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1 INTRODUCCIÓN A LA SIMBOLICA por FERNANDO TREJOS PARTE Iª Los seres de la creación son la manifestación simbólica de una energía invisible que ellos mismos contienen en su interior. Si observamos el mundo que nos rodea, veremos que la creación entera constituye un código simbólico y armónico, y que todas sus partes, en estrecha relación entre sí, nos muestran una realidad oculta y misteriosa, a la cual únicamente podemos llegar si traspasamos la apariencia formal y penetramos su profundo contenido. Tanto el cielo con sus movimientos estelares y planetarios, como la tierra, sus estaciones, elementos y reinos, y los variados seres que la habitan, hablan al hombre en un lenguaje mágico y universal que la humanidad desde siempre conoció. A través de la contemplación de los símbolos de la naturaleza podemos conocer la realidad sensible; y es por medio de ellos que el ser humano llega a conocerse a sí mismo, en su interioridad, pues estos símbolos tienen la virtud de poder conducir al hombre a la región de lo sobrenatural y suprahumano. Trataremos de estudiar el símbolo desde una perspectiva iniciática y tradicional, siguiendo los lineamientos que han marcado las culturas de la antigüedad, que son las que nos han heredado su profundo significado. Para ello es necesario advertir que no nos proponemos de ninguna manera innovar, ni exponer teorías de carácter personal, sino que por el contrario haremos lo posible por repetir ideas antiguas que ya han sido expresadas por sabios de todos los tiempos, las cuales el mundo moderno pareciera haber olvidado, y que es necesario recordar aquí para que los símbolos a que nos referimos recuperen su primitivo y verdadero sentido que se ha mantenido invariable a través de la historia. Se dice que “el hombre es lo que conoce”, y que todo el conocimiento llega a él a través de símbolos. Las variadas formas de los minerales, las plantas y los animales; los colores, tamaños, sabores y sonidos de las cosas, así como el clima y las mareas, obedecen a leyes naturales dictadas por el Creador a la creación entera, a través de cuya armonía El mismo se expresa a sus criaturas. Y si son simbólicas todas las manifestaciones de la naturaleza, y siendo a partir de ellas mismas que el hombre ha estructurado su existencia, también lo son todas sus creaciones culturales y todos los medios a través de los cuales nos comunicamos los humanos: Las letras y las palabras son símbolos de ideas arquetípicas que en ellas están contenidas; también los números, que manifiestan admirablemente la armonía y la jerarquía del universo en todos sus niveles; la historia, que en forma precisa repite las leyes cíclicas de la naturaleza; y el arte, en todas sus formas, que es siempre expresión simbólica de ideas sutiles inspiradas por las musas al artista. La agricultura, el comercio, la construcción de ciudades, templos, habitaciones, carruajes y naves; la guerra, signo de la lucha entre los contrarios; así como los diversos oficios y cada uno de los utensilios que se usan en su realización, y también los juegos con que los pueblos han ocupado el ocio, fueron siempre considerados como símbolos de una realidad trascendente que el ser humano expresa en uno de los grados de la creación universal. Para la Tradición, el mismo hombre, considerado como un microcosmos, creado “a imagen y semejanza”, es una expresión simbólica del universo macrocósmico; y este ser universal, a su vez, es la manifestación formal de su creador invisible y misterioso. Si podemos ver al hombre como un pequeño cosmos que contiene dentro de sí todas las posibilidades universales, también podremos ver al universo entero como a un hombre grande con el que, justamente a través de ciertos símbolos, podremos identificarnos en sus diversas dimensiones. La Simbólica es la ciencia que ensena al hombre a investigar en los misterios del cosmos y la naturaleza, expresados también en las creaciones unánimes de la cultura, empleando el símbolo como vehículo de autoconocimiento. Para nuestra ciencia por la via simbólica se practica el arte por excelencia: el arte de conocerse a sí mismo. Las tradiciones antiguas, que aún permanecen vivas gracias a las escuelas de iniciación que han transmitido y preservado sus enseñanzas ininterrumpidamente, consideran al símbolo como el vehículo más adecuado de

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INTRODUCCIÓN A LA SIMBOLICApor FERNANDO TREJOS

PARTE IªLos seres de la creación son la manifestación simbólica de una energía invisible que ellos mismos contienen en su interior. Si observamos el mundo que nos rodea, veremos que la creación entera constituye un código simbólico y armónico, y que todas sus partes, en estrecha relación entre sí, nos muestran una realidad oculta y misteriosa, a la cual únicamente podemos llegar si traspasamos la apariencia formal y penetramos su profundo contenido.

Tanto el cielo con sus movimientos estelares y planetarios, como la tierra, sus estaciones, elementos y reinos, y los variados seres que la habitan, hablan al hombre en un lenguaje mágico y universal que la humanidad desde siempre conoció. A través de la contemplación de los símbolos de la naturaleza podemos conocer la realidad sensible; y es por medio de ellos que el ser humano llega a conocerse a sí mismo, en su interioridad, pues estos símbolos tienen la virtud de poder conducir al hombre a la región de lo sobrenatural y suprahumano.

Trataremos de estudiar el símbolo desde una perspectiva iniciática y tradicional, siguiendo los lineamientos que han marcado las culturas de la antigüedad, que son las que nos han heredado su profundo significado. Para ello es necesario advertir que no nos proponemos de ninguna manera innovar, ni exponer teorías de carácter personal, sino que por el contrario haremos lo posible por repetir ideas antiguas que ya han sido expresadas por sabios de todos los tiempos, las cuales el mundo moderno pareciera haber olvidado, y que es necesario recordar aquí para que los símbolos a que nos referimos recuperen su primitivo y verdadero sentido que se ha mantenido invariable a través de la historia.

Se dice que “el hombre es lo que conoce”, y que todo el conocimiento llega a él a través de símbolos. Las variadas formas de los minerales, las plantas y los animales; los colores, tamaños, sabores y sonidos de las cosas, así como el clima y las mareas, obedecen a leyes naturales dictadas por el Creador a la creación entera, a través de cuya armonía El mismo se expresa a sus criaturas.

Y si son simbólicas todas las manifestaciones de la naturaleza, y siendo a partir de ellas mismas que el hombre ha estructurado su existencia, también lo son todas sus creaciones culturales y todos los medios a través de los cuales nos comunicamos los humanos:

Las letras y las palabras son símbolos de ideas arquetípicas que en ellas están contenidas; también los números, que manifiestan admirablemente la armonía y la jerarquía del universo en todos sus niveles; la historia, que en forma precisa repite las leyes cíclicas de la naturaleza; y el arte, en todas sus formas, que es siempre expresión simbólica de ideas sutiles inspiradas por las musas al artista. La agricultura, el comercio, la construcción de ciudades, templos, habitaciones, carruajes y naves; la guerra, signo de la lucha entre los contrarios; así como los diversos oficios y cada uno de los utensilios que se usan en su realización, y también los juegos con que los pueblos han ocupado el ocio, fueron siempre considerados como símbolos de una realidad trascendente que el ser humano expresa en uno de los grados de la creación universal.

Para la Tradición, el mismo hombre, considerado como un microcosmos, creado “a imagen y semejanza”, es una expresión simbólica del universo macrocósmico; y este ser universal, a su vez, es la manifestación formal de su creador invisible y misterioso. Si podemos ver al hombre como un pequeño cosmos que contiene dentro de sí todas las posibilidades universales, también podremos ver al universo entero como a un hombre grande con el que, justamente a través de ciertos símbolos, podremos identificarnos en sus diversas dimensiones. La Simbólica es la ciencia que ensena al hombre a investigar en los misterios del cosmos y la naturaleza, expresados también en las creaciones unánimes de la cultura, empleando el símbolo como vehículo de autoconocimiento. Para nuestra ciencia por la via simbólica se practica el arte por excelencia: el arte de conocerse a sí mismo.

Las tradiciones antiguas, que aún permanecen vivas gracias a las escuelas de iniciación que han transmitido y preservado sus enseñanzas ininterrumpidamente, consideran al símbolo como el vehículo más adecuado de

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expresión de las verdades de orden metafísico, y la Simbólica es la ciencia sagrada que conserva el significado profundo e interno (esotérico) de esos signos misteriosos del universo, de la naturaleza y del ser humano y su cultura. Es necesario sin embargo advertir que la Simbólica sólo podrá ser conocida en toda su profundidad, si estudiamos estos códigos sagrados, no con los métodos analíticos y discursivos de la razón, sino apelando a la intuición superior y al intelecto puro, que son los únicos capaces de producir un conocimiento directo y sintético de las ideas metafísicas que los símbolos contienen. El Símbolo como vehículo de conocimiento y autorrealización Queremos advertir que lo dicho anteriormente no significa en modo alguno que los símbolos constituyan una finalidad en ellos mismos. No. El símbolo es solo un vehículo de expresión y de conocimiento, y ver en él un fin sería caer en las tentaciones de la superstición y de la idolatría, que, no logrando traspasar las apariencias, se quedan apegadas a ellas confundiendo al símbolo con la energía en él simbolizada. Estrictamente hablando, el símbolo no sería necesario para el conocimiento, pues éste podría realizarse de modo directo, sin su intermediación. Pero la verdad es que el hombre tiene una base sensible que es la que se percibe de modo inmediato y a partir de la cual, generalmente, se eleva hacia otras posibilidades de sí mismo. El símbolo toca los sentidos, haciendo posible que lo abstracto, lo metafísico, se concrete de alguna forma; y al mismo tiempo posibilita que el ser humano, partiendo de esta base sensible, establezca una comunicación con otras esferas más sutiles, y con ideas y energías que si no fuera por su mediación muy difícilmente podría experimentar. El símbolo es un instrumento a través del cual las ideas más elevadas descienden al mundo concreto, y a la vez es un vehículo que conduce al hombre, desde su realidad material, hacia su ser verdadero y espiritual.

El símbolo sirve como soporte para la meditación y el pensamiento y por su mediación podemos abrir la conciencia y alcanzar ideas sutiles que él mismo expresa y sugiere a diversos niveles.

Lo Sagrado y lo Profano Nos parece importante, antes de entrar en otros temas relacionados con los símbolos y la Simbólica, distinguir entre dos formas de ver la realidad, que definen dos maneras abismalmente diferentes en que el hombre se concibe a sí mismo y al universo, y que dan lugar por lo tanto a dos modos de expresión simbólica: nos referimos a lo sagrado y lo profano.

Sabemos que en la Antigüedad, tanto entre los llamados “primitivos” como en las altas civilizaciones tradicionales, se consideraba al tiempo, al espacio y a la naturaleza como un verdadero “sacramento”, como una realidad que manifestaba a los sentidos verdades de orden metafísico y espiritual, que permitían a los habitantes de la Tierra conocer dimensiones sutiles que coexisten con el mundo material. Con esta mentalidad mágica y sagrada encaraban la construcción de campamentos o ciudades, tiendas o casas; con esta visión realizaban sus funciones vitales de alimentación, sexualidad y trabajo, y se relacionaban los hombres entre sí, viendo en la vida y en los semejantes sus aspectos más internos, algo que va mucho más allá de la simple apariencia material. Bajo la influencia de esta visión, les fueron revelados a los sabios y artistas determinados ritos y símbolos que dieron lugar a la cultura, de los que participaba todo el pueblo a diversos niveles. Consideraban que estos símbolos les habían sido revelados por los dioses, ángeles o espíritus; a través de ellos establecían conexión con estos seres invisibles y con sus antepasados míticos; para preservar su pureza se los transmitían ritualmente “de boca a oído”, de generación en generación; y tanto los símbolos, como sus significados, eran el más preciado tesoro que les permitía recuperar su verdadero ser.

Sin embargo, inevitablemente, y en razón de las leyes cíclicas, se introdujo en el mundo la visión profana y paulatinamente se fue perdiendo esta dimensión sacra de la realidad. Al principio, esto ocurre como algo excepcional y extraordinario, pero posteriormente, poco a poco, lo profano va desplazando lo sagrado, el conocimiento se reserva a unos pocos “iniciados”, y viéndose atacado por un medio que se va tornando hostil, se ve obligado a ocultarse en el interior de ciertas cavernas, templos, monasterios o logias. Simultáneamente, lo profano va tomando terreno; el hombre común va adquiriendo una visión cada vez más material e insignificante de sí mismo y del mundo; las ciencias y las artes, que en sus orígenes son sagradas, se ven suplantadas por caricaturas profanas, y junto con la filosofía, otrora amiga de la sabiduría metafísica, van tomando rumbos cada día más materialistas y “positivistas”, expresando todas ellas, antes fuentes de luz, ideologías y teorías múltiples y personalizadas más y más alejadas de su propio origen y hoy abismalmente separadas de él.

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Influenciados como estamos, querámoslo o no, por esas corrientes de la filosofía moderna, podríamos estar tentados a ver las cosas y la vida como algo insignificante y absurdo. La Simbólica promueve una reforma total de la mentalidad materialista y procura que todas las cosas y la vida recuperen su verdadera significación, para lo que será necesario un estricto rigor intelectual que nos permita discernir, eliminando la mentira, traspasando la ilusión y penetrando al mundo real en el que todo es aquí, ahora, presente y verdaderamente significativo.

Mientras los símbolos sagrados son exactos y su contenido se encuentra expresado de una manera precisa en las distintas formas que adquieren, los profanos, en cambio, son insignificantes y engañosos, inventados por los hombres para sus fines particulares y personales.

Algunos signos profanos –como los utilizados por las normas que regulan el tránsito de vehículos, por ejemplo–, indican meras convenciones más o menos arbitrarias. Los sagrados existen en la propia naturaleza del hombre y del universo, y son incluso anteriores a ellos.

Los símbolos profanos en general actúan en el psiquismo inferior, y muchas veces pretenden expresar ideas que verdaderamente no contienen. Los sagrados más bien son promotores de la conciencia y tocan los aspectos más profundos y sutiles del ser.

Para comprender la Simbólica en sus más amplias posibilidades, será necesario atravesar el umbral que separa el mundo ordinario de aquel sagrado y verdadero en el que se respira otro tiempo y se experimenta la existencia de un espacio diferente, donde reinan el orden, la unidad y el amor en contraposición al caos y la multiplicidad de la vida profana.

Por razones de las mismas leyes cíclicas, a las que nos referiremos posteriormente, lo sagrado, que aunque oculto se ha mantenido intacto, debe ahora retornar nuevamente a la luz, para ofrecer al hombre una salida del laberinto existencial a que le ha sometido el mundo moderno.

Lo Esotérico y lo Exotérico Hay en todo símbolo dos aspectos opuestos y complementarios que también corresponden a dos enfoques de la realidad: lo esotérico y lo exotérico.

