tú dices. Luego veremos.

La joven habló respecto a ello con su papá ese mismo día. Éste le dijo: — ¿Te querés casar con un ladino? Ese sólo te va dejar un par de güiros y luego se busca a otra, y vos te quedás bien fregada. Los ladinos sólo quieren a las naturales para llenarlas de hijos. Ahí mirá vos. Ya estás bastante grande y tenés muchos estudios. Pero eso sí; tu novio se tiene que someter a la costumbre de la pedida si quiere que lo acepte. De lo contrario, no se casa con vos.

— Sí. Estoy segura que él aceptará su propuesta.

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¿Y qué pasaba del otro lado? ¿Qué decía la familia de Gabriel? Al decir éste a su mamá que estaba enamorado de una mujer indígena y que deseaba casarse con ella, la señora prorrumpió en esta exclamación:—¡¿Qué?! ¿Mi hijo casado con una india? ¿Un varón de la familia Mayén Cifuentes casada con una jashta? ¡No puede ser ni lo acepto! Hijo ¿te sentís bien?

— Perfectamente mamá.

— Eso es una locura, y lo siento por vos y por tu difunto padre, a quien Dios tenga en su santa gloria. Pero si seguís con esa estúpida relación y te empecinás en casarte con esa mujer, de una vez te digo que yo no consiento eso. Ese es tu problema y no me metás en tus asuntos.

— Pero mamá, Rosalinda es muy diferente a lo que usted cree.

— ¡No me digás nada! Estoy muy molesta con vos. ¿Cómo te dejaste seducir por una india? Estoy segurísima que es una bruja y que vos estás bajo el efecto de un maldito conjuro.

— Mamá ¿cómo dice usted esas tonterías?

— ¡Mirá, salite de mi vista! Me tenés bastante enojada. Salite de aquí; no te quiero ver— decía la señora al derramar algunas lágrimas de ira.

El lector habrá notado que si esta es la gente que participa del proceso intercultural, el mismo está muy lejos de llegar a feliz término.

El día de la prueba de fuego llegó. Gabriel estaba nerviosísimo. No sabía cómo iba a reaccionar don Jerónimo cuando su agresor le pidiera la mano de su querida hija. Rosalinda hizo pasar a su novio delante de su padre, quien hablaba con otras dos personas en su lengua materna. Todos estaban reunidos en la sala. Don Jerónimo parecía obviar al hombre que tenía enfrente y sólo platicaba con sus conocidos sin mirarlo. El ladino sólo escuchaba en silencio palabras ininteligibles. Así pasaron cerca de cuarenta y cinco minutos, hasta que Rosalinda le dijo a su novio que hablara a su papá.

— Dis... dis... disculpe caballero…

— Jerónimo Cotzajay para servirle señor. ¿Qué quiere?— preguntó con un acento agrio y cortante el progenitor de la muchacha.

— Mire… fí… fí… fíjese que yo… usted sabe… ¿cómo le diré? Estoy enamorado de Rosalinda y… y… y… ven…ven… vengo a pedir su mano— decía el joven hilvanando con grandes esfuerzos unas tartamudeantes palabras.

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— ¡A vaya! Por lo que veo, usted quiere mucho a mi hija. ¿Cree usted que estoy de acuerdo?

— La verdad no sé. Pero estoy dispuesto a hacer cualquier cosa— afirmaba el novio con timidez y con una lengua trémula.— Si quiere mi respuesta, haga como todos hacen aquí cuando van a pedir una patoja— y don Jerónimo le dijo a su futuro yerno con lujo de detalles cómo era la tradicional pedida en Los Pirires, ¡y qué carita salía! Cinco gallinas, dos grandes canastos de pan, tres cajas de cerveza, cinco cajas de agua, diez galones de cusha y un regalito especial para los suegros, o si lo preferían, dinero en efectivo (no menos de tres mil quetzales). Gabriel hizo cuentas y dedujo que debía hacer un préstamo en el banco.— Muy bien don Jerónimo. Usted me dice cuando hacemos la pedida.

— Vuelva dentro de un mes.

Ambos se despidieron, y cuando el novio se encaminaba a la puerta don Jerónimo le recriminó:— No crea, joven, que he olvidado su ofensa— y al oír esto, Gabriel experimentó un estremecimiento terrible.

