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Horacio Vargas

Crónicas de Rosario

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© 2015 · Homo Sapiens EdicionesSarmiento 825 (S2000CMM) Rosario | Santa Fe | ArgentinaTelefax: 54 341 4406892 | 4253852E-mail: [email protected]ágina web: www.homosapiens.com.ar

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN 978-950-808-833-8

Diseño de Tapa: Mauricio Chiaraviglio (El Dorado ADV)Fotos de tapa y contratapa: Javier HourcadeFoto de autor: Beatriz HoffmannCorrección: Julia Sabena

Este libro se terminó de imprimir en julio de 2015en Talleres Gráficos de la UNR | Urquiza 2050 | Tel. 341 4470053Email: [email protected] | 2000 Rosario | Santa Fe | Argentina

Vargas, Horacio Crónicas de Rosario. - 1a ed. - Rosario: UNR Editora y Homo Sapiens Ediciones, 2015. 124 p.; 22x15 cm.

ISBN 978-950-808-833-8

1. Crónicas Periodísticas. CDD 070.44

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Este libro está dedicado aHoracio del Prado, mi primer maestro,

a mis hijos Sebastián y Agustíny a los compañeros de redacciones.

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Las crónicas y entrevistas que aparecen en este libro fueron publicadas en los diarios Página/12 y Rosario/12, salvo excepciones, cuyos medios se identifican al final de cada artículo.

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Estoy convencido de que el periodismo gráfico es un oficio que se aprende día a día, en las redacciones, en los bares, en las lecturas compartidas. El mejor oficio del mundo —lo definió Gabriel García Márquez— , tan incomprensible como voraz. Pero tal vez la cita que nos define a los que escribimos de la vida real para el diario de mañana, la dio una colega, Leila Guerriero: “Un periodista es una cámara con sus ojos, alguien que sale de su lugar de comodidad para ponerse incómodo, y va a buscar y vuelve para contarlo”. Este libro, se advierte, contiene una mirada sobre la ciudad.

H.V.

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Capítulo 1

Fútbol y personajes

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Che, Canalla

Nuestro hombre en La Habana. Ricardo Centurión, músico, habitante del bar El Cairo, asesor de restaurante marinero y agencia con algo especial. Negro y tan canalla como Fonta-narrosa. Turista pero rosarino al fin, un día de febrero último, el Centu —al decir de los amigos—, marchó eufórico hacia el Museo de la Revolución cubana, Antiguo Palacio Presidencial, Refugio Número 1. Lo recorrió con prisa hasta detenerse en el sector donde se recopilaron desde libros y fotos hasta souvenirs del Che Guevara: cepillos, asientos. La guía asignada repetía la historia del otro rosarino al grupo de turistas que la seguían con devoción.

Cuando terminó de hablar, Centurión se le acercó con una revelación. A esta altura de la vida, pensó, cómo voy a tener escrúpulos.

—Todo muy lindo, pero aquí falta esto —dijo nuestro hombre y con sus dos manos extrajo de un pequeño bolso una camiseta de Rosario Central.

—¿Rosario Central dijo? No lo conozco —respondió la hija de la isla.

Sorprendido por la respuesta, Centurión se vio obligado a contar que un una ciudad del sur de América, la misma donde nació el comandante, hay un equipo de fútbol por el cual mueren de pasión propios y extraños. Porque el Che era de Central.

—Si usted lo puede documentar con libros, fotos, seguro que los funcionarios van a poner la…

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—Camiseta —interrumpió, respetuoso.—…en una de las vitrinas que hay aquí —continuó la em-

pleada cubana.Nuestro hombre en La Habana había cumplido su papel

magistralmente. Tarea cumplida.De regreso en Rosario, la Organización Canalla para Amé-

rica Latina (OCAL) convocó a sesión de urgencia en El Cairo. Allí, Centurión narró pormenorizadamente los alcances de la visita a Cuba y los objetivos conseguidos.

La cuestión era ponerse en campaña para obtener toda la información indispensable. Se pergeñaron algunas ideas, Fonta-narrosa se comprometió a hablar con un periodista cubano para que recibiera el material a enviar, pero nunca encontró su número de teléfono, el Pitufo Fernández ideó el panel con la camiseta número once, una foto de la hinchada centralista y la ampliación de las páginas de la obra que sería clave en la historia.

El libro en cuestión se llama El Che y fue escrito en 1968 por el periodista porteño Hugo Gambini.

Pero las dictaduras militares hicieron que la obra se volviera un incunable. Nadia podía conseguir el libro en Rosario. Hasta que César Mansilla, otro rosarino, fana de Central Córdoba, que vive en Baires como publicitario, se enteró de la búsqueda del tesoro. Hombre de contactos, al fin, Mansilla lo llamó al propio Gambini. Le contó la historia de la camiseta de Central en el Museo de la Revolución.

—Excelente, pero hay un problema. Tengo un solo libro y no sale de mi casa —remarcó Gambini.

Como era cuestión de vida o muerte, Mansilla lo convenció de que se lo prestara algunos minutos. Era cuestión de sacar fotocopias en el negocio de la esquina y devolver íntegro el mate-rial. Precavido, el enviado de la OCAL pidió al empleado cien fotocopias de las páginas 35, 36, 369 y 370 de las cuales pudieron recopilarse las historias siguientes:

A los 9 años, Ernesto coleccionaba con fruición figuritas que regalaban las fábricas de chocolate y que luego intercam-biaba o arriesgaba en el juego con sus compañeros. La idea era completar un álbum para obtener premios especiales: bicicle-tas, monopatines, pelotas de fútbol. El niño leía las crónicas

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deportivas y no terminaba de asimilar que sus amigos fueran hinchas de Boca o River. Era obvio si se entiende que el equipo de Arroyito recién en 1939 jugó en primera división. Pero él fue fiel a la ciudad que lo parió.

—¿Y vos Guevara, de qué cuadro sos? —le encantaba escu-char esa pregunta.

—De Rosario, de Rosario Central. Yo soy rosarino —con-testaba el niño.

Alguien le acercó una foto del Chueco García, el poeta de la zurda, que en el ´36 había sido vendido a Racing. Fue el primer nombre que grabó en su memoria. Después le resultó más fácil identificar a sus ídolos: en el ´42, cuando Central volvió por segunda vez a la primera, y él ya tenía 14 años y vivía en Alta Gracia, hablaba de Waldino Aguirre (El Torito, quien empobre-ció con el tiempo y fue muerto a patadas por policías), Rubén Bravo y Héctor Ricardo.

La crónica dice que una vez el niño Guevara se encontró con un turista rosarino que se hospedaba en el Sierras Hotel y le pidió que le detallara cómo era la camiseta de su equipo.

—Es a rayas azules y amarillas, así, de arriba para abajo —escuchó como explicación. El pibe repetiría el movimiento (se rasgaba el pecho en franjas verticales), cada vez que le pre-guntaban por los colores de su club.

Aquella mañana de agosto del ´61 el Che llegó en secreto a Buenos Aires desde Uruguay, donde se había celebrado la reunión de la OEA. Bajó de una avioneta bautizada “Bonanza” por los pilo-tos, para reunirse con el presidente Arturo Frondizi. Aterrizaron en Don Torcuato. El Che pegó un salto y presuroso subió al auto-móvil que lo aguardaba a pocos metros. Había otros dos coches de custodia y la comitiva marchó velozmente hacia Olivos. Dobló por San Isidro, en busca de Avenida del Libertador. Y la memoria estalló: las canchas de rugby, donde jugó por el SIC, los campos del golf, el hipódromo. Ocho años fuera del país y encontrarse con esa escenografía que le resultaba tan afín. En algún lugar del barrio está la casa de la tía, cuando vino solo de Alta Gracia.

—¿Cómo anda el SIC? —quiso saber.—¿El qué señor? —dijo mirando el espejo retrovisor el chofer

del auto.

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El Che dudó un instante y modificó la pregunta. Así que intentó con el fútbol.

—Rosario Central, digo ¿cómo anda?—Ah…¿Rosario Central dice usted? ¡Bárbaro! El domingo

le hizo cuatro goles a San Lorenzo. ¡Que boleta!: 4 a 0.

18 abril de 1993

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Serrat, una de pirataS

Cuando apretó el obturador de la cámara, el flash rebotó en la habitación del amigo de Barcelona. Hoy mira la foto y esboza una sonrisa de satisfacción, mezcla si se quiere de picardía juve-nil, por el significado de esa instantánea. La foto en cuestión, no del todo clara, está recorriendo toda la ciudad. La tienen mozos, comerciantes, políticos, pibes de la barrabrava, intelectuales. Otros, que la vieron y la quieren tener, acaso para ponerla arriba de la mesita de luz, viven la espera con cierta desesperación.

En tanto, media ciudad vive esta broma mascullando cierta bronca y amenazando con alguna otra venganza fotográfica. En la foto en cuestión —un trofeo codiciado para cualquier hincha de Rosario Central— aparece Joan Manual Serrat —sí, él, señora— posando con la camiseta de Central, esa que tiene el logotipo de Zanella cruzando el pecho y en la espalda dice “Cien Años”, por el centenario de club en diciembre pasado, y que los directivos, en un alarde de imaginación comercial, se encarga-ron de vender a los hinchas en la sede del club. Obviamente se agotaron.

El autor de la foto es el Negro Fontanarrosa, quien conoció a Serrat hace varios años a través de un amigo en común: César Luis Menotti. El dibujante rosarino se había propuesto, antes de viajar a España, en enero pasado, regalar camisetas de Central a fanas extraviados en Europa y regresar con la foto de Serrat.

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El cronista, como no podía ser de otra manera, encuentra a Fontanarrosa en el bar El Cairo. Está sentado alrededor de una mesa que comparte con individuos de indisimulado fervor por el equipo de Arroyito. El Negro lo único que balbucea es haber sido autor de la misma. El periodista exige ver una copia. Fonta-narrosa busca algo en uno de los bolsillos de su campera y extrae una. Entonces aparece Serrat detenido en el tiempo español, y debajo, como si fuera un epígrafe, un texto reza: “Ñúvel: ¡¡Deja ya de joder con la pelota!!” y Joan Manuel Serrat — Barcelona 1990.

—En un episodio confuso, el negativo fue a parar a la OCAL (Organización Canalla Anti Lepra) —aclara Fontanarrosa en tono policial. Quienes comparten la mesa de un café estallan en risa.

Sin querer el Negro le ha dado pie a un gordo que arranca con un monólogo: “La OCAL surgió en la década del 60 por inspira-ción de un grupo de canallas, la mayoría de ellos profesionales, agentes de propagandas médicas, que en charlas informales en los pasillos de los hospitales o en bares descubren que a todos ellos, además de la pasión centralista, los unía un denominador común: el odio a la lepra”.

Fontanarrosa revela que una vez lo invitaron a un restaurante a festejar una fecha “patria”, como dicen los canallas: el 19 de diciembre de 1971, cuando Aldo Pedro Poy, de palomita y en el Monumental de River, permitió que Central llegara a la final con San Lorenzo y obtuviera la primera estrella campeona.

—Es la única oportunidad donde pueden participar los tipos que no están en la OCAL y que son invitados especialmente. Pero nadie empieza a comer hasta que Poy hace la palomita… —recuerda el dibujante.

Otro de los parroquianos, asiduo visitante a las comilonas canallas, lo grafica de la siguiente manera: “Los tipos sacan una pelota debajo de la mesa y luego prenden un grabador con la voz de un relator que grita el gol de Poy en River. Es emocionante, incluso en diciembre último la fiesta fue filmada en video”.

—Hablá con el Colorado Vázquez —le dicen los parroquia-nos al cronista que se resiste a creer lo escuchado.

Lo único que vamos a decir de Vázquez es que es conta-dor público. Él es uno de los integrantes históricos de la logia

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OCAL. Ratifica todo lo dicho por Fontanarrosa y compañía y agrega otros datos.

—La segunda fecha “patria” es el 5 de julio de 1969.—¿Qué pasó por entonces?—Ah no, ésa es una pregunta de examen para ingresar a la

OCAL —dice el Colorado. Finalmente accede a contar la anécdota: en esa fecha,

Newell´s se va al descenso con Unión, en recordado partido que la lepra pierde 4 a 3 después de ir ganando 3 a 0 y donde abunda-ron las denuncias por soborno de algunos jugadores de Newell´s.

Pero estos inocentes masones de fútbol rosarino, que están lejos de la barrabrava, ahora encontraron una nueva veta para expresar su bronca contra los del Parque. Se dedican al rubro fotográfico. A la toma de Serrat, deben agregarse dos más. En una, el secretario general del club, Pablo Scarabino, aparece entregando un banderín y la camiseta de Central nada menos que al Papa Juan Pablo II, que mira atónito semejante regalo. El epígrafe, hiriente, dice: “En el nombre del Padre, de Ñúvel, del Espíritu Santo. Amén. Propiedad privada Vaticano”. En la otra aparece una gallina con la camiseta de Newell´s pisando el césped de Arroyito, luego de aquel partido que los de Parque perdieron 3 a 0 contra Nacional de Montevideo, en la final por la Copa Libertadores.

Vázquez aclara que después del Mundial ´78, la OCAL cam-bia su filosofía “y el Gran Lama dicta su inolvidable y sabia carta encíclica Odium Inutilis, donde se aconseja a todos los ocalis-tas no malgastar el odio en quienes no lo merecen. Alguna vez dijimos que el odio es tan importante como el amor… No lo menospreciemos, no lo brindemos a quienes no se hacen acree-dores de él”. Y entonces crean la Organización Canalla para América Latina.

El hombre de la OCAL le pide un favor al periodista. Que ave-rigüe por qué la revista El Gráfico nunca publicó hasta ahora una nota que le habían hecho a la organización en diciembre último. “Una lástima que no haya salido, ¿será porque aparecemos con los rostros cubiertos con capuchas con los colores de Central?”

Cuando Serrat estuvo hace pocos días en Buenos Aires, Fon-tanarrosa se acercó a visitarlo al camarín del Luna Park. En un

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momento, el Negro le mostró la foto en cuestión. Serrat la miró detenidamente, pensó un momento y sólo respondió: “Negro, no voy a poder ir más a Rosario, después de esto los hinchas de Newell´s deben estar furiosos”.

El gordo del bar escucha emocionado la confesión de Fon-tanarrosa y no puede más que estallar en un aplauso. “Eso es para desmentir que Serrat es de Boca. En todo caso es de Boca y de Central”, agregó alguien. “Sí y cuando va a Mar del Plata es de Aldosivil”, agrega otro.

—Por si fuera poco, ¿saben lo que me contó Serrat? —dice Fontanarrosa con misterio.

—No, ¿qué? —preguntan los parroquianos.—A su hija Candela la acunaba cantándole “soy canalla,

canalla yo soy…”.Entonces, los centralistas volvieron a reír.

6 de mayo de 1990

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operaCión KuSturiCa

Uno espera transpirarla en los escenarios del mundo; el otro prometió usarla cuando juegue al golf en La Habana. A la dis-tancia, el director de cine y músico de rock, Emir Kusturica, y el mítico amigo estudiante de Medicina del Che Guevara, Alberto Granados, comparten un símbolo de la liturgia de los hinchas de Central: las musculosas estampadas con la cara célebre del Che y el escudo canalla. Dos operaciones de alta inteligencia que sólo podían ser cumplidas, con éxito, por la Organización Canalla para América latina (OCAL), ex Organización Canalla Antileprosa.

En septiembre de 1997, la OCAL llegó a Cuba con el gol más festejado del mundo. No es una exageración. Hasta las autorida-des del Libro Guinness de los records están evaluando seriamente en incorporar a su archivo la palomita de Aldo Pedro Poy, aquella del 19 de diciembre de 1971, cuando en la cancha de River Central le ganó 1—0 a Newell’s y se clasificó para la final del Nacional, que ganaría algunos días después.

Allí estaban Poy y una numerosa comitiva de la OCAL, pre-sidida por el Gran Lama, el médico Eduardo Ferrari del Sel, y el ministro de Información, el Colorado Vázquez. Llegar a Cuba fue más fácil de lo esperado: contaron con la colaboración de la periodista cubana Angela Zoto, quien de paso por Rosario —en plena elaboración de una biografía de Tamara, la guerrillera— llegó a la casa natal del Che de la mano de la OCAL. Allí se enteró de que el Che era un canalla.

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“¿Cómo canalla?”, interrogó la colega. Respiró aliviada cuando le contaron el origen de la palabra, una “canallada de los jugadores de Central cuando faltaron, sin aviso, a jugar un partido contra los de Newell’s a favor de un leprosario”. El ministro de Información fue más allá, y le recordó que hasta Libertad Lamar-que —todo un icono para la cultura popular en Cuba— era de Central. Entonces ella pidió ser “la madrina canalla”.

La OCAL llegó a La Habana con 700 camisetas de fútbol para los caribitos (los juveniles nuestros), cuadernos, lápices y partidas de nacimiento del Che, para regalar. Poy fue recibido como un embajador plenipotenciario.

El siguiente paso fue llegar hasta la casa del mejor amigo del Che. Granados los recibió con una amabilidad sorprendente. Uno de los integrantes de la OCAL le entregó la musculosa gue-varista, el viejo se la puso y esperó con una sonrisa que la máquina de fotos disparara.

“Me viene bien para jugar al golf”, dijo Granados. Y luego contó una anécdota del “Pelado”, como le decía al Che: “Él tenía adoración por el Chueco García, un wing izquierdo centralista… pero cuando lo vendieron a Racing (en 1936), le pregunté si ahora iba a cambiar de equipo”. “Yo voy a ser de Central hasta la muerte”, le contestó el Che.

El ministro de Información llamó por teléfono al organiza-dor del concierto de Emir Kusturica en Rosario, a 48 horas de su presentación. La OCAL tenía preparado un “Kit Guevara” para el director de cine europeo.

“No hay problemas”, recibe como contestación del produc-tor, que facilita todo en honor a su origen canalla. Y le recordó que ya tenía la camiseta oficial de Central, pedida expresamente a los directivos del club, con el número 10 estampado en la espalda, así como el apellido Kusturica.

El ministro preguntó —con cierta excitación— si se la iba a poner en el escenario del anfiteatro municipal, como hizo en La Trastienda con la de Excursionistas. El productor estuvo a punto de decirle que sí, pero después sus amigos ñulistas le

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rogaron que no cometiera semejante ofensa pública. Finalmente, la entrega se realizaría después del concierto.

Antes del show, el ministro de la OCAL volvió a contactarse con el organizador y acordaron una cita al borde del escenario. Faltan minutos para que Kusturica salga a tocar con The No Smoking Orchestra. El anfiteatro desborda de público, el calor es sofocante. El ministro llega a la cita con un sobre papel madera, en su interior está la partida de nacimiento del Che y la camiseta de la OCAL. “Suerte”, dice, extiende el material y se pierde entre el público.

Cuando el show termina, Kusturica se desploma en una silla, está tomando cerveza, su mirada se pierde en el río Paraná. El tra-ductor se acerca sigilosamente con un pedido del organizador. Emir acepta, se levanta con pesadez, recorre unos metros y se para frente a ese rosarino que espera ansioso darle los obsequios. Cuando el productor le explica entonces que Central está pri-mero en la tabla, no resiste más y saca la camiseta oficial de una bolsa transparente, la extiende, y la ofrece.