Lo esotérico es lo interno e invisible; la energía que se oculta en su interior; la idea abstracta que el propio símbolo sintetiza y concreta. Se lo ha relacionado también con las fuerzas secretas, misteriosas y milagrosas que los símbolos sagrados contienen, y para poder percibirlo es necesario penetrar y traspasar su apariencia imaginaria y conectar con su esencia invisible. Lo exotérico, en cambio es su parte exterior, el ropaje formal que toma para manifestarse sensiblemente, su cara brillante y luminosa, variable y notoria. Lo primero es cualitativo y sintético; lo segundo cuantitativo y múltiple. Pero ambos aspecto son como las dos caras, oscura y luminosa, de una misma moneda, y, como ocurre con cualquier par de opuestos, es preciso unirlos para que alcancemos su real comprensión.

En el símbolo sagrado el aspecto exotérico no es arbitrario ni casual, sino que por el contrario se dice que tiene que haber una correspondencia entre el símbolo formal y la energía por él simbolizada; pero es importante hace notar que lo esotérico es anterior y jerárquicamente superior, pues es lo que da sentido a lo externo y visible, y lo exotérico siempre le está subordinado.

Un buen ejemplo de la distinción entre lo esotérico y lo exotérico es la relación existente entre el pensamiento y la palabra. Un solo concepto puede expresarse de mucha maneras y en cualquier idioma, sin que por ello varíe esencialmente su contenido. El pensamiento es pues anterior e invisible, y la palabra su expresión formal, múltiple y sensible.

Lo exotérico varía en el tiempo y en el espacio, y de ahí las diferencias formales que observamos entre las distintas civilizaciones y en las diversas épocas en que éstas se manifiestan. Una misma energía puede tomar muchísimos ropajes en los variados órdenes de la existencia, sin que su contenido se altere en modo alguno, pues lo esotérico permanece invariable, en una región más profunda que se halla más allá de los sentidos.

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Si observamos los símbolos exclusivamente desde el punto de vista exotérico, encontraremos variadísimas formas de expresión, podremos ver su multiplicidad, pues un mismo arquetipo puede expresarse de innumerables maneras y a muy diversos grados. Si los estudiáramos desde una perspectiva materialista, positivista y profana, negando su aspecto espiritual y sagrado, que es lo que hace, en general, el pensamiento moderno, podríamos clasificarlos en enciclopedias o exponerlos en museos, pero nunca alcanzaríamos su real conocimiento y comprensión. Pero, si los abordamos desde el punto de vista esotérico, más bien podremos darnos cuenta de la identidad de todas las verdaderas culturas y observar como símbolos y estructuras simbólicas en apariencia diferentes, pueden ser idénticos en su contenido. Lo esotérico nos permite realizar una síntesis que podremos alcanzar mediante las adecuadas relaciones que establezcamos entre los distintos órdenes de la existencia y entre los variados sistemas simbólicos. Esta síntesis nos permitirá una verdadera comprensión y conocimiento de las energías inmanifestadas que detrás de los símbolos se ocultan.

El Símbolo y la Tradición Unánime Hemos dicho que desde la más remota antigüedad el hombre ha utilizado un lenguaje sagrado y simbólico para expresar las verdades más elevadas. Los libros sagrados utilizan parábolas y metáforas, poesías y mitologías, que transmiten una concepción del mundo y del universo, que en sus aspectos esenciales es idéntica en todos los pueblos. Es asombrosa la coincidencia que se puede encontrar entre los símbolos de las distintas culturas que, variando en sus formas son idénticos en esencia, pues todos, de una u otra manera, se refieren a una única y misma verdad; y todos, también, expresan principios inmutables y eternos de los que proceden esencialmente las tradiciones y ciencias y sus representaciones simbólicas. Veamos por ejemplo, citando los libros sagrados más conocidos, como las escrituras de los Vedas, El I Ching del extremo oriente, la Biblia, los Evangelios y el Corán en las tradiciones judía, cristiana y árabe, así como las mitologías egipcia, griega y romana, y también los códices de los indios americanos, etc., se expresan en un lenguaje simbólico, sagrado y ritual, que tiende a mantener un contacto siempre vivo con dimensiones superiores del ser donde residen los arcángeles o arquetipos divinos, que algunos pueblos llaman devas, dioses o espíritus. Las profundas identidades entre las variadas culturas, que se demuestran internamente cuando se logran trascender las diferencias superficiales, han llevado a los más elevados pensadores a plantear la idea de la presencia perenne de una Tradición Primordial y Unánime. A través de una determinada tradición es posible que se logre la conexión con ese Centro original e inmutable del que todas emanan. Pero para que esto pueda ser experimentado, es necesario que la via simbólica nos conduzca a las regiones más interiores, ocultas y secretas del ser; a la realidad metafísica donde se encuentra la suprema identidad de todas esas tradiciones y de nosotros mismos.

La comprensión de un símbolo particular será mucho mayor, cuando lo podamos apreciar en comparación con otro de diferente forma e idéntico contenido. Esto nos hará ir más allá de la apariencia y entrar en contacto con la idea arquetípica o energía divina que él representa.

A través de la Simbólica, tomada como ciencia sagrada, podemos demostrarnos la presencia de esa Gran Tradición Primordial de la que emanan las ideas metafísicas que han iluminado las distintas tradiciones particulares.

El Símbolo Actúa en el Interior de la Conciencia Los símbolos, además, tienen un poder oculto capaz de actuar en el interior del hombre de diferentes maneras y a diversos grados.

Todos hemos experimentado, en uno u otro nivel, cómo la contemplación de la naturaleza es capaz de producir cambios en los estados psicológicos.

Aun los símbolos profanos, como los utilizados en general por la propaganda, ejercen una acción y son capaces de afectar la conducta humana. Un logotipo comercial, por ejemplo, o una frase publicitaria, que sean recibidos en forma reiterada, pueden generar la necesidad subconsciente de consumir un determinado artículo. Esto es sabido por productores y comerciantes, que acuden a las agencias de publicidad para que diseñen los símbolos adecuados que sean capaces de producir estos efectos.

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Y si así ocurre con esas expresiones profanas, que por su propia naturaleza carecen de energías sutiles, imaginemos la acción que podrá ejercer en nuestra interioridad un símbolo sagrado, del que emanan energías espirituales. Él es portador de fuerzas sobrenaturales capaces de transformar el pensamiento, y su acción es perceptible en las esferas más elevadas de nuestro ser.

Pero, para experimentar la acción de ese símbolo sagrado, en toda su fuerza, es preciso asumir una adecuada actitud receptiva que nos permita abrir la mente a su influjo; es primero imprescindible despojarse de los prejuicios y preconceptos que se interponen como un muro entre la energía simbolizada y nuestra conciencia; es necesario también destruir los viejos esquemas aprendidos del mundo profano que impiden el conocimiento directo. Una vez que se haya producido una verdadera vacuidad de la mente, un espacio vacío que permita que las energías sutiles penetren en nuestro interior, será posible que experimentemos la acción despertadora del símbolo y que construyamos nuevos esquemas mentales capaces de conocer lo arquetípico, con lo que finalmente nos identificaremos.

Para que esto ocurra es necesaria una acción y una recepción: que tratemos de penetrar en el interior del símbolo, buscando su esencia invisible y que a la vez permitamos que su energía penetre nuestra propia interioridad y desde allí actúe.

Mucho se comenta hoy día que el hombre únicamente utiliza un pequeño porcentaje de sus potencialidades cerebrales y sensibles; y ni qué decir de las espirituales que casi son totalmente desconocidas, pues se confunde lo espiritual con lo sentimental y lo psicológico, y hasta con lo moral, y estos terminan suplantándolo. Siempre se ha dicho que es posible despertar esas potencialidades dormidas y conocer otras posibilidades de nosotros mismos y variadas dimensiones del ser universal; esta es, precisamente, la tarea que realiza el símbolo sagrado cuando se imprime en nuestro interior: promueve imágenes y visiones, actúa de modo efectivo y posibilita el conocimiento de otros estados de la conciencia y del ser.

Simbolismo e Iniciación Otro aspecto más del símbolo sagrado, en el que la simbólica hace énfasis especial, es su carácter iniciático. La Iniciación ocurre justamente cuando logramos salir de lo amorfo del mundo profano, e ingresamos en el interior del templo o la caverna –nuestra propia interioridad–. Allí comienza un proceso de transmutación interior; el neófito deberá pasar todas las pruebas y trabajos que le sean impuestos a los diversos niveles; conocerá los mitos, los ritos y la cosmogonía, y luego saldrá liberado, totalmente regenerado, por la “sumidad” del cosmos o templo que lo conectará con el mundo verdadero.

Ceremonias que representan la muerte y la resurrección; o rituales como la circuncisión y el bautismo, así como los de pubertad; y también los de ordenación sacerdotal; y muchas veces de regeneración colectiva, son todos ritos de Iniciación en los misterios, cargados de profundo simbolismo, que se han practicado desde que se tiene memoria de la cultura y el hombre.

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Parte 2ª

Queremos referirnos ahora, aunque sea en términos muy generales, a ciertos símbolos fundamentales que por su universalidad nos permiten demostrar las afirmaciones hechas en la primera parte de este artículo.

Los Símbolos Numéricos y Geométricos Todos los pueblos han utilizado números y figuras geométricas para expresar ideas de carácter metafísico. Las tradiciones antiguas ven en ellos símbolos sagrados que además de ser revelados se refieren a principios esenciales. Vehículos ordenadores y sintéticos, a los que siempre se atribuyó una realidad mágico teúrgica.

Si refiriéndonos al simbolismo en general distinguíamos entre los aspectos esotérico y exotérico de toda manifestación, en el caso de los números esta distinción se muestra claramente en sus sentidos cualitativo y cuantitativo. Aunque ordinariamente en el mundo profano únicamente se los ve como cantidades, la Simbólica y la Tradición siempre los entendieron como cualidades del ser. Como portadores de ideas–fuerza y como expresión de arquetipos universales.

Esa mentalidad moderna pareciera estar tentada a creer que el hombre inventó los números para sus fines prácticos y utilitarios con el objeto de contar, calcular y medir cantidades. Pero la antigüedad así no los veía. Los números eran vistos más bien como verdaderas revelaciones; como un lenguaje universal que habla la naturaleza toda, pues todo lo que se expresa en el universo tiene número; o como dice el Evangelio cristiano, “hasta el último de los cabellos está contado.” El hombre no inventa el número cinco, o el diez, por ejemplo, sino que más bien los ve en los dedos de su mano; observa siete seres luminosos en el cielo cuyos movimientos varían de las estrellas fijas; descubre al cuatro observando las cuatro estaciones del año y las numerosas manifestaciones cuaternarias de la creación; cuenta los días que demoran los astros en sus revoluciones, las semanas o meses que tardan las cosechas o los partos, el número de pétalos de las flores, etc., y a partir de esa observación entabla una comunicación con el orden natural, y de conformidad con él organiza su cultura.

La escuela pitagórica, a la que debemos en Occidente muchos de los principios numéricos que hoy manejamos, estableció relaciones precisas entre la matemática, la geometría, la música y la astronomía –todas ciencias fundamentadas en el número–, demostrando así la armonía del universo. Las figuras geométricas son la expresión del número en el plano bidimensional, y su trasposición a tres dimensiones genera el arte de la arquitectura y la construcción, eminentemente simbólico y sagrado; las notas musicales son también números, esta vez actuando en el mundo del sonido, lo que conecta a estos signos con las ideas de armonía y ritmo; y toda la astronomía también basa sus cálculos en números y ritmos armónicos y universales, y se dice que el propio Pitágoras escuchaba la música de las esferas celestes.

Por otra parte, es interesante observar cómo las letras en los idiomas sagrados están también relacionadas con ellos, y recordar que en la Cábala hebrea, por ejemplo, la esencia de los nombres está íntimamente ligada a su número.

La cantidad y la cualidad son dos aspectos también opuestos y complementarios: en la naturaleza toda se observa claramente que conforme las cosas expresan una cualidad superior son a su vez más escasas, y viceversa: los seres más ordinarios abundan en la multiplicidad. Esto da origen a las leyes de la jerarquía –a que nos referiremos en el simbolismo de la escala– y al hecho de que nuestra ciencia atribuya a los números cuantitativamente más pequeños, una superioridad cualitativa.

Como se ha dicho, si desde un punto de vista, el número diez mil, por ejemplo, es diez mil veces mayor que la unidad, desde el otro sería más bien la fragmentación de la unidad en diez mil partes.( 1 ) En la primera perspectiva la unidad estaría contenida en los números mayores; en la otra, es el uno el que contiene en potencia a todos los números que él mismo engendra.

Para nosotros, pues, el número mayor sería el cero, expresión simbólica de la unidad metafísica y el No Ser, del que el uno aritmético o punto geométrico –el Ser único– vendrían a ser su primera manifestación virtual. La numerología tradicional parte de esta Unidad indisoluble, invisible, indivisible e indestructible;

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nos enseña a observar a la progresión numérica y sus significados como atributos múltiples de esa unidad; y nos muestra el camino de la síntesis y del retorno a lo único que es el origen y el destino común de todos los seres.

El Símbolo de la Cruz Una figura geométrica de particular importancia es la de la línea recta, que en sus modalidades horizontal y vertical conforma el símbolo de la cruz, presente también de modo unánime en las tradiciones antiguas.

La línea horizontal representa a la materia y a la tierra, y al estado individual del hombre a partir del cual emprende su realización; el eje vertical se refiere al espíritu y al cielo, y también a las jerarquías del ser universal en sus múltiples grados, que el individuo escala en el camino del conocimiento. La primera nos da una visión del tiempo ordinario y sucesivo que transcurre en una sola dimensión plana y limitada; la segunda expresa al tiempo absoluto y siempre presente y su energía nos conduce hacia otras dimensiones del tiempo y el espacio.

La Rosa y la Cruz.La unión de estas dos líneas genera por una parte el símbolo de la escuadra, y por la otra el de la cruz. La cruz –junto con el cuadrado–, describe precisamente la ley del cuaternario que regula la creación universal. Con ella se simbolizan las cuatro direcciones del espacio con las que se unen simbólicamente las cuatro estaciones o fases del tiempo, pues cuatro son las partes del día, las fases de la luna, las estaciones del año, los períodos de la vida del hombre, y las edades de la humanidad dentro de un ciclo humano de existencia.

En la astronomía se divide al zodíaco, por medio de una cruz, en cuatro partes iguales cuyos extremos señalan a los signos de Capricornio y Cáncer, de Aries y Libra, que marcan los dos solsticios y los dos equinoccios; en él veían los antiguos conceptos temporales e inscribían tanto los ciclos cósmicos como los planetarios, solares (anuales) y diarios. Y también existen antiguas representaciones del zodíaco inscrito en un cuadrado, simbolizando en este caso ideas espaciales a partir de las cuales los antepasados construían sus ciudades y templos a imagen del universo y de la ciudad celeste.