Si nos es permitido, nos detendremos en este punto para reflexionar sobre la discriminación. ¿Por qué se da este terrible flagelo en todo el mundo? ¿Puede erradicarse con leyes? Si también se puede erradicar la pobreza, entonces quizás sea posible terminar para siempre con la discriminación. Las leyes solamente cumplen una función cosmética. Las primeras en violarlas son aquellos que deben dar el ejemplo de un irrestricto e integérrimo apego legal. Muchos aducen que sin leyes todo desemboca en una anarquía. ¿Y quién es el ciego que no puede darse cuenta de la anarquía en que vivimos a pesar de las infinitas leyes y reglamentos ignorados por la gran mayoría? Las leyes, en el caso de la discriminación, son un insulto a la inteligencia. Si realmente quiere erradicarse este problema por la vía legal ¿por qué no extirpar directamente sus causas, es decir, la ofensa y el orgullo? A los ladrones del Congreso de la República debería ocurrírseles hacer una ley contra la ofensa y el orgullo (y si la aprobaran sería tan inútil como toda la basura legal que han heredado a este país). “Artículo X. A partir de la presente fecha queda terminantemente prohibido ofender a cualquier persona. Artículo XX. A todo ciudadano le queda estrictamente prohibido comportarse con orgullo en cualquier acto que involucre una relación personal.”El orgullo es la principal causa de discriminación. Este planeta está saturado de orgullosos que, al sentirse superiores a los demás, profieren insultos y amenazas. ¿Quién no ha ofendido? ¿Quién no ha discriminado? ¿Quién no ha tropezado al dejarse llevar por el orgullo? El ladino discrimina al indígena y éste al ladino; el rico discrimina al pobre y éste lo desprecia; el alto discrimina al pequeño y éste se

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amarga y maldice su suerte por efecto de la ofensa; el que maneja un carro discrimina al peatón, de tal manera que se considera el dueño absoluto de las calles, y cree que sólo los que van en un vehículo tienen el derecho a transitar. Esta maldita espiral interminable sólo la puede deshacer una mano sobrenatural. La discriminación es tan antigua como la existencia del hombre y se manifiesta en todas las facetas de la vida y en las formas más sutiles e inimaginables. Con todo, se puede decir que ésta se puede erradicar con educación. ¿Y qué es la educación? Un concepto abstracto, ideal, hermoso, pero espurio. La educación es un proceso que pretende (mas no logra) la formación integral del individuo. En otras palabras, persigue formar hombres perfectos. Ojalá encontremos un solo ejemplo de alguien formado integralmente, porque ese alguien será el prototipo para los mortales desde ahora y para siempre.

Después de un trago amargo un poco de miel. El enamorado hizo todo lo necesario para agenciarse de todos los enseres y provisiones para la pedida de Rosalinda. ¡Cuántos esfuerzos tuvo que hacer el pobre! Un préstamo en un banco que le pidió dos fiadores, y otros cuatro préstamos a conocidos y familiares. Con semejante deuda lo menos que podía esperarse era que el futuro suegro se negara.

Al momento de la fiesta estaban presentes dos primos de Gabriel y dos amigos que lo acompañaban. De la familia de Rosalinda estaban presentes sus padres, sus hermanos, sus padrinos y otros compadres de don Jerónimo. El licor había convidado al espíritu de Baco y los presentes estaban alegres; por algún efímero momento la fraternidad diluía las diferencias raciales, gracias a la encantadora influencia del mosto en el torrente sanguíneo. En medio del sublime calor de los tragos llegó el momento del veredicto. A Gabriel le vino la sobriedad repentina; un horrible nerviosismo se apoderó de él. ¿Qué diría don Jerónimo?

— Señores, ahí tienen ustedes a ese caballero, don Gabriel. Ustedes ya saben que quiere casarse con mi hija. Pero yo odio a los ladinos. Ellos nos discriminan; nos miran como chuchos y nosotros para ellos no valemos ni mierda. Los ladinos nos dicen “indios cerotes” y creen que somos brutos. Siempre que hacemos un negocio con ellos nos quieren agarrar de babosos. ¿Qué me dijo usted aquel día don Gabriel? “Indio hijo de la gran puta”. ¿Cómo no lo voy a odiar? Usted me cae mal. ¿Sabe? Yo a usted no quiero darle permiso para que se case con mi hija, y le doy un rotundo no como respuesta a su petición— Gabriel sentía un martirio macabro. El sudor empapaba todos sus miembros. Los demás escuchaban en un silencio sepulcral—. Pero como quiero a mi hija, voy a dejar la respuesta definitiva en labios de ella. ¡Mija vení! Decime ¿te querés casar con ese ladino hijo de puta? Mirale la cara. ¡Qué feo es el cerote ese!— de esa envalentonada y despiadada forma terminaba su discurso don Jerónimo. Obviamente la cusha le había ayudado a hilvanar esas palabras tan osadas.