Emir la toma con sus dos manos y la lleva hasta la altura del mentón, mira a su alrededor y sonríe. Después llega el kit del Che. Afloran partidas de nacimiento, una explicación sucinta de la casa donde nació, en Urquiza y Entre Ríos, y ahora sí, aparece la cami-seta del Che. El talle no es muy grande para un cuerpo enorme, pero igual se la pone. Posa para la foto. Y vuelve a reír. Agradece, promete usarla en algún show fuera de la Argentina.

6 de abril de 2005

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Roberto Fontanarrosa:“el ofiCio Se aprende Copiando”

“Vivir en Rosario no es ningún exotismo, si acá viven un millón de tipos”, suele repetir el “Negro” Fontanarrosa cada vez que se le pregunta por qué no se radicó en Buenos Aires, como tantos músicos rosarinos, por ejemplo. Lo cierto es que este humorista-dibujante-escritor de 44 años desarrolla su actividad desde el barrio Alberdi. Desde allí han salido personajes como “Inodoro Pereyra”, “Boogie el aceitoso” y los trabajos para el diario Clarín y las revistas Humor y Fierro, o para publicaciones extranjeras. También ha escrito tres novelas (Best Seller, El área 18 y la reciente La gansada) y cuatro libros de cuentos (Los trenes matan a los autos, El mundo ha vivido equivocado, No sé si he sido claro y Nada del otro mundo).

—Sus comienzos como dibujante arrancan en una agencia de publicidad rosarina…

—Tuve la suerte de encontrarme con gente con gran capa-cidad didáctica que significó mucho para mí en los años en que trabajé en publicidad, un rubro del cual uno nunca se desprende del todo, hay como una familiaridad con todo eso.

—¿Pero es casual que uno comience en publicidad, como paso previo para desarrollar otras disciplinas gráficas?

—Mirá, los dibujantes de humor ven a la publicidad como una suerte de aeropuerto de alternativa, se empieza o se vuelve a la publicidad por considerar que es un medio donde se puede vivir con más facilidad que con respecto al humor, es como que

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hay más plata. La publicidad desde ya nos da a todos los que trabajamos en esto un oficio muy grande, un convencimiento de que es un trabajo comercial, por lo tanto quita esa cosa del arte y de si uno estará comercializándose o no. Tal vez por eso, no hay tanto vedetismo en el dibujante de historieta o de humor, como suele ocurrir dentro de la pintura, no sé si un vedetismo pero sí un cuidado mayúsculo con respecto a la comercialización de la obra.

—Primera revelación: no pasó por las escuelas de dibujo.—Algunos amigos han pasado por Bellas Artes, pero el común

denominador de esto es que todos hemos aprendido el oficio copiando, porque había un gusto particular por las historietas o por el humor, no estaba la competencia de la televisión, o sea, nuestra diversión era leer historietas o consumir humor. En mi caso, debo confesarlo, le he copiado a Hugo Pratt.

—¿Y qué pasa con los chicos que dibujan?—Yo sostengo que los dibujantes somos pocos, entonces los

chicos se encuentran bastante aislados, por otra parte los padres les dicen que dibujan bien, entonces vienen a buscar otro tipo de opinión. Además los padres, cuando los chicos son muy peque-ños, tienen una especie de temor de que al pibe se le vaya el entu-siasmo por el dibujo. El riesgo que se corre con determinadas aca-demias es que a un pibe al que le gusta dibujar figuras o humor, lo ponen a copiar una botella o un prisma, entonces se hincha y no va más. Lamentablemente en la Argentina no hay muchas academias que trabajan sobre el humor o la historieta, sacando la Panamericana de Arte, la escuela de Carlitos Garaycochea o el taller de Menchi Sábat.

—¿Le agota hacer el chiste de contratapa en el diario Clarín?—Me asusté un poco cuando empecé a publicar, hace de esto

unos quince años; es terrible como traga material un diario, pero esto con el paso del tiempo se hace un oficio y uno le encuentra un resorte al trabajo para hacerlo con más rapidez; en mi caso, los chistes de contratapa salen con las noticias de los diarios de domingo y lunes para toda una semana.

—Digamos entonces que no puede zafar de la realidad.—Sí, eso es así, pero hubo una especie de aprendizaje a través

de las publicaciones; con el paso de tiempo nos dimos cuenta,

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los dibujantes que publicamos en ese diario, que tenía mucho más impacto todo aquel chiste que estuviera relacionado con lo que estaba pasando en el país. Hacer chistes anacrónicos y descol-gados, se pueden hacer, pero no tienen mucho sentido dentro de un diario.

—Con respecto a los dos personajes más conocidos que ha creado, como son “Inodoro Pereyra” y “Boogie, el aceitoso”, ¿con cuál de ellos trabaja más cómodo?

—A mí me divierte más “Inodoro Pereyra” porque es más absurdo, incluye el humor lunático, en cambio, desde ese punto de vista “Boogie” es más realista dado que no pretendo hacer un chiste por cuadro. La propuesta es diferenciar bien a los dos personajes. Con el paso del tiempo uno ha encontrado una fór-mula para desarrollar las historietas simultáneamente.

—¿Tiene idea de cuántos países publicaron esos trabajos?—No son demasiados. El “Boogie” se publica en Uruguay,

y hasta hace poco en Colombia, hasta que me dijeron que dada la situación política colombiana era un personaje irritante (se ríe). También se publica en México y en la revista L`eternauta de Italia. “Inodoro” es prácticamente inexportable, se publica desde hace poco tiempo en Uruguay, que es el país donde medianamente puede ser entendido. No funcionó en el sur de Brasil, donde está la cosa gaúcha.

—El bar El Cairo de Rosario es un santuario intelectual, que a lo mejor usted supo exportar a través de sus trabajos.

—No sé si es así. En todo caso es algo familiar para mí y por lo tanto todo aquello que me llegue cercanamente me resulta más fácil de escribir. Además es lugar de reunión de determinados personajes y en ese sentido es muy rico. Para mí es un lugar fundamentalmente de recreo.

—Una pregunta muy formal. ¿Qué balance hace de su etapa de escribidor?

—Ante todo es muy difícil decir qué es lo que más me ha gustado, porque esto está muy de acuerdo a épocas y los gustos van cambiando, e incluso en donde puedo sentirme más cómodo. Yo comencé a escribir unos esbozos de cuentos que se publi-caron en 1973, Los trenes matan a los autos; eso fue realmente experimental, después tenía ganas de escribir algo más largo y

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entonces salió una novela apoyándome en la parodia de los “best sellers”, porque me da la impresión de que es más fácil parodiar que arrancar con algo absolutamente original, por lo menos uno ya tiene el modelo. Después retomé el personaje en otra novela que se llamó El área 18, que como su nombre lo indica es de fútbol, y después volví a los cuentos, dándome cuenta que me resulta de más fácil resolución, porque uno tiene un punto de interés, lo desarrolla y se terminó el cuento.

—Sin embargo su último trabajo —que acaba de editarse— es una novela, La gansada.

—Sí, parecería una contrariedad. La gansada, que es el nom-bre de la mansión donde transcurren los hechos, como las ante-riores, tiende al humor, no llega a ser una parodia, es una novela liviana, de entretenimiento, lo que podría llamarse libro para la playa.

—Un tanto a destiempo…—Sí, nos pasamos, perdimos la oportunidad (se ríe). Te digo,

yo me guío por el grado de diversión que brinda el hecho de escribir. Lo que puedo arriesgar es que es una novela divertida.

—Charles Bukowski suele decir que lo único que se necesita para ser escritor es una máquina de escribir…

—Sin embargo, a mí me sorprende que haya escritores que siguen escribiendo a mano, pero invariablemente la tecnología te lleva a que por ejemplo uno piense en comprar una procesadora, cosa que a mí me espanta porque tengo una especie de rechazo natural hacia toda la electrónica. Pero, tal vez, lo de Bukowski sea realmente ingenioso y suena muy lindo. Yo derivaría esa frase al hecho del esfuerzo de trabajo, de ponerse a trabajar sobre una máquina, ahora creo que es más importante tener una idea y atre-verse a contarla. Lo que me he dado cuenta después de mucho tiempo, y más que nada escuchando una cosa que contaba Hora-cio Altuna, es que yo también me dedicaba a contarles a los chicos del barrio las películas que iba a ver. Eso refleja indudablemente un gusto por la narración, por contar historias, yo creo que tal vez sea el oficio más viejo del mundo, aunque se dice que es otro (se ríe). A veces se cuentan a través de una historieta, un cuento, una novela o a veces la idea no da nada más que para un chiste suelto. Yo no privilegio, eso se soluciona a través de las exigencias

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prácticas. En el campo literario yo no tengo fechas de entrega, por lo tanto tengo más tiempo; en cambio para las historietas o los dibujos, la cosa es distinta, porque hay entregas estrictas, eso me lleva a trabajar todos los días en la cuestión del dibujo, y cada tanto y cuando se me ocurre algo, escribo. La exigencia entonces es la que me da la medida de tiempo que tengo que emplear en cada una de las cosas. Este trabajo me gratifica tanto que es una pasión natural, porque viene desde que soy chico, lo tomo como algo que no me resulta demasiado extraño, no me ha tensionado demasiado, pese a que pongo mucho amor propio en esto. Otra pasión obvia es el fútbol, es como una cosa más intensa por el mismo hecho de que el fútbol en sí es algo que se aleja bastante de lo intelectual y se acerca a lo más irracional.

19 de abril de 1989

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Jorge Valdano:“SomoS algo máS que múSCuloS”

La entrevista fue en su pueblo, Las Parejas. La selección argen-tina acababa de ganar el Mundial México 86. Desde el otro lado de la línea telefónica puso como condición que el encuentro fuese la casa de su madre, porque literalmente no podía salir a la calle. Estaba rodeado de gente que quería tener un minuto con el ídolo. “Mi casa parecía un velorio al revés; la gente desfi-laba muy contenta y yo me sentía un producto típico; todos me miraban y seguían, porque había tanto tránsito en casa que era imposible abandonar el pueblo sin pasar por mi casa, cada hora tenía que salir a la calle para hacerme treinta fotos con gente que se iba encolumnando y otra vez adentro para atender periodistas”, narró.

—¿Con qué imagen de país te fuiste a España hace diez años?—Incompleta, porque carecía de elementos que me ayudaran

a evaluar en su globalidad la situación del país de aquel entonces. Intuía muchas cosas pero no le daba la lectura intelectual que le puedo dar diez años después. Creo que, a pesar de que existía en Argentina una gran confusión social, política, económica, lo mío fue un exilio profesional. Yo me voy de una Argentina democrática a una España franquista, de un fútbol mal remunerado, desor-ganizado, con índices de violencia que difícilmente se dieran en otras partes del mundo, a uno que permitía el ejercicio de la

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profesión con normalidad. Mi exilio profesional no tiene nada que ver con el exilio político, mucho más dramático.

—Es decir que llegás en los estertores del franquismo y vivís toda la transición democrática.

—Yo llegué con Franco enfermo y se murió en forma casi inmediata. Esto despertó mis inquietudes políticas, porque se dan desde ese momento transformaciones muy serias en la sociedad, pero no a nivel político de altas esferas. Esa meta-morfosis tuvo en el pueblo reflejo inmediato y grosero por lo espectacular. Se dan una serie de fenómenos de lo que luego habrá participado Argentina, posiblemente en menor medida. La nuestra es una sociedad muy convulsionada y muy rítmica en esto de golpes de Estado y normalización democrática. España venía de una férrea dictadura de cuarenta años, de ais-lamiento internacional, superando una guerra civil y una pos-guerra —tan cruel como la guerra misma— que había dejado en el cuerpo social reflejos miedosos. Lo que se percibió de una forma inmediata es que, a pesar del anquilosamiento de las autoridades relacionadas con el último período franquista, el pueblo estaba preparado para asumir un cambio espectacular que lo acercara a la realidad europea. Se dieron fenómenos curiosos, como el destape.

—Me imagino que para vos, que viviste años juveniles en Rosario, que aún hoy se escandaliza cuando oye hablar de sexo, habrá resultado bastante novedoso.

—Yo era una persona muy permeable a todo tipo de cam-bio, que se fue de Rosario irritado por la actividad de la Liga de la Decencia (risas), y que recibía todos los procesos trans-formadores verdaderamente complacido. El destape fue posi-blemente el más visible pero el menos profundo; a tres meses de su aparición las películas porno quedaron marginadas en cines de barrio. Emparentado con esto —aunque más profun-damente— había en Vitoria —primer lugar donde recalé— una lucha nacionalista con elementos genuinos (vascos) que ayuda-ban a la reflexión y que se expresaban en manifestaciones sig-nadas por lo político. Esto no ocurrió en Zaragoza —segunda parada— que es una región que tiene un sentido nacionalista algo más devaluado. En Madrid —mi actual lugar— hay un

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centralismo político heredado del franquismo. Lo que ocurre es que en España ahora hay una realidad plácida; plácida hasta el aburrimiento para lo que fueron aquellos años de modifica-ciones profundas en el plano social.

—¿Qué opinión te merece el gobierno socialista de Felipe González?—Las estructuras económicas no han sufrido ningún tipo

de cambios, se mantienen inalterables. En ese sentido el socia-lismo fue todo un fraude. Se encararon reformas positivas (divorcio, aborto), que diez años atrás parecían imposibles, pero el Partido Socialista Obrero Español no es socialista ni contem-pla la problemática obrera, ni tiene vocación de cambios para los próximos años de gobierno. Supongo que los dos millones de desocupados que existen actualmente son escépticos respecto al cambio.

—¿Qué análisis hacés ahora de la manipulación política del Mundial `78 pergeñada por la dictadura militar?

—Se hace difícil desvincular lo político de lo deportivo cuando se trata de un fenómeno de una dimensión tan masiva como es un campeonato mundial, aunque debemos distinguir las fronteras. A la hora de buscar responsables habrá que apun-tar a los enemigos de siempre y no mirar hacia el fútbol. Quiero decir que si yo era jugador del seleccionado habría jugado ese campeonato para el pueblo y no para las autoridades de turno. Termina por hacerse difícil saber qué es lo que se pude hacer en ese tipo de circunstancias, aun teniendo conciencia plena de que el mundial `78 fue utilizado para objetivos indecentes. ¿Qué es lo adecuado en ese momento para un entrenador o jugador? ¿Perder o desertar para no prestarse a la maniobra? Lo que hay que hacer es responder a las aspiraciones tradicionales de un pueblo en lo futbolístico y entregarte al juicio de tu gente, no de tus autoridades ilegítimas. A mí me resultó especialmente placentero entregarle simbólicamente la Copa del Mundo a un presidente legítimo de mi país, y muy probablemente no hubiera asistido a un acto de este tipo de haberse tratado de un gobernante que no representara la soberanía popular.

—¿Qué balance hacés de México `86?—A mí me ha causado una satisfacción muy particular sen-

tirme responsable de haber regalado una alegría indiscutible al

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pueblo, como es la obtención de un título mundial, a partir de un fenómeno como el fútbol que tiene raíces culturales indiscutibles y que han sido mal analizadas por los intelectuales. El intelectual está obligado a interpretar este fenómeno de masas con respeto y no desde el desprecio.

—Esa imagen “intelectual” que tenés en un medio como el futbolístico, ¿cómo es recibida por tus compañeros?

—Nunca he tenido conflictos, al contrario, digamos que esa característica me sirve para ser elegido portavoz de problemas e inquietudes del plantel y como bisagra entre éste y los direc-tivos. Cuando se impulsó la federación de futbolistas y al ser capitán del Zaragoza, fui responsable de aspectos de concienti-zación del equipo. Mis compañeros, lejos de sentirse agredidos, me han respetado e incluso encontré en muchísimos de ellos cierta complicidad. Los dirigentes de fútbol deben entender que los futbolistas son algo más que músculos.

—¿Y en Argentina?—Acá se siguen dando unos niveles de solidaridad en la

profesión que tienen sus reflejos en lo gremial, con índices mayores a los de Europa. Posiblemente en lo cultural este país esté un tanto distanciado de la realidad europea. Esto lo hablaba con dirigentes de Futbolistas Argentinos Agremiados (FAA), quienes se quejaban por las dificultades de implementar una lucha constante, en un medio donde el jugador se siente despegado de la sociedad, como si formara parte de un compar-tamiento estanco. Esta es una profesión más deformante que otras. Que un jugador se encuentre a los diecisiete años con popularidad y dinero son elementos que no ayudan a reflexio-nar. En España, actualmente, se está rompiendo con aquellos esquemas inhibitorios que el jugador tenía a fin de no opinar para no comprometerse. Es decir, en un equipo como el Real Madrid, que alguien declare ser socialista significa ganarse la antipatía de una parcialidad, por lo general conservadora. Pero cada día el futbolista arriesga más sus opiniones. De ahí que es bastante habitual encontrar a un jugador popular encabezando una marcha o declarar su intención de voto cuando se avecinan las elecciones.

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—¿Qué te llevó a lanzar en medio del mundial mexicano el pro-yecto de formar una Asociación Internacional de Futbolistas?

—La necesidad imprescindible de anteponer al poder muchas veces prepotente de la FIFA —organismo rector del fútbol inter-nacional, con intereses puramente mercantilistas desde el punto de vista organizativo— vertientes distintas. Lo primero que hay que hacer para que esto tenga una dimensión global es impulsar las asociaciones gremiales en aquellos países donde no existen, como ser México, Colombia. Luego habrá que defender la dig-nidad y los intereses del hombre del fútbol. Yo creo que juga-dores y dirigentes son socios de un mismo negocio y deberían caminar juntos en la búsqueda de la dignidad de este deporte. Si eso no es posible, deberemos estar preparados para la lucha. La propuesta, en general, fue muy bien recibida por jugadores y algunos directivos.

—Entre los que no se contaba Joao Havelange, quien dijo que “los futbolistas deben limitarse a jugar”.

—A lo que respondí que ése es el argumento de los dictado-res y a los dictadores no hay que hacerles demasiado caso ¿no? La FIFA sabe que el fútbol, en un sistema capitalista, es un gran negocio. Lo que hay que interrelacionar es el interés económico con la pureza deportiva.

—Una vez que abandones el fútbol, ¿pensás volver al país?—Yo, sin ser un exiliado político, tengo algunos de los sín-

tomas del exilio, de la enfermedad que produce, sobre todo el desarraigo. A pesar de que hace once años que vivo en España, todavía no he terminado de irme de la Argentina. Y claro, llega un momento en que hay un sitio que no te reclama lo suficiente y otro que no ha terminado de llamarte. En la vida, uno pretende que exista un núcleo que te reclame de una manera suficientemente fuerte para no tener dudas sobre tu futuro. Todavía no sé adónde voy a vivir el día que termine mi carrera; será más difícil saber de qué voy a vivir. Sé que para llegar a esto existe una condición fundamental: perder de vista al fútbol, que es un bacilo en mi vida.

Entrevista publicada en la revista El Periodista de Buenos Aires.en julio de 1986, un mes después de la obtención

del título del mundo en México.

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marCelo BielSa, loCo por el fútBol

Su abuelo, Rafael Bielsa, no sólo es un prócer del derecho argen-tino, sino también una calle de Rosario, en pleno corazón de Empalme Graneros, un barrio obrero y popular. Él, Marcelo, uno de los nietos (“Cabezón”, según sus amigos de infancia, “el Cholo”, para sus ex compañeros de fútbol, “Ignomiriello”, para su hermano, Rafael A.), logró que su nombre remita a una organiza-ción leprosa (“La peña del Loco Bielsa”) que se encarga de honrar al técnico de fútbol que despertó la pasión ñulista, luego de que Newell´s alcanzara dos campeonatos argentinos con él. Pero hoy, Selección Argentina de por medio, es el rosarino más famoso.