Al Norte la media noche, la luna nueva, el invierno, el nacimiento y la muerte del día, del año y del hombre y de cualquier ciclo del cosmos, la naturaleza o la historia; al Oriente la mañana, el cuarto creciente, la primavera, la infancia, el crecimiento; al Sur, el medio día, la luna llena, el verano, la juventud o apogeo; y al Occidente la tarde, el cuarto menguante, el otoño, la madurez, el principio de la decadencia que será seguido nuevamente por el Norte, la vejez y la muerte, que dará inicio a otro ciclo o a un nuevo nacimiento, el que es representado también como el punto de unión entre las líneas vertical y horizontal, la quintaesencia o centro inmóvil.

Todo esto nos sugiere la idea de que la cruz puede ser vista realizando un movimiento circular o ROTA, lo cual se representa más claramente con el símbolo de la “cruz gamada” o svástika y también con el de la cruz inscrita dentro de una circunferencia, como en el caso del zodíaco mismo. Estando la cruz relacionada también con el espacio, la tierra y la materia, y la circunferencia con el tiempo, el cielo y el espíritu, este último símbolo –visible en todas las culturas– representa la unión perfecta de la escuadra y el compás con la que se realiza la misteriosa cuadratura del círculo o circulatura del cuadrado, donde el tiempo y el espacio pasan a ser un eterno aquí y ahora; donde se produce el matrimonio del cielo con la tierra y la unión indisoluble del espíritu y la materia.

Son numerosísimas las representaciones simbólicas del cuaternario, que no viene al caso describir en un trabajo introductorio; sólo agreguemos que la conocida ley de la Tetraktys pitagórica, que se resume en la fórmula 1 + 2 + 3 + 4 = 10 = 1 + 0 = 1, ó 10 = 1 + 2 + 3 + 4, nos habla de esta unión y también de la relación de la cruz con el símbolo de la rueda, del que entraremos a hablar a continuación.

El Símbolo de la Rueda Se considera a la rueda –o la esfera en la tridimensionalidad– como el signo geométrico más perfecto, y, podríamos decir, el más universal, pues el cosmos entero es considerado como una gran esfera, y esféricos son también los astros que lo habitan y circulares sus movimientos, que en múltiples dimensiones se realizan

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siempre a partir de un centro o eje. De ahí que se encuentre esta figuración representada reiteradamente por todos los pueblos desde épocas prehistóricas.

El centro de la rueda, única imagen posible de la Unidad metafísica e inmanifestada, representa el origen y el destino común de todas las cosas. De él irradia la creación entera y, sin dividirse de modo alguno, habita en el interior de cada una de sus criaturas. Es el Principio único del que todo emana y al que finalmente todo retorna. La imagen de la eternidad en la que todo es presente y simultáneo.

La circunferencia gira alrededor de ese centro invisible e inmóvil, simbolizando a los indefinidos seres manifestados a que el punto central da lugar. En ella sí hay movimiento y multiplicidad, y cada uno de los puntos indefinidos que la conforman son sólo como un reflejo ilusorio del punto central que les dio origen. Y esto es importante de hacer notar: el centro es totalmente independiente de la circunferencia; es anterior y superior a ella. La circunferencia, en cambio, no podría tener ninguna existencia sin ese centro original, pues es secundaria y contingente con respecto a aquél y su propia existencia depende directamente de él.

Sin embargo hay algo que los une estrechamente: los radios o rayos que emanan del centro de la rueda y terminan en la circunferencia. Aunque se los suele representar en número de cuatro, seis, ocho o doce, según los distintos simbolismos a que esto da lugar, estos radios son en multitud indefinida, como lo son los puntos de la circunferencia. Sin embargo desde la perspectiva del centro todos son uno solo, sin distinción alguna.

Desde cierto ángulo de visión puede verse en el centro al cielo, en la circunferencia a la tierra y en el

radio al hombre como intermediario entre lo terrestre y lo celeste. O también: en el centro al espíritu, en la circunferencia al cuerpo y en el radio al alma.

Desde otro punto de vista, se puede ver al centro como el Yo único y verdadero, la esencia espiritual que constituye la identidad más profunda del ser, y a la circunferencia como a los múltiples egos con los que de ordinario solemos identificarnos. El radio será aquí el camino que en virtud de la iniciación recorremos en la búsqueda de ese centro supremo que cada ser individual únicamente puede encontrar en su propia interioridad.

En el signo de la espiral, vemos simbolizado a ese doble movimiento centrífugo y centrípeto que realiza todo ser: de la unidad o centro supremo emanan, por su irradiación, los seres, en los diversos y escalonados grados de la creación. Y desde la manifestación externa, todos ellos han de emprender el camino de retorno hacia lo único y verdadero.

Estos símbolos, incluyen y sintetizan las posibilidades de lo inmanifestado y de la manifestación; de lo inmóvil y el movimiento.

Meditemos por un momento en una frase acuñada por la Tradición que nos dice que al ser único y verdadero se lo puede imaginar –si es que fuera imaginable– como “un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”.

La Escala Otro símbolo fundamental, en algunos aspectos emparentado al de la espiral, es el de la escala, que significa los grados, jerarquías o niveles de la existencia, del conocimiento y de lectura de la realidad.

Dice el Génesis (28-12) que Jacob, cuando huía de su hermano Esaú hacia Mesopotamia, “Tuvo un sueño en el que veía una escala que, apoyándose sobre la tierra, tocaba con la cabeza en los cielos, y que por ella subían y bajaban los ángeles de Dios.”

La escala simboliza la comunicación entre la tierra y el cielo; entre lo material y lo espiritual; y ella permite el doble movimiento ascendente.descendente que perpetuamente realizan las energías de la creación.

Las notas musicales, los colores, los planetas, los metales, y los mismos números, son escalonados. Nos hablan,

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cada cual a su manera, de esos grados del ser que el iniciado en los misterios debe ir ascendiendo durante el camino del Conocimiento.

La escala es un símbolo axial que representa también la expansión gradual de la conciencia, lo que en el Kundalinî Yoga se simboliza con la “apertura” de la flor de loto; de los chakras o centros sutiles de energía donde se alojan nuestras potencialidades.

El Arbol El árbol es otro símbolo del eje que une al cielo con la tierra. El rito de trepar un árbol, practicado desde la más remota antigüedad para significar el pasaje de un mundo a otro, es harto conocido. También el de subir por un poste ritual, que tiene idéntico sentido. Se habla en varias tradiciones del Arbol del Mundo, al que se relaciona también con el signo axial de la cruz.

En general, todo el desarrollo del árbol nos muestra simbólicamente el misterio de la vida y el proceso de la iniciación. Desde la semilla, que indica las posibilidades latentes del ser; su ingreso en las entrañas de la madre tierra, que el adepto a los misterios experimenta cuando se interna en la caverna iniciática; la muerte de esa semilla y su renacimiento hasta que sale a la luz; su crecimiento vertical ascendente; el desarrollo horizontal de sus ramas y follaje, y hasta la generosidad de sus frutos que contienen internamente otra semilla con todas sus potencias, nos hablan del proceso de la transmutación. En la cábala, o tradición hebrea, se simboliza al universo, y también al hombre, como un Arbol de Vida. Este árbol, llamado Sefirótico, está dividido en cuatro mundos, planos o niveles, que van, en su sentido ascendente, de lo más denso y grosero a lo más sutil e invisible. El mundo inferior corresponde a la tierra, a la realidad sensible y material. El segundo plano está relacionado con el psiquismo y las aguas inferiores, con los laberintos de la mente, la ilusión, la imaginación y los sueños. El tercero es aéreo y sutil, y en el residen los arquetipos eternos, las ideas prototípicas puras e inmanifestadas, libres de la limitación de las formas Y el cuarto, que en realidad es el primero, es el mundo increado del que emana toda la creación El espíritu, simbolizado por el fuego, del que nada puede decirse pues es enteramente misterioso.

En algunas figuraciones, el árbol aparece invertido, con las raíces –que representan el Principio– en el cielo, y las ramas y los frutos –signos de la manifestación– en la tierra. Esto es un ejemplo clarísimo de las leyes de la analogía, presentes en todo el simbolismo, que nos hacen ver que, aunque lo de abajo es igual a lo de arriba, la manifestación es como un espejo o reflejo invertido de lo inmanifestado y primordial; y que las cosas podrían ser opuestas según se las mire desde la perspectiva de lo espiritual o de lo material.

El Viaje Todo el recorrido de la iniciación, que supone un descenso a los infiernos y un posterior ascenso atravesando los diversos planos o niveles del ser, es visualizado como un viaje o un peregrinaje en la búsqueda del origen y el destino.

Entre los egipcios, el recorrido que realiza el alma una vez que se libera de su morada terrestre, es representado ritualmente como un viaje de ultratumba, que es lo que se experimenta con el viaje simbólico de la iniciación, cuando se muere al estado profano y comienza el proceso del Conocimiento. El peregrinaje hacia el Centro, hacia la Ciudad Santa, es realizado, como es conocido, por árabes y judíos, y, en general, las aventuras, peligros y peripecias del viaje, nos hablan de los estados por los que pasa el iniciado en el recorrido que emprende, como los héroes mitológicos en sus aventuras, en la búsqueda de sí mismo y de la ciudad celeste, lo que suele representarse además como un recorrido en el que se remonta la corriente de un rio buscando la fuente original.

El Puente El viaje puede también visualizarse como el atravesar el rio de un lado al otro, en cuyo caso cada orilla representa un grado diferente del ser: la una se corresponde con la tierra y la muerte, y la otra con el cielo y la inmortalidad. El puente es, como lo es también el arco iris, el símbolo que une a estas dos márgenes del río, y ambos representan también a las energías celestes y su descenso al mundo terrestre, y a la “alianza” que permite el ascenso, desde la tierra, al cielo.

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La Puerta Asimismo, el “pasaje” de un mundo a otro se representa con el símbolo de la puerta, al que se asocia el de las llaves o claves que la Simbólica proporciona, sin las cuales muy difícilmente ésta puede ser abierta. La puerta del templo es ese umbral a que nos hemos referido que separa al mundo ordinario y profano del espacio sagrado y significativo. También es conocido el simbolismo de las puertas solsticiales visible en los signos zodiacales de Cáncer –llamado “puerta de los hombres”– y de Capricornio –o “puerta de los dioses”–. Se dice que por la primera pasan las almas que no habiendo sido purificadas han de regresar a otro estado del ser, y que por la segunda –que es la “puerta estrecha” del Evangelio cristiano– atraviesan únicamente las energías más sutiles y esenciales de las almas que se han fundido con el espíritu único al completar el ciclo de la transmutación. La Piedra Un símbolo central, que vemos en los altares y lugares sagrados, es el de la piedra. En particular han sido veneradas las piedras “caídas del cielo”, betilos o meteoritos a los que se llamó también “piedras del rayo”; verdaderos soportes de las energías espirituales que descienden del cielo a la tierra y que sirvieron de centro a oráculos y templos.

En el simbolismo constructivo vemos las modalidades de piedra de fundamento, piedra de esquina, ara, y piedra angular. La piedra fundamental, personificada por Pedro en el cristianismo –que es la primera que se coloca al comenzar la obra–, y las cuatro piedras de esquina, son la base del edificio o templo; el ara es el centro del ser, donde habita la divinidad; y la piedra angular es la “clave de bóveda” que, aunque es la última que se pone, significa el Principio por el que todo el edificio cobra sentido, la “sumidad” por la que se pasa de lo cósmico a lo supracósmico, de lo humano a lo divino; esta última es a menudo representada por el diamante, que con sus características de indivisibilidad e indestructibilidad señala a ese Principio único o “piedra filosofal”. Por la vía simbólica de la iniciación, el templo se construye en el interior de uno mismo, y todo el simbolismo constructivo nos enseña también el recorrido que, a partir de nuestra individualidad personalizada, emprendemos hacia la unidad primordial.

Simbólica, Tiempo y Espacio Nuestra ciencia no considera al tiempo y al espacio como uniformes, sino que ve en ellos puntos significativos que se sacralizan de modo especial. Con ese criterio han escogido los pueblos los lugares aptos para la construcción de campamentos, ciudades y templos y para la realización de sus ritos, que se celebran en fechas precisas, establecidas siempre mediante cuidadosos y exactos cálculos astrológicos. La regeneración del tiempo y el espacio, es uno de los objetivos fundamentales de la Simbólica, pues sólo mediante ella podremos conocer esos otros niveles a que nos hemos estado refiriendo, que también pueden ser entendidos como jerárquicas dimensiones espacio.temporales.

Los Mitos Aunque modernamente en el lenguaje ordinario el concepto de “mito” haya pasado a ser como sinónimo de “mentira”, o de algo irreal, esto no era así para la antigüedad, ni por supuesto lo es para la ciencia de la Simbólica, que estudia las mitologías como una forma de conocer el universo y el mundo real.

Todas las sociedades arcaicas y tradicionales tienen su mitología, y consideran a los mitos como parte constitutiva de su historia. Recordemos que, con excepción de los chinos, los antiguos no seguían una cronología histórica, y en general para ellos la única historia verdadera era la de sus dioses, de los que heredaban toda la cultura. La palabra “mito”, de origen griego, tiene la misma raíz lingüística que la palabra “misterio”, y está relacionada con un “tiempo” de otra dimensión, que no transcurre, y con un “espacio” celeste que siempre está aquí, aunque se oculte a los ojos profanos.

Hay muchos grados de lectura de la mitología –como de todo símbolo– que no se excluyen, sino que por el contrario se complementan, por referirse a diferentes grados de la realidad y del ser que coexisten en la verticalidad. El mito une a los dioses con los hombres, pues aquellos simbolizan los estados superiores del hombre, y éstos los estados terrestres de los dioses. Por el mito recordamos nuestro origen no humano y con su auxilio podemos recuperar un “pasado”, que como veremos está también íntimamente relacionado al “futuro”, aunque debemos advertir que en las dimensiones a que el mito se refiere, todo es presente, y por lo tanto está

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ocurriendo ahora, aunque ordinariamente estemos incapacitados para experimentarlo. Para la Simbólica “hoy es el primero y el último día de la creación”; y desde la perspectiva del hombre regenerado, toda la creación universal es perenne y simultánea.

El mito, que siempre es algo “vivo”, es historia verdadera, sagrada y ejemplar; él se expresa de modo poético, toca las fibras más sutiles e internas, y, aunque hoy se lo quiera negar, perdura oculto en el folklore, en las fábulas y en las leyendas y en lo más íntimo de la memoria de los pueblos.