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La novia, desde luego, no negó al amor de su vida, y delante de todos dio testimonio de sus sentimientos para con el insultado vendedor. Al pronunciar Rosalinda “sí quiero casarme con él” Gabriel creyó que un torbellino lo arrebataba al tercer cielo, donde los santos escuchan cosas inefables que no son permitidas decirlas a los demás. La alegría del joven era inmensurable al ver recompensados todos sus sufrimientos, todas sus deudas y todos los insultos soportados. La boda se celebró seis meses después. Todo era felicidad para los novios, una felicidad que no encontraba fin. Del fruto de ese amor nacieron dos hijas cuya identidad cultural divagaba entre dos manifestaciones opuestas. Una parte tuvo que ceder y ésta fue la materna. Las niñas se vestían como ladinas y su mamá nunca les enseñó la lengua autóctona de San Juan Sacatepéquez, ni mostró interés en inculcarles amor por su identidad indígena.

A medida que ellas crecían la relación matrimonial de sus padres se deterioraba. Ningún matrimonio está exento de problemas, muchos de los cuales terminan en divorcios, en hogares fragmentados (aunque en apariencia estén unidos), y en secuelas indelebles para el alma. Pero en esta familia las diferencias culturales agudizaban la crisis de prolijas discusiones e insultos cada vez más fuertes.

— ¡Cómo pude fijarme en una india tan ruin como vos! Ya estoy harto de las tonterías de tu cultura. Me das vergüenza.

— ¡Todos los ladinos son iguales! Sólo me engañaste y al obtener lo que querías resulta que me odiás. ¡Cómo pude ser tan ingenua al creer que me querías!

La pobre Rosalinda lloraba amargamente cada vez que discutía con su esposo. ¿Dónde estaba ese maravilloso amor que Gabriel decía profesar por ella? ¿Es que acaso ya no sentía amor por su cónyuge? ¡No! Quizás el gran problema es que nunca la amó. El amor no es una emoción que mengua con el transcurso de los años, ni tampoco es un sentimiento. El amor es una decisión. ¿Qué palabras pueden ser mejores a estas para definirlo? “El amor es paciente, es bondadoso… no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor… Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta… jamás se extingue.”1 Lo que vimos manifestarse en Gabriel antes de esto fue una concupiscencia egoísta de vehementes magnitudes; una pasión arrogante en búsqueda de su propia satisfacción sin pensar en el bienestar del prójimo. Eso fue lo que parecía amor.

Diez años de matrimonio fueron suficientes para que el cielo se compadeciera de Rosalinda y la librara de sus sufrimientos. Un cáncer de útero acabó con su vida y con su tormento. En su entierro las lágrimas de remordimiento no cesaban de fluir en los ojos de su marido. Ya era demasiado tarde para pedir perdón.

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EPÍLOGO

Las hijas de Gabriel experimentaban los cambios propios de la adolescencia. Eran muy hermosas y muchos jóvenes les demostraban sus habilidades en la galantería y el cortejo. Sin embargo, cuando les preguntaban por sus nombres sucedían cosas curiosas.

— ¿Cómo te llamas?

— Cecilia.

— ¿Y tus apellidos?

— Mayén.

— ¿No tienes papá?— Sí. Lo que no tengo es mamá.

— Oh, lo siento. ¿Y cómo se llamaba ella?

— Rosalinda.

— ¡Qué nombre tan hermoso! Me imagino que fue tan bella como tú. ¿Cómo se apellidaba?

— Cotzajay— respondía la jovencita con mucho desagrado.

— ¡Ah! ¿Era natural?— preguntaba el metiche enamorado con el pretexto de alargar la plática.

— Ella sí. Yo no— respondió Cecilia profundamente ofendida al tiempo que dejaba al impertinente con la palabra en la boca.

— Perdón Cecilia, yo sólo…

— Que le vaya bien.

La hermana de Cecilia, Silvia, se comportó de una forma peculiar en una actividad educativa. En el colegio donde ella estudiaba los representantes de la Comisión Presidencial contra la Discriminación y el Racismo, y de la comunidad internacional, estaban desarrollando un taller sobre interculturalidad. Como es costumbre en este tipo de eventos, se inicia con una exposición conceptual donde el disertante evidencia su conocimiento con una infinita gama de términos muchas veces parecidos pero diferentes, los cuales éste desglosa y explica al auditorio. El experto

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abordaba las diferencias entre pluriculturalidad, multiculturalidad e interculturalidad. Argumentaba que el concepto más sublime era la interculturalidad, porque conlleva una simbiosis cultural, o sea, la aceptación y asimilación recíproca de costumbres y cosmovisiones entre las diversas culturas que conviven en un ámbito determinado. Después una mujer expuso sobre las leyes que sancionan la discriminación racial y las dimensiones que sus acepciones conllevan.