Marcelo Alberto Bielsa nació el 21 de julio de 1955 en Rosa-rio y, como el saxofonista “Gato” Barbieri, creció en un barrio pegado a la cancha de Newell´s; en medio de semejante paisaje, su destino estaba al rojo y negro. “El niño Marcelo”, como lo llamaban las criadas en la casa de la ilustre familia de los Bielsa, no dudó en transgredir los límites y fue a probar suerte en el club de enfrente. Cuando comenzó a recorrer las divisiones inferiores en Newell´s, su padre se enfadó por el camino elegido; la madre fue considerada: “Apuntá siempre alto”, le dijo.

En 1974 debutó en la tercera división: jugaba de dos o de seis. Dos años después, un mes antes del golpe de Estado, debutó en primera. En 1979 llegó el momento del retiro. “Dejé de jugar porque no lo hacía bien, me di cuenta de que no iba a poder sobrepasar la mediocridad y entonces opté por dedicarme al pro-fesorado de Educación Física”, contó.

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Debutó como entrenador de los equipos de la Universidad Nacional de Buenos Aires —adonde se había radicado—, hasta que un encuentro luminoso con Eduardo Bermúdez —su téc-nico en la tercera de 1978— le abrió las puertas de Newell´s. Le preguntó si quería tomar las inferiores. La respuesta no se hizo esperar.

Una vez dijo que ganarle a Central era un principio moral. Trata invariablemente de “usted” a jugadores, periodistas y desconocidos, difícilmente los mire a los ojos, siempre adusto, con esa voz de barítono que impone distancia. Hacía concentrar a los jugadores —casados unos, con novias otros— durante cuatro días en un liceo militar cercano a Rosario. Un día a la semana los obligaba a practicar sólo centros: pateaba Zamora, cabeceaba Domizzi, pateaba Zamora, cabeceaba Domizzi… “Estadísticamente está comprobado que de cada 100 tiros, se aciertan 5”, les decía, mientras hacía extrañas anotaciones en su cuaderno. Proclive a las cábalas, el día previo al primer clásico le contó a su hermano que se cortaría el dedo si semejante rito significaba el triunfo el día después. No lo hizo, pero es obvio señalar por qué le pusieron “el loco”.

Con el argumento de que el que no cuenta con información comete “un grave error”, fue de los primeros en obtener videos de fútbol europeo, en 1985. Todos los meses recibía los envíos de un amigo rosarino en Madrid. Cada vez que apretaba stop y la casetera de la video dejaba de funcionar, por un instante, se preguntaba cómo sintetizar la habilidad de los futbolistas argentinos con la mecanización y la disciplina europeas.

La otra obsesión (que soportan estoicamente esposa e hijas) era (es) recopilar la información que aparecía en los medios grá-ficos del equipo rival a enfrentar, y la desplegaba en una gran mesa, su campo de batalla. ¿Será por eso que aún es dueño de un kiosco de diarios y revistas en Rosario?

Así surgieron sus ideas futbolísticas:

“El técnico es importante fuera de la cancha, pero no dentro de ella, porque ahí son los futbolistas los que deciden. En la elección del grupo y en el clima donde se mueve el equipo para afrontar una competencia, el técnico es fundamental”.

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“El fútbol es técnica, táctica, estrategia, pero también es una cuestión de actitud. La actitud tiene que ver con la conducta y la conducta tiene que ver con la buena gente”.

“Los equipos totalmente mecanizados no sirven, ya que si los sacan del libreto se pierden, pero tampoco me gustan los que viven sólo de la inspiración de sus solistas”.

“Bilardo es el exponente de la disciplina, de la esquematiza-ción, del esfuerzo y la planificación. Menotti lo es de la libertad, de la creación, de la capacidad de improvisación. Aunque generar antagonismos es coincidente con el sentir argentino, de los dos he obtenido cosas positivas”.

“Los jugadores habilidosos deben utilizar la fantasía para la efectividad y no para su lucimiento personal”.

“El fútbol es movimiento, siempre hay que estar corriendo, y si corro soy el mejor”.

24 de agosto de 1998

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piCa

Había una vez —aunque tal vez ciertas costumbres del barrio se mantengan inalterables y las cosas se sigan llamando de la misma manera—, en que era habitual que los pibes de la periferia juga-ran a las escondidas, esa cosa lúdica que dejaba al descubierto a los que se ocultaban detrás de un árbol, un auto o un zaguán. La consigna era gritar “pica” y salir corriendo hacia determinado lugar y dejar constancia del descubrimiento, apoyando suave-mente la mano sobre algún objeto. A Alfredo Quintana le gustó la sonoridad de ese “pica” infantil y lo adoptó como seudónimo. No hay fecha que registre ese cambio de identidad, salvo para la memoria popular que dirá que el fútbol dio personajes increíbles, como “El Loco Pica”, fana rabioso de Ñuls.

Es como un chico. Está sentado alrededor de la mesa del living de su departamento de calle Alvear, con los trofeos, meda-llas, diplomas regalados por directivos y jugadores, recortes ama-rillentos con noticias de una ciudad que ya no existe. Muestra reconfortado al visitante una copa que tiene grabada la fecha 3 de mayo, el día de su cumpleaños. Si uno acerca la vista puede leer: “A nuestro amigo Pica, hincha número 1 de NOB”, firmada por apellidos que alguna vez pasaron por la institución.

Va hacia una habitación y vuelve en segundos con pilas de historias, que luego desplegará ante el interlocutor y leerá algunas de ellas en voz alta, como un recorte del diario Tribuna, donde se anuncia que fue bailarín campeón de rock. Hay fotos, decenas de ellas, en las que aparece codo a codo con personajes como

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Billy Cafaro, Goyeneche, Palito Ortega, el gobernador Eduardo Duhalde y con numerosos futbolistas. En todas ellas sobresale ese rostro de sonrisa cómplice.

De adolescente formó un dúo con un amigo al que bautiza-ron “Pica y Chupetín”. Tiempo pasado donde se ganaban la vida divertiendo a los clientes de cantinas y boliches. “Era la época de actor, cuando había trabajo para todos”, dice el pequeño bufón. Pero en aquellos años su fuerte era el carnaval. “Pica” se disfra-zaba con lo que tenía a mano. Hizo furor —recuerda— cuando se vistió de gitana: “Todo el mundo pensaba que era una mina”, dice.

Hace más de 30 años, en una de sus actuaciones, conoció a los dueños del diario La Capital, quienes terminaron ofreciéndole trabajo de ordenanza. “Les dije que sí, pero lo primero que les aclaré es que no quería trabajar los sábados y domingos, así podía seguir a Central Córdoba y Ñuls”.

También fue boxeador. Hizo cinco peleas como profesional en la categoría livianos, pero terminó abandonando “porque los huesos de las manos no resistían los golpes, decían que tenía poco calcio”. Por entonces se hizo amigo de “Ringo” Bonavena. Otro recorte —en este caso de La Razón— da cuenta de esa amistad. El 31 de enero del ‘65, Bonavena protagonizó un simu-lacro de salvataje de “Pica” en un balneario de la playa Bristol de Mar del Plata, que terminó en una “batahola show”, según el diario, cuando los bañeros comprobaron que sólo se trataba de una broma. Una entre tantas. Con Andrés Selpa —otro ex boxeador que hace poco dejó la cárcel— recorría la costa mar-platense de frac y galera, ante el desconcierto de los turistas.

Se acuerda de Leopoldo Jacinto Luque —aquel integrante de la selección campeona de fútbol del 78 y acusado de “ñoqui” de la intendencia santafesina en tiempos de Carlos Aurelio Martínez—, cuando le regaló una camiseta argentina para dis-frazarse del gauchito —símbolo de la dictadura militar.

—¿Lo conociste a El Tula? (el defenestrado jefe de la barra brava de Central y hoy empleado todo servicio del menemismo)—, le pregunto con una obviedad pasmosa.

—Claro, pero a diferencia de él yo nunca me metí en polí-tica—, responde.

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—¿Y con los pibes de la barra brava de Ñuls cómo te llevás?—Mirá… Yo me la juego solo, el club no me banca nada,

salvo los jugadores, que a veces me invitan a comer algún asado, cumpleaños o casamiento… Pero a los pibes no les doy bola, yo tengo mi propio mundo —dice ahora, cuando se acerca a los sesenta años.

“Pica” no tiene idea de quién es Bukowski, pero al igual que el escritor maldito de la literatura norteamericana, el alcohol es una invitado permanente. Una vez viajó con la delegación leprosa hasta Salta. Ñuls jugaba con Juventud Antoniana. Mientras estaba parado en la puerta del hotel, vio pasar una multitud frente a sus narices.

—¿Y esto? —preguntó.—Es la procesión de la Virgen del Rosario —le contes-

taron. Antes de escuchar la respuesta completa, “Pica” estaba marchando a un costado de la Virgen. “Yo pensé que eran todos rosarinos y me enganché con los tipos que convidaban vino de una cantimplora gigante”, dice con picardía. Y agrega: “La gente del club me estaba buscando por todos lados, pero qué querés, hermano… no podía dejar de probar el vino salteño”.

En la cancha de Vélez se le cayó un anillo en la fosa por gritar un gol y se tiró a buscarlo; en el Monumental robó una bandera e hinchas de River salieron a perseguirlo. Por mirar a sus perseguidores terminó con su humanidad en el fondo de la pileta de natación del club. Lo que pasó después no lo cuenta, por orgullo.

Sigue yendo a la cancha del Parque, pero ya no se trepa al alambrado para lanzar un insulto resonante. Dice que “eran mejo-res los futbolistas de antes, había más calidad y eran más guerre-ros, el fútbol de ahora es mediocre, hoy un jugador hace diez goles y ya lo venden al extranjero”. Se enorgullece de que lo conozcan en todas partes y se despide del cronista, prestándole una revista de humor, La cebra a lunares, donde figuraba como corresponsal en el Parque.

En ella hay una crónica sobre su paso por La Florida: “Pica” anuncia a viva voz el acto de la estatua griega. La gente

se congrega alrededor de él. De repente se llena la boca de vino, se sube a una mesa, se baja la malla y, haciendo equilibrio con

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una pierna, lanza un hilo de alcohol por la boca. Los bañistas aplauden la ocurrencia.

No es la única. Dice que no se casó porque “para qué voy a aguantar a otra loca al lado mío, no me caso aunque me lo ordene el juez”. Uno de sus hermanos, presente en la entrevista, estalla en risas. Por pudor, “Pica” jamás dirá que sus cinco primogénitos son de Central. Lo que se dice una maldición canalla.

13 de junio de 1993

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Capítulo 2

Sucesos rosarinos

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hiStoria del Crimen

De aspecto humilde, recién llegado del Chaco, el padre del hin-cha Blas Lezcano, muerto por una bala de goma disparada por la policía, como consecuencia de los incidentes registrados el domingo último en el clásico Central-Newell´s, se hizo presente ayer en el Juzgado de Instrucción del doctor Héctor Triglia.

—Yo venía a decirle que mi hijo era un buen muchacho… —arrancó diciendo el hombre.

—No hace falta que me lo diga, porque no está bajo sos-pecha una víctima sino quién efectuó el disparo mortal —lo interrumpió el juez rosarino.

El doctor Triglia, quien lleva a cargo las investigaciones, es considerado entre sus pares como un juez incorruptible. En diá-logo con Página/12, apuntó que ha solicitado ampliar el informe forense y está a la espera de un estudio técnico de la Fábrica Militar Fray Luis Beltrán, sobre la fuerza del impacto y capaci-dad de perforación del proyectil que mató al albañil Lezcano.

“Necesito reconstruir la historia del caso, para eso no sólo necesito estos informes, sino que también solicité la presencia en el Juzgado de todas aquellas personas que pueden llegar a aportar datos importantes para la investigación”, dijo Traglia.

La autopsia, practicada por el médico forense Oscar Sánchez, reveló en un primer momento que la muerte “se produjo por una hemorragia interna como consecuencia del proyectil dispa-rado desde una distancia de 40 metros, causándole un orificio de entrada de 30 milímetros”, además agregaba que el cuerpo

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presentaba una herida en la parte “inferior posterior externa izquierda del tórax” por lo que se le retiraron trozos de una bala de goma alojados en las costillas y el pulmón.

Sin embargo han surgido críticas desde los familiares de Lezcano sobre la real distancia en que se efectuó el disparo en las inmediaciones de estadio de Central. Un testigo clave de lo ocurrido, que le ha pedido garantías al juez Triglia para declarar, señaló al diario La Capital que a Lezcano se le disparó práctica-mente a quemarropa y desde corta distancia, mientras un grupo de jóvenes salía corriendo de la cancha ante los incidentes que se habían generado dentro del estadio.

—Díganle a ese muchacho que si tiene miedo de venir a Tri-bunales, me llame por teléfono y nos encontramos en un bar —les dijo Triglia al padre, a uno de los hermanos de Blas, a su cuñado y a una abogada que lo visitaron en la víspera para entregar la campera del muchacho muerto y para interiorizarse en la causa.

También pasó por el juzgado un policía de Criminalística a dar su opinión sobre el uso de la bala de goma. Palabras más, palabras menos, el oficial —un experto en el tema, según el juez— explicó que una bala de goma puede ser mortal “según la distan-cia en que se haya hecho efectivo el disparo” para apuntar que “la potencia del cartucho siempre es irregular”. Y dio a entender que una bala de goma se dispersa en el aire si la distancia es impor-tante, pero cuando el disparo ocurre a menos de tres metros de la víctima, el impacto es pleno y fatal.

A pesar del informe de forense, la gran duda del juez es a qué distancia se hizo el disparo y está dispuesto a pedir otros infor-mes a la Policía Federal, por ejemplo, si nota cierta contradicción en las pericias practicadas por la policía provincial.

“Debo trabajar rápido, pero de acá en adelante voy a pre-servar las pruebas que acrediten que no se trató de una muerte accidental”, dijo el magistrado, quien adelantó que una vez que se identifique al culpable podría definirse la carátula de la causa, cuyo título se debate entre el homicidio doloso o culposo. Tri-glia se hace una buena pregunta: “¿Qué pasa por la mente de un policía cuando dispara un arma antidisturbios en medio de una muchedumbre? ¿Sabe que puede matar a alguien, o no?”

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—Cuando ocurren estos casos, donde un policía aparece compro-metido en la muerte de un hincha, ¿la policía presiona?

—A la policía se le pide que envíe el sumario correspondiente y nada más. Yo tengo que identificar al autor de una muerte, no estoy imputando a la policía de hecho ni voy a detener a decenas de oficiales para que digan quién fue. Pero entiendo que entre ellos hay solidaridad de cuerpo, y necesidad de salvar el prestigio de la institución.

—Pero si se comprueba que una bala de goma mata estaremos ante un hecho gravísimo…

—Es cierto. Llegado al caso me tocará solicitar al Ministerio de Gobierno que prohíba el uso de armas antidisturbios. Ya una vez se impidió que la policía use revólveres en los estadios, ahora se les puede negar el uso de armas largas cargadas con balas de goma.

—Dígame, ¿con qué van a tirar, la próxima vez?—Espero que con bombitas de agua. El padre de Lezcano le recordó al juez que su hijo, “uno de los

14 que tengo desparramados por ahí”, a veces le enviaba dinero al Chaco para mantener una chacra. “Era un pibe bueno, que iba a la cancha porque le gustaba el fútbol, pero no estaba en ninguna barra brava”, agregó el hombre sobre su hijo Blas, que hace 10 años atrás abandonó el Chaco para radicarse en Rosario, que lo condenó a una vida miserable, primero, y a la muerte, después.

El grito de “justicia” recorre todo el barrio La Esperanza, en el noroeste de Rosario, que difícilmente pueda olvidar la imagen de un taxista que venía con la mala nueva desde el hospital donde Blas había entrado sangrando a buscar a su mujer y una pequeña beba. Ese grito después volvería a repetirse durante el sepelio y ayer, ese hombre venido del Chaco, volvió a repetírselo de frente, humildemente, “como hombre de campo”. Una cosa tiene en claro el juez: el resarcimiento económico que deberá afrontar el Estado santafesino “será tremendo”. Aunque esto no valga nada.

25 de mayo de 1990

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el doCtor Seineldín no eStá muy de aCuerdoCon Su hermano Coronel

“En estos momentos preferiría llamarme Gómez y pasar desaper-cibido”. El doctor Semy Seineldín tiene 52 años, una especiali-dad —la cirugía— y un apellido que en estos días no le sienta cómodo. No sólo porque los periodistas y fotógrafos lo persi-guen tras la popularidad que ganó su hermano, sublevación de Villa Martelli mediante. “Me considero un demócrata que aspira a que el ciudadano se desarrolle en libertad. Con mi hermano no puedo llegar a compartir, en todo caso, ciertas actitudes de los militares que tanto mal le hicieron al país”, asegura al excusarse ante la prensa.

—¿Por qué no quiere hacer públicas las diferencias con su hermano?—Compréndame. Recibo presiones, pero libéreme de

explicárselas. —Doctor, ¿usted cree en Dios?—No. Soy ateo.—¿Qué explicación le encuentra al mesianismo de su hermano? —Por lo que tengo entendido eso tiene que ver con la edu-

cación militar que recibió. Pero le aclaro que es un excelente militar.

—Muchos de sus colegas aseguran que usted es un cirujano prestigioso…

—Mejor diga que soy un médico mediocre. Para muchos tener prestigio es estar arriba. Y cuando uno está arriba se olvida de lo que pasa abajo.

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—Su hermano…—Le aclaro que hace mucho tiempo que no lo veo.El doctor Semy Seineldín llegó a Rosario a estudiar medi-

cina en 1954, venía de Concordia, Entre Ríos. Es tres años menor que el coronel Mohamed. Actualmente trabaja en una clínica privada y en el hospital provincial. Su tarea, según puede leerse en la guía de telefónica de la ciudad, es “la cirugía de tórax, esófago”. Es alto, de ojos celestes, cabello levemente canoso, tiene la piel bronceada, y una nariz aguileña, idéntica a la de su hermano coronel.

“Le voy a explicar: yo no doy entrevistas por razones fami-liares. En otro momento con mucho gusto”, le dijo a Página/12 frente a su consultorio del hospital provincial.

—¿En qué momento usted cree que podrá aceptar la entrevista?—Cuando la situación de mi hermano se decante. Cuando

reciba toda la información de su caso.En la ciudad recuerdan que el coronel Seineldín llegó en

noviembre del ´82 para recibir una condecoración de la Mutual Cristiana de Ayuda Familiar, relacionada con el Arzobispado de Rosario. La distinción, según el organismo, la merecía por su “heroica participación en el Operativo Virgen del Rosario”, nombre de bautismo del desembarco militar en las islas Malvi-nas. “Ese día el coronel Seineldín lo buscó a su hermano para charlar, pero no logró localizarlo”, rememoró en estos días un periodista local que no disimula su simpatía por los carapintada y que se emociona cada vez que cuenta que el coronel le envió desde Panamá una tarjeta de fin de año donde pide a la Virgen que “lo ilumine y proteja” en su profesión.

15 de enero de 1989

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don Severiano, el homBre del rifle

La consigna es tocar tres timbres en la casa de Severiano Ramos del pasaje Monroe 2836, muy cerca del centro de Rosario. Desde el interior de la vivienda emerge la figura del capitán Juan Carlos Coster, del Ejército de Salvación. Abre una pequeña ventanita del portón y espera que el visitante se anuncie. La escena es contemplada por un policía que está en la vereda de enfrente, del lado del sol, como custodia.