Los Ritos Los ritos son también vehículos despertadores de dimensiones superiores; a través de ellos los hombres se recuerdan a sí mismos, los mitos cobran vida, el mundo se renueva, y el caos se ordena. El sentido etimológico de la palabra “rito”, proveniente del sánscrito, está relacionado con la idea de “orden”, siendo en realidad, todo ritual verdadero, una forma ordenada de representar ideas, y de invocar energías invisibles, que a través del propio rito se transmiten, conservan y vivifican, permitiendo a los que participan de la ceremonia la posibilidad de ordenar el pensamiento, utilizando al cosmos como modelo ejemplar. El rito –como lo dijimos en general del símbolo– es actuante y transmite un influjo espiritual a los que son capaces de abrir su mente y recibirlo. Él promueve la muerte iniciática y el renacimiento del hombre nuevo, es capaz de renovar al mundo entero, y con su auxilio podemos emprender esos viajes interiores hacia nuestro verdadero ser.

Una característica importante del rito es que aumenta su fuerza por la reiteración. Aun hoy día, en muchos pueblos, se repiten ciertos ritos de la más remota antigüedad que en sus aspectos esenciales se mantienen intactos. La repetición ritual de ciertas invocaciones o palabras, posturas, gestos y señales, permite que sus significados y energías se vayan grabando en nuestro corazón y penetren el él, cada vez con mayor claridad.

Pero advirtamos que la reiteración del rito no puede ser una repetición mecánica, como suele suceder a veces con ciertas ceremonias de las religiones exotéricas. Esto lo convertiría en una especie de rutina o de costumbre, y le haría perder su sentido. Por el contrario, cada ritual ha de ser una ceremonia nueva y renovadora, significativa y viva, pues ha de tener la fuerza espiritual suficiente para regenerar al tiempo y a nosotros mismos.

Nuestra ciencia ve en la lectura, la meditación, la contemplación y la oración, un rito íntimo que podemos celebrar constantemente. La Simbólica ve también en el cosmos y la naturaleza un perpetuo ritual, y promueve que recuperemos ese sentido sagrado al que nos hemos estado refiriendo, para que comprendamos que la vida cotidiana, el verdadero trabajo, y los actos de comer, dormir, o hacer el amor, etc., pueden ser vividos como hechos rituales que conforman un verdadero sacramento.

Los Ciclos y los Ritmos Mientras que con una concepción horizontal del tiempo, que es la que se tiene en el mundo ordinario y profano, éste se percibe de modo material y uniforme, su visión circular o cíclica, en cambio, ensancha y universaliza nuestro espacio mental; pero, también podemos percibir al tiempo como una espiral, en la que la circularidad cobra además jerarquización; y hasta verlo desde la perspectiva del centro de la rueda o eje, en cuyo caso todo sería presente y simultáneo.

El universo, la galaxia, el sistema solar, la tierra, las civilizaciones, el hombre, la célula, la molécula y el átomo son un ser vivo en perfecta concatenación y equilibrio, y todos ellos, cada cual en su propia dimensión, viven una existencia cíclica, pues –como dijimos–, tienen un nacimiento, una expansión que llega hasta sus propios límites, un período de contracción y una muerte, que es la que permite el retorno al origen y el nuevo nacimiento. Los hombres de la antigüedad supieron conocer y simbolizar este hecho, y de ahí que nos heredaran todo un conocimiento relativo a los ciclos y los ritmos y a los signos de los tiempos.

Para la tradición hindú, un kalpa constituye el ciclo de vida de un universo que se simboliza como una respiración de Brahma que va, desde el génesis de ese universo, hasta el punto de su máxima expansión en la que “el tiempo se detiene” y comienza el período de contracción y de retorno al origen. Ese kalpa está constituido a su vez por catorce manvántaras, y cada manvántara, es un ciclo humano completo de existencia, como un “día” de la tierra, al que se divide en cuatro yugas o subciclos, idénticos a las cuatro edades de la

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humanidad de que nos hablan los griegos.

Los pueblos de la tierra tienen el recuerdo unánime de un illud tempus o tiempo primordial, de un paraiso perdido o Edad de Oro, el Krita o Satya Yuga de los hindúes, en el que el hombre vivía en perfecta armonía y presencia de Dios, la verdad brillaba para todos, era visible como la montaña, y existía un “estado de gracia” en toda la creación. Fue en este tiempo, en el que el hombre se identificaba con los dioses, que vivieron nuestros antepasados míticos, de los que heredamos los aspectos más elevados de nuestro ser, lo más íntimo y espiritual. Pero, por las mismas leyes de los ciclos, a este tiempo le sucedieron otras edades, más y más restringidas, en las que se fue introduciendo, poco a poco, el rigor en sustitución de la misericordia, los dioses cayeron y la verdad se fue ocultando, cada vez más profundamente, en el interior de la caverna, en el mundo subterráneo. Después de esa Edad de Oro o Satya Yuga, siguió una Edad de Plata o Trêtâ Yuga; luego vino la de Bronce o Dvâpara Yuga; y finalmente la de Hierro o Kali Yuga, que es la que hoy vivimos y que, según todas las tradiciones ortodoxas, está llegando a su fin.

Estamos afirmando, no llevados por teorías personales, sino por datos precisos que nos da la Tradición, que vivimos hoy en una época de transición entre un mundo viejo y un mundo nuevo, y que esta generación será testigo del fin de un ciclo o manvántara, lo que dará lugar a la liberación, al retorno al origen. Esta afirmación no sólo obedece a los cálculos astrológicos, realizados por sabios de muy diferentes tiempos y lugares, sino también a la observación honesta y cuidadosa de los signos de los tiempos que nos ha tocado vivir.

Aunque la realidad externa del mundo moderno, degradada y corrupta, nos haga a veces percibir este fin de ciclo únicamente desde la perspectiva de una degradación y un cataclismo, la Simbólica ve en él una purificación y una buena nueva. A este respecto, queremos mencionar el comienzo de la Égloga IV de Virgilio, que es actual, por referirse exactamente a aquello de lo que estamos hablando:

“Ya llega la postrera edad anunciada por la Sibila de Cumas; los agotados siglos, comienzan de nuevo. Ya vuelven la virgen Astrea y con ella el reino de Saturno; ya desde lo alto de los cielos desciende una nueva raza. Este niño, cuyo nacimiento debe dar fin al siglo del hierro, para dar principio a la edad de oro en el mundo entero, dígnate, ¡oh Lucina! favorecerlo. Ya reina Apolo, tu hermano. Tu consulado ¡oh Polión!, verá nacer este glorioso siglo y los grandes meses emprenderán su carrera, bajo el imperio de tus leyes. Los últimos vestigios de nuestros crímenes, si aún restan, desaparecerán con tu poder y la tierra se verá por fin libre de sus constantes terrores. Este niño recibirá la vida de la de los dioses, verá mezclarse a los héroes con los seres inmortales y todos le verán a él compartiendo con ellos los honores, y regirá el orbe, pacificado por las grandes virtudes de su padre.”

Este “advenimiento”, que supone obviamente una transmutación total de la conciencia, y que es comprensible con el estudio de los ciclos y los ritmos temporales, es también representado como la llegada de la “Jerusalén Celeste”, a la que se simboliza con un cubo y a la que se ve como una “Ciudad” o espacio regenerado. Se trata del retorno a nuestra verdadera morada celestial, de la que sólo habíamos salido en nuestros sueños, v el despertar y la reintegración del estado primordial en él que el tiempo y el espacio se funden indisolublemente.

Conclusión Hemos hecho un esfuerzo de síntesis, para expresar en términos muy generales conceptos e ideas que estamos seguros necesitan de una explicación más amplia y profunda para poder ser comprendidos a cabalidad, y esperamos haber podido dar una noción más o menos clara del modo como encaramos a los símbolos y la simbólica. Nada más queremos insistir en la necesidad de enfrentar estos temas con el corazón y no con el cerebro, pues la manía racionalista a que nos ha sometido la mentalidad moderna, podría ser un obstáculo infranqueable en nuestro intento por conocer el misterioso significado de los símbolos, lo que únicamente lograremos por medio de la intuición intelectual que es la que puede lograr que a través de ellos se produzca una verdadera experiencia espiritual.

NOTA 1 Cf. González, Federico. La Rueda, Una Imagen Simbólica del Cosmos, Editorial SYMBOLOS, Barcelona, 1986. (R)

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SIMBÓLICA Y METAFÍSICApor

JOSE ANTONIO ANTON

Habitualmente se considera la metafísica como aquel saber cuyo ámbito ocupa todo lo relativo a las categorías supremas del Ser, esto es, a lo inteligible: hablando en términos platónicos, la metafísica tiene por objeto el tópos noetós, el mundo de las ideas. Frente a esto se coloca el ámbito de lo material y sensible, el tópos horatós.

El tópos noetós o mundo eidético representa lo intelegible, espiritual, lo que no cambia, lo idéntico a sí mismo, lo que verdaderamente es: todo ello es el ámbito de la metafísica. Por el contrario, el tópos horatós representa lo material, lo sensible, lo que pasa y cambia, lo mundano.

Esta división instauraba en la realidad un dualismo por el que se establecía una separación radical (jorismós) entre aquel mundo inteligible e inmutable y nuestro mundo perecedero. La consecuencia de esto va a ser el surgimiento de una ontología esquizofrénica que escinde a la realidad y con ella a la propia conciencia humana. Esta escisión la vemos reflejada en esa serie de dicotomías que dominan, condicionan y determinan el desenvolvimiento de nuestra cultura. Así: espíritu-materia, inteligible-sensible, alma-cuerpo, cielo-tierra...

En el aspecto concreto de los sistemas filosóficos este dualismo aparece en corrientes que ellas mismas se establecen polarmente antagonistas. Las tendencias que afirman la metafísica en su sentido más genuino, que es el platónico, vienen a ser los idealismos y racionalismos; por el contrario, las tendencias que afirman lo sensible, abocan a los empirismos y materialismos. En ambos casos un monismo parece ser la resultante: un monismo espiritualista si se absolutiza el ámbito de lo inteligible, anulando lo sensible; un monismo materialista si se absolutiza lo sensible, anulando lo espiritual.

Pero ahora de lo que se trata es de afirmar los dos ámbitos, de no perder la riqueza ontológica de la totalidad de lo existente, de no emascular la realidad. Se trata sobre todo de que el hombre mismo no se encuentre escindido ni sometido a ontologías esquizofrénicas. Por eso, frente a las concepciones que de una u otra manera dividen lo real, se alzan las concepciones que intentan colocar una mediación ontológica entre lo inteligible y lo sensible, entre lo espiritual y lo material, entre el cielo y la tierra. En definitiva, las concepciones que intentan suprimir el abismo o jorismós entre el tópos noetós y tópos horatós. Nos estamos refiriendo a las concepciones propias de una metafísica de lo simbólico. Lo simbólico es lo mediador por excelencia, lo que religa el ámbito inteligible con el ámbito sensible. Y por eso a este ámbito de lo simbólico se le llama en la nomenclatura neoplatónica y gnóstica mezorios, mesotés, horos, esto es, siempre lo que está en medio, lo que es límite entre lo uno y otro. 0 como dice un filósofo islámico-persa en la más feliz de las definiciones: “donde se espiritualizan los cuerpos y donde se corporalizan los espíritus”.

En efecto, el ámbito de lo simbólico es la región del Ser que sirve de mediación, de religación y de puente entre lo de arriba y lo de abajo; es lo que permite que lo inteligible acceda hasta lo material y sensible, y a la inversa, que lo material y sensible participe de lo inteligible. Y en el caso del hombre, lo simbólico es su ámbito específico. Pues él mismo, el hombre, es lo simbólico por excelencia, ya que no es ni pura espiritualidad ni pura sensibilidad.

Las filosofías que han encontrado en el ámbito mediador de lo simbólico una salida a la ‘metafísica’ de la escisión y el dualismo, han denominado a esta región mediadora Alma del Mundo, pues el concepto de Alma del Mundo supone una representación, una corporalización, una formalización de los contenidos noéticos e intelectuales (las ideas platónicas), de tal manera que esa Alma del Mundo imagina, esto es, produce imágenes, que son aquellas abstracciones categoriales que así se incorporan al ámbito de lo sensible. En definitiva, lo simbólico permite que el mundo de arriba se haga presente en el mundo de abajo, y que éste a su vez acceda al otro superior. Esa es la misión ontológica de la noción de Alma de Mundo, la cual recoge, como hemos visto, los sentidos de mundo simbólico, de mundo de las imágenes, es decir, del ámbito de la Imaginación. Y aquí imaginar no es sinónimo de fantasear, sino de producir una

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imagen, un símbolo, que va a representar una idea para así corporalizarla y epifanizarla. La metafísica de lo simbólico es la metafísica del aparecer del Ser, no en abstracto, sino concretado, con una forma, con una imagen, a la vez sensible e inteligible, simbolizado en una palabra. Significativamente, el Alma del Mundo en la Edad Media adquiere el carácter de Entendimiento Agente y éste también recibe el nombre de dator formarum, el dador de formas, el que dona lo inteligible a nuestro mundo sensible; una vez más, el que sirve de mediación entre lo uno y lo otro.

Como decíamos, el ámbito simbólico es la región específicamente humana porque en ella se experimentan las nociones y categorías metafísicas de una manera representativa e imaginal (simbólica, precisamente); y por otro lado el mundo de lo sensible se transforma y metamorfosea en su dimensión espiritual: no somos ni puro espíritu ni pura materia, no habitamos conceptos sino imágenes. La vivencia de lo simbólico salva así la escisión entre cuerpo y espíritu, entre intelección y sensibilidad.

El símbolo es presencia de lo inteligible en lo sensible y elevación de lo sensible hasta su arquetipo o contenido inteligible; interpretar un símbolo es desvelar ese contenido y elevar el soporte sensible hasta su idea o arquetipo, Las características de la metafísica de lo simbólico se dibujan de forma opuesta a las de la metafísica de lo noético. Lo simbólico es, pues, lo nombrable, lo personalizable, lo determinable, lo concreto, lo figurativo. El símbolo traduce, interpreta y representa lo espiritual en función de una conciencia; por tanto, el símbolo es un elemento funcional, no dogmático, y en relación siempre a una persona, que es quien lo vive y experimenta (esto es, lo interpreta). En toda la dimensión simbólica un factor decisivo es la conciencia que asume y cumple el contenido simbólico: hay un símbolo para cada conciencia. De aquí se derivan todos los componentes propios de una ontología de lo simbólico: la hermenéutica espiritual o asunción del contenido simbólico, la temporalidad de la conciencia que interpreta el símbolo en cuestión, la variada imaginería simbólica, es decir, las formas que se epifanizan en el ámbito de lo simbólico representando el ámbito metafísico superior (ángeles, emblemas, nombres, etc.). Esos nombres o atributos divinos (las teofanías) expresados simbólicamente, son dichos y manifestados en nosotros y para nosotros, por lo que podemos afirmar que el escenario de la manifestación simbólica es la subjetividad. Esto no quiere decir, desde luego, que el evento simbólico sea irreal o desprovisto de sustancialidad; esto quiere decir que el ámbito de lo simbólico sólo tiene sentido si se desenvuelve en y para una conciencia, pues es en función de ella la constitución de su especificidad. Repitamos de nuevo que la metafísica de lo simbólico, frente a la metafísica abstracta y frente a las ontologías materialistas, es siempre una metafísica personalizadora y personal ella misma.