Cuando llegó el momento de formar grupos de trabajo, una de las expertas, la cual parecía europea, dijo a los participantes:— Jóvenes, para ejemplificar lo que hemos venido diciendo, quiero pedirle a uno de ustedes que comparta su experiencia a este respecto— y mirando la nómina de estudiantes, le llamaba la atención el nombre de Silvia—. A ver ¿quién de ustedes es Silvia Mayén Cotzajay?— la joven levantó la mano— Por lo que veo tu papá no es indígena y tu mamá sí— Silvia asentía—. ¿Podrías decirnos cómo has asimilado la identidad cultural de tu mamá y cómo te identificas con ella respecto a la identidad cultural de tu papá?

— Considero que no soy indígena. Aunque mi mamá lo fue, nunca quise identificarme con esa cultura. No la veo como parte de mí y tampoco me interesa— dijo Silvia de forma insolente. Ella era la única persona con apellido indígena entre sus compañeros.

La señora extranjera se quedó estupefacta ante semejante respuesta. Fue como si una súbita pedrada destruyera en mil pedazos el vidrio frontal de su lujoso mazda. Era obvio que los objetivos del taller no se estaban cumpliendo.

Las hermanas Mayén Cotzajay se avergonzaban de su linaje materno. Lejos de encontrar en éste una riqueza cultural proveniente de la maravillosa civilización maya, visualizaban una cultura ajena a sus convicciones, una manifestación de esferas extrañas cuya lengua sólo la constituían estrafalarias palabras guturales ininteligibles. Muy pocas veces iban a Los Pirires para visitar a sus abuelos maternos. Sus primos las veían orgullosas y con mucha razón.

— ¿Por qué no vienen a visitarnos tan seguido?— preguntó a Cecilia Cristóbal, un primo hermano.

— No hemos tenido tiempo y mi papá tampoco nos deja venir solas. Hoy vinimos sólo porque él vino también— respondió Cecilia un poco cortante.

— Por la forma en que respondés parece que te da vergüenza venir a vernos— fue la osada observación de Cristóbal.

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— Mirá, a mí me cae mal que me digan que soy una india— dijo Cecilia bastante indignada.

— Pero ¿y no lo sos, pues?

— Tal vez, pero no tanto como vos.

— Ay Cecilia, sos tan creída como tu papá.

— Y vos tan jashto como el tuyo— replicó la muchacha a su primo con tanto odio como pudo.

Después de estas situaciones tragicómicas debiéramos preguntarnos ¿cuándo tendremos una Guatemala intercultural? Para responder a esta candorosa pregunta debiéramos plantear otras más: ¿Cuándo terminarán las castas en la India, o cuando cesarán los problemas raciales en El Congo, o las guerras inter étnicas en Sudán, Chechenia, etc.? ¿Cuándo dejarán de existir los negros y los blancos, los altos y los chaparros, los ricos y los pobres? ¿Cuándo se disolverán las diferencias biológicas, psicológicas, sociales, ambientales y religiosas entre los hombres? Una mentira que hemos escuchado por todos lados dice: “todos somos iguales”. ¡Qué falso! Nadie va a cambiar su pensamiento racista por leer una hermosa diapositiva llena de conceptos sobre interculturalidad; nadie va a adquirir conciencia cultural por el hecho de participar en un taller, una conferencia o algo parecido; nadie va cambiar su percepción del mundo por recibir clases de doctísimas eminencias con amplia experiencia en derechos humanos, en interculturalidad y quien sabe en cuántas tonterías más.

A pesar de esta cruda realidad, la esperanza es lo último que muere, pero no la esperanza de los mentirosos, sino aquella que es eterna y de dimensiones más allá de nuestras limitadas facultades. Algún día no muy lejano se cumplirá esta profecía del bardo:“Alegría…Tu hechizo vuelve a unirLo que el mundo había separado,Todos los hombres se vuelven hermanos, Allí donde se posa tu ala suave…Todos los seres beben la alegría En el seno de la naturaleza.Gozosos, como los astros que recorrenLos grandiosos espacios celestes,Transitad hermanos, Por vuestro camino alegremente…¡Abrazaos criaturas innumerables!¡Que ese beso alcance al mundo entero!

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¡Hermanos!...2

En tanto esto se cumple, vivamos nuestra realidad.

1 1ra. Corintios 13. Biblia Nueva Versión Internacional.

2 Johann Christoph Friedrich von Schiller (1759-1805), “Ode an die Freude”.