Para llegar hasta la cocina de la casa hay que traspasar un pequeño jardín. Allí está don Severiano, parado detrás de una puerta con rejas que comunica con el interior. Desde que comenzó el conflicto judicial y policial el jueves 10 de mayo, por el que se pretendió desalojarlo primero amigablemente y luego a balazos limpios al haber perdido su propiedad en un remate, el hombre se ha negado a pisar el patio de su casa ante el temor de que algún policía esté escondido en los techos de las casa vecinas.

El sábado y a diferencia de otros días, el clima en la casa es mucho más tranquilo. En la cocina, don Ramos está acompa-ñado por su abogado, Enrique Seara, integrantes del Ejército de Salvación, de la Asamblea Permanente por los Derechos Huma-nos y por pastores evangelistas. Están debatiendo las últimas instancias para superar el fantasma de un nuevo allanamiento, que tiene fecha fija: mañana lunes.

Sobre una vieja mesa han sido colocadas varias cajas de car-tón que preanuncian una mudanza. Pero los preparativos de desalojo son lentos. Aún hoy se respira el olor a gas lacrimógeno

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que la policía tiró en buena dosis para ablandar al viejo. Don Severiano se toca la panza. “Miren cómo se me ha hinchado, debe ser por los gases”, explica mientras los acompañantes tosen y sus ojos se vuelven brillosos a cada rato.

La casa de don Severiano es humilde, da la impresión de haber estado abandonada por mucho tiempo. Las paredes hace rato que perdieron color, hay un pequeño boquete en uno de los techos que comunica con la pieza de la única hija, Mirta. El mobiliario es elemental y sufre el mismo deterioro general. Alguien prende la luz en la cocina, las puertas están cerradas, pero hace frío y se siente. En el fondo hay un pequeño taller donde sobran las herramientas de todo tipo, es el territorio ideal de don Severiano.

Pero por orden de la justicia, en lo civil y comercial, ya todo eso no le pertenece más. Su casa ha sido rematada por no haber escriturado una parte de su vivienda que había vendido al vecino de al lado y su comprador ha sido un abogado, Carlos Cúneo, que ahora espera sumar una nueva propiedad a las tantas que ha comprado en remates, a bajo precio, como representante de una organización de compradores de casas baratas. “Nunca recibí las citaciones para ir a explicar por qué no escrituraba. Al falsifi-carme la firma los mismos que compraron una parte de mi casa, entonces me declararon en rebeldía y ahí se terminó todo…”, explica don Severiano, para preguntarse: “¿Eso es justicia?”

Una vez más, Ramos vuelve a contar el día del tiroteo con la policía. “Yo sabía que iban a venir a sacarme, así que me preparé para resistir el despojo ilegal de mi casa, con dos armas, una cali-bre 22 y una escopeta casera doble caño recortado”, hecha con caños de luz, con un resorte en una punta que acciona un torni-llo hasta encontrarse con el cartucho que sale disparado. Cuenta que tiró 30 tiros, “todos al aire” y ensaya una curiosa explicación al respecto: “En el `78 estuve detenido cinco días por falso testi-monio en la comisaría 8ª y los policías me trataron como si fuera de la familia. Gracias a ellos no maté a ningún policía, ninguno tiene la puntería que tengo yo”, dice este fabricante de armas domésticas que solía utilizar para la caza.

El hombre está dispuesto a dejar su casa pero se niega a declarar por “resistencia calificada a la autoridad policial”, en

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la comisaría 6ª, lugar desde donde partieron los numerosos poli-cías para cumplir la orden judicial de desalojo. Imagina que la va a pasar mal si queda detenido aunque sea un día, hasta que su abogado presente el pedido de excarcelación, que ya cuenta con el guiño cómplice del juez interviniente.

El abogado ha sido muy clarito con don Severiano. Si no recapacita, se viene la represión policial. “Él está recapaci-tando, pero tenga en cuenta que vive toda esta situación dra-mática como algo místico. Cree que es una especie de salvador de la sociedad contra la corrupción y las injusticias”, apuntó Seara.

Don Severiano dice que a los 17 años se le apareció Cristo, mientras estaba durmiendo en su habitación. “La pared del dor-mitorio se iluminó y con los años entendí que se trataba de Él”. A partir de allí recorrió varias sectas religiosas, al igual que su mujer Elsa y su hija.

Severiano no es jubilado porque hace tiempo que no cuenta con un trabajo con relación de dependencia. Hijo de padres españoles, tiene 57 años y un hermano menor en Miami, con cargo alto en el Ejército de Salvación de allí. Antes de conocer la desocupación ha trabajado de todo un poco: taxista, albañil, pintor, armador de bicicletas, reparador de muebles, vendedor de rifas, viajante de comercio. Es profesor de música pero tuvo que vender dos violines “para poder comer”. Además tiene dos cursos incompletos: de bobinado de motores y director espiritual del grupo Científico Basilio.

Fue candidato a convencional provincial en 1983 por la UCR santafesina y últimamente le ha escrito cartas a Carlos Menem y a Aldo Rico explicándoles el conflicto. Hombre de ensayar teorías permanentes, don Severiano dice: “Si me llega a pasar algo grave, la Justicia será responsable y con eso se viene la intervención federal de la provincia, sería la gota que rebasa el vaso”.

Elsa, su mujer, es pequeña y hace 48 horas dejó la casa para siempre por propia voluntad. Su hija, Mirta, el día del desalojo estaba cuidando chicos y luego le negaron el ingreso a la vivienda. Elena ahora debe volver a pensar si continúa traba-jando como doméstica en hogares rosarinos. Ambas, además de

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ser evangelistas, se extrañaban mutuamente: “Salí con mucha pena de mi casa. Perdí todo, nos han estafado, pero confío en la justicia de Dios”, dice la mujer que ahora descansa en la casa de una vecina, mientras pregunta por la tortuga que no pudo sacar de la casa y se lamenta por el futuro de las palomas que también ella cuidaba.

Don Severiano no le reprocha nada a su mujer y con ale-gría y sorpresa muestra al visitante decenas de cartas llegadas de varios lugares donde se solidarizan con él “por haber defendido lo que es de uno”. Agradece a los vecinos que cuidaron de su hija, a quienes le acercaron comida y a todos aquellos que mon-taron guardia para no dejarlo solo ante la posibilidad de que se repitiera la orden de desalojo.

La solidaridad ha tenido un pico increíble en estos tiempos, en esta ciudad. El Ejército de Salvación le ha ofrecido una casa a Ramos para vivir con su familia; un empresario, un día, gol-peó la puerta para ofrecerle también casa y trabajo para los tres; dueños de flotillas de camiones han puesto al servicio de don Severiano los camiones que sean necesarios para la mudanza. Pero lo más colorido ocurrió el domingo pasado, cuando juga-ron al fútbol aquí Central y Mandiyú de Corrientes. Cuando la policía, encargada de la custodia del estadio, hizo su ingreso a la cancha desde la barrabrava de Central salió un grito hiriente: “Ramos querido, el pueblo está contigo”.

“Aunque me den una casa, jamás voy a estar contento… Me siento avergonzado por lo que ocurrió contra mi persona, que ya le ha pasado a otros”, reflexiona el hombre. Dice que no le teme a la muerte “aunque parezca una fanfarronada” y vuelve a repetir que “perder una casa es perder parte de la vida”.

El abogado interrumpe la charla porque ya se hace tarde y el juez Martínez Fermoselle, que entiende en la causa penal por desacato y resistencia policial, lo está esperando con una respuesta definitiva sobre el desalojo. Ramos sabe que aunque abandone la casa puede quedar detenido por horas o días en la comisaría, luego de prestar declaración indagatoria. “Tiene miedo, pero le hemos hecho saber que todos los organismos de derechos humanos estarán allí para que no pase nada anormal; además debe entender que hoy es el ciudadano más cuidado del

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país a través de los medios de comunicación: hasta la Televi-sión Española le hizo una nota”, explica Rubén Naranjo de la APDH, que ha estado conviviendo con Severiano en los últi-mos días.

—¿Es cierto que pensaba volar la casa si la policía volvía a buscarlo? —le preguntó Página/12.

—(Se ríe.) Mire, yo quise decir que iba a salir a volar por Rosario con mis palomas —responde Severiano, el hombre del rifle.

20 de mayo de 1990

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laS CaraS de maSCiaro

—¿Entonces usted no lo mató?—No. Pero le digo algo más. Si a uno lo acusan de matar a una persona en su intimidad piensa que ella está viva en algún lugar.

La respuesta es de Juan Carlos Masciaro, acaso el preso más popular que tiene la cultura carcelaria de Santa Fe.

En 1989 había sido noticia otra vez cuando la policía lo detuvo por el intento de robo de una farmacia de Moreno y 3 de Febrero. Muchos se sorprendieron de que fuera el propio Masciaro uno de los ladronzuelos porque lo imaginaban preso de por vida en el penal de Coronda por el asesinato del empresario Jorge Salomón Sauan, en diciembre de 1980.

Lo que muchos no sabían era que Masciaro es un preso ejem-plar: está a cargo de la biblioteca de Coronda, desde su condición de abogado ayuda a los presos que reclaman su servicio, debate con las autoridades del penal mejores condiciones de vida de los reclusos y participa de la FM que transmite desde el interior del penal. Despliega un arsenal de discursos, citas y otras apreciacio-nes del derecho en la celda de su cliente. Luego pasa a máquina las presentaciones que eleva a los jueces y vuelve con copias para que las firmen sus clientes cautivos. Algunos jefes de la penitenciaria estaban orgullosos del preso modelo y hasta se sacaban fotos en el despacho del director.

Salía los fines de semana y no dudaba en volver a Rosario para visitar a su madre, una viejita que sufría por las cosas que vomitaba el periodismo sobre las perversidades de su hijo.

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Cuando pedí entrevistarlo, en octubre del 89, me conduje-ron a un sector de la comisaría segunda, donde Masciaro espe-raba declarar por el robo de la farmacia, pidió disculpas por presentarse en ese estado: estaba enyesado en su pierna derecha, y tenía una bala incrustada a la altura del tobillo, producto de la ira del justiciero farmacéutico, quien no reparó en su humani-dad cuando intentaba escapar. Su aspecto era la de un hombre cansado de lidiar con la justicia, los policías, los traslados y los trabajitos de otros.

Un guardia se acomodó cerca de nosotros dos y se quedó en silencio mientras duró la entrevista. Masciaro se había sentado en una banqueta en medio de una sala oscura. Luego supe que era “la cuadra”, una suerte de pequeño patio cerrado que tienen los presos para encontrarse cuando se abren las celdas.

Antes de hablar pidió cigarrillos y al final se quedó con el atado. “Usted no sabe el valor que tiene esto en la cárcel”, dijo ese pequeño hombre calvo y de hablar bajo, tan bajo que sus palabras se transforman en parte del aire. “Acepto esta entrevista porque no he logrado que nadie me escuche, hay medios periodísticos que ya me han condenado”, dijo hace cinco años. En esa frase está condensada también la respuesta capital que aún hoy sigue dando a aquellos periodistas que pretenden arrancarle una confesión.

Masciaro es el hombre de las mil caras. Puede ser Messiano, aquel defensor de Rosario Central, el doctor Macías Medrano, abogado, piloto de pruebas de la compañía aérea Air France, y ex asesor de Juan Domingo Perón y el empresario Graiver. Lo único cierto era su título de abogado —era brillante para muchos de sus compañeros de facultad— pero no pudo contenerse a la tentación de la mentira y vendió varias veces un campo (“estafas reiteradas” en el léxico de los jueces) que pagó con cinco años de cárcel.

Cuando lo conoció al empresario Sauan, Masciaro, obvio, era Medrano. Lo envolvía en largas fabulaciones mientras vaciaban la botella de whisky y planeaban el futuro en los cabaretes o en los restaurantes.

Una noche, el doctor Jekyll dio paso a la bestia, que se en-cargó de inyectarle alguna droga poderosa a la víctima. Dormida o muerta, qué más da, la bestia introdujo el cuerpo en un tan-que de agua que simulaba ser un enorme y grosero macetón

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con una planta de interiores, en un rincón del living. 14 litros de ácido sulfúrico volcados en el interior del estanque para hacer desaparecer el cadáver. Después tomó el teléfono y reclamó un rescate de un millón de dólares a los familiares de Sauan.

El doctor Medrano fue el principal sospechoso, pero desba-rató todas las encerronas judiciales con nuevas pistas. La policía dio vuelta su departamento varias veces pero no encontraba nada que lo incriminara. En febrero del 81, el entonces secretario judi-cial Alberto González Rimini volvió a la vivienda. El macetón seguía ahí. Pero notó que el gomero se estaba marchitando, lo sabía porque las plantas eran su hobby. Calentó una pava de agua y vertió el líquido en abundancia. “Parece que hace mucho que no lo riegan”, pensó el secretario. El tanque se recalentó y eso no era normal. Los policías que lo acompañaban lo miraban con asombro. El secretario hizo sacar la tierra del tanque de agua, que fue desparramada en el piso del living, y desde el fondo del fibrocemento apareció un líquido oscuro… una cadenita de oro, una prótesis de acrílico completa y un zapato con un dedo de pie.

—¿Masciaro, existe el crimen perfecto? —le pregunté aquella vez—. No en todo caso hay crímenes que nunca se descubren… —contestó.

En el mundo hay algunos casos comprobados de utilización de ácido sulfúrico para fines non sanctos. En 1925, en Marsella, una pareja fue asesinada a tiros y luego colocados los cadáveres en una bañadera cuyo desagüe fue obstruido con un vidrio fijado con cemento. El ácido volatiza la carne, la transforma en una masa gelatinosa. En Marsella y en Rosario.

2 de julio de 1994

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mayo del ´89

Efemérides: un suceso notable ocurrió hace cuatro años. Un 29 de mayo, a la madrugada del domingo, en las primeras luces del lunes, los sonidos y las escenas fueron explosivas: a metal martilleado, a vidrios destrozados, a gritos histéricos. El vecinda-rio estaba conmocionado. El estallido social, hasta entonces una mera categoría de análisis, se escuchó en Rosario. El saqueo se transformó entonces en un acto premonitorio, una advertencia moral (según la definición de premonición que aporta el diccio-nario de la Real Academia Española), en un país carcomido por la hiperinflación. Desde entonces, Rosario ya no es lo que era. Lo que sigue son imágenes, fagocitadas por los tiempos que imprime un diario, pero revividas en la memoria de un cronista.

* * *

Un muchacho, joven y con el torso desnudo, se abre paso entre la multitud, cargando sobre su espalda una media res vacuna. Camina con dificultades pero una sonrisa se le dibuja en la cara cada vez que algún vecino interrumpe su paso y lo felicita por la presa.

—Cuando hagás el asadito, avisá, negro— le dice un com-padre. Es mediodía en Parque Field y acaba de ser saqueado el mercadito de calle Baigorria. Hay un hombre en el techo de zinc del minimercado —donde sobresalen puestos de carnicería, ver-dulería y venta de bebidas— que intenta ordenar la furia devasta-dora de los packman.

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—De a uno, por favor, que se pueden lastimar —grita el hombre que está en el techo. Y tiene razón. Desde que la prepo-tencia del barrote terminó con la seguridad del local, una pequeña abertura deja paso al pecado. La cuestión es que no puede pasar ni salir más de una persona a la vez.

—¿Hay azúcar, doña? —pregunta una mujer gorda en la cola de los saqueadores.

Calle Baigorria divide en dos al vecindario. Al norte están los dueños de viviendas, construidas con la intención de levan-tar una imitación pacífica y recoleta de algún barrio californiano. Mucho verde, mucha tranquilidad. Eso era, en los orígenes, Parque Field. Esos son los vecinos que salieron de sus refugios para escrutar, indignados, los rostros de los saqueadores, curio-samente los que viven al sur de Baigorria, los que nunca soñaron con California Country.

* * *

Pregunto por él en la oficina de informes. El Hospital de Emergencias “Clemente Alvarez” es demasiado inmenso para recorrerlo sin un punto de partida. La enfermera me mira con desgano. Igual le cuento: —Hay un chico del barrio Las Flores que fue herido por la policía, y quiero saber dónde está. Soy perio-dista—. Con una lapicera me señala una puerta. Le agradezco. Ni se molesta en mirarme. Tomé un ascensor hasta el primer piso y me encontré con una gran puerta. Husmeo el pabellón con heridos de balas, presos comunes que esperan volver a la cárcel, apuñalados que superaron la intervención quirúrgica. Hay camas a los dos costados y el lugar está en penumbras. Alguien grita de dolor, alguien consuela al otro desde el borde de la cama.

Uno de los que sufren me indica una cama. Casi la última del pabellón. Allí está el pibe. Se asusta cuando me acerco. Estú-pidamente le aclaro que no soy policía. Está solo entre tanto dolor. Está herido en su pierna por una bala policial perdida, que le impactó cuando miraba parado en un muro cómo saqueaban camiones con alimentos en la ruta que une Buenos Aires con Rosario en su barrio.

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Juan, Pedro, qué importa su nombre. La crónica del día se encargó de su existencia.

* * *

Hace quince días, Raúl Alfonsín estuvo a solas con Mirtha Legrand, y para todo el país, a través de la televisión.

—¿Por qué dejó el gobierno, doctor? —le preguntó Mirtha, quien no parecía estar dispuesta a ser contemplativa con el ex presidente del país. Alfonsín ensayó una defensa y se detuvo en Rosario—: Fue allí donde se dio el complot de los supermercados, usted se acordará—.

Mirtha no entendió el razonamiento final y repreguntó. —Doctor, usted se refiere a los saqueos… “Llámele así, si usted quiere, pero esa situación fue coordinada por las unidades bási-cas y los carapintada”.

—Es fuerte lo que está diciendo…—Pronto se va a saber la verdad… —contestó Alfonsín, que

en otro momento había involucrado en el golpe económico y acortamiento del mandato a la Asociación Empresaria. ¿La ver-dad de Alfonsín sobre lo que se cocinó en Rosario tendrá cara de libro?

* * *

—¿Doctor, qué le diría a los rosarinos que nos están escu-chando en estos momentos? —preguntaron los periodistas desde el estudio de LT 8.

—Yo les pido que tengan tranquilidad, que estamos haciendo el esfuerzo necesario para adelantar la entrega del gobierno. Y que pronto estaré por allí —contestó el entonces ganador de las elecciones generales, Carlos Menem.

* * *

—A Las Flores —le ordenó al taxista.El hombre gira su cuerpo y se anima: — Mire, va a tener que

tomar otro taxi, porque yo ahí no entro.

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En Las Flores el aire está enrarecido. Es el último foco de agitación social que la policía no pudo apagar. A sus calles les dan nombre plantas compuestas de cáliz, corola, estambres y pistilos. En Flor de Nácar, por ejemplo, hay un cartel que dice “Autoser-vicio Moya”, y está enclavado en el corazón del barrio. Su dueño está parado en la vereda, mirando hacia un punto incierto, acaso hacia esos rostros que se mueven en el interior de las casillas mise-rables, donde las puertas fueron reemplazadas por un retazo de cortina, en el mejor de los casos.

—Así que periodista —acota, malhumorado, después de la presentación de rigor.

—Ve aquella dos mujeres, esas dos gordas que vienen cami-nando por el medio de la calle… —hace una pausa y me mira.