Un último aspecto vamos a reseñar en esta breve aproximación a temática tan amplísima. De entre las muchas dicotomías que establecía la dualidad entre tópos noetós y tópos horatós, existe una que ha tenido, y tiene, graves consecuencias. Nos referimos a la dualidad dada entre razón e historia. La razón sería el objeto propio de la metafísica, el ámbito del conocimiento intelectual y verdadero; por el contrario, la historia entra dentro de lo cambiante y variable, aunque naturalmente también este ámbito tenga su verdad y su conocimiento (si bien de un carácter distinto al metafísico). El establecimiento de estas dos regiones de la verdad (la verdad metafísica y la verdad histórica), hace que cualquier cosa que no caiga bajo el dominio de estos dos ámbitos sea considerada superflua o falaz. Tenemos entonces dos nuevas dualidades: las que oponen tanto a la razón como a la historia todo aquello que no caiga bajo el ámbito o dominio de ambas. Es decir, todo lo que no es historia (ámbito de lo sensible) o razón (ámbito de lo inteligible) es falso, se lo relega bajo la categoría de mito. Pero justamente aquí vuelve a intervenir la mediación del mundo simbólico. Para la ontología de lo simbólico no sólo existen la verdad inteligible o la verdad histórica; hay también una zona mediadora, como hemos visto, que no es ni el mundo de las ideas inteligibles ni el mundo de los eventos históricos. Hay una zona o ámbito metafísico que es el de los sucesos del alma (y volvemos a recordar que el Alma del Mundo es la mediación ontológica por excelencia). Esos sucesos del alma son las vivencias de lo simbólico, la interpretación de los símbolos epifanizados en la conciencia. Esos sucesos son los que nos narran los relatos visionarios, las dramaturgias sagradas, los viajes iniciáticos; en definitiva, en este mundo intermedio de lo simbólico es donde hay que ubicar todas las vivencias de la conciencia religiosa, los eventos y las instancias que nos describen tales experiencias. Todas esas experiencias y sucesos no son una verdad histórica, tampoco son verdades metafísico-racionales; pero no quiere decir esto que se reduzcan a ‘mito’, en el sentido de pura invención fantástica. Son experiencias y sucesos reales y verdaderos, sólo que su verdad y su realidad son

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de una índole diferente a las verdades y realidades de la metafísica y de la historia. Aquellas experiencias y sucesos se dan en el alma, en el mundo de lo simbólico, allí donde se fenomeniza el sentido y aparece representado en formas e imágenes.

La razón metafísica nos habla de verdades inmutables; la historia nos habla de verdades que pasan; el ámbito de lo simbólico nos habla de verdades que suceden también, pero no en un proceso cronológico y perecedero sino en el escenario de cada alma que vuelve a experimentar un símbolo sagrado. Cada vez que una conciencia actualiza e interpreta un símbolo, se da una epifanía de sentido y vuelve a suceder el evento simbolizado, no en la historia sino en el alma. Esto es, en el ámbito mediador de lo simbólico.

Una vez más, la región ontológica del símbolo, se nos muestra como la superadora de una dualidad a la postre reductora y esquizofrénica, y al mismo tiempo concilia los polos de la dicotomía. Pues no se niega ni la verdad de la metafísica racional ni la verdad del acontecer histórico. Se dice sólo que lo que atañe más profundamente al alma humana, lo que responde a la especificidad del ser humano, no es ni lo uno ni lo otro; pues el alma es vivencia de símbolos, éstos son el tiempo y el espacio de ella misma. Entre el ámbito de lo simbólico y el alma que lo vive existe una correlación, de tal manera que hay una metafísica también específica: la metafísica de lo simbólico que es asimismo la metafísica del alma.

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SIMBOLICA DE LAS ARTES LIBERALESpor

JOSE MANUEL RIO

Hemos escogido hablar de las artes liberales porque constituyen una oportunidad de tratar de una visión económica de la cosmogonía y de mostrar o hacer un viaje a través de lo que esa cosmogonía está revelando, aunque sea mediante un leve esbozo, que quiere ser lo más sintético posible, de lo que podría decirse al respecto.

Como todas las artes y ciencias de origen tradicional han servido de vehículo de expresión y de enseñanza para verdades de un orden superior al de su propia literalidad y ese fue también el caso en la Edad Media y principio del Renacimiento. Queremos decir que no sólo estuvieron al servicio de una teología como hoy se la entiende, sino de algo de orden más profundo, donde se da la verdadera unidad de las formas tradicionales, la metafísica, pudiendo servir así de soporte o de auxilio en la realización iniciática.

Para ello las pondremos en relación con el Arbol de la Vida cabalístico, pues éste es un modelo completo y universal que incluye no sólo una ontología y una cosmología sino también una metafísica.

Si el punto de vista metafísico es el único libre de relatividades y hay que considerarlo en sí mismo como inefable por la simultaneidad de aspectos que concurre y se solucionan en él, el punto de vista cosmológico es susceptible de mostrar distintas facetas según el aspecto que se considere, lo cual da lugar también al arte o la ciencia correspondiente que aparece como vía de unión o de rescate de ese aspecto en lo universal.

En las tradiciones de los distintos pueblos se remite el origen de las artes y ciencias a un dios o héroe civilizador, comunicador e intermediario entre lo celeste y lo terrestre, que genera el desarrollo de su cultura al vivificar el mito y comunicar una enseñanza ejemplar.

Se dice que el hombre primordial poseía en sí el conocimiento de todas las artes y oficios pero que éstos no estaban diferenciados para él, en quien el cosmos y la deidad eran uno. Será en estados posteriores e históricos, que corresponden a un distanciamiento del centro primigenio, donde esas artes y ciencias se desarrollen y plasmen según una economía espiritual que equilibra esa pérdida y que es la misma que ha coagulado las distintas formas tradicionales que, en tanto que reveladoras y adaptándose a las características de los pueblos que las encarnan, les dan su identidad particular y universal.

Es el discurso de la existencia lo que ellas sintetizan y ordenan pues en cuanto son lo que deben ser, ofrecen de él un modelo simbólico, que lo revela.

Desde este punto de vista, considerar que estas artes tienen su fin en sí mismas sería una forma de idolatría o de superstición, donde de nuevo lo literal o lo relativo sería el límite en el que se detiene la comprensión, constituyéndose entonces en un obstáculo, en un estorbo probablemente pesado e innecesario en lugar de revelar una realidad anterior a ellas. Es cuando se hacen insignificantes cuando pueden progreder ya sólo en un sentido externo y cuantitativo y así ha llegado a darse el mundo moderno, distraído hace tiempo de sus posibilidades internas, a las que debería atender para poder salir de su letargo pues son las únicas que cuentan desde el punto de vista espiritual y sin ellas su gesto no será sino un perderse en lo múltiple. Pero tal vez sea esto mucho esperar de un mundo que cree que su origen está en el sueño y que lo mayor es un futuro cuantitativo.

Podría decirse que las artes tradicionales son una sola que se expresa de maneras diferentes según sea su soporte simbólico, y que se presentan como los vehículos a través de los cuales se expresa una misma Doctrina o Enseñanza, de orden trans–histórico, tal cual la verdadera esencia del cosmos y del hombre, a los cuales vincula en una realidad que los trasciende. Si el cosmos manifiesto no es sino un vehículo de revelación, él mismo es para ser trascendido.

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Para los pueblos tradicionales las obras de arte no eran distintas de su utilidad cotidiana y se constituían en la expresión y el soporte de su conocimiento del cosmos, al que no se consideraban ajenos. Y su cultura no era algo diferente de su existencia, con lo cual podían identificarse plenamente con ella, siendo también símbolos vivos y actuantes. Es sólo para un pueblo que se maneja con los restos más o menos lejanos de lo que un día fue su Arte y que ha olvidado o distorsionado los principios que lo informaban, que la cultura se ha convertido en algo que se posee o se adquiere y con lo que generalmente se carga, constituyendo un “bagaje” que apenas sirve para ganarse el pan en un medio dominado por intereses puramente cuantitativos, que se empeñan en no dejar escapar a nadie de su juego. O como un valor añadido al ser del hombre y la cultura, preñado de supuestos que obedecen a las vicisitudes más cambiantes y que apenas incluyen que la verdad sea algo más que un etiquetado consumible, útil para los intereses del mercado.

Volviendo a las distintas formas del arte, o de sus producciones, puede verse que predominan o se desarrollan más unas u otras en las culturas según sea el modo de vida de los pueblos de que se trata. Así, al nómada que se desplaza según el tiempo, el propio paisaje se le renueva y se mantiene hasta cierto punto como virginal, permitiéndole que su propia historia no sea diferente esencialmente de su modelo mítico, que tanto puede leer en el movimiento de los astros como recordar sintéticamente a través de la palabra, la danza o la música que son artes propias del tiempo y del ritmo. La memoria de la cosmogonía se expresa en la narración mítica, el canto conmemorativo, la danza sagrada, pero también en el modelo de sus tiendas y campamentos, en sus pinturas y bordados, en sus ritos específicos y en todo en lo que traza la impronta de su ser mítico. El nómada apreciará más fácilmente la hospitalidad de la tierra.

El sedentario ha de significar su espacio, que el transcurso del tiempo gasta, plasmando obras que duren en éste y que constituyan un modelo simbólico que le permita “viajar” por así decir a la comprensión de ese cosmos, al llevar implícita la memoria de lo simultáneo, o de un: tiempo otro presente entonces en ese espacio cualificado.

La ciudad es la obra extrema del sedentario, un reflejo en lo terrestre del modelo celeste: su orientación y distribución interna, la arquitectura de los templos y hogares –a su vez modelos simbólicos del cosmos–, el ordenamiento religioso y administrativo que refleja la tradición en el seno de ese pueblo, su calendario ritual, etc., son expresiones del conocimiento de los principios, de los que derivan las distintas aplicaciones en los diversos órdenes, las cuales señalarán lo espiritual mientras no se pierdan de vista aquéllos. Cuando esto ocurre se oscurece el tiempo de esa cultura, al anquilosarse, ya que entonces sus símbolos, mitos y ritos han perdido su poder vivificador y revelador que queda como oculto en ellos mismos. Se puede decir que tanto el tipo de los materiales que emplea como la forma misma de sus obras, junto con los datos de la ciencia de los ciclos y la geografía sagrada, son un indicio para leer los cambios cualitativos del tiempo, así como para comprender la idiosincrasia de los diferentes pueblos.

Hemos dicho que estas artes podrían verse como el facetado de una luz esencialmente única. Antes de considerar las siete artes una tras otra, siguiendo la correspondencia de sus regentes planetarios con las sephiroth del Arbol de la Vida, diremos que pueden reunirse las siete en dos: la Astrología, ciencia de los ciclos y los ritmos, y la Alquimia ciencia de las transmutaciones, y que ambas, reunidas, expresan la cosmogonía.

La Astrología describe la forma cósmica, su arquitectura ideal y su devenir formal y lleva implícita la idea de jerarquía y de orden armónico. Se trataría en realidad de los grados de la Existencia Universal, simbolizados naturalmente por las esferas planetarias a las que se ve como orbitando en torno a un centro que podría identificarse con el “motor inmóvil” de Aristóteles y que aparece como centro del cosmos y como su solución. En el cielo astronómico sería simbolizado por la estrella Polar, único punto que permanece inmóvil mientras la bóveda entera gira a su alrededor y en otro plano por el sol, que da la luz y el calor a la tierra.

El cielo, así como la tierra, es el gran espejo donde el hombre contempla la expresión simbólica de sus mundos internos y precisamente la lectura que tenga de la realidad que aquellos simbolizan lo ubica efectivamente en una esfera o plano, otorgándole su identidad, pues como se sabe uno es lo que conoce,

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aquello con lo que se identifica. Queremos decir que esos estados del ser pertenecen más bien al mundo interno, inteligible, y que es por la transmutación del alquimista que el cosmos podría ser trascendido. A la forma de la montaña, que es también un símbolo de la forma cósmica, la complementa la de la caverna, que se asimila al corazón. Exterior e interior serían dos aspectos de una sola realidad, que se resuelven en el conocimiento.

Se dice que la Astrología está regida por Saturno. A este planeta y deidad mitológica, le corresponde en el Arbol de la Vida cabalístico la sephirah número 3, Binah, Inteligencia de la que él es un símbolo planetario y mítico. Ella, que puede verse en su realidad universal como reflejando sólo a lo Uno, marca el límite cualitativo de lo manifestado, devolviéndolo todo a la Unidad inmanifiesta y rigiendo simultáneamente el orden de las esferas, que la expresan en su jerarquización y concentricidad, como emanaciones del Uno, que se refleja a sí mismo en el cosmos. Se puede entender entonces que se considere a Saturno regente de la Edad de Oro, cuando los distintos estados no se comprenden en modo sucesivo (o no se excluyen, puesto que son en presente) y la oscuración cíclica no ha ocultado la identidad esencial entre el cosmos, la deidad y el hombre, época mítica que es también un estado –el de hombre verdadero– cuyo “lugar” simbólico es el que se conoce como Paraíso terrestre, el Pardés de la tradición hebrea, o la comarca suprema, Paradêsha de la tradición hindú.

Al número 3 corresponde la forma geométrica del triángulo, imagen sintética de la manifestación que no ha perdido de vista el Principio producida por el reflejo del punto original en los innumerables puntos de la base, que no son sino la posibilidad de todas las criaturas, que en lo cósmico serán otros tantos estados del ser. Entonces, el movimiento celeste de Saturno, el más lento, luego el más próximo al centro, expresa a su manera la “operación” más que atemporal –generada por la Sabiduría divina Hokhmah, la sephirah número 2– que reúne a las cosas con su principio y que en nuestro tiempo está inmanente en el instante, virtualidad de lo que no transcurre. Es desde el punto de vista del ser identificado con el devenir y que ha perdido el “sentido de la eternidad” que Saturno aparece como el tiempo que pone fin a su existencia (de ex–stare = ponerse fuera) relativa.

En el cielo de Saturno –el séptimo de los nueve que figuran en La Divina Comedia– Dante ve, “Dentro del cristal que, rodeando al mundo, lleva el nombre de su querido señor, bajo cuyo imperio permaneció muerto todo mal, una escala del color del oro en que se refleja un rayo de sol y tan elevada, que mis ojos no podían seguirla. Vi además bajar por sus escalones tantos resplandores, que pensé que todas las luces que brillaban en el cielo estaban esparcidas allí.” En ese cielo, al que llega conducido por Beatriz, es donde Dante conocerá –por boca de un “contemplativo”: San Pedro Damiano– que “su elevado deseo se realizará en la última esfera donde se realizan todos los otros y los míos, y donde todos son perfectos, maduros y enteros: en aquella sola esfera todas sus partes permanecen inmóviles, porque no está en un sitio, ni gira entre dos polos, y nuestra escala llega hasta ella, lo que hace que la pierdas de vista”.

El módulo del ternario se expresa de múltiples maneras y aspectos. Centro, circunferencia y el radio que los une constituyen el esquema motor de cualquier ciclo o estado, que podría verse siempre como una particularización del ciclo universal cuya espiración produce todas las cosas trayéndolas de lo inmanifiesto a lo manifiesto y cuya inspiración las devuelve a su origen. Ese movimiento de expansión y contracción, presente a la vez tanto en la respiración como en los latidos del corazón del hombre, se recoge en la Cábala en su dimensión universal en la teoría de la Tsim–Tsum, según la cual el Infinito hace un lugar en sí mismo en el que puede entonces manifestarse el cosmos.

Esos dos extremos de la manifestación serán los que en el simbolismo zodiacal se figuren con los dos solsticios, Cáncer y Capricornio, a los que se considera entonces como dos puertas, una que da a la manifestación, a la existencia como ser particular, la puerta de los hombres, y otra, la puerta de los dioses, que corresponde a la salida del cosmos y la identificación con lo inmanifestado.

La teoría (de theorein = contemplar) de los ciclos está desarrollada sobre todo en la tradición hindú, que recoge ciclos tan extensos o tan pequeños, con respecto al hombre, que exceden cualquier esfuerzo imaginativo y devolviéndonos al presente proporciona también la idea de un ciclo prototípico o arquetípico, un ciclo simbólico que ya no puede entenderse en forma sucesiva. La antigüedad clásica también conocía

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algo semejante puesto que hay referencias de las cuatro edades de la humanidad como edad de oro, de plata, de bronce y de hierro. A ésta última –y a un estado avanzado de ella– correspondería el estado contemporáneo, caracterizado por una pérdida u ocultamiento de la tradición. También, al principio del ciclo corresponde la montaña, luminosa y evidente, y al final la caverna, oscura u oculta, imágenes ambas del centro espiritual. Queremos destacar aquí algo que se relaciona también con la aritmética o numerología sagrada: la proporción de las duraciones asignadas a esas eras o “edades” que constituyen el ciclo de una humanidad y que es la de 4 (edad de oro), 3 (plata), 2 (bronce) y 1 (hierro), en la que podemos ver que la primera aparecería como completa o entera representando la integridad del ciclo y las demás suponen una pérdida u oscurecimiento de alguna dimensión de él. Así como se puede ver que, al ser su suma 10, y 10 = 1 + 0 = 1, el ciclo entero, considerado como sucesivo, no es sino una modificación aparente de su unidad esencial, transcurso que sin embargo es causal respecto al encadenamiento cíclico.

Tenemos que decir aquí, que estos datos tradicionales, como los que pertenecen a la doctrina de los ciclos cósmicos, forman parte del corpus de la Tradición, transmitida como una herencia sagrada desde la noche de los tiempos. Que el hombre individual no podría inventarlos y ni siquiera descubrirlos, pues proceden de una dimensión suprahumana y suprahistórica. Si podemos conocerlos es gracias a la obra de quienes, precediéndonos en la historia, se manifiestan como las voces que vehiculan una Enseñanza, o unas Ideas que se refieren al Principio mismo, y que pueden así tender un puente que permita la salida de la rueda de las cosas.

La posibilidad de este viaje de lo periférico y siempre cambiante a lo central e inmutable tiene que ver con la ciencia de las transmutaciones, la Alquimia. Se trata de la transmutación (más allá de la mutación o cambio) integral del hombre que pretende el conocimiento, o que pretende ser, entendiendo esto como el logro de la identidad original.

Se trataría de una regeneración de su psiqué, entrenada por la cultura en que ha nacido para una visión profana de sí mismo y del mundo, según unos patrones que en general están invertidos con respecto a la verdadera naturaleza de ambos.

Es evidente que para que eso sea posible, algún eco ha de despertar en su interior el mensaje tradicional, por muy lejano que le pareciera al principio el asunto, si es que ha tenido la “fortuna” de entrar en contacto con él, que devuelve a aquél que puede recibirlo con la disposición adecuada, el conocimiento de la esencia simbólica de la existencia y la posibilidad de trascenderla.

La Alquimia considera los metales como la coagulación simbólica de sus arquetipos celestes, como la posibilidad de un hombre nuevo, dormida u oculta en el interior del hombre viejo. Sería posible entonces una labor transmutatoria de lo grosero en lo sutil, del “mercurio vulgar” o de la lectura literal y profana de la realidad, en el “mercurio de los sabios” revelador del Sí mismo y agente de la medicina espiritual.

Este proceso sería análogo, es decir, semejante simbólicamente, al nacimiento y desarrollo de una planta o árbol (imagen del eje que comunica los distintos estados del ser entre sí y con su Principio incondicionado) cuya semilla sería la concepción de los principios y cuyo cuidado vendría dado por el alimento de la enseñanza tradicional y el agua de la gracia espiritual, que vivifica al hombre nuevo. La Alquimia se sirve de la simbólica mineral, vegetal y animal, y recomienda al alquimista que contemple cómo opera la naturaleza.

Decíamos antes que el modelo astrológico plasma simbólicamente la arquitectura de los estados múltiples del ser. Se trata, para el hombre, de grados iniciáticos y no de lugares literales, grados que expresan a su manera el “viaje de retorno” al Sí mismo, el cual hay que entenderlo bien, no puede entrar en correlación con nada, así fuera la cosmogonía entera, de otra manera todavía estaríamos ante una concepción limitada del Principio.

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Así puede entenderse que Binah, aun siendo uno de los principios ontológicos (los que se refieren al ser) está situado a la cabeza de una de las columnas laterales del modelo cabalístico. Si las sephiroth poseen una cara luminosa que mira a Kether y otra “oscura” que mira a Malkuth, la parte de Binah que mira a Kether –y en la cual se refleja Hokhmah– no refleja otra cosa que su unidad, o que a él mismo, es decir algo “anterior” a todo el despliegue del cosmos, que en él no es distinto del Principio. Por otra parte, esos tres principios son inmanifiestos y no los separamos sino viéndolos desde lo analítico, al considerar al Principio como susceptible de un conocimiento dual.

En tanto la luna está sobre nosotros, la descripción del mundo nos ocultará la realidad del principio aquí y ahora. Lo virginal no entiende de lo compuesto, aunque pueda acompañarlo, y es necesario olvidar un mundo, o una visión del mundo, para que pueda darse otra que ya no será un reflejo. Entonces el símbolo será absorbido en lo que siempre estuvo simbolizando, podrá mostrar un rostro único y verdadero, arquetípico, un nombre que todas las voces estarían pronunciando aun sin saberlo, tanto las que lo expresan en términos afirmativos como en los negativos. Y si después de esto, aún está aquello de lo que nada puede decirse, hay que recordar que el misterio sólo se revela a sí mismo.

Un gesto impersonal, donde lo personal es también suyo, que siendo único es siempre nuevo, pues gracias a él se regeneran todas las cosas que son hechas de nuevo en ese momento.

El Señor del Bosque ha recibido su Imperio y se haelevado desde lo más bajo hasta lo más alto. Si la Fortuna vuela, de Retórico serás hecho Cónsul, sivuela todavía, de Cónsul serás hecho Retórico.Comprended la aparición del primer grado de la Tintura.Tratado de la Piedra Filosofal, Lambsprinck.El ejercicio de un arte sagrado exige –y a la inversa, favorece o provoca– una transmutación del artista. Si la transmutación de las energías personales es una cosa que le toca a él, que ha de hacerse cargo tanto de lo que más le gusta como de lo que más le duele, la transformación, o el paso más allá de las formas, es cosa de la virtud espiritual implícita en los símbolos, o en la concepción simbólica que él plasma o actualiza de modo ritual. Nadie podrá hacer por él ese trabajo que en todo caso tiene sentido por lo que ya es sin esfuerzo.

En una cultura tradicional, no existe lo que hoy se ve como ocio; sí lo que se refiere al descanso, así como la contemplación y la oportunidad del asombro, que además protege de cualquier fijación parcializada. Si la creación está siendo ahora, su fin no es una de sus particularidades, por más importante que ésta pueda ser en su contexto. Con todo ello, la economía de ese trabajo es cosa que le toca a cada cual, por lo menos respecto a lo que conoce y en el silencio de su “templo” interior. A este respecto, la Alquimia, que se maneja con esos tres principios, que figuran las columnas del Arbol de la Vida, uno activo, otro pasivo, y uno neutro, el del eje central (en el que se conjugan las dualidades), recomienda mantener un fuego continuo y suave, y esto se refiere no sólo a las operaciones que uno pudiera signar como especificamente alquímicas, sino al discurso completo de la cotidianidad del que ha aceptado creer que esto es para él. Podría recordarse también aquí las posibilidades de la danza, que incluyen aquellos movimientos repentinos que restauran el equilibrio, los cuales a su vez son simbólicos. El artista o filósofo –hombre que ama el conocimiento– ha de saber que tanto las figuras que traza lo astronómico como los símbolos gráficos dibujados en un papel, se refieren a una única realidad simultánea y trascendente que, expresándose en ellos, se da al mismo tiempo en forma inmanente en el corazón del hombre.

La geometría signa todo lo que ya es extenso. Ella expresa a su manera, simbolizándolas, las relaciones de los seres entre sí y con su Principio. Plasma entonces en sus modelos simbólicos una economía espiritual que en su origen constituye la posibilidad misma del cosmos.

Con respecto a la regencia de la geometría que se asigna a Júpiter, vemos que en el Arbol Sephirótico, éste corresponde a Hesed, Gracia o Amor divinos, referida al número 4 como expansión de la unidad en la manifestación y realización sintética de todas sus posibilidades de expresión (1 + 2 + 3 + 4=10), es decir, como la posibilidad misma de la revelación, que es simultánea con la creación. Entendemos esa atribución al referirla a las posibilidades reveladoras de cualquier modelo o estructura plasmada por el Arte. Es en tanto que simbólica, es decir como expresión de una idea o arquetipo que la trasciende, que es una manifestación o un vehículo de la Gracia, una bendición en el sentido etimológico del término, la cual ofrece al ser que puede recibirla el medio y el soporte de su realización.

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Otro tanto se refiere a la idea de proporción, que la música expresa mediante la escala en la que también está incluida la noción de jerarquía y que implica una distinción o discriminación que permite que se manifiesten la armonía y las correspondencias que vehiculan y ordenan la posibilidad de la unión. Esto no es exclusivo de lo sonoro, y lo visual lo expresa tanto en las relaciones de sus elementos fundamentales (punto, línea, plano, volumen) como en las relaciones ideales entre las distintas figuras geométricas. Una arquitectura armónica, como la del templo o la del jardín, o la de un mandala plano, genera también la audición de otras voces que son evocadas por ese diseño al entrar en ese espacio o al contemplarlo, así como la música describe otro espacio al que nos traslada haciéndonos participar de su cualidad propia.

Ese principio de distinción ha de tener como arquetipo el “temor de Dios”, el cual se refiere a la afirmación del Uno en el seno de sus reflejos transitorios y contingentes, y no es lo mismo que el miedo, reflejo oscurecido y distorsionado de él. Él es el Norte que ordena las analogías y correspondencias al señalar la trascendencia y podría entenderse aquí por qué Marte está exaltado en Capricornio, así como por qué se le llama en el himno homérico “dador de la floreciente juventud” y se le impetraba entre los romanos para que favoreciera las cosechas.

En efecto, él activa el recuerdo del Principio y por lo tanto el de la esencia de lo sagrado y otorga la posibilidad de la salida de lo caótico y el retorno a la unidad siempre presente. Lo vemos actuante en la fundación de Roma cuando Rómulo –hijo de Marte– marca los límites de la ciudad tradicional (una imago mundi) mediante el arado, y en la fundación mítica de Tebas a los sones de una lira imagen también de la acción de la doctrina o enseñanza inspiradora de todos los desarrollos que darán lugar a una cultura. De la relación armónica entre la música y la geometría son un ejemplo tanto el modelo astrológico, en el que por cierto están implícitas las demás artes, como la figura de Apolo, el “dios geómetra” de los griegos que lleva en su mano una lira, imagen de las tensiones armónicas del cosmos y de la resonancia de los números en él atributo que le corresponde como director del coro de las Musas, inspiradoras de las artes, las cuales han sido engendradas, según el mito, por Júpiter en Mnemósyne (la Memoria) sobre el monte del Olvido.

El número manifiesta la idea; en realidad es uno con la idea misma, y si se medita en ello, podrá constatarse que la percepción del número no es obra de los sentidos. En efecto, los números no son la cifra que sirve para escribirlos según un modo particular, sino que son un módulo inteligible a través del cual comprendemos la realidad. Así, se dice que las formas geométricas son el cuerpo del número, lo espacializan, patentizando su ritmo interno y generando así un espacio en el que todo podría afirmarse desde ya como otra cosa, como el pronunciamiento o la articulación de un verbo que no es otro que la concepción de todas las posibilidades que por eso mismo ya están realizadas en su identidad primera. Y que su articulación misma, según los ritmos y las correspondencias que hacen el mundo armónico, y a las esferas o planos en que éste puede manifestarse, sea la expresión de una mirada primordial que el Ser efectúa en la Posibilidad del Sí mismo al pronunciar el Fiat Lux.

Si los números nacen de la suma de la unidad consigo misma, quiere decir que en cuanto los consideramos como teniendo una realidad diferenciada por sí mismos ya los vemos de manera cuantitativa.

Si la gracia afirma y sostiene las cosas desde su principio, y el rigor niega lo que niega a su vez ese principio, no hay duda que su conjunción o equilibrio da la medida de las cosas, aquella en que, sin ser negadas, quedan transfiguradas. La aritmética esta regida por el Sol, que corresponde a Tiphereth, Belleza, Misericordia o Esplendor. Belleza que hay que entender en el sentido platónico es decir, como experiencia de lo verdadero. En la Idea de centro se unen lo particular y lo universal, que no son separados sino por nuestra percepción analítica e individualizada.

Frente a esa realidad esencial nada tienen que ver las consideraciones cuantitativas. Dice la cábala que cuando las cualidades del Principio están entrelazadas se les llama Tiphereth. Es pues la energía mediadora por excelencia y en esa realidad no discursiva se da la conjunción de la verdad y la.vida.

Siendo el corazón del Arbol Sephirótico, encarna la idea de centro, cosa que también manifiesta el símbolo del sol astrológico y el del oro alquímico, formado por el círculo más su punto central, símbolo susceptible de tantas relaciones que no se podría soñar aquí ni en una breve ojeada sobre ellas.