—Ajá— le respondo. —Esas son las dos putas del barrio que anoche armaron todo

para vaciarme el negocio —está enfurecido, y se va con la bronca a atender a los clientes cuando ve que las dos gordas marchan desafiantes hacia el boliche. Me pregunto qué hará Moya si lo entiende como una provocación. Por las dudas, no se detienen y siguen de largo—. Esas putas vinieron anoche con los pibes y se llevaron de todo. Después vinieron los más grandes —arremete el hombre desde el otro lado del mostrador. Su hija está atendiendo a un chico en harapos que pide comprar yerba. Los estantes están vacíos, y aún pueden percibirse paquetes de azúcar desparramados en el suelo, como saldo de la batalla del ejército de los hambrien-tos, los desesperados y los oportunistas.

Moya es un personaje. Ha decidido soldar la balanza al mos-trador, para evitar nuevos asaltos. Y se esfuerza en controlar el nuevo sistema de seguridad de su mercadito. En algún lugar esconde una escopeta.

—Por más que me roben y una mil veces, yo me voy a quedar acá, no les voy a dar el gusto de irme —advierte.

Una mujer, que espera su turno para comprar alimentos, fija su mirada en él. No parece estar muy de acuerdo con el comer-ciante. Y se lo dice: —Sabe qué pasa, Moya, usted tiene las cosas muy caras…

Moya le retruca: —Y vaya a comprar a otro lado…

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La mujer lo interrumpe: —Adónde, Moya, si el supermercado que tenía el barrio quedó destruido después de los saqueos y no lo van a abrir más.

* * *

Un ramillete de mujeres esposas, abuelas, madres, se pegan como moscas al portón de entrada principal de la Sociedad Rural, en el Parque Independencia. Han peregrinado hasta allí para acer-carse hasta sus hombres maridos, hijos, abuelos. Un policía fran-quea el paso a cualquier desconocido. “Señoras, es inútil que se queden. Están incomunicados”, arenga. Que a lo sumo dejen allí los bártulos con comida caliente. “Queremos saber cómo están”, grita una. Ellos están muertos de frío, sin alimentos, en un establo de porcinos y vacunos. Ahora los animales son ellos, hasta que los jueces determinen responsabilidades y encuentren qué artículo del Código tirarles por la cabeza. Entonces, vendrá la libertad y el empezar de nuevo.

30 de mayo de 1993

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vladimir miKielieviChy la Ciudad maCha

El cronista llega unos minutos antes de lo previsto a la cita acordada. Córdoba —el hombre que junto a su mujer y su niña cuidan de “el profesor”— abre la puerta y conduce al visitante hasta la gran sala. El sol se filtra por el ventanal que da a calle 1º de Mayo; un singular color amarillo sobresale en la habitación donde centenares de libros están colocados en una biblioteca majestuosa y otros, no tanto, en estantes precarios. Vladimir Carlos Mikielievich está allí, en medio de un desorden gene-ralizado de papeles y objetos útiles, con sus 94 años a cuestas, sentado en una silla, las manos apoyadas sobre un libro abierto, en silencio, mirando en dirección a la abertura de luz.

Córdoba se le acerca y le susurra suavemente al oído que ha llegado el periodista. El anterior había sido Reynaldo Sietecase, hace casi un año. Desde entonces y luego de una polémica por el destino de su archivo personal, el historiador se había llamado a silencio.

A Don Vladimir lo azota el paso del tiempo: oye muy poco —no usa audífonos—, apenas si puede leer, ya no camina, al punto que debe desplazarse en una silla de ruedas por el interior de la casa. Córdoba invita a sentarse frente a él. Se supone que para Mikielievich uno apenas si es una imagen borrosa en movimiento. Pero sorprende al cronista cuando le acerca el grabador. “¿Va a grabar?”, pregunta con su voz frágil.

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Desde hace cincuenta años vive en la misma casa, que compartió con una mujer con la que estuvo “bien casado, pero siempre soltero”, como apunta él. No todo lo que reluce es oro. El polvo se deposita en pilas de diarios que esperan un destino fatal en los escalones que conducen a la planta alta. Allí puede hojearse material invalorable, o toparse con incu-nables como la colección completa de la Revista de historia de Rosario.

—¿Cómo definiría a la ciudad?—¿Despedirla dijo?—No, le pregunté ¿cómo la definiría? —repite, a viva voz, el

cronista.—Ah… Es una ciudad de gente muy noble, que es una forma

de admitir que es una ciudad muy interesante, que cumple sus obligaciones.

—Muchos dicen que es una ciudad “fenicia”.—¿Fenicia? Eso es un cuento chino. No tiene nada de fenicia… —¿Y el “Rosariazo”, por ejemplo, qué fue para usted??—Otro cuento chino, todo fue para jorobar un poco.—Releyendo su biografía, me parece que un hecho significativo en

su vida fue haber trabajado en 1961 en el Archivo de Indias, en Sevilla, donde encontró documentos sobre la fundación del Rosario.

—Me interesaba conocer las actividades de los españo-les. Y ahí encontré antecedentes sobre la historia de Rosa-rio. Eran muchos, estuve bastante tiempito, encontré mucho material.

—Entonces usted lo reivindicó a Pedro Tuella, como el primer historiador que tuvo la aldea en la época colonial.

—Sí, el viejo trabajó bastante.—Y todos esos documentos los volcó luego en lo que sería la Revista

de historia de Rosario.—Por entonces las publicaciones no tenían importancia, eran

parcas…—¿Cómo recuerda a esa Rosario de hace 30 años atrás, cuando usted

decide empezar a publicar sus trabajos de investigación?—Y… ha cambiado. Habría que hablar con un muchacho

como Ielpi (Rafael), que sabe bastante… Perdón, ¿qué está buscando?

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—Estoy revisando las hojas escritas con preguntas para hacerle a usted.

—¿Qué quiere saber..?

Don Vladimir se ha quedado mirando el ventanal otra vez. “La historia de este edificio es lo más interesante que tiene Rosa-rio”, dice y señala con el dedo índice a la construcción con 100 de antigüedad que se levanta enfrente: una escuela técnica que alguna vez fue cárcel.

—A propósito de edificios con valor arquitectónico y patrimonial, ¿sabía que tiraron abajo la Casa Tiscornia, que estaba al lado del Correo, epicentro de la revolución radical de Alem?

—¡No! ¡No sabía nada!—¿Qué sensación le produce que se derrumben casas con historias?—Los que hacen eso son unos animales, gente que no tiene

consideración por la nobleza que puso mucha gente cuando trabajó para esta ciudad… Hay muchos sinvergüenzas que des-truyen los documentos, consideran que no tienen importancia y van a parar a la basura. No tienen cariño por la ciudad. Y pen-sar que yo toda la vida he peleado por la ciudad por distintos motivos.

—¿Qué opinión le merece lo investigado por Juan Álvarez, recono-cido oficialmente como el primer historiador de la ciudad?

—Era chinchudo, severo, lo conocí cuando estaba en la Biblioteca Argentina. Pero había cada sinvergüenza ahí, iban a la biblioteca a robar material.

—¿Cómo quiere que lo recuerde la gente?—Como cualquier cosa… Como un buen vecino. —¿Qué le pediría a la gente?—Que encuentre parte del material que yo he perdido o lo

han vendido…—¿Cuál sería la ciudad ideal?—La nuestra, por supuesto.—¿Alguna vez pensó en vivir en otra ciudad que no fuera Rosario?—¡No! ¡No! ¡No! Siempre Rosario, Rosario, Rosario…

¿Por qué hace señas?

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—Es el fotógrafo que está corriendo las cortinas para que entre un poco más de luz a la sala.

—¿Ustedes son de acá?

Recibe visitas la mayor parte de la semana: desde maestras que

viven en el barrio urgidas por material de la ciudad, hasta cole-gialas que se divierten con las historias de las chicas de Pichincha, profesores universitarios y algunos amigos historiadores que no lo defraudaron. Como en este reportaje, sus frases serán siempre breves para con los que lo escuchan.

—¿Se considera un maestro?—No, no… no.—¿Cuál sería entonces su virtud?—No sabría decirle… En principio no me gusta hacer alarde

de estupideces… me gustaría seguir manteniendo el ritmo que he tenido siempre. Por ejemplo me encamoto… ¿no sé si el término le gusta a usted…? con recibir a la muchachada que necesita tener información de la ciudad…

—Don Vladimir, ¿qué instrucciones le daría a aquellos que se inte-resan por la historia local?

—Que cultiven lo auténticamente nuestro, no busquen mate-rial en otra parte, cultiven lo propio para que tengan cariño por la ciudad, nada más.

—¿Qué consejos les daría a los jóvenes?—Que amen a la ciudad, que la quieran…—Como la quiso usted…—Sí, claro.—No hay que olvidar que en definitiva Rosario lleva nombre

de mujer.—¿Porque se llama Rosario? No, Rosario es Rosario, siempre

fue macha…—Y nadie se olvida de Pichincha…—Cómo no voy a recordarla, he pasado buena parte de mi

existencia allí, si le contara las cosas que se hacían… pero con decencia. Bueno, ¿qué otra cosa quiere preguntar?

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—¿Cómo se imagina la ciudad futura?—Es muy complejo hablar de ella, hay que conocer toda la

ciudad para darse cuenta de que hay distintas calidades de personas.—Dicen que en el 2000 va a volver a funcionar el tranvía acá.—No, no les haga caso.

Entre paredes descascaradas, Mikielievich sopló la vela número 94, el 28 de marzo último. La señora que lo atiende le hizo una torta. Y algunas personas le hicieron llegar felicitacio-nes en esquelas hechas con esmero. Desde hace 40 años percibe una pensión como jubilado municipal que ahora asciende a los 1000 pesos. La vida —dice— lo trató bien, “siempre fui medido”. Recuerda con placer la tierra de sus descendientes: Montenegro, “el país mas viejo de Europa”, pero se había olvidado que desde 1985 ostenta el título de Ciudadano Ilustre de Rosario. “¿Sabe qué pasa? Me olvido de las cosas… ya he finiquitado mi intención de existir”, concluye.

La biblioteca de Mikielievich consta de 20 mil libros, docu-mentos históricos y decenas de fotografías antiguas. Pero lo más importante es su “Diccionario de Rosario”, que armó paciente-mente durante 50 años de vida. Son 53 tomos celosamente colo-cados en un archivador en varios cajones de un armario de oficina. En su momento el Concejo Municipal aprobó la publicación de esta obra monumental inédita.

El propio intendente Hermes Binner y el subsecretario de cultura, Marcelo Romeu se llegaron hasta la casa de Vladimir a principios de 1997 para dejar constancia del interés oficial por publicar sus trabajos además de querer saber el destino que ten-drían los libros de la buena memoria.

Revista Vasto Mundo.Edición de la Municipalidad de Rosario.

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el lumière no Se va

De entrada uno se topa irremediablemente con un patio al aire libre hasta alcanzar la boletería. Hoy por hoy es el único cine de barrio de la ciudad. Está en la zona de Alberdi, en el norte, y se llama Lumière.

Funciona desde 1939 y sus veredas son transitadas diaria-mente por muchachos de la fábrica de café La Virginia, que a pocos metros deja ver una chimenea que sobresale por encima de los techos bajos de las casas del barrio y que larga a toda hora un humo negro y espeso, con aroma particular.

“Mire, por ahora no me quejo, mal no me va, pero si yo fuera el dueño de la sala ya la hubiera vendido”, explica, acaso contra-diciéndose, don Modesto Bou, gerente del Lumière e inquilino. “No hay peligro de cierre”, vuelva a aclarar una tarde de lunes, que ese día de otoño convoca a una decena de espectadores para consuelo de don Modesto.

Bou, sin embargo, se enorgullece de contar con la única sala de barrio de la ciudad y revela que los gastos de mantenimiento son mínimos. Sólo trabajan él —aunque de vez en cuando algún familiar da una mano—, un proyectorista y un acomodador sordo. “Viene gente del centro, pero sigue siendo un cine para la familia del barrio”, explica. Aunque reconoce que ya no es habitual encontrar a los parroquianos que todos los días, en otro tiempo, se daban una vuelta por el cine.

Funciona los días viernes, sábados, domingos y lunes, los precios de las entradas están casi a mitad de precio de una sala de

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centro, no depende de ninguna cadena exhibidora —“es inde-pendiente”, acota— y en general reestrena películas que bajaron de cartel en los últimos meses.

El cronista también tiene sus propios recuerdos del Lumière, por lo que se dispone a violar una regla periodística que impide hablar de uno mismo. Ese cine de Alberdi fue el lugar que le permitió transgredir, con la complicidad de otros pibes del barrio y del anónimo boletero, una regla infranqueable en los cines del centro: entrar a ver películas prohibidas para menores de 18 años.

Don Modesto critica al Instituto Nacional de Cinematogra-fía (INC) por mantener inalterable una resolución que lo obliga a pasar cine nacional cada tres meses. “¿Usted me puede decir qué película voy a pasar con la crisis que hay?”, se pregunta. “¿Qué quieren, que pase mil veces las películas de Sandrini?”

También es duro con las distribuidoras “porque te obligan a comprar un paquete de películas y no te dejan seleccionar las que fueron taquilleras”. E imagina, para los próximos días, poder reestrenar Las cosas del querer, que lleva más de diez semanas en cartel en Rosario.

1 de julio de 1990

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el tiempo detenido

Todos los días se repite la escena. La gente que viene caminando por el cantero central del Boulevard, hacia el río; los automo-vilistas que reducen la velocidad y extienden sus cuerpos hacia la ventanilla del acompañante. Todos miran, como si el tiempo se hubiese detenido en Oroño y Salta. Una valla metálica sos-tiene un cartel que dice ATENCION NO PASAR. La gente se detiene, de día y de noche, se queda en silencio. ¿Qué es el dolor? Sólo hay que ver lo que expresan esos rostros para res-ponder la pregunta que se hacen todos los que están allí. DIOS BENDIGA A CADA UNO DE USTEDES, GRACIAS, señala un afiche en otro sector de la esquina, con un Cristo dibujado, sin destinatarios. Unos metros más adelante, un cartel ence-rrado en un corralito, LITORAL GAS S.A. LIDER EN CALI-DAD DE SERVICIOS. CERRADO POR REFACCIONES, dice el texto escrito en letra cursiva y pegado con cinta en un panel de madera que reemplaza lo que alguna vez fue la puerta de entrada al Banco Macro. GRUPO DE ASISTENCIA PSI-COLOGICA A LOS DAMNIFICADOS. Es un volante del IRDES, la escuela de psicología social de Pichón Riviére Rosa-rio, que se esparce por las veredas. “En un proceso donde el daño sigue aún en curso habilitamos este espacio de sostén, contención, reparación en el bar Malos Conocidos. Oroño y Salta”. GRACIAS ANA JUANA POR TU SOLIDARIDAD. El mensaje, hecho en tela rústica, se extiende entre dos árboles del cantero del Boulevard. Otra pancarta, pintada con letras rojas y fondo blanco, fue colocada en otra valla, en el centro de la calle. Dice: MEMORIA POR LAS VICTIMAS DE CALLE SALTA.

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La playa de estacionamiento del supermercado La Gallega recuperó su función original. Por allí ingresó la Presidenta para ver lo que ahora puede ver cualquiera. La parte trasera de la segunda torre. Lo que queda de ella. Bolsas de consorcio, negras, tapan los espacios donde alguna vez hubo vidrios de ven-tanales. En el piso quinto, en lo que fuera tal vez un dormitorio, cuelga, intacto, un ventilador de techo; en el piso de abajo, una lámpara de luz se resiste a caer, como los aires acondicionados, un colchón, una remera azul, tal vez.

“Ese es el quemado”, dice el hombre, y señala con el dedo índice de su mano derecha hacia el edificio de Salta 2141. Su mujer alza la mirada, a la distancia observa los pisos, sus balcones, negros de hollín, el gris de ausencia de las paredes, trozos de ventanas que no terminan de caer a la calle. Hasta que encuentra lo que buscaba. “María del Carmen vivía en el segundo piso”, dice y como antes lo había hecho su marido, ahora es ella la que extiende su mano izquierda. Su rostro se vuelve melancólico cuando señala el departamento. El hombre la escucha, la acompaña en su recorrido gestual por el edificio quemado un vez más, sus codos están apoyados en el cerco de metal que impide ingresar a la Zona Cero rosarina, donde sólo se escucha el andar de los obreros de la construcción con sus cascos amarillos, los diálogos de arquitectos e ingenieros con planos en sus manos, y de los policías que están de custodia en la esquina de Salta y Oroño.

—Fijate que al de al lado, al de ladrillo visto, no le pasó nada-, dice el hombre, como si estuviera viviendo una reve-lación, en alusión al edificio contiguo de departamentos de la vereda impar.

—No creo que vaya a vivir nadie allí -razona ella.

6 de setiembre de 2013.A un mes de la tragedia de calle Salta.

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Capítulo 3

Escritos sobre música

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Fito Páez:Cuando era piBe tuvo un jardín

En la infancia uno vive. Entonces el recuerdo de esa etapa siempre es maravilloso. Lo dice pensando que hay palabras que lo acom-pañarán para siempre: muerte, amor y locura; los temas de todo el mundo; los clásicos.

El miércoles 13 de marzo de 1963, Margarita Zulema Avalos —pianista, concertista y profesora de álgebra— llegó al Sanatorio Británico de Rosario con una urgencia inocultable: estaba a punto de parir a su primer hijo. Tenía 33 años y esta vez confiaba en que no hubiera complicaciones en el parto. Su deseo era una forma de superar una experiencia difícil que había tenido en un anterior embarazo, cuando parió una beba que nació muerta.

Su cuñado, el obstetra Eduardo Carrizo, la asistió en el parto. Y cuando el vástago pegó el primer alarido, Margarita lo cobijó en su pecho. Llevaría el nombre del padre, Rodolfo. Rodolfo Páez.

El pequeño llegó a una casa llena de sonidos de música clásica, con su madre tocando Brahms y Liszt en el piano de concierto, colocado en el living de Balcarce 861 (el hijo se inclinaría en la adolescencia por autores más audaces, vinculados con lo con-temporáneo: Debussy, Ravel, Varése; se aburriría con Chopin y Mozart; le fascinaban los autores audaces, la locura de la lucidez, la locura que no se apoya en la moral).

El proceso de crianza tendría un corte inesperado. La madre debió convivir con un cáncer de hígado —la familia pensaba en un principio que se trataba de un embarazo más—, y se murió cuando

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el niño tenía apenas ocho meses. De ella, quedan el recuerdo de una foto vestida de blanco tocando el piano; un disco de pasta grabado en una radio. El niño se ubicó en un plano distinto a los demás, lamentaba su ausencia justo cuando había que acceder a la llave para accionar el mundo.

—¿Cómo recordás a tu madre?—Yo creo que ella está todo el tiempo en la manera en cómo

toco el piano. Mi vieja fue la generadora de todo lo que me pasó. Fue la primera ausencia, en el primer sentido de que la cosa no andaba bien y que el mundo ha vivido equivocado.

—También confesaste que una vez encontraste un agujero y por ahí hiciste pasar tu música.

—Siempre me acuerdo de eso. Ese agujero me lo hizo mi vieja. Y eso está en lo que hago.

La muerte de Margarita hizo que el pequeño fuera criado por la abuela paterna, Delia Zulema Ramírez, viuda de Páez, a quien el pequeño bautizaría como “Belia”, la tía abuela Josefa Páez, sol-tera y una suerte de hermana de crianza de aquella, a la que el muchacho llamaría “Pepa”, y su papá, Rodolfo, empleado jerár-quico de la Municipalidad de Rosario. Los cuatro vivirían en la casona de calle Balcarce ubicada en el macrocentro rosarino, a una cuadra de la Jefatura de Policía, a metros de la escuela Normal 2, las facultades de Derecho y Ciencias Agrarias y de la emisora LT 3.