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Tal vez sea oportuno decir aquí que los símbolos son el espejo de una realidad interna oculta siempre en nuestro corazón; que ellos generan y apoyan la certeza, conduciéndonos, al nombrar y señalar la naturaleza de las cosas, al “lugar” donde se oye la voz infalible. Los símbolos son vehículos que nos llevan al conocimiento y a un conocimiento que se identifica con el ser.

De la Retórica se dice que está regida por Venus, la cual corresponde a Netsah, Victoria. La esencia de la Retórica procede siempre de una visión de la belleza, a la que ella manifiesta en el discurso mediante la armonía del todo. Se trataría de una poética viva, sin el agregado de ninguna estética al uso, fecundada por la caridad, o por la gratuidad de lo que es por sí mismo y en la que nada sobra pues viene del Espíritu. Esta Retórica es la de la poesía sagrada ritmada según los números y la arquitectura del Universo y es la de las Artes en general, en tanto que son vehículos de lo sagrado. Sin duda se refiere esta Victoria a la de lo Uno y sintético sobre lo múltiple y fragmentario, o la del Todo sobre la suma de las partes, lo cual constituye a la obra de arte, que porta entonces en ella el poder inspirador y generativo que promueve una transmutación en el que la contempla o la oye (el ícono y el canto sagrado son ejemplos claros) trasportándolo a la comunión interna con lo simbolizado.

La energía de esta diosa o aspecto divino, “la de párpado helicoide” dice el himno homérico (cuya mirada contempla todas las cosas en la Unidad), es encarnada también por la Atenea griega y la Minerva romana, patronas de las artes y oficios y defensoras de la ciudad, cuyo orden conservan –con todos los beneficios espirituales que ello significa– mientras sus habitantes puedan guardar aquella orientación que hace de sus oficios un arte y de ella la imagen de un orden celeste. A la conservación de un Paladium (imagen de la Verdad) estaba ligada la propia conservación de Troya, como ha sido el caso análogo de otras ciudades de la Antigüedad; es entonces la pérdida de la Tradición la que trae consigo la fragmentación, la descomposición y la ausencia de sentido propia de lo profano, que desconociendo la naturaleza simbólica de toda manifestación, no puede participar del orden de una verdadera jerarquía, habiendo perdido de vista la unidad espiritual de todas las cosas.

A Hermes–Mercurio, regente de la Lógica o de la Dialéctica, el cual corresponde a la sephirah Hod, Gloria Divina, se le ha llamado tres veces grande por su sabiduría, lo cual se refiere a su conocimiento de la cosmogonía, de la analogía de sus planos o mundos (el caduceo es precisamente una imagen del Arbol de la Vida), a través de los cuales pone en comunicación al ser humano con el Principio, con su Sí–mismo prístino y primordial que conoce sin intermediarios. Él nos enseña a ver en los claroscuros de nuestra existencia la vía, o un más allá que somos nosotros mismos. Sus mensajes siempre señalan una conjunción de opuestos y nos enseña a verlos como complementarios, como procedentes de un Principio que es No–Dual. Él es un mensajero alado que recorre los aspectos de la cosmogonía y nos conduce al rito como único gesto integral que pueda regenerarnos y nos permita acceder a un conocimiento efectivo y sin otredad, en el que lo particular ha quedado absorbido en lo universal, al no ser ya otra cosa sino simbólico.

Con respecto a la gramática, se adjudica su regencia a la Luna, luminar de la noche. A pesar de las condiciones intempestivas de los tiempos en que nos ha tocado vivir, ahí están los textos tradicionales, y a ellos puede uno recurrir, tanto como medio oracular, como fuente sapiencial que siempre nos devuelve la memoria de nosotros mismos. Yesod, Fundamento, señala la posibilidad de reintegración de un mundo; la forma se reintegra en el nombre y éste en su principio inmanifiesto. Entre la letra y el espíritu, o entre el símbolo y lo simbolizado, no hay más distancia que la que establece una lectura analítica o una actitud que considera las cosas como ajenas a nosotros mismos haciéndolas así estériles, aun sin saberlo.

Suponiendo lo que conocemos nos negamos la posibilidad del asombro, de una fuente que siempre brota en el presente y de la que simplemente se bebe cuando se tiene sed. Nada como acercarse a una escritura otra, como la ideogramática por ejemplo, para poder darse cuenta enseguida de cómo una descripción no es sino la consecuencia de una actitud frente al mundo y a nosotros mismos.

Para los que nos ha tocado nacer en un mundo que ha presupuesto también la palabra, a la que suele ver como el instrumento insuficiente de una comunicación horizontal –sin darse cuenta de que para ver algo horizontal es necesaria al menos la intuición de lo vertical– existe todavía la magia de la etimología que puede devolver, al menos hasta cierto punto, la evidencia de un origen esencialmente unitario del lenguaje, que caracteriza al hombre en su función evocadora de la memoria viva del cosmos, al cual no es para nada ajeno.

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Todo lo hemos aprendido; hemos conocido el mundo a través de un medio con el que más o menos nos identificamos. Sería necesario desaprender una lectura o lecturas parcializadas de él para volver a encontrarnos con la libertad de nuestra naturaleza primordial y se trataría aquí de aprender una nueva “descripción” sin obstruir la identidad entre el ser y el conocer. Para lo cual sería necesario el dejar de suponerse un instante, olvidar por un momento nuestro reflejo relativo e insignificante y, con la ignorancia y el silencio como defensa ante lo profano, comenzar a deletrear de nuevo en las páginas del Libro de la Vida.

Sin duda hay en todo esto un secreto, que tiene que ver con lo que siempre será inexpresable por cualquier discurso y que es lo mismo que hace de los símbolos y de lo simbólico el modo apropiado de expresión. Y esto le toca no sólo a los símbolos y mitos acunados como síntesis didáctica de. la naturaleza del Ser, sino al hombre mismo en tanto que, además de símbolo él mismo, o precisamente por ello, puede no sólo leerlos sino identificarse plenamente con lo que está más allá de ellos.

Podemos entender entonces cómo las artes, para el hombre tradicional, o para las sociedades tradicionales, no eran algo hecho para otra cosa, sino la propia expresión de una realidad metafísica –secreta–, expresión acorde con su propia vocación, que no fue otra cosa que su identidad en un mundo y por lo tanto su destino en él, el que, cumpliéndolo, pudo ser el soporte de una realización simultánea y atemporal que se refería a su más profunda identidad y de lo que sin duda eran perfectamente conscientes, a la cual corresponde el verdadero esoterismo.

BIBLIOGRAFIA – Dante Alighieri. La Divina Comedia, Espasa Calpe, Madrid 1984. – René Guénon. El Esoterismo de Dante, Ed. Dédalo, Bs. As. 1976. – Id. Sobre el Número y la Notación Matemática, Ed. SYMBOLOS, col. “Cuadernos de la Gnosis” Nº 4. Guatemala, 1994. – Id. Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, Ed. Eudeba, Bs. As. 1989. – Federico González. La Rueda, una Imagen Simbólica del Cosmos, Ed. SYMBOLOS, Barcelona 1986. – Id. Los Símbolos Precolombinos. Cosmogonía Teogonía Cultura, Ed. Obelisco, Barcelona 1989. – Leo Schaya. El Significado Universal de la Cábala, Ed. Dédalo, Bs. As. 1986. – Ananda K. Coomaraswamy. Sobre la Doctrina Tradicional del Arte, Ed. José J. de Olañeta, Palma de Mallorca 1983. – Id. Teoría Medieval de la Belleza, Id. 1987.

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SIMBOLO Y VISIONpor

ALICIA WIECHERS

Los tiempos que nos toca vivir marcan, según el sistema cosmológico hindú en su teoría de los ciclos o vidas de Brahmâ, un límite o punto de retorno. Nos encontramos a la mitad de un kalpa que consta de catorce manvantaras: siete de ida (hacia la manifestación) y siete de vuelta (hacia el Origen). El retorno se inicia cuando un ciclo ha llegado al límite de sus posibilidades, y es por ello importante preguntarnos qué es un límite, cómo es que el símbolo constituye un límite, y cuál es su función en este retorno hacia el Origen.

Hablar de límite, supone ya hablar de polaridad, porque el límite es un lindero que separa, al mismo tiempo que une, dos cosas, reinos o realidades. Une, revelando la identidad de los dos lados del lindero; separa al diferenciar las partes de un mismo Todo: es la marca que revela y cualifica lo siempre idéntico a sí mismo, sin sacarlo de su infinitud.

Explicarnos lo Infinito sería tan imposible como explicar al propio Brahmâ. La naturaleza finita y limitada no puede contener lo Infinito, pero puede revelarlo prestándole límites.

El primer acto creador y revelador es la creación del límite, que cumpliendo su función de ser ventana a lo Infinito se convierte en un símbolo.

El Hombre Universal, principio y síntesis de la creación entera, es el símbolo por excelencia pues ninguna otra criatura refleja todas y cada una de las cualidades divinas-. Las dos primeras cualidades que este Hombre-símbolo refleja son las de unión-separación; la Sabiduría y la Inteligencia; facultades que son la primera polarización de la Esencia única, Hombre Universal o “corazón de Dios”. La Sabiduría, asociada al ojo derecho, es la contemplación pura en la que no existe ningún rastro de separación; la Inteligencia, asociada al ojo izquierdo es la raíz de la creatividad porque contempla al mismo tiempo como en un espejo, la Unidad Pura, y como en un prisma, el despliegue de las cualidades divinas.

El Hombre Universal es “el corazón de Dios” -dice la cábala hebrea- el ojo por el que Dios nos ve, pero de él nada podemos saber tampoco sino por la imagen que traza su poder amoroso y creativo al desplegar sus posibilidades en el arco descendente de la creación. Entre los dos silencios, el del Todo, y el de las mil y una cosas, estalla un dinamismo que es el hombre creador, que al expresar su ser va creando el universo, a la vez que con su conciencia va recreándose a sí mismo; limitándose se revela y se recuerda, hasta que puede decir que él es lo que conoce, o que conoce lo que es: hasta que se reconoce como símbolo de lo Absoluto. Porque la creación revela en el equilibrio la inmutabilidad absoluta del Principio; ella es para el hombre su propio corazón; el ojo por el que ve a Dios.

El corazón de Dios en su despliegue creativo va trazando imágenes que revelan diferentes cualidades divinas. El arte de la geometría tiene como soporte estas imágenes, que por ser símbolos de dichas cualidades constituyen los peldaños para el retorno a la visión del corazón, donde el ojo por el que vemos a Dios, y el ojo por el que Dios nos ve, son uno solo; donde podemos estar inmersos en la creación, a la vez que conscientes, porque la visión es la función del símbolo, y el símbolo es la conciencia que la Unidad tiene de sí misma, a la vez que su ser más íntimo.

Función del símbolo Para comprender al símbolo como función, nos es necesario acceder a la idea de arquetipo. A nivel racional pensamos que las ideas son algo estático pues es a ese nivel que ya se han cristalizado en conceptos. El pensamiento moderno tiene mayor dificultad que el primitivo para acceder a la experiencia del arquetipo, porque la mayor parte de nuestras lenguas requieren que los verbos estén asociados a sujetos y no podemos imaginar fácilmente procesos de actividad pura. Las culturas antiguas simbolizaban este eterno y puro proceso como dioses, esto es: poderes o líneas de acción por las que el espíritu se concreta en energía y materia.

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La tradición hebrea describe en el Sefer ha Yetsirah (Libro de la Creación) a estos arquetipos, como ángeles, espíritus, o almas, que surgen cuando la superficie de las aguas es agitada por el viento creador y redentor. Estas “olas” habitadas por el espíritu de Luz, son vibraciones sutiles en las que la luz incolora se quiebra en miríadas de rayos, que asumen un color según su función, pero sin tener aún ninguna apariencia formal. Cada vibración habitada por la luz es una semilla que irradia, como una gema, un color particular, y contiene un ser potencial. La tradición hindú llama bîjas (semillas) a estas vibraciones o primeras cualidades divinas, primera mezcla de espíritu y sustancia, que si son pronunciadas por el hombre, invocan dichas cualidades espirituales.

Las fuerzas ocultas del cosmos, a fin de ser perceptibles por el hombre se revisten de formas, crecen y se desarrollan construyendo tejidos simbólicos que han sido la base de todos los sistemas cosmológicos. El símbolo no es sino una Idea o arquetipo en su aspecto más interno (donde aún no existe rastro de diferencia con la Unidad), y un ropaje de formas comprensibles para el hombre en su aspecto más externo. Esto le permite ser un puente entre nuestra percepción sensible y las fuerzas ocultas del mundo de las Ideas o arquetipos, imágenes, o reflejos puros de la Unidad.

La puesta en movimiento de la idea potencial que yace en el corazón del símbolo, describe trayectorias que al ser contempladas por el hombre, son vistas como configuraciones geométricas o mandalas. Los mandalas son diseños construidos alrededor de un centro del que irradian dos o mas ejes en los que se teje el desarrollo de una idea; son símbolos del ordenamiento de la creación por lo que su contemplación integra la mente, permitiéndole acceder al arquetipo que ellos expresan.

Funcionando en el nivel arquetípico, tanto la geometría como el número describen energías de la entretejida y eterna danza del cosmos.

Todos los sistemas cosmológicos tienen como base la expresión mediante configuraciones simbólicas auditivas, visuales y gestuales que son mapas para retomar al Sonido, la Luz y el Gesto primordiales; a la Palabra de la que toda la creación no es sino un desdoblamiento con un orden y una jerarquía en la que el dinamismo encuentra en diferentes estadios equilibrio, reposo y reintegración.

El ‘’Orden de Arriba”. Angelología. En el libro del profeta Isaías (55, 10-11) se alude a la Misión que tiene la Palabra que desciende como la lluvia de los cielos, para que no regrese sin haber hecho germinar la tierra, y dado el pan para comer. Los ángeles en la Tradición son los ministros y mensajeros encargados de que esta misión se cumpla. En esencia, un ángel no es sino un sonido, un viento, una llama de fuego, un aroma, sin apariencia formal; una energía circulante.

La Tradición describe también a los ángeles como inteligencias o facultades cognoscitivas, porque se generan cuando el espíritu se conoce al reflejarse en las aguas. Jacob “vio” a estas inteligencias ascendiendo y descendiendo por una escala espiral de la tierra al cielo y del cielo a la tierra. Robert Fludd, quien dedicó su vida al estudio de los procesos creativos, muestra la escala descendente de la creación, de arriba a abajo, a través de querubines, serafines, potestades, dominaciones, virtudes, arcángeles y ángeles, los planetas y los elementos, hasta el hombre como receptáculo microcósmico. Otro grabado de Fludd basado en Santo Tomás muestra la escala de la perfección con los peldaños que deben ser tomados para subir de la tierra al cielo: desde el mundo de los sentidos hasta el mundo interior de la imaginación, pasando a través de la razón o pensamiento disciplinado (que tiene como función concentrar la atención) para acceder al Intelecto, u órgano del conocimiento de las Ideas. De ahí a la Inteligencia que las penetra, teniendo de ellas un conocimiento directo (desde dentro) y las traspasa, para finalmente acceder a la Palabra misma que abre el Reino Supra celestial. Cada peldaño de esta escala simboliza un estado evolutivo del hombre y aparece como jerarquizado mientras no se han unificado el Ser y la Conciencia, en el receptáculo humano.