Su padre tenía un cargo administrativo en la comuna. Y el hijo apela a una imagen cinematográfica para completar la escena: una oficina lúgubre, al fondo de un pasillo interminable, luz morte-cina en el ambiente, papeles y carpetas apilados en un escritorio de madera, paredes de un gris opaco. Su padre sentado, leyendo historias, números de legajos. Kafka en su despacho de Rosario, vigilado por el jefe de turno, cuya presencia se esfumaba al ritmo de los cambios políticos en el país: su padre fue testigo de la lle-gada y partida de empleados jerárquicos puestos por el peronismo, la dictadura militar, el radicalismo… Él, su hijo, quiere recordarlo con una exageración: cómo el hombre que sobrevivió a la buro-cracia siendo amo y señor de la Municipalidad.

Hay otras reminiscencias: ese señor alto era, en realidad, un místico, creía en la reencarnación después de la muerte y cuando escapaba de la rutina y se refugiaba en su casa se ponía a escuchar

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los discos de Piazzolla, Stampone, Sinatra, George Gershwin y Duke Ellington. Ellos dos tenían una buena relación, discutían, había idas y vueltas. Cuando llegaba el verano y la familia se que-daba en Rosario —una vez porque el padre no podía trasladarse de lugar al tener enyesada una de sus piernas, otra por falta de dinero— el hijo se resignó y se enclaustró en su pieza de colores deprimentes, escuchando en los auriculares la música de Géne-sis, La Máquina de Hacer Pájaros (Charly García), Luis Alberto Spinetta, Joni Mitchel, el jazz a través del sonido del piano de Bill Evans u Oscar Peterson.

Los Páez eran de clase media con aspiraciones de ascenso social, que nunca se cumplirían, al punto que el niño registraba las diferencias sociales en la ropa que usaban sus compañeros de entonces, y debía conformarse con prendas de Robelito y Casa Tía, las tiendas habituales de los rosarinos de la periferia, negritos, peronistas.

La casona de calle Balcarce 681 ya no es lo que era. Su estilo antiguo, sus dos ventanales mirando a la calle, los pisos de par-qué, el pequeño patio donde se levantaba un árbol, rodeado de cemento y smog, el piano, disimulado entre los muebles viejos… Ya no están más las marcas del tiempo en las paredes, con mensa-jes de amor y solidaridad al ocupante que aparecieron después del horror que se desató en el interior de esa casa chorizo.

“Me crié en un ambiente de órdenes, de ghettos, de cate-cismos, escuelas, familias. Era un monje en la abadía. Cumplir horarios y las pelotas. Llegó un punto en que quise romper eso”.

Como si se tratara de una fatalidad histórica, que desaconseja todo intento por preservar el patrimonio arquitectónico de una ciudad, la casa de calle Balcarce donde creció Fito Páez —como el conventillo donde nació el Negro Olmedo en Pichincha— ha sido sepultada por la ciudad del progreso.

Conocí a Fito en el bar Saudade (que estaba en Santa Fe y Entre Ríos). Y por él, su casa de calle Balcarce. No me acuerdo por qué, pero una tarde toqué timbre en la puerta y me atendió su abuela Delia. Pregunté por el muchacho y la mujer hizo un gesto de cortesía. “Pase, ya viene”, indicó. Me quedé esperando en el pequeño zaguán hasta que llegó otra mujer y me saludó. Era Pepa,

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la tía abuela, las dos mujeres que lo criaron después de la muerte de su mamá a los ocho meses.

—Hola, negro —me dijo el muchacho antes de señalarme el camino.

De esa casa recuerdo una pequeña cocina, un living grande y una de sus habitaciones. Y un jardín, casi oculto, justo donde los edificios tapan el cielo.

Me mostró el piano de su madre, un piano vertical, amagó algunos acordes y sacó un manojo de papeles del cajón de la cómoda. Los guardó en el bolsillo de la campera. No se lo pre-gunté pero supongo que serían bocetos de letras de canciones futuras. Ese día —todos los días— tenía ensayo.

La segunda vez que entré a la casa antigua fue de madrugada. Las mujeres dormían y Fito se internó en busca del piano Yamaha, eléctrico, negro y de patas doradas, flamante y misteriosa compra de su padre.

Que jamás llegó a decirle cómo había hecho para obtener un teclado de esas características cuando el dinero faltaba en el hogar. Me pidió que lo ayudara a mudarlo a metros de allí. Me rogó que fuera prudente. Era demasiado tarde para despertar con torpes ruidos a la familia. Lo sacamos con cuidado y recorrimos dos cuadras a pie. Hasta llegar al edificio de departamentos de Santa Fe casi Oroño.

Adentro esperaban un primo —que vivía con él desde hacía poco tiempo— y el Zapo Aguilera, ex baterista de la primera banda de Juan Baglietto. El departamento estaba vacío. Armó el piano en el living y se puso a cantar una canción de una prostituta que algunos años después cantaría Silvina Garré en su disco “La mañana siguiente”. Cantaba: “No tenés banderas ni religión / sos la calle”.

“Me crié en un ambiente de órdenes, de ghettos, de cate-cismos, escuelas, familias. Era un monje en la abadía. Cumplir horarios y las pelotas. Llegó un punto en que quise romper eso”.

Pero también entraron a esa casa los hermanos. Fue el 6 de noviembre de 1986. Las abuelas fueron gentiles con ellos porque eran chicos del barrio, conocidos de Fito —por entonces en Río de Janeiro—, que frecuentaban el lugar desde aquella primera vez que realizaron trabajos de mantenimiento. Pero la muerte llegó

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un día y arrasó con todo, todo, todo, todo un vendaval y fue un fuerte vendaval. Ríos de sangre rumbo a la desembocadura fúnebre. Un olor penetrante invadiendo las habitaciones. CasaTumbas. La ambigüedad del panteón, los que quedaron en el camino o pueden caer cualquier noche, dicen que ya no soy yo, que estoy más loco que ayer y matan a pobres corazones.

Después de los asesinatos de las muchachas de 1920, después del horror, la casa se llenó de silencio. Hasta que volvió un ejér-cito de arquitectos, albañiles, electricistas, pintores, decorado-res… Ya nada sería igual en la esquina de Balcarce y Santa Fe. No quedan rastros del pasado. Sólo queda por imaginar aquellas madrugadas en que Fito se calzaba los auriculares para menear la cabeza al ritmo de Peter Gabriel o Luis Alberto Spinetta, o cuando tomaba el bombo legüero, a modo de ensayo, ante el adve-nimiento de las fiestas escolares que lo tendrían sobre las tablas del salón de actos. O “el Fito no está” de algunas de ellas cuando atendían el teléfono negro de Entel que no paraba de sonar.

Lo que hay allí ahora es un Centro de Diagnóstico de Alta Complejidad, un baldío hacia San Lorenzo y una peluquería de apellido Burgués. Dos lugares del vecindario, de puertas abiertas para ver el futuro y maquillar la vida. Y no hablar del pasado, oculto tras la piqueta que tiró abajo la casa de planta baja de calle Balcarce 681. Su casa ya no es su casa. Cuando era pibe tuvo un jardín pero se escapó hacia otra ciudad.

Mayo de 1997

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Leandro y Rubén BarbieriloS gatoS del jazz

1

“Me pasás la sal”, pide el saxofonista de jazz, Gato Barbieri, a su hermano Rubén, trompetista, músico de jazz como él, en medio del ruido de utensilios y la música funcional de fondo del hotel de Rosario donde se aloja un mediodía de fines del año 2000. El almuerzo, obvio, se transformó en una increíble historia oral del jazz, en la memoria de los hermanos Barbieri.

—¿Qué pasó con su vida en los últimos 20 años? —pregunta este cronista.

—Y… la cosa común. Se va en un tobogán y después te hacen subir si querés vivir— contesta el Gato en el mediodía del día que vuelve a tocar en un teatro de Rosario, su ciudad. Su voz es casi un susurro y por un momento ha dejado su sombrero de ala ancha a un costado.

—Monk —prosigue— a los 60 años estaba tan cansado de la mente… como no tenía técnica él buscaba… Tum Tum —y simula el sonido pianístico de Thelonious. En ese tiempo, el Gato también se dio cuenta de que algo estaba pasando con su música, no estudiaba, no hacía nada y además sufrió la muerte de Michelle, su esposa y su manager, su corazón se debilitó, le hicieron un triple bypass.

Estuvo 14 años sin grabar un disco. Después sí llegaron Qué pasa (1997) y Che Corazón (1999). Su mirada de los mismos es elocuente: “El primero, que es el más feo, vendió muchísimo;

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el segundo, que es más lindo, no lo difundieron en las radios, resulta que ahora hay unas computers que escuchan como si fue-sen gente, y si es demasiado así (y hace como un gesto despec-tivo) la computer dice ‘no vale’ y no lo pasan nunca a tu disco”.

Por eso, anuncia, no va a grabar más discos. Aunque después se contradice y anuncia su próximo deseo. Quisiera hacer un disco que se llame Complete and Different, quisiera tener al bajista Stanley Clarke, que ya tocó con él, al percusionista Airto Moreira, a sus amigos argentinos, y tocar los temas viejos que nadie conoce y basta. Y si no se va a vivir a Europa. “Lo que tienen los euro-peos es que escuchan jazz y free jazz, vos querés tocar un tema así, hacelo; allá no existe el smooth jazz que toca Kenny G. Hace poco estuvo en un hotel donde sonaba Kenny G. todo el tiempo. El tipo vende millones de discos. (El guitarrista) Pat Metheny hizo una crítica errada, dice, a Kenny G. Cómo puede tocar una cosa que tocó Louis Armstrong se preguntó Metheny. “No, uno puede tocar lo que quiera, ahora que Kenny G. lo haga con el culo es otro problema”, remarca el Gato. Y pone otro ejemplo: “Miles Davis toca My Prince Will Come y es otra cosa, vos no pensás que ese tema es de Walt Disney”.

2

Rubén fue el primer hijo de Vicente Barbieri y Adalcinda Gimello. Nació el 12 de diciembre de 1928 en Rosario. Cuatro años después, el 28 de noviembre de 1932, nacería Leandro. Infancia en barrio Parque, cerca de la cancha de Ñuls. Los her-manos se hicieron hinchas de ese club —como su padre— por la proximidad, por los goles que escuchaban como un eco lejano. El Gato quería ser futbolista pero siguió los pasos de su her-mano mayor: fue enviado por sus padres a estudiar en la escuela del barrio: Infancia Desvalida.

En ninguno de los países en los que estuvo —Japón, Rusia, China, Italia— nunca encontró “una escuela tan divina”. “Ade-lante era una escuela y atrás te daban clases de clarinete, saxo-fón. Un maestro te enseñaba clarinete y el otro tuba, trompeta. De allí salieron muchos buenos músicos”, declaró al diario La Capital.

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La biografía oficial dice que a los 12 años escuchó “Now’s the time”, con Charlie Parker en saxo alto y lo deslumbró. “Te acordás que venían a Rosario los discos en 78 rpm cada 20 días —le recuerda a su hermano, sentado a su lado—. Yo me fui de Rosario a los 12 años y volví a los 14”.

—¿Cómo que te fuiste de Rosario a los 12? —se sorprende Rubén.

—Sí, a los 12 me fui, vos tenías 16. —Mi primer disco que escuché de jazz fue uno de Parker

con (Dizzy) Gillespie, tendría 18 años —señala el Hermano Mayor.

En el ’45, los hermanos Barbieri ya vivían en Buenos Aires. “Yo estoy influenciado por muchos, incluso por Perón que me hizo tocar tangos y chacareras; estaba en una orquesta cuando tenía 17 o 18 años y dijo que debíamos tocar tango y música fol-clórica, así que tuve que aprender”, agrega el Gato con humor.

—Me acuerdo que iba a la casa de un amigo, que me expli-caba las diferencias entre el bop y las frases redondas del jazz clásico —agrega Rubén.

—En vez a mí, el dixieland me cansaba, al igual que la música brasilera vieja. No va… En cambio, Parker y Miles toca-ban un melódico juntos… Se me cayeron los pantalones, se me abrió el techo en una ciudad donde no pasaba tanto.

—Su segunda influencia fue Davis en los cincuenta, ¿no?—En esa época estaban sonando Clifford, Fats, Kenny Dor-

ham, un montón de tipos, pero Miles rompió algo, lentamente. De todas maneras, el Gato tiene su teoría sobre la presencia

de su admirado Coltrane en el grupo de Davis. “Miles preci-saba un choque, ¿entendiste? Cuando Miles toca se abre todo, cuando entra Coltrane es un choque y después entra Miles de nuevo y termina todo…”.

3

—¿Me gustaría conocer cuáles son sus discos de jazz preferidos? —insiste el cronista.

—Es una pregunta muy difícil.—Pero imprescindible.

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— Te puedo dar nombres.—¿De discos?—¡No! Porque el nombre es el disco.—Ok, nombres de músicos entonces.—Ornette (Coleman), Miles, (John) Coltrane, (Charlie)

Parker, Armstrong, Clifford Brown, Fats Navarro…Te acordás Rúben de aquel blanco que tocaba tan bien con Fats…

—(El clarinetista) Howard McGhee.—Howard McGhee. ¡Era un tipo! ¿Quién más me gusta?

(Duke) Ellington, (Stan) Kenton, que hizo su contribución, (Gerry) Mulligan, pero el de los primeros discos, no los que te ponen a Mulligan en una jam session, ¡no viejo!

—El Mulligan de las baladas— agrega el hermano.—Exacto.—¡Lo que es una balada!— remarca el otro Barbieri, entre-

cerrando los ojos.—…con Chet Baker y después el quinteto donde estaba

(Lee) Konitz, ¿te acordás, Rúben? El saxofonista que se hizo estrella con la musicalización de la

película Último tango en Paris dice que los americanos no saben nada de esos músicos de jazz. Y recuerda a la cantante Diana Ross. “No sabía quién era Billie Holiday, se enteró cuando hizo la película (Lady Sings the Blues, en 1972).

—Vos sabés que una vez (el actor norteamericano) Clark Gable, que era un guapo, fue a escucharla a Billie. Había unos tipos que la estaban verdugueando y los cagó a trompadas —inte-rrumpe El Hermano Mayor.

—Bien hecho.

4

Los Barbieri almuerzan con cierta fruición mientras rees-criben la historia del jazz. La entrevista de prensa al Gato se transforma en una larga conversación entre hermanos que ape-nas puede ser interrumpida por el cronista, su amigo músico rosarino, el saxofonista Chivo González y el bajista Adalberto Cevasco, el músico que toca esa noche con el Gato en el teatro El Círculo.

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—Casi todo el mundo coincide en que Kind Of Blue de Miles Davis es el gran disco en la historia del jazz —argumenta el periodista.

—Lo han dicho. Tocan… (silba So What), dicen que es el más…

—Perfecto —acota alguien.—La cosa más…—Redonda… —interrumpe otro.—Aparte tocan blues que no parecen blues. Es la cosa más

summum que hizo Miles. ¡Pero Miles hizo tantas cosas!—Todos los que tocan con Miles, dan algo más. Bill Evans,

por ejemplo, toca con todo. Miles transmitía algo— apunta Rubén.—El tenía siempre los mejores músicos. Philly Joe Jones, Paul

Chambers, Jimmy Cobb, con el que toqué en Milán temas de Gershwin, bastante deprimente, pero vino porque pagaban bien.

—¿Vos leíste la autobiografía de Davis? —pregunta el her-mano trompetista.

—No.—No sé cuánto de macaneo hay pero vamos a suponer que

realmente transcribieron las cosas que se charlaron con el perio-dista. A mí lo que más me impresionó de ese libro, es cuando decide cambiar, después de 20 años estaba como asfixiado. Pero hay que escuchar The Complete Concert (1964). Para eso tenés que bajar las cortinas del living y te tirás para atrás… Ahí está el famoso Yeeaahhh.

—Usted se está refiriendo al concierto en el Philharmonic Hall, el tema donde está el mejor grito de un oyente de jazz en la platea —resume el amigo González.

—Escuchás una cosa que es densa, pero cómo toca “My Funny Valentine”. Es algo impresionante. Pero hay otros solos que me gustan más. Clifford, que también era un tipo barroco, tampoco mentía en nada. Tocaba rápido, hacía cuatro coros y vos escuchás bien todo lo que toca. Era un fenómeno.

—…en el 62 venía Miles a tocar, todos queríamos saber con quién vendría. Y allí estaban Tony Williams, ¡tenía una dimensión!, Ron Carter, Herbie Hancock, todos nuevos. ¡Un concierto, Rúben! Cada vez que lo escucho, siempre encuentro una cosa. Miles nunca tuvo un grupo pelotudo —razona el Gato.

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—Como dice Rúben, están los tipos que quieren demostrar técnica y están los otros, que no demuestran que tocan para ellos y que transmiten la técnica o la no técnica o una nota que está mal, pero siempre divino —ironiza el Gato. Y vuelve a Coltrane: “Tenía melodías muy difíciles —que yo he practicado— pero para él eran naturales. Para mí Coltrane fue un dios”.

—No macaneaba nunca. Igual cuando escuchás una melodía de Johnny Hodges (histórico saxofonista de Elligton)…

—¡Te das cuenta! —No es descriptible, es difícil. ¿Cómo definís la expresión

de (Frank) Sinatra, por ejemplo? A lo mejor hay alguien que pueda entonar mejor —razona Rubén—. ¿Ray Charles tiene buena voz? No sé, puede ser dura pero cuando canta Moon River… ¡es una cosa!

—¿Y Georgia on My Mind? —agrega el Gato, al borde la exclamación.

5

Cuando partió a Europa, el Gato se cruzó con el trompetista Don Cherry.

—Eso ya era un escalón más alto —le remarca el Chivo González.

—Sí, pero el quid de la cuestión es que Cherry tocaba como si fuera un popurrí, en media hora ponía como 20 temas y vos tenías que ser rápido para saber cuál era la nota. El ritmo seguía, se cambiaba el tiempo, fue un éxito ese quinteto en Paris. Recuerda una anécdota que le contó el propio Cherry. De gira por Italia, Don se sumó al grupo de Sonny Rollins. En los con-ciertos se metía en los solos del gran saxofonista, a quien no le gustaba esa situación. Entonces un día Rollins tomó un papel y escribió: “No hagas esto y llámame Maestro”. Y se lo dio en mano a Don Cherry.

—Otro bravo para tocar es B.B.King —dice el Gato. —Vos sabés que de los músicos argentinos me ha impresio-

nado un tipo como Pappo.—¿Quién?

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—Pappo, ¡te toca un blues! Tiene una coherencia formal y una falta de mentira. B.B. King le dio bola y a B.B.King no le podés vender un buzón.

González, el saxofonista rosarino, le pregunta al Gato por el saxo alto Lee Konitz. Sobre la frialdad y la belleza de Konitz.

—Él creó algo pero nunca le dieron bola. —Yo pensé que tenías otra opinión —interrumpe Rubén. —Cuando estaba con Warne Marsh y Lennie Tristano era

increíble pero se rompió. Ahora está subiendo un poco, él ahora hace de maestro, va para Europa, el jazz se hizo más frío, ¿enten-diste? Muchos arreglos. Yo a Konitz lo respeto, no es que me calienta pero vale.

—Konitz era flojo expresivamente, pero desde el punto de vista de la forma me influyó un montón. Pero no tiene nada que ver con lo que expresaban Ben Webster, Parker, Coltrane tocando baladas, o con (el cantante) Johnny Hartman, acompa-ñándolo en “Lush Life”, lleno de acordes y él hace un (imita un sonido suave y lento). Para mí es algo sublime.