La tarea de los ángeles es la de ayudar al hombre en este camino evolutivo; el ángel guardián cuida la esencia, para que al ser envuelta por la personalidad, permanezca viva hasta que le sea posible desarrollarse. El arcángel Gabriel, que simboliza la imaginación activa o Intelecto, es la fuerza que conduce al “héroe” por los siguientes peldaños, en su camino hacia el conocimiento directo; es en la esfera de su acción que el ego

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penúltimo está a punto de desaparecer, y por lo tanto los últimos rastros de ser una entidad separada. Gabriel es la actividad intuitiva que balancea lo sensible y lo inteligible, que une lo femenino y lo masculino. En el sufismo se le llama el “corazón espiritual”; para el cristianismo es el anunciador de la encarnación del Verbo. Una mente que habita en esta esfera, piensa en completa abstracción y tiene imágenes que son revelaciones como las de Ezequiel o San Juan. De entre los cuatro elementos, Gabriel rige el agua, Uriel la tierra, Rafael el aire y Miguel el fuego. La actividad de Gabriel es por tanto reflejante: espejo de la Conciencia.

Miguel, cuyo nombre significa “igual a Dios”, es la Inteligencia del corazón, el conocimiento interno directo, donde ya no existe la distancia. Miguel es de hecho el corazón del mundo creativo, la luz interior de los seres y las cosas, el guerrero que protege el centro contra Satán, el dragón, o ego último, por eso se le llama el guardián del cielo. Conciencia y ser se balancean con la actividad de los arcángeles; lo sensible y lo inteligible; la gracia y el rigor. Equilibrar las fuerzas espirituales y sustanciales en el dinamismo que fluye del Nombre, en el gesto creador, guardando los cuatro puntos cardinales, es el trabajo de los arcángeles que el Verbo moviliza.

El “Orden de Abajo”. La Geometría. La imagen del mundo es revelada como algo que se extiende... Irradia a partir de un centro, sonido, o Palabra, y gira en su entorno por un gesto o primer acto del Verbo creador, el que va dejando trazados los caminos o configuraciones geométricas, que son la imagen estática de ese dinamismo.

Se dice que Dios colocó los cielos a fin de que el hombre aprendiera a leerlos; a fin de que una vez aprendidos pudiese descorrerlos.

Desde antiguo el hombre sabía de los eventos de la tierra por la observación de los cielos. Advirtió que las posiciones angulares de sol, luna, planetas y estrellas estaban relacionados con los ciclos terrestres: fases de la luna, estaciones, crecimiento de las plantas y fertilidad y anotó los patrones celestiales por medio de ángulos que especificaban estas influencias. Esto le permitió discernir algunas constantes y tener del universo un enfoque cosmológico, es decir ordenado. Representando estas constantes mediante símbolos nos heredó los mapas de las rutas que comunican diferentes niveles del Ser. Estas estructuras sutiles nos permiten descubrir las aberturas o pasajes hacia otras dimensiones del tiempo y del espacio porque tanto la geometría como el número describen la danza ritual del cosmos.

Por la ciencia el hombre conoce esas constantes que gobiernan el “orden de arriba” y “el orden de abajo”, por el arte las hace vivir en sí mismo, porque sólo así puede llegar a conocerlas; y por el oficio, las expresa en obras, repitiendo sin cesar el rito de transformar la Idea en acto, cooperando así en la obra creativa.

En la práctica del arte de la Geometría, el hombre se abre a la influencia de los poderes angélicos y con ellos colabora en la manutención del Universo, completando aquí abajo la obra creativa de arriba, y haciendo sensible el proceso de su propia creación. Las palabras “arte”, “método”, “camino”, entendidas en su aspecto dinámico, sirven para denominar el peregrinaje del hombre hacia su Origen. Cada vez que se repite el acto creativo mediante la encarnación de un símbolo, y la posterior creación de un objeto, se refleja la Voluntad o Libertad divinas: “Hágase Tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

Este peregrinaje que se relata en las epopeyas como la de Gilgamesh, o la búsqueda del Grial por Parsifal, es en realidad un peregrinaje a través de diferentes dimensiones del tiempo y del espacio en busca del Origen: peregrinaje que los pueblos nómadas representaban con una espiral, o arabesco, que se enrolla y desenrolla como la respiración del cosmos. (El nómada, inserto en el tiempo, hace su recorrido por el espacio a diferencia del sedentario que inserto en el espacio, vive recorriendo el tiempo). La espiral es ese recorrido del Tiempo que traza una imagen espacial, describiéndose a sí mismo en sus diferentes proyecciones, en un ir y venir que regresa siempre al Presente. Diferentes usos de la espiral evocan diferentes modos de concebir el tiempo; la espiral doble, ilustra este continuo ir y venir en una imagen simultánea, sugiriendo el balance de energías polarizadas; el pasaje entre dos columnas, la spira oculi, el pasaje entre los dos ojos de Rheus, simbolizan la entrada al Tiempo Presente. Cada una de estas representaciones expresa una dimensión del espacio-tiempo en este peregrinaje. Las formas geométricas basadas en el número representan los peldaños en esta ascensión a los cielos, o estaciones espirituales. Cada estación espiritual por la que pasa

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el buscador, corresponde en términos visuales a una forma geométrica que éste ha de vivir en sus aspectos estático y dinámico. Un ejemplo de forma estática es el cuadrado, y la cruz, su correspondiente dinámica. El equilibrio dentro de dicha estación, o “cielo”, permite continuar el peregrinaje. La polarización que se expresa en las formas geométricas estáticas y dinámicas, corresponde a los polos entre los cuales el buscador se mueve hasta alcanzar el equilibrio dentro de cada estación. Contracción-expansión: separación-unión; sobriedad-intoxicación. Una vez adquirida la simetría y estabilidad en una estación, a través del estudio, la práctica y la contemplación, se genera a partir de allí la siguiente estación, del mismo modo que las formas geométricas se desarrollan a partir de la forma anterior. Cada estación es la expresión de un numero, y cada número representa un estadio en la evolución. Así, la geometría, a la vez que da un orden a la naturaleza, organiza también el alma.

Vista de esta manera, la geometría se convierte en un arte sagrado, y su práctica en un rito. Cuando en un acto ritual, todo el ser se entona con un símbolo, participa del espacio que dicho símbolo describe, del tiempo en el que vive, del “orden” al que pertenece y del arquetipo que él expresa. Participar de un arquetipo, es participar de uno de los aspectos de la esencia única.

Los símbolos numéricos y geométricos han sido revelados a los grandes profetas, o “pioneros del camino”, y la Tradición nos los ha legado a manera de mapas envueltos en diferentes formas que responden a diferentes épocas, lugares y gente. Son las imágenes con las que el hombre ha comprendido el trayecto de la conciencia a través de los ciclos de cambio y alternancia entre los polos de su propia conciencia.

Los símbolos revelados, son fruto de la visión interior. Pero cuando el artista dirige de nuevo su mirada hacia el mundo, ve la unidad que envolvía todo lo creado en el interior de cada creatura, convirtiéndose cada una en un símbolo natural. En cada rayo de sol ve el sol, y todo el león en cada uno de sus pelos. 0 como dice el poema de William Blake: “Ver un mundo en un grano de arena, y el cielo en una flor silvestre, contener el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora”.

La Idea revelada o Forma (con mayúscula) se describe en un espacio-tiempo determinado, y es modificada por los accidentes o influencias exteriores, y por ello sus imágenes son cambiantes. La imagen, o ropaje, no es sino el trayecto que describe la Idea hasta llegar a la concreción en la sustancia.

A los símbolos de la naturaleza se les llama “símbolos naturales” y su atenta observación nos revela que los mismos patrones geométricos son compartidos por flores, caracoles, animales, cuerpo humano, sustancias vistas al microscopio, átomos; y los mismos patrones se repiten cuando tomamos la mirada hacia adentro y hacia los cielos. Desde el mundo de la apariencia hasta el subatómico todas las formas son sólo envolturas de patrones geométricos, intervalos y relaciones. Es decir que lo que percibimos no son “cosas” sino relaciones proporcionales, cuyos límites visibles sólo encuadran. La biología moderna reconoce la importancia de la configuración de una sustancia como determinante de ciertas funciones, por ejemplo, que el proceso de la fotosíntesis se hace posible gracias a que las moléculas están ordenadas en una estructura dodecanaria; también, que las sustancias reflejan la luz en diferentes coloraciones según su estructura molecular, y que los aromas no vienen de los componentes de una sustancia sino del modo en que ésta está acomodada.

El lenguaje silente de la naturaleza mueve a quien la contempla a seguir sus rutas penetrando en sus ritmos y ciclos armónicos sin principio ni fin que conducen a través del ropaje del símbolo hasta su esencia; desde el mundo de las formas naturales hasta el mundo de los arquetipos.

Creatividad, Percepción, contemplación y visión El conocimiento directo o inteligencia del corazón es el espejo donde la Unidad se contempla sólo a sí misma en su pureza. Esta pura receptividad es la verdadera creatividad, pero para acceder a ella hemos de cultivar el suelo a fin de que las energías del cielo la fecunden. Aun las disciplinas más contemplativas, como el budismo Zen, requieren para ser aprendidas correctamente, que el intelecto sea desarrollado hasta su límite. No basta dejar de pensar, sino pensar correctamente usando el intelecto de una manera menos limitada, librándolo de sus hábitos asociativos, llevándolo al límite donde las palabras y pensamientos cesan y las ideas puras permanecen; ideas que Son por esencia dinámicas. Cuando aparece la paradoja río

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ha de ser paralizada por soluciones intelectuales sino permanecer en una actitud mental dinámica que dé cabida al nacimiento del lenguaje simbólico, lenguaje ambivalente que reúne en sí mismo la paradoja.

Los lenguajes simbólicos locales, que para no confundir con los verdaderos símbolos llamaremos “conceptos”, tienen la particularidad de ser fijos, y son por ello el alimento adecuado para el pensamiento racional y analítico, donde algo no puede ser y no ser al mismo tiempo. Este pensamiento es la inversión de la conciencia de la Unidad, sustituyéndola por la uniformidad, y a lo permanente por lo fijo.

Aunque la conciencia ordinaria es altamente selectiva, con el propósito de que nos proporcione los datos necesarios para la supervivencia mecánica, y nos proteja de ser confundidos, no es una herramienta adecuada para comprender el símbolo. Cada facultad cognoscitiva constituye los límites de un orden de realidad diferente, y cada orden requiere que sea desarrollado el órgano correspondiente de percepción. 0 pudiera decirse a la inversa: la creación del órgano permite recibir la clase de ondas vibratorias de la misma frecuencia, y desplegar ante nosotros un mundo que entonces conocemos. Somos lo que conocemos: los límites de lo conocido los dicta nuestra propia conciencia. Acceder a un cielo, o estación espiritual, es despertar la facultad cognoscitiva correspondiente.

Para expresar el contenido de la conciencia ordinaria reducida, el hombre ha elaborado sistemas conceptuales y lenguajes locales. Podría decirse que la simbólica es un lenguaje universal donde se puede expresar cualquier individualidad.

El lenguaje simbólico guía las facultades humanas desde la percepción a la visión; desde la facultad de relacionar, pasando por la capacidad de ver equivalencias, hasta llegar al pensamiento analógico. La analogía se basa en la armonía de una misma vibración resonando en dos o más niveles, y como es un vínculo que se da a sí mismo al tiempo que a los términos que une, realiza la unión más completa.

El trayecto del conocimiento de sí, con la ayuda del mapa cosmológico de la simbólica, es un trabajo de purificación ya que va limpiando la forma de las impurezas que le impiden entonarse con otra forma superior, y va desarrollando la intuición que es la facultad necesaria para entrar en la visión de la Unidad de todas las cosas. La contemplación consiste en mezclarse con ellas en las profundidades maternales de la naturaleza, en la quietud donde nos volvemos conscientes de la radiación desde “dentro”. Por la luz de la conciencia, o intuición, vemos la unidad de todo lo creado, o aspecto trascendente; por el reposo en la contemplación y la vuelta al origen vemos la unidad en el corazón de cada creatura o aspecto inmanente. Armonizarse con ambos, con el movimiento y con el reposo, es entrar en la corriente común del cielo y la tierra. La experiencia contemplativa se integra entonces en la conciencia unificada del que medita. El que comprende ambos procesos se mueve en la absoluta Realidad y la reflexión inmediata le llena del espíritu creativo.

El arte icónico La visión interna es el mayor poder creativo, es en sí misma la creación artística por excelencia; el “arte de Dios”. Pero si “el arte de Dios es el hijo por quien todas las cosas fueron hechas, en el artista humano el arte es su hijo por el que alguna cosa debe hacerse”.1

El artista que ha contemplado la obra divina en su visión es movido por el divino eros a crear. Porque todo acto de amor quiere una creación como alabanza al creador. Es el ingenium -como lo llama San Agustín- (o en el hinduismo el “director interior”, que es lo mismo que el Espíritu Santo, o el daimon griego) el que guía al artista en su creación. Y así como el divino intelecto imprime por un acto gratuito en la materia prima la imagen contemplada en el espíritu, así el artista humano imprime en la materia los modelos o arquetipos contemplados, cerrando así el ciclo creativo al imitar a su creador. El creador de imágenes verdaderas, o iconos, se identifica con la luz interior de los seres y las cosas cuando sus modelos son los de la naturaleza, y con las ideas o arquetipos cuando ha contemplado en su interioridad un modelo ideal. Modelos igual o más vivos que los que se usan para dibujar del natural.

El arte icónico no sólo crea un objeto: lo engendra; ya que el artista ha efectuado un recorrido dentro de sí mismo, e imita en su actividad el proceso de su propia creación; imita la naturaleza en su modo de operar,

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se recrea a sí mismo al tiempo que crea un objeto que será a su vez un soporte para la contemplación del espectador, que conectándose con la luz interior que la obra proyecta, recorre un camino dentro de sí hasta llegar a comprender el arquetipo que el artista contempló. Corriendo y descorriendo el velo de la creación se participa en el rito perenne convirtiéndose el hombre en co-creador del universo.

Las fórmulas que repite el arte tradicional son siempre las mismas y sin embargo nunca deja de ser original porque nos remite al Origen, para luego renovarse como la naturaleza: siempre igual, siempre diferente, porque el poder creativo es el reflejo de lo que no tiene límites.

NOTA

1A. K. Coomaraswamy. La filosofía cristiana y oriental o verdadera del arte, Taurus, Madrid, 1980, pp. 37-38.