—Ese disco con Hartman lo hizo después de que la boquilla se le arruinara un poco. Esos tipos te hacían llorar, yo amo a Red Garland. Es un pianista bárbaro —señala el Gato. Y agrega un comentario, como al pasar: “Un músico que no voy a nombrar fue a ver (al pianista) Bud Powell. Qué aburrido que es, me dijo. Yo le contesté que cualquier músico puede tener un día malo. Lo que hago es ir a escucharlo al otro día y al otro también… Son tipos que marcaron.

—Tocaba a los pedos, era espectacular —remata Rubén.

6

A Rubén le gusta contar anécdotas. Davis, recuerda, decía que nadie podía tocar con la intensidad y rapidez de Chet Baker, pero le preocupaba que le pusieran el diente que le faltaba, el sonido de Chet podía cambiar.

—¿Por qué no te ponés uno movible? —le sugirió Miles.—¿A Chet Baker? —se pregunta el Gato—. Pero sin el diente

soplaba mejor.

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Entonces Chet le contesta que el diente se lo había puesto fijo.—A ver, tocá —le ordenó Davis.Y Chet sopló. No, el sonido no cambió dijo Rubén que dijo

Miles.—Viste que Chet no hablaba ante el público, pero una vez

lo escuché decir: “Nosotros la hemos pasado muy bien, espe-ramos que ustedes también”. Él tocaba para él, los demás no existían… ¿Vos cazaste a Armstrong? —le pregunta el hermano Rubén al hermano Gato.

—Armstrong era especial…—Bix (Beiderbecke) era un fenómeno de la época, cuando

todos tocaban pipiripipí, Armstrong acentuaba en otros luga-res… hacía pipú dadú.

—En ese sentido, hay mucho racismo allá… —teoriza el Gato sobre Estados Unidos—. Ellos siempre pasan (en las radios) negros, negros estúpidos también, nunca vas a escuchar Kenton, Woody Herman, Maynard Ferguson.

De Ellington, el hermano Rubén trae otra cita. Decía que no quería buenas personas en su orquesta sino buenos músicos, bus-caba personalidades. Duke, agrega el Gato, elegía cada solista por la calidad que tenía, él sabía lo que podía hacer cada uno de ellos, como el saxo tenor Paul Gonsalves que “se mandaba 15 coros”.

—Fueron 27 coros en el Festival de Jazz de Newport —corrige González.

—Nos preguntábamos cómo habrá quedado esa boquilla con el chicle que tenía —agrega el Gato.

7

Barbieri, Leandro, recuerda una comparación que se hizo en la televisión norteamericana entre pianistas de principios del mil novecientos. “Eran tipos que iban al piano, lo olían, lo tocaban, ¿entendiste?”.

—De esta conversación surge una cosa que es el centro, es lo humano, sin mentiras, iban hacia algo esencial del hombre —filosofa el Hermano Mayor.

—Se chupaban, se daban… era gente hermosa —agrega el Hermano Menor.

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Y se fueron muriendo casi todos, como señala el Gato, con un dejo de tristeza.

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El periodista intenta volver a su entrevista. —La crítica especializada pone a Joe Lovano y Michael Brecker

como los saxofonistas más interesantes del momento.—A Lovano lo escuché —dice el Gato con cierta solemni-

dad—. Es un poco zapatero…—Jajaja — ríen en la mesa.—Sí, clava mal los clavos.De Brecker apunta: “Clava los clavos perfectos pero yo qui-

siera que algún clavo esté torcido”. Y compara: “Miles le ponía notas a Hancock que no estaban

ahí pero lo hacía de una manera que estaban ahí, increíble”.

9

Los hermanos disparan recuerdos, anécdotas, comentarios, van y vienen por la historia musical, las frases quedan abiertas… cambian de tema.

—Anyway —propone el Gato. Y larga una sentencia sobre Luis Bacalov, compositor argentino nacionalizado italiano, célebre por sus bandas sonoras de Django, El cartero entre otras: “Era tan shifriano (por Lalo Schifrin), decía ‘yo primero quiero ganar guita’, se puso Luis Enrique, hizo millones de discos para filmes, los cheques le caían cada cinco segundos”.

—Los Spaghetti Western eran lindos —interrumpe Rubén. —Después en El Cartero, él hizo la música y ganó el Oscar

que para mí no se lo merecía. Ahora toca jazz y debe ser una cagada. Yo te lo digo —enfatiza el Gato, quien llegó a sacar un disco, Desbandes (1975), junto a Bacalov.

—Siempre decía que el jazz le generaba mucha tensión.—Era un tipo particular, era inteligente, amaba a (Frédéric)

Chopin.—Tenía una formación clásica, una vez me dio una defini-

ción que no me convence pero dice así: “La música clásica es

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la música químicamente pura. No hay la cosa humanística ni romántica ni nada”. Decía que Sinatra, Ray Charles, Gardel, María Callas eran mucho más que buenas voces, eran la con-ciencia del ser.

—Yo no estoy de acuerdo —responde el Gato. Y cuando uno espera una explicación, pone de ejemplo a

Maurice Ravel: “No sé cómo hacía para que tocaran sus obras, ponerlas en papel, reordenarlas… ni hablemos de (Igor) Stra-vinsky, se dice que él marcó el mundo, me emociona porque usa el ritmo, esa cosa avasallante”.

—Los compositores tocando no son buenos intérpretes. Salvo Miles, claro —concluye el Hermano Mayor. Y refuerza su idea con una cita de la cantante Sarah Vaughan: “No hay malos temas, hay malos intérpretes”.

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Rubén le pregunta a Leandro si le gusta la cantante Dinah Washington.

—Vos sabés que siempre la amé.—Tenía una manera de decir…—¿Sabés cómo se murió? Jovencísima. Quería ser flaca,

tomaba píldoras para adelgazar, pero un día chupó y se hizo pelota.

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Cevasco —que ha tocado en un disco histórico del Gato, Chapter One— ha escuchado la larga entrevista prácticamente en silencio. Hasta que se permite hacer una acotación cuando los hermanos se llaman a silencio por un instante.

—Hay un comentario —arranca— que yo les quiero hacer a Rubén y al Gato… Es interminable la lista de músicos que están nombrando y que han dejado un camino espectacular. Ahora, les pregunto, ¿hay en la actualidad alguien que los movilice de esa manera al escucharlos?

—Yo escucho una radio que pasa los últimos discos de jazz… ¡No hay líderes! Más bien parecen cooperativas… “Ché,

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vos hacés esto”. Se necesita alguien que diga “no viejo, así no” (y golpea el Gato suavemente la mesa con su puño derecho), se hacen tantos arreglos con tantas cosas que te quedás así (en silencio).

—Yo he hecho el esfuerzo, pero hay una especie de vacío, lo digo sin mala leche.

—Es como echarse un polvo contra una pared —dice el Gato, más elocuente.

“Entonces, ¿entendiste?”, le dice el Gato al sorprendido cronista. “Estos nuevos músicos parecen pajeros… ¡Dale, viejo, tocá!”, aconseja.

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—¿Algún postre desean los señores? —interrumpe, amable, el mozo en el mediodía rosarino.

—Yo continuaría pero quiero parar un poco —responde el Gato mirando al resto de los comensales.

El periodista apaga el grabador, es el fin de la entrevista. “Sí mejor, así me voy a comprar unas botas al centro”, dice el Gato cuando escucha el sonido del stop.

—¿No querés nada más? —insiste el hermano Rubén.—No, ayer el pantalón me apretaba de una manera… y no

es bueno porque te aprieta el diafragma —el Gato se para, se ajusta el cinturón del pantalón y exclama: “Uh Uh”.

Coda

—¿Vio la película El Perseguidor que se hizo sobre un cuento suyo?

—Sí, la vi en un festival europeo. En esa película me gustó mucho la banda sonora. Entonces yo no sabía que el que tocaba era el Gato Barbieri, porque el Gato no tenía en aquel momento la justa fama que consiguió después. Yo sabía que había dos hermanos Barbieri, que uno había hecho los temas y el otro los había tocado, pero no los conocía. Cuando vi la pelí-cula, la música me impresionó, porque yo me estaba temiendo

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que se hiciese un simple pastiche de Charlie Parker. Puesto que el personaje, en alguna medida, encarnaba a Charlie Parker. Los Barbieri tuvieron la extraordinaria habilidad y la honestidad de hacer una música muy original y que, al mismo tiempo, tenía un estilo. Era un homenaje, pero no un pastiche.

(Entrevista de Hugo Guerrero Marthineitz a Julio Cortázar, en alusión al film de Osías Wilensky, cuya música fue compuesta por Rubén y donde su hermano toca los solos de saxo).

Rubén Barbieri falleció el 17 de marzo de 2006 de un infarto cerebral, tenía 77 años; “murió nuestro Chet Baker”, escribió alguien en Internet a modo de epita-fio; el Gato, con 82 años, pese al corazón débil y una ceguera casi total, sigue tocando y sigue viviendo en su departamento frente al Central Park de Nueva York.

Una primera versión se publicó en el año 2001.

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una Biografía poSiBle del múSiCohoraCio fumero

A Horacio Fumero le gusta definirse como un nómade. Por cir-cunstancias de la vida, él también recorrió un largo camino, desde el día que con 19 años dejó su pueblo natal, Cañada Rosquín, en la provincia de Santa Fe, para ser lo que es hoy, a los 63 años: un contrabajista de jazz de renombre internacional. En su biogra-fía deberá constar que no duda en asumirse como un sideman, un músico acompañante, ese que atesora un pequeño poder, ser el guía del músico solista, del líder.

Cañada Rosquín está ubicada en el centro oeste de la Pro-vincia de Santa Fe, República Argentina, situada a la vera de la RN 34. Dista de Capital Federal 449 km, de Rosario 148 km y de la ciudad capital de la provincia, 128 km. Población: 5.103 habitantes. Allí nació Fumero.

La relación con la música está directamente ligada a la tradi-ción familar. Su abuelo tocaba la guitarra. Al igual que unos tíos, incluso uno de ellos se atrevía con el violín de manera amateur. Su hermano Hugo, el mayor, también era guitarrista, le enseñó los primeros acordes, las primeras enseñanzas. A los 12 años, Horacio se inclinó por el bajo eléctrico en su pueblo natal. El siguiente paso fue armar la primera banda. Se llamaban Los Moscos y uno de sus integrantes era León Gieco. Hacían temas de los Rolling Stones, los Beatles, Spencer Davis Group.

En Cañada había un peluquero, de apellido Petrone, era el único habitante del pueblo que tenía un contrabajo. Horacio se

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enteró y fue a visitarlo a su casa. Quería saber cómo funcionaba ese instrumento que tanto lo intrigaba en su adolescencia.

Lo primero que le enseñó el peluquero de Cañada fue cómo tomarlo al contrabajo. Se agarra así, le dijo, y extendía el brazo izquierdo sobre el puente del contra…

—¿Y las notas, cómo son? —preguntó el joven Fumero.—Pibe, pa´qué querés las notas… —le respondió Petrone. —……Tocalo como el bombo… Pum… Pum…Algunos meses después, alguien se equivocó y llevó al quin-

teto de Astor Piazzolla a El Trébol, un pueblo cercano a Cañada. El contrabajista era Quicho Díaz. Después de verlo tocar, el pibe Fumero exclamó: “Ah, ¡sí que tiene notas!”. Quicho le hizo entender además que el problema no era el instrumento sino el tipo que lo toca.

Descubrió el jazz a través de la radio. En los años sesenta, en el medio de la pampa argentina escuchaba un programa semanal que emitía Radio Universidad del Litoral. Los textos, lo sabría mucho tiempo después, los escribía Juan José Saer. Saer, dice, es la persona que mejor explica su infancia, su primera juventud. “Aunque ya no esté entre nosotros, para mí sigue siendo uno de los más grandes escritores argentinos”, lo recuerda el lector Fumero.

A los 19 años fue su primera partida. Dejó Cañada y se instaló —con su “hermano” León Gieco— en Buenos Aires. El obje-tivo era claro: dedicarse a la música, estudiar (en el Conservato-rio Manuel De Falla) y trabajar en una empresa privada. En esa ciudad descubrió el jazz a través del saxofonista John Coltrane. El disco Crescent fue muy fuerte para él. Se volvió loco con el free jazz. Y como el Che Guevara y el Mayo Francés, esa música también era una bandera para muchos jóvenes de los sesenta.

“Yo navegué el río para atrás, a través de Coltrane llegué a Miles Davis y de ahí para atrás”, explica.

Hubo, claro otros referentes musicales en su vida. Cita al grupo Quinteplus, un quinteto de su maestro el pianista San-tiago Giacobbe y a otro pianista Gustavo Kerestezachi, “muy bueno, que falleció joven”.

La banda sonora original de la película de Bernardo Berto-lucci Último Tango in Paris (1972) le dio al saxofonista argentino

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Gato Barbieri un reconocimiento internacional y lo convirtió en una auténtica estrella. El paso siguiente era la grabación de Chapter One: Latin America. Y para eso decidió viajar a la Argen-tina con el deseo de grabar con músicos del Cono Sur. El Gato le encarga al percusionista Domingo Cura la tarea de armar una banda con elementos folklóricos. Cura recolectó lo mejor del momento, sólo faltaba conseguir un músico que tocara el charango. Y Cura le trasladó el pedido a Kerestezachi. Y éste le trasladó la inquietud a Fumero.

—El Gato está buscando un charanguista para que toque en su nuevo disco, ¿conocés alguno? —le preguntó su amigo Gustavo.

—Sí, yo —respondió, ni lerdo ni perezoso, Horacio. Al otro día tenía cita con el Gato en su suite del Alvear Palace. Fumero llegó con el charango, nervioso a dar la audición, el Gato lo recibió con cortesía.

—A ver, tocá algo, pibe —le ordenó Barbieri. Y el pibe tocó algunos minutos.

—Ya está, dale para adelante —le respondió el Gato. Y le abrió las puertas del mundo.

A cuarenta años de ese disco precursor de latin jazz y World Music, Horacio toca el charango en un par de temas con el nom-bre de Isoca, su seudónimo, que remitía a una plaga de campo. Fue un éxito de ventas para el sello Impulse, con producción de Ed Michel, nada menos que el productor de Coltrane. También participa en Chapter Two. “El Gato era un adelantado. Ese grupo de entonces, con esa mezcla de folklore, jazz coltreneano, sonidos que venían del rock, percusiones increíbles, hoy sería increíble-mente moderno. Tendría tanta vigencia ahora como entonces”, lo recuerda.

En 1973, Fumero quería partir, dejar la Buenos Aires de los malos aires políticos. Y le llegó la invitación del Gato para tocar en el festival de jazz de Montreux, en Suiza. No lo dudó y se subió al avión. “¡Aquello fue una lotería! La verdad es que me considero un hombre con suerte, a quien le ha tocado varias veces la lotería. Pero no aquella a la que la gente le vuelve loca, la del dinero, sino que me ha tocado la lotería musical, la del conocimiento. Y, desde luego, el hecho de poder actuar con

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Gato Barbieri en ese festival fue una de esas loterías a las que me he referido”, contó alguna vez.

Era riesgoso volver al país —tres años después de partir, Argentina estaba bajo control de la dictadura militar, se con-venció y no volvió: decidió hacer el examen de ingreso al Con-servatorio de Música de Ginebra, entró y se quedó seis años, estudiando muy en serio el instrumento, colaborando con la Orquestre a’ Cordes de Lausanne y diversos grupos de jazz de Suiza, y dando clases particulares de guitarra. Además realizó giras por los principales festivales de jazz de Europa (Varsovia, Roma, Paris, Estocolmo, Madrid, Zagreb, Copenhague).

Hasta que se cansó o se aburrió y volvió a partir. Su próximo destino sería Barcelona. “Cuando llegué en 1980 había algunos músicos excepcionales, como (el pianista ciego) Tète Monto-liú, pero en el escalón siguiente había muy poca gente”, dice sobre el pasado. “Actualmente no hay una figura de la talla del Tète, aunque muchos apuntan…, hay una mediana cantidad de músicos de muy buen nivel”, señala sobre el presente del jazz en España, que como en Barcelona, Buenos Aires o Rosario, sigue siendo una música minoritaria y con lugares para tocar, no siempre, en condiciones civilizadas.

El Tète lo convocó a su casa para tomarle una audición. No sólo entró al trío, se quedó 17 años, fueron 17 años de concier-tos, festivales, programas de televisión y grabaciones hasta el fallecimiento en 1997 del pianista. “El Tète era un gran tipo, especial, muy culto, con un humor muy ácido”, lo define. Se toca con el corazón, le enseñó. Nunca hablaban de dinero por actuaciones, en la medida en que Tète más ganaba, más pagaba. Hablaban más de escritores argentinos, Cortázar o Borges, que de música.

Fumero tardó mucho tiempo en grabar su primer disco. Lo hizo, dice, más por propia iniciativa del productor del sello discográfico. Si hubiese sido por él, no lo habría sacado nunca. Entonces pensó en su amigo y lo llamó. Se encontraron direc-tamente en el estudio de grabación. Hicieron “Cinco siglos igual”, León Gieco en voz, casi a capella y detrás la línea del contrabajo. “Fue un gustazo”, recuerda Fumero con ese tono campechano. Hubo otros encuentros. Con actuales pianistas de

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jazz de Argentina. Adrián Iaies (“tenemos mucha conexión”), Ernesto Jodos (“un gran pianista”), Francisco Lo Vuolo (“a los 16 años, ya tocaba muy bien”).

Su trabajo, mayoritariamente, ha sido el de músico acompa-ñante. Le gusta ser un sideman. “Es un lugar maravilloso, crear la base, guiar al solista; el instrumento más poderoso de la orquesta está tus manos”, dice, convencido. Y enumera con qué grandes leyendas del jazz tocó: Freddie Hubbard, Cedar Walton, George Cables, Bobby Hutcherson, Danilo Pérez, Chano Domínguez, Horace Parlan, Johnny Griffin, Joe Newman, Harry “Sweets” Edison, Philip Catherine, Idris Muhammad, Cedar Walton, Sal Nistico, Jerome Richardson, Oliver Jones, Woody Shaw, James Moody y Benny Golson.

El suyo “es un lugar maravilloso” en el escenario, desde allí se guía rítmicamente y armónicamente al solista hacia donde uno quiere… “que puede ser hacia el precipicio, según qué bajista te toca”, aclara y ríe.

Su residencia en Barcelona le ha permitido colaborar con la Orquestra de Cambra del Teatre Lliure de Barcelona, Orquesta Sinfónica de Granada, con músicos de jazz como Lluis Vidal y Albert Bover, Lalo Schiffrin con la Orquesta Ciudad de Bar-celona, los argentinos Iaies y Jodos, el uruguayo José Reinoso además de liderar su propio Jazz Trío. Desde 1999 viene actuado anualmente en las galas que organiza la Sociedad General de Autores Españoles (SGAE) para actuar en los sucesivos concier-tos en memoria de Montoliú. En 2003 el diario “El Mundo” de España le otorgó un premio en reconocimiento a su trayectoria profesional. Ha colaborado en la grabación de más de cincuenta discos con diferentes músicos y es profesor de la Escuela Supe-rior de Música de Catalunya (ESMUC).

—¿Has tenido alguna vez el sentimiento de desarraigo? —le preguntó una vez un periodista español.

—Lo tengo desde que me fui de mi pueblo a Buenos Aires. Creo que todo lo posterior fue menos doloroso —contestó.

Tiene un amigo en Barcelona, que nació cerca de la frontera entre Argentina y Bolivia. “Al hablar de él mismo, dice: ‘Indio entre los europeos y europeo entre los indios’. Creo que esto me define perfectamente”, remarcó.

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El año pasado estuvo tres veces a la Argentina. Y este 2013 lo encontró de vuelta en el país, tocando.

—¿Tenés ganas de volver definitivamente al país? —le pre-guntó este cronista.

—Aunque allá tengo mis trabajos, me gustaría… mis hijos ya están grandes… La puerta nunca la cerré —concluye el hombre que ya lleva 40 años partiendo.

27 de enero de 2013

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Hugo Pierre:¡múSiCa, maeStro!

Nació en Rosario el 2 de junio de 1936. Desde chico le gustaba cantar, acaso para vencer la timidez. Una foto familiar lo recuerda simulando tocar el bandoneón con una lata de aceite de oliva, recostada sobre sus rodillas, para asombro de primas y primos.

Cantaba en la Ameghino, donde hizo la escuela primaria, en fiestas infantiles. Pero su padre se negaba a que estudiara música, arrastrando viejos prejuicios sobre la vida disipada de los “artistas” de entonces.

Una prima, a escondidas de su padre, lo inscribió en la Sociedad Protectora de la Infancia Desvalida, un conservatorio de música, gratuito, por donde también pasó el Gato Barbieri.

Quería estudiar trompeta, pero terminó inscribiéndose, por error, en clarinete. Eso lo supo recién un año después de las cla-ses de teoría y solfeo cuando ese palito negro, de 13 llaves, de origen alemán, de comienzos de siglo XX, llegó a sus manos por primera vez. Y él que esperaba a la trompeta.

En su casa comenzó a tocar boleros y su padre, sorprendido, le dio el espaldarazo que necesitaba para seguir su carrera de cla-rinetista. Obviamente tocó en la banda de la escuela, eran días de uniforme y marchas orgullosas. A los 14 años ya tocaba el saxo tenor en La Panamá Jazz, una orquesta famosa del Rosario de los ´50.

A los 19 años llegó a Buenos Aires, era la época del “jazz remise”, porque en las puertas de las radios esperaban los coches para trasladar a los músicos a otros escenarios. “Tuve pesadillas

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intolerables sobre esa actividad de correr de una actuación a otra y no llegar a tiempo a ninguna”, contó. Se tocaba jazz todos los días. Con Lalo Schiffrin se propuso hacer jazz moderno contra las corrientes tradicionales.

Desde entonces ha recorrido un largo camino: integró orquestas que acompañaron a Nat King Cole; Edith Piaf, Tony Bennett, Roberto Carlos, Julio Iglesias; hizo Porgy and Bess con la Filarmónica de Buenos Aires, ha tocado saxo alto y soprano en la Orquesta Estable del Colón, la Sinfónica Nacional, trabajó 17 años en la orquesta de Canal 13; en 1988 integró La Banda Elástica con Jorge Navarro y Acher con la que ganaron premios y popularidad, formó dúos de saxo y piano y sigue enseñando. Hace algunos años sacó el disco Música, maestros junto al pia-nista Juan Carlos Cirigliano, socio desde entonces en demostrar cómo hay que tocar jazz para gozarlo.

Ahora está de vuelta en su ciudad. Hugo Pierre —de él se trata—, el pibe que quería aprender trompeta.

Publicado en el catálogo del Festival de Jazz,Rosario 2002.

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Chick Corea

return

La primera que vino a Rosario fue en 1997 para dar un con-cierto de solo piano. Cuando llegó al teatro El Círculo a realizar la prueba de sonido sorprendió la presencia de su acompañante: el afinador de los pianos Steinway, un técnico —japonés— que no se desprendía de maleta de herramientas. El pianista tocó el Steinway un rato, se levantó de su butaca y lo llamó a su acompañante con un ademán. Le ordenó que lo desarmara com-pleto y lo volviera a armar. Y el reparador de piano lo hizo. Desarmó las piezas y con una obsesión milimétrica las volvió a unir, regular, para que el maestro tocara un rato después, hace 15 años, ante escasos melómanos.

Pero el pianista siguió con las sorpresas después del concierto. Avisó a los productores que no volvería al hotel. Se iba a quedar tocando el Steinway un tiempo más, solo, sin nadie alrededor, salvo la compañía de algún murciélago que bajaba rasante desde el Paraíso.

La historia del jazz dice que fue pianista del quinteto de Miles Davis entre 1968 y 1970, sucediendo a Herbie Hancock y pre-cediendo a Keith Jarrett, con quienes conforma quizás el trío de pianistas de jazz más influyentes de la era post Bill Evans. Pero, se sabe, toda lista es arbitraria.

* * *

Hace frío en la ciudad pero cuando uno entra al teatro El Círculo hay como un clima templado, se hace más agradable la

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espera del pianista. Cuando aparece en escena, lo hace a pasos lentos, como saltando. Lleva puestos un blujins, una remera azul mangas cortas, una campera deportiva y calza zapatillas depor-tivas. Primera sorpresa. La segunda —la más importante— es la música que toca esa noche para muchísimos rosarinos que col-man plateas y gradas. Toca un tema de Bud Powell —otro genio loco del jazz—, se anima con un tango —dedicado a su madre y a Piazzolla—, reversiona a Jobin, hace temas propios, pasa del Steinway a los teclados —como a principios de los setenta, cuando formó el super grupo Return To Forever, el jazz se hizo fusión y el rock metió la cola—, deja espacio para lucimiento de sus acompañantes, The Vigil, el percusionista venezolano Lui-sito Quinteros, el contrabajista cubano Carlitos del Puerto, el saxofonista inglés Tim Garland y los estadounidenses Marcus Gilmore en batería y Charles Altura en guitarras.

El cierre es con el clásico “Spain”, y la gente, literalmente, explota.

Cuando todo concluye, Chick Corea ordena prender las luces del teatro y recorre con su mirada los distintos pisos desde donde baja una ovación. Corea sonríe, aplaude, se lo ve hones-tamente sorprendido por la reacción del público. Y entonces, parado en medio del escenario junto a sus músicos, busca su teléfono celular en el bolsillo derecho de su blujins para que quede registro de su retorno —para siempre— a Rosario.

28 de agosto de 2014

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Capítulo 4

Hay recuerdos queno se pueden olvidar

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un diSCo verde y amarillo

“¿Acaso no son el verde y el amarillo cada uno de los colores opues-tos de la muerte, el verde, para la resurrección y el amarillo para la descomposición y la decadencia? (Antonin Artaud, París, 1937).

Las mudanzas traen aparejadas distintas consecuencias. Una de ellas, la más repetida en la vida de mi familia, era perder los LP que con tanto esmero y dedicación uno atesoraba en su juventud.

Mi familia tuvo varias mudanzas, lo que implica cierta melancolía. Las cosas de las que hay que desprenderse, olores, amigos, imágenes, pequeños detalles de la vida cotidiana.

Yo perdí muchos discos en las mudanzas, cuando decir dis-cos era decir ElePé, Long Play, comprados en una disquería que funcionaba en la Terminal de Ómnibus cuyo nombre, lamenta-blemente, borró el tiempo.

Toda mudanza, decía, implica un dejo de tristeza pero toda mudanza si es forzada –como perder una casa-, se vuelve trau-mática. De un día para el otro hay que armar los bártulos y par-tir. Cuando nos acomodamos con mis padres y mi hermana en la pequeña casita del Pasaje Masón –donde sobrevivimos como pudimos-, el tocadiscos –salvado por mi viejo Litto- fue a parar, estratégicamente, al minúsculo living abarrotado de muebles, sillones, cuadros, bártulos.

Artaud de Luis Alberto Spinetta (¿o de Pescado Rabioso?) fue uno de los pocos discos que salvé de mi Titanic. También salvé otros discos y gracias a ellos, la música me acompañó siempre. Aún en los peores momentos.

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Un día de otoño decidí abrir la caja con los discos que estaban a salvo. Elegí Artaud, el de la original tapa cuadrada, esa que no entraba en las bateas para desesperación de los jefes de venta de los sellos discográficos. Creo, como a toda una generación roc-kera, que lo primero que me atrajo de ese disco fue la tapa, con esa forma de estrella extraña, surrealista, genialidad de Juan Gatti.

Fui hasta el tocadiscos, una luz roja se prendió y un breve acople dio cuenta de que el pequeño amplificador aún funcio-naba, a pesar de los camiones, las descargas y los empleados que tuvo que padecer.

Saqué el disco con cuidado. Puse el tema 2 y empezó a sonar la voz del Flaco: “Justo que pensaba en vos nena, caí muerto”. Y luego el solo de guitarra cargado de blues y jazz de Spinetta. Y después el riff, esa repetición de notas, insuperable, histórica. “Qué sólo y triste voy a estar en este cemeterio”, se escucha.

Aparece mi viejo en el living y me vuelve a la realidad. —¿Quién toca la guitarra?— me pregunta. Y sin esperar respuesta, agrega: —Toca bien ese, eh. “Cementerio Club” es uno de los temas que siempre está.

El LP no sobrevivió a las mudanzas, se perdió en algún lugar de la ciudad. Pero me queda la pequeña alegría de ver a mis hijos escuchar hoy Artaud que lo tengan entre sus preferidos, en cd, descargado, propio.

“Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor… mañana es mejor”. Es uno de los frag-mentos de letras de canciones del rock más citados y pertenece al tema “Cantata de Puentes Amarillos”. Es un himno.

Y después suena “Bajan”, un rock de los setenta, flaco… la noche se nubla sin fin y además vos… que eres sol … despa-cio también… podés ser la luna… escucho, siento, deliro a mis 20 años. Y el solo de guitarra que se va…

Artaud se convirtió en uno de los mejores discos del rock nacional, su portada fue elegida por músicos y diseñadores gráfica como la más original de todos los tiempos. Yo lo supe mucho tiempo después. Yo entonces era el que espera frente al despertar.

23 de junio de 2013.

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retrato de familia

Amanece. Y llueve. Una voz extraña se escucha en el living de la casa. No es forma de presionarme para levantarme para ir al colegio, pienso, y echo maldiciones a la costumbre de mi padre de despertarse con la radio a todo volumen.

Inclina su cuerpo hasta el parlante de la radio para escuchar con más detenimiento lo que acaba de decir La Voz. Alguien gol-pea a la puerta. Mi madre se sobresalta. Es mi prima, que vive a pocos metros de casa, un poco mayor que yo, que pregunta con candidez: “¡Escucharon lo que dijo la radio!”.

Comunicado Nº 1. Se comunica a la población que a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Firmado: Jorge Rafael Videla, Teniente General, Comandante General del Ejército.

Mis padres decidieron que ni yo ni mi hermanita fuéramos a la escuela. Ella aprovechó y siguió durmiendo un poco más. Y yo, con la valentía de un pibe de 15 años, decidí recorrer el tramo que va desde mi habitación hasta la ventana principal del living. Con lentitud desplegué la cortina cerrada y asomé breve-mente mi cara al exterior. Y vi una calle —que en realidad fueron miles— dominada por el silencio y las ausencias.

Después de que mi viejo partió al trabajo, mi mamá salió de compras por el barrio. Al rato regresó con una blanca palidez en su rostro.

Salí del almacén y me crucé con unos tipos con caras de ase-sinos rondando por la casa de Lucero, tipos con armas largas,

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vestidos con uniformes del Ejército, y vi a su esposa, la Gringa, parada en la puerta, sola… Y me asusté, pensé: “¡los chicos están solos en casa!”. Y pensé qué hago ahora con los libros de Quique, que se los dio a Lito para que se los guardara por un tiempo por-que lo estaban persiguiendo…

Y corrió con su bolso de red sujetado a su mano derecha y en el camino, tropezó y cayó al suelo. Y se lastimó la rodilla y como pudo se levantó y recogió el paquete de fideos, el pan, des-parramados en la acera, para el almuerzo de la familia, y corrió sin importarle la lastimadura, la sangre.

Comunicado Nº 19. Se comunica a la población que la Junta de Comandantes Generales ha resuelto que sea reprimido con la pena de reclusión por tiempo indeterminado el que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare comunicados o imágenes provenien-tes o atribuidas a asociaciones ilícitas o personas o grupos notoriamente dedicados a actividades subversivas o al terrorismo. Será reprimido con reclusión de hasta diez años, el que por cualquier medio difun-diere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes, con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar las actividades de las Fuerzas Armadas, de Seguridad o Policiales.

Papá volvió del trabajo con cara de malos presagios. Mamá le contó: “¡Lo vinieron a buscar a Lucero!”. Y a Carmencita tam-bién, su hija, mi amiga querida. Lucero, el diputado, el chancho, su amigo. Mi viejo se encerró en su habitación y no salió a cenar. Después, después llegó la noche.

24 de marzo de 2006

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el piBe

* Amanece en barrio Sarmiento. Es domingo y el pibe de once años, antes que toda la familia, decide levantarse muy temprano. El cielo se recorta por nubes muy grises y sopla un viento helado. La noche anterior, la madre le ha dejado el desayuno preparado. Y el pibe toma la taza de café con leche de pie, urgentemente, en un costado de la cocina. Mira la hora en el reloj de pared. Se hace tarde. Se cambia. Primero se pone el pantaloncito blanco, después la camiseta a rayas rojas, como la de Estudiantes de La Plata, que con tanto esmero le planchó la vieja, los botines negros de marca ignota, las medias blancas y una campera para amortiguar el frío. Sale a la calle de tierra, mientras sueña con los días de asfalto por venir, recorre sólo dos cuadras, cruza la vía del ferrocarril Mitre y aparece la cancha de Sparta, en toda su inmensidad. Todavía no han llegado ninguno de sus compañeros de equipo ni tampoco el Viejo Distéfano, el técnico, peronista de la primera hora, árbitro de fútbol de La Rosarina y eximio bandoneonista. Entonces el pibe se sienta en un montículo de tierra a esperar, observa las vías del tren que rompen el paisaje desde el terraplén; el silencio que se respira en la villa miseria que rodea al club. Hoy juega Defensores de Marchegiana, el club de su barrio, contra Sparta. Y el pibe espera por el Gran Debut.

* Al vecino de la cuadra todo el mundo lo conocía como Nené. Los pibes hinchas de Central lo adoraban. Era un hom-bre de unos 35 años, en la semana trabajaba en una empresa pública que ya nadie recuerda, y cada 15 días era boletero en

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la vieja cancha de Génova y Cordiviola, cada vez que Central jugaba de local. Un día invitó a uno de ellos a llevarlo a la can-cha. Y éste estalló en éxtasis. Sería su primera vez. El padre le dio el consentimiento y ese domingo, partieron con Nené hacia Arroyito, caminando hasta Nansen, atravesando el parque Alem. El trabajo lo obligaba a Nené a estar temprano en el estadio. Tanto sacrificio tenía su recompensa para el pibe: entraría sin pagar entrada. Debutó viendo la reserva de Central contra la de Huracán, en medio de la soledad de una cancha que comenzaba a poblarse de a poco. Acurrucado en la platea debajo de la tribuna con visera, como recuerda que decían los relatores de radio, el chico se sobresaltó cuando el estadio se transformó en una cal-dera donde todos gritaban por el gol que se hacía desear. Nené le había dicho que no se moviera del lugar donde lo había dejado. Y el pibe, estoico, cumplió con su palabra. Recién a los 15 minutos del segundo tiempo de ese partido para la memoria, después de que el hombre pasara a cobrar su jornal por una oficina perdida del estadio, Nené apareció por la platea, le tocó el hombro, se sentó junto a él y le preguntó: “¿cómo vamos?”.

* De su tío recuerda las maravillosas anécdotas en el cemen-terio de Tenerife, tierra a la que abandonó como polizón oculto en un barco que amarró en el puerto de Rosario, en plena guerra civil española. Pero aun no encuentra una explicación a aquel día en el jardín de la casa de la abuela materna cuando Jesús, el tío, que de fútbol poco sabía, se apareció con una camiseta de Racing a la que el pibe debía rendirle pleitesía futbolera para toda la vida.

* Ya adolescente, su padre —un extraterrestre hincha de Lanús en Rosario— lo llevó a la cancha de Central. Y ocuparon, como corresponde, el sector popular destinado al equipo visitante, detrás del río Paraná. Serían 100 hinchas granates. Su padre sería el único que sacaba chapa de hincha número uno de Lanús en Rosario. El pibe se sentía fuera de ese mundo. Hasta que la realidad lo hizo despertar cuando comenzaron a llover los gases lacrimógenos que la policía disparaba con una maldad sorpren-dente contra esos pobres hinchas venidos de tan lejos. Vio al padre, con desesperación, tomar un pañuelo y extendérselo a él… Se quedaron sentados, con los ojos brillosos, el llanto falso, en la popular de cemento, sin atinar a nada, sin animarse a seguir

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a esos muchachos venidos de tan lejos escapando de la brutalidad policial por un portón, esperando que el humo de los gases se diluyera en el aire rosarino.

* Se hizo de Central la noche que el canaya recibió a Boca. Con su padre llegaron tarde al estadio. Era un partido de noche. Y las tribunas estaban desbordadas de público. Los colores azul y amarillo sobresalían en todas las tribunas. Al padre se le ocurrió ir a la popu de Boca porque había algunos claros en lo alto de la tribuna visitante sobre Génova. El padre dio a entender a los forasteros que impedían el paso que allá arriba había algún fami-liar que los estaban esperando. Su actuación se vio coronada con un gordo inmenso que tuvo la osadía de alzar al pibito y subirlo a través de tantos brazos y manos extrañas y solidarias. Cuando llegó a la cima, cuando alguien cantaba “dale Boca”, el pibe se llamaba a silencio, pero cuando se sentía observado gesticulaba un “dale boca” que nadie escuchaba. Cuando Central hizo el gol, lo gritó con tanta fuerza interior, que hasta su padre, al lado suyo, lo miró como miran los padres que aman a sus hijos.

4 de enero de 2009

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índiCe

Capítulo 1. Fútbol y personajes

Che, canalla ........................................................................................................................ 13Serrat, una de piratas ................................................................................................ 17Operación Kusturica ................................................................................................. 21Roberto Fontanarrosa: “El oficio se aprende copiando” .............. 25Jorge Valdano: “Somos algo más que músculos” ............................... 31Marcelo Bielsa, loco por el fútbol ................................................................. 37Pica ............................................................................................................................................ 41

Capítulo 2: Sucesos rosarinos

Historia del crimen ..................................................................................................... 47El doctor Seineldín no está muy de acuerdocon su hermano coronel ......................................................................................... 51Don Severiano, el hombre del rifle ............................................................. 53Las caras de Masciaro ............................................................................................... 59Mayo del ´89 ..................................................................................................................... 63Vladimir Mikielievich, el último historiador ........................................ 69El Lumière no se va ................................................................................................... 75El tiempo detenido ..................................................................................................... 77

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Capítulo 3: Escritos sobre música

Fito Páez. Cuando era pibe tuvo un jardín ............................................ 81Leandro y Rubén Barbieri. Los Gatos del Jazz ..................................... 87Una biografía posible del músico Horacio Fumero ........................ 99Hugo Pierre. ¡Música, maestro! ...................................................................... 105Chick Corea. Return .................................................................................................. 107

Capítulo 4: Hay recuerdos que no se pueden olvidar

Un disco verde y amarillo .................................................................................. 111Retrato de familia ....................................................................................................... 113El pibe ................................................................................................................................... 115

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